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Cuestiones selectas de Cristología (1979)

9.1. Introducción, por Mons. Ph. Delhaye

Desde hace varios años algunos miembros de la Comisión teológica internacional deseaban
dirigir sus trabajos al campo de la Cristología, dialogar sobre ellos, y en cuanto las
circunstancias lo permitieran, coordinarlos. No pretendían, ciertamente, redactar una síntesis
completa, pero sí al menos prepararla por medio del estudio de cuestiones selectas,
considerando su actualidad y dificultades. Era evidente que no se podía evitar el recurso a
métodos de diverso tipo. El relator debía ponerse en el campo histórico-crítico, para examinar
las cuestiones suscitadas por la escuela de ese nombre. El exegeta, el historiador y el
dogmático conducían sus estudios en los propios campos de la teología, es decir, de la fe que
busca entender. Otros, finalmente, escuchando las objeciones y dificultades propuestas
actualmente con mucha frecuencia, intentaban mostrar cómo el dogma cristológico se puede
presentar en una perspectiva moderna, sin perjuicio alguno de su significación original.

El eminentísimo señor cardenal Franjo eper, presidente de la Comisión, reunió en una


subcomisión a los miembros que debían realizar este trabajo: los profesores H.U. von
Balthasar, R. Cantalamessa, Y. Congar, E. Dhanis, O. González de Cardedal, M.J. Le Guillou, K.
Lehmann, G. Martelet, J. Ratzinger, H. Schürmann, O. Semmelroth y J. Walgrave. Durante el
transcurso del trabajo preparatorio fallecieron dos de los miembros, los reverendos padres
Dhanis y Semmelroth. Descansen en paz. Séame permitido expresar nuestro piadoso recuerdo
y alabanza a estos amigos nuestros difuntos, por su incansable celo hasta el extremo de sus
fuerzas. La presidencia de la subcomisión estuvo encomendada en un primer tiempo al
profesor Ratzinger (el cual fue nombrado cardenal arzobispo de Munich y Freising); luego al
padre Semmelroth y, finalmente, al profesor Lehmann, quien ya más de una vez, en años
anteriores, había asumido esta responsabilidad en el seno de la Comisión.

Por varios capítulos difiere la vasta documentación preparatoria, que consta de cerca de diez
Relaciones, de las conclusiones de una semana (del 21 al 27 de octubre de 1979), deducidas de
un diálogo vívido aunque fraternal. Aparecen nuevas cuestiones y también nuevas y mejores
expresiones.

Aquí se publican solamente las conclusiones de los trabajos de la Comisión teológica


internacional que fueron aprobadas como tales, en forma específica, por la mayor parte de los
miembros de la Comisión. La Comisión publica, pues, esta relación conclusiva como su posición
colectiva.

Roma, 20 de octubre de 1980.

9.2. Texto de las Conclusiones aprobadas «in forma specifica» por la Comisión teológica
internacional
Introducción

En nuestros días el problema de Jesucristo se ha planteado con renovada agudeza, tanto en el


plano de la piedad como en el de la teología. El estudio de la Sagrada Escritura y las
investigaciones históricas sobre los grandes concilios cristológicos han aportado numerosos
elementos nuevos. Los hombres y mujeres de hoy plantean, con renovada insistencia, las
preguntas de otrora: «¿Quién es, pues, este hombre?...» (cf. Lc 7, 49). «¿De dónde le vienen
estos dones? ¿Qué sabiduría es ésta, que le ha sido concedida? ¿Qué significan los milagros
que realizan sus manos?» (Mc 6, 2). Es claro que no basta, para ciertos ambientes, una
respuesta que se quede a nivel del estudio general de la ciencia de las religiones.

Durante el curso de estos recientes trabajos se han manifestado aperturas interesantes, pero
han aparecido también tensiones, no sólo entre los especialistas de la teología, sino también
entre algunos de ellos y el Magisterio de la Iglesia.

Esta situación impulsó a la Comisión teológica internacional a tomar parte en este vasto
intercambio de ideas, y espera poder aportar algunas precisiones oportunas. Como se verá, la
Comisión teológica internacional no ha concebido el ambicioso proyecto de exponer
íntegramente la Cristología, sino que ha creído más urgente volcar su atención sobre algunos
puntos que son de especial importancia, o cuya dificultad ha sido puesta de relieve por las
discusiones actuales.

I. Cómo acceder al conocimiento de la Persona y de la obra de Jesucristo

A. Las investigaciones históricas

1. Jesucristo, que es el objeto de la fe de la Iglesia, no es ni un mito ni una idea abstracta


cualquiera. Es un hombre que vivió en un contexto concreto y que murió después de haber
llevado su propia existencia dentro de la evolución de la historia. La investigación histórica
sobre él es, pues, una exigencia de la fe cristiana. Esta investigación no carece de dificultades,
como lo demuestran los avatares que ella ha conocido en el transcurso del tiempo.

1.1. El Nuevo Testamento no tiene por finalidad la de presentar una información puramente
histórica sobre Jesús. Pretende, ante todo, transmitir el testimonio de la fe eclesial sobre Jesús
y presentarlo en su plena significación de «Cristo» (Mesías) y «Señor» (Êýñéoò, Dios). Este
testimonio es expresión de la fe y busca, a la vez, suscitar la fe. No puede, pues, componerse
una «biografía» de Jesús, en el sentido moderno de la expresión, entendiéndose por tal un
relato preciso y detallado, cosa que sucede igualmente con numerosos personajes de la
antigüedad y de la Edad Media. Sin embargo, no deberían sacarse de esto conclusiones de un
exagerado pesimismo acerca de la posibilidad de conocer la vida histórica de Jesús, como bien
lo demuestra la exégesis actual.

1.2. Durante los últimos siglos, la investigación histórica sobre Jesús ha sido dirigida más de
una vez contra el dogma cristológico. Esta actitud antidogmática no es en sí misma, sin
embargo, un postulado necesario del buen uso del método histórico-crítico. Dentro de los
límites de la investigación exegética es ciertamente legítimo reconstruir una imagen
puramente histórica de Jesús o bien -para decirlo en forma más realista- poner en evidencia y
verificar los hechos que se refieren a la existencia histórica de Jesús.
Algunos, por el contrario, han querido presentar imágenes de Jesús eliminando los testimonios
de los comunidades primitivas, testimonios de los cuales proceden los Evangelios. Creían, de
este modo, adoptar una visión histórica completa y estricta. Pero dichos investigadores se
basan, explícita o implícitamente, en prejuicios filosóficos, más o menos extendidos, acerca de
lo que en la actualidad se espera del hombre ideal. Otros se dejan llevar por sospechas
psicológicas con respecto a la conciencia de Jesús.

1.3. Las cristologías actuales deben evitar caer en tales errores, si es que quieren ser valederas.
El peligro es particularmente grande para las así llamadas «cristologías desde abajo», en la
medida en que pretenden apoyarse en investigaciones puramente históricas. Es ciertamente
legítimo tener en cuenta los investigaciones exegéticas más recientes, pero es preciso velar del
mismo modo a fin de no volver a caer en los prejuicios de los que hemos hablado
anteriormente.

