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2.

Una orientación familiar

Hay una cantidad de jóvenes que se conducen en forma desacos­


tumbrada y extravagante, atemorizando a quienes los rodean con su
conducta asocial e impredecible. Hablan con interlocutores imagina­
rios, o presa de la agitación realizan actos en apariencia ajenos a su
voluntad, o vagabundean por todas partes o desperdician su vida con­
sumiendo drogas y bebidas alcohólicas, o perpetran delitos absurdos,
como el hurto de objetos que no necesitan. Típicamente, la conduc­
ta de estos jóvenes se sitúa en uno de los dos extremos: o bien cau­
san tumultos y violencias, o bien se muestran apáticos e impotentes
y no saben valerse por sí mismos. En cualquiera de estos dos casos
extremos provocan la intervención, en la vida de su familia, de agen­
tes de la comunidad que velan por el control social. Lo característico
de estos jóvenes es que son unos fracasados: no subvienen a sus nece­
sidades económicas, no logran terminar con éxito sus estudios o pre­
pararse para una carrera profesional, no entablan relaciones íntimas
con otros jóvenes para así cimentar una base social normal fuera de
su familia. Sea que procedan en forma francamente agresiva o que
enmudezcan en su retraimiento, todos estos jóvenes tienen en común
su fracaso en desarrollar una vida normal.
Por lo general, no es difícil establecer quiénes pertenecen a esta
clase de jóvenes fracasados y quiénes no. No es que se aparten mera­
mente de ciertas normas populares y marchen al compás de un tam­
bor diferente, pero legítimo. Hay jóvenes sin dinero o rechazados
por la comunidad a causa de su adhesión a una secta política que no
goza del favor general, o por su condición de artistas distintos al co­
mún de la gente, o por ser rebeldes de algún otro tipo; pero ninguno
de ellos es un fracasado. Pertenecen a esta clase los jóvenes que pro­
ceden ineficazmente hagan lo que hagan, y por promisorias que sean
sus aptitudes potenciales. Fracasan en su vida laboral, y su familia no
tiene más remedio que seguir involucrada con ellos, aunque sólo sea
para rechazarlos permanentemente.
Es importante escoger un rótulo apropiado para designar a esta
clase de jóvenes problemáticos, ya que el nombre que se les aplique
puede determinar la forma en que se defina su problema y las medi­
das que se tomen con ellos. Hasta hace pocos años, se solía utilizar
un término médico o psiquiátrico, pero si uno pretende dejar de lado
el encuadre médico y buscar una designación que tome más en cuen­
ta lo social, no es fácil encontrar una apropiada. “Desviados sociales”
es una expresión demasiado amplia y poco rotunda como para hacer
justicia a un ser que tal vez sacrifique su vida en una lóbrega sala de
hospital para enfermos mentales; hablar de un sujeto “perturbado”,
“trastornado” o “problemático” es subestimar también los compor­
tamientos extremos que estos jóvenes manifiestan.
La palabra “loco” tiene una historia desgraciada y algunas conno­
taciones desagradables; su defecto principal es que podría pensarse
que llamar a alguien “loco” es menospreciarlo. No obstante, en esta
obra la emplearemos para rotular a esta clase de jóvenes, pero con la
siguiente salvedad: definiremos un acto “loco” como una manera de
prestar un servicio a los demás, a menudo a expensas de un conside­
rable sacrificio personal. Con esta definición despojamos a la palabra
de toda connotación de menosprecio. Otro término que podría em­
plearse es “excéntrico”: un joven puede por cierto ser un excéntrico
por la forma en que su comportamiento se aparta de lo normal. A
veces, estos jóvenes actúan también de una manera “salvaje”. Podría
pensarse que “excéntrico” es un apelativo harto intrascendente para
una persona que desperdicia su vida en un manicomio, pero tiene la
ventaja de que no implica menosprecio alguno ni categoriza al indivi­
duo, como antes se hacía, de un modo que llevaba a perder toda
esperanza sobre él.

Personas excluidas de esta categoría

Este libro no se ocupa de investigaciones científicas sobre los jó­


venes excéntricos, su naturaleza o su historia. Se centra solamente en
la cuestión práctica de cómo modificar a esos jóvenes. Tampoco ver­
sa sobre todas las personas problemáticas, ya que excluye a los niños
y a las personas de mediana edad o ancianas; abarca desde la adoles­
cencia tardía hasta el final de ¡a segunda década de la vida, vale decir,
la edad en que los jóvenes se emancipan de su hogar. La obra se ocu­
pa de las personas que se encuentran en esta etapa de la vida familiar.
Aquí hablaremos, pues, de jóvenes cuyas dificultades reconocen
como origen la inestabilidad de su familia. Para evitar polémicas,
concederemos de entrada que existen, sin duda, cierto número de
excéntricos cuyas dificultades no son causadas por su familia. Hay
jóvenes con tumores cerebrales no diagnosticados o que han sufrido
una lesión irreversible por el uso legal o ilegal de ciertas drogas. Otros
padecen algún tipo de retardo mental o alguna enfermedad orgánica
no descubierta que genera su extraña conducta; o han sido marcados
en forma indeleble por la pobreza, los malos tratos, los abandonos
frecuentes, las numerosas internaciones hospitalarias o el hecho de
haber sido criados en hogares adoptivos. El enfoque terapéutico que
aquí describiremos sólo es parcialmente eficaz con esos jóvenes.
Nuestros sujetos son los jóvenes “locos” más corrientes, los que
pueblan las salas psiquiátricas, los reformatorios y los centros para
rehabilitación de drogadictos. y los que causan trastornos en la

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comunidad a la que pertenecen por obra de su excéntrico proceder.
Frente a un joven loco, la primera premisa del terapeuta ha de ser
que él responde adaptativamente a una situación social loca; la segun­
da, que tiene la capacidad potencial de convertirse en una persona
normal. Muy de vez en cuando, le tocará un caso excepcional, por
ejemplo un problema orgánico irremediable; pero esto es lo bastante
infrecuente como para que sólo lo tenga en cuenta como última hi­
pótesis. No es raro que el terapeuta sea llevado a pensar equivoca­
damente que el joven problemático no es expresión de un problema
familiar; la habilidad del joven excéntrico radica en parte en persua­
dir a los especialistas de que tiene algún defecto orgánico o una tara
congènita. También hay que tener en cuenta que uno de los objeti­
vos de la terapia es ampliar al máximo las posibilidades de una perso­
na, de modo que aun las que sufren alguna afección orgánica pueden
beneficiarse con una terapia de orientación familiar. Es común ver a
jóvenes retardados que, si bien padecen una lesión orgánica, esta no
es tan extrema que obligue a los padres a abotonarles la camisa y
mantenerlos siempre dentro de la casa. Existan o no dolencias orgá­
nicas, una conducta menoscabada hasta ese punto cumple una fun­
ción en la familia.

La imposibilidad de desengancharse de la familia

En una época la teoría rezaba que si un joven se comportaba en


forma extravagante cuando lograba algún éxito, ello se debía a su
frágil naturaleza y a su incapacidad para tolerar las responsabilidades.
También se postulaba que el joven arrastraba, tal vez desde su infan­
cia, un temor interior, y que enfrentado a una situación de autosufi­
ciencia y autonomía, se aterrorizaba. Se estimaba que el fracaso era
provocado por su angustia interior. Esa explicación era la única a la
que se podía recurrir, dada la hipótesis de que las causas estaban den­
tro del individuo y no en su contexto social, que no era objeto de
observación. En la década del cincuenta, cuando comenzó a reunirse
a familias y a observarlas con una concepción sistemática, se advirtió
que la conducta extravagante del joven podía describirse como una
respuesta adaptativa a la peculiar comunicación existente en el seno
de su familia. Por vez primera se sugirió que los procesos de pensa­
miento y la angustia interior de una persona eran respuestas ante el
tipo de sistema de comunicación en que estaba inserta: si la gente se
comunica de manera anómala, sus procesos de pensamiento terminan
siendo anómalos.
Al proseguir la observación de familias, se notó que la gente se
comunica de manera anómala como respuesta a una estructura orga-
nizacional de tipo anómalo. Una particular organización da origen a
una particular conducta comunicativa, que a su vez da origen a pecu­
liares procesos interiores de pensamiento.

