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Tema 7. R. Descartes
Tema 7. R. Descartes
DESCARTES
La Europa de los pensadores racionalistas no es la Europa del Renacimiento. Tras una época
de esperanza, como fue el Renacimiento, sucede un período de desequilibrios: el siglo XVII es un
siglo inquieto, en el que se buscan nuevas soluciones para los graves problemas económicos, políticos
y religiosos que por aquel entonces afectan a Europa.
En el ámbito económico, la situación de los países europeos en los inicios del siglo XVII era
desigual. Por un lado, como consecuencia de la expansión colonial iniciada por españoles y
portugueses en el siglo anterior y seguida en el siglo XVII por Francia, Inglaterra y Holanda, se
produjo un espléndido desarrollo del comercio, que enriqueció a los Estados y a la ascendente clase
burguesa. Se origina, así, un incipiente capitalismo, de tipo mercantilista, que es favorecido por la
expansión del comercio marítimo y colonial. Pero, por otro lado, la mayoría de la población, dedicada
a la agricultura, se vio azotada y diezmada por las malas cosechas, el hambre, las guerras y los
brotes de la peste. En consecuencia, Europa vive una situación de crisis, de angustia y de
inestabilidad que remarca aún más los antagonismos sociales.
Políticamente, en los inicios del siglo XVII cuaja en Europa una centralización del poder
político. Los gobiernos surgidos de esta concentración de poder serán conocidos como monarquías
absolutas. Los Estados modernos, las monarquías absolutas, fueron una exigencia de la burguesía
mercantil que reclamaba libertad de tránsito de las mercancías, seguridad en su transporte y redes
viarias, fluviales y marítimas que las facilitaran. Este incremento comercial requería acabar con los
feudos, los gremios y la autonomía administrativa de los burgos, que suponían una traba al
crecimiento y a la libre expansión comercial. La burguesía apoyó la concentración del poder, lo que
dio a los reyes un control económico y político de los Estados, e incluso de la vida intelectual y
religiosa. Al mismo tiempo se produjo un considerable desarrollo de la organización política, pues los
monarcas ampliaron y mejoraron sus instrumentos de gobierno, tales como el ejército, la
administración, la diplomacia, etc. Centralizaron territorialmente el poder, gobernando el Estado
desde la capital. En Francia, país de origen de Descartes, destaca la monarquía de Luis XIV (1643-
1715), el Rey Sol; Felipe IV, en España; y la dictadura de Cromwell y Carlos II en Inglaterra.
Ideológicamente, las monarquías absolutas fueron defendidas por dos clases de teorías: la de
quienes -como Bossuet- veían en el monarca un representante de Dios, de quien le venía el poder, y
la que concebía al rey como el único medio de garantizar la tranquilidad del Estado y de evitar un
conflicto permanente por el choque de los intereses contrapuestos de los individuos, como defendía
Hobbes.
Pero los Estados modernos no impidieron las tensiones internas, que a veces desembocaron,
como en Inglaterra, en revoluciones y en guerra civil; tampoco resolvieron pacíficamente sus
diferencias internacionales. El siglo XVII fue un siglo de revueltas internas y de conflictos bélicos
entre Estados: la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), en la que participó Descartes, enfrentó a
católicos y protestantes de casi todos los Estados europeos, sembrando el continente de desolación
y muerte; de igual forma, Francia vivió permanentes revueltas de campesinos debidas al hambre y al
aumento de los impuestos para sufragar las guerras.
Con respecto a la estructuración social, en el siglo XVII perdura aún la sociedad estamental
(nobleza, clero y tercer estado –burguesía, campesinado, obreros, criados, artesanos…-), basada en
la propiedad de la tierra, pero los conflictos se agudizan en todas partes. Las crecientes
necesidades de los Estados para sufragar las guerras se traducen en impuestos que sangran a las
clases populares, de paso que favorecen el ascenso de la burguesía mercantil y financiera y de los
funcionarios de justicia y de policía. Se consolida, así, un nuevo tipo humano, el burgués, con una
nueva moral: el hombre dedicado al comercio y a la naciente industria valora el trabajo individual
como único medio de crear y acumular
riqueza, que es el rasgo distintivo del éxito; es la moral individual del éxito, aun a costa del
hundimiento de los demás. En lo mercantil, aparecen las primeras Bolsas en Amsterdam y en Londres.
Los banqueros, junto a las grandes Compañías de Indias, son los nuevos detentadores del poder
económico.
