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Abigail-Sueños de Amor Nunca Cumplidos
Abigail-Sueños de Amor Nunca Cumplidos
CAPÍTULO 1
“¡No! Airabeth, hija mía, jamás debes creer en la caída de Gondor. Nuestra ciudad
siempre permanecerá firme ante el Enemigo. Todos debemos ayudar para que así
sea”.
-¿Y por qué, oh padre mío, por qué entonces no me permitisteis partir con vos a la
batalla? ¿Cómo puedo ayudar a mi pueblo sentada junto a la ventana mientras
otros dan su vida por mí? –Airabeth se lamentaba sintiéndose inútil entre el valor
de tantos hombres fuertes.
-Sé que Gondor caerá, pese a todo lo que dijeras en vida, padre. También me
prometiste que la victoria sería nuestra. Que el Señor Oscuro sería derrotado y la
paz volvería a Minas Tirith –dijo Airabeth. Un lágrima más cayó de su ojo y luego
empezaron a caer más en torrente.
-¡Todo mentiras! Sólo palabras dulces y cariñosas para que no te siguiera. ¡La
victoria ha sido de la Sombra antes incluso de que todo esto empezara! Es
imposible vencer a Sauron y la paz nunca volverá a esta odiosa y decadente
ciudad. ¡Todos moriremos! ¡Es nuestro destino! Y a pesar de todos mis deseos, mi
nombre jamás aparecerá en las canciones sobre los grandes héroes. ¡Maldigo mil
veces mi condición de mujer!
-Si por lo menos volviera el Rey de Gondor –se dijo la joven-, pero eso es
imposible y lo sé.
CAPÍTULO 2
Airabeth abrió el armario viejo de su padre. Allí había una espada, una armadura,
un escudo y un yelmo que sus padres habían guardado en su nacimiento porque
no había sido varón. Sin embargo, ahora que sus padres habían fallecido, aquellas
armas le pertenecían por derecho y, a pesar de que su espíritu guerrero estaba
atrapado en el cuerpo de una mujer, estaba dispuesta a darles el uso para el cual
habían sido forjadas.
Así armada, salió de su casa, la cual nunca había abandonado salvo en ocasiones
excepcionales. Llego a la batalla sin que nadie reparara en ella, ya que el yelmo
ocultaba su condición femenina, y fue entonces cuando el miedo se apoderó de
ella. Porque aunque había oído hablar del horror de los orcos y más o menos los
conocía, aquellas sombras aladas, los Espectros del Anillo, eran totalmente
extraños para ella, y la aterrorizaban.
Tal fue la alegría de Airabeth que durante un momento olvidó que estaba en la
guerra y gritó felizmente, a pesar de que nadie la oía en el fragor de la batalla:
* Aiya: salve
CAPÍTULO 3
Así, Airabeth recibió la primera herida que le hicieron en la guerra, pero por
ventura, ésta no era muy profunda ni grave y no fue para ella ningún
impedimento. Por lo tanto, levantó la mirada hacia los Rohirrim que acababan de
llegar y renacieron sus esperanzas. Pensó que tal vez no estuviera todo perdido y
que podía haber una ligera posibilidad de victoria. Tal vez las palabras de su padre
llegaran a cumplirse. Tal vez… algún día no muy lejano.
De pronto, se dio cuento de que, muy cerca de ella, había un Nâzgul. Se quedó de
piedra. No podía moverse, no podía pensar, nunca había sentido mayor miedo.
Pero entonces se dio cuenta de que el Espectro no había reparado en ella y
descubrió, con horror, que bajo su atenta mirada, Théoden de Rohan yacía
aprisionado por su propio caballo, casi desvanecido.
¿Qué podía hacer? “Tengo que actuar”, se dijo. “¿Pero cómo”. Algo en su interior
le decía que tenía que atacar al Jinete Negro, pero el valor le falló entonces. Pensó
que jamás podría enfrentarse a los Nâzgul y se odió por ello. Sabía que si no hacía
algo pronto, el recuerdo de la muerte de Théoden la perseguiría durante toda su
vida, fuera ésta larga o breve, haciéndola sentirse la única culpable.
Fue entonces cuando Airabeth lo vio todo claro. No podía quedarse quieta
observando la muerte de tan valerosa joven. Eso era lo que había estado haciendo
durante sus veinte años de vida sobre la Tierra Media, observar a quienes perecían
sin hacer nada por ayudarlos y no estaba dispuesta a permitirlo ni una vez más.
