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LA SOLEDAD DE LAS JIRAFAS


Antología de cuentos colombianos recientes

Ed. César Cano


Malasangre Editorial
2021
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Lasoledad
Delas
jirafas.
Word
Press.
com

Los derechos pertenecen a cada autor. La editorial no explotará monetariamente


ninguna de las obras. La antología puede ser compartido libremente, pero los
derechos de cada uno/a deben ser negociados con ellos/as. Puede leerse también en
su versión en línea.
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Índice

Prólogo / Malasangre Editorial

Al otro lado del puente / Elisa Pinilla Da Silva

Abril / Tatiana Rodríguez

Almejas en el seno / Vanessa Ramírez C.

¡Ayúdame, Jame Douglas Morrison! / Andrés castaño

Cartas / Jhon Gómez

Confinamiento mental / Ximena Guerrero Garzón

Un visitante / Cristian Neisa

Des-Entierros / Juan Rondón

Después de la cuarentena / Julio César Medrano Pérez

Diario de un misántropo / Fabián Sevilla

Gallinazo / Cristhian Andrés Velásquez

¡No te entiendo! / Nicole Mikly

El amor es otro cielo / Daniel Morales

El día que se pueda estrenar / Cristian Felipe Leyva Meneses

El hombre sobre la punta del alfiler / Jhonatan Balaguera

El mar / Diego Valbuena

El testigo / José David Castilla

El transcuy de Eric / David José Márquez Bolaño

El sonido del silencio / Luis David Julio Macott


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Entre pairos y derivas / Jonathan Rincón Prieto

Esperando a Beto / Jorge Rojas Velasco

Eternidad / Jean Carlo Escobar

La ciudad sin nombre / Isabel Cortés

La desdicha está en la suerte / Jhefrey Barragán

La soledad de las jirafas / Jhon F. Galindo

Las flores de Agatha / Andrea Rodríguez Osorio

Míster Fahrenheit / Mayber García

Llaman a la puerta / Jonathan España

Los seres de las paredes / David Estrada Moncada

Los escribanos / Sebastián Correa

Luna de puñal en el teatro / Alejandra Hernández M.

Maicol / Felipe Quiñones

Mamá / Shara Bueno

Nocturno / Sebastián Rivera

Orgías en Kazajistán / Jorge Alejandro Llanos

Programación errada / Alejandro Ramírez

Reprobado / Jhojan Páez

Samuel Sube a la luna / Daniel Estefan Berrio

Secretos / Ebrahim Herschel

Solito se da mala vida / Edward Cristancho


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Taxidia / Javer Andrés González

Tercero excluído / Daniel Hincapié Vargas

Trabajo sucio / Anderson Antonio Alarcón

Un auténtico comedor de mierda / Leonardo Ángel

Una noche eterna / David Cabarcas Salas

Una tarde menos / Daniel F. Beltrán

Universos paralelos / Jair Garibello


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Prólogo

La idea de esta antología era simple: hacer una pequeña convocatoria en nuestras
redes que diera como resultado la compilación de unos cuantos cuentos colombianos
recientes (en los criterios pusimos dizque “cuentos escritos en los últimos 5 años”).
La verdad, esperábamos si mucho que llegaran 10 o 15, pero, ya ven, son 47 cuentos
los que de momento conforman este libro.

Esta antología, como todas las antologías, es solo una muestra y propone un límite,
que puede ser, hasta cierto punto, expansivo. Un territorio y unos autores que lo
habitan con intensidad, que trabajan sus textos, que tienen técnica, intención, deseo,
errores, talento, etc. No es nuestro propósito establecer los/las mejores narradores
de la actualidad en Colombia; eso se lo dejamos a los sellos editoriales importantes
para la academia y el mercado.

Este es otro libro en internet, online y gratuito. Autores que vieron una convocatoria
en internet y mandaron sus cuentos, porque escriben, porque quieren compartir,
porque es difícil, porque no siempre hay espacios, porque confían, porque es
importante publicar para ver errores, fallos, para arrepentirse, para sentir un
pequeño triunfo. O lo que sea. El caso es que aquí están los cuentos, todos en
diferentes estados, con diversos temas y estilos. No había otro requisito que el deseo
de escribir (y los criterios básicos y gustos del editor)

Y bueno, nada, esta es La soledad de las jirafas, una antología de cuentos


colombianos recientes, llamada así por uno de los cuentos que la conforman, por
celebrar también un amigo a quien se estima y se admira, porque es un titulazo y por
otras razones baladíes. Esto lo que hay. En la pestaña Índice verán los títulos en
orden alfabético. Desde allí o desde la pestaña de entradas, La soledad de las jirafas,
pueden leerla en línea. O pueden descargar el PDF en el Inicio.
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Como quieran. La idea es que la lean, la disfruten, la compartan. Los análisis


posteriores vendrán de parte de alguno/a de ustedes, si quieren profundizar en algo
que por aquí encuentren, que para eso es. De resto, pues nada, aquí queda, libre y
gratuita, nuestra antología.

César Cano
Malasangre Editorial
2021
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Al otro lado del puente


Elisa Pinilla Da Silva

Estamos en esa época del año en que las flores se ensanchan y brillan sus hermosos
colores. Y hoy pienso en ti. Me pregunto qué estarás haciendo, si todavía riegas las
flores de tu jardín por las mañanas, o si aquellos loros coloridos y brillantes siguen
haciéndote compañía y habitando tu espaciosa casa, ya que todos nos fuimos.

—Ven para acá, florecita—me dices, acercándote a la mesa con un mazo de cartas en
la mano—Vamos a jugar, y la que gane podrá comer toda la torta de pan que quiera.

Nos sentamos y empezamos a jugar como todas aquellas tardes en que te visitábamos
más seguido. Estas tardes las pasábamos jugando cartas porque era lo único que
sabías jugar. Fuiste mi maestra y siempre me dejabas ganar. Durante esos momentos
nunca faltaron el café ni las risas, así como tampoco tus historias de cuando eras
niña.

Hoy es una tarde de agosto que parece como cualquier otra, y solo quisiera guardar
en mi vaga memoria este momento. Mientras jugamos, veo las paredes amarillentas
de tu casa con cierta tristeza. Estas están adornadas con cuadros que tú misma
pintaste cuando todavía podías sostener el pincel y me pregunto dónde aprendiste a
pintar tan bonito. Ahora observo tus manos tremulosas sosteniendo las cartas y me
asombro por cómo el tiempo ha pasado y ha dejado sus frutos marchitos en ti.

Haces una jugada que me obliga a reacomodar mi estrategia y me digo que debo
dejar de pensar en cosas tristes. Al fondo se escucha Loto, tu perro. Te pregunto por
qué le pusiste ese nombre y me dices que es porque la flor de loto es tu favorita, y
también es un nombre que sabes que no se te olvidará como tantos otros nombres
que has olvidado. Creo que el mío también lo olvidaste porque siempre me llamas
florecita, pero eso no te lo pregunto porque sé que te sentirías mal.
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Recuerdo que cuando era niña y hacía buen clima por las tardes salíamos juntas a
dar una vuelta por el barrio. A unas tres casas de distancia estaba un perro que
bautizamos como “el perro que salta, porque cada vez que pasábamos por ahí saltaba
incesantemente durante mucho tiempo y siempre contábamos cuántos saltos daba.
Recuerdo que era un perro grande y que me daba miedo, pero tú me decías que él no
mordía, solo saltaba. Siempre me gustaba ir allí porque te reías y me hacías reír a mí,
y hacías que el temor se fuera, como siempre lo hiciste.

A diferencia de todas las otras tardes que jugábamos cartas, hoy hay premio para la
ganadora, y qué más que una torta de pan. Sé que sabes que es mi favorita, y también
sé que para hacerla usaste de la poca harina comparada con tus ahorros y que le
robaste los huevos al vecino porque estamos en tiempos de escases, y sé que al
acabarse la tarde le llevarás un pedazo de torta para recompensar tu acto, porque así
eres tú.

—Es tu turno, florecita—me dices con una sonrisa inocente en tu rostro arrugado y
manchado por el sol.

Me disculpo por distraerme y seguimos jugando. Me pides que te busque un vaso de


agua porque debes tomar la medicina para el corazón. En la cocina veo por la ventana
las flores y me doy cuenta que estamos en la época del año que tanto te gusta, en la
que estas se ensanchan y brillan sus hermosos colores. Al fondo del patio se ve la
jaula con tus loros, brillantes y escandalosos como siempre, y me alegro porque sé
que harán que la casa no esté silenciosa cuando todos nos hayamos ido. Recuerdo
cuando estaba más niña, que en un ataque de rabieta te dije que estaba cansada del
sabor insípido del agua que siempre tomábamos para llenar por las tardes las
barrigas vacías, y tú, para contentarme, le pusiste sal al agua para que supiera
diferente. Me repito que debo dejar de pensar en estas cosas.

Después de unos minutos, como siempre, me dejas ganar. Te lo reprocho y me dices


que gané porque ya te he superado, pero sé que no es cierto.
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Cuando iniciaron los problemas todos los vecinos empezaron a enrejar las casas por
temor a la delincuencia. Cada casa parecía una jaula. Hasta los niños dejaron de salir
a la calle a jugar, pero tu casa siempre resaltó porque era la única que no tenía
barrotes de hierro ni cercas, solo estaban tus flores que, como cada tarde, regabas
sin falta. Recuerdo que para ahuyentar a los maleantes ponías culebras de plástico,
según tú para asustarlos. Sé que esto lo hacías porque las serpientes te daban pánico
y pensabas que todo el mundo sería igual. Estos momentos ahora se me hacen
lejanos.

Al finalizar la tarde, mamá dice que es hora de irnos. Veo en tu rostro una mirada
melancólica que duró apenas un segundo. Me llamas y, al abrazarme, noto que metes
tus manos menudas en mis bolsillos y dejas un par de monedas. Me dices que es para
comprarme algo bonito en nuestro nuevo hogar. También me das un trozo de pan
para el camino. Recogemos nuestras pocas cosas y me dices que si sigo creciendo te
quedarás atrás y te olvidaré, porque eso es lo que hacen las personas, olvidan. Pero
yo te prometo que nunca te olvidaré y que cuando pueda te vendré a visitar a este
lado del puente.

Después de despedirnos, nos fuimos y esa fue la última vez que te vi. Hoy veo que las
flores ya han salido y es por esa época del año que tanto te gustaba. Pienso en tu
perro y recuerdo que me dijeron que murió, así como también murieron las flores de
tu casa cuando dejamos de ir. Espero que los loros sigan haciéndote compañía y
habitando tu espaciosa casa. Me pregunto si ya me olvidaste, y si lo hiciste no
importa, sé que siempre me quisiste aun cuando no recordabas mi nombre.

Desde que nos fuimos siempre recuerdo tu arrugado rostro, tu mirada serena y la
brisa que acompañaba nuestras tardes llenas de charlas y cartas en tu casa. Hace
muchos años que cerraron el puente que conecta a los miles de kilómetros que nos
separan. Y hoy, en esta tarde con cielo rojizo, solo recuerdo aquella promesa nunca
cumplida, en donde te dije que nos veríamos al otro lado del puente, pero ese día
nunca llegó.
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Abril
Tatiana Rodríguez

Margot estaba cosiendo las flores que quería fumar esa mañana. Ella no podía
llamarle "porro", como lo hacían todos los de su barrio, detestaba esa palabra. Era
un día soleado, pero había decidido llevar un suéter, acción que unas cuantas cuadras
al salir de su casa le pesaría. Margot era la más joven de su familia, la más bella, la
más atlética, la más altiva y la más nerd. Un raro contraste, la chica que habría
podido ser modelo y que nunca lo sería mientras llevara ropa holgada y lentes.

Inhaló el olor de sus flores mientras escuchaba Portishead y se deslizó por el


comedor con dulces movimientos que resaltaban sus piernas largas y firmes. Sus
labios se entreabrían mientras los rayos del sol actuaban como sombras que
acariciaban su piel. Ella estaba impregnada de un aroma a vainilla.

La alarma de su reloj, programada para las 8 a.m., sonó y la despertó del ensueño
más armonioso y cinematográfico que cualquier lector podría imaginar. Su clase
iniciaba a las 9 a.m. y debía tomar un bus para llegar a tiempo o, por lo menos, no
tan tarde. Salió corriendo. Hacía un terrible calor y el suéter ya le estaba cobrando
gotas de sudor por haberlo sacado en un día que no era necesario. No soportó y se lo
quitó, dejando al aire un esbelto torso que era adornado con una camiseta color beige
con algunas flores estampadas.

Margot es estudiante de cine, va en sexto semestre. Decidió serlo cuando un día veía
Moonrise Kingdoom, dirigida por Wes Anderson. Fue un impulso creativo y rebelde.
Su familia, que solo veía películas de acción o de comedia, no entendía su gusto y
hubiese preferido que estudiara Derecho, como su padre.

La clase de esa mañana era Historia de cine colombiano. La daba el profesor Enrique
García. Duraba dos horas y exigía una gran atención, pues el profesor era conocido
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por sus implacables exámenes. Margot, que no era la estudiante estrella ni tampoco
la desaplicada, no necesitaba de una excesiva responsabilidad para aprobar los
cursos y sobresalir.

Paola Dustín, la mejor amiga de Margot, al salir de clase, la invitó a ir por un café.
Paola iría a visitar a su abuela esa tarde y quería que Margot fuera con ella. Margot,
que hacía hasta lo inimaginable por ella, aceptó, aunque refunfuñó, porque esa tarde
quería terminar el proyecto de guion.

La abuela de Paola vivía en un barrio atrapado por el tiempo, con precisión


geométrica de laberinto y con una estatua del cóndor en la mitad del parque.

—¿Esto es Colombia, Paola? —preguntó Margot.


—Sí, lo es, aunque parezca una parodia —replicó Paola.

Al fondo, en la última calle, estaba la casa. Era verde y tenía un guayacán floreciendo
en el andén.

—Es la casa de mi abuela, dijo Paola.

Al entrar, Margot se encontró con la extraña sensación de la memoria, esa que nos
hace pensar que esto es familiar. La abuela de Paola debía tener 60 años. Llevaba un
vestido de color marrón y sus ojos era tan azules que no tenía nada en común con el
color canela en la piel de Paola.

—Eres tú —dijo Ana, la abuela de Paola.


—¿Yo? respondió aturdida Margot.
—Sí, tú, te he estado esperando. Paola, hija mía, ve a la tienda.

Al salir Paola, se dirigió a Margot y entonó con voz impetuosa:

—Margot, tú y yo debemos hablar. Sígueme.


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Margot, que estaba confundida, decidió adaptarse a la situación. La anciana Ana


tomó una caja y se la dio a Margot.

—No le comentes a Paola. Ábrela cuando estés en casa y si tienes preguntas ven
mañana aquí.

La tarde continuó tan normal, que el hecho entre Ana y Margot no tuvo gran
relevancia para la alegría del café. Entre carcajadas y cuentos, Paola y Margot se
retiraron.

El día de Margot había sido el acostumbrado. Hace años, desde que entró a la
Academia de cine en Cali, se había sumergido en lo matutino de una labor: casa-
academia; academia-casa. No lo reprochaba, ni era consciente de ello, lo único que
la sacaba de la zona de confort eran las rumbas. Especialidad de la sucursal del cielo.

Dieron las 7 p.m. y Margot se antojó de un vino tinto caliente. Preparó la bebida
mientras tarareaba una canción de Daft Punk. Terminó, se sentó y tomó la caja verde
pálida que había estado esperándola toda la tarde en su mochila. Saboreó el vino y
humedeció las comisuras de sus labios.

Abrió la caja y se encontró un collar de un medallón en forma de corazón que podía


abrirse y que en cada extremo tenía dos fotos. Reconoció a su abuela cuando estaba
joven y un poema:

En la alborada de abril tu cuerpo floreció entre mis manos


y nuestras bocas
se encontraron

Margot no entendía nada de lo que ocurría: ¿por qué Ana tenía una foto de su abuela?

Margot y su abuela Mercedes eran bastante parecidas. Mercedes había muerto dos
años atrás. Fue una mujer lo suficientemente enigmática como para no dejar que
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ningún familiar se adentrara en su vida, pero Margot siempre tuvo el presentimiento


de que su abuela había sido mucho más compleja de lo que todos creían.

Al otro día decidió no asistir a clase y se fue directo para la casa de Ana.

Ana estaba esperándola. Su expresión paciente indicaba que era una historia que
hace años quería contar y no se equivocaba, había sido el gran secreto de su vida,
uno que la había torturado, que había llegado a carcomerle los sesos durante
inagotables horas de agonía.

— Yo amé a tu abuela. Ella fue y es el gran amor de mi vida.

Margot escuchaba y entendía. Ella misma era una activista LGBT, aunque nunca
imaginó que su

abuela, la conservadora y perfecta Mercedes, era lesbiana.

—Ella también me amó hasta el lecho de su muerte. Éramos compañeras de la clase


de costura de la universidad, hacíamos todo juntas, nos reíamos todo el tiempo. Yo
la visitaba, sus padres me querían y mi familia, al igual que la de ella, era de una
buena posición social. Un día, en el jardín de su casa, caímos al prado y sus labios y
los míos se encontraron. Nunca nos enteramos de quién había dado el primer paso.
Llegamos a creer que fuimos las dos. Durante un mes nos amamos
desenfrenadamente, hasta que nuestros padres se enteraron. Margot, fui feliz hasta
que se la llevaron a París. Prometió no olvidarme y no lo hizo, aun así, decidió casarse
para no fracturar la imagen de su familia adinerada. Yo también lo hice, la apariencia
le ganó a nuestro amor.

Margot tocaba la mesa con la punta de sus dedos, repitiendo sus movimientos. Su
saliva se detuvo y sus labios se quedaron secos. Su abuela fue infeliz, y su verdadero
amor estaba al frente suyo.
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Almejas en el seno
Vanessa Ramírez C.

Una doctora muy relajada le ha extirpado almejas gigantes a una joven. Sin cubrir la
herida le ha dicho: hemos terminado.

La adolescente se apresura a cubrirse la cicatriz con un algodón humedecido y unas


gasas. Observa que al final del pasillo hay un enfermero y le pregunta sobre el líquido
que se acababa de aplicar. Sí, ese sirve, contesta apurado el “enfermero”.

Ella quiere llevar más gasas a la casa y busca en el mismo recipiente rojo. Encuentra
crispetas y demás. Este lugar es un hospital improvisado, piensa la quinceañera.
También se acaba de dar cuenta que todo está usado.

Con la firmeza de la anestesia corriendo por sus venas, se abraza los senos, y la gasa
probablemente tiene sangre que no es de ella.
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¡Ayúdame, James Douglas Morrison!


Andrés Castaño

Recuerdo el estallido que apartó las alas de todos esos ángeles negros que nos cuidaban. Sentí
el bombazo entrar cálidamente, saludándome con impacto. Después ese rico olor a pólvora,
a pólvora revuelta con carne humana. Conté hasta seis pensando en tu cara de espanto
mientras me veías caer y descubrías por fin a qué olía mi pecho de una vez por todas. En
nuestras conversaciones pasadas, a punta de Marlboro rojo y café en las madrugadas,
regándonos ceniza en los pies para sentirnos queridos, pensábamos que mi alma debía oler a
deseo, a esperanza con uvas pasas, a whisky en las rocas una tarde de verano. Mi pecho
hirviendo de amor por ti una tarde de verano, pero vaya mierda, no te imaginas la desfachatez
al descubrir que solo huele a sangre, a corazón partido, a pulmón de pajaritos adormecidos,
vaya mierda, solo huelo a sangre.

Qué bien se siente. Es como si el cuerpo sufriera de cosquillas con un leve dolor en el
ombligo. Tú me miras, me sigues mirando, me dejas indagar nuevamente en el infinito de tus
ojos, y yo solo deseo que no sea la última vez en que te vea así, tan increíblemente bonita.
Idiota, pálida, hojita de papel que solo pronuncia mi nombre, auxilio, mi nombre, no te me
vayas, auxilio, y de nuevo mi nombre, como si fueras una gatita que no quiere perder su
pelotita de lana. ¡Auxilio! Lloras, gritas por mí, vuelta mierda gritas como al vacío, como a
la luz de neón del bar “Mermelada para andariegos”. Como a los zapatos de los espectadores
que huelen mi carne con ese rico olor a pólvora y se exaltan diciendo ¡pobre, ese hijueputa
ya está muerto! Pobre, parece que mira a Dios porque sonríe como si viera a Dios en las
estrellas. Pero nena, yo no estoy viendo a Dios en las estrellas, yo te veo a ti, y quisiera
perderme en tus lagrimitas saladas, decirte tranquila nena que ya llegará la ambulancia.
Después te prometo que iré por buen camino.

Parece que la boca me supiera a mariposas heridas, trato de hablarte y decirte que mi boca
me sabe a mariposas heridas, pero no puedo. Solo puedo pronunciar un gemido, como si
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quisiera en el fondo de la noche empezar una canción triste para terminar con las cosquillas
en el cuerpo y el leve dolor en el ombligo. ¿Qué hora es ahora nena? Eran las 2 de la
madrugada cuando llegamos al bar mermelada para andariegos, ¿recuerdas a la chica que me
pidió la hora? La rubia con cerveza en la mano.

—Hola, guapo, ¿me puedes marcar el tiempo en tu reloj de presidiario?


—Hola, guapa: 1:58 am, en mi reloj de presidiario.

No dijo ni las gracias. La loca se fue despistada para otra parte, qué pavor, ¿no crees nena?
La gente cada vez más incierta, como que me asustan. Adentro, en el bar, sonaba tu canción
favorita, juntos a la par de Ernesto “Pappo’’ Napolitano, “El Carpo’’. De la emoción, al sentir
ese blues entrando por tus oídos, te me lanzaste gatita y me mordiste el labio. Luego que te
perdonara porque andabas feliz y había sido de puros nervios, claro nena, te perdono, no ves
que te amo, eres mejor que el whisky caliente en el desierto con ayahuasca en los intestinos.
Por esto te perdono. Porque yo te amo nena, eres mejor que el whisky caliente en el desierto
con ayahuasca en los intestinos.

