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DE ARISTOTELES

A D AR W IN
(Y VUELTA)
EN SAYO SO BRE A L G U N A S
CON STAN TES DE LA B IO F IL O S O F 1 A

E T IE N N E G IL S O N
D e la A cadem ia Francesa

Segunda ed ición

PAMPLONA
Primera edición: diciem bre 1976
Segunda edición: febrero 1980

® Copyright 1976. Etienne Gilson


Ediciones Universidad de Navarra, S .A . ÍEUNSA)
Plaza de los Sauces, 1 y 2. Barañáin / Pamplona / España
Tel. (948) 25 68 50*
Traducción: Alberto Clavería
ISBN: 84-313-0226-7
D epósito legal: N A . 73-1980
Fotografía y cubierta: Carmen Góm ez
INDICE

Prólogo . . .................... 9
P refacio................................................................... 19
I. Prólogo aristotélico............................ 23
II. La objeción mecanidsta ............................ 51
III. Finalidad y ev olu ción ................................. 79
A. El « fijis m o » ............................ *........ 79
B. E l tr a n s fo r m is m o ................................ 97
L a m a r c k ....... . .................................. 98
D a r w in sin lá .e v o l u c i ó n .......................... 115
L a e v o lu c ió n sin D a r w i n .................... 142
D a r w in y M a lt h u s ...................................... 170
E v o lu c ió n y t e l e o l o g í a ......................... 186
IV. Bergsonismo y finalidad................ 207
V. Límites del m ecanicism o........................... 237
VI. Constantes biofilosófic.as............................ 269
Apéndice I. Linneo, observaciones sobre los
tres reinos de la naturaleza......... 303
Apéndice II. Darwin en busca de la especie. 308
Indice de cuestiones tratadas........................... 339
Indice de n om b res............................................... 343
PRO LO G O

Las disciplinas más representativas del saber


científico aparecen en la segunda mitad del siglo
pasado constituidas sobre grandes imágenes totali­
zadoras. Así, la vieja convicción de que la G eom e­
tría tiene por ob jeto el espacio, comportaba, ade­
más, hace cien años, el reconocim iento solem ne de
la primacía, de la realidad del espacio euclídeo.
Es exigible en todo caso — se pensaba— que las
deducciones geométricas desemboquen en conclu­
siones, en teorem as que resulten representables en
este espacio, puesto que, en el fondo, el saber geo­
m étrico no es otra cosa que una ciencia de las
propiedades del espacio que vemos, del espacio
verdadero, del espacio real. Es más: los enunciados
geom étricos por lo general habían sido, primera­
m ente «vistos en el espacio» y sólo posteriorm ente
pensados, convalidados por una deducción razona­
da. E l grueso de las investigaciones geométricas
que condujeron a desbordar el horizonte de la su­
premacía euclídea, iban en realidad destinadas a
consolidar la idea de que la ciencia geom étrica erá
el estudio de las propiedades intuitivas, visibles
. del espacio.
Esta primada de las imágenes sobre la teoría
que posteriorm ente les da consistencia científica,
constituye el postulado de base sobre el que se
erige toda la teoría del campo electrom agnético.
H e aquí por qué primeramente aparece Faraday
que textualm ente ve co n su sola y poderosa ima­
ginación los m ovim ientos del éter que es la reali­
dad de fondo en la que se cree consisten los fen ó­
m enos electrom agnéticos y ópticos. A Fáraday ha
de sucedérle M axw ell quien sin desmentir en un
ápice estas visiones y estas realidades originarias,
las razona, las formula en térm inos de ciencia.
El Faraday de la Biología es Lamarck. Lamarck
ve, capta la imagen poderosa y totalizante de la
transformación d é las especies a título de causa
profunda y radical de la estructura de los seres
vivos tal com o hoy se nos dan. Lo que no con­
sigue el gran biólogo es acertar con las razones de
la transformación. E sto últim o es precisam ente la
obra de Darwin, quien, en el O rigen d e las espe­
cies, formula científicam ente esta transformación
que causa las estructuras vivientes, análogamente a
com o M axw ell form uló los m ovim ientos d e esta
cosa radical que es el éter com o causa de la estruc­
tura del campo d e la física.
A sí, en condición, puede afirmarse que en uñ
cierto período del siglo pasado, los geómetras Cre­
yeron que la imagen total del espacio euclídeo era
#»■
el ob jeto r e d al cual iban referidos los razonamien­
tos de dicha ciencia. Los físicos creyeron que e l
éter, la imagen total del espacio físico, era la rea­
lidad radical cuyos m ovim ientos venían científica­
m ente form ulados en la posterior teoría del campo
electrom agnético. La Biología se distingue de estas
dos grandes direcciones del pensamiento científico
en que todavía h oy continúa creyendo que esta ima­
gen de la transformación de las especies que pro­
clamó Lamarck hace más de cien años, es la rea­
lidad radical desde la cual ha de ser explicada la
inmensa y complejísima multiplicidad de las espe­
cies vivas.
N o le fu e ciertam ente fácil al pensamiento geo­
m étrico de fines d e siglo, desprenderse de su
vocación d e servicio a la imagen del espacio euclí-
deo, ni le fu e fácil tam poco a la física renunciar
a la imagen fundamental del éter cuyos movimien­
tos eran la garantía de la realidad de los fenóm enos
electrom agnéticos; si se niega la realidad del éter
— se preguntaban los hombres de ciencia— , ¿cóm o
justificar la realidad de las ondas?
¿P or qué, pues, la Biología sigue aferrada a la
imagen de la transformación o de la evolución com o
punto de partida en la explicación de la estructura
actud de los seres vivientes? ¿Será que la inves­
tigación biológica ha aportado una explanación cien­
tífica acabada y satisfactoria de esta imagen la-
marckiana? Nada más lejos de la verdad. N i si­
quiera sé va a intentar aquí mencionar la historia
de las contradicciones, de las renovaciones, dé las
yuxtaposiciones entre teorías distintas llevadas a
cabo con el fin de fundar científicam ente la ima­
gen de la evolución. Cada nuevo hallazgo, cada nue­
va observación, cada nuevo experim enta en cual­
quier dom inio de la investigación biológica es tras­
ladado apresuradamente al viejo y poco estable
edificio de la evolución para ver cóm o apuntalarlo
m ejor, cóm o tapar tal o, cual visible y, a veces, es­
candalosa grieta. Ningún biólogo contem poráneo
dirá que su adhesión di evolucionism o proviene de
que lo considera sostenido por un aparato de argü*
mentas científicos razonablemente convincente. La
Biología contemporánea acepta la idea de que las
especies se han engendrado unas de otras por suce­
sivas transformaciones, no porque haya alcanzado
de ello una prueba concreta qu e le resulte satis­
factoria; e l biólogo contem poráneo continúa adicto
al evolucionism o pór un m otivo mucho más radi­
cal: porque considera que esta aceptación le viene
impuesta pór la idea misma que él se hace de la
Biología com o Ciencia. H e aquí por qué la Evolu­
ción no es una teoría biológica entre otras sino qué
es, com o dice W addington «th e central to p ic .o f
biology » , aunque continúe señalando problemas
que constituyen un verdadero desafío. El Evolucio­
nismo desempeña en el fon d o de la Biología el papel
de una credencial de fidelidad a un espíritu cientí­
fico estricto; más qué el nom bre de una teoría es
él nom bre de una ortodoxia. J. Rostand ha tenido
la sinceridad dé consignarlo: «Y a no estamos en
aquellos tiem pos — dice— en los que resultaba
necesario ofrecer una explicación plausible del pro­
ceso transformador para que éste resultara acepta­
ble. La gloria de los sistemas lamarckiano y dar-
winiano consiste en que sirvieron para convencer
d e la idea evolucionista a los hombres de ciencia.
Estos problem as fueron necesarios en otro tiem po
para sostener el transformismo incipiente; hoy pue­
den derrumbarse sin mayor daño» \
A nte esta situación, podría esperarse que no sea
interpretada con ánimo polém ico la pregunta por
la fecundidad científica de esta biología evolucio­
nista. Todos sabemos que en auxilio de la teoría
de la evolución han acudido los sucesivos progresos
de los dom inios particulares de la biología; pri­
meramente se procedió a la búsqueda de especies
intermedias para salvar la continuidad darwinia-
na; a falta de continuidades suficientes, la G ené­
tica ha suministrado discontinuidades, saltos, mu­
taciones fortuitas que también se han aplicado a
la doctrina. Trímeramente, fue dogmática la trans­
misión hereditaria de los caracteres adquiridos;
después cayó el anatema sobre ella. Más adelante,
cuando el neo-darwinismo había ya logrado consti­
tuirse sin esta transmisión hereditañaj ha parecido
injustificado el anterior anatema, puesto que lejos
de ser im posible, vuelve a resultar ahora pensable
en función de una inesperada y más bien molesta
sobreabundancia de genes parejos dentro de la es­
tructura celular; no cabe duda, pues, de que la

, ’ = Cf.' J. tR ostand, U evolution des éspeces. Hachette, 1932,


página 191, citado en el texto de G ilson.
transmisión hereditaria de caracteres adquiridos en­
trará d e nuevo a escena pero, al mismo tiem po,
tod o un conjunto de caracteres estructurales de los
seres vivos escapa — según ahora se cree — a todo
intento de explicación reductiva referida a interac­
ciones m oleculares.,, .
E ste evolucionism o cuya vigencia ya secular y
accidentada se ha logrado mantener a fuerza de tan
numerosos y dispares recursos teóricos, ¿q u é ha
aportado p or su parte, de concreto y fecundo, qué
vaya más allá de la mera ortodoxia científica? En
el año 1859 aparece el O rigen d e las especies cuya
primera edición se agota en una semana; las si­
guientes ediciones se suceden con una rapidez inu­
sitada en aquella época. Siete años después, en
1866, estando ya la biología en pleno auge evolu­
cionista, publica M éndel sus V ersuche über Pflan-
zen-H ybriden. Cuarenta y cinco, páginas en octavo
verdaderamente únicas, incomparables dentro de
toda la historia d é la ciencia; de una transparencia
to fd que no queda ni levem ente empañada p or
prejuicios del autor, por creencias de la época que
casi siem pre acompañan y oscurecen aún las su­
periores creaciones del genio. Pero, al mismo tiem ­
po, el texto, desde las primeras páginas deja, con
humildad, ciertam ente, bien sentado que allí se
explica algo muy importante: «W en n es n och nicht
gelungen ist, ein allgemein giltiges G esetz fü r die
Bildung und Entw icklung der H ybriden aufzuste­
llen, so kann das Niem anden W un der n eh m en ,.
der den U m fang der A ufgabe kennt und die Sch­
w ierigkeiten zu w ürdigen w eiss, m it denen V ersu­
che dieser A rt zu käm pfen haben.» (Si no se ha
llegado a formular una ley umversalmente válida
sobre la formación y desarrollo de los híbridos,
esto no sorprenderá a nadie que-tenga idea de la
amplitud de una empresa t d y sea capaz de valo­
rar las dificultades con las cuales ha de luchar un
intento de esta clase.)
Estas páginas de M endel constituyen el punto
de partida de una nueva ciencia de primera impor­
tancia y están concebidas y redactadas de forma
tal que no puede excusar la incomprensión. Fue­
ron publicadas en una revista secundaria que fue,
sin embargo, ampliamente difundida puesto que
posteriorm ente se han hallado ejemplares de la mis­
ma p or todas partes, incluso en EE. ÜTJ. En pleno
entusiasmo evolucionista ningún biólogo compren­
dió la memoria d e M endel, que quedó ignorada. La
G enética sufrió un retraso de ¡treinta y cinco
años! D esde el Renacimiento, la historia de la cien­
cia no había registrado el acontecim iento de una tan
descomunal incom prensión por parte de la ortodo­
xia dominante con respecto a una grande, clara y
nueva creación del espíritu. Pero, en este caso, la
causa de esta incomprensión de la obra de M endel,
no ha m erecido ni el más leve estudio que sacara él
hecho d e la mera condición de efem érides: «son
cosas que pasan». Sea, pues, perm itido, mientras
tanto, sugerir una posible acción obnubilante que
la imagen de la evolución puede haber ejercido
sobre las m entes de los biólogos que protagoniza­
ron esta teoría. En apoyo de este transitorio punto
de vista, podrían aportarse numerosas observacio­
nes consignadas ocasional y anecdóticamente a lo
largo dé los temas de la evolución. Válga un solo
ejem plo com o muestra: «Sería un hecho curioso
que la publicación del trabajo de Darwin, en lugar
de estimular, hubiese hecho perder todo el interés
en la investigación de las funciones de reproduc­
ción » 2.
Esta leve insinuación d e amable humor incluido
en el título original dél interesantísimo estudio de
Gilson D 'A ristote a D arw in et R etour proclama
por sí sola la juventud espiritual de su autor que
se revela, a través de la profundidad de la obra, ágil
y sagaz hasta la maravilla.
Una ciencia contemporánea com o la Biología,
tan rica en hechos com o pobre en ideas, ha de ce­
lebrar la aparición de un ensayo com o el presente,
lleno d e orientaciones estimulantes, de criticas y
valoraciones certeras y agudísimas, que han de con­
tribuir sin duda al ejercicio de la reflexión filosó­
fica y al mismo tiem po a la formación de un ver­
dadero espíritu científico:

M adrid, 20 de ju n io d e 1976.

R o b e r t o Sa u m e l l s .

2. R . C . Punnett, «Cuarenta años de teoría evolucionista»


en Fundamentos de la Ciencia M oderna. Janes, pág. 163.
O n retom be toujours, on tourne dans un certain
cercle, autour d’un petit nombre de solutions qui
se tiennent en présence et en échec depuis le com ­
mencement. O n à coutume de s’étonner que l ’esprit
humain soit si infini dans ses combinaisons et ses
portées; j ’avouerai bien bas que je m ’étonne qu’il
le soit si peu.

Sainte Beuve. Portraits littéraires.


(Pléiade, I I , p. 466.)

Pero i qué d ia b lo !, me dije, es medieval; pues yo


conservaba todo el esnobism o cronológico de mi épo­
ca y empleaba los nombres de épocas pasadas com o
términos denigrantes.

C. S. Lewis, Surprised by Joy, X I I I .


P R E F A C IO

La n oción de finalidad no ha tenido éxito. Una


de las principales causas de la hostilidad de que ha
sido ob jeto es su larga asociación con la noción de
un D ios creador y providencial. Y a en- las M em o­
rables, I , 4, 5-7, Jenofonte atribuía a Sócrates la
idea de que los sentidos del hom bre n o pueden ser
sino obra de un dem iurgo inteligente, com o aquel
a quien Platón, eh el Tbneo, encargó de la cons­
trucción del m undo. A partir de entonces, la prueba
de la existencia de D ios p or la finalidad n o había
de salir de la teología. Y a p or hostilidad hada la
n od ón de D ios, y a . p or el deseo de proteger la
explicadón científica de cualquier contam inadón
teológica, aunque sea de teología natural, ya, én
fin, p or una m ezda de am bos-m otivos, los repre­
sentantes de lo que se puede llamar den tifidsm o
coinciden, h oy, en la exclusión de la n o d ó n de
finalidad.
N o tenem os in ten dón de discutir el. d en tifid s­
m o, c o n 's u resolu d ón . de n o adm itir, en ningún
orden, ninguna solución a ningún problem a que
no sea rigurosam ente dem ostrable por la razón y p
verificable por la observación. E l objeto de este f
ensayo n o es hacer de la finalidad una noción cien- j
tífica, cosa que n o es, sino hacer ver que es una J
in estab ilid ad filosófica, y, precisam ente por eso,
una constante de la biofilosofía o filosofía de la J
vida. N o tratarem os, pues, de teología; si en la
naturaleza hay finalidad, el teólogo tiene derecho
a apoyarse en este hecho para extraer las conse- ¡
cuendas que de él se desprendan, a su m odo de ~¡
ver, en lo relativo a la existencia de D ios; la exis- I
tencia de la finalidad en el universo será ob je to j
de una reflexión filosófica propia, sin otro o b je to
que conform ar o inform ar en cuanto a tal la feali- f
dad. La razón, interpretando la experiencia sensi- ¡
ble, ¿concluye o n o la existencia de la finalidad
en la naturaleza? S ob ré esto trata la presenté obra.
N o es cierto que toda verdad relativa a la natura- j
leza sea científicam ente dem ostrable; tam poco es
cierto que la razón n o atenga nada válido que decir ¡
sobre lo que sugiere la experiencia sin poder de- jj
m ostrarlo. A sí entendida, la existencia d e la finali- |
dad natural parece ser una de esas constantes filo- d
sóficas de las que n o se puede constatar, en la his- j
toria, sino su inagotable vitalidad. .
E l filósofo que estudia ta l problem a experim enta í
el constante escrúpulo d e su'incom petencia cientí- s
fica en una materia en que lá ciencia está directa-; |
m ente interesada. Eh consecuencia, es para él una |
gran satisfacción encontrarse en ocasiones con un |
b iólog o consciente de la existencia y naturaleza !
del problem a filosófico planteado p or la organiza­
ción de los seres vivos. N os perm itim os *citar la
opinión de L u den Cuénot, de la Academ ia de Cien­
cias, sobre el tema preciso que es objeto de nuestro
libro: «C uan to más profundam ente se penetra en
los determ inism os, más se com plican las relacio­
nes; y com o esta com plejidad lleva a un resultado
unívoco que la m enor desviación puede turbar,
nace, inevitablem ente, la idea de una dirección fi­
nalista; con cedo que tal idea sea incom prensible,
indem ostrable, porque intenta explicar lo oscuro
por lo más oscu ro; pero es necesaria; es tanto más
necesaria cuando se conocen m ejor los determ inis­
mos, pues n o se puede prescindir de un h ilo con­
ductor en la trama de los acontecim ientos. N o es
temerario creer que el o jo está hecho para v er.»
P or cam inos diferentes, la presente obra llega a
la misma conclusión. Entonces, se dirá, ¿n o es ésta,
pues, original? N o, es sim plem ente verdadera, y
puede ser útil repetirla en una época en que es
de buen tono filosófico y científico pretender lo
contrario. En el Cahier de N otes de Claude Ber-
nard se lee: «L a ciencia es revolucionaria.» Y o
estoy profundam ente convencido de que la filo­
sofía no lo es.
I. P R O L O G O A R IS T O T E L IC O

Entre las obras de A ristóteles,, una de las m enos


frecuentadas p or los filósofos es la Historia de
los animales. L os expertos la consideran científica­
mente anticuada y los filósofos n o la consideran
filosófica, en el sentido m oderno del térm ino. Sin
em bargo, es indudablem ente aristotélica, lo cual
sugiere que el m odo que tenía A ristóteles de con­
siderar la ciencia y la filosofía no era exactam ente
com o el nuestro. D é hecho, si bien A ristóteles no
se teñía a sí m ism o por un sabio, en el sentido de
que éste es un especialista en alguna rama de las
ciencias de la naturaleza, sino por un hom bre ra­
zonablem ente inform ado de la ciencia de su tiem ­
p o, lo era, am pliam ente, para el gusto de los filó­
sofos actuales. D e entre éstos, ni los que leen a
A ristóteles se interesan apenas por su filosofía, de
la naturaleza. D e entre nuestros contem poráneos,
los que saben, proporcionalm ente, tanta biología y
zoología com o sabía A ristóteles, no son profesores
de filosofía; más bien dan cursos de introducción
a la zoología y a la ecología en alguna institución
universitaria \ Su curiosidad científica parece haber
revivido en A lb erto el G rande, que poseía en el
más alto grado ese don típico del b iólog o nato que
es el gusto p or la observación personal; pero T o­
más de A qu in o, com o m uchos otros, n o parece
haber considerado este género de inform ación
com o necesario ad pieiatem , y lo descuidó. H oy
día los zoólogos y los. filósofos no se hablan. Para
él investigador y el profesor cualificado de una de
estas disciplinas, el otro es un sim ple ignorante.
¿Q u é profesor m oderno de filosofía habla a sus
alumnos de los dientes de los perros, de los cába-
llos, del hom bre y de los elefantes? A ristóteles lo
hacía. Su filosofía incluía, entre otras muchas, esta
parte de la ciencia de su tiem po.
D esde el prim er capítulo de la H istoria de los
animales, A ristóteles invoca una de las numerosas
nociones que se pueden considerar constantes en
la filosofía de la naturaleza, y que además, com o la
m ayor parte de las nociones de este tip o, es a-
1 A l principio de su tratado sobre Las -partes de los anima­
les, Aristóteles distingue el conocim iento propiamente científi­
co de un objeto del conocim iento del mismo que puede y debe
tener un hombre simplemente cultivado; un filósofo, por ejem­
plo. Una buena form ación intelectual nos debe permitir apre­
ciar correctamente la calidad del m étodo seguido por este o
aquel sabio al exponer el contenido de su propia ciencia. Una
cultura general es la de un hom bre capaz de elaborar correcta­
mente juicios de este tipo en casi todas las ramas del saber.
Todas las cuestiones que conciernen ál orden y al m étodo a
seguir en la exposición de una ciencia son tan de la competen­
cia d é un hom bre cultivado com o, por lo menos, de un espe­
cialista en dicha ciencia. E l efecto de la paideia aristotélica es
conferir, para, tocia rama del saber, la aptitud de elaborar jui­
cios. competentes sobre su objeto y la manera correcta de ex­
ponerlo.
la vez científica y filosófica; es la n oción de hom o­
geneidad.
La prim era parte, del tratado dice que, de entre
las partes de que s.e com ponen los animales, unas
son sim ples y otras compuestas. Las sim ples se di­
viden en partes de naturaleza uniform e: por ejem ­
p lo, la carne está form ada por filuchas de carne;
las partes com puestas se dividen en partes que no
son uniform es entre ellas: por ejem plo, «la mano
no. se divide en manos ni la cara en caras» 2. Si se
denom ina hom ogénea a la primera clase de partes
y heterogénea a la segunda, se dispondrá de una
distinción cuyas consecuencias científicas y filosó­
ficas todavía afectan hoy al problem a de la fina­
lidad.
Entre las generalidades en que A ristóteles se
entretiene al principio de Las partes de los anima­
les, y que surgen en nuestra propia búsqueda, con­
viene señalar otra más: los antiguos autores, dice
A ristóteles, se interesaban prim ero por el m odo
de form ación de cada anim al3, lo que hoy se lla­
maría ontogénesis; pero quizá sea de igual im por­
tancia considerar a los animales una ve? form ados,
«pues la diferencia entre ambos puntos de vista
no es pequeña». N o parece habérsele ocurrido a
A ristóteles llamar «diacronía» y «sincron ía» a estos
2 A ristóteles , H istoria de los animales, 1 , 1 .
3 Id ., D e las partes de los animales, I, 1. V er la edición
del texto y su traducción, libro I, por J. M . L e Blond, Pa­
rís, 1945; la obra entera, por P. Louis, París, 1945. Texto
y traducción inglesa por A . L . Peck, Londres, 1961. Hay una
traducción inglesa com pleta en la colección Great B ooks o f the
W estern W orld, t. IX .
dos m étodos de aproxim ación a los seres viv os, pero :
seguro que pensaba en eso. E l m ism o prefirió des-
cribir primero a - los animales completamente fot- {
m ados, y sólo después el proceso de su formación, j
Veam os la relación de esta preferencia con su
doctrina de lá finalidad. ¡
U n tercer punto a considerar es que* de entre
los dos tipos de partes que hem os distinguido en j
los seres viv os, heterogéneas y hom ogéneas, la se- j
gunda hace que se tom e en consideración un tip o |
particular de causalidad. En la naturaleza actúan j
diferentes géneros de causas: la m ateria, la form a, j
el m otor y el fin. T o d o aquello cuya estructura es
hom ogénea puede ser explicado por la causa m o- ¡
triz, que A ristóteles llama a m enudo « e l punto de j
origen del m ovim ien to». P or su lado, las partes ¡
heterogéneas requieren, para su explicación, otro [
género de causa, la que hoy llamamos «causa final»
y que A ristóteles llam a, sim plem ente, el fin ( telo s), ]
el «co n miras a » (to ou en eka)} el «para q u e» j
(dia ti). Nunca em plea expresiones abstractas
com o «causa fin al», y m enos aún «fin alidad». H a­
bla de objetos reales y de elem entos de esos ob je­
tos, tan reales com o los prim eros4. Si en lo real
hay un prin cipio de unidad, por ejem plo la sus­
tancia, es preciso que los cuatro tipos de causas
puedan conducir de una manera u otra a ese prin­
cip io; una causa de cualquier tipo no es más que
en relación a él (e l p rin cip io )s.

4 D e las partes de los animales, I, 1.


5 L oe. cit.
¿P or qué hay heterogeneidad en la estructura
de ciertos seres? P orque están vivos. Un viviente
es un ser que nace, crece, se desarrolla, llega a la
madurez y, finalm ente, por un proceso de direc­
ción contraria, decrece y perece; L o viv ó se reco­
noce en que cam bia, y com o tod o cam bio es m o­
vim iento, el orden de lo viv o es el m ovim iento.
Más exactam ente, es el orden de tod o lo que lleva
en sí el prin cipio de su propio cam bio. En térm inos
abstractos, se dice que lo v iv o está dotado de es­
pontaneidad, aunque sólo sea en sus reacciones, y
con más m otivo en sus acciones y operaciones.
Q ue lo v iv o se mueva por sí m ism o trae com o
consecuencia que se com ponga de partes heterogé­
neas. Én efecto, m overse a sí m ism o consiste en
tener en sí la causa del p rop io m ovim iento. L o
viv o es a la vez causa y efecto, pero n o puede ser
ambas cosas en relación a un m ism o térm ino. A ris­
tóteles ha contradicho expresamente la noción pla­
tónica que hace de la vida una sim ple fuente de
m ovim iento, com o si una única y misma cosa pu­
diera ser, a la vez, m otriz y m ovida en relación
a un m ism o térm ino. Basta con ver desplazarse a
un animal para constatar que las partes que m ueve
tienen su pu nto de apoyo en lo fijo y en lo inm ó­
vil. Todas las operaciones vivientes, tod o el de­
venir de la planta o del animal, im plican y requie­
ren la diferenciación de ciertas partes capaces de
actuar unas sobre otras; la heterogeneidad de las
partes viene exigida por la misma posibilidad de
esta causalidad de si m ism o que caracteriza el de­
venir de los seres vivos.
. P or lá misma razón, es preciso que las partes
heterogéneas del viviente constituyan cierto orden.
La noción de orden es inseparable de la de causa­
lidad, que es en sí un orden de dependencia. L o
que es causa en relación a algo puede ser efecto
sobre otro. La aptitud del viviente de m overse a
sí m ism o, .aunque sólo sea para asimilar y crecer,
implica, la organización de las partes heterogéneas
de que. se com pone. P or eso se dice de los cuerpos
vivos que son organism os, o que la materia viva
está organizada. E l finalism o de A ristóteles es un
esfuerzo p or dar razón de la existencia misma de
esta organización.
Se reprocha a m enudo a A ristóteles su antropo­
m orfism o, es .decir, su costum bre de considerar la
naturaleza desde el punto de vista del hom bre. Si
hacer esto es un error, el reproche está justificado;
pero la actitud de A ristóteles' al respecto n o tenía
nada de ingenua. Tenía conciencia de ello, así com o
las razones que hay para adoptarlo. En e l m om ento
de abordar el estudio de las partes de los animales,
declara, sin falsa m odestia: «Para empezar, toma­
rem os en consideración las partes del cuerpo hu­
m ano. Pues así com o cada pu eblo hace sus cuentas
con la m oneda que le es más fam iliar, nosotros
debem os proceder del m ism o m odo en los demás
asuntos, y, naturalm ente, de entre todos los anima­
les el hom bre nos es el más fam iliar» 6.
'* H istoria de los animales, I, 6.
Para em pezar, en esta ingenuidad hay algo desi­
concertante; parece demasiado sim ple considerar
las partes de los animales en relación a las del
cuerpo hum ano com o se consideran las monedas
extranjeras en relación al franco o al dólar. R e­
flexionando, hay algo que decir en fa vor de esta
proposición , pues, en cierto sentido, es verdadera.
N o es que el hom bre nos sea, necesariamente, m ejor
con ocido que lo dem ás; pero, en prin cipio, cual­
quiera que sea su ob jeto, el conocim iento qu e nos­
otros tenem os es un conocim iento hum ano que se
expresa en un lenguaje hum ano; luego el con oci­
m iento que tiene el hom bre de sí m ism o, p or im ­
perfecto que sea, es de naturaleza-privilegiada. C o­
nociéndose, el hom bre conoce la naturaleza de un
m odo ú n ico; pues en ese caso único, en la natu­
raleza que con oce, él m ism o lo es. En y p or el
conocim iento que tiene el hom bre de sí m ism o, la
naturaleza se con oce directam ente, se vuelve, en él,
consciencia de si, auto-conocedora pudiera decirse,
y no. hay absolutam ente nada más que el hom bre
pueda esperar conocer de tal manera. Hasta los
otros hom bres, con los que puede com unicarse por
m edio del lenguaje u otro tipo d e'sig n os, siguen
siendo, para él, parte del «m undo exterior». D e
hecho; tod o el resto del universo es para él m undo
exterior. D esdé el m om ento en' que no hay-para
nosotros otro tip o de conocim iento que el con o­
cim iento p rop io, para nosotros las cosas conocidas
no existen sino en relación a nosotros m ism os, y,
entre estas cosas, sólo hay una que aprehendamos
directam ente en sím ism a : lo que som os, lo que
cada uno denom ina « y o » .
Firm e en su prin cipio, A ristóteles procede gene­
ralm ente del hom bre a ía naturaleza en su expli­
cación de la realidad. E l problem a d el « fin » en la
naturaleza n o es, para él, sino una ocasión más de
aplicar-este m étodo, que considera universalm ente
válido. E n el presente caso, el de la relación de las
partes hom ogéneas con las heterogéneas en los
cuerpos viv os, A ristóteles señala, de entrada y com o
evidencia inm ediata, que las partes hom ogéneas
no pueden estar com puestas p or partes heterogé-
neas; tal suposición sería absurda; L os rostros, de­
cim os, los m iem bros, se com ponen de carne; y la
carne, a su vez, n o se com pone de rostros ni de |
m iem bros; de esto resulta una im portante conse- |
cuencia. . 1
V isto que se trata de problem as en que las par- J j
tes interesadas son hom ogéneas, la materia es la •
única causa a tom ar en consideración, pues la ma- -i
teria misma es hom ogénea., A este nivel, las expli- |
cadon es m ecanicistas, por la m ateria, dan cuenta 1
de la realidad de m odo satisfactorio. P or el con- j
trario, los seres de estructura heterogénea exigen j
una explicación más com pleja. La heterogeneidad [
de sus com ponentes hace que tengan, necesaria- ;
m ente, una estructura; y la cuestión planteada es
si la existencia de tales estructuras es susceptible j
del m ism ó tip o de explicación m aterial que tan
notablem ente cuadra al caso de los seres hom o­
géneos.
T al problem a ya no se plantea, sobre todo des­
pués de que D escartes redujo el orden de los cuer­
pos, vivos o n o, al de la extensión geom étrica pura
según las tres dim ensiones del espacio. La tenden­
cia natural de la explicación científica es dar por
supuesto que el m ism o tipo de explicación con­
viene a am bos casos. Indudablem ente, el asunto n o
está exento de dificultades, la principal de las cua­
les es dar razón de la estructura de los seres vivos
-r—que, com o hem os dich o, es un hecho nuevo en
relación a lo inorgánico— sin hacer intervenir un
nuevo prin cipio d e explicación. E xplicar las partes
heterogéneas p or los m ism os principios que estu­
dian las partes hom ogéneas es dejar sin explica­
ción, deliberadam ente, la heterogeneidad de lo he­
terogéneo.
Y sin em bargo, ya antes de A ristóteles se había
intentado esto. A lgunos contem poráneos nuestros,
mejor inform ados de su ciencia que de su historia,
imaginan de buen grado que, puesto que ellos mis-,
mos la excluyen de la explicación científica en
beneficio d el m ecanicism o, la finalidad es una con­
sideración antigua y el m ecanicism o una considera­
ción nueva. Su historia em pieza cón Descartes, que
inauguró la fisiología m ecanidsta, esto es, m oderna,
eliminando la biología finalista de A ristóteles, esto
es, antigua, y según él definitivam ente superada.
Pero la verdad es precisam ente lo contrario. Aun­
que estuviera justificado, él m ecanicism o b iológ ico
sería volver a una consideración, del ser v iv ó más
antigua que la finalidad; y que el m ism o A ristóte-
les, el finalista, consideraba definitivam ente supe- ^
rada. E sto n o sólo es cierto en reladón al m ecani- f
cism o com o prin cipio de explicación en general;
basta las respuestas imaginadas p or los predecesores :
de A ristóteles para resolver el problem a concreto f
del origen de las partes heterogéneas de los seres:
organizados anuncian, es curioso, p or lo m enos p or ;
el espíritu que las inspira, las que, al respecto, se
propon en h oy día. C uando se le pedía que expli­
cara la form ación de los vertebrados, Em pédocles
respondía, tranquilam ente, que teñían su origen en
el exiguo espacio de que dispone el feto en el seno ¿
de la m adre. Los vertebrados son trozos de un [
hueso previam ente contenido y fragm entado en i
un m om ento dado. P or lo general, las respuestas
dadas a este tip o de preguntas p or los predecesores
de A ristóteles eran: el azar, la suerte, «coinciden­
cias accidentales» e incluso necesidad; nunca pre­
visión, designio, fin. - ■ ' 9
A ristóteles no carecía de argumentos contra este |
m ecanicism o, y, según -su costum bre, eran argu- j;
m entos bien fundados. Para em pezar, Em pédocles |
descuida el hecho d e que los seres vivos n o son . ;
productos del azar; provienen de simientes provis-
tas de propiedades form atívas definidas cuyas pro- I
ducciones son, a su vez, determ inadas. P or otra g
parte, n o se debe olvidar que, en todas las espé- ¡i
cies, los padres son preexistentes respecto a los §
h ijos, y determ inan su futuro crecim iento. Estos ¿
padres n o son principios abstractos, sino seres rea- j;
les. E l hom bre n o es engendrado p or él «azar» |
o por una «coincidencia ocasional», sino por un
hom bre. •
Llegado a este punto, A ristóteles generaliza el
problem a y añade: «L a misma proposición sirve
para las operaciones del a rte... Los productos del
arte presuponen la existencia de una causa eficiente
que les resulta hom ogénea, com o el arte del escul­
tor, que debe, necesariamente, preceder a la esta­
tua, pues no es posible que ésta se produzca es­
pontáneam ente. En efecto, el arte consiste en
concebir el resultado a producir antes de su reali­
zación en la m ateria.» A lo cual añade que, incluso
si los seres fueran producto del azar o producidos
en virtud de cierta espontaneidad, el m ecanicism o
sería incapaz de dar razón de su producción. La
espontaneidad de la naturaleza, e incluso el azar,
pueden causar el restablecim iento de la salud;
pero en los casos de este tip o, la verdadera causa
del restablecim iento de la salud no es la esponta­
neidad ni el azar, es la naturaleza misma, a quien
las circunstancias perm iten ejercer sus. funciones o
estimulan a hacerlo.
P or m uy serios que los demás argumentos hayan
podido parecer al espíritu de A ristóteles, es el úl­
tim o el que le pareció decisivo. A la pregunta:
¿C óm o produ ce la naturaleza seres constituidos por
partes heterogéneas?, contestaba con esta otra:
¿C óm o fabrica el hom bre objetos constituidos por
dichas partes? E l arte imita a la naturaleza; es pre­
ciso, en consecuencia, que la naturaleza actúe, tam­
bién, de manera análoga al arte.
En las operaciones del arte, lo que hay en prim er
lugar es la presencia en el espíritu del artista de
una cierta im agen o n oción del ob jeto a producir.
A partir de ahí, el artista em pieza p or elegir un
m aterial que se adapte a la estructura de la obra
futura. Estas serían, p or ejem plo, las partes hete­
rogéneas: tela, pinturas, etc., necesarias para pro­
ducir el cuadro en concreto que el pintor tiene en
el espíritu. Si el cuadro a pintar es tal, los ele­
m entos constitutivos deberán ser, necesariamente,
tales.
N o es más que un ejem plo, y n o sólo sería cierto
en el cam po de las bellas artes. L os artesanos pro­
ceden del m ism o m odo que los artistas: toda fa­
bricación presupone la im agen, el concepto o la
idea del ob jeto á fabricar. P or otra parte, el orden
del actuar surge del problem a tanto com o el del
hacer. Salvo que se trate de actos habituales, todo
lo que hacem os debe ser previsto, calculado, con­
cebido antes de ser ejecutado. Más sim plem ente, ha
de haber una «ra zón » de lo que hacem os. Sin tal
n oción previa en el espíritu, n o pasa nada.. Esta
n oción es causa porque es aquello sin lo que nada
existiría. Puesto que su causalidad consiste en ser
el térm ino o meta de la operación, se dice que es
su «fin ». Y puesto que es la presencia de este fin
en el pensam iento lo que pone en marcha todas las
Operaciones que se precisan para alcanzarlo, inclui­
da la elección y la organización de los m edios, se
dice tam bién qué es la causa prim era y prin cip al,'
la «causa de las causas» com o razón que es preciso
alegar para explicar que una cosa sea, y sea tal
com o es. Partiendo de ahí, e infiriendo una vez más
desde el hom bre hada las otras partes de la natu­
raleza, A ristóteles con d u ye que, si se requiere de la
causa m aterial y m ecánica, o del fin, cuál es la
primera causa, la respuesta debe ser: «L a primera
de las causas es, de m odo m anifiesto, lo que llama­
mos fin .» A continuación añade: «Pues es la razón
de ser, y la razón de ser constituye el punto de
partida tanto en las obras de la naturaleza com o
en las obras de a r te » 7.
En el espíritu de A ristóteles se trataba m enos de
un razonam iento que de un acto. Vem os la fina­
lidad, puesto que vem os a los seres constituirse
según cierto orden y cierto plan, con el resultado
de que hay especies cuyos caracteres son constantes
com o si el provenir de dichos seres estuviera deter­
minado en la sim iente de que nacen. H abiendo
pensado esto, la n oción de fin se oscurece. U no se
pregunta cóm o es posible que una cosa que toda­
vía no es, pueda determinar lo que ya es, aunque
sólo sea para guiar las operaciones u orientar un
crecim iento.
En el caso del hom bre, tanto si se. trata del or-
dén del actuar com o del hacer, el problem a com ­
porta solución. P orque está dotado de conodm ien-
tó, el hom bre puede concebir el fin aún inexistente,
para cuya obtención es preciso cum plir ciertas con­
diciones previas. N o disponem os de experiencia

7 D e las partes d e los animales, I, 1. C f. J. O wens, T e le o


logy o f Nature m A ristotle, «T h e M onist», 52 (1968), 159-173.
más com ún que ésta: toda nuestra vida activa está
constituida p or tal encadenam iento de hechos y
fines. P or otra parte, nuestra vida especulativa
tam bién es así; las operaciones lógicas y la bús­
queda científica obedecen a la primacía de los
fines. N o es éste el caso de la finalidad natural. Si
la naturaleza opera con vistas a unos fines, ni el
filósofo de la naturaleza ni el sabio pueden decir
en qué espíritu son previam ente concebidos dichos
fines. Prescindiendo de ellos, com o si ningún fin de
este género interviniera en la producción de los
seres naturales y de sus estructuras, se consideran
com prom etidos p or una especie de deber intelec­
tual n o sólo a no hacer intervenir al fin en sus
explicaciones, sino incluso a negar su existencia,
cosa que hacen unas veces con naturalidad, mas
otras con una violencia agresiva que se explica mal
si en su espíritu sólo bullen intereses especulativos.
A ristóteles tenía conciencia clara de la dificultad,
pero, a diferencia de algunos contem poráneos nues­
tros, para él un hecho seguía siendo un hecho, aun
cuando se reconociera incapaz de explicarlo. H a­
blando de seres com puestos de partes heterogéneas
y dotados de estructura, estimaba que, cualquiera
que fuera la explicación, la ciencia de la naturaleza
debía tomar estos hechos en consideración. Los
térm inos en que expuso su opinión sobre este pun­
to m erecen consideración. Indudablem ente, lo que
él llamaba elem entos de la naturaleza era algo bien
sim ple en com paración con las células vivas a las
que, incluso haciendo abstracción de su vida, la
biología m oderna pretende reducir los organism os.
Según él, tod o se com ponía de las posibles com bi­
naciones de cuatro elem entos: la tierra, el agua, el
aire y el fu ego, así com o de las variedades de sus
cualidades elem entales: la sequedad y la hum edad,
el frío y el calor. Era dem asiado sim ple; p ero A ris­
tóteles podría repetir hoy su argumento, én el fo n ­
do, sin tener que m odificarlo:

«P u es decir cuáles son las sustancias úl­


timas de qué está hecho un animal, decir, por
ejem plo, que está hecho de fuego o de tierra
es tan insuficiente com o si se explicara del
m ism o m odo una cama o cualquier otra cósa
del m ism o tipo. Pues no debe bastar con de­
cir que la cama está hecha de m etal o de ma­
dera o de lo que sea, sino que hay que intentar
describir la intención que ha m otivado su fa­
bricación o su m odo de com posición; y aun
suponiendo que se quisiera tom ar en conside­
ración su materia, habría que referirse al tod o
form ado por la materia y la form a. En efecto,
una cama es una form a incorporada a una
materia, a m enos que se prefiera decir que és
tal o tal materia revestida de tal o tal form a,
de m odo que su configuración y su construc­
ción están incluidas en su descripción. Pues
en la naturaleza es más im portante lo form al
que lo m a teria l»8.

8 A ristóteles , D e las partes de los animales, I, 1.


H em os dejado a A ristóteles, intencionadam ente,
seguir su cam ino, que, partiendo de la consideración
de un animal v iv o, le lleva de m odo natural a la
de un objeto, fabricado, una cama, com o si la pro­
ducción de un ob jeto natural y la de un objeto
hecho por la m anó del hom bre fueran prácticamente
identificables. A ristóteles piensa que, en efecto, lo
son, salvo p or el hecho de que la finalidad de la
- naturaleza es m ucho más perfecta que la del arte.
E l artista tantea, muchas veces se recupera y a
m enudo fracasa en su trabajo en el punto en que la
naturaleza cum ple su papel, por lo general, sin du­
das, si bien a veces puede fracasar p or falta de
materia.
A bram os un paréntesis, pues la verdadera natu­
raleza del antropocentrism o de A ristóteles, y en
consecuencia la de su finalism o, están aquí en jue­
g o 9. Se dice que imagina la naturaleza com o una
9 Se encontrará una vigorosa y pertinente defensa de Aris­
tóteles contra el reproche de antropom orfism o en M ichel-Pierre
L erner, La n otion d e fin d ité chez A ristote, París,. P . U . F . ,
1969. EL autor rem ite a A . M ansión, íñtroduction h la physique
aristctfélitienne, 2.a ed., Lovaina, 1945, pp. 261-262. E s acer­
tado pensar, con M .-P. Lerner, que «decir que la naturaleza
hace o busca en todas las cósas lo m ejor n o significa, para Aris­
tóteles, que se parezca a un demiurgo dotado de capacidad de
deliberación». AL contrario, opera com o un artista tan perfecto
que n o tuviera necesidad dé deliberar para obtener infalible­
mente su fin . C om o un tirador de élite, la naturaleza da en el
blanco sin necesidad de apuntar. Pero n o es éste el problema.
E l m a l. antropom orfism o (pues hay otros además de éste) es
concebir el finalism o de la naturaleza a partir del finalism o del
m odelo del artesano; pero es legítim o inferir por analogía, de
la existencia de la finalidad en la operación artesanal aquélla
de que dan testim onio las operaciones de la naturaleza: en am­
bos casos hay adaptación manifiesta de los m edios a los fines.
Aristóteles lo dice expresamente: «S i hay finalidad en el arte,
especie de artista que delibera y escoge los m edios
convenientes para obtener el fin que se propon e;
en un sentido es cierto, com o acabamos de ver,
pero aun es más cierto que, en ultima instancia,
A ristóteles con cibe al artista com o un caso particu­
lar de la naturaleza. P or ello, en su filosofía natural,
el arte im ita a la naturaleza, y la naturaleza n o
imita al arte. Suele imaginarse lo contrario, porque
siendo tod o hom bre, más o m enos, un artista, arte­
sano o técn ico, sabem os, más o m enos confusa­
m ente, pero con certeza, cóm o opera el arte. P or
el contrario, com o seres naturales som os producto
de incontables actividades biológicas de las que no
sabemos prácticam ente nada, o poca cosa. La ma­
nera en que opera la naturaleza se nos escapa; su
finalidad es espontánea, no adquirida; normalmen-

la hay en la naturaleza». En F ísica, I I , 8, Aristóteles muestra


los dos términos que se ofrecen a la elección de la biofísica:
finalidad o azar. E n su: B osqu ejo h istórico d e los recien tes pro­
gresos d e la opin ión sob re é l origen d e las esp ecies, I^arwin
apunta, con buen ju icio , sobre este capítulo de Aristóteles:
«D on d eh a y muchas cosas unidas (esto es, todas las partes de
un tod o)'q u e han sido producidas com o si hubieran sido hedías
coq algún objeto, se han conservado com o si hubieran sido co­
rrectamente constituidas p or úna espontaneidad interna, y las
que n o han sido constituidas d e esta manera, han perecido y
perecen. N osotros vem os en esto, bosquejado, el principio de
la sd ecd ón natural.» E sto últim o sería d erto si Darwin n o
hubiera contado, además, para explicar, la supervivenda de
los más aptos, con una serie de azares que producirían los mis­
mos resultados que la finalidad. Pero las puntualizadones que
preceden a esta conclusión son justas: trátese de la naturaleza
o d d artesano, hay una finalidad oída vez que una serie regu­
lar y .constante de térm inos desemboca, siempre o muy a me­
nudo, en un m ism o térm ino final. Si la naturaleza engendrara
casas, éstas crecerían del m ism o m odo que las construyen
los arquitectos; mas la naturaleza n o las construiría.
te opera con una seguridad notable, com o se ve en
las operaciones d el instinto, por m edio de las cua­
les la finalidad externa adapta al viviente a su
m edio, o en las operaciones internas que manifies­
tan la; m utua adaptación de las partes de los ani­
males con vistas a su fin. E l fin, el telos, actúa en
la naturaleza com o quisiera poder actuar cualquier
artista; de hecho, com o actúan los m ejores, e in­
cluso los demás en los buenos m om entos, cuando,
repentinam ente dueños de sus m edios, actúan con
la rapidez e infalible seguridad de la naturaleza.
Es M ozart com poniendo en su cabeza un cuarteto
mientras escribe o tro ; es D elacroix pintando en
veinte m inutos el som brero y la capa de Jacob en
la pared de Saint-Sulpice. Un técnico, un artista
que actuara con la seguridad de una araña tejiendo
su tela o de un pájaro haciendo su n ido, sería el
artista más p erfecto que jamás se hubiera visto.
M as n o es así. L os artistas más poderosos y fecun­
dos n o sé parecen más que de lejos a las fuerzas
de la naturaleza, siem pre preparadas, que dan form a
al á r b o ly , p or el árbol, al fru to. P or eso dice A ris­
tóteles que hay más plan, (to ou en eka), más bien
(to eu ) y más belleza (to kalon) en las obras de
la naturaleza que en las del arte.
La analogía del arte nos ayuda a conocer la pre­
sencia, en la naturaleza, de una causa análoga a lo
qué es la inteligencia en las operaciones del hom ­
b re; mas n o sabem os qué es esta causa» La noción
de una finalidad sin conocim iento e inmanente a la
naturaleza perm anece, para nosotros, en el m iste­
rio. A ristóteles n o cree que sea una razón para
negar su existencia. M isterioso o no, ahí está. N o.
nos resulta incom prensible por su com plejidad, de
la que no se podría esperar sea un día aclarada por
la ciencia, sino p or su misma naturaleza, que no se
deja poner en tela de juicio.
¿Q u é quiere decir el b iólog o al manifestar que
excluir la finalidad de la explicación de los seres
vivos organizados es científico? N o hace m ucho se
habló de im postura en relación a un caso similar 10.
En nuestro caso, la palabra no estaría bien aplicada.
Una im postura es el acto de un im postor, y un
im postor es el que se im pone a los demás con falsas
apariencias o propósitos mendaces. Cosa extraña, a
veces aparecen en la ciencia verdaderas superche­
rías, pero son sumamente raras, y, en el caso pre­
sente, la falsedad no aprovecharía a nadie. Es di­
fícil imaginar a un científico negando la validez de
la noción de causa final sólo por el placer de indu­
cir a error. Adem ás de que la idea no tiene sentido,
contradice lo que se sabe del verdadero sabio y
de su incondicional respeto por la verdad, que es
el resorte de toda su actividad científica y, en con­
secuencia, de su vida m oral personal.
Para que un sabio pueda decir tales cosas es ne­
cesario que se le presenten com o proposiciones
10 Pierre D ieterlen (en Critique, núm. 24, pág. 953,
nota 1) llama impostura a: afirmar com o verdad demostrada
una enunciación indemostrable y divulgarla ante un público
que no sabe en qué consiste una demostración. La definición
es,, muy buena y las ocasiones de aplicarla n o escasean; su
autor la da a propósito de otro caso sin relación con la fina­
lidad.
científicas. N o pretende equivocar a los demás,
sim plem ente se equivoca él m ism o. En biología, el.
m ecanicista pu ro es un hom bre cuya actividad ente­
ra tiene p or fin el descubrim iento del cóm o de las
operaciones vitales en la planta y en el animal. A l
no buscar otra cosa, n o ve otra cosa, y puesto que
n o puede integrar el resto a su investigación, lo
niega. P or eso niega sinceramente la existencia, por
. otra parte evidente, de la finalidad.
E sto le supone un esfuerzo. Sólo una especie de
ascetism o intelectual perm ite al cientificista negar
una evidencia que cada m om ento de su vida de
hom bre y de su actividad de sabio n o deja de con­
firmar. Adem ás, es dudoso que los adversarios más
decididos del finalism o consigan elim inarlo de su
espíritu. Las ocasiones de volver sobre este asunto
serán abundantes; de m om ento, apuntemos que es
’ d ifícil hablar de la función de un órgano o de un
tejido sin rozar peligrosam ente la noción de una
finalidad natural. D ecir de una máquina o de un
accesorio m ecánico que funcionan o que «m archan»
im plica la n oción de que funcionan com o deben
funcionar y com o se había previsto que funciona­
ran. Si una máquina o un aparato cualquiera no
cum ple la fu nción para la que ha sido construida,
sencillam ente se arrincona. Igualm ente, en b io lo ­
gía, y especialm ente en m edicina, un corazón en­
ferm o es un corazón que no funciona com o debería
hacerlo. A partir de Claude Bernard, se afirma,
con razón, la identidad biológica de lo norm al y lo
patológico; un cáncer generalizado destruye un or-
ganismo de manera natural y conform e a las leyes
que rigen el desenvolvim iento de los virus; el or-,
ganismo vive y muere según unas mismas leyes,
pero no se juzga norm al tod o lo que pasa en la na­
turaleza; el órgano norm al es aquél cuya estructura
,está en un estado tal que asegura su buen fu ncio­
namiento. E l b iólog o quizá no se interrogue sobre
el porqué de los cuerpos vivos que estudia, mas
no puede dejar de constatar que, de hecho, si la
estructura de un organism o se ve gravemente alte­
rada, deja de existir. Se le repondrá, pues, en la
condición en que debe estar a fin de que exista,
pues un animal es norm alm ente un viviente. In ­
cluso a este nivel superficial y em pírico es- difícil
evitar la n oción de finalidad. P ero ya antes hem os
,dejado para más adelante esta reflexión.
Tam bién en este punto es instructiva la postura
de, A ristóteles. Y a en el siglo v antes de nuestra
era había D em ócrito identificado la esencia de los
animales con la form a de sus cuerpos, su aspecto
externo y su color. E sto iio es absurdo, y , hasta
cierto pu nto, es verdadero. Ser un caballo o un
pino es, para nosotros, ser uno de los vivientes
que, a juzgar p or su apariencia externa, reconoce­
mos com o pertenecientes a una especie. A quello
en que los reconocem os debe ser, a la vez, lo que
son. Si verdaderam ente era ésta la opinión de D e­
m ócrito, de la que A ristóteles n o parece estar muy
seguro, aquél consideraba la naturaleza de los v i­
vientes com o definida por su configuración, sin- re­
curso alguno a la n oción de finalidad. ¿E s esto p o­
sible? Si los animales sólo fueran sus form as vi­
sibles, no habría diferencia alguna entre lo vivo y
lo m uerto; que, sin em bargo, son cosas muy dis­
tintas; un hom bre m uerto es muy parecido al m is­
m o hom bre v iv o, y sin em bargo ya n o es un hom ­
bre, sino un cadáver: «U n cuerpo m uerto tiene
exactamente la misma configuración que un cuerpo
v iv o ; no obstante, ya n o es un hom bre» 11. Tras lo
que, cediendo una vez más a su tendencia al antro­
pom orfism o reflexivo, A ristóteles hace observar que
cuando los «filósofos explican el desarrollo y las
causas de las form as del animal sólo p or su confi­
guración se expresan com o un escultor que, ha­
biendo tallado una form a de m ano, pretendiera ha­
ber tallado una verdadera m ano». En este tipo de
explicación se dice, prim ero, que la causa de la
estatua hecha ^por el escultor es la m adera; se añade
que los instrum entos de que se ha servido el es­
cultor son tam bién la causa y se precisa, en fin, que
esta causa se encuentra, exactam ente, en los golpes
de cincel dados por el escultor; tod o esto es cierto,
pero se dejan sin explicación las razones que ha te­
nido el escultor para labrar el bloqu e de madera a
fin de obtener aquí una concavidad, allí una super­
ficie plana. Es im portante, sobre tod o, decir qué
fin se proponía el escultor, es decir, dar al bloque
de madera tal o cual form a. La teoría de los anti­
guos físicos es inadecuada, pues no dice qué formas
han conferido sus form as a los animales y a las par­
tes de que se com ponen. La descripción de un ser
11 A ristóteles, D e las partes de los animales, I, 1.
vivo debe tom ar en consideración tanto su form a
com o el m aterial de que está constituido; y n o se
debería ser m enos exigente describiéndolo que des­
cribiendo una cama.
Tal es, en lo esencial, la doctrina de A ristóteles.
Y aún va más lejos. Si se le pregunta cuál es la
form a que preside la form ación y el funcionam iento
del cuerpo organizado, responde: el alma. Se puede
discutir, si se quiere, pero aunque se rechace esta
noción, com o es hoy frecuente, los hechos que re­
sume siguen siendo los mismos. D ejarlos inexpli­
cados n o im pide su existencia, y, puesto que lo que
nos interesa es la finalidad en la naturaleza, dejare­
mos de lado la noción de alma com o posible objeto
de otra investigación. N os contentarem os con decir
que, si n o hay finalidad en el ser vivo y en sus re­
laciones con el m edio, no hay razón para suponer la
existencia de un alma, ya que, aun si existiera, no
explicaría nada. La noción de alma, depende de la
noción de finalidad, y no a la inversa.
La in trodu cción de la noción de «v id a » en las
discusiones sobre la finalidad es otra causa de con­
fusiones. N o es una noción aristotélica, sino plató­
nica. Para Platón existe una V ida, mientras que
Aristóteles n o con oce sino seres vivos. M as no se
debe suponer que la causa de la finalidad está li­
gada a la del vitalism o. N o vamos a definir aquí
a los seres vivos en cuanto tales, n o es ésa nuestra
intención; nos lim itarem os a decir que su descrip­
ción correcta n o im plica necesariamente el recurso a
una fuerza especial que se llamaría la V ida. Queda
claro, pues, que sea cual sea la naturaleza de la cau­
sa de las operaciones vitales, n o actúá más que en y
por cuerpos organizados y dotados de una estructu­
ra tal que sean posibles dichas operaciones. E l pro­
blem a de la finalidad natural se plantea en dichos
térm inos, y se puede resolver sin sobrepasarlos.
Indudablem ente, pueden plantearse otros pro­
blem as, mas sólo tras llegar a un acuerdo previo
sobre la existencia de una finalidad natural. Los ;
que no quieren que se planteen tales problem as
hacen bien en negarla. A riesgo de decepcionar,
tam poco nosotros plantearem os la discusión hasta
que se trate de saber si hay finalidad natural y en
qué consiste. Se sabe cuál es su naturaleza en el
hom bre: la inteligencia; donde la finalidad es cons­
ciente de sí misma, sabe en que consiste, mas si e n ;
los animales y en las plantas hay una finalidad or­
gánica, el problem a de saber cuál es su naturaleza
n o com porta una solución dem ostrable. Se puede
suponer, al m enos, que esa fuerza interná que ac­
túa en los seres vivos está relacionada con la inte­
ligencia, ya se dirija hacia ella com o hacia su fin,
ya provenga d e ella com o de su causa. H ay en ésto
especulaciones m etafísicas legítimas y, en cierto sen­
tid o, inevitables, pero nos detendrem os en el punto
a partir del cual se investigará si pueden desarro­
llarse, y en qué terreno.
M antengám onos, pues, por el m om ento, en el es­
tado del problem a tal y com o lo define el F ilósofo:
pensar que el orden perfectam ente regular de los
astros es un efecto del azar le parecería ridículo^
pero más ridicula todavía le parecería la idea de que
los vivos n o pudieran ser causados por algún.prin­
cipio que, si n o es exactam ente un' arte com o los
nuestros, al m enos se le parece m ucho. La diferen­
cia es qu e, en el arte, el principio es exterior a la
obra, mientras que en la naturaleza el prin cipio es
interior. ¿D e dónde viene, pues, ese prin cipio?
¿C óm o penetra en la materia para trabajarla desde
dentro? L o ignoram os, y, si bien la filosofía es
libre de especular al respecto, la ciencia n o tiene
por qué decírnoslo. A ristóteles sólo cree saber que,
tanto en las plantas com o en los animales, ese prin­
cipio inm anente de organización sólo puede venir
de fuera. E ntiéndase: de fuera de la materia, de
la que es específicam ente distinta: «P ues así com o
las producciones del hom bre son efecto de su arte,
los seres vivos son, de m odo m anifiesto, productos
de una causa o prin cipio de naturaleza análoga; una
causa no externa, sino interna, cuyo origen se en­
cuentra, en consecuencia, com o el origen d el calor
y del frío, en el universo que nos rodea» 12.
Hasta aquí pu do llegar A ristóteles; y nosotros
tenemos que asegurarnos de que haya p od id o llegar
a tal punto legítim am ente.
La postura de A ristóteles en la cuestión de la fi-
niladad data de una época en que la palabra ciencia
cubría la totalidad de las explicaciones racionales de
la experiencia sensible, lo que los filósofos de los
siglos x iii y x iv habían de llamar vatio sensata , es

12
A ristóteles, D e las partes de los animales, I, 1.
decir, la razón fundada en la experiencia sensible.
Nada separaba la ciencia de la filosofía, pues ésta
era el am or de la sabiduría o búsqueda y conside­
ración de los prim eros principios y de las primeras
causas. Cada ciencia conducía al conocim iento de
sus propios principios, que era su propia sabiduría.
Todas estas sabidurías particulares conducían al-
conocim iento de los principios absolutam ente pri­
m eros que les eran com unes y que form aban el ob ­
jeto de la sabiduría prim era y absoluta, a m enudo
denominada m etafísica.
La biología de A ristóteles tiene su sitio en este
cuadro general. En prin cipio, incluye un conjunto
de conocim ientos positivos debidos a la observa­
ción de num erosos naturalistas. A ristóteles n o pre­
tende ser uno de ellos, pero hace m ucho uso de sus
trabajos, y los conocim ientos que les debe le han
hecho m erecedor, en cualquier época, de la estima
de sus sucesores. Cuando se dignan hablar de esta
parte de„su obradlos naturalistas m odernos le reco­
nocen, de buen grado, com o uno de los suyos, in­
cluso de los más grandes. Y sin em bargo, com o he­
m os visto, él n o pretendía serlo; prefería el trabajo
de construir, a partir de los hechos recogidos por
los sabios, la sabiduría propia de cada ciencia.
Esta sabiduría era a sus ojos la obra de la razón,
mas, puesto que ésta (la sabiduría) consiste en el
conocim iento de los prim eros principios de una
ciencia, y que, en cuanto que tales, los principios
son indem ostrables, A ristóteles se dedicaba, necesa­
riam ente, a establecer, en cada ciencia o en cada
clase d é ciencia, los principios que eran indem ostra­
bles p or ser prim eros y tam bién, evidentem ente,
verdaderos, pues bajo su luz se hace inteligible
todo un orden de la naturaleza. La noción de fin es,
para él, u n o de éstos. Es el térm ino, el acabamien­
to del devenir de tod o ser viv o, animal o planta.
Puesto que su devenir llega siempre a buen tér­
mino y puesto que la razón de este éxito n o radica
en ninguna de sus partes aisladamente considera­
das, es preciso que ese futuro térm ino presida des­
de el prin cipio la disposición de las partes. Es lo
que A ristóteles llama telos, to ou eneka , to dia ti o
skopós, e incluso la causa del buen término- de la
opéración: aitia tou eu, lo que hace que el devenir
transcurra herm osa y buenamente y desem boque a
un estado de este tip o: to aitión tou kalós kai or-
thós. N o se sale del orden físico, que es el de la
naturaleza (p h ysis). Quizá haya que salir d e él si
se quiere llegar a la causa de esa causa, pero sería
al m etafísico a quien correspondería hacerlo, y no
al naturalista, que, a su m odo, n o es sino un físico.
Para éste, la orientación de tod o devenir hacia su
fin es la más alta propiedad de lo que él llama la
«form a» d el ser viv o. Esta célebre «form a sustan­
cial», cuya inexistencia se encargará Descartes de
anunciar al m undo, se justifica, según A ristóteles,
por el sólo h ech o de que, a m enos de considerarlo
causa, el devenir del viviente se hace inexplicable
en tanto que devenir orientado hacia un térm ino.
N o hay otra razón para afirmar la causa final,
pero ésta era una a los ojos de A ristóteles, y ve-
rem os cóm o ha conservado su fuerza a los ojos
de m uchos sabios m odernos que constatan qué
quienes niegan la finalidad natural n o han encon­
trado aún nada que explique de otro m odo los
hechos de que ésta da razón, contentándose con
negarla.
Protestando contra estos sabios, uno de ellos de­
claraba hace p o c o : «L os finalistas pueden llevar la
razón y tienen, sin duda, derecho a pensar a su
gusto, p ero n o a afirmar que la evidencia científica
está de .su p a rte.» Estos finalistas n o piensan «a su
gu sto», sino im pelidos por la evidencia de hechos
que, siguiendo el ejem plo de A ristóteles, desean
. hacer inteligibles. -P or lo que y o sé, ni siquiera
pretenden que la evidencia «cien tífica» esté de su
parte; la descripción e interpretación científica de
las ontogénesis y de las filogénesis siguen siendo
idénticas a lo que son, sin necesidad de recurrir a
- los principios prim eros, transcientíficos, de mecani­
cism o o de .finalidad. La esencia natural ni destruye
la finalidad n i la dem uestra; am bos principios per­
tenecen a la filosofía de la ciencia dé la naturaleza
que hem os llam ado su sabiduría. L o m ejor que
pueden hacer los sabios, en cuanto tales, para acla­
rar el problem a de la finalidad natural, es n o ocu­
parse dé él. Son. los más cualificados de todos para
ocuparse, com o filósofos, d e l problem a; si así lo
desean; p ero para ello és necesario que acepten
filosofar.
II. L A O B JE C IO N M E C A N IC IS T A

A ristóteles consideraba tan evidente la finalidad


en1-la naturaleza que se preguntaba cóm o sus pré-
decésores n o la habían visto o, aun p eor, cóm o
habían p od id o negar su presencia. A sus ojos, este
error se explicaba porqu e aquéllos se habían equi­
vocado en las nociones de esencia y de sustancia \

.A ristó teles ,, Las p a rtes. de lo s . animales, I , 1. Sobre


esté problem a, ver L u den C uénot, ln ven iion e t finalité en b'to-
logte, Elammarion, París, 1941. E l mayor defamo de este libro
es ser, en todo^ sus aspectos, tan eminentemente radon al..N o
puede tomar partido, y son los partidos los que hacen la pu-
bliddad. V er, en particular, la segunda parte: . L e M écanicisme,
págs. 50 y sigs. Se verá que .el geocentrism o era un error astro­
nómico arbitrado p or la d en d a. E l antropocentrisino es una
teas filosófica y teológica independiente del geocentrism o que
no es susceptible d e verificadón n i.d e refutadón dentífica. En
su form a teológica pura, p or otra parte, el antropocenttism o
está reladonado con el teocentrismo. Si D ios creó el universo
para d hom bre, y al hom bre lo oreó para E l, la causa final de
la existeáda d d universo es D ios, que ha querido asodar a
otros seres a su gloria y a su beatitud. Estos problemas sólo
tienen un punto en com ún con nuestra cuestión: ¿hay fina­
lidad en la naturaleza o n o? Si n o la hay, n o pueden plan­
tearse (los problem as). Si la -hay, puede plantearse, mas n o
son éstos los que nosotros planteamos. N os limitamos al pri-.
mer punto, que es estrictamente .filosófico y que nos basta.
D d m ism o m odo, en n gor, nos basta con probar que n o es
de náturaleza den tífica, sino propiamente filosófica. A partir
de ahí, d problem a pasa a manos d é los' teólogos.
La historia posterior de la filosofía había de con­
firmar la exactitud de su diagnóstico, pues m ien­
tras sobrevivió la n oción aristotélica de là sustancia
com o unidad de una materia y de una form a, la
n oción de finalidad perm aneció indiscutida; pero
desde que, en el siglo x v n , Bacon y Descartes
negaron la n oción de form a sustancial (form a que
en su unión con una materia constituye una sus­
tancia), la n oción de causa final se hizo inconcebi­
ble 2. E n efecto, la sustancia definida por su form a
es el fin de la generación. L o que quedó una vez
excluida la form a fu e la materia extensa, o más bien
la extensión misma, que es el ob jeto de la geom e­
tría y n o es susceptible sino de m odificaciones pu­
ramente mecánicas. Descartes som etió al mecani­
cism o tod o el dom inio de los seres vivos, incluido
el cuerpo del hom bre. La célebre teoría cartesiana
de los «anim ales m áquinas», de la que con buen
ju icio se extrañaba La Fontaine, ilustra a la per­
fección este punto.
P or diferentes que fueran, Bacon y Descartes
tenían por lo m enos dos puntos en com ún: la
afición al saber p or su utilidad práctica y su indi­
ferencia ante las nociones filosóficas que, aunque
quizás verdaderas en sí mismas, n o aumentan nues­
tro poder sobre la naturaleza. E l m ecanicism o nos'
2 Sobre este aspecto del pensamiento de Descartes, ver
nuestros Etudes sur le rôle de la pensée m édiévale dans la for­
mation du systèm e cartésien (Etudes de philosophie médiévale,
X I I I ), Librairie Philosophique J. V tin , París, 1951. Sobre el
materialismo de d ’H olbach y su mecanicismo, consultar M odem :
Philosophy, p or E . G ilson y T . Langan, Random H ouse,
N . Y ., 1963, págs. 533-534.
perm ite saber cóm o funcionan los organism os, lo
que nos perm ite actuar con provecho sobre ellos o
fabricar equivalentes; el conocim iento de la causa
final nos indica sólo el porqué del m ecanism o,
que a m enudo es evidente y no nos perm ite nin­
guna actividad ú til sobre la realidad.
En relación con la tradición griega, e incluso con
la cristiana, este sentim iento era nuevo. Platón,
Aristóteles, P lotin o, A gustín y la larga serie de teó­
logos escolásticos habían situado el fin últim o del
hombre en la contem plación y el amor de la verdad
buscada y poseída p or sí misma. Hasta el" pasaje
evangélico de M arta y M aría no se proclam a esta
superioridad de la contem plación sobre la acción.
En el Contra G entiles (I I I , 25 , 15-16), Tom ás de
Aquino ha señalado con gusto el acuerdo de A ris­
tóteles con M ateo y Juan sobre este punto.
Este punto de vista, clásico en la gran tradición
occidental, está admirablemente ilustrado por lo
que dice Plutarco de Arquím edes en su Vida de
M arcelo. Si se lee, por ejem plo, en la lengua de
Am yot, se sabrá cuál fue entonces el ideal de que
la reform a cartesiana quiso ser el fin 3. A l contrario

3 Tras recordar cóm o habían degenerado las matemáticas


deslizándose de lo especulativo hacia lo práctico, añade Plutar­
co: «Mas luego, habiéndose irritado Platón con ellos, pues
corrompían y deterioraban la dignidad de cuanto había de ex­
celente en la geom etría, haciéndola descender de las. cosas in­
telectuales e incorpóreas a las cosas sensibles y materiales y
haciéndole tratar la materia corporal, donde hay que utilizar
muy vil y abyectamente las manos; a partir de entonces, decía,
la mecánica o arte de los ingenieros se separó de la geometría
y, habiendo sido durante largo tiem po despreciada p or los fi­
lósofos, llegó a ser una de las artes militares.» Plutarco, Vida
de A rquím edes, que fabricó, sin em bargo, muchos
más ingenios m ecánicos de los. que jamás pu do ima­
ginar D escartes, el autor del Discurso del m étodo
veía la m ejor prueba de la veracidad de su propia
filosofía y su m ayor m érito en su utilidad. La esco­
lástica era prácticam ente inútil, luego era falsa;
mientras que su propia filosofía iba a ser de una
fecundidad práctica ilim itada, luego era verdadera.
Y , a buen seguro, tod o conocim iento verdadero es
útil, p ero con utilidad distinta a la de las máqui­
nas; y que un conocim iento sea prácticam ente es­
téril no prueba su vacuidad. Más dejem os la palabra
al m ism o Descartes, el anti-Arquím edes, profeti­
zando la edad de la ciencia aplicada y del industria­
lism o, que, en efecto, llegó:

«M as, en cuanto hube adquirido algunas


nociones generales de física, y al comenzar
a probarlas en diversos problem as particular
res, he visto a dónde pueden conducir y
cuánto difieren de los principios que se usaban
hasta el presente y creí que n o podía tenerlos
ocultos sin pecar gravem ente contra la ley
que nos obliga a procurar, en la m edida de

de M arcelo, X X I , ed. Pléiade, pág. 680. C f. art. X X V II:


« Y sin embargo, Arquím edes ( ...) nunca se dign ó dejar escritai
obra alguna sobre e l m odo de manejar todas las máquinas den
guerra que tanta gloria y fama le dieron ( ...) , sino que, consk;
derando ( . . . ) en general, tod o arte cuyo em pleo suponga alguna
utilidad com o vil, bajo y mercenario, ocu pó su espíritu y su|
estudio en escribir solamente cosas cuya belleza y sutileza nd|
estuviera mezclada, en m odo alguno, con la necesidad.» O p. cit$
pág. 683.
nuestras fuerzas, el bien general de todos los
hom bres. Pues m e han hecho ver que es p o ­
sible llegar a conocim ientos que sean muy
útiles en la vida, y que en lugar de esa filoso­
fía especulativa que se enseña en las escuelas,
se puede encontrar una práctica por m edio de
da cual, con ocien do la fuerza y las acciones del
fu ego, del agua, del aire, de los astros, de los
cielos y de todos los demás cuerpos que nos
rodean tan distintam ente com o conocem os los
diversos oficios de nuestros artesanos, p o ­
dríam os em plearlos, del m ism o m odo, en to­
das las ocupaciones que les son propias, ha­
ciéndonos así señores y dueños de la natu­
raleza» 4.