B. La unidad entre el Jesús terrenal y el Cristo glorificado

2. Las investigaciones científicas sobre el Jesús de la historia tienen, ciertamente, un gran


valor. Esto es particularmente verdadero para la teología fundamental, así como para los
contactos con los no-creyentes. Pero un conocimiento verdaderamente cristiano de Jesús no
puede encerrarse dentro de estas perspectivas limitadas. No se accede plenamente a la
persona y a la obra de Jesús si no se evita disociar el Jesús de la historia, del Cristo tal como ha
sido objeto de la predicación. Un conocimiento pleno de Jesucristo no puede obtenerse a
menos de tenerse en cuenta la fe viva de la comunidad cristiana que sostiene esta visión de los
hechos. Esto vale tanto para el conocimiento histórico de Jesús y para la génesis del Nuevo
Testamento, como para la reflexión cristológica de hoy.

2.1. Los textos del Nuevo Testamento tienen como finalidad el conocimiento cada vez más
profundo de la fe, y su aceptación. No consideran, pues, a Jesucristo en la perspectiva del
género literario de la pura historia o de la biografía en un marco, por así decirlo, retrospectivo.
La significación universal y escatológica del mensaje y de la persona de Jesucristo exige que se
sobrepasen tanto la pura evocación histórica, como las evocaciones puramente funcionales. La
noción moderna de la historia, avanzada por algunos como en oposición con la fe, y
considerada como desnuda presentación objetiva de una realidad pasada, difiere, por lo
demás, de la historia tal como la concebían los antiguos.

2.2. La identidad sustancial y radical de Jesús en su realidad terrenal con el Cristo glorioso,
pertenece a la esencia misma del mensaje evangélico. Una investigación cristológica que
pretendiera limitarse al solo «Jesús de la historia», sería incompatible con la esencia y la
estructura del Nuevo Testamento, incluso antes de ser objeto de rechazo por parte de una
autoridad religiosa magisterial.

2.3. La teología sólo puede captar el sentido y el alcance de la resurrección de Jesús a la luz del
acontecimiento de su muerte. Del mismo modo, ella no puede comprender el sentido de esa
muerte, sino a la luz de la vida de Jesús, de su acción y de su mensaje. La totalidad y la unidad
del acontecimiento de la salvación, que es Jesucristo, implican su vida, su muerte y su
resurrección.
2.4. La síntesis original y primitiva del Jesús terrenal y del Cristo resucitado, se encuentra en
diversas fórmulas de «confesión de fe» y de «homologías» que hacen hincapié al mismo
tiempo y con especial insistencia en su muerte y en su resurrección. Con Rom 1, 3ss, citemos,
entre otros, el texto de 1 Cor 15, 3-4: «Os he transmitido en primer lugar lo que yo mismo he
recibido: que Cristo ha muerto por nuestros pecados, según los Escrituras; que fue sepultado, y
que resucitó al tercer día, según las Escrituras». Estos textos establecen una conexión
auténtica entre una historia individual y la significación por siempre duradera de Jesús.
Presentan en un nudo la «historia de la esencia» de Jesucristo. Esta síntesis constituye ejemplo
y modelo para toda auténtica cristología.

2.5. Esta síntesis cristológica no supone solamente la confesión de fe de la comunidad cristiana


como elemento de la historia, sino que muestra también que la Iglesia, presente en las
diversas épocas, permanece siendo el lugar en que se da el verdadero conocimiento de la
persona y de la obra de Jesucristo. Sin la mediación de la ayuda de la fe eclesial, el
conocimiento de Cristo no es más posible hoy que en la época del Nuevo Testamento. No hay
«palanca de Arquímedes» fuera del contexto eclesial, aunque ontológicamente Nuestro Señor
conserve siempre la prioridad y primacía sobre la Iglesia.

2.6. Hoy en día es fructífero y necesario, en el campo de la teología dogmática, un retorno


hacia el Jesús terrenal, dentro del marco más amplio que queda indicado. Es sumamente
importante poner en evidencia las innumerables riquezas de la humanidad de Jesucristo, y más
de lo que lo hicieron los cristologías del pasado. Jesucristo ilustra e ilumina en el más alto
grado la dimensión última y la esencia concreta del hombre, como lo dice el Papa Juan Pablo II
en su primera Encíclica(204). Puestas en esta perspectiva, la fraternidad y la solidaridad de
Jesús con nosotros, no ensombrecen en modo alguno su divinidad. Como se verá más
adelante, el dogma cristológico, tomado en su sentido auténtico, prohibe toda falsa oposición
entre la humanidad y la divinidad de Jesús.

2.7. El Espíritu Santo, que ha revelado a Jesús como Cristo, comunica a los fieles la vida mismo
del Dios trinitario. Suscita y vivifica la fe en Jesús como Hijo de Dios exaltado en la gloria y
presente, a la vez, en la historia humana.

Ésta es la fe católica. Ésta es también la fe de todos los cristianos, en la medida en que, además
del Nuevo Testamento, conservan fielmente los dogmas cristológicos de los Padres de la
Iglesia, los predican, los enseñan y dan testimonio de ellos con la autenticidad de sus vidas.

II. La fe cristológica de los primeros concilios

A. Del Nuevo Testamento al concilio de Nicea

1. Los teólogos que hoy en día ponen en duda la divinidad de Cristo recurren a menudo a la
siguiente argumentación: tal dogma no puede provenir de la revelación bíblica auténtica; su
origen está en el helenismo. Pero las investigaciones históricas más rigurosas demuestran, al
contrario, que la manera de pensar de los griegos es totalmente extraña a este dogma y que lo
rechaza con todas sus fuerzas. El helenismo opuso a la fe de los cristianos, que proclamaban la
divinidad de Cristo, su dogma de la trascendencia divina, dogma que el helenismo consideraba
inconciliable con la contingencia y la existencia en la historia humana de Jesús de Nazareth.
Para los filósofos griegos era particularmente difícil aceptar la idea de una encarnación divina.
Los platónicos la tenían por impensable en virtud de su doctrina sobre la divinidad; los
estoicos, por su parte, no podían hacerla coincidir con lo que ellos enseñaban sobre el cosmos.

2. Para responder a estas dificultades, varios teólogos cristianos han tomado en préstamo del
helenismo, en forma más o menos ostensible, la idea de un «dios secundario» (äåýôåñoò
èåüò), o intermediario, e incluso la de un demiurgo. Esto era, obviamente, abrir los puertas al
peligro del subordinacionismo, peligro latente en ciertos Apologetas y en Orígenes. Arrio hizo
de él una herejía formal al enseñar que el Hijo ocupa un lugar intermedio entre el Padre y las
creaturas. La herejía arriana muestra bien cómo se presentaría el dogma de la divinidad de
Cristo si él tuviera su origen en el helenismo filosófico y no en la Revelación divina. En el
concilio de Nicea, el año 325, la Iglesia definió que el Hijo es consubstancial (_ìooýóéoò) con el
Padre, rechazando así el compromiso arriano con el helenismo, y modificando profundamente,
al mismo tiempo, el esquema metafísico griego, sobre todo el de los platónicos y
neoplatónicos. En efecto, la Iglesia desmitificó en cierto modo al helenismo, y realizó una
êÜèáñóéò (purificación) de él, reconociendo solamente dos modos de ser: el del ser increado
(no-hecho) y el del ser creado, puesto que rechazó la idea de un ser intermedio.

