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Mayo/Junio de 2011

Desmitificando a la Primavera Árabe∗


Analizando las Diferencias entre Túnez, Egipto y Libia

Lisa Anderson

LISA ANDERSON es presidente de la Universidad Americana de El Cairo.

En Túnez, los manifestantes incrementan los llamados a restaurar la suspendida Constitución


Nacional. Mientras tanto, los egipcios se alzan en rebelión al tiempo que las huelgas a lo largo
del país ponen un alto a las actividades cotidianas y conducen al derrocamiento del gobierno.
En Libia, los líderes provinciales trabajan febrilmente para fortalecer su nueva república
independiente. El año es 1919.
Los acontecimientos de aquel entonces demostraron que la difusión global de la información y
las expectativas –tan vívidamente exhibidas en la Plaza Tahrir a inicios de este año– no son el
resultado de internet y de las redes sociales. La inspiradora retórica del presidente Woodrow
Wilson en su discurso de los catorce puntos, que contribuyó a encender la chispa de las
rebeliones de 1919, hizo su recorrido alrededor del mundo por medio del telégrafo. Aquellas
rebeliones también sugieren que la calculada expansión de los movimientos populares
observada a comienzos de este año en el Mundo Árabe, no es un fenómeno nuevo. Los
activistas egipcios en Facebook son la reencarnación de las redes nacionalistas árabes, cuyos
periódicos diseminaron la estrategia de la desobediencia civil por toda la región en los años
posteriores a la Primera Guerra Mundial.
Lo que es importante acerca de las revueltas árabes de 2011 en Túnez, Egipto y Libia no es
cómo la globalización de las normas para la acción civil moldeó las aspiraciones de los
manifestantes. Tampoco lo es cómo los militantes utilizaron la tecnología para compartir ideas
y tácticas. La cuestión crítica, por el contrario, es cómo y por qué estas ambiciones y técnicas
se reprodujeron en contextos locales diferentes. Los patrones y la composición demográfica de
las protestas variaron ampliamente. Las manifestaciones en Túnez se esparcieron hacia la
capital desde las postergadas zonas rurales, encontrando causas en común con el alguna vez


Traducido por el Lic. Fabián Vidoletti. Traducción no oficial. Para uso interno de la Cátedra de
Política Internacional de la facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la UNR.
FAVOR DE NO DISTRIBUIR.

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poderoso, pero ampliamente reprimido, movimiento obrero. En Egipto, por el contrario, la
juventud urbana y cosmopolita de las grandes ciudades fue la organizadora de las revueltas.
Mientras tanto, en Libia, bandas de indisciplinados rebeldes armados asentados en las
provincias orientales dieron comienzo a las protestas, poniendo en evidencia las divisiones
tribales y regionales que han acosado al país durante décadas. A pesar de que todos
comparten un ideal común de dignidad personal y gobierno responsable, las revoluciones en
estos tres países son un reflejo de los divergentes problemas económicos y de las dinámicas
sociales –un legado de sus diversos encuentros con la moderna Europa y de décadas bajo
regímenes únicos–.
Como resultado de esto, Túnez, Egipto y Libia enfrentan de aquí en adelante, una serie de
desafíos. Los tunecinos tendrán que lidiar con las divisiones de clase, las cuales se ponen de
manifiesto en la permanente inestabilidad política del país. Los egipcios deberán rediseñar sus
instituciones de gobierno. Y los libios necesitarán recuperarse de una sangrienta guerra civil.
Para que los Estados Unidos alcancen sus objetivos en la región, necesitarán comprender estas
distinciones y tomar distancia de la idea de que los alzamientos tunecinos, egipcios y libios
constituyen una cohesiva revuelta árabe.

