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El Renacimiento y la Revolución

Científica
1 El Renacimiento

1.1 Características del Renacimiento

1.2 El renacimiento filosófico

1.3 La Reforma protestante

1.4 Política y derecho

2 La Revolución Científica

2.1 El modelo geocéntrico aristotélico-ptolemaico

2.2 Heliocentrismo: la revolución copernicana y el modelo kepleriano-


galileano

2.3 El mundo como una máquina: la mecánica clásica

1 El Renacimiento

1.1 Características del Renacimiento

Suele considerarse el Renacimiento como el período de la historia de


Europa en el cual se produce una ruptura con el género de vida practicado
durante la mayor parte de la Edad Media y se sientan las bases de lo que
será la cultura moderna propiamente dicha.

En lo que se refiere a la historia de la filosofía, se produce una


transformación de la mentalidad escolástica que dominó el pensamiento
sistemático durante la Baja Edad Media. Debido a la matematización de la
ciencia y a la aparición de las estructuras políticas que determinarán el
mundo occidental hasta el siglo xxi, esa mentalidad dará lugar a unos
nuevos «sistemas» de pensamiento desligados ya de los presupuestos
intelectuales que habían estado vigentes desde la Antigüedad.

Es preciso notar, no obstante, que bajo esta ambigua denominación de


«Renacimiento» se mencionan al menos tres fenómenos culturales
diferentes:

1) El humanismo: lentamente gestado desde los comienzos del arte gótico,


el humanismo se apoya en la recuperación de los saberes de la
Antigüedad y tiene su principal expresión en el mundo de las artes y las
letras.

Se produjo una profunda renovación de las artes (el desarrollo de la


perspectiva naturalista en la pintura, que tiene movimientos equivalentes en
las otras artes) y de la literatura considerada en su sentido más general. En
este último aspecto, el estudio de las lenguas clásicas (latín y griego)
provocó una auténtica resurrección de los autores grecorromanos, que
durante la Edad Media habían sido leídos solo parcial e indirectamente o en
traducciones defectuosas y no siempre acertadas.

Esa recuperación de los autores de la época antigua modifica por completo


los modos de escribir y de pensar no solo en las disciplinas propiamente
«literarias», sino en lo que concierne al derecho, a la política, a la moral y al
estudio de las costumbres, siendo este último uno de los factores que
contribuyeron a la configuración de los Estados-nación.

El humanismo es el fenómeno cultural más visible del Renacimiento,


especialmente si observamos los acontecimientos desde el centro de
irradiación que constituye Italia a partir del siglo XV; no obstante, desborda
el mundo italiano y latino, difundiéndose por toda Europa y encontrando
figuras tan ilustres como las de Erasmo de Rotterdam o el español Juan
Luis Vives.

En este mismo contexto es en el que hay que situar el inicio del llamado
«siglo de Oro» de la literatura en lengua castellana, desde la obra narrativa
de Cervantes a la poesía mística de Teresa de Ávila o Juan de la Cruz,
pasando por la magistral obra del gramático Antonio de Nebrija.

2) La Reforma protestante: ese movimiento de «retorno a los orígenes»


no solamente produjo un «renacimiento» del paganismo y del estudio de los
clásicos, sino también un intento de rescatar el espíritu originario del
cristianismo frente a lo que es percibido como una cierta «decadencia»
ocurrida sobre todo durante los años de consolidación de la escolástica
medieval.

De esta reacción acabará por surgir la Reforma, que dividirá a la Iglesia


cristiana en dos bandos, cuyos conflictos alcanzaron también dimensiones
políticas e históricas de primer orden.
3) La Revolución Científica: en un período que comienza con Galileo y
Kepler y que desembocará en la obra de Newton, el desarrollo de la física
matemática como ciencia teórico-experimental supondrá una ruptura
definitiva, por una parte, con el modelo de pensamiento científico heredado
de la Antigüedad y de la Edad Media y, por otra, con el cosmos finito y el
universo cerrado y geocéntrico que constituían la «visión del mundo»
establecida en esas épocas anteriores.

El trastorno de la propia concepción de la ciencia irá acompañado, en los


siglos posteriores, del trastorno de la vida civil y hasta de la cotidianidad
familiar, en la medida en que la tecnología convierta en impactos sociales
los descubrimientos de la física moderna.

1.2 El renacimiento filosófico

En el ámbito de la filosofía propiamente dicho, tienen especial importancia


los diversos «resurgimientos» de escuelas de la Antigüedad que
encontramos durante la época renacentista: la refundación de una
«Academia platónica», la restauración del aristotelismo en la Universidad
de Padua y la reaparición de corrientes de pensamiento afines al
escepticismo, al estoicismo y al epicureísmo.

1.2.1 El platonismo florentino

Con Cosme de Medicis, que gobernó la ciudad de Florencia desde 1434, se


inició el mecenazgo de esta dinastía, que dedicaría importantes esfuerzos
al desarrollo de las artes, las letras y la filosofía.

En este contexto hay que situar la instalación en Florencia de Gemisto


Pletón, cuyos conocimientos de griego clásico fueron el germen para la
fundación de una nueva «Academia platónica» florentina.

Aunque el «platonismo florentino» tiene muchos elementos cristianos,


escolásticos, aristotélicos y neoplatónicos, su primer representante
filosófico, Marsilio Ficino, se hizo cargo de la gigantesca empresa de la
traducción completa de las obras de Platón, que no terminará hasta 1484,
cuando ya está en el poder Lorenzo de Medicis, «el grande», a quien
dedica su trabajo de interpretación (a este trabajo seguirían después otras
traducciones igualmente importantes, como las de la obra de Plotino).

Ficino asistió a la llegada a esta «nueva Academia» del brillantísimo


Giovanni Pico Della Mirandola (1463-1494), autor del Discurso sobre la
dignidad del hombre, que de algún modo resume la transición desde el
«teocentrismo» medieval al «antropocentrismo» moderno y justifica
argumentalmente esta nueva centralidad desempeñada por la naturaleza
humana, que se encuentra a medio camino entre la divinidad y la
animalidad. Pico es igualmente representante de un impulso que
reconocemos en muchos de sus contemporáneos, el de la «concordia» o
conciliación de las diferentes lenguas, culturas o religiones, que ya
había sido expresado por Nicolás de Cusa (1401-1464).

1.2.2 El aristotelismo paduano

La Universidad de Padua se había convertido, durante el siglo xiv, en


refugio de los maestros «aristotélicos» de artes liberales que chocaban con
la doctrina oficial del Papa, que había condenado el averroísmo (sobre el
averroísmo, véase la unidad 4).

Esta circunstancia fomentó el estudio de Aristóteles, sobre todo en los


interesados por la «filosofía natural» (por la física) –Copérnico, por ejemplo,
fue estudiante de esta universidad–, y desembocó, ya en el siglo XV, en la
singular figura de Pietro Pomponazzi (1462-1524), que fue maestro de
Padua hasta su cierre en 1509 y luego profesor en la Universidad de
Bolonia.

Aunque sus primeras obras tienen un contenido más físico-natural, su


escrito más influyente fue el Tratado sobre la inmortalidad del alma, donde
da lugar a una polémica sobre si puede o no defenderse esa inmortalidad
con los textos de Aristóteles, polémica que choca con el dogma católico y
que avivará los mejores talentos de su tiempo, atravesando toda la época
con sus controversias.

