You are on page 1of 76
| AONE RRM Bet | Teel aah | NON EIRENE |B Aa Ey re Eva agaché la cabeza, cogié su pluma y se puso a escribir. —Eva —volvi6 a decir el sefior Hochstein. Eva agaché todavia més la cabeza, cogié el lapiz y la regla y dibujé la piramide. No le ofa. No queria oir- le. No queria levantarse ni tener que salir a la pizarra. Vaya, se habia movido. Sin mirar tanteé en busca del estuche, pas6 los dedos sobre los objetos: los lapices duros, un pequefio sacapuntas metalico y anguloso, el boligrafo con el clip roto... Pero ni rastro de la goma. Cogi6 su mochila, se la puso en las rodillas y siguid rebuscando con la cabeza agachada. Uno se puede pa- sar mucho tiempo buscando una goma. Una goma es algo muy pequefio dentro de una mochila. —Barbara —dijo el sefior Hochstein. En la tercera fila se levant6 Babsi y se dirigi6 a la pi- zarra. Eva no levant6 la mirada. Pero, aun sin mirar, sa- bia como caminaba Babsi, con sus piernas largas y del- gadas, su pequefio trasero y sus estrechos vaqueros. Eva encontré la goma y volvi6 a colgar la mochila en su sitio. Borré la linea movida y la volvié a trazar. Ke —dijo el sefior Hochstein. —Muy bien, Barbara —dijo el senor Hochstein. Babsi regres6 a su sitio por el estrecho pasillo que habia entre las filas de mesas y se senté. El chirrido de su silla se confundié con el timbre. Tercera hora: gimnasia. Carcajadas y risas ahoga- das en el vestuario, Iba a ser un dia muy caluroso, ya hacia calor. Eva se puso sus pantalones de chandal negros, como siempre, y una camiseta también negra de mangas cortas. Fueron a la cancha de deporte. La sefiora Madler tocé el silbato y todas las chicas se pu- sieron en fila. Balonmano. —Que Alexandra y Susanne elijan los equipos. Eva se agaché, se desaté el lazo de su zapatilla de deporte izquierda y sacé el cord6n para volver a me- terlo. Alexandra dijo: —Petra. Susanne dijo: —Karin. Eva introdujo el cordén por los dos agujeros infe- riores y lo estir6 tirando de los dos cabos hasta que las dos partes quedaron exactamente igual de largas. Karola, Anna, Ines, Nina, Kathrin... Eva fue enhebrando el cord6n muy lentamente. Maxi, Ingrid, Babsi, Monika, Franziska, Christine... Eva se dispuso a hacer el lazo. Cruzé los dos ex- tremos e hizo un nudo. Sabine Miiller, Lena, Claudia, Ruth, Sabine Karl... Eva deslizé los dedos sobre el cord6n, hizo un lazo con cada uno de los extremos y los mantuvo sujetos con el dedo pulgar y el indice de cada mano. Irmgard, Maja, Inge, Ulrike, Hanna, Kerstin... «Tendria que volver a lavar las zapatillas de de- porte —pens6 Eva—, estan hechas un asco». Gabi, Anita, Agnes, Eva. Eva terminé de hacer la lazada y se incorporé. Es- taba en el equipo de Alexandra. Eva sudaba. El sudor le corria por la frente, se des- lizaba sobre sus cejas y seguia bajandole por las meji- llas, a veces se le llegaba a meter en los ojos. Una y otra vez se lo tenia que secar con el antebrazo y con el dorso de la mano. El balén era duro y pesado, le ha- cia dafio en los dedos cuando lograba interceptarlo de pura casualidad. También las otras tenian grandes manchas de su- dor debajo de las axilas cuando termin6 la clase. Eva tegres6 muy lentamente al vestuario y también se re- zag6 al desvestirse. Cuando se cubrié con su enorme toalla y abrié la puerta, solo quedaban un par de chi- cas en las duchas. Se dirigié a una de las duchas del fondo, a la de la esquina. Al ducharse si que se dio prisa, dejé que el agua fria le corriera por la espalda y el vientre, pero por la cabeza no, que si no luego se eternizaba con el secador. Se eché agua en la cara con las manos. Las salpicaduras dejaron manchas oscu- ras en la pared de cemento. Eva se habia quedado completamente sola en las duchas. Se secé con toda tranquilidad y se volvié a poner la toalla sobre los hombros de forma que le tapara el pecho y la tripa. Ya no quedaba nadie en el vestuario. Justo acababa de ponerse la falda, cuando la sefiora Madler abrié la puerta. —jAh, Eva! Todavia sigues aqui. Cuando termines, me traes la llave. Eva se tapé el pecho con los brazos y asinti6. El recreo ya habia empezado. Eva fue a la clase a por su libro y se dirigi6 al patio. Se abrié paso entre las otras chicas hasta que llegé a su esquina, la que daba a la verja: jsu esquina! Se senté al borde del mu- rete de cemento que servia de soporte a la verja y pas6 rapidamente las hojas del libro: buscaba el lugar en donde habia interrumpido la lectura la noche ante- rior. Muy cerca de ella estaban Lena, Babsi, Karola y Tine. Babsi era la mds guapa con diferencia: jhacia falta valor para atreverse a llevar una camiseta blan- ca tan ajustada sin sujetador! Eva encontré la pagina que buscaba: «Miré el cada- ver, aquel cuerpo consumido. Las arrugas de su cara, a pesar de que a lo sumo tendria treinta y cinco afios. Habia fallecido de una muerte muy comin entre los indios. De inanicién. Mastican hojas de coca para no sentir el hambre y de repente, un dia, se derrumban y no vuelven a levantarse». —Ayer estuve en la discoteca. Con Johannes, el hijo del doctor Braun. —jHala, Babsi! ;Qué envidia! ;Y c6mo es de cerca? —Genial, jy no veas cémo baila! Eva continué leyendo su libro, ; Por qué muestras la luz al mundo?: «Me pasé6 de todo por la cabeza, desde la cultura del sibaritismo y de la delgadez hasta la dieta de Hollywood. Desde la eliminacién de exce- dentes de produccién en la Comunidad Econémica Europea hasta los inhibidores del apetito que se reco- miendan en los escaparates de las farmacias». —jFuisteis en su coche? —Pues claro. —Mi hermano le conoce, coinciden en una clase. «Yo sabia que él pasaba hambre. Como yo. Al final tuve que recurrir a los imperdibles, mis caderas se ha- bian reducido alarmantemente y todas las faldas se me caian. Estaba haciendo la dieta de adelgazamiento mis natural que existe: apenas tenia para comer». Las chicas se echaron a reir. Eva ya no podia oir lo que decian, susurraban. Franziska se sent6 junto a Eva. —Qué lees? Eva cerré el libro, manteniendo entre el dedo anu- lar y el coraz6n las paginas que todavia no habia leido. —¢Por qué muestras la luz al mundo? —ley6 Fran- ziska en voz alta—. He oido hablar de él, ;te gusta? Eva asintio. —Es interesante. Y a veces triste. — Te gustan los libros tristes? —Si, creo que un libro es bueno cuando al menos te hace llorar una vez. —Pues, si te digo la verdad, yo nunca Iloro cuan- do leo. Pero, en cambio, en el cine, cuando la historia se pone triste, enseguida me pongo a llorar como una Magdalena. —A mi me pasa lo contrario: en el cine no lloro nunca y, en cambio, al leer, muy a menudo. —Alguna vez podriamos ir juntas al cine, jte ape- teceria? Eva se encogié de hombros. —Por mi... Y ella, gcudndo loraba? ;Qué era lo que al leer la hacia llorar? Pues, la verdad, casi siempre eran pala- bras cursis, como amor, caricias, confianza o soledad. Eva miré a Karola y a Lena. Lena habia rodeado con su brazo a Karola, muy posesivamente, con suma arro- gancia. Asi, exactamente de esa misma manera, era como antes Karola solia rodearla con su brazo. Eva co- nocia esa sensacién calida que le invadia a uno cuan- do otra persona le rodeaba con su brazo, tan abierta- mente y delante de toda la gente, como si fuera lo mas natural del mundo, como si no pudiera ser de otra manera y siempre hubiera sido asi. Hacia dafio verlo desde fuera. ;No sabian los que lo hacian que esa inti- midad mutua que se demostraban hacia dafio a los dems? A los que no tenian a nadie, a los que estaban solos, sin posibilidad de acercarse a otra persona y 11 abrazarse a ella siempre que quisieran y sin pensarse- lo dos veces. Eva se levanto. —Me voy a por un té —dijo. No queria herir a Franziska, la unica que Ja salu- daba cuando entraba en clase por las mafianas. Eva siempre llegaba tarde, en el tiltimo momento. En la esquina de las calles Friedrichstra8e y Elisa- bethstra8e habia un reloj y ahi se quedaba todos los dias hasta las ocho menos cuatro minutos, para no llegar demasiado pronto y ahorrarse asi el matutino «zqué-es-lo-que-hiciste-ayer?». El té estaba aguado y demasiado dulzén. Pero, al menos, estaba caliente. Eva estaba delante del escaparate de la tienda gour- met Schneider. Se habia pegado al cristal del escapa- rate para no tener que ver su reflejo: una Eva borrosa y deforme. No queria verse asi. No tenia que mirarse para saber que estaba demasiado gorda. Casi todos los dias, cinco veces por semana, tenia ocasién de compararse con las otras chicas: cinco mafianas en las que, quisiera 0 no, tenia que ver cémo el resto de sus compajieras se paseaban por ahi con sus estrechos vaqueros. Ella, solo ella, era la unica que estaba tan gorda. Estaba tan gorda que a la gente le daba asco mirarla. Tenfa once 0 doce afios cuando empezé todo: estaba hambrienta a todas horas y nada la saciaba. Ahora, a los quince, ya pesaba ciento treinta y cuatro libras. Sesenta y siete kilos, y no era especialmente alta. Sin ir mas lejos, en ese momento estaba muerta de hambre, cuando salia de clase siempre tenia hambre. Mecdnicamente cont6 las monedas que llevaba en el 49 monedero. Todavia le quedaban cuatro marco: con ochenta y cinco. Los cien gramos de ensalada de aren- que costaban dos marcos. La tienda le result6 fresca después del calor abrasador que hacia en la calle. Al oler la comida, estuvo a punto de desmayarse del hambre que tenia. —Por favor, doscientos gramos de ensalada de arenque con mayonesa —dijo en voz baja a la depen- dienta, que con cara de aburrimiento, detras del mos- trador, se rascaba una oreja perezosamente. Pareci6 necesitar unos instantes para entender lo que Eva queria, pero luego se sacé el dedo de la oreja y cogié un envase de plastico. Cucharada a cuchara- da, fue metiendo los trozos de arenque y las rodajas de pepino hasta que, por tiltimo, dej6 caer sonora- mente otra cucharada de mayonesa encima y colocé el envase encima de la bascula. —Cuatro marcos —anuncié con indiferencia. Como si tuviera mucha prisa, Eva dejé el dinero encima del mostrador, cogié el envase y se fue de la tienda sin despedirse. La dependienta volvié a me- terse el dedo en la oreja. En la calle seguia haciendo mucho calor, el sol bri- Ilaba en el cielo como una enorme bola de fuego. «Pero cémo puede hacer tanto calor en el mes de ju- nio», pensé Eva. El envase que llevaba en la mano es- taba frio. Apresuré el paso; cuando entré en el parque, casi corria. Todos los bancos estaban ocupados por gente que tomaba el sol, los hombres se habian quita- do la camisa y las mujeres se habian levantado las fal- das por encima de las rodillas para que también las piernas cogieran algo de color. Eva pas6 lentamente por delante de los bancos. jLa estarian mirando? jLa estarfan criticando a sus espaldas? jLes haria gracia que una chica tan joven pudiera estar tan gorda? 