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El Renacimiento y La Revolución Científica Parte Dos
El Renacimiento y La Revolución Científica Parte Dos
Científica
1 El Renacimiento
2 La Revolución Científica
1 El Renacimiento
En este mismo contexto es en el que hay que situar el inicio del llamado
«siglo de Oro» de la literatura en lengua castellana, desde la obra narrativa
de Cervantes a la poesía mística de Teresa de Ávila o Juan de la Cruz,
pasando por la magistral obra del gramático Antonio de Nebrija.
Esta última escuela, que será decisiva tanto para la formación de la filosofía
moderna como para la de la nueva ciencia experimental, está bien
representada por el médico Francisco Sánchez (1551-1623), autor de un
popular tratado titulado Que nada se sabe (Quod nihil sctitur), así como por
Michel de Montaigne y por Pierre Charron (1541-1603), que recibió una
gran influencia del anterior.
Justo Lipsio compuso una serie de obras sobre el estoicismo antiguo que
comportan un intento de adaptar la vieja doctrina a las nuevas
circunstancias, sobre todo siguiendo la lectura de Séneca y de Epicteto.
1.3.4 La Contrarreforma
Lo mismo cabe decir de la más conocida de sus obras, Utopía (que ha dado
nombre al género entero de libros de este tipo), en donde se describe una
sociedad «ideal», o al menos liberada de algunos de los vicios e injusticias
más sangrantes del mundo de su tiempo.
Situada «en ninguna parte» (que es lo que significa «u-topía»), esta isla
inexistente alberga una sociedad campesina y rural pero de un espíritu
intelectual muy desarrollado (sus habitantes se complacen en la
dedicación al conocimiento de la naturaleza), de la cual ha desaparecido
por completo la propiedad privada y en la que reina una incondicional
libertad de conciencia en materia de creencias religiosas.
«Y porque sé que muchos han escrito de esto, temo –al escribir ahora yo–
ser considerado presuntuoso, tanto más cuanto que me aparto –sobre todo
en el tratamiento del tema que ahora nos ocupa– de los métodos seguidos
por los demás. Pero, siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea,
me ha parecido más conveniente ir directamente a la verdad de la cosa que a
la representación imaginaria de la misma. Muchos se han imaginado
repúblicas y principados que nadie ha visto jamás, ni se ha sabido que
existieran realmente; porque hay tanta distancia entre cómo se vive
realmente y cómo se debería vivir que quien sustituye lo que se hace por lo
que se debería hacer aprende antes su ruina que su provecho».
«Existen dos formas de combatir: la una con las leyes, la otra con la fuerza.
La primera es propia del hombre, la segunda de las bestias; pero como
muchas veces no basta la primera, conviene recurrir a la segunda. Un
príncipe tiene que saber utilizar correctamente tanto a la bestia como al
hombre»
No obstante, los términos en los que separa moral y política aún nos
resultan algo escandalosos por su lejanía de una formulación jurídica
universalizable: el príncipe debe hacer una cosa y decir la contraria, nadie
se atreve a llevar la contraria a quien tiene el poder, y todo es lícito con tal
de conservar la reputación o el Estado (a veces se tiene la impresión de
que los consejos de Maquiavelo –como indica el sentido peyorativo que ha
adquirido el adjetivo maquiavélico– son algo así como el manual
inconfesable que el político debe seguir pero nunca mostrar en público:
«Los hombres, en general, juzgan más por los ojos que por las manos ya que
a todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada uno ve lo pareces, pero
pocos palpan lo que eres, y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la
opinión de muchos, que tienen además la autoridad del Estado para
defenderlos. […] Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar su Estado, y
los medios serán siempre juzgados honrosos y ensalzados por todos, pues el
vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de las cosas,
y en el mundo no hay más que vulgo. Los pocos no tienen sitio cuando la
mayoría tiene donde apoyarse. Un príncipe de nuestros días, al cual no es
correcto nombrar aquí, no predica jamás otra cosa que paz y lealtad, pero de
la una y de la otra es hostilísimo enemigo, y de haber observado la una y la
otra, hubiera perdido en más de una ocasión o la reputación o el Estado».
Solo el poder político puede procurar a los hombres una vida segura, pero
el buen uso del poder –del que puede aprenderse en la historia de las
experiencias políticas del pasado– es muy diferente de la simple
conservación de la seguridad.
Maquiavelo llama virtud a la propiedad que distingue al buen orden social,
aunque en un sentido peculiar que, además de mantener su viejo
significado de «excelencia», añade el de «fuerza anímica» de la vida
pública. Como no se trata de una virtud espontánea de los hombres, se
refiere más bien a aquella perfección que nace de la ordenación racional
de la vida común mediante las leyes y de la creación de un espacio de
libertades jurídicamente avaladas por el derecho y apoyadas por la
coacción de los poderes civiles legítimos.
2 La Revolución Científica
El cosmos aristotélico
Las tres grandes exigencias del sistema aristotélico del mundo son:
geocentrismo; esferas concéntricas y cristalinas en torno a una Tierra
estable, y movimiento uniforme de tales orbes celestes. Todo ello está
inscrito en la esfera de las estrellas fijas, movida regularmente –para
explicar los días y las noches– por el primer motor, especie de alma del
mundo movida, a su vez, por el motor inmóvil: Dios.
