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TODOS. LOS ROSTROS EN TU ROSTRO Gallemo Tedo. “Manvel Gulleemo Osteca! Actor de una compafifa de teatro que realizaba giras por las ciudades interiores del Pals, presentando comedias y sainetes empalagosos y cursis, J. Duval vivia la minuciosa Pasién de comprar cuanto objeto extrafio aparecia ante su vista para unirlo a su ya larga coleccién de capuchories, caretas, pelucas, botargas, coturnos, capas, bastones, por supuesto, una cosa le interesaba si venia a redondear los papeles de bufén o galén Secundario que el director en su maleable humor le asignaba. Asi que en el tiempo libre, se echaba a recorrer las calles de los centros urbanos visitados, buscando en las puertas, avisos que anunciaran almacenes de curiosidades. En estas andanzas, halléndose una vez en una fria ciudad colonial, ley6 en la fachada de una ruinosa construccién, un letrero: “El rinc6n de las mascaras’, y sintiéndose de inmediato invadido por el prurito de hacer una buena adquisicién, penetré por el boquete que servia de puerta. Se encontré con un mostrador tras el que un hombre de rostro arrugado y ojillos contradictoriamente Juveniles, le sonrefa con esa expresién ambigua de los embaucadores. Mientras le explicaba con una voz de tono elocuente que el negocio se especializaba en la venta de méscaras elaboradas en todo tipo de material, el dependiente lo hizo pasar a una especie de sala con estanterias en las cuatro paredes, atestadas de caretas. El viejo parecié adivinar en tas facciones de J. Duval, su apego maniético por los objetos francamente extravagantes, asi que lo tor de un brazo y lo condujo ante un conjunto aistado de trece antifaces fabricados en un caucho delgado y casi translucido. “Aqui —~explicé-— estén Contenidas todas las expresiones que puede tomar el rostro humano. Pero el mayor valor estriba en que usted se pone una de estas mascaras, y nadie sabe que Ia lleva". J. Duval Guiso comprobar lo que se le aseguraba y agarrd una que debié estirar para alcanzarla sobre Is cara. Se mir6 ante el espejo que le acercé el anticuarlo y se quedé sorprendido al describir que aquel seguia siendo su rostro pero iluminado ahora por unos rasgos de plena satisfaccién.€! finisimo latex se plegaba a la geografia facial conservandola fisionomta que llevaba dibujada, transparentando el legitimo color de la tez. Se la quité maravillado y tomé otra. En el cristal aparecié esta vez, una mueca de espantosa furia, de poseso endemoniado. La tiré con horror y, sacando una voz temblorosa, pregunté por el precio que, aunque le parecié excesivo, pagé sin regateos. En el instante en que abandonaba “El rinc6n de las méscaras”, J. Duval tuvo la extrafia presuncién de que su vida acababa de caer en una trampa monstruosa. Lo cierto era que el duefio de la compafiia escénica pagaba sueldos tan irrisorios que J. Duval se vela impedido de comprar muchas antiguallas e invenciones que llamaban su atencién en las tlendas y basares encontrados en sus correrlas de comediante, Por lo mismo decidié colocarse una de aquellas mdscaras, la de adulacién, y salir a enfrentario en solicitud de un aumento en el salario, Con la careta puesta, palpd en el espejo un Fostro que flotaba en un aire impreciso de idiotez e inteligencia, como si la indeleble . 14 sonrisa que lo iluminaba, fuera la marca de su disposici6n a la alabanza, aunque se tratara de aquel ambiente tan mediocre y mezquino que se respiraba en la compafila, Camind hacia la oficina. I jefe estaba en su escritorlo de dictador, con los ojos metidos en unos Papeles, seguramente determinando el reparto del préximo montaje. “Quisiera hablar con usted”, se atrevié a decir desde la puerta. “No estoy para nadie”, respondié el director y levanté el mentén para pulverizar al idota que osaba interrumpirlo pero extrafiamente, se quedé miréndolo con unos ojos que de pronto se hacian mansos como si valiera la pena atender a aquel hombre que sonrefa tan dispuesto a admitir los méritos ajenos. J. Duval intenté dar la vuelta pero un ademén receptivo del otro lo detuvo, “Perdén, acérquese, digame lo que desea”. EI se aproximé y ocupo la silla que se le sefialaba, Con el létex presionando incémodamente su rostro, pensaba que en cualquier momento lo golpearia el grito: “No sea payaso, Duval, quitese esa mascara’. Sin embargo, el jefe lo miraba con atencién, esperando los elogios