You are on page 1of 15

Mantener viva la esperanza en la gran transformación

Por Mariano Delgado / Universidad de Friburgo/Suiza (mariano.delgado@unifr.ch)

Juicio Final, Catedral románica de Salamanca (fresco de Niccolò Delli, hacia 1445)

1
En la encíclica Spe salvi (30.11.2007), el papa Benedicto XVI ha reivindicado la “esperanza” como
“una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las palabras ‘fe’ y
‘esperanza’ parecen intercambiables” (n. 2).1 Así es también en el lenguaje cotidiano, como lo sugiere
con otras palabras el poeta peruano César Vallejo en su poema “Esperanza plañe entre algodones”:

“Cristiano espero, espero siempre


de hinojos en la piedra circular que está
en las cien esquinas de esta suerte
tan vaga a donde asomo.

Y Dios sobresaltado nos oprime


el pulso, grave, mudo,
y como padre a su pequeña,
apenas,
pero apenas, entreabre los sangrientos algodones
y entre sus dedos toma a la esperanza.” 2

Con una visión algo pesimista, de corte augustiniano, sobre el camino de la modernidad,
Benedicto describe la actual crisis de fe como “sobre todo una crisis de la esperanza cristiana” (n.
17). La unión de ambas crisis es un diagnóstico certero, pues no podemos esperar en lo que no
creemos, y la fe en el “extra nos” de la salvación “por Cristo, con Él y en Él” con la esperanza en “la
resurrección de la carne y la vida eterna” se han vuelto para muchos contemporáneos un mantra
litúrgico indescifrable. Cuando se ha perdido la ingenuidad de la infancia, las respuestas tipo
“catecismo” dejan de ser plausibles, si la Iglesia y la teología no encuentran el lenguaje adecuado
para acoger a la gente con sus cuestiones y dudas en el horizonte hermenéutico de la modernidad, sin
el reflejo de amonestar contra esto y aquello levantando el dedo índice. Hay que ser sincero con el
hombre de hoy y reconocer que esperamos más de lo que sabemos por propia experiencia, pero que
estamos invitados a creer en la palabra de Jesucristo, que no es un “embaucador”, sino un maestro de
doctrina y vida, y a confiar en la tradición de la Iglesia, a pesar de la fragilidad humana de sus
miembros.
El Concilio Vaticano II intentó cambiar la perspectiva hacia la modernidad. En su discurso de
clausura, el 7 de diciembre de 1965, Pablo VI decía que el Concilio había elegido deliberadamente
una actitud muy optimista, subrayando más bien el lado positivo que el negativo del hombre. Para el
Concilio era importante comprenderlo como un ser comunitario y social, un “homo homini amicus”,
como decían los teólogos de Salamanca con la tradición tomista, llamado también a la amistad con
un Dios que en Cristo nos ha mostrado su “bondad y amor” (Tit 3,4). Con referencia a Gaudium et
spes, Pablo VI esboza el triple rumbo fijado para la Iglesia en el mundo de hoy: Ante todo que
debemos tener “confianza en el hombre”,3 pues a pesar de la ambivalencia de su naturaleza (“l'eterno
bifronte suo viso”), de su “miseria y grandeza”, lleva en sí desde el principio una vocación divina,
confirmada y potenciada por la encarnación del Hijo de Dios, con la que éste “se ha unido, en cierto
modo, con todo hombre” (GS, n. 22). En segundo lugar, que la Iglesia no ha elegido el camino de la
doctrina dogmático-moral y de la crítica con respecto al hombre de hoy, sino el del “diálogo con él”,
que quiere practicar “con la voz dulce y amable de la caridad pastoral”, para “escuchar y comprender”,
y con el fin de “servir”. Pues la Iglesia se ve como “la servidora de la humanidad” (“l'ancella
dell'umanità”). Esta actitud desempeñó “un papel central” en el Concilio sobre todo en relación con
“la orientación antropocéntrica de la cultura moderna”. Y, por último, Pablo VI remarcaba que el
conocimiento de Dios y el conocimiento del hombre, el amor a Dios y el amor al hombre son
inseparables. Por eso, hay que conocer a Dios “para conocer al hombre, al verdadero hombre, al
hombre íntegro”, y hay que conocer al hombre “para conocer a Dios”, es más, “para amar a Dios, hay
que amar al hombre”. Creo que también podríamos decirlo así: Sólo una Iglesia que comprenda de

2
forma positiva el gran giro antropocéntrico de la modernidad, plasmado en el anhelo de “libertad,
igualdad y fraternidad” en “este mundo”, y que intente entroncarlo en la tradición mesiánico-
profética, que es la matriz del mensaje del Reino de los Cielos de Jesús de Nazaret, será capaz de
entrar en diálogo con el hombre de hoy.
Voy a hablar primero de la esperanza contrafáctica de un mundo mejor que se rija por los
valores mesiánicos; después trataré de cómo mantener esa esperanza en la gran transformación de
este mundo; a continuación hablaré de la esperanza en la resurrección; seguirán unas reflexiones sobre
el Juicio Final como mensaje de esperanza y unas breves conclusiones.

1. La essperanza contrafáctica de un mundo mejor

Basta una mirada desilusionada a la historia de la humanidad y de la misma Iglesia para que el
optimismo antropológico del Concilio parezca una esperanza contrafáctica o “contra toda esperanza”
(Rom 4,18). Pues la antropología histórica nos manifiesta la huella perenne de la violencia. El hombre
es la única especie que podría extinguirse por sí misma, por no hablar de la explotación desenfrenada
de la naturaleza por quien tradicionalmente se ha visto como “la corona de la creación”. Por poner
sólo un ejemplo dentro de la Historia del Cristianismo en el sentico amplio del término: en 1815, en
el Manifiesto de la Santa Alianza después de las guerras napoleónicas que habían asolado el
continente, los gobernantes de los pueblos de Europa juraron “no considerarse más que miembros de
una misma nación de cristianos”4 y trabajar juntos por la paz. Pero cien años después, se atacaron
brutalmente en la Primera Guerra Mundial, y los representantes de las respectivas Iglesias
pronunciaron encendidos sermones belicistas, incluidos teólogos liberales como Adolf von Harnack.
También hoy estamos presenciando algo similar ante nuestros ojos: Rusia está rompiendo los
compromisos básicos de cooperación internacional basada en normas y orientada a los derechos
humanos que se acordaron de forma vinculante en Europa con el proceso de la Conferencia de
Helsinki (1973-1975), y una vez más hay una cruel guerra entre naciones que comparten una impronta
cristiana, en este caso incluso la misma pila baptismal. Los escépticos, que se tienen más bien por
“realistas”, concluyen que de la historia no se desprende un proceso civilizador, sino únicamente el
perfeccionamiento de las armas o de la maquinaria bélica entre la honda de la edad de piedra y la
tecnología sofisticada de nuestros días. A pesar de la encarnación, la crucifixión y la resurrección de
Jesús como Hijo eterno e imagen visible de Dios-Padre, el mundo no parece estar aún “salvado”. Más
aún: la historia se asemeja una y otra vez a una “maquinaria infernal”, por utilizar la expresión de
Theodor Adorno en sus Minima Moralia.5
La antropología histórica también registra cosas positivas. Para algunos, la humanidad se
encuentra en un proceso de civilización (¿quién no soñó con la “educación del género humano” antes
y después de los escritos de Lessing?) que conducirá a la domesticación o control de la naturaleza
animal del hombre y alumbrará “la paz perpetua”, una era cuasi mesiánica. Pero la historia no discurre
como una línea ascendente hacia esa paz. Más bien se asemeja a una espiral con regresiones y
progresiones. A veces retrocedemos y tenemos que volver a ser conscientes de nuestra capacidad
autodestructiva para tomar otra vez la decisión de crear un nuevo orden mundial pacífico, basado en
la justicia y el derecho. Los progresos realizados en las últimas generaciones no pueden pasarse por
alto: ha aumentado la conciencia de la unidad de la “familia humana”, gracias tanto a la resonancia
de la idea bíblica de la imagen de Dios en todos los seres humanos como a la fraternidad y filantropía
universales proclamadas por los ilustrados; se han creado foros internacionales para debatir y resolver
juntos los problemas; la solidaridad mundial se organiza rápidamente cuando se producen catástrofes;
los viajes y los medios de comunicación nos enseñan a diario que todo el que sufre, por muy lejos
que esté, puede convertirse en nuestro prójimo, más allá de las fronteras de religión, clase y nación.
Se han vencido las plagas del hambre y muchas enfermedades. Ciertamente, la última pandemia o la
situación de las personas que huyen de las guerras o de la miseria nos muestran que aún no somos
capaces de dominar del todo las catástrofes humanitarias en un mundo globalizado; pero en