Otros aristotélicos que continúan en esta dirección son Giacomo Zabarella


(1532-1589) y Cesare Cremonino (1550-1631), cuyas propuestas intentan
desvincular la física aristotélica de todo supuesto o conclusión
teológica.

1.2.3 Helenismo renacentista

Aunque en un contexto completamente distinto del original, encontramos a


partir de este momento histórico una reformulación de las escuelas
helenísticas de la Antigüedad: estoicismo, epicureísmo, escepticismo.

Esta última escuela, que será decisiva tanto para la formación de la filosofía
moderna como para la de la nueva ciencia experimental, está bien
representada por el médico Francisco Sánchez (1551-1623), autor de un
popular tratado titulado Que nada se sabe (Quod nihil sctitur), así como por
Michel de Montaigne y por Pierre Charron (1541-1603), que recibió una
gran influencia del anterior.

La importancia de los Ensayos de Montaigne rebasa lo propiamente


filosófico (aunque hará de su escepticismo el interlocutor indispensable de
los grandes pensadores posteriores), puesto que, además de exponer una
posición –que es más vital que intelectual– en torno a la «sabiduría» y a la
«buena vida», inaugura un género literario característicamente moderno.

El ensayo se convertirá en determinante de los nuevos modelos de


expresión filosófica que nacerán con Descartes, Locke, Hume y Kant (todos
ellos autores de alguna obra titulada «ensayo»), que también se escriben
con la deliberada voluntad de apartarse de las formas literarias de
expresión que habían dominado la filosofía escolástica de la Edad Media
(como la Suma) y de ganar para el escritor una nueva «libertad», que
obviamente está en consonancia con la misma reclamación que se hace
desde la política.

Aunque en Montaige y Charron hay rasgos estoicos, esta actitud filosófica


caracteriza de un modo mucho más marcado a autores como Justo Lipsio
(1547-1606) y Guillermo Du Vair (1556-1621).

Justo Lipsio compuso una serie de obras sobre el estoicismo antiguo que
comportan un intento de adaptar la vieja doctrina a las nuevas
circunstancias, sobre todo siguiendo la lectura de Séneca y de Epicteto.

Guillermo Du Vair combina su aceptación incondicional de las leyes de la


naturaleza («no desear nada que esté fuera de nuestro poder») e incluso
de la Providencia (interpreta las guerras y las agitaciones que conmueven
la Francia de su tiempo como un merecido castigo que Dios dicta contra los
injustos y soberbios) con su esperanza cristiana en la inmortalidad y con la
tenacidad del sabio que debe ser leal a su comunidad y a su patria y, pese
a la desconfianza en la voluntad, trabajar incesantemente a favor de la paz.

Por otro lado, en representación del renacimiento del epicureísmo se cita a


menudo al romano Lorenzo Valla (1406-1457), aunque su «epicureísmo»
tiene más que ver con el «hedonismo» que se respira en ciertos pasajes del
Decamerón de Bocaccio que con el viejo Epicuro.

Considerado precursor del «libre pensamiento», Valla defiende la


independencia del sabio con respecto a la autoridad de la Iglesia y la
superioridad del pensamiento clásico sobre el dogmatismo
eclesiástico (es traductor de Homero, Herodoto y Tucídides). «Naturalista»
convencido, entiende que la historia y la naturaleza no son un «exilio» al
que el alma humana está condenada, sino su patria genuina y verdadera,
allí donde ha de buscar la verdad y la felicidad.

En su tratado sobre el placer y el bien supremo, intenta conciliar las


doctrinas estoicas con las epicúreas.

1.3 La Reforma protestante

Como señalábamos al comienzo, además del movimiento de recuperación


de la Antigüedad clásica que supuso, a partir del Renacimiento, la
restauración del estudio de las lenguas y los saberes clásicos que daría
lugar a las humanidades, el período histórico en el que se origina la época
moderna también contiene otro acontecimiento de una relevancia cultural
incalculable: la Reforma protestante.

La corriente de retorno al espíritu «originario» del cristianismo acabaría


dando lugar a la Reforma protestante (es decir, a la escisión de la Iglesia
cristiana entre católicos y protestantes) y serviría de trasfondo a una serie
de conflictos políticos de larga duración y de profundo impacto en la
constitución de la Europa moderna.

1.3.1 Erasmo de Rotterdam

Ese movimiento de «retorno» al cristianismo más originario (que


comportaba una crítica de muchos aspectos de la Iglesia oficial existente)
no solamente despertó un interés por la purificación de las costumbres e
instituciones, sino también una atención crítica y detallada hacia el texto
bíblico que constituía la base principal de la fe religiosa y de la doctrina
teológica.

En este aspecto resulta decisiva la figura de Erasmo de Rotterdam, que


inició un estudio crítico de la Biblia de una solvencia incomparable con los
llevados a cabo hasta entonces, y que culminó en una nueva edición latina
del Nuevo Testamento, seguida de una serie de escritos en donde se ponía
por primera vez el contenido del texto bíblico, de un modo a la vez elegante
y claro, al alcance de los hablantes de las llamadas «lenguas vulgares» que
no conocían el latín.

Junto a estos aspectos de su labor intelectual, Erasmo construyó una


importantísima obra literaria, llena de sátiras contra la decadencia moral de
la época y en especial de la Iglesia romana.

En su Elogio de la locura ridiculizó con gran inteligencia el apego


eclesiástico a los «bienes externos», la política de las indulgencias (que
libraban a los creyentes de ciertas consecuencias de sus pecados a cambio
de la realización de ciertas «obras meritorias», que llegaron a constituir un
auténtico comercio de la redención) y la rigidez de las reglas monásticas.

Pero Erasmo no es anticristiano, ni siquiera anticatólico, sino partidario de


una religiosidad forjada en el sentido íntimo que, más que a la letra de la
Biblia, se atiene a su libre interpretación individual, al diálogo del alma con
Dios a través del texto.

1.3.2 Martín Lutero

Martín Lutero, inspirador de la reforma protestante, no solamente fue un


lector atento de Erasmo, sino que utilizó la edición que este había
preparado de la Biblia para impulsar la primera traducción de la Biblia a la
lengua alemana (que aparecería en seis tomos en 1534).

El trabajo crítico realizado por Lutero para esta edición no solamente


constituyó la base de los estudios teológicos en los que se sustentaron
todas sus reformas doctrinales, sino que también fue un hito importante en
la tradición de lectura e interpretación crítica de textos clásicos
(hermenéutica).

Asimismo, su gigantesco esfuerzo de traducción fue decisivo para la


consolidación de la propia lengua alemana tal y como hoy la conocemos y,
sin duda, la Iglesia romana interpretó como un ataque a su autoridad el
hecho de que por primera vez se eliminase la necesidad de su
«mediación» sacerdotal entre Dios y los creyentes, al ofrecer a estos
últimos la palabra de salvación en una lengua que les era inmediatamente
comprensible sin necesidad de un intérprete-traductor.

Lutero utilizó, pues, los Evangelios para impugnar la tradición reciente de la


Iglesia católica romana, condenando a la mayoría de los doctores
escolásticos de la Edad Media (con excepción de Guillermo de Ockham).

