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Reflexiones sobre los fines y los métodos (1969)

La Comisión teológica internacional se reunió por primera vez en Roma, del 6 al 8 de octubre
de 1969. Fue recibida por Pablo VI que celebró con los miembros de la Comisión teológica
internacional una paraliturgia y les dirigió un discurso programático que se encontrará en la
segunda parte de este volumen(18). Después de la sesión, la Secretaría de la Comisión
teológica internacional ha publicado un breve comunicado(19) que reproducimos aquí:

Comunicado final de la primera sesión de la Comisión teológica internacional(20)

La primera sesión de la Comisión teológica internacional ha tenido lugar en Roma, en la Domus


Mariae, del 6 al 8 de octubre, bajo la presidencia de S. Em. el cardenal eper. Estaban presentes
29 de sus 30 miembros. La sesión tenía, como objetivo, dar ocasión a sus miembros, de
encontrarse y tomar los primeros contactos, hacerse una idea más exacta de la naturaleza y el
fin de la Comisión, expresar su parecer sobre las cuestiones más urgentes que deberían
tratarse, precisar el método de trabajo y constituir las primeras subcomisiones de estudio.

Los estatutos de la Comisión, creada este año por Pablo VI, a petición del Sínodo de los obispos
de 1967, precisan que está al servicio de la Santa Sede y especialmente de la Congregación
para la Doctrina de la fe en lo que se refiere a las cuestiones doctrinales más importantes(21).
No forma parte de dicha Congregación, sino que se rige por normas propias. Sin embargo, el
presidente de la Comisión es el cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe.
Los resultados de los trabajos de la Comisión se transmiten directamente al Santo Padre y se
dan después a la Congregación misma.

La Comisión no trata problemas doctrinales particulares, como sería el examen de un libro o de


un artículo, sino que estudia los problemas doctrinales fundamentales que son hoy más
cruciales en la vida de la Iglesia.

El clima psicológico de la sesión ha sido excelente. Los teólogos ha vivido juntos durante tres
días y ha podido cambiar ideas entre sí con la mayor libertad. Ellos han hecho uso de tal
libertad.

Idéntico clima de libertad y de confianza fraterna en las sesiones de estudio.

Ya antes de la sesión, los teólogos habían recibido un volumen que contenía: un informe del P.
Karl Rahner sobre las principales cuestiones que, a su juicio, debían ser estudiadas por la
Comisión; un informe de Mons. Gérard Philips sobre el espíritu y el método de organización
del trabajo; los pareceres de cada uno de los miembros acerca de los problemas que debían
tratarse, y del método de trabajo que debía emplearse.
En las sesiones de estudio, la discusión se ha concentrado, ante todo, en el problema del
pluralismo teológico y en el del Magisterio y su ejercicio concreto en las condiciones actuales.

No estaban previstas discusiones exhaustivas. Se trataba más bien de tomar conciencia de la


amplitud de los problemas. Suscitando estas cuestiones, los teólogos han intentado
comprender mejor la crisis actual en la Iglesia. Naturalmente todos han admitido que existe un
pluralismo, incluso doctrinal, legítimo y necesario. La diversidad de opiniones se ha
manifestado a propósito de la extensión precisa de este pluralismo legítimo. Ha aparecido que
ciertos puntos deben profundizarse para salvaguardar la unidad de la fe y de la Iglesia.

Se ha intentado darse cuenta de la manera con que los hombres de hoy reciben, de hecho, las
intervenciones del Magisterio. Se ha observado que la situación actual hace difícil a éste el
ejercicio de su tarea, pero que aquélla exige también a los teólogos un mayor sentido de
responsabilidad.

Ha aparecido cuánta importancia tiene, tanto en la cuestión del pluralismo como en la del
Magisterio, un modo recto de concebir la naturaleza y el valor del conocimiento religioso -más
aún de todo conocimiento- y de su historicidad.

Es evidente que todos estos problemas tienen necesidad de una maduración seria y que ésta
debe tener lugar en la más absoluta fidelidad a la Iglesia y en plena comprensión de las
exigencias de nuestra época.

Las normas metodológicas que deben observarse en los futuros trabajos de la Comisión han
sido elaboradas principalmente sobre las del concilio Vaticano II y son suficientemente
flexibles para permitir aquellas modificaciones que a su tiempo vayan apareciendo necesarias.

Entre las materias que la Comisión se propone estudiar, se han elegido, por el momento cuatro
cuestiones:

1) Unidad de la fe;

2) El sacerdocio;

3) Teología de la esperanza: fe cristiana y futuro de la humanidad;

4) Los criterios del conocimiento moral cristiano.

Cuatro subcomisiones se han constituido para el estudio de estos cuatro temas. Corresponde a
las subcomisiones determinar más precisamente su tema particular. Otros temas serán
tratados sucesivamente.

2. El sacerdocio católico (1970)*

2.1. Introducción, por Mons. J. Medina Estévez


La Comisión teológica internacional, instituida por S.S. Pablo VI, según los deseos del Sínodo de
los Obispos de 1967, en su primera reunión celebrada en Roma del 6 al 8 de octubre de 1969,
escogió, entre las prioridades que debía tratar, la de realizar un estudio del sacerdocio
católico.

Durante el año 1970, una subcomisión, nombrada con este objeto(22), elaboró un informe
provisto de numerosos anexos. Luego del debate general que se llevó a cabo durante la
reunión plenaria de la Comisión entre los días 5 al 7 de octubre de 1970, el informe fue
aprobado como «documento de trabajo» (working paper) para ser transmitido al Sínodo de los
Obispos, con las enmiendas indicadas en el curso de la discusión y tomando en cuenta los
«modi» propuestos por los miembros de la Comisión. Esta aprobación general, semejante a
aquella de que se benefició también el «informe» sobre la colegialidad, no reviste todas las
afirmaciones ni detalles del informe con la autoridad del conjunto de los miembros de la
Comisión. Significa, sin embargo, que la Comisión consideró el informe lo suficientemente
maduro para merecer la atención de los Padres sinodales y poder ayudarlos en sus trabajos,
cuyo objeto principal sería el ministerio sacerdotal.

Durante la discusión del informe, la Comisión consideró de utilidad separar de él algunas


«proposiciones» o tesis cuyo contenido debería destacar algunos elementos importantes y
también expresar una toma de posición de la Comisión con respecto a la problemática
sacerdotal. No se pretendía, por supuesto, dar una visión total de la teología del sacerdocio,
sino presentar algunos puntos que pueden ser considerados, hoy en día, de notable
importancia. La Comisión no acordó una «cualificación teológica» al contenido de las tesis;
pero el hecho de que fueron aprobadas por una gran mayoría permite asegurar, por lo menos,
que están bien fundadas teológicamente, así como reconocer además, en algunos enunciados,
contenidos que pertenecen a la fe católica.

2.2. Texto de las tesis aprobadas «in forma specifica» por la Comisión teológica
internacional(23)

Primera tesis

En la Iglesia, todo ministerio jerárquico está vinculado a la institución de los Apóstoles. Tal
ministerio, querido por Cristo, es esencial para la Iglesia; por su intermedio es como el acto
salvador del Señor se hace sacramental e históricamente presente a todas las generaciones.

Segunda tesis

En la Nueva Alianza no hay más sacerdocio que el de Cristo. Este sacerdocio es cumplimiento y
superación de todos los sacerdocios antiguos. En la Iglesia todos los fieles son llamados a
participar de él. El ministerio jerárquico es necesario para la edificación del Cuerpo de Cristo,
que es donde se realiza esta vocación.