EL FEUDO TUNECINO DE BEN ALI


Las profundas diferencias entre los alzamientos en Túnez, Egipto y Libia no son siempre
evidentes en los medios de comunicación. El timing de las revueltas populares –tan repentinas
y casi simultáneas– sugieren que las similitudes que comparten estas autocracias, desde sus
líderes ancianos y corruptos, así como de gobiernos ineficientes para su juventud
desencantada, educada y desempleada, eran condiciones suficientes para explicar esta ola de
revoluciones. Aun así, las autoridades que estos manifestantes jóvenes confrontaron eran
únicas en cada país –al igual que las dificultades que deberán afrontar en el futuro–.
El ex presidente tunecino, Zine el-Abidine Ben Ali –el primer dictador árabe en caer ante las
protestas masivas– parecía ser inicialmente una víctima improbable. Túnez ha disfrutado
durante mucho tiempo de uno de los mejores sistemas educativos del Mundo Árabe, una
amplia clase media y un movimiento obrero sólidamente organizado. No obstante, detrás de
esos logros, el gobierno de Ben Ali restringió severamente la libertad de expresión y los
partidos políticos. De una forma casi Orwelliana, cultivó y manipuló la imagen internacional de
su país como moderna y como un destino turístico atractivo. Detrás de esta fachada
cosmopolita frecuentada por turistas, se desplegaba un triste escenario de caminos
polvorientos y perspectivas miserables. Sorprende poco que el reclamo de los islamistas de
que el gobierno estaba prostituyendo al país a cambio de moneda extranjera resonase en todo
Túnez.
La familia de Ben Ali fue también inusualmente personalista y depredatoria en sus niveles de
corrupción. Como lo reveló recientemente el sitio Wikileaks, el embajador de los Estados
Unidos en Túnez informó en el 2006 que más de la mitad de las elites comerciales de Túnez
estaban personalmente ligadas a Ben Ali por intermedio de sus tres hijos mayores, sus siete

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hermanos y sus diez ex cuñados y cuñadas. Esta red llegó a ser conocida en el país como “La
Familia”.
Esto sugiere que, a pesar de que la escala de la corrupción en altas esferas es por demás de
sorprendente, el gobierno de Ben Ali no dependía de esa clase de acumulación de pequeños
sobornos que subvierten a las burocracias en cualquier parte, incluyendo Libia y, en menor
extensión, a Egipto. Significa que las instituciones del gobierno tunecino seguían siendo
relativamente sanas, lo cual permite tener perspectivas alentadoras de la conformación de un
gobierno limpio, eficiente y tecnocrático para reemplazar a Ben Ali.
Los militares tunecinos, además, jugaron un rol menor en la revuelta si se lo compara con otras
fuerzas armadas en países que han experimentado levantamientos. A diferencia de los
militares en el resto del Mundo Árabe, como por ejemplo Egipto, el ejército tunecino no ha
tenido experiencia en combate y no ha ejercido un rol dominante en la economía doméstica.
Bajo el régimen de Ben Ali, estuvo siempre a la sombra de los servicios de seguridad interna,
de los cuales surgió el propio Ben Ali. A pesar de su negativa a apoyar al régimen,
contribuyendo con esto al fortalecimiento de la revolución, los militares no han tenido una
participación significativa en el manejo del periodo de transición y es poco probable que
contribuyan a darle forma a su resultado final de alguna manera.
Desde que las protestas en Túnez dieron inicio a la ola de alzamientos en el Mundo Árabe,
estas fueron más espontáneas y menos organizadas que las subsecuentes campañas en otras
naciones. Aun así, demostraron el poder del movimiento obrero teniendo en cuenta que las
sucesivas huelgas dieron impulso a las protestas –y entre ambas provocaron la huida de Ben
Ali– y cuando el primer gobierno de sucesión –pronto reemplazado por otro más tolerable
para los sindicatos– intentó hacer una contención de daños y salvar lo que quedaba del
régimen.
Las protestas también pusieron en evidencia una aguda división generacional al interior de la
oposición. Las manifestaciones colmadas de jóvenes enfurecidos hicieron que los disidentes
del régimen durante los años ochenta, principalmente militantes sindicales e islamistas
liderados luego por Rachid al-Ghannouchi, parezcan anticuados y pasados de moda. Las
imágenes de un debilitado Ghannouchi regresando a Túnez, luego de pasar 20 años en el
exilio, en los albores del derrocamiento de Ben Ali reflejó los cambios radicales en la agenda
del movimiento de protesta. Los tunecinos podrían mostrarse, una vez más, receptivos a la
rama del Islam político defendida por Ghannouchi, pero sólo si su islamismo puede capturar la
imaginación de la juventud, la cual está principalmente preocupada por acceder a lo que creen
que es una justa porción de la riqueza del país y de las oportunidades de trabajo. El nuevo
liderazgo deberá, por lo tanto, incorporar a una generación de jóvenes que tiene sólo una
exposición teórica a la libertad de pensamiento, expresión y reunión, en un sistema que
fomente el debate político abierto y el cuestionamiento. Asimismo deberá dar respuesta a
alguna de las demandas, en especial las del movimiento obrero, el cual tendrá una presencia
prominente en esos debates.