En relación con la situación religiosa, en el siglo XVII Europa recoge los frutos de la ruptura
de la unidad religiosa ocurrida en el siglo anterior con la escisión de Lutero y el cisma anglicano de
Enrique VIII, a las que siguió el movimiento de la Contrarreforma de la Iglesia católica, que
restauró el Tribunal de la Inquisición y convocó el Concilio de Trento. La división religiosa de Europa
se plasmó en enfrentamientos políticos y en guerras de religión. Mientras en Italia y España la
Contrarreforma mantuvo por imposición la unidad de la fe católica, los restantes países europeos
vivieron agitados por conflictos religiosos. Los europeos de inicios del siglo XVII eran, ciertamente,
creyentes en Dios, pero con el discurrir del siglo la seguridad de la fe se fue desvaneciendo en no
pocos intelectuales; la religión fue perdiendo el control de la vida intelectual y los clérigos vieron
mermado su poder.
En cuanto al contexto cultural, en el ámbito de la actividad intelectual y científica se inicia el
siglo con importantes transformaciones. La actividad intelectual se desarrolla en buena medida al
margen de los conductos hasta entonces oficiales, que no eran otros que las universidades
controladas por la Iglesia de Roma. Los distintos pensadores, filósofos o científicos, empiezan a
utilizar, junto al latín, las lenguas vernáculas (francés, inglés...). El latín va quedando reducido a
lengua académica en las universidades, pero el pueblo que puede leer las obras de los intelectuales -
la burguesía- no ha pasado por la Universidad tradicional, sino que se ha formado en centros
marginales a la misma.
Los protagonistas de la creación intelectual ya no son, en general, miembros de órdenes
religiosas; ni siquiera suelen ser profesores de Universidad. Los científicos y filósofos del siglo XVII,
como también ocurrirá en el siglo siguiente, o ejercen una actividad profesional con la que se ganan
la vida (el matemático francés Fermat era abogado, el filósofo Spinoza pulía lentes, otros fueron
ingenieros o pañeros), o imparten clases en centros paralelos a las universidades (Gassendi lo hizo
en el Collége de París), o poseen rentas o fortuna familiar (casos de Descartes y de Pascal), o
dependen económicamente de una corte, de la nobleza o de la Iglesia (como Hobbes, Locke o
Leibniz). Se acentúa, por tanto, la secularización de la cultura.La cultura artística y literaria, desde
finales del siglo XVI y hasta mediado el siglo XVIII, reproduce las crisis económicas, sociales y
políticas a que se ha hecho mención con un nuevo estilo: es el período denominado “Barroco”. El
estilo barroco responde a la sensibilidad de la época; en las creaciones pictóricas y arquitectónicas
pueden adivinarse el pesimismo, la desmesura, la necesidad de vivir intensamente en un mundo
plagado de amenazas e inseguridad. La sensación de provisionalidad, de inestabilidad, de fugacidad y
cambio está presente en todos los ámbitos culturales. En literatura, destacan nombres como
Shakespeare en Inglaterra; Molière y La Fontaine en Francia; Cervantes, Lope de Vega, Calderón,
Góngora, Gracián y Quevedo en España (el Siglo de Oro español). La pintura barroca se caracteriza
por el claroscuro, alcanzando gran celebridad Rubens, Rembrandt, Velázquez, el Greco y Murillo. La
música, con Pachelbel en el siglo XVII y, como máxima expresión del barroco en el siglo XVIII, con
Bach y Häendel, alcanza su máxima expresión.
Adentrándonos en el contexto filosófico, hay que señalar que en los inicios del siglo XVII la
Escolástica llevaba ya dos largos siglos cuestionada. En efecto, las primeras críticas serias se
habían producido en el siglo XIV con el nominalismo de Ockham, y en el período renacentista de los
siglos XV y XVI no faltaron intentos notables de superar el pensamiento escolástico, como los de
Nicolás de Cusa y Giordano Bruno. Los primeros filósofos modernos –Descartes, iniciador del
Racionalismo, y Bacon, iniciador del Empirismo- vivieron intensamente la sensación de que la
Escolástica, ese sistema de ideas y creencias basado, sobre todo, en la autoridad de Aristóteles y de
Tomás de Aquino, que había estado vigente en los siglos anteriores, había sucumbido. Vivieron,
además, en el contexto de la revolución científica, protagonizada en el Renacimiento por Copérnico,
Kepler y Galileo, que habían rechazado los planteamientos geocéntricos tradicionales y habían abierto
una nueva forma de entender el mundo, y fueron testigos de la destrucción de la unidad religiosa y de
las muchas acusaciones y conflictos que se derivaron
de esta división.