3
comparación con épocas anteriores, podemos decir que el mundo puede ser considerado hoy hasta
cierto punto una república o comunidad de derecho universal, como ya lo postulaba Francisco de
Vitoria en el Siglo XVI.
Ante esta situación ambivalente, la teología ha desarrollado modelos hermenéuticos como el
“ya-sí-pero-todavía-no”: El reino de Dios, el reino del Mesías, ya ha comenzado con la Iglesia y está
presente en el mundo mediante el amor “por los más pequeños” (Mt 25), la lucha por la justicia y la
paz y unas condiciones de vida dignas para todos. Pero no hay que olvidar, nos dice también el
Concilio con todo su optimismo antropológico, que la “dura batalla contra el poder de las tinieblas,
iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final”; por eso debemos
esforzarnos constantemente “para acatar el bien” (GS, n. 37) así como por mantener viva la esperanza
contrafáctica de que en la dramática lucha de la historia el Cordero será finalmente más fuerte que el
Dragón.
Cada año escuchamos por Navidad la Buena Nueva de los ángeles a los pastores: “hoy, en la
ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,11). A la vista de este mensaje
y de la facticidad de una historia que da pocos motivos para pensar en el advenimiento de un mundo
guiado por los valores mesiánicos, y también ante la facticidad de una Iglesia que a menudo oscurece
esa Buena Nueva con el contra-testimonio de muchos de sus miembros, quizá nos sintamos tentados
de aplicar analógicamente al misterio de la encarnación las palabras del escéptico Arthur
Schopenhauer sobre la resurrección de Jesús: “-¿Ya sabes lo último? -No, ¿qué ha pasado? -¡Ha
nacido el Salvador del mundo, el Mesías! -¡Qué dices! -¡Sí, nació muy pobre en un establo de Belén,
inaugurará el Reino de Dios y nos salvará de todo mal! -Oh, eso suena bastante encantador.” 6
El “Mesías” se asocia en la tradición de los profetas de Israel con el amanecer y la
consumación de la era “mesiánica”. Esta ha de ser un tiempo de justicia y de paz, de verdad y de
libertad, de una “vida abundante” (Jn 10,10) o digna para todos, un tiempo en el que se lleve la Buena
Nueva a los pobres, la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos (Lc 4,18). Pero, más de 2000
años desde la llegada del Mesías, el mundo entero parece seguir “en poder del Maligno” (1 Jn 5,19).
Por eso, como ha dicho el papa Francisco en su homilía durante la vigilia pascual del 8 de abril de
2023, podemos caer “fácilmente presa de la desilusión” y dejar que se seque en nosotros “el manantial
de la esperanza”.7

2. El anhelo de un mundo y una Iglesia mejores

Este anhelo se manifiesta de diferentes formas en la Historia del Cristianismo. Quiero presentar aquí
sólo tres: el joaquinismo, el milenarismo mitigado y las teologías políticas de nuestro tiempo.
En 1202 murió el abad Joaquín de Fiore, una de las figuras más interesantes e influyentes de
la historia de la humanidad y de la Iglesia. Se convirtió en el pionero de una nueva forma de entender
la historia. Como escribió Joseph Ratzinger en 1959, su pensamiento lo vemos hoy “con tanta
naturalidad como la visión cristiana [de la historia] por excelencia (...) que nos resulta difícil creer
que en algún momento no fuera así”.8 También se pueden encontrar influencias de su teología de la
historia en diversas ideologías seculares que esperan un “progreso” cualitativo según lo que Ernst
Bloch ha llamado “El principio esperanza”, por ejemplo en el discurso de la educación del género
humano (Lessing), en la interpretación idealista (Hegel), marxista (Marx) o positivista (Comte) de la
historia, en las utopías sociales y en los milenarismos políticos de la modernidad. 9
¿Cuál fue la “innovación” de Joaquín? Ha “dinamizado” la interpretación cristiana de la
historia, para la que Cristo es “el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último” (Ap
22,13), creando así el “futuro” histórico. Porque entendió la promesa de Cristo de un Paráclito, “que
enviará el Padre” en su nombre para que nos enseñe todo y nos vaya recordando todo lo que nos ha
dicho (Jn 14,26 también 16) y para guiarnos “a la verdad plena” (Jn 16,13), como motor de la historia
de la humanidad y de la Iglesia: Después de la Edad del Padre y de la del Hijo, llegará la del Espíritu