Una cerveza, dos cervezas, dame un beso después de un latido. Un vodka de Lenin, aguanta
subirte la falda por debajo de la mesa, un cigarrillo Marlboro. Una raya de rapidez para no
perder la costumbre.

<Te amo nene>


<Te amo nena>
<Sabes lo que dice Sonny, que mañana me presentará al vocalista de los Piratas Ciegos>
<¿Irás conmigo nena?>
<Iré contigo nene>

Tres cervezas, cuatro cervezas, Stand by me fuerte para sentir el calor de tus brazos, las
burbujitas de la cerveza, las canciones de Blues dentro de tu falda. Siguiente vodka de Lenin,
un poco ácido. La última raya de rapidez para no perder la costumbre. ¡James Douglas
Morrison! ¿Quién iba a creer que la noche después se convertiría en una balada triste, tras un
intento de asesinato en este sucio bar mermelada para andariegos? Luego los gritos, ¡Ay,
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mierda! Eres tú el herido, paredón paredón. Parece que me desmayo. Desorbitante olor a
pólvora revuelta con mi carne, “pum pum”mi corazón latiendo, “pum pum” tu corazón
latiendo. Fuerza nene no te me mueras. Pero nena, ¿quién dice que me estoy muriendo?
Recuerdas que te dije que mi cuerpo era de acero, recuérdalo nena y dime que es verdad, que
sangro nada más de aburrimiento. Que estoy tan bien como la primera vez que me viste y
supiste que me estabas buscando desde hacía un tiempo, por esas calles nocturnas con olor a
perros callejeros, a whisky, a vómito, a heroína relampagueante, dime que me ves muy
lúcido, una maquina entera para destruir balazos.

Han pasado al menos, calculando la pesadilla, dos o tres minutos. El suelo comienza a estar
caliente, giro el rostro, lucecitas rojas y azules, tendrías que ver esto nena desde el suelo, es
un espectáculo sin precedentes. Harry llega, me sacude la cara, me pega cachetadas cariñosas
mientras lo observo, Tranquilo Harry soy un viejo perro. Harry grita mi nombre en afinación
Do sostenido y termina con un grito desesperado, ¡qué tenor es este otro viejo perro! ¡Auxilio
hijueputa! Es un estallido rockanrolero, de esos que Harry acostumbra a hacer cuando el
tiempo no marcha como él quiere. Quisiera decirle Harry cálmate, me estás poniendo muy
nervioso, pero no me escucharía, porque me saca a rastras con otro tipo que trae consigo una
detestable cara de mono. Luego se desvanece la cara de mono, se desvanece Harry, se
desvanecen las miradas irritantes de sensibilidad mientras me arrastran. Nena, nena,
agárrame fuerte, pero ella también se desvanece. Estoy perdiendo el control, es como si
supiera que ella se está yendo a la barra a pedirse otro vodka de Lenin sin mí. Lucecitas y
gritos, lucecitas y gritos, lucecitas y gritos. ¡Auxilio, hijueputa! Es mi amigo, <préstame el
Mercedes loco> pero el loco del Mercedes dice que ni por el putas pues, que quién le paga
mañana la lavada. Mi boca sigue sabiendo a mariposas estrelladas, cierro los ojos para no
marearme, porque todo me da vueltas. Las luces parpadean borrosamente. Qué viaje tan
asesino. Ayúdame, James Douglas Morrison, yo a ti nunca te he pedido nada, en cambio tú
siempre quieres que escuche tus canciones bajo la inmensa niebla de un buen porro.

Estoy que pierdo el control, como quien dice, estás con un pie al otro lado, como en la cima
de tus sueños, como debajo del agua, como si supiera que pronto nadaría con peces, con
delfines, con pulpos gigantes, con sirenas encantadas, pero menos mal aparecen primero las
sirenas de la ambulancia. ¡Gracias, James Douglas Morrison! Siempre es bueno que escuches
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mis plegarias. Las luces de la ambulancia me distorsiona el pensamiento, pienso en playa y


agüita de coco, en montañas verdes y hongos alucinantes, pienso en hospitales con aroma a
alcohol y desinfectantes, a suelo limpio, al olor de mi sangre que invade mi pulmón derecho,
hagan algo, es una bomba lleno de peces dorados en su mirada, mi pésimo cuerpo hecho una
mierdita de caracoles intenta ponerse en pie al escuchar la voz de Teresa, ya lo sabes nena,
tú siempre siendo gasolina fuerte para salir por las carreteras, nena si supieras que enserio
eres gasolina fuerte, eres caramelos de ácido lisérgico, si supieras que hoy quería hacerte el
amor encima de los arboles, de los techos, de las montañas, si supieras que estaba a punto de
regalarte una colombina de fresa para que no se te durmiera tanto la lengua con esos grandes
pases del polvo maldito de los malditos enamorados. Ahora siento tu mano, justo cuando me
suben a la ambulancia, la ambulancia huele a sandwich de pollo, el mismo olor del sandwich
de pollo que preparas en las mañanas después de una larga borrachera.
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Cartas
John Gómez

Cuando era pequeño no teníamos nada más que las cartas. Escribíamos cartas que
dejábamos bajo la almohada durante el día, para poder leerlas de noche y sentir que
no estábamos solos. En el pabellón de las niñas, las hermanas pasaban como buitres
cada tarde, revisando los objetos de cada una para castigar a aquellas que tuvieran
caramelos, maquillaje o cartas. Su atención estaba principalmente en las cartas, pues
querían mantener incomunicados los dormitorios de chicos y chicas (ya que
teníamos horarios distintos para no encontrarnos nunca por los pasillos de la casa).
Sin embargo, no era un secreto que muchas de ellas se llevaban a las niñas al otro
lado de la capilla y las ponían a hacer cosas a cambio de una porción extra de comida,
o un par de dulces para después de cenar. Algunas preferían a los chicos, pero solo a
los más grandes, a los que ya empezaba a brotarles la barba. Julieta me escribió un
día que la gorda Francisca, la encargada de la cocina, le daba doble porción a Liliana
a cambio de tocarle los senos que ya se le notaban debajo del uniforme, y que Liliana
lloraba todas las noches hasta quedarse dormida. “He pensado en cortarlos”, le dijo
un día, después de almorzar, “a ver si esa gorda hijueputa quiere pasarme la lengua
por encima de las cicatrices”. Afortunadamente, se la llevaron antes de que intentara
amputarse; y parece que algo les dijo a los papás, porque unos meses más tarde
cambiaron a la gorda por otra hermana que cocinaba peor. Por eso odiaban las
cartas, porque nos permitían saber lo que pasaba al otro lado de la casa, porque nos
hacían más fuertes a pesar de los castigos tan brutales que nos daban. Como la vez
que Gonzalo llegó de la enfermería con las manos vendadas y los ojos anegados en
llanto. “Me quemaron”, decía, con una voz que más parecía un susurro, “calentaron
la estufa y me pusieron las manos ahí”.

A veces fantaseábamos con escaparnos del hogar: saltar por la ventana del patio y
descender por el árbol de mango hasta el primer piso. Luego, correr hasta el recibidor
y pasar las puertas de entrada hasta la verja que daba a la calle. Las niñas tendrían
que bajar por la ventana que daba al costado y descender sujetando una cuerda hecha
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con sábanas, encontrarnos en la verja y vigilar que nadie se quedara atrás. No


obstante, era imposible. Todas las noches las hermanas echaban cerrojo a puertas y
ventanas antes de dormir, dejándonos a merced de la soledad, el desespero y el
hambre. A Carlos, por tratar de escaparse, casi lo ahogan en el despacho de la Madre
Superiora, y tuvieron que dejarlo tres días en la enfermería hasta que puedo volver
aquí. Tosía cuando lo trajeron y tuvo que tomar pastillas como por dos semanas más.
Nunca se quiso volver a escapar, así como Gonzalo jamás volvió a tratar de llamar a
la tía desde el teléfono de recepción. “Estamos atrapados y aquí nos vamos a morir”,
solía decirme de vez en cuando. Sin embargo, según me contaba Julieta, a las niñas
les iba peor. A algunas les cortaban el pelo, dejándolas calvas como castigo por ser
bonitas. A otras les pegaban durísimo cuando les encontraban comida, o si tenían
dinero escondido en el cajón. “Es mejor acostumbrarse”, escribía Julieta, que había
aprendido a hacer lo que las hermanas decían, y se había ganado el favor de la Madre
Superiora dejándose tocar por encima de la falda cada vez que la llamaba a su
despacho. Fue así como nos enteramos de la quejadera de los vecinos, así como las
veces que las hermanas habían anulado los procesos de adopción, simplemente para
seguir disfrutando de nuestra prolongada miseria.

A mí, que viví un año en la calle antes de llegar aquí, la poca comida me daba lo
mismo, y nunca me dejaba encontrar las cartas porque me las tragaba después de
leer. Julieta hacía lo mismo, y por eso era ella la que más me contaba sobre lo que
pasaba del otro lado de la casa. Fue así como hicimos un plan: organizar a los chicos
para que gritaran de noche, mientras las hermanas dormían. Parecía estúpido, pero
las hermanas no podían castigarnos a todos, o eso creíamos. Duramos semanas
tratando de ponernos de acuerdo sobre el momento preciso para llevar a cabo la
arriesgada empresa, y terminamos escogiendo una noche cercana a las fiestas de fin
de año (que coincidía, además, con el nuevo milenio), pues habría más gente en la
calle. Claramente, ni Carlos ni Gonzalo quisieron ser parte de esto, y se limitaron a
quedarse en la cama, tapándose los oídos mientras los chicos gemían como si
estuviesen posesos, y lloraban golpeando las camas. Del lado de Julieta, las chicas
fueron más reticentes, pero con unas pocas fue suficiente, y al final funcionó. Tres
días más tarde llegaba la policía con una orden de cierre para el hogar. Nos enviaron
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a todos al Bienestar, donde estuve algunos años hasta cumplir los dieciocho. Allá me
encontré con varios de los chicos, y pocos tuvieron la fortuna de irse con una familia
antes de la mayoría de edad. No fue así para Gonzalo, de quien supe, años más tarde,
que se había tirado de un puente, y que había vivido en la calle todo ese tiempo. De
quien nunca volví a saber fue de Julieta. La busqué muchos años y nada, jamás supe
de ella otra vez. A veces, vuelvo al hogar. La casa duró abandonada mucho tiempo, y
alguien quiso hacer de ella un almacén, pero fracasó. Hace tres años lo demolieron
para poner ahí un parque, y de vez en cuando paso por allá. Escojo una banca al azar
y me pongo a escribir. Generalmente, escribo sobre el tiempo que viví en el hogar,
sobre Gonzalo, sobre el plan que ideamos para salir de ahí. Escribo mucho sobre
Julieta, sobre lo mucho que quisiera verla, sobre mis ganas de decirle que ya fue, que
ya pasó, que si es necesario se quede conmigo, que hablemos de otras cosas que no
tengan que ver con los recuerdos del hogar. “¿Y qué estudiaste?”, le escribo, “¿Tienes
familia?, ¿te gustaría tenerla?”. En las cartas le cuento mi vida. El tiempo que pasé
en el Bienestar. Voy incluso más atrás y le cuento sobre papá, sobre cómo nos
trajeron su cadáver y nos tocó abandonar la casa, una casa a la que nunca volví. Le
cuento sobre ese año que viví en la calle y como terminé llegando al hogar porque me
dijeron que allí encontraría comida, techo y calor. Le cuento de la muerte de Gonzalo,
que Carlos ahora es dentista y que hace poco fui a verlo, pero no me reconoció (nunca
supe si se reencontró con su hermano, o si volvió a ver a su mamá). Y le cuento de
mí: que me hice escritor, pero que nunca fui bueno para vender ningún libro, y ahora
trabajo como asesor comercial. “Así es como llego a fin de mes”, le escribo, esperando
que algún día lea mis palabras. Sé que escribo en vano, y que quizá nunca la vea de
nuevo, pero al final escribo para mí: para recordarme que he sobrevivido y que sigo
aquí.

De las monjas nunca supe nada más, excepto que la Madre Superiora murió hace
unas semanas y que, recientemente, alguien se metió al cementerio y vandalizó la
lápida que tenía su nombre. “Vieja hijueputa”, decía el letrero, con una letra que
reconocí con facilidad. Ese día dejé de escribirle, y llevé todas las cartas que acumulé
en estos años hasta la tumba de la Madre Superiora. Nunca volví a pasar por el
parque. Todas las tardes, al salir del trabajo, vengo hasta aquí, me quedo de pie un
24

par de horas y luego me voy. El papel se ha endurecido, pero sigue allí, esperando a
Julieta, a que venga algún día, a que lea las cartas antes de que algún aguacero las
borre para siempre. Ojalá pueda volver a verla antes de que el tiempo me borre a mí,
para siempre. Solo puedo esperar. Solo eso me queda.
25

Confinamiento mental
Ximena Guerrero Garzón

He tratado de escribir no sé cuántas historias, relatos, anécdotas o pegar cualquier


cantidad de palabras como un collage, sin embargo, desde lo personal, considero éste
el primer intento responsable y fehaciente de mi necesidad.

Antes del confinamiento, el deseo de escribir era intermitente, perezoso y hasta


perturbador para mí. ¿Sobre qué iba a escribir? ¿Sobre quién? ¿Cómo iba a
comenzar? ¿A alguien le iba a gustar? ¿Se iba a volver canción, tal vez poema o iba a
terminar siendo el intento de cita frustrada en que por lo regular concluyen los restos
de una habitación mal iluminada?

¡Maldito revoltijo!

Pues bien, el aislamiento empezaba a prolongarse y con él aumentaban mis ganas de


escribir. Lo extraño del acontecimiento es que este deseo despertaba siempre en el
baño, justo cuando abría la ducha y me encontraba en ese instante perfecto donde
uno no termina por ahogarse, y digo por ahogarse porque para mí se había vuelto el
único lugar sagrado donde me permitía llorar, gritar hacía adentro, limpiarme y
disfrutar del poder vaginal de mi creación.

Con el pasar de los días empecé a escribir mentalmente. ¡Y qué rigurosidad la de mis
palabras! Los párrafos estaban perfectamente construidos, pensaba en
proposiciones, en arquitecturas textuales insuperables, era casi impensable el
valerme incluso de lo que otros ya habían escrito, las palabras estaban sobrepuestas
y ahora sólo necesitaba plasmarlas.

Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo; de nuevo lunes. Tal vez
hoy pueda empezar a escribir, martes; aún tengo toda la semana, miércoles; los
miércoles tengo pico y placa, jueves; los jueves tengo pico y cédula, necesito salir a
26

comprar verduras, viernes; un merecido descanso, sábado; películas, domingo;


impensable, los domingos debo descansar. Las arquitecturas textuales que había
construido y que eran perfectas y colosales se venían abajo. Había invalidado la
pretensión de escribir y ahora me ocupaba el revuelo de una relación sentimental
que me había consumido al menos dos años. La creencia en la posibilidad de
componer lo descompuesto se había catequizado en el trascurrir de mis días, ahora
me encontraba lo suficientemente triste como para dejar de lado mis intereses
individuales.

Intento hacer un flash back, como en las películas. Llevarlos a esa tristeza para que
aprecien y hurguen con propiedad lo que ahora les pertenece, y digo pertenece
porque considero que cada palabra leída es vivida, por tanto, ahora ustedes hacen
parte de mi mini drama sentimental por el cual había dejado de lado mi necesidad
de escribir.

He pensado, -porque pienso mucho en el lector- y he llegado a considerar que no es


posible que en este encierro mental me permita narrar a detalle un patético relato de
lo que había sido mi relación antes y durante la cuarentena, así que es preciso
resumirles que antes del aislamiento, le hubiese besado por dentro cada órgano, cada
vena y cada hueso que disponía ese hombre, sin embargo, aprender a amar la
divergencia es complicado. Comprenderse en el otro, aceptar al otro, comprometerse
con el otro, creer en el otro y, sobre todo, perdonar al otro, solicita para mí lo que
considero un disiparse totalmente en el otro. Por tanto, durante la cuarentena y el
encierro que nos condenaba, imaginé el hecho de dispararle en el ego, o tal vez en la
mentira, habían otros días en los que me levantaba de la cama dispuesta a enterrarle
un cuchillo en su arrogancia y en su realidad de poseer toda la verdad, quería
desgarrarle la sonrisita marica que había conseguido ahora que contestaba su celular
en la lejanía, incluso, me vislumbré respondiendo su estado de WhatsApp que
contenía un fragmento corto del Oliverio Girondo y decía: Cuántas veces me he
dicho: ¿seré yo esa piedra? –sí, usted es la piedra, una piedra inerte que amenaza
constantemente con volverse un recuerdo.
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-Siendo sincera, como lectora de eso que escribí arriba, podría considerarme como
una loca más, desesperada, cayendo en un sueño de esos donde nadie ni nada te
despierta, donde al final te sacudes, abres los ojos y solo encuentras la sombra de un
ser gigante que te reprime el abdomen y quiere hacerte suya a la fuerza.
¡Incompetente! ¡Endeble! ¡Fluctuante!….. Amante de los sinónimos y el amor a
medias.

Al final el mini drama terminó en nada, y con esto me refiero a una nada absoluta,
no hubo carta, no hubo lágrimas, no hubo despedida ni ningún deseo de besarle por
dentro. El esfuerzo por acomodar piezas a la fuerza había destripado la poca
esperanza y el escaso amor que se había impregnado de covid. ¿Saben? He llegado a
la conclusión innecesaria, metafórica, no científica y ridícula en la cual sostengo que
el covid no es la enfermedad del siglo XXI que nos están pintando, la verdadera
enfermedad es social, emocional, innata, producida y reproducida por el ser humano
y no precisamente después de Cristo, sino también antes, durante y en compañía de
él. Me refiero a la lista innumerable de sadismos que practicamos a diario y de los
cuales incluso hasta hoy nos jactamos y defendemos como los seres despreciables
que somos. Pero bueno, un texto en relación a eso me llevaría a más intentos terribles
de escritura y espero no volver a fastidiarlos.

Continuando con mi relato sobre las mil y una noches que pasé en una relación
perturbadora y “venenosa”, como dicen mis amigas las maricas, la imposibilidad del
adiós me dejó el sabor triunfante de un logro conveniente que había llegado en los
mejores términos, tal como habíamos empezado: un par de desconocidos que se
desconocían a sí mismos y desconocían al otro. Pasado. Los siguientes días fueron
llegando acompañados de sentimentalismos, melancolías, encuentros conmigo
misma y encuentros donde ni siquiera me permitía mi propia compañía, películas,
lecturas, deporte, ansiedad por comer, ansiedad por salir, ansiedad por entender y,
un día, por fin, ansiedad por escribir.

De pronto la sesión de estudio de Cuando de la Yegros, se había convertido en una


de mis canciones favoritas, los minutos 1:44 y 4:32 marcaban el inicio de mis días
28

que habían dejado de ser lunes, miércoles, domingos o jueves y se habían


transmutado en mañana, día, tarde y noche. Estaba invadida de historias que iban
desde el señor que pasaba vendiendo aguacates hasta la problemática vecina que le
sacaba cuchillo a todo aquel que se metía con sus hijos; mi ex compañero de trabajo
que ahora “laboraba” en la casa continua a la mía y del cual sospechaba un sin
número de trabajos al margen de la ley, y que sólo le veía salir y entrar
misteriosamente; el perrito que habían abandonado en el barrio; el cajero del D1 que
nos rociaba alcohol con agua y nos miraba sospechosamente, como si fuéramos
portadores de una enfermedad inventada; la novela que merecía otro guion, porque
ahora yo hacía parte de ella y me sentía con la suficiente potestad para realizar
análisis y críticas a sus creadores; la cantidad de productos que habían cobrado vida
y ahora se estimaban casi tres veces por encima de sus precios. Todo era historia,
todo se había vuelto las mil y una posibilidades de escribir.

La mesa estaba servida, no había distractores ni sentimentalismos culos y difusos


por nadie, me había convertido en una mujer semilla que miraba hacia adentro, que
se reconocía hacia adentro, que era honesta consigo misma y se perdonaba todo el
tiempo. Era quizás el momento exacto para escribir la gran historia. El
reconocimiento olía a torta de soya con maní, pasas, y un relleno de guayaba caliente
que quemaba la lengua, ni Marguerite Duras ni Jean M. Auel podrían estar a punto
de escribir una historia tan apoteósica como la mía.

-[1:41 p. m., 22/5/2020] Afrodita Martínez: Mujer ¿está por ahí?… debo contarle
que la he soñado, desnuda, atiborrada de rosas azules y encendida en un jardín.
¿Cuándo nos tomamos un café?
-[1:44 p. m., 22/5/2020] Yo: Estoy escribiendo una historia, no creo tener tiempo
ahora para eso.
-[1:48 p. m., 22/5/2020] Afrodita Martínez: La dura sentencia de quien se niega de
nuevo al amor, es sólo un café.
-[4:00 p. m., 22/5/2020] Yo: Está bien.
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Un visitante
Cristian Neisa

El bus se detuvo a un costado, luego de voltear en la esquina, en el paradero de la


caseta de aluminio. No terminaban de abrirse las puertas traseras cuando se ve el
zapato de hombre tocar al suelo. Pisó la gravilla, caminó dos metros, tomó el andén
y, apenas el bus arrancó de nuevo, corrió hacia la otra acera. Se acomodó el cuello
del abrigo sobre el mentón y caminó con afán. Anduvo las tres cuadras sobre el
sardinel de la derecha y luego bajó, cambiándose al de la izquierda. A media cuadra
se paró frente a la ventanilla y saludó, subiendo las cejas. Hasta mañana, dijo,
dejándole al celador un portazo que retumbó en todo el conjunto. Por el borde del
pasto llegó hasta la zona de parqueo, frente a la casa, y se palpó el bolsillo trasero.
Las llaves brillaron y buscó la que estaba forrada en el gastado plástico amarillo. La
luz de farol en la espalda reflejó su sombra sobre la puerta mate de hierro: un bigote
ralo, de pelos gruesos; la nariz respingada y las aletas gordas; la esquina del marco
de las gafas y el vidrio de un tono más claro. Se quedó mirándose. Volteó un poco,
concentrado, y siguió viéndose de perfil. Salió de la impresión e inició el forcejeo con
la llave. La puerta retenida hacia sí, contra el marco para que no sonara la chapa al
moverla, apenas soltaba unos chillidos. Luego del movimiento al fin sintió el trac de
la llave, quebrándose dentro de su mano.

