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Cuestiones Selectas de Cristología
Cuestiones Selectas de Cristología
Desde hace varios años algunos miembros de la Comisión teológica internacional deseaban
dirigir sus trabajos al campo de la Cristología, dialogar sobre ellos, y en cuanto las
circunstancias lo permitieran, coordinarlos. No pretendían, ciertamente, redactar una síntesis
completa, pero sí al menos prepararla por medio del estudio de cuestiones selectas,
considerando su actualidad y dificultades. Era evidente que no se podía evitar el recurso a
métodos de diverso tipo. El relator debía ponerse en el campo histórico-crítico, para examinar
las cuestiones suscitadas por la escuela de ese nombre. El exegeta, el historiador y el
dogmático conducían sus estudios en los propios campos de la teología, es decir, de la fe que
busca entender. Otros, finalmente, escuchando las objeciones y dificultades propuestas
actualmente con mucha frecuencia, intentaban mostrar cómo el dogma cristológico se puede
presentar en una perspectiva moderna, sin perjuicio alguno de su significación original.
Por varios capítulos difiere la vasta documentación preparatoria, que consta de cerca de diez
Relaciones, de las conclusiones de una semana (del 21 al 27 de octubre de 1979), deducidas de
un diálogo vívido aunque fraternal. Aparecen nuevas cuestiones y también nuevas y mejores
expresiones.
9.2. Texto de las Conclusiones aprobadas «in forma specifica» por la Comisión teológica
internacional
Introducción
Durante el curso de estos recientes trabajos se han manifestado aperturas interesantes, pero
han aparecido también tensiones, no sólo entre los especialistas de la teología, sino también
entre algunos de ellos y el Magisterio de la Iglesia.
Esta situación impulsó a la Comisión teológica internacional a tomar parte en este vasto
intercambio de ideas, y espera poder aportar algunas precisiones oportunas. Como se verá, la
Comisión teológica internacional no ha concebido el ambicioso proyecto de exponer
íntegramente la Cristología, sino que ha creído más urgente volcar su atención sobre algunos
puntos que son de especial importancia, o cuya dificultad ha sido puesta de relieve por las
discusiones actuales.
1.1. El Nuevo Testamento no tiene por finalidad la de presentar una información puramente
histórica sobre Jesús. Pretende, ante todo, transmitir el testimonio de la fe eclesial sobre Jesús
y presentarlo en su plena significación de «Cristo» (Mesías) y «Señor» (Êýñéoò, Dios). Este
testimonio es expresión de la fe y busca, a la vez, suscitar la fe. No puede, pues, componerse
una «biografía» de Jesús, en el sentido moderno de la expresión, entendiéndose por tal un
relato preciso y detallado, cosa que sucede igualmente con numerosos personajes de la
antigüedad y de la Edad Media. Sin embargo, no deberían sacarse de esto conclusiones de un
exagerado pesimismo acerca de la posibilidad de conocer la vida histórica de Jesús, como bien
lo demuestra la exégesis actual.
1.2. Durante los últimos siglos, la investigación histórica sobre Jesús ha sido dirigida más de
una vez contra el dogma cristológico. Esta actitud antidogmática no es en sí misma, sin
embargo, un postulado necesario del buen uso del método histórico-crítico. Dentro de los
límites de la investigación exegética es ciertamente legítimo reconstruir una imagen
puramente histórica de Jesús o bien -para decirlo en forma más realista- poner en evidencia y
verificar los hechos que se refieren a la existencia histórica de Jesús.
Algunos, por el contrario, han querido presentar imágenes de Jesús eliminando los testimonios
de los comunidades primitivas, testimonios de los cuales proceden los Evangelios. Creían, de
este modo, adoptar una visión histórica completa y estricta. Pero dichos investigadores se
basan, explícita o implícitamente, en prejuicios filosóficos, más o menos extendidos, acerca de
lo que en la actualidad se espera del hombre ideal. Otros se dejan llevar por sospechas
psicológicas con respecto a la conciencia de Jesús.
1.3. Las cristologías actuales deben evitar caer en tales errores, si es que quieren ser valederas.
El peligro es particularmente grande para las así llamadas «cristologías desde abajo», en la
medida en que pretenden apoyarse en investigaciones puramente históricas. Es ciertamente
legítimo tener en cuenta los investigaciones exegéticas más recientes, pero es preciso velar del
mismo modo a fin de no volver a caer en los prejuicios de los que hemos hablado
anteriormente.
2.1. Los textos del Nuevo Testamento tienen como finalidad el conocimiento cada vez más
profundo de la fe, y su aceptación. No consideran, pues, a Jesucristo en la perspectiva del
género literario de la pura historia o de la biografía en un marco, por así decirlo, retrospectivo.