4
Santo.10 A esta interpretación contribuyeron algunas visiones místicas que Joaquin tuvo en Pascua y
Pentecostés mientras meditaba sobre algunos textos de las Escrituras.
Otros representantes de la teología monástica, inclinada al misticismo y la contemplación, ya
habían interpretado la historia sobre la base de un esquema trinitario de tres edades. Pero en la obra
de Joaquín esto va unido a la idea de un progreso histórico cualitativo, con la expectativa de una
tercera edad verdaderamente nueva “en este mundo”, con un cambio del estado actual del mundo y
de la Iglesia a un estado en el que, bajo la guía del Espíritu Santo, la Iglesia y la humanidad crecerán
en conocimiento y sabiduría, en libertad y virtud, en la semejanza espiritual con Dios, en la
experiencia de “salvación”.
Del hecho de que después de Cristo continuara una historia frecuentemente violenta y sin
experiencia de salvación, Joaquín saca la conclusión de “que una historia verdaderamente redimida
y buena está aún por venir”.11 Esta esperanza va acompañada de una visión progresiva de la
revelación, según la pedagogía divina: Después de la caída del primer hombre, el género humano
vuelve gradualmente al conocimiento de su Creador; en la primera edad echa raíces en el Padre, en
la segunda germina en el Hijo y en la tercera goza en el Espíritu Santo “del dulce fruto” del
conocimiento de Dios; en esta tercera y última edad del mundo ya no viviremos bajo el velo de la
letra con un conocimiento “imperfecto” (1 Cor. 13,9), “sino en la plena libertad del Espíritu”, 12 con
una Iglesia de los pobres guiada por hombres realmente espirituales.
Joaquín estaba convencido de que con esta periodización de la historia de la salvación
“entendía el sentido de las Escrituras”.13 Los grandes teólogos escolásticos del siglo XIII (con la
excepción de san Buenaventura) lo consideraron un “simplex” o “ignorante”. Pero el teólogo “laico”
Dante, que en la cima de la juridificación y clericalización de la Iglesia bajo un papado ebrio de poder
comprendió el fuego encendido por Joaquín, en su Divina Comedia lo situó en el paraíso, mientras
que para Bonifacio VIII encontró un sitio en el infierno.
Joaquín adquiere una especial actualidad en nuestro tiempo con el Concilio Vaticano II, que
tiene muchos ecos de su visión de la historia, la humanidad y la Iglesia. Por ejemplo en la apelación
de Juan XXIII como “papa buono”, lo que podría ser una alusión moderna al “papa angélico”
esperado por Joaquín. Juan XXIII, que fue profesor de Historia de la Iglesia y conocía bien estas
cuestiones, esperaba del Concilio un “nuevo Pentecostés” y un “salto hacia adelante” 14 para que
comenzáramos a “comprender mejor el Evangelio”15 y a convertirnos en una “Iglesia de los pobres”,
como se dice en la secuencia de Pentecostés: “Ven, Espíritu Santo, ... Padre de los pobres”. Como
Joaquín, el Concilio quería estudiar proféticamente “los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz
del Evangelio”. Y fue consciente de que “el género humano se halla en un período nuevo de su
historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al
universo entero” (GS, n. 4).
El Concilio sintió que la Iglesia está “insertada” en la familia humana y habló con optimismo
universal de un amplio “designio de Dios para la salvación del género humano”, un designio que
“dimana del ‘amor fontal’ o de la caridad de Dios Padre, que, siendo Principio sin principio, engendra
al Hijo, y a través del Hijo procede el Espíritu Santo” (Ad Gentes, n. 2). Bajo la guía del Espíritu
Santo, la Iglesia y la humanidad avanzan hacia la realización del plan de salvación, hacia una
“civilización del amor”, como decía Pablo VI y el magisterio continúa repitiendo desde entonces. El
lenguaje del Concilio, rico en metáforas, sacadas de la Biblia y los Padres de la Iglesia, está más cerca
de Joaquín que de la teología escolástica, y atestigua implícitamente la actual vigencia del abad de
Fiore.
Desde el Concilio nos encontramos (visto a través de los ojos del historiador) también en el
umbral de una nueva época de la Iglesia. Tales transiciones no se producen de forma puntual, sino en
el transcurso de varias generaciones, de modo que lo viejo y lo nuevo conviven durante algún tiempo
hasta que el cambio se impone, como ha demostrado Thomas S. Kuhn en su estudio sobre la estructura
de las revoluciones científicas.16 Muchos asociamos la “conversión” (¡también del papado!), de la
que habla el papa Francisco en la exhortación apostólica Evangelii gaudium (24.11.2013), con el

5
coraje necesario para una nueva forma de Iglesia. Hoy es muy importante implorar al Espíritu Santo
para que nos guíe cada vez más “a la verdad plena”, pero también para que la Iglesia sea realmente
“signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen
gentium, n. 1), y para que en diversos campos (entre otros, la relación entre el clero y los laicos, el
papel de la mujer, el diálogo con las otras iglesias, confesiones y religiones) se despida claramente
de la “forma medieval”, como dejó entrever el Concilio, aunque de manera “inicial y tímida”. 17
No quiero entrar aquí en las discusiones sobre el milenarismo en la versión revolucionaria ni
en la adventista. Pero sí quiero resaltar que en el jesuita chileno Manuel Lacunza y Díaz (1731-1801)
encontramos una forma de milenarismo mitigado que la Iglesia hasta ahora ha dejado en el alero. En
1790, al final de un siglo marcado por la Revolución Francesa y una conciencia de crisis en la Iglesia,
Lacunza, que después de la supresión de la Compañía tuvo que dejar Chile, pero fue acogido en
Imola, una pequeña ciudad de los Estados Pontificios, terminó su monumental obra La venida del
Mesías en gloria y majestad tras cerca de dos décadas de soledad ascética y vida piadosa que dedicó
a la interpretación de las Escrituras. Al igual que Ireneo o Joaquín de Fiore, Lacunza decía que muchas
promesas de la Biblia aún no se habían cumplido.
En su obra, Lacunza hace debatir dialecticamente a un teólogo cristiano con un rabino. Ambos
esbozan una interpretación exhaustiva del “sentido literal” 18 de las profecías bíblicas y coinciden en
que Cristo vendrá de nuevo a esta tierra para reinar antes del Juicio Final: “el reino milenario significa
un reino futuro entre la segunda venida de Cristo y la resurrección general, un reino que durará largo
tiempo, quizá cienmil años; que todas las promesas de los profetas se refieren a dicho reino milenario;
que también los judíos participarán de dicho reino, y que finalmente, el reino definitivo y eterno que
vendrá después de dicho reino milenario no tendrá su sede en un cielo lejano, sino dentro del universo
conocido”,19 es decir, en nuestra galaxia.
Lacunza no pudo publicar en vida la extensa obra por falta del permiso eclesiástico. Tras su
muerte, círculos criollos, liberales y anticatólicos aseguraron su difusión. Las primeras ediciones
aparecieron hacia 1812, en la época de abolición de la Inquisición durante las Cortes de Cádiz, de las
primeras proclamaciones independentistas criollas y del encarcelamiento napoleónico del Papa.
Siguieron otras ediciones en español en 1816 y 1826 (Londres, financiada por el general criollo
Manuel Belgrano), 1821-1822 y 1825 (México, también financiada por criollos), 1825 (París). Las
traducciones al inglés y al francés aparecieron en 1827 y 1833 (Londres) y 1827 (París)
respectivamente.
De Dan 7,27 (“El reinado, el dominio y la grandeza de todos los reinos bajo el cielo serán
entregados al pueblo de los santos del Altísimo. Su reino será un reino eterno, al que temerán y se
someterán todos los soberanos”), Lacunza deduce que tras el regreso de Cristo los mansos heredarán
un reino mesiánico de duración indefinida en la tierra. Este ha sido el núcleo del “milenarismo
mitigado” desde Ireneo. 20 Además, para Lacunza, la piedra que aplastará la estatua del sueño de
Nabucodonosor e inaugurará el reino mesiánico que no tendrá fin (Dn 2,34) es, en efecto, la Iglesia,
pero no la existente después de la primera venida del Señor, sino una Iglesia futura que llegaría pronto:
“No falta ya sino la última época, o la más grande revolución”. 21
Lacunza también pareció asumir –lo que los estudiosos tienden a pasar por alto– que esa
“revolución”, según el ejemplo de la Piedra de Daniel, no será “quieta y pacífica”. Lacunza cuestiona
la interpretación tradicional de Dan 2 después de la domesticación eclesiástica del milenarismo por
san Agustín y san Jerónimo: “¿Por qué se pretende equivocar y confundir la caída de la piedra sobre
los pies de la estatua y el fin y término de todo imperio y dominación, con lo que sucedió en la primera
venida quieta y pacífica del Hijo de Dios?” 22 A buen entendedor: ¡El final catastrófico de todos los
reinos y estados conocidos está aún por llegar!
Gian Maria Mastai, más tarde el papa Pío IX, escribió el 1 de mayo de 1824 desde Santiago
de Chile, donde se encontraba como secretario de Giovanni Muzi, el primer Legado Apostólico en
América Latina, a Giuseppe M. Graziosi en Roma: “por lo que he visto, hay aquí un fuerte
seguimiento del P. Lacunza, el milenarista. Han aparecido varias ediciones en Londres, y aquí se han