Empujó la puerta. Entró. Giró sobre los talones y con el mismo cuidado, devolviendo
el pomo interior hacia la izquierda. Cerró la puerta en silencio. Acomodó el tapete
con los pies, se asomó hacia la sala y cruzó el pasillo. Encendió por error el bombillo
del baño contiguo y al mismo tiempo que lo apagaba, en un ágil movimiento de
dedos, encendió el de la sala. Se quitó el abrigo y lo acomodó sobre el espaldar de la
silla del centro. Estaba exhausto. La fatiga de los ojos lo obligó a apagar la luz y entró
a la cocina. Mientras abría la nevera, estiró el brazo y alcanzó un utensilio. Esparció
la mermelada oscura sobre dos trozos de pan y comió con ansia. Lamió los restos de
la punta del cuchillo y se lastimó la lengua. Subió las escaleras a tramos de dos pasos
y el farol le iluminó la cara a través de la ventana; se vio en el espejo de cuerpo entero.
30

Quedó quieto, viéndose largo rato. Se recorrió de abajo a arriba con los ojos. De
nuevo, con una parsimonia funeraria, abrió una puerta, la del cuarto, y se quitó los
zapatos.

Cristian dormía en la cama y de vez en cuando acomodaba la cabeza entre los brazos.
De seguro soñaba. Así que devolvió la puerta en completo sigilo y la dejó sin tranca.
Cerró los ojos y a ciegas acomodó la almohada. Se oyó un fuerte suspiro que retumbó
hasta los troncos del techo y al instante se ahogó. Al contrario de la suavidad con la
que se recostó, descargó rígido su puño sobre la cama e hizo equilibrio. Tendió la
cabeza bruscamente sobre la almohada y soltó el aire contenido. En el ámbito del
cuarto se mezclaron un resoplido y el crujir de tablas. Ahora estaba tranquilo.
Dormiría a gusto con el rollo de cobijas aprisionado para él solo entre las rodillas,
ebrio de sueño, ensopado en una humedad tibia, gruesa, casi tangible. Sobre la
ventana cruzó de lado a lado la luz de la linterna que desde afuera manejaba el
celador. Impaciente al no escuchar nada sobre la cuadra, al no ver aunque hubiera
sido un par de sombras imprimiéndose a contraluz sobre las cortinas cerradas,
devolvió los pasos hacia la portería y se encerró, abrazado a la escopeta.

Desplegaba ambas manos hacia afuera, encima del rostro; entrecerraba los ojos cada
vez con más cuidado, pero no reconocía ningún color dentro de las palmas en aquella
oscuridad tan profunda. Los dedos fueron pinceles que se arrastraron en la cara,
sobre los párpados, en las ojeras, bajando hasta la barba. Se corrió hacia la izquierda
y acomodó las cobijas con las piernas. Los ojos le ganaron y se durmió con la ropa
puesta. Al otro día nadie lo despertó para ir a trabajar.

Los colgantes de las hombreras se balancearon lentamente. La silla se reclinó un


momento hacia atrás. Respiraba violentamente. Puerto redactaba con un garabateo
constante empuñando una pluma fuente dorada.

Parte General, sábado 7 de septiembre del año en curso


31

Mariano Sierra, de 24 años, llegó sobre las once de la mañana por sus propios
medios, con toda la ropa manchada de morado y la cara untada de coágulos de
sangre. Confesó. No se opuso al arresto. Cooperó, pero no dijo una sola palabra. Se
presume que pasó toda la noche junto al cadáver.

El cuerpo fue encontrado totalmente pálido, con un cuchillo de cocina de unos 15


cms. atravesado de lado a lado del cuello y una almohada sobre la cara. En la mañana
los forenses determinarán si la causa de muerte fue hemorragia o asfixia.
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Des-entierros
Juan Rondón

—¡¿Qué será de mí?!


¡oh señor, ten piedad!
—No lo sé
tampoco yo decido
—Pobre de usted, soldado
pobre de su alma obediente y estúpida
pobre de su madre cuando también le maten a su hijo
pobre de su noche cuando no le llegue el descanso
pobre de su descanso cuando solo sea de cansancio
pobre de su cansancio cuando sea por derramar sangre
pobre de su sangre, que tampoco importa en esta guerra
pobre de su guerra, que aún no comprende
pobre de su comprensión, que depende de sus patrones
pobre sus patrones, cuando incendiemos toda esta porquería

—Siempre me imaginé poder pasar una temporada larga en un pueblo


como este, me lo imaginé cuando empecé a estudiar literatura.
—Usted ni terminó el colegio
—¿Y qué?
—¿Cómo que “y qué”?
—Pues, ¿qué tiene que ver el veneno con el asesinato?
—Éste guevón de qué habla
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—La intención, mi perro, la intención es lo que tiene que ver. Yo no


terminé el colegio, pero no por eso me va a venir a decir usted que no
estudio literatura.
—¡Tan güevón! Una cosa es que usted lea todo lo que encuentra y otra
es que estudie literatura
—¿Así aprenda lo mismo?
—Así aprenda lo mismo
—Pues ahora el güevón es usted
—Bueno, lo que sea. No entiendo es que mierda se imaginaba usted ni
para qué quería venir a un moridero como éste, ¿no siente acaso ese
olor? Yo me despierto y veo un cielo todo chimba y escucho también
unos pájaros cantar, pero de una se me mete ese aroma fuerte, espeso,
nauseabundo, yo no sé
—Pues claro que lo siento, si ese aroma tuviese un nombre propio se
llamaría Dabeiba.
—No joda con eso. Présteme fuego mejor
—…
—…
—¡Tal vez era eso!
—¿Qué?
—Lo que venía a buscar
—Pero ni sabíamos que veníamos para acá
—¿Y qué tiene que ver?
—¡Ahora nada tiene que ver entonces!
—Pues no, pero no tenía que ser justo en este pueblo.
—Pero fue
—Sí, por eso, pero fue.
34

—Ya como que entendí


—Eso es, situaciones era lo que buscaba.
—Pues vaya situaciones con las que vino a dar.
—Vinimos.
—Qué mierda.
—Una gran.
—¿Una gran qué?
—Pues una gran mierda. No sea tan quedado.
—No me joda, acá ni pensar bien se puede.
—No estoy de acuerdo .
—¿Por qué?
—Con todo ese silencio lo que más se puede es pensar.
—Pues sí, pero pensar en qué al final.
—Pues en las situaciones.
—¿Qué ha pensado usted entonces?
—Después le digo.
—¿Después cuándo?
—Cuando lo escriba.
—¡Já! Escribir. Usted tiene re-mala letra. No ve cómo quedaron
marcadas esas cruces.
—¡Falso! Tengo buena letra, pero mala caligrafía. Además, quién
hijueputas iba a marcar esas cruces con entusiasmo.
—Yo creo que mi mayor sí.
—Mi mayor es severo malparido.
—Igual, somos nosotros los que estamos aquí.
—Tiene razón, también somos unos malparidos. Igual, a lo mucho,
esperaba que la doña me contara que hace unos años se llevaron a su
35

marido y desde entonces no supo nada, que dijeron que era la guerrilla,
pero ella no les creyó.
—¿Cuál doña?
—Cállese. Que se quedó sola con 2 niñas y un pelado, que ahora el
chino está grande y dice que se quiere ir para la guerrilla por dos
razones: uno, porque la casa no aguanta mantener a todos y no quiere
ser una carga; y dos: porque quiere encontrar a su papá y de pronto, si
las cosas, matar al hijueputa que se lo llevó ese día y tras del hecho le
pegó y tocó a su mamá. O algo así, pero la doña más bien no habla
mucho.
—Que cuál doña.
—Pues la de la casa. ¿Si ve que usted no venía pendiente de las
situaciones? Se la pasa es todo estúpido haciendo líneas de los días que
pasan para no olvidar cuántos faltan para volver a su casa.
—Pues perdone, entonces, por querer largarme de acá para mi puta
casa. Además, no sé de cuál doña habla.
—Sobre todo que para la casa. De acá nos sacan para guardarnos en el
cuartel. La doña solo mira las fotos que tiene en la sala, les prende
velas, las mira sola porque sus hijas yo no sabe dónde están.
—Pues pregúntele, no que es muy amigo de la tal doña.
—Si ve que usted anda en las nubes y no pone atención, que la doña no
habla mucho, ya le había dicho.
—Sí, claro, es porque no habla mucho, me imagino. Deme fuego otra
vez para tenerle paciencia.
—A mí no me tenga nada. Téngase usted más bien, y duro, porque
como que en este pueblo asustan.
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—Yo sí me siento raro, pero no crea que me puede meter terror. Oiga, y
será que “la doña” no prende la estufa, aunque se ve más bien olvidada.
—Como usted y yo por la tropa.
—No nos dejaron, solo toca esperar por si sale algo más que hacer acá.
Yo escuché al mayor que por acá era mejor no volver, y la verdad es que
estoy de acuerdo.
—A mí me gustaría quedarme, deben haber más doñas por ahí, y si
todas son parecidas de seguro van a joder menos que esos hijueputas
militares.
—Yo no sé qué es lo que le pasa a usted, lanza, esto no se trata de
doñas, se trata de dones, y dones con poder.
—¿Cuál poder, poder de qué, de matar? Además me cree usted un don
nadie o qué. Igualmente por acá no va a volver nadie, ni siquiera las
hijas de la doña y mucho menos el esposo.
—Usted como que no sabe quiénes son ellos
—Ellos son los que no saben quiénes son, ya no.
—Vea, ahí vienen, tiene un minuto para darse cuenta que en la sala de
esta casa no hay fotos.
—Es curioso, es el mismo tiempo que tiene usted para darse cuenta que
acá usted está solo, con su cuaderno y ese pedazo de palo tiznado que
agarró de la estufa de leña y con el que escribió un poema, que espera,
sirva de epígrafe para algún texto.
37

Después de la cuarentena
Julio César Medrano Pérez

Rosaura no saludó al recepcionista del edificio, tenía afán de ver a papá.


El moreno enjuto percibió en ella olor a marihuana, y le señaló con gesto
apático que podía seguir hacia los apartamentos sin registrarse en el
libro de visitantes.

Subió al apartamento 401. Golpeó la puerta, toc, nadie respondió, toc,


toc, miró el pasillo desaparecer por las escaleras, toc, toc, toc, no escuchó
respuesta. Giró la perilla y la puerta chilló un oxidado
desaliento. ¿Papá?, preguntó, inclinando su delgado cuerpo hacia
adelante. Pulsó el interruptor de luz, pero la bombilla no encendió. La
joven Rosaura Pumarejo percibió un olor parecido al jugo en el fondo del
cubo de basura. Creyó que la cañería del baño estaba rota, o que había
pisado caca de perro. El apartamento de papá era todo oscuridad.

Toc, golpearon a la ventana de la sala. Horrorizada caminó a tientas por


el departamento. Toc, toc, volvió a sonar el crudo vidrio. Toc, toc, toc. La
muchacha abrió las cortinas y vio afuera cuatro gatos sentados sobre el
alféizar de la ventana, que la miraron con caras ceñudas y mostrando
puntudos colmillos. La joven asustada enteramente en sus dieciséis
años, dio dos pasos atrás y tropezó con el sofá, donde encontró acostado
a papá con mueca rígida. Por un segundo pensó que bromeaba, porque
tenía los ojos volteados y muy abiertos, creyó que jugaba a aguantar la
respiración. Papá, hola, dijo, tapándose la boca y la nariz con una mano
porque no soportaba el aire pestífero. En el piso sobre el tapete de la sala,
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estaba tirado un plato con presas de pollo rancio, invadido de


cucarachas. Rosaura aguantó el alarido.

—Lo siento mucho, papá. Sé que te dije que venía ayer, apenas el
gobierno nos dejara salir de las casas y los soldados no asediaran en las
calles, pero necesitaba ir a comprar un cargador para el celular, una
botella de brandy y algo de, bueno, tú sabes qué —dijo Rosaura, y
encendió un cigarrillo de marihuana.

Golpeó la ventana para espantar a los gatos, pero siguieron allí colgados,
famélicos. Miró a papá y al plato de comida. Fumó la marihuana punto
rojo que compró a un grupo de punks en el parque media hora antes de
ir al edificio de apartamentos. Tuvo un acceso de tos. Después de sentirse
mareada se sentó en el sofá junto al cuerpo tieso, encogido y fétido de
papá. De un bolsillo de su chaqueta de cuero sacó el celular. Disculpa,
papá, te robo una foto, no tengo ninguna contigo, dijo Rosaura, y estalló
un flash que espantó a la manada de gatos. Se tomó una selfie, le agregó
un efecto vintage, y la publicó en Twitter e Instagram con el mensaje Por
fin #DespuésDeCuarentena por #COVID19 #VisitoaPapá #Libertad.
Inmediatamente el celular empezó a vibrar con cada Me gusta y Retweet,
los mensajes eran tantos que Rosaura tuvo que ponerlo en modo
silencio.

Ella jamás vio en papá un talante de nutrida avaricia por la vida. Él había
apostado todo por la literatura (y perdió, como el noventa por ciento de
los escritores), las abandonó a ella y a mamá por dejarse poseer
ciegamente por la palabra, por la poesía. Rosaura había percibido en
papá un desdén por cualquier cosa que no tuviese nada que ver con las
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letras; durante los meses de confinamiento obligatorio por la pandemia


del virus COVID-19 apenas contestaba una llamada por semana.

Rosaura guardó el celular. Siguió fumando la deliciosa y dulce hierba. Se


limpió la única lágrima del rostro. Vaciló un monólogo con azuzada voz.
Se sentó al borde del sofá y pudo ver que de la boca del cadáver sobresalía
un hueso de pollo.

—Atragantado con un hueso. El poeta Erik Pumarejo muerto por un


hueso atorado en la garganta. Eso pondré en tu epitafio, papá. Vine a
decirte que mamá me echó de la casa, no soportó la idea de que viniera
a buscarte. No alcancé a expresarte cuánto te despreciaba por
abandonarme con esa loca alcohólica. Ahora tu muerte, a la que
dedicaste dos poemarios y una novelita mal vendida, nos da otra
oportunidad de estar juntos. ¿Puedo quedarme? ¿Sí? Leeré a todos tus
muertos guardados en la biblioteca y después los devolveré a sus
rincones. Prometo ayudar con la limpieza del apartamento; pero, debo
esconderte para que tu hedor no interrumpa nuestra amistad.

Reprodujo en el celular la canción Redbone,de Ghildish Gambino, y


pulsó play. Subió el volumen a tope y recostó sobre la mesa de centro el
aparato, que no paraba de vibrar por las notificaciones. Mordió su labio
y frunció el ceño. Caminó hasta la cocina. Agarró el cuchillo para cortar
pan, delgado, largo y con filo de sierra. Volvió a la sala. Los gatos
volvieron al alféizar; eran más ahora. Sacó el hueso de la garganta de
papá. Apretó el cuchillo contra el cuello y, mientras desgarraba la piel y
encontraba la carne, cantaba: You make it hard for a boy like that to go
on / I’m wishing I could make this mine, oh. Desprendió la cabeza del
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cuerpo, y como vio el rostro muy aburrido y contrito, lo empacó en una


bolsa plástica. Vamos al parque, dijo Rosaura después de encender otro
cilindro.

Una nube contaminada de marihuana se anidaba en el parque. Los


ajedrecistas no continuaron moviendo las fichas de madera porque les
distrajo la bataola de la música punk que sonaba en una grabadora.
Julián y Felipe cantaban Bite it, you scum de GG Allin. Julián reconoció
en la banca de en frente a la muchacha que unas horas antes les había
comprado hierba. Hablaba un monólogo incomprensible y reía a
carcajadas.

—Se fritó la nena —dijo Julián a su compañero punk.

—¡Qué mierda! Mire, los gatos caminan detrás de ella —dijo Felipe.

Los gatos percibieron el aroma de aquella carne fresca y maullaban


mientras se acercaban al banco; saltaban, gruñían, arañaban la madera.

—Hay un charco rojo debajo de esa banca —dijo Julián.

—Marica, es sangre. De esa bolsa escurre sangre.

—Tan guevón, eso no es sangre.

—Pille bien. ¿Qué hacemos?

—Nada. Quedarnos callados…


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El sol reconfortaba a Rosaura que veía cómo cambiaba el tono purpureo


y pálido de su piel después de cuatro meses de confinamiento. No notó
el charco de sangre bajo su banca. Papá, ¿fumabas cuando escribías, o,
lo hacías después? ¿A cuántas viejas te tiraste en ese apartamento?
¿Tuviste sexo con manes también?, dijo a la cabeza guardada en la bolsa,
y con el celular tomó una fotografía del parque, esta vez le puso filtro
B/N antes de subirla a redes sociales, con nuevo mensaje: #EnelParque
#SobrevivíAlCovid.

Encendió otro cigarrillo de hierba. Rosaura Pumarejo no pensó en que


fumar 60 gramos de marihuana punto rojo en el transcurso de menos de
una hora tendría consecuencias de un desgajado y peligroso
entretenimiento. Su boca empezó a secarse, los dedos se entumecieron,
sintió pánico por la idea de que el cuerpo de papá tuviera frío en el
apartamento.

El cigarrillo en su mano se le antojó pesar como un mazo. Rosaura lo


dejó caer sobre la bolsa y el fuego de la ceniza derritió el plástico, siguió
prendido, ardiendo hasta encontrar el pelo del poeta. Humo emanó de
la bolsa y un hedor a pelo quemado empezó a invadir el parque. Rosaura
tiró todo su débil cuerpo sobre la banca y se durmió frente a la
muchedumbre. El cráneo en llamas del poeta Erik Pumarejo cayó al
suelo. Rodó y rodó por los morros de hierba, embarrándose de lodo,
hojas secas y colillas de cigarrillo, los gatos lo seguían, los niños del
parque quisieron patearlo al confundirlo con una pelota, pero la cabeza
rodaba cuesta abajo más rápido que los pequeños poetas citadinos
embriagados con Old John.
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Cuando el timbre del celular despertó a Rosaura, se sentó en la banca y


vio a los punks reír, parados frente a ella, vio a hombres y mujeres correr
tras un grupo de niños persiguiendo a su vez a una camada de gatos que
seguían una bola de fuego que rodaba libre hacia la avenida.
43

Diario de un misántropo
Fabián Sevilla

21 de abril de 2020.

Con un destello trémulo de rojo fulgor humeando entre mis dedos, caminaba por las
calles muertas de madrugada, en una ciudad de pálidas paredes, dotadas de oídos
que la peste mutiló. Ahora, esta se cierne como espada de Damocles sobre la ciudad,
que ensordeció ante el estrepitoso silencio que recorre sus paisajes de desolación,
transitados tan sólo por los fantasmas de quiméricos próceres, a quienes la ciudad
erigió monumentos y museos. Antaño se hallaban enclaustrados en panteones o
viejos edificios coloniales. Ahora, se dan cita cada noche en la plaza central, en
ausencia de sus beodos habitantes nocturnos.

Con nostalgia, recordé esas etílicas noches previas a la cuarentena, cuando


franqueaba la puerta de mi casa, tropezando con los muebles, caminando con torpe
sigilo hasta mi habitación, en la que ahora me hallo encerrado, tras varias semanas,
ojeando un ejemplar pirata de El Aleph. Entretanto, empiezo a leer un relato. De
inmediato, me asalta una helada perplejidad al sentir como si cada palabra estuviese
escrita para mí en este preciso instante, y fuese la cruda confesión que yo no me
atrevo a hacer.

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales
acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no
salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)
están abiertas a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No
hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la
quietud y la soledad.

Con cada re-lectura me vuelvo a estremecer como en la primera ocasión. ¿Me he


convertido con el tiempo en el Asterión que Borges ideó?, ¿acabé por transmutar mi
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cuarto en el mundo, y el mundo en el laberinto de un minotauro solitario


donde todas las partes de la casa están muchas veces y cualquier lugar es otro
lugar?, ¿se convirtió mi vida, en un deambular perpetuo por un intrincado laberinto?
Esa es la sensación que me invade ahora; confundido, desorientado, aturdido entre
el bullicio de las redes sociales y la televisión.

Lo cierto es que, como Asterión, no me faltan distracciones y juegos. Sin embargo,


entre el repertorio prefiero el de imaginar otro Asterión, a quien le presento la casa.
Le digo que es del tamaño del mundo; o mejor dicho, que es el mundo, conversamos
y reímos a carcajadas. A veces les pongo nombres. Semanas atrás, se llamó José
Arcadio Buendía, un hombre de desaforada imaginación que me presentó a su
estirpe y acabó por volverse loco, amarrado a un árbol de castaño, delirando con un
sitio de cuartos infinitos, del que sólo el espectro de Prudencio Aguilar podía sacarlo,
hasta un día, en que le tocó el hombro en un cuarto intermedio, y él se quedó allí
para siempre, creyendo que era el cuarto real. Ese día lloviznaron sobre el tejado
de mi cuarto, en tormenta silenciosa, minúsculas flores amarillas, durante toda la
noche.

Días después, se llamó doña Consuelo, quien insistió en bautizarme con el nombre
de Felipe Montero. A continuación, me presentó a su sobrina Aura, cuyos verdes ojos
de mar que fluyen, me ofrecieron un paisaje, que conjeturé, sería capaz de descifrar,
y me persuadieron de mudarme por unos días a su antigua casa en la calle Donceles
815, iluminada sólo por el parpadeo perenne de las velas. Sin embargo, mis
conjeturas resultaron ser ensueños osados, pues descubrí que Aura, era sólo un
fantasma de la juventud, que doña Consuelo había trocado en carne mediante
ardides esotéricos y conocimientos en herbolaria. Hui de esas tinieblas y retorné a
mi laberinto.

