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Sueños de amor nunca cumplidos

23 de Enero de 2005, a las 21:52 - Abigail


Relatos Tolkien - Relatos basados en la obra de Tolkien, de fantasía y poesías
Nuestra amiga Abigail nos envia un relato en el cual nos cuenta la historia de
Airabeth, una joven gondoriana que se ve inmersa en la defensa de Minas Tirith
durante la Guerra del Anillo

CAPÍTULO 1

“¡No! Airabeth, hija mía, jamás debes creer en la caída de Gondor. Nuestra ciudad
siempre permanecerá firme ante el Enemigo. Todos debemos ayudar para que así
sea”.

Estas promesas de esperanza recordaba Airabeth mientras, asomada a la ventana


de su casa, lloraba desconsoladamente por la muerte de su padre, el mismo que
había pronunciado estas orgullosas palabras. Quería creerlas, pero ¿cómo hacerlo
si estaba contemplando la ruina de Minas Tirith, en Pelennor, delante de sus ojos?

“Todos debemos ayudar para que así sea”.

-¿Y por qué, oh padre mío, por qué entonces no me permitisteis partir con vos a la
batalla? ¿Cómo puedo ayudar a mi pueblo sentada junto a la ventana mientras
otros dan su vida por mí? –Airabeth se lamentaba sintiéndose inútil entre el valor
de tantos hombres fuertes.

-Sé que Gondor caerá, pese a todo lo que dijeras en vida, padre. También me
prometiste que la victoria sería nuestra. Que el Señor Oscuro sería derrotado y la
paz volvería a Minas Tirith –dijo Airabeth. Un lágrima más cayó de su ojo y luego
empezaron a caer más en torrente.

-¡Todo mentiras! Sólo palabras dulces y cariñosas para que no te siguiera. ¡La
victoria ha sido de la Sombra antes incluso de que todo esto empezara! Es
imposible vencer a Sauron y la paz nunca volverá a esta odiosa y decadente
ciudad. ¡Todos moriremos! ¡Es nuestro destino! Y a pesar de todos mis deseos, mi
nombre jamás aparecerá en las canciones sobre los grandes héroes. ¡Maldigo mil
veces mi condición de mujer!

Pronto Airabeth se tranquilizó y su cólera volvió a ser agonía, aunque ahora


silenciosa y sin lágrimas, porque a pesar de sus palabras, amaba Gondor y su
tristeza era como la que una persona siente al perder aquello por lo que lo ha dado
todo. ¿Por qué Rohan no llegaba? ¿Habían olvidad la antigua amistad?

-Si por lo menos volviera el Rey de Gondor –se dijo la joven-, pero eso es
imposible y lo sé.
CAPÍTULO 2

Airabeth abrió el armario viejo de su padre. Allí había una espada, una armadura,
un escudo y un yelmo que sus padres habían guardado en su nacimiento porque
no había sido varón. Sin embargo, ahora que sus padres habían fallecido, aquellas
armas le pertenecían por derecho y, a pesar de que su espíritu guerrero estaba
atrapado en el cuerpo de una mujer, estaba dispuesta a darles el uso para el cual
habían sido forjadas.

Así armada, salió de su casa, la cual nunca había abandonado salvo en ocasiones
excepcionales. Llego a la batalla sin que nadie reparara en ella, ya que el yelmo
ocultaba su condición femenina, y fue entonces cuando el miedo se apoderó de
ella. Porque aunque había oído hablar del horror de los orcos y más o menos los
conocía, aquellas sombras aladas, los Espectros del Anillo, eran totalmente
extraños para ella, y la aterrorizaban.

Pero entonces, nació en ella un sentimiento de fuerza y lealtad a su país y dejando


escapar un grito de guerra, corrió a lo más reñido de la batalla.

Durante largo rato luchó valientemente, pero el ánimo la abandonaba. Y entonces,


justo cuando creía que iba a caer allí mismo, se oyó el sonido de un cuerno. Todos
soltaron exclamaciones.