El término _ìooýóéoò, utilizado por el concilio de Nicea, es, ciertamente, filosófico y no bíblico.
Sin embargo, la intención última de los padres del concilio fue solamente, y ello consta,
expresar el sentido auténtico de los afirmaciones del Nuevo Testamento sobre Cristo, en
forma unívoca y sin ambigüedad alguna.

Al definir de este modo la divinidad de Cristo, la Iglesia se apoyó también sobre la experiencia
de la salvación y sobre la divinización del hombre en Cristo. Por otra parte, la definición
dogmática determinó y subrayó la experiencia de la salvación. Se puede, pues, reconocer una
interacción profunda entre la experiencia vital y el proceso de clarificación teológica.

3. Las reflexiones teológicas de los padres de la Iglesia no permanecieron extrañas al problema


particular de la preexistencia divina de Cristo. Hay que recordar especialmente a Hipólito de
Roma, a Marcelo de Ancira y a Fotino. Sus ensayos tenían por objeto presentar la preexistencia
de Cristo no en el plano de la realidad ontológica, sino solamente a nivel de la intencionalidad.
Cristo habría preexistido en la medida en que había sido previsto (êáô_ ðñüvùóév).

La Iglesia católica ha considerado insuficientes estas presentaciones de la preexistencia de


Cristo, y las condenó, expresando así su propia fe en una preexistencia ontológica de Cristo. La
Iglesia se fundaba en la generación eterna del Verbo a partir del Padre. Se refería también a lo
que el Nuevo Testamento afirma tan netamente sobre el papel activo del Verbo en la creación
del mundo. Esto es lógico, pues aquel que todavía no existe, o quien existe sólo en la
intencionalidad, no puede ejercer una acción real.

B. El concilio de Calcedonia

4. El conjunto de la teología cristológica patrística se ocupa de la identidad metafísica y


salvífica de Cristo, y desea responder a estas preguntas. «¿Qué es Jesús?», «¿Quién es Jesús?»
y «¿Cómo nos salva Jesús?». Esa teología puede ser considerada como una comprensión
progresiva y como una formulación teológica dinámica del misterio de la perfecta
trascendencia y de la inmanencia de Dios en Cristo, Esta búsqueda de sentido está, en efecto,
condicionada por la convergencia de ambos datos. Por una parte, la fe del Antiguo Testamento
proclama una absoluta trascendencia de Dios. Por otra parte, existe «el acontecimiento
Jesucristo», el que es considerado como una intervención personal y escatológica de Dios
mismo en el mundo. Se trata de una inmanencia superior, de calidad totalmente diversa que
aquella de la habitación del Espíritu de Dios en los profetas. No se puede transigir en la
afirmación de la trascendencia, la que es postulada por la afirmación de la plena y auténtica
divinidad de Cristo, y que es necesaria para sobrepasar los cristologías que se denominan
«reductoras»: el ebionismo, el adopcionismo y el arrianismo. Permite también refutar la tesis
de inspiración monofisita sobre la mezcla de Dios y del hombre en Jesús, tesis que desemboca
en la abolición de la inmutabilidad e impasibilidad de Dios. Por otra parte, la idea de la
inmanencia, que está ligada a la fe en la encarnación del Verbo, permite afirmar la real y
auténtica humanidad de Cristo, contra el docetismo de los gnósticos.

5. Durante el curso de las controversias entre la escuela de Antioquía y la de Alejandría, no se


veía cómo conciliar la trascendencia, es decir, la distinción entre las naturalezas, con la
inmanencia, es decir, la unión hipostática. El concilio de Calcedonia, celebrado el año 451(205),
quiso mostrar que una síntesis de ambos puntos de vista era posible, recurriendo al mismo
tiempo a dos expresiones: «sin confusión» (_óõ÷ýôùò), «sin división» (_äéáéñÝôùò); se puede
ver en ellas el equivalente apofático de la fórmula que afirma «las dos naturalezas y la única
hipóstasis» de Cristo.

«Sin confusión» se refiere evidentemente a los dos naturalezas y afirma la humanidad


auténtica de Cristo. La fórmula atestigua, al mismo tiempo, la trascendencia de Dios según el
deseo de los antiarrianos, puesto que se afirma que Dios permanece Dios, en tanto que el
hombre permanece hombre. Esta fórmula excluye cualquier estado intermediario entre la
divinidad y la humanidad. «Sin división» proclama la unión profundísima e irreversible entre
Dios y el hombre Jesús en la persona del Verbo, y se afirma también la plena inmanencia de
Dios en el mundo, inmanencia que es el fundamento de la salvación cristiano y de la
divinización del hombre.

Por medio de estas afirmaciones, los padres de Calcedonia alcanzaron un nuevo nivel en la
percepción de la trascendencia, la cual no es sólo «teológica», sino «cristológica». Ya no se
trata de afirmar solamente la infinita trascendencia de Dios frente al hombre; se trata, ahora,
de la infinita trascendencia de Cristo, Dios y hombre, con respecto a la universalidad de los
hombres y de la historia. Según los padres conciliares, el carácter absoluto y universal de la fe
cristiana reside en este segundo aspecto de la trascendencia, que es al mismo tiempo
escatológica y ontológica.

6. ¿Qué representa, pues, el concilio de Calcedonia en la historia de la cristología? La definición


dogmática de Calcedonia no pretende dar una respuesta exhaustiva a la pregunta: «¿Cómo
pueden coexistir Dios y el hombre en Cristo?». En eso consiste el misterio de la encarnación.
Ninguna definición puede agotar sus riquezas por medio de fórmulas afirmativas. Conviene,
más bien, proceder por la vía de la negación, y trazar un espacio del cual no es lícito alejarse.
En el interior de este espacio de verdad, el concilio ha situado «lo uno» y «lo otro» que
parecieran excluirse: la trascendencia y la inmanencia, Dios y el hombre. Ambos aspectos
deben afirmarse sin restricción, pero excluyéndose todo lo que sea yuxtaposición o mezcla.
Así, la trascendencia y la inmanencia están perfectamente unidas en Cristo.

Si se consideran los categorías mentales y los métodos utilizados, se puede pensar en una
cierta «helenización» de la fe del Nuevo Testamento. Pero, por otra parte y bajo otro aspecto,
la definición de Calcedonia transciende radicalmente el pensamiento griego. En efecto, ella
hace coexistir dos puntos de vista que la filosofía griega había considerado siempre como
inconciliables: la trascendencia divina, que constituye el alma misma del sistema de los
platónicos, y la inmanencia divina, que es la médula de la teoría estoica.

C. III concilio de Constantinopla

7. Si se quiere establecer una doctrina cristológica correcta es preciso no limitarse a tomar en


cuenta la evolución de las ideas que desembocaron en el Concilio de Calcedonia, sino que es
necesario prestar también atención a los últimos concilios cristológicos, y especialmente al III
concilio de Constantinopla (año 681)(206).