13 Ya estaba a la altura de los matorrales que separa- ban la hilera de bancos de la zona de los columpios. Répidamente se abri6 paso entre dos zarzas de espino blanco. Las ramas se volvieron a cerrar detras de ella. Alli nadie la molestaria, nadie la podia ver. Se in- clin6 para que la mochila le resbalara por el hombro y se senté en el suelo. La hierba le hacia cosquillas en las piernas desnudas. Abrié la tapa del envase y lo dejé en el suelo. Durante un momento se qued6 mi- randolo fijamente, casi con devocién: los trozos de . arenque, entre rosas y grisdceos, asomaban entre la grasienta y blanca mayonesa. Uno de los trozos de pescado todavia tenia adherida una tira de piel azul plata. Cogié ese trozo con mucho cuidado, apretan- dolo entre el dedo pulgar y el indice, y se lo meti6 en la boca. Estaba frio y su sabor era intenso y algo aci- do. Lo fue desplazando lentamente por la boca con la lengua hasta que también noté el sabor grasiento de la mayonesa, que fue suavizando la acidez. Solo en- tonces empez6 a masticar y a tragar, sus dedos vol- vieron a introducirse en el envase y se llené la boca con trozos de arenque. Lo que quedaba de la salsa lo rebanié con el dedo indice. Cuando el envase estuvo vacio, se levanté con un suspiro y lo tiré debajo de un arbusto. Después se volvié a colgar la mochila del hombro y se alisé la falda con las manos. Se sentia triste y cansada. 14 uando llegé al portal de su casa, Eva puls6 rapida- mente el timbre dos veces. Siempre lo hacia asi. Era la sefial para que su madre encendiera la placa de la cocina, sobre la que ya estaba su comida lista para calen- tar. Cuando Eva llegaba a casa, su madre y su hermano ya habian comido. Berthold solo tenia diez afios y toda- via iba al colegio que estaba a la vuelta de la esquina. Esta vez no se encontré la comida preparada. Habia tortitas con puré de manzana y su madre siempre las hacia justo antes de que se fueran a comer: «Tienen que estar crujientes, porque recalentadas parecen chicle». —2D6nde esta Berthold? —pregunté Eva cuando se senté a la mesa. Algo tenia que decir. —Se ha ido a la piscina. Han suspendido las clases en el colegio por el calor. —Pues ya podrian hacer lo mismo en el instituto de vez en cuando —dijo Eva—. A no ser que consideren, claro esta, que la temperatura en nuestras aulas es lo suficientemente agradable. La madre habia puesto la sartén en la placa y se oy6 un fuerte chisporroteo cuando vacié un cucha- r6n de masa sobre la grasa humeante. 15 — Qué planes tienes hoy? —le pregunté a su hija, mientras daba la vuelta a la tortita. Eva se eché unas cucharadas de puré de manzana en un cuenco de cristal y empezé a comer. El olor a grasa caliente le estaba dando nauseas. —Mami, no quiero tortitas. La madre se qued6 inmévil un instante con la es- pumadera en la mano, sosteniendo la tortita en alto, y miré a su hija sorprendida. —zY eso? ;Te encuentras mal? —No. Lo que pasa es que hoy no quiero tortitas. — Pero si a ti te encantan las tortitas! —No he dicho que no me gusten las tortitas, solo he dicho que hoy no me apetecen. —jPues no lo entiendo, siempre te han gustado! —Hoy no. La madre se enfad6: —Mira, si con el calor que hace te crees que me pongo a cocinar para luego tener que oir que no quie- res comer... jPaf! La tortita ya estaba en el plato de Eva. —Ademiés, te he estado esperando, jsabes? —la ma- dre vertié otro cuchar6n de masa en la sartén—. jPor- que yo queria estar en casa de la tia Renate a las dos! —iY por qué no te has ido? jYa no soy una nifia pequefia! La madre dio la vuelta a la segunda tortita. —Si, claro, eso es lo que dices ahora, pero, en rea- lidad, si yo no me ocupo de tu comida, no comes nada decente en todo el dia. Mecénicamente, Eva cubrié la tortita con puré de manzana. La de la sartén también estaba lista. —Pero ni una mas, jvale, mama? —pidi6 Eva. La madre habia retirado la sartén de la placa y se estaba poniendo una blusa limpia. 16 —Renate me prometié hacerme un vestido de ve- rano y jen los grandes almacenes he encontrado una tela de cuadros mas bonita...! Muy barata, por cierto, solo seis marcos con ochenta el metro. —Pero con lo bien que sabes coser, por qué tienes que seguir yendo a casa de esa mujer a que te haga los vestidos? —dijo Eva. —No digas «esa mujer», es la tia Renate. —No es mi tia... —Pero es mi amiga y te tiene carifio. Ademas, jhas olvidado la cantidad de ropa bonita que te ha hecho? Era cierto. Siempre encontraba tiempo para hacer un vestido o una falda para Eva y, en el fondo, que luego no le quedaran bien tampoco era su culpa. A Eva siempre le quedaba mal la ropa. —Qué vas a hacer hoy por la tarde? —le pregun- t6 su madre. —No lo sé todavia. Deberes. —Pero, hija, no te puedes pasar el dia estudiando, también tienes que divertirte. A tu edad, yo hacia tiempo que salia con chicos. —Mami, por favor, no empieces. —Lo digo por tu bien. Solamente tienes quince afios y te pasas el dia metida en casa como un alma en pena. Eva lanz6 un sonoro gemido. —Vale, vale. Ya sé que no soportas que te dé con- sejos. Pero a lo mejor alguna vez te podria apetecer ir al cine, 3no? ;Quieres que te dé algo de dinero por si acaso? —La madre abrié el monedero y dejé dos bi- lletes de cinco marcos encima de la mesa—. No hace falta que me lo devuelvas. —Gracias, mama. —Bueno, me voy. No volveré antes de las seis. Eva asintié, pero su madre ya no la veia, la puerta de la casa se cerré detras de ella. 17 Eva lanz6 un suspiro: jsu madre y Renate! Eva no la tragaba. jLa tia Renate! Eva evitaba dirigirse a ella di- rectamente. Su hermano Berthold no dejaba de sor- prenderla cada vez que decia «tia Renate» y la dejaba acariciarle la cabeza, jle resultaba tan facil! «Le gus- tan tanto los nifios... La mayor desgracia de su vida ha sido no tener hijos», le dijo una vez su madre. Y Eva no habia terminado de creérselo porque, una de dos, 0 no lo sentia como una desgracia o lo disimula- ba muy bien. «ZQué me cuentas, Eva? zQué tal el colegio? ;Ya tienes novio?». Su cara redonda contrayéndose al emitir el consabido jji-ji, ja-ja!, sus labios carnosos y pintados de rojo que mostraban, al gesticular, unos dientes blancos y relucientes, sus brazos rollizos tra- tando de colgarse de Eva... jY el escote! Aquella pro- nunciada zanja por la que se atisbaba la sombra que se producia entre los exuberantes pechos encorseta- dos: «No hay por qué esconder lo que se tiene, ja que no, Marianne?». Y la madre de Eva habia asenti- do, dandole la razén. Porque su madre siempre asentia y daba la razén a todo lo que decia su amiga. En cambio, Eva, puesto que la mitad de la humani- dad tenia pecho, no veia ningun motivo para creerse tan especial ni para alardear de ello con tanta osten- tacion. Eva se fue a su habitacién. Metié una cinta de Leo- nard Cohen en el equipo de musica y lo puso a todo volumen. Eso solo lo podia hacer cuando su madre no estaba en casa. Se tumbé en la cama. La voz pro- funda y ronca se aduefé de la habitacién con sus canciones lentas e hizo vibrar la piel de Eva. Abrio el cajén de la mesilla de noche. Efectiva- mente, todavia le quedaba una tableta de chocolate. Se volvio a dejar caer en la cama y empezé a desen- 18 volver el papel de plata con mucho cuidado. Era una suerte que su habitacién diera al este porque, aunque el chocolate estaba blando, todavia no se habia derre- tido. Partié una onza, la volvi6 a partir por la mitad y se meti6 los dos trozos en la boca: jla dulzura de una caricia amarga! Una dulce amargura que acaricia, una caricia dulce que amarga. Acariciar con dulzura, llorar amargamente. Eva se metié rapidamente otro trozo de chocolate en la boca y se estir6. Se qued6 tumbada con los brazos cruzados debajo de la nuca, la rodilla derecha flexionada y el muslo izquierdo apoyado sobre ella, y se miré fijamente el pie izquier- do, descalzo. Qué delicado parecia en comparacién con sus pantorrillas y sus muslos gordos y amorfos. Balances el pie muy levemente hacia arriba y hacia abajo y se dio cuenta de lo bonitas que eran las ufas de sus dedos. «Tienen forma de media luna», pens6. Su madre tenia unos callos muy grandes en los pies, que eran planos y muy anchos: sinceramente, nunca habia visto nada mas feo. Los dedos, a la altura de la primera falange, se le torcian hacia dentro. A Eva le daban repeltis los pies de su