¡Rohan había llegado!

Tal fue la alegría de Airabeth que durante un momento olvidó que estaba en la
guerra y gritó felizmente, a pesar de que nadie la oía en el fragor de la batalla:

-¡Aiya*, Rey Théoden! ¡Grata es para nosotros la hora de vuestra llegada!

Y mientras gritaba de alegría, no se dio cuenta de que, a sus espaldas, un orco se


le acercaba a traición con un puñal negro, y éste aprovechó la ocasión para
atacarla. Pero Airabeth sintió el peligro en su corazón y se dio la vuelta, y aunque
era rápida de reflejos, no pudo evitar que la afilada hoja la hiriese en un hombro.
Levantó su espada y la dejó caer sobre la cabeza del orco. La sangre negra brotó
en abundancia y la repugnante criatura cayó muerta sobre el suelo.

* Aiya: salve
CAPÍTULO 3
 
Así, Airabeth recibió la primera herida que le hicieron en la guerra, pero por
ventura, ésta no era muy profunda ni grave y no fue para ella ningún
impedimento. Por lo tanto, levantó la mirada hacia los Rohirrim que acababan de
llegar y renacieron sus esperanzas. Pensó que tal vez no estuviera todo perdido y
que podía haber una ligera posibilidad de victoria. Tal vez las palabras de su padre
llegaran a cumplirse. Tal vez… algún día no muy lejano.

De pronto, se dio cuento de que, muy cerca de ella, había un Nâzgul. Se quedó de
piedra. No podía moverse, no podía pensar, nunca había sentido mayor miedo.
Pero entonces se dio cuenta de que el Espectro no había reparado en ella y
descubrió, con horror, que bajo su atenta mirada, Théoden de Rohan yacía
aprisionado por su propio caballo, casi desvanecido.

¿Qué podía hacer? “Tengo que actuar”, se dijo. “¿Pero cómo”. Algo en su interior
le decía que tenía que atacar al Jinete Negro, pero el valor le falló entonces. Pensó
que jamás podría enfrentarse a los Nâzgul y se odió por ello. Sabía que si no hacía
algo pronto, el recuerdo de la muerte de Théoden la perseguiría durante toda su
vida, fuera ésta larga o breve, haciéndola sentirse la única culpable.

Y fue entonces cuando, como surgido de la tierra, apareció un joven Hombre de


Rohan entre su Rey y el Espectro. Airabeth escuchó anonadada su desafío y
contempló la lucha que allí se libró. Justo en ese instante, el yelmo del caballero
cayó y la joven ahogó un grito. Lo que sus ojos veían no era un hombre, sino una
hermosa mujer de cabellos como el oro y ojos grises, que se reía en la cara del
Jinete Alado. Dijo llamarse Éowyn y ordenó a su adversario que se apartara del
caído.

Fue entonces cuando Airabeth lo vio todo claro. No podía quedarse quieta
observando la muerte de tan valerosa joven. Eso era lo que había estado haciendo
durante sus veinte años de vida sobre la Tierra Media, observar a quienes perecían
sin hacer nada por ayudarlos y no estaba dispuesta a permitirlo ni una vez más.
Con un esfuerzo supremo, se agachó para recoger su espada.

Y entonces, lo vio.
CAPÍTULO 4
 
Un cuerpecito menudo y extraño se acercaba al Nâzgul por detrás con una daga.
Se parecía sospechosamente a la figura del Periannath que Mithrandir había traído
a la ciudad pocos días antes, pero no podía ser él mismo. ¿Quién sería?

“Dejemos los misterios para luego”, pensó. “Lo primero es lo primero. Tengo que
pedir ayuda”.

Salió corriendo de allí, gritando:

-¡Ayuda para el Rey de Rohan! ¡Socorro!

De pronto, se paró en seco, porque escuchó algo como un grito espeluznante y se


quedó clavada en el sitio. Se dio la vuelta, horrorizada, y se dio cuenta de lo que
había sucedido. La dama había matado al Espectro y se había desvanecido.