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EL EJÉRCITO EGIPCIO HACE SU JUGADA
En Egipto, el grotesco final de Hosni Mubarak es un resumen de la prolongada declinación de
su régimen. La deteriorada capacidad del gobierno para proveer servicios básicos y la aparente
indiferencia hacia el desempleo masivo y la pobreza alienó a decenas de millones de egipcios,
un sentimiento que fue exacerbado por el creciente consumo conspicuo entre las elites de
negocios ligadas al hijo de Mubarak, Gamal. Aun así, el cuidadoso y calibrado involucramiento
del ejército en el alzamiento indica el mantenimiento de la posición de poder ostentada por el
establishment militar, caracterizado por el clientelismo y el patriotismo. Asimismo, la
sofisticación política y táctica de los manifestantes se produce como resultado de la tolerancia
renuente pero real de una prensa escandalosa y rebelde.
Al asumir el control del gobierno luego de la caída e Mubarak, el ejército dejó demostrada la
enorme influencia que ejerce sobre la sociedad egipcia. Las fuerzas armadas están
comandadas por generales que obtuvieron sus ascensos en las guerras de 1967 y 1973 con
Israel y que han cooperado estrechamente con los Estados Unidos desde la firma de los
acuerdos de paz de 1979 con el gobierno israelí. A diferencia de las fuerzas armadas de los
otros países árabes sumidos en levantamientos durante este año, el ejército egipcio es
altamente respetado por la mayoría del pueblo. Está, asimismo, profundamente involucrado
en la marcha de la economía doméstica. Como resultado de esto, el liderazgo militar se
manifiesta abiertamente hostil hacia la liberalización económica y al crecimiento del sector
privado, posturas que tienen un peso considerable al interior del gobierno provisional. En
consecuencia, al igual que en Túnez (aunque por diferentes motivos) el ritmo establecido para
la implementación de las reformas económicas y los procesos de privatización fue
sensiblemente disminuido, al igual que el énfasis de las reformas que deberán realizarse en
torno a la democratización.
Reparar décadas de corrosión en el sector público será algo problemático. Todo en Egipto –
desde obtener una licencia de conductor hasta recibir educación– es en términos formales
muy barato pero sumamente caro en la práctica, dado que la mayoría de las transacciones,
oficiales y no oficiales, van acompañadas por pagos extra. El gobierno les paga una miseria a
los maestros de escuela, por lo tanto el nivel de la educación pública es bajísimo y estos
maestros complementan su salario dictando clases particulares que son esenciales para la
preparación de los exámenes. Por otra parte, la policía nacional era largamente despreciada
desde mucho tiempo antes del inicio de las revueltas el 25 de Enero porque representaba, en
esencia, una estructura delictiva de alcance nacional. Los ciudadanos ordinarios tenían que
sobornar a los oficiales de policía para evitar que les confiscasen sus licencias o les inventasen
infracciones. La desaparición de la policía durante el pico de las protestas –considerado por
muchos egipcios como un intento deliberado de desestabilizar al país– sólo profundizó esa
animosidad. El proceso de implementación del imperio de la ley debe comenzar desde la
misma policía, lo cual significa que el Ministerio del Interior necesita restablecer la confianza
entre la policía y el pueblo.
Pero esta extraordinaria disciplina demostrada por los manifestantes egipcios y sus
subsecuentes debates que abarcaban una multiplicidad de temas relacionados a cómo

