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R.

DESCARTES

1. Contexto histórico, cultural y filosófico

La Europa de los pensadores racionalistas no es la Europa del Renacimiento. Tras una época
de esperanza, como fue el Renacimiento, sucede un período de desequilibrios: el siglo XVII es un
siglo inquieto, en el que se buscan nuevas soluciones para los graves problemas económicos, políticos
y religiosos que por aquel entonces afectan a Europa.
En el ámbito económico, la situación de los países europeos en los inicios del siglo XVII era
desigual. Por un lado, como consecuencia de la expansión colonial iniciada por españoles y
portugueses en el siglo anterior y seguida en el siglo XVII por Francia, Inglaterra y Holanda, se
produjo un espléndido desarrollo del comercio, que enriqueció a los Estados y a la ascendente clase
burguesa. Se origina, así, un incipiente capitalismo, de tipo mercantilista, que es favorecido por la
expansión del comercio marítimo y colonial. Pero, por otro lado, la mayoría de la población, dedicada
a la agricultura, se vio azotada y diezmada por las malas cosechas, el hambre, las guerras y los
brotes de la peste. En consecuencia, Europa vive una situación de crisis, de angustia y de
inestabilidad que remarca aún más los antagonismos sociales.
Políticamente, en los inicios del siglo XVII cuaja en Europa una centralización del poder
político. Los gobiernos surgidos de esta concentración de poder serán conocidos como monarquías
absolutas. Los Estados modernos, las monarquías absolutas, fueron una exigencia de la burguesía
mercantil que reclamaba libertad de tránsito de las mercancías, seguridad en su transporte y redes
viarias, fluviales y marítimas que las facilitaran. Este incremento comercial requería acabar con los
feudos, los gremios y la autonomía administrativa de los burgos, que suponían una traba al
crecimiento y a la libre expansión comercial. La burguesía apoyó la concentración del poder, lo que
dio a los reyes un control económico y político de los Estados, e incluso de la vida intelectual y
religiosa. Al mismo tiempo se produjo un considerable desarrollo de la organización política, pues los
monarcas ampliaron y mejoraron sus instrumentos de gobierno, tales como el ejército, la
administración, la diplomacia, etc. Centralizaron territorialmente el poder, gobernando el Estado
desde la capital. En Francia, país de origen de Descartes, destaca la monarquía de Luis XIV (1643-
1715), el Rey Sol; Felipe IV, en España; y la dictadura de Cromwell y Carlos II en Inglaterra.
Ideológicamente, las monarquías absolutas fueron defendidas por dos clases de teorías: la de
quienes -como Bossuet- veían en el monarca un representante de Dios, de quien le venía el poder, y
la que concebía al rey como el único medio de garantizar la tranquilidad del Estado y de evitar un
conflicto permanente por el choque de los intereses contrapuestos de los individuos, como defendía
Hobbes.
Pero los Estados modernos no impidieron las tensiones internas, que a veces desembocaron,
como en Inglaterra, en revoluciones y en guerra civil; tampoco resolvieron pacíficamente sus
diferencias internacionales. El siglo XVII fue un siglo de revueltas internas y de conflictos bélicos
entre Estados: la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), en la que participó Descartes, enfrentó a
católicos y protestantes de casi todos los Estados europeos, sembrando el continente de desolación
y muerte; de igual forma, Francia vivió permanentes revueltas de campesinos debidas al hambre y al
aumento de los impuestos para sufragar las guerras.
Con respecto a la estructuración social, en el siglo XVII perdura aún la sociedad estamental
(nobleza, clero y tercer estado –burguesía, campesinado, obreros, criados, artesanos…-), basada en
la propiedad de la tierra, pero los conflictos se agudizan en todas partes. Las crecientes
necesidades de los Estados para sufragar las guerras se traducen en impuestos que sangran a las
clases populares, de paso que favorecen el ascenso de la burguesía mercantil y financiera y de los
funcionarios de justicia y de policía. Se consolida, así, un nuevo tipo humano, el burgués, con una
nueva moral: el hombre dedicado al comercio y a la naciente industria valora el trabajo individual
como único medio de crear y acumular
riqueza, que es el rasgo distintivo del éxito; es la moral individual del éxito, aun a costa del
hundimiento de los demás. En lo mercantil, aparecen las primeras Bolsas en Amsterdam y en Londres.
Los banqueros, junto a las grandes Compañías de Indias, son los nuevos detentadores del poder
económico.
En relación con la situación religiosa, en el siglo XVII Europa recoge los frutos de la ruptura
de la unidad religiosa ocurrida en el siglo anterior con la escisión de Lutero y el cisma anglicano de
Enrique VIII, a las que siguió el movimiento de la Contrarreforma de la Iglesia católica, que
restauró el Tribunal de la Inquisición y convocó el Concilio de Trento. La división religiosa de Europa
se plasmó en enfrentamientos políticos y en guerras de religión. Mientras en Italia y España la
Contrarreforma mantuvo por imposición la unidad de la fe católica, los restantes países europeos
vivieron agitados por conflictos religiosos. Los europeos de inicios del siglo XVII eran, ciertamente,
creyentes en Dios, pero con el discurrir del siglo la seguridad de la fe se fue desvaneciendo en no
pocos intelectuales; la religión fue perdiendo el control de la vida intelectual y los clérigos vieron
mermado su poder.
En cuanto al contexto cultural, en el ámbito de la actividad intelectual y científica se inicia el
siglo con importantes transformaciones. La actividad intelectual se desarrolla en buena medida al
margen de los conductos hasta entonces oficiales, que no eran otros que las universidades
controladas por la Iglesia de Roma. Los distintos pensadores, filósofos o científicos, empiezan a
utilizar, junto al latín, las lenguas vernáculas (francés, inglés...). El latín va quedando reducido a
lengua académica en las universidades, pero el pueblo que puede leer las obras de los intelectuales -
la burguesía- no ha pasado por la Universidad tradicional, sino que se ha formado en centros
marginales a la misma.
Los protagonistas de la creación intelectual ya no son, en general, miembros de órdenes
religiosas; ni siquiera suelen ser profesores de Universidad. Los científicos y filósofos del siglo XVII,