La significación universal y escatológica del mensaje y de la persona de Jesucristo exige que se
sobrepasen tanto la pura evocación histórica, como las evocaciones puramente funcionales. La
noción moderna de la historia, avanzada por algunos como en oposición con la fe, y
considerada como desnuda presentación objetiva de una realidad pasada, difiere, por lo
demás, de la historia tal como la concebían los antiguos.
2.2. La identidad sustancial y radical de Jesús en su realidad terrenal con el Cristo glorioso,
pertenece a la esencia misma del mensaje evangélico. Una investigación cristológica que
pretendiera limitarse al solo «Jesús de la historia», sería incompatible con la esencia y la
estructura del Nuevo Testamento, incluso antes de ser objeto de rechazo por parte de una
autoridad religiosa magisterial.
2.3. La teología sólo puede captar el sentido y el alcance de la resurrección de Jesús a la luz del
acontecimiento de su muerte. Del mismo modo, ella no puede comprender el sentido de esa
muerte, sino a la luz de la vida de Jesús, de su acción y de su mensaje. La totalidad y la unidad
del acontecimiento de la salvación, que es Jesucristo, implican su vida, su muerte y su
resurrección.
2.4. La síntesis original y primitiva del Jesús terrenal y del Cristo resucitado, se encuentra en
diversas fórmulas de «confesión de fe» y de «homologías» que hacen hincapié al mismo
tiempo y con especial insistencia en su muerte y en su resurrección. Con Rom 1, 3ss, citemos,
entre otros, el texto de 1 Cor 15, 3-4: «Os he transmitido en primer lugar lo que yo mismo he
recibido: que Cristo ha muerto por nuestros pecados, según los Escrituras; que fue sepultado, y
que resucitó al tercer día, según las Escrituras». Estos textos establecen una conexión
auténtica entre una historia individual y la significación por siempre duradera de Jesús.
Presentan en un nudo la «historia de la esencia» de Jesucristo. Esta síntesis constituye ejemplo
y modelo para toda auténtica cristología.
2.7. El Espíritu Santo, que ha revelado a Jesús como Cristo, comunica a los fieles la vida mismo
del Dios trinitario. Suscita y vivifica la fe en Jesús como Hijo de Dios exaltado en la gloria y
presente, a la vez, en la historia humana.
Ésta es la fe católica. Ésta es también la fe de todos los cristianos, en la medida en que, además
del Nuevo Testamento, conservan fielmente los dogmas cristológicos de los Padres de la
Iglesia, los predican, los enseñan y dan testimonio de ellos con la autenticidad de sus vidas.
1. Los teólogos que hoy en día ponen en duda la divinidad de Cristo recurren a menudo a la
siguiente argumentación: tal dogma no puede provenir de la revelación bíblica auténtica; su
origen está en el helenismo. Pero las investigaciones históricas más rigurosas demuestran, al
contrario, que la manera de pensar de los griegos es totalmente extraña a este dogma y que lo
rechaza con todas sus fuerzas. El helenismo opuso a la fe de los cristianos, que proclamaban la
divinidad de Cristo, su dogma de la trascendencia divina, dogma que el helenismo consideraba
inconciliable con la contingencia y la existencia en la historia humana de Jesús de Nazareth.
Para los filósofos griegos era particularmente difícil aceptar la idea de una encarnación divina.
Los platónicos la tenían por impensable en virtud de su doctrina sobre la divinidad; los
estoicos, por su parte, no podían hacerla coincidir con lo que ellos enseñaban sobre el cosmos.
2. Para responder a estas dificultades, varios teólogos cristianos han tomado en préstamo del
helenismo, en forma más o menos ostensible, la idea de un «dios secundario» (äåýôåñoò
èåüò), o intermediario, e incluso la de un demiurgo. Esto era, obviamente, abrir los puertas al
peligro del subordinacionismo, peligro latente en ciertos Apologetas y en Orígenes. Arrio hizo
de él una herejía formal al enseñar que el Hijo ocupa un lugar intermedio entre el Padre y las
creaturas. La herejía arriana muestra bien cómo se presentaría el dogma de la divinidad de
Cristo si él tuviera su origen en el helenismo filosófico y no en la Revelación divina. En el
concilio de Nicea, el año 325, la Iglesia definió que el Hijo es consubstancial (_ìooýóéoò) con el
Padre, rechazando así el compromiso arriano con el helenismo, y modificando profundamente,
al mismo tiempo, el esquema metafísico griego, sobre todo el de los platónicos y
neoplatónicos. En efecto, la Iglesia desmitificó en cierto modo al helenismo, y realizó una
êÜèáñóéò (purificación) de él, reconociendo solamente dos modos de ser: el del ser increado
(no-hecho) y el del ser creado, puesto que rechazó la idea de un ser intermedio.