6
vendido a 18 escudos el ejemplar; no he visto a nadie que no quisiera tener un ejemplar entre sus
libros. Al contestarme, le ruego me haga saber si en Roma se ha formado algún juicio sobre él; creo
que cuando me marché estaban examinando esta obra”.23 El 6 de septiembre de 1824, el magisterio
católico puso la obra de Lacunza en el Índice de los libros prohibidos, pero sólo condenó su
milenarismo mitigado en 1941–1944 con las siguientes palabras en el estilo sibilino de la curia
romana: „Systema Millenarismi mitigati tuto doceri non posse“ („El sistema del milenarismo
mitigado no puede ser enseñado con toda certeza“). 24 ¿No quiere esto decir que tampoco puede
negarse con toda seguridad?
La Iglesia no ha podido apagar del todo el fuego de la esperanza joaquinita ni del milenarismo
mitigado; y del rescoldo se ha avivado la llama de las teologías políticas, de la esperanza o de la
liberación de nuestro tiempo, que reclaman un cristianismo mesiánico-profético. Frente a la excesiva
orientación individualista, espiritualista y ultramundana de gran parte de la teología, estas teologías
mantienen la esperanza de una realización material del reino de Dios que pueda experimentarse dentro
de la historia.
Avivar ese fuego era lo que pretendía, entre nosotros, el jesuita José María Díez-Alegría con
su libro ¡Yo creo en la esperanza!,25 que leí de un tirón en mayo de 1973 con 18 años y que desde
entonces me ha marcado profundamente. En los años del tardofranquismo y de la adaptación del
cambio conciliar a la realidad española, me pareció una revelación. Porque hablaba de un cristianismo
mesiánico-profético, es decir, sensible a la justicia, preocupado ante todo por los pobres y los
pequeños de la historia, que mantiene una distancia crítica con los poderes de este mundo y quiere
también que ese cristianismo prevalezca dentro de la Iglesia con las reformas necesarias. Me pareció
la antítesis del anacronismo de la unión entre Estado e Iglesia en España bajo el franquismo. El autor
era sociólogo, profesor de la Universidad Gregoriana y hermano de un general de alto rango. Había
publicado el libro sin permiso eclesiástico, incluso contra la prohibición explícita del General de los
jesuitas, Pedro Arrupe. Se convirtió en un éxito de ventas, pero también en un escándalo. Las
autoridades eclesiásticas y seculares protestaron, y el autor tuvo que pedir la exclaustración –
inicialmente temporal– de la Compañía. 26 Murió el 25 de junio de 2010, a los 99 años.
Díez-Alegría distingue entre dos tipos básicos de religión en la Biblia: la ontológico-
cultualista y la ético-profética. Esta última, que consiste en el hambre y la sed de justicia así como en
el recto obrar en la unión del amor a Dios y al projimo, corresponde a la religión de los profetas de
Israel, de Jesús y de los primeros cristianos “tal como se presenta o se refleja en el Nuevo
Testamento”.27 En el libro se encuentran afirmaciones como éstas: “en la concepción de un
cristianismo genuino, el culto es para el amor y la justicia, y no al contrario. [...] En la concepción
ético-profética, el amor al prójimo es como sacramento del amor a Dios [...]. A Cristo se le encuentra
en los oprimidos a quienes se trabaja por liberar, y no en otra parte. Es el sentido profundo de la
parábola del juicio final que nos narra el evangelio de san Mateo (25,31-46).” 28 Díez-Alegría
interpreta el Antiguo y el Nuevo Testamento desde esta perspectiva, criticando a una Iglesia que, a
pesar de su gran trabajo en el campo asistencial y educativo, representaba el tipo de religión
ontológico-cultualista y se había convertido cuasi en un apéndice del Estado. Ciertamente, la corriente
profética de la Biblia es un poco más compleja, pero lo que destaca Díez-Alegría es esencialmente
parte de ella.
Basten estos tres ejemplos, Joaquín de Fiore, Lacunza y Díez-Alegría para mostrar que el
anhelo de un mundo y una Iglesia mejores ha estado y está bien presente en la Historia de la Iglesia.
Y ahora tenemos un papa que no se ocupa de despachar encíclicas con doctrina dogmático-moral y
el dedo índice levantado, sino que escribe sobre el desafío ecológico en la tierra como casa común de
todos y nos exhorta a practicar la fraternidad universal. Con él parecen haber vuelto la confianza en
el hombre y el sueño de una Iglesia de los pobres. Sí, la esperanza en el Reino de Dios nos debe
espolear a conformar el Mundo y la Iglesia según los valores mesiánicos. Aunque hayan sido
secularizados en la modernidad desde la Revolución Francesa, los cristianos somos libres para poner
los propios acentos.