Airabeth tenía muchísimo miedo y nadie escuchaba sus gritos de auxilio.

“Creo que ya entiendo porque mi padre nunca me permitió ir con él a la batalla”,


se lamentó. “Seguramente, le hubiera hecho más mal que bien”.

No pudo evitar quedarse quieta mientras veía a los Jinetes de Rohan llegar hasta
allí y lamentarse, porque Théoden había muerto al fin y grande era aquella pérdida
para los suyos. Airabeth se dio cuenta de que, por segunda vez en aquel día, las
lágrimas le brotaban ardientes de los ojos azules. Y durante un rato, lloró por no
haber podido ayudar a Éowyn, que al parecer también había caído, y al Señor de
Rohan.

Y entonces, oyó gritos de terror y se giró y sus esperanzas decayeron de nuevo,


porque llegaban por el río las naves cargadas de enemigos de Mordor. Todos
estaban desolados y no muchos intentaron huir.
CAPÍTULO 5

Pero en aquella hora que parecía de muerte irremediable, desembarcaron de las


naves gente que nadie esperaba, y Airabeth no fue una excepción  y quedó muda
de asombro cuando vio bajar del barco a un hombre de cabellos oscuros y ojos
claros, desplegando un estandarte real y realmente parecía un Rey. Todas las
criaturas malignas de Sauron tuvieron miedo, pero fue felicidad para los soldados
de Gondor y de Rohan. Tras aquel hombre, bajaron un Enano de aspecto fuerte y
acto seguido, a Airabeth se le paró el corazón.

Porque he aquí que vio descender de la nave a un hermoso Elfo de cabellos


dorados, vestido de verde. Y Airabeth sintió que sus pensamientos abandonaban la
guerra, la tristeza y todo lo que la desanimaba y se derretían en aquel dulce
rostro. Así fue como Airabeth vio por primera vez a Legolas Hojaverde y le amó
desde aquel momento.

***

Era de noche y toda la ciudad dormía, ya que al día siguiente partirían hacia una
batalla peor que la que habían ganado aquel día, ya que desafiarían al Señor
Oscuro en su propia tierra.

Airabeth estaba tumbada en el suelo entre los cadáveres. No tenía ninguna


intención de volver a casa, sino que estaba decidida a ir a Mordor con el ejército.
Seguía firme en su propósito de ser leal a Gondor y además ahora tenía otra
razón: el amor había llegado a su vida.

La joven miraba las estrellas. Se preguntó si Elbereth estaría allí arriba y si


escucharía su ruego. No creía que los Valar se dieran cuenta siquiera de que
existía, pero aun así, cerró fuertemente los ojos y susurró:

-Sé que Legolas nunca me amará, ni siquiera me conoce ni me ha visto nunca,


además la muerte, el Destino de los Hombres, me separa de él, ya que es
Inmortal. Pero deseo más que nada en el mundo que… alguna vez llegue a
mirarme, aunque solo sea durante un segundo y nunca vuelva a hacerlo. Por
favor…

Y con este deseo, se quedó profundamente dormida, y soñó con unos hermosos
ojos celestes en los que residía la sabiduría de años innumerables.
CAPÍTULO 6

En cuanto el Sol asomó, Airabeth despertó inmediatamente, no podía correr el


riesgo de que alguien la encontrara allí y le impidiera su deseo.

Corrió al patio de su casa, donde estaba guardado el caballo de su padre, que


volvió solo después de la muerte de su amo. Era de color gris y en ese momento,
Airabeth lo llamó Amaurëa, que en élfico quiere decir “amanecer, hora temprana”.

-Atar* –dijo en voz baja-, creo que si vivieras nunca comprenderías lo que estoy
haciendo, pero… amo a mi patria, y también amo a Legolas. No podría quedarme
de brazos cruzados en estas circunstancias. Por favor, estés donde estés, intenta
entenderlo.

Montó entonces a Amaurëa y se colocó bien el yelmo para no ser reconocida.