como también ocurrirá en el siglo siguiente, o ejercen una actividad profesional con la que se ganan
la vida (el matemático francés Fermat era abogado, el filósofo Spinoza pulía lentes, otros fueron
ingenieros o pañeros), o imparten clases en centros paralelos a las universidades (Gassendi lo hizo
en el Collége de París), o poseen rentas o fortuna familiar (casos de Descartes y de Pascal), o
dependen económicamente de una corte, de la nobleza o de la Iglesia (como Hobbes, Locke o
Leibniz). Se acentúa, por tanto, la secularización de la cultura.La cultura artística y literaria, desde
finales del siglo XVI y hasta mediado el siglo XVIII, reproduce las crisis económicas, sociales y
políticas a que se ha hecho mención con un nuevo estilo: es el período denominado “Barroco”. El
estilo barroco responde a la sensibilidad de la época; en las creaciones pictóricas y arquitectónicas
pueden adivinarse el pesimismo, la desmesura, la necesidad de vivir intensamente en un mundo
plagado de amenazas e inseguridad. La sensación de provisionalidad, de inestabilidad, de fugacidad y
cambio está presente en todos los ámbitos culturales. En literatura, destacan nombres como
Shakespeare en Inglaterra; Molière y La Fontaine en Francia; Cervantes, Lope de Vega, Calderón,
Góngora, Gracián y Quevedo en España (el Siglo de Oro español). La pintura barroca se caracteriza
por el claroscuro, alcanzando gran celebridad Rubens, Rembrandt, Velázquez, el Greco y Murillo. La
música, con Pachelbel en el siglo XVII y, como máxima expresión del barroco en el siglo XVIII, con
Bach y Häendel, alcanza su máxima expresión.
Adentrándonos en el contexto filosófico, hay que señalar que en los inicios del siglo XVII la
Escolástica llevaba ya dos largos siglos cuestionada. En efecto, las primeras críticas serias se
habían producido en el siglo XIV con el nominalismo de Ockham, y en el período renacentista de los
siglos XV y XVI no faltaron intentos notables de superar el pensamiento escolástico, como los de
Nicolás de Cusa y Giordano Bruno. Los primeros filósofos modernos –Descartes, iniciador del
Racionalismo, y Bacon, iniciador del Empirismo- vivieron intensamente la sensación de que la
Escolástica, ese sistema de ideas y creencias basado, sobre todo, en la autoridad de Aristóteles y de
Tomás de Aquino, que había estado vigente en los siglos anteriores, había sucumbido. Vivieron,
además, en el contexto de la revolución científica, protagonizada en el Renacimiento por Copérnico,
Kepler y Galileo, que habían rechazado los planteamientos geocéntricos tradicionales y habían abierto
una nueva forma de entender el mundo, y fueron testigos de la destrucción de la unidad religiosa y de
las muchas acusaciones y conflictos que se derivaron
de esta división.
Todo esto mostraba que la sabiduría humana era muy difícil de alcanzar y que la posibilidad de
error era inherente a la actividad humana. No obstante, en este panorama, la revolución científica
constituía un éxito. Tenía muchos opositores y había recibido diferentes condenas, pero algunos
brillantes pensadores intuyeron su fuerza y quedaron fascinados por su capacidad demostrativa. Así,
en Francia, Holanda e Inglaterra, diferentes intelectuales con intereses científicos iniciaron una
nueva filosofía que tenía en cuenta el método y los descubrimientos de la nueva ciencia.
La filosofía moderna pretendía llevar a cabo investigaciones que, tal como lo hacían las de la
ciencia, abandonaran el terreno de la controversia y emprendieran un camino seguro y progresivo. La
filosofía quería alcanzar la seguridad matemática que es posible en la ciencia. Por otro lado, la nueva
ciencia necesitaba una garantía externa y superior que fundamentara la verdad del nuevo camino
iniciado y que integrara en un sistema coherente los resultados obtenidos. Ninguno de los protagonistas
de la revolución científica creó una fundamentación filosófica de su visión del mundo. Así pues, fue
tarea de los filósofos entusiastas de la nueva ciencia crear una filosofía que diera a esta ciencia
garantía y fundamentación.
Es en este contexto en el que se desarrollan el Racionalismo (en el continente europeo, siglos
XVII- XVIII) y el Empirismo (Gran Bretaña, siglos XVII-XVIII). El Racionalismo, representado por
Descartes, Spinoza, Leibniz y Malebranche, y el Empirismo, con Hobbes, Locke, Berkeley y Hume,
fueron las dos corrientes filosóficas que intentaron satisfacer estos objetivos. La cuestión central de
ambos movimientos de la filosofía moderna es el problema del conocimiento. Ambas corrientes
concedían importancia al método matemático y a la observación, al papel de la razón y al papel de la
experiencia, si bien, para los racionalistas, la última palabra la tenía siempre la razón y, para los
empiristas, en cambio, la experiencia. Los racionalistas buscaron una fundamentación metafísica de la
ciencia; los empiristas se centraron en el análisis del conocimiento en relación con la experiencia.
En el caso concreto del Racionalismo de Descartes, la fuente y el origen del conocimiento es la
razón; los conocimientos válidos y verdaderos, claros y distintos, proceden de la razón y no de los
sentidos. Los racionalistas consideran que la razón humana es la única facultad que puede conducir al
hombre al conocimiento de la verdad. Es una razón autónoma, capaz de sacar de sí misma las
verdades primeras y fundamentales (ideas innatas), a partir de las cuales deducir todas las demás.
El modelo de saber racionalista es el sistema deductivo de las matemáticas, donde todo
conocimiento se infiere de estos principios o ideas primeras. Así como la aplicación del método
matemático ha hecho progresar la física, también la aplicación de este mismo método a la filosofía
la hará avanzar con seguridad. Defienden, igualmente, que la razón puede alcanzar un conocimiento
válido de la totalidad de la realidad (Dios, alma, mundo), convirtiendo así a la metafísica en un saber
que fundamenta al resto de los saberes.
El Empirismo, en cambio, defiende que la fuente y los límites del conocimiento están en la
experiencia sensible, en los sentidos. No podemos ir más allá de lo que permite conocer nuestra
experiencia. Niega el innatismo; todas las ideas son adquiridas. Los empiristas siguen el método de
conocimiento propio de las ciencias naturales: observación, inducción y análisis de hechos.

