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En calidad de turista en viaje de reoreo y descanso, legs a estas tierras de México Mr. E, L. Winthrop. Abandoné las conocidas y trlladas rutas anunciadas y recomendadas a los visitantes extranjeros por las agencias de turismo y se aventuré a conocer otras re- Como hacen tantos otros viajeros, a los pocos dias de permanencia en estos rumbos ya tenia bien forjada su opinién y, en su concepto, este extrafio pats salvaje no habia sido todavia bien explorado, misién glorioss sobre Ia tierra reservada a gente como él. Y asf Ileg6 un dia a un pueblecito del estado de Oa. xaca, Caminando por la polvorienta calle prineipal en que nada se sabia acerca de pavimentos y drenaje y en que las gentes se alumbraban con velas y ocotes, se encontré con un indio sentado en cuclillas a la entrada de su jaca. El indio estaba ocupado haciendo canastites de paja y otras fibras revogidas en los campos tropicales que rodean el pueblo, El material que empleaba no sélo estaba bien preparado, sino ricamente coloreado con tintes que el artesano extrafa de diversas plantas e in- 10 sectos por procedimientos conoeidos tinicamente por los miembros de su familia. Bl producto de esta pequefia industria no le bastaba para sostenerse, En realidad vivia de lo que cosechaba en su milpita: tres y media hectéreas de suelo no, may fértil, cuyos rendimientos se obtenfan después de mu- cho sudor, trabajo y constantes preocupaciones sobre la ‘oportunidad de las Muvias y los rayos solares. Hacta canastas cuando terminaba su quehacer en la milpa, para aumentar sus pequefios ingresos. Era un humilde campesino, pero Ia belleza de sus ccanastitas ponian de manifesto las dotes artisticas que poseen casi todos estos indios. En cada una se admira ban los més bellos disefios de flores, mariposas, pajaros, ardillss, antilopes, tigres y una veintena més de anima- les habitantes de la selva, Lo admirable era que aquella sinfonta de colores no estaba pintada sobre Ia eanasta, cera parte de ella, pues las fibras tefidas de diferentes tonalidades estaban entretejidas ten habil y_artistica- mente, que los dibujos podfan admirarse igual en el interior que en el exterior de la cesta. Y aquellos ador- nos eran producidos sin consultar ni seguir previamente dibujo alguno. Iban apareciendo de su imaginacién como por arte de magia, y mientras la pieza no estu- viera acabada nadie podia saber cémo quedaria. Une ver terminadas, servian para guardar la cos- tura, como centros de mesa, o bien para poner pequefios objetos y evitar que se extraviaran. Algunas sefioras las convertian en alhajeros o las lenaben con flores. Se podian utilizar de cien maneras, u Al tener listas unas dos docenas de elles, el indio las Hevaba al pueblo los sébados, que eran dias de tianguis. Se ponfa en camino @ medianoche, Era duefio de un burro, pero si éste se extraviaba en el campo, cosa fre- ceuente, se veia obligado a marchar a pie durante todo el camino, Ya en el mercado, habia de pagar un tostén de impuesto para tener derecho a vender. Cada canasta representaba para él alrededor de quin ce 0 veinte horas de trabajo constante, sin ineluir el tiempo que empleaba para recoger el bejuco y las otras fibras, prepararlas, extraer los colorantes y tefirlas, El precio que pedia por ellas era ochenta centavos, cequivalente més o menos a diez ckntavos moneda ame- ricana, Pero raramente ocurria que el comprador pa- gara los ochenta centavos, 0 sea los seis reales y medio como el indio deefa, El comprador en ciernes regateaba, iendo al indio que era un pecado pedir tanto, “;Pero si no es més que petate que puede cogerse a montones en el campo sin comprarlol, y, ademés, para qué sirve esa chéchara?, deberés quedar agradecido si te doy treinta centavos por ella, Bueno, seré generoso y te daré euarenta, pero ni un centavo mas, Témalos o déjalos, Asi, pues, en final de cuentas tenia que venderla por cuarenta centavos. Mas a le hora de pagar, el clienté decia: “Valgame Dios, si sélo tengo treinta centavos sueltos. 2Qué hacemos? {Tienes cambio de un billete de cincuenta pesos? Si puedes cambiarlo tendrés tus enarenta fierros.” Por supuesto, el indio ne puede cam- biar el billete de cincuenta pesos, y la canastta es vers ddida por treinta centavos. 