El término _ìooýóéoò, utilizado por el concilio de Nicea, es, ciertamente, filosófico y no bíblico.
Sin embargo, la intención última de los padres del concilio fue solamente, y ello consta,
expresar el sentido auténtico de los afirmaciones del Nuevo Testamento sobre Cristo, en
forma unívoca y sin ambigüedad alguna.
Al definir de este modo la divinidad de Cristo, la Iglesia se apoyó también sobre la experiencia
de la salvación y sobre la divinización del hombre en Cristo. Por otra parte, la definición
dogmática determinó y subrayó la experiencia de la salvación. Se puede, pues, reconocer una
interacción profunda entre la experiencia vital y el proceso de clarificación teológica.
B. El concilio de Calcedonia
Por medio de estas afirmaciones, los padres de Calcedonia alcanzaron un nuevo nivel en la
percepción de la trascendencia, la cual no es sólo «teológica», sino «cristológica». Ya no se
trata de afirmar solamente la infinita trascendencia de Dios frente al hombre; se trata, ahora,
de la infinita trascendencia de Cristo, Dios y hombre, con respecto a la universalidad de los
hombres y de la historia. Según los padres conciliares, el carácter absoluto y universal de la fe
cristiana reside en este segundo aspecto de la trascendencia, que es al mismo tiempo
escatológica y ontológica.
Si se consideran los categorías mentales y los métodos utilizados, se puede pensar en una
cierta «helenización» de la fe del Nuevo Testamento. Pero, por otra parte y bajo otro aspecto,
la definición de Calcedonia transciende radicalmente el pensamiento griego. En efecto, ella
hace coexistir dos puntos de vista que la filosofía griega había considerado siempre como
inconciliables: la trascendencia divina, que constituye el alma misma del sistema de los
platónicos, y la inmanencia divina, que es la médula de la teoría estoica.
Mediante la definición de este concilio, la Iglesia demostró que podía iluminar el problema
cristológico mejor todavía de lo que lo había hecho en el concilio de Calcedonia. La Iglesia se
mostraba dispuesta, de este modo, a examinar nuevamente las cuestiones cristológicas, en
razón de las nuevas dificultades que aparecían. Quería profundizar más aún el conocimiento
que había adquirido a través de lo que se dice de Jesucristo en la Sagrada Escritura.
1. La cristología debe asumir e integrar, en cierto sentido, la visión que el hombre de hoy
adquiere sobre sí mismo y sobre la historia, en la relectura que la Iglesia procura al creyente.
Se pueden corregir, de este modo, los defectos que provienen, en cristología, de un uso
demasiado estricto de lo que se llama «naturaleza». Se puede referir también al Cristo
Recapitulador (Ef 1, 10) lo que la cultura de hoy aporta legítimamente a una percepción más
nítida de la condición humana.
2. Esta confrontación de la cristología con la cultura actual contribuye al nuevo y más profundo
conocimiento que el hombre adquiere de sí mismo hoy día. Pero, por otra parte, el hombre la
verifica y la pone a prueba y la somete a su propio criterio cuando esto es necesario, por
ejemplo, en los campos de la política y de la religión, lo que vale sobre todo para esta última.
En efecto, la religión o bien es negada y totalmente rechazada por el ateísmo, o bien es
interpretada como un medio para llegar a los profundidades últimas de la universalidad de las
cosas, excluyendo explícitamente un Dios trascendente y personal. A partir de ahí, la religión
corre el riesgo de aparecer como una pura «alienación» de la humanidad, mientras que Cristo
pierde su identidad y su unicidad. En ambos casos se llega, lógicamente, a estos resultados: se
esfuma la dignidad de la condición humano, y Cristo pierde su primacía y su grandeza. El
remedio a tal situación no puede venir sino de uno renovación de la antropología a la luz del
misterio de Cristo.
3. La doctrina paulina de los dos Adán (ver 1 Cor 15, 21ss; Rom 5, 12-19) será el principio
cristológico que conducirá e iluminará la confrontación con la cultura humana, y será también
el criterio para juzgar las investigaciones actuales en el campo de la antropología. Gracias a
este paralelismo, Cristo, que es el segundo y último Adán, no puede ser comprendido sin tener
en cuenta al primer Adán, es decir, nuestra condición humana. El primer Adán, por su parte,
sólo es percibido en su verdadera y plena humanidad a condición de que se abra a Cristo que
nos salva y nos diviniza por su vida, su muerte y su resurrección.