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En la actualidad, cuando los clínicos e investigadores se hallan an­
te un joven de conducta extravagante, tienden a conceptualizar el
problema de otro modo:

1. Ciertos clínicos presuponen que la cuestión radica en los pecu­


liares procesos de pensamiento de ese joven, los cuales provocan una
conducta comunicativa peculiar tal que el joven entabla relaciones
que conforman una organización anómala. La terapia se centra en
la modificación del pensamiento perturbado y de las percepciones
falsas.
2. Otros clínicos presumen que lo que provoca la conducta e ideas
extravagantes del joven problemático es la conducta comunicativa,
perturbada y anómala, de quienes conviven con él. Por consiguiente,
orientan sus empeños terapéuticos a elucidar y cambiar la comunica­
ción entre los parientes íntimos.
3. Hay, en fin, clínicos que parten de la base de que el problema
reside en el funcionamiento anómalo de la organización, la cual de­
manda una conducta comunicativa peculiar, y por ende, procesos de
pensamiento peculiares.

Nuestra propuesta es que la intervención terapéutica tendrá máxi­


ma eficacia si apunta a la estructura organizacional básica, cambiada
la cual cambian también todos los otros factores. Y el terapeuta que
piensa en términos organizacionales no puede, de hecho, dejar de
considerarse parte integrante de esa organización familiar. Si conver­
sa con un joven acerca de sus procesos de pensamiento, lo hace en su
calidad de extraño a la familia, y la organización familiar posee reglas
que indican cómo tratar a los extraños. Si procura aclarar la comuni­
cación de la familia, por ese solo hecho se convierte en una figura de
autoridad dentro de la jerarquía de esta. Si soslaya la situación en
que se encuentra la organización, puede caer en intervenciones inge­
nuas que impidan todo cambio o empeoren las cosas. La familia
aprovechará la ingenuidad del clínico para estabilizarse y eludir el
cambio.
La importancia de la situación social ha sido desestimada en el
campo de la clínica por varias razones. Una de ellas es que durante
siglos se puso el acento en el carácter y la personalidad del individuo,
y se consideró que la labor científica consistía en clasificar en tipos a
los individuos, no a las situaciones sociales. Otra es que las institucio­
nes culturales se fundan en la idea de que el individuo es la unidad
responsable; considerar a la situación social como el agente causal
habría llevado a encarcelar u hospitalizar, no a los presuntos indivi­
duos responsables, sino a sus familiares y amigos. Muchas son las fa­
cetas de la cultura que se basan en este hecho, o más bien en este
mito, de que el individuo es una unidad.
Hasta que surgió el concepto de sistema no existía una teoría ade­
cuada de las situaciones sociales. Describir una conducta que se reite-

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ra una y otra vez, creando así una estructura organizacional de res­
puestas habituales, es una nueva manera de reflexionar sobre la gen­
te. A muchos les resulta difícil captar (no hablemos de tomarlo co­
mo algo incuestionable) el concepto de un sistema autocorrectivo de
relaciones personales; es más sencillo decir que una determinada per­
sona causó cierta dificultad, que concebir a esta última como un pa­
so o etapa de un ciclo repetitivo en el que todos intervienen.
Otro obstáculo para aceptar la situación social como unidad es,
simplemente, que la gente vive en situaciones sociales, y entonces las
da por sentadas y no se detiene a examinarlas. Las situaciones ordi­
narias, como las diversas etapas de la vida de una familia, eran tan
obvias que no se las estimaba tema digno de preocupación científica.
Todos sabían que hay una etapa de la vida familiar en que los jóve­
nes se emancipan del hogar y no le asignaban importancia, así que
nadie advirtió la conjunción entre el mal funcionamiento de las per-'
sonas y esa época de la vida. Hoy estamos comprobando que, en
cualquier organización, la época de mayores cambios sobreviene
cuando alguien se incorpora a ella o la abandona.
Si un joven logra éxito fuera del hogar, no se trata de una mera
cuestión individual. Simultáneamente se estará desligando de su fa­
milia, y esto puede acarrear consecuencias para la organización ínte­
gra. El éxito o fracaso extrahogareño de un joven forma parte inex­
tricable de la reorganización familiar, ya que se establecen nuevos
ordenamientos jerárquicos y nuevas vías de comunicación.
En el decurso normal de una familia, los jóvenes terminan sus es­
tudios y comienzan a trabajar y a bastarse a sí mismos sin haber deja­
do aún el hogar. A veces deben mudarse si su trabajo así se lo exige.
Cuando ya pueden valerse por sí solos, están en condiciones de casar­
se y de fundar su propio hogar. Por lo común, los padres participan
dando su aprobación al cónyuge elegido y ayudando a sus hijos a
establecer su nuevo domicilio. Si esos hijos tienen hijos a su vez, los
padres, convertidos ahora en abuelos, siguen involucrados, y la fami­
lia va modificando su organización con el correr de los años. En mu­
chos hogares, el hecho de que los hijos se emancipen origina apenas’
una leve perturbación, y para los padres hasta puede ser un alivio que
suelten amarras y los dejen con mayor libertad de hacer tantas cosas
que siempre quisieron hacer.
Si un adolescente o un joven veinteañero empieza a conducirse de
extrañas maneras y a tener un tropiezo tras otro, cabe presumir que
algo funciona mal en esta etapa de emancipación y que las organiza­
ción tiene dificultades, las cuales adoptarán diversas formas según
cuál sea la estructura de aquella. Si en una familia falta el padre, por
ejemplo, es corriente que convivan madre y abuela y críen juntas a
los hijos; cuando estos empiezan a desligarse de ellas, la diada
madre-abuela debe enfrentar una reorganización. Otras veces la
madre es soltera, separada o viuda, y siendo ella y su hijo los únicos
miembros de la organización, la emancipación del hijo representa un

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desquicio fundamental. Si ambos progenitores están vivos, se halla­
rán con que después de funcionar durante muchos años en una
organización pluripersonal, de pronto quedan solos. En ocasiones, su
comunicación se desenvolvió primordialmente a través de uno de los
hijos y el trato mutuo directo les crea grandes dificultades; al irse el
hijo del hogar, tal vez queden incapacitados para seguir funcionando
como una organización viable, y penda la amenaza del divorcio o la
separación. Si bien aquí nos centramos en los problemas de los
vástagos, en esta etapa de la vida pueden aparecer problemas en uno
de los progenitores o en ambos. Muy a menudo la emancipación del
hijo coincide con el divorcio de sus padres de mediana edad o con el
surgimiento de una depresión o algún otro síntoma en uno de ellos,
problema que es una respuesta frente al cambio en la organización.
Puede ocurrir que la dificultad de la familia alcance su apogeo
cuando se emancipa el primer hijo, o sólo cuando lo1 hace el último;
a veces, cuando se va un hijo intermedio con el cual los padres están
especialmente ligados. El problema se plantea en una relación trian­
gular: la que forman los padres con uno de estos hijos que hace de
puente entre ellos; al irse este hijo de la casa, la familia se desestabili­
za, y los padres deben enfrentar aquellas cuestiones que antes, debi­
do a la presencia del hijo, no abordaban. Si el hijo deja de tener un
papel activo en el triángulo, toda la temática conyugal, antes comu­
nicada en función de aquel, debe encararse ahora de un modo diferente.
Si la desligazón del hijo crea reales trastornos a una familia, ha­
bría por cierto una manera de resolverlos y estabilizar la familia:
que el hijo no se vaya; pero cuando los jóvenes ya son veinteañeros,
no sólo su maduración fisiológica sino además las fuerzas sociales de
la comunidad presionan sobre la familia para que lo deje ir. Se pre­
tende que siga estudianto, o que trabaje, y que desarrolle una vida
social fuera de su familia. Por más que permanezca junto a los suyos
durante meses o incluso años, esa expectativa irá en aumento, y a la
postre los padres quedarán solos, frente a frente.