Descartes hubiera p od id o escribir: además de


esta filosofía especu lativa!.., p ero escribió en lugar
de esta filosofía especulativa. Su reform a filosófica
subrayaba la revánchá de M arta sobre M aría a la
vez que el triunfo del pragmatismo m oderno so­
bre el contem plativisino de la tradición greco-cris­
tiana. Su am bición de conocer los procesos de la
náturaleza tan bien com o nosotros conocem os los
trucos de nuestros artesanos, y que h oy día tendría
la alegría de ver ampliamente satisfecha, n o nos

4 D escartes, D iscurso d el m étodo, sexta parte, ed. J. Vrin,


1966, págs. 127-128. Si se le compara con el texto de Plutarco
citado en la nota precedente, puede decirse que Descartes es
aquí el anti-Arquím edes. U no se pregunta si, al escribir estas
líneas del D iscurso, n o tendría la intención de oponerse a
Plutarco.
deja la m enor duda sobre la lucidez de su empresa
ni sobre su em paque filosófico. Descartes no se dis­
tinguía en esto de Francis Bacon, cuya Nueva Atlán-
tida era más¡ que un predecesor de la novela y dé la
película de anticipación científica qu e florecen en
nuestro tiem po. La obra de Francis Bacon era el
m anifiesto de la edad industrial en que vivim os.
C onocim iento totalm ente orientado hacia la prác­
tica, la ciencia de Bacon era ya exactamente la de
nuestro tiem po desde el m om ento en que postulaba
la prim acía de la acción sobre la contem plación 5.
M as n o perdem os de vista nuestro problem a. Es­
tamos en su centro, pues la causa mecánica, además
de ser la única m otivada p or la naturaleza, es la
única ú til para conocerla. Incluso si hay finalidad,
cosa que Descartes negaría, pero que Bacon conce­
dería, n o hay sitio para ella en una ciencia cuyo
fin es hacernos dueños y poseedores de la natura­
leza. La finalidad n o se deja reinventar. Es super-
fluo decir que los pájaros se han hecho para volar;

5 Francis Bacon, O n fh e P rofictence and Advancem ent of


Learning D ivin e and Humane, I I , 7, 3. Bien inform ado de .la
escolástica, Bacon anota, de m odo pertinente, que es vano, en
sus maestros, dar tanta importancia al conocim iento de las
causas form ales, ya que, en su propia opinión, nos son desco­
nocidas. Siempre interesado p or conservar, en la medida de lo
posible, la vieja term inología, Bacon seguirá hablando de «for­
m as», pero en el sentido nuevo (y de espíritu mecánicista) de
«esquematismo latente» oculto en las cosas. Las verdaderas
form as de las cosas son sus leyes. La ciencia física toma en
consideración todas las naturalezas* pero sólo en cuanto a sus
causas materiales y eficiente, y no. en cuanto a sus formas
(op. c z t II* 7, 5). Puesto que el fin es la form a, la ciencia,
física se abstendrá de tomar en consideración tanto las formas
de las cosas com o sus fines.
es dem asiado evidente; pero si alguien puede decir
cómo vuelan los pájaros, podrem os intentar fabricar
alguna m áquina voladora. Si la filosofía identifica
el conocim iento verdadero con el conocim iento
útil, com o hace el cientificista m oderno, la finalidad
será eliminada a la vez de la naturaleza y de la
ciencia com o una ficción inútil.
A ristóteles, que era un griego, veía las cosas de
otra manera. La finalidad ocupó en su filosofía un
lugar considerable porque, para él, sus efectos eran
una fuente inagotable de contem plación y de admi­
ración. E n astronom ía, en física y en biología tenía
tanta curiosidad por conocer el cóm o de las cosas
com o nuestros contem poráneos; pero creía haber
encontrado la verdad de la naturaleza cuando per­
cibió en ella la belleza. N o tanto la belleza estática
com o la de la luz y los colores o las form as; pero
primero: y sobre tod o la belleza inteligible que es
la percepción por el espíritu del orden que rige la
estructura de las form as y preside sus relaciones. E l
orden y la belleza de la naturaleza le interesaban
sobre to d o ; y n o sólo la belleza de los cuerpos
celestes, esos seres divinos, sino la armonía qué
hay en la estructura de los seres más humildes y
hasta en sus partes más viles. La única recom pensa
que se puede esperar de un conocim iento de este
tipo es la álegría de admirar sus objetos. Pues, en
el caso de los seres vivos, apenas hay diferencia
entre admirar la armonía que preside su estructura.
y discernir la finalidad a que responde el orden de
sus partes. La causa final es el punto de vista del
artista, y anteriorm ente del artesano; p or la misma
razón, tal (la causa final) es el ob jeto a descubrir;
por el observador de la naturaleza que se propone*
en prin cipio, contem plar la belleza. H ay alguna
ingenuidad en el tip o de crítica dirigida a A ristó­
teles desde los tiem pos de Descartes y Bacon. Se
censura su filosofía p or su inutilidad, com o si la
n oción de una filosofía utilitaria n o fuera extraña
a su espíritu.
L os razonam ientos de A ristóteles a favor de la
finalidad natural parecen de una extrem a ingenui­
dad cuando com para la naturaleza al artesano fa­
bricando una cama de metal o de madera. Son, en
efecto, ingenuos, pero no sin ob jeto. La considera­
ción de la belleza de un organism o v iv o es, para
quien descubre el orden y la adaptación mutua de
sus partes, tan inútil com o la de un herm oso cua­
dro o una bella estatua, o una bella máquina; no
está m enos dotada de existencia y es señal sensible
de una inteligibilidad oculta. Su inutilidad radica
en que la belleza es un fin en sí, no un m edio con
vistas a otra cosa. N o hubo noción más fam iliar al
A ristóteles b iólog o:

«T ras haber tratado del m undo celeste^


hasta el punto que nuestras conjeturas nos-;
perm iten, trataremos de los animales sin omir
tir, en la m edida de nuestras posibilidades^
a ningún m iem bro de dich o reino, p or hu-í
m ilde que sea. Pues aunque algunos.de ellos¡
n o tengan nada que agrade a la vista y a los$
demás sentidos, la percepción intelectual del
arte con que han sido concebidos reserva in­
m ensos placeres a los que saben seguir el en­
cadenam iento de causas y están dotados para
la filosofía .»

Y más adelante:

«N o retrocedam os con pueril repugnancia


ante el examen de los animales más m odestos.
Cada uno de los reinos de la naturaleza es
m aravilloso. U n día que H eráclito se calen­
taba en su cocina y que unos forasteros duda­
ban de ir a su encuentro, se cuenta que éste
les in vitó a entrar, pues los dioses están en
todas partes, hasta en las cocinas. D el m ism o
m odo, procedam os sin repugnancia a la o b ­
servación de cualquier animal, pues n o hay
ninguno que n o nos muestre algo natural y
herm oso. La ausencia de azar y la relación de
tod o con un fin se muestran en el más alto
grado en las obras de la naturaleza; el fin de
sus generaciones y com binaciones es una fo r­
ma de lo b e llo » 6.

¿Es algo irrevocablem ente pasado esta actitud


hada la realidad? Ciertam ente ya n o está de m oda,
pero se puede poner en duda que se haya vuelto
extraña a la conden cia de los sabios de nuestro
tiempo. H ablan m enos de ella, y eso es tod o. Y tam-
6
.
A ristóteles, Las partes d e los animales, 1 , 1 .
p oco es cierto de todos los sabios. R ecuerdo cóm o
hablaba A lfred N . W hitehead de «la divina belleza
de la ecuaciones de Lagrange». E l m ism o sentimien­
to aparece, más recientem ente, en un ensayo de
D irac sobre la evolución de la im agen de la natura­
leza en el espíritu de los físicos m odernos 7. A pro­
p ósito, sobre tod o, de la evolución de la física
m olecular, tras recordar que los m ayores físicos m o­
dernos han buscado «bellas teorías», «bellas ecua­
cion es» y «bellas generalizaciones» para describir
los acontecim ientos de orden atóm ico, D irac trae a
colación el caso de un físico que rehusó creer en su
solución matemáticá a un problem a porque rio con­
cordaba exactam ente con los datos aportados por
la observación, cuando resultaba que la verdadera
era la solución matemáticá, y com o constató más
adelante, la observación estaba equivocada. «C reo,
— añade D irac— que ésta anécdota tiene su mora­
leja; á saber, que para el sabio es más im portante
que sus ecuaciones sean bellas que su concordan­
cia con la experiencia.» Y añade, com o reflexión
posterior: «Parece que si se trabaja con la preocu­
pación de que las ecuaciones sean bellas, y si la in­
tuición que se tiene al respecto es verdaderamente
acertada, se avanza p or el cam ino recto del pro­
greso.»
Pulchrum Índex veri! Si esto es cierto en la fí­
sica, ¡cuánto más cierto no lo será en la biología!
H abiendo pasado de m oda la palabra «fin », sé

7 P. A. M . Dirac, «T h e E volution o f the Physicist’s Pie-


ture o f N ature», Scientific Am erican, 208 (1963), 47.
prefiere hablar de adaptación; pero el sentido es el
mismo. En El origen de las especies > capítulo I I I ,
Darwin escribía sin dudar: «V em os en el m undo
orgánico bellas y curiosas adaptaciones por d o­
q u ie r ...» ; en el capítulo I V : «Bellas y curiosas
ad aptacion es...», etc. La belleza de estas adapta­
ciones le im presionaba tan profundam ente que veía
en ellas una prueba de la m odificación de las espe­
cies. En el capítulo I I explica sin escrúpulos, y casi
tan ingenuamente com o A ristóteles, que la natu­
raleza nunca hubiera p od id o producir de prim era
intención organism os tan maravillosamente dis­
puestos y adaptados a su m edio: «C asi todas las
partes de cualquier ser orgánico están tan herm o­
samente unidas a sus condiciones de existencia que
parece tan im probable que alguna parte haya sido
producida repentinam ente perfecta com o lo sería
que una máquina com plicada hubiera sido inven­
tada de buenas a primeras por un hom bre en un
estado de com pleta p erfección .» E l transform ism o
de D arw in encuentra su confirm ación en la be­
lleza de las adaptaciones.
¿Q ué m otivo puede haber incitado a tantos, m o­
dernamente, a eliminar de su interpretación de la
naturaleza una noción todavía tan ostensiblem ente
presente en el espíritu de algunos?
Si se com paran ambas nociones de la ciencia, se
dirá que elim inando la búsqueda de las causas fi­
nales, e incluso negando su existencia, Descartes
privaba a la ciencia aristotélica de la naturaleza
de su objetivo suprem o. Y a la inversa, dedicándose
a la contem plación de las causas finales, A ristóteles
retardó el nacim iento de la ciencia m oderna y apar­
tó a la interpretación m ecanicista de la naturaleza
d e su ob jeto. E sto es lo que Bacon d ijo con menos
autoridad que el m ism o Descartes, pero con tanta
fuerza y claridad com o él.
M ás sutil que D escartes, puesto que era m enos
sistem ático, Bacon jamás negó com pletam ente la
finalidad ( ¡D escartes llegó a negar su presencia en
el pensam iento m ism o del C re a d o r!); se lim itó á
decir que la consideración de las causas finales era
científicam ente vana. D ividien do las causas en dos
clases, físicas y m etafísicas, atribuía la consideración
de las causas m aterial y form al a la física y la de las
causas finales a la m etafísica8. Esta separación de
la física y de la m etafísica, decisión en sí m uy «m o­
dern a», constituía p or sí sola una revolución de
considerable alcance.
La principal objeción de Bacon contra la causa
form al (en el sentido de «form a sustancial» o cons­
titutiva de sustancia) consiste en que es una noción
abstracta y, com o tal, incapaz de entrar en la es­
tructura de la realidad. D ecir que el hom bre es tal
p or la form a «h om b re» n o dice estrictam ente nada

8 F. Bacon, O n th e P rofzcien ce...y I I , 7, 3. La objeción más!


profunda que Bacon aduce contra la búsqueda de las causas;
finales es que, según los mismos escolásticos, esta búsqueda va
unida a la de las form as sustanciales, que nos son desconocidas.!
En efecto, si el fin del conocim iento es la eficacia práctica, el
argumento es irrefutable: S ólo falta saber si, de hecho, en la!
realidad hay o n o tales causas, desconocidas en sí mismas peró|
cognoscibles p or sus efectos. E n lo que concierne al mismo!
Bacon, ver op. c i t I I , 7, 5.
de lo que es e l hom bre, y lo m ism o pasa con las
demás form as. La abstracción sólo es necesaria para
fijar el con ten ido flotante de la experiencia sen­
sible. Sin conceptos abstractos, el espíritu se per­
dería en sus im ágenes de seres particulares; las pa­
labras dan significado a tales conceptos, pero se
puede dar nom bres abstractos a los seres sin saber
gran cosa d e lo que son. Buscando un ejem plo que
citar en el pasado, Bacon se acuerda de D em ócrito,
que, habiendo al m enos intentado describir la es­
tructura de los seres, hizo más progresos que A ris­
tóteles en su clasificación: «M ás vale disecar la
naturaleza que abstraería... L o m ejor de tod o es
examinar la m ateria, su conform ación, su acción
propia o la ley de esa acción o de ese m ovim iento,
pues las form as son simples ficciones d el espíritu
humano, a n o ser que llam éis así a tales leyes» 9.
¿Y p or qué recon ocer esta superioridad de la fí­
sica sobre la m etafísica? P orque, dice Bacon, «las
causas físicas arrojan luz sobre nuevas iniciativas
in simili m ateria» 10. D ich o de otro m od o: el con o­
cim iento físico de la causa material hace posible
nuevas invenciones, mientras que el conocim iento
abstracto de la causa form al es inútil en cuanto a
sú carácter práctico. N o dice cóm o actúan, fu n d o-
han o viven los seres. Puesto que n o dicen «cóm o
marchan», los conceptos form ales n o sugieren ma­
nera alguna de hacer máquinas capaces de fu n d o-
har y de produ cir a su vez nuevos objetos. La d -

9 F. Bacon, N ovum Organum, I, 51.


10 Id., Advancem ent o f Learning, II, 7, 6.
rugía contem poránea ilustra notablem ente esta
n oción : un conocim iento extrem adam ente exacto
del corazón y de su funcionam iento es condición
necesaria, si no suficiente, para la fabricación de
corazones artificiales capaces de cum plir correcta­
m ente su función.
Tras la crítica de la causa form al, viene la de la
otra causa m etafísica, la causa final. B acon, con gran
penetración, va derecho al centro del problem a. Su
principal objeción es que el goce contem plativo del
espectáculo de las causas finales desvió la atención
de los antiguos filósofos del estudio de las causas
materiales y m otrices, las únicas cuyo conocim iento
tiene alguna utilidad práctica. En este punto Bacon
tenía razón. Totalm ente absorbidos por las «ar­
monías de la naturaleza», perdidos en la contem ­
plación de su belleza, los antiguos creyeron haber
com prendido la naturaleza, cuando sólo la habían
adm irado.
Para hacerse una idea bastante precisa del punto
de vista de Bacon puede com pararse a lo que aún
hoy día piensan artistas y escritores sobre el m odo
en que juzgan los críticos sus obras. E l crítico se
apresura a decir si una obra es bella o fea, es decir,
si le gusta o n o. A continuación dice, por lo general,
qué significa. Y , en fin, si m erece la pena, dice si
las partes de la obta, materias y form as, le parecen
bien proporcionadas entre sí y adaptadas a su fin.
E n resumen, en lo s casos más favorables, el crí­
tico se esfuerza en decir por qué ha hecho el artista
su obra tal y com o la ha h ech o; mas decir cómo
la ha hecho sería cosa m uy distinta. P or eso están
los artistas m uy a m enudo en desacuerdo con sus
críticos, porque para el artista el problem a n o es
hacer algo herm oso, sino cóm o hacerlo. M ás en las
bellas artes que en la naturaleza, la belleza es el
fin, n o el m edio; puede un o inflamarse en el deseo
de imitarla gozando el placer de contem plarla, pero
esto n o enseña a hacerla {la belleza); n o se apren­
de a ;crear la belleza admirándola allí donde existe,
sino más bien escrutando los cam inos seguidos para
crearla por la naturaleza y por el.arte.
Bacon m erece toda nuestra atención en este pun­
to, pues tiene razón. N o dice que n o haya causas
finales; dice, sim plem ente, que su estudio ha sido
misplaced, que se ha confundido el lugar que le
corresponde. Una vez más, lo m ejor que se puede
hacer es citar: «E sta investigación, por haber sido
situada en una ubicación incorrecta, ha sido cau­
sa de una gran pérdida para las ciencias, o más bien
de una gran faltá de beneficio. Pues, m ezclándose
con la investigación física; la consideración de la
causa final ha sido obstáculo para la búsqueda es­
tricta y diligente de todas las demás causas reales,
invitando así a lim itarse a las causas bellas y de
grata visión en perjuicio y retraso de descubrim ien­
tos futuros i»
Repitam os que Bacon tiene razón si se tom a la
utilidad práctica com o criterio de verdad filosófica,
e incluso científica; pero si realmente hay finalidad
en la naturaleza, sigue siendo necesario tom arla en
consideración. Y si conocerla im plica la admira­
ción de su belleza, la contem plación de los seres
naturales, que ningún naturalista se niega a sí
m ism o, form a parte integral del conocim iento que
tenem os al respecto. Es cierto, y Bacon hace bien
en subrayarlo, que una ingenuidad excesiva provo­
ca, a m enudo, la búsqueda de las causas finales.
D esautorizó con antelación los futuros sim plism os
de Bernardin de Saint-Pierre: «Pues decir que los
pelos de las pestañas están ahí para levantar un
cerco v iv o y una protección alrededor de los ojos;
o que la dureza de las pieles y cueros de los aní­
males es para protegerlos de los excesos del calor
y del fr ío ; o que las hojas de los árboles son para
proteger el fr u t o 11; o que las nubes son para re­
gar la tierra, y así sucesivam ente», tod o esto puede

n Un v iejo jardinero me daría en cierta ocasión: «E s la


hoja quien hace el racim o.» Om itim os deliberadamente tomar
en consideración los argumentos contra la finalidad que extrae
él mecanicismo de los monstruos y de las im perfecciones de
todo tipo observables en la estructura de los seres vivos. Ver
L uden Cuénot, Invention et finalité en biologie, págs. 58-85.
Los casos de atelia, hipertelia y .disteüa presuponen los casos
d e lo que se podría llamar eutelia. Sólo hay monstruos en rela-
d ó n a los seres normales. En fin, y sobre todo, n o se trata de
saber si la finalidad natural es universal y perfecta, sino de
si la hay. E l problem a que plantean sus im perfecdones es, por
una parte, el d d mal físico, d d cual debe preocuparse el
teólogo; pero su discusión n o incum be al filósofo de la natu­
raleza en general ni al biofilósofo en particular. En la mentali­
dad m ecanidsta hay una fuerte 'dosis de antropom orfism o in-
consdente: si y o tuviera que crear un ser vivo, me atendría
preferentemente a él; la propordón de simiente que llevan en
sí los vivientes al llegar a la edad adulta revela un em brollo
alarmante, etc. Las imperfecciones que hay en la finalidad no
prueban que no la haya, así com o las im perfecdones y errores
de una máquina no garantizan la hipótesis de que haya sido
hecha por sí misma, sin un ingeniero y unos obreros.
situarse en la m etafísica, pero está fuera de lugar
en la física. C om o la remora pegada al casco del
barco im pidiéndole avanzar, la búsqueda de las
causas finales ha tenido com o efecto retardar la
de las causas físicas 12. E l ju icio de Bacon sobre
este tema es el de la historia de las ciencias; y es un
juicio sin apelación. La contem plación de la natu-
. raleza y de su belleza ha retardado la investigación
científica de su estructura propiam ente física. En­
tienden los científicos que este error no se repro­
duce, y, al m enos en parte, esto explica la violencia
de sus ataques contra el finalismo. Si este tem or no
fuera, en adelante, superfluo, se diría que está jus­
tificado.
Y , sin em bargo, es superfluo, pues nada im pide a
los dos puntos de vista coexistir; y si su coexis­
tencia pacífica es posible, tam bién es deseable. Una
semiverdad nunca vale com o una verdad entera,
y, de hecho, ambas partes de la verdad han coexis­
tido, incluso después de Bacon, en espíritus cientí­
ficos muy superiores al suyo, incluso después de
Descartes y en genios que n o eran, ciertam ente,
inferiores al suyo.
N o se puede calificar al siglo x v i i i de m etafísico,
pero el fecu n do interés que aportó a las ciencias
no le im pidió disfrutar de la contem plación de las
«armonías de la naturaleza». N o hay razón para
privarse de ella. Para empezar, si se privan del
recurso a la causa final porque su papel es ininteli-
13
F. Bacon, Advancem ent o f Learmng, I I , 7.
gible, se deben privar del recurso a la causa llamada)
eficiente, p or la misma razón. ¿E n qué sentido es;
más inteligible la causa eficiente y mecánica que la\
causa final? L o era en el m undo aristotélico de la
causa form al, sobre tod o después de que el acto)
existencial de ser fuera planteado por Tom ás d e
A qu in o com o el acto de los actos y la perfección;
de las perfecciones; pero M alebranche, y después)
H um e, establecieron que el problem a de la «com u­
nicación de las sustancias» se vuelve insoluble en:
un universo privado de toda form a sustancial e;
integralm ente m ecanizado. T eniendo en cuenta esta
situación, Com te había de concluir, más tarde, q u e /
siendo ininteligible la noción de causa, la ciencia)
debía con ten tarse/en adelante, con form ular leyes.)
M as si Com te decía verdad, en la naturaleza n o hay,
causalidad alguna, y, en consecuencia, no puede)
plantearse ninguna cuestión científica al resp ecto/
Digam os que n o debiera plantearse ninguna. Y -sin)
em bargo, tanto hoy com o en tiem po de A ristóteles/
los vivientes continúan estando com puestos p or p a r /
tes heterogéneas ordenadas según relaciones d e te r/
minadas, y el orden de esas partes mutuamente)
adaptadas es hoy, com o entonces, inexplicable p o f
la sola causa eficiente o m otriz que m ueve la ma­
teria según las leyes de la m ecánica de los sólidos,
los líquidos o los gases. D e hecho, existe una ar­
m onía, cualquiera que sea su naturaleza, entre esas
partes heterogéneas del organism o, com o la hay
entre las partes de una máquina. En resumen, si eri
la naturaleza hay una .proporción colosal de finali-
dad, al m enos aparente, ¿con qué derecho no se la
tiene en cuenta en úna descripción objetiva de la
realidad?
A hí reside para A ristóteles, recordem os, el cen­
tro del problem a. Si el cientificista rehúsa incluir
la finalidad en su interpretación de la naturaleza,
todo está en orden ; su interpretación de la natu­
raleza será incom pleta, n o falsa. P or el contrario,
si niega que haya finalidad en la naturaleza, toma
una postura arbitraria. M antener la finalidad fuera
de la ciencia es una cosa; ponerla fuera de la natu­
raleza es cosa m uy distinta. ¿E n nom bre de qué
principio científico se puede excluir de una des­
cripción de la realidad un aspecto de la naturaleza
tan evidente? Las explicaciones finalistas fueron a
menudo ridiculas, pero las explicaciones mecani-
cistas también lo son con frecuencia, lo que no in­
valida la legitim idad de ninguno de los puntos de
vista. N o se debería olvidar jamás la im presionante
declaración de A ristóteles en el prim er capítulo de
Las partes de los animales: «S i los hom bres, los
animales y sus partes son fenóm enos naturales, él
filósofo de la naturaleza no sólo debe tomar en con
sideración la sustancia última de que están hechos
(hoy día diríam os sus elem entos físico-quím icos),
sino también su carne, huesos y sangre»,1y lo mis­
mo respecto de las partes heterogéneas com o la
cara, la m ano, el p ie; debe buscar «cóm o cada una
de estas partes llega a ser lo que es y en virtud de
qué fu erza»; en suma, p u esto'q u e los animales
tienen a la vez fuerza y estructura, «su form a y
estructura deben estar com prendidas en la descrip­
ción que dem os de ellos». A ristóteles llega a dedi
que la consideración de la causa form al es más im­
portante que la de la m ateria13, cosa discutible
pues lo que se pierde en la contem plación de ls
form a puede suponer dejar inexplorados m uchos se
cretos de la naturaleza. P ero se puede tom ar en con­
sideración a uno sin excluir al otro, y eso es lo qm
deseábam os recordar.
Cualquiera que sea ésta, la causa eficiente (c
m otriz) y la causa material tienen, evidentemente,
derecho a más estima de la que les concedía Aris­
tóteles. V ivim os en la edad de Descartes y de Ba­
con , y el extraordinario éxito de las ciencias apli­
cadas a la industria es prueba de ello. Se desconocí
la fecha de su prim era victoria. R obert Lenoble,
abad del O ratorio, tituló su libro con el nom bre de
un am igo de Descartes: M ersenne o el nacimiento
del mecanicismo 14. Y a en las primeras páginas dé
su libro observaba el autor que, para quien abordü
el siglo x v ii con una perspectiva, com o es normal!
del siglo x v i, surgen, antes de Descartes y alrededoï
de él, abundantes corrientes que form arán el pensai
m iento m oderno. Todas tienen un carácter común:
el m ecanicism o.
E l prim er triunfo grande e indiscutible del meca­
nicism o había de ser la astronom ía de Newton;
Y , sin em bargo, N ew ton dio prueba de más priï
13 A ristóteles , Las partes de los animées, I , 1.
14 R . L enoble, Mersenne ou la naissance du Mécanisme,
Libraire Philosophique J. V rin , Paris, 1 9 4 3 ; 2 .a edición, París,
1971. Para la cita que viene a continuación, ver p lg . 3.
dencia que Bacon y Descartes en su filosofía de la
naturaleza. T odavía en 1704, en su Optica, m ien­
tras andaba a la greña con la física estrictamente
mecánica de los cartesianos, según la cual todos los
fenóm enos lum inosos habían de ser causados y
propagados por la presión y el m ovim iento, y vien­
do que la teoría de Huyghens n o concordaba con
los hechos, se v olv ió sobre su teoría favorita de un
éter que sirviera de m edio a la propagación de los
rayos lum inosos. D io com o prueba lo que hoy pa­
rece un curioso razonam iento científico. A l hablar
de los que negaban su teoría de una fuerza de gra­
vitación, reprochaba a los filósofos recientes «e l
excluir de la filosofía natural la consideración de
toda caúsa que n o fuera la materia pesada, imaginar
hipótesis para explicar mecánicamente las cosas y
remitir todas las demás causas a la m etafísica, m ien:
tras que la principal tarea de la filosofía natural es
razonar a partir de los fenóm enos sin inventar h i­
pótesis y deducir las causas de los efectos hasta
llegar a una causa absolutam ente prim era, que se­
guramente n o es m ecánica» 15. .
Sigue a continuación, en el texto de N ew ton,
una larga serie de preguntas que la ciencia meca­
nicista deja sin responder, o en vista de las cuales,
y para encontrarles respuesta, los mecanicistas in­
ventan explicaciones gratuitas. Basta con que éstas
sean mecánicas para que sus autores las juzguen
verdaderas; pero a N ew ton no le convencen. ¡Q ue

15 I. N ewton , Opeics, I I I , 1, 28.


extraordinaria inversión de la situación creada por
Bacon! E l m ism o N ew ton, que decía «y o no hago
hipótesis» (hypoteses non jin g o), rechaza aquí hi­
pótesis mecanicistas a fin de no excluir la toma en
consideración de problem as respecto de los cuales
es im probable el descubrim iento de soluciones me­
canicistas. H ay, entre estas preguntas, muchas que
a A ristóteles le hubiera gustado encontrar: «¿C óm o
es p osible que la naturaleza n o haga nada en vano*
y de dónde vienen el orden y la belleza que vem os
en el m u n d o ?... ¿C óm o pueden haber sido conce­
bidos los cuerpos de los animales con tanto arte y a
qué fines sirven sus diferentes partes? ¿E l o jo ha
sido inventado sin conocim ientos de óptica y la ore­
ja sin los de son ido? ¿C óm o pueden resultar de la
voluntad los m ovim ientos de los cuerpos y de dón­
de viene el instinto de los anim ales?» ló. Mas,
puesto que nuestra reflexión versa, sobre tod o, so­
bre las causas finales en la biología, consultem os
sobre este punto concreto a un b iólog o del si­
glo x ix , Glande Bernard.
Se le puede considerar representativo del espfc6
1

16 I. Newton, loe. cit. La conclusión de N ew ton desborda


los lím ites de: lo que nuestros contemporáneos aceptarían de­
nominar ciencia, o también filosofía natural: « Y , una vez de­
terminadas correctamente estas cosas, ¿nos muestran los fenó­
menos que hay un ser incorpóreo, vivo, inteligente, omnipre-;
sente, que ve en d espacio infinito (com o en su sensorium) las'
cosas íntimamente, que las conoce íntimamente y que piensa?
E n esta filosofía quizá cada paso al frente no nos dé inme­
diatamente el conocimiento de la Primera Causa, pero nos
acerca a d ía y, por tanto, debemos considerarla sumamente re­
levante.» Aristóteles, y también Tom ás de Aquino, hubieran
aprobado esta conclusión: Summa contra gentiles, I V , 1.
ritu de la investigación científica en toda su pureza.
H abiendo notado que, de entre las piezas anatómi­
cas dejadas sobre las mesas, las moscas preferían
los hígados, concluyó que buscaban en éstos el
azúcar; p ero, se preguntó, ¿cóm o es posible que se
encuentre ahí el azúcar? Su primera suposición
fue, naturalmente, que el hígado almacenaba el azú­
car contenido en los alim entos; pero la experiencia
le hizo concluir que el hígado no tom a del exterior
el azúcar que contiene, sino que lo produce. En una
primera generalización infirió que los animales son
capaces de efectuar p or sí m ismos y directam ente la
síntesis' orgánica de los elem entos vitales. E n una
generalización más afinada infirió que se debe atri­
buir el m ism o poder a los vegetales: si en ciertas
plantas hay azúcar, esto se debe a que ellas lo elabo­
ran. La prim era etapa de esta vasta generalización
está representada en la tesis doctoral de Claude
Bernard: Investigación de una nueva función del
hígado, considerado como productor de azúcar en
el hombre y en los animales, 17 de marzo de 1853;
la segunda etapa está representada por un curso
recientemente reeditado bajo el título de Lecciones
sobre los fenóm enos vitales comunes a los animales
y a los vegetales 17. Esta última obra contenía los
resultados de una vida consagrada a una investi­
gación científica que no excluía una reflexión filo­
sófica auténtica.
17 Reeditádo por Georges Canguilhem, Librairie Philoso-
phique J. V rin , París, 1966. Sobre este conjunto de problemas,
G . Canguilhem, La conaissance de la vie, del m ismo editor,
2.a edición, 1967.
P uede ser ú til apuntar que, en materia de biolo
gía, Bernard n o era vitalista. H abiéndosele pregun
tádo su opin ión sobre la vida, contestó que no 1
tenía p or no haberla encontrado jamás. P or el con
trario, a sus ojos, las propiedades vitales de la nía
teria, observables en las plantas y en los animales
eran hechos innegables. Los resumía en cinco tí
tulos: organización, generación, nutrición, crecí
m iento y, al final, caducidad, terminada en la en
ferm edad y la m uerte. Para explicar estas fu ncione
n o recurría a ninguna V ida. T am poco recurría í
ningún A lm a para explicar la presencia de estas
actividades en los seres vivos. Era tan inflexible er
este punto que hasta rehusaba considerar la orga
nización com o un prin cipio. En su opinión, n o en
un pod er de organizar, sino un hecho. O tro biólo
go, llam ado Rostan, localizó en la organización ei
carácter fundam ental de la vida, lo que d io a si
doctrina el nom bre de organieismo. Rostan tam­
p oco era vitalista. Tam bién él rechazada idea de h
organización com o una fuerza añadida al ser orga­
nizado. P or el contrario, la definía com o la capa;
cidad «q u e resulta de su estructura», y n o, er
consecuencia, com o una propiedad distinta de lé
m áquina o una cualidad superpuesta, sino, simple
m ente, com o la máquina misma una vez conjun­
tada; Rostan decía, en resumen, que «es la má­
quina m ontada» ls.
Es de notar que este m ecanism o aparentemente
radical no haya satisfecho a Claude Bernard. Lo
C l. B ernard, op. át., pág. 31.
que le m olestaba del organicism o de Rostan era lo
que hoy provocaría su éxito entre los filósofos: su
«estructuralism o». ¿P or qu é ha de resultar la vida
de una «estru ctu ra»? Estructura, observa Claude
Bemard, es una noción vaga; «n o es una propiedad
aparte» 19; tam poco es una fuerza capaz de causar,
por sí misma, lo que sea; pues en ese caso tendría
que ser explicada por otra causa. ¿C óm o definiría
Bemard la organización? D e ningún m odo. Renun­
cia a «definir lo indefinible» y se contenta con ca­
racterizar a los seres vivos p or su oposición a la
materia inorgánica. La organización, dice, «resulta
de una m ezcla de sustancias com plejas que actúan
unas sobre otras. Para nosotros, es la ordenación
que produce el nacim iento de las propiedades inma­
nentes de la materia viva. Esta ordenación es m uy
especial y com pleja, y, sin em bargo, obedece a las
leyes quím icas generales de la agrupación de la
m ateria». Y ésta es la conclusión: «Las propieda­
des vitales no son, en realidad, sino las propiedades
físico-quím icas de la materia organ izada»20.
Este era el talón de Á quiles de dicha teoría, y
Claude Bernard lo sabía. E n los organism os vivos
todo es físico-quím ico. N uestros laboratorios pue­
den reproducir sintéticam ente, por ejem plo, las gra­
sas que hay en los organism os, mas los procesos
de produ cción n o son los m ism os21, y además,
recorriendo la serie que va desde el protoplasm a

19 C l. Bernard, op. cit., pág. 3 1.


20 Id ., op. cit., págs. 32-33.
21 Id ., op. cit., pág. 206.
v iv o hasta los seres vivos* organizados, Bernard
observa que el protoplasm a, en sí, no es aún un
ser v iv o; puede ser una cosa viva, pero n o es to­
davía un ser. E l protoplasm a es materia viva; para
llegar a ser un ser vivo necesita de una fo rm a 22. «La
form a de la vida es independiente del agente esem
cial de la vida, el protoplasm a, puesto que éste
sigue, siendo el m ism o a través de infinitos cambios
m orfológicos» 23. A sí, pues, se vuelve a plantear el
m ism o problem a: ¿cóm o dar razón de estas form as ¡
figuras, estructuras o com o quiera que se las llame,
que son la naturaleza misma de los animales y de
las plantas y que presiden su desarrollo?
H ay dos puntos a considerar en la respuesta de
.Bernard. En prin cipio, la causa final no tiene sitio
en las ciencias, ya que «la causa final n o interviene
eñ m odo alguno com o ley de naturaleza actual y
e fica z »24. E sto viene a significar que la causa final
no es eficiente, y puesto que la ciencia sólo se inte­
resa p or la causa eficiente, no toma en consideración
la causa final; pero esto no quiere decir que no
haya causa final en lá naturaleza. La postura aristo­
télica ante el problem a queda, pues, intacta. Pero si
la finalidad no es ley de naturaleza25, ¿qué es? »
En un m om ento dado, Bernard responde que,
más que una ley de la naturaleza, la finalidad es
«una ley racional del e sp íritu »26. Es posible que

22 Q . B ernahd, op. cit., pág. 2 92 .


23 Op. cit., pág. 2 93 .
24 Op. cit., pág. 3 3 6 .
25 Op. cit., pág. 338.
26 Id ., op. cit.
Kant haya llegado a lo m ism o, pero ¿cóm o expli­
caría una ley del espíritu una organización qu e, de
hecho, se da en seres actualmente existentes? Ber-
nard añade que el determ inism o es «la única filo­
sofía científica p osib le » 27. P ero la finalidad no pre­
tende eliminar el determ inism o; quiere explicar la
existencia de lo mecánicamente determ inado. D e
hecho, negarse a invocar la finalidad para explicar
la organización en la naturaleza acaba dejando sin
explicación la existencia misma de los organism os.
Y Claude Bernard lo sabe: «L os agentes generales
de la naturaleza física, capaces de hacer aparecer
aisladamente los fenóm enos vitales, no explican la
ordenación de éstos, su consensus y encadenamien­
t o » 28. Y ,, sin em bargo, este consenso existe en la
naturaleza. Bernard describe la función biológica
como «una serie de actos o de fenóm enos agrupa­
dos, arm onizados con vistas a un resultado deter­
m inado... Estas actividades com ponentes se conti­
núan las unas a las otras; están armonizadas, con­
certadas de m odo que concurran a ün resultado
com ú n »29. ¿Q u é es, entonces, nos preguntamos
nosotros, este resultado en vista del cuál se
agrupan los actos de una serie, sino su causa final,
su fin?
D el m ism o m odo, así com o la belleza es para al­
gunos sabios m odernos índice de veracidad, el sim­
ple hecho de que existan cuerpos organizados in­

27 C l. Bérnasd, op. tít.i pág. 397.


’<* '■ Op: cit.j pág. 3 4 4 . .
29 Op. cit., pág. 3 70 .
vita a algunos biólogos m odernos a buscar en la
naturaleza un prin cipio que presidá la organización
de los vivientes. Sin tal prin cipio se puede explicar
el funcionam iento de tales seres, n o su existencia,
que, después de tod o, es un hecho en la misma
m edida en que lo es su funcionam iento. Un adver­
sario d e tod o tipo de finalism os, nuestro contem po­
ráneo Jean R ostand, concluye, al tratar del tema:
«H em os de adm itir que la adaptación orgánica, en
conjunto, espera todavía que se dé de ella una ex­
plicación exhaustiva» 30.
¡Pues que espere! A lgunos siglos más o m enos
no suponen gran diferencia. Si es cierto, com o cree­
m os, que el cientificism o busca la explicación en ;
una dirección equivocada, n o hará sino alejarse cada
vez más de la respuesta. Durante la espera, y abor­
dando el problem a com o filósofos, hem os de sen-v
tirnos con libertad para inquirir si n o hay, en la
naturaleza misma de las cosas, alguna razón p a ra ;
que sea esencialm ente im posible una solución cien-i
tífica al problem a.

30 Jean R ostand, Les grands courants d e là biologie,. Paris,


Gallimard, 1951, pâg. 198. Cf. T. A. G oudge, The Ascent of
Life, University c i Toronto Press, 1961, pâg. 131.
III. F IN A L ID A D Y E V O L U C IO N

Los argumentos en pro o en contra de la fina­


lidad apenas variaron desde A ristóteles hasta el
principio del siglo xxx, que v io el advenim iento
del transform ism o y de la noción de evolución b io ­
lógica. N o será inútil echar un vistazo a la doctrina
que el evolucionism o iba a alterar.

A. EL «FIJISM O»

Se llama h oy día «fijism o» a la visión del


mundo a que se opon e el transform ism o. Se consi­
deraba tal visión tan evidente qúe no se sentía la
utilidad de designarla con un nom bre particular.
Y, por la misma razón, n o experim entaba ella mis­
ma necesidad de definirse. Puede decirse, en este
sentido, que fu e el transform ism o quien creó el
«fijism o», que n o fu e form ulado con cierta pre­
cisión hasta que se ofrecieron al pensam iento de
quienes trataban el tema posibilidades, e incluso
tentaciones, de pon erlo en duda. Y , sin em bargo,
íá enseñanza tradicional de la teología cristiana in­
vitaba a concebir el m undo com o algo igual a lo
que era desde su creación. C onform e al m étodo de
la teología, que va de D ios a las cosas, se deducía
de la naturaleza de D ios lo que había de ser la de
las cosas. Una causa divina inm utable n o podía
haber creado sino cosas definitivas.
Parece que el problem a se planteó con perfecta
claridad, p or vez prim era, en ¿1 espíritu de Descar­
tes. Cuando éste tuvo que explicar la estructura del
mundos en sus Principes de pbilosophie, el filósofo
entró en pugna con el cristiano. C om o filósofo de­
bía seguir, naturalm ente, en su exposición,, e l or­
den dé la generación de las cosas de lo sim ple a Id
com p lejo; com o cristiano n o podía m enos q u e in -
clinarse ante la autoridad de la revelación o , lo
que venía a ser prácticam ente lo m ism o, de lo qué
creía había sido revelado p or D ios.
La misma actitud fu e, sustancialm ente, la de T o­
más de A qu in o. P or razones que, por otra parte;
eran puram ente filosóficas, estimaba que los seres
habían sido creados en su estado perfecto: naiurali
ordéne perfectum praecedit imperfectum, sieut a£
tus p o t e n t i a m p or otra parte, e inversamente, si
se pasa del orden de la creación al de la generación
natural, ésta procede siem pre de lo im perfecto a Id
perfecto: natura procedit ab im perfecto ad perfech
tum in ómnibus generatis 2. P or consiguiente, cuan-

1 «P or orden natural, Jo perfecto precede a lo imperfecto*


como el acto a la potencia», Surrnna théologiae, I , 9 4 , 3 , Re$p¿
. 2 «L a naturaleza, procede de. lo imperfecto a lo perfecto ..en;
todos lo$ engendrados», Tomás de A quino, op. cit., I ,101, 2¿
Sed contra. . - . .
do la revelación dice algo sobre la creación hay que
aceptarlo com o verdadero; pero en cuanto a lo
demás hay que atenerse a la razón: unde, irióm ni­
bus asserendis, sequi debemus naturam rerum,
praeter ea quae auctoritate divina traduntur, quae
sunt supra naturam 3.
Tomás de A qu ino pensaba que D ios había creado
a los seres vivos en la edad adulta, ya que, al crear­
los con vistas a la perpetuidad de la especie, los creó
capaces de reproducirse (S. T., I , 94, 3 ). Descartes
parte de otro principio teológico extraído de su
propia teología del D ios infinito, que no se podría
extraer m uy seriamente de sus obras. Partiendo de
la noción de que n o debe haber tem or a equivocarse
al imaginar las obras de D ios com o m uy bellas, m uy
grandes y muy perfectas, llega a la conclusión de
Tomás de A qu in o:

«N o dudo en m odo alguno de que el mun­


do haya sido creado desde el principio con
tanta perfección com o la que ahora tiene; o
sea, que el sol, la tierra, la luna y las estrellas
han existido desde entonces; y la tierra no
sólo tuvo en sí las semillas de las plantas,
sino que las plantas mismas cubrían parte de
ella, y A dán y Eva n o fueron creados niños,

3 «A l afirmar cualquier cosa debemos seguir a la naturaleza,


excepto en aquello que se apoye en la autoridad divina y que
esté por debajo de la naturaleza.» Op. d t., I, 99, 1, Resp. La
frase sé inspira, de m odo manifiesto, en conocidas fórmulas
de San A gustín: cuanto sabemos se lo debemos a la naturaleza;
cuanto creemos se lo debem os a la fe.
sino con la edad de hom bres.com pletos. La|
religión cristiana así quiere que lo creamos j§
la razón natural nos persuade totalm ente d i
dicha verdad; pues si consideram os la omni|
potencia de D ios, debem os juzgar que tocfe
cuanto ha hecho ha tenido desde el principio;
toda la perfección que debía tener.»

Retengam os estas palabras: « y la razón natural


nos persuadé totalm ente de dicha verdad», pues las
volverem os a encontrar en un contexto puramente
científico. Sucede, sim plem ente, que Descartes ima|
ginó (lo que V oltaire había de llamar «su novela » f
una explicación posible' del universo entero, inciui|
dos los vivientes, a partir de elem entos materiales!
sim ples y sin recurrir a form a alguna ni, p or supues-,
to, a ninguna finalidad; en suma, una explicación;
puram ente m ecanicista, y sin em bargo genética, del|
universo.

«C on tod o, se conocería m ucho m ejor la¡


naturaleza de. A dán y de los árboles del pa l
raíso si se hubiera exam inado más cóm o se
form an p oco a p oco los niños en el vientre de
sus madres y cóm o surgen las plantas de sus
semillas que si se hubiera considerado, sola­
m ente, cóm o eran cuando los creó D ios; del
m ism o m odo, entenderíam os m ejor cuál es
generalm ente la naturaleza de todas las cosas;
del np.undo si pudiéram os imaginar algunos"
principios m uy inteligibles; y m uy simples con-
los que ver claram ente cóm o pueden haber
sido producidos los astros y la tierra y, en fin,
tod o el m undo visible, así com o algunas d e
sus semillas (si bien sabemos que n o ha sido
produ cido de tal m anera), que si nos lim ita­
m os a describirlo tal y com o es o com o cree­
m os que ha sido creado. Y porque creo haber
encontrado tales principios, intentaré expli­
carlos aqu í» 4.

Descartes está en una situación análoga a la de


los averroístas latinos del siglo x m : tiene dos ex­
plicaciones diferentes de los. mismos hechos; una
que finge creer, o que cree porque es cristiano, y
otra que le gusta porqu e satisface a su razón; y
mantiene ambas; mas para que n o se le pueda
acusar d é enseñar la doctrina, ya condenada en
teología, d e «la doble verdad», llega más lejos que
ningún averroísta con ocid o y declara que la solu­
ción filosófica que propon e no es necesaria ni ver­
dadera, « Y deseo tanto que se .crea en todas las
cosas que y o escriba, que hasta pretendo proponer
aquí algunas que creo, absolutam ente falsas; a sa­
ber: no dudo de q u e ..,» , etc. Sea erial sea el ori­
gen del conocim iento de esta doctrina p or parte de
Darwin, p or interm ediarios cuyos nom bres igno­
ramos, es el derrum bam iento de dicha noción en su
espíritu lo que determinará su paso d el «fijis-
mo» al transform ism o. Acabará persuadido de que

4 D escartes, L es principes de la pbilosophie, tercera par­


lé, cap. 1, 45*46.
la religión cristiana predica la creación de los seres
tal y com o actualm ente los con ocem os, y, cuando
sus propias observaciones y reflexiones le im posibi
liten tal creencia, perderá su originaria fe en lf
verdad de la religión cristiana. |
Entre Descartes y D arw in está Linneo, cuyo «fij
jism o» n o sirve de excusa a ningún evofuciof
nism o cam uflado. Su Sistema de la naturaleza es 1|
obra de un clasificador que se propuso, en princH
p ió , reducir a unas tablas los tres reinos de la
turaleza; el m ineral, el vegetal y el animal. Aristo|
teles, qüe hubiera visto en Descartes un nuevo
E m pédócles a quien com batir, probablem ente r¡o
hubiera encontrado hada censurable en Linneo.
La obra em pieza con una salutación al Creador:?

¡OH JEHOVA! Q m m ampia sunt opera tm l .


Quam ea sapienter fecisti!
Quam plena ést térra possessione tua!

(Ps. C IV , 24)

V iene a continuación la primera tabla, tituladál

«OBSERVACIONES SOBRE LOS TRES REINOS DE LA


NATURALEZA “•

• »1 . A l considerar las obras de D ios todos véi


m uy claram ente que tod o ser viv o proviene de un
huevo, y que tod o huevo produce un retoño muy)
parecido al padre. P or eso ahora ya no se produ­
cen nuevas especies.
. » 2 .: L a generación m ultiplica a los individuos.
En consecuencia (1 ), el núm ero de individuos de
cada especie es actualmente más elevado que pri­
mitivamente.
»3. Si contam os retrospectivam ente, en cada
especie, la serie de seres así m ultiplicados, exacta-
: mente en el orden en qué tal serie se ha m ultipli-
' cado (2 ), la serie se parará, al final, en un único
: padre, ya sea éste herm afrodita, com o es com ún
entre las plantas, ya doble, m acho y hem bra, com o
5 es común en la m ayor parte de los animales.
»4. Puesto que ñ o hay especies huevas (1 ),
puesto que un ser dado produce siem pre un ser si­
milar (2 ), puesto que en toda especie hay una uni­
dad que préside el orden (3 ), debem os atribuir, ne-
f cesariamente, ésta unidad progeneradora a cierto *
: Ser T od op od eroso y O m nisciente; es decir, a D ios,
* cuya obra se llam a la Creación. E sto lo confirm an el
r mecanicismo, las leyes, principios, constituciones y
I sensaciones de to d o ser viv o.

¡t-
I »8. Los seres Naturales... son más perceptibles
por los sentidos (5 ) que los demás (6 ), se ofrecen
por doquier a nuestra mirada. Y o m e pregunto p or
qué el Creador ha puesto al hom bre, dotado de
tales sentidos (6 ) y de in telecto, en el g lob o terrá­
queo, donde n o se ofrecen a los sentidos sino esos
seres Naturales (7 ), construidos con un m ecanism o
tan admirable y asom broso. ¿P or qué otra causa
puede ser, sino para que el O bservador de tan mag-
niñea obra se' vea im pelido a admirar al Artesano;
y a alabarlo?

»1 0 . E l prim er grado de la sabiduría es conocí


cer las cosas en sí mismas*....
»1 1 . E n nuestra Ciencia, los qué n o saben atri-:
buir las Variedades a sus Especies correspondien­
tes, las Especies a sus G éneros Naturales y los Gé­
neros a las Fam ilias, y sin em bargo se jactan de ser
D octores en esta ciencia* sé envanecen, se equivo*
can y están engañados. En efecto, quienes han con­
tribuido a fundar esta ciencia natural hubieran de­
bid o saber tod o esto.

»1 4 . L os cuerpos Naturales se dividen en Tres


Reinos de la Naturaleza, a saber: el reino Lapidar,
rio, el reino. V egetal y el reino A n im a l..
»1 5 . Las Piedras crecen, los Vegetales crecen y
viven. L os Animales crecen, viven y sienten. Tales
son las fronteras establecidas entre dichos reinos» ?.

La prim era im presión que causa esta lectura es


la de un sentim iento de la naturaleza intensamente,
religioso. Las reglas d e la clasificación, la idea mis­
ma de la ciencia natural, n o se separan dé los gran­
des principios de la teología natural legada por
la tradición. La form a d el texto n o es menosl
sorprendente; cuasi-geom étrica o espinocista, con
sus llamadas de una definición a otra y, sobre
tod o para el b iólog o, con el aserto inicial dé que,.
V er A péndice I dé éste libro.
\ después dé la creación, n o se producen nuevas es­
pecies. P ero el filósofo n ó puede dejar de subrayar
? otra tesis, a caballo entre la biología y la filosofía
natural: todas las especies se remontan a un prim er
;, individúo o a una prim era pareja. E n fin, quizá con-
■ venga decir de nuevo que, lejos de excluir el meca-
! M dsmo, él finalism o de Linneo lo exige. Si los v i­
vientes han sido requeridos para suscitar en el es­
píritu del espectador la admiración y la adoración
; de su A u tor, nada podía servir m ejor a este pro­
yecto que el conocim iento de su m ecanism o! Una
vez más se confirm a la estrecha alianza que hay
entre el finalism o y el m ecanicism o,
s Desde el punto de vista de la historia m oderna
: de la biología, la proposición más im portante es,
sin duda, la tercéra: toda serie vegetal o animal
; presente se rem onta a un prim er antepasado, o ,
; según el caso, a una prim era pareja, m acho y hem­
bra, de donde desciende. L a‘misma tesis, más enér-
I . gicamente sostenida, si es posible, se encuentra en
i los Fundamentos botánicos.
b
tte Este punto tenía gran im portancia a los ojos de
Linneo, pues la inm utabilidad de las especies des­
de la creación era a sus ojos una condición de la
V* * * ^ rt

posibilidad misma de la ciencia natural. La. antigua


noción griega, o al m enos platónica y aristotélica,
f -
* *1

de que no hay más ciencia que la de lo necesario,


W

parece acosar aún al espíritu de Linneo: si las es­


BW.’k

pecies varían, n o hay clasificación posible y la cla­


«z*

sificación de los vivientes es la biología misma:


IV» Air»
Etienne Gilson i
V|¡fÉ
«Botánica innititur fixis generibus » 6. Tales géneros *§
fijos existen si todos los vivientes descienden de j
m odo uniform e de algún antepasado o pareja o r i ­
ginal: «L a razón invita a pensar que, al principio ;^;
de todas las cosas, fu e creada para cada especie d e jj
los seres vivos una única p a re ja »7.
L inneo es un o de los prim eros m antenedores de %
esta tesis, que tan considerable, influencia ha de vj
tener sobre la historia de la zoología. Fijém onos ;!
bien, sin em bargo, que, así form ulada, la proposi- I
ción n o apela sino a la razón (suadet ra tio), y eir ¡
m odo alguno a la revelación. L inneo n o d ijo que sf
hayamos de creer, com o verdad revelada, que Dios j
creara para cada especie una pareja única ni que. A
la especie se hubiera perpetuado, siem pre idéntica .j
a sí misma, desde el día de la creación. Estaba con -;
ven cido de ello porqu e, de otro m odo, la botánica!
y la zoología verían en peligro lá solidez de sü;
fundam ento; p ero en m odo alguno hace de ello: j
una verdad de fe. -]
Q uizá hayan hecho los teólogos, antes o después;'¡
de L inneo, lo que éste parece n o quiso hacer. Sea (\
com o sea, es curioso encontrar la misma tesis reafir- í

6 C. L innaeus, fundam enta botánica, in quibus theoria . ¡


botanices aphoristice traditur, 2.“ edición aumentada: Pbilo- ~\
sopbia botánica, aforism o 132. Existe una traducción francesa ¿
de esta obra, si bien y o n o la he tenido en mis manos: Pbilo-1
sophie botanique, París y Rouen, 1788.
7 fundam enta botánica, V . Sexus, aforism o 132: In i fio se­
rum, e x om ni specie viventium (3 ) unicum sexus par creatum:> \
fuisse 'suadet ratio.» C f. Descartes, antes citado: «y la razón,
natural nos persu ade...». Siento cierto embarazo al traducir :
sexus par; este «par d e sexo» parece ser, simplemente, una v
-p areja de macho y hembra. X
liada, y esta vez com o una verdad que se ha de
creer, por un naturalista a quien nada obligaba a
cargar sobre sí tal responsabilidad. En su celebre
capítulo sobre el asno, y tras com pararlo al caballo
de todas las form as posibles, B uffon concluye que,
en vista de tañías analogías sorprendentes, se con­
sideraría al asno, de buen grado, n o com o una es­
pecie verdaderamente distinta a la del caballo, sino
más bien com o un caballo degenerado. A prop o­
sito de lo cual, y com o recuperándose para rechazar
idea tan seductora, B uffon declara firm em ente: s

«M as n o; es cierto, por la revelación, que


todos los animales participaron p or igual de
la gracia de la creación; que los dos prim eros
de cada especie, y de todas las . especies, sa­
lieron totalm ente form ados de las manos dél
C reador; y debe creerse que entonces eran,
más o m enos, com o hoy los representan sus
descendientes » .8.

H e aquí una teología incorrecta qu e B u ffon , sin


duda, no: in ventó. La creación n o es una gracia,
puesto que antes de ella n o había naturaleza para

8 Buffon, O euvres philosophiques, ed. Jean Piveteau, Pa­


rís, P. U . F ., 1954, pág. 355. B uffon conduye que «u n asno
es un asno, y n o un caballo degenerado, un caballo con la
cola desnuda». E l ejem plo boira toda posible duda sobre el
sentido de «degeneradón»; es, más bien, una «degenerescen­
cia»; c£., más adelante, en la nota 15, el otro ejem plo curioso
aduddo por B uffon, y, además, en B uffon mismo, todo el ca­
pítulo D e la degeneradón d é lo s animales. U no se pregunta si
la sombra del pecado original n o sobrevolaba su zoología.
recibirla. M as sigam os. C onocer la historia de la
teología popular o com ún sería, al respecto, más
ú til que con ocer la auténtica enseñanza de los teó­
logos. Se plantea aquí este problem a sólo porque,
hacia 1850, Charles D arw in había de encontrarse^
a su vez, en discusión con esta misma tesis, de la
que n o es im probable que B u ffon , a quien proba­
blem ente se la hizo creer, haya convencido, a su
vez, a otros. Y a verem os qué papel decisivo desem-
peñó en la historia del pensam iento de D arw in.
Fue en otros cam pos, m enos visibles mas n o por
ello m enos reales, donde abrió B uffon cam inos nue­
vos. D etestaba las clasificaciones, los clasificado­
res, y, mas que a ningún otro, a Linneo. La noción
de que los seres naturales form an una jerarquía
continua y un orden estático com o el de Un ejér­
cito ya era fam iliar a A ristóteles, mas éste n o había
concluido que los. más simples fueran los antece­
sores d e los otros. Su taxonom ía no era una ge­
nealogía. A ristóteles consideraba fácil definir, en
lógica, los géneros y los subgéneros; para aplicar
la teoría bastaba con escoger algún ejem plo favo­
rable; así, la especie hom bre se distingue del gé­
nero animal p or su «diferen cia», a saber, que es
«razon able». Y a se sabe que A ristóteles tenía gran­
des dificultades para definir y clasificar de esta ma­
nera las especies naturales; tal dificultad núñciaf
desapáreció, pero B u ffon le atribuyó üná causa;
C on escrúpulos y dudas, llegó a la conclusión dé
que, estrictam ente hablando, no hay especies de|
finidas con precisión* Las hay, pero con tod o, tipq
de transferencias de unas a otras, lo cual confiere
a esta jerarquía una especie de continuidad.

«L a naturaleza tiene gradaciones descono­


cidas, y, en consecuencia, no puede prestarse
totalm ente a estas divisiones, puesto que pasa
de una especie a otra y a m enudo de un gé­
nero a otro .con matices im perceptibles; de
m odo que hay.gran núm ero de especies m e­
dias y de objetos sem ipartidos que n o se sabe
dón de situar y que debilitan, necesariamente,
el proyecto del sistema general» 9. .

Cuando B u ffon sigue el hum or del m om ento,


llega hasta el extrem o. Y aquí eso es lo que pasa.
En efecto, siguiendo por. este cam ino llega a decir
que «cu anto más aumente el núm ero de las divi­
siones de las producciones naturales, más cerca se
llega de la verdad, yá que en la naturaleza n o hay
más que individuos, y los géneros, órdenes y d a -

9 Buffon, HtsUnre naturelle genérale e t partiadiére, en


Qeuvres philosophiques, ed. J. Piveteau, pág. 10, B. B uffon
añade:. «Esta verdad es demasiado importante para n o apo­
yarla con tod o lo que pueda hacerla dara y evidente.» P or
ejemplo, en , botánica: «plantas anómalas cuya especie está
entre dos géneros», etc. «A sí, pues, esta pretensión d e los b o­
tánicos de establecer sistemas generales, perfectos y m etódicos,
está p oco fundada»,, pág. Í0 . Es un arma afilada contra Linneo,
príncipe d e los «clasificadores». La clasificación, por Linneo, de
los animales en seis clases es muy arbitraria e incompleta, pá­
gina. 1& B, Y , , sin embargo, desde Aristóteles se sabe que la
yegua n o tiene pechos (s ic ), pág. 19 A . B uffon procede, más
adelante, á una dura crítica de Linneo, que extrae de un elo­
gio a los clásicos: «N o hablo desde el punto de vista de la
física, sino desde e l de la historia natural de los animales y
de los m inerales», pág. 20 A .
ses sólo existen en nuestra im aginación» 10. L o dicé?
con. soltura, pero nuestro naturalista está hallando
aquí una de las más antiguas constantes de la filo­
sofía de la naturaleza, cuyo sentido nunca se ha
llegado a aclarar. Y á A ristóteles pensaba que no.
existen sino los individuos; luego no debe haber
especies; y, sin em bargo, las hay; hay especies que,
en cuanto tales, parecen bien reales, pero que, pues­
to que sólo las sustancias individuales son reales,
no existen. Es el célebre problem a de los univer­
sales, y está de m oda burlarse de la Edad Mediad
por haber reducido a tal problem a toda la filoso-|
fía ; pero la E dad M edia sólo d ijo que tod o el resto!
de la filosofía depende de la respuesta que se de
a éste problem a, cosa que es cierta. La respuesta
m oderna presupone la negación de la n oción dé
«form a sustancial», que, lógicam ente, supone la
negación de las especies; y las niega, pero las re|
cuerda sin escrúpulo ninguno cada vez qüe las
necesita; el único m odo de pasarse sin ellas es
negar absolutam ente la legitim idad de cualquieif
clasificación. E l sentido com ún se acom oda mal a
esto, p ero la petrografía, la m ineralogía, la botánica
y la zoología n o se acom odan m ejor. ¿C óm o e #
contrar interm ediarios entre las clases si la noción
de clases n o corresponde a algo real? i
La ciencia puede, así, concederse facilidades que
sorprenden a la filosofía. B u ffon habla continuáj
m ente de la Naturaleza ” , mas m erece la pena prel

10 Buffon, op. cit., pág. 19 A .


11 «La naturaleza es el sistema de leyes establecido p o r e|
cisar en qué consiste ésta; púes Habla de ella tanto
como de un conjunto de leyes com o de un ser o
icomo de una fuerza análoga a la que Alain de
Lille, en el siglo x n , llamaba la criada de D ios.
Partiendo de esta noción m a l. definida, B uffon
procede p or perspectivas de lá naturaleza. N o hay
que extrañarse de que no vea siem pre las mismas
cosas, pues él lo sabía. Sin duda, se ha notado que,
al negar la existencia de los órdenes, lo s géneros
y las clases, com o no existentes «m ás que en nues­
tra im aginación», no hacía m ención de las especies.
¿Es esto intencional? ¿Sé piensa desde el prin­
cipio que, si sólo existen los individuos, en qué
sentido podrían existir las especies? P ero en la
Segunda perspectiva del U niverso ya n o se perm ite
la duda; n o sólo existen las especies, sino que
son las únicas que existen: la especie lo es tod o,
el individuo no es n a d a 12. Estam os, pues, d e nuevo
en Linneo; y n o sólo se hace posible la clasifica-

creador para la existencia de las cosas y para la creación de


los seres.» H istoria Natural, ed. d t., pág.: 31 A . N o es uña
cósa (que sería todo) ni un ser (que sería Dios)* sino una
«potenda viva» que anima todo y está subordinada a D ios;
op: ctt., Ittvocation a D teu, pág. 35 AB.
k 12 «U n individuo de la especie que sea n o es nada en el
Universo; d en individuos, m il, todavía no son nada: las es-
pedes son los únicos seres de la: naturaleza; seres perpetuos,
tan viejos y tan permanentes com o ella* seres que para m ejor
juzgar n o consideraremos com o una colectíón o una serie de
individuos pareados, sino com o un todo independiente del nu­
mero, independiente del tiem po; un tod o siempre vivó, siempre
el mismo; u n tod o que ha sido considerado com o uno en las
obras de lá creadón y que, én consecuenda, en la Naturaleza
no es más que u n o». Op. cit., pág. 35. Permanenda de las es­
pecies, pág. 38 A ; más todos los individuos son diferentes,
pág. 38' A B ; «fijism o», pág. 289 B.
d o n , sino que la ciencia n o puede tener otro
ob jeto.
Estas osciladónes n o tienen nada de escandaí
lo s o ; pertenecen a la naturaleza misma del proÿ
Mema de los universales: es cierto que las espedes
n o existen, y tam bién lo es que ningún individuo
existe fuera de una especie. B uffon habla de ello|
com o A ristóteles, com o Platón, y, n o sabiendo qué
partido tom ar, se adhiere a am bos. Es una historiá
m uy vieja:

. A ssidet Boetius stupens de hac lite


Audiens quid hic et hic asserat perite,
E t quid cui faveat non discernit rite,
N ec praesumit. solvere litem d efin ite 13,

Y , sin em bargo, B u ffon tiene una razón para


respetar la especie en esta masacre de los univerí
sales; y conviene ¿notarla, pues el problem a qu f
plantea es, tam bién, una constante de la filosofía

13 «B oecio, estupefacto, asiste a este proceso, oyen do ha­


blar sabiamente a uno y a otro; pero hay que ver jen qué dar
k razón a cada u n o; él n o pretende adarar definitivamente el
problem a.» A ú n n o está aclarado. Nunca se ha debatido ,tanti
la realidád d e las espedes com o cuando sé dice que se- transfor*
man. « ¿ D é dónde viene k n oción d e especie? Evidentemente;
de k necesidad práctica; ha sido preciso qu e él hom bre desigñ|
con un nom bre particular los seres que reconoce y que séparai
d e otros seres.» L u den Guénot, E ncyclopédie française, t. V|
18-1. E l autor , piensa en el cazador, el pescador; él labrador, y
quizá también en: él naturalista, deseoso de dasificar» Pero là
necesidad práctica ñ o tendría objeto' si n o hubiera espedes?
E l pescador de caña n o necesita distinguir e l gobio de k perca
sino porque hay peces ..que pertenecen a distintas espedes. Por
otra parte, es cierto: que, según d ijo Déslongchamps, «cuantos’
más individuos hay, hay menos espedes» (op. cit., V , 18-2). *
n atoal. D esde los tiem pos de A ristóteles, y to­
davía en tiem pos de B u ffon , había una razón para
intercalar una especie de corte entre los géneros
supremos y los individuos. A l desglosar los órde­
nes en fam ilias, en géneros y en clases, se llega a
grupos, de vivientes cuyo acoplam iento resulta es­
téril. N o se reproducen. Son los «m u los», híbridos
de asno y yegua, ejem plo de m uchos casos que
existen en zoología y en botánica. Apuntam os aquí
un hecho tan con ocid o porqu e, en el curso de nues­
tra búsqueda, lo encontram os por vez prim era en
Buffon, que se vé obligado a profesar cierto « fi-
¡ismo» al encontrar una pareja incapaz de re­
producirse según la ley de la herencia u.
i Estos aspectos conducen m uy lejos a B u ffo n 15.
De entre las clasificaciones que niega, n o rechaza
ninguna con tanta firmeza com o la de las «fa m i­
lias». En efecto, si se da a la palabra un sentido
preciso, es el de alineam iento, grupo cuyos miem-

: 14 Buffon, Histoire des animaux, cap. I , ed. d t., pág. 236 AB.
Este punto de vista se remonta a A ristóteles: «C on todo, si
no pudo definir, y , sobre todo, nombrar la espede, Aristóteles
vio bien su carácter esencial, el mismo que usamos nosotros
coino criterio, extraído de la reprodu cdón ... H e aquí, pues,
que tenemos, la espede definida por él acoplamiento y la fecun­
didad, exactamente igual qu e en nuestros días.» E d. Perrier,
Jjct PMosophze zoologzqtte avant Danoin, París, Alean, 1884,
pág. 13. Si la posibilidad de cruces fecundos define la espede,
su existencia n o es verdádera sino a partir dél m om ento en que
le es im posible evoludonar.
|f; ,s En el m ism o capítulo sobre El asno: si el asno y d ca-
-hallo provinieran d d m isino tronco, si fueran de la misma fa­
milia, se les podría aproximar, volver a hacer caballos a base
de mulos y «deshacer con d tiem po lo que d tiem po habría
hecho». Recojam os esta joya: si n o pudieran reprodudrse entre
dos, «e l nqpro sería al hom bre lo que d asno al caballo».
96 Etieone G ilsol
. |
bros están unidos por relaciones de descendencia
de un tron co com ún. P or una parte, insiste en If
idea dé que, así com o «la especie n o es sino uná;
palabra abstracta y general», así tam bién, «n o hay
qüe olvidar que las familias son obra nuestra; qué
n o las hem os produ cido sino para desahogar núes*
tro espíritu; que si éste n o puede com prender ]§
verdadera ilación de los seres, es culpa nuestra*
y no de la naturaleza, que sólo contiene in divf
d u ós». M as, si esto es cierto, ¿cóm o es posible quej
al descender grado por grado en la escala se llegui
a individuos cuyo cruce fecundo sea im posible!
¿ Y por qué, al constatarlo, se vuelve B u ífon contra;
la n oción de fam ilia, com o si n o acabara d e cons¿
tatar su vacuidad? Es porque tom a en serio tá¡
palabra. Si se admite que las relaciones entre las
especies puedan ser de tip o fam iliar, es posible que
cualquier especié proceda de cualquier otra; y Bufl
fon sé para en el um bral de ese transformismo;
universal, hipotético en su espíritu más amena­
zador:

«S i se admite una sola vez que haya fardi


lias entre las plantas y los animales y qiie'e
asno sea de la fam ilia del caballo, del que n<
difiere sino p or su degeneración, se podrí
decir tam bién que el hom bre y el m ono tie
nen un origen com ún, com o el caballo y e
asno; que cada fam ilia, tanto de animalei
com o de plantas, ha tenido un tron co común;
e incluso que todos los animales proviene!
de un solo animal que, en el transcurso del
tiem po, ha produ cido, perfeccionándose y de­
gen erando todas las rarezas animales. L os na­
turalistas que con tanta ligereza establecen fa­
milias entre los animales y los vegetales no
parecen haber entrevisto toda la im portancia
de tales consecuencias, que reducen el pro­
ducto de. la creación a un núm ero de indi­
viduos tan exiguo com o se quiera» 1Ó.

A quello ante lo que B uffon retrocede, en este


notable texto, es el transform ism o de D arw in y su
ineluctable consecuencia, La descente de Vhomme *.
El paso que, por aquel entonces, no se atrevía a
dar, había de ser finalmente dado.

B. el t r a n s f o r m is m o

Entendemos por. transform ism o toda doctrina


que afirme que las especies animales o vegetales
han cam biado, con el paso del tiem po, de manera
tál que dichos cam bios resulten explicables. Quizá
se define m ejor e l transform ism o en su form a ne­
gativa, com o la negación del «fijism o»; no es
cierto que las especies sean hoy tal y com o fueron
M principio, de cualquier manera que se conciba
dicho principio.

14 Este pasaje del capítulo de El asno está, justamente,


puesto de relieve en Ed. H errer, op. cit.j pág. 61.
* V er nota 4 3 -del .cap. I I I y nota del traductor correspon­
diente. (N . del T .)
Lamarck

G eneralm ente, él transform ism o va unido a dos|


nom bres: Lamarck y D arw in.
J. B. de M onet, caballero de Lamarck, nacido
eñ 1774 en Bazentin y m uerto en París en 1829,
es un naturalista cuya personalidad y trayectoria
vital desafían a la im aginación. D esde el punto
de vista que nos interesa, su obra maestra es la
Phtlosophie zoologique 17. Y a el título notifica laj
naturaleza de la obra. Pertenecía a la época en que!
un sabio4* n o temía desprestigiar su obra cientí­
fica presentándola com o una filosofía. P ero, a la
vez, hay que reconocer que esta obra ofrece un
aspecto francamente distinto al de un escrito cien­
tífico del siglo x ix . N o se concibe a D arw in pre­
sentándose com o autor de una filosofía, y nada sé
parece m enos a la sobriedad de este amigo de los
hechos que los despliegues de Lamarck, siempre
dispuesto a razonar y a argum entar18.