Todo esto mostraba que la sabiduría humana era muy difícil de alcanzar y que la posibilidad de
error era inherente a la actividad humana. No obstante, en este panorama, la revolución científica
constituía un éxito. Tenía muchos opositores y había recibido diferentes condenas, pero algunos
brillantes pensadores intuyeron su fuerza y quedaron fascinados por su capacidad demostrativa. Así,
en Francia, Holanda e Inglaterra, diferentes intelectuales con intereses científicos iniciaron una
nueva filosofía que tenía en cuenta el método y los descubrimientos de la nueva ciencia.
La filosofía moderna pretendía llevar a cabo investigaciones que, tal como lo hacían las de la
ciencia, abandonaran el terreno de la controversia y emprendieran un camino seguro y progresivo. La
filosofía quería alcanzar la seguridad matemática que es posible en la ciencia. Por otro lado, la nueva
ciencia necesitaba una garantía externa y superior que fundamentara la verdad del nuevo camino
iniciado y que integrara en un sistema coherente los resultados obtenidos. Ninguno de los protagonistas
de la revolución científica creó una fundamentación filosófica de su visión del mundo. Así pues, fue
tarea de los filósofos entusiastas de la nueva ciencia crear una filosofía que diera a esta ciencia
garantía y fundamentación.
Es en este contexto en el que se desarrollan el Racionalismo (en el continente europeo, siglos
XVII- XVIII) y el Empirismo (Gran Bretaña, siglos XVII-XVIII). El Racionalismo, representado por
Descartes, Spinoza, Leibniz y Malebranche, y el Empirismo, con Hobbes, Locke, Berkeley y Hume,
fueron las dos corrientes filosóficas que intentaron satisfacer estos objetivos. La cuestión central de
ambos movimientos de la filosofía moderna es el problema del conocimiento. Ambas corrientes
concedían importancia al método matemático y a la observación, al papel de la razón y al papel de la
experiencia, si bien, para los racionalistas, la última palabra la tenía siempre la razón y, para los
empiristas, en cambio, la experiencia. Los racionalistas buscaron una fundamentación metafísica de la
ciencia; los empiristas se centraron en el análisis del conocimiento en relación con la experiencia.
En el caso concreto del Racionalismo de Descartes, la fuente y el origen del conocimiento es la
razón; los conocimientos válidos y verdaderos, claros y distintos, proceden de la razón y no de los
sentidos. Los racionalistas consideran que la razón humana es la única facultad que puede conducir al
hombre al conocimiento de la verdad. Es una razón autónoma, capaz de sacar de sí misma las
verdades primeras y fundamentales (ideas innatas), a partir de las cuales deducir todas las demás.
El modelo de saber racionalista es el sistema deductivo de las matemáticas, donde todo
conocimiento se infiere de estos principios o ideas primeras. Así como la aplicación del método
matemático ha hecho progresar la física, también la aplicación de este mismo método a la filosofía
la hará avanzar con seguridad. Defienden, igualmente, que la razón puede alcanzar un conocimiento
válido de la totalidad de la realidad (Dios, alma, mundo), convirtiendo así a la metafísica en un saber
que fundamenta al resto de los saberes.
El Empirismo, en cambio, defiende que la fuente y los límites del conocimiento están en la
experiencia sensible, en los sentidos. No podemos ir más allá de lo que permite conocer nuestra
experiencia. Niega el innatismo; todas las ideas son adquiridas. Los empiristas siguen el método de
conocimiento propio de las ciencias naturales: observación, inducción y análisis de hechos.
2. Datos biográficos
René Descartes, filósofo y científico francés, nace en La Haya, una aldea de Turena, en la Bretaña
francesa, el 31 de marzo de 1596. Es el tercer hijo de una familia acomodada: su padre era consejero del
Parlamento de Rennes y su madre hija del teniente general de Poitiers. Al año siguiente muere su madre.
En 1604, con 8 años, ingresa en el colegio real “Enrique IV” de la Flèche, regentado por los jesuitas,
donde estudia Humanidades. A los 14 años inicia los estudios de Filosofía, que duran tres años. Estudia
lógica, física, metafísica y matemáticas. La enseñanza, de carácter escolástico, se centra en Aristóteles y
Tomás de Aquino. De esta enseñanza queda, según sus propias palabras, insatisfecho.