Una solución

Uno de los recursos con que cuenta el joven para estabilizar a la


familia es desarrollar algún problema que lo inhabilite y lo convierta
en un fracaso, de manera que continúe necesitando a sus padres. La
función del fracaso es permitir que los padres se sigan comunicando
a través del joven y por referencia a él, persistiendo la organización
tal cual. Si al joven y a sus padres les es imposible desengancharse, la
estabilidad triangular puede perdurar por muchos años, indepen­
dientemente de la edad del hijo, aunque el problema se haya declara­
do cuando estaba en la edad de la emancipación. El “chico” puede
tener cuarenta años y los padres más de setenta y seguir llevándolo
de médico en médico y de hospital en hospital.

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La estabilización de la familia puede darse de dos modos. Uno de


ellos consiste en que los padres acudan a una institución formal para
que restrinja la libertad de movimientos de su hijo y le impida alean*
zar la independencia y el autovalimiento. Internándolo en un hospi­
tal neuropsiquiátrico o en alguna otra entidad de control social, o
consiguiendo que un médico le administre una fuerte medicación, los
padres mantienen la estabilidad de la familia. La comunidad profe­
sional se troca así en el instrumento de la familia para limitar al hijo
y preservar su estado de desvalimiento. Recuerdo, verbigracia, que
años atrás, cuando la terapia de electrochoque gozaba de más popu­
laridad, era habitual que una madre amenazara a su hija diciéndole
que, si no se conducía como debía, la llevarían al médico para que le
aplicase un tratamiento de choque. Las familias adineradas suelen in­
ternar a sus hijos durante años en instituciones privadas; mientras es­
tán recluidos la familia conserva su estabilidad. Un terapeuta ingenuo
que mantiene charlas con un joven en esas instituciones tal vez crea
que es un agente de cambio, cuando en realidad ha sido contratado
por la familia para estabilizar la organización de modo que no se pro­
duzca cambio alguno. Los padres pueden entonces visitar regular­
mente el establecimiento y seguir ligados a su hijo sin los inconve­
nientes que provoca la vida en común, y sin tener que hacerse cargo
de él.
El otro modo de estabilizar a la familia mediante el fracaso del
hijo consiste en que este se vaya de la casa y malogre su vida vaga­
bundeando por ahí; para seguir cumpliendo su papel de agente esta­
bilizador no tiene más que hacer saber a sus padres con regularidad
que sigue siendo un fracasado. Le bastará con escribirles cada tanto
pidiéndoles dinero, o comunicándoles que está en la cárcel o que se
halla en alguna otra infortunada circunstancia.
Hay situaciones fronterizas, en las que el joven fracasa en un sen­
tido pero no en otro. Tal vez viva contento en una comuna margi­
nada de la sociedad, pero a los ojos de los padres será un fracaso; o
quizá -situación más común en estos tiempos— adhiera a algún culto
religioso esotérico; dentro de este, el hijo puede tener mucho éxito
pidiendo limosna o reclutando nuevos adeptos, pero para los padres
seguirá siendo un fiasco. Estos con frecuencia no sólo se compadece­
rán mutuamente por la mala pasada que les jugó el destino con su
hijo, sino que llegarán incluso a contratar personas para que secues­
tren al hijo y le saquen de la mente todos los programas que le fue­
ron inculcados. El foco sigue estando en el hijo.
Sea que el hijo quede a cargo de una institución elegida por la
familia o por la comunidad, o de una institución buscada por él mis­
mo, los padres lo definen como un fracaso y se comunican en torno
de él como si no hubiera abandonado el hogar. Tal vez se culpen uno
al otro de haber causado el problema o discutan agriamente sobre lo
que aún pueden hacer. El hijo no desaparece de sus planes, como lo
haría si se ganara la vida y tuviera éxito. Tampoco modifican los

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padres su relación mutua, que permanece congelada, como si ellos, lo
mismo que el hijo, fueran incapaces de pasar a la etapa siguiente de la
vida familiar. Sus dificultades mutuas no se resuelven nunca porque,
toda vez que surge algún problema, lo entrometen al hijo igual que si
estuviera junto con ellos en la casa. El padre se quejará, por ejemplo,
de que su esposa hizo algo que lo irritó, pero él no quiso decirle na­
da; al preguntársele por qué no se lo dijo, comentará: “Bueno, sé
que mi mujer está preocupada por nuestro hijo”. La inquietud y pre­
ocupación por el joven impide cualquier cambio en la organización,
ya que el triángulo se mantiene intacto.
La crisis familiar y el fracaso del hijo suelen producirse cuando
este se halla en los últimos tramos de su adolescencia o tiene poco
más de veinte años, pero no es raro que acontezca más adelante. A
veces un hijo que se fue del hogar sufre un colapso y retroceso al
hacer lo propio sus hermanos menores. Una mujer de cerca de cua­
renta años hacía mucho que había abandonado su casa, cuando co­
menzó a conducirse de manera extravagante; sus padres resolvieron
ayudarla disponiendo su internación y planeando su posterior retor­
no al hogar. Esto coincidió con la época en que el hijo menor dejó el
hogar a fin de iniciar sus estudios universitarios. El fracaso de la hija
mayor y su vuelta al hogar posibilitó que la familia continuara orga­
nizada con un hijo en la casa.
Si uno aborda el problema del joven loco orientándose hacia un
cambio organizacional, le resulta evidente que ese cambio no sobre­
vendrá con una hospitalización sino más bien con un comporta­
miento normal en el seno de la comunidad. El cambio terapéutico se
produce entonces más rápidamente si se alienta a la familia para que
presione al hijo a fin de que retome de inmediato actividades norma­
les -vale decir, si se acciona en la familia-.

El ciclo

Puede describirse la situación en términos de un ciclo recurrente.