Tercera tesis
Solamente Cristo realizó el sacrificio perfecto en la ofrenda de sí mismo a la voluntad del
Padre. Por tanto, el ministerio episcopal y presbiteral es sacerdotal en cuanto que hace
presente el servicio de Cristo en la proclamación eficaz del mensaje evangélico, en la reunión y
dirección de la comunidad cristiana, en la remisión de los pecados y en la celebración
eucarística en la que se actualiza, de manera singular, el único sacrificio de Cristo.

Cuarta tesis

El cristiano llamado al ministerio sacerdotal no recibe por la ordenación una función


puramente exterior, sino más bien una participación original del sacerdocio de Cristo, en virtud
de la cual él representa a Cristo a la cabeza de la comunidad y como de cara a ella. Así, pues, el
ministerio es una manera específica de vivir el servicio cristiano dentro de la Iglesia. Esta
especificidad aparece más claramente en la función de presidir la Eucaristía, presidencia
necesaria para la plena realidad del culto cristiano. La proclamación de la Palabra y la carga
pastoral se orientan hacia la Eucaristía que consagra toda la existencia cristiana en el mundo.

Quinta tesis

Si bien se reconoce un cierto período de maduración de las estructuras eclesiales, no se puede


oponer una constitución puramente carismática de las Iglesias Paulinas a la constitución
ministerial de otras Iglesias. En cuanto a la Iglesia primitiva, no hay oposición, sino más bien
complementariedad, entre la libertad del Espíritu en la concesión de sus dones y la existencia
de una estructura ministerial.

Sexta tesis

El ministerio de la Nueva Alianza tiene una dimensión colegial según modalidades análogas,
sea que se trate de los Obispos en torno al Papa en la Iglesia universal, o de los sacerdotes en
torno a su Obispo en la Iglesia local.

2.3. Comentario, por Mons. J. Medina Estévez

El comentario que a continuación exponemos, se propone ofrecer unas reflexiones sobre estas
proposiciones con el fin de destacar sus consecuencias. Son notas que ayudarán al lector que
desee profundizar alguno de los temas o comprobar la vinculación del texto de la Comisión con
la tradición. No se hallarán observaciones críticas, lo cual no significa que los textos
comentados sean perfectos, sino más bien que se ha preferido conservar una actitud positiva.
Cada cual podrá descubrir lagunas en un trabajo que no pretende ser una exposición de
conjunto.

Tesis I

1. El ministerio y los Apóstoles

Es interesante notar que desde el comienzo el texto de la Comisión se refiere a un ministerio


«jerárquico», es decir, «sacerdotal», cuya naturaleza será precisada en las tesis siguientes,
principalmente en la tercera y la cuarta. Este hecho concuerda perfectamente con la tradición
católica, la cual, no obstante la ausencia casi total, en el Nuevo Testamento, del vocabulario
sacerdotal aplicado a los ministros, reconoce en ellos un papel sacerdotal, aunque
distinguiéndolo con esmero de otros sacerdocios históricos (pre-mosaicos, judíos y paganos).
La reforma protestante ha tenido con frecuencia una actitud muy crítica frente a la concepción
sacerdotal del ministerio, considerándola o bien como una transposición ilegítima del
sacerdocio de Israel, definitivamente caducado, o bien como calcada en las religiones paganas,
o posiblemente caracterizada por el acento -muy cargado de ritualismo y al mismo tiempo
poco puesto sobre el servicio de la Palabra- que caracterizó a la teología del sacerdocio en
determinadas épocas. Ciertamente nos encontramos aquí ante uno de los puntos de
enfrentamiento entre las eclesiologías católica y protestante. Está implícita ahí toda una
concepción de la liturgia y principalmente de la Eucaristía.

La tesis afirma la conexión entre el ministerio y la institución de los Apóstoles. La palabra


«apóstol» no tiene un solo sentido en el Nuevo Testamento: se aplica a los «Doce», pero
también a Pablo y a otros personajes de la Iglesia primitiva. Sin embargo, parece claro que el
núcleo original del apostolado está constituido por el grupo de los Doce. San Pablo mismo
subraya la importancia de los Doce y reivindica el título de Apóstol. El texto de la tesis no
pretende entrar en este complicado problema; pero, sin desconocer el papel importantísimo
de San Pablo en la organización de la Iglesia primitiva, parece que tiene en vista al grupo de los
Doce, con el cual, por lo demás, el Apóstol Pablo guarda una relación muy real. La expresión
«está vinculado» parece indicar una relación de origen; podría leerse también: «todo
ministerio jerárquico tiene sus raíces en la institución de los Apóstoles». Por ahora el texto no
señala cómo se produce esta relación; quedará dicho en la cuarta proposición, meidnata una
alusión a la ordenación. Aquí el texto nos permite afirmar que: 1) el apostolado era ya un
ministerio jerárquico, y 2) el ministerio eclesial continúa, de una cierta manera, la tarea
apostólica. Puesto que los Apóstoles son simultáneamente la primera comunidad y la fuente
del ministerio, debemos precisar que nuestro texto los enfoca bajo este segundo aspecto.

La tesis menciona la «institución» de los Apóstoles. Esta palabra es importante y confirma la


referencia fundamental a los Doce. Efectivamente el giro literario de Mc 3, 14-15, indica un
acto constitutivo o, si se quiere, estructual, de acuerdo con las fórmulas paralelas que
aparecen en otros textos bíblicos. Por lo tanto, el ministerio jerárquico se encuentra en la
continuidad de un elemento «institucional» que existe ya en los orígenes de la Iglesia.

El testimonio antiquísimo de San Clemente de Roma nos muestra claramente cómo la Iglesia,
cuando iba a salir de la época apostólica, tenía ya una conciencia clara sobre el origen del
ministerio en cuanto procedía de las ordenanzas de los Apóstoles. Este testimonio, por lo
demás, está en continuidad con los enunciados del Nuevo Testamento.

2. El misterio y Cristo

La idea de institución de los Apóstoles introduce el tema de la relación entre el ministerio y la


voluntad de Cristo. Y el texto de la tesis afirma que este ministerio, es decir, el ministerio
jerárquico o sacerdotal fue querido por Cristo. Éste quiso instituir el grupo de los Doce y se
puede asegurar que esta institución cuenta con elementos claramente reconocibles que son
anteriores al acontecimiento de Pascua, si bien es cierto que también se encuentran
elementos importantes que aparecen el período post-pascual. Pero la afirmación va más lejos:
la voluntad de Cristo se refiere también a la continuación del ministerio apostólico. Es difícil
precisar, con los solos textos evangélicos, en qué momento y de qué manera fue expresada
esta voluntad; pero el conjunto de los enunciados del Nuevo Testamento y, sobre todo, la
relación entre el ministerio y la gracia del Espíritu no permiten reducir el alcance de la
institución al solo grupo de los Doce. Por lo demás, la tradición cristiana, que desde el principio
ha dado una gran importancia al ministerio, poniéndolo como condición de la comunión, no se
hubiera colocado en esta perspectiva sin tener una conciencia positiva acerca de la voluntad
de Cristo.

Esta cuestión atañe, desde otro punto de vista, al problema de la institución por Cristo del
sacramento del orden. Son bien conocidas las diferentes posiciones teológicas libremente
sostenidas para expresar el contenido de la fe en esta materia. En el fondo, todas concuerdan
en reconocer que el ministerio jerárquico es una manifestación de la salvación que responde a
una voluntad eficaz de Cristo y que se transmite por un signo sacramental visible, que es la
ordenación. Parece muy importante subrayar la relación íntima entre la institución del
ministerio y la de la Iglesia.

3. El ministerio y la Iglesia

Reconocer el ministerio jerárquico como esencial a la Iglesia es reafirmar un elemento


principal de la eclesiología católica de siempre. Una comunidad cristiana sin ministerio
jerárquico se encuentra en un estado anormal: le falta un elemento que pertenece no sólo «ad
bene esse» sino simplemente «ad esse» eclesial. Nos encontramos frente a un punto
incontestable de capital importancia para el progreso de la unidad de los cristianos; sin
embargo, comprobamos que subsisten en este punto grandes divergencias.