7
3. La tumba y la esperanza

Excavar con pico y pala la tumba para enterrar al padre, como hice yo con mi hermano en noviembre
de 1977, es una experiencia muy seria, de las que no se olvidan. Enterrar un cadáver nos deja el dolor
de la despedida y peguntas fundamentales ante el final de la vida de un ser querido. En torno a esta
experiencia surgieron algo así como los primeros ritos religiosos y las cuestiones básicas de la
existencia humana, probablemente incluso ya entre los neandertales: ¿Dónde está ahora? ¿Qué
podemos esperar? La madre y los discípulos más cercanos de Jesús cierran su tumba con una pesada
piedra y probablemente con esas mismas preguntas.
Sí, Jesús se murió de verdad, y su cuerpo estuvo expuesto al frío y a la rigidez de la muerte,
como todos nosotros un día, como los muertos de la pandemia, de las crisis humanitarias y de esta
guerra demencial en Ucrania hoy. No debemos acostumbrarnos a que la muerte, el “último enemigo”
(1 Co 15,26), del que habla san Pablo, “no ha cesado de vencer”, como decía el filósofo alemán
Walter Benjamin.29 Al porqué de la muerte, el pecado y el sufrimiento de los inocentes no tenemos
respuestas realmente convincentes para el hombre moderno. Por eso el gran teólogo alemán Romano
Guardini decía poco antes de morir que esperaba obtener una respuesta al otro lado. 30
“Al tercer día”, la historia, sin embargo, dio un giro inesperado; y María de Magdala es la
primera en anunciar lo insólito: ¡Jesús vive! Para los creyentes, no se trata de un “abracadabra”, de
un truco de chistera, sino de una vida nueva, en una corporeidad “transfigurada” y llena de luz, no
reconocible a primera vista por los discípulos, ya que les causaba gran asombro y estupor. Necesitaron
tiempo hasta que entendieron y confesaron: Jesús ha resucitado de verdad de entre los muertos. Y
ante las dudas persistentes entre los primeros cristianos, pues alguna corriente del judaísmo negaba
la resurrección, Pablo tuvo que insistir mucho y dejar claro su significado fundamental: “Pero si
Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe” (1 Co 15,15). De la
nueva vida posmortal en presencia de Dios dice el Concilio que es la “vocación suprema divina” del
hombre (GS, n. 22). Los que ya aquí se “se unen” a Jesús (1 Co 6,17) pueden hablar con san Francisco
de Asís de la “hermana muerte”, o decir con el apóstol Pablo: “Muerte, ¿dónde está tu victoria? /
Muerte, ¿dónde está tu aguijón?” (1 Co 15,55).
Y, sin embargo, debemos quedar algo pensativos cuando colocamos un cuerpo muerto y frío
en la tumba y nos despedimos de él. Porque esperamos más de lo que sabemos “por experiencia”, y
las preguntas básicas del principio de la religión en torno a la tumba permanecen: ¿Dónde está ahora?
¿Qué podemos esperar? ¿Cómo entender eso de la resurrección de la carne, si después de la
incineración no quedan ni los huesos? ¿Salvará el Señor a todos, después de la purificación apropiada
para cada uno, como dan a entender algunos textos de la Biblia, o habrá en el mas allá un espacio
separado para los justos y otro para los pecadores, como sugieren otros textos? ¿Y dónde están el
cielo y el infierno? ¿Son un lugar o un estado existencial? ¿Estar “en el infierno” significa estar
eternamente apartado de la gracia y la misericordia divinas? ¿Por qué una pena tan desproporcionada
para unos años de vida en la tierra en que participamos de la débil condición humana y estamos
expuestos a toda clase de influencias en nuestras decisiones? Estas preguntas, que se hace hoy mucha
gente, no son nuevas. Ya se hacían en los tiempos de los Padres de la Iglesia, y por eso algunos de
ellos como Orígenes pensaron en la “Apocatástasis” o doctrina de que todos, justos y pecadores
volveremos a ser uno en Dios. La Iglesia la ha condenado varias veces, pero si miramos con atención,
se condena el enseñarla con certeza, pues estas cosas, lo mismo que lo del milenarismo mitigado,
conviene dejarlas en el alero.
Spe salvi (nn. 13-15) nos exhorta a superar la esperanza individual de salvación y rezar por la
salvación de todos. Y grandes teólogos de lengua alemana de nuestro tiempo han sabido mantener
viva la llama de la esperanza en la salvación universal:
Hans Urs von Balthasar decía que los cristianos deberíamos esperar la salvación de todos y
que el infierno al final esté vacío. 31 De echo, ni la Biblia ni la Iglesia dicen de una persona concreta

8
que esté en el infierno, mientras que si existen canonizaciones para el cielo. Karl Rahner solía enseñar
que un buen cristiano no debe esperar sólo su propia salvación, sino la de todos y rezar por ella. Es la
forma más sublime del “amor a los enemigos”, que también vale, naturalmente, para el propio Dios.
Y Karl Barth decía, no sin humor, que quien no cree en la salvación de todos es como un buey, pero
el que la enseña desde el púlpito como si la tuviéramos en el bolsillo es como un burro. En este tema
hay que mantener la tensión del recto “temor de Dios” (Ps 111,1). Algo es cierto: cuanto más
purificados andemos por el mundo camino al encuentro con Dios, más desearemos la salvación de
todos y rezaremos por ella. No decía san Juan de la Cruz de las caudalosas corrientes de la gracia
divina “que infiernos, cielos riegan y las gentes, / aunque es de noche”? 32
La esperanza ante la tumba es tan universal que incluso un agnóstico como Antonio Machado,
que después de la muerte de su querida esposa Leonor se debatía entre la esperanza y la desesperanza,
se consuela con estas palabras: “Late, corazón… No todo / se lo ha tragado la tierra”. 33
Un signo indirecto de que nuestro anhelo transciende este mundo es que algunos, como los
místicos, cuya vida ya está aquí “con Cristo escondida en Dios” (Col 3,3) están abrasados por la
esperanza del encuentro definitivo y viven un “sin vivir”. Es lo que dan a entender el “véante mis
ojos”, atribuído a santa Teresa,34 o el “rompe la tela deste dulce encuentro” del mudejarillo de
Fontiveros.35 Sí, hay motivos para esperar la gran transformación después de la muerte, aunque
tengamos más preguntas que respuestas. Después de la muerte de un ser querido compuse este poema:

En un santiamén
se marchitó la flor.
Esperamos que florezca
de nuevo
en la eternidad,
transfigurada en luz
junto a Jesús,
en quien creía,
en quien esperaba,
a quien amaba
por su Buena Nueva
de la predilección de Dios
por los pobres,
los mansos
y humildes de corazón,
y por su promesa
de una vida abundante
para todos.

4. El Juicio Final y la esperanza

El tema del Juicio Final no está hoy tan omnipresente como en otras épocas de la Historia de la Iglesia.
Muchos viven como si no existiera ese mensaje. Como decía Johann Batist Metz, “la enfermedad
mortal del cristianismo no es la ingenuidad, sino la banalidad”.36 Los sociólogos de la religión y los
terapeutas lamentan la dudosa “civilización de Dios” o la “reducción” al lado luminoso y bueno que
se ha producido progresivamente desde la Ilustración. Antes de la Segunda Guerra Mundial, el pastor
protestante alemán Reinhold Niebuhr caricaturizaba la mentalidad reinante en la “Belle époque”
como si “un Dios sin ira trajera a personas sin pecado a un reino sin juicio mediante el ministerio
sacerdotal de un Cristo sin cruz”.37 Algo de ello hay también en nuestros días: la pérdida del recto
“temor de Dios” (Ps 111,1), a pesar de los muchos Cristos que se sacan en las procesiones en el marco
de un catolicismo festivo-cultural. Si las grandes Iglesias históricas se olvidan del mensaje del Juicio,