2. Datos biográficos

René Descartes, filósofo y científico francés, nace en La Haya, una aldea de Turena, en la Bretaña
francesa, el 31 de marzo de 1596. Es el tercer hijo de una familia acomodada: su padre era consejero del
Parlamento de Rennes y su madre hija del teniente general de Poitiers. Al año siguiente muere su madre.

En 1604, con 8 años, ingresa en el colegio real “Enrique IV” de la Flèche, regentado por los jesuitas,
donde estudia Humanidades. A los 14 años inicia los estudios de Filosofía, que duran tres años. Estudia
lógica, física, metafísica y matemáticas. La enseñanza, de carácter escolástico, se centra en Aristóteles y
Tomás de Aquino. De esta enseñanza queda, según sus propias palabras, insatisfecho.

En 1613 ingresa en la Facultad de Poitiers para estudiar Derecho y Medicina, licenciándose en


en 1616. Sin problemas económicos, decide emplear el resto de su juventud en “viajar, ver cortes y
ejércitos”, según sus propias palabras en el Discurso del método.

En 1618 se alista en el ejército del príncipe Mauricio de Nassau, gobernador de los Países Bajos, que,
aliados con Francia, luchaban contra los españoles. Conoce a Isaac Beeckman, sabio holandés que le inicia en
física-matemática y geometría. En 1619 se alista en el ejército del príncipe Maximiliano de Baviera, que
luchaba contra el rey de Bohemia. En el cuartel de invierno de Neuburg hizo un descubrimiento sensacional:
el del método.

De 1619 a 1628 se dedica a viajar. En Italia y París amplía sus estudios de matemática y
metodológicos. Escribe las Reglas para la dirección de la mente, su primer escrito fundamental, aunque no lo
publicarán hasta 1701, después de muerto. Esta obra expone los preceptos prácticos para el correcto uso de
la razón, sus reglas del método, que aparecerán después en el Discurso del método.

A partir de 1629 vivió en Holanda, donde encontró tranquilidad, independencia y libertad para su
actividad filosófica. Realizó algunos viajes a Francia e Inglaterra y mantuvo relaciones con filósofos y
hombres de ciencia de la época.

En 1637, deseoso de dar a conocer sus estudios físicos publica de forma anónima tres ensayos
titulados La dióptrica, los meteoros y la geometría, que van precedidos de un prólogo que es lo que se conoce
hoy como el Discurso del método. En él se expone tanto el método cartesiano como sus ideas filosóficas
fundamentales.

En 1641 publica las Meditaciones metafísicas; antes de publicarlas, requiere la opinión de los
filósofos más importantes de la época (Hobbes, Gassendi, Mersenne, etc.). Publica sus objeciones y las
respuestas que se les da (seis series) junto con la obra. En esta obra aparece con más claridad la novedad de
la filosofía cartesiana. Algunos profesores de las universidades holandesas la introducen en sus cátedras
provocando la reacción contraria de la Iglesia. Se le acusa de ateo y hereje entre otras cosas. La polémica
no acabará hasta bien entrada la Edad Moderna. En 1644 publica los Principios de la filosofía, donde resume
su metafísica y expone adelantos en las ciencias físico-naturales.

En 1649 la reina Cristina de Suecia le invita a ir a Estocolmo. Él, deseoso de tranquilidad para
dedicarse a sus estudios, acude, puesto que cada vez era más enconada la lucha entre los adversarios y los
defensores de sus ideas. En 1650 muere de pulmonía. No puede resistir los rigores del clima nórdico. Lo
entierran allí, pero más tarde (1666) lo llevan a París.

En 1663 la Iglesia católica condena y prohíbe sus Meditaciones metafísicas.

Descartes es considerado el padre de la filosofía moderna. Es también el creador de la geometría


analítica y el descubridor de la óptica geométrica.

3. La pasión por la razón y la certeza

El pensamiento cartesiano puede considerarse como una respuesta a la incertidumbre de la


época en la que fue formulado: por un lado, el hundimiento de un modelo científico (el geocentrismo)
y el nacimiento de una nueva forma de ver el universo (heliocentrismo), cuyas consecuencias
marcarán la Modernidad. Por otro lado, la época de Descartes está condicionada por la escisión que
se produce entre el catolicismo y el protestantismo. La ciencia y la religión, las dos grandes
“fuentes” de la verdad, se ven acosadas por la duda, problema teórico que se verá acompañado de
consecuencias prácticas: condena a Galileo, guerras de religión…
En estas circunstancias de crisis, Descartes intenta construir un sistema filosófico que
resuelva esa incertidumbre generalizada, encontrando en la razón humana la roca firme sobre la que
construir un sistema de conocimiento que resista el ataque de la duda, una filosofía en la que el
error no tenga cabida. Por eso, no es de extrañar que sean las matemáticas su ciencia preferida, y
que no valorara demasiado la educación libresca. El proyecto filosófico cartesiano destaca
precisamente por su aspiración a unificar todas las ciencias, que deben utilizar el mismo método. De
ahí que el problema del método sea uno de los que más atención reciba en su sistema: los errores
teóricos no proceden de la falta de inteligencia, sino del camino seguido para encontrar la verdad. Y
este método no puede ser otro que el matemático, como veremos a continuación. Este proyecto de
unificar las ciencias se
reflejará en una conocida metáfora cartesiana, según la cual todos los saberes humanos forman una
unidad orgánica, similar a un árbol:
“Toda la filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física y las
ramas que salen de ese tronco son todas las demás ciencias, las cuales se
pueden reducir a tres principales: la medicina, la mecánica y la moral.”
Bajo estos parámetros, la filosofía cartesiana intentará encontrar una
certeza sobre la que construir una ciencia segura e indudable, un desarrollo
teórico infalible que vuelva a posibilitar la aparición de verdades universales.
4. El método cartesiano

Para Descartes, la diversidad de opiniones y el error que de ella puede


derivarse no es consecuencia de una falta de inteligencia, sino del método
seguido. La inteligencia aplicada por el mal camino no puede conducirnos muy
lejos, y por eso hemos de plantearnos, antes de lanzarnos a la búsqueda de la
verdad, cuál es el camino que mejor puede conducirnos a su consecución.
Todos
los enfrentamientos y problemas teóricos pueden disolverse si fijamos un método que nos salve de
la crisis de fundamentos a la que antes hacíamos referencia, a ese vacío de verdad que se produce
en su época.

En su reflexión sobre el método, Descartes mantiene una actitud crítica frente al saber
escolástico de tu tiempo. A su juicio, era un tipo de pensamiento poco fundamentado, ya que el
criterio de verdad (basado en la fe en la verdad revelada y en la autoridad de lo dicho por
Aristóteles o la Iglesia) y el método sobre los que se sustentaba eran caducos, carecían de rigor y
validez. El método vigente durante la Edad Media había estado basado en el razonamiento
silogístico. Este tipo de razonamiento se fundamentaba en los ya señalados principios generales
alcanzados por la fe, o a través de Aristóteles o la Iglesia. En el Discurso del método Descartes
demuestra que el silogismo no es un "arte de descubrimiento": en los silogismos se subsume un caso
particular en una verdad más general, de forma que no se descubre nada nuevo, puesto que la
conclusión ya está en la premisa mayor. El silogismo, además, pierde su valor cuando se duda de la
verdad de estas premisas generales. En definitiva: el silogismo tiene más bien una utilidad
didáctica, sirve más para explicar a otro aquello que uno conoce que para aprender algo nuevo.