La tesis termina con una frase bastante densa, que ofrece una explicación del porqué de esta
característica esencial de la eclesialidad. En la economía concreta de la salvación, el ministerio
jerárquico asegura la presencia histórica y sacramental, en todas las generaciones, del acto
salvador de Cristo. Es preciso comprender correctamente el texto. No se trata de una
multiplicación de los actos de Cristo. Tampoco se trata de la «administración» de un
patrimonio dejado por un maestro en manos de mandatarios. La palabra «intermedio», que
equivale a «mediación», indica a la vez una dependencia con respecto a Cristo y una presencia
actual de su influencia personal. Puede decirse que toda esta frase supone la consideración de
la Iglesia como «sacramento de salvación», es decir, como realidad visible portadora de frutos
invisibles, o también como comunión visible que manifiesta y engendra la comunión invisible.
En esta perspectiva, la afirmación del texto significa que este organismo de salvación que es la
Iglesia, contiene, como elemento necesario de su estructura y de su eficacia, el ministerio, sin
el cual el orden o la economía histórica de la salvación quedarían incompletos.

El texto no dice (ni podría decirlo) que la salvación no pueda ser comunicada sino a través del
ministerio jerárquico. Hay mociones y frutos del Espíritu más allá de las fronteras visibles del
ministerio. Pero si se trata de la presencia sacramental, orgánica, dotada de estructura visible y
portadora, en consecuencia, de una cierta plenitud de salvación, puede afirmarse entonces
que el servicio jerárquico es la única vía de esta presencia.

San Ignacio mártir expresaba la sustancia de lo anterior al decir que sin obispos, sacerdotes y
diáconos no se puede hablar de Iglesia.
Tesis II

1. El único sacerdocio de la Nueva Alianza

La primera afirmación subraya el lugar único de Cristo como sacerdote del Nuevo Testamento,
tema fundamental de la epístola a los Hebreos. La reconciliación de la humanidad con el Padre
es presentada ahí como fruto del sacerdocio del Verbo Encarnado. No hay, pues, reconciliación
posible sin una relación con Él. Si se quieren emplear categorías filosóficas sacadas del
aristotelismo, se podrá decir que el sacerdocio de Cristo es el «analogatum princeps» de todo
sacerdocio. Esto es verdad también para el Antiguo Testamento, con la diferencia de que se
puede reconocer antes de la Ley la validez de otros sacerdocios históricos, e incluso tal vez
después de la Ley; mientras que después de la venida de Cristo es imposible aceptar la
existencia de otro sacerdocio válido sino del que pertenece a Cristo. Sin embargo, habría que
evitar una interpretación de la proposición según la cual no hubiera lugar en la nueva
disposición para una participación en este único sacerdocio: las tesis III y IV afirman con
claridad no sólo esta posibilidad, sino incluso su realidad. El sacerdocio de la Nueva Alianza
existe indudablemente, pero en absoluta dependencia del de Cristo. Más aún, existe de
manera instrumental, es decir, al servicio de la visibilidad sacramental del único sacerdocio de
Cristo siempre actual. Podemos recordar aquí el sentido profundo de una fórmula importante:
Los ministros del Nuevo Testamento no son sucesores de Cristo, sino solamente de los
Apóstoles -sin olvidar, por lo demás, que aun esta sucesión no es total-.

El contenido de esta primera afirmación está cargado de consecuencias, tanto para la pastoral,
como para la espiritualidad del sacerdote. Si, por una parte, no se puede negar la grandeza del
ministerio, por la otra, sin embargo, hay que tener siempre presente en el espíritu que toda
esta grandeza no es sino una referencia esencial al ministerio de Cristo, y exige, por lo tanto,
así del conjunto del cuerpo ministerial, como de la persona de cada ministro, una actitud de
humildad contemplativa frente a Aquél que es la fuente permanente y la única razón de ser de
todo sacerdocio.

2. Cristo y los sacerdocios antiguos

El texto emplea dos palabras que deben fijar nuestra atención: «cumplimiento» y
«superación». Estas dos palabras se complementan. «Cumplimiento» sugiere una realidad
nueva que, no obstante, ha sido prefigurada en una realidad anterior. Con esto se indica que
los sacerdocios antiguos no deben ser rechazados como acontecimientos demoníacos o
totalmente desprovistos de significado. Sin negar sus desviaciones y sus insuficiencias, se les
puede reconocer un papel de «praeparatio evangelica». Esto es especialmente válido para el
sacerdocio del pueblo de Israel, como lo demuestran tanto la visión teológica de la salvación
en la epístola a los Hebreos, como el marco que Cristo escogió para la realización y la
institución de la Cena.

Pero la idea sola de cumplimiento, poniendo el énfasis sobre una cierta continuidad, correría el
riesgo de oscurecer la novedad radical del sacerdocio de Cristo. Aquí entonces interviene la
idea de «superación». En efecto, el sacerdocio de Cristo es mucho más que un cumplimiento.
Podría decirse que él realiza los sacerdocios antiguos sobrepasándolos. La sustancia de éstos
dista mucho de contener la realidad intrínseca de aquél. Sea desde el punto de vista de la
interioridad, sea desde el de la unidad entre el signo y lo significado, sea incluso si se considera
su universalidad, se llega a una dimensión de plenitud, de perfección y de eficacia que justifica
sobradamente el empleo de la categoría de «superación». Se trata, sin embargo, de una
superación dentro de una línea ya antes bosquejada, orientada por decirlo así hacia esa cima.

3. El sacerdocio común de los fieles

Prosigue la tesis afirmando el llamamiento de los fieles a participar en el sacerdocio de Cristo.


Puede uno preguntarse acerca de la prioridad entre esta participación común y la otra,
específica, propia de los ministros. Es bien conocida la elección hecha por la Constitución
dogmática «Lumen gentium», y hay fundadas razones para apoyarla. Sin embargo, se puede
también considerar el asunto a la inversa -lo que no significa en absoluto desconocer la
manera de ver del Vaticano II-. En efecto, las líneas de fuerza del organismo de la salvación son
hasta tal punto solidarias entre sí, que aparecen más o menos entremezcladas por todas
partes.

El texto afirma la participación de todos los fieles en el sacerdocio de Cristo, pero no explicita
la manera concreta en que esto se realiza. Lo menos que se puede decir es que el conjunto de
los fieles tiene una actividad cuya fuente es el Espíritu Santo y que está vinculada a la obra de
reconciliación de Cristo. Es preciso, sin embargo, ligar esta afirmación a la que sigue, ya que es
precisamente este lazo el que se ha querido recalcar: el sacerdocio común que se realiza en la
Iglesia, Cuerpo de Cristo, depende, al menos en su realidad plena, del sacerdocio ministerial.
Esta intuición es fundamental: las dos participaciones no son independientes entre sí. El
sacerdocio ministerial existe en orden a permitir al conjunto sacerdotal, que es la Iglesia, el
ejercicio de su participación en el sacerdocio de Cristo. Afirmar que el ministerio es necesario
para la edificación del Cuerpo de Cristo es admitir que el sacerdocio común no puede
ejercitarse en plenitud, sino gracias al servicio jerárquico. Por otra parte, el ejercicio del
sacerdocio ministerial no puede ser concebido sino en vista del conjunto de la Iglesia. Su
actividad no es algo absoluto, como una institución intemporal, ahistórica e individual, que
miraría únicamente a Dios Padre. Es un servicio que se ocupa, por cierto, de la gloria de la
Santísima Trinidad, pero dentro del orden histórico de la salvación que es la comunidad
eclesial, Cuerpo de Cristo. El enlace entre los dos aspectos es tan importante que el descuido,
aun involuntario, de uno u otro de ellos no deja de traer un oscurecimiento de la naturaleza
misma de la Iglesia. Es preciso reconocer lo bien fundado de la afirmación según la cual el
oscurecimiento del concepto de sacerdocio ministerial es más peligroso para la inteligencia de
la revelación cristiana que el del sacerdocio común, ya que éste puede subsistir y ejercitarse
sin mayor esclarecimiento, lo que no es el caso del primero.

