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Teología, Cristología, Antropología
Teología, Cristología, Antropología
Teología-Cristología-Antropología (1981)
10.2. Texto de las Conclusiones aprobadas «in forma specifica» por la Comisión teológica
internacional(212)
Introducción
Ya en la Sesión Plenaria del año 1979, la Comisión teológica internacional se ocupó del tema
cristológico, y el año 1980 publicó la relación conclusiva de esos trabajos suyos(213). En
octubre de 1980, al cumplirse el segundo quinquenio de sus actividades (1974-1979), la
Comisión recibió una nueva composición de miembros. La mayor parte de ellos, sobre todo de
los nuevos, deseó continuar el estudio del tema cristológico. Aunque la nueva Comisión tenía
plena libertad para discutir todas las cuestiones cristológicas, sin embargo, incluso por motivos
de prudencia, y de economía de fuerzas y de tiempo, se evitaron aquellas que hubieran
implicado una mera vuelta a lo que ya se había tratado en el documento anteriormente
publicado sobre la misma materia.
A esta luz, los dos documentos cristológicos de las dos últimas Sesiones quizás puedan formar
un todo. Aunque, como es obvio, esta valoración se deja al juicio del benévolo lector.
El deseo y el conocimiento de Dios por parte del hombre, la revelación cristiana del Dios trino y
la imagen del hombre que se recaba sea de los perspectivas de la antropología actual sea de la
misma Encarnación de Jesucristo, forman como el contexto en el que debe realizarse
cuidadosamente la reflexión cristológica. Si no se hace una correcta preparación de este
fundamento, la construcción misma de la Cristología se pone en peligro. Igualmente se
obscurecen las consecuencias necesarias para elaborar una doctrina sobre el hombre. Por lo
cual, se deben iluminar, de modo nuevo, estos puntos que son el horizonte complejo de todo
Cristología.
1. ¿Qué relación existe entre la Cristología y el problema de la revelación de Dios? Para evitar
en esta cuestión toda confusión y toda separación, hay que mantener una relación de
complementariedad entre dos vías: una que desciende de Dios a Jesús, y otra que vuelve de
Jesús a Dios.
1.1. Hay confusión entre la Cristología y la consideración acerca de Dios, si se supone que el
nombre de Dios carece de todo sentido fuera de Jesucristo y que no existe teología alguna que
no brote de la revelación cristiana. Así no se mantiene el misterio del hombre creado, en el
que surge el deseo natural de Dios, y que supone, a lo largo de toda la historia, en las
religiones y en las doctrinas filosóficas, una cierta prenoción de Dios; o se abandona la
importancia de los vestigios de Dios que se dan en la creación (cf. Rom 1, 20). Así se establece
también un desacuerdo con la economía de la revelación del único Dios al pueblo escogido de
Israel, la cual fue siempre reconocida por la Iglesia ya desde el comienzo, y con la actitud
teocéntrica de Jesús que afirma que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es su propio
Padre. Se engendra así, por último, una grave ambigüedad para entender la profesión «Jesús
es el Hijo de Dios», ambigüedad que, en último término, podría degenerar incluso en una
cristología atea.
1.2. La separación entre la Cristología y la consideración del Dios revelado, en cualquier lugar
del cuerpo de la Teología en que se sitúe, supone frecuentemente que el concepto de Dios
elaborado por la sabiduría filosófica basta sin más para la consideración de la fe revelada. No
se advierte, de este modo, la novedad de la revelación hecha al pueblo de Israel y la novedad
más radical contenida en la fe cristiana, y se disminuye el valor del acontecimiento de
Jesucristo. De modo paradójico, esta separación puede llegar a la convicción de que la
investigación cristológica se basta a sí misma y puede cerrarse en sí misma, renunciando a toda
referencia a Dios.