Lutero subrayó la primacía de la fe en la salvación: lo primero es creer,


abandonarse a la iniciativa de Dios en el perdón gratuito de los pecados, ya
que sería ilusorio pensar que un ser finito puede «hacer méritos» para
obtener este perdón de un ser infinito. Además, insistió en la omnipotencia
divina y en la justificación de la voluntad de Dios, que ha elegido desde
el principio a aquellos que van a condenarse y a salvarse (predestinación).

La actitud del cristiano ha de ser la de la certeza interior de pertenecer a


ese número de elegidos, y el testimonio público de su creencia debe
expresarse socialmente en la obediencia a las instituciones civiles y
políticas legítimas y en la dedicación abnegada al trabajo bien hecho.

1.3.3 Otros reformadores: Zwinglio y Calvino

Otros reformadores de gran influencia fueron Zwinglio (1484-1531),


fundador de la Iglesia Reformada Suiza, y Calvino (1509-1564).

Calvino radicalizó las ideas de Lutero al insistir en que el hombre no es


nada frente a Dios, que ha decidido desde la eternidad quienes se salvarán
o se condenarán, sin que pueda influir su comportamiento terrenal (Dios no
elige a los que son buenos, sino que son buenos aquellos a quienes Dios
elige), y en que el trabajo es el deber sagrado del buen cristiano y el éxito
comercial en los negocios la segura señal de encontrarse entre los elegidos
por Dios.

1.3.4 La Contrarreforma

Tan importante como la Reforma protestante, que impregnaría el espíritu


cultural de las naciones que la adoptaron, fue la Contrarreforma, que
representó la «respuesta» del catolicismo romano a las críticas del
protestantismo e impulsó algunas transformaciones teológicas y
disciplinarias que evitasen los defectos denunciados por los luteranos.

Impulsada a partir del Concilio de Trento (1545-1563), intentó refundar la


autoridad absoluta del Papa en materia religiosa y la necesidad de la
mediación de la Iglesia en las relaciones entre Dios y los hombres.

En el seno de este movimiento se produjeron innovaciones teóricas de


enorme importancia, como el «derecho de gentes», desarrollado
principalmente por teólogos jesuitas españoles, y también surgieron figuras
intelectuales de gran relevancia filosófica, como la del granadino Francisco
Suárez (1548-1617), autor de la obra Disputaciones metafísicas, decisiva
en la recepción del pensamiento medieval por parte de los más importantes
representantes de la metafísica moderna.

1.4 Política y derecho


1.4.1 Tomás Moro

Entre los amigos del círculo íntimo de Erasmo de Rotterdam se encontraba


también Tomás Moro, humanista como él, aunque su dedicación a la
política (fue Lord Canciller de Enrique VIII de Inglaterra) lo llevó a un
enfrentamiento abierto con el rey por su negativa a someterse a la
autoridad religiosa de la Iglesia Anglicana, que acabaría en su decapitación.

Con todo, la actitud de Tomás Moro no es «antimoderna», sino que –pese a


su trágico desenlace– representa un símbolo extremo de la defensa de la
libertad religiosa frente al poder político, que, justamente, es una de las
características ideológicas del discurso moderno.

Lo mismo cabe decir de la más conocida de sus obras, Utopía (que ha dado
nombre al género entero de libros de este tipo), en donde se describe una
sociedad «ideal», o al menos liberada de algunos de los vicios e injusticias
más sangrantes del mundo de su tiempo.

Situada «en ninguna parte» (que es lo que significa «u-topía»), esta isla
inexistente alberga una sociedad campesina y rural pero de un espíritu
intelectual muy desarrollado (sus habitantes se complacen en la
dedicación al conocimiento de la naturaleza), de la cual ha desaparecido
por completo la propiedad privada y en la que reina una incondicional
libertad de conciencia en materia de creencias religiosas.

Este relato de Tomás Moro no lo sitúa, sin embargo, al margen o en contra


de su tiempo (en el cual se estaba forjando la sociedad urbana e industrial y
el régimen económico basado en la propiedad privada), sino que hace de él
uno de sus más profundos conocedores y uno de sus más tempranos
críticos, además del fundador de un género literario que, además de hacer
fortuna en el mundo de las letras, ha hecho historia en el de la moral.

1.4.2 Nicolás Maquiavelo

Maquiavelo es contemporáneo de Tomás Moro, aunque en muchos


sentidos tiene una personalidad opuesta a la del clérigo inglés. Si bien su
teoría política se sitúa bajo el motivo renacentista de una «recuperación de
la Antigüedad clásica» (en este caso, de los clásicos de la teoría política de
la Roma antigua), representa el comienzo de una verdadera revolución
moderna en el terreno de las ideas políticas, revolución que no hará más
que consolidarse y profundizarse en los siglos siguientes.
El realismo político y la razón de Estado

A diferencia de Tomás Moro, y con clara voluntad de desmarcarse de una


tradición que procede de la República de Platón, Maquiavelo renuncia
explícitamente a escribir «utopías» o, en otras palabras, a describir
repúblicas ideales o ficticias:

«Y porque sé que muchos han escrito de esto, temo –al escribir ahora yo–
ser considerado presuntuoso, tanto más cuanto que me aparto –sobre todo
en el tratamiento del tema que ahora nos ocupa– de los métodos seguidos
por los demás. Pero, siendo mi propósito escribir algo útil para quien lo lea,
me ha parecido más conveniente ir directamente a la verdad de la cosa que a
la representación imaginaria de la misma. Muchos se han imaginado
repúblicas y principados que nadie ha visto jamás, ni se ha sabido que
existieran realmente; porque hay tanta distancia entre cómo se vive
realmente y cómo se debería vivir que quien sustituye lo que se hace por lo
que se debería hacer aprende antes su ruina que su provecho».

Maquiavelo, N.: El príncipe, XV. Alianza Editorial, Madrid, 1981, p. .

Este fuerte realismo pragmático (la asunción de que la sociedad real


siempre se encuentra a una distancia insuperable de la ciudad ideal o
moral) parece, en Maquiavelo, apoyado en un pesimismo antropológico
que sería consecuencia del conocimiento empírico del género humano:

«En general se puede decir de los hombres lo siguiente: son ingratos,


volubles, simulan lo que no son y disimulan lo que son, huyen del peligro,
están ávidos de ganancia; y mientras les haces favores son todos tuyos, te
ofrecen la sangre, los bienes, la vida, los hijos –como anteriormente dije–
cuando la necesidad está lejos, pero cuando se te viene encima vuelven la
cara»

(Maquiavelo, N.: El príncipe, VIII, ed. Cit. ).

Así pues, a la hora de gobernar repúblicas reales deben los gobernantes


reales ser igualmente realistas, lo que implica reconocer que el uso de la
ley es tan importante como el de la fuerza:

«Existen dos formas de combatir: la una con las leyes, la otra con la fuerza.
La primera es propia del hombre, la segunda de las bestias; pero como
muchas veces no basta la primera, conviene recurrir a la segunda. Un
príncipe tiene que saber utilizar correctamente tanto a la bestia como al
hombre»

(Maquiavelo, N.: El príncipe, , ed. cit., p. ).