Tesis III

1. El único sacrificio perfecto


Evidentemente, la primera afirmación de esta tesis no pretende resolver la difícil problemática
concerniente a la noción teológica de sacrificio. El enunciado se limita a un concepto cuyo
fundamento bíblico es innegable y que está en relación indisoluble con la primera afirmación
de la tesis precedente. Si se acepta la interdependencia entre las nociones sacerdocio-
sacrificio, se llega a la conclusión de que el único sacrificio perfecto dimana de un sacerdocio
eminente y viceversa. Se atiende aquí principalmente a la interioridad del sacrificio. Sin entrar
en ninguna posición de escuela, debe afirmarse que el sacrificio es un acto externo de religión
en el orden de los signos. Precisando más, es el signo de una realidad interior: del don de sí
mismo a Dios o, si se quiere, de la voluntad de entregarse al designio de la salvación. El amor
constituye el núcleo de todo sacrificio, y esto explica por qué el sacrificio está en la cumbre de
la actitud religiosa tanto del hombre como de la comunidad. Desgraciadamente, un desajuste
es siempre posible y casi siempre es también real, entre el signo o el rito y la actitud interior. Si
el sacrificio expresa una realidad, a lo menos tendencial, constituye también un desafío: el
hombre que lo ofrece, no puede menos de darse cuenta de la distancia que media entre lo
absoluto del signo y la limitación de lo significado. Así se comprende cómo el rito sacrificial
debe ser siempre una experiencia dolorosa para el que lo ofrece.

La historia religiosa muestra claramente cómo los hombres, a veces sin darse cuenta, han
tratado de liberarse de la exigencias absolutas del culto sacrificial. O bien han tranquilizado su
conciencia con la idea de una sustitución cómoda, o bien han reducido las exigencias de Dios.
En ambos casos se ha vaciado la profundidad del culto «en espíritu y en verdad».

El sacrificio de Cristo escapa a todas estas limitaciones y desviaciones. Jamás voluntad alguna
ha sido consagrada al Padre tan auténtica y totalmente como la del Hijo consustancial de Dios.
En Él no hay ninguna falta de coincidencia entre el acto exterior y el amor de su corazón. Por
eso la humanidad se encuentra de allí en adelante en presencia de un sacrificio que posee toda
la verdad que se puede desear, del único que la posee. Y esta totalidad es la razón profunda de
su unicidad: no puede repetirse, porque le corresponde la unicidad que es propia de toda
plenitud.

Se ve, pues, claramente por qué todo culto cristiano debe referirse permanentemente al
sacrificio de Cristo, objeto de fe, de contemplación y también de gozo; finalmente, la Iglesia se
encuentra frente a un acto perfecto de amor y de adoración, ante el cual se puede regocijar
con pleno derecho, puesto que es el acto de su Jefe y de su Esposo.

2. Los ministerios jerárquicos y el sacrificio de Cristo

En la afirmación que viene a continuación, se explica el sentido del sacerdocio ministerial.


Antes de señalar algunos aspectos fundamentales de su actividad, se subraya que la sustancia
de ese sacerdocio estriba en hacer presente el servicio de Cristo, es decir, su actividad
sacerdotal y sacrificial en un sentido muy amplio. En efecto, todos los ámbitos del ministerio
tienen como único fin el conducir a los hombres hacia la aceptación plena del designio de
salvación; dicho de otra manera, insertarlos en Cristo a fin de que puedan, por la gracia del
Espíritu, participar de manera real en el movimiento filial del Verbo encarnado hacia el Padre.
El ministerio es, por lo tanto, doblemente sacerdotal; y ante todo, porque hace posible el
sacrificio del Cuerpo. Se ve hasta qué punto se empobrecería la comprensión del ministerio si
se lo redujera a una mera actividad externa o ritual, en el sentido peyorativo de la palabra.
En su explicación del sentido sacerdotal, el texto abarca solamente los ministerios episcopal y
presbiteral. Podría sorprendernos su silencio con respecto al ministerio diaconal, que también
pertenece a la jerarquía. Existe una doble razón para esto: en primer lugar, las tesis versan
directamente sobre el sacerdocio de los presbíteros y hubiera sido difícil introducir
consideraciones acerca de los diáconos sin entrar en un desarrollo más amplio. Además, hay
textos de la tradición que parecen excluir del sacerdocio el ministerio diaconal. Sin embargo, si
se consideran las funciones sacerdotales tal como la tesis las describe, es posible reconocer
como bien fundada la atribución del sacerdocio aun para los diáconos, en un sentido más
amplio (que no es, sin embargo, aquel del sacerdocio común), o en el sentido de una
participación más limitada. Porque los diáconos tienen entre sus funciones la proclamación de
la Palabra y aun, al menos en ciertas circunstancias, la dirección de la comunidad.

Conviene destacar que la tesis no circunscribe la justificación del sacerdocio solamente a las
perspectivas del culto litúrgico. Las funciones enumeradas como justificación de la
«sacerdotalidad» del ministerio pertenecen a los tres campos que el Concilio Vaticano II
distingue habitualmente dentro del ministerio eclesial: Palabra, culto y gobierno. Esto parece
justo desde la amplia perspectiva de la reconciliación con Dios que constituye la misión de
Cristo. Pero también hay que tener en cuenta que estas funciones no son independientes
entre sí, autónomas, ni menos discordantes. La última frase de la tesis indica, en una redacción
bastante densa, la trabazón interna que existe entre ellas.

3. Los ministerios jerárquicos y sus funciones

Evidentemente, la enumeración no pretende ser exhaustiva ni taxativa. Se designan los


diferentes campos por sus puntos culminantes. Puede resultar útil el subrayar algunos
elementos importantes.

En cuanto al anuncio del mensaje evangélico, convendría retener su carácter kerigmático y


eficaz. El Evangelio no es un catálogo de «de verdades que se deben creer»; ante todo es la
proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de la salvación de los hombres,
cuyo punto culminante es la Encarnación del Verbo y su obra pascual. Esto de ningún modo
disminuye el hecho de la revelación de verdades, pero sitúa este hecho dentro del contexto de
la historia de la salvación y en la perspectiva de la contemplación amorosa del actuar divino,
tanto más misericordioso cuanto que es inaudito. Se ve cómo la palabra «anuncio» es
sugestiva y relativa a esa gran dimensión cristiana que es la oración contemplativa. Pero la
Palabra es también eficaz. No podríamos limitarla a una simple enseñanza pedagógica o a una
pura comunicación intelectual. Posee una fuerza que le viene del Espíritu y que produce
efectos de conversión en aquéllos que la escuchan con apertura. En este sentido la
proclamación del Evangelio es una actividad constitutiva de la Iglesia como misterio de
salvación. Jamás podríamos prescindir de esta proclamación diciendo que tal o cual comunidad
está ya suficientemente «instruida». Aunque no sea fácil señalar la diferencia teológica entre
la Palabra proclamada por un ministro jerárquico y por un laico con o sin mandato, sin
embargo hay que reconocer que el anuncio evangélico ha sido considerado siempre como una
tarea fundamental del ministerio eclesial. También es claro que ciertas formas del ministerio
de la Palabra, tal como se ejerce por la jerarquía, poseen una garantía muy específica: lo que
no sucede en el anuncio del Evangelio hecho por los laicos, aunque se ha de reconocer a este
último no sólo la legitimidad, sino hasta la necesidad.