Mediante la definición de este concilio, la Iglesia demostró que podía iluminar el problema
cristológico mejor todavía de lo que lo había hecho en el concilio de Calcedonia. La Iglesia se
mostraba dispuesta, de este modo, a examinar nuevamente las cuestiones cristológicas, en
razón de las nuevas dificultades que aparecían. Quería profundizar más aún el conocimiento
que había adquirido a través de lo que se dice de Jesucristo en la Sagrada Escritura.

El concilio celebrado en Letrán el año 649(207), había condenado el monotelismo y había


preparado, de ese modo, el Concilio Ecuménico III de Constantinopla. En efecto, el año 649 la
Iglesia -gracias en buena parte a San Máximo, el Confesor- había puesto en evidencia la parte
esencial que tuvo la libertad humana de Cristo en la obra de nuestra salvación, y subrayaba así,
por el mismo hecho, la relación que había existido entre esa libre voluntad humana y la
hipóstasis del Verbo. En este concilio, en efecto, la Iglesia declara que nuestra salvación fue
querida humanamente por una persona divina. Interpretado así, a la luz del concilio de Letrán,
la definición de Constantinopla III hunde sus raíces profundas en la doctrina de los padres y en
el concilio de Calcedonia. Pero, por otra parte, nos ayuda, en forma muy especial, a responder
a las exigencias de nuestro tiempo en materia de cristología, exigencias que tienden
efectivamente a mostrar mejor el papel que la humanidad de Cristo y los diversos «misterios»
de su vida terrenal -como el bautismo, las tentaciones y la «agonía» de Gethsemaní- tuvieron
en la salvación de los hombres.

III. El sentido actual del dogma cristológico

A. Cristología y antropología en las perspectivas de la cultura moderna

1. La cristología debe asumir e integrar, en cierto sentido, la visión que el hombre de hoy
adquiere sobre sí mismo y sobre la historia, en la relectura que la Iglesia procura al creyente.
Se pueden corregir, de este modo, los defectos que provienen, en cristología, de un uso
demasiado estricto de lo que se llama «naturaleza». Se puede referir también al Cristo
Recapitulador (Ef 1, 10) lo que la cultura de hoy aporta legítimamente a una percepción más
nítida de la condición humana.
2. Esta confrontación de la cristología con la cultura actual contribuye al nuevo y más profundo
conocimiento que el hombre adquiere de sí mismo hoy día. Pero, por otra parte, el hombre la
verifica y la pone a prueba y la somete a su propio criterio cuando esto es necesario, por
ejemplo, en los campos de la política y de la religión, lo que vale sobre todo para esta última.
En efecto, la religión o bien es negada y totalmente rechazada por el ateísmo, o bien es
interpretada como un medio para llegar a los profundidades últimas de la universalidad de las
cosas, excluyendo explícitamente un Dios trascendente y personal. A partir de ahí, la religión
corre el riesgo de aparecer como una pura «alienación» de la humanidad, mientras que Cristo
pierde su identidad y su unicidad. En ambos casos se llega, lógicamente, a estos resultados: se
esfuma la dignidad de la condición humano, y Cristo pierde su primacía y su grandeza. El
remedio a tal situación no puede venir sino de uno renovación de la antropología a la luz del
misterio de Cristo.

3. La doctrina paulina de los dos Adán (ver 1 Cor 15, 21ss; Rom 5, 12-19) será el principio
cristológico que conducirá e iluminará la confrontación con la cultura humana, y será también
el criterio para juzgar las investigaciones actuales en el campo de la antropología. Gracias a
este paralelismo, Cristo, que es el segundo y último Adán, no puede ser comprendido sin tener
en cuenta al primer Adán, es decir, nuestra condición humana. El primer Adán, por su parte,
sólo es percibido en su verdadera y plena humanidad a condición de que se abra a Cristo que
nos salva y nos diviniza por su vida, su muerte y su resurrección.

B. El auténtico sentido de las dificultades actuales

4. Muchos de nuestros contemporáneos encuentran dificultades cuando se les presenta el


dogma del concilio de Calcedonia. Palabras como «naturaleza» y «persona», utilizados por los
padres conciliares, tienen ciertamente todavía el mismo sentido en el lenguaje corriente, pero
las realidades que significan son designadas por conceptos muy diferentes en los diversos
vocabularios filosóficos. Para muchos la expresión «naturaleza humana» no significa ya una
esencia común e inmutable, sino que alude a un esquema o a un resumen de los fenómenos
que de hecho se encuentran en los hombres en la mayoría de los casos. Muy a menudo la
noción de persona se define en términos psicológicos, prescindiendo de su aspecto ontológico.

Son numerosos quienes, hoy en día, formulan dificultades mayores aún cuando se trata de los
aspectos soteriológicos de los dogmas cristológicos. Rechazan toda idea de salvación que
implique una heteronomía con respecto al proyecto de vida. Critican lo que estiman ser la
característica puramente individual de la salvación cristiana. La promesa de una
bienaventuranza futura les parece una utopía que aparta a los hombres de sus verdaderos
deberes, que son, a su juicio, únicamente terrenales. Preguntan de qué han debido ser
rescatados los hombres, y a quién habría sido preciso pagar el precio de la salvación. Se
indignan ante la idea de que Dios haya podido exigir la sangre de un inocente, y ven en esta
concepción una sospecha de sadismo. Argumentan contra lo que se ha llamado la «satisfacción
vicaria» (es decir, por un mediador), diciendo que tal satisfacción es moralmente imposible:
cada conciencia es autónoma -es su argumento- y ella no puede ser liberada por otro. En fin,
algunos de nuestros contemporáneos se quejan de no encontrar en la vida de la Iglesia y de los
fieles la expresión viviente del misterio de liberación que proclaman.

C) Significación permanente de la fe cristológica en sus orientaciones y contenido


5. A pesar de todas estas dificultades, la enseñanza cristológica de la Iglesia, y en forma muy
especial el dogma definido en el concilio de Calcedonia, conservan su valor definitivo. Está
permitido y es tal vez oportuno tratar de profundizar en ella, pero no es lícito rechazarla. A
nivel histórico, es falso decir que los padres conciliares de Calcedonia han inclinado el dogma
cristiano en el sentido de los conceptos helenísticos. Las dificultades actuales, que hemos
recordado, muestran, por otra parte, que algunos de nuestros contemporáneos padecen de
una profundo ignorancia en lo que se refiere al sentido auténtico del dogma cristológico, y
tampoco tienen siempre una visión correcta acerca de la verdad de Dios creador del mundo
visible e invisible.

Para llegar a la fe en Cristo y en la salvación que Él nos trae, es preciso admitir un cierto
número de verdades que la explican. Dios vivo es amor (1 Jn 4, 8), y por amor creó todas las
cosas. Este Dios vivo -Padre, Verbo, Espíritu santificador- creó al hombre a su imagen en el
comienzo del tiempo, y le dio la dignidad de persona dotada de razón en medio del cosmos.
Cuando llegó la plenitud de los tiempos, el Dios trinitario completó su obra en Jesucristo,
constituyéndolo como mediador de la paz y de la alianza que ofrecía al mundo entero, para
todos los hombres y para todos los siglos. Jesucristo es el hombre perfecto. En efecto, Él vive
totalmente de y para Dios Padre. Al mismo tiempo, vive totalmente con los hombres y para su
salvación, es decir, para su realización plena, por lo que es el ejemplo y el sacramento de la
nueva humanidad.