17 Citamos la ’Phtlosophie zoologique... de Lamarck según


la nueva edición de Charles Martáns, 2 vols., París, F. Savy,
Í873:
* Traducimos savant p or «sabio», a pesar de la ambigüedad
del térm ino, para mantener la diferencia que, implícitamente,
establece el autor entre «filó so fo », «cien tífico» y «sabio»V
(N. del t .) ;
18 C f. «Intentando convencer más con razonamientos que
con hechos positivos, Lamarck com partió el sesgo de los filó­
sofos alemanes de la naturaleza: G oethe, Oken, Carus, Steffens.
H oy día se razona, menos y se demuestra m ás.» Charles Mar*
TINS, Intrpduction hiographique, ed. cit., t. I , pág. V IL Quizá
el hecho se explique, sobre todo, por pertenecer Lamarck a la
com en te de D iderot y de la generación de la Enciclopedia
É l m ism o es autor de cuatro volúmenes de la Enciclopedia me-.
Y , sin em bargo, Lamarck dio un paso decisivo:
el paso que B u ffon no se había atrevido a dar.
Conoció muy b ien a B uffon, que se había intere­
sado por él al prin cipio de una carrera sumamente
pobre y. d ifícil. Cualquiera que sea la form a de sus
demostraciones, la visión de la naturaleza que éstas
l proponen difière profundam ente de la de B uffon.
Hay entre ellos más una oposición que una diferen-
da; y es una oposición cautivadora.
; Es im posible resumir su visión dé la naturaleza
mejor que él m ism o, en el índice de materias cde
la PM ósophie zoologique, 2.a parte, cap. 6: «Sien-
1 do todos los cuerpos vivos producciones de la na-
| turaleza, ésta ha organizado p or sí misma, necesa-
| riamente, los más sim ples de entre esos cuerpos, les
} ha dado E rectam ente la vida y, con ella, las fa­
cultades* generalm ente apropiadas a quienes las
poseen. En m edio de esas generaciones directas
producidas al prin cipio de la escala, sea animal,
sea vegetal, la naturaleza ha llegado a dar, progre-

tódica. Unas cuantas líneas de- la conclusión darán el tono de


la época: « L a Naturaleza, ese Inmenso conjunto de seres y
cuerpos diversos en todas las partes del cual subsiste un d d o
eterno de m ovim iento y cam bios regidos por leyes, único con­
junto inmutable, siem pre que su Sublime H acedor lo mantenga
-en la existenda, debe ser considerada com o un todo consti-
I tuido por sus partes y con una meta que sólo su H acedor co-
noce, y n o com o alguna d e'ella s exdusivamente. Puesto que

I cada parte débé, necesariamente, cambiar y dejar de existir para


constituir otra; tiene un interés contrario al del conjunto, y
si razona, encuentra ese conjunto mal hecho. En la realidad,

L no obstante, ese to d o es perfecto y cum ple perfectamente el


papel que Je está destinado.»’ Philosophie zoologique, t. I I I ,
pág. 426. ‘
sivam ente, existencia a todos los demás cuerpo;
v iv o s» 19.
Se habrá apreciado, en el pasaje anterior, la pre
senda de la escala de los seres, constante universal
m ente presente desde A ristóteles; pero hay qui
notar, sobre tod o, lo de las «generaciones espetó
táneas», única respuesta no m etafísica-teológica í

19 L amarck, Philosophie zoologique, ed. cit., t. I I , pág. 248


C£.: «E l verdadero orden de cosas que hay que considerar et
tod o esto consiste en reconocer:
1. ° Q ue tod o cam bio un p oco considerable y posteriormente
mantenido en las circunstancias en que se encuentra cada razs
animal, opera en d ía un cam bio real de sus necesidades.
2. ° Q ue tod o cam bio de las necesidades de los animal©
precisa de. nuevos actos para satisfacer a las numerosas necesi
dades y, en consecuenda, nuevas costumbres. .
3. ° Q ue toda nueva necesidad que predse de nuevos acto
para ser satisfecha exige, d d animal que la experimenta, ya e
em pleo de alguna de sus partes que antes utilizaba poco, le
que la desárrólla y acrecenta considerablemente, ya el empléc
de nuevas partes que la necesidad:hace nacer insensiblemente
en él por m edio de esfuerzos de su sensibilidad interior; estí
lo probaría en cualquier m om ento con hechos conocidos!
L amarck, Píñlosophie zoologique, 1.a parte, cap. V II I. «N o so!
los órganos, esto es, la naturaleza y la forma de las partes dé
cuerpo de un' animal lo que da lugar a sus costumbres; es si
manera de vivir y las dreunstandas en que se han encontrad!
los individuos de que provienen lo que, con d tiem po, ha coris
tituido la form a de su cuerpo, el numero y el estado de S#
órganos y, en fin , las facultades d e que dispone.» Ibid.
Esta n odón de la produedón progresiva de la escala de í<¡
seres vivos a partir de generaciones .dementales simples es i
única visión coherente que se puede dar del transformismo
Rem itiendo a su propio B osquejo d e una historia d e la biología¡
Jean Róstand escribe: «La idea fundamental d d transformismo,
es ded r, la idea de la form adón de lo com plejo a partir de je
menos com plejo, de lo superior a partir de lo in fe rio r...» ( « t i
précurseurs franjáis de Charles D arw in», en R evu e d’históin
des Sciences e t d e leurs applications, 1960, págs. 46-47). Es|
idea, en efecto; parece ser la única que tienen en común todos
los transfo;rmistas; pero en uña form a tan pura sólo se encueté
tra en d filósofo Spencer.
la cuestión del origen verdaderamente prim ero de
las especies. Para Lamarck el problem a es saber
cómo a partir de esos organismos prim itivos han
podido form arse «progresivam ente» los organismos
vegetales y animales más com plejos.
La misma posibilidad de plantear la pregunta
supone que se abandona la antigua creencia en la
inmovilidad de las especies. Y a verem os, al leer el
capítulo 3 de la prim era parte, cuán decididam ente
lo hizo Lam arck: D e la especie entre los cuerpos
vivos y de la idea que debem os unir a esa palabra.
Con Lamarck se llega a una generación consciente
de la identidad del problem a: antes de decir si
cambian las especies y cóm o lo hacen, hay que
saber a qué se llama especie. Desgraciadam ente,
Lamarck apenas sobrepasa el punto en que habían
dejado el problem a sus predecesores: «Se ha
llamado especie a toda serie de individuos pare­
cidos que hayan sido,producidos por otros in divi­
duos parecidos a ellos. Esta definición es exacta...».
Y sigue, a continuación: «M as a esta suposición
se añade el supuesto de que el carácter específico
de los individuos que com ponen una especie no
varía jamás, y que, en consecuencia, la especie tie­
ne, en la naturaleza, una constancia absoluta. Es
éste supuesto lo único que me propongo com batir,
puesto que las pruebas evidentes obtenidas p or la
"observación constatan que no está bien fundado » 20.
- 20 L amarck, op. cit., I, cap. 3 ; t. I, pág. 2. «Se supuso
que cada especie era invariable y tan antigua com o la natura-
íléza y que había tenido su o ra ció n .particular por parte del
Hacedor supremo dé cuanto existe.» Op. d t., I , 3; "t. I , pág. 74.
Esta conclusión arrastra otra, que actualmente pa
rece desprovista de Ínteres científico p ero que inte­
resa anotar, ya que jugará un papel decisivo en la
reflexión de D árw in: contrariam ente a lo que s o í
tenía L inneo en nom bre de la razón, y B uffon eti
nom bre de la revelación, no hay razón ninguna
para pensar que cada especie haya sido objeto de
una «creación particular» por parte de D io s 21. ÉJ
problem a es, pues, saber cóm o están constituidas
las especies actuales.
Lamarck reafirma de entrada, con tanta fuerza
com o B u ffon , que las especies n o tienen existencia
real en la naturaleza. C on la alegre inconsciencia
científica de los espíritus auténticamente científif
eos, declara que n o hay sino individuos que sé
suceden « y que se parecen a quienes los han pr<|
d u cid o» 22. Este parecido induce a form ar imágenes

21 Es impensable que esta noción le haya sido sugerida


a Darwin por Lamarck. T od o naturalista que constataba 1§
existencia de un elem ento de variabilidad en las especies, estfj
ba, ipso jacto, en oposición con Linneo y Buffon sobre este)
punto. Además, dicha noción tuvo, para Darwin, una impor:í
tanda vital que nunca había de tener para Lamarck.
22 «P ero esas dasificaciones... así com o las divisiones y sut£
divisiones que presentan, son medios totalmente artificiales^;
Nada de eso, repito, se encuentra en la naturaleza, a pesar dej
fundam ento que parecen prestarles dertas partes de la s e r l
natural que conocem os y que aparentan estar aisladas. Tambié||
se puede asegurar que la naturaleza n o ha form ado, entre sdsj
producciones, clases ni órdenes, familias, géneros ni especiésj
constantes, sino solamente individuos que se suceden los uno?
a los otros y que se parecen a quienes los han produddo. Estos
individuos pertenecen a razas infinitamente diversificadas y;
matizadas bajo todas las form as y en todos los grados de orga­
nización y cada una d e las cuales se conserva sin mutadón
mientras n o actúe sobre d ía una causa.» Phtlosophie zoologique
1.a parte, cap. I, t. I , pág. 41. Una espede de prindpio
colectivas de ciertos grupos de individuos que se
; . parecen, y, p or el m ism o sistema, la noción de
j especie, género o dase. D esde el m om ento en que
se plantea el problem a de la posibilidad de tales
grupos se vuelve al de los universales. Y , visto que
Lamarcfc reprocha sobre tod o a Linneo, B uffon y
a otros «clasificadores» haber introducido un orden
artificial en la naturaleza, se piensa en dicho pro­
blema más irrem ediablem ente. É l m ism o quiere
. que se estudie « e l m étodo natural», es d ed r, que
se busque «en nuestras distribuciones el orden que
es propio de la naturaleza, pues ese orden es el
único estable, independiente de cualquier arbitra­
je riedad y digno de la atención del naturalista»23.
Un naturalista convencido de la existencia de las
espedes no lo hubiera dich o m ejor.
Pues son precisam ente esas especies sobre las
que se funda un orden establecido quienes han
: mostrado, con el transcurso de las edades, cierta
- inestabilidad. Las especies «han cam biado de ca-
* rácter y de form a con el paso del tiem po » 24: Y no
; sólo esto, sino que consideradas tal y com o son,
f se distinguen im perfectam ente las unas de las otras.
¡V Es difícil delim itar las especies, y más aún los gé-

í inercia específica va preparando, con buenos resultados, una


biología de inspiración mecanicista.
I 23 L amarck, op. cit.j I, 1; pág. 43.
. « Op. c it, I , 3; pág. 31. «Las especies... no tienen sino
¡ una constancia relativa y no son invariables mas que tempo-
t raímente.» Op. cit., cap. I I I , t. I, pág. 90. La torpeza del estilo
de Lamarck es demasiado perceptible en esta invariabilidad
I temporal de la especie, pero se entiende lo que quiere decir y
| no hace falta que. nos sobrepasemos.
n e to s 2S. V em os, bajo el nom bre de especies, esta­
dos provisionalm ente estacionarios entre dos mu­
taciones; esta estabilidad se mantiene m erced a
la de sus condiciones de existencia; en tanto que
éstas n o experim enten cam bios sensibles, la espe­
cie n o tiene causa alguna para variar 26; por el
contrario, cuando el entorno cam bia, los vivientes
cam bian para adaptarse a él, com o prueban los cam­
bios sufridos por una misma planta o árbol obser­
vados a distintas alturas. E sto conduce a una nueva
definición de la especie; se designa con este nombre
«a toda serie de individuos parecidos que la ge­
neración perpetúa en el m ism o estado mientras no
cam bien las circunstancias de su situación lo sufi­
ciente com o para hacer variar sus costum bres, su
carácter y su fo r m a » 27. A ún falta saber cóm o afec­
tan las circunstancias a los organism os vivos.
M as Lamarck lo dice: las variaciones del medio
causan las de los organism os al m odificar sus cos¿
tum bres. Esta noción de costum bre tiene gran km
portancia en su doctrina; es lo que explica la reao;
ción por m edio de la cual el viviente, sea animal
o planta, cambia de form a para adaptarse a las
nuevas situaciones en que se encuentra sumido!
Ninguna parte de su doctrina ha estado some-

25 L amarck, op. cit., I, 3; t, I, págs. 75-77.


26 Las especies nos parecen estables porque la duración de
la vida humana es mínima en relación a la de los intervalos
entre los. grandes cambios sufridos por la superficie del globo;]
Op. cit., I , 3 ; t. I, pág. 88.
77 O p . c i t I, 3; t. I, pág. 90. Por otra parte, Lamarck da]
esta definición, atribuyéndola valor práctico: «Para facilitar elt
estudio y el conocim iento de tantos cuerpos diferentes».
Finalidad y evolución 105
l /
tida a’ críticas tan severas com o ésta; es una cosa
comprensible, puesto que es su clave. La misma .
suerte correrá la doctrina darwiniana de la selec-
: v ción natural, llave de su transform ism o. A l decir
que «las circunstancias influyen sobre la form a y
organización de los anim ales», Lamarck no pre­
tende que el m edio actúe directamente sobre el
organismo, sino que hace al organismo m odificarse
por sí m ism o para adaptarse al m edio. D icién dolo
con brevedad, mas no con inexactitud, «lo s gran­
des cam bios que se dan en las circunstancias sig-
: nifican, para los animales, grandes cam bios en sus
necesidades; y tales cam bios en las. necesidades los
suponen tam bién, necesariamente, en los. actos. Si
I las nuevas necesidades se hacen constantes y m uy
: duraderas, los animales adoptan nuevas costum -
| bres, que son tan duraderas com o las necesidades
í que las han hecho nacer». A propósito de lo
! cual concluye Lamarck, aparentemente satisfecho:
; «Véase cóm o es fácil dem ostrarlo y cóm o no
\ necesita explicación ninguna para ser eom pren-
| d id o » 28.
| La articulación de esta doctrina se sitúa en un
í punto preciso, que es la relación entre la necesidad
| y la costum bre: «T od a nueva necesidad que pre-
| cise de nuevos actos para ser satisfecha exige del
| animal que la experim enta, ya el em pleo más íre-
I cuente de alguna de sus partes que antes utilizaba
poco, lo que la desarrolla y acrecienta considerá­

is 28 Lamarck, Philosopbie zooiogtque, I, 7; op. cit., t. I,


« página 224.
£
ir-
t-
blem ente, ya eí em pleo de nuevas partes que la
necesidad hace nacer insensiblem ente en él por me­
dio de esfuerzos de su sensibilidad interior; esto,
lo probaría en cualquier m om ento con hechos co­
n ocid os». Añadam os que esas m odificaciones ad­
quiridas se transmiten por herencia. « L o que la
naturaleza ha hecho adquirir o perder a los indi­
viduos p or la influencia de las circunstancias... lo
conserva en los nuevos individuos que en ella sur­
gen, ya sean com unes los cam bios adquiridos a los'
dos sexos o a los que han produ cido tales indi­
viduos n u evos». En este sentido adopta Lamarck-
la sentencia: las costum bres constituyen una se­
gunda naturaleza, sentencia en la que sus'usuarios=
no ven tod o lo que Lam arck quiso decir 29.
Lam arck establece sin esfuerzo una m itad de* su
p roposición : la ausencia prolongada de ejercicio
de un órgano com porta su atrofia; la evidencia .
de ésta proposición le oculta la inevidencia de su -
contrapartida positiva: la necesidad de poseer un
órgano acaba dándole origen. Se puede seguir e l
razonam iento hasta la relación de las form as de
los órganos con sus costum bres30, pero cuando se

29 Lamarck, op. cit., t. I , págs. 235-238.


30 Lamarck cita, al respecto, un pasaje de su obra Recber-
ches sur les corps vivants, pág. 50, donde establecía la siguien-,.
tee proposición: «N o son los órganos, esto es, la naturaleza y -
la form a de las partes del cuerpo de un animal, lo que da
lugar a sus costum bres; es su manera de vivir y las circuns­
tancias en que se han encontrado los individuos d e que pro-,
vienen lo que, con di tiem po, ha constituido la form a de su
cuerpo, el núm ero y estado de sus órganos y, en fin, las fa-
cultades d e que dispone». O ta d o en Philosophie zoólogique,
I, 7 ; t. I , págs. 237-238.
intenta com prender la relación que hay entre la
existencia de los órganos y lá de las necesidades
que éstos satisfacen, no se hace pie.
i Com o consecuencia inevitable, y sin em bargo in­
esperada, el transform ism o de Lamarck acaba en
iin derroche de finalism o. A m enos que se sustan-
fifiquen las necesidades para hacer de ellas causas
eficientes, cosa que Lamarck se m ega expresamen­
te a hacer, queda establecido que los órganos na­
cen, crecen y se form an ellos mismos a fin de sa­
tisfacer las necesidades del organism o. Q ue un ór­
gano sea fortalecido por el ejercicio se com prende,
y, de cualquier manera, se ve; pero que un órgano
nazca, sim plem ente, porque el cuerpo viv o tenga
necesidad de tenerlo, es una operación cuasi-mági-
ca. N o obstante, Lamarck pretende «dem ostrar»
con «observaciones» de este orden que el em pleo
continuado de un órgano y los esfuerzos hechos
para usarlo en circunstancias nuevas no sólo for­
talecen y acrecientan ese órgano, sino que incluso
«crea otros nuevos para ejercer funciones que se
han hecho n ecesarias»3'. ¿C óm o puede concebirse
el nacimiento de un nuevo órgano com o resultado
de su ejercicio, si lo que n o existe n o puede
ejercitarse?
Lamarck se enfrentó valerosamente a la dificul­
tad, y debem os a su intrepidez especulativa dos
páginas que se reprochó con frecuencia a Cuvier
haber citado en su elogio académico de Lamarck,
31
Philasophie zoologtque, I, 7; t. I, págs. 248-249.
pero que en justicia no se le pueden achacar comò
invento suyo: los esfuerzos que hacen para nadar
han extendido las membranas que hay entre losí
dedos de los patos, las ocas, las ranas, los casto-;;
res, la nutria, etc. P or el contrario, la costumbre;
de ciertos pájaros de trepar a los árboles ha alar-;
gado los dedos y las uñas de sus pies para permití
tirles hacerlo m ejor. E l más sorprendente es el
pájaro «d e r ío » que, «n o gustándole nadar» y te­
niendo, em pero, necesidad de acercarse al agua
para pescar, adquiere patas de zancuda; así, altaf;
mente situado y «querien do pescar sin m ojarse el
cu erp o», no ceja de estirar el cuello hasta ten erli
de una longitud suficiente. Cuvier no se lo in­
ventó 32.
T am poco puede decirse que la crítica de Cuvier

32 E loge de M . de Lamarck, por M . Cuvier, en Mémoires)


de VAcaaémU royale des Sciences de VInstitut de Frunce,
tom o X I I I , París, 1835. «N o son los órganos, es decir, la na­
turaleza y ía form a de las partes, lo que da lugar a las costum-:
bres y a las facultades; son las costumbres, la manera de vivir;;
lo que, con el tiem po, hace nacer los órganos; salen mem­
branas en los pies de los pájaros acuáticos a fuerza de querer;
nadar; a fuerza de ir al agua y de n o querer mojarse se les
alargan las patas a los pájaros de río ; a fuerza de querer vo­
lar se convierten en alas los brazos de todos, y los pelos y es¿
camas en plumas: y n o se crea que añadimos u omitimos nada;;
empleamos los mismos términos que el autor.» Op. cit., pá­
ginas X IX -X X . Sí, el tono m alicioso es de Cuvier. Reconoz­
camos que este elogio n o merece la mala reputación que tiene.
Era d ifícil ocultar las numerosas desventuras científicas de La-
marck en muchos temas; pero Cuvier n o descuidó situar la
grandeza de Lamarck en su sitio: su invento de la dase de;
«animales sin vértebras»; y ha honrado com o es de justicia su
heroica grandeza humana, su valentía indomeñable y su pá-;
sión p or el trabajo, todo ello con una mala suerte que le llevo
con frecuencia a la miseria.
lleve a engaño, pero quizá no haga justicia a la
intuición que había en el fon d o de las teorías de
Lamarck: la intuición de la posibilidad de un trans­
formismo universal, hipótesis ante la que dudó
Buffon, batiéndose más tarde en retirada. Cuvier
da por supuesto que es un error: «S e com prende
que, una vez adm itidos tales principios, sólo hacen
falta tiem po y circunstancias para que el infusorio
o el pólip o acaben transform ándose gradual e in­
distintamente en rana, en cigüeña, en elefante».
No indistintamente, ni hablar; mas sigamos. Cuvier
tenía razón al añadir: «M as se com prende, y La­
marck n o deja de añadirlo, que en la naturaleza
no hay e sp e cie s»33. Sólo hace m al al quejarse de
Lamarck, pues la verdad misma de esta proposi­
ción era el ob jeto principal de su investigación:
si no ha habido especies creadas al principio p or
el A utor de la Naturaleza, ¿cóm o es posible que
parezca haberlas h oy?
Releyendo a C uvier se aprecia la presencia de
dos problem as: la explicación, en efecto imagina­
ría, inventada p o r Lamarck para dar razón de la
formáción de la s . especies, por provisionales que
sean, y el hecho m ism o de que, si se descarta com o
no científica la hipótesis de tina creación divina
de las especies, su existencia requiere una expli­
cación verdaderam ente científica, cosa q u e-n o era
la propuesta p o r L am arck34;

•* Cuvier, E loge d e M . d e Lamarck, pág. X X . •


M Id :, op. czt, págs. X X -X X I: . «T odos pueden darse
menta de que, independientemente dé muchos paralogismos de
. D esde el punto de vista teológico, la posturf
de Lam arck era irreprochable. Si D ios ha cread|
el m undo, lo ha creado tal y com o es. Corresponde
a la ciencia decir qué es el m undo; y, sea lo qué
sea, el m undo de la ciencia es el que D ios ha crea­
do 35. D esde el punto de vista científico, Lamarck
propuso una explicación p or lo m enos discutible;
sobre el origen de las variaciones orgánicas qué
constituyen el origen de las especies. M as ¿es po-:
sible que el problem a sea m etacientífico? D e he*
ch o, los organism os dotados del poder de secretar
las m odificaciones orgánicas que necesitan, cuando
no los órganos m ism os, tienen un extraño parecido;
a los de A ristóteles, que, conform ados desde den­
tro p or su form a sustancial* m odelan progresivá-
m ente su materia según el tipo de ser acabado hada"
el que tienden. . 7
¿C óm o explicar esta admirable obra de la natu­
raleza? Cuando aborda los prim eros problem as, LaC
marck se lim ita a utilizar el lenguaje de todo eL
m undo, que es el de la finalidad 36. La naturaleza:

detalle (la explicación), descansa sobre dos explicaciones arbt :


trarias: tma, que es el vapor seminal lo que organiza el em­
brión; la otra, que los deseos, los esfuerzos, pueden engendrar
órganos. Un sistema sustentado p or mies bases puede eritrete-j
ner la imaginación de un poeta; un m etafísico puede derivar;
de él toda una generación .de sistemas; pero n o aguanta ni iin'
m inuto él examen de alguien que haya diseccionado una mano,
uná viscera o , simplemente, una plum a».
x Lamarck, Pbitosopbie zod ogiqu e, 1, 3 ; 1 .1 , págs. 74-75.:
36 «E n efecto, para poder producir los cuerpos vivos, tanto;
vegetales com o animales, la naturaleza se vio obligada a creara]
en principio, la organización más sim ple... Igualm ente, tuvój
qu e conceder a ese cuerpo la facultad d e multiplicarse, sin la|
cual hubiera tenido que ir creando por doquier,, cosa qué, ení
ha querido, la naturaleza se ha visto obligada, la
-naturaleza ha necesitado; tales expresiones n o son.
extrañas a su plum a. A un es preciso que la natu­
raleza disponga de organism os para poder prever
dos órganos de que tenga necesidad. Y los hay,
fgracias a las explosiones prim itivas de. materia
Iviva, cuya realidad no ofrece duda alguna a La*
Bnarck; H ay que adm itir que

«la naturaleza misma da lugar a generaciones


directas, llamadas espontáneas, creando or­
ganización y vida en cuerpos que n o las p o­
seían; tiene necesariamente tal facultad para
con los animales y las plantas más im perfec­
tos y pim igenios, ya en la escala animal, ya
en la vegetal, e incluso, quizá, en algunas de
sus r a m ific a c io n e s; y ho efectúa tan admira­
bles fenóm enos más que en pequeñas canti­
dades de m ateria; gelatinosas. en la natura­
leza animal, mucilaginosas en la naturaleza
vegetal, transform ando esas cantidades de ma­
teria en tejid o celular, llenándolas de fluidos
visibles que se com ponen en ellas y estable­
ciendo m ovim ientos, volatilizaciones, repara­
ciones y cam bios diversos con ayuda de la
causa excitante qué proveen los entornos» 37.

modo alguno, está entre sus poderes... tuvo que... Tal es el


»tedio que empleó la naturaleza para multiplicar los vegeta­
les...», etc. Philosophie zoólogique, II, 8; t. II , pág. 138.
i 37 L amarck, op. dt,, II , 8; t.. III, pág. 151.
Esa es la conexión difícil. ¿C óm o actúa esa ca i
sa excitante del m edio? ¿Sobre qué actúa? I i
existencia de una materia viva n o sería la exisj
tenda de seres vivos. N i siquiera la maravilla dé
la generación espontánea explica el hecho de que
lo p rod u d d o por ella esté organizado, ni que la
a cd ón del m edio encuentre en la materia orgánica
un deseo latente que satisfacer. Adem ás, se ve que
Lamarck, honradam ente, no pretende explicarlo;
E l explica justam ente a partir de ahí. D e ahí saca
el adm irable jardín zoológico en que nos introducé
y cuyas maravillas porm enoriza con placer; es 8
país de la finalidad al revés, pero de la finalidal
al fin y al cabo. L os pájaros n o vuelan porque ten­
gan alas, sino que tienen alas a fin de pod er volar
tal y com o desean. E l gran p rin d p io del finalismo
está aquí! intacto: «Las form as de las partes de los
animales, comparadas con los usos de dichas par­
tes, hallan siem pre una relación correcta», y nada
hay más com prensible, puesto que son las necesi­
dades y los usos quienes han desarrollado tales
p a rtes38.
A sí, pues, la piel que une los dedos de los pies
de los pájaros acuáticos «tom a la costum bre de es­
tirarse», las patas de las zancudas y sus cuellos se
alargan, a m enos que, com o el cisne, cuyas pata?
no se alargan, tom en la costum bre, «a l pasearse pól
el agua, de sumergir la cabejza tan profundamente
coín o puedan para coger así larvas acuáticas y .ani-

38 L amarck, op. cit., I , 7 ; t. I , pág. 230. .


palillos va rios». O sea que los cisnes no hacen
ninguno ele los esfuerzos que hacen las zancudas
para alargar sus patas. En este m ism o m undo de
transformaciones, el oso horm iguero, <<para satis­
facer sus necesidades», estira tan a m enudo su len­
gua que ésta adquiere una considerable longitud,
e, incluso, si el animal «necesita coger alguna cosa
con ese m ism o órgano, lo convertirá .en h en dido».
Quizá sé admire por encima de tod o que causas
iguales puedan producir efectos opuestos, si fuera
necesario para obtener resultados diferentes. «N ada
más notable que el producto de las costum bres en-
tte los m am íferos herbívoros». Los. que tienen que
pastar mucha hierba y consum en todos los días
grandes cantidades, se hacen «elefantes, rinoceron­
tes, vacas, búfalos, caballos, e tc.». Los herbívoros
que viven en zonas desérticas están «continuam en­
te expuestos a ser presa de los: animales carnice­
ros»; «la necesidad, en consecuencia, les ha forzado
á; habituarse a veloces.'carreras; y .esta costum bre
Ha hecho sus cuerpos más. esbeltos y sus patas
roncho más. finas: tenem os ejem plos eñ los aátílq-'
pes, las gacelas, e t c .» 39. {Felices los rumiantes,_ a
qiiienés .la abundancia dé hierba ,de .que disponen
Ies pone al abrigo de los carniceros!
f . Quizá lá filosofía pueda aprender algo de; La-
marek. Q ue toda adaptación, puede ser vista com o 3
*i

i '39 L amarck, op. cit., I, 7 ; t. I,.págs. 254-255. ;G £r.,' en el


mismo capítulo, en la página 256, los efectos que produce en
3 cuerpo del canguro el hecho de que lleve a ;sus crías'en la
bolsa- que tiene en el abdomen. Sobre la transmisión heredi­
taria de' lo s caracteres así adquiridos, pags*. 258-259.
una finalidad, e incluso com o una doble finalidad
según se considere lo que se adapta o aquello i
lo que se adapta. E l porqué quizá sea lo contraríe
de un por qué, y viceversa40. i
¿M as p or qué entrom eterse entre Lamarck y à
lector? H a hecho un m eritorio esfuerzo para decu
p or sí m ism o dón de situaba la novedad de su póáj
tura: antes que él se admitía que la Naturaleza]
o su A u tor, habría dado a todos los animales $ 0
ganizaciones que les perm itieran vivir en las di|
tintas circunstancias en que habían de encontrarsef
según él, la naturaleza produ jo progresivam ente los
animales, de los más simples a los más com plejólf
y a m edida que los esparcía por la superficie dej
glob o, «cada especie recib ió de la influencia de las
circunstancias en que se encontrara, las costum bríf
que conocem os y las m odificaciones de sus partes
que la observación nos m u estra»41. N o le dispíl

. 40 «S i, para un ser, la adaptación a un m edio reside en df


hecho de que adquiera en él caracteres beneficiosos, <mo;J ¡
ésta una solución finalista, com o la de la selección natural, c||
paz de acentuar dicha particularidad beneficiosa?» Paul L||
moine, E ncyclopédie française, L es êtres vivants, Paris, 1937|
tom o V , 08-2. Y , en la misma pagina, un p oco más adelante!
«Verdaderamente, la palabra ‘ adaptación*, que tan a la ligera^
se ha usado, encubre un *problema terrible*. Pero el fenómej
n o, desligado del aspecto simplista que le confirió Lamarck|
n o puede negarse, y los casos en que aparece de manèrà eyij
dente son num erosos». La palabra es terrible porque n o es siíii
otra manera de decir ‘finalidad’ . Adaptación es un término!
científicamente hablando, aún presentable; es una manera de
n o ser acusado de finalismo.
41 L amarck, Philosophie zoologique, ed. cit., I, 7; t. I,
página 263. En cuanto a los severos juicios de Darwin sobre1
Lamarck, ver Jean Rostand, «Les précurseurs français de Char­
les D arw in», en R evu e d’histoire des sciences e t d e leurs applt?
tamos la paternidad de esta doctrina, de la que tan
f orgulloso está; nos lim itam os a constatar que hace
; descender la finalidad del pensam iento de D ios al
¿ interior de la naturaleza; p or otra parte, aunque
-> la situara prim ero en el espíritu de D ios, tendría
que acabar p or encontrarla.

t Darwin sin la. evolución

Para el gran pú blico cultivado, dos son los nom ­


bres que sim bolizan el problem a de la evolución:
Lamarck y D arw in. Se sabe que estos nom bres
representan dos m odos de explicar la evolución,
pero también su coincidencia sobre la realidad del
hecho.
; Y sin em bargo, se puede leer a Lamarck sin en-
| contrar la palabra ‘evolución’ . En cuanto a D arw in,
|! hoi escribió ningún libro cuyo , título anuncie un
.estudio de la ev o lu ció n 42; esto no prueba nada,

|. catiofíSj PUF, 1960, pág. 54. E l notable texto de C oum ot (18-51)


í citado por Jean Rostand (pág. 57) hubiera encontrado, por el
| contrario, aceptación por parte de Darwin.
| \ñ Otam os a Darwin por Ch. D arwin , T he Origin o f Spe-
¡ des y The descent o f Man, vol. 49 de la colección T h e Great
| Books o f th e "Western W orld, ed. p or R . M . H utchins y M . J.
1 M er, Encydopaedia Britannica, The University o f Chicago,
|£ 1952. ^Un trabajo ú til para seguir los cambios introducidos por
p Darwin en su prim a: gran libro es «T h e Origin o f Species,
p ; por Charles Darwin. Selección de textos», editada por M orse
p Peckham, Filadelfia, University o f Pensylvania Press, 1959, En
|| El origen de las especies, el «G losario de los principales tér-
fe'minos científicos», establecido p or W . S. Dallas a petición de
||Darwin (páginas 761-771), n o contiene la palabra evolución;
I;' la «Lista alfabética d e subtítulos de lo s capítulos» (páginas 787-
|||799) y di Indice general basado en la saeta edición (páginas
P í 801-816) tam poco la contienen; en fin, y sobre todo, la recapi-
pero es ün p o co com o si la palabra ‘crítica! n o figií
rasé en. el títu lo de ninguna obra de K ant; es cié
rioso. Adem ás, la palabra ‘evolución’ no figura é|
el título de ninguno de los quince capítulos 4 ¡
El origen de las especies ni en los vein tiú n ;capí­
tulos de La descendencia del hom bre4Z. Darwin
preparó unos breves resúmenes de cada uno de di
chos capítulos para insertarlos inmediatamente des­
pués de sus títulos: en ninguno de los sumarios
de esos treinta ,y seis capítulos se habla de evolu-:
túladón final, tan importante com o testim onio de la terminad
logia científica del mismo Darwin (páginas: 747-759) no cog
tiene la palabra evolución en ninguna de sus numerosas ya|
riantes; la teoría de la selección natural (artículo 183.1:1$
domina , estas páginas (página 748) ,n o para o c lu ir otros pat<|
ceres, sino para definir el de Darwin. -J
43 M e excuso por traducir así el títu lo inglés de la obra de
D arw in , The . D escen t o f M a n .^ o pretendo modificar lá cos^
tum bre establecida ni protestar contra ’ella, pero m e parece,
tan ambigua qué m e perm ito n o someterme a d ía: E n inglés;;
descent significa, en su prim era, acepción, el acto'.o hecho de
descender;:, en. la segunda, la extracción, d origen, y, por últi­
mo,' la descendentía. En francés, descendahee significa, sobre;
todo, la relación de filiadón, la posterioridad: une nómbreme^
descendance. E n este sentido, la descendencia d d hom bre sería
el superhombre de Nietzsche o d unánime de Jules. RomairK;
Naturalmente, se puede usar cualquier palabra en el sentid^
qué se: quiéra, siempdré qué se la defina; A sí; se puede .Manían
«descendenda d d hom bré»' al ¿ctó p or el que el hombre désQ
den de dé, ..; eom o si dijéramos la- descendencia dé. una; esqi
lera, en vez dé el descenso'de tina-escalera. Pero n o .tenemos-
ninguna ih ten dón •de m odificar la costumbre. Para eí autor dé;
E l origen de tas especies, para quien el problem a .del origen del
hom bre n o es más que un caso particular,-se trata'de lá serie
de acontecimientos biológicos que conduce .d e cierta especie
• dé primates a d a espede hombre. Es, pues; del descenso dej.
hom bre, y ' n o de su =descendencia, dé. l o :que Darwin hablad
M as n o atusamos a nadie; simplemente* nos justificamos
* Las predsiohes' dé tr'aducdón y vocabulario ■expuestas
p or el autor son perfectamente -aplicablés-'en sú versión al-fcaV
tdlan o. (N . del T .)
; .don. .Si e l in g resa d o-p or la historia emprende la
í : lectura ■de El. origen de las especies para buscar
qué dice D arw in en tal obra sobre la evolución,
J constatará con sorpresas que la palabra no aparece
.; •en ningún sitio, ni en la primera edición (1 8 5 9 ) ni
; ^en ninguna de .las siguientes, hasta la sexta,, apa­
recida diez años después de la primera (1 8 6 9 ),
- donde p or fin . aparece la palabra en condiciones
- , particulares’ que, por plantear problem as de sen­
tido, .quizá ñ o puedan ser com pletam ente aclara-
'i d a s-. Intentarem os decir algo al respecto, pero
: queda en pie el hecho de que el m ism o Darwin
no tuvo, en principio, la intención principal de
£V’ promover una doctrina de la evolución; pudo ex-
. poner, com pletam ente su pensam iento sin emplear
í la palabra, cuya existencia, sin em bargo, con ocía;.
; en. resumen, si hubo un inventor de la teoría de la
; ^ evolución, n o pudo ser él.
- Se puede objetar que él exponía lo mismo .que
I hoy se llama evolución, pero queda por explicar
! por qué, conociendo. la; palabra, hizo uso de ella
£\ tan parca y tardíamente. Se puede hablar del tema
indefinidamente,, pero la primera respuesta que
f ,.se puede dar, y que explicà, al m enos en parte,
I ' : ** . «N ow things are whólly changéd, and d m ost every na-
¿ i: túrdist admits th è great p rin cip e o f evólution». Se encontrará

{ ;-: el texto entero traducido más adelante, en la página 137. En


F este capítulo'hablárem os, sobré todo, de Darwin cóm o biólogo
l en la medida en que sus pareceres transfofmistas afectan al
|F problema de la finalidad. N o se hablará sino incidentalmente
I;.; dèi problema teológico, cuya importancia fue, sin embargo, du-
jpí rante cierto tiem po,; dominante en su espíritu.. Ver>; a, este res-
fcvfpectd, pp. 128-132. A sí pues, se pone en tela de juicio más al
ffr hombre que al sabio.
la dificultad, es que en la época en que Darw|
elaboraba su propia doctrina sobre el origen de II
especies, la palabra ‘evolución’ ya estaba en u|
para expresar alguna cosa totalm ente distinta a í|
que él tenía in mente.
Según su origen latino, que aún se aprecia é¡
francés y en inglés, evolución, del verbo evolvér|
sería el m ovim iento inverso de una in-volución%
Bajo esta form a, la única que justifica el uso de í¡
palabra, hay una vieja noción filosófica, la de lis
logoi sperm etikoi estoicos, convertidos en las ratió¿
nes seminales de San Agustín, de San Buenaven­
tura y de M alebranche; en resumen, la noció!
adoptada p or quienes quieren dar p or absoluíj
m ente seguro que, una vez realizado el acto d iv iii
de la creación, nada nuevo se ha añadido a la na­
turaleza creada. A San Agustín le gustaba citar e¡
texto del Eclesiastés (1 8 :1 1 ): Creavit Deus omnh
simul. L os exégetas m odernos aseguran que es un
contrasentido, pero Agustín, que explotó generé
sámente m uchos, pensaba que hasta los contrasen­
tidos originados al traducir las Escrituras podían
ser inspirados. En tod o caso, en lugar de creer qué
D ios había creado todo «sin excepción », Agustín
y su escuela entendían que tod o cuanto ha sido, es
o será, ha sido creado bajo una form a latente, invi­
sible, desde la creación, que aconteció en un abrif
y cerrar de ojos. Puesto que todo se ha desaíro1*

* E l autor añade, en el original: « ( ...) elle serait le dé-roull


men de Ven-roulé, le dé-véloppem ent de Ven-veloppé». (Nota
del Traductor.)
liado a partir de ahí, es una verdadera doctrina dé la
e-volución entendida en su sentido natural de des­
arrollo de algo ya dado. Esta doctrina de las razo­
nes semifinales fu e concebida para excluir la posible
aparición de algo nuevo que accediera al ser sin ha­
ber sido creado. Se trata de una evolución conserva­
dora; en tod o caso, la noción de una «evolu ción
creadora» es considerada contradictoria e im posible.
El más representativo de entre los m antenedo­
res de esta doctrina que D arw in con oció es Charles
Bonnet, de G inebra, autor de, entre otros escritos,
una Palingenesia filosófica fundáda en la n oción de
la pre-form ación de los seres vivos en sus gérme­
nes. Cuando tituló uno de sus capítulos Prefor­
mación y evolución, Bonnet d ijo lo esencial de su
doctrina; hay e-volución de lo pre-form ado, que
ya está ahí. B onnet se oponía a una. doctrina aún
finas antigua, puesto que era la de A ristóteles, re­
cuperada en el siglo x v ii p or el admirable H arvey
con el nom bre de epigénesis. N i A ristóteles ni Har-
vey ni Bonnet plantean el problem a del origen de
las especies o de su posible transform ación. Se
trata, para B onnet, de lo que hoy se llama ontogé­
nesis, desarrollo del individuo en oposición a la
filogénesis o desarrollo de la especie. H abrá que
escoger, pues, entre la epigénesis, doctrina según
la cual los seres vivos crecen a partir del germen
por adquisición y form ación sucesiva de partes nue-
vas (postura h oy día universalm ente aceptada) y
la evolución o preform ación original de los seres
provinientes de simientes a partir de las cuales no
tienen sino .que desarrollarse. Bonnet explica él
título de. su capítulo com o sigue: «S i tod o ha sido1
preform ado desde el prin cipio, si nada ha sido
geridrado, si lo que ñamamos im propiam ente una;
generación n o es sino el principio de un desarrolle!
que hará ’visible y palpable lo que antes era m yij
sible. e im palpable, hay que escoger una de las do|
cosas: o que los gérmenes estuvieran originaria^
m ente encerrados los irnos en .los otros o que .hu<
bieraii sido originariam ente disem inados por doí
quier en la naturaleza». Entre la doctrina de los;
gérmenes encerrados y la especie de panespermiá.'
en que piensa, B onnet n o escoge con seguridad!
pero se in din a por la prim era respuesta. Según éÇ
«lo s todos orgánicos fueron originariam ente prefpjt
m ados, y los de una especie fueron encerrados unos
en o t r o s ... E l árbol o el animal entero, el TodoJ
orgánico general, está representado en pequeña esS
cala en una semilla o en un huévo. Una semillif
o un huevo n o es, hablando con propiedad, sinó;
el árbol o él animal concentrado y replegado bajqf
ciertas en v oltu ra s»45. Este evolucionism o del uk
dividuo sin ninguna relación' con el darwinisme!

45 Charles B onnet (G inebra, 1720-1793), Œ uvres compté,>


tes, t. V II, Neuchâtel, 1783. V er Tableau des considérations
sur les êtres organisés, especialmente capítulos X IIÏ-X V II, pá: ,
gibas 61-72, y Palingénésie philosophique ou Id ées sur l’état^
passé e t Vétat futur d es êtres vivants] págs. 113-160 (espedal- :
mente 3 ® parte, cap. IV , Préform ation e t évolution des êtres^
vivants, págs: 151-155). En cuanto a. los textos que atamos,
paginas 263-265. Sobre B onnet, M ém oires autobiographiques
d e Ch. B o n n e td e G en ève, por R . Savioz, Paris,. Libraire Phi­
losophique J. V rin, 1948. R . Savioz, La philosophie d e Charç
les B onnet, d e G enève, del mismo autor, 1948. H . D audinJ
Finalidad; y evolución 121

éralo que aún se discutía, en 1860, en la Academ ia


He. Ciencias del Instituto. Su adversario, M . Serres,
consideraba a Bonnet una especie de «fijista» pre­
cisamente porque preconizaba un evolucionism o
que afirma la inm ovilidad del individuo, ya pre­
sénte por entero desde el punto de partida de su
evolución. C on una imagen divertida, Serres asimi­
la la doctrina de la evolución según Bonnet al A n­
tiguo Testam ento de la biología y la de la epigé­
nesis ai N uevo Testam ento de la b io lo g ía 46. En

De lÀnttê 'à Jussieu..., París, F. Alcan, s.a., págs. 101-105 y


161-163. . . .
* , M, Serres, Principes d *E m bryogén ied e Zoogênie et de
Tératogéniej M émoires d e l’Academie des. Sciences..., t. X X V ,
Paris, .1860; 940 páginas con ilustraciones. Serres d ta a Bon­
net a partir del capítulo I I , págs. 20-21,' y todo el libro está
dirigido contra él: «E n la naturaleza n o hay verdaderas me­
tamorfosis,. concluía el sistema de las preexistencias (B onnet,
Corps organisés,. pág. 44); en los seres organizados todo es
metamorfosis, responde la. epigénesis. Entre dos aserciones tan
contradictorias, ¿a qué lado se encuentra la verdad? P or una
jpárte está la fijeza absoluta, la inmutabilidad, la muerte; por
el ótro, el m ovim iento, el cambio, la vida. Por una parte repo-
PS, p or la otra m ovim iento; tal es el contraste del antiguo y
dd nuevo testamento d e las ciendas naturales en su aspecto
d|vla ciencia de los desarrollos». Op. çit., cap. V II, 75-76.. La
téoría de ía epigénesis se remonta a W . H arvey, E xercitatio-
m de generatione ammdium, Exerc. 51, donde Harvey se de­
clara de acuerdo con Aristóteles en este aspécto: «P er epige-
ttésim sive partium super exorientium additamentum pullum
fabricaré certnm est». C f. Thomas H . H uxley, art. E volution
(én biología), Encyclopáedia Britannica, novena edición, Nueva
York, 1882, vol. V II , pág. 744. Como adversarios de la epigé­
nesis, T . H uxley d ta , coñ justicia, a los partidarios de la trans-
formadón, o, com o dice Bonnet, de la evoludón: M alpighi,
Jüe arrastró tras d e sí a Leibniz y Malebranche. En suma, las
doctrinas antes designadas con las palabras evoludón y des­
abollo han sido abandonadas, pero las palabras han sobrevivido
y-se. ¿pilcan a «tod o tipo de cambios genéticos observables en
los seres vivos» (pág. 746).
este caso, el partido del cam bio es el anti-evo-
lucionism o.
La palabra ‘evolu ción ’ cam bió com pletam ente de
sentido desde Bonnet a D arw in en circunstancias
que intentarem os aclarar. P or lo pronto perdió sB
prim er sentido, el único que en verdad le corréj
ponde con exactitud, inaugurando así una época d|
confusión verbal de la que aún no ha salido el let|
guaje científico. L o que algunos contem poráneos d|
Darwin llamaban evolución era, de hecho, lo cotí
trario, una especie de epigénesis; y com o él mismo
preconizaba una, se com prende que n o hubiese pet¡
sado espontáneam ente en form ular su teoría d3
origen de las especies en térm inos de evolu dotí
Nada más distinto a la doctrina de D arw in qüi
la idea de que las especies nuevas ya estarían pre­
sentes en las anteriores, a partir de las cuales no
habrían tenido sino que e-volucionar con el tiempo,
L uego, si la palabra evolución no significa lo cotí
trario o el m ovim iento inverso al de una in-volu-
ción , n o significa nada inteligible. N o es cierto qué
el actual estado caótico del evolucionism o cientí­
fico sea un estado originado en este error original;
D arw in lo evitó desde el prin cipio; en cierto sen­
tido nunca se responsabilizó de él. La verdad esetí
cial que creía poner en evidencia era doble: pri­
m ero, que con el paso del tiem po las especies han
cam biado;, y segundo, que éstas se han modificado
en virtud de un fenóm eno general que él llamaba
la Selección Natural. T al fue su doctrina y éste füe
su lenguaje hasta que em pezó a tomar en considé-
: Finalidad y evolución 123
.. /
ración el de los dem ás. P retendió desde el prin­
cipio dem ostrar que hu bo «transm utación de las
especies» 47, térm ino, fijém onos, m ucho más apro­
piado a su pensam iento que «ev olu ción ». M ás ade­
lante usará am pliam ente la palabra «transform a­
ción» en su doctrina, p ero su m odo de hablar ya
será distinto. E n lugar de hablar de «transform is­
m o», designa su punto de vista com o «la teoría
de la m odificación (d e la especie) por selección
natural»48. Y en tal sentido se citarán m ultitud de
textos suyos. Tales son su pensam iento y su len­
guaje espontáneos, tan reflexivos com o podrían ser­
lo los de un observador apasionado de los hechos
a quien preocupa p oco la selección de las palabras.
Mas, de un m odo u otro, él tenía su p rop io len­
guaje. Cuando em pezó a añadir a «selección natu­
ral» las palabras « o supervivencia del más ap to»
ya no se leía la prim era edición del Origen de las

a En su carnet, con fecha de julio de 1837, Darwin escri­


bía: «In July opened first notebook on Transmutation o f Spe-
xes», citado p o r Gertrude H im m e l f a r b , Darwin and the Dar­
winian E volution, a D oubleday Anchor Book, Nueva Y ork,
1959, pág. 146.
* «T h e theory o f m odification through natural selection» ,
The Origin o f Species, cap. V I, ed. c it , pág. 86. C f. en el
:apitulo final de la obra (cap. X V ): «th e theory o f descent
with subsequent m odification» (pág. 233); « the theory o f na-
'urd selection » (pág. 234); « the principle o f natural selection»
pág. 237); « their (th e species) tong course o f descent and
notification» (pág. 237); « the mutation o f species» (pág. 240);
¡I último epígrafe del libro (pág. 243) n o habla de evolución,
>ero la última palabra es evolved. Es lo más cerca que llega
le la palabra, hablando en su propio lenguaje y en su propio
lombre. La palabra ya cerraba el Bosquejo de 1842 (ed. Gavin
le Beer, pág. 87) y el Ensayo de 1844 (ed. cit., pág. 254).
iiempre estuvo ahí.
especies; Spencer, hem os de ver, paso p o i
ello, pero lo qué se expresaba era su pensam iento
personal, exento de cualquier alteración.
E n sus escritos nada anuncia la fusión de sen­
tidos h oy culm inada entre «darw in ism o» y «evo­
lu cion ism o». H oy ha llegado a ser l o m ism o49. Un
especialista en D arw in, perspicaz, por cierto, h izo
notar, sin ocurrírsele extrañarse .de ello; cuán poco
habló de evolución el fundador del evolucionis­
m o 50. Probablem ente sé pueda suprim ir él proble-

"w N óuveau p etit Larousse illustré, París, 1952, art. Evoltá


tiom A <Darwin sostuvo la doctrina de la evolución». T h e Gred¡|
Books, Syntópicon, cap. E V G LU T IO N , Introducción: «ThB
chapter betongs to D arw in», vol. I I , pág. 451. El, au tor de este,
artículo v io dar amente que Darwin n o emplea ordinariamente}
la palabra, mas esto n o le im pidió con du ir que es a él a quién;;
le pertenece en propiedad. L o mismo se puede decir de Johir
Ramsbottom, «Lamarck et D arw in», en Précurseurs et fonda^
tettrs . de Vévolutiontsm e: Buffon-Latnarck-Darwin, Muséum
d ’H istoire naturdle, París, 1963, pág. 25: «Sin embargo, con­
viene anotar que Darwin n o habló de evoludóri, sino de des-,
cendenda con m odificadón». Mas adelante se verán datas
apredadones. Lóren E iseley , Darwin*s Centuryi *Evolution and*
the M en who~ discovered it, Doubleday A nchor Books-, 'Nuevas
Y ork, 1958: este siglo, que es el .de D arw in'porque .es uno .di:
los descubridores dé la evoludón; parece- haber oíd o hablar}
muy p oco de él; el índice de este libro sólo m endóna una'
vez la. palabra evolu dón : la evolución- humana. En efecto,
puede escribí: tod o un libro sobre Darwin; siguiéndole de cen­
ca, sití tener ocasión de emplear la palabra. E l mismo no la}
necesitaba. Benjamín F akrington, Whap Darwin red ly . said,
Schocken B ooks, Nueva Y ork, 1966: no m endona e l hecho-dé
que Darwin /amás dijera e v o lu d ó n a l contrarió, ver pág. 117.
50' «Las palabras evolucionar y. evolución n o aparecen,-, de*
hecho, ,en los primeros escritos, dé Darwin, induidas las cinco,
primeras edidones de E l origen de las especies. Si bien L yell
em pleó la palabra evolución en su sentido actual en sus Prifi
cipios d e geología; y Spencer d e . manera más., acusada en-su
ensayo sobre La hipótesis d el desarrollo, en 1852, la palabra no f
era. entonces de uso com ún y entró más tarde en el vocabula}-.
Finalidad , y evolución 125

ma adm itiendo que no hay diferencia notable entre


el sentido de la palabra evolución y el de las expre­
siones de que hizo uso Darwin. N o es necesario
entrar en esa discusión lexicográfica, pues, com o
decim os, D arw in conocía muy bien la palabra, y
íüáy que hacer ver com o sea que, conociéndola, no
la adoptó.
fe Recordem os brevem ente hechos conocidos.. E l
(origen de las especies es el resumen de un libro
inmenso, quizá im posible de escribir, que D arw in
fésperó-durante m ucho tiem po llevar a térm ino,
iEmpezó a reunir, las primeras notas con tal inten­
ción en ju lio de 1837, tras.su vuelta del viaje rea-
;fizado en el Beagle? en 1836. A partir de ese m o­
hiento, D arw in n o dejó de trabajar en silencio en
k gran obra. Seguía ideas tan personales, tan nue-
tvás y tan. increíbles a sus propios ojos que nunca
se .le ocurrió que pudiera tenerlas otro. Y , sin em­
bargo, esto es lo que pasó. Mientras que D arw in,
abrumado p or escrúpulos científicos, amasaba m on­
tañas de observaciones a favor de sus propias
Conclusiones, un espíritu im aginativo y dotado,
•además, de una seria com petencia científica, llegaba
^por su parte y sin tantos esfuerzos a conclusiones
Muy cercanas a las del naturalista del Beaglé. D ar­
win se quedó trastornado. En 1876 ( ? ) dirá en su
'rio popular y científico. Cambio, variación, transformación,
transmutación y mutabilidad eran las expresiones aceptadas por
ladoetrina,con. cadena del ser, árbol de la vida y organización
dé. la vida para connotar la jerarquía evolutiva. Evolucionar
R evolución n o aparecen en la discusión mas que cuando sig­
nifican la misma cosa que tiene Darwin en la cabeza». Gertru-
de Hnfimelfárb, op. d e notas al capítulo 7, nota 1, pág. 442.
Autobiografía: «E se ensayo contenía exactamente
la misma teoría que el m ío ». Su originalidad, aña|
día, corría el riesgo de ser «suprim ida». Tam biéif
habla de renunciar a la publicación de su libro. E|
1 de m ayo de 1857, cuando acababa de recibir laj
m em oria en que A . R . W allace se adhería a sus cotéj
clusiones, escribía a este últim o: «E ste verano séj
cum plirán años ( ! ) desde que abrí m i prim er cua^
derno sobre el problem a de saber cóm o y de quéí
manera difieren entre ellas las especies y las varief
dades. E stoy preparando m i trabajo para su publií
ca d ón , pero su ob jeto es tan vasto que por muchos
capítulos que haya escrito, no veo el m odo de lie*
vario a la im prenta antes de dos añ os».
C om o siem pre, D arw in duda al expresar sus
sentim ientos. E n la misma carta a W allace escribél
«P u ed o ver daram ente que hem os pensado muchq
del m ism o m odo, y, en cierta m edida, hem os lle|
gado a conclusiones parecidas». H ablando del atl
tículo publicado en 1855 por W allace en los Annáls
o f Natural H istory, «S obre la ley que dirige la
introducción de especies nuevas», D arw in afirmaba
suscribir casi cada una de las palabras del ensayo.
Y a se sabe en qué circunstancias, aconsejado poi
sus amigos L yell y H ook er, decidió al fin publica^
junto con W allace, dos m emorias simultáneamente
presentadas a la Linnean Society bajo un título
com ún: D e la tendencia de las especies a formar
variedades y D e la perpetuación de las variedades
y las especies por el m edio natural de la selección.
F ijém onos, por cierto, que la palabra «evolu-
3;! . Finalidad y evolución 127

.. ción» n o figura en ninguno de los títulos. En todo


caso, D arw in estaba profundam ente im presionado.
Temía hacer algo deshonroso si pretendía, com o
era cierto, haber precedido a W allace, en lugar de
haber sido precedido p or él. E l 29 de junio de
1858 escribía a H ook er: «P ien so que tod o esto ha
sucedido dem asiado tarde y, por así decirlo, ya n o
me p reocu p a ... L e envío m i plan de 1844 sólo
para que pueda usted constatar por su propia es­
critura ahí inserta, que en efecto lo leyó. N o pierda
tiempo con ello. Es m ísero por m i parte preocu­
parme, por p o co que sea, por la prioridad».
Y sin em bargo, se preocupaba legítim am ente;
pero habría que saber exactamente p or qué. La me-
. moría de W allace era un escrito reciente que, no sé
exactamente por qué, había enviado a D arw in; la
jj de Darwin era el plan de 1844 y un extracto de
I una carta del 5 de septiem bre de 1857 en la que,
[\ con alegría, explicaba su teoría a Asa G ray. E l
| título com ún, de d ifícil ideación, tenía por lo me-
| nos el m érito de dejar ver lo que les distinguía, al
f, mismo tiem po que los puntos de vista com unes: la
| tendencia natural de las especies a form ar varíeda-
| des era com ún a los dos autores, pero la perpetua-
fe ción de las especies p or la selección natural era es-
^ tridamente de D arw in. ¿E n qué punto, exactamen-
| te, temía D arw in perder su derecho a la prioridad?
I Normalmente se responde: en la doctrina de la
i evolución. P ero eso es im posible, puesto que ni
t él ni W allace escribieron jamás tal palabra en las
í memorias o cartas publicadas conjuntam ente bajo
sus nom bres. Precisando, se podría decir: en\|f¡
selección natural. P era es igualm ente imposifa||
pues la selección natural figura en el título d e j¡¡
contribución personal de D arw in; es en realidiB
su ob jeto de estudio, m ientras que la memoria :|||
W allace n o habla de e lla 51. H ay que buscar, pü|¡¡i
en otro sitio.
H ay que tener en cuenta una consideración Hp
otro tip o; la reacción de D arw in es, en gran pártfj
la de un clergyman frustrado. Probablem ente p o f
razones de salud, p ero dé todos m odos sin lugarj|?
dudas, había en el tem peram ento de D arw in cierfij
dosis de indolencia cuando n ó se trataba de obséfi
var plantas y animales o su hábitat natural. Páíf
encontrarle una ocupación honrada, su padre pei|¡¡
en hacerle m édico; su evidente falta d e vocadffl
m édica fue interpretada por su padre com o equiva­
lente a la presencia de una ;vocación religiosa. M
joven D arw in le gustabá cazar, pescar, plantar |
hacer largas excursiones campestres recogiendo
plantas e insectos ú observando la estructura geol<|
gicá de k zona; nada de esto le parecía incompajf
ble coii la vida de un pastor rural; peto quería as|
*‘ *' *• • • •
51 En cuanto al. delitíoso problem a que plantea la campas
ración de ambas aportaciones, .ver las minuciosas páginas/líe
G eorges Cañguilhem, Etudes ¿^H istoire e t d e philosophie, des,
sciences, Paris, liv ra irie Philosophique J. V rin, 1968, págiÉf
105-110. G . Canguilhem résumé así su pensamiento sobrélf
tem a: «¿Q u é concluir de esta confrontación? L o ..siguieñtéí
que si D arw in encontró en la obra de W allace lo esendaíl^
sus propias ideas, a pesar de la ausencia de los térm inosfÿ
lección natural, es porque estos términos n o designaban, ya;fij
su pensamiento, nada más que la totalización de ciertos ele­
mentos conceptuales» (p á g .1 0 7 ). '* ...................
-gurarse" antes de recibir las Ordenes Sagradas de
^que podía, en conciencia, hacer profesión de fe de
iodos los artículos del Credo de la Iglesia anglica­
na. H abiéndose asegurado de ello, en principio
aceptó la idea, tanto más gustoso desde el m om ento
:.en que, com o dice en su Autobiografía, «m e gusta­
ba la idea de ser un clergyman rural. L eí con gran
¿atención el libro de Pearson, Sobre el Credo, y al­
gunos libros más de teología, y com o entonces n o
■dudaba en m odo alguno dé la estricta y literal vera­
cidad de cada palabra de la Biblia, m e convencí
rápidamente de que nuestro Credo debía ser plena­
mente aceptado». Fijém onos, pues no carece de im ­
portancia, que leía atentamente a Paley, cuyas
Evidences o f Christianity y Natural Theology le
produjeron, p or su lógica, «tan to placer com o Eucli-
S é s » 52. Durante m ucho tiem po, más tarde, en el
;f ' ' ■ •
® El libro de Paley estaba dirigido contra las doctrinas
«antifijistas», com o las dél abuelo de Charles Darwin, Eras-
mtis Darwin, y Lamarck:
«Se nos quiere hacer creer que él ojo, el animal al qué
que éste pertenece, cada animal, cada planta y, de hecho,
cada uno de los cuerpos organizados que vemos no son
sino otras tantas variedades y combinaciones posibles del
ser que el correr infinito d e las edades ha hecho existir;
que el m undo presente es lo que queda de esa diversidad,
de m illones de otras form as corporales y de otras especies
que habrían perecido p or culpa de una constitución inca­
lí paz de sobrevivir o por una ruptura de continuidad en su
•J; generación. M as esta conjetura n o está fundamentada en
nada de lo que observamos en las obras de la naturaleza;
actualmente n o suceden acontecimientos de ese tipo; n o
se ve actuar a ninguna energía com o la que se supone ac-
túa, y que traería continuamente a la existencia nuevas
variedades de ser.»
y William Paley, Natural T b eológ y..., 18.a edición, 1818, ci-
Beagle, entretenía a sus com pañeros de a bordo |g
lando la Biblia para basar algunas de sus creenc
m orales; mas fu eron , sin em bargo, sus observad!
nes de naturalista a lo largo de su prolongado via|
las qu e, precisam ente opon ién dole a lo que él coi
deraba la verdad literal de la B iblia, desviaron suj
del A n tigu o Testam ento, y en consecuencia de t<
la revelación 53. E l G énesis pretendía que D ios
bía creado las especies, p or áctos de creación, d ¡¡¡
tintas y tal com o son ahora; puesto que esto é||
falso, la B iblia n o era digna de fe y n o había ra¿| j
para creer cualquier cosa p or la única razón de q ¡¡¡

tado p or Benjamín Farrington, W har Darwin red ly s


Schocken B ooks, Nueva Y ork, 1966, págs. 39-40. V er, en .j¡|
ginas 4 1 4 2 , una crítica d d creacionism o im plicado en el fttpj
Hsmo d e Paley, que, en efecto, puedo haber jugado un p i
definitivo en el pensamiento d e D arw in: la finalidad de Pajej|
era concebida corno necesariamente creada. <Jx|
53 E l G énesis dice en muchas ocasiones ( I : 12, 20, 2M
que D ios creó las plantas y los animales (ya con semillas y|
capaces de reproducción) «según sus especies». N i Darwin; lili
apegado a la letra al principio, podía leer aquí que D ios ®
biera creado cada especie p or un acto distinto, n i, aún menos¿
que hubiera creado las. especies «fijas» y tal com o son hoy
día. Tan amigo de controversias com o D arw in lo era p o c ó t f
m ucho más sinuoso (se le v io apoyarse en Suárez para triimÉng
sobre u n teólogo im prudente), Thomas H . H uxley parece ®
berse dado cuenta de la debilidad d e tal postura. Y , subrepti§
dam ente, la desplazó del terreno de lá creación al del d ilu y ó
E n su notable artículo de la Encydopaedia Britannica (9.* éd|t
d o n , N ueva Y ork, 1878, t. V II I, pág. 751), argumentandtpf
partir dé la distribución geográfica de las espedes (el ornitompl
c o confinado en Australia y los diversos perezosos en Amét|J
del Sur), H icdey concluye que a l'se r con oddos estos hedÉ|
«toda creencia seria en el poblam ientó del m undo a partir
m onte Ararat desapareció». Thomas H uxley finge con fu n d ilj
con el «p u eblo in culto» a quien se dirigía el mensaje de MoA
sés. E s demasiada modestia. H ubiera hecho m ejor escrutat|||
el m isterio d e qué pudo haber hecho el diluvio a los peces;||
?ésta lo afirmara. A partir de ese m om ento se fueron
¿diluyendo progresivam ente las creencias religiosas
u
fde Darwin. N unca llegó a un ateísm o declarado
|>r-las posturas absolutas n o concordaban con su
«manera de ser— , pero sí a un agnosticism o que ha-
|bía de conservar hasta el final, W estm inster in-
ícluido.
4 N o se puede exagerar la im portancia de este
.punto. Los historiadores tienden a olvidarlo por-
fque, después de tod o , lo que D arw in pensaba d e la
;Biblia n o tiene ningún interés científico; p ero si
:no se tiene en cuenta, su actitud ante los defenso­
res de la doctrina de la evolu ción se explica d ifíd l-
¿ménte. Incluso si n o entendían, la evolución d d
mismo m odo, incluso si, com o D arw in y W allace,
no estimaban necesario el uso de la palabra, estaban
unidos, p or lo m enos, p or una convicción com ún
que los convertía en una especie dé partido doc­
trinal y de conjurados contra un enem igo com ún.
A algunos, com o Thom as H . H uxley, les gustaba
pensar en ello; a otros, com o al m ism o D arw in,
mucho m enos; de hecho, lo quisieran o n o, eran .
íiliados al servicio de la causa de la Ciencia contra
la Religión, de la razón contra la fe en la reveláción
de las Escrituras. D arw in, al m enos, lo pensaba;
fue causa de una profunda crisis personal, si bien
cuadraba con su manera de ser extraer de ello
^consecuencias rom ánticas.. Se creía un solitario en
[sil lucha espiritual, a la vez inquieto y orgulloso de
legar el prim ero a una conclusión tanto más im ­
portante por cuanto que, gracias a él, sería cientí-
Etienne Gils§
-J
ficam ente dem ostrada más adelante. Sus largas vf
cilaciones sobre la publicación de sus conclusión!
quizá tuvieran que ver, en parte, con la importaneii
de la verdad religiosa que ponían en juego. G u aní
W allace propuso la m em oria en que, por razón!
distintas a las de D arw in, pero tam bién científica!
establecía la variabilidad natural de las especies
D arw in, que sintió amenazado su derecho a la prio
ridad, que., inquietándole, le interesaba m ucho, I
decidió a intervenir. I
•:Vf

Quienes lo lean con atención y desde su prop|


punto de vista verán que no se trata de una inté!
pretación histórica arbitraria. Se había reprochad*
a D arw in, por cierto m uy injustam ente, no ha­
berse referido a sus predecesores en la prim era e l
ción de El origen de las especies. E l reproche Se
era justo, ya que en la parte estrictam ente cientffil
de su obra, la teoría de la selección natural, 2
reconocía, prácticam ente, predecesores; mas en I
Bosquejo histórico , antepuesto p or él a la tercei
edición de su lib ro (1 8 6 1 ), se muestra satisfeeí¡
por haber encontrado predecesores precisameS|
en este problem a de exégesis. %

«H asta hace m uy p oco la gran mayoría de


los naturalistas creían que las especies erar
productos inm utables que habían sido creadi
aisladamente. Este punto de vista ha sk|
hábilm ente defendido por num erosos au!|
res. P or otra parte, un pequeño número d<
- finalidad y evolución

i naturalistas creían que las especies sufren m o-


; dificaciones y que las form as de vida actual­
mente existentes descienden p or generación
regular de form as preexisten tes»54.

Hay que ponerse en guardia ante las palabras


«por generación regular», que significan sin inter-
. vención divina, lo cual .sería un m ilagro incom pati­
ble con el espíritu científico. Los que pertenecen a

. . 54 A n H istorical Sketch o f th e Progress o f O pinion on th e


Origin o f Species previously to th e Publication o f th e First
Edition o f this B ook, ed. d t., pág. 1.
El Bosquejo d e 1842 y el Ensayo de 1844 n o permiten du­
dar de que D arw in haya considerado la idea de que cada or­
ganismo individual debe exigir e l acto de un creador («m ust
require the fiat o f a creator» ) , E volution by Natural Selection,
ed. Gavin de Beer, pág. 67. Darwin parece pensar, en esta oca­
sión-, en d texto d d Génesis: «A n d ou t o f th e ground th e
Lord God form ed every beast o f th e field and every fow l o f
the air, ana brought them unto Adam to see what b e would
- cdl them ». D arw in dice, ademas: «E s rebajar al creador de
innumerables universos creer que baya hecho por actos.in di-
.;viduales de Su voluntad las miríadas de parásitos y de gusanos
.que, desde la prim era aurora d e la vida, han pululado sobre
Ja tierra y en las profundidades d d océano». O p. cit., pág. 253.
Pero también puede hablar sólo de una creadón de especies;
en esta ocasión parece acordarse d d aforismo de lin n e o : «L o
repito: ¿debem os decir que una pareja, o una hembra, de cada
una de las tres espedes de rinocerontes hayan sido creadas
separadamente y con las chocantes apariendas d e un verdadero
parentesco?...», págs. 250-251. N o parece haberse tom ado d
trabajo de definir detalladamente a su adversario; lo que le
importa es mantener que «las formas específicas n o . son crea-
dones inm utables». O p. cit., pág. 252. La ingenuidad teoló­
gica de Darwin nos recuerda que su eventual vocadón derical
estaba constituida, sobre todo, p or su falta de vocadón médica.
En cuanto a los filósofos, éi mismo dijo, en su Autobiografía,
que no sabía gran cosa sobre ellos. Tenía que haber aprendido
de .Malebranche q u e . «D ios n o actúa jamás por m edio de vo­
luntades particulares», pero este gentleman n o era, en m odo
la segunda categoría son los aliados naturales de*.'
D arw in. P or ejem plo, Lam arck, para cuya teoría $
tuvo en ocasiones palabras m uy duras, casi in ju -i
riosas, pero de quien se perm ite un elogio que me-’¡I
rece .ser considerado: !

«E n sus obras (Philosophie - zoologique,


18 09, e H istoire naturelle des anitnaux sans
verteb resyl& l5 ), Lamarck sostiene que todas
las especies, incluido el hom bre, descienden',
de otras especies. Principalm ente nos p restó:
el im portante servicio de atraer la atención ;
sobre la posibilidad de que tod o cam bio en e l ,
m undo orgánico, así com o en el inorgánico^
* - * - .
algu n o,.u n profesional, ni siquiera de las ciencias naturalesjj
Aparte de sus propias investigaciones y de sus propias id e a sj
nada le interesaba. !¿j
Se com prende fácilm ente que D arwin se hubiera sentido pró-f
fundamente afectado p or él recuerdo d e W allace, que, fundad
mentándose en una afirmación muy débil comparada con la suya;!
y con un estilo indulgente en cuanto a las generalidades, afirjj
maba: 1 °, que la vida de los animales salvajes es úna luchag
por la existencia; 2.°, que las nuevas especies se form an a basé®
de la supervivencia de los individuos que presentan variaciones!
que favorecen su supervivencia. P or é l contrario, en vez dc¡¡
argumentar com o Darwin sobre la dom esticación p or la sélec|§
ción natural, W allace opon ía los dos m odos de propagados!
de las especies, las domesticadas con tendencia a volver a fijf
especie natural si se las abandona a ellas mismas y las espedes|
salvajes, p or él contrario, con tendencia a form ar, sin cesar!
nuevas variedades (E volution and Natural SélecHon, ed. GavMf
de Beer, págs. 274-277). E n el fon do, W allace se pronuncia,;
com o Darwin, contra «la invariabilidad permanente de las es*,
p ed es»; tiene la idea, sin formularla, de la selecdón natural;;
n o se apredan en él preocupadones teológiacs y todo aparece!
en su memoria Sobre la tendencia de las variedades a dejarse
indefinidam ente del tipo original, com o si el G énesis n o exis-;
tiera.
/ fuera resultado de una ley y n o de una inter­
vención m ila grosa »55.

Eliminar toda intervención «m ilagrosa» es, aquí,


y eliminar la creación, que, en su im precisa term ino-
- logia teológica, siem pre consideró un m ilagro, com o
si pudiera haber algo de m ilagroso en un acto que,
por causar la naturaleza, la preceda. P ero p oco im ­
porta esto aquí; veam os, más bien, qué dice Dar­
win sobre Spencer respecto a este asunto:

«H erbert Spencer, en un ensayo publicado


prim eram ente en el Leader, en m arzo de
1852, y reeditado en sus Ensayos, en 1858,
criticó las teorías de la Creación y d el des­
arrollo de los seres organizados con habilidad
y fuerza n otab les.. . » *

* A n H istorical Sketch o f th e Progress o f Opinion on the


Origin o f Species previously to th e Publication o f th e First
' Edition o f this B ook, ed. cit., pág. 1. Darwin hace un sitio a
Lamarck ya en la primera edición d e E l origen d e las especies,
. capítulo I : «Som ething may b e attribued to the direct action
of the conditions o f life». E n la quinta edición, 1869, Darwin
: corrige: « to th e d efin ite action o f the conditions o f life, but
bow much w e d o n ot kn ow ». Prefiere «definido» en vez de
«directo»; es menos definido. Segundo retoque, en la sexta edi-
^ ción (1872): «Som ething, but how much w e do not k n o w ...»,
etcétera (A variorum tex t, pág. 118). La frase que sigue («So­
mething m ust b e attribued to use and disuse») es, también,
■ objeto de un retoque en la sexta edición, 1872: «S om e, perhaps
a great, effect may b e attribued to th e increased use or disuse
of parts». Este segundo elem ento del lamarddsmo le . mereció
, más atención que el prim ero, mas nunca se interesó mucho
por él, lo cual n o le im pidió caer a menudo en argumentos
lamarckianos a lo largo d e sus propias explicaciones,
i'1■ • A n H istoriad S k etch ..., ed. cit., pág. 4.
N i aquí n i en el resto de esta observación Dar§¡
w in alude a la noción de evolu ción, respecto d|j
la cual n o considera a Spencer predecesor suyo; noj
porque Spencer n o hubiera hablado de ella (casi á||
habló de otra cosa), sino porque él m ism o, Darwitíjj
no h izo uso de ella. P or el contrario, habiendo crilf
ticado Spencer la doctrina de la creación de las es-J
p ed es p or D ios, D arw in lo consideró un predecesor^
y un aliado, así com o a todos los demás anticrea-;
donistas. M ás adelante, sorprendido de la rápidas
desaparidón, d e la teoría creadonista, a la que éll
asistió, experim entará la necesidad de convencerse!
de que, en efecto, había estado tan extendida antes;
com o él se lo imaginaba. P or lo m enos, nunca du|
dará de haber com partido él m ism o esa ilusión.;
Adem ás la hará responsable de errores que se re-:
prochará haber com etido en biología cuando y i
estaba en plena posesión de sus principios. En este'
sentido, m erecen ser citados dos textos, uno d§
El origen de las especies y otro de La descendencñ
del hom bre:
• •

« A m odo de testim onio de una situacioS


anterior he conservado en los anteriores par|
grafos muchas frases que im plican la creen­
cia de los naturalistas en la creación separad!
de cada una de las especies, y he sido critf
cado p or haberme expresado en tal sentidó
M as n o hay duda ninguna de que tal era lí
creencia general hasta la prim era edición <|
la presente obra (1 8 5 9 ). P or si fuera poco,yj
/
había hablado del asunto de la evolución con
gran núm ero de naturalistas sin encontrar ni
uno que estuviera de acuerdo conm igo. Proba­
blem ente, algunos creían entonces en la evo­
lución, pero se callaban o se expresaban de
form a tan ambigua que no era fácil com pren­
% der qué querían decir. A hora las cosas han
cam biado totalm ente y casi todos los natu­
ralistas admiten el gran principio de la evo­
lución. Y , sin em bargo, quedan algunos que
todavía. piensan que las especies han dado
origen frecuentem ente, de manera inexpli­
cable, a form as nuevas absolutamente dife­
rentes a ellas. C om o m e he esforzado p or de­
m ostrar, hay pruebas de peso que im piden
admitir m odificaciones grandes y frecuentes.
D esde el punto de vista de la d en d a , y com o
abertura para nuevas investigaciones, creer
que se han desarrollado frecuentem ente y de
manera inexplicable nuevas form as a partir
de form as anteriores totalm ente distintas np
ofrece ventaja ninguna sobre la antigua creen­
cia en la creadón de las espedes a partir
1 del p olv o del s u e lo » 57.
Sii

& El cam bio de ton o es perceptible. Estamos ante


W trece años y cin co edidones revisadas desde la
€ primera publicación de El origen de las especies;
La descendencia del hombre ha sido publicada

57 Darwin, The Origin o f Spedes, cap. X V : Recapitulación


y conclusión, ed. cit., págs. 240-241.
mientras tanto, y D arw in, esta vez, habla librájj
m ente de la evolu ción. H abla de ella com o de ú|j
«gran p rin cip io», si bien ha sido capaz de escrítófl
El. origen de las especies sin m encionarlo. Adem ásjj
está hasta tal pu nto convencido de ello que cré||
haber hablado de la evolu ción veinte años antes cofit
cantidad de naturalistas, mientras que la palabra rio|
aparece una sola ve? (p or lo que nosotros sabemos);!
en sus escritos de aquella época. Y o m ism o soy el¡¡
más contrario del m undo al m étodo crítico que cong
siste en creerse m ejor inform ado sobre el verdadero!
pensam iento de los autores que ellos m ism os; pet(|
hay que reconocer que en este caso la tentación é||
fuerte. Si antes de 1859 D arw in había hablado tanj
a m enudo de la evolu ción con tan gran núm ero de*
naturalistás, ¿cóm o es posible que la palabra nal
figure ni una sola vez en las ediciones de E l origeni
de las especies anteriores a la últim a, la única que\.
contiene ese pasaje? Parece que D arw in, en es£j
época, admitiera la existencia de una especie d e:
gran partido de la evolución que reuniera a tod os.
los que rechazaban la creencia religiosa en una crea­
ción prim itiva de especies inm utables, es decir,
fijas.
Si adm itiera la existencia de tal partido, Darwin
podría considerar fácilm ente com o pertenecientes a,
él, aunque n o usaran todavía la palabra, a todos i
los que rechazaban el creacionism o com o origen de,
las especies naturales. A partir de ese m om ento po­
día representarse a sí m ism o, y a los demás, en láj
situación de haber discutido de la evolu ción, aun|
Iqüe sin nom brarla, cada vez que trataba con otros
de la m utabilidad de las especies. P ero adm ito fran­
camente que se trata de una interpretación que el
texto de p or sí n o justifica. M e adhiero de antema­
no a cualquier solución m ejor al problem a, con la
única reserva de que esa solución n o consista en
|edr que el problem a n o existe.
% El texto de La descendencia dei hom bre es, a la
¡vez, un resum en p erfecto d el pensam iento de Dar-
Iwin y una declaración de principios que lleva su
interpretación.

«S e m e perm itirá decir, a título de excusa,


que (desde la publicación de E l origen de las
especies) tenía ante m í dos objetivos distin­
tos: prim ero, m ostrar que las especies n o
fueron creadas aisladamente, y segundo, que
la selección natural fu e el agente principal de
su cam bio, si bien fu e muy ayudada p or los
efectos de la costum bre, transmitida p or la
herencia, y un p oco p or la acción de las condi­
ciones am bientales. Y , sin em bargo, n o he lle­
gado a neutralizar la influencia de m i primera
creencia, en aquel tiem po casi universal, de
que cada especie había sido creada con una
intención particular; y esta creencia m e ha
llevado a asumir tácitamente que cada detalle
de estructura, salvo los rudim entarios, cum­
plía algún servicio especial. C on tal idea en la
cabeza, n o im portaba que extendiera natural­
m ente la am plitud de los efectos de la selec-
Etienne Gilso|¡J
'■0$,
d o n natural tanto en el pasado com o en ejj
presente. A lgunos de los que admiten el priñjj
cip io de la evolu d ón , pero que rechazan la s| ¡¡
lección natural, parecen olvidar, al criticar n|¡
lib ro, que yo tenía ante m í esos dos objetivos^
Si m e he equivocado al atribuir gran eficadaj
a la selección natural, cosa que estoy muy le-f
jos de adm itir, o he exagerado su poder, cosa
que es, en sí, probable, espero al m enos haber
hecho un buen servicio ál contribuir a derri­
bar el dogm a de las creaciones separadas»
n

Un texto así es inagptable. Retengam os, al me­


nos, el orgu llo que siente el antiguo seminarista,
por haber contribuido, al publicar El origen de las>
especies, a destruir la creenda en el creacionism o
b iológ ico, purificando así la den cia de ese elemento^
ajeno a su esenda. Y p or haber tendido siempre a!
derribar ese obstáculo en él m ism o, siem pre atri-¿
bu yó una considerable im portanda a la decisión
científica que tu vo que tom ar.
E n su pensam iento tuvo prim acía el problema
del transform ism o sobre el de la selección natural,
que sólo da razón del m ecanism o de la transforma-,
ción . Sólo conocía una alternativa a lá mutabilidad
de las especies, que a sus ojos constituía una ver­
dad cientíjica: la doctrina teológica de la creación.
Una carta d e 1863 a A sa G ray n o perm ite dudas al
respecto:

“ D arwin, T he D escent o f Man, 1.a parte, cap. I I ; ed. d t,


página 285.
.Wlíli'll

«U sted habla de L yell cóm o de un jueg,


mientras que yo m e lam ento de que n o qui­
siera s e rlo ... Alguna vez he deseado que Lyell
se declarara contrario a m í. Cuando d igo a mí
m e refiero al cambió de las especies por medio
de la descendencia. Este m e parece el punto
clave. Personalm ente atribuyo sin dudarlo lá
m ayor im portancia a la selección natural;
p ero m e parece totalm ente privada de im por­
tancia en com paración con el problem a de
creación o m odificación » 59.

j La B iblia o la transform ación de las especies:


talera la prim era opción que D arw in debía haberse
planteado. Está carta a A sa G ray es la única justi­
ficación im aginable que con ozco de la afirmación
de Francis D arw in en su edición de la A utobio­
grafía de que con el tiem po su padre había llegado
a conceder m ayor im portancia al reconocim iento de
la evolución que ál de la selección natural.
Hay que adm itir, si se identifica la noción de la
mutabilidad de las especies con la de la evolución,
lo que m uchos naturalistas reputados nunca han
admitido. Charles L yell, por ejem plo, de quien Dar-
win siem pre se m anifestó deudor, no aceptó jamás
la idea de que había que escoger entre «fijism o»
|y transform ación de las especies; Cuvier tam po-
ico lo adm itió, pero lo más curioso es que Charles
: Darwin, en esta misma carta a Asa Gray, tam poco
i? T he A utohiography o f Charles Darwin, ed. cit., pág. 260.
habla de evolu ción . E s Francis D arw in quien tr|
duce así las palabras escritas p o r su padre, en
más pura lengua darwiniana: change o f species
descent. A dem ás, escribía estas palabras en 1863
cuatro años después de la publicación d e E l origá
de las especies, y n o a m odo de conclusión de un
larga reflexión. E vitaba la palabra, cuyo sentid
debía parecerle dem asiado vago; sólo estaba d
acuerdo con el anticreacionism o de quienes la em<
pleaban. .
M as este texto plantea, p or lo m enos, otro ptó|
blem a. ¿Q uiénes son esos partidarios de la evohi
ción que rechazan a la vez la creación de las espé
d es y la selecd ón natural? Pueden dtarse mucho:
nom bres, com o e l de A sa G ray, que escribía, en s
recensión crítica del lib ro de D arw in, en 18 60, qul
su doctrina había de ser «m uy aceptada antes djf
poder ser probada». E sto era m ostrar una gfa i
perspicacia. A un podrían dtarse otros nom bre^
pero lo m ejor, p or nuestra parte, será volver a He#!
bertS pen cer.