En 1618 se alista en el ejército del príncipe Mauricio de Nassau, gobernador de los Países Bajos, que,
aliados con Francia, luchaban contra los españoles. Conoce a Isaac Beeckman, sabio holandés que le inicia en
física-matemática y geometría. En 1619 se alista en el ejército del príncipe Maximiliano de Baviera, que
luchaba contra el rey de Bohemia. En el cuartel de invierno de Neuburg hizo un descubrimiento sensacional:
el del método.
De 1619 a 1628 se dedica a viajar. En Italia y París amplía sus estudios de matemática y
metodológicos. Escribe las Reglas para la dirección de la mente, su primer escrito fundamental, aunque no lo
publicarán hasta 1701, después de muerto. Esta obra expone los preceptos prácticos para el correcto uso de
la razón, sus reglas del método, que aparecerán después en el Discurso del método.
A partir de 1629 vivió en Holanda, donde encontró tranquilidad, independencia y libertad para su
actividad filosófica. Realizó algunos viajes a Francia e Inglaterra y mantuvo relaciones con filósofos y
hombres de ciencia de la época.
En 1637, deseoso de dar a conocer sus estudios físicos publica de forma anónima tres ensayos
titulados La dióptrica, los meteoros y la geometría, que van precedidos de un prólogo que es lo que se conoce
hoy como el Discurso del método. En él se expone tanto el método cartesiano como sus ideas filosóficas
fundamentales.
En 1641 publica las Meditaciones metafísicas; antes de publicarlas, requiere la opinión de los
filósofos más importantes de la época (Hobbes, Gassendi, Mersenne, etc.). Publica sus objeciones y las
respuestas que se les da (seis series) junto con la obra. En esta obra aparece con más claridad la novedad de
la filosofía cartesiana. Algunos profesores de las universidades holandesas la introducen en sus cátedras
provocando la reacción contraria de la Iglesia. Se le acusa de ateo y hereje entre otras cosas. La polémica
no acabará hasta bien entrada la Edad Moderna. En 1644 publica los Principios de la filosofía, donde resume
su metafísica y expone adelantos en las ciencias físico-naturales.
En 1649 la reina Cristina de Suecia le invita a ir a Estocolmo. Él, deseoso de tranquilidad para
dedicarse a sus estudios, acude, puesto que cada vez era más enconada la lucha entre los adversarios y los
defensores de sus ideas. En 1650 muere de pulmonía. No puede resistir los rigores del clima nórdico. Lo
entierran allí, pero más tarde (1666) lo llevan a París.
En su reflexión sobre el método, Descartes mantiene una actitud crítica frente al saber
escolástico de tu tiempo. A su juicio, era un tipo de pensamiento poco fundamentado, ya que el
criterio de verdad (basado en la fe en la verdad revelada y en la autoridad de lo dicho por
Aristóteles o la Iglesia) y el método sobre los que se sustentaba eran caducos, carecían de rigor y
validez. El método vigente durante la Edad Media había estado basado en el razonamiento
silogístico. Este tipo de razonamiento se fundamentaba en los ya señalados principios generales
alcanzados por la fe, o a través de Aristóteles o la Iglesia. En el Discurso del método Descartes
demuestra que el silogismo no es un "arte de descubrimiento": en los silogismos se subsume un caso
particular en una verdad más general, de forma que no se descubre nada nuevo, puesto que la
conclusión ya está en la premisa mayor. El silogismo, además, pierde su valor cuando se duda de la
verdad de estas premisas generales. En definitiva: el silogismo tiene más bien una utilidad
didáctica, sirve más para explicar a otro aquello que uno conoce que para aprender algo nuevo.
1
Una de las consecuencias más importantes de la regla de la evidencia es que la realidad pierde objetividad. La verdad pierde su dimensión ontológica: no hay
una verdad en la realidad, no hay una adecuación entre pensamiento y realidad. Ahora la verdad es una propiedad de las ideas, que las hace aparecer como
evidentes. Verdad es, para Descartes, igual a evidencia, y el mundo se subjetiviza, es un contenido de la conciencia del sujeto, lo que después planteará el
problema de cómo enlazar con el mundo material que percibimos a través de los sentidos.
El resultado de este método, a juicio de Descartes, será un sistema de conocimiento con
garantías de certeza, puesto que cada regla soporta y transmite la verdad en todo el recorrido.