Cuando el joven alcanza la edad de emanciparse de su familia co­
mienza a tener éxito en su vida estudiantil o laboral, o forja relacio­
nes íntimas fuera del núcleo familiar. En ese momento la familia se
torna inestable, y el joven empieza a manifestar una conducta pertur­
bada y extraña. Si bien todos los parientes parecen trastornados y se
conducen de manera anómala, cuando es el vástago el escogido como
problema su comportamiento resulta más extremo, y los otros fami­
liares se estabilizan y en apariencia reaccionan frente a él. Los pa­
dres, que discrepan acerca de muchas cuestiones, están tan divididos
que ya no pueden manejar al joven, y este empieza a hacerse cargo y
a adquirir poder sobre la familia. Si en su manejo del hijo los padres
parecen coincidir, no es infrecuente que aquel busque apoyo en pa­
rientes más lejanos, como su abuela paterna, para enfrentarlos. A me-

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di da que el sistema más amplio de parentesco entra en pugna con los
padres en lo tocante al joven, ellos se vuelven más incapaces de con­
trolarlo, y se genera una escalada en su conducta. Los padres recu­
rren al auxilio de un especialista, en el caso típico, para que sofrene al
hijo con medicación o medidas de custodia; estas restricciones estabi­
lizan a la familia, pero el conflicto sigue su marcha porque se acusan
uno al otro de lo sucedido. El especialista, en el caso típico, trata
entonces de rescatar al joven creando con él una alianza intergenera­
cional contra los padres, con lo cual mina su autoridad ejecutiva. Es­
ta loca situación se vuelve cíclica si se eliminan las restricciones o co­
acciones impuestas al joven y él recobra su funcionamiento dentro
de la comunidad: bastará que dé unos pocos pasos preliminares para
progresar en sus estudios o en su trabajo, o para formar relaciones
íntimas extrafamiliares, y de nuevo se instaurarán el conflicto y la
inestabilidad. El joven empezará a comportarse de manera excéntri­
ca, la familia afirmará que no puede con él y solicitará el auxilio de
especialistas. El joven será enviado otra vez al lugar de donde había
salido. En esta oportunidad, todo el mundo sabe cuál es el lugar que
le corresponde: la institución donde se lo internó primero. Una vez
allí, se lo trata durante un período y luego vuelve a enviárselo a su
casa. Se recupera la estabilidad, hasta que el joven comienza a avan­
zar en sus estudios o en su trabajo, los padres amenazan separarse,
recurre la inestabilidad y se repite el ciclo.
El objetivo de la terapia aquí propuesta es poner fin a ese ciclo,
lograr que el joven deje atrás su episodio excéntrico y pueda actuar
con éxito fuera de su familia, y esta se reorganice en forma tal que
sea capaz de sobrevivir a ese cambio.

Fracaso de las relaciones íntimas establecidas


fuera de la familia

De ordinario, los jóvenes entablan fuera de su familia relaciones


íntimas que, con el tiempo, se vuelven para ellos más importantes
que las que mantienen en su seno. Se produce una transición desde
la familia de origen a otra nueva. Por lo común, la familia de origen
es la base a partir de la cual uno ensaya diferentes relaciones perso­
nales, hasta que al fin escoge compañero o compañera e inicia una
nueva familia.
Cuando es necesario que el joven permanezca involucrado con sus
parientes directos, se crean procedimientos para impedir que pueda
entablar relaciones íntimas fuera del hogar. Una barrera impenetrable
se levanta en tomo de la familia de origen y el joven no puede tras­
poner esa frontera. Sus tentativas de mezclarse con extraños son abor­
tadas, y a la postre sólo queda mezclado con sus propios familiares.
Lo característico en estas situaciones es que el joven sea incapaz
de forjar amistades externas, se vuelva tímido y retraído, y evite to­

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do contacto con sus pares o sólo se asocie esporádicamente con jóve­
nes perdidos e inestables, etc. A veces, contraerá matrimonio, pero
este será de un tipo especial. En vez de permitirle establecer un nue­
vo hogar, el esposo o esposa es absorbido por la familia de origen.
O sea, ciertos progenitores permitirán que su hijo se case, siempre y
cuando perciban con claridad que su cónyuge no lo alejará de ellos
sino que, por el contrario, se agregará complaciente a la familia. En
esas condiciones, el hijo no se va de su casa.

Fracaso de la familia para modificar


la conducta excéntrica

Cuando la familia no puede hacerse cargo de las dificultades que


surgen en su seno por el problema del joven, pide la ayuda de agentes
de control social. Si los padres amenazan divorciarse o provocarse
algún otro daño mutuo, el hijo generará tanto alboroto en la comuni­
dad que aquellos se verán forzados a ocuparse de la injerencia de esta
última. Su unión frente a la comunidad puede hacer que se estabili­
cen. Es el mismo caso de un país que inicia una guerra con otro
cuando el disenso interno lo pone al borde del desquicio total.
El joven se entregará a una conducta díscola o simplemente per­
manecerá inmóvil y apático, demandando a los padres que no se se­
paren y cuiden de él. Si los hermanos, u otros parientes, insisten en
que los padres hagan algo con ese “vegetal”, la situación se tornará
inestable. O bien un extraño hará un comentario que molestará tanto
a los padres, que de inmediato buscarán una terapia, para poder afir­
mar luego que están haciendo lo que se debe. Si esa terapia se limita
ala custodia en una institución, la administración de drogas o un
tratamiento por insight a largo plazo, la familia recuperará su estabi­
lidad y quizá convenza a los demás de que está haciendo todo lo que
puede, al par que ningún cambio la amenaza.
Los terapeutas se sorprenden a menudo del grado de tolerancia de
los padres frente al comportamiento anómalo y excéntrico de sus hi­
jos. Ejemplo: un joven se quema la palma de las manos con cigarri­
llos y declara ser Cristo; sus padres no dan importancia alguna a su
conducta y dicen que es sólo una “travesura”. Puede haber una gran
disparidad entre el choque que sufre la comunidad ante la conducta
excéntrica y la aceptación con que la acoge la familia; esto se debe a
veces a que la conducta se fue desarrollando gradualmente y fue a-
ceptada en cada una -de las etapas sucesivas, de modo que la etapa
siguiente no pareció nunca tan extrema. En ocasiones la familia su­
fre un verdadero impacto por lo que sucede, pero jamás io admitiría,
ya que implicaría conceder que existe un problema, respecto del cual
ellos piensan que no pueden hacer nada. Si la familia pasa a ser moti­
vo de atención para la comunidad, significa que se le ha pedido a esta
que resuelva la conducta extrema del joven, y que la familia lia sido

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víctima de un cambio tan bruscamente desencadenado que dio por
tierra con su estabilidad anterior.
Esbozamos a continuación una descripción de esta clase de jóve­
nes de acuerdo con el enfoque de la comunicación:

1. Problemas sociales fundamentales (están presentes en todos los


casos)
a. El joven no logra desengancharse de la familia o la familia no
logra desengancharse de él. Por consiguiente, no puede crear para sí
una base social fuera de la familia, ya que no consigue establecer
relaciones íntimas duraderas.
b. El joven fracasa en sus estudios o en su trabajo, y exige así el
apoyo permanente de otras personas.

2. Problemas especiales de comunicación (pueden presentarse o no


en determinado momento con una persona determinada).
a. Comunicación descortés y desordenada
1. Amenaza producirse un perjuicio a sí mismo o es violento
con los demás.
2. Actúa de modo confuso e incierto, exigiendo interrumpir el
discurso normal y hacer algo, aunque por otra parte torna difícil o
imposible hacer cualquier cosa.
3. Tiene estallidos imprevisibles de malhumor sin que el mo­
tivo quede claro, provocando incertidumbre y confusión en el me­
dio social que lo rodea.
4. Toma bebidas alcohólicas o drogas de manera irresponsable,
conduciéndose luego como si estuviera físicamente incapacitado o
desvalido, o en forma ruda y agresiva.
5. Suele quebrantar, sutil o groseramente, las reglas de urbani­
dad, quizás interrumpiendo las conversaciones, o pasa la noche ente­
ra caminando de un lado para otro de la casa y duerme luego todo el
día, con lo cual desquicia la vida hogareña.
6. Desobedece a los padres o a las personas dotadas de autori­
dad en la comunidad, con frecuencia de un modo que parece invo­
luntario, de manera tal que esas figuras de autoridad vacilan en apli­
carle las sanciones usuales en estos casos.
b. Comunicación anómala: acciones
1. Perpetra actos delictivos (hurtos, etc.), aparentemente sin
buscar el propio provecho o en forma fortuita.
2. Presenta el aspecto de un muerto de hambre casi esqueléti­
co, o es desagradablemente obeso.
3. Usa ropas extravagantes, anda sucio o demasiado pulcro y
acicalado llamando la atención por su atuendo o comportamiento y
atemorizando a los demás o suscitando su hostilidad.
4. Camina y gesticula en forma envarada y llamativa, incomo­
dando a la gente que lo rodea.
5. Se niega a hablar o a moverse.