La evolución sin Darwin •*

E n una larga d ta de El origen de las especiés


hem os dejado pasar sin com entarios una expresiói
insólita en la plum a de D arw in: the great principie,
o f evolution. D arw in n o procede p or principios!
salvo quizá en la selección natural; y estas paláj
bras, que se encuentran en la últim a edición , tardíá
y revisada, de su últim o capítulo, n o le habrían
venido a la cabeza en la época de la prim era edi-
; ción. E l pasaje c ita d o 60, además, está vu elto sobre
el pasado (1 8 5 9 ), cuando casi nadie creía en la
evolución, para opon erlo al presente, en que «las
cosas han cam biado del tod o y casi todos los natu­
ralistas adm iten el gran principio de la evolu ción ».
5 ¿Por qué esta novedad de vocabulario? ¿D e dónde
I; le viene a D arw in ese prin cipio?
^ En la B iblioteca del In stitu í de France hay, bajo
£ el nom bre de Spencer, un fo lle to titulado El princi-
ffpio de la evolución, respuesta a L ord Salisbury, por
| Herbert Spencer. P roviene del Journal des Econo-
í mistes, núm ero del 15 de diciem bre d e 1895, Pa-
! rís, Librairie G uillaum in et C ié., 1895. E l título su*
Ingiere irresistiblem ente una relación con the grea t.
¡¡principie o f evolution, tardíamente aceptado en el
| lenguaje de D arw in. P ero sucede que n o es éste el
^título inglés d el ensayo de Spencer, y que además,
f en esa fecha, D arw in ya había desaparecido de la
•escena. Tras su m uerte, en 18 82, había entrado en
^la gloria.
% Én agosto de 18 94, la «A socia ción botán ica para
\d avance de las ciencias» había celebrado una de
\sus asambleas regulares. E l presidente, L ord Salís-
íbury; aceptó la ocasión para atacar la doctrina ,m o-
rcierna de la evolu ción , especialm ente b a jo la form a
que había tom ado en la filosofía de Spencer. Este;
que eran tan b elicoso com o D arw in p o co com bati­

• E l origen d e las especies, cap. X V , Conclusión; ver, an­


teriormente, págs. 136-137.
144 Etienne Gilsonl

vo, redactó una respuesta que h izo traducir al ^


cés y al alemán y distribuyó tanto p or Francia y Ale;
manía com o p or Inglaterra, «pues tanto allí como
aquí hay que hacer frente a las ideas reaccioné
rías» 01. Se nota un ton o n u evo; ya hem os salido|
decididam ente, de Lamarck y de D arw in.
Y sin em bargo sé trata de D arw in, pues, por ex­
traño que sea, la respuesta de Spencer n o es sino;
un ataque contra D arw in, m uerto hace doce años/
o al m enos un esfuerzo por desolidarizarse de s i
doctrina. D arw in n o tenía nada que ver en el asun5
to ; com o Spencer, era sim plem ente víctim a de|
ataque de L ord Salisbury; pero éste había mezclado;
las dos causas, y Spencer sólo podía deshacer f i
m ezcla acentuando lo que las distinguía. N o es S
sabio quien quería distinguir su causa de h m
Spencer, es el filósofo de la evolución quien qúéfg
distinguir la suya, totalm ente científica, de la ||
lección natural. Saber si la respuesta de Darwinial16

61 H . Spescer, E l principio de la evolución, ed. d t., pág.;4i


N o he consultado la traducción alemana. La traducción frpjf
cesa difiere del original inglés en una variante bastante impqjf
tante. E n su m om ento la señalaremos. La edidón francesa es!
una separata del Journal des E conom istes, 15 de didem bre de:
1895, págs. 740-758. La versión francesa está precedida por
una introducción; en ella explica Spencer eí m otivo de su íes*,
puesta. Consiste en que los miembros de la Academia Francesa
de Q en das aprobaron la presentadón a dicha asamblea de uní
traducción al francés del discurso de Lord Salisbury (Jóur$|
d es E conom istes, art. d t., pág. 320). Este incidente, dtadopá!
los periódicos ingleses con comentarios favorables, convenció^
Spencer de la oportunidad de actuar para que la opinión? pu­
blica n o se extraviara en dicho tema. E l original inglés ñí|§
bajo el títu lo siguiente: H erbert Spencer, «L ord S dtsburfM
E vólutton, Inaugural adress to the British Assodatáon, 1894»;
en T h e Ñ ineteenth C entury, noviem bre de 1895; .
r
problema b iológ ico del origen de las especies era
acertada o n o, es un problem a cuya respuesta se nos
¿escapa; en tod o caso, es cierto que D arw in se
¿planteó un problem a científico que había estudiado
^ampliamente p or m étodos científicos y qu e, en su
espíritu, la solu ción que proponía n o tenía valor
sino en la m edida en que. era científica; es decir,
justificada p or el razonam iento a partir de la obser­
vación de los hechos. D arw in fu e la encarnación
misma del espíritu científico, tan ávido de la obser-
, yación de los hechos com o escrupuloso en su inter­
pretación. D e tem peram ento dubitativo y am igo de
dar rodeos, huyó de la publicidad y detestó la con­
troversia; cualquiera que fuese su pensam iento se­
creto, sobre Spencer; y pronto ló conocerem os, hu­
biera sido el últim o hom bre capaz de criticarlo
públicamente, aunque sólo fuera para separarse
:1de él.
, Spencer era tod o lo contrario, pero ya verem os
c¡ue teníá excusas, totalm ente ajenas, por otra parte,
a la persona de D arw in.
¿ Una de sus principales quejas contra L ord Salis-
:bury era haber confu ndido dos causas distintas, la
,‘ de Darwin y la suya (de Spencer). En la fecha del
incidente, 1895, unos treinta y cinco años después
de la prim era publicación de las ideas de D arw in,
ya existía un darw inism o. Ese poder inaprehensi-
. ble, pero in vencible, que es la opinión pública, ya
.había hecho de D arw in y del darwinism o un acon­
tecim iento d é im portancia planetaria, al m enos en
íos lím ites de la opin ión m edia instruida. Se había
de ver al m ism o Spencer, incluso estando irritádjj
por el incidente, hablar d e l « acontecim iento D É j
w in » com o se habla de uño* de esos hom bres euy¡¡
Hégadá señala la apertura dé una edad nueva, de:
una era nueva. Spencer se resignaba :al hecho, maí
rio sm m ostrar algunas reservas. ~t
Para em pezar, se extraña de que se haya dada
tanta im portancia a la teoría adelantada p or Dat-
w in. «L os entusiastas partidarios del principio dé
la selección natural lo consideran paralelo al de Ir
gravitación». L os dos casos son totalm ente dífe-|
rentes, y, para hacerlo ver, Spencer va directam e£
te al centro del problem a: la diferencia de naturfc
leza entre su propia teoría de la evolu ción, absol%|
tamente universal, y la teoría particular, biológica j
y lim itada a un problem a particular de biología d|
D arw ífi.

«L a m ayor parte de la gente admite stó


dudar que la doctrina de D arw in, la hipótesi^
de la selección natural, y la de lá evolución;
orgánica son' una sola y única cosa. Y , sin:
em bargo, hay entre ambas una diferencia an£
loga a la que separa la teoría de la gravitación:
de la del sistema solar; y ásí com o ésta, adm£
tida en tiem pos de N ew ton, habría quedado}
en pie aunque la ley de N ew ton hubiera sido:
rechazada, igualm ente lá refutación de la se-"
lección natural dejaría intacta la hipótesis de
la evolución orgánica.» -J
fW Fínalídad y evolución
W, 1
% • El prim er error de L ord Salisbury, o al m enos el
¿¿que m otiva la reacción del filósofo, es habercpnfun-
4 Sdo dos doctrinas de naturaleza y alcance diferen-
tes. C onfundió a N ew ton con C opérnico. L o más.
jynotablé es que, al form ular este reproche, Darw in
reconoce que, en el m om ento en que él escribe, es
, ' lo que hace tod o el m undo: L ord Salisbury «tien e
> en cuenta la idea vulgar que hace del dárw inism o
y de la evolución térm inos sin ónim os».‘ Razona, fi-
, nalmente, com o si las dos nociones fueran insepa­
rables: «A dm ite que la selección natural y la evo­
lución están tan estrechamente unidas que n o se
las puede separar, y que si una es destruida, también
la otra perece; en consecuencia, los hechos quedan
sin explicación natural y és absolutamente preciso
¿observarlos com o sob ren a tu ra les...»6?. Sin preten­
d erlo, Spencer revela aquí, en su decisión de sepa­
rarlas, el profu n do acuerdo que existe entre ambas
'doctrinas, que es lo m ism o que condujo a D arw in
■a adoptar el térm ino evolución n o para designar su
propia doctrina, sino para significar su acuerdo con
’ quienes, sobre cualquier fundam ento, rechazaban
la introducción én la ciencia de la noción religiosa,
sobrenatural, de la creación.
Spencer pretende mantener sus derechos sobre
esta doctrina de la evolución que «vulgarm ente» se
atribuye, p or error, á D arw in. Es de Spencer, y
fpara establecer su derecho de propiedad reedita
flargos extractos de un ensayo escrito por él «antes

W a S pencer, El principio de la evolución...■ pág. 5 .-


Etienne G illcif
m
del advenim iento de D arw in », cuando «la hipótesis!
del desarrollo», com o se llamaba entonces a la evc¡|
lución, era puesta en ridículo por tod o el mundo|
Se apreciará, de paso, que el problem a religioso, ®
al m enos teológ ico, n o está m enos presente en sí£
espíritu que en el de D arw in:
:
. «E n una discusión sobre la hipótesis del/
desarrollo que m e contaba un am igo, escribí^
y o , uno de los adversarios pretendía quep;
puesto que nuestra, experiencia n o nos ofrece/
ejem plo alguno de la transform ación de las/
especies, es antifilosófico admitir que la haya?
habido alguna vez. Si yo hubiera estado pre-J
sente, creo que, sin considerar tan criticable-
pretensión, hubiera respondido que, puesto;
que en el curso de nuestra experiencia jamásv
hem os observado la creación de una especié/
el argum entó estaba, en virtud de su propio:
razonam iento, obligado a declarar antifilosó­
fica la hipótesis de la creación de una especie
cualquiera en cualquier ép oca.»
* ‘ -r*
* * - - . ,
Spencer estaba tan encantado de esta ingenio^
dad contenida que la citaba para consolarse de i f
haber tenido ocasión de form ularla. V enía a dedil
si nosotros no tenem os pruebas de la evohicióf
usted tam poco las tiene de la creación dé las esge
cíe s.. «Q uienes, rechazan con altanería.la teoría S
la evolu d ón — continuaba— , porque no descáiS
en hechos, parecen olvidar que su teoría tampoc
5
. ^

^Finalidad y evolución

sdescansa sobre hecho alguno.» E sto era cierto, pero


íBuffon,. por lo m enos, no había considerado la crea­
r o n del asno com o una teoría científica63. L o que
Spencer pretende subrayar es que, ya en esa fecha,
él mismo rechazaba la postura de los «partidarios
de las creaciones especiales » 64, teoría tan com ple­
tamente olvidada hoy día que el historiador corre
el peligro de no reconocerle un papel tan im por­
tante com o el que había desem peñado.
Pase lo que pase con ese asunto, hay que ad­
mitir que Spencer establece sin dudas la anteriori­
dad de su propia teoría, si no de la evolución, al me­
nos del desarrollo , sobre la de la selección natural.

a Los textos citados pertenecen a E l principio d e la evo­


lución.,^ págs. 5-6. En cuanto a la réplica al creacionism o, que
0 juzga invencible, ver, por ejem plo, «N adie ha visto a una
?|spedé evolucionar, y nadie ha visto crear una especie», pági-
fna 8. Es cierto, pero n o por eso debería presentarse la evolu-
qón com o una verdad científica, en vez de creer" sin pruebas
(científicas en el creacionism o com o en una verdad metafísica
Cof religiosa. Los dos casos n o pertenecen a un mismo orden.
Spencer, E l prin cipio de la evolución, pág. 7. Está fuera
fíje duda que fuera Spencer quien, al principio de m ovim iento,
Cimera de la noción de evolución la palabra clave del pensa-
jmiento de los años 1850-1910. La fusión del darvinism o y del
íspencerismo fu e casi instantánea, com o ya hemos visto, a pesar
de la mala disposición de los autores respectivos. N osotros no
observamos aquí sino el hecho, en d terreno biológico, en que
se. plantea d problem a de la finalidad. N o m e atrevería a de­
cir si el aspecto psicológico y ético d d pensamiento de Darwin
contribuyó o n o a esta fusión al unirse a las especuladones
morales y sociales de Spencer para constituir el «darvinism o
Csodal», tan v iv o en los Estados Unidos. Parece muy probable,
fpeto habría que escribir su historia. Nosotros nos limitamos a
¡observar que en tiem pos de Darwin y de Spencer d asunto
(ya estaba con du ido sobre el terreno, según parece, propiamen­
te biológico. En cuanto a m í, n o he encontrado el darwi-
pismo social en las investigaciones precedentes, mas éstas son
limitadas y no m e atrevería a afirmar nada al respecto.
A l n o haberse com portado jamás D arw in com o p§
ladín de la evolu ción, Spencer n o tenía quejas el
ese sentido. Una vez más, constataba que, si bien 8
ambas doctrinas es igualm ente im posible toda creí
ción particular de las especies, n o por ello son mi§
nos distintas: §

«E n ese pasaje n o se trataba de la teoril


del origen de las especies p or selección nat
ral, que en esa época (1 8 5 2 ) aun n o había
nacido; se consideraba la teoría d e la evoí^
ción orgánica independientem ente de tbc¡¡
causa determ inada o , más bien, com o dehid|
a una eausa general:, la adaptación a las c g
cunstancias. P ero el razonamieittq conserv|
toda su fuerza cualquiera que sea la. doctriifl
que se oponga a la de la creación especial: 1¡
evolución o la selección natural; a quienes ¡SJ
den hechos en apoyo de la selección natutf¡
se puede opon er el requerim iento de hecho|
en apoyo de la doctrina contraria » 65. 3
. ‘•'i'iitM

“ O p. c i t pág. 7. Spencer, naturalmente, estaba m u y le jó i


de considerar ambas teorías com o racionalmente equivalentes!
Suponiendo que haya, o que haya habido, diez millones dej
especies, «¿cu á l es la teoría más razonable al respecto?, ¿e§
más verosím il que haya habido diez m illones de creaciones é f¡
pedales (suponiendo oída una de ellas un designio consdente|
y actos en consecuencia)? ¿ O es más verosím il que hayan sid¡§
producidas diez m illones de variedades (es decir, de dases) poi|
m odificadones continuas debidas a los cam bie« de dreunstaof
d a s ?». ¿C óm o tuvieron lugar tales creadones? Si son parte
una concepdón definida del proceso, que nos digan cómo es
construida una espede nueva y cóm o hace su aparidón. ¿Acá-
En los textos to d o se da a la vez, com o en la
jíívida. A l defender su propia postura filosófica,
Spencer revela su postura científica en materia! de
| evolucionismo propiam ente dicho. N o sólo Dar-
j- win no m antenía el evolucionism o, sino que además
í Spencer n o cree en la selección natural. A l reivin-
Í dicar la paternidad de la doctrina d e la evolución
\en general y de la evolu ción orgánica en particular,
Spencer le asigna, com o causa general, «la adapta­
ción a las circunstancias». Es decir, que inclüso
sobre el punto preciso de la causa y del cóm o de la
Evolución Spencer n o es darwinista, sino más bien
lamarckiano. E sto era separarse seriamente de Dar­
ía n , pues ya se sabe lo que éste pensaba del la-
marckismo: un a b su rd o66. E l principio auténtica-

- so cae de las nubes? ¿O debem os admitir la idea de que un


. esfuerzo la hace surgir del su d o? ¿Sus miembros y. visceras
^convergen de todos los puntos del horizonte paía unirse?
TfO debemos adm itir la vieja idea judía de que D ios coge un
í'poco de arcilla y m odela una nueva criatura? Op. c i t pág. 7
¡(dei ensayo de 1852). En cuanto a Spencer, en un últim o aná-
llisis, concluye, la evidenda indirecta, que «la idea d e una
creadón espedal, al ser examinada bajo la forma de los casos
¡concretos, es demasiado absurda para quedarse en ella». Ibid.
“ «L os naturalistas invocan continuamente condidones ex­
teriores com o d clim a, la alim entadón, etc., com o única causa
posible de variadón. En un sentido limitado^ com o veremos
; inás adelante, esto puede ser d e rto ; pero es absurdo (prepos­
terous) atribuir a con didon es puramente exteriores la. estruc­
tura, por ejem plo, d d pájaro carpintero, con los pies, la cola y
la lengua tan admirablemente adaptados para cazar insectos en la
corteza de los árboles. En d caso del muérdago, que extrae sü
alimento de ciertos árboles, cuyas semillas deben ser transpor­
tadas por ciertos pájaros, que tiene flores de sexos distintos
ijie exigen la intervention de dertos insectos para transportar
¡£f polen de una flor a otra, es igualmente absurdo rdacionar
¡te/estructura de este parásito con muchos seres orgánicos dis­
tintos, viendo en ello los efectos de las condiciones exteriores,
m ente darwiniano n o es el de la evolución, es the
principié o f selection 67. 3fj
H o y la filosofía de Spencer ha perdido casi tá jj
su créd ito; sus reivindicaciones hacen sonreír c iili
d o se piensa que aquél contra quien reclama es 8¡¡
héroe anónim o del siglo x ix que se llamaba
siglo de D arw in ». P ero para com prenderla hay 4®
situarse en su punto de vista. P or aquel entonces®
opin ión pública era prácticam ente unánime al áffl
huir la doctrina de la evolución a D arw in. SpendJ
tenía tod a la razón al protestar y reclamar paráj¡
la paternidad de la doctrina, pero la maraña e x if l
y ya era inextricable, pues en gran m edida el d fj
cubrim iento que se atribuía a D arw in n o era el éwf
lucionism o de Spencer, era su propia doctrina d
la selección natural ba jo el nom bre spenceriano.d
evolución . Spencer tenía derecho a su propio pu|
to de vista, y lo definía en su m em oria sobre B
principio de la evolución con una precisión quenc
deja nada que desear:

«¡Actualm ente se ve cóm o la idea vulga


de la evolución difiere de la verdadera.®

de la costum bre o de la vocación de la planta misma.» Ch. JM


WIN, T he Origin o f Species, Introducción. E l últim o detall
evidencia un estado ya avanzado de la crítica de Lamarcfc¿J|
le reprochaba que admitiera, entre los seres vivos, una voíp
tad de adaptarse; Darwin n o parecía darse cuenta de.qu
esta crítica se correspondía, exactamente, con la que le eraJ
rigía a él jnismo, cuando se reprochaba a la selección natura
que atribuyera a la naturaleza la facultad de ejercer una «eléc
ció n ».
67 I V * v t ; ; . T h e Origin o f Species, cap. IV , ed. d t., pég
ns 4-' .
M á lid a d y evolución
%■ %

f|;^: creencia reinante es doblem ente errónea, con-


g jr i tiene dos errores en su seno. Se adm ite equi-
tocadam ente que la teoría de la selección na-
;í l :: tural es la misma que la de la evolución or-
§ ip : gánica; y tam bién se supone, erróneam ente,
f p V que la teoría de la evolución orgánica es
: $ i: idéntica a la de la evolución en general. Se
v cree que toda la transform ación está ence-
it rrada en una de sus partes, y que esta parte
p está encerrada en uno de sus fa cto re s»68.

j 1 En otros térm inos, se cree qué la evolución se


Ücoita a la evolución orgánica y que a su vez la
evolución orgánica se lim ita a la selección natural,
; qüe, por su parte, no es sino uñó de sus factores
jifósibles.
No será inútil, pues, volver á los parajes hoy
poco frecuentados de la evolución de Spencer; y
esta vez, sin ninguna duda, se trata de una doctrina
de la evolu ción; inás de una filosofía de la evolu­
ción que de una ciencia de la evolución, ya geológi-
rcá; com o la de L yell, ya biológica, com o la de los
heodarwinianos.
Spencer es un filósofo, prim ero por proponerse
pomo m eta obtener un conocim iento totalm ente
unificado69, y además p or proceder por construc­
ciones conceptuales más que p or observación y des­
cripción de los hechos. Arm ado de la idea de la

,<a Spencer, E l principio de la e v o l u c i ó n pág. 27.


;'•** Id., Los prim eros principios, § 185.
evolu ción, Spencer procede a la explicación
realidad inorgánica, orgánica, animal y h u m a ilj
bajo todos sus aspectos. N o se dedica a observar |§
describir un lote de orquídeas o una colonia déf
lapas, com o hacía D arw in. N o necesita ir a las islasj
Galápagos. N o es su oficio. G im o verdadero filó-f
sofo, Spencer parte de lo universal para explicar ló|
particular. .
Basta con abrir Los prim eros principios para?
* convencerse de ello. Partiendo de la evolución, por i
así decirlo, en sí misma, pasa a la evolución orgá-l
nica, que lo es de m odo más particular; y de ahíf
. desciende a los hechos propiam ente humanos, cornal
prendidas la filosofía, la ciencia y el arte. Darwin?
y Spencer son com o el perro y el gato; les separa^
una especie de desacuerdo prim ario. Darwin nck
puede com prender este m odo abstracto y verbal de
especular sobre la naturaleza, pero al m enos no se?
puede poner en duda que la doctrina de Spencer?
está centrada en la evolución. E n el Bosquejo his-[
tórico, que ya hem os citado, tras haber alabado a;
Spencer p or su vigorosa crítica del creacionism o^
D arw in encuentra m edio de alabar el evolucionism o!
b iológ ico de Spencer sin pronunciar ni una sola vez'
la palabra evolución. C on una destreza en que no
se puede m enos que suponer cierta m alicia, Darwm
alaba a Spencer por haber sostenido sobre ese puntó*
ideas que se podían encontrar, si n o por todas?
partes, al m enos en m uchos sitios: «Argum enta a?
partir de la analogía de las producciones domésti­
cas, de los cam bios sufridos por el em brión en mu-?
( chas especies, de la dificultad de distinguir entre
especies y variedades y del prin cipio de la grada-
don universal, para concluir que las especies se m o-
. difican gradualm ente.» Tras la breve alusión al la-
inarckismo, que hem os m ostrado antes, Dárwiri se­
pílala el tratado de psicología de Spencer (1 8 5 5 ),
y fundado sobre el principio de que «cada facultad
mental y capacidad del espíritu debe ser adquirida,
necesariamente, de m odo gradual». T od o es com o
si Spencer jamás hubiera dicho una palabra sobre
la evolución, p ero quienes están fam iliarizados con
la manera de ser del espíritu de Darwin saben la
tazón de ese silencio. E l Bosquejo histórico tiene
por objeto hom enajear a los predecesores de los
vpuntos más im portantes de la doctrina de D arw in,
fy, en efecto, n o hay ni uno d e los puntos en rela-
|ción a los cuales alabe a Spencer que el m ism o Dar­
win no haya sostenido a su vez; mas n o le alaba
Ppor haberle precedido en cuanto a la evolución, pre­
s a m e n t e porque él m ism o, Charles D arw in, n o
j había hablado de ella. La doctrina es de Spencer, no
fsuya; p or consiguiente, no le reconoce prioridad
"alguna en ese a sp ecto..
f La legítim a obstinación de D arw in de mantener­
se en los térm inos de una especie de contrato esta­
blecido consigo m ism o es un p oco cóm ica. Su asunto
es la selección natural, p or lo que n o habla de otras
¡cosas. T eniendo que hablar de Spencer, sin em­
bargo, D arw in se encuentra en una situación no
menos paradójica, ya que tiene que hablar de un
¡Spencer sin evolu ción, cuando la evolución es el
corazón m ism o, y la cabeza, de la filosofía d j j
Spencer. H oy día es tan p oco leíd o qiie quizá s é jj
útil recordar los títulos de algunos capítulos de sti|j|
Primeros principios: «E volu ción y d iso lu ció n ^
«E volu ción sim ple y com puesta», «L a ley d e .;lj¡
evolu ción », «L a ley de la evolu ción » (contiquá-f
ciófí), «L a ley de la evolu ción » (2 .a continuación)^
«L a ley de la evolu ción » (fin ) y, al final, «L a in^
terpretación de la e v o lu ció n »70. Será difícil admi?I
tir que D arw in haya om itido m encionar el evoliK?
cionism o de Spencer p or sim ple inadvertencia;, lq¡¡
más probable es que haya querido mantenerse 'i¡¡¿
margen del asunto. D arw in no m enciona a Spencer.;
com o predecesor suyo en el terreno de la evolución;?
porque él m ism o no se había ocupado de tal asuntos
Basta con referirse a lo que d ijo Spencer al resf<
pecto para ver que am bos pensam ientos n o tienen?
una misma m edida. Si nos unim os a Spencer en ú f
punto en que, tras definir la evolución en generalg
distingue la evolución sim ple y la evolución com4
puesta y llega a la evolución orgánica, objeto de lé
biología y de la zoología, encontram os una evoluv
ción que n o adolece de am bigüedad ninguna, al?
m enos en cuanto a su intención: «B ajo cualquier
aspécto que se la considere, en la evolución hay
que ver esencialmente una integración de materiá1
y una disipación de m ovim iento que pueden ir
acompañadas, y que generalmente lo van, de otras
transform aciones accesorias de materia y de movir
Smiento71. U no se representa a Darwin leyendo es­
lías líneas y, m eneando la cabeza, preguntándose:
¿Cómo me ayudaría esto a explicar las variaciones
íde form a que observo en mis lapas? L os pasajes de
feste tipo son frecuentes; p or ejem plo, en el capí­
tulo X IV , «L a ley de la evolu ción »: «L a evolución
orgánica es, en su prin cipio, la form ación de una
agregación p or incorporación continua de materia
anteriormente extendida en un espacio más am­
plio.» En resumen, es una «con cen tración ». Bajo
una form a más com pleta, p ero del m ism o estilo:
«La evolución es siem pre una integración de ma­
teria y una disipación de m ovim iento: en la m ayo­
ría de los casos aún es otra cosa .» Y más adelante:
«D e.cualquier m odo que se la considere, en la evo­
lución hay que ver esencialm ente una integración
3e materia y una disipación de m ovim iento» 72. Para
el biologista que había en D arw in no tenían ob jeto
ifirmaciones de esta índole.
Felizmente n o estamos lim itados a especular so­
bre los sentim ientos personales de Darw in hada
Spencer desde que N ora B arlow nos restituyó un
pasaje de la Autobiografía de Charles D arw in, que
su hijo, Francis D arw in, expurgó del original sin
prevenir ál lector. En realidad, cuando Francis pu­
blicó la autobiografía de su padre la situación había
cambiado bastante. La opinión pública había asu-

¡;31 Spencer, Los primeros principiosy trad. E. Ca2elles, Pa­


rís,- Getmer-Bailliére, 1871, pág. 326.
Id., op.‘ ciL, cap. X IV , § 110, pág. 332; § 105, pági­
nas 325 y 326.
m ida la tarea de glorificar en¡ D arw in al il
autor de la doctrina de la evolu ción ; quizá Fr
sintiera la inconvenienda d e publicar un j
sin ocultar al ben efidario de la confusión, sol
verdadero autor de la doctrina, a quien se a
la gloria de haberla inventado.

«L a conversadón de H erbert Spencer


paretía m uy interesante, p ero él n o me
taba espedalm ente, y n o tenía la im presión
poder llegar a ser íntim o suyo. Pienso que
intensam ente personal ( egotistical). Tras
un o de sus libros, sentí en general una a
ración entusiasta por su talento trascendí
y m e pregunté a m enudo si, en un futuro
jan o, n o llegaría a alinearse entre los gr¡
hom bres com o Descartes, Leibniz y otros,
los que tan poca cosa sabía yo. D e todos
d os, n o tengo el sentim iento de haber e:
d o provech o de los escritos de Spencer en
propias obras. Su m odo deductivo de
todos los temas es totalm ente opuesto al
d o de ser de m i espíritu. Sus conclusi
nunca m e han con ven d d o, y nunca he
d o de-repetir, tras leer una de sus desm pcff
nes: * ¡H e aqtíí un buen, ob jeto para mécffi
docena de años de trabajo! ’ Sus generalizad!
nes fundam entales, la im portancia de algunl
de las cuales es com parable a la de las leyes 8
N ew ton ( I ), y que adm ito de buen grado q i
. sean de gran valor desde el punto de vista I
losófico, sóñ de tal Naturaleza que n o m e pa­
recen de utilidad científica alguna» Tienen más
naturaleza de definiciones que de leyes. N o
m ¿ ayudan a predecir lo que pasará en ningún
caso particular. D é cualquier manera, tío me
han sido de ninguna utilidad» 73.

Este testim onio personal y directo es irrecusa­


b le , p éfo se con cibe que Francis Darwin lo haya
suprimido de la Autobiografía si se recuerda que
■por aquel entonces, y desde hace ya m ucho tiem po,
precia la gloria internacional de D arw in por haber
inventado la doctrina spenceriana de la evolución
0 ; al m enos, p or haber inventado una doctrina bio­
lógica sobre la que n o siem pre se tenían ideas muy
precisas, p ero que, cualquiera que fuese, llevaba el
¿título spenceriano de doctrina de la evolución.
»¿í Darwin n o se preocupaba especialm ente p or este
$jtid pro qu o; era un hom bre sencillo a quien, en
¿este sentido, n o interesaban sino sus investigacio­
nes, sus probem as y las soluciones, siem pre matiza-
tías, qué creía pod er proponer. Spencer, p or el con-
Vttário74, sentía m uy vivam ente la situación. Su doc­
trina de la evolu ción triunfaba ba jo el nom bre dé
Darwin, que n o la había form ulado, con la para­
dójica consecuencia de que era la selección natural,

The Autobiography o f Ch. Darwin, 1809'-1882, con las


omisiones de la primera edición incluidas, p o r Nora Barlow,
¿Londres, C ollins, .1958, págs. 108-109.
En la obra de Gertrude Him m elfarb tenemos un re*
tráto de Spencer duramente maltratado y sin mucha in d u lg ir
da, pero, en resumen, verídico. O p. c it , págs. 213-214.
que Spencer rechazaba, quien usurpaba el título yj
la gloria de la evolución. y§
A unque n o se tratara de una interpretación dé;
los textos, sería cierto, y el testim onio directo <j|
Spencer lo confirm a; y este testim onio es tantcí
más convincente desde el m om ento en que SpenJ
cer m ism o, m anteniéndolo, profetizó que no séjf
viría d e nada; y tenía razón.
E l prefacio añadido p or Spencer a la cuarta edi­
ción de Los prim eros principios es una protesta^
desalentada contra la situación de que era víctima;
V olvien d o una vez más sobre sus ensayos de 1852,;-
se reprocha n o haber dicho con suficiente claridad^
ya entonces que contenían, en form a abreviada, laj;
teoría de la evolu ción. «C om o n ó se oponía niíX;
guna indicación clara en sentido contrario, gengfc
raím ente se pensó, y se d ijo, que la presente obfíS
y quienes la han seguido nacieron tras la doctrina^
concreta contenida en El origen de las especies d¿f
D arw in, y d e ella provien en .» Spencer da a con tg
nuación las fechas y títulos de sus prim eros ensa^
yos, que habían de ser incorporados más adelan§f
a L os prim eros principios y que, publicados antes;
que El origen de las especies, no podían deber nada*
a D arw in: El progreso, su ley y su causa, primera^
m ente pu blicado en la W estm inster Revieiv de:
abril de 1857 y correspondiente a los capítulos XV*
X V I , X V I I y X X X de la segunda parte dé Lbá
prim eros principios; a continuación. Las leyes jjL
timas' d e la psicología, en la National R eview , ocftl
b re de 1 8 5 7 , sin hablar de pasajes significativos d|
Principios de psicología (ju lio, 1855). «E n resumen,
"puesto que la prim era edición de El origen de las
especies n o apareció antes d e octubre de 1859, es
¿vidente que el origen de la doctrina propuésta en
Lós primeros principios y mis escritos siguientes es
independiente de las otras que pasan com únm ente
por haberla inspirado, puesto que es anterior a
¡pías » i5.
i Es evidente que Spencer n o tiene el m enor atisbo
>cíe la diferencia genérica que separa su filosofía de
la ciencia de D arw in, pero al m enos ve que la cien­
cia de D arw in triunfa por doquier bajo el título
de su propia filosofía, y se com prende que n o le

í 75 H . Spencer, Prefacio a la cuarta edición de los First


Principies, fechado en mayo de 1880. Darwin es citado, en los
' First P rincipes, cuatro veces: § 133, § 159 (im portante), § 166
(sobre la divergencia de los caracteres). En el artículo de la
Wéstminster R eview , mayo, 1, 1857, tras formular lo que en­
tonces llamaba «la ley del progreso orgánico», com o si .pro­
greso y evolución fueran términos equivalentes, Spencer anun-
. daba ya la intención de. extender su ley a la historia de la
(tierra, de la vida, d e la sociedad, del gobierno, del com ercio,
Jefe la lengua, de la literatura, del arte; en resumen, de todo.
(S ise consideraba la noción d e evolución con tal grado de unir
versalidad, donde s e . une al heraditism o, se encuentra por
doquier antes d e Spencer. Cuando se lee él libro, fácilmen­
te legible, d e Loren Eiseley (Darwin*s Century, Evolutión
/and the M en w ho dtscovered it), parece que ya lo hubie-,
ran descubierto muchas personas, incluso Linneo, el patriar­
ca d d «fijism ó»; casi tod o el m undo excepto Spencer, que
fino consigue; más d e dos líneas y una nota (págs. 215-216 y
página 313, nota): «H erbert Spencer, u n o d e los evolucionistas
Ingleses predarw in ian os...» U no siente la tentación de pensar
(que este historiador habla de Spencer sin saber con exactitud
¿quién es. Sana d ifícil encontrar una prueba m ejor de la elimi-
nación com pleta sufrida p or el teórico d e la evolución de Dar-
Jyin, que apenas se interesó p or ello. Juagando desde é l punto
|de vista de la evolu d ón , el siglo m hubiera debido llamarse,
giás bien, « d siglo de Spencer»; A nadie se le ocurrió.
í u
produzca ningún placer. D e todos m odos, es d ¿| ¡j¡
m asiado tarde, y Spencer se da cuenta. «N o d o jjjj
esta explicación con la esperanza de que el m al|gf
entendido actualm ente dom inante desaparezca; sé§j¡
m uy bien que, una vez puestas en circulación, la ¡¡¡¡¡
falsas opiniones de este tip o duran m ucho tiempo,vfj
cualesquiera que sean las refutaciones que se l | j
opongan. Sim plem ente, acepto la sugestión que me
ha sido hecha en el sentido de que si n o digo las rf
cosas tal y com o son contribuiré a perpetuar el mal-;?
entendido y n o podré esperar que se d isip e.» 'JjVf
Esta profecía se ha cum plido. Se continúa p r e ­
guntando quién es, si Lamarek o D arw in, el prim éijj
inventor de la doctrina de la evolu ción, aunque ni?
uño ni otro han reivindicado la paternidad de e s t e
descubrim iento, mientras que a nadie se le o c u r fif
atribuirla a Spencer, que lá reivindica con todo su’j
derecho. E ste nuevo hircocervus, el evólutioñismus^
dartvinianus, da pruebas de lina notable vitalidadJ
Sin duda se la debe a su particular naturaleza d § j
h íbrido de una doctrina filosófica y de una ley d en lf
tífica; teniendo la generalización de una y la c e r í
teza dem ostrativa de la otra, es prácticam ente i n j
destructible. f
¿Q u é pensaba D arw in de ello? Es d ifícil de pre-1
cisar, pues éste, enem igo, a diferencia de Spencer,
de toda controversia, n o era el hom bre indicado
para adoptar actitudes de o p o sició n 76. T odos los

76 Spencer obtu vo de Darwin, en un punto importante, un,


cam bio de vocabulario. H izo observar a Darwin que la expre-i
sión «selección natural» era 'eq u ív oca ; invita a personalizar;
.partidarios de la selección natural eran partidarios
f dé la evolución en el sentido de que ésta era un an-
r ticreacionismo; considerados en con ju n to, form an
lino de esos partidos d e pensam ientos que se unen
por lo que niegan, sin ponerse de acuerdo necesaria­
mente en lo que afirman. Es el caso de muchas op o­
siciones. Naturalm ente, D arw in se encontraba entre
ellos, pues, en efecto, una de sus prim eras posturas
doctrinales era la negación d e la creación de las dis­
tintas especies p or separado. C om o el problem a se
ponía candente al tratar del origen del hom bre, se
;; comprende que la palabra evolución aparezca más a
menudo, o más bien m enos raramente, en La des­
cendencia del hom bre que en El origen de las espe­
cies; ahí es don de él anticreacionism o de D arw in
manifiesta una postura que él m ism o d ijo com partir
icón otros; postura cuya paternidad nunca reivindi-
; có, pero de la qu e, puesto que se trataba de un caso
particular del problem a general del origen d e las
especies, se adm itía que él había proporcionádo la
demostración científica. Si lo hizo o n o es un pro­
blema d e la ciencia, n o de la historia.
Frands D arw in n o tu vo, al escribir la biografía
. de su padre, los m ism os escrúpulos. Estando Char-
íés Darwin a punto de convertirse en el N ew ton
del siglo x ix p o r haber descubierto «la gran ley de

la Naturaleza y a imaginarla escogiendo, com o un sdecdonador


qué procediera a elecciones conscientes. Spencer proponía, en
ilugar de la anterior, esta expresión: supervivencia del más apto.
fBarwin aceptó ampliamente la sugerencia observando de paso
"que la expresión «selección natural», era una metáfora sobre
cuyo sentido apenas cábía equivocarse. Ver L. Eiseley, op. cit
página 748.
la ev olu ción », el m om ento n o hubiera sido aprop| ¡¡¡
d o para subrayar los derechos de prioridad de SpáJJ
cer sobre ella, e incluso algo más que la sim ple pffijjl
ridad: la invención misma de la léy y de su nombifc;0
E l h on or de la fam ilia estaba én juego. Nadie!
hizo más que Frands D arw in para consolidar la|
leyenda de un Charles D arw in apóstol de la evó£
lu ción. «S e apreciará — decía de su padre— , éif :
Autobiografía y cartas que tras la publicación á éE s
origen de las especies, cuando expuso sus opiniones
a la apreciación pública, con cedió im portancia a fi?
aceptación de lá evolu ción, n o de la sélecdón nafí
tu ral» 77. Esta idea de D arw in com o converso tardígl
de su propia doctrina de la selección natural y dé la
selección sexual a lá doctrina dé lá evolución paréeef
éxtíem adam ente frágil: Adem ás, excepto en un pag
saje m al interpretado del que ya hem os hablado, ng,
sé encuentran en parte alguna, én el libro de Frandsi
D arw in, los anunciados testim onios de esté impór-r
tante cam bio de actitud por parte de su padre;-
además, y sobre tod o, la n oción está despróvís}
ta de sentido. Nadie,- ni el m ism o Charles Dárt
w in , podía cambiar una actitud estrictam ente cien!
tífica, com o la selección natural, por una actitudj
científicam ente iriutilizable, com o lo es lá evolir|
d ó n 78. Se concibe qué, ál publicar la autobiografía
77 Frands Darwin, T he Autobiography o f Charles Darwin
and Letters, D over PubliCations In c., Nueva Y ork, sin fecha,
capítulo I X / pág. 175.
78 A qu í consideraremos, a Spencer, desde fuera, como" ün
filósofo; él mismo estaba convenddo de‘ que su teoría de- la
evolución descansaba sobre bases dentíficas sólidas, que -por
otra parte n o pretendía haber descubierto. En su respuesta tí
"¡de su padre, Frands D arw in hiciera desaparecer
d cándido testim onio de la poca estima que tenía
¿Charles D arw in p o r el inventor de la evolución,
v -E s paradójico qu e, de entre dos hom bres tan
diferentes en tod os los sentidos, el m odesto, el
que nunca asistía a las reuniones científicas consa­
gradas a la discusión de su obra, haya recibido la
gloria p or haber sustentado una doctrina que sabía
muy bien n o era la suya y cuya responsabilidad
no sabía si com partir. Es D arw in, y n o Spencer,
quien tu vo los honores de unos funerales nacio­
nales en W estm inster. E l darwinism o d e la evo-
elución n o pertenece a la historia real, sino, a la
de los m itos. Es el fru to de una representación
cólectiva ya incorporada a la prensa y a los partidos
¡intelectuales y p olíticos e hirviente de intereses de
to4o tipo de que ha sido cargada.
H oy día sería una pérdida de tiem po rectificar la
situación. Nunca triunfará donde el .mismo Spencer
fracasó. A sim ism o, es. posible el fracaso si se in­
tenta hacer adm itir la realidad del problem a. Es,
¡se dirá, un problem a de palabras. L o que D arw in
Éord Salisbury, cita cuatro grandes grupos de hechos conside­
rando que expresan la misma historia: los fósiles, la verdad de
las¡ clasificaciones, la distribución espacial de las especies y la
M briología (Lord Salisbury on E vd u tion , ed. cit., pág. 745).
f a versión francesa dice, en lugar de <<these fou r great groups
fy facts», «pues, en estos cinco órdenes de hechos», y añade
un epígrafe que desarrolla las breves indicaciones del texto
inglés sobre los órganos rudimentarios que, llenos de sentido
Bajó la hipótesis de la evolución, están absolutamente despro­
vistos de él en el supuesto contrario (E l principio d e la evo­
lución, pág. 329. E l añadido de la edición francesa es desde
;|i4í0f faits tires d e V em bryogénie...» hasta « ...d e maladies por­
fías m ortettes»).
Etienne GiístS
■1¡f
denom inaba descent era la evolución. P ero esto iij#
es cierto. D arw in jamás d io a su n oción de <cde|¡
cendencia» el nom bre de evolu ción. U n exeelenlj
historiador escribe de D arw in que, en E l origen 1§¡ 1
las especies, las dos teorías «reposaban sobre una
estructura tan com pleja que n o se podía sepaiaj
la evolu ción de la selección n a tu ra l»79. D e hecho,
lo que n o se puede separar, ni en El origen de í ¡ ¡
especies n i en cualquier texto de D arw in, es dlá¡
cen t y natural selection. La selección natural es l l
causa de la descendencia de una especie a partfif
de otra. A sí pues, es cierto que, según el mismo
D arw in, la teoría del origen de las especies es
incom prensible sin la teoría de la selección natural|
y puesto que el origen es el prim er m om ento d e l
descendencia de las especies, la selección natuÉf
es la pieza maestra d e tod o e l proceso. C on el p m
d el tiem po D arw in com pletó su teoría. Para éi§
plicar la descendencia del hom bre añadió la sefecf
ción sexual; igualm ente, adm itió que para una pal
te m odesta, pero existente, la adaptación al medio
y las costum bres contribuían tam bién a explica!
la descendencia de las especies; p ero nunca sustí
tuyo la evolu ción p or la m odificación p or selecdóü
natural; para él eso hubiera significado rem m tii
a una explicación científica y sustituirla p or xsM
palabra.
Quizá una últim a consideración ayude a perdbü
la distancia qúe hay entre ambas doctrinas. Cuañd|
se le pregunta a Spencer a qué llama él evolución
79
G . H immelfarb, op. c i t cáp. X V , págs. 297-298;
¡^Finalidad y evolución 167
/
Jse obtiene la respuesta verbal que ya hem os citado:
;e l paso de lo hom ogéneo a lo heterogéneo con.disi-
{pación de m ovim iento. E sto n o significaba nada
; para e l'b ió lo g o D arw in. Si se le interroga, p or otra
parte, sobre la causa de las cuatro ó cin co clases
dé hechos sobre los que se funda su creencia en
fia evolución (fósiles, clasificación p or escalas^ disr
tribución en el espacio, em briología, órganos rudi-
fm entarios), Spencer contesta que esta causa es fácil
fd e identificar. N o tenem os más que m irar afiu estro
| alrededor para ver p or doquier actuar adunia causa
fgeneral qu e, suponiendo que siem pre h a c in a d o ,
5proporciona la explicación. Considerad cualquier
{planta o anim al, exponedlo a un conjuígo. de d r -
|cunstancias nuevas — n o tan distintas á las prece­
dentes com o para que el cam bio séa ^ íá ta t^ y :
|t.°, la planta o el animal comenzara a cam biar;
fy 2.°, esté cam bio será de tal ín dole que hdaptará,
t finalmente, a la planta o al animal a sus huevas
f condiciones80. f :
r N o se puede encontrar nada más siinplé que este
’ lamarckismo elem ental. Entre la «descendencia» o
la «transform ación», cuyo m ecanism o es la selec­
ción natural, y la explicación verbal que; Spencer
llama evolu ción , hay toda una vida de obseirvacio-
í nes, de com paraciones y de clasificaciones de he­
chos relacionados p or hipótesis, si n o siem pre acer­
tadas, por lo m enos siem pre razonables y pruden-
f tes. D arw inism o y speneerism o n o se com unican,
i son dos m undos diferentes.
* H . Spencer, Lord Sefásbury on Evolution, p a g s.745-746.
La fu sión de estas dos doctrinas bajo el nombré!
que se ha hecho ilustre es un acontecim iento sotíllj
digno de desafiar la perspicacia de los historiado^
res, mas n o es cierto que se pueda, en m odo algu­
n o, destrenzar todos sus h ilos; La cosa viene siendo!
así desde 18 78, en el notable artículo Evólútioñ%
de la Encyclopaedia Britannica, 9 .a edición, Nueva:!
Y ork , 1878, v ol. V I I I , pp. 74 4-7 51. N o m e atte- -
vería a afirm arlo, pero m e in clino a creer que esté-j
artículo es, en parte, responsable del fenóm eno que;
describe, y en cierto m odo quizá explique que el
evolucionism o sea un m ito científico-filosófico es-t
pecialm énte v iv o en los Estados U nidos de Amérg!
ca. Esta síntesis, en efecto, divide el evolucionism o
en dos partes: Evolución en Biología,' cayo autoff
es Thom as H énry H uxley, y La evolución en filo?
sofía,. confiada a James Sully. D ebem os limitarnos,
en lo que a nosotros concierne, a la contribución '
de Thom as H u xley, b iólog o, testigo «apasionado
pero com petente y perspicaz del acontecim iento que
describe. L os com entarios sobre su texto llegarían
hasta el infinito y cansarían al lector. Reproducire­
m os el paisaje principal perm itiéndonos solamente
subrayar las palabras en que se trasluce la gran
habilidad m aniobrera de este b iólog o cuando se
m ete en asuntos de historia. Para él el asunto con-'
siste, recordém oslo, en m antener a D arw in en una
historia de la evolu ción, de la que tan p oco habló;
Tras recordar la prehistoria de la n oción , Huxley
continúa: '
Finalidad y evolución ?. 169

«S in em bargo, el trabajo había sido hecho.


La concepción de la evolución ya era irrefre­
nable y reapareció sin cesar, ba jó una form a
u otra (ver el Bosquejo histórico q u e precede
a El.origen de las especies) hasta el año 1858,
en que D arw in y W allace publicaron su T eo­
ría de la selección natural f sobre la cual W a-
llace n o dice ni una palabra]. El origen dé las
especies apareció en 1859, y quienes, recuer­
dan la época saben que la doctrina de la evo­
lución para entoncés ya ocupaba una posición
y tenía una im portancia que jamás había te­
nido antes [en su nuevo sentido ningún b ió­
logo había hablado. aún de ella1. E n El origen
de las especies y sus demás* numerosas e im ­
portantes contribuciones a la solución del pro­
blem a de la evolución biológica, D arw in se
limita a discutir las causas que han conducido,
que han llevado a la materia viva a su presen­
te situación, adm itiendo así que esta materia
ya había había ven ido a la existencia. Por otra
parte, Spencer y el profesor H aeckel han tra­
tado el problem a com pleto de la evolución .»

>Hay que introducir un filósofo entre los sabios *


para encontrar p or fin un teórico de la evolución!
■Con notabilísim o ingenio, H uxley compara Spencer
j a Descartes» para hacem os olvidar que Spencer no
finventó la geom etría analítica y para dar a su evó-
fk d on ism o filosófico ün vago tinte científico. Te-
infenos, ante, nuestros ojos, el notable embroHo d e !
don de salió el m ito del evolucionism o darwiniano;
M as n o sólo n a d ó en el espíritu d e Thom as Hiíxf
ley ; parece haber surgido un p o co p or doquier;
cóm o p or generación espontánea; pero el artículo"
de la British Encyclopaedia podría servirle de certí:
ficado de nacim iento. N o hace falta decir que, a su
vez, James Suy, autor de la secd ón sobre la evolu-
d ó n en filosofía, concede un puesto a D arw in entre
los filósofos. L leno d e buena voluntad, dice que su;
teoría, en suma, «es un fuerte; golp e al m étodo te|
le o ló g ico » (cosa que verem os negada p or el m isdn
D arw in), pero que le hizo falta llegar a «H erb e§
Spencer, el pensador que ha hecho más que nín|
gún otro p or elaborar una teoría consistente de 1|
evolución sobre una base científica». Y esta ve|
n o hay ninguna correcd ón ni restricción. Speneel
está verdaderam ente en su sitio entre los fifósafosg
el evolu don ism o es, verdaderam ente, una doctrina;
filosófica amparada p or las plumas de la den dáf
pero es auténticamente una filosofía, y Spencer, no
D arw in, es su autor.

Darwin y Malthus

N o es necesario descubrir las relaciones que se;


establecieron desde m uy pron to entre el pensá|
m iento de D arw in y el de M althus. É l m ism o in|
form ó al pu blico de ello 81; p ero nos preocupam os

. 81 «E n octubre de 1838, es decir, unos quince años después;;


de haber empezado m i investigación sistemática, fu i a parar;
leyendo para distraerme, a M althus, D e la población, y codo;
I durante m ucho tiem po sobre el sentido y la im -
fportanda de tal acontecim iento.
: Cuanto más nos ocupam os de D arw in más nos
¡persuadimos de que a partir del día en que con ci­
bió la idea de la transform ación de las especies
¡se sintió encargado de la m isión científica de re­
velar a los hom bres una verdad indudable a sus
ojos; pero esta verdad científica era a la vez el
estaba bien preparado, p or la observación prolongada de las
costumbres de los animales y de las plantas, para apreciar la
lucha que tiene lugar p or doquier, fu i inmediatamente sorpren­
dido p or la idea d e que, a i tales circunstancias, las variaciones
favorables tenderían a ser preservadas y las desfavorables a ser
destruidas. E l resultado había de ser la form ación de especies
nuevas. Tenía con esto, al m enos una hipótesis d e trabajo (a
tbeory by wich to work), pero tenía tal deseo d e evitar todo
prejuicio que decidí n o escribir durante cierto tiem po n i la
más breve nota sobre esta teoría. En enero d e 1842 m e conce­
dí por vez primera la satisfacción de transcribir un breve ex­
tracto de mi doctrina, de 35 páginas; este extracto aumentó
durante el invierno de 1844 hasta las 230 páginas que copié
en lim pio y que aún conservo.» The Autobiograpby of Charles
Darwin and Selected Letters, publicadas por Frands Darwin,
Dover .Publicatians In c., Nueva Y ork, s. a., págs. 42-43.
Para quien con oce el perfecto candor de Darwin, este testi­
monio es literalmente verídico. P or otra parte, n o dice en él
que deba á M althus la noción d e selección natural. P or el con­
trario, este pasaje sigue a otro en que dice, expresamente:
«Pronto v i qu e la sélecdón era la dave del éxito del hom bre
en su ptod u cdón de razas animales y vegetales útiles. Mas
cómo podía aplicarse la selecdón a organismos vivos en la na­
turaleza siguió siendo para m í, durante d erto tiempo-, un miste-
terio» ( op. cit., pág. 42). Añadamos que si bien pu do encontrar
en Malthus aplicadones directas dé la ley de la póbladón a
jas espedes vegetales y animales, Darwin n o parece haber teni­
do con den d a de deberle nada en este sentido. E s su experien­
cia de naturalista, incomparablemente más rica que la de M al­
thus, la que fu e iluminada por el libro ide Malthus. Encontró
la razón dé la selecdón natural: la despropordón permanente,
necesaria, entre é l credm iénto d e lás fuentes alim entidas y el
de la pom adón.
Se puede consultar con provecho el estudio crítico de este
Etienne Gils®
* V /> rá

envés de im a certeza religiosa que había perdido.|


L o antirreligioso siem pre participa un p oco de lq|
religioso. Estrictam ente hablando, una negadór|
científica ele lo religioso no tiene sentido, puesto}
que ambos órdenes son m utuamente ajenos y p or!
que no hay un sentido de la palabra verdád qué
sea com ún a am bos órdenes, en virtud del cual pu­
dieran ponerse en contacto los susodichos órdenes."
Y sin em bargo, esta distinción abstracta es des:
m entida p or la psicología del creyente. H ay en él
D arw in sabio un propagandista encargado por sií
propia conciencia de liberar a los hom bres de un'
error dañino. N o habiendo dudado jamás de l f
verdad literal dél relato del G énesis, sé extrañé
al encontrarse ante su nueva idea. E n su espíntti

punto por Camille L imoges, La Sélection Naturelle, París;


PDF, 1970, págs. 29-31, 77-81. Es d ifícil debilitar el testimonio
decisivo del mismo D arwin en la Introducción a El origen de,
las especies: «Pasaré de ahí a la variabilidad d e las especies á f
su estado namral. Buscaremos ahí cuáles son las circunstancias
más favorables para la variación. La lucha p or la existencia en­
tre todos , los seres organizados , del mundo* qué es una conse­
cuencia inevitable de la alta proporción geométrica de su cre­
cim iento, será tomada en consideración. Se trata de la doctrina
de M althus aplicada a la totalidad de los reinos animal y vé
getal». This is tbe doctrine of Malthus, que sólo explica cómo
pueden los más aptos tener más posibilidades de sobrevivir^
«and thus be naturdly selected». Malthus, pues, puso a Dan
w in en d cam ino de la solución de un problem a que n o ha¡
bía planteado él mismo.
E l puesto exacto del principio de Malthus está nuevamente
señalado con exactitud en la última frase de El origen de M
especies: «U na tasa de crecim iento lo suficientemente devadá
com o para conducir a una lu dia por la vida y, en consecuencia,
a la selección naturd, que im plica la divergencia d e caráctd
y la extinción de ías form as menos m ejoradas». La cursiva es
nuestra.
?se habría derrum bado un m undo ante el em bate
fd e su espíritu. M uchos de quienes hoy juzgan que
, inquietud n o tenía ob jeto, entonces hubieran
compartido su tem or. Son com o quienes se extra­
ñaban, en el siglo x i x , de que en el siglo x v í i se
: hubieran p o d id o juzgar peligrosas para la fe las
tesis de R ichard Sim ón 82. D arw in, p or lo m enos,
tuvo la valentía de aceptar su propia idea con todas
sus consecuencias. En una carta á su am igo Joseph
Hooker, fechada el 11 de enero de 1844, es decir,
unos quince años antes de la publicación de E l ori-
igen dé las especies, D arw in decía: « A l fin m e han
llegado algunos destellos, y estoy casi conven cido,
contrariamente a la opin ión de que partí, de que
; las especies n o son (es com o reconocer un crim en)
inmutables»®3.
■ ® Sólo se trata de una analogía de situaciones. Hemos ha­
lla d o de la im portancia que tuvo, a los ojo s de Darwin, el
¡problema verdad científica/verdad revelada. Úna observación de
1‘C." Límoges {La Sélecfion nafurélle..., París, PUF, 1970, pá-
fgina 152) nos muestra que el hecho ya ha sido reseñado: «E n
|resumen, W . F. Cannon («T h e bases o f Darwin achievement:
fá revaluation», Victorian Studies, 1961, 1962, 5, págs. 109-
1134) tendría razón al insistir en la importancia qué tuvo la;
^teología natural para el nacim iento del darwinismp. Pero lo
fque proporciona esta teología n o es tanto él armazón de la:
¡iiueva teoría com o él terreno de la ruptura»: Si W ; F. Cannon
f realmente habló de conflicto con la «teología natural inglesa»,
f convendrá rectificar, diden do, simplemente, «con la teología»,
£pues la crisis d e que d mismo Darwin h abló en múltiples oca­
siones, se produ jo eii d terreno de la fe y en relatíón al Gé-
íQésis, qué, com o la mayor parte de sus contemporáneos (más
filo todos), juzgaba inconciliable con la transformación de las
fespedes.
. 83 «A f'last gleams of ligbt havé come, and I am. almosf
fconvinced (quité cpntrary to the opinión I started with) that
jijpecies bave not (it is like conféssing a murdér) inmutable,
íneaoen forfend mé from Lomareis nonsense of a ‘tendency
Si las especies n o son fijas, ¿cual es la causad
de sus variaciones? D arw in n o podía en m odo al|
guno olvidar el problem a, que había sido plantead«*
antes que p or él p or Lam arck, cuya doctrina cono|
cía lo suficientem ente bien com o para sentirse m-\
torizado a rechazarla p or absurda. Su propio des*"
cubrim iento de 1844 n o era, para él, el de la variar
bilidad de las especies sino porqu e le descubría a
la vez la causa de sus variaciones. Partir de La-;
m arck hubiera sido partir de un Bu£fon más osadc^
y técnicam ente perfeccionado; el m ism o D a rw if
n o creyó verdaderam ente en la transform ación de
las especies hasta qu e pudo entrever la causa d|
sus transform aciones, la selección natural, en 1§
que Lam arck n o había pensado. La teoría estu yi
virtualm ente com pleta en su espíritu cuando diáf
tinguió los datos esenciales del problem a: la lucM
por la vida, las variaciones espontáneás en el seno!
de las especies con la tendencia a la divergencia
que arrastran, la transmisión hereditaria de las|
a
to progression*, 'adaptations to the slow willing of animal*, etc,|
But the conclusions I am led to aire not widely different from^
his; though the means of change are wholly so, I think I hovel
found out (here is presumption!) the simple way by wicM
species become exquisitely adapted to various ends.» Carta^af
H ooker, 1844, en Autobiography..., ed., d t., cap. X , pág. 184i|
Este texto n o tiene desperdicio: l.°, n o hay «tendencia al pro|
greso», lo que distingue a Darwin del grupo progresista d i
Lamarck, Spencer, Bergson, etc.; 2.°, contrasentido de Darwin¡
en cuanto a la «voluntad» de Lamarck, que Darwin, igualmei¿|
te, reprochará a otros haber com etido en cuanto a la «selé^l
ción » de su propia doctrina; 3.°, la novedad de su doctrina;
n o reside en la m utabilidad de las especies, sino en la explica^
d o n d el cóm o de tales mutaciones; 4.°, la exactitud de 1É
adaptadón de las especies y de sus variantes a sus fines.
^variaciones favorables a la perpetuación de la es-
Jfpécie y, en fin, la analogía existente entre los efec-
tos de la selección natural y los de la dom esti­
cación.
% Esto últim o es desconcertante, pues argumentar
j sobre la dom esticación en relación a la selección
i natural es com parar un caso de transform ación in­
tencional y dirigida, con los casos en que la causa
dé la operación es desconocida. Q ue los criadores
; aprovechen ciertas variaciones espontáneas y las
^favorezcan para obtener una nueva variedad es un
hecho, y además un hecho inteligible. E n la crian­
za hay un seleccionador consciente que efectúa una
elección intencional cuyo fin, the end, es la obten­
ción de una nueva variedad. Es el triunfo d e ; la
¡finalidad. P or el contrario, la selección natural n o
implica un seleccionador. A D arw in se le reprochó
bastante Ja expresión, y él creía que sin una ver­
dadera justificación; pero nunca renunció com ple-
?lamente a ella, ya que respondía a una necesidad
dé su esp íritu 84.

v.lM D ecir que la analogía entre selección natural y selección


artificial o dom esticación ocupa en el darvinism o un lugar se
■¡indario sería ir contra las reiteradas declaraciones de Darwin.
Siempre consideró esta idea lina de las más fecundas que tuvo
y atribuyó los errores de los demás a que n o la hubieran te­
nido a su vez: «E n cuanto a los libros sobre este tema (la mu­
tabilidad de las especies), n o los conozco sistemáticos, excep­
ción hecha del de Lamarck, que -es una verdadera chapuza
(tübbish), pero se han escrito m uchos desdé el punto de vista
dei la inmutabilidad de las especies, com o los de Lyell, Prit-
chárd, etc. Agassiz proporcion ó los argumentos más sólidos en
pío de la. inmutabilidad. Isidore G eoffroy Saint-Hilaire escribió,
algunos ensayos buenos a favor de la mutabilidad en las Suites
¿ Bttffon tituladas Zodogie genérale... Crea que todas estas
Se ha querido definir un planteam iento purotdeB
problem a m ostrando que la analogía de dos seleJí
d on es, la natural y la artificial, n o es, al respect^:
un dato esendal. Para razonar así, el historíáddfc
tiene que sustituir un problem a científico real por^
aquél que se planteaba realm ente D arw in; ¿y cóck|
estar seguro de no dejar de lado uno de los datój
necesarios? Para explicar com pletam ente la £orm ¿
d o n de nuevas espedes a partir de variadones
pontáneas convertidas en hereditarias, hacía faltar
explicar la ortogénesis, es decir, m ostrar por qué;,
o cóm o, algunas de esa variadones se órdenaá
según una serie lineal, para dar finalmente en
ganos nuevos. D arw in n i quiso contentarse con el:
azar iii invocar la finalidad para explicar este nota­
ble fen óm en o que hay en el centro del problema?
Para hablar de ello sólo disponía de un caso anáí
lo g o , el de la dom esticadón de los horticultores
y criadores. Pues ellos escogen con inteligencia
veces, sélecdonan con d erta genialidad; y ha­
blar de selecdón natural n o és otra cosa que sugerí
que, en la naturaleza, tod o sucede com o si se vietí
en ella la actuadón de un seleccionado?, del qué
se sabe, sin em bargo, que n o existe. La noción no,
es extra-científica más que si se olvida el hecho aP
que corresponde.
; . -'- v >

posturas absurdas provienen de que, al menos p or lo que yo,


sé, ñ o se ba abordado el tema p or él aspecto de la variación
en régimen de dom esticación, y falta p or estudiar todo lo que
sé sabe sobre la dom esticadón.» Carta a H ooker, cf. en Autog
biography, ed. d t., pág. 184. En cuanto a las observadoras
qúe siguen, ver Apéndice 11, sobre ía selección artificial cuási-
«inconsdente».
pfvju» • * . *k ♦ •

Finalidad y evolución 177


f’ /
fi Hemos visto cóm o aseguraba Darwin que había
leído a Malthus para distraerse (fo r am usem ent);
pero que esta lectura le había encontrado bien pre-
|arado para apreciar la doctrina de la lucha p or la
asistencia. Y a persuadido de la m utabilidad de las
Especies,, v io tam bién en la lucha por la supervi­
vencia un m edio de explicar que fuera posible una
íutoselección sin .seleccionador para proceder a ella,
|n La descendencia del hombre as, Darwin rem ite
ijí lector al m em orable ensayo Sobre el principio de
.
í 85 T. M althus, On th e P rincipie o f P opulation, as it
iffects th e Future lm provem ent o f S ociety, Londres, 1836,
oíumen I, págs. 6 y 517. Darwin citaba a Malthus por la
eka edición de la obra, que era una reimpresión de la quinta
dición revisada, publicada- en 1817. La referencia! de La des-
éndencia d el hom bre a Malthus está en 1 ,2 , ed.. cit., pág. 275.
iobre el problem a de la. relación Darwin/Malthus, ver C. Li-
[pGES, op. c it., págs. 77-81. Malthus hizo viviente y , para él,
asomante, la imagen de ía lucha por la vida; la d otó de un
¿pacto intelectual/ E l cuaderno de notas de Darwin habla,
iduso, de una frase de Malthus com o de su atusa: «E l po-
lamiento es una progresión geométrica en un período d e tiem-
ó m ucho más corto que 25 años; y sin embargo, hasta una
rase de Malthus nadie se dio cuenta claramente de cu ál.era.
[ gran obstáculo que lo retarda en los hom bres». C. L imoges,
f : cit., pág. 78, nota 3. A lo cual añade: «E ste pasaje de
lalthus ha sido identificado p or Sir Gavin de Beer en la sexta
lición del Essay, I , pág. 6: « 1 / may safely b e pronotinced,
berefore, that th e popidatton, w ben unchecked, goes on dóub-
n g.itself every tioen ty fiv e years, or increase m a geom eirical
ttío». Darwin ya había encontrado en D e Candolle una noción
arecida .<<(...) todas las plantas de un país, todas las de un
igar dado; están en estado d e guerra las unas -con las otras
..)», etc., texto citado por Limoges, op. cit. (pág. 65), pero,
or ht razón que sea, Darwin dijo, que fue la de Malthus la
ódón que le había sorprendido. Quizá su espíritu no estaba
>davía maduro para recoger el mensaje de D e Candolle cuando
►leyó, o quizá, simplemente, el susodicho mensaje le atañía
tás directamente en inglés que en francés, idioma que, com o
. alemán, nunca le resultó familiar. A - decir verdad, no se
ibé..-.
la población en tanto que afecta a la futm am efg
de la sociedad, p o r el R ev. T . M althus. ¿Q u ás¡m
con tro en el d e interesante?
La prim era edición del ensayo data de 1798J
autor, el reverendo M althus, pertenecía al d e i
com o tal se presentaba. Era un excelente h óinj
y , sin duda, un buen cristiano, mas n ò le gustai
los pobres. N o es él, predsam ente, quien
escrito el célebre serm ón de Bossuet Sobre la'-mrn
nente dignidad de los pobres en la Iglesia. Alguilig
contem poráneos suyos se extrañaban de. sus sé$§j
m ientos: «R everen do — le d ijo un d ía -W illilll
Cobbett-— , he detestado a mucha gente en mi vk|¡|
p erò nunca tanto com o le detestò a u sted»
era un hom bre detestable, èra sim pkm enté|||
hom bre con una teoría, a saber: que los pób:
n o deberían existir, y qué, si existen, n o tié n lj
derecho a qu e se les asista. Q uizá com etió el e r| ¡j
de expresarse com o si los m ism os pobres. p u d iéi| j
hacer algo al respecto; su consuelo era que conjjl
nándolos desde su nacim iento en las guarderías | ¡j
rroquiales se resolvía, en parte, e lp ro b lé m ^ | p j
que durante el prim er año m orían en ellas uiK l9
p or 100.68

parson; eñ el siglo x v m hubiáairKp


86• E l texto inglés dice
dich o curé*. «'Parson?, William. Cobbet addresed bim eoitf
temptously, 'I have, during my life, detested many men, but.
never arty one as much as you*.» Citado p ot G . Himmelfarbl
Introducción a su edición de T . Malthus, On Population, Ran¿
dom H ouse, T h e M odem Library, Nueva Y ork, I960, págii
na X X V I.
* E l autor, en efecto, traduce parson por curé; en nuest^l
siglo x v n el equivalente hubiera sido «reverendo». (N. del ■'Bm
Malthus no la combatía, pero esta manera de
rimir a los fuñiros pobres le parecía costosa,
i causa inmediata del mal era la L ey de los po-
J ¡é? (Poor. L a w ). Los detalles de esta ley.no nos
i|Scíernen; nos basta con saber que las tasas im-
pestas a los no-pobres para ayudar ajos.pobres
||bían llegado a tal nivel que los contribuyentes
Jetaban exasperados. Los .asilos parroquiales exir
Ijjpos por la ley estaban, naturalmente, a cargo del
clero; y quizá no nos equivocaríamos mucho al
pénsar que la reacción personal de Malthus contra
Inexistencia de los pobres y la necesidad de.soco-
¡fctles se había instalado en su espíritu como si fue-
amiembro del clero, sino más bienporque lo era.
^ .La existencia de los pobres es perjudicial para
;futuro, bienestar de la sociedad, porque lo que
hace por ayudarles,, si bien es, indudablemente,
pananamente inevitable, acaba por perjudicar, a
^comunidad. Malthus no dijo que no hubiera
-que alimentar a los pobres; mantuvo, simplemen-
que no tienen derecho a ser alimentados, y, cier-
!^o no, su proposición nó es del mismo tono que
leí mensaje del Evangelio.
¡|La demostración, de esto es sumamente simple.
¡Descansa sobre dos postulados y un hecho. Los
¡pstulados son que: l.° La alimentación es necesa-
Jikpara la existencia dd hombre; 2 ? La pasión en-
ijfe los sexos es necesaria y seguirá existiendo, más
bmenos, como hasta ahora. El hecho es que «el po-
Ider que tiene el hombre de poblar la tierra es inde-
pidamente mayor que el que tiene la tierra de pro-
d u d r la subsistencia del h om bre». M editando s o l
este hecho, M althus llegó a proponer una fòrmi
matemática: «L a población , si nada la lim ita, tì*l||
en proporción geom étrica, y los m edios de s u b ®
tenda d el hom bre, en p rop ord ón a ritm ética »^
Es d ifícil predsar si.M althus tom aba su fórmi|i|
matemática totalm ente en serio; mas ésta era, ®
su espíritu, un m odo sorprendente de. exponer e s p
verdad innegable: que, abandonadas al juego tiá8
turai de las fuerzas presénteselas poblaciones dSj¡
cen más rápidam ente que sus m edios de sub&¡§ 3
tenda. D e todos m odos, infería de ¿lio que la
sobre los pobres debería ser abolida, ya que tt|¡|
ley de ese tipo no hada sino perpetuar y mültipl||
car los males a que quiere p on er rem edio. - l p
medidas tomadas en nom bre de dichas leyes actu ii
ban contra la naturaleza, cuya ley es, simplemente^
que la gente para la que no háy alim entos nck
tiene derecho a existir. D e ahí su conclusión, lógi-;"
cam ente correcta pero im pensable en un eclesiás­
tico y en un cristiano, de que «estam os obligados,
por 1¿ justicia y por el hon or a negar formalmente!
que los pobres tengan derecho a ser socorridos^
Seguramente M althus n o aconseje la exterminación^
de los pobres, mas pide que se haga un esfu erft
i ii>—■

87 T . M althus, An Essay oh tbe Principie of Population. v^


ed. G . H immelfarb; estos tactos están en lo que comúnmente:;
se llama tbe First Essay, o Primer Ensayo (1798), ed. c it, csf .
pítu lo I, págs. 8-9, y cap. II , pág. 11. En cuanto a lá supet-\
fecundidad de la naturaleza, y. cóm o excede a la alimentación:
de los seres que engendra, ver W illiam Paley, Natural Tbé&y
logy..., cap. X X V I, Londres, 1821, págs. 394-395. ’ '^
¡¡m •
lÉHalídad y evolución

¿jara obtener de los pobres mismos que se absten»-


de procrear. _ :
Es decir, que h oy vivim os en el tiem po de M al-
th u s' Ciertamente > sería partidario de cualquier
procedimiento anticonceptivo, probablem ente fa­
vorable' al aborto libre u obligatorio, y, en breve,
de todo m étodo legal de lim itación de los naci­
mientos. V ivien do en un tiem po que no disponía
de estos m edios para entorpecer la fecundidad de
?k naturaleza, se dedicaba para ello a los m étodos
¡de los buenos consejos, la exhortación .y, si fuera
|ósible, la persuasión.
‘ ¿‘ Al casar a una.pareja perteneciente a la dase
Inferior, el m inistro del cu lto debería llamar solem ­
nemente su atención sobre «la inconveniencia, e
incluso la inm oralidad» de casarse sin. saber si p o ­
drán mantener a sus hijos. Si, a pesar de esta ex­
hortador!, e l p ob re se casa, cosa a la que tiene
derecho, J a naturaleza se ocupará de castigar esta
Sita, y d castigo será inevitable. E l pobre que se
Casa debe prever qiie tendrá que sufrir las conse­
cuencias de su error. «D eb e saber que las leyes de
fe naturaleza, que son las leyes de D ios, le han
jftmdenado a sufrir, a él y a su fam ilia,, p or haber
desatendido sus advertencias; no tenía ningún de­
techó sobre la sociedad para obtener de. ella la
menor particula .d e alim ento, aparte de la que él
pudiera obtener justam ente p or su trabajo; y no
je queda más que. la caridad privada, que n o llega
muy allá.» Si los padres abandonan a sus h ijos,
debe considerárseles autores de ése crim en. D e to-
Etienne G il!
./¿Ü sjri

d os m od os, los niños « s o n , relativam ente habllgj


d o, de p oco valor para la sociedad, puesto q 8
otros ocuparán inmediatam ente sus puestos» 883B ¡
certeza que: tiene de form ular verdades objetivíf
m ente inatacables era lo único que podía d a r#
M althus la valentía de plantear con sangre fría
tales principios, com o si el niño pobre pudiera ser
considerado responsable de la falta com etida por
quienes le «in fligieron lá vid a ». 1
M as n o es esto lo que podía interesar a Darwin.
E s te : se sintió especialmente sorprendido por el;
otro prin cipio m althusiano: que, sea com o seá; 11
naturaleza elimina necesariamente, p or sí mismai í ¡
m ayoría de sus productos. H a y , en el prim er « I
sayo de M althus, pasajes en que D arw in n o habría
p od id o m enos que reparar. P or ejem plo:
• * 'r '.'i i

«E n el reino animal y en el vegetal k nü|


turaléza ha distribuido con m ano rica y príg
diga las semillas de la vida. En com parad«^
ha. sido parca en cuanto ál sitio y alimenta!
d o n necesarios para hacerlos crecer. Los ge¡|
menes de la vida contenidos en nuestra p@
queña tierra, si tuvieran sufidente. alimenta?
d o n y sitio para extenderse, podrían llenar
m illones de m undos en algunos millares de
años. La N ecesidad, esa im periosa ley de K
'■'té
88 T. Malthus, An Essay on tbe Principie of Population
or, a Viéw of tts Past and Present Effects on Human Happú
ness... (a veces es citado como Segundo Ensayo), ed. cit., pá­
ginas 530-533. íf
naturaleza, los mantiene en los lím ites pres­
critos. Las razas de plantas y de animales se
encogen ba jo esta gran ley restrictiva. Y la
raza del hom bre no puede, con ningún es­
fuerzo de la razón, sustraerse a ella. En las
plantas y los animales sus efectos son el de­
rroche de semillas, la enferm edad y la m uerte
prematura. En el hom bre, la miseria y el vi­
cio. E l prim ero de estos efectos, la m iseria,
es una consecuencia total de e llo ... Esa des­
igualdad natural entre las dos fuerzas, la del
poblam iento y la de lá producción del suelo,
y esa gran ley de la naturaleza que debe equi­
librar constantem ente sus esfuerzos, constitu­
yen el principal obstáculo, para m í insalvable,
que hay en el cam ino de la sociedad hacia la
p erfectib ilid a d »89.