La vida de Cristo nos proporciona una nueva comprensión tanto de Dios como del hombre. Del
mismo modo que «el Dios de los cristianos» es nuevo y específico, así también «el hombre de
los cristianos» es nuevo y original con respecto a todas las demás concepciones acerca del
hombre. La condescendencia de Dios (Tit 3, 4) y, si se puede emplear el término, su
«humildad» lo hace solidario de los hombres por medio de la Encarnación, obra de amor. Así
se hace posible un hombre nuevo que encuentra su gloria en el servicio y no en la dominación.

La existencia de Cristo es para los hombres (pro-existencia); para ellos tomó forma de siervo
(cf. Flp 2, 7); para ellos muere y resucita de entre los muertos a la verdadera vida (cf. Rom 4,
24). La vida de Cristo, orientado hacia los demás, nos hace ver que la verdadera autonomía del
hombre no consiste ni en una superioridad ni en una oposición. Por el espíritu de superioridad
(supra-existencia) el hombre trata de imponerse y dominar a los otros. En la oposición (contra-
existencia) trata a los hombres con injusticia y se esfuerza por manipularlos.

En un primer momento, la concepción de la vida humana que se deduce de la de Cristo no


puede sino chocar. Y por eso es por lo que reclama una conversión total del hombre, no sólo
en sus principios, sino en todo su continuidad y, por la perseverancia, hasta el fin. Tal
conversión sólo puede nacer de la libertad que ha sido remodelada por el amor.

D) Necesidad de actualizar la doctrina y la predicación cristológica

6. Durante el curso de la historia y en medio de la variedad de las culturas, las enseñanzas de


los concilios de Calcedonia y III de Constantinopla deben ser siempre reactualizadas en la
conciencia y en la predicación de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo. Esta necesaria
actualización se impone tanto a los teólogos como a la solicitud apostólica de los pastores y de
los fieles.
6.1. La tarea de los teólogos es, ante todo, construir una síntesis que subraye todos los
aspectos y todos los valores del misterio de Cristo. Deberán asumir en dicha síntesis los
resultados auténticos de la exégesis bíblica y de las investigaciones sobre la historia de la
salvación. Tendrán también en cuenta la manera como las religiones de los diversos pueblos
muestran la inquietud por la salvación y cómo los hombres en general hacen esfuerzos para
obtener una auténtica liberación. Y serán igualmente atentos a las enseñanzas de los santos y
de los doctores de la Iglesia.

Una síntesis semejante no puede sino enriquecer la fórmula de Calcedonia por medio de
perspectivas más soteriológicas que den todo su sentido a la fórmula: Cristo ha muerto por
nosotros.

Los teólogos prestarán también la mayor atención a los problemas que permanecen siendo
difíciles, entre los cuales pueden citarse los de la conciencia y la ciencia de Cristo, el modo de
concebir el valor absoluto y universal de la Redención realizada por Cristo en favor de todos y
de una vez por todas.

6.2. Vengamos al conjunto de la Iglesia, que es el pueblo mesiánico de Dios. A esta Iglesia
incumbe la tarea de hacer participar a todos los hombres y a todos los pueblos en el misterio
de Cristo. Ciertamente, este misterio es el mismo para todos; pero debe ser, sin embargo,
presentado de tal modo que cada cual pueda asimilarlo y celebrarlo en su propia vida y en su
propia cultura, lo que es tanto más urgente cuanto que la Iglesia de hoy toma más y más
conciencia acerca de la originalidad y valor de las diversas culturas. En ellas, en efecto, los
pueblos expresan su propio sentido de la vida con símbolos, gestos, nociones y lenguajes
específicos, lo que entraña ciertas consecuencias. El misterio fue revelado a los santos varones
que Dios escogió, y ha sido creído, profesado y celebrado por los cristianos, lo que constituye
un hecho no repetible en la historia. Pero este misterio se abre a nuevas expresiones que
deben descubrirse. De este modo, en cada pueblo y época, los discípulos darán su fe a Cristo el
Señor y se incorporarán a Él.

El Cuerpo Místico de Cristo está formado por una gran diversidad de miembros, y les da la
misma paz en la unidad sin menospreciar por ello sus rasgos particulares. El Espíritu «mantiene
todo en la unidad y conoce toda palabra»(208). De este Espíritu todos los pueblos y todos los
hombres han recibido sus propias riquezas y carismas. Por ellos se ha enriquecido la familia
universal de Dios, puesto que, con una misma voz y con un mismo corazón, y también en sus
diversas lenguas, los hijos de Dios invocan a su Padre de los cielos por Cristo Jesús.

IV. Cristología y soteriología

A) «Por nuestra salvación»

1. Dios Padre «no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8,
32). Nuestro Señor se hizo hombre «por nosotros y por nuestra salvación». «Tanto amó Dios al
mundo, que dio su Hijo, su unigénito para que todo hombre que crea en Él, no perezca, sino
que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). Así, pues, la persona de Jesucristo no puede ser separada
de la obra redentora; los beneficios de la salvación no son separables de la divinidad de
Jesucristo. Sólo el Hijo de Dios puede realizar una auténtica redención del pecado del mundo,
de la muerte eterna y de la servidumbre de la ley, según la voluntad del Padre y con la
cooperación del Espíritu Santo.

Ciertas especulaciones teológicas no han conservado suficientemente el vínculo íntimo entre


la cristología y la soteriología. Hoy día sigue siendo necesario investigar el modo de expresar
mejor la reciprocidad mutua que liga estos dos aspectos del acontecimiento de la salvación, en
sí mismo único.

En este estudio queremos considerar solamente dos problemas. Una primera investigación es
de índole histórica y se sitúa en el nivel del período de la existencia terrenal de Jesús. Su centro
es la pregunta: «¿Qué pensó Jesús de su muerte?». A causa del valor que queremos dar a la
respuesta, el problema debe ser considerado al nivel de la investigación histórica y de todas
sus exigencias críticas (ver nº 2). Pero, como es evidente, esa respuesta debe ser completada
por la visión pascual de la redención (nº 3). Una vez más, y es preciso repetirlo, la Comisión
teológica internacional no pretende ni exponer, ni explicar una cristología completa. Deja de
lado, precisamente, el problema de la conciencia humana de Cristo. Trata solamente de
exponer aquí el fundamento del misterio de Cristo, tanto según la vida terrenal de Cristo,
como según su Resurrección.

Una segunda investigación se situará a otro nivel (nº 4), y mostrará cómo la multiplicidad de la
terminología neotestamentaria acerca de la obra de la redención, es rica en enseñanzas sobre
la soteriología. Se tratará de sistematizarlas y de percibir todo su sentido teológico. Y se
someterá, naturalmente, esta investigación, a la confrontación con los textos mismos de la
Sagrada Escritura.