Con un esfuerzo supremo, se agachó para recoger su espada.
Y entonces, lo vio.
CAPÍTULO 4
Un cuerpecito menudo y extraño se acercaba al Nâzgul por detrás con una daga.
Se parecía sospechosamente a la figura del Periannath que Mithrandir había traído
a la ciudad pocos días antes, pero no podía ser él mismo. ¿Quién sería?
“Dejemos los misterios para luego”, pensó. “Lo primero es lo primero. Tengo que
pedir ayuda”.
No pudo evitar quedarse quieta mientras veía a los Jinetes de Rohan llegar hasta
allí y lamentarse, porque Théoden había muerto al fin y grande era aquella pérdida
para los suyos. Airabeth se dio cuenta de que, por segunda vez en aquel día, las
lágrimas le brotaban ardientes de los ojos azules. Y durante un rato, lloró por no
haber podido ayudar a Éowyn, que al parecer también había caído, y al Señor de
Rohan.
***
Era de noche y toda la ciudad dormía, ya que al día siguiente partirían hacia una
batalla peor que la que habían ganado aquel día, ya que desafiarían al Señor
Oscuro en su propia tierra.
Y con este deseo, se quedó profundamente dormida, y soñó con unos hermosos
ojos celestes en los que residía la sabiduría de años innumerables.
CAPÍTULO 6
-Atar* –dijo en voz baja-, creo que si vivieras nunca comprenderías lo que estoy
haciendo, pero… amo a mi patria, y también amo a Legolas. No podría quedarme
de brazos cruzados en estas circunstancias. Por favor, estés donde estés, intenta
entenderlo.
Cuando llegaron a Mordor y vio aquella oscuridad y terror, tuvo miedo, pero
descubrió sorprendida que no hubiera vuelto atrás de haber podido. En su corazón,
el amor que sentía por Legolas crecía cada vez más y ardía como una llama, y
aquello la mantenía segura de que quería seguir adelante.
No llevaban más de unos cuantos minutos luchando cuando llegaron, volando por
encima de sus cabezas, los Nâzgul y la sangre se heló en las venas de Airabeth,
que no había conseguido vencer su miedo a estas criaturas. Pero entonces, vio que
uno de ellos se abalanzaba sobre el campo de batalla con un único objetivo: matar
a todos. Y la mala fortuna hizo que fuera Legolas quien se hallara en aquel punto,
sin darse cuenta del mal que le amenazaba.
* Atar: padre
CAPÍTULO 7
-¡Noooo! –exclamó Airabeth. Una ira bendita la invadió y el amor venció el miedo a
los Espectros del Anillo. No necesitó pensar para saber lo que tenía que hacer, fue
un impulso del corazón lo que le hizo lanzar su espada con todas sus energías
hacia la garganta bestia alada del Jinete, que cayó muerta sobre la tierra.
Y justo cuando el Espectro iba a descargar su arma sobre la joven, una flecha
lanzada por un orco con mala puntería, alcanzó a Airabeth en el pecho y la hizo
caer al suelo.
Airabeth, moribunda, giró la cabeza y vio a Legolas luchando. Quería llevarse una
mirada suya antes de morir, deseaba que lo último que viera fuesen aquellos ojos
celestes, brillantes y dulces.
Se dio cuenta de que algo caliente le empapaba la mano. Era su propia sangre. Iba
a morir enseguida.
“¡Mírame, por favor!”, pensaba, sin fuerzas para pronunciar siquiera una palabra.
Legolas empezó a girarse.
“Va a mirarme”, se dijo Airabeth, pero sus fuerzas se agotaban. Escuchó entonces
a todos gritando: “¡Llegan las águilas!” ¡Llegan las águilas!”.
Y entonces, Legolas la miró al fin. Pero ya era demasiado tarde. Airabeth estaba
muerta.
Y así pereció la valiente joven. Sin que nadie conociera jamás su hazaña. Sin que
su nombre apareciera jamás en canción alguna. Sin darse cuenta de que las
palabras de su padre fueron ciertas al fin. Y lo peor de todo, sin saber que, apenas
dejara de ver la luz, los ojos del elfo que amaba se clavaban en su cuerpo sin vida
y se llenaban de tristeza…