C No se pueden leer estas líneas sin preguntarse


por qué n o inscribió D arw in a M althus entre sus
Ifedecesores, en el Bosquejo histórico antepuesto
á la tercera edición de El origen de las especies.
Probablemente, porqu e el problem a planteado por
Malthüs n o era de índole biológica, y porque, sien-
fo un m oralista y un econom ista, n o tenía sitio
jen una historia del origen de las especies. M althus,
tuyo prohlem á consistía en saber cóm o lograr la
felicidad de Ja sociedad desembarazando a los ri­
cos del peso de tener que alimentar a los pobres,

f j" T . Malthus, op. cit., F irst Essay, cap. I, ed. cit., pági­
nas 9-10.
::W
■ M
uxilÊk

n o se planteaba al respecto ningún problem a/|¡(


selección; n o buscaba en ninguno de ellos las p i jj
tas de variaciones espontáneas que merecieran ||!
pena de ser cultivadas y transmitidas p or herencia®
Una eugenesia malthusiana sería, en sí, posible^
mas n o tom ó form a, mientras que lo que Darwffi
describe es una especie de eugenesia natural y és-l
pontánea. D e entre todos los lectores de Mákhus,"
D arw in es casi el ú n ico naturalista que encontró ;
en M áíthus lo que necesitaba90. Si, com o estojé
fuertem ente inclinado á creer., M althus no debíaí
sü observación a Charles B onnet, se vería aquí, y;
bien visto, un caso único en esa fecha de una cien­
cia del hom bre actuando d é ciencia p iloto para uáa;
ciencia de la naturaleza. M as para D arw in, Malthus/

90 D igo «casi el único» porque hubo por lo menos otro,;


que, por una coincidencia casi increíble, resulta ser Wallace./
V er su carta a A . N ew ton .del 3 de diciem bre de 1887: «En-;
aquella época n o tenía la menor idea de qué Darwin ya hubiVr
ra llegado a una teoría definida, y menos aún, de que fuera
la misma que se m e había ocurrido con frecuencia en Ternate¿
en 1858. La coincidencia más interesante de este hecho és|;
pienso, que yo mismo, com o Darwin, haya llegado a la teoría/
a través de M althus; en mi caso por su inform ación, muy b a ­
sada en la acción de lós «obstáculos preventivos» que limitan!;
la población en las m a s salvajes a un nivel tolerable y bajo.
Esto me im presionó mucho y con frecuencia me ha parecido-,
que todos los animales están necesariamente limitados en su
número — «la lucha por la existencia»— m ientras-que las va-,
daciones, en las que siempre pensaba, debían ser generalmen­
te, p or necesidad, benéficas, causando así el acercamiento dfcí
esas variedades en lugar de. causar las variaciones nocivas si^
dism inución». T h e A utobiography o f Charles Darwin, ed. a t #
páginas 200-201. Toda está historia abunda en detalles prep&f:
rados para desconcertar al historiador, siempre más amigo derv
lo verosím il que de lo verdadero. En todo caso, el historiador
se siente, ante ella, desarmado. ’
? no figuraba entre los naturalistas, luego no tenía
derecho a figurar entre los predecesores científicos
5cld su d octrin a 91. .
S ■Hay tam bién pasajes de M althus eñ que su doc-
f ftriná de la población se aplica expresam ente a las
* plantas y a los animales. Y se aplica a éstos con
una necesidad todavía más estricta que a las p o­
blacion es. E l hom bre n o puede luchar contra la
; superpoblación. Las sociedades pueden conseguir
•producir más alim entos, com o, de hecho, ya lo ha­
teen en nuestros días; pueden, al m enos, intentar
persuadir a los particulares de. que reduzcan el nú­
mero de concepciones y de nacim ientos, persuasión
tanto más efica? desde el m om ento en que pueden
91 Estamos süstandalmente de acuerdo con lá conclusión de
Caimlle Lim oges: «L o que habría proporcionado Malthus a
Darwin no sería la idea de una ludia por la existencia, por
entonces idea com ún. Sino más bien, la idea de la intensidad
de esa lucha, de su poder apremiante sobre los vivos, la idea
de una. progresión geométrica que implica que se ejerza una
«presión» constante sobre los vivos, engendrando necesariamen­
te entre ellos úna guerra incesante, form a ancestral de la po­
pularon pressure de la actual genética de las poblaciones». La
selección natural, pág. 79. E l autor añade a continuación: «E so,
7 nada más». Esta restricdóii significa que, según él, «es d u ­
doso que esta aportadón de Malthus fuera indispensable para
la constitución de la teoría» (pág. 79; cf. pág. 152). H abría,
en ese caso, dos historias de la d en d a; la que consiste esen-
cialmente en la biografía intelectual de los sabios y la que n o
.pretende sino entender «la form ación y las transformadones
dé los conceptos, de las teorías dentíficas y de los m étodos de
investigación». E l problem a se plantea en términos análogos
para la historia de la filosofía, en la cual también se observan á
menudo necesidades impersonales de pensamiento y, a la vez,
la contingencia de la biografía; pero, a fin de cuentas, la filo­
sofía n o existe sino por los filósofos, com o la den d a por los
dentíficos; la contingenda inherente al orden de los aconted-
, mientos humanos, incluso si se la quiere abstraer de la d e n ­
l e s , por lo menos, inseparable de su historia.
(las sociedades) poner a su disposición más médic¡
de hacerlo, mientras que la naturaleza no puede i®j
cer nada para im pedir a una especie vegetal o a||
mal invadir toda la tierra — hoy.se diría tod o el utij
verso— . La naturaleza se contenta con provoca^
por m edios azarosos y groseros, una especie d§
autolim itación de las especies. Esta se preocupaf
en la lucha p or la vida, de mantener permanenti
la m ultiplicación de los seres vivos asegurando
supervivencia de los más aptos y la correspondiente
elim inación de los inadaptados. D arw in aplicó un|
ley de econom ía política a sus propios fines bÍok§
gicos. A unque una vez escribiera la expresión « lii
cha p or la vida » 92, M althus nunca pensó en uüf
«selección natural», que es algo p rop io de Darwin;

Evolución y teleología

D arw in se había planteado el problem a del ori­


gen de las especies, pero, com o otros antes que
él :— B u ffon y Lam arck, por .ejem plo-r-, había lle­
gado a pensar que las especies n o existen, que no
hay más que variedades. O , p or lo m enos, hay
m om entos en que el zoologista, que observa y des­
cribe a los individuos tal y com o los ve, considera
característico de una especie a un espécim en qué|
un m om ento déspués, considerará com ò un caso!
de sim ple variedad. Las especies mismas, tras sei
reconocidas com o tales, están prestas a distinguirsé
p oco después. «Tras describir un conjunto d e fori
92
«Síruggìe fo r existente», M althus, F irst Essay, cap. Iü|
SEmalidad
fe??*- *• y
J evolución
s^'í, f
fmas.. com o especies distintas, abandono m i manus­
c r it o para hacer de ellas una sola especie, y lo aban­
d o n o de nu evo para volver a considerarlas especies
distintas, tras lo cual hago de nuevo una sola espe­
je e ; cuando m e pasaba esto, rechinaba los dientes,
fiüaldecía las especies y m e preguntaba qué pecado
í había com etido para ser así castigado p or la for­
tuna» 93. La com plicación era tanto más inevitable
cuanto que, com o D arw in repitió con frecuencia,
la continuidad de la escala de los seres, cada grado
de la cual se funde insensiblem ente con los que
í la preceden y siguen, es uno de los mas sólidos
\argumentos en favor de la transform ación de las
especies. C om o un crítico señalaría, con toda jus­
ticia, más adelante: «E l origen de las variacio­
nes, cualquiera que sea, es el verdadero origen
de las e sp e cie s»94. E l m ism o D arw in afirma que
estas variaciones son espontáneas, o que en toda
especie hay una «tendencia a variar». A sí pues,
no hay .mucha seguridad de que haya especies es­
trictamente definibles; y si nos dejam os llevar por
el* pensam iento de que toda presunta especie es
como, una variedad dé otra especie, el problem a
|de su origen pierde su sentido exacto. Cuando se
Isuponía «fija s» a las especies, se podía esperar
¡Saber qué eran exactam ente; ahora, desde el m o­
fe :” . Carta a J. D . H ooker,- 25 de septiembre de 1853; en
The A utobiography..., cap. X , pag. 188. Es cierto que Darwin,
que se conocía, bien, añade prontamente: «M as debo advertir
fque quizá en otra dase de trabajo m e hubiera sucedido alguna
¡cosa casi sim ilar». .
w ■Sam ud Buker, atad o por Gertrude H i m m e l f a r b , op. cit
fpapítulo X V , pág. 305.
m entó en que dejan de existir, no hay posibilidad
de buscar su origen.
En consecuencia,, si se quiere com prender el
sentido del problem a, hay que aceptar su plantea­
m iento darviniano. Supongam os, pues, cuáles son
las variaciones espontáneas que hay en el origefi
del desarrollo. Explicar el origen de las especies
no puede consistir en explicar el de las variaciones!
puesto que aquéllas son anteriores, y, p or tantóf
inexplicables. L o que D arw in quiere saber es cómo;
surgen esas variaciones iniciales, cóm o se co n i
tituyen las form as vivas, cóm o duran é incluso se
perpetúan, com o se ve que, de hecho, sucede. j :
D arw in, recordém oslo, siem pre trabaja sobre es­
pecies ya existentes. N o se pregunta cóm o es po­
sible que las h aya95, sino sim plem ente cóm o puede
95 Y sin embargo, Darwin pensó en el asunto, mas sabién­
dose incapaz de responder, evitó plantearse la pregunta. He-
aquí, p or otra parte, lo que dice al respecto: «Considerando!
di prim er amanecer de la vida, oian do, com o cabe pensar, to-j
dos los seres orgánicos presentaban la estructura más simple^
¿cóm o pudieron ser producidos, es la pregunta, los primeros!
pasos de la progresión de la: diferenciación de las partes? H erí
bert Spencer respondería probablem ente que, puesto que ldstj
organismos unicelulares simples llegaron, por crecim iento o po£Í
división, a estar compuestos de muchas células, o se enconttag
ron unidos a alguna superficie de soporte, entró en acción stff
ley: «las unidades homologas de cualquier orden se hacen::
diferenciadas en la misma proporción en que sus relaciones!
con las fuerzas incidentes se hacen diferentes». Pero en auseni
cia de hechos para guiarnos, es casi inútil especular sobre eUóK
Es un error suponer que n o habría lucha por la existencia iá!
selección natural en tanto n o hubieran sido producidas nurné-f
rosas form as... Pero com o ya he anotado hacia el final de
Introducción, nadie debe extrañarse de que aún quedé tanto
p or explicar sobre el origen de las especies, si se tiene en cuén^
ta nuestra profunda ignorancia d e las relaciones mutuas entref
los actuales habitantes del mundo, y más aún entre los déy
¿ Finalidad y evolución 189
-;f . f
una especie dar origen a otra; pero las especies o
^variedades son estructuras tan com plejas que es di­
fícil.im agin ar que hayan p od id o subsistir en algún
, momento ba jo una form a diferente, Si son aconte-
cimientos, n o se entiende bien que se hayan pro-
; ducido. La actitud de D arw in ante este problem a
' se parece m ucho a la de A ristóteles; más discre­
tamente que Lamarck, pero sin que quepa duda
sobre el sentido de sus palabras, conduce al lector
hasta variaciones tari maravillosas que equivalen
a relaciones de finalidad.
Com o A ristóteles, y n o sólo con ausencia de
[Vergüenza ajena, sino con delectación, Darw in ad­
mira la belleza de la naturaleza. Es sensible, com o
[todos lo som os, al estallido y a la diversidad de
lös colores de ciertos animales, sobre tod o de los
¿pájaros, y de gran num ero de flores; mas aquí no
fíe trata sólo de esa belleza puramente sensible. E l
refinamiento con frecuencia exquisito de que da
prueba la naturaleza en el dibujo de sus form as,
él trazado d e las curvas y sobre tod o la increíble
habilidad de la exactitud de las adaptaciones de
unas partes a otras, y del organism o entero a las
condiciones de vida en que se encuentra, provocan

otras edades». Ch._ Darwin, T he O rigin o f S pecies, cap. IV .


Parece, sobré todo, que puesto que es inútil definir científica­
mente una especie, se debería dejar de considerarla un con­
cepto científico y contentarse con hacer de ella un uso em­
pírico, com o hace el sentido com ún, a quien basta con distin­
guirlas lo suficiente com o para hacer posible la crianza y los
parques zoológicos. N o es razonable buscar el origen de un
objeto dé observación respecto del cual se reconoce la incapa­
cidad para definirlo. .
••©if
en el espíritu
* de Darw in una viva admiración •iní 17Q
S9&
telectual por esta belleza inteligible.
En cuanto a la belleza natural y su apreciad«
propiam ente estética por parte del espectador, D í
w in niega que tengan un origen y un sentido
lógicos. A lgunos naturalistas «creen que muchÉJ
estructuras han sido creadas p or su belleza, a finí
de agradar al hom bre o al creador (si bien estüj
últim o sobrepasa los límites* de la discusión cíérí
tífica), o sim plem ente con vistas a su variedad»!
Si tales doctrinas fueran verdaderas, añade DarwihfJ
«serían absolutam ente fatales para m i te o ría ».'"'-
una firmeza inflexible se niega a disociar lo be
de lo útil. Las flores, las m ariposas, los pájaros
m uchos animales han llegado a ser bellos por. su;
belleza, si se quiere, pero «ésta se ha produddcH
gracias a la selección sexual; es decir, porque losi:
machos más bellos han sido continuam ente prefé-t
ridos por las hem bras, y n o p or agradar a las apre-í
daciones humanas» 90. La selecdón sexual, que tan?
im portante papel juega en La descendencia del:
hom bre, viene aquí a relevar, a la selección natural,^
de la que no es, por así decirlo, sino una variedad, ,
puesto qu e.es el m acho más bello qu ien m ás posi­
bilidades tiene de perpetuar su descendencia. Aquí
la selección natural se hace consciente, intendo-
nal, pues aunque el animal n o la perciba com o tal,
se deja conducir por ella com o ún m edio haciá;
un fin. . . \
La belleza de que querem os hablar es más bien-
Ch. Darwin, T he O rigin o f S pecies, cap. V . ■•V
¡»se g u n d a , la de la m utua adaptadón de las partes
¡¡entre ellas y del tod o a su entorno. Las reladones
^ serv a d a s de qu e ahora tratamos son, sin duda,
¡p ie z a in teligible, y D arw in n o niega, a este res-
fic t o , su adm iración. E s, verdaderam ente, un ma-
lávillarse: «D ic e usted que la adaptación es rara­
mente apredable en las plantas, aunque está pre­
sente en ellas. Y o acabo de observar la orquídea
cbmun y proclam o que con sidero la adaptación en
¿odas y cada una d e : las partes de esta flo r suma-
tóente bella y m anifiesta, e incluso todavía más
¡bella que en el caso d el pájaro carp in tero». H ablan-
I b de la O rchis pyramidalis y de la adaptadón de
¡sus partes, rep ite: «N u n ca he v isto algo más b e llo » .
Y , más adelánte, tam bién a p ro p ó sito d e las plan­
és: «L a belleza d e la adaptación de las partes m e
|átece sin p a r » 97. D a rw in sabe sobre e l tem a más
§ue A ristóteles, p o r lo qu e sus razones para adm i­
rar están m e jo r fu n d a d as; p ero se. trata d e la m is-
na adm iración.
; La distancia q u e hay d e este sen tim ien to a la n o ­
ción de fin alidad es m ínim a : la b elleza d e las adap­
taciones es la b elleza d e lo s m ed ios resp ecto d e sus
fines98. L a a d a p ta d ó n d e un organ ism o ál m ed io y

„ s? j f o Autobiography of Charles Darwin, págs. 322 y 324.


=99 El libro de L. Cuénot, U adaptation, París, G. Doin,
1926 (Bibliothèque de Biologie générale, dirigida por M. Caul-
lery) propone distinciones científicas muy útiles entre acomo­
dación (adaptación individual), aclimatación (de una espede
; que sólo se mantiene por los cuidados del hombre) y natura­
lización (o adaptadón específica), cuando la espede llega a ser
aparte permanente de su nuevo medió. «Una adaptadón es, en
Realidad, la soludón de un problema, exactamente igual que
a sus condiciones de existencia, las adaptaciones de
las partes de un organism o a sus otras partes, no
son inteligibles más que desde el punto de vista de
su resultado final. En ello consiste estar ad-aptados
(ad-apto). E l transform ism o no carece de concieni
cia de esto, pero se siente libre de errores muy-
extendidos. E l prim ero y principal consiste en con-
cebir la finalidad natural com o resultado de uña;
intención prim era, presente en el pensamiento de
D ios y capaz, en consecuencia, si se la discierne^
de explicar la estructura de su obra. D e esta finá^
lidad teológica es D arw in enem igo jurado. N o cabe
duda alguna sobre este punto. E l segundo, relación
nado con el prim ero, es concebir a los viviente^
com o resultantes de una actividad fabricante cuate
quiera. Cuando se reprochaba a D arw in que im%¡
una máquina o una herramienta fabricada por el hombre#!.
Adaptación n o es aquí más que otro nom bre para la finalidad^
La cuarta parte de la obra (L a m étaphysique d e Yadaptatióñf
suscribe (pág. 389*) la conclusión de Ch. Richet (1913): «Si la::
vida ha surgido de la materia inerte, si la inteligencia se .luí
desprendido de la inconsciencia, es porque una ley ha dirigido1
en ese sentido las fuerzas cósmicas. N adie osaría decir que:
esta ley ha querida la vida y la inteligencia, pues la palabra^
qu erer es terriblem ente humana. Pero nadie puede negarse ^
reconocer que el desenvolvim iento gradual de la vida y. deVla ;
inteligencia estaba en el destino del globo terrestre» (págs. 3 f o
390). Se reconoce el venerable antropocentrismo bíblico ieno- i
vado con abundante verbosidad p or Teilhard de Chardin. S(P
bre la presencia d e esta noción en Darwin, consultar Canúlle í
Limoges, «D arwinisme et A daptation», en R evue d es Quesiións
sá en tifiq u es, XIV, núm. 3, ju lio 1970, págs. 353-374/ Estet
estudio considera la noción de adaptación, com o una pieza inne-ií
cesaría d e la doctrina de Darwin. Darwin parece haber, em?
pleado. la palabra en el sentido habitual sin plantearse ninguna.?
pregunta sobre su sentido abstracto. Adaptación significa para ;
él las adaptaciones, las cosas adaptadas unas a otras. Salvo
error por mi parte, ,habla , continuamente de ella, en E l origeé .
^Finalidad y evolución 193
||P3y . r
( ginara la selección natural com o una elección rea-
, lizada p or la Naturaleza, se com etía un error cra so ;.
;p o r el contrario, él quería una naturaleza en que
todo pasara com o si hubiera habido en ella elec­
ción; aunque n o hubiera allí nadie ni nada para
escoger.
...S e'lleg a , así, a la noción de una teología sin
causas finales. C on la única concurrencia de fuer­
zas naturales, tales com o la tendencia a la variación
í espontánea, la com petencia vital m otivada p or la es­
casez de los m edios de subsistencia y la elim inación
fde los m enos aptos que de ella resulta, se diría
fqüe las form as mal adaptadas son eliminadas por
|sí mismas y reemplazadas por las m ejor adaptar
[das, y hay transform ación de especies antiguas y
[adaptación de las nuevas a sus condiciones de
[existencia cada vez más satisfactorias, sin que haya
[necesidad de recurrir a la hipótesis dé una can­
dé k x especies, sin «plantearse nunca el problem a de la adap­
tación». En él sentido habitual se la puede definir, en pasiva,
como el ajuste de dos o más cosas a un estado común o a una
fundón com ún, o , en activa, com o «e l proceso p or el cual
una cosa es m odificada para poder entrar en un nuevo ajuste»
(C. Limoges). P ero un p roceso para pod er n o se. distingue esen­
cialmente de una reládón de finalidad. Si la palabra adapta­
ción no significa más que el hecho en bruto, no plantea nin-
|gúft problem a filosófico; y se tiene k impresión de que Dar-
p in n o k em pleó en ningún sentido distinto. Si significa una
poción abstracta, filosóficá o dentífica, ocupa é l lugar de un
[problema, n o de una soludón. La adaptádóñ n o es un obs-
táculo simplemente epistem ológico; es un obstáculo real. Se
dice adaptación , para evitar d ed r finalidad.' Sobre lo que tiene
de inevitable «qu e él problem a id eológ ico n o puede dejar de
plantearse» y .que «nosotros atacamos tanto sú cóm o com o su
por qué», ver el ú til ejercid o dialéctico propuesto p or Eugéne
Ionesco, P résen t passé Passé présen t, París, M ercure de France,
1968, págs. 136-137*
í -13 -
salidád de tipo'particu lar encargada de dirigir-ítl
operación.
A decir verdad, es d ifícil representarse con exacj
titud la operación. Las variaciones espontáneas
bastan para explicar la estructura inicial, ni taiÉ
p o co las posteriores m odificaciones de la estruc­
tura inicial. Las plantas y animales actualmente qí|
servables sólo pueden subsistir gradas al acuetdl
de las partes qu e los com ponen. ¿Cuál era el pf§¡
pájaro carpintero del que desdende él que nosotros
conocem os? E ste últim o n o subsistiría, o lo há|§
difícilm ente, si su cola, sus patas, su p ico o su lé í¡
gua fueran diferentes d e com o son. ¿C óm o subsigj
fían sus antecesores sin poseer aun las caracterí¡¡
ticas que aseguran en la actualidad la supervivenc|¡
de la especie? Los m ism os evolucionistas recon |¡
cen que, en la form ación de una especie, los más
difíciles de explicar son los prim eros pasos; p é§j
que se produzca toda una serie de modificadonés;
que concurran espontáneam ente a la con stitu d d f
de un organisnao com plejo, es una idea sobre cuyas
posibilidades de verosim ilitud no cabe interrogarse
E l m ism o D arw in no se extendió en la explica-
d o n de este punto. Prefería guardarse para sí las
ideas filosóficas que le venían a la cabeza, mas río
le m olestaba que sus amigos le sustituyeran en el
m om ento de ponerlas en evidencia. En Nature, 4
de jun io de i 874, Asa G ray publicó un artícuLI
titulado Charles Darwin, cuya lectura habría pro|
porcionado a D arw in un inm enso placer, pues era
elogioso y, además, lo era de m odo inteligente?
f
Ijarwin n o tenía gran facilidad para escribir y po-
ílsu ced ef qüe un lector sim pático y com petente
^proporcion ara el placer de encontrar su pensa-
Éénto expresado por otro m ejor de lo que él
supo hacerlo.
«fíY esto fu e lo qu e pasó. G ray d ijo: «R econ oce­
mos el grán servicio prestado p or D arw in a la
piéncia natural devolviéndole la teleología, de m odo
f|£ eii lugar.de enfrentar m orfología y teleología,
pendremos a la m orfología unida a lá teleología».
Darwin respondió: « L o que ha dicho usted de lá
ía me es especialm ente grato y creo que
se había fijado nunca en ello. Siempre he
qüe era usted el hom bre más indicado para
lis e cuenta» " .
l_.Es curioso que dos hom bres tan íntimamente
¡godados a la carrera póstum a de D arw in, su h ijo
jShds D arw in, naturalista com o su padre, y T ho-
!§S'Huxley, quien tenía a gloria ser el perro guar­
ían de D arw in, hayan juzgado útil para la gloria
¡| maestro subrayar este punto. Thom as H u xley
S el darwinism p «d e izquierdas», tan ardiente
||e la provocación com o D arw in pacífico; y lejos
fe limitar el alcance del darwinism o a la selección .
fir a l y a las otras partes propiam ente biológicas
fia doctrina, fu e uno de los que más contribuyó
¡jjiaeer de D arw in e l cam peón del evolucionism o:
Para quien, sea quien sea, distingue los signos
í ios tiem pos, la. em ergencia de la filosofía d e

*~'T-he A utóbiography, X V I, pág. 308.


Etienne Gilsol
r?i
la evolución, avanzando con la actitud de unpr|
tendiente ,al tron o , del m undo del pensamiento ¿3
surgiendo de lim bos poblados por cosas detestables
que m uchos creían olvidadas, es el acontecimiento
más rico en prom esas del siglo diecinueve.» Se-,ve
aquí, al m enos en esbozo, al personaje m ítico, boj
triunfante en los Estados U nidos, que preside ;e
Siglo de D arw in. Este m ism o evolucionism o radi­
cal y ateo es el que cita Francis D arw in atribu:
yéndole la restauración de cierto finalismo. He
aquí el testim onio del m ism o Francis Darwin: . \-

« U no de los mayores servicios rendidos pp


m i padre al estudio de la historia natural e¡
haber reavivado la teleología. E l evoludonis
m o estudia el destino y la significación i
los órganos con tanto celo com o el antigm
teleologista; pero lo hace con unas persj||
tivas m ucho más profundas y coherentes. Tje
ne la reconfortante certeza de obtener así, S
perspectivas parciales de la econom ía del pfe
sente, sino una perspectiva coherente qií
abarca a la vez el pasado y el p resen te...» -i

E n apoyo de está opinión personal, Franq


D arw in cita las siguientes líneas dé Thom as H il
ley, a las que apenas sé hacía casó m: • f¡ 1
ipo La relación Darwin-evolución, generalmente fue extóaj
da y establ«2cida con especial fuerza en Estados U nidos, doo|
Darwin llegó a ser el profeta de una reacción racionalista apt
religiosa, más o menos antibíblica. E sto no constituye una t i
d ó n a su pensamiento, pues él mismo tuvo que escoger enti
«E l más notable servicio prestado por Dar-
. w in a la filosofía de la biología bien podría
ser haber reconciliado la teleología y la m or­
fología, gracias a la interpretación nueva de
ambas que aporta su doctrina. E l antiguo te-
leólogo que suponía que el o jo , tal y com o se
encuentra en el hom bre o en cualquier otro
vertebrado superior, fue hecho, con la estruc­
tura precisa que tiene, con la intención de
perm itir la visión al animal que la posee, en
verdad ha sido herido de muerte. R especto a
ello, tam bién es necesario recordar que existe
una, teleología más profunda que la evolución
ha dejado intacta y que, de. hecho, se basa en
la evolución tom ándola por fundam ento» 101.

| la, selección natural y lo que consideraba era la enseñanza de


f ias Escrituras. La historia de Darwin » 1 Estados Unidos es un
5 capítulo particular de la del evolucionism o. Sobre este tema se
^puede consultar G . Daniels, 'Darwinism com es to A m erica,
plondel, paperback. C on el mismo título, R . J. Lgewenberg,
|pubficado p or R . C . W olf, Fortress paperback.
|; i”! El texto de Thom as H uxley, citado p or Francis Darwin,
§ pertenece a un ensayo sobre T he G en ed ogy o f Ajum áis, en
Academ y, 1869, recogido en sus C ritiques and A ddresses,
jffÜg. 305< y, finalm ente, citado p or Francis Darwin, T h e A u to-
jl í 'ógraphy..., ed. d t., pág. 316. La idea fu e considerada, por
ira cuenta, por muchos sucesores de Darwin; ver, al respecto,
ÍL Cüénot, In ven tiott e t fin a lité en b io b g ie, págs. 94-95; es-
rpecialmente el pasaje tom ado de D e V ries: «E l gran valor de
Lia teoría de la selecdón de Darwin consiste, com o tod o el muñ­
idor;reconoce, en que explica la finalidad en la naturaleza orgá-
jgca por m edio de prin dpios puramente naturales y sin la
pfuda de ninguna idea teológica.» Se ha alabado también a
CDarwin por haber m antenido una teleonom ía que oculta esta
Penalidad que n o se sabría ver. La fórmula cóm ica de esta ope-
|radón es la de Jacques M on od: «L a teleonomía es la palabra
p ie se puede emplear si, p or pudor objetivo, se prefiere evitar
fffi&dad» (Legón inauguróle d e la chaire d e bialogie m aléen-
H ay aquí asertos ajenos a D arw in. Este no
preocupaba de una filosofía de la evolución)
tod o caso, n o se sentía responsable de ella; 3
apreciará, n o obstante, que estos dos testúnoni
de su pensam iento, uno de los cuales era del p é
guardián que a veces le im portunaba con sus lac
dos tan com prom etedores com o superfluos, haj
querido observar que n i el evolucionism o surgida
a partir de D arw in n i su propia doctrina d éla
selección natural habían elim inado la finalidad'
¿Q u é era exactam ente lo que pensaba él?
P oner a la razón en guardia contra las ilusione^
de la im aginación era un lugar com ún de la fiícP
sofía tradicional. K ant fu e el prim ero que denuncio
las «ilusiones de la razón ». Podríam os estar tén£¡
"rt
leáre, 3 d e noviem bre de 1967, Collège de France, núm.' 47^
pág. 9). H ablando de la «propiedad fundamental de todos los"
seres vivos sin excepción: la de ser objetos dotados deug
proyecto que a la vez representan y cumplen con sus opersc'
n es», declara dL mismo autor: «M ás que rechazar esta nc “
(com o han intentado hacer ciertos biólogos), por el contra
es necesario reconocerla com o indispensable para la de
mismá dé los seres vivos. Diremos* que éstos se distinguent;
todas las demás estructuras de todos los sistemas presentes^
el universo p or esta propiedad que llamamos teleonom ia»:h
hassard e t la n écessité. Essai sur la ph ilosoph ie naturelle âel
b iologie m oderne, L e Seuil, Paris, 1970, pág. 22. Sobre '
sucedáneo d e la finalidad ver, además, págs. 27, 29, 32-33:ç
organismo es una máquina que se construye a sí misma» (|
gina 60), es una máquina quím ica construida y alimentada^
las proteínas, cuyas «perform ances têlêonom iques» mantiene
finalmente, «sus propiedades llamadas estereoespecífica s, es dç^
cir, su capacidad de reconocer otras moléculas (incluidas otras
proteínas) por su form a, determinada por su estructúra me
lecular. Se trata, literalmente, de una propiedad discrimináttR
ría (si n o «cognitiva») m icroscópica» (pág. 60). Una teleone
m ía inmanente al ser v iv o y análoga a un conocimiento no
difiere d e la finalidad clásica sino en el nombre. '
Atados a incluir entre ellas el ju icio de la finalidad*
lacias su caso difiere del de las ideas metafísicas cri­
ticadas p or Kant. En cuanto a aquéllas, ni el alma*
ni el m undo ni D ios tienen experiencia sensible de
ellas; la hay de los hechos que él entendim iento
aprehende com o ligados p or la causalidad natural*
"así com o de aquellos' que une entre sí p or la rela­
j ó n de causalidad eficiente. Si se duda de que el
¿’hombre, unidad de su sensibilidad y de su enten-
Ádimiento, perciba las causalidades p or m edio de
j áctos propios p or ver las causas finales com o causas
¿eficientes, se reflexionará con provech o sobre la
^experiencia personal de Charles D arw in.
1
I Este nunca expulsó com pletam ente el fantasma
' de la finalidad. Si ésta es una ilusión, n o pudo li­
brarse de ella. E n su notable carta del 3 de ju lio
a W . Graham , autor de un libro titulado El credo
de la ciencia, Charles D arw in manifestaba tod o el
interés que había sentido al respecto, aunque había
en el tema aspectos de los que no podía dar razón.
«El principal es que la existencia de lo que se
llama leyes naturales im plica la finalidad. Y eso
no puedo adm itirlo.» ( I cannot see th is). Tras ex-
íponer sus razones, hace esta observación, que de-
¡jnuestra lo bien que se conocía: «P ero n o tengo
p l hábito del razonam iento abstracto y puedo estar
pom pletamente extraviado». V iene a continuación
¡juna declaración, inesperada tras lo anterior: «Sin
jfm bargo, usted ha expresado mi convicción íntir
jna, e incluso de manera más chocante y clara de
lió que yo hubiera p od id o hacerlo. A saber, que el
universo n o es fruto del azar». Tom ando el hilo¿É
sigue: «P ero entonces m e surge la misma dudalf
horrible de siem pre: las convicciones del pensará"
m iento del hom bre, que se ha desarrollado a partir§¡
del pensam iento de los animales inferiores, ¿tienen!
algún valor? ¿M erecen alguna confianza? ¿Q u ién !
querría tener confianza en las convicciones del pen- ^
sam iento de un m ono, si es que éste tiene con vic-l
ción alguna sobre un pensam iento de este tip o ? » .!
En efecto, si en el espíritu de los m onos hu- L
biera tales convicciones racionales, éstos serían;
hom bres y sus razonamientos tendrían tanto valora
com o los nuestros. Es desconcertante que sea éU;
autor de La descendencia del hombre quien haya ;
de hacer tal observación, pues, según él, somos .,
nosotros los m onos finalistas; y que fueran monos
quienes la concibieran n o prueba nada en contra V-
de la finalidad.
Un fragm ento de los recuerdos del duque de*
102
A r g y ll nos aporta las que quizá fueron ulti­
mas palabras de Charles D arw in sobre este tema.
Datan de 1882, el últim o año de su vida: «E n el
curso de esta conversación le dije a Darwin, a !
propósito de algunos de sus trabajos más notables;
sobre La fertilización de las orquídeas y sobre Las
lom brices de tierra, así coino de diferentes observa-,
d on es que había hecho sobre los inventos de la na­
turaleza con vistas a ciertos fines, le dije, en fin, que
era im posible observarlas sin ver que eran el efecto

!Q2 Gocrd W ords, abril de 1885, citado por Frands Darwin.'


en su edición de la Auiobzography, cap. I I I , pág. 68.
fe la represión de un pensam iento. Nunca olvidaré
p respuesta de D arw in. M e m iró fijam ente y d ijo :
||Pues mire. C on frecuencia se apodera de m í esa
¡¡¡dèa con una fuerza irresistible; p ero otras veces*,
|y, sacudiendo la cabeza vagamente, añadió: ‘parece
lelejarme’.» Naturalm ente, Darw in pensaba en ello
|como todo el m undo; veía, com o todo el m undo,
' que los sorprendentes inventos que él m ism o había
descubierto en la naturaleza eran, para decirlo con
¿las palabras del duque de A rgyll, el efecto y la ex­
presión de una form a elem ental de pensam iento o
de una fuerza relacionada con el pensam iento; mas,
puesto que la evidencia n o ofrecía posibilidad nin­
guna de dem ostración, él volvía la espalda al tema.
El largo recorrido a que nos ha arrastrado el evo­
lucionismo n o habrá , sido inútil. M uestra que el
problema de la finalidad es inevitable tanto en la
perspectiva de la evolución de las especies com o en
[là dé su creación. D e hecho, hoy día la finalidad
3 e conduce m enos m al que la evolución.
La raíz de las dificultades es la indeterm inación
primigenia d e la n oción de evolución. Significaba
alguna cosa cuando quería expresar el despliegue
de algo que se suponía estaba plegado;' pero Spen­
cer popularizó la palabra con otro sentido, sentido
que nadie puede decir cuál es. Lejos efe ser el des­
pliegue de algo plegado, la evolución de Spencer
ès un p rodigioso sistema de epigénesis en el que
cada m om ento añade al m om ento precèdente algo
nuevo. Y a hem os llegado a im a evolución creadora,
o' al m enos, innovadora y progresista; pero, ahora,
¿cóm o com prender una evolución en la que lo me*|
nos sale d e lo más, donde estaba precontenido, of
donde lo más surge continuam ente de lo menos£
que n o es más com prensible? T am poco la evolución",
lo es, al m enos a título de evolución. Y a n o se habla::
de la evolu ción de un germen que contuviera el1
árbol entero, sino del despliegue de una avalancha,
que no tiene nada constructivo. Las palabras tienen
su im portancia. Evolution prestó, sobre todo, el?
servicio de ocultar la ausencia de una idea. Se em­
pezó a hablar de evolución para decir que todo es^
taba dado de antemano y se continuó hablando dé
ella para decir que tod o lo que acontecía era nuevo.
D e cualquier m odo que los b iólogos entiendan la
evolu ción, explican el m ecanism o de alguna cosa
cuya n oción no pueden definir. Para hacerse una
idea de la logom aquia de las especulaciones preten­
didam ente científicas consagradas a definir esta no:;
ción hay que perderse en ellas 103. S ólo la escolástica

m A ún se encuentran biólogos adeptos a la teoría de la evo- :


Ilición p or vía de. selección natural. Parecen ser más numero^
sos entre los bioquím icos que entre los zoólogos. François^
Jacob (La logique du vivant, París, Gallimard, 1970) es un
buen ejem plo de ello; parece considerar establecido que, bajq|
cualquier form a, la selección natural ha sido probada por los?;
naturalistas. L os que n o piensan así n o aportan, por su parte;?
ninguna dem ostración; ni se toman el trabajo de refutar la$i
objeciones planteadas p or otros naturalistas a la doctrina. La
tesis de Lem oine n o figura en el libro de François Jacob, compx
tam poco la de V ialleton, algunos de cuyos argumentos son tan^
to más eficaces por desenvolverse en un plano de estricto me-:
canicism o: Morphologie génerde. Membres et ceintures din
Vertébrés tétrapodes. Critique morphologique du transfor*
mismet Paris, 1924. Cuanto más de lejos se mira d transfor-:
mismo, m enos problemas plantea.
decadente de finales del sigla xrv d io un espectáculo
parecido. Era inevitable que se llegara a poner eñ
\duda là realidad del ob jetó m ism o de las discusio­
nes. Este resultado n o es tan sorprendente si se
piensa que esta últim a palabra dé la ciencia positiva
del siglo x ix n a d ó del cruce de la econom ía p o ­
lítica, cieñ d a incierta, y de la filosofía de Spencer,
cuyos títulos son similarmente am biguos.
Resum iendo las conclusiones del tom o preceden­
te de la Encyclopédie française, consagrado a los
seres viv os, e l naturalista Paul Lem oine, profesor
del M useo de París, constataba que en lugar de la
confirm ación definitiva del evolucionism o que se
esperaba, se encontraba lo contrario: «E l tom o IV
de la E nciclopedia francesa será, indudablem ente,
un h ito en la historia de nuestras ideas sobre la
evolución: se deduce de su lectura que esta teoría
parece estar en vísperas de ser abandonada104. La
razón de ello es, sim plem ente, que ni siquiera quie­
nes la adm iten puedan explicar cóm o opera ni en
qué consiste. «Las teorías de la evolución, de los
que ha sido atiborrada nuestra juventud estudiosa,
constituyen actualmente un dogm a que tod o el
mundo sigue enseñando; pero cada uno en su espe-
m Rechazar el evolucionism o es, de hecho, criticar la posi­
bilidad de una transformación de la especie en otra especie,
lo quai n o es suscribir el «fijism o». Pueden desaparecer es­
pecies, aparecer otras, y puede haber entre ellas analogías sin
filiación. Toda filiación, si se produce en este plano, se limita
al interior de la especie, com o en el caso del grupo de los
équidos. La especie es, sin duda, más dúctil y plástica de lo
que se supone; n o es una definición lógica. Las conclusiones
de Lem oine se pueden equilibrar con las de Etienne W olff,
Les chemins d e la vie, París, Hermann, 1963, págs. 162-166.
dalidad, zoóloga o botánica, constata q u e,ninguna;;.
de las explicaciones sostenidas puede subsistir; que
se basan en docum entos aportados p or los lam arc-j
kianos, por los darwinistas o p or escuelas ulteriores
que recaban para sí estos dos grandes nom bres.» La V
selección natural, con la cual contaba D arw in para
explicar el cam bio de las especies, n o lo hace, sino
que, p or el contrario, «tien e un efecto conservador
y lim ita la variabilidad de las especies; la selección
favorece la supervivencia de los individuos más '
fieles al t ip o » . La paleontología, con la que se con­
taba para volver a lanzar la doctrina, se ha m os-.
trado igualm ente decepcionante; incluso concedien­
d o a las especies 400 m illones de años para evo­
lucionar, «falta tiem po para hacer evolucionar a
los seres, si es que evolucionan». Brevem ente, y de-
, jando a la Encyclopédie française concluir,

«S e deduce de esta exposición que la teoría


de la evolución es im posible. E n el fon do, a
pesar de las apariencias nadie cree.ya en ella;
y se dice, sin conceder a ello ninguna impor^
tanda, evolución, para dar a entender encade­
nam iento; o más evolucionados y m enos evo-
lu donados en el sentido de más perfecciona­
dos o m enos perfeccionados, porque es un
lenguaje convencional, adm itido y casi obli­
gatorio en el m undo d en tífico. La evolución
es una espede de dogm a en el que n o creen
ya los sacerdotes, pero que mantienen para su
pueblo.
||5. E sto servirá, y hay que tener la valentía de
decirlo, para que los hom bres de la próxim a
generación orienten su investigación en otra
d irección .»

Sería m uy agradable, para el filósofo, poder que­


darse aquí y tom ar esta, negación com o la última
palabra de la ciencia sobre el tema. Mas los natura-
| listas n o nos lo perm itirían. A pesar de las sólidas
f conclusiones de Paul Lem oine, Jean Rostand cree
| deber m antener que «tod os los argumentos dados
|por D arw in, hace cerca de un siglo, siguen siendo
f perfectamente válid os» 105. P ero esto n o significa
|liada, pues el m ism o naturalista había dich o, con
? menos seguridad: «E s una constante que las gran­
des explicaciones de Lamarck y D arw in hayan,
¿n gran m edida, fra ca sa d o ...» 106. Sería bueno saber
cuáles, de éntre ellas;, siguen siendo válidas. D e
entre las de Lam arck, lo reconocem os, ninguna;
pero de las del m ism o D arw in, ¿cuántas se pueden
•considerar dem ostradas?
Parece que esto n o tiene im portancia. La evolu­
c ió n se ha hecho tan incierta que, en lo sucesivo,
rio necesita dem ostración. Actualm ente el transfor­
mismo ocupa una posición inexpugnable: «Y a n o
estamos en los tiem pos en que hacía falta, para ha­
cerlo aceptable, mantener una- explicación plausi­
ble del proceso transform ador. H aber persuadido a
i ■ w Jean R ostand^ «L e problém e de l ’évolution», en L es
grqnds courants d e la b iólogie, París, Gallimard, 1951, pág. 176.
Id ., L'évc& ution d es espéces, París, Hachette, 1932,
pág. 191.
los sabios de la idea evolucionista es la gloria de
los sistemas lam arckiano y darwim ano. Necesarios^
por aquel entonces para sostener el naciente traris-^
form ism o, h oy pueden, ya, desm oronarse sin m ayor;
p erju icio.»
Es otro m odo de decir que la teoría, que pasó al
estado de prejuicio recibido por la opin ión pública;
está de ahora en adelante, com o suele decirse, en el
aire. A fin de proporcionarle algún sostén, el mis- ;
m o naturalista añade que, en tod o caso, la evolu­
ción es un h ech o: «E n tanto que se puéde consi-^
derar com o hecho un acontecim iento al que nadie *
ha asistido y que n o se puede re p ro d u cir»107. Pero,
así com o lo indem ostrable es lo contrario de la
ciencia, lo inobservable es lo contrario del hecho:;
A l llegar aquí tenem os que excusarnos y renuñ-;:
ciar a proseguir el diálogo. Cuánto mas leem os a lós
científicos en lo que han escrito* sobre este punto,
itiás nos sentim os tentados a pensar que, igual qüe:
sucede cón la n oción dé especie, la n oción de e w :
lu ción es una n oción filosófica introducida en là
ciencia desde fuera de ella; y en la ciencia parece-
estar destinado a parecer siem pre un cuerpo e%
trafio.

w Jean R ostand, Dévolution des espèces..., pág. 191;


GE. Les grands courants de la biologie, pág. 178. Un nuevo de->
fensor d e n tífico de la finalidad com o hecho acaba de entrait
en la lid : Pierre-P. Grassé, de la Academia de Q en das: T«|
ce petit'Dieu! Essai sur Vbistoire naturelle de Vhomme, A lb ii
M ichel, 1971, especialmente págs. 46, 55-63. V er pág. 62: « I l
finalidad de hecho, tal com o là constatamos en todo ser vi7tí|
.. ¿no es una construcción del espíritu; existe; y negarla es negar
el hecho biológico m ism o.»
IV ,. B E R G SQ N ISM O Y F IN A L ID A D

} .Cuando Bergson se vio obligado a tom ar en


consideración la n oción de finalidad, ya apenas se
leía a Paul Janet, al m enos en los m edios docentes,
fero Bergson lo había leído. Su libro sobre las cau­
sas finales pertenecía a la filosofía todavía vaga­
mente «cóu sin ian a», y en tod o caso predentífica,
M la cual la enseñanza universitaria creía haber sa-
-Iido definitivam ente.
La historia del lib ro sugiere que el problem a no
labia desapareado todavía. P ublicado en 1876,
fue reeditado en 18 82, en una ed id ón corregida y
aumentada p or un im portante p refa d o \ Cuando,

•' Paul Janet, L es causes finales, segunda edidón corregi­


da; París, 1882. La primera edición data de 1876; es la que
cita Bergson en La evolu ción creadora (en Œ uvres, ed. A . R o­
binet y H . G ouhier, París, P. U . F., 1959), pág. 547. E l hecho
me parece curioso, pues La evolución creadora fu e publicado
en 1907. H abiendo aparecido la cuarta edidón del lib ro de
Janet, que es igual que la segunda, en 1901, Bergson hubiera
podido atar alguna ed id ón que contuviera el muy importante
préfarió escrito.p or Janet para la segunda. Se puede suponer-
(por otra parte, de m odo gratuito), qué Bergson hubiera adqui-
ndo tempranamente un ejemplar dé la segunda ed id ón (tenía,
m ucho más tarde, leí el lib ro, tuve una agradable
sorpresa. Paul Janet n o era, en m od o alguno, el
vago espiritualista en que nos. habían hecho pen­
sar; un pensam iento recto, sobrio y lúcido testi­
m oniaba su deseo de respetar los hechos y de no
confundir biología y filosofía. Janet tenía conod-
m iento de las objeciones al finalism o, incluidas las
que se creía pod er extraer de Claude Bemardj
p ero, sim plem ente, n o las estimaba pertinentes y
decía p or qué.
E n 1 8 8 2 , en el prefacio que escribió para res­
ponder a sus críticos,. Janét resum ió sus conclusio­
nes en tres proposicion es:

«L a prim era, que n o hay prin cipio a priori


de k s causas finales. La causa final es una in­
du cción , una hipótesis cuya probabilidad de­
pende d el núm ero y carácter de los fenómenos
observados.
»L a segunda (p rop osición fundamental) es
qué la causa final es dem ostrable a partir dé la
existencia factual de ciertas combinaciones
tales que su m utuo acuerdo, que es indepen­
diente de ellas mismas, sería pu ro azar, y la
naturaleza entera sería resultado de un acá*,
dente. •
» Y , p o r fin, la tercera proposición es que,
una vez aceptada la finalidad cóm o ley dél

en 1876, didesiete años) y. Hubiera descuidado consultar una


más redente; o , quizá, que lo esendal del.finalism o clásico le
hubiera paread o entonces fija d o de. una vez por todas.
universo, la única hipótesis aceptable para dar
razón de dicha ley es que hay una causa inte­
ligente en su origen » 2.

La tercera de estas proposiciones no es de la


misma naturaleza que las otras dos. D igam os, p or
lo. m enos, que sobrepasa los lím ites de nuestra in­
vestigación. Se trata, en efecto, de la prueba de una
inteligencia trascendente a la naturaleza; mas, pues­
to que tal prueba supone que haya realmente fina­
lidad en la naturaleza, la existencia de la finalidad
natural ha de poder ser constatada por sí misma
independientemente de las condiciones teológicas
eventuales de su posibilidad. Bergson n o dedicó
ninguna obra en particular al problem a de la causa
final, pero era inevitable encontrar el tema en La
evolución creadora, donde lo trata con am plitud.
Siguiendo una táctica tradicional, en la que, por
cierto, sobresalía, Bergson im aginó dos adversarios
opuestos, entre los cuales definiría él, y centraría,
el problem a. U no sería el mecanicismo radical, co­
nocido desde los tiem pos de Em pédocles y periódi­
camente revivido hasta hoy, y el otro, el finalismo
radical, que nunca he encontrado eñ ningún b ió ­
logo o filósofo.
El m ecanicism o pu ro consiste en afirmar que, una
vez extendida la naturaleza y dadas las leyes del
m ovim iento, la estructura del universo entero, in­
cluidos los seres vivos que la pueblan y su historia,*

* Paul Janet, L es causes finales, ed. cit., Prefacio.


puede ser exhaustivam ente explicada. La Mettrie
sería un buen ejem plo de tal doctrina, pero Bergson:
cita una frase célebre de Laplace, que daba una de­
finición de ella tan com pleta com o breve:

«U na inteligencia que, en un instante dado; :


conociera todas las fuerzas de que está ani­
mada la naturaleza y la situación respectiva de
los seres que la com ponen; si, p or otra parte,
fuera tan vasta com o para som eter estos datos
a análisis, incluiría en la misma fórm ula los
m ovim ientos de los mayores cuerpos del uni­
verso y los del más ligero á to m o »3.

Bergson cita otros ejem plos análogos, entre ellos


uno de du B ois-R eym ond y un tercero que nos
afecta más de cerca porque está extraído de Thor:
mas £L H u xley, el perro guardián de D arw in, y nos
conduce a la evolu ción :

«S i la proposición fundamental de la evo- i


. lu ción es verdadera, es decir, que el mundo
entero, lo animado y lo inanim ado, es. resul­
tado de la interacción mutua, según leyes de­
finidas, de fuerzas por las m oléculas de cuyá
prim itiva, nebulosidad se com ponía el uni­
verso, n o es m enos cierto que el m undo actual
, repóse potencialm ente en el vapor cósm ico, y

3 Laplace, Introducción a la. teoría analítica de las p o - :


habilidades, en Obras com pletas, v ol. V II, París, 1886, pág. VI,
citado p or Bergson, Œ uvres, págs. 526-527.,
que una inteligencia suficiente hubiera p od i­
d o, con ocien d o las propiedades de las m o­
léculas de dich o vapor, predecir, p or ejem plo,
el estado de la fauna de la Gran Bretaña en
1268 con tanta seguridad com o cuando se
dice qué pasará con el vapor de la respiración
durante un día frío de in viern o» 4.

f Estas románticas profesiones de fe cientificistas


son de interesante lectura en un tiem po com o el
^ nuestro, en que, quizá provisionalm ente, p ero de
i hecho, el espíritu ya n o se escandaliza p or la noción
¿ de un prin cipio d e indeterm inación difícilm ente
! conciliable con tales determ inism os proféticos. Es-
> tos no podían tom ar p or sorpresa a Bergson, que
conocía dem asiado bien a Spencer para considerar-
f los inesperados.
" Los oyentes de Bergson en el Collège de France,
? que, en uno de sus «cu rsillos», le oyeron comentar
r ío s primeros principios de Spencer, quizá se lleva­
ran la im presión dé que con éstos (prim eros prin­
cipios) había acabado este género de *evolucionis-
mo. C om o había de decir más adelante el niismb
: Bergson, « e l evolucionism o spenceríáno tenía que
J■ser, más o m enos, com pletam ente reh ech o», a no

;•'./ O tado por. Bergson, Œuvres, pág. 527,. sin señalar su


¿oflgeo. .Estos, ejem plos son excelentes, pero en biología pocos
- modemos igualaron la habilidad del mecanicismo dé algunos
Santiguos; ver la crítica de las biologías mecapicistas de Epicuro
y Ásdepiadeo p or el peripatético Galiano (s. I I antes d e J. C..) :
.De las-jacultadesnaturales, 1, I, cap. 12 y sig.
ser que se le devolviera la duración real que Spencer
había excluido de é l 5.
Y , sin em bargo, Bergson conservaba algo impor­
tante del evolucionism o de Spencer: un asentimien-,
to sin reservas a la realidad de la evolución. Coino.
Spencer, Bergson la consideraba una certeza cuasi-
dem ostrada p or las mismas razones que hemos
visto alegabai Spencer:

«E s inútil entrar en detalles sobre las obser­


vaciones que, después de Lamarck y Darwin
han ven ido a confirm ar más y más la idea de
una evolución de las especies; m e refiero a la
generación de las unas p or las otras a partir
dé las form as organizadas más sim ples. No
podem os rehusar nuestra adhesión a una hi­
pótesis que tiene para sí el triple testimonio
de la ¡anatomía com parada, de la embriología
y de la p a leon tolog ía »6.

5 La pensés et le mouvant, en Œuvres, pág. 1256.


6 Bergson no consideraba la evolución como una verdad es­
trictamente demostrada; la consideraba científicamente cierta
en su orden: «D e m odo que, en resumen, la hipótesis trans-
form ista aparece cada vez más cóm o una expresión al menos
aproximativa de la verdad. N o es rigorosamente demostrable^
sino que, aparte de la certeza que proporciona la demostración
teórica o experimental, queda ésta probabilidad indefinidamen­
te creciente que suple la evidencia y tiende a ella como a su
lím ite; tri es el tipo de probabilidad que presenta el transfor­
m ism o.» La evolución creadora, en Œuvres, op. cit., pág. 515.
Incluso si se probara que el transformismo es friso , sobrevi­
d a una dóble tesis: l .° , la clasificación, que subsistiría en
cualquier caso, supone «una relación de filiación, por así de­
cirlo lógica, entre las form as»; 2 .°, com o también subsistirían,
los datos de la paleontología, habría que admitir im a relación
A los biólogos actuales les com placería poder
, compartir esta triple certeza. Bergson no tenía nin­
guna duda al respecto; consideraba que «la ciencia
ha m ostrado, p or otra parte, en qué efectos se
manifiesta la necesidad, en toda la evolución de la
vida, de los seres vivos de adaptarse a las con dicio­
nes en que se hallan». D e hecho, n o heredaba esta
noción de la evolu ción de Lamarck ni de D arw in,
sino de Spencer. Incluso suponiendo que Lamarck
y Darwin hayan sido evolucionistas sin saberlo, se
violenta su pensam iento si se le atribuye una n o­
ción, filosófica más que científica, inventada de este
; modo y popularizada por Spencer. D arw in era un
v-. biólogo; reflexionando sobre el cúm ulo de hechos
que había observado, con cibió la idea de explicar
la transform ación de las especies p or la selección
natural; estaba dispuesto a hacer el sitió oportuno
a otros principios de explicación si los hechos lo
exigían, pero nunca pensó, al m enos a sabiendas,
„ más que en los lím ites de los hechos. Cuando se
dedica a soñar en ello, es consciente de que lo hace.
^ Como Spencer, Bergson generaliza, com o un filósofo
. en busca de un saber «com pletam ente unificado»,
sobre la fe en una ciencia que no es obra suya y
de la que ñ o tiene ninguna experiencia personal.
Extrapola la ciencia ajena.

de sucesión cronológica entre tales form as; «Pues la teoría


^evolucionista, en lo que de importante tiene a los ojos del
filósofo, no exige m ás.» Ibid. E n cuanto a Spencer, «L e mé-
canisme et la v ie », en U énergte spirituélle, ed. cít., pág. 8 2 8 ;
¿comparar con la respuesta de Spencer a Lord SaHsbury ci­
tada anteriormente, pág. 144, n. 6 1 .
Se puede uno preguntar si este hecho no afee-
taría a su refutación dialéctica del evolucionism o dé-¿i|
Lam arck y de D arw in tal com o éste los compre% f
día. Su intención era presentar una interpretación j
filosófica nueva, y m ejor, de una doctrina que, en S
Lam arck y D arw in, pretendía científica. La «filoso- .
fía zoológ ica » de Lam arck sólo lo es a la manera
positivista de aquellas cuyas más libres reflexiones I
se m antienen al entrar en contacto con los hechos *
que han observado. La adm irable crítica paralela
d el m ecanicism o radical y del finalism o radical pier- -
d e gran parte de su pertinencia cuando se sabe que
es una crítica filosófica de actitudes científicas que ;
sus autores n o habían universalizado expresamente. 5
A l pensar D arw in en las variaciones espontáneas y \
en los efectos de la dom esticación, le parece que la 1
selección natural puede explicarlos; sobre todo, *
piensa que tod o es preferible a la creencia teológica ;
en actos de creación separados; así lo dice, y no hay
más que añadir. M ás propio del siglo x v m , La- ;
marek se acom odaría a un A u tor de la Naturaleza, ;
y lo dice con m ayor firmeza que D arw in; pero lo *
que le interesa, sobre tod o, es el hecho de que teñ- .
gan lugar variaciones observables en los animales
y plantas a quienes se cambia de clim a y de habitat.
Bergson hace su crítica com o si fueran dos momen­
tos posibles de una filosofía evolucionista que, eL,
realidad, sólo pertenece a Spencer.
La presendá de este últim o se descubre a veces,
en fórm ulas cuyo origen n o ofrece lugar a dudas. ,
P or ejem plo: «la filosofía evolucionista extiende sin
- . Bergsonismo y finalidad

dudar a las cosas de la vida los procesos de expli-


t cación que han resultado satisfactorios en el caso
- de la materia bru ta». Spencer así lo hizo, p ero no
- Lamarck, ni D arw in. H abiendo detenido ellos mis-
- in'os su búsqueda, los sustentadores del evolucionis­
mo concluyen: «E l absoluto no pertenece a nuestra
jurisdicción; detengám onos ante lo Incognosci-
. b le » 7. Una vez más, también en este caso ofrece
Spencer a D arw in una diana más cóm oda que La­
marck y D arw in. N o pretendem os que la crítica
bergsoniana n o afecte a Lamarck y D arw in; les
afecta en la m edida en que su pensam iento cientí­
fico haya sido incorporado p or otros a un pensa­
miento filosófico diferente del suyo tanto p or sus
, métodos com o p or su fin. E l evolucionism o a que se
encamina la crítica bergsoniana, el de Spencer, ex­
cusa por su naturaleza filosófica el filosofism o de su
refutación; mientras que el que pretende Bergson
establecer en sustitución es un evolucionism o tan
. filosófico com o el de Spencer. En este sentido, Berg­
son es una continuación de Spencer.
Esto explica otro carácter del bergsonism o b io­
lógico: com o el de Spencer, es un evolucionism o
optimista. Inspirado sin saberlo en el optim ism o
de Leibniz y de C ondorcet, Bergson confunde las
nociones de evolu ción y progreso. E l optim ism o no
es un com ponente necesario de la idea de evolu­
ción. Incluso si conviene admitir un progreso en
conjunto, hay que reconocer que el estrago es de

' Vévdution cr¿atice, Introducción, op. cit., págs. 490-491.


cuidado en el detalle. N i B uffon , sensible, sobre
tod o, a la «degen eración » de las especies, ni Dar-
w in , que se consuela con el pensam iento de que la;
m uerte es generalm ente rápida y p oco dolorosa, sé
dejan llevar p or una generosa confianza en un por­
venir brillante y feliz. P or el contrario, los primeros
escritos de Spencer llevan p or título Ensayos sobre
el progreso . Bergson tituló su obra maestra La evo­
lución creadora. N unca puso en duda la certeza dé
que el universo esté en continuo crecim iento y que
la m uerte de los individuos sea en él «deseada, o al
m enos aceptada, p or un m ayor progreso de la vida
en g e n e ra l»8. Entre el «fa lso evolucionism o» dé
Spencer, que explica la evolu ción p or lo evolucio­
nado, y su «evolu cion ism o verdadero», en el cual
la realidad es «continuada en su generación y cre­
cim ie n to »9, hay dos elem entos com unes: ambos
son filosofías y am bos identifican evolución y pro­
greso.
E l desacuerdo de Bergson con Spéncer se afirma
vigorosam ente en el seno de este acuerdo. Si hayf
evolu ción, tod o acontece en el tiem po; p or ello los?$
b iólogos que tratan el asunto se muestran cuidado^
sos al asegurar un tiem po suficiente para que sd=
evolución pueda situarse en él. Pues en la evolu ción
de Spencer el tiem po n o hace nada y n o es nadap
Todas las velocidades de las evoluciones podrían ser í
m ultiplicadas p or un m ism o coeficiente sin que la
historia del universo fuera sensiblem ente modifica-

8 L’évolution créatice, op, cif., págs. 490-491.


9 Op. cif., Introducción, ed. cit., pág. 4 93 .
¡&:J Bergsonismo y finalidad
fe ,
úfeda.La gran fórm ula de Laplace conservaría toda su
|> verdad en cualquier tiem po, p or diferente que fuera
[ del nuestro. Es un tiem po sin duración. Bergson
p insistió a m enudo en el hecho de que la- duración
[¿fes la realidad del tiem po. E l tiem po m atemático
f es una traducción de la duración (A ristóteles diría
i- ; del devenir) en el lenguaje espacial. En térm inos de
tiempo, treinta m inutos son siempre iguales a sí
¡ mismos: en térm inos de duración, treinta m inutos
en un espectáculo son diferentes a treinta m inutos
en el dentista. E l m ism o período de tiem po puede
, parecer más o m enos largo; cuando uno se aburre,
dice: el tiem po m e dura. Bergson rechaza el meca-
i-- nicismo radical basándose en la evidencia de esta
experiencia personal de la duración:

«E l m ecanicism o radical im plica una meta­


física en que la totalidad de lo real es plantada
en bloqu e en la eternidad, y en la que la du-
ración aparente de las cosas expresa, sim ple­
m ente, la flaqueza d e un espíritu que n o puede
conocer tod o a la vez. M as, para nuestra con­
ciencia, la duración es una cosa m uy distinta;
es decir, que lo es para lo que hay de más
indiscutible en nuestra experiencia. Percibi­
m os la duración com o una corriente que no
hubiera manera de remontar. Es el fon d o de
nuestro ser y, com o bien sabemos, la sustancia
misma de las cosas con que estamos en com u­
nicación. En vano se hace brillar ante nuestros
ojos la perspectiva de una matemática univer-
Etienne Gilson
■V,'¡

sal; n o podem os sacrificar la experiencia a las


exigencias de un sistema. P or ello rechazam o|¡¡¡¡
el m ecanicism o radical» 10.

Es en este punto en donde, con un estacazo dia­


léctico en el que, se n&ta, Bergson encontró gran
satisfacción, rechaza el finalism o radical por la mis­
ma razón. Es interesante fijarse en que el tipo de
finalidad radical es para él la doctrina de un mate­
m ático que n o es Laplace, y que tiene, por lo me­
nos, tanta im portancia com o él: L eibniz. Y es to­
talm ente cierto que en tal finalism o matemático
tod o está determ inado de antemano, tod o está pre­
visto, nada nuevo puede ser creado. E n este uni­
verso sin creación n i invención « e l tiem po es, otra
vez, inútil. C om o en la hipótesis mecanicista, se
supone tam bién aquí que todo está ya dicho. El
finalism o, así entendido, n o es sino un mecanicismo
a con tra pelo» 11.
N o se encuentra respuesta alguna y el éxito de la
operación dialéctica es com pleto, pues se ha esco­
gid o un ejem plo en base al cual debía triunfar de
m odo infalible.
Iba a ser para Bergson m ucho más d ifícil soste­
ner lo m ism o a la vista de que, n o habiendo sido
con cebid o todavía ningún punto m edio entre el
m ecanicism o y la finalidad, n o se puede condenar
el m ecanicism o radical sin aliarse a un finalismo
que n o sea radical, pero que sea, sin em bargo, una

10 L’évolution créatice, op.- cit., págs. 527-528.


11 Op. cit., pág. 5 2 8 .
doctrina d e la finalidad. Ningún filósofo de la natu­
raleza digno de tal nom bre se ha representado la
finalidad natural com o productora d e seres vivos
cuyas partes hayan sido unidas según un plan pre­
concebido y con vistas a cierto fin 12. Una vez más,
Bergson se opon e a un adversario que_no es digno
de él; y nos sentim os tentados a dar la razón ,a lo
que d ijo en cierta ocasión L eón Brunschvicg: «L a
débilidad de Bergsoñ reside en sus cabezas de
turco.» A q u í se d ejó engañar p or el ejem plo de un
aristotelismo mal entendido, pues no se puede creer
que tal espíritu se hubiera dejado convencer volun­
tariamente p o r esa doctrina para después refutarla
más fácilm ente.
La finalidad, dice, «asem eja el trabajo de la na­
turaleza al de un obrero que actúa, tam bién, unien­
do partes con vistas a la realización de un m ode­
lo » 13. A esto añade que tam bién el m ecanism o lo
hace a su m anera, está bien, es posible; pero el
finalismo de A ristóteles no lo hace. Es exacto que
la n oción d e causa final haya sido inspirada a A ris­
tóteles p or e l ejem plo de la actividad artística, arte­
sanal u obrera, pero n o lo es que el m ecanicism o
esté fundam entado sobre la actividad de reprochar
al finalism o su carácter antropom órfico u . Y a he­
mos insistido en ello al hablar de A ristóteles: es el
arte el que im ita a la naturaleza, y no al revés. L o
que sorprende a A ristóteles al com pararlos es pre-

.12
L ’évólutíon créatice, op. á t., pág 571.
13
O p. á t., tbid.
14
O p. á t., pág. 571.
cisam ente que, a diferencia del arte, la naturaleza'
n o calcula, n o reflexiona, no escoge. Y por eso,
cuando nadie viene a em brollar su funcionam iento,
n o se equivoca. Y , finalm ente, p or eso, m ovida des­
de dentro hacia un fin que ignora, pero que lleva
consigo, la naturaleza n o hace nada en vano. La
naturaleza, sin prototipos ni ensayos, triunfa a la
prim era o fracasa definitivam ente. Nada menos pa­
recido al trabajo del artesano hum ano, guiado por
la inteligencia, pues lo que le caracteriza a éste es
poder equivocarse. La naturaleza n o trabaja, «com o
el obrero hum ano, uniendo partes», sino produ­
ciendo todos cuya existencia im plica la de eso que
nosotros llamamos sus partes. N o hace plantas o
animales con órganos; hace órganos produciendo
animales y plantas. Y quiere las partes en su vo­
luntad del to d o ; com o el D ios de Tom ás de Aqui­
n o, la naturaleza n o quiere esto con vistas a aquello,
sino que quiere que esto sea con vistas a aquello..
Es significativo que el pensam iento sienta la misma
necesidad de escapar al antropom orfism o hablando
de la naturaleza y hablando de D ios ls.51

15 D arw in, a quien Bergson parece considerar un mecani-


cista en materia, de biología, v io claramente él punto, en que
tanto había de insistir Bergson, de que la existencia de estruc­
turas hom ologas en las estirpes de evolución divergentes no
puede ser explicada por «principios m ecánicos». Según Dar­
w in, «las estructuras hom ologas son inexplicables p or el sim­
ple principio de la adaptación». P or su parte, nadie ha demos­
trado tan bien com o di profesor Bianconi «cuán admirablemente
están adaptadas tales estructuras a su destino final»; pero
añade, naturalmente, que esta adaptación sólo puede explicarse
p or la selección natural: T he D escent o f Man, I , 1; Great
Books, vol. 49, pág. 265, nota 56.
7HW?S

A ristóteles insistió a m enudo en el hecho de que


f el hom bre trabaja con vistas a resultados intencio-
^ nales y con m ateriales extraídos de la naturaleza,
? mientras que la naturaleza produce sus m ism os ma-
: teriales. E l hom bre se ha fabricado alas para volar,
mas n o ha sido capaz de lograr que le crezcan alas
com o las de los pájaros, y p or eso, provisto de alas
fabricadas, vuela tan mal. E l hom bre n o ha encon­
trado el secreto de proporcionarse viviendas natu­
rales, similares a los escudos dorsal y ventral de las
tortugas, sino que ha aprendido progresivam ente a
construirlas; y esto,es cuanto dice A ristóteles. Si la
■ naturaleza hiciera crecer casas, su obra sería similar
í' a la de los arquitectos; pero la naturaleza n o es un
arquitecto y su trabajo n o se parece al de un arqui­
tecto; su obra es un ser natural, y ella misma n o es
sino un agente análogo a la inteligencia que dirige
las operaciones del hom bre hacia el fin que éste con­
c ib e 16.
La im portancia atribuida p or A ristóteles al hecho
de que la naturaleza y el arte proceden, igualm ente,
en gradación, lo que im plica la existencia de una
meta, seguramente justifica en parte el reproche 4 1

14 Aristóteles v io la más estrecha afinidad entre arte y na­


turaleza en .di hecho de que ambas proceden por etapas sucesi­
vas hacia cierto fin . En ambos casos, «cada paso en la serie
está dado con vistas al siguiente; generalmente hablando, el
arte com pleta, p or una parte, lo que n o puede acabar la na­
turaleza, y , p or otra, la im ita». Conclusión: «Si los productos
artificiales están hechos con vistas a un fin , está d a ro que los
productos naturales también lo están.» Física, II , 8 , 199a, 10-18.
La gradación que reina en e l orden.de la vida prueba, para Aris­
tóteles, la finalidad, com o para Darwin prueba la evolución.
que Bergson le hace de sostener una n oción antro-
pom órfica de la finalidad. Q ue A ristóteles n o haya
concebido la una p or analogía con la otra n o signi- :
fica nada, p ero es ocasión de repetir que el hombre
form a parte de la naturaleza, que es ese caso únicOj
el de una naturaleza que se con oce a sí misma desde
dentro, y que p or el hom bre, que es naturaleza, ésta
se con oce directam ente desde dentro. T o d o es como
si, al produ cir al hom bre dotado de razón, la na­
turaleza continuara, en form a de produ cción arte­
sanal, el trabajo que hasta entonces efectuara fisior
lógicam ente. Es p rop io de un antropom orfism o
erróneo razonar com o si las dos finalidades opera- ,
ran del m ism o m od o, com o si la naturaleza hiciera
un o jo del m ism o m odo que un ó p tico construye un
telescop io; p ero quizá sea p rop ió de un antropo­
m orfism o legítim o, pensar que dos series de opera- •
d on es de estructura análoga que conducen a resul­
tados similares son, en últim o análisis, de la misma
naturaleza. E l artesanado hum ano continúa la ope­
ración de la naturaleza, y a veces la com pleta, con
m edios totalm ente distintos.
Por. otra parte, quizá el m ism o Bergson n o es­
taba tan alejado del finalism o de A ristóteles como
é l. im aginaba. JMuy diferente al -finalismo del falso
aristotelism o que, con plen o derecho, critica, el
suyo está bastante ptóxim o a la verdad. E l evolur ,
cionism ó lo s separa; ciertam ente, A ristóteles nunca
im aginó la n oción , p or otra parte p oco inteligible en 5
sí, de una ésp ed e que se convierte en otra. Quizá -,
fuera m ejor d é d r, con L yell, que.una esp ed e mueré ¡
l;y náce otra, p ero ¿cóm o probar que la prim era, al
4 morir, haya engendrado la segunda? Bergson habla
: el idiom a de la evolu ción porque es el de la ciencia
de su tiem po: «E l idiom a del transform ism o se
..impone actualm ente a cualquier filosofía, del m ism o
•modo que la afirmación dogm ática del transformis-
; mo se im pone a la ciencia» 1?.
D ejem os de lado el vitalism o, que Bergson de­
clara: inseparable de la postura precedente p or mu-?
tcho que la biología esté hoy m enos dispuesta que
nunca a adm itirlo. La afirmación de que el transfor­
mismo esté científicam ente justificado es m uy du­
dosa.. T odas las especies animales conocidas por
Aristóteles siguen hoy presentes; ni una de ellas
, 17 Bergson, V év d u tio n créatice, en (Euvres, - pág. 516.
Quiza tengamos aquí un ejem plo del m ito filosófico de. la
dencia, e sf decir, de la denciá tal y com o se inclinan los filó-
fsófbs a imaginarla; L a d e n d a misma es más modesta y gene­
ralmente se. contenta con lo que Claude Bernard llamaba, la
feaj^racion a ‘ fd ta de pruebas. Darwin, que era, verdadera-
f menté,."de una m odestia excepdonal, estaba mucho menos se-
fguro que Bergson en estas materias: «Y o creo en la selecdón
fnáturál ñ o porque pueda probar, en ningún caso particular,
fque haya convertido una espede en otra, sino porque agrupa y
¿explica correctamente (al menos a m í me lo parecé) muchos
|hechos de clasificación, em briología, m orfología, órganos rudi­
mentarios, sucesión y distribución geológica.» Fragmento desuna
l carta inédita de D arwin descubierta en d British Museum
f(l8 6 l; A D D ., M S: 37725, f. 6 ) por d doctor M aurice Vernet
f'y publicada, p o r él en su libro L ’évolution du m onde vivant,
¡Píon (Présence), París, 1950, precedida de .vna. reproducción
¡ fotográfica d d docum ento. D d mismo autor: QiYest-ee que la
¡me? Q uéde est son origine e t quelle est sa hature. ConSé-
iquences philosophiques que Yon peut s ’en tírer. Ensayo pu-
¡olieado en la obra Humanisme e t pensée scientifique, publica­
do por d «C entre économ ique et soda! de perfectionnement
ídes cadres», París, 1969, págs. 1849. E stoy muy recon oddo
fal doctor M . Vernet p or haberme1inform ado de la existencia
fde este docum ento.
ha cam biado perceptiblem ente en 2 .5 0 0 años. Sirse
considera dem asiado corto este lapso de tiempof
naturalm ente, som os libres de imaginar lo que que­
ram os en cuanto a los m illones de años preceden­
tes; pero n o es más que im aginación. Un biólogo
nos invita, a retrotraem os más atrás, pero sin llegar
a una distancia fantástica. «A ctualm ente es una evi­
dencia aplastante que el cuerpo y el cerebro del
hom bre n o han sufrido ningún cam bio significativo
en el curso de los últim os 100.000 años.» Y aña­
de: «E l m ism o grupo de genes que gobernaba-la
vida del hom bre cuando era un cazador paleolítico
o un cultivador n eolítico sigue gobernando actual­
m ente su desarrollo anatóm ico, sus necesidades fi­
siológicas y sus im pulsos em otivos» 1S. O tro biólogo
declara que «las partes del cerebro, filogenetica­
m ente antiguas, en oposición al neo-córtex, há5
cam biado m uy p o co en los últim os cincuenta milico
nes de años de evolu ción de los m am íferos » 1
89. Y fi­
nalm ente, com entando su propio testim onio, s£
fíala el prim ero de los b iólogos que hem os citado:

«T o d o s los seres que tengan fundamental­


m ente la misma estructura operan según los
m ism os procesos b iológicos y son impulsados
p or las mismas necesidades biológicas. Y , sin
em bargo, ñ o hay dos seres humanos idéñ-
*
18. Rene D ubos, «B iological Individuality», Forum, XII
(1969), 5.
19 H udson H oagland, «B iology, Brains and Insight», Forum,
X , 2 (1967), 27.
ticosj y, cosa quizá más im portante, la indi-
vidualidad de una persona actualmente viva
é$ distinta de la de cualquier otra persona que
haya v iv id o en el pasado o que haya de vivir
- en el porvenir. Cada persona es única, sin
precedente, sin un ig u a l» 20.