La tesis habla también de la «reunión» y «dirección» de la comunidad. Sin intención de


endurecer estas expresiones, se puede ver en la primera una alusión al papel misionero de los
ministros, es decir, a su actividad para «formar» la Iglesia allí donde el Evangelio no ha sido
aún anunciado; en la segunda, una alusión referente más bien a la comunidad que ya existe.
Hoy no menos que ayer, estos dos aspectos no pueden separarse. La situación misionera no
debe confundirse con datos geográficos; sigue siendo una realidad en el seno de comunidades
ya reunidas, incluso desde largo tiempo. Las comunidades conocen también retrocesos, que
algunas veces llegan hasta su desaparición.

El ministerio de dirección de la comunidad muestra otro aspecto importante de la eclesialidad:


el del lugar que ocupa el derecho eclesiástico en la estructura sacramental de la Iglesia.
Aceptar el derecho como uno de los componentes de la eclesialidad no tiene nada que ver con
una visión «juridicista» de la misma, menos todavía con la aprobación del exceso que se ha
denominado «juridicismo». Pero es evidente que una tarea de dirección no puede ejercerse al
margen de toda norma. Que algunas normas pueden ser cambiadas, que se deba
perfeccionarlas; que algunas pueden resultar inadaptadas, o aun inútiles, es incluso
perjudiciales: todo esto no justifica culpar a la norma en sí misma. Lo que sí parece importante
es situar este campo del derecho dentro del designio concreto de la salvación y no como una
cosa exterior o agregada, ya que aquí tenemos una manifestación del servicio sacerdotal de
Cristo.

Antes de mencionar la celebración eucarística, el texto recuerda el ministerio de la remisión de


los pecados. Estrictamente hablando, hubiera podido considerarse este aspecto del ministerio
como incluido en el campo litúrgico designado por la Eucaristía. No obstante, la situación
actual, en que ya sea la conciencia del pecado, ya sea el papel del ministerio en la
reconciliación del pecador, se oscurecen en sectores que no son insignificantes, llevó a la
Comisión a agregar entre los rasgos destacados del sacerdocio ministerial el de la penitencia. Si
se prefirió la expresión «remisión de los pecados» a la de «penitencia», fue para subrayar de
manera más explícita el papel activo del ministerio en la celebración del sacramento. En todo
caso, está claro que esta mención es coherente con la perspectiva de reconciliación que
constituye el trasfondo de las formulaciones.

Por último, llegamos a la celebración eucarística. Las afirmaciones de esta tesis quedarán
complementadas con las de la siguiente. Esta dispersión es sólo aparente, pues, no siendo el
objetivo una serie de proposiciones sobre la Eucaristía, sino sobre el sacerdocio, las diferentes
perspectivas exigen consideraciones sucesivas sobre el misterio eucarístico. Por eso mismo, las
formulaciones eucarísticas que se encuentran aquí, no pretenden abarcar el conjunto de la
doctrina católica sobre la materia, sino solamente lo esencial de sus relaciones con el
ministerio jerárquico.

El texto subraya una vez más la unicidad del sacrificio de Cristo, que no puede ser repetido ni
reiterado. Esta verdad católica reviste una gran importancia tanto para la pastoral interna de la
Iglesia como para el diálogo ecuménico. Al subrayarla, se acentúa el papel siempre personal y
actual del Salvador, así como la condición ministerial y relativa de la Iglesia, relativa en el
sentido de su relación ontológicamente necesaria con Cristo. Ahora bien, este sacrificio -cuya
realización litúrgica es una de las características fundamentales del ministerio sacerdotal, e
incluso la más fundamental, como se verá en la proposición siguiente-, es actualizado en la
celebración eucarística. Es hecho presente de manera litúrgica y misteriosa, de tal manera que
el Sacrificio de Cristo no es repetido (como si fuera insuficiente en sí mismo), y sin embargo la
Eucaristía constituye un verdadero sacrificio, aunque relativo. La palabra «singular» busca
llamar la atención sobre el hecho de que no se trata aquí de una actitud interna de amor hacia
el Padre, sino de aquélla que está constituida por la muerte y resurrección de Cristo.

Al terminar el examen de esta tercera tesis será útil recordar su sentido global: el carácter
sacerdotal de los ministerios es explicado por su papel ministerial respecto a la actividad del
Señor en su conjunto. En el fondo podría decirse que el ministerio es sacerdotal porque la obra
de Cristo que hace presente, es una obra sacerdotal.

Tesis IV

1. El ministerio y el ministro

La tesis comienza por recordar algunos enunciados tradicionales, sin profundizar su contenido.
Primero se dice que el ministerio presupone una llamada, una vocación; pero no entra en la
problemática teológica sobre la naturaleza de tal llamada. Dada la naturaleza visible y
sacramental de la Iglesia, puede deducirse que esta llamada no es solamente una experiencia
interna del candidato, sino que además necesita un reconocimiento por parte de la Iglesia.
Aquí Iglesia significa el conjunto de la comunidad cristiana, distinguiendo no obstante los
«roles» respectivos y diferentes de la jerarquía y del laicado. Además ha de subrayarse que el
juicio definitivo pertenece a la autoridad jerárquica. Pero este juicio no basta para constituir al
candidato en ministro: es preciso además que sea «ordenado». Es, pues, por la ordenación
como se llega en definitiva a ser ministro de la Iglesia en el orden jerárquico. Es la ordenación
la que asegura la sucesión apostólica, es decir, la comunicación, por el Espíritu, de las
funciones y poderes que le corresponden, gracias a los cuales se conserva en la Iglesia aquello
que es transmisible dentro de la función apostólica. Por último, es útil recalcar el giro inicial de
la frase: el ministro conserva la categoría de miembro del Pueblo de Dios y, por tanto, de
participante del sacerdocio común de los fieles. Parece justo admitir que el ministerio no
invade necesariamente todas las actividades del ministro, aunque puede y con frecuencia debe
imponerles algunos condicionamientos. Estamos así frente a un dato que resulta de gran
importancia en la consideración de las actividades no ministeriales del sacerdote.

Luego de estas consideraciones preliminares, se llega a los puntos directamente considerados:


la función no es puramente exterior, sino que es una participación original del sacerdocio de
Cristo. No se mencionan explícitamente la gracia ni el «carácter», pero no puede dudarse de
que aquí se alude a esas realidades.

Si el texto rechaza la concepción del ministerio como función puramente exterior, debemos
poner atención a la palabra «puramente». Es evidente que la noción misma de ministerio es
inseparable de una cierta visibilidad o exterioridad. El rechazo recae ahí directamente sobre
una concepción que mirara el sacerdocio como una especie de diputación jurídica o disciplinar
en virtud de la cual el ministro no tendría ninguna diferencia interna o, si se acepta la palabra,
«ontológica» con el conjunto de los fieles. Se ve claro que la formulación, sin emplear la
palabra, considera la realidad denominada «carácter». Pero en esta tesis no se halla ninguna
precisión escolástica acerca de la naturaleza del mismo. Ha de tomarse en cuenta que,
estrictamente hablando, una diputación jurídica es una realidad y que puede ser calificada de
ontológica; pero el texto considera, de acuerdo con la tradición de la Iglesia, que esto no es
suficiente para expresar la sustancia del ministerio. Si es reconocida la naturaleza sacramental
de la ordenación y su eficacia, ya aparece el fundamento real de la distinción entre el
sacerdocio jerárquico y el sacerdocio común de los fieles. Por lo mismo, se sigue afirmando en
el ministro «una participación original del sacerdocio de Cristo»; existe en el ministro, algo que
no se encuentra en el fiel laico. El texto no dice nada, de manera explícita, sobre la
permanencia de esta diferencia; sin embargo, no sería posible sacar de ahí ninguna conclusión
favorable a un «sacerdotium ad tempus», concepción que no tiene fundamento alguno ni en el
Nuevo Testamento ni en la enseñanza de la Iglesia, y que incluso es inconciliable con esta
última.