En este tipo de consideraciones vemos nacer lo que otros teóricos políticos


contemporáneos comienzan a llamar la razón de Estado; es decir, el
derecho excepcional de las autoridades políticas a desbordar las
limitaciones morales o religiosas para salvaguardar el propio Estado o para
proteger la libertad amenazada.

Como algunos de aquellos sofistas que desesperaban a Sócrates al señalar


la conveniencia política de la mentira o del disimulo, y al confundir la verdad
con el poder, Maquiavelo sella el divorcio definitivo de la moral y la política,
la autonomía de la esfera política con respecto a la moral.

No obstante, los términos en los que separa moral y política aún nos
resultan algo escandalosos por su lejanía de una formulación jurídica
universalizable: el príncipe debe hacer una cosa y decir la contraria, nadie
se atreve a llevar la contraria a quien tiene el poder, y todo es lícito con tal
de conservar la reputación o el Estado (a veces se tiene la impresión de
que los consejos de Maquiavelo –como indica el sentido peyorativo que ha
adquirido el adjetivo maquiavélico– son algo así como el manual
inconfesable que el político debe seguir pero nunca mostrar en público:

«Los hombres, en general, juzgan más por los ojos que por las manos ya que
a todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada uno ve lo pareces, pero
pocos palpan lo que eres, y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la
opinión de muchos, que tienen además la autoridad del Estado para
defenderlos. […] Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar su Estado, y
los medios serán siempre juzgados honrosos y ensalzados por todos, pues el
vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de las cosas,
y en el mundo no hay más que vulgo. Los pocos no tienen sitio cuando la
mayoría tiene donde apoyarse. Un príncipe de nuestros días, al cual no es
correcto nombrar aquí, no predica jamás otra cosa que paz y lealtad, pero de
la una y de la otra es hostilísimo enemigo, y de haber observado la una y la
otra, hubiera perdido en más de una ocasión o la reputación o el Estado».

Maquiavelo, N.: El príncipe, XVIII. Alianza Editorial, Madrid, 1981, p. .

La «virtud» política y la fortuna

Sin embargo, hay en el discurso de Maquiavelo –además de una grandeza


estilística y una profundidad incomparables– una honestidad de fondo: se
trata, para él, de garantizar la independencia de la autoridad política con
respecto a los poderes morales o religiosos (que en su tiempo no se
distinguían), y se trata de hacerlo a favor de la libertad republicana.

Solo el poder político puede procurar a los hombres una vida segura, pero
el buen uso del poder –del que puede aprenderse en la historia de las
experiencias políticas del pasado– es muy diferente de la simple
conservación de la seguridad.
Maquiavelo llama virtud a la propiedad que distingue al buen orden social,
aunque en un sentido peculiar que, además de mantener su viejo
significado de «excelencia», añade el de «fuerza anímica» de la vida
pública. Como no se trata de una virtud espontánea de los hombres, se
refiere más bien a aquella perfección que nace de la ordenación racional
de la vida común mediante las leyes y de la creación de un espacio de
libertades jurídicamente avaladas por el derecho y apoyadas por la
coacción de los poderes civiles legítimos.

Ciertamente, ni las leyes ni la «virtud» política pueden eliminar el hecho de


que los hombres viven sometidos al imperio de la fortuna, del cual nunca
pueden llegar a ser dueños y de cuyas consecuencias nunca pueden
escapar del todo. Sin embargo, la política –tanto en lo que tiene de
ordenamiento racional de la vida civil como de conocimiento histórico de lo
conveniente y lo inconveniente por el estudio del pasado– reduce la
jurisdicción del azar y confiere a los hombres la capacidad para
organizar sus vidas de una forma favorable.

Como ya se ha dicho, todas estas consideraciones de Maquiavelo crean el


ambiente necesario para que se produzca una ruptura, en la concepción de
la política, con respecto a la Antigüedad: en lugar de considerar –como
habían hecho los autores clásicos antiguos y medievales– la política como
una continuación de la naturaleza, y de buscar en esta última el fundamento
para los derechos, ahora la política buscará una fundamentación
autónoma, independiente de la naturaleza y generadora de un derecho del
cual los propios hombres que han de regirse por él puedan sentirse autores.

El aliento de los textos de Maquiavelo, a través de las obras de Hobbes y


de Spinoza, entre otros, llegará vivo –aunque profundamente
transformado– a la gran revolución política de la Modernidad que se
culminará en la Europa del siglo XVIII.

2 La Revolución Científica

2.1 El modelo geocéntrico aristotélico-ptolemaico

Antes de abordar el estudio de la Revolución Científica, es necesario


considerar la física aristotélica y las cosmovisiones elaboradas por
Aristóteles y por Ptolomeo, pues en gran parte se va a oponer a ellas. La
cosmovisión de Aristóteles es de carácter realista, mientras que Ptolomeo
presenta un esquema positivista.
2.1.1 La física y el cielo aristotélico

El cosmos aristotélico

El cosmos artistotélico puede ser descrito como un sistema cerrado y


finito, teleológicamente ordenado. El principio rector reza así: «todo lo
que se mueve es movido por otra cosa». En la cúspide del sistema
encontramos el motor inmóvil, acto puro, que mueve eróticamente (todas
las cosas ansían parecerse a él).

El motor inmóvil no puede –a pesar de algunas vacilaciones del propio


Aristóteles– estar en contacto con el mundo: es el mundo el que tiende a él
como a su fin último. Por debajo se encuentra el primer motor, que pone
en movimiento la esfera de las estrellas fijas; esta, a su vez, mueve la
esfera de Saturno, y así sucesivamente, hasta el orbe lunar.

Estas esferas están constituidas de una sustancia, el éter, en la que se


equilibran perfectamente la materia y la forma. Su movimiento es circular.
Son ellas las que determinan el tiempo («imagen móvil de la eternidad», en
palabras de Platón). Esa sustancia es denominada, también, quinta
essentia (las otras cuatro, terrestres, son la tierra, el agua, el aire y el fuego).

Por debajo del orbe sublunar se encuentra la Tierra estática, en el centro


del universo, y estructurada según los cuatro elementos antes citados.
Una conmoción desordenó parcialmente la ordenación elemental,
engendrando así el movimiento; en efecto, en la Tierra los elementos están
mezclados.

El movimiento en el orbe sublunar

El movimiento natural será, precisamente, la pugna de los cuerpos por


volver a la esfera elemental correspondiente (a su lugar natural). Agua y
tierra son, por naturaleza, graves: tienden a descender (tomado el horizonte
como punto de referencia). Aire y fuego son livianos: tienden a ascender.

El movimiento rectilíneo vertical es, pues, el movimiento natural del orbe


sublunar. Los movimientos horizontales, oblicuos o compuestos son
siempre movimientos violentos; son debidos a una fuerza actuante sobre
ellos, y cesan cuando cesa de aplicarse la fuerza (acción por contacto).

El movimiento uniforme se debe a la aplicación constante de una fuerza


uniforme (sea natural o violenta).
En todo momento, el móvil ve frenado su movimiento por el paso a través
de un medio; de no ser así, su movimiento sería instantáneo (paso
inmediato a su lugar natural), lo cual es absurdo, salvo en el caso de la luz,
que no se considera cuerpo. De aquí la imposibilidad, tanto del vacío como
del infinito en acto. Cuando el cuerpo ocupa al fin su lugar natural (su
elemento) reposa en relación con el medio, que, como tal, gira en círculo,
salvo en sus dos extremos: por carencia (centro del elemento tierra) y por
absoluta perfección (Dios, que ya no es, naturalmente, medio).