Una vez formulado el método, Descartes comienza a aplicarlo para desarrollar ese árbol de
la ciencia del que hablábamos antes. Puesto que la raíz de este árbol es la metafísica, será éste el
primer paso que hemos de dar: ver cómo se puede aplicar el método cartesiano a la concepción de la
realidad.
Si queremos ser fieles al método, comenzaremos fijándonos en la primera regla: según ésta,
solo podemos aceptar como verdadero aquello que se nos presente con absoluta evidencia, es decir,
aquello de lo que no quepa la posibilidad de dudar. Por eso, Descartes adopta la duda como método,
como camino para alcanzar una verdad absolutamente evidente de la que nadie pueda dudar. Si
dudamos de todo nuestro conocimiento, pero aun así queda algo que siga presentándose como
evidente, ese resto indubitable y cierto puede considerarse como la primera verdad de esta
metafísica que estamos buscando. Esta viene a ser la propuesta cartesiana: pongamos a prueba
todas nuestras verdades, veamos si resisten incluso los más desconfiados y extravagantes
planteamientos de la duda, y si es así, podremos considerar que aquellas verdades que se nos sigan
presentando con evidencia son lo suficientemente sólidas como para construir toda la metafísica
sobre ellas. Éste es el sentido del proceso de la duda. La duda es, por tanto, metódica, una
exigencia del método.
Conviene subrayar que la duda cartesiana no es una duda escéptica2. En ningún caso pretende
2
El escepticismo como posición epistemológica había sido renovado por el pensamiento renacentista. En la 2ª parte del siglo XVI, Montaigne había insistido
en los viejos argumentos escépticos: la relatividad y el carácter indigno de confianza de la percepción sensible, la incapacidad de la mente para lograr la
verdad absoluta, nuestra ineptitud para resolver los problemas de enfrentamiento entre los sentidos y la razón.
Descartes destruir todas las verdades conocidas, rechazar las posibilidades del conocimiento, o
negar nuestra capacidad de conocer lo real. Su duda pretende tan solo buscar la verdad: se trata de
una estrategia, un camino cuyo destino último no es la suspensión del juicio o la incertidumbre, sino
la verdad evidente. De hecho, ya desde el planteamiento del método se muestra convencido de que
es posible alcanzar este tipo de verdades. De lo que se trata, por tanto, es de poner a prueba
nuestro conocimiento, con el objetivo de ver cuál resiste la prueba de la duda y puede servirnos
para construir el edificio del saber. Aunque aparentemente la duda pueda parecer una estrategia
destructiva, su propósito es, por el contrario, constructivo; la duda no es algo a lo que se llega, sino
un momento de tránsito exigido por el mismo método. Es una duda general, radical, porque afecta al
ámbito del saber en su totalidad, pero también es metódica, provisional, porque es un medio para
alcanzar la evidencia.
En opinión de Descartes, hay diversos motivos para la duda. En primer lugar, hay razones
extrínsecas, tales como las distintas opiniones de los filósofos, las diferentes costumbres de los
pueblos, etc. Pero hay otras razones, de carácter intrínseco, más importantes:
- 1ª razón: las falacias de los sentidos. Tenemos experiencia de que nuestros sentidos nos
engañan a menudo; ¿qué garantía tenemos de que no nos inducen siempre a error? Esto es altamente
improbable, pero la improbabilidad no equivale a certeza; de ahí que exista la posibilidad de duda.
- 2ª razón: imposibilidad de distinguir la vigilia del sueño. Por la primera razón debemos
dudar de los sentidos, es decir, dudamos que las cosas sean tal como las percibimos, pero esto no
quiere decir que realmente no existan. Descartes presenta una segunda razón para la duda mucho
más radical: muchas veces, en los sueños, percibimos objetos con gran nitidez y, al despertar,
comprobamos que no son reales. Hay que dudar de la realidad del mundo exterior porque no
tenemos una certeza absoluta de que existe realmente.
- 3ª razón: la hipótesis del genio maligno. La 2ª razón de duda parece no afectar a las
verdades matemáticas, que siempre son las mismas, independientemente de que estemos dormidos o
despiertos. Descartes introduce entonces la razón más radical de duda: la posibilidad de que exista
un genio maligno, de gran poder, que nos lleve al error incluso cuando creemos estar en lo cierto. En
este tercer momento es donde mejor aparece el carácter metodológico, no real, de la duda
cartesiana. Es un motivo hipotético, producto de la ficción y la inventiva3.