2. Parece posible aplicar aquí, con las debidas adaptaciones, el criterio que se empleó en la
definición de Calcedonia: hay que mantener la distinción, sin confusión ni separación, entre la
Cristología y el problema de Dios. Es la distinción que existe igualmente entre los dos tiempos
de la revelación que se corresponden entre sí: uno, el de la manifestación universal que Dios
hace de sí mismo en la creación primordial, y otro, el de la revelación más personal que
progresa en la historia de la salvación desde la vocación de Abraham hasta la venida de
Jesucristo, el Hijo de Dios.
3. Existe, por tanto, reciprocidad y circularidad entre la vía que se esfuerza por entender a
Jesús a la luz de la idea de Dios, y la que descubre a Dios en Jesús.
3.1. Por una parte, el creyente no puede reconocer la plena manifestación de Dios en Jesús,
sino a la luz de la prenoción y deseo de Dios, luz que vive en el corazón del hombre. Esta luz,
desde hace mucho tiempo, brilla -aunque mezclada con algunos errores-, en las religiones de
los diversos pueblos y en la búsqueda filosófica; esta luz actuaba ya con la revelación del único
Dios en el Antiguo Testamento y está todavía presente en la conciencia contemporánea a
pesar de la virulencia del ateísmo: se la encuentra en los valores buscados como absolutos, por
ejemplo, la justicia y la solidaridad. Además se presupone necesariamente en la confesión de
fe: «Jesucristo es el Hijo de Dios».
3.2. Por otra parte -aunque hay que decirlo con gran humildad, no sólo porque la fe y la vida
de los cristianos no están en conformidad con esta revelación totalmente gratuita que ha
tenido su cumplimiento en Jesucristo, sino también porque el misterio revelado sobrepasa
todos los enunciados teológicos-, el misterio de Dios, tal y como se ha revelado
definitivamente en Jesucristo, contiene «riquezas insondables» (cf. Ef 3, 8), que superan y
transcienden los pensamientos y deseos del espíritu filosófico y del espíritu religioso dejados a
sus propias fuerzas. Todo cuanto de verdadero hay en ellos, es contenido, confirmado y
llevado a su propia plenitud por este misterio, abriendo a las más nobles intuiciones de los
hombres un camino despejado hacia Dios siempre mayor. Los errores y desviaciones que se
dan en ellos, son corregidas por este misterio, guiándolas hacia los senderos más rectos y
plenos que sus deseos buscan. Así también el misterio de Dios, que debe ser entendido cada
vez más profundamente, recibe de ellos e integra sus intuiciones y experiencias religiosas, de
modo que la catolicidad de la fe cristiana se realice más ampliamente.
1.2. Ya que el teísmo cristiano consiste propiamente en el Dios trinitario y Éste sólo nos es
conocido en Jesucristo por revelación, por una parte el conocimiento de Jesucristo lleva al
conocimiento de la Trinidad y alcanza su plenitud en el conocimiento de la Trinidad; por otra
parte no se da conocimiento del Dios trino sino en el conocimiento mismo de Jesucristo. De
ello se sigue que no hay distinción alguna entre teocentrismo y cristocentrismo, sino que
ambos designan la misma realidad.
2. El teísmo cristiano no excluye, sino que, por el contrario, presupone, en cierto modo, el
teísmo natural, porque el teísmo cristiano tiene su origen en Dios que se ha revelado por un
designio libérrimo de su voluntad; por su parte, el teísmo natural corresponde intrínsecamente
a la razón humana, como enseña el Concilio Vaticano I(215).
1. La economía de Jesucristo revela al Dios trino; Jesucristo sólo puede ser conocido en su
misión, si se entiende correctamente la presencia singular de Dios mismo en él. Por ello,
teocentrismo y cristocentrismo se iluminan y postulan mutuamente. Pero queda la cuestión de
la relación de la Cristología con la revelación del Dios trino.
1.1. Según el testimonio del Nuevo Testamento, la tradición de la Iglesia antigua ha tenido
siempre como cierto que Dios, por el acontecimiento de Jesucristo y el don del Espíritu Santo,
se nos ha revelado como Él es. Él es en sí mismo como se ha manifestado a nosotros: «Felipe,
quien me ve, ve al Padre» (Jn 14, 9).