Son numerosos quienes, hoy en día, formulan dificultades mayores aún cuando se trata de los
aspectos soteriológicos de los dogmas cristológicos. Rechazan toda idea de salvación que
implique una heteronomía con respecto al proyecto de vida. Critican lo que estiman ser la
característica puramente individual de la salvación cristiana. La promesa de una
bienaventuranza futura les parece una utopía que aparta a los hombres de sus verdaderos
deberes, que son, a su juicio, únicamente terrenales. Preguntan de qué han debido ser
rescatados los hombres, y a quién habría sido preciso pagar el precio de la salvación. Se
indignan ante la idea de que Dios haya podido exigir la sangre de un inocente, y ven en esta
concepción una sospecha de sadismo. Argumentan contra lo que se ha llamado la «satisfacción
vicaria» (es decir, por un mediador), diciendo que tal satisfacción es moralmente imposible:
cada conciencia es autónoma -es su argumento- y ella no puede ser liberada por otro. En fin,
algunos de nuestros contemporáneos se quejan de no encontrar en la vida de la Iglesia y de los
fieles la expresión viviente del misterio de liberación que proclaman.
Para llegar a la fe en Cristo y en la salvación que Él nos trae, es preciso admitir un cierto
número de verdades que la explican. Dios vivo es amor (1 Jn 4, 8), y por amor creó todas las
cosas. Este Dios vivo -Padre, Verbo, Espíritu santificador- creó al hombre a su imagen en el
comienzo del tiempo, y le dio la dignidad de persona dotada de razón en medio del cosmos.
Cuando llegó la plenitud de los tiempos, el Dios trinitario completó su obra en Jesucristo,
constituyéndolo como mediador de la paz y de la alianza que ofrecía al mundo entero, para
todos los hombres y para todos los siglos. Jesucristo es el hombre perfecto. En efecto, Él vive
totalmente de y para Dios Padre. Al mismo tiempo, vive totalmente con los hombres y para su
salvación, es decir, para su realización plena, por lo que es el ejemplo y el sacramento de la
nueva humanidad.
La vida de Cristo nos proporciona una nueva comprensión tanto de Dios como del hombre. Del
mismo modo que «el Dios de los cristianos» es nuevo y específico, así también «el hombre de
los cristianos» es nuevo y original con respecto a todas las demás concepciones acerca del
hombre. La condescendencia de Dios (Tit 3, 4) y, si se puede emplear el término, su
«humildad» lo hace solidario de los hombres por medio de la Encarnación, obra de amor. Así
se hace posible un hombre nuevo que encuentra su gloria en el servicio y no en la dominación.
La existencia de Cristo es para los hombres (pro-existencia); para ellos tomó forma de siervo
(cf. Flp 2, 7); para ellos muere y resucita de entre los muertos a la verdadera vida (cf. Rom 4,
24). La vida de Cristo, orientado hacia los demás, nos hace ver que la verdadera autonomía del
hombre no consiste ni en una superioridad ni en una oposición. Por el espíritu de superioridad
(supra-existencia) el hombre trata de imponerse y dominar a los otros. En la oposición (contra-
existencia) trata a los hombres con injusticia y se esfuerza por manipularlos.
Una síntesis semejante no puede sino enriquecer la fórmula de Calcedonia por medio de
perspectivas más soteriológicas que den todo su sentido a la fórmula: Cristo ha muerto por
nosotros.
Los teólogos prestarán también la mayor atención a los problemas que permanecen siendo
difíciles, entre los cuales pueden citarse los de la conciencia y la ciencia de Cristo, el modo de
concebir el valor absoluto y universal de la Redención realizada por Cristo en favor de todos y
de una vez por todas.
6.2. Vengamos al conjunto de la Iglesia, que es el pueblo mesiánico de Dios. A esta Iglesia
incumbe la tarea de hacer participar a todos los hombres y a todos los pueblos en el misterio
de Cristo. Ciertamente, este misterio es el mismo para todos; pero debe ser, sin embargo,
presentado de tal modo que cada cual pueda asimilarlo y celebrarlo en su propia vida y en su
propia cultura, lo que es tanto más urgente cuanto que la Iglesia de hoy toma más y más
conciencia acerca de la originalidad y valor de las diversas culturas. En ellas, en efecto, los
pueblos expresan su propio sentido de la vida con símbolos, gestos, nociones y lenguajes
específicos, lo que entraña ciertas consecuencias. El misterio fue revelado a los santos varones
que Dios escogió, y ha sido creído, profesado y celebrado por los cristianos, lo que constituye
un hecho no repetible en la historia. Pero este misterio se abre a nuevas expresiones que
deben descubrirse. De este modo, en cada pueblo y época, los discípulos darán su fe a Cristo el
Señor y se incorporarán a Él.
