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Capitulo 62 Atenas, marzo de 415 a. C. El murmullo expectante subié de tono y de pronto estallé en un clamor de entusiasmo. Querefonte, apoyado en una columna de la galeria del gimnasio, se gird a tiempo de ver a Perseo cruzar la linea de meta con varios pasos de ventaja sobre los atletas con los que estaba entrenando. Una multitud de espectadores aplaudié enfervorizada y Perseo levanté una mano para saludar. Querefonte lo siguié con atencién mientras regresaba a la linea de salida. El cuerpo desnudo del pupilo de Sécrates era grande y fuerte, parecia mentira que hubiera sido un bebé diminuto en brazos de Eurimaco. Lo observé unos segundos con un gesto adusto y luego se volvié de nuevo hacia Sécrates, que conversaba en la galeria con un grupo de jévenes. La mayoria eran aristécratas y sus ricos atuendos contrastaban con el manto desgastado del fildsofo, que como era habitual iba descalzo y tanto su barba como sus cabellos grisdceos presentaban un aspecto un tanto desciidado. Querefonte solia limitarse a observar un poco apartado y con cierta inquictud en jornadas como aquélla, en que rodeaban a Sécrates vastagos de la aristocracia que desaparecerian tras escucharlo unos pocos di Uno de los acompaiiantes del filésofo sefialé hacia el otro extremo de la galerfa. —Mirad, ahi est el sofista Hipias de Elide. Acaba de regresar a la ciudad y dicen que es uno de los hombres mas sabios que existen. {No te parece, Sécrates, que resultaria interesante hablar con él? Sécrates miré hacia Hipias, al que una veintena de jévenes escuchaba bajo la sombra del pértico del gimnasio. El sofista ofrecia una imagen opuesta a la suya: lucia una tanica resplandeciente con Iujosos ribetes, capa pirpura y un aire de suficiencia que se vefa reforzado por el pausado vuelo de sus manos al hablar. Sécrates se dirigié a sus oyentes con un tono alegre —Si de verdad Hipias es uno de los hombres més sabios, nuestra obligacién es conversar con él. Acompafiadme. Querefonte se aparté de la columna y los siguié manteniéndose rezagado. Las arrugas de su cefio se hicieron més profundas mientras recorrian la galeria. A su izquierda los atletas continuaban ejercitindose en las soleadas pistas de tierra del gimnasio. —Oh, sabio Hipias —Es cierto, Sécrates. —El tono de Hipias era tan petulante como su expresién—. En Elide consideran que soy su embajador mas competente, y en los iltimos tiempos me han enviado a muchas ciudades, sobre todo a Esparta. —Vaya, es admirable que ademas de obtener mucho dinero con tus lecciones particulares, prestes un servicio piblico tan valioso a tu patria. Hipias sonrié satisfecho. Alzé un poco més la barbilla y recorrié con la mirada a todos los que estaban escuchando. Advirtié regocijado que algunos hombres que habjan estado contemplando el entrenamiento de los atletas se acercaban por la galeria para asistir a aquella conversacién. —El arte de los sofistas —continué Sécrates— ciertamente se ha perfeccionado por encima de la ciencia de los antiguos, como Anaxagoras 0 Tales de Mileto, que no abarcaban los negocios privados y los publicos. Gorgias el sofista fue honrado en ‘Atenas como embajador de los ieontinos, y ademas obtuvo sumas considerables ensefiando a los jévenes. Lo mismo ocurtié con Prédico, que enviado por los habitantes de Ceos obtuvo el aplauso de nuestra Asamblea y una fortuna dando lecciones. Y no olvidemos a Protagoras, que antes de ellos habia hecho lo mismo. Hipias levanté un dedo para hacer una observacién a las palabras de Sécrate —Dices bien, pero aun asi creo que te sorprenderd saber que s6lo en Sicilia, donde Protégoras ya se habia instalado, obtuve en poco tiempo més de ciento cincuenta minas. —jEs magnifico, Hipias! —Sécrates sefialé a los jévenes que los rodeaban—. Y sin duda el pueblo piensa lo mismo, porque se dice que un sabio primero debe serlo para si mismo, y el objeto de vuestra filosofia es enriquecerse. —Ignoré el atisbo de confusién en el semblante del sofista y prosiguié répidamente—. Dejemos eso y