madre, sobre todo en ve- rano, cuando se ponia sandalias, y los callos, hincha- dos y enrojecidos, oprimidos por las finas tiras de cue- ro, se abultaban todavia mas y asomaban entre ellas. Eva volvi6 a echar mano del chocolate. Leonard Cohen cantaba: «She was taking her body so brave and so free. If lam to remember, it’s a fine memory». Su mente lo tradujo automdticamente: «Mostraba su cuerpo con tanto valor y tan libremente. Si pienso en ello, es un hermoso recuerdo». El chocolate se hizo amargo en su boca. El sabor ya no era exquisitamente amargo, sino desagradable. Acre. Ardiente. Eva no soportaba ese sabor, trag6. «No deberia comer chocolate. Ya estoy suficientemente gor- 19 da, jmas que gorda!». Se propuso no cenar, en todo ‘caso un yogur pequeno, pero solo a lo mejor. El amar- gor no se le iba de la boca. She was taking her body so brave and so free! Seguro que esa mujer, la de la can- cién de Leonard Cohen, tenia un cuerpo bonito, uno como el de Babsi, con poco pecho y piernas finas y esbeltas. Pero, entonces, por qué decfa que era va- liente? ;Como si fuera un acto de valor mostrarse a los demas cuando se es guapa! —Estas demasiado gorda —habjia vuelto a decirle su madre hacia poco—. Como sigas asi, en breve ya no entraras en las tallas normales. Y su padre, con una sonrisa de oreja a oreja, habia dicho mientras hacia una insinuaci6én con la mano: —Déjala, a muchos hombres les gusta tener algo que agarrar. Eva, roja como un tomate, se levanté de la mesa. —Pero, Fritz —exclam6 su madre—, jc6mo dices esas cosas delante de la nifia! Y «la nifia», furiosa, cerré la puerta al salir de la ha- bitacién dando un portazo. Su madre la siguié a su habitacion y le dijo: —Eva, no exageres. jPor qué serds tan sensible! Tu padre no lo decia en serio. Pero Eva no respondié. En silencio y en sefial de protesta, esparcié sus cuadernos y sus libros encima del escritorio. Su madre, sin saber qué hacer, se que- d6 en la puerta todavia un rato y después se fue. «A los hombres les gusta tener algo que agarrar —pens6 Eva con furia—. Como si yo simplemente existiera para que cualquier asqueroso tuviera algo que agarrar». Apag6 el radiocasete. Leonard Cohen enmudeci6. Eva estaba inquieta. Se qued6 indecisa en medio de la habitacién y miré a su alrededor. ;Leer? No. 20 éHacer deberes? Tampoco. jTocar el piano? Menos todavia. {Qué otra cosa podia hacer? Ir de paseo. jCon aquel bochorno! Aunque a lo mejor nadar un poco... No era tan mala idea teniendo en cuenta el calor que hacia. Pero, a pesar de todo, seguia sin decidirse. Por un lado, la idea del agua la tentaba, pero, por otro, siempre se moria de vergiienza cuando iba en bafia- dor. Nunca se ponja biquini. En el mes de mayo se habia comprado un bafador; muy caro, por cierto. A su padre le habian subido el sueldo. Muy satisfecho, habia sacado su cartera de piel de cerdo sin tefiir, un regalo de Navidad de la abuela, y le habia puesto a Eva un billete de cien en la mano. —Cémprate algo bonito. —Un banador —habia dicho su madre—. Te hace falta un bafiador. Al dia siguiente, Eva ya estaba en el probador, gor- disima y delante del espejo, y lo unico que queria era echarse a llorar de desesperacién. She was taking her body so brave and so free. Eva se angustié muchisimo al pensar que la dependienta pudiera correr las cortinas y verla asi. —Qué tal? {Te traigo una talla mas grande? Era un recuerdo horrible. Incluso ahora, solo con acordarse, Eva podia sentir de nuevo perfectamente la vergiienza que habia pasado y lo indefensa que se habia sentido. —jMierda! —dijo en voz alta en su habitacién. Cogié el bafiador y, poco después, la puerta de la casa se cerré con un golpe detras de ella. A Eva le en- cantaba dar portazos, en realidad era la unica forma que tenia de demostrar enfado. ;Qué podia hacer si no? gGritar? Cuando alguien ya de por si tenia pinta de elefante torpe y pesado, era aconsejable atraer mas la atenci6n de la gente? Al contrario. 21 evaporarse del asfalto y que le quemaba en los ojos la abofeted. Empezaba a arrepentirse de no haberse quedado en su habitaci6n, tan fresca y silen- ciosa. Decidié ir por el parque. Tardaria un poco mas, pero seguro que, cobijada por los drboles, el calor no resultaria tan insoportable. Los bancos del parque estaban practicamente va- cios a esa hora. Pas6 por delante de los arbustos entre los que, escondida, se habia comido la ensalada de arenque. Miré la gravilla del camino. Era marr6n con ciertos toques de amarillo, y la capa de polvo que cu- bria los dedos de sus pies también era de ese mismo marron amarillento. En ese momento chocé con al- guien, dio un traspié y se cayé al suelo. —jVaya! —oy6 exclamar—. {Te has hecho dafio? Eva levanté la cabeza. Delante de ella habia un chico, aproximadamente de su edad, que le tendia la mano. Desconcertada, cogié la mano que le ofrecia y dejé que la ayudara a levantarse. Luego, el chico se agaché y recogié la toalla y el bafiador, que se habian caido al suelo. Se los dio. Eva volvié a enrollarlos. (Jeers Eva salié a la calle, el calor que parecia 22 —Gracias. El rasgufo que se habia hecho en la rodilla escocia. —Ven —dijo el chico—. Vamos a la fuente, ahi te podras limpiar la herida. Eva bajé la mirada. Asinti6. El chico se rio. —Venga, no te quedes ahi parada. La cogié de la mano y ella le siguié hasta la fuente cojeando. —Me llamo Michel. Bueno, para ser mas exactos, Michael, pero todo el mundo me llama Michel. Y ti? —Eva. Ella le miraba de reojo. Le gustaba. —Eva. El chico repitié su nombre alargando mucho la e y con una amplia sonrisa. Ella estaba confusa y se sin- tid atacada por esa sonrisa. —Y tu de qué te ries? —estall6—. No, no hace fal- ta que me lo digas, sé mejor que nadie lo ridiculo que resulta que hayan puesto el nombre de Eva a un ele- fante como yo. —Pero a ti qué te pasa? —pregunt6 Michel—. ;Qué te he hecho? Oye, si no te gusta mi compaifiia, me voy. Pero no se fue. Poco después, Eva estaba sentada en el borde de la fuente. Se habia quitado las sandalias y sumergié los pies descalzos en el agua. Apenas cubria. Michel estaba dentro de la fuente, cogia agua haciendo un cuenco con las manos y la vertfa sobre la rodilla heri- da. Escocia, un reguerillo marrén sanguinolento re- corria la tibia de Eva. —Cuando llegues a casa, deberias ponerte una tirita. Ella asinti6. Michel se puso a andar alegremente por la fuente mas tieso que una escoba. Eva no pudo contener la risa: oo —La verdad es que yo queria ir a la piscina, pero una fuente es igual de refrescante. —Y, ademas, gratis —repuso Michel. Eva se metié de un salto en la fuente y levanté una cortina de agua. Se agaché y se refrescé el rostro aca- lorado. Después volvieron a sentarse en el poyete de la fuente. —Si tuviera dinero, te invitarfa a una Coca-Cola —dijo Michel—. Pero me temo que... Eva rebuscé un rato en el bolsillo de su falda y, por fin, sacé un billete de cinco marcos que sostuvo de- lante de Michel. —Toma. Si todavia te apetece, puedes invitarme —dijo sonrojandose. Michel volvié a reirse. Tenia una risa muy bonita. —Eres una chica muy rara. Cogi6 el billete y, durante un instante, sus manos se tocaron. —iQué bien! Ahora soy rico —grit6 loco de con- tento—. ;Qué le apetece tomar a una dama tan dis- tinguida? gUna Coca-Cola 0 una limonada? Uno junto al otro, fueron paseando hasta la terra- za que habia al otro lado del parque. Era la primera vez que estaba a solas con un chico, aparte de su her- mano, claro. Siempre que podia, le miraba de reojo. —Eva es un nombre muy bonito —dijo Michel, de repente—. Quiza algo pasado de moda, pero a mi me gusta. Todavia quedaban dos sillas libres arrimadas a una mesa que estaba bajo un gran platano. La terraza es- taba a rebosar. La gente reia, charlaba y bebia cerve- za. La Coca-Cola estaba helada. —Qué suerte que nos hayamos encontrado, me es- taba muriendo de aburrimiento. —A mi me pasaba lo mismo. A —~Cudantos afios tienes? —le pregunté Michel. —Quinee, jy ti? —También quince. — En qué curso estés? —pregunté Eva. —Termino este ajio la ensefianza obligatoria. Ya no me queda nada, en breve podré decir adiés a los li- bros para siempre. —Yo también, pero seguiré estudiando. —2Si? Los dos se quedaron callados y siguieron sorbien- do ocasionalmente sus Coca-Colas con las Pajitas. «Si no digo algo pronto, pensaré que soy tonta y aburrida —pens6 Eva—. Aunque él tampoco dice nada». —Y si no vas a seguir estudiando, zqué quieres ha- cer cuando dejes el instituto? —zYo? Quiero ser marinero. Claro, ahora mismo no, pero dentro de un par de afios ya verds. éSabes? Es que no sirvo para pasarme la vida yendo de traba- jo en trabajo con la esperanza de encontrar un puesto fijo. Me niego, jqué pérdida de tiempo! Tengo un tio en Hamburgo que ya me esta buscando trabajo en un barco. Lastima que al principio solo pueda enrolarme como grumete, pero tendré que aprender primero, éno? Mi tio conoce a mucha gente, seguro que en- cuentra algo. En cuanto tenga el certificado de estu- dios en la mano, jalla que me voy! Eva sintié una punzada. Aquel chico se iba a ir y, ademas, dentro de poco. «jSeras tonta!», pens6 y se oblig6 a esbozar una sonrisa. —A mi todavia me quedan varios afios de instituto. —Yo seria incapaz, me aburre eso de hincar el codo. —A mi me divierte. Michel lanz6 un sonoro eructo. La camarera pasé de largo. Michel la llamo y pagé. La vuelta era un 95, marco. El lo cogié y se lo guard6. «Ese marco, en rea- lidad, es mio», pens6 Eva. Michel le pregunté: — Todavia te duele la rodilla? Eva sacudié la cabeza. —Ya no, pero quiero irme a