1.2. Por tanto, los tres nombres divinos son en la Economía de la salvación como son en la
«Teología» según la acepción que dan a este término los Padres griegos, es decir, nuestra
ciencia acerca de la vida eterna de Dios. Aquella economía es para nosotros la fuente, única y
definitiva, de todo conocimiento del misterio de la Trinidad: la elaboración de la doctrina
trinitaria ha tenido su origen en la Economía de la salvación. A su vez, la Trinidad económica
presupone siempre necesariamente a la Trinidad eterna e inmanente. La teología y la
catequesis tienen siempre que dar razón de esta afirmación de la fe primitiva.
2. Por ello, el axioma fundamental de la teología actual se expresa muy bien con las siguientes
palabras: la Trinidad que se manifiesta en la Economía de la salvación es la Trinidad
inmanente, y la misma Trinidad inmanente es la que se comunica libre y graciosamente en la
Economía de la salvación.
2.1. Consecuentemente hay que evitar en la teología y en la catequesis todo separación entre
la cristología y la doctrina trinitaria. El misterio de Jesucristo se inserta en la estructura de la
Trinidad. La separación puede revestir una forma neoescolástica o una forma moderna. A
veces, los autores de la llamada neoescolástica aislaban la consideración de la Trinidad, del
conjunto del misterio cristiano y no la tenían suficientemente en cuenta para entender la
Encarnación y la deificación del hombre. A veces, no se mostraba en absoluto la importancia
de la Trinidad en el conjunto de las verdades de la fe o en la vida cristiana.
La separación moderna coloca una especie de velo entre los hombres y la Trinidad eterna
como si la revelación cristiana no invitara al hombre al conocimiento del Dios trino y a la
participación de su vida. Conduce así con respecto a la Trinidad eterna a un cierto
«agnosticismo» que no se puede aceptar en modo alguno. Pues aunque Dios es siempre mayor
que todo lo que de Él podemos conocer, la revelación cristiana afirma que eso «mayor» es
siempre trinitario.
2.2. Hay que evitar igualmente toda confusión inmediata entre el acontecimiento de Jesucristo
y la Trinidad. La Trinidad no se ha constituido simplemente en la historia de la salvación por la
encarnación, la cruz y la resurrección de Jesucristo como si Dios necesitara un proceso
histórico para llegar a ser trino. Hay que mantener, por tanto, la distinción entre la Trinidad
inmanente, en la que la libertad y la necesidad son idénticas en la esencia eterna de Dios, y la
Economía trinitaria de la salvación, en la que Dios ejercita absolutamente su propia libertad sin
necesidad alguna por parte de la naturaleza.
Por tanto, los grandes acontecimientos de la vida de Jesús expresan para nosotros
manifiestamente y hacen eficaz, de un modo nuevo, el coloquio de la generación eterna, en el
que el Padre dice al Hijo: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal 2, 7; cf. Hech 13, 33;
Heb 1, 5; 5, 5; y también Lc 3, 22).
El anuncio acerca de Jesucristo, el Hijo de Dios, se presenta con el signo bíblico del «por
nosotros». Por lo cual, se debe tratar toda la cristología desde el punto de vista de la
soteriología. Por eso, algunos modernos, de alguna manera y con razón, se han esforzado por
elaborar una cristología «funcional». Pero, en dirección opuesta, es igualmente válido que la
«existencia para los otros» de Jesucristo no se puede separar de su relación y comunión íntima
con el Padre, y, por eso, debe fundarse en su filiación eterna. La pro-existencia de Jesucristo,
por la que Dios se comunica a sí mismo a los hombres, presupone su preexistencia. De no ser
así, el anuncio salvífico acerca de Jesucristo se convertiría en mera ficción e ilusión, y no podría
rechazar la acusación moderna de ser una ideología. La cuestión de si la cristología debe ser
funcional u ontológica presupone una alternativa completamente falsa.