Estos días conocí al señor Alonso Quijano, quien se enfrascó tanto en su lectura, que
se le pasaban noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así,
de poco dormir y mucho leer, se le secó el cerebro de manera que vino a perder el
juicio, y ahora, me reclama exaltado diciendo: yo me llamo Don Quijote de la
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Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña


Dulcinea del Toboso, con él he convivido durante estos días, y por su estraño género
de locura, presiento que su compañía va para largo.

22 de abril de 2020.

Mientras caía una cálida llovizna dentro de mi casa, recordé con jocosidad, a mi
disparatado amigo, fallecido semanas atrás. Se trata de José Arcadio Buendía,
desvariando atado a un árbol de castaño y asediado por el fantasma de Prudencio
Aguilar. Recordé que en una ráfaga de lucidez me enseñó que cuando se hizo experto
en el uso y manejo de sus instrumentos, tuvo una noción del espacio que le permitió
navegar por mares incógnitos, visitar territorios deshabitados y trabar relación
con seres espléndidos, sin necesidad de abandonar su gabinete. Pensé que, sin
saberlo, nos hallábamos en condiciones hasta ahora insospechadamente siamesas.

Como él, me hallo amarrado por la peste a esta habitación, en la que veo
representado mi mundo; un laberinto de puertas infinitas donde todas las partes de
la casa están muchas veces y cualquier lugar es otro lugar, tal como las ventas y las
meretrices, que a don Quijote se le representaban como castillos y doncellas. Pienso
en la secreta complicidad que tejo con mis contertulios cada noche; quizás ellos son
como los ‘Prudencio Aguilar’ a los que convoco a que me acompañen durante estas
frías noches de cuarentena en este laberinto techado.

23 de abril de 2020

Antes de convertirme en poblador de las estaciones anfibias del sueño, caí agotado
sobre la cama, turbado por esta última meditación. Y, tras abrirse de nuevo mis
párpados, sentí una espesa nube negra que invadió mi cerebro. Mi confusión fue tan
honda, como la noche en que observé mi rostro junto al de Aura en un viejo
daguerrotipo del año 1876. Desde ese momento, los recuerdos de mi pasado, y con
ellos, mi identidad, se hicieron desconcertantemente brumosos, el laberinto más
confuso que de costumbre, y la temporalidad sufrió una distorsión irrisoria.
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En medio del embrollo tuve una vaga reminiscencia que, como un relámpago,
iluminó fugazmente mi memoria. Pude atisbar a doña Consuelo, enseñándome un
viejo grimorio de la edad media. Esta fugitiva imagen me sobresaltó. ¿Quién soy yo,
y quienes los visitantes que acudieron a mi laberinto estas últimas noches?, pregunté
en voz alta.

¿Existo siquiera, o sólo soy el pensamiento de una mente universal a la que llamamos
Dios? ¿Somos entonces los personajes rebeldes de un novelista divino? Continué con
mi monólogo en voz baja: ¿Se trató todo esto de evocaciones a los muertos mediante
técnicas de espiritismo que doña Consuelo me insinuó alguna vez? ¿Sólo fue el
inocente juego de un misántropo imaginando otros Asteriónes para paliar su
soledad? ¿Fueron acaso delirios congénitos a los de José Arcadio Buendía o Alonso
Quijano, derivados de la fría aridez del laberinto techado en que habito? ¿O se trató
de un prolongado ensueño, en el que todavía me hallo? ¿Realidad o ficción?
¿Ensueño, magia o delirio? ¿Alguien sobre la tierra conoce la diferencia?
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Gallinazo
Cristhian Andrés Velásquez

Un ave de carroña escarba en el estómago de un pobre diablo. Hace días murió, o


mejor, hace días lo mataron. Por gajes del oficio, su cuerpo, en estado de
descomposición, fue abandonado doscientos metros río abajo en la zona de las
curtiembres; llevaba puesta una camiseta de King Crimson, una de sus bandas de
rock favoritas, un jean negro y unas zapatillas Vans terriblemente sucias, como si un
“jypy” extranjero, de esos que se paran en los semáforos, se las hubiera regalado justo
el día en el que iba a morir. ¡Astutos asesinos! No se puede comparar el olor de un
cadáver con el de un río en una zona “industrial”, a la cual arrojan despojos de
animales mezclados con químicos. Por cierto ¿quién carajos le pone el nombre de la
madre de Jesús a un lugar tan desagradable? “La María”.

El Coragyps atratus(gallinazo) desgarra todo con su corto pico: ojos, nariz, orejas,
vísceras, estomago, intestinos. Es un festín para el ave de rapiña que zarpada a
zarpada desaparece aún más al pobre diablo. El buitre latino es una especie que solo
existe en Norteamérica y algunos países del cono sur; su naturaleza, el vivir de la
carroña, de la basura, de los desechos. Es un oportunista. Podría jurar que más que
un animal, parece la descripción de un sudaca iguazo por excelencia.

Pero volvamos dos semanas en esta historia de carroña y putrefacción. El pobre


diablo aún respiraba. Era maestro en una universidad de la región, la universidad
pública más cara de uno de los países más ignorantes del mundo. Dictaba algunos
cursos de literatura, un tipo normal, que disfrutaba de enseñar sobre libros… ¿A
quién le puede interesar un sujeto así?

Faltaba poco para terminar el semestre y en uno de sus cursos catedráticos había una
mujer que le encantaba: pelirroja, cabello un poco ondulado como las olas de un mar
calmo, 1.65 de estatura, unos 35 años. Una mujer madura es el sueño de muchos
jóvenes. Siempre que la veía se preguntaba qué hacía en ese curso, en esa carrera, en
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esa universidad. Un día, al terminar una clase magistral sobre Poe, Ana se acerca y
le pide una asesoría al pobre diablo. Obviamente debías aceptar, amigo. La cita sería
al siguiente día, en la universidad, pero ella lo invita a su casa, le dice que no puede
ir a la universidad, que en su hogar podrán estudiar más tranquilos… el pobre diablo,
después de negarse por un tiempo, acepta. Ella solo necesitó morderse los labios y
picarle el ojo dos veces para lograr su cometido.

Llega el gran día. Como si se tratara del paseo del colegio, el pobre diablo no había
dormido bien pensando en las infinitas posibilidades de su asesoría. ¡Sí! En todas las
posibilidades desde las más ridículas hasta las sexuales, que eran obviamente las más
ridículas. Se organizó mientras escuchaba el Discipline completo; después de un
almuerzo enlatado y solitario, se encamina hacia su destino. Decide ir en taxi. Entre
el pico y placa y el tráfico no podría manejar con tranquilidad. Su alumna vivía en
uno de los mejores barrios, al norte de la cuidad, con nombre parecido al de un reino
español y no el de un barrio tercermundista. Luego de tocar el timbre, llamarla al
teléfono, incluso escribirle al whatsApp, la puerta principal se repliega como en un
cuento de terror, rechina un poco y aparece ella… una diosa envuelta en una piel
enorme, como si hubiera sido diseñada para ella mucho antes de que el animal
muriera, labios gruesos, tez blanca, ojos claros, cabellos ondulados color sangre…
Ana vivía en una casa lujosa, llena de porcelanas y cuadros por doquier. Es curioso,
pero en muchos cuadros, una especie de Sancho bandido, narcotraficante, con
cadenas de oro, calvo, barriga enorme y mirada asesina, le daba vida a los oleos
distribuidos estratégicamente por todas las paredes, seguramente era su padre,
pensó el pobre diablo.

El profesor estupefacto titubea, tararea como un chiquillo algunas palabras para


iniciar. Se enreda, se pone nervioso; ella lo pone nervioso. Un momento de tensión.
De repente, como si fuera el nudo narrativo de una película para adultos, sin
explicación, Ana posa su sensual humanidad sobre él: sus manos ahora rodean sus
glúteos, esos senos apunto de asfixiarlo, los labios gruesos que lo muerden, lo
saborean, y una lengua que va y viene como un yoyo. La sangre del maestro empieza
a fluir hacia su falo.
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Se desvisten, se desean, se tocan, se buscan, se muerden, se abusan, se muerden, se


poseen, se mimetizan, se metamorfosean, se fusionan, ¡colisionan!

¡Vaya cinco minutos!

El acto fue consumado. Ana fuma un cigarrillo en la ventana. Él, absorto, la mira. No
puede creerlo. Debe ser el mejor puto día de su vida. La puerta de la habitación se
abre y, de repente, un golpe, como si un bateador hiciera el mayor imparable de la
historia en la cabeza del pobre diablo. ¡Clank!

El pobre diablo despierta, mira el cielorraso… maldice su suerte, pero agradece estar
vivo. “¡Nooooooo! Este final no me gusta”, grita el narrador

El pobre diablo despierta, mira el cielorraso, diablos no hay cielorraso, parece una
bodega abandonada. Las paredes están manchadas de sangre y lo que parecen ser
unas máquinas para procesar cueros están cubiertas con enormes plásticos. El olor
a podrido penetra en su nariz. Un hombre que parece una versión mafiosa de una
obra de Botero se acerca. Trae un arma en la mano, es una Colt 45 Magnum, un arma
pequeña, pero de mucha fuerza. Un arma de gánster.

El sonido del disparo espanta a los carroñeros del techo, solo por un momento, solo
por unas horas. Quizá el sonido es confundido con pólvora. Quizá a nadie le importa.

Un pobre diablo abre los ojos. Un gallinazo se posa sobre él, lo mira fijamente. Tiene
un pico corto y filudo, una cabeza gris y unos ojos negros enormes. El animal, fiel a
su naturaleza, se alimenta.
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¡No te entiendo!
Nicole Mikly

Me dicen “no te entiendo” cuando pregunto por mis ancestros y me dicen “no te
entiendo” cuando me ven pasar por la plaza descalzo, cargando una tinaja de agua.
Tanto ha tenido que pasar para que me llamen así. De mis ancestros algunos tuvieron
que meter la pata para que entonces yo no fuera deseado por mi procedencia, porque
mi color de piel no es la causa, si es el mismo que el de otros más refinados que yo.

Muy seguramente una mujer “negra” esclava, fue violada por un “español” que pudo
ser su patrón. Y su hijo, un “mulato” dejado a la suerte por el abandono de su padre
y la muerte temprana de su madre, creció en un entorno de trabajo forzoso y
desprecio por lo que representaba su color, una degeneración de la blancura. Entre
traumas el “mulato” debió esforzarse bastante por recuperar su honor y la única
forma de hacerlo era casándose con una “española”. De aquel amorío resultaría un
“morisco”, que bajo las exigentes enseñanzas de su padre pensaba constantemente
en ascender socialmente, la forma de hacerlo era casándose con una “blanca”, al igual
que su padre. El “morisco” probablemente no descansaría hasta conseguir una
“española” para desposar, y así forjó su destino hasta tener una familia, su hijo un
pequeño “chino” educado para seguir blanqueando la familia. Pero no todos siguen
los ejemplos de sus padres, y el amor no es cosa planeada. El “chino” se enamoró de
una “india” y no siguió con la tradición, de ahí para adelante mis antepasados se
olvidaron de la preocupación por blanquear la sangre. De la unión entre la “india” y
el “chino”, salió un “salta atrás”. Un salta atrás en la raza, un paso más cerca de la
degeneración de nuevo. El “salta atrás” fue más atrás casándose con una “mulata” y
de su amor un “lobo” surgió. El “lobo” pudo enamorarse de una “china”, dando a luz
a un “albarazado”, que seducido por una hermosa mujer “negra”, fue padre de un
“cambujo”. Mi tatarabuelo “cambujo” se conoció con mi tatarabuela “indígena” en la
hacienda de un encomendero, donde nació mi bisabuelo “zambaiga” que también
tuvo que rendir tributo. Apenas con 14 años mi bisabuelo escapó, para buscar trabajo
en otra hacienda. Allí conoció a mi bisabuela “loba” y tuvieron un “calpamulato”,
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otro pariente condenado al trabajo forzoso. Al parecer mi abuelo el “calpamulato”,


siguió los mismos pasos de su padre y escapó a su destino siendo muy joven. Llegó a
la capital del Virreinato de la Nueva Granada, y en Santafé se enamoró de mi abuela
una humilde “cambuja”, formaron una pequeña familia conformada por mi padre el
“tente en el aire”. Construyeron una pequeña casita en la parte de atrás de un terreno
de un “español” a cambio de trabajo. Mi padre heredó la casa y se casó con la mujer
de la plaza que le quitaba el sueño, mi madre “cambuja” vende unas hortalizas y
cuida de mi, cocina muy rico también, mientras papá esta en la chichería de doña
María cerca de una fuente de agua. Afortunadamente estamos muy cerca de las
fuentes de agua y es fácil lavar la ropa en el lavadero comunal y traer agua del pozo
comunal.

-¡No te entiendo! ¡No te entiendo!

-¿Qué pasa?

-¿Estas hablando solo? Llevas dos horas llenando esa tinaja de agua y ya se desbordó.

-Disculpe señora, yo estaba pensando en que el color de mi piel es igual al de todos,


pero

aún así me hablan distinto. No tiene sentido.

-No te entiendo.
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El amor es otro cielo


Daniel Morales

Mocos era un perro algo extraño y no solo porque comía exclusivamente maní sino
porque solo hablaba de ocasos y actuaba como un gato. Siempre se le veía en el techo
de una casa, la de toda la vida, a eso de las cinco y pico, esperando a que el horizonte
asomara aquella muralla de incendio a la que tanto se refería. Por alguna razón, he
estimado que los ocasos y los perros son cosa seria, aunque no parezcan más que
latidos desamparados. Por alguna otra razón, me atisbo un poco en él. ¡Y qué vaina!
Como gato, apenas comprendo cómo funcionan los azares del corazón ya que mi vida
parece ser un conjunto de desaciertos. Cabe mencionar que todos los gatos primero
fueron pájaros, pues era necesario conocer los límites de la fatiga en la inmensidad
del cielo. Es decir, la primera manifestación del pelaje yace en reconocer el lastre de
sujetar un corazón. Además, es preciso morirse sin el más mínimo atisbo de
arrepentimiento, por ejemplo, siendo aniquilado por un trueno en medio de un
paseo por las nubes o ser devorado por una bala perdida. ¿Por qué? Pregúntenselo a
dios.

Una vez culminado este extraño requerimiento se habrá resuelto la transmigración.


En últimas, uno se levanta como de golpe, hecho un bolsillo de abismos con piel
sintética; un saco hueco de vidas pasadas, tumultos de geranios, montañas y nidos
que apenas pudimos rozar en su imagen, porque todo se nos otorgó esquivo. Incluso
el tiempo se desmiente en nuestra rutina y, sin embargo, nos pesa en la espalda y
aquellas heridas remotas son ahora las líneas negras de nuestras pupilas. Lo cierto
es que lo único que sabemos al dar nuestros primeros pasos es que solo podemos
amar una vez, ya que se nos es imposible olvidar. Ahí, justo ahí, entra Mocos. Él nació
en un río, así me lo dijo, aunque me contaron las pulgas que en realidad fue en una
parcela —a las personas se les hace fácil deshacerse de todo en los ríos—. Pese a su
desventura, terminó errando en la ciudad, como yo, por circunstancias absurdas.
Mocos se enamoró de una niña que lo encontró sostenido, a tientas, de una roca, que
lo secó con su camisita azul y le ofreció maní para las fuerzas. Mocos la siguió hasta
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su casa y ella lo adoptó. Cada tarde, cuando se ponie el sol, se subien como acróbatas
al techo y comen maní, contándose un sueño o cuarenta y tres puestas de sol. Él era
feliz, felizmente feliz, se le escurrían los mocos. A la niña se le hizo fácil amarlo y a
Mocos guardarla para siempre en su corazón. Una mañana, la niña se fue volando
como cometa y nada más se supo de ella. La casa quedó sola; todo olía a maní.

Dicen que la niña se mudó de jaula. Yo no supe nada, yo no estuve ahí, en ese
entonces yo estaba enseñándole a volar a la gaviota huérfana de Luis Sepúlveda. Y
así fue. Mocos se quedó esperando algo en esa parte del cielo en la que atardece azul
y, aunque yo le traía maní, cada día estaba más flaco. Yo me quedé acompañándolo,
con la corazonada de que el amor una vez en el cielo iba volver por mí. Los
atardeceres y los perros son cosa seria. Mocos dice, sonándose, que el amor es otro
cielo en el que no estamos absolutamente desolados. Y aquella cosa que en un
principio se me hacía tan compleja se me olvida en un ronroneo infinito. Justo en el
momento en el que frotamos nuestras narices, llorando, en el que se desempolva la
muerte adrede, por primera vez siento que, al final, mi corazón le ganó al olvido.
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El día que se pueda estrenar


Cristian Felipe Leyva Meneses

La puerta de la oficina postal estaba cerrada. Su esposa se aburría en el auto.

—¿Cómo que cerrada? —salió.

—¿A dónde vas? —dijo el marido, que se llamaba Jorge.

Ana, su mujer, avanzó por el estacionamiento a paso ligero e impaciente. Por poco
tropieza con un carrito del supermercado. Era una tarde soleada de viernes.

—Ana… Ana… espérame, ¿por qué siempre me haces esto?

—Vamos, deja de lloriquear y date prisa.

Cuando llegaron a la pequeña ventanilla azul, la cortina de hierro permanecía abajo,


rematada con un par de candados del tamaño del puño de un hombre adulto. Jorge
la miró.

—Ya ves… cerrada. ¿Podemos irnos?

—No. Esperemos.

—¿Para qué?

—Seguro que están tomando un descanso. Volverán en un rato.

Jorge tuvo ganas de negarse, pero carecía de valor. Esperaron en silencio durante
una hora, la plazoleta permanecía desierta. Los otros locales tenían un aire sórdido.
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—Esta empresa siempre es así, ya no hay respeto por el tiempo de los clientes. Mejor
vámonos.

—Está bien, cariño.

Se miraron desganados. Volvían al sitio donde dejaron el auto cuando vieron cómo
un hombre enano rompía la ventana y se colaba adentro. Corrieron.

—¡El auto! ¡El desgraciado nos quiere robar el auto! —vociferó Ana.

Jorge intentó abrir la puerta para bajar al hombre enano, pero este, percatándose de
que los dueños habían aparecido antes de lo previsto, se escabulló y comenzó a
arrojarles cosas. Primero, fueron los bolsos que estaban en los asientos, luego los
objetos de la guantera, después arrojó los pequeños dados de peluche que colgaban
del retrovisor, y el mismo retrovisor, los cinturones de seguridad, los asientos, la
palanca de cambios, el volante, los pedales. Cuando el coche estuvo hecho una mera
carcaza vacía, les arrojó la ropa que llevaba puesta.

—Creo que ya se rendirá, —dijo Jorge, saliendo de la pila de objetos que se había
formado—vamos por él.

Lo tomaron entre los dos, como sin pensar realmente en lo que hacían. El hombre
enano trató de escapar, pero fue inútil. Después de una cruenta paliza, Ana acertó el
golpe final. Dejaron el cadáver en el maletero.

Llamaron una grúa y le indicaron al conductor que los dejara en una bodega a las
afueras de la ciudad. Allí abandonaron el coche.

Al cabo de tres años, cuando el cadáver ya no era más que una pequeña pila de
huesos, lo usaron para remodelar el interior del coche. Encajaron el fémur en la
carrocería para que hiciera el papel de palanca de cambios, el coxis resultó ser un
volante bastante ergonómico. Con las costillas y las vértebras, reconstruyeron los
pedales y parte de los asientos (tuvieron que conformarse con unas butacas, ya que
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el esqueleto era pequeño, como se supondrá). Usaron el cráneo para adornar el capó.
Finalmente, condujeron hasta el estacionamiento.

La puerta de la oficina postal estaba abierta. Su esposa oía el noticiero mientras se


esforzaba en disimular su expresión de asco.

—¿Cómo te fue? —le preguntó.

—Bien, muy bien. El pequeño Rubén estará muy feliz cuando reciba su carta y su
paquete.

A Jorge, en secreto, le pareció simpático enviarle a su sobrino la ropa que había


pertenecido al hombre enano.
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El hombre sobre la punta del alfiler


Jhonatan Balaguera

Aquella mañana, el despertador había sonado antes de las cuatro. Lo había


programado la noche anterior, casi sonámbulo, sin percatarse de que por poco y
volvía a ser testigo una vez más del frío de la madrugada sonmojando las cosas
sólidas; lo había programado, pues, con los dedos cargados de confusión y,
evidentemente, con un poco de temor, que al tratar de ejecutar la operación le dejaba
el pulso inquieto. Pero lo había programado, porque la delicada situación así lo
ameritaba.

Aún no salía el sol, y aunque de por sí la ausencia de luz era una evidente sombra que
teñía el panorama, no por ello dejaba de presentir en su intimidad, desde ese
momento trágico en que sonó la alarma, la total oscuridad que, como nubarrón de
mayo, se escondería milímetro a milímetro detrás de la luz sobre todas las cosas.

Se levantó y se sentó en el borde de la cama. Sentía el cuerpo pesado, repleto de


recuerdos en cada articulación. «¿Dónde están las chancletas?», se preguntó. Bajó
de la cama, se agachó hasta arrodillarse y buscó debajo, incluso detrás de las pelotas
que bajo la cama yacían desde hace tanto tiempo, desechadas por nuevos artilugios,
pero no las encontró.

«¡Tan temprano con los presagios!», se reprochó, tras pensar un par de tonterías por
no encontrar lo que buscaba.

Decidió no buscar más. Así que se levantó y, encorvando los pies, dando uso perfecto
del puente ergonómico que en ellos era característica oculta y principal, fue al baño,
se bajó el pantalón pijama, luego el calzoncillo y se dejó ir en un breve entresueño a
través de una larga y triste orinada. Pensó en la posibilidad de no bañarse, pero
inmediatamente desechó la idea, puesto que hacía ya varios días que no lo hacía y,
además de ello, la noticia que había recibido, la razón principal de la llamada que
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hubo de recibir un par de días atrás, ya comenzaba a hacerle sentir verdaderamente


sucio, desprolijo, totalmente abandonado y a la suerte de un oscuro día.