casa. / Fueron caminando uno junto al otro, a un paso uni- forme y sosegado. No se tocaban, pero procuraban acompasar la longitud y la velocidad de sus pasos. —jTe apetece que vayamos maifiana a la piscina? —pregunto Michel. Eva asintio. —{A qué hora quedamos? —A las tres en la fuente, jte viene bien? Cuando llegaron a casa de Eva, se despidieron. —jHasta mafiana, Eva! —jAdiés, Michel! Berthold y su madre todavia no habian regresado. Eva miré el reloj. Las cinco y cuarto. Todavia queda- ba media hora para que llegara a casa su padre. Eva fue al baiio y abrio el grifo. Se refrescé las manos y los brazos con el chorro de agua que caia y se mir6é en el pequefio espejo que habia encima del lavabo. Sus mejillas habian cogido color. Le quedaba bien, estaba hasta guapa. En el fondo, no tenia una cara tan fea y su cabello era realmente bonito, rubio oscuro y riza- do, y en la frente, donde nacia, se le ensortijaba y era mucho mis claro. Se llevé las manos a la coleta y sol- t6 el pasador que la sujetaba. «Pero si casi parezco una madonna con el pelo suelto. Cuando esté delgada, nunca me lo recogeré», pens6. Con un par de movimientos enérgicos y decididos volvié a recogerse el pelo en una coleta y a sujetarla 26 con el pasador. Luego se puso a hacer los deberes. Normalmente no le costaba tanto concentrarse. Oy6 que alguien abria con la Ilave la puerta de la casa. Su padre volvia del trabajo. Rapidamente, eché un vistazo a la habitacién y alis6 la colcha de la cama. A su padre le gustaba que todo estuviera perfecta- mente ordenado. A veces llegaba a ser tan puntillo- so... E impredecible, porque nunca se sabia de qué humor iba a aparecer por la puerta. Si estaba de ma- las, se podia pasar horas enteras echando la charla por un jersey tirado en el suelo o por una mochila de- jada en una esquina del pasillo. Su madre solia dar un repaso a toda la casa como muy tarde a eso de las cinco para ver si habia algo tirado por el medio. «Para qué darle un disgusto si lo podemos evitar —decia—. Ojala fuera siempre tan facil». Mientras pensaba todo esto, Eva trataba al mismo tiempo de comprender por qué a veces su padre la sacaba de quicio, qué era lo que tanto le molestaba de aquel hombre, al que a veces incluso llegaba a detes- tar... Justo en ese momento, su padre abrié la puerta de su cuarto. — Buenas tardes, Eva! Asi me gusta, que seas apli- cada. Su padre se habia quedado parado detras de ella y le daba palmaditas en la cabeza. Eva tenia la cabeza practicamente enterrada en el libro de Inglés y se ale- gr6 de que no pudiera verle la cara. Tuvo que conte- nerse para no morder aquella mano, la mano que la alimentaba. a7 Ila. Ya casi era de noche, apenas entraba luz por la ventana abierta. El aire hacia ondear las cortinas. Agradecida, not6 que entraba una ligera brisa: por fin habia refrescado un poco. Se tap6 con la fina saba- na con la que se cubria cuando las noches eran mas calurosas y busc6 una postura cémoda. Se sentia sa- tisfecha consigo misma porque habia conseguido ha- cer oidos sordos al serm6n de sus padres en la cena y, al final, solo se habia tomado un yogur. Si aguantaba asi dos o tres semanas mas, seguro que adelgazaria unos cinco kilos. «Sé que tengo suficiente fuerza de voluntad —pensé—. Estoy segura de que tengo sufi- ciente fuerza de voluntad. Lo poco que he cenado esta noche es una prueba de ello». Contenta, rodé sobre si misma y se puso de lado, mientras deslizaba su almohada preferida bajo la ca- beza. «En el fondo, no es necesario comer tanto. Por ejemplo, el chocolate que me comi por la tarde sobra- ba. Cuando esté delgada, volveré a cenar algo mas. Entonces, podré comer tranquilamente todo lo que quiera, gquizé hasta una tostada untada con mante- Ke apreto el interruptor de la lampara de la mesi- 28 quilla y con una o dos lonchas de salmén?». La boca se le hizo agua al pensar en esas lonchas rosadas, ve- teadas con esas lineas mas rojizas, que nadaban en aceite. Le encantaba el sabor ligeramente penetrante y fuerte del salm6n. jEspecialmente cuando se ponia encima de una rebanada de pan caliente en la que se estuvieran derritiendo unos trozos de mantequilla! En realidad, preferia cualquier cosa salada o picante antes que los dulces. Ademas, no engordaban tanto. Por ejemplo, el beicon con cebolla y salsa de rabano picante también resultaba delicioso. ;O una sopa de judias pintas bien salpimentada! Si ahora se comia un trocito muy pequefio de sal- m6n, tampoco pasaria nada. A partir de mafiana, en cuanto se levantara de la cama, empezaria a hacer el régimen en serio. Aunque mejor no, jtenia fuerza de voluntad! Pensé en todas las veces que se habia pro- puesto firmemente dejar de comer o, al menos, con- trolarse con la comida y cémo en cada una de esas ocasiones al final habia sido demasiado débil. jPero esta vez no! Esta vez era distinto. Con toda la tran- quilidad del mundo iba a ser capaz de ver cémo su hermano engullia sin parar y cémo su madre saborea- ba la sopa, haciendo hincapié cansinamente en lo rica que estaba. Ni siquiera parpadearia cuando su padre Se pusiera esas lonchas tan gruesas de jamén encima del pan, con su manera tan puntillosa de colocarlas, tan perfectamente distribuidas y adornadas con esos pequefos pepinillos franceses cortados por la mitad. Esta vez, todo eso la iba a dejar completamente indi- ferente. Esta vez, cuando volviera a casa después de clase, no se pararia delante de la tienda gourmet ni aplastaria la nariz contra el cristal del escaparate. No volveria a entrar y a comprar ensalada de arenque por cuatro marcos para luego metérsela en la boca con 29 los dedos y engullirla apresuradamente y a escondi- das en el parque. jEsta vez no! Y dentro de un par de semanas, sus compafieras de clase dirfan: «Pero te has fijado en lo guapa que es Eva. {Mira que no habernos dado cuenta antes!». Y, muy posiblemente, los chicos empezarian a dirigirle la palabra como a las otras chicas y hasta la invitarian de vez en cuando a ir a la discoteca. Y Michel se ena- moraria perdidamente de ella porque era muy gua- pa. Al pensar en todo esto, sinti6 que un calor muy agradable inundaba su cuerpo. Tenia la sensacién de estar flotando, como si se estuviera deslizando por la habitacion, leve e ingravida. Se sentia feliz y libre. Cémo le apetecia en ese momento una loncha fina de salmén ahumado. Una que fuera muy, muy fina y que previamente hubiera sostenido en alto un buen rato para que soltara todo el aceite. No pasaria nada por comérsela, y menos ahora, cuando todo se iba a arreglar, porque, de todas maneras, dentro de poco estaria muy delgada. Se levant6 de la cama sin hacer ruido y se fue a la cocina de puntillas. Hasta que no cerré la puerta de- tras de si, no pulsé el interruptor de la luz. Luego abrié la nevera y alarg6 la mano para coger el envase del salm6n. Todavia quedaban tres lonchas. Sacé una, cogiéndola de un extremo con el dedo pulgar y el indice, y la mantuvo en alto. Lo que en un princi- pio fue un reguerillo de aceite que se escurria del salm6n ahumado poco a poco se redujo a un goteo cada vez mas esporddico. Una gota mas. Eva sostu- vo la fina loncha contra la luz. jPero qué color! La sa- liva se le acumulaba en la boca y tuvo que tragar de pura ansiedad. «Solo una», pens6. Entonces abrié la boca y dejé que el salmon cayera dentro. Lo apretd contra el paladar con la lengua, lentamente, casi con 30 ternura, y empez6 a masticar, también lentamente, saboredndolo. Luego se lo tragé de una vez. Ya no es- taba. Su boca se habia quedado demasiado vacia. Ra- pidamente se metié en la boca las otras dos lonchas. Esta vez no esperé a que escurriera el aceite, tampoco c tom6 tiempo para notar el sabor, tragé casi sin mas- icar. En el envase de plastico transparente solo queda- ba aceite. Cogié dos rebanadas de pan blanco y las meti6 en el tostador. Le parecié que el pan tardaba una eternidad en salir. No podia aguantar ni un se- gundo mas. Impaciente, levanté la palanca que ha- bia en uno de los laterales del aparato y las rebana- das de pan salieron propulsadas. Todavia seguian practicamente blancas, pero estaban calientes y olian bien. Rapidamente, las unt6é con mantequilla y obser- v6 con fascinacién cémo se iba derritiendo, primero por los bordes, donde la capa era mucho mis fina, y luego en el centro. En la nevera todavia quedaba un buen trozo de gorgonzola, el queso preferido de su padre. No perdié el tiempo en cortarse un trozo con el cuchillo, directamente le dio un buen mordisco y luego otro al pan, otro mordisco al queso... Mordi6, mastic6, engullé y volvid a morder. Qué nevera mas maravillosa y qué bien surtida. Un huevo duro, dos tomates, unas lonchas de jamén y un poco de salami siguieron al salm6n, a las tosta- das y al queso. Extasiada, Eva masticaba y masticaba: solo era boca. / Pero, entonces, se sintid muy mal. Cuando, de re- a, se dio cuenta de que estaba en la cocina, con la luz del techo encendida y la puerta de la nevera abierta. Eva llor6. Los ojos se le Ilenaron de lagrimas que luego cayeron por sus mgjillas mientras, moviéndose 31 muy despacio, cerraba la nevera, limpiaba las migas de la mesa, apagaba la luz y regresaba a la cama. Se eché la sébana por encima de la cabeza y ahogé un sollozo en la almohada. 