2.1. La cristología exige una antropología porque la fe presupone al hombre, por haber sido
creado por Dios, como capaz de responder a Dios y abierto a Él. Por este motivo, la teología,
siguiendo la doctrina del Concilio Vaticano II, debe atribuir al hombre, como al mundo, una
autonomía relativa, es decir, la autonomía de causa segunda, fundada en su relación a Dios
creador, y reconocer la justa libertad de las ciencias(216); más aún, de modo positivo, puede
hacer suya la acentuación antropológica propia de los tiempos modernos. La fe cristiana debe
demostrar su índole propia en cuanto que defiende y fomenta la trascendencia
completamente distintiva de la persona humana(217).
2.2. El Evangelio de Jesucristo no sólo presupone la existencia y esencia del hombre, sino que
lo perfecciona plenamente. Lo que todos los hombres, al menos de modo implícito, buscan,
desean y esperan, es tan transcendente e infinito que sólo puede encontrarse en Dios. La
verdadera humanización del hombre, por ello, alcanza su culmen en su gratuita divinización o
sea en su amistad y comunión con Dios, por la que el hombre es hecho gratuitamente templo
de Dios y disfruta la inhabitación del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. La adoración y el
culto de Dios, en primer lugar el culto eucarístico, hacen al hombre plenamente humano. Por
ello, en Jesucristo, a la vez Dios y hombre, se encuentra la plenitud escatológica del hombre, y
sólo en Él se constituye «la medida de la edad adulta y de la plenitud» del hombre (cf. Ef 4, 13).
Sólo en Jesucristo aparece concretamente la apertura indefinida del hombre, y en Él, sobre
todo, se nos manifiesta íntegramente el misterio del hombre y de su altísima vocación(218). La
gracia de Jesucristo colma copiosamente los íntimos deseos del hombre que tienden más allá
de los límites de las fuerzas humanas.
La historia salvífica del pueblo de Israel es tipo de la esperanza del hombre, que Dios no
defrauda, aunque las promesas divinas se cumplan abundante y fielmente por caminos nuevos
y, a veces, inesperados.
1. «El Verbo de Dios se ha hecho hombre para que el hombre se hiciera Dios»(219). Este
axioma de la soteriología de los Padres, sobre todo de los Padres griegos, se niega en nuestros
tiempos por varias razones. Algunos pretenden que la «deificación» es una noción típicamente
helenista de la salvación que conduce a la fuga de la condición humana y a la negación del
hombre. Les parece que la deificación suprime la diferencia entre Dios y el hombre y conduce
a la fusión sin distinción. A veces se le opone, como un adagio más coherente con nuestra
época, esta fórmula: «Dios se ha hecho hombre para hacer al hombre más humano»
Ciertamente, las palabras «deificatio», èÝùóéò, èåoðoßçóéò, _ìoßùóéò Èå_, etc., ofrecen, de
suyo, alguna ambigüedad. Por eso, hay que exponer brevemente, en sus líneas fundamentales,
el sentido genuino, es decir, cristiano de la «deificación».
3. Deben añadirse los temas propios de la predicación cristiana. El hombre, que ha sido creado
a imagen y semejanza de Dios, es invitado a la comunión de vida con Dios, el cual es el único
que puede colmar los deseos más profundos del hombre. La idea de deificación alcanza su
culminación en la encarnación de Jesucristo: el Verbo encarnado asume nuestra carne mortal
para que nosotros, liberados del pecado y de la muerte, participemos de la vida divina. Por
Jesucristo en el Espíritu Santo somos hijos y así también coherederos (cf. Rom 8, 17),
«partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4). La deificación consiste en esta gracia, que nos
libera de la muerte del pecado y nos comunica la mismo vida divina: somos hijos e hijas en el
Hijo.
4. El sentido verdaderamente cristiano de nuestro adagio se hace más profundo por el misterio
de Jesucristo. De la misma manera que la encarnación del Verbo no muda ni disminuye la
naturaleza divina, así tampoco la divinidad de Jesucristo muda o disuelve la naturaleza
humana, sino que la afirma más y la perfecciona en su condición creatural original. La
Redención no convierte a la naturaleza humana simplemente en algo divino, sino que la eleva
según la medida de Jesucristo.