Entonces, en medio de tales reflexiones, las cuales ni siquiera se tomaba la molestia


de ordenar en su mente sino que simplemente iban y venían, de aquí a allá, de
recuerdo a imaginación, sin detenerse un instante y que él simplemente observaba
con el rabo de la conciencia, terminó de bajarse el pantalón pijama, el calzoncillo y
luego comenzó a quitarse el buso de pijama y la camisilla.

Con una disposición resignada entró a la ducha, encendió el radio de baño que
comenzó a sonar en la frecuentada frecuencia. En ella sonaba una antigua opera que
pregonaba en uno de sus estribillos, como mensaje de un remitente oscuro y
siniestro: “¡Oh, fortuna! Velut luna, statu variabilis”. Aquello le causó un escalofrío
que, de no ser por el giro de la mano automatizada sobre la llave del grifo que dejó
salir una ráfaga inmediata y helada de agua que le imposibilitó el movimiento
dejándole paralizado bajo estupefacción. Continuó bañándose como si de la ducha
cayeran agujas de cristal que con violencia se internaban bajo su piel, simulando un
escenario apocalíptico ambientado con la inacabable canción de fondo y una
semejanza de lluvia ácida.

Se aplicó el jabón tal si fuere una madre que consuela a su bebé en medio de un
terrible llanto, y al finalizar la ducha, de la misma manera, se frotó con la toalla hasta
quedar seco.

Salió del baño, se secó los pies con un viejo trapo que tenía en el suelo para cumplir
esta función y se fue a la habitación, abrió el closet y se detuvo a contemplar cada
prenda que había colgada dentro de él. En la incongruencia del vestirse y provocado
por el desánimo que venía impregnado en el tiempo, sin pensar, tomó pantalón y
camisa al azar, y al momento en que colocaba el par de prendas sobre la cama, un
sonido estereofónico que emulaba el cantar de un pájaro le retrajo de su actividad.
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–¿Y ahora qué? –se preguntó mientras se encaminaba a la búsqueda de su teléfono


celular.

“Por favor asistir con ropa formal”, leyó.

Renegó durante un corto momento, pero con intensidad, puesto que su ropa
“formal” oscura tenía ya dos puestas; aquello no era algo grave, sólo que podría
hacerle sentir, tal vez, más sucio de lo que ya se sentía. Así que de igual manera fue
hasta el closet y tomó nuevamente pantalón y camisa y comenzó rápidamente a
vestirse.

«¿Cuánto durará esta vez este suplicio?», se preguntó lastimosamente mientras se


vestía.

Al terminar de vestirse fue a la cocina, recordó que la noche anterior, luego de haber
quemado algunas cuantas telarañas que pendían del techo, sólo para verles caer en
traje de incineración para gusto de su desquicio acuoso –desquicio generado por el
día de mañana– que se le derramaba en el suelo y le hacía tambalear, como si de
pisar sobre los terrenos del valle de la incertidumbre se tratara, había preparado
comida para aquel momento y para éste, pero no, en el momento no sintió hambre,
toda esta situación que apenas comenzaba le mantenía el estómago lleno de aire.
Vacío.

–Desde hoy los días serán tan largos… –pronunció, casi que reprochándose la idea
de no comer.

Entonces, retractándose de la idea de no comer, fue a la nevera, abrió la puerta de


esta y observó dentro de ella el plato que había dejado allí, pero tampoco quiso comer
de lo que ya había dejado preparado puesto que alguien más aparte de él que debía
desayunar apenas el aullido del hambre se hiciera notar, así que cogió el paquete de
arepas, el paquete de mortadelas y el paquete de queso tajado y puso una tajada sobre
otra sobre el sartén que empezaba a calentarse a fuego lento. Trasvasó el café y le
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añadió una cucharada de leche en polvo. Al terminar de calentarse el café con leche
simultáneamente se terminaba de calentar la arepa, el queso y la mortadela y,
literalmente, más tardó en el sartén la arepa y en la jarra el café que en ser devorado
y bebido a causa de una extraña reacción que trastornó la fatiga de no tener apetito
en un voraz deseo de tragar sin tener que masticar el mínimo bocado.

Sin haber aún terminado de tragar se fue al baño nuevamente, tomó el tubo de crema
dental, le desenroscó la tapa y, terminado de masticar, tomó su cepillo de dientes y
aplicó una gran dosis de crema sobre las cerdas. Cuando ya no había mayor resto de
comida en su boca comenzó a sonreír forzosamente, dejando su boca a disposición
del rutinario y matutino lavado.

Mientras cepillaba sus dientes recordaba las antiguas y tan similares eventualidades
que antes había tenido que vivir y que indistintamente del qué o del cómo habían
terminado sumiéndole en un inmaduro luto que le acompañaba durante días,
incluso semanas, dejándole imposibilitado ante cualquier motivación en medio de
un abrumador desasosiego en el que no era más que un testigo del eterno duelo en
los campos de la agonía en los que persiste la voluntad de hacer en saltar tan alto
hasta no tocar más, nunca más, ni la vocal equivocada e insinuada de aquel terreno
hostil y miserable, y la abnegación por falta de nada: por falta de dejar a un lado el
féretro de la quietud, la ultratumba de todos los tiempos.

Terminó con el ejercicio y golpeó repetidamente el cepillo dental contra el borde del
lavamanos. Salpicaron unas cuantas gotas de agua que hicieron de lluvia para un
rápido toc toc toc que le indispuso por lo funeralesco que le pareció este asunto.
Colocó el cepillo en el cuadriculado recipiente, tomó la toalla de manos, se la restregó
por la cara, deseando por fin acabar con el naciente martirio. Al terminar, dejó la
toalla en su lugar, se miró al espejo y en su rostro notó que, forzosamente, había
desaparecido aquel oscuro panorama… así fuese por un momento.

Cuando salió del baño, comenzó a pasearse la lengua por encima de los dientes.
Aquello le recordó a su madre en un retrato alegre. En tal recuerdo, su madre
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permanecía alegre y con éste retrato cubriendo su pensamiento continuó caminando


y, por un momento, olvidó la razón de su premura. Al caminar, esto le hizo sonreír.
Entonces creyó haber pulido su sonrisa para recordarle, y aquella extraña conclusión
le agradó.

De la mesa del comedor tomó el paquete de llaves, miró a su alrededor, tratando de


recordar a través de la vista si algo le hacía falta, miró aquí, miró allá y resolvió que
no, que aunque todo parecía no estar del todo bien, por lo menos estaba completo,
así que abrió la puerta, salió hacia la calle y, estando por fuera de su casa, cerrando
la puerta y con total intención de ingresar la llave en la chapa para girar el seguro,
recordó que efectivamente algo había olvidado: la billetera. Al percatarse de ello,
sintió nuevamente que esto no era un buen presagio, puesto que nunca olvidaba su
billetera. Fue a su habitación, la tomó de la mesa de noche y se dispuso a salir.
Estando a escasos pasos de la puerta, justo antes de abrirla, recordó a su pequeño,
envuelto entre las cobijas, despertando sonámbulamente y negando con la cabeza a
quién sabe qué preguntas o peticiones. Salió de la casa, girando la llave hasta dejar
el seguro y volvió a pensar «¿Cómo lo he podido olvidar?

Emprendió camino hasta la parada de buses con las manos empuñadas y escondidas
en los bolsillos de su pantalón por el frío abrasador que permeaba, quizá, la mayor
parte de la localidad. La mañana era totalmente gris y mientras caminaba podía
pensar, al notar en los rostros cierta agonía, que ninguno de ellos deseaba realmente
estar justo allí y quizá menos justo en ese momento; y realmente él tampoco, aunque
después de tanto tiempo fuese ello un mal ya necesario.

Llegando a la parada de buses recibió un periódico gratuito que una chica le ofrecía
y lo guardó en su maletín. Llegó a la parada, se detuvo un par de segundos y miró de
lado a lado y lo que vio fue desalentador. Todos, hombres, mujeres, niños y ancianos
permanecían dormidos con tapabocas de todos los colores y formas. Unos sentados
sobre la banca, otros recostados sobre los tubos de acero inoxidable, sobre la valla
publicitaria y otros incluso de pie. Aburrido por lo que no sucedía y porque la espera
se realizaba inconsolable, sacó del bolsillo de su pantalón el teléfono celular y
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sosteniéndolo con su mano inquieta del frío, vio en él la hora: aún estaba a tiempo.
Entonces decidió seguir caminando a través de la ruta del bus para así fumar un
cigarrillo y tener la oportunidad de acelerar su desasosiego con una marcha rápida
que le condujera a su destino inevitable; a ese oscuro lugar decorado con decenas de
esas fúnebres luces que siempre pretenden hacer lucir una esperanza en medio del
luto permanente.

Tras haber caminado casi veinte cuadras mirando hacia atrás, comprobando si venía
o no la buseta que le llevaría a aquel lugar, viéndola venir y al decidir no abordarla,
verla irse, y así, una tras de otra, sumándose en una fila interminable de lamentos
pasajeros, fugaces, que fundiéndose entre la neblina le iban dejando sumergido entre
ese afán de subir y en esa paciente agonía de no querer llegar nunca al lugar al que
se dirigía. Por fin accedió a subir. Estiró el brazo, se bajó el tapabocas, escupió la
dignidad para poder subir con más facilidad y menos hastío.

Allí dentro, el lóbrego paisaje no era menos distinto: parpados caídos, ojeras oscuras
y profundas y la pepa del ojo desinflada de salírsele la mirada deseosa de un porvenir
más allá del vidrio empañado. Aquello, suspendido del tubo elevado que cruzaba la
buseta de principio a fin, era sólo un abrebocas del entierro universal y cotidiano del
hombre, una historia más de terror escrita en pleno siglo veintiuno por cualquier
neumático viejo sobre el asfalto, o bien, por cualquier desocupado escritor invadido
por una ráfaga de bostezos insaciables.

Un silencio mecánico que mantenía a los pasajeros anclados a sus asientos sin más
posibilidad que la espera mortuoria del vulgar sepulcro del día entre la inmensa fosa
de todos los días le mantenía atento al negativo en constante cambio que se
proyectaba en el vidrio trasero de la buseta; vidrio negativo que le permitía descifrar
en dónde estaba ubicado aunque deseara profundamente no estar en ningún sitio.
Ni sentirse siquiera. Volver a desaparecer, como tantas veces, en el inmenso mundo
que se esconde tras el minúsculo abismo que habita en las puntas de los alfileres.
Pero no, nada de eso, justo cuando más dispuesto estaba a sentarse en la punta del
alfiler para fugarse y atravesar la buseta, la ciudad, la cordillera occidental, el océano
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y todo espacio hasta el que tuviese que llegar para por fin desaparecer, comenzaba a
dibujarse en el negativo, el gigante anuncio de aquella estación de gasolina que le
advertía que ya debía tocar el timbre en menos de treinta segundos,
aproximadamente, según calculaba en sus recuerdos. Así que, bruscamente, se hizo
camino entre los dormitabundos que colgaban de los tubos en las horcas del museo
de los asalariados.

–Esto no me puede pasar a mí –dijo, mientras tocaba el timbre y trataba de ubicar


en el espejo el rostro del chofer que no daba señal de detener la buseta.

La buseta no se detuvo donde él esperaba. Lo hizo hasta que cruzó la calle en el


momento en que el color rojo aparecía en el semáforo. Entonces, sin emitir sonido o
quejido alguno, bajó de la buseta y devolviéndose por la misma calle se encaminó al
lugar. Recordó la sensación de derrota, de entrega, pero en el momento no podía más
así que entró al lugar.

En la puerta, un vigilante encargado de la seguridad del sitio y del acceso a éste se


interpuso en su marcha y viéndole de un modo protocolario le preguntó:

–¿Nombre?

–Ramón Ballena –respondió él.

El vigilante revisó en un gran cuaderno, pasó varias hojas y al encontrar su nombre


le indicó:

–Tercer piso.

Después de escuchar la orientación, ubicó la escalera y al dirigirse a ella, el vigilante,


con un extraño artefacto de color negro empuñado en la mano le detuvo y le dijo:

–Maletín.
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Entonces abrió el maletín y el vigilante, viendo dentro de él, pasó el artefacto


alrededor y con el mismo le hizo seña de que siguiera.

Se sintió ultrajado, casi violentado, pero llegó a las escaleras y subió los tres pisos,
mirando los escalones mientras pensaba en el que había quedado en casa dormido.
Se le salieron unas cuantas lágrimas, pero inmediatamente las borró de su rostro con
el puño del saco.

Al llegar a la sala echó un rápido vistazo sobre todos los presentes que, sentados con
sus rostros escondidos sobre sillas blancas perfectamente ubicadas a modo de mesa
redonda, bordeaban la sala.

Rectificó las lámparas blancas y agachó la cabeza. Aun no comprendía por qué debía
estar allí, e intentando entonces comprenderlo sacó su bolígrafo del saco, del maletín
sacó una hoja en blanco y sobre ella comenzó a plasmar frases y garabatos que iban
decodificando sus ideas.

Dejándose llevar por la nulidad, sacó el periódico que le habían regalado hace un par
de horas y sobre una fotografía de la ciudad comenzó a dibujarse de pie sobre la
punta de un alfiler, observando el mundo, la ciudad, detallándole, comprendiéndole.
Y justo antes de comenzar a dibujarse el brazo izquierdo, una mujer entró en la sala
y con voz altiva se dirigió a todos:

–Buenos días. ¿Quién de ustedes viene para la vacante de Banco Jones?


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El mar
Diego Valbuena

Fue inevitable. Habían planeado el viaje desde hace un año largo. Pero Antonio
detesta el mar. En el avión Marcela le reprochó la mala cara que hizo desde que
salieron del apartamento. Vas a aburrir a la niña, le dijo mientras se acomodaba en
la silla que daba al pasillo. La abuela, con silencio estoico, se sentó junto a la pequeña
y le hizo juegos para distraerla de la pesadez del yerno.

La llegada al hotel fue un viacrucis. Gritos, regaños. No dejen sola a la niña; la abuela
se deshidrata; estos costeños le cobran más caro a los bogotanos. Cualquier cosa era
motivo de pelea. Cuando Antonio reservó la habitación le habían dicho que era
espaciosa, pero se encontró con un cuarto estrecho, de paredes curuba, un ventilador
que se quejaba con cada vuelta y una ventana minúscula que apenas dejaba escuchar
el mar. En el fondo, hacia una de las esquinas, dos camarotes de hierro. Acomódense
como les dé la gana, dijo Antonio y salió en busca del bar.

Antonio volvió en la mañana al cuarto. Marcela ya había alistado a la niña, y la abuela


esperaba sentada en una mecedora frente al televisor apagado. Nadie dijo nada. En
el puerto los esperaba un lanchero cojo, con claras muestras de resaca y dos muletas
de madera. Antonio miró la maleta que llevaba Marcela, como pidiendo que le sacara
su sombrero, pero ella frunció el ceño. Acá solo lo de la niña. La abuela contemplaba
con sonrisa lánguida el azul del mar.

El mar estaba picado. Marcela se agarraba como podía de las tablas de la lancha
mientras que la pequeña se sentía como en una nave espacial que las llevaba hacia lo
desconocido. Antonio buscó en sus bolsillos la cámara fotográfica y vio que apenas
quedaban dos fotos. Quiso gritarle a las olas su mala suerte, pero prefirió pedirle al
gringo que iba en la proa que les tomara la consabida foto familiar. Marcela le hizo
reclamo por el comentario mientras la abuela, a estribor junto al lanchero, se
acomodaba el sombrero para salir elegante. Antonio se desentendió de la cámara y
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de su familia. Se quedó mirando la espuma sobre las olas que pegaban contra la
lancha, recordando sus tiempos de soltero, cuando podía elegir su destino, lejos, muy
lejos del mar.
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El testigo
José David Castilla

Mañana terminaría este espectáculo. La historia del país dependía de su declaración.


Las personas interesadas en su testimonio pagaron una buena plata para ocultarlo y
lo escondieron en un apartaestudio a las afueras de la ciudad. Estaba desesperado,
llevaba más de dos meses aguardando el llamado de la justicia, encerrado e
intentando no enloquecer con las altas dosis de paranoia que lo consumían día a día.
A duras penas comía. Dormía dos horas al día y, cada vez que soñaba, a su mente
llegaba el momento en el que lo encontraban sus ejecutores.

Cada día, al verse en el espejo del baño, se sentía incapaz de reconocer su rostro. Dos
columnas de canas le crecieron por los costados del cabello y las arrugas se le
marcaban en la cara como cicatrices. Con el paso de las semanas desdibujó la
realidad. Se sentía intocable, aunque su reinado solo ocupaba treinta y dos metros
cuadrados.

Esa noche su único miedo era despertar tarde y no llegar a rendir testimonio. El
temor por el tiempo lo llevó a olvidarse de los sicarios que lo estaban buscando.
Llegada la madrugada decidió probarse la pinta que llevaría a la audiencia. Se puso
una chaqueta roja y una camisa de cuadros. Probó los zapatos que compró una
semana antes de salir corriendo de su casa, acomodó el reloj en la mano derecha y se
apretó el cinturón de la buena suerte.

Preparó un tinto y esperó al repartidor de periódicos al lado de la ventana. Era


suscriptor de uno de los diarios populares del barrio. Le encantaban las crónicas
rojas que no dudaba en tachar de cínicas. Por alguna razón sentía paz cuando les
echaba un ojo. Cada vez que sostenía un ejemplar recordaba un chiste de su padre:
“toca que los compre frescos, porque a las diez de la mañana la tinta se coagula”.
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En medio de la madrugada el repartidor hizo su aparición. Tirado al frente de la


entrada del edificio, como empacado de afán, estaba el ejemplar del día. Bajó
corriendo las escaleras, lo recogió y lo guardó debajo del brazo. Reservó la primera
plana para acompañarla con un café. Se sentó en el comedor, cortó un pedazo de pan
y extendió el periódico. Las hojas arrugadas del ejemplar ocuparon media mesa. La
noticia de la portada casi lo tumba de la silla.

“A bala limpia concluye el caso del siglo”. En la portada se veía el cuerpo boca abajo
de un tipo con una chaqueta roja. Lo más raro era que, al igual que él, el muerto tenía
el reloj en la mano derecha. Se cagó de la risa al pensar estupideces y vio que su reloj
estaba adelantado. Mientras acomodaba la hora empezó a leer el lead del artículo y
se dio cuenta de que todo cuadraba. Su lectura se interrumpió con el sonido de una
patada rompiendo la puerta de su casa.

Al otro día, encontraron al testigo desplomado en la mesa del comedor, leyendo la


noticia de su propia ejecución en la primera plana de un periódico de barrio. Y, tal
como lo dijo su padre, a las diez de la mañana el ejemplar ya se había coagulado.
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El transcuy de Eric
David José Márquez Bolaño

Entré a la cocina y mi madre sostenía un cuy por el cuello. Sus paticas bailaban
graciosas en el aire mientras ella le asestaba uno, dos, tres, cuatro porrazos en la
cabecita que me dolieron a mí. Lo puso de cabezas para que la sangre que se le
escurría de la naricita terminara de llenar una taza con gaseosa colombiana. Al
verme, me ofreció la bebida que preparaba. Me dio un shock nervioso y le empecé a
gritar “¡Vieja bruja, arpía, me harté de que me alimentes con aquellas criaturas tan
tiernas, anciana desalmada!” Sentí que ya tenía la edad suficiente para decidir sobre
lo que comía, y también se apoderó de mí un sentimiento de profunda culpabilidad
para con los cuyes y un rencor incontenible contra mi madre.

Quedé viuda a los pocos años de nacer Eric. Siempre he sido muy severa con él
porque a falta de padre temo que se pierda. Estoy muy preocupada, pues ha decidido
no volver a comer ningún tipo de carne. Además, nuestra convivencia se ha tornado
problemática, ya no quiere colaborar con los oficios de la granja. Él se pasa los días
contemplando y acariciando a los cuyes, diciéndoles pendejadas: “Ay, mis cuycitos,
pobres, pobrecitos mis cuycitos”. Cierto día liberó varios cuyes y lo agarré a
escobazos, vociferándole: “¡Ve, este vergajo, te vas… te vas ahora mismo!” Espero
reaccione, me pida excusas y vuelva a trabajar en la granja.

Me interné en el bosque cerca de la granja porque no tengo a dónde ir. Regreso tarde
en la noche a robar algo de comida, puesto que la cocina se queda sin pestillos. No
he vuelto a soltar los cuyes porque en el bosque son presa fácil, ellos ya
están acostumbrados al cautiverio. La noche anterior me sentía tan excitado que
empecé a masturbarme con una cuy a la que por cariño le digo Lupita. “Oh, Lupita,
bella Lupita… estás muy linda esta noche”. Mientras le daba besos y le lamia el sexo,
saqué mi miembro firme e intenté penetrarla, pero chillaba y me mordía, lo cual
aumentó mi frenesí. Sólo reaccioné cuando logré el clímax. Había destrozado y
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asfixiado a Lupita. Lloré, en verdad lloré. Por ese motivo, he decidido partir a la
ciudad más cercana. Eso no puede volver a ocurrir.

Yo estaba parada en la esquina donde trabajo cuando vi a ese papi rico como perdido.
Pensé en que le daba pena andar buscando sexo y le dije “Lindo, ¿Necesita que
alguien lo caliente?”, para que entrara en confianza. Él respondió, a secas, “Tengo
hambre”, y sentí tanto pesar de esa bellezura que lo invité a comer papa con gaseosa.
Le empecé a coquetear, acariciándole los muslos y disimuladamente llevando mis
dedos hasta la entre pierna. Él no hablaba mucho, cuando terminó de comer me dijo
“Necesito trabajo, ayúdeme.” Así fue como nos conocimos, me contó que venía del
campo. Esa noche se lo di gratis.

Conocí a Sergio, o mejor dicho, a Candelaria (como se presentaba a los clientes), la


primera noche que llegue a la ciudad. Gracias a ella es que tengo trabajo acá en el
burdel, pero soy lo que soy por mis esfuerzos. Ahora estoy trabajando en un show
para mis clientes. Seré “El Transcuy de Eric”. Los voy a conquistar a todos.