Desde este punto de .vista, la evolución no pa­


rece orientada hacia la producción de nuevas espe-
des, com puesta cada una de ellas por m illones de
individuos parecidos entre ellos, sino que se orienta
a la producción, de entre las especies existentes, de
innumerables individuos irreductiblem ente diferen­
tes. El elan vital, ese em puje cuya presencia percibe
Bergson en el origen de las especies vivas, parece,
pues, orientado en dirección muy distinta a la que
creían D arw in y los b iólogos a quienes da crédito;
La lucha p or la vida conduce a la existencia de. es­
pecies tan estables que su interfecundación con
otras se hace im posible, y la prueba de.su existencia
reside en su esterilidad. E n las especies, los indi­
viduos llevan a tal grado el rechazo del cam bio que
líos tejidos de u n o, y con m ayor razón sus órganos,
¡son.expulsados p o r los de otro¿ Pasado cierto’punto
de flexibilidad, los seres vivos obligados: a cámbiar
prefierén; sim plem ente, m orir.
| La gran m isión dé Bergson era poner térm ino al
conflicto m ilenario entre él m ecanicism o y el finá-
lisiüo. D e h ech o, su p rop io m odo dé concebirlos le
Ü
U"V
Etienne G&on.

condenó,, por así decirlo, a mantener una nueva ver­


sión del finalism o; su crítica de A ristóteles le con­
dujo a revivir el verdadero aristotelism o y a de­
volverle su sitio, que le había sido usurpado por el
falso.
N o es Bergson quien inventó el finalismo erró­
neo en que los seres vivos sólo cambian para cum­
plir fines predeterm inados, pero quizá hubiera de­
b id o hacer un esfuerzo para com prender el verda-
déro finalism o, el de las form as inmanentes a la na­
turaleza que trabajan desde dentro para encamarsé
en ella m odelando la materia según sus leyes. Su
críticá de la inteligencia concebida com o algo ori­
ginariamente vertido en el m olde de la. acción y,
para preparár esta últim a, ocupada en proponerse
fines e inventar los mecanismos necesarios para
atenderlos, descuidaba la posibilidad de un univer­
so aristotélico sin Ideas platónicas y sin Demiurgo
para im ponérseles, desde fuera, a la materia. En
consecuencia, tenía razón al decir que « e l finalismo
radical está m uy cerca del m ecanicism o radical eñ
la m ayoría de sus p u n to s »21. En una época comó
la suya, en que, p or una ilusión que su misma crí-,
tica del racionalism o había de contribuir a disipar,
la razón era considerada el intelecto, el finalismo-
artesanal que él criticaba podía pasar por la obra
de una inteligencia esencialmente obrera. Este fina­
lism o caricaturesco m erecía, en efecto, ser criticado;
pero desde el m om ento en que rechazaba el meca-?

21 Bergson, U évolu tion créatice, en Œ u vres, pág. 532,


nicism o/radical n o teñía otra posibilidad que el re-
1; curso a cierta n oción de la finalidad purificada de
sus vicios. Esta nueva noción debía su novedad á
que era una vuelta a la antigua finalidad inmanente
de A ristóteles, exceptuadas las form as que la hacían
posible; y de este hecho habían, de surgir nuevas
dificultades para la doctrina.
Dejarem os de lado, deliberadam ente, el proble­
ma consistente en saber a qué llama Bergson con­
tinuamente vida. Se puede suponer, para no salir-
nos de lo que es esencial para nosotros, que en­
tiende por vida sim plem ente el conjunto de fuerzas
naturales que actúan en los seres v iv o s ,'y n o una
energía distinta, com o la que invocan los vitalistas
y para explicar lo que tienen de específico los reinos
¿vegetal y animal. Sea lo que sea, Bergson habla de
lia vida com o de una vis a tergo, una especie de
rempuje inicial, el elan vital que, com o una llama­
rada, se extiende p or un prado de seres vivos. E l
error del finalism o clásico sería haber situado por
releíante las metas a obtener, en vez de situar más
¡ bien su prin cipio y su eventual armonía por detrás.
Un p o co com o el U no de P lotino se extendía por
la m ultiplicidad inteligible del Nous} así la unidad
inicial del elan vital causa lo que de arm ónico hay
en las especies. Seguramente una armonía im per­
fecta, pero real, que es una especie de finalidad
consecuente, en vez de ser antecedente. «T a l es
— decía Bergson— la filosofía de la v¿da a que nos
encaminamos. Pretende superar a la vez el mecani­
cismo y el finalism o; pero, com o anunciamos antes,
se acerca más a la segunda doctrina que a la pri­
m era» 22. " ' f
C om o buen filósofo que era, Bergson tuvo qíié
utilizar las nociones que la ciencia ponía a su dis­
posición . En este caso necesitaba una noción lo
suficientem ente ambigua com o para perm itirle na­
vegar entre dos escollos «ra d icales»: el radicalismo
finalista y el radicalism o m ecanicista. La encontró,
naturalm ente, en la adaptación, que, com o hemos
constatado, se encuentra, en efecto, a caballo, entre
las dos doctrinas opuestas. Bergson le encontraba
la ventaja de poder explicar la existencia de un
conjunto arm onioso sin tener que negar las discor­
dancias que se encontraban en el m ism o.
La adaptación es úna plausible- noción filosófica
de la evolución orgánica, pero parece que, preocu­
pado p or su punto de vista de una evolución global
de toda la naturaleza, Bergson haya olvidado el pro­
blem a, más inm édiato, de la form ación de los orga­
nism os. La inteligencia, tal com o él la concebía,
era incapaz de invento alguno. Se perdería el tiem­
p o reiniciando la discusión de la crítica bergsoniaña
de la inteligencia; para nuestro propósito bastará,
sin duda, con decir que, para ser creadora, la evo­
lución debe inventar, y si es preciso, para conce­
birla, para compararla a su análogo hum ano, es a la
im aginación creadora a la que corresponde pensar.
Una receta sim ple para entrar en contacto con lá|
finalidad de la naturaleza .es com poner un soneto.

22
Bergson, op. dt., pág. 537.
■Por pobre que sea el resultado, se verá en .acción
- el proceso en su totalidad y, sobre tod o, en su rea­
lidad 23.
Lejos de considerar la finalidad com o una noción
caduca, Bergson pretendía hacerla revivir con una
forma más pura, y, en cierto sentido, lo consiguió,
pero no del tod o. C on él dejaba de existir la n o­
ción ingenua de una producción del presente por el
futuro. Se elim inaba hasta el concépto más simple
de una adaptación del presente, que es, al porve­
nir, que no es tod a v ía 24. La energía que necesita
el origen de tod o m ovim iento estaba, si n o ex­
plicada, p or lo m enos nom brada. P o r e l contra-
irlo, n o se había intentado nada para resolver un
:problema más inm ediato: ¿cóm o se expande el elan
fyital en rayos divergentes cuyas unidades de com ­
posición son organism os? 25. Bergson no podía re­
vivir, en su respuesta, la noción de «form a sustan-

í; 23 La analogía con la inspiración en el arte ya había sido


apreciada por Paul Janet, Les causes finales, 2.a ed ., Prefa­
do, pág. I X H ay puntos de vistas análogos en G . Seailles,
Le génie dans Vart, citado en L ’évolution créatice, pág, 5 18 ,
nota 3. Y , no hace falta decirlo/ en Ravaisson, cf. nota 2 6 ’ de
este capítulo.
34 V er: «Nam finís non est causa, nisi secundum quod mo-
-vet efficientem ad agendum ;'non enim est primum in esse sed
m intentione tantnm.» Tom ás de A quiño, D e potentia, q . V ,
a. 1, Resp,
/ * . Sin embargo, Bergson tuvo conciencia de la dificultad
del problem a; los biólogos no le permitían ignorarlo. C itó la
observación “hecha en 1897 por el-biólogo americano E . B . W il-
son, T h e ’ C éll in D evélopm ent and hiheríiance, Nueva Y ork ,
Í897, pág. 3 3 0 : «E l estudio de la célula, e.n resumen, parece
haber agrandado, -en lugar d e . acortarlo, el . enorme intervalo
abierto entre e l ! mundo inorgánico y las formas de vida más
bajas.»
cia l». Estaba desacreditada y le parecía, sin duda;
más que nada una vuelta al finálism o radical qu¿
él deseaba exorcizar. ' -I
P ero n o hubiera sido así, ya que, más que utí
m odelo reducido del ser futuro, la form a sustancial
es una energía plástica que opera sobre la materia
para realizar en ella, concretam ente, la idea que es;
Seguramente, hace falta aligerar el finálism o arista^
- télico, pero ha de ser posible, ya que se trata m enpf
de una postura nacida de una elección meditadij
que de un «fijism ó», p or así decirlo, por inadÿ
vertencia. Nada se opon e a que concibam os M
form a com o una fórm ula inventiva a la vez que coá|
servadora. Si en la naturaleza hay invención, su
fuente n o puede ser sino la form a. Bergson, que
tan bien entendió el pensam iento de Ravaisson,
quizá hubiera p od id o encontrar en ese peripatetisáu
m o renovado con qué elaborar una solución al prd|
blem a, que fuera, al m enos, aceptable26. M as, en el|
fon d o, p o co im porta, pues siendo a la vez inevita­
ble y útil, el m ecanicism o radical siempre gana lá'
partida para los científicos; éstos continuarán ha­
ciendo uso de él m ucho tiem po después de haber
dejado de creer en él. Bergson, habiendo dejado
libre el lugar antes ocupado por la form a, no hizo
nada eficaz por aminorarla.
Y , sin em bargo, fu e él quien abrió cam ino a unag
renovación del finálism o. Su notable desconocí^ *

* Bergson se aproximó mucho a ello, y quizás llego a en-;


contrario en las magistrales páginas de la nota sobre Ravaisson; -]
Œuvres, págs. 1468-1469.
?miento de la verdadera- naturaleza del intelecto, en
:el cual se obstinó en n o ver sino la facultad de aso­
ldar una cosa a sí misma, de percibir y producir
( repeticiones — en resumen, una máquina de calcu­
lar— , le condu jo a situar en otro sitio la fuente de
Ja invención, de la creación, de tod o aquello por
fio que la solución de un problem a sobrepasa la
simple suma de sus datos. E l lo atribuyó a la va­
ga entidad que llam aba vida y que veía actuar en
(la escala de los seres vivos de arriba abajo, hasta el
hombre. R eflexionando en ella, v io que hay acti­
vidades humanas, artesanales en cierto sentido,
análogas a las que citaba A ristóteles com o m odelos
de finalidad, p ero más nobles que la fabricación de
runa cama y, precisam ente por eso, capaces de re­
presentar una creatividad parecida a la de la vida.
La creación artística ofrecía a su reflexión el m odelo
buscado. E l acto libre ofrecería un m odelo no m e­
ónos satisfactorio, pero la creación artística es un
acto libre cuyá estructura y efectos son más visibles,
más fáciles de observar.
Sería vano exigir a Bergson que negara lo que
consideraba el punto central de su dialéctica, la
ineptitud de la inteligencia para crear algo nuevo.
Su vocación natural era la geom etría. E l espíritu
puede proceder en dos sentidos opuestos, y, en
consecuencia, engendrar en su marcha dos órdenes
opuestos. U no de ellos, resultante de una especie
de m anifestación de su tensión natural, le lleva «a
lá extensión, a la determ inación recíproca necesaria
de los elem entos exteriorizados unos en relación
a otros; en resum en, ál m ecanicism o geom étricó»!
E l otro, que Bergson considera su «dirección na­
tural», es, p or el contrario, « e l progreso en forma
de tensión, la. creación continua». Teniendo que sif
tuar la finalidad tal y com o la había concebido*
Bergson debía adjudicársela, inevitablem ente, a la
dirección definida por la inteligencia, que es la de
la determ inación necesaria, la de la repetición, la
dél autom atism o. ¿Y qué decir de ella en relación
al orden de la tensión creadora? En una frase ct£
riosa, que quizá traicione cierto embarazo, dice
Bergson de este orden que «oscila, sin duda, en
torn o a la finalidad; y, sin em bargo, no se podría
definir por e]la,.pues tanto está por encima como
por debajo de ella». E l acto libre o la obra de a#¡é
están por encim a de la finalidad, especialmente eii
sus form as más elevadas, pues éstas manifiestan el
orden perfecto característico de las relaciones de los
m edios con sus fines, y, sin em bargo, no se las
puede analizar com o m edios o com o fines hasta
que el acto esté cum plido o la obra hecha. En una
doctrina en que la finalidad n o es sino mecánica
invertida, tod o lo que va más allá de la mecánica
va tam bién más allá dé la finalidad27.
A sí pues, n o s . direm os a nosotros mismos, la
finalidad va siem pre más allá de la mecánica, auiiS
que sólo sea p or planteár o im plicar el orden a q iif

27. B ergson, IJévoluHon créatice, ed. dt., págs. 684-685. Él


texto continua; «La vida en conjunto, contemplada como una
evolución creadora, es algo análogo: trasdende la finalidad, sil
se .entiende por finalidad la realización de una idea concebida^
o concebible dé antemano.» Sí, mas ¿por qué concebirla así?f
se som ete. E n una máquina todo es m ecánico, ex­
ceptó la idea de construirla que ha dictado su plan,
apenas nos atrevem os a tocar las páginas lum ino­
sas, traslúcidas, en que La evolución creadora des­
arrolla puntos de vista perfectam ente seguros de sí
¡mismos, alimentados por tod o tipo de verdades y,
¡sin em bargo, dom inados por una especie de rnani-
queísmo m etafísico en que la inteligencia, arrastran­
d o consigo la finalidad, es condenada a la morada
dé la geom etría y del mal. Sería vano pedir a cual-
\quiera que no fuese Bergson una descripción per­
fecta de una inteligencia creando la finalidad y el
■orden, q u e.su orden exige. Intentem os, pues, re-
; montarnos de-la extensión a la tensión:

«T od a obra humana que com porte una


parte de invención, tod o acto voluntario que
com porte una parte de libertad, todo m ovi­
m iento de un organism o que manifieste es­
pontaneidad, aporta al m undo algo nuevo.
N o son, eso es cierto, sino creaciones de for­
ma. ¿C óm o podrían ser otra cosa? N osotros
n o som os la corriente vital misma; som os esa
corriente una vez cargada de materia, es decir,
partes congeladas de su sustancia que arrastra
a lo largo de su recorrido. En la com posición
de una obra genial o en una sim ple decisión
C libre, deseamos llevar a su más alto punto el
resorte de nuestra actividad, creando así lo
que ningún am ontonam iento puro y sim ple de
-m ateriales podría proporcionar (¿q u é yuxta-
p osición de curvas conocidas équivaldrá nunca|
al rasgo rápido de un gran artista?); e a n ó j
m enor grado hay aquí elem entos que preexis­
ten a su organización y que sobreviven é®
e lla » 28. --I

¿Q u é ¿pon er a este análisis? Nada, excepto lo


que tienen de gratuito: la atribución de la creación;;
a la vida y la exclusión de la inteligencia que ellóV;
supone. Bergson tiene razón, «nosotros tomamos;
de dentro, vivim os en tod o m om ento una creación;
de form a », y tal creación de form a «es un actóS
sim ple del espíritu» que sitúa a la vez la form a, MI
materia y el orden de esta materia, que hacen efe;
él un poem a. P ero tal maravilla se opera en nos­
otros porque en nosotros la V ida es inteligencia;;;
A lrededor de nosotros hay vida p or doquier, y un;
poeta podría decir que el árbol es un poem a, mas;;
él n o escribe tal poem a. Bergson, que tan bien lá?
conocía, se d ejó ir, p or una vez, por la vía descen­
dente de las hipótesis plotinianas y puso la vidá j;
p or encima del in telecto, prim ogénito del U no. Pero;
si la inteligencia es en nosotros el punto extrem o dé ­
la vanguardia de la vida en la escala de los seres c o -:
n ocidos es porque hace concebir la vida, y no a M )
inversa.
L os artistas, cuyo testim onio invoca Bergson, pa­
recen ponerse de acuerdo sobre ello. P or más que:;;
su lenguaje n o sea el de la técnica filosófica, los j

* Bergson, id., op. cit., pág. 698. ^


más lúcidos de entre ellos orientan nuestra refle­
xión en ese sentido.
H ablando de Joseph de M aistre, Charles du Bos
escribía en una de sus Approxim ations: «P oseía
¿una facultad m uy valiosa, que el intelectual reco-
inoce y saluda siem pre p ero que para otros desapa­
rece en ben eficio de la im aginación en el sentido
corriente del térm ino: poseía la im aginación de
las ideas.» En el m ism o ensayo especifica du Bos
que «la im aginación de las ideas n o se confunde
con la im aginación científica; estrictam ente, es la
imaginación de lo inteligible, no de lo verdade­
ro» 29. ¿ Y por qué n o había de tener el intelecto,
en efecto, su p rop io poder de erigir en sí, a partir
de la abstracción, los objetos que la trascienden?
Los principios, que son esos objetos, son form as.
Baudelaire era poeta, y no filósofo; y, sin em­
bargo, según G autier, «en su m etafísica conversa­
ción, Baudelaire hablaba m ucho de sus ideas, m uy
poco de sus sentim ientos y nada de sus a c to s » 30.
Es él quien, al hablar de la im aginación, la llamaba
«la reina de las facultades» 31, y se puede pensar
que hablaba de algo más que de la im aginación de
las imágenes. N o hay razón creadora, sino que hay
una inteligencia creadora. Es esta intelección la
que se encarna en el lenguaje cuyas form as ha

29 Ch. du Bos, Approximations, París, Fayard, 1965, pá­


ginas 564-565 y 572.
30 «Baudelaire», en Ch. du Bos, Approximations, pág. 204,
nota 3.
31 B audelaire, CEetwres completes, París, Pléiade, 1029-
1030.
creado, incluidas las de los poem as, estructuras
verbales en qu e el poeta crea a la vez la form a, la
materia y la finalidad que gobierna a la estructura.
Este trabajo de creación n o es necesariamente cons-;
d en te; el testim onio de los poetas invita a pensátj
más bien, que, en gran parte, n o lo es; mas nó;
es esto razón para excluirlo de la inteligencia. Eli
resorte de la finalidad natural se nos escapa; ló
que más se le parece es el poder creador del in­
telecto; n o es, pues, absurdo, e incluso razoné
ble, concebir la causa de la finalidad com o algó
em parentado con la inteligenda. Es d e rto que no
es una proposición científica, pero tam poco lo é£
su n egadón ; y n o sería ju icioso, p or respeto a l i
cienda, negar un aspecto de la realidad tan im|
portante.
V. L IM IT E S D E L M E C A N IC ISM O

M ientras que el finalism o sobrevivía, el mecani­


cismo volvía a encontrarse con dificultades inespe­
radas. E n la partida que juegan desde hace vein­
ticinco siglos éstos dos adversarios, las apuestas no
son iguales. Los mecanicistas que admiten que haya
finalidad en la naturaleza son raros, y los finalistas
que niegan el m ecanicism o y su función necesaria
é ñ lo s seres naturales son, si es qué los.h a habido,
latísim os. E sto se pu do constatar ya en tiem pos
de .Aristóteles. Este nunca negó que fuera verda­
dero el m ecanicism o de E m pédódes, pero le rer
prochaba que fuera planteado com o una explica­
ción total de la realidad en el orden de los seres
yivos; y m antuvo, oponiéndose, la presencia del
Ifiri» en el sef viv o. Norm alm ente, el m ecanicism o
excluye el finalism o, p ero el finalismo no excluye
d m ecanicism o; p or el contrario, lo im plica ne­
cesariamente. •
: Basta con referirse una vez más a A ristóteles
para convencerse de ello. Según él, «hay dos. m o­
dos de causalidad, y los dós deben ser tom ados
en consideración, en la m edida de lo posible, para ,
explicar las operaciones de la naturaleza; en todo
caso, hay que hacer un esfuerzo por incluirlos a.
am bos; y quienes n o lo hacen n o dicen realmente;
nada de la naturaleza» \ L o que quiere Aristóte­
les poner en evidencia es que la causa final, que.
es la causa prim era de toda operación, «constituye,
más que su m ateria, la naturaleza del anim al». Una
cama, precisam ente en tanto que cama, es, en prin­
cip io, un ob jeto calculado para poder tenderse en
él a fin de reposar. Secundariamente, es una cosa
de m adera, m etal ó tela y cordaje. E sto parece tan
evidente a A ristóteles que n o llega a convencerse
de que los partidarios de explicaciones puramente
mecánicas hayan p od id o estar tan completamente
ciegos ante este hecho. «E l m ism o E m pédodes se
dio cuenta de ello, pues, bajo la presión de los
hechos, se ve obligad o a hablar de la razón (o fa­
g os) com o de lo que constituye la esencia y la
verdadera naturaleza de las cosas» 2. 1 M ás eviden­
tem ente aún, es p rop io de la esencia del finalismo
tom ar en consideración n o sólo el fin de la gene­
ración, sino tam bién la materia y las fuerzas meca-'
nicas ordenadas con vistas al fin. r
N o se trata de una concesión perm itida por él
finalism o, sino de una necesidad. Se podrían llenar
volúm enes citando testim onios en este sentido.
Puesto que hay que escoger, consultarem os a quien
fu e, en el siglo x v m , el representante universal-/

1 A ristóteles , De las partes de los animales, I, 1. ... ..


2 Id., ibid.
mente respetado del fm alism o, un teólogo cuya
; obra sabem os que se hizo, más adelante, fam iliar
ÿ a D arw in: W illiam P a le y 3.
p El asunto se plantea desde las primeras líneas
? de la Teología natural, pues ya en ellas encontra-
; mos un personaje que había de tener papel de
$ vedette en la historia m oderna de la causa final:
? el reloj. Y a sabemos el uso que había hecho V ol-
p taire del reloj en su sátira Les Cabales:

| Lunivers. m'embarrasse et moins je puis songer


| Que cette horloge existe et n’ait point d’horloger *

El reloj de V oltaire quizá engendrara el reloj


de Paley. Si m e golp eo el pie contra una pie-
dra y m e preguntan cóm o es que la piedra es­
taba allí, responderé que n o sé nada y que quizá
haya estado ahí siem pre. P ero si me tropiezo con
h un reloj y se m e hace la misma pregunta, n o me

cf 3 W illiam Paley, Natural Theology, 1802. Citamós según


C la edición de Natural Theology, or Evidences o f th e E xistence
ÿ and A ttribu tes o f th e D eity, C ollected from the Appearances
f of Nature, Londres, 1821; es el tom o IV de las M iscellaneous
* Works o f William Paley, D . D ... R ector o f Bishop W earmouth,
jí Londres^ 1821. Se trata de la obra de un teólogo, y esta alian-
fc-. za cuasi-indestructible entre el problema de la finalidad natu-
c tal, que sólo concierne a la filosofía dé la naturaleza, y el de .
¿ i la existencia de D ios, propio de la teología natural, explica por
una parte la hostilidad de los biólogos ateos contra la noción
V de causa final. Nunca dudaremos de la absoluta innecesidad de
esta alianza, pero existe, y W . Paley es un ejem plo de ella
eminentemente representativo.
a, * «É l universo m e preocupa y n o puedo evitar pensar que
. exista este reloj y n o exista un relojero.» Téngase en cuenta,
5 al leer la com paración establecida por G ilson, que horloge es
l «reloj-m ueble». (N . d el T .)
contentaré con la misma respuesta. En efecto, exa-;
m inando el reloj, v em os'q u e, a diferencia de la: '
piedra, «sus diferentes partes están form adas y uni­
das con vistas a un resultádo; a saber, que están!
form adas y ajustadas de m odo que produzcan un
m ovim iento; y ese m ovim iento está regulado de
m odo que indique qué hora es». Paley procede'a
continuación a una descripción detallada de las
partes del reloj y de su disposición con vistas al
fin previsto, que es decir la hora del día en cual­
quier m om ento en que se tenga necesidad de sa­
berla. E s, pues, la observación de este mecanismo
(this mechanism being observed) lo único que per­
m ite inferir la existencia de un artesano «que ha
sabido cóm o construirlo y que ha concebido su
posible uso.
Entre las observaciones con que acompaña Paley
su argum ento, m erece la pena fijarse en la quinta:
que n o basta co n invocar un «prin cip io de orden»
para explicar el reloj, pues un principio supone una
inteligencia para con cebirlo; la sexta, «qu e nos
sorprendería saber que el m ecanism o del reloj no'
prueba que haya sido fabricado, sino que sólo es
un m otivo para hacérnoslo creer; la séptima, que
quien encontrara el reloj se sentiría sorprendido,
al saber que n o es sino el resultado de las leyes!
de la naturaleza m etálica, pues una ley no produce,
nada sin una causa para hacerla actuará. La expre­
sión «le y de la naturaleza m ecánica» puede pare­
cer extraña, pero, cóm o observa Paley, también, lo
es hablar dé «la ley de la naturaleza vegetal»,, de
| « k ley de la naturaleza anim al» o , sim plem ente,
f: de «leyes de la naturaleza» en general, com o si las
? leyes pudieran causar cualquier cosa sin un agente
S para ponerlas p or obra. N uestro hom bre, induda-
r blemente, n o se dejaría desconcertar p or la obje-
don de que n o sabe nada de tod o ello: «Sabe lo
^su ficien te para su razonam iento; sabe la utilidad
del fin; sabe que los m edios sirven al fin y están
Î adaptádos a él. E stos puntos eran con ocidos; su
ignorancia de otros puntos, sus dudas sobre otros
pufttos, n o afectan a la certeza de su razonamiento.
■' El sentim iento de saber p oco no debe inspirarle
desconfianza sobre lo que sabe» 4.
i Solo invocam os aquí el testim onio y el ejem plo
; de Paley para confirm ar una regla que, p or otra
: parte, es evidente por sí misma: es la presencia
evidente de un m ecanism o lo que exige que se reeu-*

* W . P aley , op. cit., cap. I , pág. 14. Además, Paley com ­


plica el argumento suponiendo que á t e reloj constata, p or otra
parte, la capacidad de construir otro similar. Esto, le orienta
hada la conclusión de una causa primera. Y con toda justicia,
: puesto que estudia la finalidad en el contexto de una teología
natural; pero se con cibe que un teólogo dé la espalda a este
aspecto del problem a. Darwin, que había frecuentado a Paley
en los tiem pos en que estudiaba para recibir las órdenes sagra-
: das, tuvo la im presión de que la noción de causa final era más
teológica qüe científica. Charles Bonnet de Ginebra, que fue
un finalista convencido, siempre fu e un mecanidsta n o menos
convencido; ver Pdingénésie philosophique..., I X parte, Ré­
flexions sur Vexcellence des machines organiques, cap. I : «N o
7 nos basta con admirar este sorprendente aparato de resortes,
palancas, contrapesos, tubos de distinto calibre, plegados y fo ­
rrados que entran en la com posición de las máquinas orgánicas.
El interior del insecto d e más' v il apariencia absorbe todas las
■: concepciones del más profundo anatomista.» Œuvres complètes,
t. V II, pág. 240.
rra a la causa finalV/Por eso D arw in había de uti­
lizar tan a m en u do1los argumentos y ejem plos dé
Paley para confirm ar su propiás conclusiones 5.
En contra de lo que se supone generalmente,
la materia d el razonam iento finalista y la del ra­
zonam iento m ecanicista es exactam ente la misma.
Los m ecanicistas más atentos lo reconocen a su

5 P or ejem plo, D arw in-no podía pensar en el problema del


origen del o jo «sin sentir cierto escalofrío»; ciertamente, quiso
responder a lo que dice Paley al respecto, cap. I I I , págs. 25-26
y todo el capítulo. Es lo que él llama examinar el o jo «as a
piece o f mechamsm» (pág. 36). Cf. cap. V , 3, págsT 56-59;
cap. V I, pág. 69. Sobre el elem ento mecánico en la estructura
del cuerpo humano, cap. V III, págs. 82-107; las mismas, obser­
vaciones se hacen en cuanto a los músculos, los vasos sanguí­
neos, etc. E l cap. X I I , sobre la anatomía comparada de los
animales, es de una precisión notable. Darwin habrá de con­
tener otra vez sus palabras en cuanto al pájaro carpintero
(cap. X I I I , 2, pág. 210). En cuanto a la comparáción de las
partes del animal a las partes de un reloj, cap. X V , pág. 220.
Paley conocía a Bernardin d e Saint-Pierre (X IX , 4 , pág. 278;
7, 2, pág. 285) y a Erasmus Darwin (X X , pág. 298, sobre la
adaptación), pero precedió a Charles Darwin en cuanto a los
m ovimientos de las plantas trepadoras (X X , pág. 299). Contra
lá teoría de los «m oldes internos», ya propuesta p or B uffon,
cap. X X I I I (pág. 353), que Paley cree sospechosa de ateísmo,
ver pág. 355. Paley rechaza también la doctrina de Lamarck,
que pretende que los órganos nacen de las operaciones del or­
ganismo y que desaparecen por falta de uso: a pesar de que
hace siglos que se circuncidan los judíos, sus* prepucios no han
desaparecido' (pág. 359). Conclusión' teológica: «E n resumen,
después de todas las invenciones y esfuerzos de una.'filosofía
que se resiste a ello, es necesario recurrir a una D eidad. Las
pistas del diseño son demasiado evidentes para ignorarlas. Ese
diseño debe haber sido concebido por alguien. Y ese alguien
debe haber sido una persona. Esa persona es D ios» (pág; 363).
Lá obra acaba con un estudio de los atributos divinos, princi­
palmente de la bondad, lo que requiere la discusión del pro­
blema del mal natural. Es útil la comparación de ías pági­
nas 391-396, sobre el problem a de la «superfecuñdidad» de las
especies, con lo que dijeron al respecto, más tarde, Malthus y
Darwin.
h
A manera, que no consiste en negar la finalidad, sino
3
^ en intentar dar de ella explicaciones m ecanicistas,
= a riesgo de caer, en últim a instancia, en el azar
J como explicación del organism o v iv o, a pesar de
| . que el azar sea, más que una explicación, la nega-:
? ción a darla. N o resulta superfluo examinar, bajó
; alguna de sus form as m odernas, la vieja doctrina
} ya rechazada p o r A ristóteles. ¿C óm o saber, si no,
si mientras tanto no se ha hecho verdadera?
El principal acontecim iento científico producido
? en el siglo x x , al m enos hasta el m om ento, es, con
la teoría de la relatividad, la física llamada de los
quanta. Según esta doctrina, la energía ni es radia-
- da ni absorbida de manera continua, sino en form a
\ de unidades discontinuas llamadas quanta d e'en er­
gía. H a nacido una nueva m icrofísica que abre nue-
vas perspectivas sobre los fenóm enos elementales
; dé la vida. P or lo qu e podem os juzgar a partir
f de las controversias, a veces confusas, entre cien-
%tíficos que filosofan , la causalidad física y su deter-
■ minismo quedan intactos; pero parece haber¿ en
;; ciertos aspectos de. la física m oderna, una especie
de determ inism o sin previsibilidad. A la escala
sumamente baja en que se producen los fenóm enos
; físicos, las leyes se hacen, en cierto m odo, está­
ticas; evidencian m edios y admiten un coeficiente
: de indeterm inación pequeño pero real. Saber si la
Xindeterminación está en las cosas mismas o sólo
Sí!>. . . ►

3 , en nuestros m edios de observarlas es un punto de


;■gran.im portancia, pero es al físico, y no al filósofo,
"a quien corresponde decidir sobre el sentido de su
ciencia; le dejarem os, pues, al cuidado de decir, si
:es que hay indeterm inación, sobre qué recae. P or
lo demás, n o parece que la decisión, cualquiera
íque sea, deba afectar a la continuación de nuestras
propias consideraciones.
Tom arem os com o guía a uno de nuestros con­
temporáneos, el b ió lo g o americano W alter M . E l­
sässer, p rofesor de G eología y de B iología en la
Universidad de P rinceton y autor de Ä tom o y or­
ganismo, una nueva aportación de la biología teó­
rica (P rinceton U niversity Press, 1966). Form ado
en la física teórica y con ocid o p or sus contribu­
ciones a la g e o fís ica ta m b ié n se planteó con cu­
riosidad el problem a de saber qué puede decirnos
la física m oderna sobre la biología.
Para salvar su reputación, cuidém onos de decir
que este científico n o es ün m etafísico. La única
vez que em plea el térm ino «m etafísico» tem o que
la use en el sentido de «irrea l». P or otra parte,
lo qué le llama la atención n o es directam ente la
«finalidad»; m e parece que la palabra n o aparece
ni una veiz en el lib ro. Es el «vitalism o» lö que
retiene su atención; y, esta vez, m e toca a m í no
sentirme afectado 6. La n oción de vida es platóni-

4 «De hecho vitalismo se ha convertido en una ‘palabra


gruesa’ (a dirty word) en muchos círculos. No es esto lo que
ios impide usarlo; es, más bien, qiie, si nos atascamos en él,
ironto nos veríamos obligados a cambiarlo hasta el punto de
rolverlo irreconciliable.» W. M. E lsässer, op. dt., Prefacio,
>ág. V. Antes de la publicación de Atom and Organism..., el
lutor había intentado una primera aproximación al problema
ai The Physical Foundations of Biolop, Nueva York, Perga-
Qon Press, 1958. En cuanto a una visión renovada, del pro-
^r ca, no aristotélica. Indudablem ente, A ristóteles ha­

f bla a m enudo de zoe y de las operaciones de la


!%. vida, pero se refiere, sim plem ente, a la actividad
- propia de los seres vivos, es decir, de los seres que
1/ tienen en sí m ism os el principio de. su propio m o-
í vimiento. N o entiende nunca esta palabra com o
un principio distinto, una fuerza, una energía a la
que pueda recurrir la ciencia o la filosofía com o
una causa para dar razón de lo que llamamos
hechos biológicos. E l problem a planteado p or W al­
ter M . Elsässer tiene tam bién gran im portancia
para nosotros, pues al discutir el vitalism o se ve
obligado a opon erlo ál mecanicismo y a decir lo
que piensa de él.
¡ H e aquí la principal proposición de su libro: «E l
dualismo tradicional de dos sistemas de pensamien-
s to que se excluyen mutuamente, la biología meca-
nicista p or una parte y el vitalism o por otra, re­
presenta una pareja de aproxim aciones teóricas
igualmente inadecuadas. Vamos, a mostrar cóm o
pueden ser reemplazadas por un sistema descripti­
vo abstracto de tipo distinto y m ucho m ejor adap-
| tado a la naturaleza de la b iología » 7. N o es nece-
; sario avisar que n o pretendem os tomar posiciones
? en este debate. E l autor, por su parte, precisa que
! su actitud personal ante el problem a es «la que el
! científico m oderno califica de positivista». M ejor

blema, planteada por el vitalism o, ver las numerosas obras del


doctor M aurice V etnet, especialmente L e problèm e de la pie,
: Pión, 1948; L ’âme e t la vie, Flammarion, 1955; La vie et son
Í mystère, Grasset, 1958.
7 W . M . Elsässer, A tom and O r g a n i s m l o c . cit.
si n o se tuviera por dem asiado positivista en ma­
teria de ciencia. Si m e arriesgara a profetizar, ad­
vertiría a nuestro científico qué se las verá mal
para convencer a sus colegas biólogos de que es
más un cien tífico que un filósofo, al m enos en
cuanto al tema debatido. Nunca considerarían in­
térprete auténtico del positivism o científico a un
colega que se siente obligado a «separarse del pen­
samiento m ecanicista tra d icion a l»8.
Nada puede reemplazar la lectura de un libro
así, pero intentarem os dar una idea de su tenden­
cia general.
Para em pezar hay que decidirse a considerar,
con el autor, la teoría de los quanta com o la últim a
palabra, al m enos provisionalm ente, de la física
contem poránea. Gracias a ellá, ya n o es preciso
escoger entre dos teorías contradictorias sobre la
luz, la de las ondas y la de los corpúsculos. «L a
mecánica cuántica nos muestra que estas dos teo­
rías pueden ser consideradas com o dos aspectos
de la realidad,' diferentes pero no contradictorios;
la superioridad de uno de estos aspectos o del
otro es relativa, y depende del m étodo de obser­
vación .» Y añade: «N iels Bohr hizo ver por pri­
mera vez, en 19 33, que los físicos han descubierto,
al respecto, un esquem a conceptual notablem ente
extenso y, sin duda, susceptible de una generali­
zación ulterior, particularm ente en b io lo g ía » 9. En­
tre estas observaciones nos lim itarem os al hecho,

8 Op. cit., Prefacio, pag. V I.


9 O p. cit., Prefacio, pág. V II.
importante para‘nosotros, de que este b iólogo pre­
bende proceder según el m étodo de la física y de
f]a mecánica, pues sacará a colación la mecánica de
dos quanta; pero se propon e, también, dem ostrar
f: que la biología debe seguir otros cam inos, distintos
de los del m ecanicism o tradicion al10.
; ¿Q ué es lo que les reprocha? Sim plem ente, no
restar de acuerdo con los hechos. H ay leyes de la
biología que n o se dejan deducir de las de la física.
Esta prop osición , que, según él mismo consti­
tuye el centro de su investigación, es, a prim era
"vista,-desconcertante 11; es difícil imaginar cóm o
puede ser cierta, pues im plica que se deben en­
contrar leyes generales de la biología «dotadas de
5 una estructura lógica muy distinta de aquella a
{la que nos tiene habituados la física» 12. Y esto es

w H e aquí las condiciones precisas para que una teoría bio­


lógica merezca el títu lo d e científica a los ojos de nuestro
autor. D ebe adm itir: l.°, que las leyes fundamentales de
4a mecánica cuántica se apliquen a los organismos vivos exac­
tamente igual que a la materia inorgánica; 2.°, que la vida
nació en nuestro planeta progresivamente a partir de los mate­
riales inanimados; 3.°, que todo proyecto de teoría biológica
que no admita que estas condiciones, o sus consecuencias, de­
ban ser satisfechas de manera totalmente naturalj y n o simple-
emente en virtud de algún artificio, debe ser rechazado com o
tal. D e entrada se puede pensar que restricciones tan severas
confirman, necesariamente, puntos de vista mecanicistas pre­
concebidos; pero el objeto principal del lib ro es demostrar
que n o es así; op. ciL, pág. V I. La misma resolución de acep­
tarlas tal cóm o son, la mecánica cuántica y la segunda ley de
la termodinámica, es reafirmada en la pág. 4.
. M Op. ciL, . pág:M . ‘
\ 12 O p. cjt., pág. 4. Jacques M onod (L e basará e t la néces-
\úté; Essai sur Id pbtlosophie naturélle de la biologie m oderne,
■Le Seuil, París, 1970), al hablar de la tesis de Elsasser, de
Polanyi y, menos abiertamente, del mismo N iels Bohr, la juzga
precisamente lo que nos resulta difícil imaginar:
¿cóm o pueden, unas leyes naturales fundamenta­
das sobre leyes reconocidas de la física y de la quí­
mica, presentar una «estructura lógica» muy dis­
tinta a la de esas mismas leyes?
A l ser físico su punto de partida, nuestro b ió­
logo subraya de entrada un hecho muy a m enudo
descuidado, a pesar de ser muy im portante: en
una explicación de tipo atomista, todos los átom os
y todas las m oléculas de una especie dada deben
ser exactam ente similares. La mecánica cuántica
todavía es más exigente. Dem uestra que «sin la
indiscernibilidad o la identidad cuantitativa de to-

severamente: «L o menos que se puede decir es que la argu­


mentación de estos físicos está singularmente exenta de rigor
y de firmeza» (pág. 41). Y sin embargo, ni ahí ni más adelante
(pág. 108) toma en consideración el principal argumento de
Elsässer, que es la im posibilidad de una explicación mecánica
completa de la heterogeneidad. Elsässer n o opone ninguna ob­
jeción a la posibilidad del mecanismo de la invariabilidad (pá­
ginas 41-42); el m ism o J. M onod cambia de ton o cuando trata
de la estructura del organismo: «N os queda la teleonom ía, o
más exactamente los mecanismos morfogenéticos que constru­
yen las estructuras teleonómicas. Es totalmente cierto que el
desarrollo em brionario es uno de los fenómenos de apariencia
más milagrosa de toda la b io lo g ía ...» (pág. 42). Sigue una d e ­
nuncia del vitalism o de Elsässer que, dice J. M onod, para so­
brevivir necesita que subsistan, en biología, los misterios.
Y recurre a continuación al clásico argumento de los progresos
de la ciencia, que, si llegan al lím ite, llegará e l día en que
eliminen completamente lo que queda todavía sin explicar de
tal dom inio. Este científico n o parece ver que los admirables
progresos, del mecanismo biológico hayan dejado intacto el
problema de la m orfogenia y que, incluso si ésta ha de llegar
un día a su perfección, la explicación mecañidsta dejará intac­
to el problem a ya planteado p or Aristóteles sobre el origen
de. lo orgánico. J. M on od prevé el día en que la ciencia no deje
más sitio a las especulaciones vitalistas «qu e d campo de la
subjetividad: el de la conciencia misma» (pág. 42). Pero él
dos los electrones, la unión quím ica, tal y com o
la conocem os, sería im posible». Y tam bién: «S i la
naturaleza no estuviera constituida de este m odo,
nunca podríam os estar seguros del punto de fusión
de ninguna sustancia químicamente pura ni de su
espectro de absorción; la física y la quím ica serían
muy distintas de lo que son. D e todos m odos, para
el científico tod o es com o si los elem entos de la
naturaleza fueran en cada caso particular, estricta­
mente equivalentes» 13.
Partiendo de ahí, nuestro b iólogo procede a una
serie de declaraciones sorprendentes que hasta un
filósofo duda de admitir com o «cien tíficas»; hasta

mismo dice que «la piedra angular del m étodo científico es el


postulado de la objetividad dé la Naturaleza. E s decir, el sis­
tem ático rechazo d e considerar susceptible cíe conducir a un
conocim iento «verdadero» toda interpretación de los fen ó­
menos en términos de causas finales; es decir, de proyecto»
(pág. 32). Este postulado es «consustancial a la ciencia»; «pos­
tulado puro y totalmente indem ostrable»; «sin embargo, la
Objetividad nos obliga a reconocer el carácter teleonóm ico de
los seres vivos, a adm itir que en sus estructuras y operaciones
(perfom ancés) realizan y siguen un proyecto. H ay, pues, al
menos en apariencia, una profunda contradicción epistem oló­
gica» (pág. 33). ¿C óm o puede este científico esperar resolverla,
si el postulado de objetividad de que parte elimina d e entrada
el funcionam iento de uno de los términos? D e hecho, así en­
tendido, el postulado de objetividad es el triunfo de la sub­
jetividad.
13 Bonding, de sentido parecido a binding. Sin su absoluta
similaridad, que conlleva su indiscernibilidad, «n o se puede
atribuir ningún sentido exacto a ninguna distribución pura­
mente estadística de los átomos y de las m oléculas», A iom
and Orgahism..., pág. 12. H e aquí el p orq u é:. «Cuando el fí­
sico habla de un sistema en mecánica cuántica, se refiere siem­
pre a una dase» (pág. 13). U n conjunto de átomos o de m o­
léculas «cada uno de los cuales tenga la misma com posición
y encontrándose todos en el mismo estado cuántico, serán d e­
signados una clase plenam ente homogénea» (pág. 14).
t
tal punto son generalizadoras. Razón de más para
reproducirlas con total fidelidad.
P rim ero: «E stá um versalm ente adm itido que la
nó-hom ogeneidad radical es una propiedad sorpren­
dente y verdaderam ente fundam ental de todos los
fenóm enos vitales» 14. C on el apoyo de este aserto,
W . M . Elsässer recuerda el dicho popular: n o hay
dos briznas de hierba que sean iguales. A Leibniz
le gusta hacer la misma observación respecto de las
hojas de los árboles. Sin poner la mínima objeción ,
m e perm ito observar que quizá no sea éste un buen
ejem plo de verdad científica, pues la proposición
es inverificada e inverificable; pero lo que quiere
decir, precisam ente, nuestro físico, es. qu e, a partir
de la teoría cuántica de las partículas elem entales,
esta opin ión tradicional y de sentido com ún se ha
cargado de u¿i sentido científico definido. La física
m oderna n o trata sobre partículas individuales o
átom os, sirio sobre clases, precisam ente porqu e las -
clases pueden ser consideradas.hom ogéneas desde
el punto de vista de la estadística, por m ucho que
sus elem entos n o lo sean.
Una segunda proposición sorprendente del mis­
m o físico (q u e, m odestam ente, la sitúa bajo el pa­
tronato de Pascal) es que «la vida orgánica está
insertada en la naturaleza orgánica de manera tal
que la prim era es de una extensión totalm ente irre­
levante en relación a la segunda» 15. D e donde sur-

u A tom and O rganzsm ..., pág. 14.


15 O p. cit., pág. 15. Rigurosamente hablando, tam poco nos­
otros lo sabem os; parece evidente.
¡ge, naturalm ente, esta otra pregunta: ¿cóm o puede
fia existencia de la naturaleza orgánica ser explicada
fpor «la existencia de una causalidad mecánica es­
tricta de tipo n ew ton ian o», o, sim plem ente, estar
[conciliada con tal causalidad mecánica? 16
N iels B ohr ya se había planteado el problem a,
pero W . M . Elsässer sabe que su historia es más
larga. E ntre los antiguos puntos de vista propues­
tos p or los b iólog os que se extrañaban de la na­
turaleza excepcional de la vida, cita com o ejem plo
notable el de Claude Bernard: «en el organism o
no puede haber la m enor desviación de las leyes
de la física y de la quím ica. Bernard n o deja de
repetir que la física y la quím ica han de poder, a
fin de cuentas, explicar cada detalle del funciona­
m iento del organism o; p ero, sin em bargo, n o pue­
den explicar su existencia» 17. ¿E s esta situación
verosím il? ¿P u ede el espíritu contentarse con un
punto de vista de la naturaleza viva en el cual las
reglas que explican su funcionam iento son incapa­
ces de. explicar su existencia?
. Llegado a este punto, nuestro científico proce­
de, del m odo más inesperado, a una especie de
profesión de fe , o, p or decirlo más sim plem ente,
a tom ar en consideración el sentido com ún, esa
fuente de inform ación que la ciencia nos ha en­
señado hace tiem po a' considerar sospechosa e in­

16 Op. cit., pág. 16.


17 O p. cit., pág. 20. Añade el autor: «H an sido expuestos
puntos de vista similares por ciertos contemporáneos de Ber-
nard que combinaban fisiología e intereses filosóficos, especial­
mente Lotze y Fechner».
cluso a contradecir. ¿Q u ién no se acuerda d el m o­
vim iento de la tierra, de los antípodas y de tantos
otros casos análogos? Y sin em bargo, ante esta
separación entre, digam os, la esencia del m undo
vivo y su existencia, nuestro científico arriesga una
observación que conviene citar in extenso para
tener la seguridad de que n o la deform am os:

«E l problem a se plantea en 'el punto en


que se encuentran muchas ciencias especiales.
L os especialistas tienen, p or naturaleza, ten­
dencia a escoger. P or otra parte, los filósofos
siem pre han considerado labor propia equili­
brar la tendencia a la selección m ental a que
tan a m enudo están expuestos los practican­
tes de las ciencias concretas, tendencia de la
cual el p ú blico n o se da cuenta. En cuanto a
la relación entre la materia orgánica y la ma­
teria inorgánica, debem os referirnos en cierta
m edida a la filosofía y a la continuidad del
pensam iento filosófico del pasado. E n conse­
cuencia, podem os traer a colación una antigua
máxima de los filósofos: en el análisis filosó­
fico, cuando se ha dicho tod o, el resultado
final n o ha de diferir violentam ente de la
solución propuesta p or el sentido com ún, sin
lo cual la filosofía bien podría sernos más sos­
pechosa que el sentido com ún. D el m ism o
m od o, es aconsejable qu e, en lo que a este
asunto se refiere, guardemos algún contacto
con la filosofía tradicional. Si la conclusión
de nuestra investigación está en abierta con­
tradicción con los resultados casi intuitivos,
de la filosofía tradicional, es posible que, a la
larga, n o sea la tradición quien esté equivo­
cada» 18.

Para un filósofo acostum brado a leer a los cien­


tíficos, esto es com o una bocanada de aire fresco;,
pero se lee con cierto regocijo, especialm ente la
conclusión de W . M . Elsásser: «E l punto de vista
de Claude Bernard es que, en su largo con flicto,
ni el vitalism o ni el m ecanicism o pueden obtener
una victoria com pleta; tal punto de vista sólo es
razonable desde esta p ersp ectiv a »19. La conclu­
sión que se busca n o es la de un con flicto inter­
m inable; tam poco viene dictada p or el deseó de
no perder contacto con la intuición del sentido co ­
mún; ya la hem os encontrado en A ristóteles, en
su crítica del m ecanicism o de Em pédocles, a quien
objetaba que, en su filosofía de la naturaleza, la
causa m aterial y la causa final deben ser tomadas
en consideración tanto la una com o la otra.
. Form ulado en el lenguaje de la ciencia m oderna,
el problem a del origen de los organism os vivientes
sigue siendo tan m isterioso com o siempre lo ha
sido; pero su fórm ula crece en precisión: la quí­
mica, que es la form a de la explicación cuasi-mecá-
nica aplicable a los fenóm enos de la vida, trata de
átomos y de m oléculas, aunque el paso de los áto-

10 O p. ctt.} págs. 20-21.


w O p. cit., pág. 21.
m os a las m oléculas ya tendría que ser explicado.
Em ile B outroux escribió hace tiem po un libro sobre
este tipo de problem as, que-hoy apenas se lee, pero
que es tan novedoso com o en 1874, hace ya cien
años. Supongam os que la cosa puede hacerse de
m odo puram ente m ecánico; el problem a, entonces,
es: ¿cóm o pasar de la más com pleja de las m olécu­
las a la más sim ple de las unidades vivientes, la
célula? Si la célula puede explicarse de una manera
puram ente m ecánica, no hay razón .para n o consi­
derar los organism os más com plejos susceptibles
de una exp licación . m ecanidsta, una vez dada-la
de la célula.
Para n o com plicar el problem a, más de lo nece­
sario, nos abstendrem os de introducir en la discu­
sión un problem a suplem entario: ¿hay células?
Es decir: aí explicar la génesis de las estructuras
vivas a partir de los elem entos más sim ples, qiie
son aquí las células vivas, ¿hay una justificación
científica para afirmar que haya habido jamás una
o más células separadas, capaces de com binarse en
form a, al m enos, de tejido v iv o que pueda form ar
.parte de la estructura de un órgano perteneciente
a alguna planta o animal fu tu ro?'
' Esta n o es una cuestión filosófica. Es, sim ple-
píente, una cuestión factual. Se nos pregunta si
alguien ha visto jamás una célula viva. Y si ha
existido nunca una célula viva considerada aparte.0
2

20 V er Georges Canguilhem, ha conttaissance d e la vie, Pa­


rís, Librairie Philosophique J. Vrin, París, 2.” edición, 1967,
páginas 43-80.
Augusto C om te contestaba que, así com o en so­
ciología el individuo es una abstracción, igualmente
én biología las mónadas orgánicas (com o él llamaba
a las células) son abstracciones21. Pero aún hay
más: las recientes tentativas de cultivar in vitro
células aisladas han resultado malogradas. Hasta el
l presente, el resultado de estas experiencias es que,
Ipara proliferar, un tejido v iv o cultivado experim en-
|talmente «d eb e contener una cantidad mínima de
|células, sin las cuales es im posible la m ultiplica-
fdón celular» 22. Y esta vez hem os llegado a una
cuestión verdaderam ente im portante. Q ue sea cien-
f tífica o filosófica en cuestión de palabras. L o im­
portante es saber si, para explicar la naturaleza
|y adm itiendo que sea un m étodo científico sano
ir de las partes, al tod o, nuestras explicaciones
no estarán condenadas al fracaso, pues, en la na^
turaleza, las partes nunca se dan fuera de un tod o,
;y, lo .que; es p eor aún, siJ a existencia del tod o es
la última justificación de la de sus partes. A Berg-
íson le gustaba preguntarse: si yo levanto un bra-
[zo, ¿las posiciones que ocupa sucesivamente en
fel espacio explican su m ovim iento, o este, m o­
vimiento explica las posiciones que el brazo; ocupa
fmCesivamente en el espacio? Y lo m ismo respecto
Je los= organism os vivos. E l todo* no existiría sin
¡sus partes, ¿p ero sonrías; partes quienes producen
¡el todo o el tod o n o in cluye las partes, más bien,
tomo condiciones de su propia existencia? N o se
pueden plantear estas cuestiones sin ver también
que en la naturaleza, tal y com o la conocem os, nin:
gún observador científico ha visto jamás células
fuera de algún tejido, ni tejidos que subsistan es­
pontáneam ente fuera de un cuerpo que viva, a su
vez, incluido en una especie. Y éstos son los he­
chos. Es dem asiado cóm odo atribuir a la ciencia
los hechos de que se tiene una explicación satis­
factoria y atribuir e l resto a la filosofía. N o pone­
mos en duda la existencia de las células; el pro­
blema es, splamente., saber si está científicamente
dem ostrado que los organism os sean «m últiplos de
células». Si existe tal dem ostración, nos gustaría
saber dónde e s tá 23.
N inguno de los biólogos m odernos m enciona la
doctrina de las causas finales. M ás aún que «vita­
lism o», «fin alism o» se ha convertido en una pala­
bra inconveniente y qüe conviene evitar en las
conversaciones científicas; y, sin em bargo, la pre­
gunta cuya respuesta es el finalism o, espera tam­
bién que se le dé, a su vez, una respuesta.
La única manera de encontrarle uña respuesta

23 O p. cit.t págs. 76-78; ver el descubrimiento de Nagéotte,


escrupuloso observador, de un tejido embrionario que prepedió
en tres días a la form ación de células en dicho tejido. A l prin­
cipio Nageotte se negó a creer en su propio descubrimiénto;
m urió, más bien, que las células habían emigrado; pero, su
migración nunca fu e observada. A propósito de una contro­
versia provocada en la Rusia marxista por e l libro de Olga
Lepechinskaia, Origen de las células a partir d e la .materia
viva (1945), G . Canguilhem denuncia una mezcla de intereses
politice» y de convicciones científicas. Este n o es sino un nue­
vo episodio de la secular querella entre da* teoría celular y sus
adversarios.
Límites del mecanicismo 257
, /
científica sería hacer ver cóm o, a partir n o sólo
de las células, sino también de las m oléculas y de
los átom os, puede ser explicada la form ación de
un organism o mecánicamente. La física de los
quanta proporciona la posibilidad de una respuesta
en m enor m edida que nunca. Y a hem os visto que
tal física sólo se aplica a tipos de elem entos com ple­
tamente hom ogéneos. En mecánica cuántica sólo tal
tipo asegura un m áxim o de previsibilidad. Pues los
seres vivos se caracterizan por un m áxim o de hete­
rogeneidad. Para empezar, las clases de seres vivos
no son hom ogéneas, puesto que en ellas n o.se en­
cuentran jamás dos individuos com pletam ente si­
milares. P or otra parte, en el interior de su clase,
un individuo es, en sí m ism o, una sustancia in­
hom ogénea, puesto que es de una com plejidad de
estructura casi ilim itada24. Si la materia viva pu­
diera ser reducida a células vivas com o unidades
elementales, el problem a no cambiaría: «In clu so
las simples células constituyen sistemas com plejos
y heterogéneos, y la cantidad* de diferentes ,com bi­
naciones según las cuales se puede ordenar el vasto
número de m oléculas orgánicas, de radicales y de
electrones que entran en la com posición de un te­
jido., es terrib le.» D icho de otro m odo, las opor­
tunidades de ver producirse una sola célula viva a
partir, únicam ente, de las posibles com binaciones
mecánicas de sus elem entos, son infinitesimales.
Según ;los cálculos obtenidos por m edio de máqui­
nas de calcular, «hay muchísimas más com binacio-
34 A tom and Organism, pág. 33.
nes . de este tipo de las que se podría hacer surgir ;
de las mismas células si todas las superficies de g
tod os los planetas concebidos estuvieran cubiertas
de organismos, similares durante billones de ; ^
a ñ o s »25. ' ;
* Tales ideas no tienen otra novedad que la for- i
ma. N o se pueden leer estas fantásticas afirmacio­
nes sin acordarse de las páginas en que habla Pas­
cal de los «d os in fin itos», el de la grandeza y él ,
de la pequeñez. La física m oderna nos ayuda a
ver sólo que estas verdades eran todavía más ver- i
daderas de lo que podían imaginar quienes las |
descubrieron. Las objeciones de A ristóteles al me­
canicism o de Em pédocles estaban m ucho más jus­
tificadas de lo que el m ism o A ristóteles hubiera
p od id o imaginarse. A la luz de la ciencia moderna,:
las probabilidades de que nazcan espontáneamente
estructuras orgánicas a partir de elem entos mecá­
nicos en m ovim iento son infinitam ente débiles;
puede decirse que no.existen.
¿Q u é resultado obtu vo W . M . Elsásser? Hizd
ver la extremada im probabilidad de que existan
seres vivos en un universo únicamente mecánico.
A partir del m ecanicism o puro, que supone series
perfectam ente hom ogéneas de seres perfectamente
hom ogéneos, se postulan seres tan p oco hom ogé­
neos que n ó deberían existir plantas n i animales.
Y , sin em bargo, existen; E l físico se da p or satisfe- -
cho pensando que, al m enos, aunque infinitamente :

25 Loe. cit. C f. págs. 76-77.


ls . ' . : ‘
Límites det mecánicismo “ 259

s im probable, su esdstencia n o es. absolutam ente im ­


posible; péro el filósofo, que, en este asunto, es
\ com o el hom bre de la calle, se queda perplejo. Si la
. existencia de tales seres es hasta tal punto inverosí­
mil, ¿cóm o es posible que existan? Y la única res-
, puesta que puede imaginar es que quizá haya.que
devolver a la vida algunas nociones antiguas, olv i­
dadas o m enospreciadas. ¿Q ué hacer?, se pregunta
G . Canguilhem en su sustancioso ensayo sobre La
teoría celular. Y responde:

«Sería absurdo concluir que n o hay d ife­


rencia entre ciencia y m itología, entre una
I evaluación y una ensoñación. P ero, inversa­
m ente, querer desvalorizar radicalm ente, con
el pretexto de su superación teórica, las viejas
intuiciones, lleva, insensible pero inevitable­
m ente, a no poder com prender cóm o habría
Allegado una humanidad estúpida a convertir­
se en inteligente. N o siempre se consigue el
; m ila g ro con tanta facilidad com o se cree; y
para suprim irlo en las cosas, a veces, se le re­
m ite al pensam iento, donde n o es m enos cho­
cante y, en el fon d o, in útil»

P or otra parte, se puede pensar sin m itologi-


í zar. A l pasar revista- a sus propias conclusiones,
¡ W . M . Elsässer da excelentes ejem plos de lo que
\ podría ser tal vuelta atrás en la consideración de 42

24 G . Canguilhem, La connaisscmce d e la vie_, pág. 80. C f.


; página 79
antiguas ideas a la luz de nuevos hechos. Llama
organísmica a su propia respuesta al problem a de
la vida, p o r la cual entiende que los organismos
representan una forma de materia aparte77. Eli
prin cipio, la proposición sorprende, pues A ristóte­
les creía en la existencia de dos tipos d e materia, v ;
celeste y sublunar; p ero esta noción fu e abando­
nada a partir de G alileo ¡y he aquí que se nos '
pide, actualmente, admitir en los seres vivos otro
tip o d e materia, además de aquella de los seres J
n o organizados y constituidos, solam ente, p or ele- %
m entos físico-quím icos! Esta vez es „el filósofo
quien habría protestado, pues había concebido la
materia inorgánica de tal manera que, gracias a su
form a sustancial, pudiera entrar en com posición
consigo misma en la estructura de los seres orga­
nizados. Quizá no haya nada puramente material I
en la naturaleza. La reform a mecanicista operada i
p or Descartes exigía, en prim er lugar, la elim ina- ]
ción de la noción filosófica de «form a sustancial»;; |
se ve, en consecuencia, cóm o un científico m oderño í ;J
puede llegar a una conclusión tan extraordinaria; Ú
com o ésta. Puesto que en el universo de la físiM ^/; |
cuánticá no hay form as, una diferencia específica, e ; ; i
incluso genérica, entre dos inmensas clases de se-
res, no puede ser explicada sino p or una diferencia |
de materias. N uestro b iólog o lo ve claramente, y es |
esto lo que le lleva a un punto de vista «m ás pro- j
fu n do, filosófico»: tan estrechamente com o se ad- 1

27
W . M . E lsásser, A tom and Organism, pág. 124. ’ .
hiera a los hechos observados, del m ism o m odo,
ninguna «teoría de los organism os» será definiti­
vamente satisfactoria, «a m enos que incluya la
noción válida de una idea a m enudo sostenida en
el curso de la historia de la biología: que los
organismos representan una form a de materia
ap arte»28.
¿E s verdaderam ente tan antigua la idea? P or lo
que recuerdo, es más bien nueva. La noción de
que los seres vivos no podrían estar divididos en
dos partes, una estrictamente determinada por las
leyes de la físico-quím ica y la otra de naturaleza
diferente y au tón om a 29, hubiera parecido absurda
a Descartes y falta de sentido al m ismo A ristóteles.
Creo que el F ilósofo hubiera dicho: sí, los seres
vivos organizados y los seres inorganizados cons­
tituyen dos clases distintas, mas no porque consis­
tan en dos especies que difieran en la materia, sino
porque sus m aterias están determinadas p or formas
diferentes. Y p or ello recurren los filósofos a esta
noción de form a, sita en la materia sin ser ella
misma m ateria, y cuyo mecanismo, naturalmente,
no quiere a ningún precio. La elim inación carte­
siana de la «causa form al» es lo que hace necesario
imaginar dos especies de materia, com o si la ma­
teria en cuanto tal pudiera com portar un principio
interno, de distinción. Más que llamar «form a »
(u. o tro nom bre cualquiera) a aquello en virtud de

28
O p. cii.t pág. 123.
O p. cit., pág. 124.
lo cual la materia viva difiere de la materia no
viva, lá física m oderna renuncia, sim plem ente, á
nom brarla.
P or nuestra parte, sin preguntarnos si está nue­
va postura recuerda a la del b iólog o R ostánd, que
denunció Claude Bernard por atribuir a la «orga­
nización» una eficacia propia, dem os la bienvenida
a esta teoría organísmica (organismic theory) 30 y
observem os sus esfuerzos por devolver la vida
a cierto núm ero de ideas antiguas.
Para empezar, nuestro b iólogo aprecia lá pre­
sencia de una analogía entre su noción científica
de «cla se» y el antiguo concepto filosófico de los
«universales». «P o r más que los m odernos sean
más abstractos y operácionales que los filósofos de
la Edad M edia, no hay que extrañarse de que al­
gunos de los problem as y com plicaciones relacio­
nados con las investigaciones sobre la naturaleza
de los organism os estén dotados de perennidad» 3\
O bserva a continuación el b iólog o, en los he­
chos, indicios dé la presencia de elem entos perte­
necientes a un orden distinto al orden físico. Esto
quiere decir que, «p o r más que haciendo uso dé
un m étodo de aproxim ación descriptivo y de espí-;
ritu positivo seamos a m enudo capaces de eliminar
supuestos m etafísicos im plícitos, hay que recono­
cer que, en nuestro caso, hay cierto obstáculo es­
pecífico, más o m enos ocu lto, que hace a esta aprb-

30
Op, cit.j pág. 108.-
Op. cit., pág. 38.
xiínación m enos fecunda en biología que en fí­
sica» - i
En tercer lugar, fijém onos en la distinción del
orden físico respecto del b iológico: «A dm itim os
que haya en el reino de los organismos regulari­
dades cuya existencia n o puede ser lógico-m atem á­
ticamente deducida de las leyes de la física, por
más que n o se pueda establecer ninguna contradic­
ción entre esas regularidades y las leyes de la física.
Brevem ente dich o, la existencia de estas regulari­
dades n o puede ser probada ni refutada a partir de
las leyes de la física. Los problem as relativos a la
derivación - de estas regularidades a partir d e las
leyes de la física pertenecen a la clase de los in­
s o lu b le s »33.
Cuarta n oción , la presencia en los seres vivos de
un elem entó n o deducible dé la física:

«P u esto que la física rige en el organism o,


y puesto que, en la perspectiva aquí adopta­
da, la vida tiene por condición la in-hom o-
geneidad de las estructuras y de las clases, el
con cépto de . ser viv o tiene algo, que se nos
escapa y que, en un contexto más em pírico,
ha puesto en uñ aprieto a todos los pensado­
res ‘ en materia de biología. E ste elem ento

38 O p. cit., pág. 44. E l físico, naturalmente, busca una res­


puesta .a esta dificultad n o en la metafísica, sino en la física:
«Creem os qu e este obstáculo reside en la terrible variabilidad,
com plejidad e in-homogeneidad de la materia orgánica». Pero
es esta in-hom ogeneidad lo que queda por explicar sobre la
base del mecanismo físico , sea estadístico o no.
33 A iom and Organista, págs. 45-46. C f. pág. 110.
que se nos escapa form a parte, sin embargo, . ;
de nuestra experiencia más com ún. Ninguna
teoría biológica puede pretender ser tomada
en serio a m enos que contenga alguna repre­
sentación sim bólica de la presencia, en sus
fundam entos, de esa cosa que se nos es- J
c a p a »34.

Q uinta noción : «L os conceptos fundamentales


están m odelados sobre las clases de la biología, |
trátese de árboles, de vacas o .de cucarachas. Cuan- 4
d o la com plejidad llega a cierto grado, el lenguaje
ordinario puede ser más com prensible que un rom- -J
pecabezas de fórm ulas m atem áticas». Reconozca- .|
m os que, en estos tiem pos, tal form a de hablar |
puede sorprender, pero, continua nuestro científi- |
co, «dada la in-hom ogeneidad de gran núm ero de j
clases de la b iología ,; puede pasar a m enudo que J
el lenguaje de los conceptos sea un m odo de ex­
presión más conveniente y apropiado para expresar
las relaciones de base propias de las .regularidades
de la teoría b iológ ica ». En otros térm inos, la bio-
matemática funciona peor que la físico-matemá­
tica *5. • <
Sexta noción:: W . M . Elsásser n o cree sólo en
la realidad objetiva actual de las clases biológicas,

34 O p. cií.f pág. 53. N o es el determinismo lo que está en


juego. Incluso si se considera absoluto, el problema sigue ¡
siendo saber si basta, en form a de mecanismo, para dar razón
de lo orgánico. V er Etienne W olff, Les chemins de la vie,
París, Hermán, 1963, págs. 2-10: Les critiques du dêterminis-
me et leur valeur; cf. supra.
35 Op. cit., págs. 58-59. „ i
sino tam bién en la existencia real de una jerarquía
de orden, o más bien de jerarquías de orden entre
las clases de seres vivos: «L a existencia de tales
jerarquías es un hecho manifiesto de observación
biológica inm ediata; y esto no es una sim ple de­
ducción abstracta obtenida por análisis de datos
c o m p le jo s »36. Naturalm ente, toda tentativa de fo r­
malizar matemáticamente este concepto de «jerar­
quías de orden » o de clases tiene posibilidades de
mostrarse falta de realism o, y, en consecuencia,
sin utilidad práctica.
Estas consideraciones conducen al b iólog o a una
última n oción , cuyo nom bre, por lo m enos, es fa­
miliar a los filósofos, aunque su sentido les resulte
m isterioso: la de individualidad. La nueva b io lo ­
gía la concibe com o una configuración, o un p ro­
ceso, que es «u n hallazgo inmensamente raro si se
considera abstractamente en relación al inm enso
núm ero de configuraciones o procesos p osib les».
E n seguida se siente lo que se nos escapa y se
nos resbala en tal definición. La rareza de una con ­
figuración n o explica su naturaleza ni su existen­
cia; sim plem ente, lo es. Una configuración viva
es rara en tanto que orgánica, y toda configuración
orgánica es individual por definición. «L a in divi­
dualidad es una propiedad universal del organis­
m o » 37. «C rece de m odo manifiesto a m edida, que
se asciende p or la escala de la evolución. Incluso
se podría usar la individualidad, en un sentido am­

36 O p. cit., pág. 134.


37 O p. c it.,.pág. 136.
p lio , com o m edida del progreso evolu cion istas
Saludamos la llegada de la noción de evolución a
nuestra investigación. P ronto la volverem os a en­
contrar. P or el m om ento, notem os que nos trae
otra noción m uy antigua (que se rem onta al Géne­
sis) y que acaba de sernos ofrecida bajo formas
variadas pero provistas, todas ellas, de esa; especie
de fervor con que habla de buen grado el hom bre
de sí m ism o: en la cima de la escala de la evo­
lución está el hom bre. «-El hom bre es el más ele­
vado de los organism os, sim plem ente ( ¡admirable
a d v e rb io !) porque los hom bres, a causa de la com ­
plejidad de sus cerebros, testim onian un grado de
individualidad inmensamente más elevado que cual­
quier otro tipo de organism o.» Una vez más, nos
encontram os ante un hecho b iológ ico tanto m enos.
explicable mecánicamente porqu e es inmediata­
m ente evidente. N o nos extrañem os, pues, de que
tal científico se sienta, en cierta m edida, apar­
tado «d e los m étodos más rigurosos del físico».
H e aquí sus últimas palabras: «Q u ien , cualquiera
que sea, penetra en estos terrenos de la investiga­
ción , debería, aparte de ser un científico, poseer
ciertos dones de intuición, e incluso tener, quizás, 1
algo de poeta, si quiere aprehender claramente las
maravillas tan com plejas de la C rea ción »38.
C reación, con C mayúscula en el original. En j
francés p or lo m enos, las, mayúsculas en palabras j_
que no sean nom bres propios siempre me inquie-

38
Op. cit., pág. 137.
1 tan. Nunca sé qué significan exactamente y ex­
perim ento la desagradable sensación de que se
me quiere hacer tom ar alguna cosa por alguno,
alguna persona. E n tod o caso, no sería prudente
tomar aquí la palabra «creación » en su sentido
teológico, o religioso, o incluso propiam ente me-
tafísico; su sentido probable es, más bien, «la to­
talidad de la realidad dada», el conjunto de lo que
está a nuestro alcance. La principal precaución de
la nueva biología parece ser seguir un curso que
m edie entre el vitalism o y el m ecanicism o; sólo por
hacer esto nos descubre el hecho turbador de que
la existencia misma de lo biológico no es suscepti­
ble de una explicación mecanicista, y, naturalmen­
te, no sólo en tanto que existe, sino en tanto que
im plica la existencia de seres organizados. A l darse
cuenta intensam ente de esta ausencia él m ism o,
nuestro científico, se dirige a la física estadística,
para dejar, p o r lo m enos, la puerta abierta a la p osi­
bilidad de aquello cuya realidad no se puede negar.
Todavía están ahí los hechos que quería expli-
* car lá biología de A ristóteles. Se le reprocha, a
veces amargamente, haberlos explicado m al, pero
actualmente ni se exp lica n 39. Las interpretaciones

39 D ejo de lado el argumento finalista (ajeno a la perspec­


tiva de Élsasser) de los m onos dactilógrafos golpeando la má­
quina al azar durante una cuasi-etemidad, sin conseguir volver
a inventar el teatro com pleto de Shakespeare. Com o la «apues­
ta» de Pascal, se presta a largas discusiones. Por ejem plo:
«E ste inatacable razonamiento sólo tiene un defecto: es apli­
cable a cualquier acontecim iento particular que acontezca en
el universo, puesto que, a prtori, la posibilidad de tal aconte-
. cim iento es infinitesim al». (Jacques M ónod, Legón inaugúrale
mecanicistas de estos hechos, de las que .ya Aris­
tóteles decía que habían fracasado, n o siempre han
conseguido dar satisfacción; solam ente han puesto
en evidencia cada vez más la inevitabilidad de las
nociones de organización y de finalidad invocadas
por el F ilósofo para explicar la existencia de las
estructuras mecánicas que la ciencia estudia. La
misma ciencia contem poránea atestigua la írreduc-
tible necesidad de este tip o de nociones. E sto nos
anima a n o considerarlas periclitadas, sino más bien
a ver en ellas constantes de la filosofía de la natu­
raleza, que, én los lím ites accesibles a la observa­
ción histórica, no parece haber dejado jamás de ser
lo que es.
de la chaire de biologie m oléculaire, en e l C ollège de France,
dictada el 3 de noviem bre de 1967, pág. 26). Quizá d ed r esto
n o sea suficiente. E l teatro de Shakespeare n o es un aconte­
cim iento, es una innumerable serie de acontecimientos ordena-
de» y ligados, y ligada esta misma serie a la existencia de la
lengua inglesa, del pueblo inglés, del individuo Shakespeare
(pues si éste n o hubiera existido, di teatro realizado sin él no
sería el-teatro-de-Shakespeare) y así sucesivamente, hasta el in­
finito. Jacques M onod n o se inquieta p or ello: «P ero di uni­
verso existe, es totalmente preciso que se produzcan en él
acontecimientos, todos ellos de la misma im probabilidad, y el
hom bre es uno de ellos. H a conseguido el prem io g ord o...»
(pág. 26). T odos los acontecim ientos n o son igualmente impro­
bables, a n o ser que sean de la misma naturaleza, que es lo
que se pone en duda. P or otra parte, por débil que sea, la
probabilidad de ganar un prem io gordo nunca es nula, pues
existe, mientras que en la lotería de que se trata el premio
gordo n o existe. En cuanto al A D N , esa «piedra filosofal de
la biología» (pág. 12), puesto que es «p or sí mismo inerte y
desprovisto de. propiedades teleonóm icas» (n. 16), n o explica
finalidad alguna; más bien, es él mismo el que hacé necesar
rio explicar la finalidad. Y , por fin, recurrir a las nociones de
inform ación y de «com unicación m olecular» (pág. 2 Í) para dar
razón de la fecundidad m orfogénica del mecanicismo es usar
metáforas, lingüísticas sin explicar nada.
V I. C O N ST A N T E S B IO F IL O SO F IC A S

Entendem os por biofilosofía o filosofía de la


1 vida la interpretación filosófica de los caracteres
{ propios de los seres vivos. N o se trata de la vida
I misma, ñ i d el vitalism o, pues la vida es más ún
| efecto que una causa, y el vitalism o n o es uná cons-
j tante de la filosofía de la naturaleza. N o es exacto
| que e l vitalism o, en caso de que se entienda por
i vida una energía diferente, propia de los %eres vi-
f v os, causa de su estructura y de sus operaciones,
| haya sido profesado p or todos los filósofos de la ná-
! turaleza. A ristóteles, com o ya hem os dicho* n o im
¡ voca la vida com o una causa o prin cipio; es, para
f él, el efecto p rop io d el alma, que es otra noción.
I Cuando se ve en el finalism o una «form a más sutil
í y muy lev e» d el vitalism o, se lleva lá distinción a
| un terreno ¿q ü iv o ca d o 1. Las nociones de vitalis­
m o y de finalidad n o están necesariamente rela-
¡ donadas. '
Según el m ism o b iólog o, el finalismo admite
«que cada ser está hecho para su m edio, cada 6r-
• .