La duda parece llevarnos, en principio, al escepticismo. Si cualquiera de nosotros sigue este
camino de la duda, se irá dando cuenta de que progresivamente va perdiendo contacto con la
realidad: ya no podemos estar seguros de ninguna verdad sobre el mundo, y nuestra capacidad de
razonamiento se ve radicalmente cuestionada. Ninguna de nuestras creencias (basadas la mayoría
en la experiencia, en la tradición, en las costumbres o en la autoridad) sobreviviría a este ejercicio
filosófico que Descartes propone. Sin embargo, en el mismo acto de dudar el filósofo francés
encuentra una primera verdad indubitable sobre la que fundar su sistema: de la duda surge una
verdad que resiste toda duda, incluso la extraña hipótesis del genio maligno: “estoy dudando”. En el
acto de dudar puedo eliminar todo contenido, cualquier objeto de la duda. Puedo dudar de todo.
Pero de lo que no puedo poner en duda es que estoy dudando. Dado que la duda es una forma de
pensamiento, Descartes concluye: “Cogito, ergo sum” (“Pienso, luego existo”), primer principio
absolutamente evidente de su filosofía. Así pues, del hecho mismo de dudar surge la primera
certeza. Vistas todas las razones para la duda no hay más remedio que admitir la existencia del
propio sujeto que duda. Si dudo, si me engaño, estoy pensando, y mientras estoy pensando soy algo y
no nada, existo. Yo soy una cosa pensante, "res cogitans". Es ésta la primera verdad evidente tras el
proceso universal de la duda. Sobre ella ha de descansar el resto del conocimiento.
Es interesante señalar que el “cogito, ergo sum” justifica la existencia de un yo pensante,
pero diferenciado del cuerpo, el cual, percibido mediante los sentidos, se encuentra bajo la duda
metódica. Descartes convierte a esta primera verdad evidente en un principio modélico: mi
existencia como sujeto pensante es el modelo o prototipo de toda verdad y certeza. Y ello porque la
percibo con claridad y distinción. El nuevo criterio de certeza que nos propone Descartes es que
todo lo que nos
3
Llama la atención que, en todo este despliegue de la duda, Descartes permanece en el plano teorético; las creencias religiosas y las exigencias éticas están en
otra dimensión práctica, que él no cuestiona (véase la 3ª parte del Discurso del método).
aparezca con la misma claridad y distinción que la verdad del "cogito" va a ser verdadero y podrá
ser afirmado con toda certeza. La verdad del "cogito" es una verdad intuida, una intuición, no una
deducción; es una evidencia inmediata, una idea clara y distinta.
Respecto a esta primera afirmación cartesiana hay que tener en cuenta lo siguiente:
a. Los especialistas han debatido largamente sobre los antecedentes del “cogito”. Entre
ellos, destaca el referido a S. Agustín (s. IV), que el P. Mersenne indicó al propio Descartes. En su
Ciudad de Dios escribe S. Agustín: “Si enim fallor, sum” (si me engaño, soy), también contra el
escepticismo. Descartes contesta que el uso de S. Agustín difiere radicalmente del suyo: él quiere
probar la certidumbre de nuestro ser, mientras que para Descartes se trata de la primera verdad
sobre la que establecer la naturaleza pensante del yo.
b. Algunos pensadores tomaron la proposición como la conclusión de un silogismo que tendría
como premisa mayor "Todas las cosas que piensan existen". Pero si así fuera, la proposición "pienso,
luego soy" no sería la primera verdad, pues le antecedería la premisa citada. Descartes declara que
no se trata de un silogismo, sino de una verdad inmediata captada por intuición. (El problema quizás
esté en la conjunción ‘luego’, que puede dar la falsa impresión de encontrarnos ante un
razonamiento; la transcripción más fiel a Descartes sería “pensando... existo”: es una intuición, acto
de la evidencia inmediata).
c. Otros pensaron que no era necesario afirmar el pensamiento para alcanzar la existencia,
sino que era suficiente cualquier otra actividad. Por ejemplo, "camino, luego soy", "como, luego soy",
etc. Pero Descartes no tiene seguridad absoluta de la existencia de su cuerpo -2ª razón para la
duda-, luego ¿cómo podría afirmar ésta como primera verdad? No ocurre lo mismo con pensar. La
afirmación cartesiana es que existo como ser que piensa, no que existo como ser físico, biológico,
con cabeza, brazos y piernas.
e. En la afirmación del "pienso, luego existo", Descartes no se limita a afirmar la existencia
del pensar, del "cogito", sino que va más allá y afirma la existencia de la cosa que piensa, de la
sustancia pensante, que él considera espiritual e inmaterial. Se le ha criticado que la duda me da la
realidad del pensar, pero no la realidad de la "res cogitans" o cosa que piensa. También se le ha
criticado, en relación con la inmaterialidad de la "res cogitans", que Descartes no probó que la
materia fuese incapaz de pensar.