32 cidos. En un primer momento, deseé poder que- darse en casa y no salir de la cama, estar enferma. No queria tener que levantarse y pasarse otro dia me- tida en clase, sufriendo y amargada, y menos todavia recordar la noche pasada. Ni esa ni muchas otras. Volvi6 a cubrirse con la sabana lenta y pesadamen- te. Estaba exhausta. Su madre entré en la habitacién. —Pero, hija, jque ya son las siete! A qué esperas para levantarte? —Y al ver que Eva ni siquiera saca- ba la cabeza de debajo de las sébanas, pregunt6—: {Qué te pasa? ;Te encuentras mal? Eva se incorpor6. —No. —Pero, hija, ;qué te ocurre? Su madre se senté junto a ella y la rodeé con los brazos. Durante un instante, un brevisimo instante, h dia siguiente, Eva se levanté con los ojos enroje- _ Eva se dejé abrazar. El olor de su madre era cdlido y ‘muy agradable, todavia no olia a pasta de dientes ni a laca de pelo. Pero enseguida se dominé de nuevo, ape- nas se concedié ese brevisimo instante de consuelo. —No he dormido bien —dijo—. Eso es todo. 33 En el instituto fue como siempre desde que Fran- ziska entr6 por primera vez en clase... Si, Franziska, porque, por muy increible que pareciera, ya habian pasado cuatro meses y seguia sentandose con Eva. Eva no habia compartido con nadie el pupitre que estaba al lado de la ventana en la tiltima fila durante mucho tiempo, casi dos afios. No siempre habia sido asi, antes era Karola la que todas las mafianas le conta- ba lo que habia hecho el dia anterior, y Eva (gacaso ella hacia algo que valiera la pena contar?) absorbia cada una de sus palabras como una esponja, apropidndose, en cierta manera, de la vida de Karola: los cumpleaiios, las peliculas, la tia que era una famosa actriz, sus cla- ses de equitacién... Eva habia compartido todo esto con su amiga hasta que esa otra vida se volvi6 insipida y empalidecié, reduciéndose a celos y a mera envidia. Karola y Lena, Lena y Karola. Lena, dofia Elegancia. —Lena también sabe montar a caballo, ;no te parece estupendo? Hemos quedado el domingo que viene... Eva habia asentido. —jQué bien! Eva dej6 que Karola siguiera hablando, sonri6, dijo que si queriendo decir que no. Cémo le hubiera gus- tado gritar, despotricar y arrancarle a Lena su larga cabellera rubia, pero se limité a sonreir. En cuafito se le presenté la primera ocasi6n, pidié cambiarse al pitre que estaba libre al lado de la ventana en la ma fila. Sola. Karola y Lena se quedaron en el pupitre de delante. Eva tenia que ofrlas cada majfiana contarse cotilleos: —iAy, Lena! ;Sabes que ayer en la fiesta...? jSi vie- ras el jersey tan bonito que me ha regalado mi madre! Eva también podia ver cémo Karola le acariciaba la mano a Lena. Eva sabia lo suaves que podian ser las manos de Karola. 34 Hasta que un dia, hacia cuatro meses, aparecié Franziska por la puerta de la clase, una chica de pelo largo y delgada. —Si, soy de Francfort. A mi padre le han ofrecido trabajo en un hospital cerca de aqui y nos acabamos de mudar. Y el sefior Hochstein habia dicho: —Siéntate con Eva. Franziska salud6 a Eva con un apretén de manos, su mano era pequefia, mds pequefia que la de Berthold, y se senté a su lado. El sefior Hochstein le pregunt6 qué era lo tiltimo que habjan visto en clase de Mate- maticas en su antiguo colegio y, al constatar que iban retrasados en el temario, con una sonrisa que, en rea- lidad, mas que sonrisa habia sido una mera contrac- ci6n muscular que estiraba lateralmente su boca, alargandola, y que Eva odiaba con toda su alma, se volvi6 hacia la clase y dijo: —Me temo que a Franziska le va a costar mucho tiempo y trabajo alcanzar el nivel medio de la ense- fianza bavara. Eva, al darse cuenta de que Franziska se ponia roja —parecia una nifia, tan avergonzada como Berthold cuando su padre hacia alguno de sus comentarios sar- csticos—, se levanté de su asiento y dijo en voz alta para que todo el mundo la oyera: —Sefior Hochstein, quiere decir con eso que en Baviera somos mis inteligentes que en Hessen? Karola se volvié hacia ella y susurr6: —Bien dicho. —No, claro que no —balbuced el sefior Hochstein, al verse rodeado de todas aquellas sonrisitas malicio- sas y recriminatorias de sus alumnas—. No lo decia en ese sentido. Me referia unica y exclusivamente al _ plan de estudios, ya sabes... 35 Eva recordaba haberse asustado de su propia re- accion. —Gracias —habia susurrado la chica sentada a su lado. Cuando la clase terminé, el sefior Hochstein vol- vio a dirigirse directamente a Franziska: —Tienes suerte de tener como compajiera a nues- tro genio en Matemiticas. Eva te serd de gran ayuda. En esa ocasién, Eva no estuvo segura de que lo di- jera para burlarse de ella. Por el tono le dio la sensa- cién de que, en realidad, creia estar dandole a Fran- ziska un buen consejo. Franziska seguia sentandose con Eva. Todavia las Matemiaticas se le daban bastante mal, y eso que Eva lo primero que hizo al dia siguiente fue darle sus vie- jos cuadernos, después de haberse pasado toda la tar- de buscdndolos. Pero lo mds asombroso de todo era que todavia siguiera dirigiéndole la palabra. Hablaba con ella de los profesores y todas las mafianas la salu- daba con un apretén de manos. —Te pasa algo? —No, {por qué lo dices? —wNo tienes muy buena cara. —Me duele la cabeza. —Y por qué no te has quedado en casa? Eva no respondié. Empezé a sacar los libros de la mochila. Odiaba esa aula. Odiaba ese edificio. {Todos los dias lo mismo, una y otra vez! jCuatro afios! Y le quedaban, como poco, otros cuatro por delante. Casi no podia ni imaginarselo. A primera hora, Matematicas con el senor Hochstein; a segunda, Aleman con la sefio- ra Peters; a tercera hora, Biologia con la sefiora Wittrock; a cuarta, Inglés con el sefior Kleiner; a quinta, Arte con 36 el sefior Hauser; y a sexta, Francés con la sefiora Wen- del. Y en todas las asignaturas tenia que destacar. Examen de Inglés. Habia estado estudiando para ese examen hasta la noche anterior. Karola, en el pupitre de delante, gimid: —Lo que me faltaba. ;Cémo quieren que estudie- mos con este calor? Ayer, por ejemplo, no fui capaz de irme de la piscina hasta que no empez6 a refrescar a las siete. «Sera gansa —pensé Eva—. Siempre se queja, pero nunca hace nada. La culpa es suya y de nadie mas». —Franziska, gme pasas las respuestas? —le pidid Karola entre susurros. Franziska le dio a entender que si con una ligera inclinacién de cabeza. Su madre era inglesa y ella ha- blaba inglés mejor que el seftior Kleiner. Eva se puso a escribir. Franziska le paso un trozo de papel. —Para Karola —le dijo en voz baja. Eva se lo devolvié. —wNo seas asi. jPdsaselo! Y aunque Eva dijo que no con la cabeza sin levan- tar la mirada, casi imperceptiblemente, le habria gus- tado sacudirla con fuerza, para que todo el mundo se diera cuenta, y gritar: «jNo! Se pasa la vida en la pis- cina, en fiestas 0 en la discoteca, jtodo el dia de juerga sin hacer nada! zPor qué encima tiene que sacar bue- nas notas?>. Franziska, al ver su casi imperceptible negativa, se incliné hacia delante y ligeramente hacia la derecha para poder dejar caer la chuleta por encima del hom- bro de Karola. Al sefior Kleiner le bastaron un par de pasos para colocarse a su lado, cogié la hoja de examen de Fran- Ziska y se la llev6 a su mesa. Con su rotulador rojo 37 taché lo que habia escrito con un trazo transversal muy grueso. Ni una palabra, nadie dijo nada. Franziska se que- d6 sentada, impasible, ni siquiera pestafeé. «Ella se lo ha buscado —pensé Eva—. La culpa es suya. Na- die la ha obligado a hacerlo». Aunque, luego, pun- tualiz6: «La verdad es que Karola también tiene parte de culpa. ;Por qué nunca hace nada y luego lloriquea para que los demas la ayuden?». Cuando lleg6 la hora del recreo, Franziska no se acercé a Eva. 38 las tres en punto, Eva estaba en la fuente. Se habia puesto la blusa azul marino y la falda estrecha a juego —los colores oscuros adelgazan— que la tia Renate le habia hecho para el verano. Michel todavia no habia llegado. Eva limpié el bor- de de la fuente con la palma de la mano. Una nube de polvo se levant6 para luego volver a posarse lenta- mente. Se enfadd al ver que unas nubecillas grises también se posaban sobre su falda y que de tanto fro- tar, al intentar limpiarlas, lo unico que consiguié fue jue el polvillo, més claro, penetrara en la tela de lino oscura. La piedra estaba caliente. No iba a aguan- tar mucho tiempo plantada a pleno sol al borde de la fuente, como si fuera una estatua, Ilamando la aten- cin de la gente. Se senté bajo un arbol. «Seguro que no viene —pens6—. {Por qué iba a ir? Conocera a otras chicas més guapas y delga- ». Cogié una pequefia margarita y la giré lenta- ite entre los dedos indice y pulgar. __«¢Pero por qué espero? Si ya sé que no va a venir... f que con Karola, me podia pasar una hora espe- lo en una esquina para luego tener que volverme 39 a casa. Y, encima, al dia siguiente, Karola se sorpren- dia cuando se lo decia. Se habia olvidado, asi, sin mas: “Lo siento, Eva, se arm6 tanto jaleo en casa... Es que vino mi tia de visita. Si, esa, ya sabes quién, {no?”». Y, por supuesto, Eva sabia a quién se referia, com- prendia, asentia y sonreia. Michel seguia sin venir. ;De qué se extrafiaba? No iba a venir. Dentro de una hora, Eva se iria a casa tris- te y decepcionada y, al llegar, se tiraria en la cama y se pondria a llorar. Después se lavaria la cara con agua fria y, a lo mejor, se comeria una onza de choco- late y volveria a sonreir. Ya lo habia hecho antes, hacia mucho, mucho tiem- po, eso de meterse una onza de chocolate en la boca y volver a sonreir. Era extrafio que se acordara de aque- ilo precisamente en aquel momento. Ocurrié cuando Erika se mud6 de casa, si, Erika, su amiga, de la que no se habia separado desde la guarderia. Estaban en segundo cuando los padres de Erika decidieron mu- darse y se la llevaron, se la quitaron. Y su madre la habia cogido a ella, a Eva, en brazos y le habia dado una tableta de chocolate. —Qué otra cosa puedo hacer? —le habia dicho a la tia Renate—. jEs tan sensible! Y la tia Renate habia asentido diciendo: —Si, si, claro. Y Eva se comié el chocolate, dejando que se derri- tiera en su boca ese dulce y delicioso narcético. Habia tragado y tragado aquella dulce dulzura... Se habia tragado la dulzura y las lagrimas y, al calmarse su boca y su estémago, sonrié. —~Qué te habia dicho, Marianne? —dijo entonces Ja tia Renate—. No hay pena, por muy atroz que sea, que un dulce no pueda mitigar. Eva sonri6. 