Tampoco le parece adecuado a Descartes un método de carácter empírico: además de dudar


de la información que nos transmiten los sentidos, el recurso a la experiencia no puede fundamentar
ningún principio general, pues habría que hacer una inducción completa, cosa imposible.
El método cartesiano tiene como referentes dos elementos distintos:
1. Por un lado, el método de resolución-composición de la escuela de Padua y Galileo. Según
este método, ante cualquier problema científico debían seleccionarse, en primer lugar, las variables
relevantes (propiedades esenciales), para, a continuación, en un proceso abstractivo, establecer
hipótesis teóricas expresadas matemáticamente que explicaran el fenómeno. De estas hipótesis se
deducirían (de ahí el nombre de método hipotético-deductivo) diversas consecuencias que debían
ser comprobadas por medio de un experimento, que evaluará su veracidad. Si bien este método
combina la experiencia con el trabajo deductivo, Descartes privilegia el razonamiento sobre
cualquier tipo de experimentación. El análisis conceptual y la deducción racional se imponen sobre el
conocimiento sensible, que a menudo es responsable de muchos de nuestros errores.
2. La influencia de las matemáticas. Si algo maravilla a Descartes de esta ciencia, es
precisamente que todos sus desarrollos pueden seguirse sin necesidad de apelar a la experiencia. En
matemáticas las verdades son evidentes y demostrables, y es suficiente la razón para conocerlas.
De hecho, el precedente más remoto del método cartesiano podemos encontrarlo ya en la geometría
de Euclides: se trata, en definitiva, de ir deduciendo nuevas y más complejas verdades tomando
como punto de partida otras más sencillas y evidentes.
Es, pues, necesario estudiar las características del método matemático para poder aplicarlo a
otras ciencias. Esto presupone que todas las ciencias sean similares, en el sentido de que el método
empleado en las matemáticas les pueda ser igualmente aplicable. Eso es lo que piensa Descartes: no
hay más que una ciencia, porque solo hay una sabiduría humana, una razón, aunque se aplique a
objetos diferentes; no hay más que una ciencia, aunque posea ramas interconectadas. Puesto que
solo hay una ciencia universal, solo puede haber un método científico. Descartes se aleja en esto de
los aristotélicos y escolásticos, quienes habían mantenido que los diferentes objetos de las
diferentes ciencias exigen métodos también diferentes. En opinión de Aristóteles, no podemos
aplicar en la ética el método que es apropiado en las matemáticas. Pero Descartes cree en un
método universal para una ciencia también universal.
El filósofo francés adopta un método único basado en la razón. La razón es igual en todos los
hombres; el problema está en dirigir bien esta razón. Define el método como una serie de reglas
cuyo destino es procurar el empleo correcto de las capacidades naturales de la mente:
"por método entiendo una serie de reglas ciertas y fáciles, tales que todo aquel que las
observe exactamente no tome nunca algo falso por verdadero, y, sin gasto alguno de esfuerzo
mental, sino por incrementar su conocimiento paso a paso, llegue a una verdadera comprensión de
todas aquellas cosas que no sobrepasen su capacidad." (Reglas para la dirección de la mente, IV)
Las operaciones fundamentales de la mente son dos: la intuición y la deducción.
La intuición es como un instinto natural que tiene por objeto de conocimiento las naturalezas
simples, los elementos simples. Mediante ella captamos una serie de conceptos que emanan de la
Razón misma, suprimiendo toda posible duda o error. Es una actividad puramente intelectual, un ver
intelectual tan claro y distinto que no deja lugar a la duda. Se trata, pues, de un acto puramente
racional por el que la mente ve de modo inmediato y transparente una idea. Esta capacidad, por la
que conocemos de un modo inmediato verdades evidentes, juega un papel fundamental en las dos
primeras reglas, como ahora veremos.
A partir de estos conceptos primitivos, primeros principios, se desarrolla todo el
conocimiento intelectual. Entre unas intuiciones y otras hay ciertas conexiones que la inteligencia
descubre y recorre por medio de la deducción. Deducción es "toda inferencia necesaria a partir de
otros hechos que son conocidos con certeza". Esta segunda facultad, por la que accedemos a nuevas
verdades a partir de las ya conocidas, es la protagonista de las dos últimas reglas.
Las reglas del método tienen como objeto el desarrollo de estas operaciones fundamentales
de la mente, con las cuales Descartes pretende, por un lado, evitar el error y llegar a verdades
indudables y, por otro, extraer nuevas verdades a partir de las ya conocidas. En el Discurso del
método Descartes nos resume su método y la forma de aplicarlo. Se trata de una serie de reglas
metodológicas que ya había desarrollado en sus Reglas para la dirección de la mente. Son las
siguientes:
a. Evidencia. No debemos admitir como verdadera cosa alguna, a no ser que sepamos con
evidencia que lo es. La verdad debe ser evidente. La evidencia consiste en la intuición intelectual de
una idea clara y distinta, que se caracteriza por la indubitabilidad y excluye toda posibilidad de
error. La evidencia es el criterio de verdad; se define por dos características esenciales: la
claridad y la distinción, que son definidas por Descartes en sus Principios de la filosofía:
“Llamo claro al conocimiento que se halla presente y manifiesto a un espíritu atento, como
decimos que vemos claramente los objetos cuando, hallándose presentes a nuestros ojos, obran
asaz fuertemente sobre ellos, y en cuanto éstos están dispuestos a mirarlos.”
“Llamo distinto al conocimiento que es tan preciso y diferente de todos los demás que no
abarca en sí sino lo que aparece manifiestamente a quien considera tal conocimiento como es
debido.”
Así pues, la claridad es la presencia o manifestación de un conocimiento a la mente, y la
distinción es su separación respecto de todo lo demás, que esté perfectamente determinado,
delimitado, de modo que no se confunda con los otros y no tenga nada que pertenezca a ellos.
Descartes mantiene que hay que evitar que los prejuicios oscurezcan la luz natural de la
razón.
El error sólo es posible si el espíritu juzga no en virtud de la evidencia, sino de los prejuicios, ya sea
por prevención o por precipitación. Hay que evitar ser precipitados, porque ello podría llevarnos a
tomar por verdadero lo que no lo es, pero también el ser excesivamente prevenidos, negándonos a
aceptar lo que es evidente1.
b. Análisis. El análisis, junto con la síntesis, constituye la clave del método. Consiste en
descomponer los múltiples datos del conocimiento en sus elementos más simples, en reducir las
cuestiones oscuras y complicadas a otras más simples, de forma que la mente pueda discernir e
intuirlos fácilmente. Este paso permitiría justificar los primeros principios de una ciencia, al poner
en claro de un modo sistemático cómo se alcanzan y por qué son afirmados. El análisis es, según
Descartes, toda una lógica del descubrimiento. Él está convencido de que sigue este paso en sus
Meditaciones metafísicas, resolviendo los múltiples datos de conocimiento en la proposición
existencial primaria: "Pienso, luego existo."
c. Síntesis. Una vez intuidos los elementos más
simples, la razón puede relacionarlos, gracias a la
deducción, siendo posible así el conocimiento de todas
las cosas. La síntesis es, por tanto, la reconstrucción
deductiva que lleva de lo simple a lo complejo.
Comenzamos por los primeros principios o proposiciones
más simples percibidas intuitivamente y procedemos a
deducir de manera ordenada, de modo que no omitamos
ningún paso. Se ha de tener en cuenta que la validez
última de la deducción descansa en la intuición, por lo
que cada paso también tiene que “verse” como evidente.
La síntesis es el complemento obligado del análisis.
d. Enumeración. El último paso consiste, según
Descartes, en "hacer en todo enumeraciones tan completas y revisiones tan generales que estuviera
seguro de no omitir nada." La cuarta regla es una medida de precaución: el filósofo exige que se
realicen distintas comprobaciones de todo el proceso recorrido, especialmente en lo que respecta al
análisis y la síntesis, que son las partes del método en las que más fácilmente pueden colarse los
errores. Mediante el recuento y la enumeración se comprueba el análisis; por medio de la revisión se
hace la comprobación de la síntesis.