El resultado de esta participación original del sacerdocio de Cristo se expresa en dos fórmulas:
el ministro jerárquico «representa a Cristo a la cabeza de la comunidad y como de cara a ella».
Se contemplan dos dimensiones: que el ministro esté «a la cabeza» de la comunidad significa
que él asume una representación sacramental de Cristo Jefe (caput) de la Iglesia. Porque es, en
cierto modo, el sacramento del Señor, representa a la comunidad delante del Padre. Esto no es
fruto de una especie de representación «democrática», sino de la capitalidad de Cristo ejercida
a través del ministerio. Podríamos decir que esta primera dimensión se sitúa, por decirlo así,
en una línea «ascendente». Si la comunidad puede presentarse ante el Padre como el Cuerpo
de Cristo, es únicamente porque Cristo es su Cabeza, cuyo «sacramento» es el ministerio
jerárquico. Se ve cómo esta estructura sobrepasa las categorías puramente jurídicas o de
eficacia pragmática. Pero Cristo es también el Esposo de la Iglesia. Es el Salvador de la
comunidad. Es lo que se expresa en las palabras «de cara» que sugieren su mediación
«descendente». Podemos interrogarnos acerca de la relación entre estas dos dimensiones, es
decir, acerca de la cuestión de saber cuál de las dos se presupone por la otra. La respuesta
parece que debe orientarse en el sentido de reconocer a la segunda la primacía; la Iglesia es el
Cuerpo de Cristo porque Él, tomando la iniciativa, la adquirió por su muerte haciéndola
participar de la gloria salvadora de su resurrección. No hay que olvidar, sin embargo, que, en el
designio del Padre, el Hijo vino al mundo en vista del misterio del desposorio. Por tanto, junto
a la causalidad eficaz, hay lugar para la consideración de otra prioridad, derivada de la
causalidad final.

Todo lo que se ha dicho, justifica la afirmación de que el sacerdocio es «una manera específica
de vivir el servicio cristiano dentro de la Iglesia». Dentro de la Iglesia, es decir, del conjunto
ordenado del Pueblo de Dios-Cuerpo de Cristo. Dentro de la Iglesia, no para excluir lo que se
expresa con el vocablo ambiguo y polivalente de «mundo», sino para recalcar que el ministerio
mira, en primer lugar, a lo que constituye la identidad de la Iglesia en cuanto tal; y en espíritu
de servicio, como ha insistido tan frecuentemente el Concilio Vaticano II. Papel específico, y no
común a todos los fieles. «Manera [...] de vivir» que abraza, por eso, el conjunto de la
existencia del ministro. El ministerio no podría limitarse a algunos momentos álgidos de su
función; es la vida misma del ministro la que está sellada por su participación del sacerdocio de
Cristo. El texto no emplea la palabra «consagración»; posiblemente para evitar exageraciones
en cuanto al alejamiento del ministro con respecto a la comunidad; pero la reflexión nos lleva
a la misma realidad. Por lo demás, los matices «a la cabeza» y «de cara», que examinamos
anteriormente demuestran claramente la proyección, en el ministro, de la tensión entre la
inmanencia y la trascendencia.

2. Un punto de referencia

Si consideramos globalmente los tres campos entre los cuales se distribuyen habitualmente las
funciones ministeriales, apreciaremos fácilmente que los límites con las competencias de los
laicos no son siempre muy claros. Ya algo se ha dicho a propósito de la proclamación de la
Palabra; pero también hay ejemplos en el campo litúrgico, así como en el del gobierno
pastoral. El caso de las funciones diaconales es particularmente interesante a este respecto: no
se encuentra ninguna tarea diaconal que no pueda ser ejecutada por un laico, por lo menos
mediante una autorización jerárquica.

Pero, entre otras, hay una función distintiva del sacerdocio jerárquico: la de presidir la
Eucaristía. Si juntamos esta afirmación con la que precede, subrayando los dos aspectos «a la
cabeza» y «de cara», veremos la coherencia que existe entre éstos y las consideración de la
Eucaristía como sacrificio de la Iglesia en Cristo, y de Cristo por la Iglesia. El texto se expresa en
forma mesurada empleando las palabras «más claramente». Esta expresión se justifica ya sea
por el lugar central que la Eucaristía ocupa en la vida de la Iglesia, ya sea por la consideración
de otras funciones que, según la doctrina católica, son también exclusivas del sacerdocio
jerárquico. Conviene, sin embargo, comprender de manera justa esta «exclusividad»: no se
trata de rechazar la participación activa de los laicos ni de restringir su actividad a meras
actitudes externas, sino de señalar que, sin el ejercicio del ministerio jerárquico, estas acciones
eclesiales no alcanzan la realidad plena que ha sido querida por Cristo.

Esto es precisamente lo que la teis afirma con respecto a la necesidad de la presidencia


jerárquica para la realidad del culto eucarístico. Se sabe bien lo difícil que es probar esta
aseveración partiendo solamente de los enunciados escritos del Nuevo Testamento. Sin
embargo, una larga tradición permite establecer su certeza de tal manera que se puede
afirmar que la celebración de la Eucaristía no logra obtener su plena realidad, es decir, el
cumplimiento de su institución, sino mediante el ministerio sacerdotal. De manera
simplificada, es el sentido de la institución el que se expresa cuando se dice que sin sacerdocio
ministerial válido no existe Eucaristía válida. Circunstancias más difíciles y aun dramáticas no
autorizan a un laico no sacerdote atribuirse la presidencia de la Eucaristía. Y el juicio sobre la
plenitud de la Eucaristía en las Iglesias no católicas depende en gran parte de la naturaleza de
su ministerio. Si salimos de las categorías, a veces demasiado jurídicas, encubiertas por los
vocables «válido» e «inválido», encontraremos que, aun con un ministerio válido, una
Eucaristía celebrada fuera de la comunión plena con la Iglesia católica no posee toda la
plenitud deseada por el Señor.

El conjunto de estas consideraciones nos lleva a una reflexión acerca de la profundidad de las
implicaciones entre la teología del ministerio y las de la Iglesia y la Eucaristía. No es posible
ocultar sus consecuencias para el trabajo ecuménico.
3. La Eucaristía, cumbre de la Iglesia

La doctrina de que la Eucaristía es la cumbre de la Iglesia, no debería provocar sorpresa en


ningún católico. Su relación profunda con el acontecimiento de Pascua y con la teología
sacerdotal subyacente a los relatos de la institución así como a la epístola a los Hebreos
justifica plenamente esta aseveración. No escasean, en este sentido, enseñanzas explícitas y
solemnes de la Iglesia.

Es necesario, sin embargo, tomar la Eucaristía en toda su riqueza, y no limitarla a una visión
«ritualista», sin mayor relación con la actitud interna, que es como el alma del sacrificio. Sobre
esto se han expuesto ya algunas ideas con ocasión de las afirmaciones sobre el sacrificio de
Cristo contenidas en la tesis III.

El texto contiene dos afirmaciones: La primera expresa la relación con la Eucaristía, del
ministerio de la Palabra y de la carga pastoral. La segunda sugiere el vínculo entre la Eucaristía
y el mundo.