dime en qué ciudad has ganado més. ,Quizd en Esparta, adonde tantas veces has ido? —No, jpor Zeus! Sus leyes rechazan la educacién extranjera..., si bien eso no evité que escucharan fascinados mi discurso sobre las bellas ocupaciones que convienen a los jvenes. Querefonte advirtié desde la cola del grupo que durante un instante los ojos saltones de Sécrates se abrian un poco mds. También se dio cuenta de que ya habia mis de treinta personas escuchandolos. —Eso me recuerda, querido Hipias, que el otro dia, escuchando un discurso, alabé las partes que me parecian bellas y critiqué las que no me lo parecian. Después de hacerlo, un hombre me pregunt6 con severidad: «;Quién te ha ensefiado lo que es bello y lo que es feo? {Acaso eres capaz de decir qué es la belleza?». Mi simpleza me impidié responderle, y me dije que la préxima vez que me encontrara con alguno de vosotros, sabios como sois, os pediria que me instruyerais sobre qué es la belleza. Te ruego que me lo expliques con claridad para poder enfrentarme otra vez.a este hombre sin que vuelva a burlarse de mi. —Nada més sencillo, Sécrates. Si no fuera capaz de algo asi, se me consideraria un necio. —iPor Hera, muy bien dicho, Hipias! Tan s6lo permiteme ocupar el papel de ese hombre, y presentarte las objeciones que él me podria hacer. —Haz como te parezca, Sécrates, pero dale esta respuesta y no tendré nada mas que preguntar: la belleza es una joven hermosa. Socrates alz6 las manos. —Tu respuesta es maravillosa, Hipias. —Ladeé ligeramente la cabeza—. Cuando se la presente a este hombre, gcrees que no me hard ninguna objecién? —Nada podré decirte, y todos los presentes te darn su conformidad. —El sofista paseé la mirada por sus oyentes, que murmuraron respuestas de aprobacién. —Es probable que sea asi; sin embargo, creo que este hombre me diria: guna hermosa yegua no es también una cosa bella? —Asi es, Sécrates, en mi tierra hay jacas muy hermosas. —E proseguirfa: ¢y una hermosa lira, no es una cosa bella? —Sin duda. —2Y una hermosa cacerola? —jeQué dices, Sécrates?! No es posible que ese hombre sea tan grosero que se sirva de un objeto as{ de vulgar para tratar una materia tan elevada. Sécrates compuso una expresién pesaro: —Me temo que si lo es, pero aun asi debemos responderle, gy acaso de una cacerola bien elaborada, perfectamente alisada y con elegantes asas, no se puede decir que es bella? —Puede decirse, claro, pero es obvio que la més hermosa comparas con una joven hermosa. —Comprendo bien lo que me dices, Hipias, aunque este hombre replicaria que del mismo modo la mas hermosa de las jvenes es fea si la comparamos con una diosa. 2Y no tendria razén? —Indudablemente. Sécrates enarcé las cejas. —Pero entonces se echarfa a reir, y diria que le he dado como definicién de belleza algo que yo mismo tan pronto admito que es bello como feo. Incluso me preguntaria si de verdad considero que la belleza en si misma, aquello que hace bellas a todas las cosas que lo son, es en realidad una doncella, una yegua o una lira. En la galeria se alzaron algunos murmullos apreciativos que crisparon el rostro de Hipias. Querefonte se pregunté si el sofista todavia no se habria percatado de que Sécrates se referia a si mismo cuando hablaba de aquel hombre tan inconformista con las respuestas. Por todos los dioses, Sécrates. Es facil responderle, pero este hombre es un imbécil que no entiende una palabra de belleza. Dile que la belleza que busca no es sino el oro, pues aplicado a una cosa que antes era fea la convierte en bell —Ay, Hipias, no conoces la terquedad de nuestro hombre, y cualquier respuesta que le dé la examinard detenidamente. —Tendrd que rendirse a la verdad, y si la combate, habra que rechazarlo como a un impertinente. —No obstante, amigo mio, él responderia: «Imbécil, gerees que Fidias era un ignorante? No hizo de oro el semblante de la Atenea del Partenén, ni sus manos ni sus pies, sino que los hizo de marfib». Qué tendré que responder a esto, Hipias? idias hizo bien, pues también el marfil es una cosa bella. —«Y las piedras