1
Una de las consecuencias más importantes de la regla de la evidencia es que la realidad pierde objetividad. La verdad pierde su dimensión ontológica: no hay
una verdad en la realidad, no hay una adecuación entre pensamiento y realidad. Ahora la verdad es una propiedad de las ideas, que las hace aparecer como
evidentes. Verdad es, para Descartes, igual a evidencia, y el mundo se subjetiviza, es un contenido de la conciencia del sujeto, lo que después planteará el
problema de cómo enlazar con el mundo material que percibimos a través de los sentidos.
El resultado de este método, a juicio de Descartes, será un sistema de conocimiento con

garantías de certeza, puesto que cada regla soporta y transmite la verdad en todo el recorrido.

5. La aplicación del método: metafísica cartesiana

Una vez formulado el método, Descartes comienza a aplicarlo para desarrollar ese árbol de
la ciencia del que hablábamos antes. Puesto que la raíz de este árbol es la metafísica, será éste el
primer paso que hemos de dar: ver cómo se puede aplicar el método cartesiano a la concepción de la
realidad.

5.1. La duda metódica y el “cogito”

Si queremos ser fieles al método, comenzaremos fijándonos en la primera regla: según ésta,
solo podemos aceptar como verdadero aquello que se nos presente con absoluta evidencia, es decir,
aquello de lo que no quepa la posibilidad de dudar. Por eso, Descartes adopta la duda como método,
como camino para alcanzar una verdad absolutamente evidente de la que nadie pueda dudar. Si
dudamos de todo nuestro conocimiento, pero aun así queda algo que siga presentándose como
evidente, ese resto indubitable y cierto puede considerarse como la primera verdad de esta
metafísica que estamos buscando. Esta viene a ser la propuesta cartesiana: pongamos a prueba
todas nuestras verdades, veamos si resisten incluso los más desconfiados y extravagantes
planteamientos de la duda, y si es así, podremos considerar que aquellas verdades que se nos sigan
presentando con evidencia son lo suficientemente sólidas como para construir toda la metafísica
sobre ellas. Éste es el sentido del proceso de la duda. La duda es, por tanto, metódica, una
exigencia del método.

Conviene subrayar que la duda cartesiana no es una duda escéptica2. En ningún caso pretende