Eric salió a escena disfrazado de cuy, emitiendo sonidos guturales, como chillidos de
rata, arrastrándose por el suelo, brincando de un lado a otro y de vez en cuando
mostrando su verga y masturbándose. La dueña del burdel estaba apenada y furiosa,
nunca se imaginó que el show de Eric fuera semejante desfachatez y Candelaria no
paraba de reírse. Sin embargo, para extrañeza de la dueña, de sus compañeros y
compañeras de trabajo, los clientes se veían animados, chiflaban, se reían, decían
frases soeces y le aventaban billetes. Esa noche todos los clientes querían los
servicios sexuales de Eric. Él había puesto una condición que los excitaba aún más
y la cual lo hizo famoso, a él y al burdel: el acto sexual sería con los disfraces de cuyes
que él había diseñado, los cuales traían unos orificios que permitían el coito, tanto
para mujeres como para hombres; no se podían quitar el atuendo por ningún motivo
hasta salir de la habitación.

Al poco tiempo, Eric tuvo su camerino personal y se mudó a un apartaestudio para


él solo con sus nuevos y adorados cuyes. Nunca sintió deseos de procrearse ni de
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pareja, se bastaba a sí mismo con su trabajo y sus mascotas. Jamás, desde el


incidente con Lupita volvió, a practicar la zoofilia.

Después de unos años, un sentimiento de nostalgia se apodero de él, empezó a


extrañar a su madre. Una madrugada despertó con el deseo de visitarla. Fue a un
almacén de ropa para caballeros y compró un traje costosísimo de oficina. Después
fue a una floristería y compró un ramo de rosas blancas. Finalmente se embarcó en
un bus, con rumbo hacia la granja de su madre.

En el bus me sentía ansioso. Pensaba en qué decirle a mi madre. “Te he extrañado,


perdóname. Ahora soy un hombre exitoso, trabajo en la industria del arte.” Y en darle
luego el hermoso ramo que le había comprado. Sin embargo, cuando llegué estaban
celebrando una feria de los cuyes en la granja. Había diversos asadores con cuyes
empalados y chamuscados en las parrillas que llenaban el lugar. ¡Oh, qué espanto!
Entonces empecé a sudar. Mi corazón palpitaba rápido. Recordé los insultos de mi
madre con cada mordisco de los presentes a los animalitos cocinados. Pensé en
devolverme, en que había sido un error la idea de visitarla, pero caminé desesperado,
buscándola por la casa y la encontré en la cocina destripando un cuy….

Un grito ahogado llamó la atención de todos los presentes en la feria de cuyes. La


gente se empezó a agolpar en la puerta de la cocina sin poder creer lo que veían: el
cuerpo de la anfitriona, solitario, con la cabeza descalabrada y un reguero de pétalos
de rosas blancas manchadas de sangre.
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El sonido del silencio


Luis David Julio Macott

El encierro me ha sumido en un estado por momentos casi catatónico de reflexión.


He descubierto que fijando la mirada en un solo punto y dando rienda suelta al
pensamiento puedo construir una burbuja invisible que me aísla del sonido exterior,
el de los vecinos, los autos, los vendedores, la música, las obras, los animales.

Seguramente me encontraba leyendo algún pasaje de alguna novelucha olvidada


cuando me quedé absorto en un punto de la hoja. Por algún pasaje o por algún
recuerdo, me trasladé a la Grecia Antigua, a aquel episodio en el que Alcibíades, el
sobrino de Pericles, es acusado de cercenar a los Hermes, unas estatuillas fálicas que
los atenienses colocaban en la entrada de sus casas, como amuletos. Según sus
adversarios, el “bello” Alcibíades (favorito de Sócrates) se puso una borrachera y
mutiló el falo erecto de las figurillas, lo que mucha gente juzgó como una
profanación.

Estaba yo sumido en aquella secuencia de hechos cuando una serie de campanadas


me sacó de mis meditaciones. No eran campanadas habituales, eran más fuertes y
continuas. Esperé unos segundos a que terminaran y nada. Me parecieron
excesivamente largas. Tanto, que me acerqué a la ventana para ubicar de dónde
provenían. No pude ubicar el templo, pero las campanadas seguían, con un tañer
poderoso y llamativo.

Subí al segundo piso y entonces una torre, gruesa, gris, vieja, algo lejos, diez o doce
cuadras, que nunca había visto. Tampoco es que me haya fijado en los templos de la
zona. Por un momento me pregunté si estarían “afinando” la campana, pero me
pareció una idea muy peregrina. Por fin había terminado la secuencia y me quedé
pensando si eso se haría continuamente, pues, como he dicho, no lo había oído antes.
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Bajé a comer algo y justo estaba en la sobremesa, discutiendo con mi hermana las
notas de la política nacional, cuando comenzó el sonido otra vez, más fuerte todavía,
el tan-tan-tan, pesado e imponente, extendiéndose por la atmósfera y el tiempo.
Suspendí la charla y me dirigí a la puerta en un impulso irracional, dominado por
una mezcla de ira y curiosidad. Algo me dijo ella, pero no la escuché, simplemente
salí a buscar ese templo, esa torre y ese instrumento.

No fue difícil llegar, pues las campanadas no paraban. No exagero si digo que fueron
series de dos o tres minutos, una tras otra. Se reforzó en mi cabeza la idea de que se
trataba de una instalación, de una prueba de sonido.

Doblé una esquina y me topé con el templo a la distancia, en el final de la calle, que
justo ahí cerraba, a un par de cuadras de mi ubicación. La fachada se me antojó
neogótica, pero no reparé en detalles.

La verja estaba cerrada, al igual que el portón de madera, pero la torre, que estaba
realmente separada del resto del templo, tenía una portezuela abierta. La campana
ya no sonaba, así que deduje que pronto vería salir por ahí al campanero.

No me equivoqué. Un hombre demasiado alto, delgado, con ropas viejas, pero


limpias, manos largas y curtidas, se agachó para salir de la torre. Me miró y le hice
señas. Sin que fuera necesario gritarle, se acercó.

—Buenos días —me dijo, inclinando un poco la cabeza.

—Hola, buenos días, es usted el campanero, ¿verdad? Sólo quiero preguntarle por
qué tantas campanadas, ¿qué pasa? ¿Está probando el instrumento?

—No, es el sonido normal, para este día y para esta hora —contestó, con un tono
condescendiente y quizá un poco burlesco.

—Pues no lo creo, nunca había escuchado tantas campanadas en este día y a esta
hora. Vivo aquí cerca y hay muchos templos, ¿no será que se está equivocando?
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—¿Sabe usted algo de campanas? Yo no sé de los demás, pero aquí en este templo se
cumple con lo establecido desde siempre.

—No, no sé de campanas, no soy creyente y no voy al templo, pero sí vivo aquí e


intento hacer mis actividades. La campana ha llegado a molestarme.

—El sonido de la campana es para todos, no sólo para los creyentes.

—Pues es un abuso, —dije, ya con molestia —hace sonar la campana como si sólo la
oyeran los católicos. Deberían tener otras formas para comunicarse con sus fieles sin
que se moleste a los demás. Sus prácticas no son laicas, violan los derechos de los
que no pertenecemos a su iglesia.

—Si así lo quiere pensar, está bien, pero, ¿qué va a hacer? ¿Va a pasar esta reja y
destruir esta torre? Aquí hay algo más grande y poderoso que usted y que cualquier
individuo. Es algo que no comprende ni conoce. Y que tampoco podrá jamás detener,
pero, mire, no se enoje, lo invito a pasar para que vea más de cerca la torre. No lo
puedo invitar a ver la campana, no es nueva, ha estado aquí por muchos años, sólo
que no funcionaba. Está en reparación.

Dudé un momento, pero la curiosidad me ganó así que acepté, aunque a decir verdad
él tomó la iniciativa y había abierto la reja. Pasé, me saludó amablemente y me indicó
por dónde caminar.

—Es una torre interesante —dije, maquinalmente.

—¿Por qué lo dice?

—Tiene relieve, arte en piedra, no es lisa. Además, parece representar figuras


humanas.

—Acérquese para que vea mejor.


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No lo podía creer, desde lejos la torre sólo era una masa gris, pero de cerca, en sus
cuatro caras podían verse figuras desgastadas, pero aún visibles. Había caballos,
varones y mujeres, leones, vi una garza, parecía una escena del campo, con rebaños,
árboles, patos; no pude percibir el conjunto.

Me llamó la atención que muchas de las figuras humanas, o todas, portaban algo en
sus manos, pero no se veía muy bien qué. Fijé más la mirada y noté que se trataba de
una especie de instrumento, como campanillas.

—¿Qué es lo que tienen en las manos? —inquirí.

—Son tintinabullas, ¿ha escuchado sobre ellas?

Mis conocimientos de latín me permitieron concluir que se trataba de una palabra


neutra en plural, cuyo singular sería “tintinabullum”. Con un poco de vanidad, le
contesté:

—No, no sé del tintinabullum, ¿qué representa?

—Son símbolos fálicos de la Antigua Roma, se colocaban afuera de las casas, como
ahora los adornos chinos que suenan cuando alguien abre la puerta. Si se fija bien,
las campanillas tienen forma de pene.

—¿Y qué hace un símbolo fálico en una torre de un templo católico? —pregunté, con
cierta acidez.

—¿Le sorprende? Es un símbolo, la torre entera es un tintinabullum, aunque, como


ya sabrá, habría que llamarle de otra manera, pues en latín esa palabra indica algo
pequeño, es diminutivo.

—Bueno, sí sé eso del diminutivo, pero mi pregunta sería porqué el catolicismo tiene
esta gran tintinabullum, un símbolo pagano y además fálico.
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—Tendría que informarse —me espetó, casi groseramente.

—¿Y cómo podría yo informarme? —le contesté, casi con menosprecio a su calidad
de campanero.

-Podría comenzar con “De Tintinnabulo”, de Percichellius, o con “De campanis


commentarius”, de Angelo Roca. En francés, podría consultar “Essai sur le
symbolisme de la cloche” o “Traité des cloches”, de Thiers. Ahora que si prefiere el
castellano, una obra básica es “Historia y teoría del simbolismo religioso” de Aubert.

—Parece que sabe mucho de campanas y su significado.

—Es mi profesión, que fue también la de mi padre, la de mi abuelo y mi bisabuelo.


¿Cree usted que la campana es sólo para marcar la hora? La campana da un mensaje
más allá de eso, convoca, reúne, mantiene la unida de una comunidad, crea una
atmósfera común, determina el ritmo de la rutina, sus tonos pueden tranquilizar,
pero también movilizar, puede alegrar o puede sumir en la ansiedad. Cuando usted
recuerde cualquier lugar, tendrá en su memoria el sonido de la campana. Cuando la
escuche, revivirá la esencia del sitio en que se encuentra y al que quizá volvió después
de muchos años. Las campanas son la voz no del templo sino de un barrio, un pueblo,
una ciudad. El sonido de las campanas es atemporal, es el elemento eterno en medio
del movimiento de las épocas. Todo puede cambiar alrededor, pero la campana
seguirá ahí, por décadas y siglos. El fiel la escuchará desde la cuna y quizá sea uno
de los últimos sonidos que escuche al morir. Las campanadas se esparcen para todo
mundo, pero a la vez conectan con la vida particular de cada quien. El mismo sonido
genera diferentes experiencias, cada ser humano lo asume, lo interpreta, lo relaciona
consigo mismo, lo incorpora a su vida. Para el que está feliz, la campanada es un
dulce y alegre acompañamiento. Para el taciturno es, tal vez, la hora de asomarse a
la ventana por la tarde para ver los últimos rayos del sol. Para el enfermo es la
compañía, el beso en la mejilla que reconforta. Para el que tiene fuego en el pecho es
la inspiración a crear, a combatir, a actuar.
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Me quedé muy serio, escuchándolo. No dije nada. Cuando sentí que había
terminado, lo miré y asentí con la cabeza.

—Lo que expone no lo había pensado nunca. ¿Tiene alguno de esos libros que me
recomendó? —le pregunté, vencido por su retórica.

—Claro, deme un momento —me contestó, sin dejo de soberbia.

No se demoró. Entró a la torre, que supuse que también era su casa, y salió con un
ejemplar encuadernado en piel, sin portada ni título, y hojas cortadas con un
abrecartas, es decir, un libro antiguo.

—Éste es el libro de Percichellius que le mencioné, como sabe latín, no tendrá


problemas con él.

Lo tomé, le agradecí, lo saludé y me fui. Cuando volvía a casa, a medio camino,


escuché tres campanadas, limpias, solitarias, sonoras, confiadas. Miré mi reloj, no
era ni el cuarto, ni la media, ni los tres cuartos ni la hora.

Lo tomé como una despedida.


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Entre pairos y derivas


Jonathan Rincón Prieto

Nos gustaba la selva porque era cálida, húmeda y feliz, y porque estaba escondida de
todo aquello que odiábamos del mundo real. Vivíamos a la vera del río, rodeados de
la más inconcebible vegetación, y del sol, que parecía no ocultarse nunca en ese
rincón amado de Dios. Nos gustaba caminar por el pequeño sendero que se
adivinaba entre la maleza y los árboles; caminábamos muy adentro de la selva hasta
donde las huellas de los jaguares no nos permitían avanzar más. A veces rodeábamos
el escampado que quedaba al lado de nuestra maloca lo suficientemente despacio
para que nos tomara horas dar la vuelta. Tomados de la mano, iniciábamos la ruta
contando los pasos y cuando finalizábamos ya empezaba a verse el cielo naranja y las
guacamayas cortaban la vista del horizonte.

Lo que más me gustaba de aquellas caminatas era verla, verla tan delgada y tan
limpia a diferencia de mi sobrepeso y mi olor a algas que no se me quitaría ya nunca;
verle los pies con sus sandalias, verle el cabello terriblemente maltratado, pero que
a mis ojos seguía siendo la cosa más espectacular del universo, verla caminando por
ahí como si el mundo no se estuviera cayendo a pedazos alrededor de nosotros. Ella
caminaba y yo miraba el piso buscando sus pies y caminaba siguiendo su
acompasado ritmo. Cuando era hora de guarecernos por miedo a las serpientes y
toda la suerte de animales que por allí deambulaban, ella se esperaba un momento
más para acoger la última gota de sol del día y verla desbaratarse en el río, creando
una estela de colores que se reflejaba en la selva e indicaba a los animales que el
crepúsculo llegaba y nos volveríamos a ver al alba, cuando la vida en aquel claro de
la jungla se reactivara.

Claro que de todo lo que había en nuestro escenario lo que más nos gustaba era el
río, esa monstruosidad descolgándose lentamente con una furia pasiva, llevando
consigo los peces que de vez en cuando se asomaban y las piedrecitas que un día
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estaban bajo nuestros pies y al otro día habían partido para que no las volviéramos
a ver nunca más. Jamás he sido un buen nadador y eso no cambió durante aquel
tiempo a pesar de que viviera metido en el río todos los días en las horas de la
mañana, cuando nuestras ocupaciones así lo permitían; aunque ella sí nadaba
estupendamente y se zambullía con una cadencia que me recordaba la danza de los
delfines. Del río había un lugar especial y era la orilla, un mosaico de rocas enormes
y arena en donde podía sentarme durante horas sin sentir el paso del tiempo y a
donde ella llegaba con el sol del mediodía, llevándome un vaso de agua o un cigarrillo
y me hacía compañía silenciosa, con la mirada puesta en el horizonte, hasta donde
podía verse el río. Su murmullo de aguas corriendo era la música más mística de
todas y diariamente asistíamos a ese concierto acuático antes de emprender nuestras
caminatas.

Y la lluvia. Cuando llovía en la selva san Pedro no se andaba con cuentos, y caían
chubascos que me divertían por su extrema dureza y su ruido crepitante que
amenazaba con despertar a los muertos y hacer de nuestra selva una especie de
apocalipsis. Los murciélagos se alborotaban con la lluvia y revoloteaban por todas
partes, buscando tal vez conjurar con su vuelo la avalancha que nos caía de arriba.
Los vientos en esos momentos silbaban con dureza y tumbaban mis cuadernos y mis
latas vacías que siempre estaban sobre la mesa, al lado de las velas y del encendedor.
Una vez vi esos vientos lluviosos levantar un sapo a unos dos metros de altura, y no
olvido la aterrada e implorante mirada del pobre anuro buscando en mis carcajadas
estrambóticas una explicación a su repentina levitación. Cuando por fin cayó a tierra
corrió como si su vida dependiera de ello y nunca más lo volví a ver.

Ahora la selva hace parte de la nostalgia, pensé mientras miraba el techo del horrible
hotel en donde alojaba mis ideas y mi cuerpo. Claro que por el precio que pagué allí
no podía quejarme mucho de las instalaciones o de la poca variedad de canales en la
televisión. Nunca más estaremos entre pairos y derivas y la mañana de nuestra salida
de ese pequeño paraíso selvático sentimos que algo de nosotros quedaba allí, y eso
de internarme en sus senderos secretos para explorarla moría con el arrebol que
quedaba atrás. Apagué el televisor y busqué su mensaje en mi celular para
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comprobar por enésima vez la fecha, la hora y el lugar en el cual me pedía que nos
reencontráramos, porque la distancia era como un horizonte que no tenía un final y
no quería vivir más así. Corroboré los datos y decidí dormir un poco para que ella no
me viera ojeroso o pálido en estos tiempos en los cuales ya había perdido los colores
que había adquirido en la selva y mis ojos no brillaban con el amanecer, sino que
parecían dos estanques llenos de ranitas que saltaban ante el menor ruido
proveniente de esta asquerosa ciudad llena de smog y ladrones.

La siesta fue corta y poco reparadora. Me molestaba todo: el ruido, el frío, la


incomodidad del animal que se ha acostumbrado a la hamaca y ahora se ve forzado
a echarse en una cama, y sobre todo me molestaba el constante ronroneo de los autos
que no cesaban de pasar por las calles, llevando toda esa gente que vive de afán. Tal
vez en cuanto me encontrara con ella toda esta maraña horrible quedaría atrás y por
fin podría volver a experimentar la paz que solo la selva podía brindarme. Ella era la
encarnación misma de la selva, su silueta se asemejaba a los atardeceres cálidos y
húmedos que tanto añoraba yo de aquellos tiempos en los cuales lo único
imprescindible era el aliento y los sonidos de la jungla, similares a acertijos auditivos
dispuestos para ser resueltos en medio de las noches sin luna. Ella era la selva.

Decidí salir a su encuentro así faltara un buen rato para la hora de la cita. Caminé a
la deriva en medio de un centenar de rostros indiferentes pendientes de sus celulares
y por supuesto de sus pertenencias en medio de la zozobra de esta jungla de concreto
que no permite un minuto de sosiego. Aunque siempre me pareció una solemne
majadería, tal vez había algo de cierto en la sabiduría indígena y su desdén para con
la agitada vida de las ciudades; después de todo se estaba más cómodo allá aunque
el acceso a las cosas que aquí denominamos “básicas”, como la electricidad, el
acueducto o el gas, fueran en medio de la vegetación inhóspita un imposible y todo
tuviéramos que hacerlo de formas rudimentarias, hasta el sexo, y con el tiempo
comprendimos que básico no es sinónimo de necesario y que lo realmente vital
procede de otras partes, no de cables y tubos. Caminé hasta la estación del
Transmilenio que ella me indicó y pagué para ingresar, pues no quería exponerme a
la amenaza latente de la capital mientras ella llegaba. Tarde recordé que no podía
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fumar al interior de la bendita estación y me lamenté en silencio dando vueltas al


encendedor con mis dedos. No sabía por qué lado llegaría, así que alterné mi mirada
entre norte y sur buscando adivinar entre tantos rostros el único rostro que quería
ver.

Llegó en un momento en el que no la esperaba. Estaba distraído pensando en otras


cosas cuando sentí su aliento cerca de mí y su voz retumbó como un susurro en mis
oídos. Nos abrazamos y nos analizamos por un momento: otras ropas, cabellos
peinados, costumbres civilizadas. Decidimos salir de allí y caminar por la selva de
concreto, arrojarnos a esta deriva de ruido y estrés siendo lo que éramos: dos
animales perdidos en una selva completamente extraña para nosotros. Algo había
cambiado entre los dos y yo podía sentirlo, nuestras palabras eran en exceso
formales, nuestro comportamiento se sujetaba a lo que la sociedad esperaba y era
absurdo el compás con el que caminábamos; una cosa espantosa, sin alma. Creo que
ella también percibía lo irreal del momento, como si fuéramos dos extraños que
intentan caerse bien y generar una buena primera impresión. No éramos nosotros,
no era el tiempo transcurrido desde la última vez que estuvimos juntos y no era la
distancia que se había interpuesto como un abismo durante todos estos días; era esta
selva asquerosa con sus edificios tapándonos el horizonte y estos ríos de asfalto que
en vez de permitir el destello del sol en su fondo solo nos arrojaban humo estridente
y ruido pestilente. Caminamos a la sombra de la ciudad, buscando un lugar en donde
refugiarnos y al fin dimos con un bar cualquiera al cual ingresamos como huyendo
de una lluvia inexistente.

Nos mirábamos y nos dirigíamos sonrisas nerviosas intentando conjurar el hechizo


del concreto y el asfalto; nada como los sortilegios de los sabedores que solo nos
auguraban cosas positivas y nos protegían de maleficios, de intoxicaciones a nuestros
cuerpos poco acostumbrados a la dieta silvestre y de mosquitos que amenazaban con
producirnos anemia. A pesar de nuestros esfuerzos, al poco tiempo nuestro único
tema de conversación fue la selva y toda la añoranza que nos producía, como si en el
recuerdo de lo que fuimos fuéramos más felices que en la realidad en la cual éramos
ahora. Por puro sentido práctico decidí conducirla al hotel en donde me había
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alojado antes de llegar a su encuentro y ella se dejó llevar como un cordero hacia el
matadero. Al llegar nos desnudamos e intentamos despertar la pasión furiosa con la
que nos amábamos en medio de la selva, ella ensayaba maniobras aprendidas en
años de experiencia y yo recordaba acciones irreales vistas en las películas de mi
juventud. Tras un rato de exploración y redescubrimiento, se arrojó a un lado de la
cama.