En San Máximo el Confesor, esta idea está también determinada por la experiencia extrema de
Jesucristo, es decir, por la pasión y el abandono de Dios: cuanto más profundamente
desciende Jesucristo en la participación de la miseria humana, tanto más alto asciende el
hombre en la participación de la vida divina.
2. Los intentos de explicar las afirmaciones bíblicas sobre la preexistencia de Jesucristo a partir
de fuentes míticas, helenísticas y gnósticas no han tenido éxito; por el contrario, hoy tienen
más relieve las semejanzas de la literatura intertestamentaria(224) y, sobre todo, los impulsos
véterotestamentarios de la teología sapiencial (cf. Prov 8, 22ss, Sir 24). Ulteriormente se
estiman más los temas propios de la evolución de la cristología bíblica: la relación única y
específica del Jesús terrestre con Dios Padre («Abba», como dice Jesús), la misión singular del
Hijo y la resurrección gloriosa. A la luz de su exaltación el origen de Jesucristo se entiende clara
y definitivamente: sentado a la derecha de Dios, es decir, en su condición de «postexistencia»
(= después de la existencia terrena), él preexiste junto a Dios ya «desde el principio» y antes de
su venida al mundo. Desde el acontecimiento escatológico de Jesucristo se pasa a su
significación protológica, y también viceversa. La misión singular del Hijo (cf. Mc 12, 1-12) es
inseparable de la persona de Jesucristo, el cual no ha recibido del Padre sólo una tarea
profética temporal y limitada, sino su origen coeterno. El Hijo de Dios ha recibido de Dios
Padre todo desde la eternidad. Finalmente, se debe subrayar la perspectiva escatológico-
soteriológica: Jesucristo no puede abrirnos el acceso a la vida eterna si Él mismo no es
«eterno». El anuncio escatológico y la doctrina escatológica suponen la preexistencia de
Jesucristo y, por cierto, divina.
El que Jesucristo tiene su origen del Padre no se ha deducido mediante una reflexión posterior,
sino que de sus palabras, su oración y hechos aparece claramente que Jesús suponía como
cierto que Él en toda su existencia había sido enviado por el Padre. Por tanto, al menos
implícitamente, se manifiesta la conciencia de Jesucristo con respecto a su existencia eterna
como el Hijo del Padre, que debe reconciliar el mundo todo con Dios (véanse, como los
fundamentos primeros, el «yo» de Jesucristo en los Evangelios sinópticos, las palabras «yo
soy» en el cuarto Evangelio y la «misión» de Jesús en muchos escritos del Nuevo Testamento).
- La misión del Hijo de Dios en el mundo y en la carne (cf. Gál 4, 4; Rom 8, 3s; 1 Tim 3, 16, Jn 3,
16s).
- Jesucristo estuvo presente y actuó, de modo escondido, ya en la historia del Pueblo de Israel
(cf. 1 Cor 10, 1-4; Jn 1, 30; 8, 14. 58).
- Jesucristo posee el primado cósmico Y comunica a todos la redención, que se concibe como
una nueva creación (cf. Col 1, 15ss; 1 Cor 8, 6; Heb 1, 2s; Jn 1, 2).
- La sumisión de las potestades malas comienza con la exaltación de Jesucristo (cf. Flp 2, 10,
Col 1, 16. 20).
1. Los promotores de esta teología dicen que las raíces de sus ideas se encuentran ya en el
Antiguo y en el Nuevo Testamento y en algunos Padres. Pero ciertamente el peso de la filosofía
moderna, al menos en la construcción de esta teoría, ha tenido una importancia mayor.
1.1. En primer lugar, Hegel postula que la idea de Dios debe incluir el «dolor de lo negativo»
más aún la «dureza del abandono» (die Härte der Gottlosigkeit) para alcanzar su contenido
total En él queda una ambigüedad fundamental: ¿Necesita Dios verdaderamente el trabajo de
la evolución del mundo o no? Después de Hegel, los teólogos protestantes llamados de la
êÝvùóéò y numerosos anglicanos desarrollaron sistemas «staurocéntricos» en los que la
pasión del Hijo afecta, de modo diverso, a toda la Trinidad y especialmente manifiesta el dolor
del Padre que abandona al Hijo, que «no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por
todos nosotros» (Rom 8, 32, cf. Jn 3, 16), o también el dolor del Espíritu Santo que abarca en la
Pasión la «distancia» entre el Padre y el Hijo.