2
El escepticismo como posición epistemológica había sido renovado por el pensamiento renacentista. En la 2ª parte del siglo XVI, Montaigne había insistido
en los viejos argumentos escépticos: la relatividad y el carácter indigno de confianza de la percepción sensible, la incapacidad de la mente para lograr la
verdad absoluta, nuestra ineptitud para resolver los problemas de enfrentamiento entre los sentidos y la razón.
Descartes destruir todas las verdades conocidas, rechazar las posibilidades del conocimiento, o
negar nuestra capacidad de conocer lo real. Su duda pretende tan solo buscar la verdad: se trata de
una estrategia, un camino cuyo destino último no es la suspensión del juicio o la incertidumbre, sino
la verdad evidente. De hecho, ya desde el planteamiento del método se muestra convencido de que
es posible alcanzar este tipo de verdades. De lo que se trata, por tanto, es de poner a prueba
nuestro conocimiento, con el objetivo de ver cuál resiste la prueba de la duda y puede servirnos
para construir el edificio del saber. Aunque aparentemente la duda pueda parecer una estrategia
destructiva, su propósito es, por el contrario, constructivo; la duda no es algo a lo que se llega, sino
un momento de tránsito exigido por el mismo método. Es una duda general, radical, porque afecta al
ámbito del saber en su totalidad, pero también es metódica, provisional, porque es un medio para
alcanzar la evidencia.
En opinión de Descartes, hay diversos motivos para la duda. En primer lugar, hay razones
extrínsecas, tales como las distintas opiniones de los filósofos, las diferentes costumbres de los
pueblos, etc. Pero hay otras razones, de carácter intrínseco, más importantes:
- 1ª razón: las falacias de los sentidos. Tenemos experiencia de que nuestros sentidos nos
engañan a menudo; ¿qué garantía tenemos de que no nos inducen siempre a error? Esto es altamente
improbable, pero la improbabilidad no equivale a certeza; de ahí que exista la posibilidad de duda.
- 2ª razón: imposibilidad de distinguir la vigilia del sueño. Por la primera razón debemos
dudar de los sentidos, es decir, dudamos que las cosas sean tal como las percibimos, pero esto no
quiere decir que realmente no existan. Descartes presenta una segunda razón para la duda mucho
más radical: muchas veces, en los sueños, percibimos objetos con gran nitidez y, al despertar,
comprobamos que no son reales. Hay que dudar de la realidad del mundo exterior porque no
tenemos una certeza absoluta de que existe realmente.
- 3ª razón: la hipótesis del genio maligno. La 2ª razón de duda parece no afectar a las
verdades matemáticas, que siempre son las mismas, independientemente de que estemos dormidos o
despiertos. Descartes introduce entonces la razón más radical de duda: la posibilidad de que exista
un genio maligno, de gran poder, que nos lleve al error incluso cuando creemos estar en lo cierto. En
este tercer momento es donde mejor aparece el carácter metodológico, no real, de la duda
cartesiana. Es un motivo hipotético, producto de la ficción y la inventiva3.
La duda parece llevarnos, en principio, al escepticismo. Si cualquiera de nosotros sigue este
camino de la duda, se irá dando cuenta de que progresivamente va perdiendo contacto con la
realidad: ya no podemos estar seguros de ninguna verdad sobre el mundo, y nuestra capacidad de
razonamiento se ve radicalmente cuestionada. Ninguna de nuestras creencias (basadas la mayoría
en la experiencia, en la tradición, en las costumbres o en la autoridad) sobreviviría a este ejercicio
filosófico que Descartes propone. Sin embargo, en el mismo acto de dudar el filósofo francés
encuentra una primera verdad indubitable sobre la que fundar su sistema: de la duda surge una
verdad que resiste toda duda, incluso la extraña hipótesis del genio maligno: “estoy dudando”. En el
acto de dudar puedo eliminar todo contenido, cualquier objeto de la duda. Puedo dudar de todo.
Pero de lo que no puedo poner en duda es que estoy dudando. Dado que la duda es una forma de
pensamiento, Descartes concluye: “Cogito, ergo sum” (“Pienso, luego existo”), primer principio
absolutamente evidente de su filosofía. Así pues, del hecho mismo de dudar surge la primera
certeza. Vistas todas las razones para la duda no hay más remedio que admitir la existencia del
propio sujeto que duda. Si dudo, si me engaño, estoy pensando, y mientras estoy pensando soy algo y
no nada, existo. Yo soy una cosa pensante, "res cogitans". Es ésta la primera verdad evidente tras el
proceso universal de la duda. Sobre ella ha de descansar el resto del conocimiento.
Es interesante señalar que el “cogito, ergo sum” justifica la existencia de un yo pensante,
pero diferenciado del cuerpo, el cual, percibido mediante los sentidos, se encuentra bajo la duda
metódica. Descartes convierte a esta primera verdad evidente en un principio modélico: mi
existencia como sujeto pensante es el modelo o prototipo de toda verdad y certeza. Y ello porque la
percibo con claridad y distinción. El nuevo criterio de certeza que nos propone Descartes es que
todo lo que nos

3
Llama la atención que, en todo este despliegue de la duda, Descartes permanece en el plano teorético; las creencias religiosas y las exigencias éticas están en
otra dimensión práctica, que él no cuestiona (véase la 3ª parte del Discurso del método).
aparezca con la misma claridad y distinción que la verdad del "cogito" va a ser verdadero y podrá
ser afirmado con toda certeza. La verdad del "cogito" es una verdad intuida, una intuición, no una
deducción; es una evidencia inmediata, una idea clara y distinta.

Respecto a esta primera afirmación cartesiana hay que tener en cuenta lo siguiente:
a. Los especialistas han debatido largamente sobre los antecedentes del “cogito”. Entre
ellos, destaca el referido a S. Agustín (s. IV), que el P. Mersenne indicó al propio Descartes. En su
Ciudad de Dios escribe S. Agustín: “Si enim fallor, sum” (si me engaño, soy), también contra el
escepticismo. Descartes contesta que el uso de S. Agustín difiere radicalmente del suyo: él quiere
probar la certidumbre de nuestro ser, mientras que para Descartes se trata de la primera verdad
sobre la que establecer la naturaleza pensante del yo.
b. Algunos pensadores tomaron la proposición como la conclusión de un silogismo que tendría
como premisa mayor "Todas las cosas que piensan existen". Pero si así fuera, la proposición "pienso,
luego soy" no sería la primera verdad, pues le antecedería la premisa citada. Descartes declara que
no se trata de un silogismo, sino de una verdad inmediata captada por intuición. (El problema quizás
esté en la conjunción ‘luego’, que puede dar la falsa impresión de encontrarnos ante un
razonamiento; la transcripción más fiel a Descartes sería “pensando... existo”: es una intuición, acto
de la evidencia inmediata).
c. Otros pensaron que no era necesario afirmar el pensamiento para alcanzar la existencia,
sino que era suficiente cualquier otra actividad. Por ejemplo, "camino, luego soy", "como, luego soy",
etc. Pero Descartes no tiene seguridad absoluta de la existencia de su cuerpo -2ª razón para la
duda-, luego ¿cómo podría afirmar ésta como primera verdad? No ocurre lo mismo con pensar. La
afirmación cartesiana es que existo como ser que piensa, no que existo como ser físico, biológico,
con cabeza, brazos y piernas.
e. En la afirmación del "pienso, luego existo", Descartes no se limita a afirmar la existencia
del pensar, del "cogito", sino que va más allá y afirma la existencia de la cosa que piensa, de la
sustancia pensante, que él considera espiritual e inmaterial. Se le ha criticado que la duda me da la
realidad del pensar, pero no la realidad de la "res cogitans" o cosa que piensa. También se le ha
criticado, en relación con la inmaterialidad de la "res cogitans", que Descartes no probó que la
materia fuese incapaz de pensar.
5.2. Teoría de la sustancia