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c. Comunicación anómala: palabras
1. Se expresa verbalmente con un lenguaje amanerado y poco
corriente, inventando palabras.
2. Su escritura es excéntrica, por las ideas que contiene y por
su inusual caligrafía y la disposición de lo escrito en la hoja.
3. Se dirige o escucha a interlocutores imaginarios.
4. Encuadra las situaciones de modo peculiar, diciendo, por
ejemplo, que el tiempo, el lugar, la finalidad o los participantes en
una determinada situación social no son realmente lo que otras per­
sonas afirman.
5. Comunica dolencias físicas de las que no hay evidencia al­
guna o que parecen extravagantes.

Fracaso de los profesionales

La naturaleza extraña de la conducta o de los agravios de los jóve­


nes puede hacer que uno se distraiga y pase por alto el tema funda­
mental que recorre su vida: el fracaso. Si el éxito está cercano para
ellos, algo harán que le ponga fin. Si bien los criterios para medir el
éxito varían según cada familia, aquí lo definimos, en líneas genera­
les, como un comportamiento idóneo en el estudio o el trabajo y la
capacidad de establecer relaciones íntimas fuera de la familia. En
esencia, ese éxito implica, por definición, el autovalimiento y la posi­
bilidad de formar el propio hogar. No significa que un individuo fra­
casa si no se casa y tiene hijos, pero sí que debe ser capaz de entablar
relaciones íntimas fuera de su familia de origen.
Es típico de estos jóvenes excéntricos que fracasen cuando su éxi­
to es inminente. Y un momento típico para empezar a conducirse
extrañamente es cuando están por concluir sus estudios secundarios.
Para muchos, terminar la escuela secundaria es un símbolo de éxito y
un primer paso hacia la emancipación de su familia. Es frecuente que
el joven abandone la escuela pocas semanas antes de la graduación y
cometa algún extraño acto delictivo o exhiba una conducta extrava­
gante, que obliga a internarlo e impide que se gradúe. En muchas
otras familias, terminar la escuela secundaria es una meta menos tras­
cendente, y el verdadero momento de éxito es la finalización del ci­
clo universitario. En tales casos, el joven excéntrico empezará a ma­
nifestar una conducta “inapropiada” cuando está a punto de termi­
nar la universidad. A menudo dejará de asistir a un curso indispensa­
ble para la graduación; o simplemente abandonará los estudios en el
último semestre declarando que la universidad carece de importan­
cia, o intentará suicidarse antes del examen final.
Repitamos que cada familia define el éxito a su modo. En algu­
nas, el solo hecho de entrar a la universidad se considera un exito, en
cuyo caso el joven sufrirá el colapso en el primer semestre de la ca­
rrera, teniendo que volver a su casa sin poder proseguirla. En otras,

50
ni siquiera el título universitario es señal de éxito, ya que se lo da
por descontado, y el joven no fracasará hasta que esté a punto de
completar su doctorado. El éxito se define como el momento en que
el joven ha completado su formación y, a ojos de la familia, se vuelve
capaz de bastarse a sí mismo. Esa formación tanto puede ser un cur­
so técnico de pocos meses como la carrera de medicina o de aboga­
cía, que llevan varios años.
Cuando la liza en que se libra batalla por el éxito o fracaso se
halla en el campo laboral y no en el del estudio, el joven que inicia su
carrera excéntrica simplemente no puede conseguir empleo. No es
raro que se conduzca de una manera tan peculiar en las entrevistas
previas que jamás sea contratado. Y cuando consigue empleo, este
resulta a todas luces inferior a su real capacidad; siendo un joven bri­
llante, tal vez acepte una tarea servil y vulgar. Quizá continúe en ella
y gane algún dinero, pero como para la familia ese empleo es sinóni­
mo de fracaso, el joven ha fracasado.
A veces el joven trabaja para el padre o algún otro pariente, de lo
cual se infiere que no está en condiciones de manejarse en un empleo
donde realmente se le exija competencia. En estos casos el comporta­
miento excéntrico y el fracaso sobrevienen luego de que el joven ha
sido definido como exitoso por haber trocado el trabajo con su pa­
riente por otro empleo ajeno a la familia.
Para ciertas familias cualquier trabajo remunerado es un éxito, en
tanto que para otras sólo lo es aquel que sobrepasa un cierto nivel de
remuneración. Con frecuencia, el joven excéntrico se desempeña
bien en un muy buen empleo, y amenaza convertirse en un éxito, pe­
ro entonces lo pierde (para conseguir otro al poco tiempo), y es defi­
nido como un fracaso a causa de su permanente imposibilidad de
conservar un empleo regular.

Enfoque comunicacional

La clase de conducta de un joven que, con su fracaso, mantiene


la estabilidad de su familia, es sumamente variable, y en todos los
casos su función consiste en impedir el desenganche de la familia.
Desde el punto de vista de la terapia, lo que importa es concebir el
problema de un modo que aclare cómo puede obtenerse un cambio.
Un encuadre organizacional y una descripción en términos de la co­
municación propenden a esta meta en mayor medida que otros enfo­
ques teóricos. El primer requisito de una descripción comunicacional
es que sea como mínimo diàdica, y preferiblemente triàdica; vale de­
cir, que parta de la base de que cualquier conducta de una persona
que se comunica está dirigida a una, dos o más personas. Así, si un
joven se comunica vistiendo ropas extrañas, está emitiendo un men­
saje con una función social. No se trata meramente de una expresión
personal o de una notificación acerca de sus procesos de pensamien­

51
to, sino de un mensaje que es a la vez una respuesta a otras personas.
Para destacar la diferencia que implica este punto de vista, recor­
daré aquí el caso de un psiquiatra que atendía a un joven que se
negaba a hablar, e incluso a ir al baño; este muchacho de veintidós
años se orinaba y defecaba encima como si todavía usara pañales. El
terapeuta le dio una escupidera para que orinase en ella, y él se la
puso de sombrero y comenzó a caminar por todas partes con eso en
la cabeza. Para el psiquiatra este era un acto fortuito que expresábala
confusión del joven; el enfoque de la comunicación lo vería, en cam­
bio, como un mensaje dirigido a los demás en esa situación social. Es
característico de los jóvenes excéntricos que se nieguen a hacer lo
que se les pide, ingeniándoselas para que los demás queden descon­
certados y se pregunten si es o no una cuestión de desobediencia.

La motivación básica es proteger la organización

La desobediencia constituye de hecho un problema con los jóve­


nes excéntricos, pero antes de considerarlo, el terapeuta debe acep­
tar, como premisa fundamental, que la conducta excéntrica y loca
es, básicamente, una conducta protectora.1 No importa lo extraña,
violenta y extrema que sea esa conducta, su función es estabilizar
una organización. Desobedecer es en sí una manera de obligar a un
grupo a que se organice en forma más estable.
Quizá podamos ilustrar con un ejemplo este punto de vista sobre
la locura. En cierta oportunidad se me pidió que diera una charla
para el personal de una sala de psiquiatría, integrado por una mezcla
de enfermeras, auxiliares, asistentes sociales, psicólogos y psiquiatras
de todas las edades, sexos y razas. Esperé a que el grupo se ubicara
en sus asientos y se dispusiera a escuchar. En ese momento entró en
la habitación en que estábamos reunidos un joven con el piyama he­
cho jirones y cubierto por una bata arrugada, que parecía confun­
dido y desconcertado. Un hombre de barba, miembro del personal,
se le acercó y le dijo: “No puedes entrar ahora, Peter, esta reunión e;
sólo para el personal”. Lo tomó del brazo y lo hizo salir; cuando el
profesional volvió, los asistentes cuchichearon y se sonrieron, com­
partiendo su embarazo ante la intrusión. Volví a esperar que se aco­
modaran antes de empezar a hablar, y entonces Peter reapareció en
la sala. El hombre de barba se levantó y le dijo: “Peter, la terapia de
grupo no empieza hasta la una. Esta reunión es para el personal sola­
mente”. Tomó otra vez al joven del brazo y lo sacó. Al volver, son­
reía, y hubo risas sofocadas en los demás, que se volvieron hacia mí,
expectantes. Cuando Peter entró por tercera vez todo el mundo soltó

1 Debo a Qoé Madanes la idea acerca de la protección que ejerce el joven

sobre sii familia; véase su trabajo “The Prevention of Rehospitalization of


Adolescents and Young Adults", en prensa.