B) Jesús se orientó durante su existencia terrenal hacia la salvación de los hombres

2.1. Jesús tuvo perfecta conciencia, en sus palabras y acciones, y en su existencia y su persona,
de que el reino y el reinado de Dios eran al mismo tiempo una realización presente, una
esperanza y una aproximación (cf. Lc 10, 23ss; 11, 20). No sólo se presentó como el Salvador
escatológico, sino que también explicó su misión en forma directa, si bien lo más
frecuentemente implícita. Traía la salvación escatológica, puesto que llegaba después del
último de los profetas, Juan Bautista. Hacía presente a Dios y su reinado, y conducía a su
cumplimiento el tiempo de la promesa (Lc 16, 16; cf. Mc 1, l5a).

2.2. Si Cristo hubiera desesperado de Dios y de su propia misión, su muerte no podría


entenderse como el acto definitivo de la economía de la salvación. Una muerte sufrida de
modo puramente pasivo no sería un acontecimiento de salvación «cristológica». Su muerte
debía ser, por el contrario, la consecuencia libremente querida de la obediencia y del amor con
que Jesús se ofrecía con «activa pasividad» (cf. Gál 1, 4). Es legítimo concluir del ideal moral de
la vida de Jesús, que Él estaba dispuesto a sufrir la muerte y que realizó en sí mismo todo lo
que requería de sus discípulos (cf. Lc 14, 27; Mc 8, 34. 35; Mt 10, 29. 31).

2.3. Al morir, Jesús expresa su voluntad de servir (cf. Mc 10, 45), lo que es el resultado y la
continuación de toda su vida (cf. Lc 22, 27). Lo uno y lo otro proceden de una actitud
fundamental que tiende a vivir y a morir por Dios y por los hombres, lo que algunos llaman
«pro-existencia» (= existir para los otros). En razón de esta disposición, Jesús estaba orientado,
por su «esencia» misma, a ser el salvador escatológico que procura «nuestra» salvación (cf. 1
Cor 15, 3; Lc 22, 19. 2Ob), la salvación de «Israel» (Jn 11, 30) y de los «gentiles» (Jn 11, 51ss),
de «muchos» (Mc 14, 24; 10, 45), de «todos» (2 Cor 5, 14ss; 1 Tim 2, 6), y del «mundo» (Jn 6,
51c).

2.4. Por esta actitud fundamental de «pro-existencia», es decir, de entregarse, darse y


ofrecerse (cf. infra 3.5) hasta la muerte, Jesús se revela, en su existencia terrenal, como abierto
y lúcidamente conforme con la voluntad del Padre. La sucesión histórica de los
acontecimientos hizo esta actitud cada día más vívida y concreta. De este modo, Jesús,
mediador escatológico de la salvación y pregonero del señorío de Dios, esperó hasta el fin, con
esperanza y confianza, el reino venidero (cf. Mc 14, 25 y paral.).

Aunque abierto a la voluntad del Padre, Jesús pudo, sin embargo, considerar diversas
preguntas. ¿Concedería el Padre éxito a la predicación del reino, o sería un fracaso la salvación
escatológica de Israel? ¿Sería necesario recibir el «bautismo» de la muerte (cf. Mc 10, 38ss) y
beber el «cáliz» de la pasión (cf. Mc 14, 36)? ¿Querría el Padre promover su reino, aunque
Jesús fracasara en virtud de su muerte, aunque fuera ella un martirio? ¿Haría el Padre eficaz
para la salvación lo que Jesús sufriera «muriendo por los demás»?

Jesús obtenía respuestas positivas a estas preguntas, puesto que tenía la conciencia de ser el
mediador escatológico de la salvación y el realizador del señorío de Dios. Así podía esperarlo
con confianza; y ésta hay que entenderla, de modo que se juzgue que Jesús tenía por cierta su
resurrección y exaltación (Mc 14, 25), y estaba dispuesto, según las palabras y acciones de la
último cena (Lc 22, 19 y paral.), a sufrir la muerte, promesa y realización de la salvación
escatológica.

2.5. Pero no era necesario que Jesús concibiera y expresara su actitud fundamental de pro-
existencia o el modo de servir proexistencialmente hasta la muerte, según los categorías y
esquemas procedentes de la tradición del culto israelita, como, por ejemplo, la «muerte
expiatoria y vicaria del mártir por los demás» o el modo propio de la pasión del «Ebed
Yahweh» (cf. Is 53), como si Jesús las hubiera hecho personalmente propias, En realidad, Jesús
podía entender y vivir más profundamente esos conceptos en virtud de su actitud pro-
existencial (cf. infra 3.4). Pero no es lícito, bajo ningún aspecto, concebir la actitud pro-
existencial de Jesús como algo ambiguo; puesto que esa actitud incluye el afecto y el
conocimiento prontos en el sujeto que se entrega (cf. infra 3.3).

C) El Redentor escatológico

3.1. Por la resurrección y exaltación, Dios confirmó que Jesús es para los creyentes el salvador
definitivo, Señor y Cristo (Hech 2, 36), el Hijo del hombre que viene como juez del mundo (cf.
Mc 14, 62), y lo manifestó estableciéndolo como «Hijo de Dios con potestad» (Rom 1, 4). La
resurrección y exaltación de Cristo demostraron a los fieles, cada día con mayor claridad, que
su muerte en la cruz es eficaz para la salvación de los hombres; antes de la Pascua los fieles no
pudieron expresar estas realidades en forma apropiada.

3.2. De lo dicho fluye que hay que considerar ante todo dos cosas: a) Jesús sabía que Él era el
salvador escatológico (cf. 2.1), que anunciaba el reino de Dios y lo «re-presentaba» o sea, lo
hacía presente (cf. 2.2 y 2.3); b) Por la resurrección y exaltación de Jesús su muerte se
manifestó como elemento constitutivo de la salvación que Él traía (cf. Lc 22, 20 y paral.; 1 Cor
11, 24), mediante la realización de la «Nueva Alianza» escatológica. De esto puede deducirse
que la muerte de Jesús es eficaz para la salvación.

3.3. Pero esta acción divina, por medio de la cual se realiza la salvación a través de la obra del
Salvador y su muerte y resurrección, que lo constituyen en forma definitiva e irrevocable como
tal, apenas puede denominarse, en sentido estricto y en el orden puramente nocional, una
«sustitución expiatoria» o una «expiación vicaria», a no ser que se consideren la muerte y las
acciones de Jesús como sostenidos por su actitud existencial y fundamental que incluya alguna
ciencia y voluntad subjetivas (cf. supra 2.5) de sufrir a título vicario la pena del género humano
(cf. Gál 3, 13) y su «pecado» (cf. Jn 1, 29; 2 Cor 5, 21).

3.4. Jesús sólo pudo ejercer, por un don gratuito, el efecto de tal expiación vicaria, porque
aceptó «ser dado por el Padre» y porque Él mismo se entregó al Padre, que lo aceptó en la
resurrección. Éste era el ministerio «pro-existencial» que había de cumplir en su muerte el Hijo
preexistente (Gál 1, 4; 2, 20).