Lo siento, no puedo, dijo. Tal revelación fue para mí un alivio, pues evidentemente
yo tampoco iba a poder y no quería ver puesta en tela de juicio mi pobre y cachaca
hombría. Desolados, nos quedamos extendidos en la cama un buen rato tratando de
entender qué nos sucedía.

Queríamos vernos, queríamos amarnos y volver a sentir lo que habíamos sentido


antes, pero descubrimos que la culpa no era nuestra y que aunque el amor seguía
intacto como el primer día, era imposible amarnos lejos de nuestra selva; solo allí
tenía sentido la vida y el amor, que a la larga son la misma cosa. Nos miramos,
comprendiéndolo sin hablar, mientras nos vestíamos con la misma parsimonia con
la que hacía un momento habíamos intentado hacer el amor. No nos perderíamos,
pero tampoco podríamos amarnos allí, así que hicimos el silencioso pacto de regresar
a la selva a pesar de los inconvenientes que naturalmente esto presentaría, pues una
vez terminada nuestra labor antropológica no teníamos excusa para volver a ingresar
y mucho menos tendríamos quién patrocinara nuestro viaje. Cavilé en esta situación
mientras ella terminaba de peinarse en el baño, pero con la firme certeza de que
volvería a internarme en la selva, así tuviera que hacerlo caminando desde Bogotá y
sabía que ella también tendría la misma determinación que yo, después de todo la
idea de volvernos a encontrar había sido de ella y eso era para mí prueba suficiente
para emprender el viaje de regreso.

No tuve que hacer ninguna gesta heroica como la de caminar cientos de kilómetros
hacia una zona inexplorada en donde solo la guerrilla era capaz de entrar así,
abriéndose paso entre la maleza; si recurríamos a los ahorros de los dos tendríamos
capital suficiente para volver, aunque no lo suficiente para salir, y eso nos pareció
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bien. El hecho de tener la seguridad de que era un viaje sin retorno a la vista nos daba
mayores razones para emprender cuanto antes el vuelo. Despachamos nuestros
asuntos rutinarios con excusas atolondradas y acordamos el viaje para una semana
después de nuestro último encuentro. Habíamos esperado mucho tiempo para ese
día, podíamos esperar un par de días más, aunque la ansiedad de volver a
encontrarnos con nosotros mismos cuando éramos felices hacía difícil dormir y
comer.

El día de nuestro vuelo llegué muy temprano al aeropuerto y la vi sentada en la sala


de espera con cara de haber pasado la noche sentada allí. Claro está que antes de
llegar a la sala traté de verme como un viajante normal y tomé un café excesivamente
costoso acompañado de un pan de yuca que nunca ha sido mi favorito, pero lo pedí
porque fue lo primero que se me vino a la mente. Caminé por el aeropuerto
observando caras y cosas y me sorprendió la cara de tanto policía; supongo que se
les quedó la maña desde los tiempos del coronavirus o tal vez porque este aeropuerto
en específico es parada casi obligatoria del tráfico de drogas en el continente. No me
había subido a un avión desde que había regresado de la selva y ahora volvía al
aeropuerto esperando a que ese espantoso pájaro metálico volviera a introducirme
al lugar al que realmente pertenecía. Caminaba con las manos en los bolsillos y la
pesada maleta a mis espaldas cuando la divisé al fondo de la sala de espera, tan
menuda y pálida como siempre, esperando a que por fin pudiéramos abordar nuestra
ave de libertad. Nos dirigimos un saludo ceremonioso y formal y me senté a su lado
sin pronunciar palabra mientras ella mordía la manga de su saco y sostenía en el
vacío una mirada indiferente. Cuando por fin escuchamos la voz de abordar nos
levantamos con desgano como dos desconocidos, aunque íbamos tomados de la
mano por formalismo contractual, y nos dirigimos al avión.

En el trayecto hicimos bromas sin gracia sobre las turbulencias y recordamos


algunos aspectos de la medicina tradicional indígena que en su momento habían
llegado a sorprendernos pero que a estas alturas había llegado a ser normal y
cotidiano al punto de que confiábamos más en su saber que en la medicina de los
blancos. Si bien el vuelo no duraría mucho, la ansiedad por llegar hacía cada
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minúsculo detalle insoportable y tedioso porque todo lo interpretábamos como una


ralentización innecesaria. Cuando por fin divisamos el empolvado aeropuerto en el
cual debíamos descender las ansias se calmaron un poco y empezamos a planear
nuestra corta estadía en ese lugar antes de emprender nuestro definitivo ingreso a la
jungla. Acordamos no perder mucho tiempo; pasaríamos la noche en algún
hotelucho y al día siguiente muy temprano buscaríamos a algún indígena que en su
canoa nos llevara al claro de la selva donde nuestra maloca seguramente aguardaba
por nosotros. Esa noche no intenté tocarla siquiera por temor a que la feliz
expectativa se viera enrarecida por un nuevo fracaso sexual. Fumé un cigarrillo
mientras esperaba el amanecer, pues naturalmente no pude conciliar el sueño; todo
lo que quería era encontrar ya a algún indígena que me extorsionara para llevarme
más allá del alcance de la civilización, para ponerme entre pairos y derivas.

A la mañana siguiente caminé un poco por aquel pueblito olvidado de Dios mientras
esperaba a que ella estuviera lista para partir. Deambulé por la vera del río que se
asemejaba al nuestro, pero le faltaba la tarde que resplandecía en su lecho. Las tardes
que fueron y las tardes que aún no habían sido. Observaba la corriente murmurar la
balada del retorno, notando que volvía mi deseo de ponerme al pairo y arrojarme a
la deriva en aquel río; de repente sentí el susurro de ella a mis espaldas. Di la vuelta
y la observé pálida, delgada y limpia, con sus pequeños pies envueltos por sandalias
y su cabello que empezaba a mostrar signos de descuido. La había vuelto a encontrar
y ella había vuelto a encontrarme, pues todo lo que atinó a decirme fue:

—Hueles a algas.
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Eternidad
Jean Carlo Escobar

Iniciar es difícil, y digo esto para iniciar, porque después de arrancar puede uno
dejarse llevar por la inercia, y ese impulso puede ser infinito mientras es. Pensar en
el final es ya terminar; meter el freno es una fuerza que lucha por desarrollarse en
sentido opuesto. El inicio y el fin se trazan en un círculo, por tanto es siempre
imposición del prejuicio (humano). El ouróboros se come deliciosamente por la
eternidad. “El desperdicio es energía para el alimento”, rapea el raper. Si somos una
onda de sonido o un rugido que surgió de un choque, fluctuamos, oscilamos, nos
balanceamos. Pero uno se construye un mundo y se lo vive, si quiere se lo goza o si
quiere lo sufre. ¿Recuerdas cuando jugaba con muñecos? Tenían identidad y hacían
cosas, a veces uno estaba interpretando lo que ese personaje quería ser, uno le
ayudaba a expresar sus posibilidades. Me robé muchos muñecos de pequeño, pero
porque sentía que podía mejorar su vida en mis historias, no era una cuestión de
posesión y me niego a aceptar cleptomanía; cleptómanos los políticos que se está
acabando el mundo y se roban la plata de los mercados y la salud, que se roban un
mojado. Recordar y pensar son lo mismo. Te estás dictando personajes,
posibilidades. Todo lo que puedes ser está en tus manos. Decides qué hacer con tanta
ficción recibida directa o indirectamente, que queriendo o sin querer ha entrado por
tus sentidos hasta tu claustrofóbico cerebro. ¿Recuerdas esa película, ese libro, esa
canción, ese videojuego que se creó para que te sumergieras en él? Fuiste otro,
muchos otros por un momento, el corazón se aceleró como si corrieras, tragaste
saliva de miedo o te excitaste hasta humedecerte los labios.

Estamos en este gran videojuego de mundo abierto, con dinámicas físicas y


energéticas. Por eso, encontrar belleza en la caída de alguien que saltó desde un
edificio es tan hermoso como grave. La confirmación del abrazo de la muerte es viajar
a la semilla, al útero de Dios. Un sueño dentro de un sueño, una historia dentro de
una historia, “sueño que sueño” y sueña Segismundo que es rey y el saber que está
soñando hace de él un humano justo, sin rencores ni odios, ni innecesarios deseos
de bienes, amores o placeres. O quizás es así porque simplemente no puede estar
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seguro de si está o no está soñando. La duda hace al sabio, una duda esencial a todo
y a toda hora. La intertextualidad, el collage, el pintarse la cara, ponerse máscaras,
las ropas, las ropas con imágenes y palabras, los tatuajes, los ojos y absolutamente
todo parece remitir a algo más, hasta llegar a decir “naturaleza”. La desdimensión de
todo, que cada cosa lleve o remita a otra es el contenido de la eternidad.

Es cierto que ya no le pertenecemos a esa naturaleza totalmente, porque hemos


creado la representación de ella, primero imitándola en formas y sonidos y ahora
conceptualizándola, para “apartarnos” de ella. El dicho es feo para los que
deploramos el deshonor en la desigualdad de armas de la tauromaquia, pero en el
contexto de nosotros versus el mundo podemos decir que “los toros se ven mejor
desde la barrera”. Hubo una nostalgia que tuve por retornar a mi elemento, ser tierra,
agua, fuego o viento o cenizas al viento. Era un romanticismo con moñito Dark.
Entendí que soy mi elemental y sé que lo soy; estar más allá de uno mismo es vivir
desdimensionado. Seríamos el joven Narciso enamorado de su reflejo, incapaz de
desprenderse de sí mismo por sentir al detalle su absoluto. Un día dije a alguien que
podría morir mirándome en sus ojos (no desprecien los clichés por serlo, que por
algo se les repite en tantas bocas). Para mí el fondo del amor es locura, es desear
retornar a la imposible naturaleza (si quieren acentúemola llamándola “primitiva”).
Sólo hay una forma y el joven Werther la intuyó y la ejecutó en su máximo rigor. No
hay otro camino que dejar de ser como se és, siendo en formas más elementales.
Somos entes, somos el cuerpo, pero estamos más allá de él, somos fantasmas con
una casa propia, nos desdoblamos cuando pensamos. Me gustan mucho los indicios,
las partes del puzzle que hay que ir poniendo. Y todo habla, todo comunica, todo
tiene un lenguaje y quiere encontrar un receptor al cual emitir. Uno es quien crea
canales de comunicación o los rompe. Y podemos llegar a creer que eso con lo que
nos comunicamos a diario somos nosotros, por eso recomiendo vivir en la
desdimensión, porque el que es todo es nada. ¿Y yo para qué quiero una identidad?
Gozo de prosopagnosia, no me reconozco en ningún reflejo y aunque te mire al rostro
veo sólo tu humanidad abstracta, tu ser infinito con infinitas caras y máscaras. Sé
que suena hippie y vano. Utopías se desmoran cuando las tocan. Cada uno construye
su mentira y su verdad. No tener identidad también es una identidad.
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Me gustaría mucho contar historias. Cuando miro atrás veo la vida de otros y me dan
ganas de contar sobre ellos, pero enseguida me siento el voyerista que espía por una
grieta. Igualmente las historias de mi vida son muy risibles y fantasiosas,
enlagunadas. Los cronistas fantasean con su propia vida, filtran sentimientos en
otros, porque si se limitaran a hechos y descripciones serían inaguantables. Sin más,
agradezco por permitir que las palabras que salieron de mi cabeza sin ser
pronunciadas llegaran a tu cabeza a través de un mágico canal de espejos. No digo
que nos evoque lo mismo la misma palabra, pero es una de nuestras formas de
comunicarnos. Es rico también cuando se deja hablar el cuerpo, ¿cierto? Cuando se
boxea o se practica Tai chi, cuando se nada, se tiene sexo, se corre, etcétera. Leer es
una forma de estar en silencio, aquí y ahora. Escribir se siente igual. Te abrazo con
mis brazos que no tienen una finalidad.
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Esperando a Beto
Jorge Rojas Velasco

—Ni se le ocurra morirse, perro pulgoso, Betico no demora en llegar

—Repite cada mañana doña Matilde, con los ojos puestos en Simón, el moribundo
perro, que acostado encima de unos chiros viejos mira la puerta siempre abierta del
cuarto de su dueño, “con ojos regañados” (como dice doña Matilde), como sólo los
perros saben mirar cuando esperan.

Simón lleva en esa misma posición cerca de un año. Apenas se mueve un par de veces
al día, para luego volver a echarse ahí mismo. Lleva más de una década esperando.
Los vecinos de Matilde, asombrados por la poco común longevidad del perro, le han
insistido en repetidas ocasiones que lo mate, y más de uno se ha ofrecido a realizar
la dolorosa tarea. Argumentan que es inhumano condenar al pobre animal al
miserable sufrimiento de la espera, pero Matilde no puede, le es imposible porque
cada que ve al canchoso moribundo ve también a su hijo cuando atravesó el umbral
del portón, empapado hasta el cogote, con el perro en brazos, para después ponerlo
en la sala y decir “Mire, mamá, me encontré esto mojándose en pleno aguacero y se
lo traje para que me le haga compañía mientras estoy en la universidad”. Y aunque
Matilde le hubiese gustado sacarlo a patadas de la casa, tuvo lástima de verlo tan
mojado y terminó encariñandose, así nunca lo aceptara y lo tratara a los gritos.
Matilde también recuerda que Simón, el canchoso e inútil perro ladró
desesperadamente y mordió el pantalón de Beto para tratar de evitar que abriera la
puerta aquella mañana de mayo en la que salió de la casa y no lo dejaron volver a
entrar.

—Que no se vaya a morir, canchoso, mire que ya Betico debe estar por llegar —Dice
doña Matilde al perro, y el perro la mira, como devolviéndole la misma frase.
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La ciudad sin nombre


Isabel Cortés

Son las 4: 40 pm. A esta hora, esperando tal vez unos cuantos minutos de retraso en
el sistema, el corte de oxígeno se hará efectivo para algunas personas en La ciudad
sin nombre. Le llaman así a esta ciudad por ser la primera en que accediera al corte
de suministro de oxígeno que por derecho el estado debe garantizar a la población.

Son las 4: 41 pm. Distintos pensamientos cruzan velozmente por la tensa situación,
se pueden observar entre los actos más repetitivos de las personas; comerse las uñas
y rascarse la cabeza, que intentarán recapitular algún recuerdo, muchos de ellos
imploran no estar entre la cifra menor al 10% que representa el mínimo porcentaje
de producción que anualmente se intercambia por oxígeno. Muchos están haciendo
cuentas ligeras por mes, semanas, días, horas y minutos en su consumo diario, otros
realmente se oprimen por sus conciencias tramposas y viejas, ya que siguen
comprando cupos en los porcentajes altos, quitándole oportunidad a la sociedad
infantil trabajadora.

El ambiente es silencioso en La ciudad sin nombre, denominada así por las críticas
que hicieron muchos grupos moralistas y religiosos de otras ciudades, condenando
el método de eliminación de personas a cambio de una sociedad comprometida con
el cuidado del medio ambiente y el trabajo. Este era el objetivo: recuperar y aumentar
la calidad de vida que recordaban con tristeza.

4: 43 pm. La ciudad sin nombre se consume en el silencio que mentalmente reza y


ora con dedos cruzados y cristos en las manos, cientos de computadores y celulares
están conectados a la internet, están a la espera de que el sistema cargue los
resultados y listas de los aprobados para seguir trabajando el próximo año a cambio
de aire puro en casa, aire fresco en el trabajo y todos los establecimientos públicos,
y así respirar tranquilos. Los que no son aprobados, contarán con 30 minutos para
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encontrar la manera de despedirse y generarse un adiós con la menor desesperación


ante la asfixia.

A las 4: 44 pm las luces azules empiezan a encenderse gradualmente. Las luces azules
significan un año más con aire, y están acompañadas de cantos, aplausos, música y
una que otra manifestación exagerada por parte de los pobladores de La ciudad sin
nombre. En el sector sur occidente de la ciudad pocas luces azules se encienden.

Al día siguiente, el júbilo por iniciar los trabajos correspondientes a fin de cumplir y
superar los índices anuales de producción, es exorbitante, pero no deja de
sorprender a algunos, que en silencio se alejan del tumulto, se reúnen y en vos baja
hablan sobre el rendimiento y corte de aire. Llegan a la conclusión de que, aunque el
nivel de trabajo mejore cada año, el índice de personas que mueren por pertenecer
al porcentaje más consumidor y menos aportador sigue en aumento. Alguien dijo
alguna una vez que el nombre de La ciudad sin nombre fue porque un día no iba a
existir quien se acordara o nombrara a esa ciudad.
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La desdicha está en la suerte


Jhefrey Barragán

Los ojos de Ismael, con dolor y aburrimiento, se abren para observar un nuevo día.
Es preso de la injusticia tradicional de su tierra, del campo colombiano que le ofreció
el sufrimiento de la existencia, pero no de la existencia generalizada sino más bien
de esa existencia trágica que tiene el ser campesino en Colombia, ese duelo
apoderado por cada bocanada de aire fatalmente juntado con el primer pensamiento
consciente al despertar. Se levanta de la cama, con gestos leves de dolor. Esa
colchoneta de espuma naranja, extremadamente adelgazada por el uso, ya no sirve
para nada. A pesar de ello, sigue durmiendo allí; su padre la trajo del pueblo en una
camioneta prestada y, aunque sea la causa de su escoliosis dolorosa, la sigue
utilizando. Sabe muy bien que puede utilizar la cama de sus padres fallecidos, sin
embargo, no puede alejarse de la suya; fue un regalo que sudó su padre, un buen
hombre del campo, asesinado por paramilitares que asediaron Cepitá y sus
alrededores.

Ya levantado y en el patio de la finca, con la calma y la lentitud de un alma vieja,


agarra la totuma que utiliza siempre para sacar el agua de la pila y bañarse. Se
restriega el jabón de tierra por el cuerpo, recordando la artesanal elaboración del
jabón que su amada madre le ensenó a preparar. Ismael, con la típica mirada triste
de siempre, se decía a sí mismo:

—Qué mierda es recordar y seguir viviendo.

Se pone su mejor camisa, la de tonos vainillas, líneas verticales marrones, mangas


cortas y bolsillito de pecho, en el que guarda la foto de sus padres. Se coloca su
pantalón más cuidado, un pantalón negro, con el que está prohibido trabajar la
tierra. Deja las botas de caucho en un rincón; hoy puede ponerse los zapatos de cuero
que utilizaba su padre en los cumpleaños. Es la mejor manera para vestir en una
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ocasión especial; está a pocos días de cumplir veintinueve años, fecha que tanto
tormento le da.

Al rato, Ismael fue visto por su vecino más cercano. Caminaba con la tranquilidad
que solo se percibe en quienes no temen morir o que simplemente no se preocupan
porque alguien, o algo, pueda quitarles la vida en cualquier momento.

El vecino nunca imaginó a dónde se dirigía, ni siquiera podía explicarse el carisma


melancólico, pero tranquilo, de Ismael. Lo encontraba de paso muy poco, y las tres
o cuatro veces que lo veía al mes siempre lo notaba cabizbajo y decaído. Sentía en él
un aura triste, a muerte en vida, decía. Sin embargo, la forma en la que hoy caminaba
Ismael no le generó preocupación. Le generó un sabor amargo en la boca, un sabor
a incertidumbre. Pensó que eran ganas de fumar, entonces sacó un cigarro, lo
encendió con un pequeño fósforo que tenía en la mano, dio la primera bocanada de
humo e inconscientemente tomó la decisión de tranquilizar su mente pensando que
seguro Ismael iría a ayudar a otro vecino. Tal vez ayudaría con el arreo a Don Ignacio,
vecino muy conocido por ser un descarado y al que no le tiembla ni por un solo
segundo la lengua para pedir ayuda o favores. Todo esto lo supuso, porque Ismael
llevaba un lazo en los hombros, grueso, de dos pulgadas, y, en una mano, un costal
viejo con algo en el interior que no supo qué era. Por desgracia, las suposiciones de
este vecino no eran las más acertadas.

Ismael sigue su camino, pasa los cercos que separan las fincas sin que nadie lo note.
Tarda alrededor de 45 minutos en llegar a su destino, un barranco de
aproximadamente 8 metros, con una caída directa a lo profundo del río Chicamocha.
Este barranco tiene una característica muy esencial para el objetivo de Ismael: al
borde, una fuerte ceiba evita con sus raíces el desplome de la tierra. Tiene algunas
ramas fuertes que flotan en el vacío. Ismael se fija en ellas. Se enfoca en una rama
gruesa encontrada a medio camino entre el suelo y la copa del árbol. Ser· esta, piensa.
Sonríe. Desenrolla el lazo y lo lanza por encima de la rama. Toma un extremo y lo
amarra fuertemente al tronco de la ceiba. Con el otro extremo, Ismael, que es hábil
con los nudos, hace un nudo dogal o como lo llamaba su padre, el nudo del ahorcado.
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Se asegura de que el nudo tenga las medidas adecuadas para que pueda entrar su
cabeza y apretarle el cuello. Todo sale perfecto. El nudo ya está hecho y listo para
ahorcar, pero antes de lanzarse al vacío, saca del viejo costal un revólver Smith &
Wesson .38, cargado en su totalidad. También saca un pequeño frasco de vidrio,
lleno hasta la mitad de un líquido blanquecino con diminutos fragmentos de pastillas
no muy bien aplastadas. Estas pastillas han tenido una larga tradición rural en su
región: han sido usadas por la mayoría de campesinos para exterminar las plagas de
ratas y ratones en los lugares donde ellos mismos prohíben el paso a sus animales.

Ismael destapa con delicadeza el frasco, adentra un poco sus fosas nasales y el olor
le hace fruncir el ceño. Disgustado, cierra los ojos y se lo bebe de un sorbo. Logra
contener el vómito y, con revólver en mano, se lanza al vacío. En estos siguientes
segundos sucede lo único que Ismael no pudo planear o siquiera prever.