Es importante señalar la razón que justifica la relación de los otros ministerios con la Eucaristía.
El misterio de la Iglesia puede resumirse en el concepto tan rico de comunión. Al servicio de
esta comunión, como su instrumento y su manifestación, existen la Iglesia y todo el orden
histórico de la salvación. La Palabra y el gobiernos deben ser encarados desde esta
perspectiva. No se proclama el Evangelio sino en vista de la comunión en la fe y en la
conversión. Por otra parte, el gobierno no pretende constituir una estructura justificada por sí
misma, sino establecer las condiciones externas, o mejor dicho, los aspectos visibles de la
comunión invisible. Ahora bien, la comunión eclesial no logra en parte alguna una
profundidad, un vigor y, podríamos decir también, una realidad, comparable a lo que hay en
Cristo al reconciliar a la humanidad con el Padre mediante su sacrificio perfecto. La Palabra
introduce a los hombres en este misterio; el gobierno asegura su visibilidad histórica y social.
Pero esta cima de la comunión que es el sacrificio de Cristo, es también para la Iglesia una
fuente de actividad. En efecto, la comunión con el Padre por Cristo y en el Espíritu entraña
exigencias muy concretas de comunión con los hombres, y no solamente en el aspecto
«religioso», sino también en los campos temporales. De la contemplación y de la gracia del
misterio eucarístico proviene una unidad profunda de la vida cristiana.

Es, por tanto, natural que la tesis termine con una mirada hacia el mundo. El cristiano
encuentra su situación entre los hombres a partir de su visión del misterio de Cristo en la
Eucaristía. Es ella quien descubre al cristiano la densidad de su servicio a los hombres, el
sentido último de su actividad aun temporal. Quien no tiene todavía la luz de la fe cristiana, no
puede descubrir una realidad que es más profunda que todas las realizaciones. Pero cualquier
realización fraternal es una irradiación del designio de salvación en Cristo, irradiación que
normalmente debería llegar hasta la contemplación y la participación eclesial del misterio. Ahí
está una de la raíces más válidas de la tarea misionera.

El texto emplea la palabra «consagra». Bien conocidas son las dificultades que han surgido a
este propósito. Aquí está claro que el sentido no tiene nada que ver con una perspectiva
«sacralista», «teocrática», o con un desconocimiento de la legítima autonomía de las
realidades temporales. Se puede interpretar aquí este término en el sentido positivo: es la
Eucaristía, en la plenitud de su significación y de su contenido, la que es la fuente de todo
compromiso temporal del cristiano. Se ve, pues, cómo el acto central del culto cristiano no
solamente tiene un papel unificador de los elementos, por así decir, internos de la Iglesia, sino
también de ésta en sus relaciones con el mundo.

Tesis V

1. En los orígenes de la Iglesia

Ha de reconocerse el hecho de que las estructuras ministeriales conocieron un desarrollo cuyo


término puede situarse hacia la mitad del siglo II. El examen de los textos del Nuevo
Testamento no nos permite establecer con precisión este proceso, ni trazar sus etapas con
exactitud. Este hecho no se debe solamente al carácter lacunario de los datos
neotestamentarios, sino también a otra realidad: este desarrollo no siguió idéntica línea en
todas partes. Además la rapidez de la cristalización de las estructuras tampoco fue en todas
partes la misma.

La reconstitución del camino recorrido desde los Apóstoles hasta las situación descrita en las
cartas de San Ignacio de Antioquía o, si se prefiere, de la «Tradición Apostólica» de San
Hipólito de Roma comprende, pues, una parte de hipótesis, y los datos fragmentarios permiten
diferentes interpretaciones sobre ciertos puntos. Empero un estudio serio del Nuevo
Testamento nos permite sostener con certeza que ya en las comunidades primitivas existían
elementos estructurales que no se pueden reducir a las solas actividades «carismáticas». La
tesis considera ilegítima e infundada la hipótesis de que en un comienzo hubiera habido dos
tipos de comunidades: unas carismáticas y sin estructura ministerial, otras provistas de esta
estructura. Puede admitirse que, en ciertos lugares, la estructura evolucionó con bastante
rapidez, lo cual no significa que no existiera en los otros, y menos todavía que esta supuesta
diferencia pudiera justificar en adelante dos tipos de constitución eclesial, igualmente
legítimos con respecto al designio de salvación. Volvemos aquí a la afirmación de la primera
tesis, acerca del carácter esencial de ministerio jerárquico para la plena realidad de la iglesia
de siempre.

En el esfuerzo realizado por reconstituir las etapas de maduración de que habla la tesis, es
posible caer en varios defectos. Por una excesiva simplificación se puede desconocer el
carácter ambiguo del vocabulario ministerial del Nuevo Testamento, y aun ignorar la
semántica de las palabras; se pueden valorar demasiado algunos textos atribuyéndoles una
extensión geográfica que no les corresponde; podría alguno olvidar también la progresión que
hay aun dentro del Nuevo Testamento. Estos defectos y otros semejantes no son frecuentes
hoy día, dado el espíritu crítico que rige los estudios de teología científica. Pero este mismo
espíritu puede ser fuente de otros excesos, entre los cuales podría señalarse cierta manera de
considerar los hechos aislándolos de la tradición viva de la Iglesia, o bien la atención exclusiva y
privilegiada concedida a un documento, aun bíblico, estableciendo, por decirlo así, «un canon
dentro del canon» de las Escrituras. Más peligroso todavía sería considerar los datos del Nuevo
Testamento como un cúmulo de elementos desconectados, sin un hilo conductor, de donde las
generaciones cristianos posteriores pudieran extraer a su antojo ciertos elementos sin
preocuparse mayormente de los otros, y como si la elección correspondiera a criterios de
eficacia práctica sin mucha relación con una voluntad de Cristo en cuanto a la estructura de la
Iglesia. Hay que admitir que el rostro del ministerio lleva en sí una parte no despreciable de
elementos socio-históricos, pero sería inconciliable con la doctrina católica el forzar estos
componentes hasta un vaciamiento real del sacerdocio ministerial. Una vez más se confirma
hasta qué punto es verdadero que «la Iglesia no extrae solamente de la Sagrada Escritura su
certeza acerca del contenido total de la Revelación»(24).

2. Ministerio y Carisma

Las dificultades para abordar este tema comienzan con el vocabulario. En efecto, con pleno
derecho se puede reconocer al ministro jerárquico un aspecto carismático; por otra parte, no
se puede negar a los carismas un aspecto ministerial, aunque no jerárquico. Más aún: puede
ocurrir que en una persona determinada se sumen los dones carismáticos y las funciones
ministeriales.

Se dirá, a veces, con demasiado apresuramiento, que el ministerio ahoga con frecuencia los
carismas, y a esto se responderá que los carismas corren el riesgo de perturbar el orden de la
comunión visible. El derecho será puesto del lado del ministerio, reservando el Espíritu para el
movimiento carismático. Estos enunciados tienen algo muy caricaturesco; expresan, sin
embargo, tendencias que en el día de hoy no son sino muy reales.

Si el texto afirma la complementariedad entre ministerio y carisma en la Iglesia primitiva, está


señalando, en primer lugar, un hecho histórico; pero es necesario extender el valor del
enunciado al conjunto de la historia de la Iglesia. Dicho esto, hay que reconocer que los
intercambios entre ministerio y carisma han conocido siempre dificultades y tensiones, pero
también preciosos enriquecimientos. La historia proporciona un repertorio muy amplio de
ejemplos en ambos sentidos, y hay que tener un sentido crítico muy agudo para considerarlos
con toda la objetividad necesaria. En particular, es bastante difícil emitir un juicio cuando una
intervención jerárquica ha detenido un movimiento carismático o considerado como tal, ya
que falta un elemento importante: el desarrollo que hubiera podido producirse a continuación,
en un sentido o en otro, sin lo cual la interpretación histórica puede experimentar una
influencia bastante honda de los prejuicios.

El ejemplo de la Iglesia de Corinto, ejemplo predilecto de los autores que se inclinan del lado
carismático, demuestra claramente la necesidad de la intervención apostólica, y en un sentido
que tenemos derecho a interpretar como jerárquico, para reglamentar el ejercicio de los
carismas. Hoy en día se mira también el papel del derecho eclesiástico como elemento
necesario para asegurar la libertad de los fieles en el ejercicio de sus carismas personales.