Por este motivo, al emplear el modo de hablar y de concebir que presentó el misterio de la
salvación bajo el aspecto de «expiación vicaria», hay que tener presente una doble analogía.
En primer lugar, que la «ofrenda» voluntario por el martirio y la oblación misma del «Ebed
Yahwe» (Is 53) difieren muchísimo de la inmolación de animales, que no son más que
«sombras e imágenes» (cf. Heb 10, l). Hay que distinguir más todavía la «ofrenda» (llamada así
analógicamente) del Hijo eterno que «al entrar en el mundo» vino a cumplir «la voluntad [de
Dios]» (cf. Heb 10, 7), y que se «ofreció a sí mismo, inmaculado, a Dios por el Espíritu eterno»
(Heb 9, 14). (Esta oblación se llama apropiadamente «sacrificio», p. e., en el Concilio
Tridentino(209), siempre que el término se entienda en su sentido genuino).

3.5. La muerte de Jesús fue «expiación vicaria» definitivamente eficaz, porque en la perfecta
caridad de «Cristo entregado», que se «daba» y «entregaba» a sí mismo (cf. también Ef 5, 2.
25; cf. 1 Tim 2, 6; Tit 2, 14), se representaba en forma real y ejemplar la acción del Padre que
«daba» y «entregaba» al Hijo (Rom 4, 25; 8, 32; cf. Jn 3, 16; 1 Jn 4, 9). Lo que en el uso
tradicional se llama «expiación vicaria» debe ser entendido y subrayado como un evento
trinitario.

D) La unidad y pluralidad del pensamiento soteriológico en la Iglesia

4. El origen y núcleo de toda la soteriología estriba en la persuasión, nacida de las palabras y


acciones del mismo Jesús, de la Iglesia primitiva (prepaulina), de que Cristo sufrió, resucitó y
vivió incluso toda su existencia «por nosotros» y «por nuestros pecados». Pueden enumerarse
cinco elementos principales: Por la donación de sí mismo (1) y tomando nuestro lugar (2) nos
libró «de la ira venidera» y del poder del maligno (3) según la voluntad salvífica del Padre (4)
para introducirnos, por la participación en la gracia del Espíritu Santo, en la vida trinitaria (5).
La teología posterior muestra cómo son coherentes entre sí los varios aspectos de un mismo
misterio. A los cinco aspectos enumerados por Santo Tomás: a modo de mérito, de
satisfacción, de redención, de sacrificio y de causa eficiente, hay que agregar otros. Tanto en el
Nuevo Testamento como en las varias épocas históricas, se han subrayado unos u otros; pero
hay que reducirlos a una síntesis, dando a cada cual su lugar y orden, como aproximaciones al
misterio.

5. En la época de los Padres de la Iglesia, tanto de la oriental como de la occidental, prevaleció


la idea del «comercio» (= intercambio) realizado entre la naturaleza divina y la humana, por
medio de la encarnación y pasión, en general; más precisamente el estado de pecado es
cambiado por el de la filiación divina. Sin embargo, los Padres, por reverencia hacia la
eminente dignidad de Cristo, pusieron límites al concepto de intercambio: Cristo asumió
ciertamente las «pasiones» (ðÜèç) de la naturaleza caída, pero en forma en cierto modo
exterior (ó÷åôéêò), y no se hizo «pecado» (2 Cor 5, 21), sino en la medido en que se hizo
«sacrificio por el pecado».

6. Según San Anselmo (cuya doctrina ha prevalecido hasta nuestro siglo), el Redentor no ocupó
propiamente el lugar del pecador, sino que realizó una obra singular (por su muerte, que no
era debida a Dios, y por el valor infinito de la unión hipostática) que supera en la presencia del
Padre el reato de las culpas. En esta obra del Hijo se realiza el designio salvífico de toda la
Trinidad. En este sistema, la fórmula «por nosotros» significa principalmente «en favor
nuestro» y no «en lugar nuestro».

Santo Tomás, recibiendo la sustancia de la doctrina anselmiana y uniéndola con la teología de


los Padres, insiste en la noción de la «gracia capital», la que redunda en los miembros en virtud
de la interrelación orgánica del cuerpo místico.

7. Los teólogos más recientes tratan de recuperar la idea del «comercio» (nublada en Son
Anselmo) por dos caminos:

a) Por el concepto de «solidaridad», el cual se entiende diversamente: sea (en forma


adecuada) como la experiencia de la alienación de Dios en que cae el pecador y que el Hijo
asumió al padecer; sea (en forma inadecuada) como la sola voluntad con la que el Hijo quería
manifestar, en la vida y en la muerte, el perdón incondicionalmente ofrecido por el Padre.

b) Por el concepto de «sustitución», por el cual Cristo asumió realmente la condición del
hombre pecador, pero no (como muchos han dicho, sobre todo entre los protestantes) como si
Dios lo hubiera «castigado» o «condenado», sino en cuanto Jesús habría sufrido, cargando con
nuestros pecados, la «maldición de la ley» (cf. Gál 3, 13), o sea la aversión de Dios, la así
llamada «ira» de Dios contra los pecados. En efecto, la ira manifiesta, como contradicción, el
celo del amor hacia aquella alianza realizado con el pueblo elegido.

8. El concepto de sustitución puede justificarse tanto exegética como dogmáticamente, y no


contiene repugnancia intrínseca, como se ha dicho por algunos. Pues la libertad creada no es
tan autónoma que no requiera siempre la ayuda de Dios: una vez que se ha apartado de Dios,
no puede volver a Él por sus propias fuerzas. Además, el hombre ha sido creado para
integrarse en Cristo y por lo mismo en la vida trinitaria, y su alienación de Dios, aunque grande,
no puede ser tan grande como lo es la distancia entre el Padre y el Hijo en su anonadamiento
kenótico (Flp 2, 7) y en el estado en que fue «abandonado» por el Padre (Mt 27, 46). Se trata
aquí del aspecto económico de la relación entre las divinas personas, cuya distinción (en la
identidad de naturaleza y del amor infinito) es máxima.
9. La expiación objetiva del pecado y la participación gratuita de la vida divina (que el hombre
debe recibir con su propia libertad liberada) son aspectos inseparables de la única obra de
salvación. Esta obra supone, según el testimonio de la tradición de la Iglesia, fundado en la
Escritura, para que se realice eficazmente, la verdadera divinidad del Hijo y su plena
solidaridad con nosotros, por la total asunción de la naturaleza humana.

10. En el contexto universal de la redención, no puede omitirse la «cooperación especial» de la


Bienaventurado Virgen María al sacrificio de Cristo. El consentimiento de la Virgen permanece
sin cambio desde el primer momento de la encarnación y manifiesta la supereminente
fidelidad de la Antigua Alianza(210).

Ni debe pasar inadvertida la íntima conexión entre la Cruz y la Eucaristía, porque la asunción
del pecado humano en la carne de Cristo y la entrega de la propia carne a los hombres, no son
sino aspectos complementarios de un mismo acontecimiento. En la celebración eucarística se
asocia necesariamente al sacrificio de Cristo la ofrenda que la Iglesia hace de sí misma, la cual
se asocia a la oblación con que el Hijo se ofrece al Padre, y se perfecciona por el Espíritu Santo.