Las anomalías en la cosmología aristotélica

Las tres grandes exigencias del sistema aristotélico del mundo son:
geocentrismo; esferas concéntricas y cristalinas en torno a una Tierra
estable, y movimiento uniforme de tales orbes celestes. Todo ello está
inscrito en la esfera de las estrellas fijas, movida regularmente –para
explicar los días y las noches– por el primer motor, especie de alma del
mundo movida, a su vez, por el motor inmóvil: Dios.

Esta armonía, expresión de las grandes hipótesis de base de la ciencia


griega: finitud del cosmos, uniformidad y circularidad como movimiento
perfecto (lo más cercano a la inmutabilidad del Dios), se veía desde el
principio perturbada, con todo, por dos fenómenos: cometas y planetas.

Con respecto a los cometas, la solución ofrecida resultaba convincente,


dada la ausencia de instrumentos de precisión: se trataría de «meteoros»;
esto es, de fenómenos producidos en la región sublunar por la fricción de
las capas de aire y fuego que rodeaban la Tierra.

Pero los planetas no fueron tan fáciles de dominar. En efecto, aparte del Sol
y de la Luna, de movimiento regular, algunas «estrellas» variaban
periódicamente de intensidad lumínica, y otras (especialmente Venus y
Marte) aparecían, bien en posiciones opuestas, bien caminando hacia atrás
en movimiento retrógrado. Por eso se las llamó «planetas» (palabra griega
que significa ‘vagabundo’, ‘errante’).

2.1.2 El positivismo ptolemaico

¿Cómo compaginar la profunda exigencia de armonía y equilibrio con estos


aparentemente arbitrarios movimientos? Dos hipótesis podían,
evidentemente, salvar los fenómenos: la heliocéntrica y la geocéntrica.

La primera fue propuesta por Aristarco de Samos (siglo III a.C.): el Sol sería
el centro del cosmos; la superficie externa, el orbe de las estrellas fijas, y el
interior estaría formado por siete órbitas concéntricas (Mercurio, Luna,
Tierra, Marte, Venus, Júpiter y Saturno), de distintas velocidades y
dimensiones.

Parece que también pensaba en una rotación diaria de la Tierra sobre su


eje Norte-Sur. De este modo podía explicarse por qué los planetas variaban
de brillo y de trayectoria al ser vistos desde la Tierra.

Sin embargo, el esquema no prosperó, de modo que se escogió la hipótesis


geocéntrica. Hiparco, primero, y Ptolomeo, después, propusieron un
sistema que se impondría durante diecisiete siglos, y tan válido y preciso
que los árabes lo llamaron «el más grande» («almagesto», corrupción del
griego mégistos).

Ptolomeo afirma explícitamente que su sistema no pretende descubrir la


realidad: es solo un medio de cálculo. Es lógico que adoptara el esquema
positivista, pues el almagesto se opone flagrantemente a la física
aristotélica:

1) Las órbitas son levemente excéntricas: solo así podía explicarse la


diferencia de brillo de los planetas y el hecho de que el Sol al mediodía
parezca mayor en invierno que en verano. Pero entonces, la Tierra no es el
verdadero centro del cosmos.

2) La órbita del planeta P no gira en torno al punto excéntrico O a la Tierra


(T), sino que describe un círculo (epiciclo) en torno a un punto imaginario
D, el cual, a su vez, engendra una nueva circunferencia (deferente) en
torno al punto excéntrico (véase la imagen 1).

Este artificio permite explicar los movimientos retrógrados (es fácil ver que
la resultante es un movimiento «en bucle»), pero entonces los planetas no
giran realmente en torno a la Tierra.

3) Aún hubo que introducir, en algunos casos, otra modificación. La ciencia


griega postulaba la uniformidad de los movimientos circulares, pero los
planetas parecen ir a veces más deprisa. Por ello, hubo que fingir un
ecuante; esto es, un punto excéntrico al círculo deferente. El punto D gira
uniformemente en torno a tal ecuante E, pero, en consecuencia, no lo hace
en torno a O (véase la imagen 2).

Sin embargo, el modelo se mantuvo, porque:

1) Aceptaba la idea de una Tierra quieta y, más o menos, en el centro.


2) Empleaba exclusivamente movimientos circulares y uniformes.

3) Servía para predecir con bastante precisión los cambios celestes.

4) Era flexible: permitía correcciones (nuevos círculos y ecuantes) según


aumentaba la precisión de las observaciones.

El cuarto punto fue el causante de su derrumbamiento: si Aristóteles


necesitaba 55 esferas para explicar el «sistema terrestre», en el siglo XV se
utilizaban más de 80 movimientos simultáneos para dar razón de los siete
cuerpos celestes.

2.2 Heliocentrismo: la revolución copernicana y el modelo


kepleriano-galileano

2.2.1 El realismo de la revolución copernicana

Un universo sencillo, armónico y unificado

La nueva cosmovisión científica se inicia con una verdadera revolución: la


Tierra deja de ser el centro del universo, y el Sol viene a ocupar ese
lugar. Este fue el hallazgo de Copérnico.

Para él, la rotación de la Tierra sobre su eje y la traslación anual en torno al


Sol eran hechos físicos, no artificios matemáticos. Por lo demás, todo
astrónomo podía notar que las constantes de epiciclos y deferentes usadas
por Ptolomeo para Mercurio y Venus estaban invertidas con respecto a las
de los demás planetas: prueba de que estos estaban más cerca del Sol que
de la Tierra.

Había otras razones para el cambio de centro: Copérnico necesitaba solo


34 círculos, frente a los 80 ptolemaicos. Epiciclos y deferentes seguían
siendo usados, pero se evitaba el «escándalo» de los ecuantes, haciendo
que las órbitas en torno al Sol describieran círculos con movimiento
uniforme. Esta búsqueda de lo sencillo y armónico –la restauración de la
armonía celeste– es lo que guía el pensamiento de Copérnico.

Paradójicamente, el pionero de la Modernidad intenta con todas sus fuerzas


volver a la pureza griega: el movimiento uniforme y circular es el único
natural, el único perfecto: la imagen de la divinidad misma. Si la causa es
eterna e inmutable, las esferas celestes deben imitar su movimiento, porque
«La sabiduría de la naturaleza es tal que no produce nada superfluo e
inútil».

Copérnico mira a dos mundos. Si, por una parte, retorna a Platón, viendo
en las matemáticas la armonía del universo, donde todo está sopesado y
equilibrado, por otra, eleva el orbe sublunar a la categoría celeste,
acercando así los dos mundos: Tierra y cielo, tan cuidadosamente
diferenciados en el pensamiento griego. También la Tierra, su descripción y
sus movimientos están desde ahora sometidos a las matemáticas.

Este profundo cambio, esta unificación (por vez primera cabe hablar de
universo) tiene una clara raigambre cristiana. El mundo, creado por Dios, no
admite distinciones ni escalas; todo en él es valioso. El universo es un
mecanismo, transparente a la matemática y «fundado por el mejor y más
regular Artífice».