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reestructurar el país, hablan de una inusual tolerancia a la libertad de expresión (para lo que
son los estándares de la región) durante la gestación de la revolución. Por ejemplo, la campaña
para honrar a Khaled Said, el blogger asesinado por la policía cuya muerte fue el disparador
que dio inicio a las protestas, hubiese sido inimaginable en Túnez. Los egipcios están
relativamente bien preparados para entablar conversaciones serias y prolongadas acerca de la
conformación de su futuro gobierno. Pero aun a pesar de que comprenden esta situación, los
militares no permitirán que sus prerrogativas institucionales se vean sustancialmente
erosionadas.
Esta sabiduría política latente refleja los cambios que transformaron a la sociedad egipcia
durante los pasados 15 años, aun cuando la envejecida e ineficaz autocracia permaneciese en
el poder. A pesar que los manifestantes debieron esforzarse para poder llevar a cabo las
movilizaciones, Egipto posee una cultura de profundos vínculos comunitarios y de confianza
que se pusieron en evidencia en la destacable disciplina que exhibieron: su inclaudicable no
violencia, su resistencia para no ceder ante la provocación de matones y saboteadores, su
capacidad de ejercer control policial sobre sí mismos y coordinar al mismo tiempo sus
demandas, y su habilidad para organizarse sin tener un liderazgo centralizado. Quizás el
ejemplo más acabado de este espíritu igualitario haya sido la aparición, tanto en las
comunidades ricas como en las pobres, de movilizaciones ciudadanas espontáneas para
mantener el orden una vez que la policía se hubo retirado. Todo este escenario debe darnos
un motivo para ser optimistas acerca del potencial del nuevo Egipto para construir y mantener
una sociedad abierta.

LA DESTRUCCIÓN DE LIBIA
Mientras que las manifestaciones en Túnez y El Cairo tuvieron éxito en deponer a sus
autócratas, Trípoli colapsó cayendo en una prolongada guerra civil. Este enfrentamiento
sostenido es resultado del esfuerzo de cuatro décadas del líder libio, Muammar al-Qaddafi, por
consolidar su poder y ejercerlo mediante el clientelismo para beneficio de su familia y su clan.
Años de una escasez provocada artificialmente en todos los ámbitos, desde simples bienes de
consumo hasta medicinas, han generado una corrupción generalizada. Y la caprichosa crueldad
del régimen de Qaddafi ha provocado un estado de sospecha profunda y generalizada. La
confianza de los libios tanto en su gobierno como en sus demás compatriotas se ha erosionado
y han optado por refugiarse en las lealtades tribales y familiares. La sociedad libia está
fracturada y todas las instituciones nacionales, incluyendo las fuerzas armadas, están divididas
a partir de los clivajes que separan regiones y clanes. A diferencia de Túnez y Egipto, Libia no
posee un sistema de alianzas políticas, una red de asociaciones económicas u organizaciones
nacionales de ninguna clase. En consecuencia, lo que en apariencia comenzó siendo una serie
de protestas no violentas similares a las de Túnez y Egipto, pronto se transformó en un
completo estado de secesión –o en una serie de distintas secesiones simultáneas– casi
lindante con un Estado Fracasado.
La Libia de Qaddafi tiene huellas del fascismo italiano que controló al país durante su etapa
colonial: extravagancia, dogmatismo y brutalidad. En nombre de su “revolución permanente”,