Paul Lemoine, en Encyclopédie française, V* 08-2.


gano construido con vistas a su función propia: los
fenóm enos vitales tienden a un fin preciso, de don­
de viene el nom bre de causas fin a le s»2. .H e aquí
un retrato del finalism o que quizá n o convenga
exactam ente a ninguna filosofía finalista en particu­
lar. Para em pezar, se puede, hablar de la adaptación
de los seres a sus m edios sin admitir que hayan
sido «h ech os» con vistas a los m ism os. Adem ás,
con cebir cada organism o com o «con struido con
vistas a » alguna cosa e s , ver el problem a, con la j
perspectiva del D em iurgo del Tim eo o del D ios j
creador de la teología judeo-çristiana. E l creacio­
nism o, lo m ism o que el vitalism o, n o está relación
nado con el finalism o. E l finalism o tam poco exige
que los fenóm enos vitales tiendan a un fin «pre­
concebido»^ Q ue tal cosa sea o n o cierta corres­
pon de decidirlo a los teólogos y a los m etafísicos;

2 Paul Lemoine, «D u vitalisme au finalism e», en Encyclo­


péd ie française, V* 08-2. H ablando del. vitalism o y del finaiis-
m o com o si fueran dos variantes de una misma doctrina, dice'
este científico que «estas tentativas de explicación fueron
expulsadas d e la fisiología en la primera mitad del siglo xdc
p or quienes situaron esta ciencia en el terreno en que hoy día
evoluciona, j especialmente por G aude Bernard. Pero la mor­
fología, y sobre tod o la biología ampliamente considerada, han.
quedado, en cuanto al finalismo, com o «reductos» en los qué
éste se mantiene todavía bajo un aspecto más o menos rejuve* 1
necido. ¿A caso n o se ha sospechado de finalismo latente, y por
así decirlo ocu lto, en los protagonistas mismos de las teorías
de la evolu ción ?» Ibid. Claude Bernard expulsó, ciertamente,:
el finalism o de la fisiología, pero, com o hemos visto, en modo
alguno de la biología «ampliamente considerada». En cuanto á
Darwin, también hemos visto que,- p or el contrario, fue aplau­
dido p or haber reconciliado el finalismo y el mecanicismo. Y lo-
mismo en cuanto a Lamarck si, com o d mismo Lem oine nos
muestra, la adaptadón al m edio, com o la sd ecd ón natural, im­
plica una especie de finalidad .
Constantes biofilosóficas 271
f

Guando Jes llegue el m om ento de preguntarse si


las causas finales tienen p or origen pensam ien­
tos: e intenciones divinas, el filósofo de la natu­
raleza habrá decidido hace tiem po sobre su exis­
tencia p o r razones extraídas dé la observación
de la naturaleza misma. E l b iofilósofo no es un
teólogo.
v Esta m ezcla de teología y filosofía de la natura-,
leza ha ejercido una perturbadora influencia sobre
la historia de la finalidad. Cabe suponer que, si
com o nosotros créem os, el m undo v iv o atestigua
la presencia d e la finalidad en todos los seres que
lo constituyen, y que a la vez el teólogo, al hablar
en nom bre de la filosofía prim era o m etafísica, afir­
ma la existencia de un D ios creador y ordenador
de la naturaleza, generalm ente sería im posible in­
ferir dé la inspección de las criaturas las intenciones
del Creador. H ay que dar la razón a Descartes,
que negaba que el hom bre pueda sentarse en él
C onsejo d e la Creación y hablar com o si conociera
las intenciones d e D ios. H ay que conceder, además,
al b ió lo g o , qu e jun to a logros m agníficos hay en la
naturaleza abundancia de fallos y defectos de fabri­
cación desconcertantes. La enferm edad, la feroci­
dad destructora de seres que sólo viven d e la muer­
te de otros, el colosal derroche de la reproducción
de las plantas y los animales, cuyas simientes se
pierden a billon es ,sin que esta prodigalidad respon­
da a ninguna necesidad inteligible, si,se piensa en '
lo que debe ser la infinita sabiduría de un D ios om ­
nipotente y si se com paran los detalles d e su obra,
es d ifícil1evitar el pensam iento de que un sim ple in- ]
geniero hum ano encontraría con facilidad d i m odo |
de aportar abundantes m ejoras a los detalles. Re- j
conocem os que se plantean estos problem as, sí, |
pero en teología y en m etafísica, en la parte de
estas disciplinas que Leibniz llamaba la teodicea
o justificación de D ios ante las objeciones extraí­
das de la existencia dél mal. Para estar autorizado
a decir que existe, el b iofilósofo n o está obligado
a decir que la finalidad natural sea perfecta. Que
exista, perfecta o n o, ¿s cosa que sólo el espectácu­
lo de la naturaleza le perm ite decidir.
D esde este punto de vista, la situación no es
hoy m uy distinta de lo que era en tiem pos de Aris­
tóteles. T odavía hay finalidad. En el fon d o, todo
el m undo habla cóm o si la hubiera; pero al no
poder decir en qué consiste, la ciencia prefiere ig­
norarla ó negarla.
T odavía hay seres form ados por partes hom o­
géneas y seres forinados por partes heterogéneas.
L os que com ponen esta segunda dase son seres or­
ganizados, hechos de partes que son, a su vez, com­
plejas y asociadas de un m odo tal que sean posibles
sus operaciones. H oy se habla de estructuras, pero
la estructura de un ser viv o n o explica nada, es
ella misma la que haría falta poder explicar, y hoy,
com o en tiem pos de A ristóteles, sigue sieñdo im­
posible explicar cóm o están Ordenadas las partes
de tal ser, tanto en sí mismas com o las unas en
relación con las otras, sin hacer íntervenir otros
principios que los d é la mecánica. -Así *se' explica
que desde los tiem pos de A ristóteles haya recurri­
do la biología a dos principios com plem entarios
para explicar la estructura de los seres’ organizados,
la causa, m aterial y la causa m otriz p or una parte
y el fin p or otra. La explicación por la causa mate­
rial y la causa m otriz ya correspondía, en su espí­
ritu, a una ciencia dé tip o cartesiano. Presagiaba el
«redu ccion ism o» m oderno. La explicación p or la
causa final siem pre ha sido de un tipo totalm ente
distinto, pues el principio de explicación que in vo­
ca n o es en sí ob jeto de observación em pírica. E l
fin no es una causa que se pueda, observar en acti­
vidad, com o la causa m otriz cuando chocan dos
cuerpos. P or la misma razón, el fin n o es mensu­
rable n i calculable; sólo se puede decir que. está
ahí. P or el contrario, esto,se puede decir con segu­
ridad, pues los. efectos de que se pide dé razón son
visibles, tangibles y perceptibles con una evidencia
igual a la de la extensión y el m ovim iento: son
las estructuras mismas de esos seres organizados.
E l cam bio de orden que se opera cuando sé pasa
de lo inorgánico a lo orgánico fue muy bien definido
p or A ugusto C om te com o el paso del orden en qu e
las partes condicionan el tod o al orden en que el
tod o condiciona las partes, y, en este sentido, es
anterior a ellas. E s, decim os nosotros, com o si
las partes n o estuvieran ahí sino con vistas al tod o
o , al m enos, com o requeridas por él. E sto es lo que
se llama el orden de la finalidad.
La existencia de este orden y de las. relaciones
que im plica es una certeza inmediata, p or más que
is
su naturaleza sea m isteriosa pará el entendim ien­
to. Resulta d e un razonam iento en lo sucesivo
integrado a la percepción. Se ve que una roca no
es de la misma naturaleza que un árbol. Cual­
quiera que sea el. núm ero de adoquines que se
saque de un bloqu e de granito, cada uno de ellos
es de la misma naturaleza que el b loq u e; el aná­
lisis de una parte vale tanto para otra parte com o
para el tod o. E l ser organizado es, p or el contrario,
un tod o d efin id o por el conjunto y el orden de las
partes que lo com ponen, y aunque el detalle escape
a su inspección, se ve directam ente que existe tal
orden. Se ve que un ser está organizado com o se
ve al prim er vistazo qiie una chatarra pertenece a
una máquina o a una de sus partes. Si los astronau­
tas hubieran encontrado en la luna una planta o un
animal, lo hubieron sabido nada más verlos. Se
dice que los prim itivos tomarían un reloj por un
animal; sólo el genio de Descartes pudo tom ar a
los animales p or relojes.
La inferencia espontánea de que hablam os no es
una operación lógica form ada por juicios explícitos;
nunca ha p od id o serlo. Surge, más bien, de la psi­
cología entendida com o biología de las funciones
del conocim iento, cosa que ya era para A ristóteles.
Su fundam ento es la percepción de seres capaces de
m overse .por sí m ism os. Ningún animal se equivoca
en ello. E l gato o el perro que miran con indiferen­
cia lo que tienen ante los ojos, por ejem plo un
jardín, fijan al instante su atención sobre cualquier
ob jeto en m ovim iento; un gato puede estar fasci-
i; nado p or algo infinitam ente pequeño, que se m ueve
;j sobre un entarim ado o una alfom bra; m uchos ani-
;; males saben que «hacerse el m uerto» es una pre-
i caución útil para «n o hacerse v e r»; el paseante que
no mira nada en particular sigue espontáneamente
i con la vista «cualquier cosa que se m enee». P or
otra parte, A ristóteles atrajo hace m ucho tiempo, la
atención sobre las nociones de m ovim iento y de
partes heterogéneas, sin las cuales la autom oción es
im posible. Las partes de que se com ponen las má­
quinas son m uy distintas de aquéllas de que se
com ponen los organism os vivos; las de las m áqui­
nas son de estructura hom ogénea, no saben susti­
tuirse unas a otras en caso de fallo, n o se reprodu­
cen, n o se cicatrizan, no producen la energía que
las m ueve; están tan ajustadas las unas a las otras
con vistas a «fu n cion ar» eficazmente com o los ór­
ganos dél ser v iv o. Las máquinas son im itaciones
artificiales de organism os. Un hom bre n o puede evi­
tar notarlo desde el m om ento en que fabrica los ins­
trumentos y herramientas más sim ples. D e ahí el
hecho, tan justam ente observado por G eorges Can-
guilhem, de que «e l vocabulario de la anatomía
animal, en la ciencia occidental, es rico en denom i­
naciones de órganos, de visceras, de segmentos o de
regiones del organism o que expresan m etáforas o
analogías». A sí com o se designa a ciertos órganos
por la analogía d e su función con la de una pieza
fabricada: saco, canal, eje, del m ism o m odo las
herramientas , son llamadas con nom bres de órga­
nos : brazo, rótula, dientes, etc. E n todos los casos
de este tip o, com o m uy bien dice G eorges Gánguil- •
hem , «la denom inación griega y latina de las formas
orgánicas percibidas hace ver que una experiencia
técnica com unica algunas de sus estructuras a la
percepción de las form as orgánicas», y a la inver­
s a 3. N o hay diferencia entre preguntarse sobre la
función de un órgano, para qué «sirv e» y cuál es su
fin. Es el v iejo problem a de m u partium. Afecta
tanto a un organism o com o a una máquina, y basta
con percibir ésta o aquél para planteárselo.
En la m edida en que es invocada para (Jar razón
de este hecho, la finalidad es ob jeto de experiencia
sensible, n o en sí misma, sino en sus efectos£3®?sé
trata de un caso anormal ni excepcional, sino, por
el contrario, de uno de esos num erosos casos éñ
que se produce, incluso en la experiencia sensible, <
una inferencia inmediata del intelecto a la causa a
partir del efecto percibido. Es cierto que n o hay
nada en el intelecto que no haya estado antes en
los sentidos, pero tam poco hay nada en los senti­
dos de un ser inteligente que n o esté a la vez en
el intelecto. E sto se aprecia en la percepción sen­
sible. N adie ha visto nunca un perro n i un árbol,
que son clases colectivas, y n o individuos, pero no
dejam os de percibir manchas coloreadas definidas
p or las form as que el intelecto sabe son tal vegetal,
tal animal o tal hom bre. Y lo m ism o en cuanto a
los efectos de la finalidad. N o hay diferencia esen- '

3 Georges Cañguilhem, Eludes d’kistoire e t d e filosofie des


Sciences, París, Líbram e Philosopbique ,J. V rin, 1968, pági­
nas 306 y 323.
cial entre ver que un ser está organizado y ver que
es un perro; la inducción intelectual a partir de la
percepción sensible es la misma en ambos casos; es
el m ism o caso.
Se concibe así que la ciencia no tenga nada que
hacer con la causa final, que es una evidencia inme­
diata, pero n o por ello es m enos cierto ,que existe
en realidad, lo que ñamamos finalidad. La tentación
de hacer de esta abstracción m etodológica una eli­
m inación real quizá sea. irresistible, pero lo que se
decide no tom ar en consideración, quizá incluso
porque se tenga el deber de torcer su sentido, no
por ello deja de existir. La explicación del m oví
m iento de un viajero sentado en un tren puede ha­
cerse totalm ente en térm inos de m ecanicism o: fran­
queo cierta distancia a cierta velocidad media por
hora en cierto tiem po gracias al funcionam iento de
una máquina que gasta cierta especie y cantidad de
energía. E l análisis mecanicista de la situación Ue-
garía al infinito, aunque sólo fuera porque p on d ría .
en solfa las circunstancias de m i vida personal, la
inmensa red de condiciones sociales, económ icas y
políticas que es una compañía de transportes, pero,
en fin, el cálculo sería teóricam ente posible. Pero el
resultado n o respondería a la pregunta que este
viajero podría form ularse a sí m ism o: ¿Q u é hago
yo en este tren? Pues la verdadera respuesta sería:
voy a M ar seña. Ningún m étodo científico de in­
form ación perm ite adivinar la presencia, en m í, de
esta in-tención (in-tendere ) , de la que quizá y o
m ism o no sé cóm o se ha form ado en m i pensamien-
to. D e todos m odos, no es ella la que transporta, v/;1
sino que utiliza el inm enso m ecanism o del «m edió» y
de transporte com o sí constituyera ella misma la J
ultim a justificación. Es un pensam iento que utiliza ^
la energía eléctrica sin aparecer para nada en el i
despliegue de esa e n erg ía .E l b iólog o está en una
situación análoga: observa, con exclusión de cual- i
quier finalidad, alguna cosa que n o existiría sin ella,
y, sin duda, tiene científicam ente derecho, y quizá:
el deber, a hacerlo; pero trata a los organismos
com o viajeros que llegaran infaliblem ente al tér­
m ino de su viaje sin haber tenido la intención de
hacerlo.
Esta situación quizá n o sea enteram ente sana, J
pues no es cierto que el cóm o de una operación sea =
separable del para qué que es su térm ino. La Ínter- í
pretacion m ecanicista exhaustiva del nacim iento y
crecim iento de un ser v iv o, desde la sim iente hasta
la edad adulta, sería la de un proceso orientado
hacia un térm ino que es su fin. D on de no .hay fin,
com o en una máquina que hubiera enloquecido, el
proceso se repite indefinidam ente en su punto de
desquiciam iento, y es entonces el cóm o mismo lo
que deja de existir. .
Si se pregunta al filósofo:, ¿qué es la finalidad?
es su turno para sentirse embarazado. La razón de
las dificultades con que tropieza si intenta respon­
der quizá' sea que intenta definirla en sí misma,
com o si fuera, en el ser v iv o ,' algo distinto a él;
D ejando aparte la causa m otriz, pues el m otor es
siempre distinto de lo m ovido, las causas inma:
nenies al ser n o tienen otro ser real que el siiyo;
La m ateria, la form a y el fin son constituyentes rea­
les d e lse r, pero n o existen más que en él y para él.
En ello se distingue la finalidad de la naturaleza de
la del arte. E l artista es exterior a su obra, luego
la obra de arte es exterior al arte que la produce.
E l fin de lá naturaleza viva le es, por el contrario,
consustancial. E l em brión es la ley de su p rop io des­
arrollo. Y a está en su naturaleza ser lo que será
más adelante un adulto capaz de reproducirse. Las
descripciones de la finalidad natural que sitúan la
causa fuera de ella parecen concebidas con vistas
a justificar la negación. P or lo m enos se equivocan
de ob jeto. Es posible que el m etafisico y el teó­
logo, en busca de un fin suprem o de la naturaleza,
se consideren justificados para poner un A lfa, que
sería tam bién un Om ega, com o causa y térm ino de
todo lo que es, pero el problem a que se plantea la
biofilosofía n o es ése. Cualquiera que pueda ser su
origen trascendente, la finalidad del organism o está
en él com o, una vez lanzada p or el arquero, la de
la flecha que vuela hacia el blanco sin saber cuál
es, está en la flecha: Pueden haberla dirigido hacia
el blanco veinte intenciones exteriores, pero va
hacia él, a partir de un m om ento dado, p or sí mis­
ma, y es ella quien llega. E l sentido de un m ovi­
m iento form a parte de ese m ovim iento.
N uestro excelente m aestro A ndré Lalande decía
en cierta ocasión, en una de sus lecciones: «L a fi­
nalidad n o se deja reconstruir.» Tenía razón, pero
n o hay duda de qu e ella misma n o había sido cons-
truida. N o es, com o Bergson le reprochaba con de­
masiada frecuencia, m ecanicism o a la inversa. El
m ecanidsta piensa que se trata de una situación
provisional y que, desde los tiem pos de Aristóteles,
nadie ha encontrado una vía de acceso a este pro­
blem a, vía que será descubierta. N o se puede negar
esto, pero tam bién es posible, y m ucho más proba­
ble, que no exista ninguna vía de acercamiento
científico a un problem a de este género. Los triun­
fos del m ecanicism o en un pasado reciente con­
tinuarán sucediéndose en el porvenir, tanto que
aplicará sus m étodos al orden de las realidades j
físicas materiales que consistan especialm ente en
extensión y m ovim iento. N o se le podrían asignar
lím ites en este orden, pero la existencia de objetos
de conocim iento cuya naturaleza se sustrae a la ex­
plicación m ecanidsta tam poco es una im posibili­
dad, en caso de que el orden de lo inmaterial y de ¡
lo inextenso n o sea una pura nada.
La d e n d a del sabio, ser, a su vez, m aterial, está
probablem ente ligada a la materia, pero no lo es.
H em os visto la cara de Eiristein, pero ¿hem os visto
su saber, su pensam iento m oviéndose sin cesar en­
tre dos o más universos físicos posibles? Hemos
oíd o su v oz, que era material, pero ¿cóm o hemos
percibido el sentido de las palabras que pronun­
ciaba? Si existe lo inteligible y lo inteligido, existe
lo inm aterial, y puesto que está ligado a nuestro1
cuerpo, que es sensible, existe lo inteligible en lo
sensible. Es un hecho que constituye una de las
más antiguas constantes de la filosofía. La inevita^'
bilidad del platonism o, ya en sí m ism o, ya repen­
sado p or A ristóteles, aflora visiblem ente, aquí, a ía
superficie. N o habría sino el conocim iento que con ­
cibe las cosas; lo inmaterial estaría en la ma­
teria. Siglos, m ilenios de especulación filosófica se
han preguntado de dónde podía venir lo inmate­
rial. Y a A ristóteles respondía: «D e fu era.» Tra­
duzcam os: científicam ente hablando, no se sabe.
Nada hay más pasado de m oda que el animismo,
que jugó un papel im portante en la filosofía hasta,
por lo m enos, el siglo x v i, que fu e la época de su
triunfo; A ristóteles había concebido el alma para
dar razón de los fenóm enos vitales, desde los más
elmentales hasta los más elevados. H ay que reco­
nocer una vez más, com o él m ism o enseñaba, que
no conocem os de ella más que sus efectos. Los dis­
tintos nom bres que se le dan no dicen nada sobre
lo que es en sí misma: eidos, m orfé, forma son
otros tantos sím bolos que sitúan el em plazamiento
de un desconocido cuya existencia, sin em bargo, no
ofrece ninguna duda. E l nom bre que quizá le con­
viniera filenos mal sería el griego logos, recogido
por el latino vatio, si se pudiera entender por estas
palabras algo así com o la cifra o la fórm ula inteli­
gible de la naturaleza de los seres organizados, la
ley inmanente de su estructura y de su desarrollo.
La única utilidad de darle un nom bre es im pedir­
nos olvidar su existencia, e incluso perm itirnos afir­
marla, por más que no podem os decir qué es.
La exterm inación cartesiana de todo tip o de fo r­
mas y almas es una operación filosófica irrevocable
en el sentido de que, incluso si se duda de su com- <
p leto éxito, n o se puede olvidar que Ha sido in­
tentada y que, en consecuencia, es posible. Sin em­
bargo, se apreciará que Descartes exceptuó de. la
masacre una form a sustancial, el alma humana, de :
la cual nos atribuía, al contrarió que los. arisfótéli- /
eos, una intuición directa no sólo en cuanto a su
existencia, sino en cuanto a su esencia. Siempre
será posible im aginar que la operación haya tenido
éxito, pues era lógico que tuviera lugar. La M ettrie J
y m uchos materialistas, especialm ente entre, los
m arxistas, tienen a Descartes p or uno de sus ante-
cesores. E l m ecanicism o biológico y todos los «re-
ducionism os»' m odernos, incluidos sus sorprenden-
tes éxitos, le dan la razón. Las causas finales han
desaparecido de la ciencia, pero ¿han desaparecido
del espíritu de los científicos?
Si las causas finales son ob jeto de una especie <
de visión directa en sus efectos, no se ve cóm o, a
pesar de la proh ibición que les im pide la entrada en
los laboratorios, n o continuarían asediando el espí­
ritu de los científicos. Sin em bargo, se las niega;
«Estas tentativas de explicación — escribe un biólo­
go m oderno— fueron expulsadas de la psicología
en la prim era m itad del siglo x ix por quienes pu­
sieron a esta ciencia en el terreno en que ahora se,
halla, y especialm ente p or Claude B ernard.» A lo ;
que añade el m ism o científico, inmediatam ente, ha­
blando de Lamarck y de D arw in, que hasta se ha
llegado a «sospechar del finalism o latente y, por así
decirlo, oculto* en los m ismos protagonistas de las
teorías de la evolu ción ».
E n cuanto a Lam ardt, D arw in e incluso el vehe­
mente Thom as H . H uxley, hem os visto que n o hay
nada que sospechar. N o se puede negar que las fun-
don es de Lam arck, que sé dan los órganos qué ne­
cesitan para fu n don ar, operen a fin de sin operar
con vistas a algún fin. E n cuanto a D arw in, hem os
p od id o leer los textos en que él m ismo habla com o
finalista declarado y aquellos en que sus disdpu los
inm ediatos le alabaron p or haber reconciliado m e­
canicism o y teleología. Claude Berñard m ism o está
lejos'd e testim oniár a favor de un ^ u n d o de la vida
exento de toda finalidad.
Es d e rto que Claude Berñard estableció la d en -
cia de la m ateria viva sobre su base actual, que es
la de la fisiología experim ental. Se sabía fisió­
logo, p or así decirlo, nato, com o testim onian las
conm ovedoras palabras dé su Cahier de notes:
«F isiología, fisiología, ¡estás en m í! » . Sin em­
bargo, el que fue la fisiología experim ental hecha
hom bre esperaba el m om ento de filosofar: «L a fí­
sica y la quím ica n o dan cuenta más que de la eje­
cución del fenóm eno fisiológico, pero n o de su
causa directriz, que es de naturaleza vital, siendo
úna continuación del punto de partida creado p or la
evolu ción .» H ace falta, pues, otra cosa para salir
de esta ola tan típicam ente filosófica, pero ¿cuál?
H e aquí la respuesta del científico:
«D e la teleología

«C uando vem os en los fenóm enos naturales


el encadenam iento existente, de tal m odo que
las cosas parecen hechas con una meta de pre­
visión, com o el o jo , el estóm ago, que se for­
man con vistas a alim entos, luces, futuros,
no podem os im pedir suponer que estas co­
sas están hechas intencionadam ente con un
fin determ inado. P orque, en efecto, cuando
nosotros m ism os hacem os las cosas de esa ma­
nera, decim os que las hacem os con intención,
y n o podríam os adm itir que es el azar quien
ha hecho tod o. Pues bien, se diría que, pues­
to que al hacer las cosas de m odo que con-
cuerden con un fin determ inado, decim os que
hay una inteligencia intencional p or nuestra
parte, asimismo debem os reconocer, en . el
conjunto de los fenóm enos naturales y sus
relaciones determinadas por fines determina­
dos, una gran inteligencia intencional.
Esta determ inación intencional parece evi­
dente, sobre tod o, en los seres vivos que for­
man un tod o acabado; esto le parece menos
evidente al físico y al quím ico, que sólo ven
fragm entos de fenóm enos generales del gran
tod o. Son éstos quienes han com batido la te­
leología diciendo que alimenta las ideas falsas,
y hoy día los científicos no osan reconocer que
son teleologistas porque son cosas que n o se
i dem uestran. E n cualquier caso, n o se ha pues­
to nada en el sitio, y el sitio perm anece va­
c ío » 4.

Tras una breve discusión sobre la hipótesis de


la preexistencia de los gérmenes (Bernard pensaba,
sin duda, en B onnet) y sobre la de la adaptación al
m edio (pensando en Lam arck), Bernard concluye:
«Sin duda puede decirse tod o esto y muchas cosas
más, p ero son suposiciones, y la teleología prevale­
ce hasta nueva ord en .»
Claude Bernard todavía veía las cosas más o
m enos com o las veía A ristóteles. Partiendo, tam­
bién, de la observación del finalism o artesanal del
hom bre y extendiéndolo al universo de los seres
vivos, constata que los físicos y los quím icos, en
tanto que n o viven en contacto* perm anente con los
fenóm enos vitales, rehúsan admitir la existencia de
la teleología, o al m enos admitir que creen en ella
sin querer recon ocerlo porqué son cosas que no se
demuestran, n o se ha encontrado nada para reem ­
plazar la finalidad, que ya no se quiere.
Un fanático del dentifism o llegó a decir que
estos textos de Claude Bernard háii sido falsifica­
dos p or oscurantistas para apoyar sus propias opi-

4 Claude Bernard., Gahier de notes (1850-1860), ed. de


M . D . Grmefc, París, Gallimard, 1965, págs.- 58-59. Igualmen­
te, Bernard considera no científica la búsqueda de la finalidad,
op. eiL, pág. 84; a sus ojos no es una razón para negar su
existencia en la naturaleza. C f. «La individualidad, regla de la
finalidad. La form ación de un individuo, organismo total que
tiene su enieléguia, etc., es la. meta evolutiva fin al.» Op. cií,,
página 200; ' - - ’ - ** • • ............
niones. Las cosas son más sencillas. Claude Bernard
sabía m ejor que nadie que la vida del individuo es
e v o lu ció n 5; adm ite, sim plem ente, lo que tiene de
irresistible la tentación de pensar que la evolución
séa de alguna manera dirigida. Su papel, com o cien­
tífico, n o es especular sobre la naturaleza de esta
intencionalidad directriz. A ún en nuestros días,
resum iendo las conclusiones generales de una in­
vestigación conducida p o r un grupo de biólogos
sobre el estado presente d e estos asuntos, concluía
su director pensando, por cierto, en Claude Ber­
nard:

«P ien so que existe virtualm ente en la natu-


. raleza un núm ero infinito dé form as vivas que
n o conocem os. Estas form as vivas estarían de
alguna manera dorm idas y expectantes. Apa­
recerían en cuanto sus. condiciones de existen­
cia llegaran a m anifestarse, y, una vez realiza­
das, se perpetuarían mientras sus condiciones
. de existencia y sucesión se perpetuaran a
su v e z » ó.

La situación, pues, ha cam biado desde A ristóte­


les m enos de lo que se dice, puesto , que todavía
se trata, hoy, de «sacar las form as de la potencia
de la m ateria» en que, virtualm ente, se encuentran.
L os estudiantes de Rabelais que, com o buenos dis­
cípulos de A vicena, interpelaban a su tabernero con

? «L a vida es una evolución», op. c i t pág. 154; dF. pági­


nas 30-231, La tal vida es la del individuo, la ontogénesis.
4 Paul Lémoine, E ncyclopédie française, t. V , 82-11.
i las siguientes palabras: « [H ola, D ador de F or-
\ mas ! » , n o estarían totalm ente desarraigados en esta
ciencia. Es el hom bre quien se ha vu elto dador d e
form as, pues el b iólog o m oderno se ve creando
especies de seres vivos nunca vistas, cuyo núm ero
no hay razón alguna para lim itar. Siempre es im ­
prudente fijar lím ites a la cienda del porvenir.
Claude Bernard n o lo hizo, pero en su tiem po, que
no está tan lejos del nuestro, constató muchas veces
que la biología no tenía ninguna posibilidad sobre
la herencia. H o y día som os ricos en conocim ientos
de este terreno, y se aproxima el día en que el b ió ­
logo dispondrá, p or el contrario, de un considerable
poder sobre los seres vivos que aún n o hayan na­
cido, sean produ ctos de la naturaleza u obras de su
propia invención. H . G . W ells dio prueba de una
notable sobriedad de im aginación en La isla del
doctor M oureau, cuando com para sus antidpaciones
novelescas a las im aginaciones «científicas» cuasi-
delirantes con que acaba el tom o V de la Encyclo­
pédie française, obra de ciencia p u ra 7. E l finalism o
biológico se m antiene m uy bien, y no se ve ^tam­
p oco que hayan cam biado m ucho las nociones fun-

7 P or ejem plo: e l hom bre creará a voluntad seres vivos «n o


sólo los que existen o han existido, sino también otros que
estarán dotados de las cualidades que el hom bre desee. Pues la
vida es una de las formas de energía más rara — y quizá la.
más frágil-—^ de que n o ha sabido servirse todavía el hom bre».
Paul L emoine, E n cyclopéd ie. française, t. V , 82-11. Las dos
primeras especies creadas serán, probablemente, esclavos y sol-,
dados. E n tod o caso, n o se podría predecir un feliz porvenir
a las futuras creatinas del hombre. G f / las acertadas observa­
ciones de Etienne W ólff , L es chemins d e la vie, págs. 177-.
195, y de Jean R ostand, op. o í ., Prefacio, págs. X ÍV -X V .
dam enîales que lo inspiran. U ñó de nuestros bió­
logos lo dice con un candor reconfortante: «L a vida
n o es un fenóm eno com o los dem ás.» E sto es lo
que ya A ristóteles decía, y p or la misma razón: «La
vida im plica una organización hecha de partes hete­
rog én ea s»8. Esta heterogeneidad parece rebelde a
toda explicación por lo hom ogéneo en cuanto tal.
Indudablem ente, está destinada a seguir siendo
/ o
asi .

? Pierre-P. Grasse, Encyclopédie française, t. IV , pág. 1.


E l dogmatismo intransigente de los mecanicistas hace creer, de
entrada,: y de m odo equivocado, que todos los biólogos' son
antifinalistas. La prueba d e lo contrario se encongará en la
obra de L u den Cuénot, Invention et finalité en biologie, Pa­
ris, Flammarion, 1941. Aparté de sus propias conclusiones, ver
los testim onios por él reunidos, págs. 45-47: líppm an , Guye,;
Lecom te du N oy, L éo Errera, Gagnebin, Conkin, K. Broom,
Gh. Richet. E l mismo L u den Cuénot insiste en la actividad
inventora que actúa en la naturaleza. Cualquiera que sea su
causa, existe, y produce verdaderas herramientas.. La pinza del
cangrejo n o se parece a juna verdadera pinza: lo es. «L a fina­
lidad natural n o es u n a, interpretadón teórica; es el pías evi­
dente de los hechos» {óp. ¡cit, pág. 40). Advirtam os, sin em­
bargo, que llamarla un «anti-azar» (págs. 4 8 4 9 ) es definirla
p or oposid ón a alguna cosa que n o es nada; el azar es un sub­
producto del orden, y n o al revés.
9 Se puede ver en el libro de Luden Cuénot, que dirige
todas sus simpatías al finalismo, que n o cree haya sido encon­
trada ninguna explicadón científica satisfactoria: op. cit,, «Las
teorías son mecanidstas o finalistas», págs. 121-153. Concluye,
y con razón, que de estas tentativas abortadas se desprende,
sin embargo, «una metafísica com ún» (pág. 152). A todos los
antimecanicistas cuyas tentativas recuerda,- «les ha parecido
necesario situar en la máquina cartesiana un inventor-conductor; ;
los lamárckistas, flmemonistas, entdequistas, holistas, organi-
dstas, intentan expresar “algo irradonal, sin duda inexpresable,
imaginando una entidad m etafísica: prin dpio. vital, autonomía
de k vida, idea órganoform adora, inteligenda orgánica, psicok
de, con sdenda celular, concepto totalitario, entèlequia, élan
vital, etc. En d fon d o, estas pakbras oscuras son sím bolos de
¿Q u é pasa en el frente opuesto? Tam bién él
tiene sus constantes, o al menos tiene una, y puesto
que hem os seguido la finalidad hasta los tiem pos
m odernos, hem os de seguir también a su adversario
hasta nuestros días.
N osotros ya lo conocem os; es negativo, pues el
m ecanicism o n o tiene ninguna explicación de la
existencia de sus máquinas. Su fecundidad cientí­
fica es adm irable, es la ciencia misma; pero en tanto
que pretende resolver el problem a filosófico cuya
solución es el finalism o, el mecanicism o es una pura
nada. La única respuesta propia de que dispone es,
com o hem os visto, el azar, que no es una causa,
sino una sim ple ausencia de finalidad. Esta explica­
ción puede ser criticable, el azar es una pura au­
sencia de explicación. Se puede decir que, científi­
cam ente hablando, se ignora por qué tienen alas los
pájaros, p ero decir que las condiciones necesarias
para el vu elo del pájaro son accidentales es n o decir
nada. Añadir al azar la astronómica longitud de los
billones de años durante los que ha actuado, sigue
siendo no decir nada, pues ya dure un año o un
la causa profunda desconocida, de la cual tienen necesidad para
interpretar la finalidad biológica» {op. cit., pág. 153; cf. 44).
D eb o al excélente libro de P.-H . Simón (Q u estion s aux sa-
vants, cap. I I I ), conocer un texto de Louis de Broglie que
creo resume perfectamente la postura realmente científica adop­
tada ante el tema: «Parece increíble que órganos similares (el
ojo, el o íd o de los animales superiores, etc.) hayan podido ser
producidos sólo por efecto del azar, incluso prolongado duran­
te tiempos enormes. Las realizaciones de la vida parecen ser
resultado de una fuerza organizadora que n o se manifiesta en
la materia inerte y cuya verdadera naturaleza nos parece total­
mente desconocida» {R evista E adides, vol. X I, mayo-junio
1951, en P.-H . Simón, op. cit., 98, nota 1).
billón de años una ausencia de causa, n o será siem­
pre sino una ausencia de causa que, com o tal, nada
puede producir ni explicar.
N os quedam os sorprendidos pero, tam bién Hay
que recon ocerlo, desarmados ante ciertas profesio­
nes de fe m ecanicistas, com o, p or ejem plo, la de
Julián H u xley, heredero de la com batividad especu­
lativa de su abuelo, Thom as H enry, cuyo ímpetu
le arrastra a m enudo a im prudencias de lengua­
je. P or ejem plo, la selección natural «trabaja,
con la ayuda del tiem po, en la producción de me­
joras eñ la maquinaria de la vida, y al hacerlo en­
gendra resultados de una im probabilidad más que
astronóm ica, que no podían ser obtenidos de ningu­
na otra m anera» 10. H ay aquí una involuntaria co­
m icidad que se podría evitar diciendo sólo que,
tanto científica com o filosóficam ente, el mecani­
cism o de la selección natural es,’ sim plem ente, una
no-explicación.
L os herederos del lam arckism o n o están en si­
tuación más favorable, pues concebir el organismo
com o directam ente m odelado p or el m edio, sin el
interm ediario de sus necesidades, confunde tanto a
la razón com o á la im aginación. Sin em bargo, hay
que llegar a ello para evitar que la producción de

10 Julián H uxley, citado por John C. G reene, Darwin and


th e M odern W orld. A n exploration o f th e impact o f Darwirís
evolutionary biólogy on th e reltgious and in tellectm l thought
o f th e past century, A M entor B ook, Nueva Y ork, 1963, pá­
gina 71. N ótese la tendencia americana a considerar el darvi­
nism o com o un fenóm eno propio dé las dimensiones del siglo
y del planeta.
órganos p o r las necesidades sea un cripto-finalism o.
D esalentados, algunos neo-lam arckianos se replie­
gan tím idam ente hacia la selección natural y la criba
que ésta efectúa espontáneam ente entre los seres
vivos, pero tam poco en éste caso son fáciles las
explicaciones: «Especialm ente en las especies de
gran tam año, que generalmente tienen pocos repre­
sentantes, se puede dem ostrar matemáticamente
que la selección tiene poca im portancia y que el
azar juega un papel particularm ente considerable, en
su desaparición o supervivencia.» La m uerte n o es­
coge inteligentem ente. A sí, dice, «se encuentra
realizado, p or una serié de azares, ese m undo or­
gánico que estamos tentados a considerar resultado
de una finalidad» 11. Está sin asideros ante tan m o­
destas exigencias de inteligibilidad.

n Em ile G úyénot, citado p or M arcel P renant (B iologie e t


marxisme, É . S. I., París, 1936) y ppr L uden Brunelle en su
Introducdón a Latm rck, Pages chotsies, Les dassiques du peu-
ple, Editions sodales, París, 1957, pág. 38. N o habiendo que­
rido enredam os en el dédalo del evoludonism o marxista, falta
p or ver cóm o pu d o el orden económ ico influir en este aspecto
sobre el pensamiento científico; m e contento con rem itir al
lector a este librillo, dónde está expuesto el punto de vista
contrario con perfecta claridad. E l autor estima que, sin que­
rer dictar a la d e n d a sus condusiones, la explicadón racional
esperada «parece que debe pasar más por la profundizadón
d e la adaptadón que p o r la selección natural» (pág. 40). En
consecuenda, sólo queda p or explicar cóm o puede remontarse
la verdad den tífica ofid al d d marxismo a Jean-Baptiste-Pierre-
A ntoine de M onet, marqués de La M arck, h ijo del señor de
Bazantin, Picardía, de una fam ilia cuya nobleza se remontaba
por lo menos al tiem po de Enrique IV . Es d erto que ara p o­
bre, pero predsam ente Chateaubriand nos enseñó que lo más
pred oso que tiene la nobleza es mantener el prín dp io de que
hay algo' superior al dinero.
E l azar, com o agente positivo constructor, ha encontrado
Esta ausencia de rigor intelectual es desconcer­
tante en científicos que tan lejos lo llevan en sus
investigaciones propiam ente científicas, pero que
en cuanto se ponen a reflexionar sobre su ciencia
parecen n o preocuparse más p or él. G eorge Gaylord
Sim pson, profesor de paleontología de los verte-

redentem ente un apasionado partidario', Jacques M onod, L e ha­


sard e t la nécessité. Essai sur la philosophie naturelle de la
biologie m oderne. Paris, L e Seuil, 1970. Este bioquím ico (no
es un zoólogo) confía en la selección natural de Darwin com­
pletada p or e l descubrim iento del A D N , que, «sacado del rei­
n o del puro azar, entra en el de la necesidad, el de las más
implacables certezas. Paro a escala macroscópica, la del orga­
nismo, donde opera la selección », (pág. 135). E l problema del
origen de las especies se convierte, desde este punto, en «el
mayor problem a» de «e l origen del código genético y del me-
. canismo de su traducción. D e h edió, no es de problema .de
lo que habría que hablar, sino de un verdadero enigma» (pá­
gina 159). E l azar es d dem ento mayor de la respuesta. La
dem ostradón de este punto n o es sino un paralogismo en que
se confunde el azar com o condición: de toda posible teleono-
m ía con el azar com o causa de toda teleonom ía: «só lo el azar
está en el origen dé toda novedad, de toda creadón en la .
biosfera. E l azar puro, sólo el azar, totalmente libre pero d o ­
go, tiene en sí la raíz del prodigioso ed ifid ó de la evoludón:
esta norión central de la biología m oderna... es. la única con­
cebible com o com patible con los hechos de observadón y éx-
perienda» (pág. 127). E l ejem plo dásico (pág. 128) del peatón
m uerto por azar p or una teja caída de un tejado explica bien
la muerte del peatón, pero nos gustaría ver a las tejas dispo­
nerse p or sí mismas para tapar los agujeros de un techo. Nos
preguntamos cóm o puede este d en tífico conciliar las «activi­
dades tdeonóm icas d e las proteínas», fundadas ellas mismas
en sus propiedades estereoespecíficas (pág. 60), con la tesis d d
azar, puro com o origen de los organismos. In d u so la notable
estructura del A D N requiere un origen; al n o ser la palabra
azar sino el signo de una carencia causal, es extraño que un
científico pueda tomar p or causa física unas variaciones acci­
dentales, que n o son sino los posibles puntos de insetdón de
tal causa. Recordamos las palabras de La Bruyère: «E l espí­
ritu se usa com o todas las cosas; lás ciendas son sus alimen­
tos, le nutren y le consum en».
brados del M useo de la Universidad dé H arvard,
estima que negar la evolución «es casi tan irracional
com o negar la gravedad» 12.3 1 N o veo ninguna rela­
ción entre am bos casos. E l día en que las leyes de
la evolu ción sean com parables en precisión a las de
la gravitación y hayan sido establecidas, la com pa­
ración será válida. N o es éste el caso, y quizá n o lo
sea jamás, pues se puede dudar, legítim am eniSSde
que una m ecánica-biológica com parable a la ip f p -
nicá celeste sea posible. Quizá se equivoquen los
filósofos al atribuir a la ciencia un rigor uniform e­
m ente igiial ?3, p ero los científicos podrían hacer to ­
davía más para sacarles de su error.
A lgunos adversarios del finalismo se dedican ?a:

12 G . G . Simpson/ «B iológica! Sciences», en T h e G reat


Ideas Today, 1965, págs. 300, 311, 317.
13 Theodosius Dobzhansky, H eredity and th e Natttre o f
Man, A Signet sdence library book , Nueva Y ork y T oronto,
1966, págs. 118: «N ada tiene sentido en biología fuera de la
luz de la evolución», entendida según el espíritu de Darwin;
sin embargo, la describe diciendo que: «la diversidad de los
seres vivos es la respuesta de la materia viva a la diversidad
de los entornos», lo cuál es definirla' com o Lamarck y olvidar
la observación de Claude Bem ard, en el sentido de que no
se trata de materia viva, sino de seres vivos. Finalmente, el
mismo biólogo dice que la evolución es «cam bio», lo que nos
devuelve al sM p le ponía rét de H eráclito, con la añadidura de
que los organismos siempre han evolucionado de formas más
simples a formas más com plejas {loe. cit.). Esta colosal gene­
ralización, criticada p or muchos zoólogos, es de Spencer, y n o
de Darwin. Nada muestra m ejor la indiferencia hacia la exac­
titud. de que dan prueba ciertos científicos en cuanto se salen
del ob jeto de su d eu d a . Pero hay una truhanería natural en
esta indiferencia p or la.verdad. ¿Q ué den tífico se preocuparía
de sét relarionado con Spencer? A sí pues, sé atribuye espontá­
neamente esta n od ón del filósofo Spencer al d en tífico Darwin
con la esperanza de hacer de ella una idea científica. Pero la
idea sigue siendo lo que es.
descalificarlo de manera global atribuyéndole com o
m otivo principal un interés religioso, casi m ístico.
Sainte-Beuve, que conocía bien a Bacon, describió
m uy bien tal estado de espíritu en su Portrait lit­
téraire de Bernardin de Saint- Pierre: «E l punto de
vista de las causas finales nunca es fecu n do para la
ciencia, y recae por entero sobre la poesía, la m oral,
la religion; n o puede ser más que el m om ento de
oración del científico, tras el cual tiene que volver
al examen, al análisis» 14.
Es cierto que proposiciones del género de «las
pinzas del cangrejo son para pellizcar», carecen de
valor científico. Y , sin em bargo, nos tienta a de­
cirlo el hecho de que pellizcan com o si hubieran si­
do hechas para ello. C om o hem os recordado de la
m ano de un científico b iólog o, son verdaderas pin­
zas. T am poco puede decirse que parezcan pinzas;
son nuestras pinzas las que se parecen al prim er par
de patas de los cangrejos, espontáneam ente m odifi­
cadas para convertirse en una verdadera herramien­
ta 15. En este caso, com o siem pre, es el arte quien

14 Sainte-Beuve, Œ uvres, La Pléiade, t. I l , pág. 117.


15 La finalidad orgánica es una finalidad d e hecho, «n o sólo,
m orfológicam ente, sino también funcional: una pinza de can­
grejo n o es una pinza eficaz», L uden Cuénot, La fin d ité en
biologie, París, Hermann, 1948 (en la colecd ón Actualités
sdentifiques et industrielles, núm. 1067), pág. 40. En la mis­
ma página aparece una impresionante lista de aparatos inclui­
dos en las estructuras animales: sierras, cuchillos, botones de
presión, etc. Cuénot n o creía en la selecdón natural de Dar­
w in p or una razón propiamente dentífica: «Ninguna de las
m utadones conocidas puede ser considerada com o incentivo de
una herramienta, d e la habilitadón de un órgano para una
fu n d ón ú til» (pág. 42). Y además, «n o existe la criba, la muer­
te mata al azar» (pág. 45). Entre los m illones de judíos masa-
im ita a la naturaleza, y n o a la inversa. P ero la p ro­
posición : el prim er par de patas del cangrejo es una
pinza, n o tiene nada de poética, de m oral n i de reli­
giosa. Es la constatación de un hecho que, finalista
o n o, creyente o n o, teísta o ateo, nadie discutiría.
A sí pues, sólo queda el azar para explicar el cre­
cim iento espontáneo de tales herramientas: los cu­
chillos, sierras, botones de presión, etc., que tanto
ingenio calculador nos exigen para procurárnoslos.
Se ha negado que el azar haya sido invocado com o
principio de explicación científica en la biología 1Ó,
pero no hay nada más cierto. D e hecho, n o hay otra
alternativa a la finalidad: «Se entiende p or finalis-
m o toda doctrina que admita que hay en el universo
hechos que revelan una dirección » u. ¿Q u é nom bre

erados p o r orden de A d olfo H itler, ¿cóm o saber si había al­


gún Spinoza, algún Einstein? A nivel puramente material,
qué elección puede ejercerse sobre los seres vivos que mata
el aborto antes de su nacimiento, o cuya concepción im pide
la ciencia, secundando hoy a la naturaleza?
16 G eorge G . Simpson, Biological Sciences, loe. cit., pági­
na 309, núm. 9. La selección puede ser un factor anti-suerte,
pero está sobreentendido que n o «escoge», que opera sobre el
pequeño núm ero de sobrevivientes de una masacre cuya exten­
sión es inmensa y donde ía muerte no ha escogido; en fin, que
n o se ejerce más qué sobre variaciones individuales que son
dom inio del azar.'V er además, anteriormente, las observacio­
nes de Julián H uxley, pág. 290,. n. 10.
17• L. Cüénot, La fin d ité en biologie, pág. 38. En «Face
á face: Perre-Henri Simón et Jacques M on od» (Atornes, nú­
mero 268, septiembre 1969, pág. 481), este últim o define tres
sentidos de la palabra azar, el segundo de los cuales es, exac­
tamente, el que le da Aristóteles. Acordándose de Dárwin,
añade que «e l azar está en la estructura del A D N , la necesidad
está en la selección» (pág. 481). Estamos en un torno. Para
empezar, com o pertinentemente observa P.-H . Simón, ¿es el
mismo A D N un producto del azar? A continuación, si se ad­
m ite que la primera variación espontánea, que Darwin y W alla-
dar a la causa, o a tantas causas com o se quiera,
cuyo funcionam iento n o revela ninguna dirección?
Es cierto, que. ha habido variedades del fmalismo
ingenuas hasta llegar a ser hilarantes 18, o puramen­
te teológicas y sin relación con la ciencia, pero a
ciertos científicos les parece aceptable una noción
positivista de la finalidad, precisam ente porque el
aspecto adverso de la naturaleza les parece inteli­
gible. Es el caso del b iólog o L u d en C uénot: «L a
filosofía finalista cree que la biología es un dom inio
especial...; entre sus principios (figuran) el poder

ce sitúan en el origen de la transformación de la especie, es


un efecto del azar, entonces n o se le conoce causa final. «La
selección n o es un fenóm eno de azar... A partir de este mo­
m ento estamos en la necesidad m acroscópica» (pág. 481). O t
vida decir cóm o puede surgir de la necesidad un orden de
las partes del tod o m acroscópico. T od o es necesario en la mió-
sica, salvo la música. D e h edió, Jacques M onod, para èxplicar
la evolución de las espedes, n o ve otra cosa que la necesidad
(pág. 482), pero n o ver otra explicádón n o prueba que la qiië
se ve sea científica, sobre tod o si n o es una explicádón. Decir
que no se alega el azar com o explicación, sino com o un «dato»,
y añadir que «eso es totalmente distinto» (pág. 483) es, sim­
plemente, repetir lo mismo, ya que el azar n o es sino una
ausenda de explicación. Una nada de realidad y de inteligi­
bilidad n o es un dato, es nada;
En cuanto, a las actitudes de Jacques M onod, se puede leer
con provecho la .exposition, a nú ver muy fiel, y las obser­
vaciones críticas, en m i opinión pertin en t«, de P.-H : Simón,
Q uestions aux savants, Editions dú Seuil, París, 1969, espe­
cialmente el capítulo I I I : «D e la vie comme phénomène et
com e prodige.»
18 Todavía se relee con interés el artículo «F in, Causes fi­
nales» en el D ictionnaire philosophique, p or Voltaire. D eddi-
damente «causa-finalista», Voltaire distinguió muy bien por
lo menos dos d e los prindpiós que distinguen la verdadera fi­
nalidad de la falsa: que los efectos son los mismos, en. todo
m om ento y en tod o lugar, op. cit., ed. Garnier-Flammarion,
París, 1964, pág. 192. , •:
de invención y de organización y el principio de or­
ganización que yo llam o antiazar» 19.
Este científico procede con prudencia: habla de
«filosofía finalista» más que de ciencia, y tiene ra­
zón. Las filosofías finalistas són responsables de sí
mismas, n o com prom eten para nada a la ciefí£fá>
que, p or su parte, n o tiene por que preocuparse jat
respecto» La cum bre del finalism o m etafísico fue
alcanzada p or Leibniz, con quien pocos m etaíísicos,
finalistas o n o, estarían hoy de acu erdo20; p or el
contrario, se. encontrarían pocos científicos que no
consideraran que las m ejores explicaciones se inspi­
ran por lo general en el principio de que tod o acon­
tece com o si la naturaleza se propusiera obtener
ciertos ,fines con una estricta econom ía de m edios.
E n un notable episodio de la historia de las cien­
cias se. encuentra un ejem plo de este punto. M au-
pertuis se extrañó de la contradicción existente en­
tre dos m odos de explicar los fenóm enos de refrac­
ción , de los rayos de luz que atraviesan m edios de
distinta densidad,. el de Descartes y el de Leibniz.
Maupeartuis propuso una solución nueva del pro-
19 L u cia* Cuénot, l a fin d ité en biologie, pág. 38.
20. La refutación del finalism o teológico de Leibniz no po-'
dría ser considerada una refutadón del finalismo natural. In­
versamente, si la presencia de un em brollo demasiado real en
la naturaleza (L . Cuénot, U evolution biologiqtte, pág. 367) es
un argumento válido contra la noción de un D ios creador (salvo
un D ios fin ito qué hace lo que puede, y que incluso lo hace
bastante m al), les d n co o siete millones anuales de huevos de
bacalao n o prueban que n o haya finalidad natural. Aunque
esté mal hedía, una cerradura supone un cerrajero. E l recono­
cim ien to,de las causas finales n o implica que la finalidad sea
perfecta, sino que la hay; donde no hay ningún orden tam poco
puede haber em brollo.
blema que conciliaba los dos puntos de vista, in tro­
duciendo un prin cipio de explicación nuevo, el prin­
cip io de actividad m ínima, que todavía hoy está li­
gado a su nom bre.
E l enunciado del principio im plica que una in­
tención inconsciente de econom ía de m edios y de
sim plicidad preside las leyes de la naturaleza, que
hace tod o con el m enor gasto. En otros térm inos,
que de dos explicaciones de un m ism o fenóm eno
hay más probabilidades de que la más sim ple sea la
verdadera. La m em oria del 15 de abril de 17 74, en
que M aupertuis anunciaba su descubrim iento a la
Academ ia de Ciencias, contiene una interesante ob ­
servación:
«C on ozco la repugnancia que sienten mu­
chos m etafísicos p or las causas finales aplica­
das a la física, e incluso la apruebo hasta
cierto pu n to; reconozco que son introducidas
con cierto riesgo: el error en que cayeron
hom bres com o Fermat y L eibniz, siguiéndo­
las, prueba lo sumamente peligroso que es su
em pleo. Sin em bargo, puede decirse que no es
el principio lo que les confundió, sino la pre­
cipitación con que tom aron p or el principio
lo que n o era sino la consecuencia» 21.

Ferm at, Leibniz y el m ismo M aupertuis acepta­


ron el prin cipio físico de que la naturaleza actúa
21 D e M aupertuis, «A ccord de différentes lois de la nature
qui avaient jusqu’ici partí incom patibles», M ém oires d e VAca-
dém ie ro y d e d es Sciences, año 1744, pág. 425. La memoria .
ocupa las páginas 417-426.
i p or las vías más sim ples, sin derroche inútil, lo
que viene a expresar, con A ristóteles, que la natu­
raleza n o hace nada en vano; sólo M aupertuis creía
aplicarlo m ejor. Según él, tod o m ovim iento se da
en la m ateria de m odo tal que la acción requerida
para su trayectoria sea lo más débil posible. Es un
principio que hubiera com prendido el filósofo A ris­
tóteles 22.
Es verdad que hem os salido de las ciencias de la
vida para entrar en el terreno de la matemática y
de la física. P ero el m atemático proporciona a la
ciencia su m od o de expresión más p erfecto, y ade­
más hay que considerar que no hay nada más hu­
m ano que la form ulación matemática del con oci­
m iento. E n la naturaleza todo se hace según los nú­
m eros, que sin em bargo sólo existen en el espíritu
22 N o podem os sino suscribir las sabias conclusiones del
b iólogo L u den Cuénot, L ’adaptation, 1925, págs. 395-396:
«E l biólogo, sea en su fu ero interior espiritualista (para Cué-
not, se es espiritualista o materialista) o ateo, n o puede con­
siderar la finalidad' más que com o lo hace; n o tiene sino que
estudiar su deterninism o, sus intentos, sus errores, si los hay,
exactamente com o un físico o un quím ico que estudia los fe­
nóm enos de su espedalidad; si los factores con oddos de la
evolu dón y d e la adaptadón le parecen insufidentes, n o tiene
otro rem edio que reconocer su ignorancia y esperar un porvenir
m ejor inform ado sobre el número y valor de las causas efi-
dentes. Para él, la finalidad es inmanente, es decir, el ser en
que se observan las réladones entre los m edios y él fin es
también la actividad que realiza ese fin p or esos m edios.» N o
se podría explicar m ejor la naturaleza exacta del telas aris­
totélico. L . C uénot da, en las págs. 397-407, una buena biblio­
grafía del tema hasta 1925. E l filósofo de la naturaleza invoca
la finalidad para explicar la estructura del ser v iv o ; él meta-
físico invoca la n od ón de D ios para explicar la existenda de
la finalidad; son dos problemas diferentes, e incluso distintos.
E l .prim ero sólo perm ite plantear él segundo pero carece de
com petendá para resolverlo.
del hom bre, único animal m atem ático que encuen­
tra el zoólog o en el universo. Cuanto más se mate-
matiza la ciencia, más se antropom orfiza, y es para
el científico una causa de m aravillam iento el hecho
de su certeza y eficacia, el hecho de que su do­
m inio sobre la naturaleza crezca a m edida que, ma-
tem atizándose, el lenguaje de la ciencia satisface
más com pletam ente las exigencias abstractas de su
espíritu. Si el hom bre es su in telecto, y si la mate­
mática es su expresión más perfecta, se debe decir
que cuanto más se humaniza la naturaleza mate-
m atizándose, más útil y verdadera es. E l pensa­
m iento duda en el um bral de este tipo de certidum ­
bres, cuyo fundam ento se le escapa, pero de las
cuales n o puede dudar.
Com parada a generalizaciones del principio de
actividad m ínim a, de econom ía de pensam iento y
sim ilares, la n oción de finalidad natural hace un
papel hum ilde. Se le reprocha ser antropom ór-
fica, pero ¿qu é n o lo es en una ciencia obra del
hom bre? P or otra parte, lo im portante es saber si
expresa o n o un hecho dado en la naturaleza, pues
si se rechaza la finalidad com o explicación, subsiste
com o hecho a exp licar23. Es cierto que, si se le

23 Se puede considerar una especie de acontecimiento en la


historia moderna del finalism o el notable libro de François
Jacob, La logique du vivant, U ne histoire de Vhêrêditê, Paris,
Gallimard, 1970. Su autor lo considera un arma antirreligiosa
(ver el epígrafe); rechaza el vitalism o y el animismo («N in ­
guna Psique para orientar las operaciones, ninguna voluntad
para prescribir su continuación o suspensión»; «una lógica in­
terna que ninguna inteligencia ha escogido», pág. 318), tras lo
cual, inesperadamente, declara este bioquím ico: «Se ve cuánto
f

concede valor, se plantean problem as ulteriores en


un orden distinto al de la ciencia natural y de la
filosofía de la naturaleza, pero en principio nada
hay que obligue a nadie a plantearlos, y además
sus soluciones no vienen dadas de antemano, y, fi­
nalm ente, n o sería razonable rechazar una expe­
riencia sensible tan manifiesta para hacer im posi­
ble de antemano el planteam iento de ciertos p ro­
blemas m etafísicos susceptibles de respuestas tan
indeseables que se juzga más prudente no perm itir­
les plantearse.

difiere esta actitud del reducdonism o que prevaleció durante


m ucho tiem po», pág. 321. N o es extraño que utilice un len­
guaje finalista: meta (291, 297); proyecto (307); n o considera
el azar com o explicación suficiente del origen de la vida (326);
con valentía, escribe: «R econocer la finalidad de ios sistemas
vivientes, es decir, que ya n o se puede hacer biología sin refe­
rirse (instantem ente al p royecto de los organismos, en el sen-,
tiáo que da su existencia misma a sus estructuras y funciones.»
Y también: «H asta a q u í... el rigor im puesto a la descripción
exigía la eliminación de este elemento de finalidad que el b ió­
logo rehusaba admitir en su análisis. H oy día, por el con­
trario, ya n o se puede disociar la estructura de su significación,
n o sólo en el organismo, sino en la secuencia de los aconteci­
mientos que han llevado al organismo a ser lo que es.» Y , fi­
nalmente: «L a selección natural im pone una finalidad no sólo
al organismo com pleto, sino también a cada uno de sus cons­
tituyentes», etc., págs. 321-322. Se leen con interés las preci­
siones sobre problem as interrelacionados, en las págs. 323-327.
Este biólogo, tan cuidadoso en evitar cualquier metafísica,
no tiene rigor en la transposición de su biología en tér­
minos de lingüística, y está en su derecho, pero hace de la
ciencia una perpetua metáfora. La célula no es un texto, pues­
to que no hay nadie para escribirlo; no se com pone de signos,
puesto que sus elementos n o son letras destinadas a ser leídas;
n o constituye un mensaje, puesto que no contiene un sentido
inteligible a com unicar entre un pensamiento y otro que esté
allí para recibirlo. Es, com o diría Aristóteles, «hacer metá­
foras poéticas». V isto que n o se las considera ciencia, ni tam­
poco filosofía, sería injusto privarse de ellas.
L IN N E O , O B SE R V A C IO N E S SOBRE LO S TRES
R E IN O S D E L A N A T U R A L E Z A

Caroli L innaei, Sueci, D octoris M edicinae, Sys-


tema naturae, sive Regna tria naturae systematice
proposita per Classes, O rdines, Genera et Spedes.

O Jehova I Quam ampla sunt opera Tua!


Quam ea om nia sapienter feristi!
Quam plena est terra possessione tua!
(Psalm . G IV , 2 4 .)

Lugduni Batavorum
T heodorüm H aak M D G C X X V
E x Typographia
Joannis W Ühefmi D e G root

O bservationes
in
Regna I I I . Naturae

1. Si opera D ei intueam ur, om nibus satis super-


que patet, viventia singula ex o v o propagari,
om neque ovum prödticere sobolem parenti si-
m illimam. H inc nullae species novae hodienum
producuntur.

2. E x generatione m ultiplicantur individua. H inc


m ajor hocce tem pore numerus individuorum
in unaquaque spècie, quam erat prim itus.

3. Si hanc individuorum m ultiplicationem in una­


quaque specie retrograde numeremus, m odo
quo m ultiplicavim us (2 ) prorsus sim ili, series
tandem in unico /parente desinet, seu parens
ille ex unico H erm aphrodito (u ti comm uniter
in plantis) seu e duplici,. M are scilicet et Fe-
mina (ut in aninialibus plerisque) constet;

4 . Q uum nullae dantur novae species (1 ); cum


sim ile semper parit sui sim ile (2 ); cum unitas
in om ni specie ordinem ducit (3 ), necesse est,
ut unitatem illam progeneratricem , E nti cui-
dam O m nipotenti et O m niscio attribuamus,
D eo nem pe, cujus opus Creatio audit. Confir-
mant haec mechanismus, leges, principia, cons-
titutiones et sensationes in o m n i. individuo
vivente.

5 . Individua sic progenita, in prim a et tenerrima


aetate, om ni prorsus notitia careni, ac omnia
sensuum externorum ope ediscere coguntur.
E x Tactu consistentiam objectorum primarie
ediscunt; Gustu particulas fluidas; Odoratu
volatiles; Auditu corporum rem otorum tre­
m or em ; et demum V ira corporum lucidorum
figuram ; qui ultimus sensus, prae ceteris, ma­
xim a voluptate ammalia afficit.
6. Si universa intueamur, Tria objecta in conspec-
tum veniunt, uti a) remotissima ilia corpora
Cselestia; b ) Elementa ubique obvolitantia;
c ) fixa illa corpora Naturalia.

7. In Tellur e nostra, ex tribus praedictis (6 ), d u o.


tantum obvia sunt: Elementa nem pe, quae
constitu ent; et Naturalia illa ex dem entis
constructa, licet m odo, praeter creationem et
• leges generationis inexplicabili.

8. Naturalia (7 ) magis sub sensus (5 ) cadunt


quam reliqua om nia (6 ) sensibusque nostris
ubivis obvia sunt. Quaero itaque quam obrem
Creator hom inem , ejusm odi sensibus (5 ) et
intellectu praeditum , in globum terraqueum
locaverit, ubi nihil in sensus incurrebát prae­
ter Naturalia, tarn admirando et stupendo me:
chanism o constructa? anne ob aliam causam,
quam ut O bservator Artificem ex opere pul-
cherrim o admiraretur et collaudaret ?

9. Om nia quae in usus hom inum cedunt, ex Na­


tur alibus hisce cuneta desumuntur; hinc oeco-
nom ia mineralis seu M etallurgia; vegetabilis
seu Agricultura et H orticultura;' Anim alis seu
Res pecuaria, Venatus, Piscatura. V erbo: fun-
damentum est om nis O econom iae, O pificio-
rum , C om m erdorum , Diaetae, M edicinae, etc.
E x iis hom ines in statu sano conservantur, a
m orboso praeservantur, et ab aegroto.restitu-
untur, ita ut delectus horum summe necessa-
rius sit. H in c (8 .9 .) necessitas Scientiae natu-
ralis per se patet.
10. Primus est gradus sapientiae tes ipsas nossè;
quae notitia consistit in vera idaea objecto-
rum ; objecta distinguntur et noscuntur ex
m ethodica illorum divisione et convenienti
denom inatione; adeoque ï)iv is io et Denom i-
natio fundam entum nostrae Scientiae erit.

11. Q u i in Scientia nostra Variationes ad Specie?


proprias Species ad G enera naturalia, Genera
ad fam ilias referre nesciunt, et tamen. Scien­
tiae hujus D octores se jactitant, f alluni et
falluntur. Om nes enim , qui naturalem vere
condiderunt Scientiam , haec tenere debuerunt.
*

12. Naturalista (H istoricus Naturalis) audit,« qui


partes C orporum Naturaliuili visu (5 ) bene dis-
tinguit, et om nes has, secundum trinam diffe-
rentiam , reçte describit nom inatque. Estque
talis L ithologus, P hytologuos vel Z oologu s.

13. Scientia Nattiralis est divisio ac denom inatio


ilia (1 0 ) corporum NaturaMum, ab ejusm odi
Naturalista (1 2 ) ju d id o instituta.

14. C orpora Naturalia in Tria Naturae Regna di-


viduntur: Lapideum nem pe, V egetabile et A ni­
male.

15. Lapides crescunt. Vegetabilià prescunt er vi-


vunt. Animedia crescunt, vivunt et sentiunt.
H in c lim ites inter hâêcce Regna constituta
sunt.

16. In hac Sdentia describenda et illustranda plu­


rim i om ni sua aetate laborarunt; quantum vero
jam jam observatum et quantum adhuc restat,
curiosus Lustrator facile ipse inveniat.

17. E xhibui h eic Conspectum generale Systematis


corporum Naturalium , ut Curiosus L ector op e
Tabulae hujus Geographicae quasi, sciat, qu o
iter suum in ^amplissimius his Regnis dirigat,
plures nam que D escriptiones addere spatium,
tem pus, et occasio retardarunt.

18. M eth odo nova, maximam partem propriis au-


topticis observationibus fundata, in singulis
partibus usus, probe enim d id id paucissim is,
observationes qu od attinet, facile credendum
esse.

. 19. Si Curiosus L ector fructum aliquem hinc per-


d p ia t; ilium Celebratissim o in B elgio Botani-
co D .D . Joh-Fred. G ronovio, nec non D no.
I sac . L awson , D octissim o Scoto, tribuat; illi
enim A uctores m ihi fuerunt ut brevissim as
hasce tabulas et observationes cum E rudito
O rbe com m unicarem .

20. Si com periar haecce Illustri et Curioso L ectori


'• grata fore, propediem plura, spedalioria et
magis lim ata, Botanica im prim is, a me expec-
tabit.

Daham Lugduni Batavorum.


1735 - Julii 23.

Carolus L innaeus.
M .D .
D A R W IN E N BUSCA D E L A ESPECIE

El origen de las especies fue publicado en 1859.


Su éxito sorprendió tanto al autor com o al editor.
D arw in n o d ejó de revisar y com pletar las sucesivas
ediciones aparecidas hasta su m uerte, en 1882. La
obra había llegado entonces a la sexta edición. En
1890 habían sido vendidos 39.000 ejem plares, y
nadie sabría decir cuantos se han vendido hasta el
m om ento, pues figura en todas las colecciones de
obras maestras de la humanidad, sin contar las edi­
ciones populares, encuadernadas o en rustica, y las
traducciones a lenguas extranjeras.
Tal éxito es sorprendente en un libro tan aus­
tero. A l leerlo p or tercera vez, constatando una vez
más qué p oco preparado estaba para leerlo, no
encontré más que dos explicaciones aceptables de
esta popularidad: o bien yo m ismo era .excepcio­
nalmente ignorante en materia de geología, paleon­
tología, botánica y zoología, o la notable difusión
del libro se debía á razones extracientíficas.
Supongo que la prim era razón es la acertada,
pues con ozco mi ignorancia, pero d eb o haberla
creído más extendida de lo que en realidad está.
Apéndice I I . 309
f
D arw in n o sólo es un científico com petente en sus
especialidades, sino que además ésta provisto de
una erudición científica inmensa, debida en gran
parte a sus propias observaciones, pero tam bién a
ia lectura crítica que hizo de sus predecesores y
contem poráneos. Cuando describe tal detalle de
una flor, de una articulación ósea, de la estructura
de un in secto, ha visto aquéllo de que está ha­
blando; a m enos de ser un b iólog o com petente, el
lector n o ha visto nada, e incluso a m enudo,. ade­
más de n o haber visto nada, no tiene ningún deseo
de ver nada. Para n o hablar más que de m í m ism o,
sentí una secreta vergüenza al leer tantas descrip­
ciones dé hechos desconocidos por m í y oír a Dar­
w in decirm e, preocupado com o estaba por la im ­
posibilidad de hacer algo más que dar muestras de
su saber y de sus pruebas, que com pletará la de- .
m ostración en un fu tu ro libro. Los únicos lectores y
com petentes de su época fueron algunos científicos y
com o L yell, W allace, H uxley, Asa G ray o Agassizy
tras su m uerte, tuvo m uchos lectores cualificados,
al m enos en parte, entre los biólogos, pero tam­
bién m illones de filósofos, teólogos, periodistas,
publicistas e incluso políticos de toda índole discu­
tieron librem ente sobre D arw in y el darwinism o,
com o partidarios o com o adversarios, sin haber exa­
m inado nunca im solo esqueleto o una sim ple flor.
Para precisar las ideas, citaré, totalm ente al azar,
el siguiente parágrafo del capítulo IV de El origen
de las especies:

«A lgu n os animales com puestos o zoolitos,


com o se les ha llam ado, los polizoos, están
provistos de unos curiosos órganos, llamados
avicularia. Son de muy distinta estructura se-
gun las especies. En su estado más perfecto*
son curiosam ente parecidos a la cabeza y el
p ico de un buitre en miniatura, situados en­
cim a de un cuello y . capaces de m ovim iento,
com o la quijada o m andíbula inferior. En una
especie observada p or m í, todos los avicularia
de la misma rama se m ovían simultáneamente
atrás y adelante, con la m andíbula inferior
ampliamente abierta en un círculo de unos
90°, durante un tiem po de cinco segundos, y
su m ovim iento bacía tem blar al polizoario
entero. Cuando se tocan con una aguja las
quijadas, la cogen tan sólidam ente que se
puede sacudir toda la ram a.»