preciosas?», me preguntard él, ya que Fidias las puso en las nifias de los ojos de Atenea en lugar del marfil, {Confesaremos, Hipias, que una piedra preciosa puede ser bella? cerola no es bella si la —Puede serlo, cuando cuadra bien como en los ojos de Atenea. —{Y cuando no cuadra, diremos que es fea? —Asi es, Sécrates. Lo que cuadra bien a una cosa es lo que la hace bella — remarcé aquella aseveracién con un gesto enérgico de su dedo extendido. —Excelente, pero nuestro hombre continuaria: si vamos a cocinar con la bella cacerola de la que hablabamos antes, {qué cuchara le convendra mas, una de higuera ouna de oro? —jPor Hércules! Sécrates, este hombre es un ignorante. —Es cierto que fatiga con sus preguntas. No obstante, ;qué le diremos, Hipias? —La de higuera conviene mas, pero no me gustarfa razonar con un hombre que hace semejantes preguntas. —Tienes razén, no seria justo que un sabio al que admira toda Grecia, tan bien vestido y calzado, tuviera que escuchar un lenguaje tan Ilano. Sin embargo, a mi no me importa conversar con este personaje. Con respecto a si la belleza es lo mismo que el oro, pienso que ha quedado establecida su falsedad. —{Quieres, Sécrates, que te dé una definicién de belleza que ponga fin a estos argos y fastidiosos discursos? —Eso es justo lo que quiero, Hipias. —Digo, pues, que en todo lugar, en todo tiempo y por todo el mundo es siempre una cosa muy bella el buen comportamiento, ser rico, verse honrado por los griegos, alargar mucho la vida, y recibir de los hijos los tltimos honores con la misma piedad y magnificencia con que han sido dispensados a los padres. ‘Algunos de los jévenes aristécratas que habian acudido con Sécrates sonrieron ante la exasperacién de Hipias. Querefonte, sin embargo, se mantenia en tensin y solo deseaba que el didlogo terminara. Su amigo proclamé que la tltima respuesta era muy digna del sofista, y acto seguido expuso cémo se refutaria con facilidad «Hipias nunca se ha visto en otra igual. —Querefonte observé la expresién de desconcierto de los acompafiantes del sofista—. Cualquiera de sus respuestas habria satisfecho a su puiblico.» Sécrates aseguré que su hombre declararia que no queria seguir oyendo respuestas tan endebles, y que, al igual que hacia en otras ocasiones, ofreceria él mismo algunas propuestas. Entonces equiparé la belleza a la conveniencia, y cuando Hipias se mostré de acuerdo, refuté la equiparacién demostrando que la conveniencia sélo aporta una belleza aparente. Acto seguido propuso que lo bello es lo que nos es Util, y desarrollé sus argumentos haciendo que Hipias se manifestara de acuerdo en cada paso... hasta que Sécrates mostré que no se puede considerar bello lo que resulta util para hacer el mal, e Hipias tuvo que darle de nuevo la razén. El didlogo continué con una serie de propuestas y refutaciones que Hipias aceptaba cada vez mas confundido. Finalmente, alzé la voz perdiendo la compostura: —{Qué son todos estos miserables razonamientos, Sécrates, sino sutilezas insignificantes? {Quieres saber en qué consiste la verdadera belleza? Pues en hablar con elocuencia en la Asamblea o en los tribunales, hasta producir la conviccién y conseguir una recompensa. A esto es a lo que debes ocuparte, y no a pobres y necias insignificancias que te haran pasar por un insensato. Un silencio tenso se aduefié de la galeria. Sin dejar de mirar al sofist as intié despacio y hablé por ultima vez. —Eres dichoso, Hipias, por haber sabido ver las cosas a las que un hombre debe ocuparse, y haber consagrado a ellas tu vida. En cuanto a mi, el destino me condena a continuas incertidumbres, y cuando os las muestro a vosotros que sois sabios, s6lo os merezco palabras de desprecio. Pero si intento decir, como vosotros, que lo mé ventajoso es hablar con elegancia y hacer bellos discursos, este hombre que me critica sin cesar y del que no puedo librarme por vivir juntos inmediatamente me pregunta: {como puedes juzgar si un discurso es bello, si no sabes lo que es la belleza?

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