V. Dimensiones de la Cristología que deben recuperarse

1. Algunos aspectos de gran importancia en la cristología bíblica y clásica no reciben hoy día,
por diversas causas, la debida consideración. Aquí se anotarán brevemente, a modo de
corolario, dos de esos elementos, a saber las dimensiones pneumatológica y cósmica de la
cristología. Ambos aspectos ofrecen una visión esencial que se ilustra con nueva claridad por
medio de lo dicho hasta ahora. Por lo que se refiere a la pneumatología, sólo se ofrecerá una
consideración bíblica, que da materia para descubrir profundísimas riquezas por medio de
ulteriores explicaciones. De la dimensión cósmica, por otra parte, aparece la significación
última de la cristología, que no toca solamente a todas y cada una de las creaturas celestiales,
terrenales e infernales, sino también todo el mundo y su historia (cf. Flp 2, 10). Naturalmente
no es este el lugar para desarrollar una exposición sistemática.

A) La unción de Cristo por el Espíritu Santo

2. La obra de Cristo Salvador se cumplió con la ininterrumpida cooperación del Espíritu Santo,
que cubrió con su sombra a la Virgen María, de modo que quien nacería de ella fuera llamado
Santo e Hijo de Dios (Lc 1, 35). Luego, al ser bautizado Jesús en el Jordán (cf. Lc 3, 22), fue
ungido por el Espíritu para cumplir su misión mesiánica (Hech 10, 38; Lc 4, 18), mientras la voz
del cielo lo declara como el Hijo en quien el Padre se complació (Mc 1, 10 y paral.). En seguida,
Cristo, conducido por el Espíritu (Lc 4, 1), inició y completó el ministerio de Servidor
expulsando los demonios con el dedo de Dios (Lc 11, 20), y anunciando la proximidad del reino
de Dios (Mc 1, 15), que se perfecciona por el Espíritu Santo. Cristo siguió el camino del
Servidor, obedeciendo al Padre hasta la muerte, que aceptó libremente «cooperando el
Espíritu Santo»(211). Finalmente, el Padre resucitó a Jesús y colmó su humanidad con el propio
Espíritu, de tal modo que esa mismo humanidad, después de haber tomado la forma de siervo,
se revistiera de la forma del Hijo de Dios glorioso (cf. Rom 1, 3-4; Hech 13, 32-33) y estuviera
dotada de la potestad de comunicar el Espíritu a los hombres (Hech 2, 32ss). De este modo el
nuevo y escatológico Adán es llamado, y con razón, «Espíritu vivificador» (1 Cor 15, 45; cf. 2
Cor 3, 17). En realidad, el Cuerpo místico de Cristo está perpetuamente animado por su
Espíritu.

B) El principado cósmico de Cristo

3.1. En los escritos paulinos Cristo resucitado es designado como aquel a quien el Padre
«sometió todos las cosas bajo sus pies». Este señorío, aplicado de varios modos, se lee
explícitamente en 1 Cor 15, 27; Ef 1, 22; Heb 2, 8 y expresado con otras palabras se encuentra
también en Ef 3, 10ss, Col 1, 18; Flp 3, 21.

3.2. Sea cual fuere el origen de esta expresión (Gén 1, 26, mediante Sal 8, 7), ella pertenece en
primer lugar a la humanidad glorificada de Cristo, y no a su sola divinidad. Pertenece, en
efecto, al Hijo encarnado «tener todo bajo sus pies», porque sólo Él destruyó la potestad que
tenían el pecado y la muerte para reducir a los hombres a servidumbre. Cristo, al superar con
su resurrección la corruptibilidad que afectaba al primer Adán, y hecho en grado supremo
«cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 44) en su propia carne, abrió paso al reino de la
incorruptibilidad, por lo cual es el «segundo y último Adán» (1 Cor 15, 45. 49), a quien «todo
está sujeto» (1 Cor 15, 27) y que puede «también sujetar todo a Sí» (Flp 3, 21).

3.3. Esta abolición del imperio de la muerte consiste, en cuanto se refiere a los hombres y a
todo el mundo, en una y la misma renovación que tendrá lugar al fin de los tiempos con muy
manifiestos efectos. Mateo la llama ðáëéåvåóßá (19, 28); Pablo reconoce en ella lo que es
esperado por toda creatura (Rom 8, 19); el Apocalipsis (21, 1), usando los palabras del Antiguo
Testamento (Is 65, 17; 66, 22), se atreve a hablar de cielo nuevo y tierra nueva.

3.4. Una antropología demasiado estrecho, que desprecia o, por lo menos, pasa por alto aquel
elemento fundamental del hombre que se refiere al mundo, podría impedir que se estimara
suficientemente la afirmación del Nuevo Testamento acerca del principado cósmico de Cristo.
Pero esta afirmación es de suma importancia en nuestros tiempos. No bien percibida hasta
ahora, lo ha sido en forma vívida a partir del progreso de las ciencias naturales, y
consiguientemente la importancia del mundo y su influjo en la existencia humana, así como los
problemas que de allí nacen.

3.5. Al principado cósmico que compete a Cristo por su resurrección y segundo advenimiento
se opone con frecuencia cierta concepción cristológica. Si jamás es permitido confundir la
humanidad de Cristo con su divinidad, tampoco es conveniente separar una de otra. Por lo
demás, ambos errores vienen a reducirse a lo mismo. Sea que la humanidad de Cristo se
absorba en su divinidad, sea que se separe de ella, del mismo modo se impide el
reconocimiento de aquel principado cósmico que el Hijo de Dios recibió en su humanidad
glorificada. Pues se atribuiría sólo a la divinidad del Verbo lo que, según los textos antes
referidos del Nuevo Testamento, pertenece en forma no ambigua a su humanidad, en cuanto
que el hombre Jesucristo fue hecho Señor y a Él, por tal razón, se le dio «el nombre que está
sobre todo nombre» (Flp 2, 9).

3.6. Además, aquel principado cósmico, por la razón de que pertenece a Aquel que es
«primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), es también el fundamento del principado
que nosotros tenemos en Él. Ya se realiza en alguna forma la «identidad» espiritual que nos ha
sido dada por Cristo (cf. 1 Cor 3, 21. 23). Esta identidad, aunque sólo se manifestará
plenamente en la Parusía, hace verdaderamente posible para nosotros, ya en la vida presente,
la libertad con respecto a todas las potestades de este mundo (Col 2, 15), de tal modo que,
entre las vicisitudes del mundo, sin exceptuar siquiera nuestra propia muerte, podamos amar
a Cristo (Rom 8, 38-39; 1 Jn 3, 2; Rom 14, 8-9).

3.7. Es perfectamente coherente con este principado cósmico de Cristo, aquel principado que
se ha solido ejercer en la historia y sociedad humana, principalmente por medio de los signos
de la justicia, que parecen casi necesarios a la predicación del reino de Dios. Pero este señorío
de Cristo sobre la historia humana sólo puede alcanzar su cima en aquel último señorío sobre
el mundo cósmico en cuanto tal, pues mientras la historia se encuentre cautiva bajo el poder
del mundo y de la muerte, aquel principado admirable de Cristo no puede ejercitarse
perfectamente antes de su segunda venida, en beneficio de todo el género humano.

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