Sosteniendo su espada en la mano, arreó al caballo y se unió a la marcha de todos
los soldados, que iba guiada por Aragorn hijo de Arathorn, Heredero de Isildur y
Señor de los Dúnedain.

La cabalgata fue larga y Airabeth se hubiera cansado pronto de no ser porque el


espíritu de Gondor estaba en ella y avanzaba decidida y firme, sin temer a la
muerte.

Cuando llegaron a Mordor y vio aquella oscuridad y terror, tuvo miedo, pero
descubrió sorprendida que no hubiera vuelto atrás de haber podido. En su corazón,
el amor que sentía por Legolas crecía cada vez más y ardía como una llama, y
aquello la mantenía segura de que quería seguir adelante.

La Boca de Sauron le habló a Mithrandir, pero Airabeth no comprendió bien sus


palabras, ya que no era conocedora de la Misión del Portador del Anillo. Lo que sí
entendió fue que no se retirarían.

No llevaban más de unos cuantos minutos luchando cuando llegaron, volando por
encima de sus cabezas, los Nâzgul y la sangre se heló en las venas de Airabeth,
que no había conseguido vencer su miedo a estas criaturas. Pero entonces, vio que
uno de ellos se abalanzaba sobre el campo de batalla con un único objetivo: matar
a todos. Y la mala fortuna hizo que fuera Legolas quien se hallara en aquel punto,
sin darse cuenta del mal que le amenazaba.

* Atar: padre
CAPÍTULO 7

-¡Noooo! –exclamó Airabeth. Una ira bendita la invadió y el amor venció el miedo a
los Espectros del Anillo. No necesitó pensar para saber lo que tenía que hacer, fue
un impulso del corazón lo que le hizo lanzar su espada con todas sus energías
hacia la garganta bestia alada del Jinete, que cayó muerta sobre la tierra.

El Nâzgul miró entonces a la muchacha, se acercó a ella y levantó su espada.


Airabeth, desarmada e indefensa, estaba muerta de miedo, pero entonces se dio
cuenta de que, al fin y al cabo, Legolas estaba sano y salvo y eso le importaba
más que tener que hundirse para siempre en el Mundo de las Sombras. Se estaba
enfrentando al ser que más temía sobre la Tierra Media y además había salvado la
vida de Legolas. Una gran paz llenó su corazón y miró desafiante a su enemigo,
sabía que iba a morir, pero no pensaba rendirse aunque su nombre se perdiera
para siempre.

Y justo cuando el Espectro iba a descargar su arma sobre la joven, una flecha
lanzada por un orco con mala puntería, alcanzó a Airabeth en el pecho y la hizo
caer al suelo.

Airabeth, moribunda, giró la cabeza y vio a Legolas luchando. Quería llevarse una
mirada suya antes de morir, deseaba que lo último que viera fuesen aquellos ojos
celestes, brillantes y dulces.

“Por favor…” pensó, angustiada. No podría seguir respirando mucho tiempo.

Se dio cuenta de que algo caliente le empapaba la mano. Era su propia sangre. Iba
a morir enseguida.

“¡Mírame, por favor!”, pensaba, sin fuerzas para pronunciar siquiera una palabra.
Legolas empezó a girarse.

“Va a mirarme”, se dijo Airabeth, pero sus fuerzas se agotaban. Escuchó entonces
a todos gritando: “¡Llegan las águilas!” ¡Llegan las águilas!”.

Y entonces, Legolas la miró al fin. Pero ya era demasiado tarde. Airabeth estaba
muerta.

Y así pereció la valiente joven. Sin que nadie conociera jamás su hazaña. Sin que
su nombre apareciera jamás en canción alguna. Sin darse cuenta de que las
palabras de su padre fueron ciertas al fin. Y lo peor de todo, sin saber que, apenas
dejara de ver la luz, los ojos del elfo que amaba se clavaban en su cuerpo sin vida
y se llenaban de tristeza…

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