Consecuencia de esta cristianización platonizante es la devolución del


centro del sistema al Sol, imagen misma de Dios:

«Pero en medio de todo está el Sol. Porque, ¿quién podría colocar, en este
templo hermosísimo, esta lámpara en otro o mejor lugar que ese, desde el
cual puede, al mismo tiempo, iluminar el conjunto? Algunos, y no sin razón,
le llaman la luz del mundo; otros, el alma o gobernante. Trismegisto le llama
el Dios visible, y Sófocles, en su Electra, el que todo lo ve. Así, en realidad,
el Sol, sentado en trono real, dirige la ronda de la familia de los astros».

Copérnico, N.:

Las ventajas del copernicanismo eran, en principio, de orden técnico:

1) Permitía el paso directo de las observaciones a los parámetros teóricos.

2) Establecía un criterio para calcular las posiciones y las distancias


relativas de los planetas.

3) Sugería la solución correcta para el problema de la medición de la latitud.

Las anomalías en el heliocentrismo copernicano

El sistema de Copérnico mostraba todavía dos puntos oscuros,


inadmisibles para un platónico consecuente: la imprecisión de la órbita
marciana y la (leve) excentricidad del Sol.

En 1572 y 1577 aparecieron dos nuevas «estrellas» (en realidad, cometas)


en el cielo. El perfeccionamiento en los métodos de observación
astronómica permitió determinar su posición: sin duda, se encontraban más
allá del orbe sublunar. El inmaculado y divino cielo aristotélico se cuarteaba,
y hasta el carácter concluso de la Creación (terminada en el séptimo día) se
ponía en entredicho frente a algo que era un hecho, no una teoría más o
menos estetizante como la de Copérnico.

El último cuarto del siglo XVI se nos muestra, por ello, como una frenética
ebullición de ideas, en donde los continuos descubrimientos de la fragilidad
del sistema aristotélico-ptolemaico se unen a las continuas hipótesis para
intentar modificar la gran estructura, sin derruirla por completo.

Así, el gran astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601) rechaza las


esferas cristalinas que sostendrían los planetas, y sugiere un nuevo
sistema cósmico conciliador entre Copérnico y Ptolomeo: la Luna, el
Sol y la esfera de las estrellas fijas girarían en torno a la Tierra, inmóvil,
pero los cinco planetas lo harían en torno al Sol.

Por el contrario, Giordano Bruno (1548-1600) llevaría al límite el giro


copernicano. El rechazo absoluto de los orbes cristalinos le lleva a imaginar
una infinidad de mundos simultáneamente existentes, en los que
planetas y estrellas giran en la inmensidad de un espacio vacío e infinito.

Se pedía en la época, pues, un rigor y una precisión mayores en los datos


astronómicos y una nueva teoría que, sobre la base de la copernicana,
lograra conjugar armónicamente los nuevos descubrimientos y las
exigencias de la razón matematizante, de raigambre platónica. El hombre
que logró llevar a cabo tal empresa fue Johannes Kepler.

2.2.2 Kepler: la caída del movimiento circular y la ley de armonía

Un universo perfecto

Kepler no solo era un minucioso observador, era también un gran


matemático y, sobre todo, un fervoroso místico, que creía en la magia de los
números y en la armonía musical de las esferas. Así, la pasión obsesiva por
la exactitud matemática se veía en él reforzada por su creencia en un
universo perfecto, creado y regido por un Dios matemático.

La destrucción de las esferas cristalinas urgía una explicación de por qué


los planetas y las estrellas no se dispersaban en los espacios infinitos,
«algo» debía mantenerlos en sus órbitas. Ahora, traspasando el
magnetismo terrestre al Sol, ¿no sería esa fuerza la que explicaría el
sistema? Kepler se estaba acercando, así, a la teoría newtoniana.

Sin embargo, su misma obsesión por la precisión matemática le impidió


llegar a ese resultado, al observar ligeras variaciones en la órbita lunar.
«Abandono –diría en una famosa carta– las oscuridades de la física para
refugiarme en las claridades de la matemática».

Pero Kepler era un realista; no se conformaba con fingir hipótesis, sino que
deseaba confirmar empíricamente su geométrico sistema. Por ello, se
dirigió a Praga, a fin de trabajar con Tycho Brahe. Los datos que allí pudo
manejar le hicieron desechar su teoría, pero le abrieron el camino hacia su
gran obra, la Astronomia Nova Aitiologetos seu Physica Coelestis (Nueva
astronomía en que se da razón de las causas, o física celeste), de 1609.

Las leyes del movimiento de los planetas

En la Astronomia Nova es donde aparecen las dos primeras leyes del


movimiento celeste:

1) Los planetas se mueven en elipses, con el Sol en uno de sus focos.

2) Cada planeta se mueve de forma areolarmente uniforme; es decir, la


línea que une su centro con el Sol barre áreas iguales en tiempos iguales.

La primera ley supone una revolución en la historia del pensamiento


occidental: la caída de la circularidad como movimiento natural perfecto
(concepción de la que ni Copérnico ni Galileo lograron zafarse).

Confluyen en el descubrimiento de esta ley las dos grandes directrices del


pensamiento kepleriano: su respeto ante los datos extraídos por la
observación y su filosofía platonizante.

«Para el lector de hoy, que pone a la ciencia de la naturaleza en conexión


con muy precisas concepciones, dos cosas saltan a la vista:

1. La ciencia natural no es de ningún modo –para Kepler– un medio que sirva


a los fines materiales del hombre ni a su técnica, con cuya ayuda pueda
sentirse menos incómodo en un mundo imperfecto y que le abra la vía del
progreso. Por el contrario, la ciencia es medio para la elevación del espíritu,
una vía para hallar reposo y consuelo en la contemplación de la eterna
perfección del universo creado.

2. En estrecha conexión con lo anterior se encuentra el sorprendente


menosprecio de lo empírico. La experiencia no es más que un fortuito
descubrir hechos que mucho mejor pueden ser concebidos partiendo de los
principios apriorísticos. La completa coincidencia entre el orden de las
«cosas del sentido», obras de Dios, y las leyes matemáticas e inteligibles,
“ideas” de Dios, es el tema básico del harmonices mundi. Motivos platónicos
y neoplatónicos llevan a Kepler a la concepción de que leer la obra de Dios –
la naturaleza– no es más que descubrir las relaciones entre las cantidades y
las figuras geométricas. “La geometría, eterna como Dios y surgida del
espíritu divino, ha servido a Dios para formar el mundo, para que este fuera
el mejor y más hermoso, el más semejante a su Creador”».

Heisenberg, W.: La imagen de la naturaleza en la física actual. Seix Barral,


Barcelona, 1969.

La segunda ley no entraña implicaciones tan importantes desde el punto de


vista filosófico. Cabe señalar que, con ella, desaparecen por fin los
ecuantes de la astronomía, respetando, sin embargo, la exigencia de
uniformidad del movimiento angular.

Quedaba por explicar la causa física de que el planeta girara más aprisa en
su perihelio. Como antes se apuntó, Kepler sugirió –correctamente– que se
debía a una fuerza emanada por el Sol, pero la seguía concibiendo de una
forma cuasimística, como poderes o facultades que «tiraban» del planeta.