1.2. Según muchos autores actuales, este dolor trinitario se funda en la misma esencia divina;
según otros, en una cierta êÝvùóéò de Dios que crea y se liga así, de alguna manera, a la
libertad de la creatura; o, finalmente, en una alianza estipulada por Dios, con la que Dios
libremente se obliga a entregar a su Hijo; de esta entrega dicen que ella hace el dolor del
Padre más profundo que todo dolor del orden de lo creado.
Muchos autores católicos han hecho suyas recientemente proposiciones parecidas, diciendo
que la tarea principal del Crucificado fue mostrar la pasión del Padre.
2. El Antiguo Testamento insinúa frecuentemente -no obstante la trascendencia divina (cf. Jer
7, 16-19)- que Dios sufre con los pecados de los hombres. Estas expresiones quizás no pueden
explicarse como meros «antropomorfismos» (véase, por ejemplo, Gén 6, 6: «El Señor se
arrepintió de haber hecho al hombre sobre la tierra. Y dolido internamente en su corazón..."»;
Dt 4, 25; Sal 78, 41; Is 7, 13; 63, 10; Jer 12, 7; 31, 20, Os 4, 6; 6, 4; 11, 8s). La teología rabínica
amplía este tema, hablando, por ejemplo, de la lamentación de Dios por la alianza estipulada
por la que está ligado, o por la destrucción del templo, y, a la vez, subraya la debilidad de Dios
frente a las potestades malas(226).
En el Nuevo Testamento, las lágrimas de Jesucristo (cf. Lc 19, 41), su ira (cf. Mc 3, 5) y su
tristeza (cf. Mt 17, 17) son también manifestaciones de un cierto modo de comportarse de
Dios mismo, del cual se afirma explícitamente en otros pasajes que se aíra (cf. Rom 1, 18; 3, 5;
9, 22; Jn 3, 36; Apoc 15, 1).
3. Ciertamente los Padres subrayan (contra los mitologías paganas) la _ðÜèåéá de Dios, sin
que, a pesar de ello, nieguen su compasión con el mundo que sufre. En ellos, el término
_ðÜèåéá expresa la oposición a ðÜèoò que significa una pasión involuntaria impuesta desde
fuera, o también que sea consecuencia de una naturaleza caída. Cuando admiten ðÜèç
naturales e inocentes (como el hambre o el sueño), los atribuyen a Jesucristo, e incluso a Dios,
en cuanto padece juntamente con los hombres(227). A veces, hablan también de modo
dialéctico: Dios padeció en Jesucristo de modo impasible, porque en virtud de una elección
libre(228).
Según el Concilio de Éfeso (cf. la carta de San Cirilo, dirigida a Nestorio)(229), el Hijo se apropió
los dolores infligidos a su naturaleza humana (o_êåßùóéò); los intentos de reducir esta
proposición (y otras existentes en la Tradición, semejantes a ella) a mera «comunicación de
idiomas» sólo pueden reflejar su sentido íntimo, de modo insuficiente y sin agotarlo. Pero la
Cristología de la Iglesia no acepta que se hable formalmente de pasibilidad de Jesucristo según
la divinidad(230).