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Qaddafi prohibió la propiedad privada y el comercio minorista, proscribió a la prensa libre y
vació de contenido al servicio civil y al liderazgo militar. Ante la ausencia de una burocracia en
cualquier área del sector público, incluyendo una fuerza policial de confianza, las redes de
clanes han sido quienes proveen seguridad, al tiempo que otorgan acceso a bienes y servicios.
Fue a lo largo de estas redes que la sociedad se fracturó cuando la capacidad del régimen para
dividir y conquistar comenzó a hacerse visible al inicio de las protestas. Mientras tanto,
Qaddafi ha desplegado sus fuerzas armadas en grupos de unidades deliberadamente, confusos
y descoordinados. Algunas fuerzas se unieron a la oposición rápidamente, pero se les impidió
organizarse de manera efectiva o llevarse equipamiento militar sofisticado.
Esta falta de cohesión social y gubernamental obstaculizará cualquier forma de posible
transición democrática. Libia deberá primero restaurar la seguridad y reintroducir la ley y el
orden, desaparecidos durante las décadas del régimen de Qaddafi. Más allá de lo enorme que
esa tarea parece ser, ulteriores dificultades esperan en el horizonte: reconstruir la confianza
entre clanes y provincias, refundar la administración pública, fortalecer a la sociedad civil a
través de partidos políticos, medios de comunicación abiertos y organizaciones no
gubernamentales. Décadas de aislamiento internacional han dejado a la generación que tiene
entre 30 y 40 años –que es la que debería estar en condiciones de asumir el liderazgo de la
nueva Libia– pobremente educada y mal preparada para manejar el país. Otros han sido
cooptados por el régimen y pueden llegar a quedar expuestos en caso de que Qaddafi caiga.
Los desafíos para Libia son a la vez simples y problemáticos en comparación con aquellos que
deben afrontar Túnez y Egipto. Libia enfrenta la complejidad, no de la democratización, sino de
la creación de un Estado. Requiere de la construcción de una identidad nacional coherente y
de una administración pública que deje atrás el desastre de Qaddafi.

LOS DESAFÍOS FUTUROS


Los militantes jóvenes en cada uno de estos países han compartido ideas, tácticas y apoyo
moral. Pero confrontan con diferentes oponentes y operan en contextos distintos. Las
cruciales distinciones entre Túnez, Egipto y Libia condicionarán los resultados de sus
respectivos movimientos. Mientras que Túnez y Egipto lidian en sus propios términos con la
construcción de las instituciones políticas –Constituciones, partidos políticos y sistemas
electorales– Libia necesita comenzar por la construcción de los rudimentos de una sociedad
civil. Mientras Egipto se debate contra la sombra de un dominio militar, Túnez y Libia necesitan
redefinir sus relaciones entre sus privilegiadas capitales y sus postergados territorios
interiores. Tentador como es el abordar a las revueltas árabes como un movimiento único, sus
causas y objetivos futuros es una demostración de las profundas diferencias existentes entre
ellas.
Estas distinciones son importantes para los Estados Unidos y sus aliados. En el mes de Junio de
2009, algo más de noventa años después del contundente respaldo de Woodrow Wilson a la
autodeterminación, el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, revitalizó al Mundo
Árabe en su histórico discurso de El Cairo. Allí afirmó que él tiene la profunda creencia de que
las personas ansían ciertas cosas: la posibilidad de decir lo que piensan y tener voz y voto

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respecto de la forma en que son gobernados, confianza en el imperio de la ley y en igualitaria
administración de justicia, gobiernos que sean transparentes y no roben el dinero del pueblo,
la libertad de vivir como deseen hacerlo. Estas no son ideas norteamericanas, son derechos
humanos. Y es por eso que los impulsamos y los apoyamos en todas partes.
Su proclama no fue lo que produjo los levantamientos democráticos de inicios de este año en
el Mundo Árabe, pero despertó expectativas sobre cómo los Estados Unidos responderían ante
ellos. Si Washington espera cumplir con su promesa de apoyar estos derechos, necesitará
tener una comprensión fina de las circunstancias históricas de los levantamientos. El gobierno
de Obama deberá alentar y ejercer determinado control sobre algunos grupos e instituciones
en cada país, desde la defensa del movimiento obrero en Túnez a la limitación de los militares
en Egipto. En cada caso, los Estados Unidos no pueden procurar alcanzar los objetivos tan
elocuentemente identificados por Obama sin descartar la noción de una única clase de
revuelta árabe y comprender que deben lidiar con las condiciones existentes en cada uno de
los países.

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