El Cuerpo Místico de Cristo está formado por una gran diversidad de miembros, y les da la
misma paz en la unidad sin menospreciar por ello sus rasgos particulares. El Espíritu «mantiene
todo en la unidad y conoce toda palabra»(208). De este Espíritu todos los pueblos y todos los
hombres han recibido sus propias riquezas y carismas. Por ellos se ha enriquecido la familia
universal de Dios, puesto que, con una misma voz y con un mismo corazón, y también en sus
diversas lenguas, los hijos de Dios invocan a su Padre de los cielos por Cristo Jesús.
1. Dios Padre «no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8,
32). Nuestro Señor se hizo hombre «por nosotros y por nuestra salvación». «Tanto amó Dios al
mundo, que dio su Hijo, su unigénito para que todo hombre que crea en Él, no perezca, sino
que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). Así, pues, la persona de Jesucristo no puede ser separada
de la obra redentora; los beneficios de la salvación no son separables de la divinidad de
Jesucristo. Sólo el Hijo de Dios puede realizar una auténtica redención del pecado del mundo,
de la muerte eterna y de la servidumbre de la ley, según la voluntad del Padre y con la
cooperación del Espíritu Santo.
En este estudio queremos considerar solamente dos problemas. Una primera investigación es
de índole histórica y se sitúa en el nivel del período de la existencia terrenal de Jesús. Su centro
es la pregunta: «¿Qué pensó Jesús de su muerte?». A causa del valor que queremos dar a la
respuesta, el problema debe ser considerado al nivel de la investigación histórica y de todas
sus exigencias críticas (ver nº 2). Pero, como es evidente, esa respuesta debe ser completada
por la visión pascual de la redención (nº 3). Una vez más, y es preciso repetirlo, la Comisión
teológica internacional no pretende ni exponer, ni explicar una cristología completa. Deja de
lado, precisamente, el problema de la conciencia humana de Cristo. Trata solamente de
exponer aquí el fundamento del misterio de Cristo, tanto según la vida terrenal de Cristo,
como según su Resurrección.
Una segunda investigación se situará a otro nivel (nº 4), y mostrará cómo la multiplicidad de la
terminología neotestamentaria acerca de la obra de la redención, es rica en enseñanzas sobre
la soteriología. Se tratará de sistematizarlas y de percibir todo su sentido teológico. Y se
someterá, naturalmente, esta investigación, a la confrontación con los textos mismos de la
Sagrada Escritura.
2.1. Jesús tuvo perfecta conciencia, en sus palabras y acciones, y en su existencia y su persona,
de que el reino y el reinado de Dios eran al mismo tiempo una realización presente, una
esperanza y una aproximación (cf. Lc 10, 23ss; 11, 20). No sólo se presentó como el Salvador
escatológico, sino que también explicó su misión en forma directa, si bien lo más
frecuentemente implícita. Traía la salvación escatológica, puesto que llegaba después del
último de los profetas, Juan Bautista. Hacía presente a Dios y su reinado, y conducía a su
cumplimiento el tiempo de la promesa (Lc 16, 16; cf. Mc 1, l5a).
2.3. Al morir, Jesús expresa su voluntad de servir (cf. Mc 10, 45), lo que es el resultado y la
continuación de toda su vida (cf. Lc 22, 27). Lo uno y lo otro proceden de una actitud
fundamental que tiende a vivir y a morir por Dios y por los hombres, lo que algunos llaman
«pro-existencia» (= existir para los otros). En razón de esta disposición, Jesús estaba orientado,
por su «esencia» misma, a ser el salvador escatológico que procura «nuestra» salvación (cf. 1
Cor 15, 3; Lc 22, 19. 2Ob), la salvación de «Israel» (Jn 11, 30) y de los «gentiles» (Jn 11, 51ss),
de «muchos» (Mc 14, 24; 10, 45), de «todos» (2 Cor 5, 14ss; 1 Tim 2, 6), y del «mundo» (Jn 6,
51c).
Aunque abierto a la voluntad del Padre, Jesús pudo, sin embargo, considerar diversas
preguntas. ¿Concedería el Padre éxito a la predicación del reino, o sería un fracaso la salvación
escatológica de Israel? ¿Sería necesario recibir el «bautismo» de la muerte (cf. Mc 10, 38ss) y
beber el «cáliz» de la pasión (cf. Mc 14, 36)? ¿Querría el Padre promover su reino, aunque
Jesús fracasara en virtud de su muerte, aunque fuera ella un martirio? ¿Haría el Padre eficaz
para la salvación lo que Jesús sufriera «muriendo por los demás»?