T oda la doctrina de D arw in reposa sobre miles


de hechos de este género, de los qué no cita más
que una parte escasa, y sobre los cuales la mayoría
de sus lectores órdinarios no tienen ninguna ex­
periencia e incluso ninguna idea clara. Para lim i­
tarnos a la especie de lectores filósofos, ¿cuántos
de entre ellos pueden seguir las dem ostraciones de
D arw in fundadas sobre las branquias de los cirró-
p od os? Y aquí no se trata sim plem ente de desigual­
dades de saber, sino de diferencias específicas de
los intereses intelectuales. D e los capítulos atibo­
rrados de hechos que lee en D arw in, el filósofo no
retiene más que las conclusiones generales extraí­
das dé la experiencia científica sobre la cual reposan
y que, en el pensam iento del científico, son a la vez
su sentido y justificación. E l filósofo n o hace más
que ignorar esos hechos; n o desea haberlos expe­
rim entado cuando se le describen; probablem ente
D arw in nunca condu jo a un solo filósofo a mirar
una abeja penetrando en una flor de orquídea para
fecundarla o fecundar a continuación otra; casi
apostaría a qu e, tras leer y releer todo lo que dice
D arw in sobre sus queridas lapas, ningún filósofo
se ha tom ado el trabajo de examinar ni una. Pre­
guntar cuántos han leído El origen de las especies
de entre quienes hablan de él sería p oco cortés.
M as vale suponer que hablan por rum ores. D e todos
triodos, incluso si ha leíd o y releído a D arw in, lo
que un filósofo piense y diga al respecto se plantea
en un orden distinto de aquél en que se m ueve el
pensam iento del m ism o D arw in. La base propia­
m ente científica de la doctrina falta en el pensa­
m iento del filó so fo ; lo que dice es estrictam ente,
com o hubiera dich o el m ism o D arw in, irrelevante.
E l filósofo se ha dedicado al pensam iento de Dar­
w in sólo donde éste, desbordando los lím ites de su
propio saber científico, se convierte en una especie
de filósofo sin saberlo. L o hace a m enudo y de la
raanéra m enos consciente, y no se puede evitar la
im presión de que su teoría científica habrá-sufrido
de lo m ism o. Se puede decir sin ser injusto que
en cuanto sale de la observación y de la inter­
pretación inm ediata de los hechos, en que es un
m aestro, D arw in da pruebas de un descuido inte­
lectual y de una im precisión en las ideas del que
n o parece adolecer en m odo alguno.
E l título de su obra maestra era tod o lo explí­
cito posible. L o era desde la prim era edición, en
1859, y D arw in nunca lo cam bió: D el origen de las
especies por medio de la selección natural o la pre-
\ servación de. las razas favorecidas en la lucha por
\ la vida.
D esde el principio se introduce una im precisión
grave en la definición del ob jeto del libro, pues en
ningún m om ento se pondrá D arw in a esclarecer el
origen de las especies, en el sentido d e entender
por ello el origen de la existencia de las especies.
N o se pregunta cóm o es que hay especies, sino que
más bien, estando sobreentendido que las hay, cóm o
es que son tal y cóm o son. E l problem a del origen
absoluto de las especies no será planteado por Dar-
.w in; apenas hará alguna alusión de pasada .a él.
H ay que observar tam bién que, en los lím ites en
que lo plantea, el problem a del origen de la actual
form a de las especies no es tam poco lo que él re-,
solvió. En efecto, la solución que propone es la
lucha por la vida a partir de variaciones espontáneas
que favorecen la supervivencia de ciertos indivi­
duos y, gracias a la transmisión hereditaria de esos
caracteres favorables, la form ación progresiva de
una nueva especie. Si es así, se d ijo, son las varia­
ciones individuales espontáneas los verdaderos orí­
genes de las especies, y son ellas, más que la lucha
por la vida o la supervivencia del más apto, lo
que habría que explicar de entrada. N o es preciso
decir que D arw in nunca intentó hacerlo, y de ahí
que hay en su propósito cierta irresolución.
Suponiendo que estem os de acuerdo sobre el
sentido de la palabra «orig en », queda por definir
qué se entiende por «esp ecie». T o d o el m undo sabe,
más o m enos, qué significa la palabra: una especie
es un conjunto de plantas o animales que presentan
rasgos parecidos de m odo tal que se les distingue
fácilm ente de otros grupos. Nadie duda al hacer la
distinción entre un individuo de la especie golon­
drina -de un individuo de la especie elefante. La
dificultad com ienza a partir del m om ento en que,
considerando una especie cualquiera en sí misma,
se intenta describir los caracteres que la definen.
N o se encuentran dos individuos idénticos; no con­
sideramos sino los que se parecen lo suficiente
com o para n o dudar al clasificarlos en un solo gru­
p o ; se vé rápidamente que existen subgrupos o
subespecies y variedades que parecen clasificarse,
en prin cipio, en el interior de las especies, pero
sobre las que uno se pregunta luego si no son a su
vez especies distintas. E l m ism o Darwin se declaró
en un estado de perplejidad total al dividir pri­
m ero una especie en variedades, llevándolas luego
a la unidad de especie y haciendo y deshaciendo
veinte veces el m ism o trabajo, sin encontrar una
razón decisiva para darle fin.
La situación es conocida; puede resumirse con
las célebres palabras de un naturalista m oderno:
cuanto más individuos se conocen, m enos especies
se encuentran. N adie tuvo conciencia más clara del
problem a que los predecesores de D arw in en los
siglos x v n y x v m . Se les llama a m enudo «lo s cla­
sificadores», porqu e para ellos el problem a prin­
cipal era clasificar las especies vivas a fin de encon­
trar el «plan de la naturaleza». Les eran totalm ente
necesarias las especies, y además especies fijas,
pues ¿qu é interés tendría clasificar las especies si
habían de em pezar a cam biar? D ecir que hay es­
pecies clasificables y que hay especies fijas era, para
ellos, la misma cosa. Mas com o conocían m ejor que
nadie la dificultad que tiene clasificar, n o se priva­
ban de decir, com o hicieron A ristóteles y B uffon,
que las especies no son más que conceptos abstrae-
tos, y que las únicas realidades vivientes son los
individuos.
La actitud de D arw in n o difiere esencialmente
de la de sus predecesores en este a sp e cto 1, salvo etí
que él es el único que escribió un lib ro sobre el
origen de las especies y que es, en consecuencia*
más im portante para éste que para aquéllos saber
en qué consiste aquello cuyo origen quiere explicar.
Adem ás, él m ism o n o tiene problem as para recono­
cer que la especie es una n o ció n ymás bien desdi­
bujada.

1 Com o Darwin, ya Lamarck fluctuaba entre la realidad y


la irrealidad de la especie. Son creaciones del espíritu; «Pero
estas clasificaciones..., así com o las divisiones y subdivisiones
que presentan, son m edios totalmente artificiales. Nada de
esto, repito, se encuentra en la naturaleza, a pesar- del funda­
mento que parecen darle ciertas partes de la serie natural que
conocem os y que parecen estar aisladas. También se puede
estar seguro de que, entre sus producciones, la naturaleza no
ha form ado en realidad clases, órdenes, familias, géneros ni es­
pecies constantes, sino solamente individuos que se suceden los
Unos a los otros y que se parecen a quienes los han producido.
Pues estos individuos pertenecen a razas infinitamente diver­
sificadas que se gradúan bajo todas las formas y grados de or­
ganización y cada una de las cuales se conserva sin mutación
mientras n o actúe ninguna causa sobre ellas.» Lamarck, Philo-
sopbie zootogique, ed. Ch. M artins, París, 1873, t. I, cap. 1,
pág, 41. P ero un p o co más adelante, Lamarck pide que se
estudie «e l m étodo natural», es decir, que se busque «en
nuestras distribuciones el orden propio de la naturaleza, pues
este orden es el único estable, independiente de toda arbitra­
riedad y digno de la atendón dél naturalista», op. d i., t. I,
cap. 1, pág. 43. E l fon do de su pensamiento es que la espade
es un estado estadonatio entre dos m utadones cuya estabilidad
depende de la de sus condidones de existenda: «las especies...
solo tienen una constanda relativa y n o son invariables más que
temporalmente» (pág. 90). Es ú til llamar especie «á toda co-
lecd ón de individuos parecidos que la generación perpetúa en
el mismo estado en tanto que las circunstancias de su situa-
d ó n n o cambien lo bastante com o para hacer variar sus cos­
tumbres, su carácter y su form a». O p. d i., pág. 91.
«S e habrá apreciado en las anteriores obser­
vaciones que considero el térm ino especie
com o un nom bre dado arbitrariamente, p or
com odidad, a un grupo de individuos que se
parecen estrecham ente los unos a los otros,
y que n o difiere esencialmente del térm ino
«varied a d », que se em pleó para designar las
form as m enos distintas y más flotantes. A su
vez, el térm ino variedad, en la com paración
de las diferencias puramente individuales, es
tam bién em pleado arbitrariamente y por ra­
zones de com odidad.»

En el capítulo I I de El origen de las especies se


pueden encontrar tantos textos com o se quiera so­
bre la im posibilidad de decidir lím ites absolutos
. para distinguir al individuo de la variedad y a la
variedad de la especie. D arw in se percata clara­
m ente del desorden que introduce esta iñcertidum -
bre en las clasificaciones, que el naturalista necesita
si quiere saber de qué habla; pero no puede hacer
nada: «H a y que adm itir que muchas form as, con­
sideradas p or jueces altamente com petentes com o
variedades, muestran en tal grado carácter de es­
pecies, que obtienen de otros jueces no m enos al­
tamente com petentes el rango de buenas y verda­
deras especies.» Es, pues, m uy d ifícil puntualizar
de qué cree D arw in explicar el origen, a m enos que
n o sea el de alguna cosa que n o existe. Es particu­
larm ente sorprendente que el térm ino «esp ecie»
ocupe un lugar tan visible en el título de la obra,
cuando juega un papel tan secundario en la doctri­
na. Un título com o El origen de las variedades hu­
biera abarcado el problem a en toda su extensión.
D ados unos grupos de plantas o de animales pare­
cidos1, cuya esdstencia nadie niega, ¿cóm o explicar
la parte de estabilidad y la parte de fluctuación que
se encuentre? ¿N acen los irnos de los otros y hay
que considerar sus clasificaciones com o árboles ge­
nealógicos? T o d o esto podría discutirse sin emplear
el térm ino especie, que n o parece corresponder a
nadá definido. A esto puede objetarse que, para
empezar, D arw in hizo tod o lo contrario, com o prue­
ba el título m ism o de su obra, y, además, que in­
cluso se encarnizó hablando de las especies para
decir que no existen. Tenía necesidad de la pala­
bra precisam ente para poder negar la cosa.
Se necesita un esfuerzo de im aginación si se
quiere com prender la marcha de sus ideas sobre
este problem a. T odos sus predecesores, salvo Buf-
fon y Lamarck, creían que existían especies, y las
consideraban fijas. Su postura, pues, era coherente,
porque n o se puede definir una especie más que
com o una clase de seres vivos definible por caracte­
res irreductibles a los de cualquier otra clase. A sí,
la especie es, p or definición, un tip o estrictamente
definido; para ésta, cam biar sería dejar de ser ella
misma, o sea, dejar de existir. D e d r que las espe­
cies son fijas es una tautología; decir que cambian
es decir que n o existen. ¿P or qué se obstina Dar­
w in en decir que se transform an, en lugar de decir,
sim plem ente, que no existen?
Es porque no pierde de vista a sus adversarios.
Perfectam ente coherentes consigo m ism os, sostie­
nen que, puesto que las especies son fijas, n o hay
variedades. Saludemos a estos héroes de la lógica
y de la coherencia m ental: si en el fon d o todas las
especies no son más que variedades,, ¿por qué no
habían de ser especies todas las variedades? Dar-
w ín no lo quiere así, y la última razón que da p o ­
dría ayudam os a deshacer este em brollo. Estamos
todavía con el capítulo I I de El origen de las es­
pecies:

«U n os pocos naturalistas sostienen que los


animales nunca presentan variedades, pero
esos m ism os naturalistas elevan las más lige­
ras diferencias al rango de carácter específico,
y cuando se encuentra la misma form a idén­
ticam ente igual en dos países alejados el uno
del otro, o en dos form aciones geológicas dis­
tintas, llegan a creer que se ocultan dos es­
pecies diferentes bajo las mismas ropas. E l
térm ino «esp ecie» llega, así, a n o ser más que
una abstracción mental inútil que im plica y
requiere un acto de creación d istin to.»

La últim a aclaración esclarece la andadura de


D arw in en este asunto, por más que n o fuera para
él tan clara com o lo es hoy para nosotros. P ercibe,
al m enos confusam ente, la conveniencia que asocia
en los espíritus las nociones de especie, de «fijeza»
y de creación divina. Verdadera o falsa, la pos­
tura de L inneo y B u ffon era clara: las especies exis­
ten y son fijas porque al principio D ios las creó
tal com o son hoy. D arw in sabe, que en el pensa­
m iento de sus adversarios hay un nexo entre la nov­
elón de la «fijeza » de las especies y la de creación,'
pero es m enos filósofo que Lamarck y no ve clara­
m ente que las dos nociones no están necesariamente
relacionadas; y se dedica lo m ejor que puede a pul­
verizar la n oción de especie en una m ultitud prácti-
cam ente indefinida de variedades porqu e, sí no
hay especies, no puede haber creaciones separadas,
La crítica de la n oción de especie ocupa, pues, t ó
lugar im portante en la doctrina de D arw in, y el
capítulo I I de E l origen de las especies es partían
larm ente instructivo en este sentido, pues se per­
cibe en él m ucho eco de las incertidum bres por las
que pasó D arw in al hacer su aprendizaje d e natu­
ralista. E n este m om ento, p or lo m enos, tiene, al
fin, una certidum bre: un cam inó conduce del in­
dividuo a series de variedades más y más estables
y distintas, que a su vez conducen a subespeáes y,
finalmente, a especies, que n o aparecen sino al tér­
m ino de numerosas variaciones acumuladas sin que
las transiciones sean siem pre perceptibles: «V e r­
daderam ente, hasta el m om ento n o se ha trazado
ninguna línea de dem arcación clara entre espe­
cies y subespecies — es decir, las form as que, en
el espíritu de algunos naturalistas, llegan cerca del
rango de especies, pero sin serlo del tod o— o bien
entre las subespecies y las variedades bien claras, ó
incluso entre las más pequeñas variedades y las
diferencias individuales.»
Se com prende así que D arw in conceda tanta im­
portancia a las diferencias individuales que tan
p oco interesan a los clasificadores, pues esas dife­
rencias iniciales, generalmente ínfimas, son los ver­
daderos puntos de partida del cam bio que conduce
a las futuras especies; pero a la vez se ve qué
indeterm inada queda en su espíritu la noción de
especie. Llega a decir en una misma frase que su
existencia es cierta, p or más que n o sepa cóm o de­
finirla. P or ejem plo, en el capítulo IV , «Selección
natural»: «In clu so las variedades claramente seña-
ladas, aunque tengan cualquier cosa del carácter de
la especie — com o se ve en las desesperadas incer­
tidum bres que sufre a veces p or saber qué rango
asignarles— , difieren entre ellas m ucho m enos que
las especies buenas distintas.»
T o d o lector atento de D arw in está familiariza­
d o con las expresiones good species, o true species,
la especie buena, com o si pudiera haberlas malas;
la especie verdadera, com o si pudiera haberlas fal­
sas. D arw in lo repite en el capítulo I X : «E s de la
máxima im portancia recordar que los naturalistas
n o tienen una regla de oro para distinguir las es­
pecies de las variedades.» H ay que rem itirse al jui­
cio de quienes conocen bien la clase en cuestión;
sobre tod o, «hay que conceder un p oco de variabi­
lidad a cada especie, pero cuando los naturalistas
se ven en presencia de una diferencia de extensión
un p o co más amplia entre dos form as cualesquiera,
las clasifican a ambas entre las especies, a m enos
que estén en condiciones de unirlas por gradaciones
interm edias estrecham ente próxim as». Cuando Dar­
w in asegura, para darse seguridad a sí m ism o, que
las especies buenas difieren certainly entre ellas
más que las variedades; su certainly es un «cierta­
m ente» de incertidum bre. ¡Q u e tire la prim era pie­
dra el que nunca lo haya usado! Pero excusarlo
n o nos dispensa del deber de señalar la extrema
indeterm inación de la noción de especie en una
obra que se propon e explicar su origen. «Para de-
terminár si debe ser clasificada cóm o especie una
form a, o com o variedad — dice Darw in de buena
fe-— ,1 a única guía a seguir es la opinión de natu­
ralistas con ju icio sano y amplia experiencia.» V i­
siblem ente, la palabra « y o » sólo aparece ahí por
costum bre; científicam ente hablando, ya n o co­
rresponde a nada.
La profunda tendencia de D arw in a destruir la
especie, cuyo estudio es el ob jeto de su libro, se ¡
ve m ejor que en ningún otro sitio en el capítu­
lo V I I I , sobre E l hibridismo. C om o se sabe, desde
A ristóteles la esterilidad de los híbridos es un sig­
n o evidente de que el m acho y la hembra de que
provienen pertenecen a especies distintas. E n otros
térm inos, dos especies son realm ente distintas
cuando sus cruces son estériles. D arw in se guarda
de negar esta evidencia, pero la glosa. Se ve que
el hecho le inquieta un p o co : «L a fertilidad de
las variedades, es decir, de las form as que se sabe,
o se cree, que son descendientes de padres com u­
nes, cuando se les cruza, igual que la fertilidad de
su descendencia bastarda, es, según m i teoría, de
igual im portancia a la de la esterilidad de la especie,
pues parece introducir una larga y clara distinción
entre las especies y las variedades»: las varieda­
des más claram ente señaladas m erecen el nom bre
d e especies porque sus cruces son genéticamente
estériles. Con. una paradoja un p oco inquietante,
esta teoría de la transform ación de las especies
estable de entrada que su «fijeza » genética es la
mas evidente señal de su realidad.
Se com prende que D arw in haya sentido ante
esto cierto em barazo, pero se las ingenia para dis­
m inuir tod o lo posible la. im portancia del hecho.
Es aquí donde el sim ple filósofo se siente incapaz
d e séguir sus argumentos con conocim iento de
causa, pues reposan en hechos que, para él, sé
reducen a palabras que em plea el naturalista. El
m ovim iento general del argumento le es, sin en**
bargo, perceptible, pues parece tender a la conclu­
sión de que, incluso si hay esterilidad, su causa,
no es la abstracción llamada especie.
D os observadores de gran experiencia, K ölreuter
y Gärtner, experim entando sobre los mismos gru­
pos de plantas a fin de establecer, por la fecundi­
dad o esterilidad de sus cruces, si se trataba de
variedades o de especies, llegaron a conclusiones
diam etralm ente opuestas. En realidad, «n i la este­
rilidad ni la fertilidad aportan una distinción clara
entre las especies y las variedades; las pruebas
obtenidas de este m odo pierden su fuerza y se ha­
cen cada vez más dudosas, en la m edida en que
lo hacen a . su vez las extraídas de otras diferen­
cias de estructura y constitu ción». Concedam os,
pues, nuestra confianza a los num erosos argumen­
tos acumulados por la infinita erudición de D arw in
para dem ostrar que la esterilidad de los híbridos
no depende del hecho de que se crucen las espe­
cies. Tanto aparece un tercer horticultor altamente
cualificado que asegura que sus cruces de especies
perfectam ente puras n o se han revelado fértiles
(com o si su fertilidad n o pasara norm alm ente la
indudable prueba de que no se trata sino de va­
riedades), com o subraya casos en que la especie
puede ser hibridada y seguir siendo fértil, ;más
fácilm ente que si se pudiera fertilizar a sí misma!
D arw in es im batible en cada caso en particular,
salvo quizá en alguna de sus parejas, pero tod o
el razonam iento se sucede sobre un fon d o com ún
de incertidum bre. ¿C óm o estar seguro de que la
esterilidad de los híbridos, «p o r más que sea un
resultado dem asiado general, n o puede, en el esta­
do actual de nuestros conocim ientos, ser conside-
rada com o absolutam ente universal», puesto que
nunca es perfectam ente segura la distinción de las
especies y variedades? A qu í ya se empieza a notar
que el científico es, de hecho, un abogado que lleva
una causa. La fertilidad de los híbridos encuentra
en su espíritu un prejuicio favorable a pesar de
la generalidad extrem a de los casos contrarios. T od o
lo que pueda contribuir a reducir la solidez de la
especie aporta agua al m olino dé D arw in. N os pre­
guntamos de m odo creciente, a m edida que se le
sigue en la marcha de su dem ostración, p or qué
sigue hablando de las especies.
Para sus propósitos n o era en m od o alguno ne­
cesario. En cierto sentido, todas las plantas son
variedades del reino vegetal, y todas las susodichas
especies animales son variedades del reino animal,
pero es preciso que, en cualquier sentido, haya es­
pecies, si se quiere pod er dem ostrar que n o han
sido creadas tal y com o son desde su origen. E sto,
que es el principal propósito de -Darwin, le deja
en las puertas del problem a, que consiste en expli­
car cóm o, sin haber sido creadas en cuanto tal,
han p od id o las especies, subespedes y variedades
constituirse p or sí mismas..
La respuesta al problem a estriba en la ley dé
la lucha p or la vida, tam bién llamada ley de la
supervivenda del más agtó, idea que, com o vim os,
se le ocurrió en el curso de una lectura de M althus,
realizada p or D arw in sim plem ente para distraerse,
y en la que, sin em bargo, encontró su cam ino. La
ley de la selecdón natural, que él cuidaba com o si
de las niñas de sus ojos se tratase, le perm itía ex- ,
plicar cóm o, hechas más aptas para sobrevivir p or
el feliz accidente de las variadones individuales
favorables y transmitidas p or herencia de genera-
- ción en generación, ciertas form as específicas an­
tiguas podían dar lugar, gradualmente, a nuevas
form as. E n u n o de esos relámpagos en que las ideas
se fecundan m utuam ente y aparecen p or sí mismas,
toda la experiencia ya adquirida por D arw in en el
terreno de la cría de especies dom ésticas le ofreció
un m odelo para explicar la form ación de las espe-
d e s a partir de otras espedes. Lcfs perros pacho-
nes, los basset y los lebreles apenas se parecen;
un caballo inglés de carreras es muy distinto de un
perdieron ; y, sin em bargo, todos son perros o
caballos. ¿P or qué la selección natural, favorecien­
d o sin tregua a los más aptos, no había de p ro­
ducir esa misma diversidad en la misma unidad?
Basta con form ularse la pregunta para ver qué
dificultades se oponen a una respuesta afirmativa.
E l problem a n o es saber si los criadores obtienen
especies nuevas o solam ente nuevas variedades; en
el punto de la discusión a que hem os llegado puede
considerarse vana esta distin dón ; la verdadera
dificultad estriba en saber qué reemplaza al cria­
d or, ausente en la transform ación de las especies.
La respuesta .d e D arw in es bien con od d a : es la
. selección natural la que conduce la op erad ón ; pero
n o m enos con ocida es la o b je d ó n :. ¿cóm o puede
una acum ulación de pequeñas variadones espon­
táneas uñirse y organizarse por sí misma en una
misma d irecd ón , produ den d o las estructuras infi­
nitam ente com plejas de los seres vivos y de sus
órganos? Pará n o recordar más que un ejem plo
célebre, el m ism o D arw in decía que cuando se
planteaba la cuestión, sólo con pensar en el o jo
sentía ún escalofrío correrle por la espalda. Y sin
em bargo, m ^ptuvó hasta el final con intrepidez
que si se tom an en consideración la inmensa dura­
ción de las épocas geológicas y el inim aginable nú­
m ero de individuos sobre los que se suceden las
experim entaciones de la naturaleza, la form ación
espontánea' y progresiva de los seres vivos a partir
de form as elem entales más simples, e incluso, qui­
zá, de cualquier materia viva, no podría ser consi­
derada im posible.
. Las últimas páginas de El origen de las especies ,
donde D arw in se enfrenta valientem ente con M oi­
sés y Cuvier a la vez, mantienen firm em ente que
«las especies son producidas y exterminadas por
causas que actúan lentamente y que todavía exis­
ten, y n o p or catástrofes y m ilagrosos actos de
creación». Sin duda, «autores de la máxima emi­
nencia encuentran, aparentemente, satisfacción
com pleta en la opinión de que cada especie fue
independientem ente de las otras», pero él prefiere
«ver a todos los seres, n o com o creaciones espe­
ciales, sino com o descendientes de un pequeño nú­
m ero de seres que vivían m ucho tiem po antes de
que fuera depositada la prim era capa del sistema
silú rico»; desde este punto de vista, le parece que
tales seres están ennoblecidos p or e llo 2.
N o se podría negar la grandeza de este punto

2 Un filósofo americano alabó «al gran teólogo Sertillanges


por haber protestado, en 1945, y además en vano, contra la
oposición artificialmente mantenida entre las nociones de evo­
lución y de creación». D e hecho, «nada nos im pide ver en la
evolución, en lugar de un sustituto de la creación, simplemente
otra perspectiva de la manera én que el hecho creador ( Crea­
tive fact ¿por a c t? )... está relacionado con los hechos de la
naturaleza». Lamarck nunca entendió de otro m odo su propia
teoría. «Se ha llamado especie a toda colección de individuos
parecidos a ellos. Esta definición es exacta... Pero se añade
de vista, tan som brío e incluso trágico, según el
cual «resulta directam ente de la guerra de la nar
turaleza, del hambre y de la m uerte, el objeto más
elevado que som os capaces de concebir: la, produc­
ción de los animales superiores». Incluso hay que
reconocer que sería vano pretender refutarlo ante
el m ism o D arw in o ante cualquier otro. C om o la
creación distinta de las especies, doctrina teológicas
que persigue detestándola sin preguntarse siqúieráf.
sobre qué autoridad revelada se funda, ésta fo r­
m ación progresiva de los seres vivos que se habría
sucedido p or sí misma «m ientras continuaba este
planeta sus revoluciones según la ley fija de la gra­
ved a d », es una sim ple actitud del espíritu cuyo
m érito es dar razón de m odo satisfactorio (si es
acertada) de una m ultitud verdaderamente innu­
m erable de hechos,observados u observables, pre­
sentes, pasados e incluso futuros. La totalidad de
la historia universal com parece aquí bajo una úni-
a esta defin idón la suposición de que los individuos que com -,
ponen una especie n o varían nunca en su carácter específico,
y que, en consecuencia, la espede tiene una constanda abso­
luta en la naturaleza. Es' sólo esta proposidón lo que me pro­
pongo com batir, porque las pruebas evidentes obtenidas por
la observación constatan que n o está fundamentada.» Lamarck, .
Philosophie zoologique; ed. Ch. Martins, París, 1873, cap. I I I ;
t. I, pág. 72. «Se ha supuesto que cada espede era invariable
y tan antigua com o la naturaleza, y que tuvo su creadón par-,
ticular por parte del A utor supremo de todo lo que existe.»
Op. ctt.j I, 3 ;r t. 1, pág. 74. «Respetando, pues, los decretos
de esta infm ita’sabiduría, me restrinjo a los lím ites de un simple
observador de la naturaleza. Ahora bien, si llego a aclarar algu­
na cosa de la marcha que ha seguido ésta para actuar sobre
sus ptoducdones, diré, sin temor a equivocarme, que ha com-
plad do a su A utor que tenga esta facultad y este poder.»
Loe. d t., t. I , págs. 74-75. Com o se dice a veces en América:
«T bat is G od’s way o f doing tbings.» Recordemos solamente
que la conclusión de E l origen de las especies está totalmente
de acuerdo con este punto.de vista.
ca y sim ple mirada humana. Se concibe que D arw in
se haya sentido entusiasmado por ello, p ero es,
sim plem ente, reemplazar una teología por otra, y
ambas son igualm ente indem ostrables. Adem ás, se
podía dudar de tod o e llo; una sobria verdad cien­
tífica habría p od id o suscitar la adm iración, inclu­
so el entusiasm o, pero el entusiasmo de la inteli­
gencia, y no esa especie de culto popular de que
es objeto la selección natural, ba jo el nom bre de
evolucionism o, que le es ajeno.
Quienes están fam iliarizados con el m étodo de
los grandes escolásticos, se encuentran aquí, en el
orden preciso de la explicación racional y dejando
de lado la diferencia de los objetivas, en terreno
con ocido. Tom ás de A qu in o, p or ejem plo, sentía
sed de explicaciones racionales, pero sabía que lo
que es de p or sí ob jeto de la fe religiosa siem pre ’
escaparía, en últim o térm ino, a una explicación ra­
cional com pletam ente satisfactoria. Creía poder
hacer por lo m enos dos cosas en favor del ob jeto
de su fe : m ostrar que n o contiene im posibilidad
racional propiam ente dicha, es decir, que n o es
de por sí contradictorio, y refutar las objeciones
dirigidas contra éstas verdades, m ostrando así que
n o hay pruebas de que sean falsas. Puesto que
habla de ciencia, D arw in n o dice nada que sea de
por sí inaccesible a la razón. P or el contrario, la
ordenación de cada clase de seres vivos en espe­
cies, géneros y fam ilias, que los naturalistas llaman
el sistema de la naturaleza^ es un ob jeto em inen-'
tem ente inteligible y satisfactorio para el espíritu.
L o que n o lo es, es la manera de concebirlo y de
explicar su origen.
H acia el prin cipio del capítulo X I I I de El origen
de las especies, D arw in constata lo que tiene de
notable esta posibilidad de ordenar en una especie
de sistema a todos los seres vivos: «E l ingenio y
la utilidad de este sistema son indiscutibles. P ero
m uchos naturalistas piensan que hay algo más en
el sistema de la naturaleza; creen que revela el
plan del C reador». D arw in añade aquí .una reserva
que señala perfectam ente el fon d o de su pensa­
m iento: que decir del sistema de la naturaleza
que revela el plan del Creador «n o añade nada
al conocim iento que de él tenem os» (d el siste­
ma de la naturaleza, claro). L o que él quiere sa­
ber com o científico es la causa natural y la ley
que presidieron la form ación de la jerarquía de
los seres según ese plan. D arw in parece querer de­
cir que, aunque se pudiera dem ostrar que ese plan
fu e querido p or D ios, n o se sabría cóm o quiso
D ios que ocurrieran las cosas, a fin de constituir
ese sistema de la naturaleza. La intención profunda
de D arw in es precisam ente desvelar la ley natural
según la cual, creada o no, está constituido el
sistema. Se “podría decir, en otros térm inos, que
el m agnificó Sistema Naturae de Linneo, cuyas so­
brias tablas n o se pueden considerar sin em odón ,
es, para D arw in, m enos una conclusión que un
punto de partida, m enos una respuesta que una
pregunta. D arw in, com o el teólogo que se interro­
ga sobre la verdad de la fe católica, se plantea una
pregunta que n o com porta respuesta científica, esta
ve? no de derecho, sino de hecho. Si el sistema
de la naturaleza fue hecho, nadie sabe cóm o fu e;
si el Creador creó, sim plem ente, lo necesario para
que se hiciera por sí m ism o, nadie sabe cóm o se
hizo. D igam os: nadie tiene conocim iento científico
dem ostrable de la manera en que se Hizo el m undo
v iv o; n o se sabe de antemano si un D ios lo hizo
o si se hizo él solo.
Cuando n o puede dem ostrarse una convicción
firm e, cualquiera que sea su naturaleza, pone plei­
to. Es lo que Tom ás de A qu ino llamaba «aportar
razones probables» a fa vor de la fe. D arw in dio
pruebas de una notable inventiva para persuadir
a su lector de la verdad de la selección natural.
Incluso en su discusión puramente científica de
puntos particulares, llega a decir: «n o veo que se
opongan grandes dificultades a que esto sea efecto
de la selección natural». P ero, al ignorarlos, no
podem os pon em os en ridícu lo criticando argumen­
tos propiam ente científicos; nos contentarem os,
pues, con examinar la actitud de D arw in ante lo
que bien puede llamarse el punto crítico de su doc­
trina. É l m ism o d ijo y repitió que concebía la se­
lección natural com o análoga a la selección arti­
ficial; las especies nuevas nacen de la naturaleza
como lo hacen en la cría, salvo qué en la natura­
leza no hay criador.
En los m om entos en que n o piensa en la dificul­
tad, D arw in n o hace nada por facilitarse la solu ­
ción. N o m inimiza la im portancia del papel del
criador ni la lucidez de sus cálculos. H ablando de
lo que han hecho los criadores cón él carnero* decía
lord Som erville: «S e diría que prim ero dibujaron
con tiza sobre una pared una form a perfecta en sí
y que a continuación le dieron la existencia».; Ün *
dem iurgo platónico trabajando con la mirada, fija
sobre las ideas no lo hubiera hecho m ejor, pero
parece claro que si se suprime el dem iurgo, el cria-
dor y la idea, se hace difícil explicar el nacim iento
de tal form a.
D arw in lo sabe, pero n o duda sobre la actitud
a adoptar frente a esta dificultad.
En un pasaje de El origen de las especies, por
otra .parte él ú n ico en que he pod ido asegurarme
de ello, parece pensar que, com o los criadores pue­
den crear form as nuevas, con mucha más razón
es capaz de hacerlo la naturaleza. En el capítulo V I,
consagrado a «L a selección natural», tras dar algu­
nas razones que explican las armas y adornos de los
machos de ciertas especies, Darwin se hace a sí
m ism o esta observación: «P uede parecer pueril
atribuir cualquier efecto a m edios aparentemente
tan débiles y n o puedo entrar aquí en detalles que
apoyen esta opin ión , pero si el hom bre puede, en
un tiem po corto, conferir a sus bantams un andar
elegante y una belleza que responda a su propia
idea de la belleza, n o veo ninguna razón para dudar
de que los pájaros hem bras, escogiendo durante
millares de generaciones los. machos más m elodio­
sos o mtás bellos según el tipo de belleza qué les
agrade, hayan p od id o producir un efecto n otable.»
Esta breve referencia a la noción de selección
sexual, que más adelante desarrollaría extensa-
1m enté, no tiene nada que se oponga a la razón,
pues en este caso hay, p or lo m enos, una elección
animal consciente, una preferencia espontánea por
cualidades percibidas y conocidas; la inmensa clase
dé las hembras actuando colectivam ente durante
m ilenios juega, en este caso, el papel de criador,
¿p ero cóm o explicar la elección necesaria para el
nacim iento de especiés nuevas cuando se trata dé
favorecer la transm isión hereditaria de ínfimas m ó-
dificaciones fisiológicas favorables a la superviven­
cia de la especie? Se busca en vano qué es lo que
queda para efectuar una elección.
Quizá D arw in pensaba en ello al introducir, en
el m ism o capítulo IV , una distinción inesperada
entre d os géneros de selección artificial, la selec­
ción metódica y la selección que él llama incons­
ciente. D e ello surgen dificultades n u evas3.
La selección m etódica practicada p or los cria­
dores y horticultores se practica con la intención
expresa de producir nuevas variedades. E sto se
admitirá sin discusión, y de tanto m ejor grado, una
vez visto que D arw in n o hace nada por minimizar
las cualidades requeridas para ser un buen criador.
L os observó y adm iró m ucho. Estos hom bres están
dotados de una percepción sorprendente, pues para
triunfar n o basta con separar variedades netamente
distintas y reproducirlas; hay que saber observar

3 En muchas frases Darwin añade astutamente una palabra


para sugerir que los criadores han hecho esto «inconsciente­
m ente». P or ejem plo: «King Charles’s has beett unconsáously
modified since the time of that monarch», pág. 109; a pro­
pósito del English pointer: «what concems us is that the change
has been effectued unccmsciously and graduatty» , pág. 110; « in
this case there would be a kind of unconsdous selection going
o »»,-p á g . 111; la pera cultivada, tan distinta de la silvestre:
«the art... has been fóllowed admost unconsáously», pág. 11;
este edmost n o tiene precio, ¡pues Darwin ni siquiera está se­
guro. de que la pera cultivada haya sido obtenida p or una
serie de elecciones verdaderamente inconscientes 1 Tanto com o
Darwin subraya que los criadores n o tienen una imagen pre­
cisa del fin que persiguen; en la misma medida, p or el con­
trario, «e l animal o la planta deben ser tan útiles al hombre,
o tan estimados p or él, que se debe prestar la mayor atención
a la m enor desviación en las cualidades o estructura de cada
individuo» (pág. 115). En suma, una. atención extrema a la
menor variación sin conciencia sobre la meta perseguida. El
rigor cien tífico de este razonamiento n o es extremo, pero su
descuido es muy darwiniano.
el efecto «p e r la acum ulación eñ una misma direc­
ción , durante generaciones sucesivas, de diferencias
absolutam ente im perceptibles para un o jo n o edu­
ca d o », diferencias, añade D arw in, que, «p o r m i
parte, he intentado vanamente percibir». P or eso,
en el capítulo I , en el que quiere subrayar la im por­
tancia de La variación en régimen domesticado,
D arw in utiliza el lenguaje más enérgico para exaltar
la función del criador: «N i un hom bre de cada
m il tiene la perspicacia y el ju icio necesarios para
ser un buen criad or». Y no sólo eso: «S i dotado
d e estas cualidades, estudia su sujeto durante años
y le consagra su vida con indom able perseverancia,
triunfárá y podrá producir grandes m ejoras; si le
falta una sola de estas cualidades, tendrá la segu­
ridad de fracasar».
. H e aquí, pues, al pájaro raro que preside los
éxitos de la selección m etódica dirigida por el hom ­
b re; p ero en el capítulo IV quiere persuadirnos
de que los sim ples criadores de bestias obtienen
resultados com parables a los de la naturaleza;
trabajando com o ella, si no a ciegas, al m enos a
o jo y sin cálculos, n o se necesitan dones tan ra­
ros; incluso se pregunta cóm o puede operarse
con eficacia esta selección. La noción de selec­
ción inconsciente es, en sí misma,, p oco precisa; se
reduce esencialm ente a una elección que se efec­
túa por intervención de criadores, y sin embargo-
com o por sí misma, puesto que éstos escogen en
virtud de un olfato espontáneo y natural sin in ­
tención expresa de producir una especie nueva o
distinta d e la que quizá van a obtener. En el
capítulo I V , sobre «L a selección natural», la ex­
presión se repite en muchas ocasiones: «P u esto
que el hom bre puede producir resultados im por­
tantes, y.d e hecho los ha produ cido p or sus m edios
de selección m etódicos e inconscientes, ¿qué no
podría hacer la naturaleza?».
Y a se ve que la cuestión está lejos de m olestar
a D arw in; sin em bargo, su enérgica afirmación no
puede pasar p or una respuesta ni dispensarle de
darla. ¿Q u é puede hacer la naturaleza en-ausencia
de toda selección consciente — pues Darw in d ijo
y repitió que, en el caso de la naturaleza, selección
es una sim ple m etáfora— si la expresión «selec­
ción in con scien te», una vez examinada, se revela
tam bién m etafórica y arbitraria? Pues en el caso
de la evolu ción progresiva de un tron co, de una
concha o de un hueso, se puede decir, si se quiere,
que tod o pasa com o si hubiera una elección, pero
no la hay. Las hembras escogen a los m achos, pero
las hojas, raíces o huesos n o escogen en m odo al­
guno; entonces nos vem os lim itados a explicar el
cam bio p or una inmensa acum ulación de azares
puros, cada uno de los cuales, aisladamente consi­
derado, n o es más que. una ausencia de explicación
y cuya orientación regular sigue siendo enigmática.
N o se podría dem ostrar que sea imposible, pero
al m enos se puede afirmar que tal afirmación es
totalm ente arbitraria y que n o se justifica sino por
el rechazo previo de cualquier otra explicación.
N o es posible que D arw in, que tanto reflexionó
sobre el problem a, no se hubiera percatado de la
diferencia radical que hay entre hablar de selección
aplicada a los seres vivos dotados de conciencia, y
por tanto capaces de preferir, y aplicarla a cosas,
vivas o n o, privadas de toda conciencia de las
m odificaciones orgánicas de que son objeto. Y , sin
em bargo, D arw in lo hace, no sin descuidar el sen­
tim iento de la distancia que separa a ambos casos.
L e gusta hablar de selección inconscientem ente
operada por los criadores que escogen espontánea­
m ente las variaciones individuales más interesantes
de preservar y propagar, pero incluso si no son
conscientes de estar preparando así el nacim iento
de una especie nueva, son perfectam ente conscien­
tes de efectuar una elección. Su razón no se les
pierde com pletam ente: «E l hom bre sólo escoge
para su p rop io bien ; la naturaleza lo hace para el
del ser p or quien se preocupa.» A dm itám oslo, pero
todavía queda el hecho de que. el hom bre escoge
verdaderam ente entre las variaciones a favorecer,
descuidar o desfavorecer: «Su selección empieza
a m enudo p or alguna form a semi-m onstruosa: o
p or lo m enos p or alguna m odificación tan sorpren­
dente com o para llamar la atención, o que le sea
manifiestamente ú til.» N o veo nada definido en
la susodicha selección natural que ocupa el lugar
de esa elección ; pero argumentando com o si hu­
biera respondido a la pregunta, D arw in sigue di­
ciendo que, puesto que dura más tiem po que la
elección del hom bre, la ausencia de toda elección
por parte de la naturaleza debe conducir a resul­
ta d o! m ucho más notables. Este hom bre, habitual­
m ente tan tranquilo, se hace ahora lírico : « i Q ué
fugaces son los déseos del hom bre y qué breve
el tiem po de su vida! Y en consecuencia, ¡qué
pobres serán sus producciones comparadas a las
que la naturaleza ha acumulado durante períodos
geológicos enteros! ¿G om o extrañarse, pues, de
que los productos de la naturaleza sean de un ca­
rácter m ucho más ‘ verdadero’ que las produccio­
nes del hom bre; de que estén infinitam ente m ejor
adaptados a las condiciones de la vida más com ­
plejas y de que lleven, totalm ente visible, la señal
de un arte m uy superior? Se puede decir que la
selección natural se dedica a escrutar día tras día,
hora tras hora, a través de tod o el m undo, cada
variación, hasta la más ligera, expulsando las malas
y conservando y acrecentando todas las buenas;
silenciosa e im perceptiblem ente, cada vez que se
ofrece la ocasión, trabaja en la m ejora dé cada
ser organizado en relación a sus condiciones de
vida orgánicas e inorgánicas.» E l entusiasm o de
D arw in p or la selección natural está justificado,
en caso de que ésta exista; y, para él, está fuera de
toda duda que existe.
Cuanto más se lé lee, mas sorprendente es su
certeza o , más bien, su falta de inquietud para
pasar de la selección natural a la artificial4. M as n o

4 La analogía entre la dom esticación y la selección natural


sorprendió, antes que a Darwin, a Lamarck: «pues si un soló
h ed ió constata que un animal ya hace tiem po en dom estiddad
difiere d e la especie salvaje de que proviene, y si, en tal espe- „
d e domesticada se encuentra una gran diferenda de conform a-
d ó n entre los individuos a los que se ha im puesto costumbres
diferentes, será d e rto que la primera condusióh (a saber: que
la organfaadón de cada animal es constante, y sus partes inva­
riables) n o está conform ada a las leyes de la naturaleza y que,
p or el contrario, la segunda está perfectamente de acuerdo con
ellas (a saber, que cada animal es m odificable por la influenda
de lás circunstancias sobre sus costum bres).» Philosophie z o o
logique, 1.a parte, cap. V II. Citado con permiso de Luden
Brunelle, Lamarck, pág. 96, nota 2, com o precursor de la
obra de Daniel en Franda y, en Rusia, de M itchourin, que, al
fin de su carrera, tuvo la suerte «d e redbir toda la ayuda
deseable del gobierno soviético para que la unión de la teoría,
y de la práctica constituyera una regla de o ro ». P or el contrario,
por razones reladonadas con su cón cepdón de la historia de
la cienda, Camille Limoges {La sélection naturelle, págs. 101,
147-148) subraya el hecho de que la selección natural era con-
está totalm ente desprovisto de ella. A l hablar del
«b ru ta l» aficionado a las peleas de gallos, que, sin
duda, n o es un sabio b iólog o, D arw in observa que
«sabe bien que puede m ejorar su raza eligiendo
con cuidado los m ejores gallos», cosa que es difícil
considerar com o selección inconsciente. Y , sin em­
bargo, a los ojos de D arw in lo es; un p o co más
adelante habla de «esa selección inconsciente que
resulta de lo que cada hom bre intenta conservar
de bueno en los perros sin ningún pensam iento
de m ejorar la raza». Este era el texto de la prim era
edición de 1 8 59; más adelante, en la sexta y úl­
tima edición revisada, que pu blicó en 1872, en
lugar de m antener by that unconscious selection ,
añade este inspirado retoque: by that kind o f un­
conscious selection. Es lo más lejos que llegó en
el cam inq de una clara conciencia del problem a.
D e todas maneras, no era llegar muy lejos, pues
n o basta con que una elección n o sea profesional­
m ente sistemática para que sea inconsciente. Cuan­
d o se m odifica la concha de una lapa, la m odifica-

cebible, y fu e concebida, p or Darwin sin la ayuda de este


«m od elo» pedagógico accesorio. Es totalmente cierto que la
analogía, don la dom esticación es un elemento necesario de la
doctrina tal com o e l m ism o Darwin la concebía. La domestica­
ción es e l único hecho empíricamente dado sobre el que se
puede fundamentar la teoría; de ahí lá importante obra de
Darwin, publicada nueve años después de El origen de las
especies: The Variatiom of Animáis and Plañís under Domes-
tication, Londres, M urray, 1868, dos volúmenes. Com o dice
exactamente el m ism o Darwin ya en la Introducción de El ori­
gen de las especies:- «Consagraré el prim er capítulo a la va­
riación en régimen de dom esticación. Verem os, así, que una
medida considerable de m odificación hereditaria es, por lo me­
nos, posible.» Y n o tiene otra prueba de d io , pues la selecdón
natural es una teoría, en lugar de qüe en la dom esticadón se -
vea la m odificadón con herenda que todavía hoy actúa. Era
.para él una de esas « agencies tvicb we see síill at work>>.
ción es verdaderam ente inconsciente; y si es el
punto de partida de la form ación de una especie
nueva, la selección que la produce es verdadera­
m ente inconsciente; nada m enos parecido a este
caso que el de cualquier elección humana. Es con­
tradictorio hablar, com o hace D arw in en el mis­
m o capítulo IV , de los «resultados de la selección
inconsciente practicada por el hom bre, que depende
de la preservación de los individuos m ejor adap­
tados o de mayor valor, y de la destrucción de los
m enos b u en os». Es totalm ente cierto que a m enudo
esto n o se hace «científicam ente», ni «m etódica­
m ente», pero n o lo es, .en m odo alguno, que se
haga «inconscientem ente».
¿P or qué D arw in hace tal usó de este adverbio?
N o con ozco un texto en que lo explique, y quizá
ni él m ism o tenía conciencia ciará del m otivo de
su em peño en usar un tétinino que, com o hem os
visto, sabía inexacto. Sin tener derecho a afirmarlo,
estoy íntim am ente persuadido de que D arvin en­
contraba en el em pleo de esta palabra una especie
*de coartada. Sabía bien , y esto ya lo sabem os, qué
colosal extrapolación im plicaba lá hipótesis, a par­
tir de la selección por dom esticación, de la selec­
ción naturál. E l principal argum ento a favor suyo
era que* si era cierta, ¡explicaba tantas cosas! P ero,
com o decía Claude Bernard, explicar n o es probar;
A falta de aportar la prueba, se tendría una im ­
presionante confirm ación si se pudiera pensar que
en el fon d o la selección artificial practicada por
criadores desde la más lejana antigüedad n o es
más qüe una form a particular de selección natural.
Si uno puede representarse la selección artificial
tan inconscientem ente com o la selección natural,
ésta se beneficia de la certeza cuasi-experimental
que tenem os de la prim era. Para esto se precisa
que la selección artificial n o científica sea incons­
ciente, luego lo es.
¿D e qué ardides n o son capaces tod o tipo de
seguridades íntimas para hacerse reconocer p or el
espíritu com o verdades objetivam ente füñdadas en
la realidad? D arw in es .infinitamente sim pático, y
nadie dirá lo contrarió. E s, fuera de dudas, un
sabio de categoría m uy digno de respeto; pero es
inevitable experim entar cierta diversión cuando se
siguen, palabra tras palabra, los artificios a que re­
curre a veces, y de los cuales es él la primera víc­
tima. Cada uno puede descubrirlos por sí m ism o
de pasada en una frase com o ésta, también del ci­
tado capítulo I V :

«E n lá selección m eíódicam énte practicada


por el hom bre, el criador selecciona con vis­
tas a un objeto definido, y los cruces, al pro-
ducirse librem ente, dan fin com pletam ente a
su trabajo. P ero cuando un gran número de
hambres, sin intendón de alterar la raza, con­
sideran en común como positivo cierto tipo,
de perfección y se esfuerzan'iodos por o b te-;V ;
ner los m ejores animales para criar con ellos
o tros; no cabe duda de que resultará una
gran m ejora y m odificación, de m odo seguro
pero len to, de ese proceso inconsciente de
selección, dejando apárte gran cantidad de
cruces con animales inferiores.»

¿Q uién n o ve aquí que Darwin m onta una de­


coración conveniente para su pieza? Se parte de
un gran núm ero de hom bres para asegurar la irm
personalidad del acontecim iento; estos hom bres
actúan, com o la naturaleza, sin intención de m e­
jorar la raza; p or otra parte, tienen, de m odo es­
pontáneo, un m ism o ideal de la raza a producir
para guiar sus operaciones, y puesto que esta raza
será el resultado de un concurso de esfuerzos es­
pontáneam ente acordad os,. será un produ cto tan
natural com o los de la selección natural; y, final­
m ente, inconsciente com o el de la naturaleza, tod o
éste proceso abocará, com o el suyo, a la form a­
ción de una especie más perfecta que aquella a la
que sustituye. Gom o si él m ism o procediera a un
cruce conceptual de gran habilidad, atribuye al arte
la inconsciencia de la naturaleza para poder atribuir
a la naturaleza una polity tan lúcida com o la del
arte. Las palabras son del m ism o Dar’w in : nature...
in its p olity; the polity o f nature; the natural po­
lity; ¿ es acaso éste el lenguaje de la ciencia? ¿P ero
cuánto hay de saber científico en el .pensam iento
m ás: exigente en materia de ciencia? En lugar de
intentar hacernos tom ar por certezas científicas el
largo tren de ensoñaciones a que se entrega su
im aginación, los científicos nos harían el m ayor
servicio advirtiéndonos cada vez, con la m ayor pre­
cisión posible, cuál es el punto en que su pen­
sam iento, im paciente p or los rigores de la prueba,
se concede el placer de imaginar inteligentem ente
lo que n o espera llegar a saber. P ero quizá haya
que imaginar dem asiado para saber un p oco.
A cción menor,, principio de, B iofilosofíaj 19; no una teo­
.297-298. logía, 271.
Acom odación y . aclimata­ Biología, irreductible a la
ción, 177. física, 247, 262; campo
Adaptación, cuestión temi­ científico especial,-. 296;
ble, 114; su belleza, 19Ó; sus condiciones, 247; cam­
y finalidad, 191, 229; en p o de la evolución, 292-
Spencer, 151; Lamarck, ' 294.
107-109; D arw in, 60, 174, Biomatemática y fisicomate­
219; Paley, 242. mática, 263-264.
A D N , nacido del azar, 290-
293.
Anti-suerte, Anti-azar, 295, Cadáver, 43.
296. Causas f indes, 64, 207-209,
A ntropom orfism o y finali­ 296 y fin, 26.
dad, 28-30; y matemáti-! Causa última, 296.
ca, 299; en la naturaleza Causa formal, .261,
y en el arte, 2 8 ; antropo­ Causa material, 43-45.
m orfism o bueno y m alo, Ciencia y filosofía, 47-50.
221-223. Cientismo, 19, 42,. 223, 290-
A rte y naturaleza, 221, 281. 294.
Azar, 33 = e im probabili­ Clasificación y fijism o, 87,
dad, 199, 288; simple ca­ 90, 103.
rencia- ca u sa l, 290-293, Clasificadores, 104.
295; concebido com o, una Cóm o y "Por qué, 192, 278.
donación, 295-296. Conocim iento. Precede a la
acción, 42-45.
Constantes, 20, 24, 94, 95,
Belleza y verdad, 5 6 4 1 ,189- 227, 237, 241, 252, 253,
192; y finalidad, 49-50, 261, 268, 269-303.
61; pulchrum index veri, Creación, 266; Creaciones
61, 189-192; y finalidad, particulares, 84, 87-89,
190. . 102, 304 (3 ), 317, 323-
325; o M odificación, 141; su padre, 163-165; en
perfecta desde un princi­ Spencer y Bergson, 165,
p io, 81, 82. 211-213; desconocido por
Darwin, 124-126; 127-
128; escapa a la demos­
Darwinismo, distinto d e tración y a observación,
evolucionism o, 146, 152, 205-206.
165; y transform ism o, Explicación. N o es prueba,
121-123. 222 .
Degeneración, 90, 95.
Descenso y transformación,
165. Familias, 95-97.
Diluvio, 131. Fijismo, 79, en Tomás de
Domesticación y transformis­ A quino, 80; en Descartes,
m o, 133, 174-177, 329. 83; en iio n e o , 84, 88;
303 (1 ), 304 (4 ); de Buf­
fon , 88-97; de Agassiz,
Epigénesis, 119. 176.
Especie, n o c ió n filosófica Filosofía, n ò es revoluciona­
más que científica, 90, 95, ria, 20; y ciencia en Aris­
103-104, 312-316, 317; los tóteles, 25-27, 47-49; en
universales, 91-94; no Darwin, 309-311; fines
existe' en la naturaleza, prácticos, 54-55.
100, 109, 186-188, 265, Finn 26; primera de las cau­
316-320; esterilidad, 95, sas, 34-35;. inmanente al
320-322; utilidad de la viviente, 4 6 4 7 ; su no­
noción, 94. ción, 208, 230, 279-28Í;
Evolución, palabra, extraña 285; Su oscuridad, 35,
al vocabulario personal de 46, 67-68. '
D a rw in , 115-117, 123, Finalidad y teología, 21, 51,
127, 150; y de Lamarck, 66, 271-272; unido a la
115; y de W allace, 125- form a, 229; en la natura­
127; y de la ciencia pro­ leza y en el arte, 34-35,
piamente dicha, 202, 205; 38-40, 220-221, 231; com o
Darwin dice que anterior­ hecho, 35-37, 50, 69, 272;
mente había hablado ya 278, 288, 293-294, 2 9 £
de ello, 137; noción atri­ 300; com o problem a, 71-
buida a Darwin, 165-170; 73, 78, 288; e intelecto,
su proposición fundamen­ 40, 41, 46, 221, procede
tal, 210; filosofía de la por grados, 221; excluida,
evolución, 81-84, 195: 198, por el cieñtism o, 41, 75-
200-206, 210, 213,' 214, .7 7 ; mantenido por-sabios,
215; en Bergson, 215218. 195, 198, 286, 297^298;
Evolucionismo, te o ló g i co, retrasa da búsqueda cien­
118; de Descartes, 82-84; tífica, 65-68;-com o ley del
de Bonet, 119-122; atri­ éspíritu, 77, 199; n o se
buido por Fr. Darwin a deja reconstruir, 279-280.
Finálismo, definición, 295; Impostura y cientismo, 41-
radical, 218; un mecanis­ 43.
m o en sentido contrario, Individualidad, p ro p ie d a d
218, 225-227; mecanismo, del organismo, 224, 265.
238; y vitalism o, 269-271; Inmaterialidad v realidad,
biológico, 286-288; más 279-281.
m oderno que el mecanis­ Inteligencia y vida; 228-234,
m o, 31-33; en Claude creadora, 235.
Bernard, 73-78; en La­
m arck, 110, 2 8 2 ; en
B e r g s o n y Aristóteles, Lamarckismo, 98-115, 134,
222; en M aupertuis, 297- 135, 167.
298; Cuénot, 21, 288, Lenguaje y finalidad, 300.
299; Fr. Jacob, 300; J. Lucha por la existencia, en
. M onod, 291; y teleológi- Maíthus, 171, 177-186;
co en Q aude Bernard. 322; en Paley, 180; en
286; y teología, 19, 270- Darwin, 170, 171, 184-
272, 296. 186, 322.
Finalistas, a u to riza d o s a
pensar a su m odo, 49; fi­
losofía finalista, 296. Matematismo y antropomor­
Forma sustancial, 51-53, 62, fismo, 299.
230, 261-262, 281; inven­ Mecanismo, M ecan icism o,
tora, 230; latente en la 31, 51-53, 70-72; de De-
naturaleza, 285-287. m ócrito, 43-45; y finali­
Formal. Relación con lo ma­ dad, 276-279; r a d ic a l,
terial, 37, 45, 69. 209-212, 217; requerido
para todo finálismo, 238-
243; y homogeneidad, de
Gravitación y e v o lu c ió n , los elementos, 248-251;
146, 159, 292. origen improbable del vi­
viente, 258.
Hibridi'smo y esterilidad, 95, M onos dactilografíeos, 268.
320. M uerto, 290- 295-296.
H om bre, en el vértice de
• los organismos, 2 6 6 ;' su Naturaleza, 93, 220-222; y
estabilidad de estructura,
arte, 34-35, 278.
223.
Naturalización y aclimata­
Hom ogeneidad y H eteroge­
ción, 177.
neidad, 25, 27-33, ' 68,
248-250, 256-258, 264,
272; y m ovim iento, 274; O jo, 129, 196-197.
y vida, 288. Optimismo y finalidad, 215.
Orgánico, su im probabili­
Imaginación, de ideas, 234- dad, 256-258, 262-264;
236. especie de materia a par­
te, 259; orden distinto, Teleonómía, 198. *
273. Teodicea. 270-272.
Organísmico, 259. * • Teología y Darwinismo, 1Í6
Organismo, 74-76, 259. 127-132, 135,: 136, 139,
Órganos y utillaje, 275-276, 141, 172, 182, 196, 325-
293-294.
.3 2 8 ; finalista, 238, 296;
Origen.de las especies, 312,
y m etafísica, 278, 299.
315, 316.
Teología sin causas finales,
. 193-197, 283-285.
Población, principio de, 177-.
Transformismo, defin ición ,
185.
Protoplasmo. N o es un ser, 101; y unicidad de la es­
pecie, 96; de Lamarck,
75.
Pudor objetivo, para escon­ •99-102, 104-112; de Dar­
der esta finalidad que no win, 121, 141, 174; o
se sabría ver, 198. ^creación, 141; jamás ob­
Pulcbrum índex veri, 61. servado, 205, 222.

Razones semindes, 118.


Reduccionismo, 247* 273, Universales y problem a de
la especie, 262.
286.
• Reloj de Voltaire y reloj de Utilidad y ciencia, 62-64.
Paley, 239.

Variaciones espontáneas,
Sabiduría y ciencia, 47-49. Í88 ; orígenes verdaderos
Selección natural, 115, 121, de las especies, 186.
126, 139, 164; artificial e
inconsciente, 3 3 0 -3 3 8 ; Variedad y fertilidad, 320.
im probable, 2 8 8 , 2 9 2 ; Vida, vitalism o, 45, 73, 225,
nunca observada todavía, 287; y finalismo, 269-
223. 270; y mecanismo, 253-
Sentido común y filosofía 255; d e Bergson, 227,
tradicional, 252. 231-233; de Elsässer, 238-
Supervivencia de los más 240; orgánico e inorgáni­
aptos, 123. co, 250-252; y genio, 228;
. Sustancia aristotélica, 51-53. rechazado, 300.
Adán, 82. Bianconi, 220.
A dler M . J., 115. Boecio, 94.
Agassiz L ., 175, 309. Bois-Reymon du, 210.
Agustín San, 53, 81, Í18. Bonnet de Gihebra Ch., 119,
Alain de Lille, 93. 120, 121, 122, 184, 241,
Am yot J., 53. 285.
Airgyll, duque de, 200, 201. Bossuet B., 178.
Aristóteles, 23-50, 51, 53, Boutroux É m ., 254.
57-62, 68, 69, 70, 79, 84, Broglie L. de, 288.
90, 91, 92, 94, 95, 100, Broom R ., 288.
110, 119, 189, 191, 217, Brunelle L ., 291, 334.
219, 226, 231, 237, 238, Brunschvicg Léon, 219.
243, 253, 258, 260, 261, Buenaventura San, 118.
267, 268, 269, 272, 274, Buffon, 89, 90, 91, 93-97,
275, 279, 280, 281, 285, ,9 9 , Ï02, 103, 109, 149,
286, 287, 295, 298, 299, 174, 175-, 186, 216, 242.
301. 313, 316, 317.
Arquím edes, ■53, 54. Buker S., 187.
Ávicena, 286.

Candolle Aug. de, 177.


Bacon, 52, 56, 58, 62-67, Canguilhem G ., 73, 128,
70-72. 254, 256, 259, 275, 276.
Barlow N ora, 157. Cannon W . P ., 173.
Baudelaire Ch., 235. Carus, 98.
Bergson H , 174, 207-235. Caullery M ., 191.
255, 279, 282-286. . Cazelles E ., 156.
B erna«! C l., 21, 42, 73-77, Cobbett W ., 178.
208, 223, 251, 253, 262, Comte A ., 68, 254, 273.
269, 270, 293, 336. . Condorcet, 215. *
Bernardin de Saint-Pierre, Conklin, 288.
66, 242, 293. Coipémico, 147.
Bohr N iels, 246, 247, 251. Cournot, 115.
Cuénot Lucien, 21, 51, 66, Empedocles M ., 32, 84, 209,
94, 191, 197, 288, 294- 237, 238, 253.
297, 299. Errera Léo, 288.
Cuvier, 107, 108, 109, 141, Eva, 82.
324.
Farrington Benj., 124, 130.
Feehner, 241.
Chateaubriand A . de, 291.

Gagnebin, 288.
Dallas W . S;, 115. Galiano, 211.
Daniel, 334. Gavin de Beer, 177.
Daniels G ., 197. G eoffroy Saint-Hilaire Isid.,
Darwin Ch., 39, 61, .83, 84, 175.
90, 95, 97, 98, 100, 102, Goethe, 98.
114, 115-119, 122-177, Goudge T . A ., 78.
182-201, 204, 205, 210, Gouhier H ., 207.
212-216, 220, 221, 223, Graham W ., 199.
225, 239, 241, 242, 270, Grassé Piêrre-P., 206, 287.
282, 283, 291, 293-295, Gray Asa, 140, 141, 142,
- 308-338. 194, 195, 309.
Darwin Francis, 141,. 142, Gréene John C ., 290.
157, 159, 163, 164, 165- Grmek M . D ., 284.
171, 196, 197, 200. G ronovio J. E ., 307.
Daudin H ., 120. Guye, 288.
Delacroix E ., 40. Guyénot E ., 291.
D em ocrito, 43, 63.
-Descartes,' 31, 49, 52, 54, Haeckel E., 169.
55, 56, 58, 61, 62, 67, 70,
Harvey W ., 119, 121.
. 71, 80-84, 88, 158, 169, HeracHto, 59, 293.
250, 261, 274, 281, 282, Himmelfarb Gertrud, 123,
297. 125, 159, 166, 178, 180,
D iderot, 98.
187.
Dieterlen P ., 41.
H itler A d., 294.
Dirac P . A . M ., 60. Hoaghland H udson, 224.
Dobshansky.. T h e o d o s iu s ,
H ooker J., 126,. 127, 173,
2 9 3 ...“' . v . • 174, 176, 187,
D ilips, R ., 224, 225..
Hume, 68.
I>d;;Bps Ch., 235.
Hutchins R . M ., 115. •
H uxley J., 289, 290, 295.
H uxley T . H .j 121,130, 131,
Einstein A ., 280, 294. 168, 195, 196, 197, 210,
Eiseley Loren, 1 2 4 ,1 6 1 ,1 6 3 . 282, 309.
Elsässer W . M ., 244, ,245,
247, 248, 250, 253, 258,
260, 264, 267. Ionesco Eug., 192.
/
Jacob Fr., 202, 300. M alpighi, 121.
Janet Paul, 207, 208, 209, Malthus T ., .170, 171, 172,
229. 177-186, 322:.
Jenofonte, 19. Mansion A ., 38.
Juan San, 53. Marcelus, 53.
M aria, 53, 55.
Marta, 53, 55-
Kant Im ., 77, 116, 198, 199. Martins Ch., 98, 314, 325.
M ateo, 53.
Maupertuis de, 297, 298.
La Bruyère, 292. M ersenne M ., 70.
Lagrange Louis de, 60. M itchourino, 334.
Lalande A ., 279. M oisés, 130, 324.
Lamarck, 98-115, 124, 129, M onod J., 197, 247, 248,
134, 144, 152, 162, 174, 268, 291, 295, 296.
186, 189, 205, 212-215, Mozart W . A ., 40.
242, 270, 282, 283, 285,
3 i4 , 316, 317, 325, 334.
La M ettrie, 210, 282. Nageotte, 256.
Langan T ., 52. N ewton A ., 184.
Laplace, 210, 217, 218. N ewton L ., 71, 72, 146,
Lawson Is., 307. 147, 158, 163.
Le B lond, 25. Nietzsche Fr., 116.
Lecom te du N ouy, 288.
Leibnitz, 1 2 1 ,1 5 8 , 215, 218,
Oken, 98.
250, 297, 298. Owens J., 35.
Lem oine P ., 114, 202, 203,
205, 269, 270, 286, 287.
Lenoble, 70. Paley W ., 129, 130, 180
Lepechinskaia O ., 256. 239-242..
Lem er M . P ., 38. Pascal Bl., 250, 267.
Lewis D . S;, 17. Peck A . L., 25.
Limoges C., 172, 173, 177, Peckham M orse, 115.
185, 192, 334. Perrier Edm., 95, 97.
Linneo, 84, 87, 94, 102, Piveteau J., 89, 91.
103, 203, 317, 327. Platón, 19, 45, 53, 94.
Lippman, 288. Plotino, 53, 227.
Loewenberg R . J., 197. Plutarco, 53, 55.
Lotze, 251. PJenant, 291.
Louis P ., 25. Pritchard, 175.
LyeU Ch., 126, 141, 153,
175, 222, 309.
Rabelais, 286.
Ramsbottom J., 124.
Maistre J. de, 235. Ravaisson J., 229, 230.
Malebranche M ., 68, 118, Richet Ch., 192, 288.
121, 133. Robinet A ., 207.
Romains T., 116. Steffens, 98.
Rostand Jean, 78, 100, 114,i Suárez Ft., 130.
115, 205, 206, 287. Sully James, 168, 170.

Sainte-Beuve, -294. Teilhard de Chardin, 192.


Salisbury Lord, 143, 144, Tomâs de A quino, 53, 68,
147, 164, 167, 213. "72, 80, 81, 220, 229, 326;
Savioz R ., 120. 328.
Séaîiles G ., 229. '
Serres M ., 121. V em et M .,.2 2 3 , 245.
SertiUanges M . D ., 324. Viafletoû, 202. -
Shakespeare W., 267, 268. Voltaïre, 82, 239, 296.
Simon P . H ., 288.
Simon R-, 173.
Simpson G . G ., 292, 295. W allace A . R ., 126428, 151,
Sdcrates, 19. 132, Ï34, 169, 295, 309.
Spencer H erbert, 100, 124, W ells A . G :, 287. .
135, .136,. 142-170, 174, W hitehead-A . N ., 60.
188, .2 0 1 , 203, 211-216, W ilson E . B .,‘ 229.
293. W olff E t., 197, -203, '264,
Spinoza, 294- 287.
BIBLIOTECA
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TEMAS NT
1 * Historia y espirita / José Orlandis
2 * Literatura de la Revolución bolchevique / Luka
Brajnovic
3 •• Fe y vida de fe (2.a edición) / Pedro Rodríguez
4 •• Las políticas demográficas / Manuel Ferrer, Ana
María Navarro y Alban D’Entremont
5 *• Diálogos sobre el amor y el matrimonio (2.a*edi­
ción) / Javier Hervada
6 * Represión y libertad / Rafael Gómez Pérez
7 * La crisis de la energía / Juan Manuel Elorduy y
Mario Alvarez-Garcillán
8 é A los católicos de Holanda, a todos / Cornelia J. de
Vogel
9 * Manual sobre el aborto / Dr. J.C. Willke y esposa
10 ° El Fuero: pasado, presente, futuro / Jaime Ignacio
del Burgo
11 * Progresismo y liberación / José Luis Illanes y
Pedro Rodríguez
12 ** La ciencia en la vida del hombre / Enrique Gutié­
rrez Ríos
13 •• La aventara de existir / Juan José Rodríguez
Rosado
14 * Política y cambio social / Leandro Benavides
15 •••* Introducción a la economía (2.a edición) / Fran­
cisco Errasti
16 *a Papeles sobre la «nueva novela» española / Manuel
García Viñó
17 • El sueño y sus trastornos / Luis María Gonzalo
18 ••• La poesía personal de Leopoldo Panero / César
Aller
19 La aventura de*la teología progresista / Comelio
Fabro
El cine de los años 70 / José María Caparros Lera
" G ran des in terpretacion es de la h istoria (2 .a ed i­
c ió n ) / L u is S u árez
22 * L ib erta d en la socied a d d em ocrática / J .C . Lam -
berti
23 0 L a últim a edad / D ie g o D íaz D om ín gu ez
24 ’* H ablan d o de la relatividad / J .L . S yn ge
25 ' En m em oria de M on s. Josem aría E scrivá de Bala-
gu er (2 .a e d ició n ) / A lv a ro d el P o rtillo , F ra n cisco
P o n z y G o n z a lo H erran z
26 9 P erson alidad y ce re b ro / Juan Jim én ez V argas
27 9 L a en cru cija d a econ óm ica actual / F ra n cisco D o ­
m ín gu ez del B río
28 9 0 El vu elco d e la tierra / Juan B on et B eltrán
29 9 * A cceso al M erca d o C om ún / E d ició n dirigida p o r
B a rto R o ig y V íc to r P ou
30 9 9 D e A ristóteles a D arw in (y vuelta) (2 .a e d ició n ) /
E tien n e G ilson
31 * G ram scii. E l com u n ism o latino / R afael G óm ez
P érez
32 99 D iv o rcio (2 .a e d ició n ) / V a rios
33 99 E l len gu aje del cu erp o (T om o I) I. E d m on d B arbo-
tin
34 •• 9 El len gu aje del cu erp o (T om o II , Las relacion es
in terperson ales) / E d m on d B arbotin
35 99 9 ¿P o r qu é cre e r? (2 .a e d ició n ) / San A gu stín
36 °9 En torn o a C ervantes / G u illerm o D íaz-P laja
37 99 9 In terp reta ción y análisis del arte actual / V arios
38 •• 9 D ios en la poesía española de posgu erra / M anuel
J osé R od ríg u ez
39 09 De F reud a F rankl / E u gen io F izzotti
40 9 C u rso de in icia ción al m arxism o (4 leccion es) /
T .J . B la k ely y J .G . C olb ert
41 *9 L os h erejes de M arx / M an fred S p iek er
42 9 D iá log o m arxism o-cristian ism o / M an fred S p iek er
43 9 C reación y m isterio / P ascu al Jordán
44 *9 A n alítica d e la sexualidad / V a rios
45 *9 El enigm a del h om b re / M anuel G uerra
46 "9 N ew m an. El cam in o hacia la fe (2 .a e d ició n ) / José
M orales
• L a fe d e la Iglesia (3 .a e d ició n ) / T e x to s d el C ard.
K a ro l W ojty la
48 ** R etos actuales de la revolu ción industrial / Fran­
c is c o E rrasti
49 ’* A gonía de la sociedad opulenta / A ugusto del N o ce
50 *** C rítica de las utopías políticas / R ob ert Spaém ann
E n p re p a ra ció n :
Santo T om ás d e A qu in o (2 tom os) / Jam es A .
W eish eip l
P roblem as y perspectivas de la C om unidad E u ro­
pea / P edin i y B ranchi

NT ARTE
1 ** El ám bito del h om bre / L u is B o ro b io

N T CIENCIAS E X P E R IM E N T A L E S
1 •*°* Plantas y anim ales d e España y E u ropa (2 .a ed i­
c ió n ) / H arry G arm s (800 p ta s.)
2 In trod u cción a la estadística. (T om o I) / M . J.
M o ro n e y (650 p ta s.)
3 In tro d u cció n a la estadística. (T om o II) /M .J . M o ­
ro n e y (650 p ta s.)
E n p re p a ra ció n :
H istoria de las m atem áticas / Jam es F . S co tt

N T C IE N C IA S S O C IA L E S
1 •• In trodu cción a la sociología / A n ton io L u cas M arín
N T E D U C A C IO N
1 * R ea liza ción person al en el tra b a jo / O liv e ro s F .
O tero
2 * L a ed u cación , com o rebeldía I O liv e ro s F . O tero
3 " Los adolescen tes y sus. problem as (2 .a e d ició n ) /
G era rd o C ástillo
4 *° L as posibilid ad es del am or con yu gal (2 .a e d ició n ) /
R o d rig o S a n ch o
5 "° L a ed u cación d e las virtu des hum anas (3 .a ed i­
c ió n ) / D a v id Isa a cs
6 ** E l tiem p o lib re de los h ijos / José L u is V a rea y
Javier d e A lb a
7 * A u ton om ía y au toridad en la fam ilia (3 .a e d ició n ) /
O liv e ro s F . O te ro
8 * Sugerencias para una ed u cación cristiana / L u ­
cia n o G ó m e z A n tón
E n p re p a ra ció n :
L a ed u ca ción de las virtu des hum anas (II) / D avid
Isa a cs
N T F IL O S O F IA
1 * In trod u cción a la an trop olog ía filo só fica I J osé
M igu el Ib á ñ e z L a n g lois
2 #* L a su p resión del p u d o r y otros ensayos / Jacin to
C h oza
E n p re p a ra ció n :
E tica cien tífica y cien cia ética / S tan ley L . Jaki
N T H IS T O R IA
1 L a C on stitu ción de la II R ep ú blica / F ern a n d o d e
M eer
En p re p a ra ció n :
H istoria de las religion es (3 tom os) / M an u el G u e­
rra

N T L IT E R A T U R A
1 *" In trod u cción a la literatu ra / J o sé M igu el Ib á ñ ez
L a n g lois

N T M E D IC IN A
1 ■* A b o rto y con tracep tivos (2 .a e d ició n ) / J. Jim én ez
V argas y G . L ó p e z G arcía
N T R E L IG IO N
1 * ¿Q u é es ser ca tó lico ? / J osé O rlandis
2 ** R azón d e 'ia -e sp e ra n z a / G o n z a lo R ed o n d o
3 *• Juan P a b lo I . L os textos de su p on tifica d o / A lb in o
L u cian i
4 * La fe y la form a ción intelectual / T om ás A lvira y
T om á s M elen d o
5 •** Santa M aría en las literaturas hispánicas / Lau-
ren tin o M .a H errán
6 * V Juan P a b lo II a los un iversitarios
En p rep a ra ción :
Juan P a b lo II a los m atrim onios
N T V A R IO S
1 E l ángel de la arqu itectu ra / L u is B o ro b io

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