9
los grupos fundamentalistas lo reivindicarán a su manera, como de hecho está ocurriendo. Sus líderes
predican con escenarios apocalípticos la salvación de unos pocos y la condenación de todos los demás,
aprovechando con habilidad el miedo de la gente sencilla.
El mensaje del Juicio Final como conclusión de la historia es una fuente de esperanza
subversiva contra toda esperanza en el Dios justo y misericordioso. Por tanto, conviene examinar sus
deformaciones para ver si no ha sido mal utilizado como “mensaje amenazador” que produce miedo,
como consuelo en el más allá, como justificación eclesiástica escapista del statu quo para no tener
que cambiar nada,38 en lugar de mostrar su núcleo liberador. Apenas hay una catedral románica o
gótica de la Edad Media sin la escena del Juicio Final según Mt 25 en el tímpano de la entrada
principal. Para protestar contra el status quo eclesial y político, a los artistas no les quedaba otro
recurso que poner alguna cabeza con corona o mitra entre las cabras. Por lo demás, parece tener razón
Norman Cohn,39 cuando dice que la doctrina oficial de la Iglesia de la Edad Media ha privado a los
fieles del consuelo del mesianismo cristiano: que este mundo no es sólo el camino para el otro, sino
que está llamado a ser un lugar, donde habiten la justicia y tengan todos una “vida abundante” (Jn
10,10).
Con el documento “Nuestra esperanza” del Sínodo de las diócesis alemanas en 1975 debemos
preguntarnos si no hemos oscurecido con demasiada frecuencia el mensaje del Juicio en la Iglesia,
porque lo hemos proclamado en voz alta y con insistencia ante los pequeños e indefensos, pero a
menudo en voz baja y sin fortaleza ante los poderosos de esta tierra. Porque en el mensaje del Juicio
se expresa la idea específicamente cristiana de la igualdad de todos los hombres, “que no equivale a
un igualitarismo, sino que subraya la igualdad de todos los hombres en su responsabilidad práctica
de vida ante Dios, pero que también promete una esperanza imperdible a todos los que sufren la
injusticia”. Así, el mensaje del Juicio es ante todo un “consuelo y aliento” ante la angustia histórica:
“Habla del poder creador de la justicia de Dios, de que nuestro anhelo de justicia es más fuerte que la
muerte, de que no sólo el amor sino también la justicia son más fuertes que la muerte”. Y el documento
sinodal concluye sus reflexiones con algunas preguntas que a menudo pasamos por alto: Este mensaje
“¿no debería ser una palabra de nuestra esperanza? ¿Ninguna palabra que nos libere para defender la
justicia, a tiempo y a destiempo? ¿Ningún incentivo para luchar contra una injusticia flagrante?
¿Ninguna norma que nos prohíba todo pacto con la injusticia y nos obligue a gritar contra ella una y
otra vez, si no queremos desvirtuar nuestra esperanza?”40 El texto sinodal, esbozado por Johann
Baptist Metz, habla el lenguaje de la nueva teología política. Unos treinta años después, Spe salvi
recalca que “la fe en el Juicio Final es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad
se ha hecho evidente precisamente en las convulsiones de los últimos siglos”. Benedicto XVI está
convencido “de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento
más fuerte en favor de la fe en la vida eterna” (Spe salvi, n. 43). El Juicio como “imagen de esperanza”
(Spe salvi, n. 44), sí, de “esperanza subversiva”.
Así lo veía, por ejemplo, Bartolomé de Las Casas durante la conquista y evangelización del
Nuevo Mundo. Esto le lleva no sólo a descubrir en el que sufre aquí y ahora a un “Cristo anónimo”,
al que hay que ayudar por compasión, misericordia y amor a Cristo, sino también a tener una
esperanza para los indios sufrientes, aunque no estuvieran bautizados. Con la edad va aumentando
esa esperanza. Así, en su Historia de las Indias dirige hacia 1561 a Gonzalo Fernández de Oviedo,
para Las Casas un notorio calumniador de los indios, esta frase: “y podrá ser que se hallen, de aquestos
que tanto menosprecio tuvimos, más que de nosotros a la mano derecha el día del Juicio. Y esta
consideración debría tenernos con grande temor noches y dias”.41 Y en su obra De Thesauris del
mismo año, Las Casas es aún más explícito: “Un solo consuelo y remedio creo que aquellas gentes
puedan en algún momento tener: es la visión del Día del Juicio, cuando todas sean convocadas y
oídas y se discutan los merecimientos de su causa así como de todas las demás gentes, se haga público
todo el dolo y maquinación de los tiranos y la nulidad de sus obras y éstos sean destinados a las penas
eternas por sentencia del justo juez. Entonces permanecerá manifiesta, defendida y segura (…), la
inocencia de quienes sufrieron tales males por parte de aquellos tiranos”.

10
Las Casas entiende el Juicio Final como un acto “liberador” que promete una esperanza
imperdible a todas las víctimas “que sufren la injusticia”, como una fuerza de “consuelo y aliento”
ante el desamparo histórico de las víctimas, pero también como un mensaje que recuerda la severidad
y la justicia de Dios a todos los impíos de la historia. Y proclama este mensaje en voz alta y con
fuerza ante los poderosos de su tiempo, diciendo que también la Corona y sus Consejos corrían ese
peligro por no corregir los desmanes y procurar un buen gobierno para los indios.
El Juicio es para Las Casas como un tribunal en el que Dios premia a los buenos y castiga a
los malos, lo que es la visión mas popular y corriente, porque corresponde también a la esperanza en
la justicia humana. Pero es necesario conjugar el mensaje del Juicio con la voluntad salvífica
universal de Dios, aunque no sin la purificación que cada uno merezca. Lo hace, por ejemplo, Jürgen
Moltmann, el padre de la “Teología de la esperanza” de nuestros días. Para él, la justicia divina no es
la del principio del suum cuique, como en este mundo, sino la del Dios de Abrahán y Padre de
Jesucristo que nos justifica y salva con su gracia: “El llamado ‘Juicio Final’ no es otra cosa que la
revelación universal de Jesucristo y el cumplimiento de su obra de salvación”. 42
Durante el siglo XV, ya antes de la genial composición del Juicio Final por Michelangelo para
la Capilla Sixtina, aparecen representaciones que no siguen el relato bíblico de Mt 25, sino más bien
Ap 1,7: “Mirad: viene entre las nubes. Todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron”. En esas
representaciones, el Señor levanta el brazo derecho y con la mano izquierda dirige nuestra mirada a
su costado traspasado. En la catedral románica de Salamanca hay una impresionante representación
de ese tema. Es de mediados del siglo XV y se atribuye a Niccolò Delli. Sí, en su segunda venida
para juzgar a los vivos y a los muertos, combinando gracia, misericordia y justicia, el Señor enjugará
toda lágrima de nuestros ojos, “y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero
ha desaparecido” (Ap. 21,4), es decir, que la muerte habrá dejado por fin de vencer. Pero también nos
mostrará “el pecho del amor muy lastimado”, 43 del que habla san Juan de la Cruz en su “Pastorcico”,
como fuente de todas las gracias, porque quiere salvar a todos, también después de la muerte. Y esa
debería ser nuestra esperanza ante el Juicio Final. ¿Cómo lo hará sin banalizar la diferencia entre las
víctimas y sus victimarios, los justos y los pecadores? No lo sabemos, pero será para cada uno una
purificación dolorosa como la que hace “el fuego” (1 Co 3,12-15).

5. Consideraciones finales

Nos hemos ocupado de tres formas de la esperanza cristiana: la del Reino de Dios en este mundo, la
de la vida eterna gracias a la victoria de Cristo sobre la muerte, y la del Juicio Final como último acto
salvador del amor y de la misericordia de Dios “por Cristo, con Él y en Él”.
Mantengamos viva la esperanza de “unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite
la justicia” (2 Petr 3,13), porque esa promesa aún no se ha cumplido. Trabajemos con todas las
personas de buena voluntad por un mundo mejor, sin olvidar al mismo tiempo que “el hombre siempre
permanece hombre” (Spe salvi, n. 21) y que debemos inmunizarnos, por tanto, contra todos los
“mesianismos políticos” de nuestro tiempo con su retórica del “hombre nuevo”.
Esperemos la resurrección, pues la muerte ha perdido su “aguijón?” (1 Co 15,55) con la
resurrección de Jesús como “primicia” (1 Co 15,20) de lo que nos espera, y rezemos por la salvación
de todos para que en todos se cumpla la “vocación divina” del hombre (GS, n. 22).
Mantengamos vivo el auténtico “temor de Dios” (Ps 111,1), que es el principio de toda
sabiduría, al mismo tiempo que esperamos que en el Juicio Final el amor y la infinita misericordia de
Dios ofrezcan por última vez la salvación a todos, sin nivelar el abismo que separa a las víctimas de
sus victimarios.
Esta es nuestra esperanza, de la que siempre hemos de estar dispuestos a dar razón (1 Petr
3,15).
Y esperemos ardientemente la segunda venida del Señor, porque aquí, en la Iglesia militante
y en este mundo aún no redimido del todo, no deja de ser “de noche”, como decía san Juan de la Cruz.