Jesús obtenía respuestas positivas a estas preguntas, puesto que tenía la conciencia de ser el
mediador escatológico de la salvación y el realizador del señorío de Dios. Así podía esperarlo
con confianza; y ésta hay que entenderla, de modo que se juzgue que Jesús tenía por cierta su
resurrección y exaltación (Mc 14, 25), y estaba dispuesto, según las palabras y acciones de la
último cena (Lc 22, 19 y paral.), a sufrir la muerte, promesa y realización de la salvación
escatológica.
2.5. Pero no era necesario que Jesús concibiera y expresara su actitud fundamental de pro-
existencia o el modo de servir proexistencialmente hasta la muerte, según los categorías y
esquemas procedentes de la tradición del culto israelita, como, por ejemplo, la «muerte
expiatoria y vicaria del mártir por los demás» o el modo propio de la pasión del «Ebed
Yahweh» (cf. Is 53), como si Jesús las hubiera hecho personalmente propias, En realidad, Jesús
podía entender y vivir más profundamente esos conceptos en virtud de su actitud pro-
existencial (cf. infra 3.4). Pero no es lícito, bajo ningún aspecto, concebir la actitud pro-
existencial de Jesús como algo ambiguo; puesto que esa actitud incluye el afecto y el
conocimiento prontos en el sujeto que se entrega (cf. infra 3.3).
C) El Redentor escatológico
3.1. Por la resurrección y exaltación, Dios confirmó que Jesús es para los creyentes el salvador
definitivo, Señor y Cristo (Hech 2, 36), el Hijo del hombre que viene como juez del mundo (cf.
Mc 14, 62), y lo manifestó estableciéndolo como «Hijo de Dios con potestad» (Rom 1, 4). La
resurrección y exaltación de Cristo demostraron a los fieles, cada día con mayor claridad, que
su muerte en la cruz es eficaz para la salvación de los hombres; antes de la Pascua los fieles no
pudieron expresar estas realidades en forma apropiada.
3.2. De lo dicho fluye que hay que considerar ante todo dos cosas: a) Jesús sabía que Él era el
salvador escatológico (cf. 2.1), que anunciaba el reino de Dios y lo «re-presentaba» o sea, lo
hacía presente (cf. 2.2 y 2.3); b) Por la resurrección y exaltación de Jesús su muerte se
manifestó como elemento constitutivo de la salvación que Él traía (cf. Lc 22, 20 y paral.; 1 Cor
11, 24), mediante la realización de la «Nueva Alianza» escatológica. De esto puede deducirse
que la muerte de Jesús es eficaz para la salvación.
3.3. Pero esta acción divina, por medio de la cual se realiza la salvación a través de la obra del
Salvador y su muerte y resurrección, que lo constituyen en forma definitiva e irrevocable como
tal, apenas puede denominarse, en sentido estricto y en el orden puramente nocional, una
«sustitución expiatoria» o una «expiación vicaria», a no ser que se consideren la muerte y las
acciones de Jesús como sostenidos por su actitud existencial y fundamental que incluya alguna
ciencia y voluntad subjetivas (cf. supra 2.5) de sufrir a título vicario la pena del género humano
(cf. Gál 3, 13) y su «pecado» (cf. Jn 1, 29; 2 Cor 5, 21).
3.4. Jesús sólo pudo ejercer, por un don gratuito, el efecto de tal expiación vicaria, porque
aceptó «ser dado por el Padre» y porque Él mismo se entregó al Padre, que lo aceptó en la
resurrección. Éste era el ministerio «pro-existencial» que había de cumplir en su muerte el Hijo
preexistente (Gál 1, 4; 2, 20).
Por este motivo, al emplear el modo de hablar y de concebir que presentó el misterio de la
salvación bajo el aspecto de «expiación vicaria», hay que tener presente una doble analogía.
En primer lugar, que la «ofrenda» voluntario por el martirio y la oblación misma del «Ebed
Yahwe» (Is 53) difieren muchísimo de la inmolación de animales, que no son más que
«sombras e imágenes» (cf. Heb 10, l). Hay que distinguir más todavía la «ofrenda» (llamada así
analógicamente) del Hijo eterno que «al entrar en el mundo» vino a cumplir «la voluntad [de
Dios]» (cf. Heb 10, 7), y que se «ofreció a sí mismo, inmaculado, a Dios por el Espíritu eterno»
(Heb 9, 14). (Esta oblación se llama apropiadamente «sacrificio», p. e., en el Concilio
Tridentino(209), siempre que el término se entienda en su sentido genuino).
3.5. La muerte de Jesús fue «expiación vicaria» definitivamente eficaz, porque en la perfecta
caridad de «Cristo entregado», que se «daba» y «entregaba» a sí mismo (cf. también Ef 5, 2.