Pero los planetas no fueron tan fáciles de dominar. En efecto, aparte del Sol
y de la Luna, de movimiento regular, algunas «estrellas» variaban
periódicamente de intensidad lumínica, y otras (especialmente Venus y
Marte) aparecían, bien en posiciones opuestas, bien caminando hacia atrás
en movimiento retrógrado. Por eso se las llamó «planetas» (palabra griega
que significa ‘vagabundo’, ‘errante’).
La primera fue propuesta por Aristarco de Samos (siglo III a.C.): el Sol sería
el centro del cosmos; la superficie externa, el orbe de las estrellas fijas, y el
interior estaría formado por siete órbitas concéntricas (Mercurio, Luna,
Tierra, Marte, Venus, Júpiter y Saturno), de distintas velocidades y
dimensiones.
Este artificio permite explicar los movimientos retrógrados (es fácil ver que
la resultante es un movimiento «en bucle»), pero entonces los planetas no
giran realmente en torno a la Tierra.
Copérnico mira a dos mundos. Si, por una parte, retorna a Platón, viendo
en las matemáticas la armonía del universo, donde todo está sopesado y
equilibrado, por otra, eleva el orbe sublunar a la categoría celeste,
acercando así los dos mundos: Tierra y cielo, tan cuidadosamente
diferenciados en el pensamiento griego. También la Tierra, su descripción y
sus movimientos están desde ahora sometidos a las matemáticas.
Este profundo cambio, esta unificación (por vez primera cabe hablar de
universo) tiene una clara raigambre cristiana. El mundo, creado por Dios, no
admite distinciones ni escalas; todo en él es valioso. El universo es un
mecanismo, transparente a la matemática y «fundado por el mejor y más
regular Artífice».
«Pero en medio de todo está el Sol. Porque, ¿quién podría colocar, en este
templo hermosísimo, esta lámpara en otro o mejor lugar que ese, desde el
cual puede, al mismo tiempo, iluminar el conjunto? Algunos, y no sin razón,
le llaman la luz del mundo; otros, el alma o gobernante. Trismegisto le llama
el Dios visible, y Sófocles, en su Electra, el que todo lo ve. Así, en realidad,
el Sol, sentado en trono real, dirige la ronda de la familia de los astros».
Copérnico, N.:
El último cuarto del siglo XVI se nos muestra, por ello, como una frenética
ebullición de ideas, en donde los continuos descubrimientos de la fragilidad
del sistema aristotélico-ptolemaico se unen a las continuas hipótesis para
intentar modificar la gran estructura, sin derruirla por completo.
Un universo perfecto
Pero Kepler era un realista; no se conformaba con fingir hipótesis, sino que
deseaba confirmar empíricamente su geométrico sistema. Por ello, se
dirigió a Praga, a fin de trabajar con Tycho Brahe. Los datos que allí pudo
manejar le hicieron desechar su teoría, pero le abrieron el camino hacia su
gran obra, la Astronomia Nova Aitiologetos seu Physica Coelestis (Nueva
astronomía en que se da razón de las causas, o física celeste), de 1609.
Quedaba por explicar la causa física de que el planeta girara más aprisa en
su perihelio. Como antes se apuntó, Kepler sugirió –correctamente– que se
debía a una fuerza emanada por el Sol, pero la seguía concibiendo de una
forma cuasimística, como poderes o facultades que «tiraban» del planeta.
3)La tercera ley dice así: «Los cuadrados de los períodos de revolución de
dos planetas cualesquiera son proporcionales a los cubos de sus distancias
medias al Sol».
«La Filosofía está escrita en ese vasto libro que está siempre abierto ante
nuestros ojos: me refiero al universo; pero no puede ser leído hasta que
hayamos aprendido el lenguaje y nos hayamos familiarizado con las letras en
que está escrito. Está escrito en lenguaje matemático, y las letras son
triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es
humanamente imposible entender una sola palabra»
El movimiento uniforme
La primero que hace Galileo es dar una definición para cada tipo de
movimiento, expresable matemáticamente, para incluir luego un conjunto de
axiomas.
Así, el movimiento uniforme es aquel en el cual las distancias recorridas por
la partícula en movimiento durante cualesquiera intervalos iguales de
tiempo son iguales entre sí.
Todo grave que desciende por un plano inclinado sufre una aceleración. Si
tuviese que ascender, sufriría una deceleración. Podemos, pues,
preguntarnos qué ocurriría si se mantuviera en un plano horizontal, a partir
de una caída previa. Es evidente que no podría acelerar ni decelerar: «la
velocidad adquirida durante la caída precedente […] si actúa ella sola,
llevaría al cuerpo con una velocidad uniforme hasta el infinito». He aquí,
decimos, al fin la ley fundamental de la física: la ley de inercia. Sin
embargo, Galileo fue incapaz de presentarla explícitamente. Y ello porque
pensó toda su vida que la gravedad era la propiedad física esencial y
universal de todos los cuerpos materiales.
El método resolutivo-compositivo
6) Los principios que rigen la inmensa maquinaria del sistema son dos: el
de «inercia» y el de «conservación del momento o cantidad de
movimiento».
La tercera regla del filosofar de Newton trata del «principio de inducción» (o,
más exactamente, de transducción: paso de lo observable a lo
inobservable). En esta tercera regla se abandonan, por un momento, los
aspectos metodológicos para mostrarnos la estructura de la materia. Se
trata de un claro atomismo del que se excluye explícitamente toda
afirmación de vivacidad o actividad por parte de la materia. La atracción de
la gravedad es extrínseca a los cuerpos.
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Navarro Cordón, Juan Manuel y Pardo, José Luis. Historia de la Filosofía,
Madrid, Anaya, 2009
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