El "cogito" o sustancia pensante ("res cogitans") es una cosa que piensa. El pensamiento en
Descartes es actividad del entendimiento, vida emocional, sentimental y volitiva; es decir, incluye
todos los actos psíquicos. La sustancia pensante es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma,
niega, quiere, no quiere, imagina, siente, etc.
Pese a este concepto amplio de "yo pensante", su existencia no implica la existencia de
ninguna otra realidad. El problema es, pues, cómo conseguir la certeza de que existe algo exterior a
mi pensamiento. A Descartes no le queda más remedio que deducir la existencia de la realidad a
partir de la existencia del pensamiento. De la primera verdad han de deducirse el resto de los
conocimientos, incluido el conocimiento de la existencia de las realidades extramentales.
Para dar este paso, Descartes cuenta con dos elementos:
- la realidad del pensamiento ("yo pienso")
- las ideas que piensa el sujeto.
Descartes utiliza el término “idea” para nombrar a aquellos contenidos de la mente que se
refieren a cosas, que son imágenes o representaciones de las mismas. Pero "pensar ideas" no le
soluciona el problema, en principio, pues puedo pensar lo que quiera, pero eso no justifica que mis
ideas se correspondan con la realidad extramental. En este sentido, Descartes se aleja de la
filosofía anterior. Según ésta, el pensamiento recae directamente sobre las cosas, no sobre las
ideas; es decir, si pienso que el mundo existe, estoy pensando en el mundo, no en mi idea de mundo.
Descartes, en cambio, cree que el yo es una sustancia pensante que piensa sobre ideas, no sobre
objetos; el pensamiento no recae directamente sobre las cosas -que no sabemos si existen- sino
sobre las ideas. Así, el sujeto piensa no en el mundo, sino en la idea de mundo.
La cuestión estriba en garantizar que a las ideas les corresponde una realidad; por ejemplo,
que a la idea de mundo le corresponde realmente el mundo. El problema es cómo encontrar la
manera de salir de la propia subjetividad y llegar a saber si hay cosas objetivas y cómo son estas
cosas.
Descartes distingue varios tipos de ideas (con esta división pretende analizar si algún tipo
de ideas nos sirven para romper el cerco del pensamiento y salir a la realidad extramental):
a. Ideas adventicias. Son aquellas que "parecen provenir" de nuestra experiencia externa.
Ej. la idea de hombre, gato, perro, etc. Decimos "parecen provenir" porque no sabemos si realmente
existe una realidad exterior.
b. Ideas facticias. Son construidas por la mente a partir de otras. Ej. la idea de unicornio,
sirena, caballo alado, etc. Tienen su origen en nuestra imaginación.
Estos dos tipos no nos sirven para demostrar la existencia de la realidad extramental. En el
caso de las adventicias, su validez depende de que la realidad externa quede probada; en cuanto a
las facticias, son meras construcciones mentales.
c. Ideas innatas. Son ideas que el entendimiento posee por naturaleza, en sí mismo. Ej. las
ideas de "pensamiento" y "existencia" que son vislumbradas en la percepción del "cogito".
Entre las ideas innatas, Descartes encuentra la idea de “infinito”. Porque dudo –afirma-
me percibo a mí mismo como un ser limitado, imperfecto, finito. Descartes invierte aquí la
explicación tradicional según la cual el concepto de “infinito” provendría de la idea de “finito” por
negación de los límites. Según él, el concepto de finito proviene de la idea de infinito, que no es una
idea que tenga origen en mí: ha tenido que ser puesta en mí por una naturaleza más perfecta que yo,
porque la causa de la idea de una sustancia infinita solo puede ser una sustancia infinita: Dios. A
partir de la presencia de la idea de Dios en la mente, Descartes prueba su existencia mediante los
siguientes argumentos:

1. Argumento ontológico. La idea que tenemos de Dios es que es el ser más perfecto que
existe. Como la existencia es una perfección, no puedo concebirlo sin esa perfección (en caso de
hacerlo, ya no sería Dios). Luego, Dios necesariamente existe. (De nuevo le serían aplicables las
críticas que al Argumento ontológico hacen Aquino y Kant).
2. Argumento basado en la causalidad aplicada a la idea de Dios. Con respecto a las
ideas, Descartes considera dos aspectos en ellas:
a. en cuanto que actos mentales son todas iguales, proceden del sujeto de la misma manera
(realidad subjetiva).
b. en cuanto que imágenes que representan cosas, es decir, en cuanto que poseedoras de un
contenido objetivo, unas ideas son diferentes de otras (realidad objetiva).
La idea como realidad objetiva requiere una causa real proporcionada, es decir, la causa de
una idea debe siempre tener al menos tanta perfección como la representada por la idea. Por
ejemplo, las ideas que representan a otros hombres o cosas naturales, no contienen nada tan
perfecto que no pueda ser producido por mí. Pero si el contenido objetivo de algunas de mis ideas
excede a la realidad propia de mí, yo no puedo ser la causa de tales ideas. Así, la idea de Dios, en
cuanto que representante de una realidad, en función de su contenido objetivo, requiere una causa
real proporcionada. Tengo una idea clara y distinta de infinito que no puede provenir de cosas
finitas; aun sumándolas todas, no llegaría nunca a la idea de infinito -la suma de finitos es siempre
finita-. La idea de infinito requiere una causa infinita. Ha sido causada en mí por una realidad
infinita, por un ser infinito, que es Dios. Lo mismo ocurre con la idea de un ser más perfecto que yo,
que solo puede haber sido puesta en mí por un ser que reúna todas las perfecciones que yo pueda
pensar. Luego, la simple presencia en mí de la idea de Dios demuestra la existencia de Dios.
Esta demostración cartesiana tiene como modelo las demostraciones escolásticas, basadas
en el principio de causalidad; pero, a diferencia de ellas, no parte de las cosas sensibles para llegar,
a través de la imposibilidad de remontarse hasta el infinito, a la causa primera, sino que parte de la
simple idea de Dios y pasa inmediatamente de su contenido representativo a su causa. La prueba se
funda de este modo únicamente en la naturaleza que Descartes atribuye a las ideas, y es típica del
cartesianismo.
3. Argumento de Dios como causa de mi ser. Dios no es solo causa de su idea en mí, sino
también causa de mi existencia. Yo, imperfecto, no puedo ser autor de mi ser; de serlo, no me
habría privado de las perfecciones que soy capaz de concebir.

Éstos son los argumentos defendidos por Descartes. Podríamos pensar que, dado que
Descartes demuestra primeramente la existencia del sujeto y, posteriormente, la existencia de
Dios precisamente a partir de una idea del sujeto, Dios es una instancia secundaria en el
pensamiento cartesiano. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el filósofo racionalista distingue
entre el orden de la esencia y el orden de la existencia: a nivel existencial, primero captamos
nuestro existir y después el de Dios, pero, esencialmente, en el orden del ser, Dios es anterior a
nosotros. Dios es la instancia primera.

Demostrada la existencia de Dios, Descartes pasa a demostrar la existencia del mundo.