25; cf. 1 Tim 2, 6; Tit 2, 14), se representaba en forma real y ejemplar la acción del Padre que
«daba» y «entregaba» al Hijo (Rom 4, 25; 8, 32; cf. Jn 3, 16; 1 Jn 4, 9). Lo que en el uso
tradicional se llama «expiación vicaria» debe ser entendido y subrayado como un evento
trinitario.
6. Según San Anselmo (cuya doctrina ha prevalecido hasta nuestro siglo), el Redentor no ocupó
propiamente el lugar del pecador, sino que realizó una obra singular (por su muerte, que no
era debida a Dios, y por el valor infinito de la unión hipostática) que supera en la presencia del
Padre el reato de las culpas. En esta obra del Hijo se realiza el designio salvífico de toda la
Trinidad. En este sistema, la fórmula «por nosotros» significa principalmente «en favor
nuestro» y no «en lugar nuestro».
7. Los teólogos más recientes tratan de recuperar la idea del «comercio» (nublada en Son
Anselmo) por dos caminos:
b) Por el concepto de «sustitución», por el cual Cristo asumió realmente la condición del
hombre pecador, pero no (como muchos han dicho, sobre todo entre los protestantes) como si
Dios lo hubiera «castigado» o «condenado», sino en cuanto Jesús habría sufrido, cargando con
nuestros pecados, la «maldición de la ley» (cf. Gál 3, 13), o sea la aversión de Dios, la así
llamada «ira» de Dios contra los pecados. En efecto, la ira manifiesta, como contradicción, el
celo del amor hacia aquella alianza realizado con el pueblo elegido.
Ni debe pasar inadvertida la íntima conexión entre la Cruz y la Eucaristía, porque la asunción
del pecado humano en la carne de Cristo y la entrega de la propia carne a los hombres, no son
sino aspectos complementarios de un mismo acontecimiento. En la celebración eucarística se
asocia necesariamente al sacrificio de Cristo la ofrenda que la Iglesia hace de sí misma, la cual
se asocia a la oblación con que el Hijo se ofrece al Padre, y se perfecciona por el Espíritu Santo.
1. Algunos aspectos de gran importancia en la cristología bíblica y clásica no reciben hoy día,
por diversas causas, la debida consideración. Aquí se anotarán brevemente, a modo de
corolario, dos de esos elementos, a saber las dimensiones pneumatológica y cósmica de la
cristología. Ambos aspectos ofrecen una visión esencial que se ilustra con nueva claridad por
medio de lo dicho hasta ahora. Por lo que se refiere a la pneumatología, sólo se ofrecerá una
consideración bíblica, que da materia para descubrir profundísimas riquezas por medio de
ulteriores explicaciones. De la dimensión cósmica, por otra parte, aparece la significación
última de la cristología, que no toca solamente a todas y cada una de las creaturas celestiales,
terrenales e infernales, sino también todo el mundo y su historia (cf. Flp 2, 10). Naturalmente
no es este el lugar para desarrollar una exposición sistemática.
2. La obra de Cristo Salvador se cumplió con la ininterrumpida cooperación del Espíritu Santo,
que cubrió con su sombra a la Virgen María, de modo que quien nacería de ella fuera llamado
Santo e Hijo de Dios (Lc 1, 35). Luego, al ser bautizado Jesús en el Jordán (cf. Lc 3, 22), fue
ungido por el Espíritu para cumplir su misión mesiánica (Hech 10, 38; Lc 4, 18), mientras la voz
del cielo lo declara como el Hijo en quien el Padre se complació (Mc 1, 10 y paral.). En seguida,
Cristo, conducido por el Espíritu (Lc 4, 1), inició y completó el ministerio de Servidor
expulsando los demonios con el dedo de Dios (Lc 11, 20), y anunciando la proximidad del reino
de Dios (Mc 1, 15), que se perfecciona por el Espíritu Santo. Cristo siguió el camino del
Servidor, obedeciendo al Padre hasta la muerte, que aceptó libremente «cooperando el
Espíritu Santo»(211). Finalmente, el Padre resucitó a Jesús y colmó su humanidad con el propio
Espíritu, de tal modo que esa mismo humanidad, después de haber tomado la forma de siervo,
se revistiera de la forma del Hijo de Dios glorioso (cf. Rom 1, 3-4; Hech 13, 32-33) y estuviera
dotada de la potestad de comunicar el Espíritu a los hombres (Hech 2, 32ss). De este modo el
nuevo y escatológico Adán es llamado, y con razón, «Espíritu vivificador» (1 Cor 15, 45; cf. 2
Cor 3, 17). En realidad, el Cuerpo místico de Cristo está perpetuamente animado por su
Espíritu.