3)La tercera ley dice así: «Los cuadrados de los períodos de revolución de
dos planetas cualesquiera son proporcionales a los cubos de sus distancias
medias al Sol».

La primera ley señalaba la relación entre cada planeta y el Sol; la segunda,


el movimiento angular de su órbita; pero es la tercera la que consigue
enlazar en un sistema todos los planetas. Solo a partir de Kepler puede
hablarse de un sistema solar. La tercera ley es denominada, con justicia, la
ley de armonía del movimiento planetario.

Así quedaba explícitamente abierta la imagen del mundo de la Modernidad:


un maravilloso mecanismo de relojería, regido por leyes inmutables y
extrínsecas a los cuerpos (caída del concepto griego de physis). En
palabras del propio Kepler:

«Mi intento ha sido demostrar que la máquina celeste ha de compararse no a


un organismo divino, sino más bien a una obra de relojería. […] Así como en
aquella toda la variedad de movimientos son producto de una simple fuerza
magnética, también en el caso de la máquina de un reloj todos sus
movimientos son causados por un simple peso. Además, demuestro cómo
esta concepción física ha de presentarse a través del cálculo y la geometría».

Kepler, J.: Carta a Herwart, 1605.

La fuerza magnética de atracción era, efectivamente, la causa física que


Kepler necesitaba para conciliar realidad e idealidad, física y cálculo. Pero
sabemos que no pudo llegar a describirla matemáticamente. Para ello,
habría necesitado la ley de inercia, implícitamente establecida por Galileo.
Kepler fue incapaz de dar ese gigantesco paso: la matematización total del
universo.

2.2.3 Galileo: la matematización del universo

Galileo llevó a las más extremas consecuencias el programa pitagórico: el


mundo terrestre no copia al celeste por medio de las matemáticas, sino que
solo hay un mundo y una clave para descifrar sus enigmas:

«La Filosofía está escrita en ese vasto libro que está siempre abierto ante
nuestros ojos: me refiero al universo; pero no puede ser leído hasta que
hayamos aprendido el lenguaje y nos hayamos familiarizado con las letras en
que está escrito. Está escrito en lenguaje matemático, y las letras son
triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es
humanamente imposible entender una sola palabra»

(Galileo: Il saggiatore, 1623).

Quizá no haya en la historia de la ciencia moderna otro texto tan decisivo


como este. La lectura del mundo con ojos matemáticos tenía
necesariamente que chocar de frente con los dos grandes poderes de su
tiempo: la ciencia aristotélica y la Iglesia. Procede, pues, recordar primero,
brevemente, las posiciones de ambos poderes.

Hacia la nueva ciencia

El tema del movimiento es antiguo: la Física de Aristóteles trata del «ente


móvil», pero dando primacía a la entidad. El movimiento es visto siempre
como la corrección de una deficiencia, como un «tender hacia» (potencia) la
perfección (acto). Por el contrario, a Galileo le interesan las propiedades
del movimiento en cuanto tal, no las causas de que algo, el móvil, esté en
movimiento ni las razones por las que deje de estarlo.

A Galileo no le interesa preguntarse por la esencia del móvil, del espacio o


del tiempo, sino por la proporción numérica entre estos últimos.

El movimiento uniforme

La primero que hace Galileo es dar una definición para cada tipo de
movimiento, expresable matemáticamente, para incluir luego un conjunto de
axiomas.
Así, el movimiento uniforme es aquel en el cual las distancias recorridas por
la partícula en movimiento durante cualesquiera intervalos iguales de
tiempo son iguales entre sí.

La matematización de un movimiento tan sencillo como el uniforme supone,


en realidad, un profundo esfuerzo de abstracción e idealización
matemáticas: se desechan todas las cualidades no matematizables
(Galileo considera estas cualidades –secundarias– puramente subjetivas,
en la mejor línea atomista).

Movimiento en caída libre

Pasemos al movimiento uniformemente acelerado (caída de los graves).


Véase el texto destacado a continuación; en él se nos dice: «No
encontraremos ningún aumento o adición más simple que aquel que va
aumentando siempre de la misma manera. Esto lo entenderemos
fácilmente si consideramos la relación tan estrecha que se da entre tiempo
y movimiento».

A los sentidos no aparece tal «estrecha relación». La relación estrecha se


da en la razón, y surge de una exigencia de simetría conceptual entre las
nociones antitéticas de reposo y de movimiento natural (caída libre).
Definiremos el reposo por la relación de un cuerpo con el espacio que
ocupa, sin consideración del tiempo (estrecha relación entre espacio y
reposo). De nuevo, aquí, es la razón la que dicta la esencia del movimiento,
y no los sentidos. Esto sentado, continúa Galileo: «Se dice que un cuerpo
está uniformemente acelerado cuando partiendo del reposo adquiere,
durante intervalos iguales, incrementos iguales de velocidad».

El experimento de la caída de un grave no confirma una observación previa,


sino que es el resultado de una deducción a partir de una definición y un
principio, ambos, inverificables directamente.

Todo grave que desciende por un plano inclinado sufre una aceleración. Si
tuviese que ascender, sufriría una deceleración. Podemos, pues,
preguntarnos qué ocurriría si se mantuviera en un plano horizontal, a partir
de una caída previa. Es evidente que no podría acelerar ni decelerar: «la
velocidad adquirida durante la caída precedente […] si actúa ella sola,
llevaría al cuerpo con una velocidad uniforme hasta el infinito». He aquí,
decimos, al fin la ley fundamental de la física: la ley de inercia. Sin
embargo, Galileo fue incapaz de presentarla explícitamente. Y ello porque
pensó toda su vida que la gravedad era la propiedad física esencial y
universal de todos los cuerpos materiales.

Véanse, a este respecto, las siguientes y sorprendentes palabras de Galileo


(no tan extrañas si recordamos que en astronomía sigue a Copérnico y
desechamos la creencia banal de que la ciencia surge entera y perfecta de
la cabeza de un hombre): «Únicamente el movimiento circular puede ser
apropiado naturalmente a los cuerpos que son parte integrante del universo
en cuanto constituido en el mejor de los órdenes […] lo más que se puede
decir del movimiento rectilíneo es que él es atribuido por la naturaleza a los
cuerpos y a sus partes únicamente cuando estos están colocados fuera de
su lugar natural, en un orden malo, y que, por tanto, necesitan ser
repuestos en su estado natural por el camino más corto» (Galileo: Diálogos,
«Jornada primera»).

Se da aquí una recaída en la física griega, cuando estaba a punto de


levantarse el nuevo edificio. La gloria de la formulación explícita de la ley de
inercia sería para Descartes, cuya concepción de la res extensa como, a la
vez, materia física y espacio tridimensional euclídeo, le permitían abrirse a
la visión infinita de la nueva ciencia.

El método resolutivo-compositivo

El método de Galileo se levanta, por una parte, contra el nominalismo


vigente en su época y, por otra, contra la mera recogida de datos a partir de
la experiencia, para conseguir una generalización inductiva.

La experiencia es una observación ingenua: pretende ser fiel a lo que


aparece, a lo que se ve y toca. Pero introduce subrepticiamente creencias y
modos de pensar acríticamente asumidos, a través de la tradición y la
educación.