Queda, sin embargo, una cuestión grave que puede plantearse más o menos en estos
términos: ¿Cómo puede la autoridad eclesiástica, que no es infalible en todas sus decisiones,
atribuirse el derecho de juzgar los dones que dependen de la libertad soberana del Espíritu?
¿Qué pensar de las estrecheces humanas que parecen haber sofocado iniciativas
auténticamente carismáticas? En el fondo, es el problema de la obediencia eclesial en una
hipótesis que puede verificarse bien real.
Ninguna solución jurídica parece posible. Si se quiere tener una respuesta, hay que buscarla en
la naturaleza de la Iglesia. Puesto que ella es el sacramento de salvación, y esto aun a pesar de
las limitaciones de sus miembros, debemos creer que el Espíritu Santo obrará de tal manera
que no se pierda definitivamente para el Cuerpo de Cristo ninguna riqueza verdadera
dispensada por Él. Entramos en las sombras del misterio, constatamos la impotencia humana
para juzgar el conjunto de la historia cuyo secreto el Maestro no ha querido revelar. Solución
«espiritualista», dirán algunos. Solución espiritual, más bien, y tal vez la única posible.
Respuesta que no desconoce las tensiones ni las limitaciones, que no suprime el carácter
doloroso de las situaciones concretas, y que sobre todo no dispensa de la búsqueda sincera ni
de la disposición al diálogo. Pero que cree firmemente que en el misterio de la Iglesia hay
Alguien más grande que nosotros y cuyos caminos no son los nuestros.

A estas alturas conviene recordar una condición necesaria para la vida eclesial: la humildad.
Esta virtud es indispensable al ministerio jerárquico, tanto para reconocer que las auténticas
iniciativas del Espíritu brotan con frecuencia entre aquellos que no están constituidos en
autoridad, cuanto para considerar con benevolencia ciertas actuaciones que, al menos en su
expresión, tienen algo de excesivas. El condicionamiento histórico, sociológico y sobre todo
psicológico ejerce una influencia innegable sobre el portador de un carisma. Es imposible, por
lo demás, separar el elemento humano, de lo que proviene desde Arriba. La comprobación de
excesos no debería ser causa de un rechazo sin más trámites, sino más bien de un examen
profundo, condición del discernimiento de los espíritus. Pero la humildad es igualmente
necesaria para aquél que pretende haber recibido una misión del Espíritu. En primer lugar,
porque puede estar equivocado, lo que sería un gran perjuicio no sólo para él, sino también
para la Iglesia. En seguida, para examinar cuidadosamente el peso de los factores no
espirituales en su actuación. Finalmente porque la historia nos demuestra cuán beneficioso y
consolidador ha sido el juicio del ministerio en el conjunto de la comunión eclesial para los
movimientos auténticos del Espíritu, el cual no está ausente, sino presente, aunque de manera
diferente, en el ministerio jerárquico.

Tesis VI

Colegialidad

He aquí una palabra que después del Concilio goza de una gran actualidad y que responde a
realidades que pertenecen a la sustancia de la Iglesia. Este vocablo está emparentado con
otras expresiones, como, por ejemplo, «comunión», «participación», «solidaridad»,
«sobornost», «conciliaridad», etc. Le podríamos encontrar incluso una relación con la
democracia, pero aquí se impone, desde el principio, una distinción: no se puede trasponer tal
cual al dominio eclesial el concepto de la democracia política, si bien se puede señalar cómo la
estructura de la Iglesia contiene ciertos elementos que, dentro de la terminología actual,
podrían ser denominados «democráticos». Es permitido pensar que no es feliz la trasposición
de vocablos tales como «monarquía», «aristocracia» o «democracia» para designar la
estructura de la Iglesia, ya que la analogía que puede encontrarse en ellos para ser demasiado
limitada y constantemente deben hacerse reservas.
El Concilio Vaticano II empleó la palabra «colegio» en un sentido muy preciso: el conjunto de
Obispos católicos en comunión jerárquica con el Obispo de Roma, Sucesor de Pedro. Se dice de
este colegio que posee una autoridad suprema dentro de la Iglesia. Aquí no se pretende
profundizar los diversos problemas especulativos que quedan abiertos con respecto a la
colegialidad episcopal; eso es objeto del informe así como de las proposiciones de la Comisión
que conciernen a esa materia.

El objetivo de esta última tesis sobre el sacerdocio es señalar una perspectiva general del
ministerio que podría expresarse en formulaciones diferentes. Puede decirse, en primer lugar,
que esta colegialidad excluye tanto una perspectiva puramente «vertical» cuanto otra
demasiado «horizontal»; son necesarios los dos aspectos de unidad y pluralidad o, si se
prefiere, de un centro y una periferia. Habría que agregar que esto incluye una preocupación
de comunión. No se trata, pues, de un conflicto, ni siquiera de una concurrencia de poderes; se
trata de los órganos de la comunidad eclesial, que es el objetivo de las estructuras, órganos
que forman con ella el sacramento de la Iglesia. Habría que reconocer, además, que las
realidades que hemos llamado periféricas, no pueden ser reducidas a un papel meramente
ejecutivo de las decisiones del centro, sino que ellas deben aportar elementos de juicio.

Empero todo esto estaría muy mal comprendido si la dimensión colegial fuera considerada
como una inhibición de la actividad personal, tanto de quien ocupa el lugar central como de los
demás. La colegialidad no puede significar la interdicción de toda iniciativa que no
desembocara en decisiones corporativas; esto equivaldría a una parálisis del organismo
eclesial. Situaciones particulares exigen soluciones particulares, tomadas evidentemente
dentro del sentido de la comunión. Por este motivo las palabras «una dimensión» tienen su
importancia para no considerar la colegialidad como una traducción eclesial de los regímenes
de asamblea, que por lo demás han demostrado ser bastante ineficaces en el terreno
temporal. «Una dimensión» subraya la necesidad de prestar una justa atención a otras
dimensiones.

El texto destaca la analogía entre los dos niveles de colegialidad que se mencionan.
Teológicamente hablando, es seguro que la relación Obispos-Papa no es exactamente la
misma que la de sacerdotes-Obispo. No sólo hay que tomar en cuenta la diferencia de nivel,
sino también la diferencia sacramental y las consecuencias que de allí se desprenden. En
cuanto al magisterio, está claro que el oficio de los Obispos como testigos auténticos de la fe
no puede ser atribuido, de la misma manera, a los sacerdotes. Por lo demás, no es posible
acordar a una comunidad presidida por un sacerdote, la misma realidad en cuanto Iglesia
particular o local, que a la comunidad cuya presidencia es propia de un Obispo. No se trata, en
modo alguno, de una problemática puramente jurídica; estamos en el terreno de lo
sacramental.

Es acertado pensar que esta dimensión colegial supone una visión de la Iglesia como comunión
a la vez visible e invisible en la fe, la esperanza y la caridad. Supone también en la doctrina
católica que la comunión se refiere siempre a un centro, no solamente a un centro invisible
que es siempre Cristo actuando por el Espíritu, sino también a un centro visible y sacramental
que es, según los grados, el Sucesor de Pedro o todo Obispo local. Finalmente, no debemos
olvidar que la colegialidad eclesial tiene un alma, un espíritu, y que este espíritu debe estar
alerta no solamente en cuanto a los fines, sino también en cuanto a los medios. Porque medios
inadaptados a la naturaleza de la comunidad eclesial pueden dañar tanto a los objetivos más
justificados, como a la comunión misma. Hablando de cosas de Iglesia, es imposible no volver
finalmente a los problemas de espíritu.

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