Puesto que Dios existe y es infinitamente bondadoso y veraz, no puede permitir que yo caiga en el
error al creer que el mundo existe; luego el mundo existe realmente. Dios es la garantía de que a
mis ideas corresponde una realidad extramental, es el fundamento objetivo de la veracidad de
mis ideas (Teologismo gnoseológico).
Hasta tal punto garantiza Dios la verdad de mis ideas que lo que se hace problemático es
explicar cómo es posible que el hombre se equivoque. El error sólo es posible cuando la voluntad del
hombre va más allá de su entendimiento y asiente a ideas que no son claras y distintas. Si el hombre
sólo atendiera a las ideas claras y distintas de su mente, entonces nunca se equivocaría.
Descartes ha probado, pues, la existencia de las cosas corpóreas.
Distingue, así, tres esferas o ámbitos en la realidad:
- Dios o sustancia infinita.
- El yo o sustancia pensante.
- El mundo o sustancia extensa.
Como se observa, el concepto fundamental de la ontología cartesiana es el de sustancia.
Define la sustancia como "una cosa existente que no requiere más que de sí misma para existir".
Entendido en sentido literal, sólo es aplicable la definición a Dios, porque sólo Él es absolutamente
autosuficiente. Pero Descartes no saca la conclusión espinoziana de que solamente hay una
sustancia, Dios, y que el resto de los seres son modificaciones de esa sustancia única. En su opinión,
la palabra "sustancia" no es unívoca, no se dice de todas las cosas de la misma manera; se aplica
primariamente a Dios y luego, secundaria y analógicamente a las criaturas. Así, son sustancias
aquellos seres creados que sólo necesitan del concurso divino para existir, a diferencia de aquellos
otros que necesitan, además, de otros seres creados.
Dejando a un lado a Dios, distinguiríamos, pues, dos tipos de sustancias, ambas creadas, que
son las sustancias corpóreas y las sustancias pensantes. Son cosas que sólo necesitan del concurso
de Dios para existir. Parece ser que la idea de Descartes era señalar con esta noción de sustancia la
independencia mutua de la sustancia pensante y la sustancia extensa, que no necesitan la una de la
otra para existir. Ambas sustancias son independientes. El filósofo francés fundamenta esto en el
hecho de que se tienen de ellas ideas claras y distintas: "tengo una idea clara y distinta de mí
mismo, en cuanto cosa que piensa, y tengo una idea distinta del cuerpo, en cuanto que es una cosa
extensa y no pensante". La nota más destacada de la noción de sustancia es su autonomía o
independencia. Sin embargo, en algunos lugares Descartes habla de una cierta interacción entre
ellas.
Cada sustancia tiene un atributo principal, aunque tienen otros, que constituye la esencia o
naturaleza de la sustancia. Son inseparables de las sustancias de las que son atributo. En la
sustancia pensante el atributo principal es el pensamiento. En la sustancia corpórea es la extensión.
Estos atributos pueden tener modificaciones variables o modos: en la res cogitans los modos que
corresponden al atributo del pensamiento son odiar, desear, querer, entender, etc; en la res
extensa,
los modos son la posición, la figura o forma, el peso, la cantidad... En el caso de Dios, puesto que en
Él no hay cambios, no podemos atribuirle modos, sino solamente atributos: infinitud, eternidad,
inmutabilidad, independencia, omnisciencia, omnipotencia...
Con respecto a la relación entre ambas sustancias, pensante y extensa, o alma y cuerpo, el
aristotelismo y, con él, Tomás de Aquino, había mantenido que el ser humano es una unidad. En la
teoría de Descartes parece difícil mantener que haya una relación tan íntima entre ambos factores.
En principio, Descartes empieza diciendo que el yo es una naturaleza cuya toda esencia es pensar;
en esa idea clara y distinta no está incluido el cuerpo -no forma parte de mí como sustancia
pensante-; luego, parece seguirse que el cuerpo no pertenece a mi esencia o naturaleza. En ese caso,
yo soy un alma alojada en un cuerpo (el alma actúa como piloto que guía una nave, puesto que mueve
al cuerpo y dirige sus actividades).
Sin embargo, no es ésta la idea definitiva de Descartes. El planteamiento es el siguiente: las
sensaciones de dolor, hambre, sed, etc., que yo siento, me demuestran que no estoy solamente
alojado en el cuerpo, sino que estoy íntimamente unido a él, que parezco componer con él un solo
todo. Si así no fuera, cuando mi cuerpo es herido, yo, que sólo soy una sustancia pensante, no
sentiría dolor, sino que percibiría la herida por el solo entendimiento (lo mismo que el marinero
percibe por la vista que algo ha sido dañado en su navío).
Descartes intenta averiguar un punto de interacción: la parte del cuerpo en que el alma
ejerce sus funciones no es el corazón, ni el conjunto del cerebro, sino una parte de éste, interior, a
la que llama glándula pineal. A través de ésta tendría lugar la interacción cuerpo-alma.
Pero, en cualquier caso, pese a la interacción, alma y cuerpo son sustancias distintas, y con
ello Descartes pretende salvaguardar la autonomía del alma respecto de la materia. Su idea de la
materia y, por tanto, del mundo, encuadra en la concepción mecanicista y determinista 4, que niega
cualquier posibilidad de libertad; sólo alejando al alma de la necesidad mecanicista es posible
perfilar un lugar para la libertad.

4
En el universo cartesiano, todo se reduce a materia y movimiento. La materia no implica por sí misma el movimiento. El movimiento del universo se explica
recurriendo a Dios como causa primera: Dios creó la materia y con ella el movimiento, y conserva invariable en el universo la cantidad de movimiento,
aunque ese movimiento esté continuamente transfiriéndose de un cuerpo a otro. En el universo de Descartes no hay causas finales (noción clave en la
ciencia aristotélica): todo se explica por leyes mecánicas. El mundo, una vez creado, marcha solo según estas leyes. Esta concepción del mundo como una
máquina recibe el nombre de mecanicismo. Con sus tesis mecanicistas, Descartes intenta fundamentar la física moderna –esencialmente matemática- y
explicar todos los fenómenos del universo y su estructura. El mecanicismo cartesiano se extiende incluso a los cuerpos vivos: plantas, animales y
hombres. Los animales no son otra cosa que materia en movimiento. Descartes los concibe como autómatas sin alma –sus movimientos son reacciones
puramente mecánicas al estímulo-, aunque autómatas perfectos puesto que han sido creados por Dios. Los fenómenos biológicos quedan reducidos a los
físicos, y ese mecanicismo se aplica también al cuerpo humano. En consecuencia, cuerpo y alma son radicalmente diferentes: el alma es pensamiento y el
cuerpo, materia extensa.

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