4. A pesar de cuanto hasta ahora hemos dicho, los Padres citados afirman claramente la
inmutabilidad e impasibilidad de Dios(231). Así excluyen en la misma esencia de Dios la
mutabilidad y aquella pasibilidad que pasara de la potencia al acto(232). Finalmente, en la
tradición de la fe de la Iglesia, la cuestión se ilustraba siguiendo estas líneas:
4.1. Con respecto a la inmutabilidad de Dios hay que decir que la vida divina es tan inagotable
e inmensa, que Dios no necesita, en modo alguno, de las creaturas(233) y ningún
acontecimiento en la creación puede añadirle algo nuevo o hacer que sea acto, algo que fuera
todavía potencial en Él. Dios, por tanto, no puede cambiarse ni por disminución ni por
progreso. «De ahí que, al no ser Dios mutable de ninguna de estas maneras, es propio de Él ser
completamente inmutable»(234). Lo mismo afirma la Sagrada Escritura, de Dios Padre, «en el
cual no hay variación ni sombra de cambio» (Sant 1, 17). Sin embargo, esta inmutabilidad del
Dios vivo no se opone a su suprema libertad, como lo demuestra claramente el acontecimiento
de la encarnación.
5.1. En nuestros tiempos, los aspiraciones de los hombres buscan una Divinidad que
ciertamente sea omnipotente, pero que no parezca indiferente; más aún, que esté como
conmovida misericordiosamente por los desgracias de los hombres, y en este sentido
«compadezca» con sus miserias. La piedad cristiana siempre rehusó la idea de una Divinidad a
la que de ningún modo llegaran las vicisitudes de su creatura; incluso era propensa a conceder
que, como la compasión es una perfección nobilísima entre los hombres, también existe en
Dios, de modo eminente y sin imperfección alguna, la misma compasión, es decir, «la
inclinación [...] de la conmiseración, no la falta de poder»(236) y que ella es conciliable con su
felicidad eterna. Los Padres llamaron a esta misericordia perfecta con respecto a las desgracias
y dolores de los hombres, «Pasión de amor», de un amor que en la Pasión de Jesucristo llevó a
cumplimiento y venció los sufrimientos(237).
5.2. Por ello, en las expresiones de la Sagrada Escritura y de los Padres, y en los intentos
modernos, que hay que purificar en el sentido explicado, ciertamente hay algo que retener.
Quizá hay que decir lo mismo del aspecto trinitario de la cruz de Jesucristo. Según la Sagrada
Escritura, Dios ha creado libremente el mundo, conociendo en la presencia eterna -no menos
eterna que la misma generación del Hijo- que la sangre preciosa del Cordero inmaculado
Jesucristo (cf. 1 Pe 1, 19s; Ef 1, 7) sería derramada. En este sentido, el don de la divinidad del
Padre al Hijo tiene una íntima correspondencia con el don del Hijo al abandono de la cruz.
Pero, ya que también la resurrección es conocida en el designio eterno de Dios, el dolor de la
«separación» (cf. supra II, B, 1.1) siempre se supera con el gozo de la unión, y la compasión de
Dios trino en la pasión del Verbo se entiende propiamente como una obra de amor
perfectísimo, de la que hay que alegrarse. Por el contrario, hay que excluir completamente de
Dios el concepto hegeliano de «negatividad».
Conclusión
No podemos ni queremos negar que lo que hemos delineado en este estudio tiene su origen
en la teología científica actual. Pero la realidad subyacente, es decir, la fe viva de toda la Iglesia
en la Persona del Señor Jesucristo tiende, más allá de las fronteras concretas de culturas
particulares, a una universalidad cada vez mayor en entender y amar el misterio de Jesucristo.
Como el Apóstol Pablo se ha «hecho todo a todos» (cf. 1 Cor 9, 22), también nosotros
debemos insertar más profundamente el anuncio evangélico de Jesucristo en todas las lenguas
y formas culturales de los pueblos. Esta tarea es muy difícil. Sólo puede tener éxito si
permanecemos en un continuo diálogo, sobre todo con la Sagrada Escritura y con la fe y
magisterio de la Iglesia, pero también con las grandes riquezas de las tradiciones culturales de
todos las Iglesias particulares y con las de las experiencias humanas de todas las culturas, en
las que la acción del Espíritu Santo y su gracia pueden estar presentes(238). Queremos
sentirnos alentados para conseguir este fin, siguiendo la tarea propia del apóstol: «Y seréis mis
testigos en Jerusalén y en toda Judea y Samaría y hasta los últimos confines de la tierra» (Hech
1, 8).