40 Nunca contesté a las cartas de Erika. Arrancé un pétalo de la pequefia margarita: «Me quiere»; un segundo pétalo: «No me quiere»; el terce- ro: «Me quiere... de corazon»; el cuarto: «Con dolor»; el quinto: «Un poco»; y el sexto: «No, ni siquiera te eantaré una cancién». No era facil arrancar los péta- los mas pequefios uno por uno. Cuando Eva ya habia arrancado mas de la mitad —«Me quiere, no me quiere, me quiere... de coraz6n, con dolor, un poco, no, ni siquiera te cantar4 una canci6n»—, intenté cal- cular a ojo cudntos pétalos blancos quedaban para sa- ber c6émo iba a terminar. Era como si la margarita se hubiera quedado demasiado desnuda, parecia un po- Ilo desplumado. Eva la tiré entre la hierba con furia. ~Cuanto tiempo llevaba ahi sentada? No tenia reloj. La hierba estaba seca y requemada: cuatro manojos de hierba verdes, gris4ceos, mal cortados, en los que de vez en cuando asomaba alguna pequefia margarita. —jHola, Eva! —jHola, Michel! —Ya sé que llego muy tarde. Ya. —Como pensé que, de todas maneras, me ibas a dejar plantado... —(Y por qué iba a hacerlo? —No sé... Porque si. Llevaba la misma camisa que el dia anterior, ne- gra, con los extremos inferiores anudados, de manera que se le podia ver una franja de la tripa. Se sent6 a su lado. — D6nde has metido tus cosas de la piscina? —No me apetece ir a la piscina. —Co6mo me alegra oir eso, porque sigo sin dinero. Parecia malhumorado, de malas pulgas. — Te pasa algo? —le pregunté ella. 41 — Tu qué crees? Michel arrancé un hierbajo y lo desgarr6é en peque- nos trozos: un hierbajo verde, griséceo y polvoriento. Mantenjia la cabeza gacha y miraba como sus dedos destrozaban el hierbajo, sus largos cabellos castafios le caian hacia delante tapdndole la cara, de manera que, desde donde estaba, Eva solo alcanzaba a verle la punta de la nariz. Ella tenfa un nudo en la garganta, como si todas las palabras divertidas y las pullas que le hubiera gustado decir, los chistes que le hubiera gus- tado contar y la risa con la que le hubiera gustado reir, se le hubieran atragantado, como si se hubieran ape- lotonado formando una gran bola que apenas la deja- ba respirar. Habia tanto silencio... Traté de controlar su respiracion, no queria parecer una ballena jadean- te. Aunque, bien pensado, gjadearfan las ballenas? éPor qué se quedaba callado? ;Por qué no decia nada? ;Habia esperado tanto tiempo para esto? De repente, Michel se puso de pie de un salto. —Levanta, nos vamos al rio. Si cogemos el tran- via, no tardaremos mucho. La ultima estacién de la linea siete. Se habian cola- do sin pagar. Michel no tenia dinero y tampoco habia permitido que Eva le pagara el billete: —Qué despilfarro, zno? Con eso mejor nos toma- mos una Coca-Cola. Estuvieron callejeando por el barrio obrero del ex- trarradio, todas las casas eran idénticas, la siguiente igual que la anterior, hileras y mas hileras de las mis- mas casas, los mismos jardines, las mismas vallas... —Si uno llega piripi a casa, seguro que no encuentra la suya y termina en el dormitorio de la vecina —dijo Michel, riéndose. 42 Eva, insegura y turbada, core6 su risa. — {Te lo imaginas? jEn el dormitorio de la vecina! Y, a la manana siguiente, el tipo se da cuenta de que no ha dormido la mona con su vieja. La risa de Michel soné falsa. Siguieron caminando en silencio, pasaron por delante de una plaza total- mente cubierta de malas hierbas, con carteles de «Prohi- bido depositar basura» y cascos rotos de botellines de cerveza y latas vacias de sardinas. Latas de conservas abolladas y una vieja bota de agua. Amarilla. Al bajar la cuesta, Michel se adelant6. Con las pier- nas separadas y el brazo izquierdo extendido, ayudé a fiva porque la suela lisa de sus sandalias no se agarraba al terreno y ella apenas se podfa mover con su falda es- trecha azul marino, que, por cierto, ya no era tan azul, mientras, a trompicones, se dejaba resbalar torpemente detras de Michel, sintiéndose muy desdichada por ser tan patosa. Una vez abajo, por fin llegaron al rio. En rea- lidad, no era el rio, sino uno de los pequefios brazos la- terales que de él salian, una corriente de agua poco pro- funda que se deslizaba entre hierbajos, hasta que en cierto momento también encontraron unos arbustos de farico, cuajados de racimos de flores blancas que exha- Jaban un olor muy penetrante. Eva, casi sin aliento por el esfuerzo, jadeaba pesadamente. «Como una balle- na —pens6—,, ahora si que jadeo como una ballena». Michel la miré con timidez. —iTe gusta el sitio? _ ¢Gustarle? ;Un lugar Ileno de malas hierbas? ;Un aplén de grava con cuatro matojos escudlidos y debles mal contados? La retama —dijo Eva—. Me gusta mucho la retama. —Yo antes vivia por esta zona. Mi hermano y yo iamos mucho aqui y a veces nos traiamos a algu- chica —se sonroj6—. Para jugar a los médicos. 43 Michel se quitd las zapatillas de deporte y se arre- mangé los vaqueros hasta las rodillas. —jVen! —dijo—. Vamos a chapotear un rato. Casi no cubre. Eva se agaché. Su falda estaba sucisima. ;Por qué no habian ido a la terraza que habia en el parque? Ella tenia dinero. ;O al rio de verdad, en donde habia zonas acondicionadas para pasear? El agua estaba fria y, a pesar de la primera impre- sion, muy limpia. —Quitate la falda, asi podras caminar mejor —dijo Michel. Eva sacudio la cabeza frenéticamente y se subié la falda un poco, no mucho, solamente un poco mas arriba de la rodilla. —jNo seas tonta! ;No ves que no hay nadie? —gri- 6 Michel. El ya estaba en la orilla. Se quité los vaqueros y la camisa. Debajo llevaba un bafiador, negro como la ca- misa. «zNadie? ;Que aqui no hay nadie? —pensé6 Eva—. jPues si cree que voy a pasearme en ropa interior, va listo! gY encima delante de él? Si al menos Ilevara el culote negro... Pero con las bragas blancas de floreci- tas rosas, jni en broma!». Michel se habia sentado a la orilla del rio y estaba cavando un agujero con las manos. —Antes siempre jugdbamos a esto. jVen, mira! Voy a hacer un océano —dijo, al tiempo que hacia un sur- co con el dedo desde la orilla hasta el hoyo—. ; Ves? Esto es el rio que desemboca en el ancho mar. Eva hizo un pequefio monticulo de tierra en la orilla: —Y esto, una montafia. Recogié unas cuantas hierbas y ramas y las planté en la montafia: —Los arboles. Michel se eché a reir y con unos guijarros planos empezé a trazar un caminillo sinuoso que subia por la montafia: —Y arriba, arriba del todo, tendria que haber una casa. Asi, por las noches, se podria ver el mar ilumi- nado por la luz de la luna. {Lo has visto alguna vez? —Si—dijo Eva—. Hace dos afios estuvimos de va- caciones en Italia. En Grado. —Pues yo ya he veraneado tres veces en Hambur- #0, en casa de mi tio. También es mi padrino, jsabes? Los dos se quedaron callados. Michel se puso a eonstruir la casa. «jQué asquerosamente blancas tengo las rodillas! —pens6 Eva—. Las piernas de Michel son bonitas. stan morenas y son bonitas de verdad». Michel dijo: —{Por qué no nos ponemos un rato a la sombra? Detras de los arbustos de satico, bajo el olor sofo- cante e intenso de sus flores, Michel tendié su camisa del revés sobre el suelo. —Aqui. Los dos se tumbaron encima de la camisa, uno jun- toal otro. A Eva le gustaba tumbarse de espaldas. Cuan- do estaba boca arriba, si pasaba las manos por las ca- ‘as, podia palparse los huesos sin notar apenas la "asa que los recubria: la piel se tensaba suavemente de los huesos. Y su tripa se aplanaba cuando staba de espaldas. _ Michel se arrimé mas a ella. Le puso la mano so- el pecho. _—No —dijo Eva en voz alta. La voz de Michel son6 diferente, como si de re- ite fuera otra persona: _—jNo seas fiojia! —He dicho que no —dijo Eva incorporandose y ta- pandose las rodillas con la falda. —jEstupida! —exclamé Michel. Se levanté de un salto y corri6 hacia la orilla del rio. Se tiré al agua y se sumergié por completo. Cuando salié a la superficie para coger aire, resopl6 haciendo mucho ruido y se volvié a zambullir. Al rato, volvié a salir. —Quiero irme de aqui —dijo Eva, sacudiéndose la falda enérgicamente, dispuesta a terminar hasta con el ultimo rastro de polvo. Michel no esperé a secarse. Sin decir una palabra, se puso los vaqueros, sacudié la camisa y se la anudé a la cintura. Subieron la cuesta siguiendo una diago- nal muy pronunciada, caminaban muy lentamente. Michel llevaba a Eva de la mano y tiraba de ella. Cuan- do Ilegaron arriba, le dijo: —Lo de esttipida no lo dije en serio. —Olvidalo, ;vale? Caminaban uno al lado del otro. — {Has tenido alguna vez novio? —No. —Me lo imaginaba. —Y tu? ;Has tenido novia alguna vez? —Si. Conozco a muchas chicas. Pero ninguna es como tt. —Y cémo son las chicas que conoces? Michel se encogié de hombros: —Pues eso, distintas —respondié sin querer dar mas explicaciones. Al rato se volvieron a coger de la mano mientras seguian caminando, se miraron y estallaron en risas. Ya hacia tiempo que habian dejado atras la tiltima es- tacién de la linea siete. S —jVen, vamos a correr un poco! —propuso Michel. 