52
la carcajada. Alguien que parecía estar a cargo le dijo a un auxiliar:
“ ¡Sácalo afuera! ”. Un individuo corpulento escoltó a Peter hasta el
pasillo, volvió y se sentó. El joven no entró de nuevo.
Mientras yo observaba al grupo y reflexionaba sobre lo sucedido,
tenía la convicción de que mi propia explicación acerca de las entra­
das y salidas de Peter era distinta de la que se darían ellos. Desde
luego, hay toda una gama de explicaciones posibles. En un ambiente
médico, la idea más común sería que Peter estaba desorientado en el
tiempo y en el espacio, y que mientras deambulaba entró casi por
azar en ese cuarto particular. Otra explicación sería que las entradas
del joven fueron en parte fortuitas, pero en parte obedecieron a su
deseo de expresar su hostilidad hacia la autoridad, y por ende al per­
sonal que allí la simbolizaba. La extraña vestimenta que se le había
puesto, así como su confusión y sus gestos idiotas, instarían a los
demás a observarlo de manera condescendiente y divertida.
Permítaseme que describa qué pensé yo que había hecho el joven
conmigo y con el personal del establecimiento. Mientras este se reu­
nía y tomaba asiento, percibí entre ellos un sentimiento sumamente
negativo. Es habitual que haya tensión y conflictos encubiertos entre
las personas que trabajan en un hospital neuropsiquiátrico, pero en
ese momento y en esa sala, parecían particularmente serios. El perso­
nal había acudido a regañadientes a mi conferencia y expresaba con
sus gestos el desagrado que sentían mutuamente y hacia mí. Cual­
quiera podía advertir, por su hosquedad y malhumor, las pugnas y
rencillas entre ellos.
Yo percibí este sentimiento desagradable y cada vez tenía menos
ganas de dar la charla. Me pregunté qué podría hacer para aligerar ese
talante adusto o aliviar la tensión, y me dije a mí mismo que nada
podía hacer. En ese punto comenzaron las entradas y salidas de Pe­
ter. En su tercer arribo y partida todos rieron, y el grupo se trasfor-
mó. Les encantaba que Peter demorase al orador que los visitaba;
con su acción, Peter había conseguido unirlos en un grupo amable y
estable. El disenso desapareció de la superficie; todos se mostraban
amigables en su conversación recíproca y conmigo. Me sentí aliviado
de poder hablar ante un agradable auditorio. Concluida su misión,
Peter no retornó: había logrado lo que ni yo ni ninguna otra persona
habríamos conseguido en ese lugar. Ese joven excéntrico había pues­
to orden y cierta armonía en una organización en la que hasta enton­
ces esos elementos eran casi inexistentes.
En este libro sostenemos que la locura de los jóvenes cumple pre­
cisamente esa función en los hospitales neuropsiquiátricos y en las
familias.
Es conveniente partir del supuesto de que los jóvenes excéntricos
que estabilizan a un grupo mediante su sacrificio personal lo hacen a
conciencia y voluntad. Con este supuesto se evita el vano intento de
que el excéntrico entienda lo que hace. El sabe lo que hace y cómo
lo hace mucho mejor que el terapeuta que pudiera señalárselo. Es un

53
sacrificio perpetrado por un individuo que está dispuesto a convertir­
se en un payaso, provocarse algún daño o hacer cualquier otra cosa
necesaria con tal de cumplir con esa función. Las tentativas de per­
suadir al joven excéntrico de que renuncie a su carrera sacrificada
casi siempre fracasan. En raras ocasiones, el terapeuta puede mera­
mente asegurarle que conoce la gravedad de la situación familiar y es
lo bastante competente como para manejarla. El joven volverá enton­
ces a la normalidad, y dejará a sus padres en manos del terapeuta.
Pero sólo una acción competente puede conseguir persuadirlo de ese
modo, no una simple charla o la promesa de que uno hará todo lo
posible.

Conducta comunicativa anómala

Los extraños gestos, actitudes y palabras del joven excéntrico


pueden fascinarlo o provocarlo tanto a uno, que pase por alto su fun­
ción y se olvide de que el foco debe estar en el cambio. Hay que
tener presente que la distracción respecto del conflicto familiar es,
precisamente, uno de los objetivos que persigue esa extraña conduc­
ta. Para que un grupo sea estabilizado por un individuo que se aparta
de lo normal, este debe atraer la atención de los demás sobre su a-
nomalía. Si una excentricidad moderada le resulta insuficiente, ame­
nazará con suicidarse o volcará gasolina alrededor de toda la casa y se
pondrá a jugar con fósforos, para así obligar al grupo a organizarse
de modo funcional a fin de dominarlo.
Parecería obvio que un grupo en el que hay un joven excéntrico
no funciona bien, pues de lo contrario no sería necesario ese indivi­
duo anómalo. Pero a menudo no es tan obvio. Quizás una hija se
niegue a alimentarse y esté próxima a la inanición cuando su familia
decida llevarla, convertida ya en un esqueleto andante, al terapeuta y
presentarla como el problema. Aunque los padres y hermanos parez­
can personas razonables que se preocupan y sacrifican por la desnu­
trida, hay que partir de la premisa fundamental de que la organiza­
ción familiar no debe estar operando como corresponde, ya que de
no ser así esa muchacha se alimentaría normalmente. Una de las ma­
neras cié poner en evidencia ese mal funcionamiento es pedir a los
padres que obliguen a la hija a comer. La situación deja de estar com­
puesta por unos padres amorosos y una hija obediente, y se entra en
una confusión total donde nadie se hace cargo de nada, salvo el es­
queleto andante. A veces, la índole de las dificultades de la organiza­
ción sólo se revela cuando el joven excéntrico se torna más normal
-en este caso, cuando la esquelética muchacha empieza a comer y
aumenta de peso—.
Una descripción científica de la conducta comunicativa anómala
dentro de la familia con un joven problemático es enormemente
compleja, pero a los fines terapéuticos puede resumírsela en estas