5.2. Teoría de la sustancia
El "cogito" o sustancia pensante ("res cogitans") es una cosa que piensa. El pensamiento en
Descartes es actividad del entendimiento, vida emocional, sentimental y volitiva; es decir, incluye
todos los actos psíquicos. La sustancia pensante es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma,
niega, quiere, no quiere, imagina, siente, etc.
Pese a este concepto amplio de "yo pensante", su existencia no implica la existencia de
ninguna otra realidad. El problema es, pues, cómo conseguir la certeza de que existe algo exterior a
mi pensamiento. A Descartes no le queda más remedio que deducir la existencia de la realidad a
partir de la existencia del pensamiento. De la primera verdad han de deducirse el resto de los
conocimientos, incluido el conocimiento de la existencia de las realidades extramentales.
Para dar este paso, Descartes cuenta con dos elementos:
- la realidad del pensamiento ("yo pienso")
- las ideas que piensa el sujeto.
Descartes utiliza el término “idea” para nombrar a aquellos contenidos de la mente que se
refieren a cosas, que son imágenes o representaciones de las mismas. Pero "pensar ideas" no le
soluciona el problema, en principio, pues puedo pensar lo que quiera, pero eso no justifica que mis
ideas se correspondan con la realidad extramental. En este sentido, Descartes se aleja de la
filosofía anterior. Según ésta, el pensamiento recae directamente sobre las cosas, no sobre las
ideas; es decir, si pienso que el mundo existe, estoy pensando en el mundo, no en mi idea de mundo.
Descartes, en cambio, cree que el yo es una sustancia pensante que piensa sobre ideas, no sobre
objetos; el pensamiento no recae directamente sobre las cosas -que no sabemos si existen- sino
sobre las ideas. Así, el sujeto piensa no en el mundo, sino en la idea de mundo.
La cuestión estriba en garantizar que a las ideas les corresponde una realidad; por ejemplo,
que a la idea de mundo le corresponde realmente el mundo. El problema es cómo encontrar la
manera de salir de la propia subjetividad y llegar a saber si hay cosas objetivas y cómo son estas
cosas.
Descartes distingue varios tipos de ideas (con esta división pretende analizar si algún tipo
de ideas nos sirven para romper el cerco del pensamiento y salir a la realidad extramental):
a. Ideas adventicias. Son aquellas que "parecen provenir" de nuestra experiencia externa.
Ej. la idea de hombre, gato, perro, etc. Decimos "parecen provenir" porque no sabemos si realmente
existe una realidad exterior.
b. Ideas facticias. Son construidas por la mente a partir de otras. Ej. la idea de unicornio,
sirena, caballo alado, etc. Tienen su origen en nuestra imaginación.
Estos dos tipos no nos sirven para demostrar la existencia de la realidad extramental. En el
caso de las adventicias, su validez depende de que la realidad externa quede probada; en cuanto a
las facticias, son meras construcciones mentales.
c. Ideas innatas. Son ideas que el entendimiento posee por naturaleza, en sí mismo. Ej. las
ideas de "pensamiento" y "existencia" que son vislumbradas en la percepción del "cogito".
Entre las ideas innatas, Descartes encuentra la idea de “infinito”. Porque dudo –afirma-
me percibo a mí mismo como un ser limitado, imperfecto, finito. Descartes invierte aquí la
explicación tradicional según la cual el concepto de “infinito” provendría de la idea de “finito” por
negación de los límites. Según él, el concepto de finito proviene de la idea de infinito, que no es una
idea que tenga origen en mí: ha tenido que ser puesta en mí por una naturaleza más perfecta que yo,
porque la causa de la idea de una sustancia infinita solo puede ser una sustancia infinita: Dios. A
partir de la presencia de la idea de Dios en la mente, Descartes prueba su existencia mediante los
siguientes argumentos:
1. Argumento ontológico. La idea que tenemos de Dios es que es el ser más perfecto que
existe. Como la existencia es una perfección, no puedo concebirlo sin esa perfección (en caso de
hacerlo, ya no sería Dios). Luego, Dios necesariamente existe. (De nuevo le serían aplicables las
críticas que al Argumento ontológico hacen Aquino y Kant).