12 El canastero tenia muy escaso econocimiento del mun- do exterior, si es que tenia alguno, de otro modo hu- biera sabido que lo que a él le ocurria pasaba a todas hhoras del dia con todos los artistas del mundo. De sa- berlo se hubiera sentido orgulloso de pertenecer al pe- quedo ejército que constituye la sal de la tierra, y gra- cias al cual el arte no ha desaparecido. ‘A menudo no Ie era posible vender todas las canastas que Hlevaba al mercado, porque en México, como en todas partes, la mayorfa de la gente prefiere los abjetos, que se fabrican en serie por millones y que son idéntioos centre si, tanto que ni con la ayude de un microscopio podria distinguirseles, Aquel indio habia hecho en su vida varios cientos de estas hermosas cestas, sin que ni dos de ellas tavieran disefios iguales. Cada una era una pieza de arte tinico, tan diferente de otra como puede serlo un Murillo de un Reynolds, Naturalmente, no podia darse el lujo de regresar @ su casa con Ins canastas no vendidas en el mercado, es que se dedicaba a ofrecerlas de puerta en puerta. Era recibido como un mendigo y tenia que soportar in- sultos y palabras desagradables. Muchas veces, después de un largo recorrido, alguna mujer se detenfa para ofrecerle veinte centavos, que después de muchos re- fgateos aumentaria hasta veinticinco. Otras, tenia que conformarse con los yeinte centavos, y el comprador, generalmente una mujer, tomaba de entre sus manos la pequefia maravilla y 1a arrojaba descuidadamente sobre a mesa més préxime y ante los ojos del indio como significando: “Bueno, me quedo con esta chucherta slo 13 por caridad, Sé que estoy desperdiciando el dinero, pero como buena cristiana no puedo ver morir de hambie un pobre indito, y més sabiendo que viene desde tan lejos.” El razonamiento le recuerda algo prietico, y de- teniendo al indio le dice: “De dénde eres, indito?. iAh!, gsi? (Magnifieo! Conque de esa pequelia alde Pues dyeme, gpodrias traerme el préximo sébado tres guajolotes? Pero han de ser bien gordos, pesados y mu cho muy baratos. Si el precio no es conveniente, ni si- quiera los tocaré, porque de pagar el comin y corriente los compraria aqut y no te los encargaria, :Entiendes? Ahora, pues, indale.”” Sentado en cuclillas a un lado de la puerta de su jacal, el indio trabajaba sin prestar atencién a la cu riosidad de Mr, Winthrop pareeta no haberse percatado de su presencia, —{Cudnto querer por esa canasta, amigo? — ‘Mr, Winthrop en su mal espafiol, sintiendo la necesidad de hablar pera no aparecer como un idiota. —Ochenta centavitos, patroncito; seis reales y medio —eontesté el indio cortésmente. —Muy bien, yo comprar —dijo Mr, Winthrop en un tono y con un ademén semejante al que hubiera hecho al comprar toda una empresa ferrocarvilera. Después, examinando su adquisicidn, se dijo: “Yo sé a quién complaceré con esta linda eanastita, estoy seguro de que me recompensaré con un beso. Quisiera saber emo Ja utilizaré.” rT Heabia esperado que le pidiera por lo menos cuatro © cinco pésos, Cuando se did cuenta de que el precio tra tan bajo pensé inmediatamente en las grandes po- sibilidades para hacer negocio que aquel miserable pue- Dlecito indigena ofrecia para un promotor dindmico como él. Amigo, si yo comprar diez canastas, zqué precio usted dara mi? El indio vacil6 durante algunos momentos, como si calculara, y finalmente dijo: —Si compra usted diez se las vos cada una, eaballero. Muy bien, amigo. Ahora, si yo comprar un clento, jcudnto costar? is americano, y desprendiendo la vista sélo de vex en cuando de su trabajo, dijo coriésmente y sin el menor destello de entusiasmo: : “Bn tal caso se las venderia por sesenta y cinco centavitos cada una. ‘Mr, Winthrop compré dieciséis canastitas, todas las que el indio tenia en existencia, a setenta centa Después de tres semanas de permanencia en a re piblica, Mr. Winthrop no sélo estaba convencido de conocer el pais perfectamente, sino de haberlo visto todo, de haber penetrado el cardcter y costumbres de sus habitantes y de haberlo explorado por completo, Ast, pues, regres6 al moderno y bueno ““Nuyorg” satisfecho de encontrarse nuevamente en un lugar eivilizado, 18 Cuando hubo despachedo todos los asuntos que nfa pendientes, acumuledos durante su ausencia, ocurrié que un mediodia, cuando se encaminabs al restorén para tomar un emparedado, pasé por una duleeria y al mirar lo que se exponta en los aparadores recordé las canastitas que habia comprado en aquel lejano pueble cito indigena. Apresuradamente fue a su casa, tomé todas las cesti tas que le quedaban y se dirigié a una de las més afa- ‘madas confiterfas, Vengo a ofrecerle —dijo Mr. Winthrop al confi- tero— las més artisticas y originales cajitas, si asi quiere Hamarlas, y en las que podré empscar los cho- colates finos y costosos para los regalos més elegantes. Véalas y digame qué opina. EL duefio de la duleerfa las examiné y las encontré perfectamente adecuadas para cierta linea de lujo, con vencido de que en su negocio, que tan bien conocta, nunca se habia presentado estuche tan original, bonito y de buen gusto, Sin embargo, evits cuidadosamente fexpresar su entusiasmo hasta no enterarse del precio y de asegurarse de obtener toda la existencia. Alzando los hombros dijo: —Bueno, en realidad no s6. Si me pregunta usted, Je diré que no es esto exactamente lo que busco. En cualquier forma podriamos probar; desde luego, todo depende del precio, Debe usted saber que en nuestra linea, 1a envoltura no debe costar més que el conte- nido, —Ofrezea usted —contesté Mr. Winthrop. | 16 —

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