que el mundo egolsta de afuera negaba a su genio teatral. Y el adulador hablé. Escuchaba que su vor tomaba insospechadas curvas melédicas, alargéndose en un acento, aparentemente sincero pero Gue él reconocia deshonesto porque la ultima comedia, escrita por el propio director, era en su argumento un insoportable adefesio, y el montaje que ahora en su tono tralcionero, resultaba de una extraordinaria calidad artistica, comportaba una retahila de secuencias monétonas que narcotizaban_a los espectadores. Y aunque se dolla de sus mentiras, no Podia contenerse, hablaba en abundancia barroca mientras el eldstico velo se amoldaba a Sus gestos. Sabla que la compafifa, integrada Por un director y actores frustrados en sus aspiraciones draméticas, era una pandilla de malos cémicos, resentidos y zancadilleros, Pero conducia su lengua y su careta con un realismo tan impune que quizés, por primera vez, se convertia en un gran actor. Cuando termind sus elogios, el patrén se levanté con os parpades llorosos y, poniendo una mano en su hombro, le dijo con voz entrecortada Por la gratitud: “Duval he decidido que sea el actor principal en la préxima obra; ademés desde hoy, su sueldo aumenta en un treinta por ciento”. Una nueva oportunidad para experimentar la embrujante influencia de las mascaras, se le presenté cuando murié Marini, actor preferido en los repartos, Aquel Pecoso de rostro angulado lograba siempre el mejor papel. Por supuesto, todos en el grupo sablan que la escogencia no se debla a sus cualidades histriénicas sino a la telarafia de intrigas que tejfa contra los dems. Convertido en un correveidile del comportamiento ajeno, agrandaba negativamente ante el director los comentarios que surgian a sus espaldas, con lo que habia obtenido cierta ascendencia sobre él, muy dado en su mediocridad, a creer sin titubeos en las confabulaciones més inverosimiles contra su supuesto genio creador, reencarnacién de Moliére, segun sus propias creencias. Pero una tarde se enteraron de la muerte repentina, sin dolor ni agonia, de Marini, victima de un fulminante ataque al corazén. Muchos vincularon su fallecimiento al hecho que desde hacia varios meses, se quedaba sin aire sobre las tablas cuando le tocaba recitar un Parlamento largo. De modo que J. Duval debié asistir al entierro. En su interior se Pregunto si lamentaba én realidad aquella muerte, le era indiferente o definitivamente le Satisfacia. Aunque se resistia a aceptarlo, su mente vivia cierto sentimiento de regocijo Por la defuncién del intrigante, “El muerto al hoyo y el vivo al rollo”, razoné con brutalidad. Sin embargo, habia que guardar las apariencias, cumplir con el rito social de las convenciones. Escogié la mascara de tristeza, y entonces su cara se mostré envejecida, abatida por el dolor, incluso, clertas ojeras pronunciadas le daban trazas de haber vertido lagrimas. Ya en el velorio, en medio de hombres que entre sorbo y sorbo de ron y café, hablaban de la vida para sentirse distantes de la muerte, un compafiero se le acercé y le susurré: “No exageres, Duval, todos sabemos que tu Marini no se avenian”. El miro con odio al que asi lo desenmascaraba, y se acercé al rincén donde charlaba un Brupo de desconocidos. Al verlo, varios se le aproximaron y, creyéndolo un consanguineo del difunto, por su cara desconsolada, le ponfan la mano en la espalda y le daban el sentido pésame. Finalmente el entierro partié entre sollozos y gritos de los familiares. J. Duval caminé tras el cortejo, con la frente y los pémulos apretados por el guante de Pesadumbre hipécrita. Determiné que cuando regresara ala ciudad donde compré la coleccién. Visitarfa al maléfico dependiente para que le aclarara el misterio de las méscaras. Apasionado por Mariela, J. Duval jamds habia alcanzado de ella, en el dolor de su ansiedad amordazada, una mirada confidencial durante la intimidad de los ensayos, ni siquiera una sonrisa compasiva de sus labios esquivos. Con dura indiferencia, lo hacia a un lado como un trapo viejo. Desde cuando la mujer entré al grupo, él y casi todos los demas actores se sintieron atraldos por su torneada figura, siempre ritmica en sus felinos movimientos de bailarina. Cada quien, de distinta manera, quiso obtener los favores de su inquietante presencia de reina. £1 mismo director, buscando conquistarla, le asignaba los papeles femeninos estelares pero ella, al igual que a los