2. Argumento basado en la causalidad aplicada a la idea de Dios. Con respecto a las
ideas, Descartes considera dos aspectos en ellas:
a. en cuanto que actos mentales son todas iguales, proceden del sujeto de la misma manera
(realidad subjetiva).
b. en cuanto que imágenes que representan cosas, es decir, en cuanto que poseedoras de un
contenido objetivo, unas ideas son diferentes de otras (realidad objetiva).
La idea como realidad objetiva requiere una causa real proporcionada, es decir, la causa de
una idea debe siempre tener al menos tanta perfección como la representada por la idea. Por
ejemplo, las ideas que representan a otros hombres o cosas naturales, no contienen nada tan
perfecto que no pueda ser producido por mí. Pero si el contenido objetivo de algunas de mis ideas
excede a la realidad propia de mí, yo no puedo ser la causa de tales ideas. Así, la idea de Dios, en
cuanto que representante de una realidad, en función de su contenido objetivo, requiere una causa
real proporcionada. Tengo una idea clara y distinta de infinito que no puede provenir de cosas
finitas; aun sumándolas todas, no llegaría nunca a la idea de infinito -la suma de finitos es siempre
finita-. La idea de infinito requiere una causa infinita. Ha sido causada en mí por una realidad
infinita, por un ser infinito, que es Dios. Lo mismo ocurre con la idea de un ser más perfecto que yo,
que solo puede haber sido puesta en mí por un ser que reúna todas las perfecciones que yo pueda
pensar. Luego, la simple presencia en mí de la idea de Dios demuestra la existencia de Dios.
Esta demostración cartesiana tiene como modelo las demostraciones escolásticas, basadas
en el principio de causalidad; pero, a diferencia de ellas, no parte de las cosas sensibles para llegar,
a través de la imposibilidad de remontarse hasta el infinito, a la causa primera, sino que parte de la
simple idea de Dios y pasa inmediatamente de su contenido representativo a su causa. La prueba se
funda de este modo únicamente en la naturaleza que Descartes atribuye a las ideas, y es típica del
cartesianismo.
3. Argumento de Dios como causa de mi ser. Dios no es solo causa de su idea en mí, sino
también causa de mi existencia. Yo, imperfecto, no puedo ser autor de mi ser; de serlo, no me
habría privado de las perfecciones que soy capaz de concebir.
Éstos son los argumentos defendidos por Descartes. Podríamos pensar que, dado que
Descartes demuestra primeramente la existencia del sujeto y, posteriormente, la existencia de
Dios precisamente a partir de una idea del sujeto, Dios es una instancia secundaria en el
pensamiento cartesiano. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el filósofo racionalista distingue
entre el orden de la esencia y el orden de la existencia: a nivel existencial, primero captamos
nuestro existir y después el de Dios, pero, esencialmente, en el orden del ser, Dios es anterior a
nosotros. Dios es la instancia primera.
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En el universo cartesiano, todo se reduce a materia y movimiento. La materia no implica por sí misma el movimiento. El movimiento del universo se explica
recurriendo a Dios como causa primera: Dios creó la materia y con ella el movimiento, y conserva invariable en el universo la cantidad de movimiento,
aunque ese movimiento esté continuamente transfiriéndose de un cuerpo a otro. En el universo de Descartes no hay causas finales (noción clave en la
ciencia aristotélica): todo se explica por leyes mecánicas. El mundo, una vez creado, marcha solo según estas leyes. Esta concepción del mundo como una
máquina recibe el nombre de mecanicismo. Con sus tesis mecanicistas, Descartes intenta fundamentar la física moderna –esencialmente matemática- y
explicar todos los fenómenos del universo y su estructura. El mecanicismo cartesiano se extiende incluso a los cuerpos vivos: plantas, animales y
hombres. Los animales no son otra cosa que materia en movimiento. Descartes los concibe como autómatas sin alma –sus movimientos son reacciones
puramente mecánicas al estímulo-, aunque autómatas perfectos puesto que han sido creados por Dios. Los fenómenos biológicos quedan reducidos a los
físicos, y ese mecanicismo se aplica también al cuerpo humano. En consecuencia, cuerpo y alma son radicalmente diferentes: el alma es pensamiento y el
cuerpo, materia extensa.