El experimento, por el contrario, es un proyecto matemático que elige las


características relevantes de un fenómeno (aquellas que son cuantificables)
y desecha las demás. Y aún más, el pitagorismo de Galileo lo lleva a
considerar esas cualidades no cuantificables (cualidades segundas) como
irreales, meramente subjetivas. Realmente solo existe aquello que puede
ser objeto de medida (cualidades primeras).

Estamos, ahora, en disposición de seguir los pasos del método


experimental, tal como los traza Galileo en su carta a Pierre Carcavy (1637):

1) Resolución: a partir de la experiencia sensible, se resuelve o analiza lo


dado, dejando solo las propiedades esenciales.
2) Composición: construcción o síntesis de una «suposición» (hipótesis),
enlazando las diversas propiedades esenciales elegidas. De esta hipótesis
se deducen después una serie de consecuencias, precisamente las que
puedan ser objeto de resolución experimental.

3) Resolución experimental: puesta a prueba de los efectos deducidos de


la hipótesis.

El mundo nuevo surge por la confianza absoluta en la razón proyectiva. La


razón impone sus leyes a la experiencia, hasta el punto de que esta
última se convierte en un mero índice de la potencia del intelecto. Es el
inicio de la razón como factor de dominio del mundo.

2.3 El mundo como una máquina: la mecánica clásica

Aunque en una época posterior al Renacimiento, conviene que añadamos


algunas notas sobre el mecanicismo de Descartes y la física de Newton
para completar la exposición de la Revolución Científica.

2.3.1 La máquina cartesiana del mundo

El siglo XVII vio triunfar en Europa la Revolución Científica iniciada por


Copérnico, Kepler y Galileo. A los esfuerzos de estos pioneros por instaurar
un método experimental, y a su insistencia casi religiosa en valorar la
precisión y exactitud de las matemáticas, se agrega ahora una cosmovisión
de miras tan ambiciosas como las del derruido sistema aristotélico: la
filosofía mecanicista de Descartes. Podemos agrupar así los rasgos
esenciales de este mecanicismo:

1) Solo existe lo matematizable: figura, tamaño y movimiento, que son las


cualidades primarias. Las otras cualidades quedan reducidas al ámbito de
lo subjetivo.

2) En consecuencia, las «cosas» naturales se reducen a masas puntuales


moviéndose en el espacio euclídeo (infinito, isotópico y tridimensional).

3) Toda acción y reacción deben ejercerse mediante choque o impulso. En


todo caso, por contacto.

4) Es suficiente describir matemáticamente las leyes que rigen estos


movimientos y acciones; el ámbito de la causalidad se reduce a la causa
eficiente, y esta, a la función que relaciona dos variables.
5) El tiempo deviene un concepto secundario, desde el momento en que el
lugar de la ubicación de las masas es un espacio infinito: el punto de
partida de un movimiento (medida del tiempo) es arbitrario y reversible.

6) Los principios que rigen la inmensa maquinaria del sistema son dos: el
de «inercia» y el de «conservación del momento o cantidad de
movimiento».

Como consecuencia de estos postulados del mecanicismo cartesiano, la


física queda subsumida en la cinemática (desplazamiento de masas
puntuales en un espacio infinito). Así, aunque Descartes enunció por vez
primera, explícitamente, la ley de inercia (principio fundamental de la física),
le fue imposible introducir en su sistema las consideraciones dinámicas de
Galileo (caída de los graves) y de Kepler (segunda ley).

Por otra parte, su repudio de las cualidades ocultas le llevó,


necesariamente, a postular un espacio lleno (acción por contacto). El
descubrimiento de fuerzas aparentemente actuantes a distancia (gravedad,
magnetismo y electricidad) quedaba reducido en su sistema a la imaginería,
no matemática, de los torbellinos.

2.3.2 Antecedentes de la física de Newton

La segunda mitad del siglo XVII estuvo ocupada enteramente en un


esfuerzo de renovación mental pocas veces igualado en la historia,
encaminado a conciliar en un sistema unitario los descubrimientos parciales
de estos grandes hombres:

1) Se trataba de conjugar la geometría analítica cartesiana con el concepto


dinámico de derivada del tiempo, implícitamente descubierto por Galileo.
Asistimos, así, a los albores de la noción de razón empírico-analítica antes
explicada. El resultado, decisivo en la historia de la matemática, fue la
invención del cálculo infinitesimal.

2) Se trataba, también, de asignar una causa física a las leyes empíricas


de Kepler. El resultado sería el descubrimiento, aún no superado, de la
teoría de la gravitación universal.

3) En tercer lugar, había que combinar la cinemática cartesiana con la


dinámica de Galileo, en un único sistema físico: la mecánica.

4) Por último, había que introducir en el edificio de la mecánica fuerzas


como el magnetismo y la electricidad, incompatibles con el universo
inerte de Descartes.

Estas cuatro conquistas, pilares del inmenso edificio de la ciencia moderna,


se agrupan en torno a un hombre: Sir Isaac Newton.

2.3.3 El sistema del mundo: Newton

La inducción, método de la ciencia

Newton dio un giro decisivo a la filosofía natural (física), abandonando el


racionalismo de los pioneros y cumpliendo, más bien, el programa empirista
iniciado por Francis Bacon. Con Newton, la matemática deja de ser el
fundamento para convertirse en un medio auxiliar: la geometría nace de la
mecánica y sin ella no tiene sentido.

La ciencia no comienza, pues, con una demostración matemática, sino con


una construcción a partir de lo sensible. El método de la ciencia, afirma
Newton frente al racionalismo continental, es la inducción.

La tercera regla del filosofar de Newton trata del «principio de inducción» (o,
más exactamente, de transducción: paso de lo observable a lo
inobservable). En esta tercera regla se abandonan, por un momento, los
aspectos metodológicos para mostrarnos la estructura de la materia. Se
trata de un claro atomismo del que se excluye explícitamente toda
afirmación de vivacidad o actividad por parte de la materia. La atracción de
la gravedad es extrínseca a los cuerpos.

Tesis fundamentales de la mecánica clásica

Entre las principales tesis de la mecánica clásica con implicaciones


filosóficas, tanto en su aspecto ontológico como epistemológico, hay que
señalar las siguientes:

1) Todo objeto tiene una consistencia y existencia permanentes en el


tiempo. Kant estableció que uno de los principios que regulan los objetos
de la naturaleza física es la «permanencia de la sustancia».

2) «La naturaleza no da saltos». Es el «principio de continuidad de la


naturaleza», en consonancia con la continuidad del tiempo y del espacio.

3) Las cualidades y magnitudes atribuibles a cada objeto en tanto que


sustancia tienen un valor definido en todo tiempo. El objeto tiene tales
magnitudes.

4) El estado y las reglas o principios que regulan el estado y su cambio es


independiente de la observación y medida que pueda llevar a cabo
cualquier investigación o experimento.

5) La naturaleza está regida por el «principio de causalidad». Nada sucede


sin razón; nada acontece sin una causa; es decir, sin una regla que
determina los objetos y que permite predecir todo suceso. Por ello, se habla
de la concepción mecanicista y determinista de la naturaleza.

______________________________________
Navarro Cordón, Juan Manuel y Pardo, José Luis. Historia de la Filosofía,
Madrid, Anaya, 2009

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