demés, lo apartaba con una cruda seguridad de brisa inclemente sobre el lastre de la hojarasca. El ruido de su falda gitana iba y venia por entre bambalinas y luces, con la desenvoltura de su inderrotable desprecio., Una noche, contemplando su Iueiferina coleccién, J. Duval determind usar la careta de seductor. Ya sabia de la existencia del antifaz pero no se habla decidido a emplearlo, esperando ganar la aceptacion de Mariela con el mérito de su propio rostro, sin impostaciones de ninguna clase. Consciente de su derrota, se colocé la mascara de tenorio y salié en persecucién de los hermosos ojos evasivos que bajo las largas pestafias, exasperaban su soledad. Aprovecho la fiesta que se daba con motivo del cumpleafios del rector. Habrian algunas copas, charla, las aburridas palabras de agradecimiento del jefe ‘ 16 y algo de mdsica. Ya en el agasajo, no supo en qué momento se encontré rodeado de las. demés mujeres del grupo, quienes asombrosamente perseguian su conversacién y hasta refiian por-bailar con él. Pero alli no estaba Mariela, tal vez no vendria. No obstante comprobaba una vez mas que las mascaras surtian sus magicos efectos. Nunca antes se habfa visto tan solicitado. Se sentia fuerte, dominante, virl, erdtico, capaz de llevarse medio mundo por delante. Siempre que asistia a reuniones sociales, se retiraba discretamente a un rincén, 2 rumiar su amargo hermetismo pero ahora tenia el asedio femenino, como si de su rostro emanara un miasma sensual que las atrajera. A mitad de fiesta, Mariela hizo su explosiva entrada. Venta subyugante, con un vestido azul que delineaba su esbelta y rotunda belleza. EI logré romper el cerco de sus captoras, e inquirirla con la fogosa avidez de sus ojos. Al principio lo evadié pero mas tarde cayo atrapada por el hechizo de las mascaras. Entonces, con decisién, él se acercd, le tomo una ‘mano, y la sacé a bailar. Ella no opuso resistencia, tendié en cambio una dulce sonrisa que hizo nacer en el corazén del hombre un bosque de ardientes girasoles. Como hipnotizada, se dejaba conducir por los brazos masculinos mientras escuchaba susurros de amor ferviente que la obligaban a pedir perdén por sus anteriores actitudes de desdén. Pero pronto supe J. Duval que aquella mujer era un ser superficial y frivolo, un fantasma hecho solo de carne y necesidades, idealizado por si infelicidad de solitarlo, Sin embargo, quiso probar hasta las heces su fracaso, y al término de Ja fiesta, turbado por el licor y exasperado en su erotismo, acepto, acompafiarla hasta el’ apartamento donde vivia. Cuando llegaron, Mariela insistié en que pasara. El entendié la invitacién y entonces pudo ver mucho mas de cerca su descarada vulgaridad, la procaz revelacién de su conducta facil. Con fastidio y rabia quizés consigo mismo, acepté la entrega de aquel cuerpo que ahora se le insinuaba obsceno, Mas tarde, caminando hacia su casa, se quité la careta y dese6 que la brisa de la noche se llevara pronto el perfume barato de la mujer. Sels meses habfan pasado desde el dia en que J. Duval compré la coleccién de los trece antifaces, cuando visits nuevamente la ciudad que lo introdujo en su infamante actividad de cotidiano enmascarado. Aun corriendo el riesgo de llegar tarde a la resentacién de estreno programada por la compatila, partié hacfa la calle de la ruinosa construccién. Se introdujo por los mismos recovecos estrechos y empedrados desde remotes épocas coloniales pero al buscar el viejo bazar con su agrietada fachada y el boquete de su puerta, se extravié en una embrollada pluralidad de sitios inciertos. Por un momento se detuvo, persigulendo en su memoria algtin detalle topogréfico. Recordé que frente a la tienda de méscaras, se levantaba una especie de capilla medieval, de piedras envejecidas por el verdin de una larga intemperie, con una gigantesca cruz en lo alto. Asi que en el lugar de la casa de curiosidades, decidié perseguir la silueta de la capilla. Se ‘enrumb6 por una via cuya prolongada pendiente perturbaba su respiracién. Vio venir en direccién contraria la figura de un monje vestido a la usanza capuchina, incluso con el wv capuz echado sobre la cabeza, seguramente para protegerse del fio. Cuando lo tuvo cerca, le pregunto: “Padre, épodria decirme donde queda la capilla de la cruz enorme?” El monje, sin detenerse ni mirarlo siquiera, le Indicé calle abajo, a sus espaldas, un punto Indeterminado. El