54
dos funciones principales: 1) Función social: Con su conducta ex­
céntrica, el joven estabiliza a un grupo de personas de su intimidad.
A esta función se aplica básicamente la intervención terapéutica. 2)
Función metafórica: Cada acto anómalo es también un mensaje diri­
gido a los miembros del grupo y a los extraños. Puede considerárselo
una metáfora (a menudo una parodia) de un tema que al grupo le re­
sulta importante. Por lo general ese tema crea conflictos en el grupo.
Un joven que se hace un agujero en la mano quemándola con un
cigarrillo puede estar expresando algo relacionado con la religión de
su familia. Si se le da una escupidera para orinar y se la pone de
sombrero, tal vez exprese algo que tiene que ver con ser un payaso.
Un excéntrico que camina como un robot puede estar indicando la
excesiva rigidez de las normas grupales. Un muchacho agresivo está
marcando la presencia de la violencia entre los íntimos con quienes
convive.
La función metafórica de la conducta excéntrica es compleja y a
menudo difícil de desentrañar. Cada acción tiene múltiples signifi­
cados, y al poner el acento en uno de ellos tal vez se pase por alto
otro mensaje significativo. Ni la familia ni el grupo de profesionales
ven con beneplácito las indagaciones tendientes a descubrir esos sig­
nificados, y esto torna difícil la verificación de los mensajes. Lo típi­
co es que el comportamiento excéntrico sea expresión de un tema
que el grupo preferiría negar u ocultar. Así pues, carece de eficacia
práctica procurar la verificación del significado de un mensaje me­
diante el consenso grupal: por lo general, el grupo responderá a la
indagación con una metáfora, que dará origen a otras metáforas, y
así sucesivamente. No sólo la familia: tampoco el personal del hospi­
tal o el terapeuta verán con buenos ojos la traducción del mensaje
expresado por la conducta excéntrica. Por ejemplo: no es raro que
un excéntrico que comete hurtos esporádicos pertenezca a una fami­
lia en la que prevalece una encubierta deshonestidad; los familiares
saben qué significan las acciones del excéntrico, por más que asegu­
ren que lo ignoran. De ordinario, como ese significado no les cae en
gracia, ellos y el personal preferirán definir la conducta excéntrica
como carente de sentido y causada por algún mal orgánico.
En una época se consideraba importante explorar el significado
del comportamiento metafórico de la familia, pero hoy se piensa que
no es prudente. Puede crearle un problema al terapeuta, ya que si
saca a relucir significados que incomodan a la familia (o al personal),
se enajenará la buena voluntad de un grupo cuya cooperación es in­
dispensable para producir un cambio. Es importante, entonces, que
el terapeuta no señale cuál es, a su juicio, el significado de esa con­
ducta; por otra parte, puesto que todo el mundo lo conoce, no sirve
de mucho explicitarlo. Un terapeuta prudente acogerá todos esos sig­
nificados y se los guardará gentilmente para sí, como guía de lo que
está aconteciendo. Si así lo hace, el excéntrico y la familia podrán
orientarlo con más claridad.

55
Las metáforas ponen al terapeuta sobre aviso, además, acerca de
ciertas eventualidades que podrían producirse si amenaza con un
cambio. Si un joven intenta infructuosamente suicidarse, es decir, co­
mete lo que los demás llaman un “amago” de suicidio, el terapeuta
debe interpretar ese amago como revelador de que el suicidio es un
problema relevante para esa familia; si el joven amaga incendiar la
casa, interpretará que hay cuestiones explosivas en la familia.
Estas metáforas pueden orientar al terapeuta, pero no debe dirigir
a ellas su preocupación fundamental, como sería el caso si estuviera
realizando una investigación. Aun la exploración del significado me­
tafórico para verificar una idea puede suscitar resistencia en la fami­
lia y echar por tierra la terapia (por este motivo, las interpretaciones
intelectuales o las confrontaciones que instan a asumir la “realidad”
pueden ser fatales para el éxito de una terapia).
Y justamente porque el mensaje trasmitido por la conducta ex­
céntrica puede ser útil para estabilizar al grupo, este no va a tener
ningún interés en que sea explicitado. Si en una familia la madre
mantiene una relación amorosa extraconyugal que pone en peligro su
matrimonio, quizá su hija exprese ese mismo tema con insinuaciones
verbales y ademanes particularmente seductores; a sus padres no les
gustará que se señale la relación entre su conducta y la de la madre.
Análogamente, si una muchacha hospitalizada habla en forma deli­
rante acerca de un aborto, quizás eso se relacione con que proviene
de una familia católica y con el hecho de que su madre esté abruma­
da de hijos; pero conviene partir de la base de que la familia se perca­
ta del significado de la conducta de la muchacha, y no querrá que el
terapeuta explique lo que “realmente” dicen sus palabras. El com­
portamiento excéntrico siempre es a la vez útil y amenazador, así
como suele aludir en forma cómica a temas que revisten una desespe­
rante gravedad.
Suele escucharse que la locura es algo digno de admiración, o que
los locos y excéntricos son más creativos y viven más intensamente
que otras personas. Se dice que se rebelan contra una sociedad repre­
sora, y ciertas autoridades en la materia han llegado a opinar que cono­
cen mejor que los demás los secretos de la vida. La admiración por el
loco no forma parte del enfoque terapéutico que aquí recomenda­
mos. El loco es un fracasado, y el fracaso no es digno de admiración.
Alentar la locura, como hacen algunos entusiastas, es alentar el fraca­
so. Hacerles un lugar a los excéntricos para que puedan seguir siéndo­
lo no los conduce a la normalidad.
Pero una vez admitido que no admiramos a los locos, no podemos
dejar de reconocer la habilidad que muchos de ellos muestran en las
relaciones interpersonales. Lo mejor es que el terapeuta respete esa
habilidad si no quiere parecer un tonto. También conviene suponer
que las locuras que comete el joven excéntrico son actos positivos,
en el sentido de que son una búsqueda de algo mejor, una lucha por
salir de una situación inaguantable y dar un paso adelante. Aunque,

56
por la reacción de la comunidad, el resultado de esa tentativa sea
catastrófico, el jbven loco se hace acreedor a todo nuestro respeto
por intentar mejorar su suerte y la de su familia.

La cuestión de la responsabilidad

Donde hay locura, hay, por definición, comportamiento irrespon­


sable. El luco no hace lo que debería hacer, o hace lo que no debería
hacer, según las normas aceptadas de comportamiento social. Lo que
diferencia a la conducta loca y excéntrica de otras conductas es, ade­
más de su carácter extremo, el hecho de que el sujeto no puede abs­
tenerse de hacer lo que hace y no es responsable de sus acciones.
Esta incapacidad de controlar su conducta es comunicada, asimismo,
por la reiteración de actos que conducen a fracasos y padecimientos.
Los jóvenes problemáticos se caracterizan por hacer algo que que­
branta las reglas sociales y luego calificar su acción diciendo que ellos
no tuvieron la culpa de lo que hicieron. El drogadicto afirma que una
compulsión lo fuerza a llevar esa vida anómala, y que no es responsa­
ble de ello porque no puede impedirlo. La muchacha a punto de mo­
rir de inanición sostiene que ella no es responsable de su falta de
apetito o del rechazo que le provoca el alimento. El excéntrico que
roba objetos que no necesita se declara incapaz de dejar de hacerlo.
Los verdaderos locos son grandes expertos en cometer actos que
luego califican de un modo tal que los libra de toda responsabilidad
por esos actos. A veces dicen que no fueron ellos sino otra persona la
que los cometió, o que el tiempo y lugar de la acción perpetrada no
coinciden con lo que afirman los demás, y por ende esa acción no
les pertenece.2 Un joven puede rehusarse a buscar trabajo alegando
que tiene ocultos millones de dólares en un sitio lejano e indicando
así que no sabe lo que hace.
Es importante que el terapeuta admita que el joven problemático
se está conduciendo de manera irresponsable y que debe hacérsele
asumir la responsabilidad por sus actos. También tiene que admitir
que las personas que rodean al excéntrico se conducen irresponsable­
mente. El excéntrico sostendrá que su conducta chiflada no es culpa
de él, ya que una voz de otro planeta le mandó proceder como lo
hizo. Sus padres se descargarán mutuamente de la responsabilidad, o
atribuirán el comportamiento del hijo a las malas compañías, las dro­
gas o la herencia. Los especialistas llamados a consulta suelen culpar
a los padres, o a la “enfermedad”, o a la genética; no quieren recono­
cer que sus intervenciones complican la cuestión. Si el joven es
encerrado en alguna institución contra su voluntad, el psiquiatra dirá

2 Para una descripción de la esquizofrenia desde este ángulo, véase J.

Haley, Strategies of Psychotherapy, Nueva York: Gruñe & Stratton, 1963.