46 —A mi me cuesta mucho correr —dijo Eva con fastidio. —En cuanto adelgaces un poco, ya verds como no te cuesta tanto. Eva dio un respingo, pero no se solté de su mano. —Yo tengo cuatro hermanos y tres hermanas —dijo Michel. —jSois ocho! jMadre mia! —Cuando lo cuento, todo el mundo dice lo mismo ——tepuso Michel—. jNi que fuera un crimen! ; —No, no lo decia con esa intencién. Solo que es raro encontrarse una familia con tantos hijos. Noso- tros somos dos, mi hermano y yo. —Tampoco es tan terrible tener ocho hijos. En mi barrio, la gente tiene incluso mas. ;Con decirte que hay una familia con doce! En casa solo quedamos seis, una de mis hermanas esté casada y uno de mis hermanos té en el ejército. Asi que no te asustes, que, en el fondo, no somos un caso tan grave. Lo tinico malo es jue no tenemos mucho dinero. Por ejemplo, a mi, en , nunca me han dado paga los fines de semana. —cY no te fastidia? —Pues claro. Pero los jueves reparto un periddico, ‘un trabajillo que heredé de mi hermano, no del que te he dicho que esta en el ejército, sino de Frank, que tuvo que dejarlo hace un afio porque se metié a apren- r un oficio. Me dan veinte marcos por cada dia de bajo, asi que mafiana volveré a tener dinero. ;Te ece venir conmigo al cine el sabado? _—Me encantaria. _ —Y manana no puedo, porque tengo lo del perié- €0, pero a lo mejor nos podriamos ver el viernes. __ Eva sacudio enérgicamente la cabeza. _ —Imposible. Tengo clase de piano y, ademas, ten- 40 que ayudar a limpiar en casa. 47 Michel esbozé6 una sonrisa socarrona. —En casa, el viernes también es dia de limpieza y al dia siguiente ya esta todo hecho un asco. Se habia hecho tarde. En el tranvia, esta vez con bi- llete y debidamente sellado, después de haber recorri- do el trayecto de tres estaciones a pie, a Eva le dio por pensar en el jaleo que se iba a armar en casa en cuanto entrara por la puerta. Preocupada por lo que se le avecinaba, no dejaba de moverse en su asiento. —{Tienes ganas de mear? —le pregunt6 Michel. Eva, abochornada, miré disimuladamente a su al- rededor. —jNo! —susurré—. Es que ya son casi las siete y media y en casa me van a echar la bronca. —jPero si ya tienes quince afios! Mi hermana se cas6 a los dieciséis. —Tu no conoces a mi padre —repuso Eva. —wNo tuvo mas remedio que casarse —dijo Michel. va abrio la puerta de su casa. —jEva? —grit6 su madre desde la cocina. — Si? _ La madre sali al tiempo que se secaba las manos el delantal. —jPor fin has llegado! ;Dénde has estado metida ito tiempo? Nosotros ya hemos cenado. Tu padre enfadado. Sabes de sobra que a las seis y media os que estar todos en casa. _—Si, claro, para que tenga a alguien a quien man- jonear un rato. _—No seas descarada. Eiva se encogié de hombros, como si asi se sacudie- a su madre de encima, y la regafiina también. Le iera gustado poder taponarse los oidos para no que oir nada més, y cerrar los ojos para no tener ver a su madre con el delantal azul claro, lleno de de agua, a esa madre que la miraba con los muy abiertos, de un azul porcelana, azul lavado, destenido de tanto lavar. La hermana de Michel habia casado a los dieciséis afios... Ya no soy una nifia pequefia. 49 Lo mismo le dijo a su padre, que ya estaba senta- do delante del televisor, repantigado en el sofa y con los pies en alto, apoyados en una silla. A su lado, en la mesita, tenia preparados su paquete de cigarrillos y el cenicero. —Ya no soy una nifia pequefia. El padre la miré con desconfianza. — Dé6nde has estado? —De paseo por el rio. — Sola? Eva vacil6. —Con una amiga. —Pues la pr6xima vez te quiero ver en casa a las siete, zme has entendido? Eva le dio un mordisco a una manzana. —Si —mascull6 malhumorada—. Pero que sepas que tengo compafieras de clase que vuelven a casa cuando les da la gana. —Es muy posible, pero en esta casa tenemos otras reglas. No quiero que andes por ahi de noche. Mien- tras vivas en esta casa y yo sea responsable de tus ac- tos, hards lo que yo te diga. Eva le dio otro mordisco a la manzana y se dej6é caer en el sillon que quedaba libre. —£¢Qué echan en la tele? —Zé Qué apostamos? Eva se fue a su habitacién. Esa noche le cost6 mu- cho conciliar el suefio. Hacia mucho calor. A la mafana siguiente, en el recreo, Eva le dijoa Franziska: —Siento lo que pasé ayer en el examen de Inglés. —Olvidalo, tengo muy buenas notas. Si te digo la verdad, no creo que me afecte ni lo més minimo. 50 —Que no quisiera pasar la chuleta no tenia nada que ver contigo. —Lo sé. —jQué es lo que sabes? —Karola me dijo que sigues estando celosa de que Lena sea ahora su amiga. A Eva le dolian los dedos de la fuerza con la que agarraba el libro. —jQué se ha creido! Ni que fuera tan sumamente especial como para que después de tanto tiempo la siguiera llorando por las esquinas. _ Abrié su libro y se puso a leer. Franziska no se -movio de su lado, estaban sentadas en el murete de -cemento de la verja. — Te enfadaste mucho cuando ocurri6é todo? ¢Se enfad6? No, no habia sentido enfado. Enfadar- no era la palabra adecuada. Se habia sentido de- ionada, herida, triste. Una especie de perplejidad te se habia aduefiado de ella, al darse cuenta de ie algo asi pudiera ocurrir y que justamente, en esta ‘asiOn, le tocara a ella: quedarse de repente sola con jas esas cosas que sentia por Karola y que a Karola sentimientos ya no le interesaran. No, no se ha- enfadado. Tristeza y mucho dolor, eso era lo que ia sentido. _ Pero nadie tenia derecho a meter sus narices en el asunto, y mucho menos Franziska. Eva noté los ojos se le llenaban de lagrimas. Rapidamente 6 la cabeza, pero Franziska ya se habia dado ita y la rodeé con el brazo. A Eva le hubiera gus- lo sacudirse ese brazo de encima, desembarazarse él, pero no se atrevid. Asi se quedaron hasta que el timbre. Ese dia, después de clase, Eva se comié una ensa- de cangrejo en el parque. 51 Por la noche, ya en la cama, Eva volvié a sentir el brazo de Franziska rodeando sus hombros, una mano pequefia que acariciaba su antebrazo, y también recor- d6 la mano de Michel sobre su pecho. Pens6 en Erika y en Karola, pero sobre todo en Karola. Y, entonces, otra vez, no pudo contener las lagrimas. Enterré la cabeza en la almohada y se mordié los labios para no gritar. Su cara, hundida en la almohada, ardia. Se puso de lado y le dio la vuelta a la almohada para tener una superficie mas fresca en la que apoyar su mejilla enrojecida. «Sufro —pensé—, esto es lo que uno siente cuando sufre y, en realidad, deberia estar contenta por haber conocido a Michel y por que Franziska sea mi com- pafiera de pupitre. Pero, entonces, por qué sufro? Lo otro pas6 hace tanto tiempo... ;Por qué no puedo ol- vidarlo?». Poco a poco, sus sollozos se fueron suavizando y perdiendo intensidad, la presién que sentia en la boca del estomago cedié... Llorar en ese momento hasta resultaba un consuelo. Eva se qued6 dormida. Se despert6 pasada la medianoche. Encendié la lampara de la mesilla de noche. Se sentia sudada, pe- gajosa y triste. En la habitacién seguia haciendo mu- cho calor. Claro, qué tonta, se habia olvidado de abrir la ventana. Por eso costaba tanto respirar, jqué sofo- co! Abrié la ventana con mucho cuidado. Habia un punto en el que siempre se quedaba atascada... Se lle- v6 un buen susto cuando rechiné: en el silencio de la noche resoné con mayor intensidad. Respiré profundamente. El aire era cdlido y las es- trellas brillaban muy alto en el cielo. Detras de los te- jados ya asomaba muy lentamente el resplandor gri- sdceo que precede a la aurora. 52 «jQué verano!», pensé Eva. En la casa de enfrente todavia habia luz en la pri- mera planta, en el piso de los viejos Graber. Vivian con su hija, que también estaba ya algo mayor. A ella, practicamente, nunca se la veia. Por las mafanas sa- lia disparada al trabajo y volvia a eso de las cinco, siempre cargada con las bolsas de la compra. El an- ciano matrimonio Graber, siempre y cuando el tiem- po lo permitia, se sentaba en el balcén y miraba hacia abajo, hacia la calle. A Eva siempre le habia llamado la atencién que casi nunca hablaran entre ellos. Ape- nas se movian, se quedaban sentados y lo tinico que hacian era vigilar la calle. Cuando, el verano anterior, el viejo sefior Graber sufrié un derrame cerebral, se lo llevaron al hospital en ambulancia, con sirena y todo. Durante muchas semanas, la anciana sefiora Graber se sento sola en el balc6n. Un dia en el que a Eva le tocé hacer la compra, mientras esperaba a que la mujer del carnicero terminara de cortar la carne para el gulasch, oy6 decir a una senora: —Los Graber deberian sentirse afortunados, su hija es un modelo de virtud, jla hija perfecta! Y hoy en dia es tan dificil dar con alguien asi... jLa hermana de Michel se habia casado a los dieci- séis anos! Eva traté de adivinar cudl de los Graber seria el que estaria despierto a esa hora tan intempestiva. gLa ja modélica? ;O quizé el anciano sefior volvia a sen- tirse mal? En ese momento se apag6 la luz. A lo me- ; simplemente alguno de ellos habia ido al bafio 0 habia preparado un tentempié en la cocina. _ Eva tenia mucha hambre. Se deslizé a la cocina sin r ruido. Justo en el momento en el que metia la cucharita en el yogur, después de haberse arrellana- en la silla con ojos golosos, se abrié la puerta a sus 53 espaldas. Asustada, se gird. Era su madre. Tenia la cara ligeramente hinchada, parpade6 cuando la luz de la cocina le dio en los ojos y se los restreg6 con el dorso de la mano. —Te he ojdo y, como no podia dormir, he pensado que a lo mejor te apetecia que nos tomaramos juntas una taza de té. Eva asintio. Su madre llen6 el hervidor de agua hasta arriba y lo puso a calentar. —jTienes hambre? {Quieres que te prepare un hue- vo frito? —iAy, si, por favor! La madre trajinaba en la cocina con rapidez y mu- cha majia. jQué distinta parecia por la noche! «Yo la prefiero asi, sin duda», pens6 Eva. Poco después, tenia el plato con el huevo frito delante: amarillo y blanco, la yema casi de color na- ranja, su madre siempre la espolvoreaba con pimen- ton —«El aspecto es muy importante, con los ojos también se come»— y en los bordes tostados y cru- jientes todavia corrian hilillos dorados de mante- quilla derretida. —Aqui tienes, Eva, pan blanco para acompaiiar. Eva empez6 a comer. Su madre, mientras tanto, puso la tetera y dos tazas encima de la mesa. Eva le dedic6 una sonrisa por encima del trozo de huevo pinchado en el tenedor que se estaba metiendo en la boca. La madre le devolvié la sonrisa con cierta inse- guridad. Las dos estaban sentadas a la mesa y se mi- raban. De repente se abrié la puerta. Eva se volvié. Su padre estaba de pie en el umbral de la puerta, con el pelo revuelto y la chaqueta del pijama sin abotonar del todo, por ella se entreveia su pecho velludo. Eva se volvié a girar rapidamente, dandole la espalda. —~Qué estdis haciendo? 