camind tres cuadras al final de las cuales divisé la cruz, a su derecha, Se dio prisa porque se le hacia tarde y el director debla andar por su cuarto ataque de mal humor. Frente a la capilla, buscé ansiosamente el negocio de las caretas pero alll no haba sombra de la construccién, En su lugar se levantaba una gruesa y vetusta paredilla cubierta de enredaderas. Extrafiado se empino a escudrifiar por encima del muro yse topé con un extenso terreno sembrado de maleza por entre la que a trechos sobresalian las cruces herrumbrosas de unas tumbas olvidadas. Estrujado por el vuelco insdlito de su Pesqulsa, se acercé al oratorio, deseando la presencia de alguien para Indagar sobre “El ringén de las méscaras”. En la puerta precis6 el bulto de otro capuchino, aunque le Pareci6 el mismo. “zNo quedaba aquf un negocio de caretas?”, interrog6, sintiendo en su Serganta el absurdo tarugo de las palabras. El fralle mostré en su rostro arrugado, de djlllos contradictoriamente juveniles, clerta sonrisa sardénica, le palmes el hombro yle dijo mientras se alejaba: “Siempre ha estado aqui el antiguo cementerio", J, Duval se movid por fin y, cuando sin saber cémo, llegé al teatro, halld que su Papel era Fepresentado por el actor suplente. No obstante, resultaban otras sus Preocupaciones. ‘No crefa en infiuencias demoniacas pero aunque la realidad le impusiera lo contrario, vivia {a certeza de haber comprado la coleccién frente a la capilla de la cruz gigante, en el sitio ®xacto donde ahora inusitadamente aparecia el pantedn abandonado con su verdosa pared llena de enredaderas. Tampoco le encontraba asideros légicos al hecho de que el rostro avejentado y las pupilas burlonas del monje se identificaran en su memoria con la cara y los ojos del anticuario. Parecla que dnicamente le quedaba la salida de dejarse arrastrar por lo irracional, dado que a diario vivia el absurdo de su invisible mascarada. Tiempo despugs del inoficioso rastreo en aquella ciudad fria y enmohecida, J Duval efectuaba una noche, en el sombrio silencio de su cuarto, un Inventario de ‘su existencia, sobre todo desde el dfa en que cayé en la insidiosa trampa de Jos antifaces. Miraba las trece caretas puestas sobre la mesa, con un odio rabiosamente, inutil. Sabfa que ya no Podia apartarse de aquellos semblantes artficiales porque hacian parte entrafable de su torcida personalidad, del triste carnaval al que se habla acostumbrado, En muchos momentos dificiles, salié de! paso racias al disfraz pero a la Postre, el éxito obtenido con la impostacién, le dejaba un sabor de cruel amargura, de concentrado aborrecimiento de ‘si mismo. Sin embargo, descubria ahora que quedaba un antifaz sin uso. Haciendo Cuentas, no recordaba haberse puesto antes aquella méscara que lo miraba como si estuviera viva. La cogié y frente al espejo de cuerpo entero, la estampsé en su rostro estragado por la macilencia. Estudié con detenimiento el retador talante de cinismo, la ‘ 18 sonrisa implica, y entonces sintié que lo rebosaba cierta sensacién de acomodo, de quien descubre sus propias facciones de farsante, su verdadera actitud de impostor. Comprendié que aquel rictus mordaz contra el mismo, era el reflejo infernal y concluyente de su abominable soledad. Huérfano de amigos y de amor, su vida formaba una larga cadena de inautenticidades © hipocresfas sin recompensa, Se detuvo un momento. Lo exasperaba la idea de encarnar al mismo tiempo el papel de director y actor en la abyecta y mediocre comedia de su vida. Aquella imagen moralmente repugnante no podia ser la suya. Se llevé las manos al menton para desprender el latex pero el material escondia sus orillas en el limite con el cuello. Intenté quitar la careta por los pémulos y vio en el espejo que su fisonomia se retorcia en un vano esfuerzo de muecas Irritadas. Por fin logrd prender el velo, o por lo menos eso creyé él, y tiro entonces fuertemente para arrancar de un solo envién la cara postiza. La mascara no cedié: Las ufas entraron profundo en la carne, tifiéndose de rojo. Luego siguieron algunos alaridos que terminaron apagéndose en una fuga de sangre y latidos. Cuando los vecinos echaron abajo la puerta y entraron en la habitacién, hallaron a J. Duval muerto, tendido en el piso, con las manos crispadas sobre la tez rota, como si hubiera pretendido deshacerse de su propio rostro.

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