3.1. En los escritos paulinos Cristo resucitado es designado como aquel a quien el Padre
«sometió todos las cosas bajo sus pies». Este señorío, aplicado de varios modos, se lee
explícitamente en 1 Cor 15, 27; Ef 1, 22; Heb 2, 8 y expresado con otras palabras se encuentra
también en Ef 3, 10ss, Col 1, 18; Flp 3, 21.
3.2. Sea cual fuere el origen de esta expresión (Gén 1, 26, mediante Sal 8, 7), ella pertenece en
primer lugar a la humanidad glorificada de Cristo, y no a su sola divinidad. Pertenece, en
efecto, al Hijo encarnado «tener todo bajo sus pies», porque sólo Él destruyó la potestad que
tenían el pecado y la muerte para reducir a los hombres a servidumbre. Cristo, al superar con
su resurrección la corruptibilidad que afectaba al primer Adán, y hecho en grado supremo
«cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 44) en su propia carne, abrió paso al reino de la
incorruptibilidad, por lo cual es el «segundo y último Adán» (1 Cor 15, 45. 49), a quien «todo
está sujeto» (1 Cor 15, 27) y que puede «también sujetar todo a Sí» (Flp 3, 21).
3.3. Esta abolición del imperio de la muerte consiste, en cuanto se refiere a los hombres y a
todo el mundo, en una y la misma renovación que tendrá lugar al fin de los tiempos con muy
manifiestos efectos. Mateo la llama ðáëéåvåóßá (19, 28); Pablo reconoce en ella lo que es
esperado por toda creatura (Rom 8, 19); el Apocalipsis (21, 1), usando los palabras del Antiguo
Testamento (Is 65, 17; 66, 22), se atreve a hablar de cielo nuevo y tierra nueva.
3.4. Una antropología demasiado estrecho, que desprecia o, por lo menos, pasa por alto aquel
elemento fundamental del hombre que se refiere al mundo, podría impedir que se estimara
suficientemente la afirmación del Nuevo Testamento acerca del principado cósmico de Cristo.
Pero esta afirmación es de suma importancia en nuestros tiempos. No bien percibida hasta
ahora, lo ha sido en forma vívida a partir del progreso de las ciencias naturales, y
consiguientemente la importancia del mundo y su influjo en la existencia humana, así como los
problemas que de allí nacen.
3.5. Al principado cósmico que compete a Cristo por su resurrección y segundo advenimiento
se opone con frecuencia cierta concepción cristológica. Si jamás es permitido confundir la
humanidad de Cristo con su divinidad, tampoco es conveniente separar una de otra. Por lo
demás, ambos errores vienen a reducirse a lo mismo. Sea que la humanidad de Cristo se
absorba en su divinidad, sea que se separe de ella, del mismo modo se impide el
reconocimiento de aquel principado cósmico que el Hijo de Dios recibió en su humanidad
glorificada. Pues se atribuiría sólo a la divinidad del Verbo lo que, según los textos antes
referidos del Nuevo Testamento, pertenece en forma no ambigua a su humanidad, en cuanto
que el hombre Jesucristo fue hecho Señor y a Él, por tal razón, se le dio «el nombre que está
sobre todo nombre» (Flp 2, 9).
3.6. Además, aquel principado cósmico, por la razón de que pertenece a Aquel que es
«primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), es también el fundamento del principado
que nosotros tenemos en Él. Ya se realiza en alguna forma la «identidad» espiritual que nos ha
sido dada por Cristo (cf. 1 Cor 3, 21. 23). Esta identidad, aunque sólo se manifestará
plenamente en la Parusía, hace verdaderamente posible para nosotros, ya en la vida presente,
la libertad con respecto a todas las potestades de este mundo (Col 2, 15), de tal modo que,
entre las vicisitudes del mundo, sin exceptuar siquiera nuestra propia muerte, podamos amar
a Cristo (Rom 8, 38-39; 1 Jn 3, 2; Rom 14, 8-9).
3.7. Es perfectamente coherente con este principado cósmico de Cristo, aquel principado que
se ha solido ejercer en la historia y sociedad humana, principalmente por medio de los signos
de la justicia, que parecen casi necesarios a la predicación del reino de Dios. Pero este señorío
de Cristo sobre la historia humana sólo puede alcanzar su cima en aquel último señorío sobre
el mundo cósmico en cuanto tal, pues mientras la historia se encuentre cautiva bajo el poder
del mundo y de la muerte, aquel principado admirable de Cristo no puede ejercitarse
perfectamente antes de su segunda venida, en beneficio de todo el género humano.