57
que el responsable de esa medida es el juez de menores y no él. El
juez, por su lado, negará su responsabilidad por la sentencia indefi­
nida arguyendo que él depende del juicio emitido por los expertos en
enfermedades mentales. Es así que nadie asume la responsabilidad
por lo sucedido o por las medidas que se deben tomar.
Esto significa que hay confusión en la organización, debido a que
no existen claras líneas demarcatorias de la autoridad. Cuando la je­
rarquía de una organización está confusa, la conducta loca y excén­
trica que así genera es adaptativa: tenderá a estabilizar la organiza­
ción y a aclarar las líneas jerárquicas. Si todo vuelve a su curso nor­
mal, la organización entra otra vez en fln estado de confusión. Para
corregir el comportamiento loco es preciso corregir la jerarquía, de
modo que aquel ya no resulte necesario o adecuado.

Etapas de la terapia

Contemplado el problema desde este ángulo, pueden esbozarse las


siguientes etapas para la terapia de jóvenes excéntricos:

1. Si la conducta del joven atrae la atención de la comunidad, los


especialistas tienen que organizarse en forma tal que un solo terapeu­
ta asuma la responsabilidad del caso. Es conveniente que no interven­
gan múltiples terapeutas ni se apliquen diversas modalidades de tera­
pia. El terapeuta responsable debe hacerse cargo de las dosis de medi­
camentos y, en lo posible, de internar al paciente en una institución.
2. El terapeuta convocará a la familia para un primer encuentro.
. En caso de que el joven viva solo o con su esposa, se citará junto con
él a su familia de origen. No se les enrostrará ninguna culpa a los
padres (o a la madre y abuela, o a quienquiera asista a la reunión)
por la conducta del hijo, pero se los hará responsables de resolver el
problema de este, persuadiéndolos de que ellos son los mejores tera­
peutas posibles de su vástago. Se parte de la base de que hay un
conflicto entre los miembros de la familia, expresado por el hijo. Al
requerírseles que se hagan cargo de él y le fijen normas de conducta,
se los hará comunicarse en torno del joven como habitualmente lo
han hecho, pero de manera positiva. Es menester aclarar ciertas cues­
tiones:
a. El foco de la terapia es la persona problemática y su conducta,
no el debate de las relaciones familiares. Si el joven es un drogadicto,
la familia debe centrarse en lo que va a suceder si reincide en el con­
sumo de drogas; si es un chiflado violento, en lo que harán si genera
un nuevo alboroto como el que obligó a internarlo anteriormente.
b. No se indagará el pasado y las causas pretéritas del problema;
eso se dejará de lado. El foco está puesto en lo que hay que hacer en
el presente.

58
c. Como se presume que existe una confusión en la jerarquía fami­
liar, si el terapeuta, en su condición de experto, atraviésalas fronte­
ras generacionales y se aiía con el joven contra sus padres, no. hará
más que empeorar la cosa. Deberá coligarse con los padres contra el
joven problemático, aunque así parezca privar a este de sus derechos
y de su libertad individual, y aunque el joven parezca tener demasia­
da edad como para considerarlo hasta tal punto dependiente. Si al jo­
ven no le gusta esta situación, puede abandonar la terapia y comen­
zar a valerse por sí mismo. Cuando haya vuelto a conducirse en for­
ma normal, se reconsiderarán sus derechos.
d. Los conflictos entre los padres o entre otros integrantes de la
familia serán subestimados y pasados por alto, por más que las perso­
nas en cuestión los saquen a relucir, hasta que el joven retorne a la
normalidad. Si los progenitores afirman que también ellos necesitan
ayuda, el terapeuta les dirá que podrán ocuparse de eso una vez que
su hijo o hija vuelva a conducirse normalmente.
e. La expectativa de todos ha de ser que el joven problemático
recobre la normalidad; no habrá excusas para sus fracasos. Los espe­
cialistas aseverarán que no tiene nada malo, y que debe comportarse
como los demás jóvenes de su edad. La medicación debe suprimirse
lo antes posible. Se esperará del joven que retome de inmediato sus
estudios o su trabajo, sin demoras escudadas en una internación par­
cial o por una terapia de largo plazo. El retomo a la normalidad es lo
que genera la crisis y el cambio en la familia, en tanto que la perdura­
ción de una situación anormal la estabiliza en sus padecimientos.
f Presumiblemente, a medida que el joven vuelva a la normali­
dad, retomando con éxito sus estudios o su trabajo o haciendo nue­
vos amigos, la familia perderá estabilidad. Quizá los padres amenacen
separarse o divorciarse, y uno o ambos sufran algún trastorno. Uno
de los motivos que abogan para que eí terapeuta se ponga plenamente
del lado de los padres en esta primera etapa de la terapia, al punto de
aliarse con ellos contra el hijo, es que así está en mejores condiciones
de ayudarlos. Si no puede hacerlo, el joven perpetrará alguna locura,
y la familia volverá a estabilizarse en tomo de él y de su excentrici­
dad. En este punto hay que evitar una internación, para impedir que
continúe el ciclo hogar-institución-hogar. Un modo de expresar esto
consiste en decir que el terapeuta toma el lugar del joven excéntrico
en la familia, con lo cual aquel queda libre para comportarse nor­
malmente y ocuparse de sus cosas. El terapeuta debe entonces resol­
ver el conflicto familiar, o bien alejar al joven para que dicho conflic­
to se manifieste en forma más directa y no a través de él. Así, el
joven podrá seguir con su vida normal.
3. La terapia debe consistir en una participación intensa y un rá­
pido desenganche, más que en una prolongada serie de sesiones regu­
lares a lo largo de varios años. Tan pronto sobrevenga el cambio, el
terapeuta empezará a planear el receso y la terminación. Su tarea no
es resolver todos los problemas de la familia, sino sólo aquellas cues­

59
tiones organización ales que giran en torno del joven problemático —a
menos que la familia desee establecer un nuevo contrato para el tra­
tamiento de otros problemas—,
4. El terapeuta debe practicar un seguimiento ocasional de la fa­
milia para saber qué ha sucedido y cerciorarse de que continúe el
cambio positivo.

En esencia, nuestro enfoque terapéutico es como una ceremonia


de iniciación. El procedimiento apunta a desligar a los padres del vás-
tago para que la familia ya no lo necesite a este como vehículo de su
comunicación, y el joven pueda hacer su propia vida. Hay dos méto­
dos extremos que casi siempre fracasan. Uno de ellos consiste en atri­
buir toda la culpa a la nociva influencia de los padres y procurar que
el joven abandone a su familia; lo típico es que el joven sufra un
colapso y vuelva al hogar. El otro consiste en tratar de mantener al
joven en el hogar y de conseguir que impere la armonía entre él y su
familia; esto también falla, porque en esta época de la vida familiar,
lo que importa no es la conciliación sino la desligazón. El arte de la
terapia radica en hacer volver al joven con su familia como una ma­
nera de desligarlo de ella para iniciar una vida independiente.
Si el terapeuta es capaz de concebir la situación en términos orga-
nizacionales simples, podrá definir para el tratamiento el simple obje­
tivo aquí esbozado, aunque alcanzar dicho objetivo sea una empresa
complicada, que exija de él la máxima destreza y aptitud para ayudar
a los demás.

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