11
Por eso conviene velar y con la tradición de Israel y de la Iglesia aguardar al Señor “más que el
centinela la aurora” (Ps 130,6). Antonio Machado, que confesaba su “amargura de querer y no
poder creer, creer y creer!”,44 comprendió muy bien el núcleo adventista de la esperanza cristiana,
cuando escribió estos versos:

“Yo amo a Jesús, que nos dijo:


cielo y tierra pasarán.
Cuando cielo y tierra pasen
mi palabra quedará.
¿Cuál fue, Jesús, tu palabra?
¿Amor? ¿Perdón? ¿Caridad?
Todas tus palabras fueron
una palabra: Velad.”45

Este velar para que no se seque “el manantial de la esperanza” es tarea de todos los cristianos, pero
especialmente de la Vida Consagrada, llamada a ser “un signo de esperanza contra toda esperanza”…
para la Iglesia y el mundo.

12
Mantener viva la esperanza en la gran transformación
Por Mariano Delgado, Universidad de Friburgo (Suiza)

En su encíclica Spe salvi (30.11.2007), el papa Benedicto XVI ha reivindicado la “esperanza” como “una palabra central
de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las palabras ‘fe’ y ‘esperanza’ parecen intercambiables” (no. 2).
Con una visión algo pesimista de corte augustiniano sobre el camino de la modernidad, Benedicto describe la actual crisis
de fe como “sobre todo una crisis de la esperanza cristiana” (no. 17). La unión de ambas crisis es un diagnóstico certero,
pues no podemos esperar en lo que no creemos, y la fe en el “extra nos” de la salvación “por Cristo, con Él y en Él” con
la esperanza en “la resurrección de la carne y la vida eterna” se han vuelto para muchos contemporáneos un mantra
litúrgico indescifrable. Cuando se ha perdido la ingenuidad de la infancia, las respuestas tipo “catecismo” dejan de ser
plausibles, si la Iglesia y la teología no encuentran el lenguaje adecuado para acoger a la gente con sus cuestiones y dudas
en el horizonte hermenéutico de la modernidad, sin el reflejo de amonestar contra esto y aquello levantando el dedo índice.
Hay que ser sincero con el hombre de hoy y reconocer que esperamos más de lo que sabemos por propia experiencia,
pero que estamos invitados a creer en la palabra del Señor, que no es un “embaucador”, sino un maestro de doctrina y
vida, y a confiar en la tradición de la Iglesia, a pesar de la fragilidad humana de sus miembros. El Concilio Vaticano II
intentó cambiar la perspectiva hacia la modernidad. Sólo una Iglesia que comprenda de forma positiva el gran giro
antropocéntrico de la modernidad, plasmado en el anhelo de “libertad, igualdad y fraternidad” en “este mundo”, y que
intente entroncarlo en la tradición mesiánico-profética, que es la matriz del mensaje del Reino de los Cielos de Jesús de
Nazaret, será capaz de entrar en diálogo con el hombre de hoy. La conferencia habla primero de la esperanza contrafáctica
de un mundo mejor que se rija por los valores mesiánicos; después trata de cómo mantener viva la esperanza en la gran
transformación de este mundo; a continuación habla de la esperanza en la resurrección; siguen unas reflexiones sobre el
Juicio Final como mensaje de esperanza y unas breves conclusiones.

1. Esperanza contrafáctica
2. El anhelo de un mundo y una Iglesia mejores
3. La tumba y la esperanza
4. La esperanza en el Juicio Final
5. Consideraciones finales

Mariano Delgado nació el 20 de febrero de 1955 en Berrueces (Tierra de Campos de Valladolid). Después de dos años
de filosofía en Valladolid y uno de teología en Valencia obtuvo en 1979 la licencia en teología y en 1979 en filosofía en
la Facultad de teología de la Universidad pública de Innsbruck (Austria). Mientras daba clases de religión y español en
un valle del Tirol obtuvo en Innsbruck en 1985 el doctorado en teología histórica; entre 1988-1997 fue profesor asociado
en el Departamento de Teología Católica de la Universidad Libre de Berlín, donde en 1994 obtuvo el doctorado en
filosofía. En 1995 se habilitó en teología fundamental en Innsbruck. Desde 1997 es catedrático de Historia de la Iglesia
en la Facultad de teología de la Universidad pública de Friburgo en Suiza, donde en 2008 fundó el Instituto para el estudio
de las religiones y el diálogo interreligioso, que dirige desde entonces. Por dos períodos (2010-2012 y 2019-2022) ha sido
decano de dicha Facultad. Desde 2009 es Direktor de la sección para el estudio de las religiones y la etnologia en la
prestigiosa Görres-Gesellschaft. Desde 2021 es decano de la clase VII (religiones) de la Academia Europea de las Ciencias
y de las Artes en Salzburgo. Desde 2000 es director de la Zeitschrift für Missionswissenschaft und Religionswisenschaft
así como miembro del consejo editorial de diversas revistas científicas. Es fundador co-editor de diferentes colecciones
científicas y autor de más de 900 publicaciones, incluídos libros, artículos y reseñas científicos así como artículos y
comentarios en los medios de comunicación social. Cf. www.unifr.ch/skg y www.unifr.ch/ird
Campos de investigación: Historia de la teología alemana del siglo XX; Historia y recepción del Vaticano II; historia
del cristianismo en América Latina y las Filipinas; Bartolomé de Las Casas y la Escuela de Salamanca; la mística española
(Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Miguel de Molinos); diálogo interreligioso, tolerancia y libertad religiosa.