54 —No podiamos dormir —dijo la madre, mirando- le a los ojos. Su cara carecia de todo tipo de expresi6n. —Estd bien —murmuré el padre—. Pero no tardes mucho en volver a la cama. La puerta soné6 al cerrarse. Eva esperé un rato y entonces dijo: —Fui al rio con un chico. —Lo imaginaba, nunca habjas tardado tanto tiem- po en volver a casa. {Es simpatico? —Si, muy simpatico. —Papé opina que en algtin momento tu y yo de- berfamos hablar de mujer a mujer sobre los hombres; cree que debo prevenirte. ; —Si lo que pretendes es explicarme c6mo vienen los niftos al mundo, te lo puedes ahorrar. Ya lo sé todo. Su madre se sonrojé. —No me referia a eso. Solamente queria avisarte de que a veces los chicos son un tanto pertinaces y que una chica que se precie debe... —Mami, sé de sobra lo que tengo que hacer. —No, si ya —dijo su madre con un suspiro—. Ya le dije a tu padre con respecto a este asunto que hay cosas que uno tiene que experimentar por si mismo. Yo tampoco quise escuchar a mi madre cuando tenia tu edad, eso también se lo dije. Eva solté una carcajada. —Creo que estds cansada, empiezas a hablar como ta abuela. —Pero hay algo cierto en lo que te digo, hazme caso. Yo también pensaba que todo iba a ser distinto. Su madre parecia triste. —Lo que tendrias que hacer seria buscarte algtin trabajo u otra actividad para salir de casa que no fue- ra siempre ir a ver a la tia Renate. —2Y la casa? Ya sabes c6mo es tu padre... 55 —Papa es como es porque tt le tienes mal acos- tumbrado. Su madre no respondi6. Cuando las tazas estuvie- ron vacias, las retiré de la mesa. Eva se levanté de la silla. Su madre la rode6 con el brazo. —j Buenas noches, hija! Que duermas bien. Eva se apreté contra ella. Su madre le acaricié la es- palda y el cabello. —Buenas noches, mama. BR va estaba delante del espejo del cuarto de baiio. Por suerte, en la casa solamente habia un espejo de cuerpo entero, que estaba en la cara interior de puerta del armario del dormitorio. Eva se acercé al espejo todo lo que pudo, tanto no par6 hasta que su nariz tocé la superficie lisa. mir6 fijamente a los ojos. Sus ojos eran de un ver- grisdceo: el iris estaba ribeteado por un gris oscu- y de él salian unas vetas verdosas con forma de es- . Le dio vértigo. Retrocedié un paso y volvié a arse en el espejo, su cara enmarcada por frasqui- de enjuagues dentales y cepillos de dientes: rojo, , verde y amarillo. También estaba el pintalabios su madre. Eva lo cogi6 y dibuj6é un gran corazén el espejo alrededor de su cara. Se rio y se incliné re esa cara que le resultaba tan extrafia y tan fami- al mismo tiempo. «En el fondo, no estas nada , penso Eva. La cara reflejada en el espejo sonrid. eres Eva». La cara del espejo fruncié la boca si fuera a dar un beso. La nariz, quiz4 demasia- 0 larga, pero solo un poco. —Esta es la nariz de Eva —dijo Eva. 57 Se desaté la coleta para que el pelo le cayera sobre los hombros, una cabellera larga y rizada, casi ensor- tijada. Con el cepillo se hizo la raya en el medio y se eché el pelo hacia delante. Asi estaba mucho mejor. éLe gustaria a Michel? Frunci6 los labios ligeramente hacia delante, los entreabri6é un poco y entorné los parpados. Ahora si que parecia una mujer fatal o una de esas actrices que salian en las revistas, bueno, casi. Se pinté los labios. Lo hizo muy lentamente y con mucho cuidado. Cuan- do termin6, cogié un pafiuelo de papel, se lo puso en- tre los labios y lo presioné como le habia visto hacer a su madre, Llamaron a la puerta. —Quién esta dentro? Era Berthold. —Yo. —j(Date prisa, que no me aguanto! Eva agarro el rollo de papel higiénico, cort6 unos cuantos trozos y limpié el corazén. No abrié la puer- ta hasta que no qued6 ni rastro de él. —+{Pero has visto qué pinta llevas? —le pregunté Berthold. Hasta entonces, Eva no se habia dado cuenta de que su hermano hablaba igual que su padre. —iNo te gusta? —No. Pareces un mono de feria. Eva se rio. —Pues a mi me gusta. Es mds, me gusta muchisimo. —Ya verds, espera a que papa te vea asi. Pero su padre no la vio. Seguia durmiendo, estaba en plena siesta del sbado, su cabezadita semanal, que por lo general duraba hasta que empezaban los deportes. —Mami, {qué te parece? 58 Su madre vacild: —No sé, pareces otra. ;Algo atrevido, quiza? Eva cogié su chubasquero azul. Estaba contenta de que hiciera mal tiempo, con el chubasquero no pare- efa tan gorda. —jHasta luego, mama! —jPasalo bien, hija! Y no te olvides, a las diez en casa. —Si, si —dijo Eva y sin hacer ruido cerré la puerta tras ella. Su padre dormia. Michel se habia quedado de una pieza al verla. —Qué guapa estas. Poco después, los dos estaban sentados en una ca- ia delante de una Coca-Cola. A Eva no le gusta- especialmente la Coca-Cola. Michel la habia pedi- do sin molestarse en preguntar primero. —Normalmente, el sabado siempre voy al centro pvenil —dijo él. Ese dia se habia puesto una camisa blanca, que lle- aba abierta casi hasta el ombligo, y una chaqueta de azul oscuro. Le daba un aspecto muy formal. —zY qué hacéis en el centro juvenil? —De todo. Los sdbados casi siempre organizan una ie de discoteca. Hay un par de chicos en el centro tocan de miedo. —Michel parecia estar orgulloso ello—. Uno es amigo mio, toca la guitarra eléctrica. —Hola, Eva —dijo alguien. Eva levanté la mirada. Allf delante estaba Tine. —Hola —trespondio Eva. Tine miraba a Michel con curiosidad. Se qued6 alli Jantada sin quitarle el ojo de encima. El chico que es- junto a ella, rubio, muy alto, delgado y de anda- desgarbados, la rode6 con el brazo y tird de ella. 59 —Venga, vamos. Tengo sed. Tine pregunté: — Es tu novio? Pero no miraba a Eva mientras hacia la pregunta. —Pues si, {0 es que tienes que decir algo al respec- to? —contesté Michel. —Bueno, jadiés! —exclamé Tine alzando la voz, mientras desaparecia arrastrada por su novio hacia la parte del fondo del local. —jCémo te miraba! —¢Quién era? —Una chica de mi clase. — Te avergiienza que te vean conmigo? Eva se qued6 boquiabierta. —éY por qué habia de avergonzarme? —Pues porque soy tan negado para hincar los co- dos que no me queda mas remedio que dejar de estu- diar. Vamos, que no soy nada del otro mundo. «Nada del otro mundo —pensé Eva—. Las notas, al menos, no se ven; en cambio, mi gordo trasero no pasa desapercibido». En voz alta dijo: —¢Pero por qué te tomas tan a pecho lo de las no- tas? |A quién le importa lo que estudies 0 lo que dejes de estudiar! Ademas, eso no quiere decir que seas mas o menos inteligente. —Si, claro, eso es lo que piensas tti —contest6 Mi- chel—. Pero, hasta ahora, nunca habia salido con una chica que sacara buenas notas. ;No te parece un poco raro? —Entonces, tii crees que soy distinta? —Si, en muchas cosas. —En qué? —No sé... En muchas cosas. A Eva le hubiera gustado preguntar: «Soy me- jor?>. Se moria de ganas por saber exactamente qué 60 hacia Michel con las otras chicas. ;También las Ilevaba al rio? Pero las preguntas se le quedaron atragantadas # la altura del estémago: el miedo a lo que pudiera contestar hizo que todas esas palabras ya concebidas Y pensadas se le acumularan en el est6mago antes de ‘que le diera tiempo a abrir la boca. De nuevo, los dos se quedaron callados, el silencio pesaba. Y Eva pens6 una vez mas: «Es esto lo jue yo habia imaginado que pasaria? ;En esto es en © que he pensado tantas veces?». Y siguid reflexio- nando: «Asi que esto es lo que pasa entre las chicas y los chicos... Por un lado, no sabes qué decir y, al mis- mo tiempo, hablarias y hablarias sin parar». Se pidieron otra Coca-Cola. _ Mas tarde, en el cine, Michel cogié la mano de a, Su mano era un poco 4spera al tacto y también Igada, solo un poco. Era muy distinta a la de Ka- El cowboy atravesaba la pradera a galope tendido, se iba a meter de Ileno en un ocaso de fuego de peli- ‘ula en Cinemascope y Technicolor, y Michel le acari- elaba la mano. Eva se qued6 muy quieta. Le costaba pirar de lo quieta que estaba. _ Michel la habia acompafiado a casa, eran las diez punto cuando entré por la puerta. _ — Eres ti, Eva? —grit6 su madre desde el cuarto estar. —Si. En el cuarto de estar, el presentador del telediario —En lo que va de dia, por lo menos ocho personas ian fallecido en las carreteras bavaras a causa de la liebla. 61

You might also like