13
Notas
1
Cf. para todas las citas de Spe salvi: https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/encyclicals/documents/hf_ben-
xvi_enc_20071130_spe-salvi.html (05.04.2023).
2
César VALLEJO, Obra poética completa. Madrid: Alianza Editorial 22006 (Trilce XXXI).
3
Cf. para todas las citas del discurso de clausura de Pablo VI: http://w2.vatican.va/content/paul-
vi/it/speeches/1965/documents/hf_p-vi_spe_19651207_epilogo-concilio.pdf (05.04.2023).
4
Heiko OBERMANN et. al. (eds.), Kirchen- und Theologiegeschichte in Quellen. Vol. IV/1: Vom Konfessionalismus zur
Moderne. Neukirchen-Vluyn: Neukirchener Verlag 1997, p. 179.
5
Theodor W. ADORNO, Minima Moralia. Reflexionen aus dem beschädigten Leben, Fráncfort del Meno 1987, 315 (nº
149).
6
Arthur SCHOPENHAUER, Senilia. Gedanken im Alter. Eds. Franco Volpi / Ernst Ziegler, Múnich: Beck 2010, p. 130.
7
Cf. https://www.vatican.va/content/francesco/it/homilies/2023/documents/20230408-omelia-veglia-pasquale.html
(09.04.2023).
8
Joseph RATZINGER, Die Geschichtstheologie des heiligen Bonaventura. Múnich-Zúrich: Schnell & Steiner 1959, p.
108.
9
Cf. Henri de LUBAC, La postérité spirituelle de Joachim de Flore. Vol 1. París: Ed. Lethielleux 1979.
10
Cf. sobre la innovación de Joaquín mi artículo: Mariano DELGADO, “‘…in der vollen Freiheit des Geistes’. Zur
‘trinitarischen Geschichtstheologie’ des Joachim von Fiore”: Sieben Positionen zum Logos. Ed. Felix Unger (Book
series of the European Academy of Sciences and Art 24), Weimar: Kromsdorf 2014, pp. 67-79.
11
RATZINGER, Geschichtstheologie, p. 110.
12
JOAQUÍN DE FIORE, Expositio in Apocalypsim. Venecia: Bindoni&Palyni 1527 (Reimpresión: Fráncfort del Meno
1964), Intr., fol.5rb.
13
Kurt-Victor SELGE, “Trinität, Millennium, Apokalypse im Denken Joachims von Fiore”: Gioacchino da Fiore tra
Bernardo di Clairvaux e Innocenzo III. Atti del 5o Congresso internazionale di studi gioachimiti. San Giovanni in Fiore
– 16-21 settembre 1999. Ed. Roberto Rusconi, Roma: Viella 2001, pp. 47-69, aquí p. 58.
14
Cf. el original italiano del discurso de apertura del Concilio del 11 de octubre de 1962 :
https://www.vatican.va/content/john-xxiii/it/speeches/1962/documents/hf_j-xxiii_spe_19621011_opening-council.html
(=5.04.2023).
15
Cf. https://www.amigodelhogar.net/2013/05/testigos-del-siglo-xx.html (05.04.2023).
16
Cf. Thomas S. KUHN, La estructura de las revoluciones científicas. México: Fondo de Cultura Económica 2005
(original 1962).
17
Karl RAHNER, “Über eine theologische Grundinterpretation des II. Vatikanischen Konzils”: Zeitschrift für
Katholische Theologie 101 (1979) pp. 290-299, aquí p. 291.
18
El método teológico de interpretación de Lacunza se guía por tres reglas, que él llama las “únicas e infalibles de nuestra
fe”: “en primer lugar, la divina Escritura, entendida en su sentido propio y literal; en segundo lugar, la tradición, no
humana, sino divina, es decir, me refiero a aquella tradición que no consiste en opiniones [humanas], sino en la fe divina,
verdadera, antigua, universal y uniforme (pues éstas son las características esenciales de la tradición divina); en tercer
lugar, la definición clara y explícita de la Iglesia, reunida en el Espíritu Santo”. Manuel LACUNZA, La venida del Mesías
en gloria y majestad. Santiago (Chile): Ed. Univ. 1969, p. 22.
19
Ernst STAEHELIN, Die Verkündigung des Reiches Gottes in der Kirche Jesu Christi. Zeugnisse aus allen Jahrhunderten
und allen Konfessionen. 7 vols., Basilea: Reinhardt 1952-1965, aquí vol. 6, pp. 213-214.
20
Cf. Mariano DELGADO, “Vom Nutzen und Nachteil der Apokalyptik. Typologien des Fin de Siècle in der
Christentumsgeschichte”: Fin de siècle – Zeitenwende. Beiträge zu einem interdisziplinären Gespräch. Eds. Dimiter
Daphinoff / Edgar Marsch (SEGES, Neue Folge 19). Friburgo Suiza: Universitätsverlag 1998, pp. 37-60.
21
LACUNZA, La venida del Mesías, pp. 36-62, aquí p. 60.
22
Ibid., p. 60.
23
Pedro de LETURIA, Relaciones de la Santa Sede e Hispanoamérica 1493-1835. Vol. 3: Apéndices, documentos, índices.
Ed. Miguel Batllori (Analecta Gregoriana 103), Roma-Caracas: Soc. Bolivariana de Venezuela 1960, p. 360.
24
Heinrich DENZINGER, Kompendium der Glaubensbekenntnisse und kirchlichen Lehrentscheidungen. Ed. Peter
Hünermann, Friburgo: Herder 371991, n. 3839.
25
José María DÍEZ-ALEGRÍA, ¡Yo creo en la esperanza! Bilbao: Desclée Brouwer 1972.
26
Véanse los antecedentes en: José María DÍEZ-ALEGRÍA, Crónica de un libro. Bilbao: Desclée Brouwer 1973.
27
DÍEZ-ALEGRÍA, Esperanza, p. 61.
28
Ibid., p. 79.
29
Walter BENJAMIN, “Über den Begriff der Geschichte”: idem., Gesammelte Schriften. Vol. 1/2. Ed. Rolf Tiedermann /
Hermann Schweppenhäuser (Werkausgabe 2). Francfort del Meno: Suhrkamp 1980, pp. 691-704, aquí p. 695 (tesis VI).
30
Eugen BISER, Interpretation und Veränderung. Werk und Wirkung Romano Guardinis. Paderborn: Schöningh 1979,
pp. 132-133.

14
31
Cf. Hans Uns von BALTHASAR, “Kleiner Diskurs über die Hölle”: idem: Kleiner Diskurs über die Hölle.
Apokatastasis. Einsiedeln: Johannes 42007 (Neue Kriterien 1), 7-70, 12.
32
SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas. Ed. Lucino Ruano de la Iglesia. Madrid: BAC 131991, p.95.
33
Antonio MACHADO, Poesías completas. Ed. crítica Oreste Macrí. Madrid: Espasa-Calpe 1989, p. 546 (Campos CXX).
34
SANTA TERESA DE JESÚS, Obras completas. Ed. Efrén de la Madre de Dios / Otger Steggink. Madrid : BAC 91997, p.
670.
35
SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas, p. 110.
36
Johann Baptist METZ, “Zeit ohne Finale? Zum Hintergrund der Debatte über ‘Resurrektion oder Reinkarnation’”:
Concilium 29 (1993) pp. 458-462, aquí p. 461.
37
Gotthard FUCHS, Gerichtsverlust. “Von der christlichen Kunst, sich recht ängstigen zu lernen”: KatBl 120 (1995) pp.
160-168, aquí 161-162 (con cita de Niebuhr).
38
Cf. Ulrich H. J. KÖRTNER, Weltangst und Weltende. Eine theologische Interpretation der Apokalyptik. Gotinga:
Vandenhoeck y Ruprecht 1988, pp. 316-318.
39
Cf. Norman COHN, Das Ringen um das tausendjährige Reich. Revolutionärer Messianismus im Mittelalter und sein
Fortleben in den modernen totalitären Bewegungen. Berna-Munich: Francke 1961, p. 7.
40
Cf. Gemeinsame Synode der Bistümer in der Bundesrepublik Deutschland. Beschlüsse der Vollversammlung. Vol. 1.
Friburgo: Herder 21978, pp. 71–111, aquí p. 92-93.
41
Bartolomé de LAS CASAS, Historia de las Indias. Ed. Isacio Pérez Fernández et al. Madrid : Alianza Editorial 1992,
Obras completas Vol. 5, p. 2398.
42
Jürgen MOLTMANN, Das Kommen Gottes. Christliche Eschatologie (Werke Vol. 8). Gütersloh: Gütersloher
Verlagshaus 2016, p. 279.
43
SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas, Obras completas, p. 113-114.
44
Antonio MACHADO, Poesías completas, p. 554 (Campos CXXVIII).
45
Ibid., pp. 576-577 (Campos CXXXVI–XXXIV).

15

You might also like