Intenta controlar la mano derecha, con la que sostiene el revólver, pero no lo logra.
No es capaz de dirigirla tan rápido como para meterse un tiro en la cabeza. Por el
contrario, la bala sale disparada hacia el cielo, da justo en el lazo y lo rompe. Ismael
cae al río y es arrastrado por las fuertes corrientes. Aún tiene dos posibilidades de
morir: ahogarse o morir envenenado. Es tanta su suerte, que es arrastrado por la
corriente hasta una orilla. Ha tragado tanta agua que ya no puede contener el vómito
y expulsa de sí el veneno para ratas. Ismael queda inconsciente.

Después de un largo rato, abre los ojos y nota que el cielo tiene tonos hermosos,
naranjas vivos, azules melancólicos, inclusive un tono de púrpura muy poco común
en el ocaso. Vuelve a sí, seguidamente llora. Trata de racionalizar lo que sucedió. Se
levanta, agotado, afligido, con más odio por la vida que antes. Era su cuarto intento
de quitarse la vida. En el primer intento pretendía ahorcarse en un árbol cerca de su
finca, pero la rama más gruesa de todas no soportó su peso. En el segundo intento
tomó de la misma agua con veneno para ratas, pero ese día no pudo soportar el mal
sabor y trasbocó. En el tercer intento trató de volarse los sesos con la escopeta de
caza, pero su cartucho exploto internamente y la escopeta se dañó.
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Resignado hasta el hastío con la vida, Ismael no quita los ojos del día que muere en
el horizonte. Mientras tanto, grita con la voz desgarrada y llena de rencor:

—¡Malparido Dios!, ¿por qué mi desdicha está en mi suerte?


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La soledad de las jirafas


Jhon F. Galindo

¿Puedo contarles una historia en la que mi padre y una jirafa muy grande son los
protagonistas? Lo haré de todas formas, o sea, que por ahora no intenten detenerme.

Un día de 1987, mi padre me dijo que había visto una jirafa enorme en su trabajo. Mi
padre tenía, en ese entonces y mucho antes de la llegada de la fotografía digital, un
taller de fotografía que quedaba justo al lado de la Embajada de Estados Unidos. Era
un local grande y con muchos recovecos, pero no era el sitio ideal para que una jirafa
lo convirtiera en hogar. Mi padre decía haberla visto en más de una ocasión, y luego
buscado, pero ella era muy lista. O parecía serlo. El caso es que mi padre se obsesionó
un poco con ella y cada pocos días sacaba el tema durante la cena: “he encontrado
huellas suyas entre las cajas de equis material químico, sé que está ahí, pero no
aparece”. Al principio era anecdótico, pero a medida que la jirafa, en las semanas
posteriores, empezó a fastidiar más de la cuenta, la cosa se puso seria, y mi padre se
lo tomó personal. No sé si es por la idea cómic de animal+productos
químicos=monstruo, pero hasta mi madre lo animaba.

El tema de la jirafa se convirtió en un asunto bastante divertido. Yo hablo, claro,


desde mi experiencia en casa, sobre lo que él me iba contando: “hoy casi la atrapo,
pero la cabrona se ha metido en tal sitio y al final no había manera, maldita sea”. Y
pasaron dos o tres meses así. Frustrante para él y para todos, porque estaba muy
pesado con el tema. Pero una noche volvió a casa con la mano vendada y una sonrisa
pura y honesta: lo había logrado.

Logró acorralarla por casualidad en el parquedero del local. Cuando la jirafa intentó
huír él, que ya estaba al límite, decidió saltar sobre ella, y se le montó de tal forma
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que se agarró con las manos de su largo cuello. La jirafa se resistía, pero él, que en
ese momento no estaba en sus cabales –me imagino–, se puso a estrangularla, y la
jirafa, que era muy grande, le mordió en la mano, y aquello se convirtió en una pelea
de resistencia. Mi padre estrangulándola y la jirafa hincandole el diente En ese
momento –yo tenía siete años– me lo imaginaba un poco como si ambas partes
fueran igual de grandes e igual de molestas. Y mi padre ayudaba mucho, porque
siempre ha sido muy teatral. La pelea duró un minuto. Recuerdo la onomatopeya
que usó mi padre mientras lo contaba: “y la cogí por el cuello, y ella no paraba de
hacer ñiñiñiñiñi, pero ella mordiéndome y yo apretando”.

Mi padre, por supuesto, ganó. De no haber sido así, probablemente la jirafa ahora
sería mi padre, porque en el siglo XX las cosas iban de esa manera.

II

Mis ideas están hartas de mi entusiasmo. Me acuesto en el sofá que está en medio de
la sala. A mi alrededor flotan los restos del naufragio que soy desde que Natalia se
fue. Un iceberg en un océano de babas. La vieja historia de chico conoce chica y luego
todo se va a la mierda. Así sin más. Este momento parece durar una eternidad. He
pasado la mañana mirando el techo y pensando en las ventajas que tienen los altos
por el simple hecho de ocupar más espacio. En vertical. Dentro de esa probabilidad
cabe muchísimo vértigo. También hay desventajas, por supuesto. Sin embargo, no
fue hasta que Natalia decidió abandonarme cuando las palabras de mi padre
cobraron sentido: “El mundo nunca será de los bajitos”, me dijo un día que llegué
llorando a la casa porque me habían roto la cara en el colegio. Yo tenía once años
cuando entré a sexto y nada me parecía más emocionante que gritarle cosas a los de
décimo y echar a correr, hasta que un día me tropecé y me alcanzaron y me
rompieron la nariz con un palo. Simple, pero efectivo. De todas formas por aquellos
días ser bajito me tenía sin cuidado, en verdad, ser bajito por esos días era lo que
menos me importaba porque, a pesar de los tropiezos, era rápido como un antílope
extasiado y la velocidad me mantenía despierto. El asunto es que Natalia se fue con
un tipo alto. Un gringo que conoció mientras le ayudaba a mi papá en el estudio. Lo
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conoció un sábado y el viernes ya había sacado sus cosas del apartamento que
compartimos durante dos años. Y ya, eso fue todo. Se fue a vivir con él y me puso a
perder. No sé por qué, pero siempre esperé que eso pasara. No sé si por instinto o
porque nunca sé si es amor o una suposición tras otra. De eso ya van seis meses, en
los que mi único consuelo han sido los programas de animales, eso y perder mis días
en una espiral interminable de babas, mocos y cigarrillos a medias; por lo demás,
habíamos quedado en que corría a toda velocidad como un hamster sobre su propia
desgracia, en que me acostaba en el sofá que está en medio de la sala a maldecir mi
suerte. Pues bien, seguramente ya sabrán que las jirafas viven en África y que son los
animales más altos que existen y todo eso que uno ha sabido siempre. Lo que no
saben, o me da igual si saben o no, es que cuando las jirafas envejecen se separan del
grupo para morir sin molestar a los demás miembros de su manada, al menos eso es
lo que acaba de decir la voz en off que sale del televisor.

Apago todo, me detengo en las fotografías que cuelgan en sala y me siento solo. En
una de esas fotos, Natalia aparece feliz con un mono en cada hombro; en otra
aparezco yo con una boa sobre mi cuello; en la siguiente aparecemos los dos
sonrientes con el Amazonas de fondo mientras la tarde cae como un párpado rojo
sobre un ojo enfermo. Entonces me levanto del sofá, me sacudo un poco, aliso las
arrugas de mi pantalón con las manos y pienso en que los altos siempre tienen que
agacharse un poco para aparecer bien en las fotos.

III

Papá acaba de morir. ¿Cuántos recuerdos harán falta para diferenciar un final de una
huida? Su voz sigue atrapada en esa mañana en la que me llevó a su trabajo y me
enseñó las manchas de sangre que decoraban el punto exacto en el que había vencido
a su oponente. Nunca supe qué pasó con el cadáver de la jirafa y la verdad sigue sin
importarme. Cuando uno crece y las historias que le contaron de niño dejan de tener
sentido, cuando eso pasa, todo se deshace. Con el tiempo el estudio de mi papá se
convirtió en un cementerio de animales de todos los tamaños. El polvo cubrió los
viejos negativos olvidados en cajas y cajas que superaban la dimensión de la
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nostalgia. Con el tiempo mi papá desarrolló una bronquitis crónica a causa de las
largas horas que pasó revelando fotos. Con el tiempo también fueron menos los
clientes que llegaron al estudio en busca de una foto rápida. Mi papá se negó a usar
las cámaras digitales que, tanto sus colegas más cercanos como yo, le insistimos en
comprar y ese fue el fin. El siglo XXI entró como una cachetada por su ventana. En
el siglo XXI mi padre pudo ser todo lo que hubiese querido: un recuerdo, una cámara
pegada al casco de alguien que desciende al infierno a toda velocidad o hasta su
propia sombra. Mientras el local se venía abajo y las personas de las fotos que
adornaban el lugar se desvanecían como fantasmas yo migraba hacia nuevos
traumas. Natalia apareció y con ella algunos de los momentos más preciados de mi
vida. No puedo decir exactamente el momento en que las cosas se vinieron abajo del
todo. Papá acaba de morir y con él las viejas cicatrices que dieron forma a esta
extraña geografía que da forma al abandono. Nunca sé si en verdad fue cierta aquella
historia. La voz que me acompaña desde hace días asegura que las jirafas son el único
mamifero que no posee cuerdas vocales, que solo emiten un canto para el cortejo.
Que nada de esto está sucediendo en realidad.

IV

Esta historia funciona como una fábula en la que todos los lugares son el mismo. El
estudio de mi papá puede ser la sabana africana o el último refugio de lo impensable.
Esta mañana he visto al gringo con el que vive Natalia. En realidad es más alto de lo
que imaginaba. Trabaja en la embajada y es bastante guapo. A ella no la veo desde el
entierro de mi papá. Venía sola y no me habló. Ese día su cuello me pareció más largo
y las ganas de saludarla se fueron a la cañería porque me sentí minúsculo. Y nada.
Esto. El estudio es ahora un eco interminable. Limpio, recojo, selecciono, tiro. Estoy
solo junto al cadáver de un animal gigante en un cuarto gigante y mi cabeza es un
negativo inentendible. Esta historia funciona también como una foto vieja,
manchada. Vuelvo a ver al gringo pasar frente al local que poco a poco se desocupa
y no se fija en mí, no sabe de mi existencia, no tiene conciencia del suelo que pisa.
Descuelgo las fotografías de bebés que ya deben estar muertos y las guardo en bolsas
que dejo en la esquina junto a otras bolsas que contienen cientos de fotos de personas
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que seguramente ya son un recuerdo. El gringo sube a una buseta en el paradero que
hay frente al local ahora desocupado. Lo miro e imagino sus dos metros en medio de
aquella gente cansada. Imagino su cuello encorvado y sus manos gigantes aferradas
al tubo oxidado y por primera vez en mucho tiempo creo sonreir. Pienso en mi padre
y en sus mentiras y de nuevo me hago muy pequeño. Soy todo lo contrario a lo que
debería estar imaginando. Quizá este siglo sea solo el fantasma de mi padre que
camina hacia el infinito al lado del fantasma de aquella jirafa, como en uno de esos
musicales infantiles. La lengua de las jirafas es negra y puede llegar a medir
cincuenta centímetros. La utilizan para rodear y romper las ramas y las espinas de
los árboles de los que se alimenta y su longitud les permite utilizarla para limpiarse
las orejas; recién nacidas, suelen medir casi dos metros de altura y son capaces de
correr a las pocas horas de nacer. En realidad ser rápido nunca sirvió de nada porque
nunca esperé llegar a ninguna parte. Pienso en Natalia y en las cosas que le dejó papá
y que yo debía hacerle llegar a su apartamento en estos días. Las empaco en una bolsa
blanca y las dejo junto a las demás bolsas en la esquina. Cierro el local y me alejo
caminando con la certeza de no volver nunca. Hace frío y parece que va a llover. A
veces uno podría suponer que aquí abajo se está a salvo. Nada amenaza como el cielo.
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Las flores de Agatha


Andrea Rodríguez Osorio

Habíamos cruzado un par de miradas en el vagón del tren. Aquella joven mujer tenía
tez blanca, ojos charlatanes, cabello corto, rojizo y dientes un poco chuecos.
Extrañamente sentí un vacío en el pecho. Su apariencia la sentía particularmente
cercana a mí, las manos me sudaban y un pequeño tic nervioso en las puntas de los
pies no me dejaban desatar el nudo que llevaba en mis pensamientos.

Entre sus cabellos, tímida y desordenada, se encontraba una pequeña margarita, “las
margaritas eran las favoritas de mi madre”, pensé. Podía deducir que la había
cortado del ramo que llevaba, sus manos tenían banditas que cubrían los rasguños
de algunas flores que no eran tan amigables. Mis instintos y capacidad deductiva me
decían que ella trabajaba en una florería. Las flores que llevaba escurrían un poco de
agua y tenían una tarjeta que decía “Flores de Agatha”. Al terminar de leer el nombre,
A-g-a-t-h-a, mi corazón brincó, y pude sentir cómo quería salirse de mi pecho.

Agatha era el nombre de mi madre. Ella había fallecido hace algunos años, por un
aparente suicidio. Tenía recuerdos muy difusos de ella y a menudo la presenciaba
mis sueños. Mamá me decía que nuestras historias, protagonizadas o ligadas a
nosotros, nos perseguían por siempre, aunque no las conociéramos todas.

Yo no conocía por entero la vida de mi madre. A su tumba llevó algunos secretos que
sin quererlo y sin pensarlo quedaron caminando por las aceras de la ciudad. ¿Quién
es ella? ¿Por qué desata tanto de mi pasado? Me encontraba perpleja, inmerso en
dudas confusas.

Seguí analizando aquella joven. Mis ojos juzgadores estaban atentos ante cualquier
anomalía, me motivaban mis latidos y la sensación de hogar que sentía al verle.
“Queridos viajeros, nuestra próxima parada es el año de 1917”. ¿Año de 1917? Me
sentí mareado. Todo a mi alrededor estaba en constante movimiento. Los saltos del
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tren y los murmullos de las personas me causaban malestar. De repente, el tren dio
un brinco y sentí cómo mi cuerpo se neutralizaba y caía abatido al sucio suelo. Me
encontraba aturdido. Esta mañana había salido del año 1939 y ahora me encontraba
en 1917, ¿qué era lo sensato y qué era lo insensato? ¿Lo posible o lo imposible?
¿Sueño o realidad?

Por mis nervios corrió un impulso que me percató de su presencia. Estaba asustado
y nada entendía. La chica del ramo de margaritas me extendió la mano y me ayudó
a levantarme. Con una sonrisa, me dijo: “¿Estás bien? Mucho gusto, yo soy Agatha”

Su mirada podría reconocerla en ese y en cualquier otro año corriente. Quien te


enseña a amar jamás podrá ser olvidado.
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Míster Fahrenheit
Mayber García

El pedazo de amor más dulce que alguna vez pude ofrecer a una chica se lo di sin
condiciones a Liz, y ella me rompió el corazón. Fue a principios de 2004, en Blue.
Acababa de cumplir 25 y llevaba un año vegetando en aquel estrecho apartamento
de La quinta y Los Bueyes. Tenía un cartón universitario aún caliente bajo mi brazo
y trabajaba como contador para una empresa de alquiler de lavadoras a domicilio.

Todo iba de acuerdo a un plan previamente trazado para mí. Sin embargo, cada día
laboral, rogaba a Dios por un accidente de tráfico, un motociclista ebrio en los
semáforos de Tulcán, un bus intermunicipal averiado en la avenida. Con
antecedentes de un padre ausente y una madre sobreprotectora (cum laude en
cultivar manías), yo era un manojo de nervios a toda hora, en todo momento. Así que
pensar en mi humanidad incrustada en un parachoques me daba cierto grado de
perspectiva, cierta clama, alivianaba mi tensión y la incertidumbre de especular qué
iba a ser del futuro. De camino al trabajo, mi terapia matinal era pensar en sangre,
humo y hierros retorcidos; en alguna parte de mi cabeza resonaba una vocecilla que
decía “no te preocupes Gabriel, si alguien puede hacerlo es Dios y él sabrá cómo”.

Entonces llegó Liz, que fue peor que un accidente de tráfico. Se mudó un piso arriba
del mío para empezar a gravitar sobre mi cielorraso y ya nunca irse. Desde que la vi
quedé flechado, lo reconozco, y creo que lo que más me gustó de ella fue su cabello
revuelto, color azabache, aunque sus hombros también eran muy sexys, delgados,
redondos como relucientes bolas de billar. Le ayudé a subir algunas cajas con
vetustos libros carcomidos por la polilla y varios casetes de colores. A mí no me cabía
en la cabeza que a estas alturas alguien aún tuviera casetes, pero no le dije nada. Ella
me agradeció con una sonrisa y nos despedimos como dos personas a las que les
espera una gran historia.
103

De vuelta en mi cuarto, le pedí un consejo a mi amigo Freud, el perro mestizo que


por entonces era mi única compañía. Éste me dijo que tomara las cosas con calma,
lo importante era dar una buena impresión y mantenerse al margen, por lo menos
hasta pisar terrenos más sólidos. Y así lo hice. Mantuve una distancia prudente y dejé
pasar los días y luego las semanas. A veces coincidía con Liz en la entrada del edificio
o en la portería, a veces la veía desde mi ventana perderse en los amplios andenes de
la gran avenida, hasta que un día me la topé de frente en el ascensor. Yo venía de
pasear a Freud y tenía la camisa empapada, ella llevaba un vestido negro de punto y
unas botas Dr. Marteens. Lo primero que hizo fue inclinarse para acariciar a mi can,
que no paraba de mover la cola. Quién es un bonito perrito, decía, quién es un bonito
perrito. Y él saltaba y daba vueltas sobre un eje invisible de lo contento que estaba.
Se llama Freud, le dije. ¿Qué? El perro se llama Freud, lo adopté mientras leía el
malestar en la cultura y me pareció pertinente ¿Te gusta Freud?, me preguntó. Me
encanta ¿Te gusta la cocaína? ¿Qué? Que si te gusta la cocaína, Freud era un
entusiasta. Y yo, que conocía los sórdidos detalles de la tumultuosa vida del padre
del psicoanálisis, reconocí con cierta vergüenza que nunca la había probado ¿Quieres
probarla? Tengo unos cinco gramos en mi mesa de centro, me dijo. Yo estaba atónito,
el sudor me caía a chorros por la frente. Acabo de correr 15 kilómetros, mentí, no
creo que sea prudente. Ella se encogió de hombros y acarició una vez más a Freud
antes de que las puertas del ascensor se abrieran en mi piso. Salí jalando la correa de
mi perro que no quería irse. Aquí terminó todo, pensé, la única oportunidad de
conocer a mi vecina cocainómana y la tiré al tacho. Pero entonces la escuché hablar
con una voz suave, como un murmullo, si cambias de opinión puedes subir a mi piso
cuando estés menos agitado, mi apartamento es el 603.

Las puertas del ascensor se cerraron sin darme la posibilidad de réplica.

En mi cuarto pensé en silencio mientras miraba por la ventana las luces de la ciudad
encendiéndose en la tarde-noche. Quise consultarlo con Freud. Él estaba echado en
su cojín de goma-espuma y yo me tumbé en el diván. Qué hago Freud, amigo, le
pregunté. El perro me miró con lastimera condescendencia y me dijo que aún no
estaba preparado, que lo dejara ir a él, que él se encargaría, él tomaría esa cocaína y
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haría el amor con esa chica de cabello revuelto que, aunque no era de su raza, ni
siquiera de su especie, le atraía tanto como a mí. Estoy hablando enserio, Freud, le
dije. enrollando un periódico en la mano ¡Imbécil! Debiste montarla apenas se
cerraron las puertas del ascensor. Agachó las orejas y movió la cola con indiferencia.
Me quedé mirando un rato el cielo raso donde había una mancha de humedad que
se parecía a Liz… ¡Al diablo con mi perro! Después del baño subiría de buena gana
al apartamento 603.

En el ascensor me empezaron a sudar las manos. El pasillo se me hizo eterno y cada


paso lo escuchaba amplificado en mi cabeza. Ahí estaba de nuevo. Gabrielnervioso.
Gabrielincapazdemanejarsituacionessociales. Toqué la puerta y esperé lo que para
mí fue un siglo y, cuando estaba girando sobre mis talones, Liz abrió y me invito a
pasar. Ahora llevaba una camisa blanca larga que asumí usaba como pijama y se
podía ver que no tenía nada debajo; sus pezones duros se marcaban en la tela y una
maraña de vello púbico se adivinaba tan rebelde como su cabello. Los indicios de una
incipiente erección me obligaron a sentarme rápidamente en el sofá. Gabrieltorpe.
El apartamento de Liz era confortable, a pesar de la decoración excesiva, había luces
de navidad por todas partes, aunque no fuera diciembre, cuadros tipo Pollock que
luego me diría pintaba ella misma y unas curiosas esculturas en yeso referentes al
dios Príapo.

De una vieja casetera Pionner salía la voz de Mick Jagger.

¿Y Freud? Me preguntó. Se quedó castigado por usar lenguaje ofensivo, le dije. Ahora
los perros están fuera de control, replicó, esta mañana el dogo del vecino me piropeó
impunemente. Me gustó que siguiera mi juego ¿Quieres una cerveza? Era verdad que
en su mesa de centro había un plato con cocaína. Acepté. Cuando abrió la nevera y
se inclinó para tomar las botellas, toda la sangre de mi cabeza fue a dar entre mis
piernas. Gabriellibido. I can’t get no satisfaction. Volvió y se sentó al lado mío
mientras yo cruzaba las piernas para que mi verga tiesa no llamara la atención. Ahora
me vas a explicar por qué te gusta Freud ¿Eres psicólogo? Soy contador, pero los
cursos que matriculé en humanidades me hicieron apreciar algunos autores ¿O sea
105

que eres un contador frustrado? ¿Disculpa? Tal vez quisiste ser filosofo o poeta,
quiero decir. Nunca me detuve a pensarlo, mamá quería que estudiara una carrera
con futuro y yo la decepcioné escogiendo contaduría, sin embargo, mi trabajo me
mantiene a flote. A ti por lo menos te dejaron escoger, a mí, una vez graduada del
colegio, me matricularon en derecho en una privada ¿O sea que eres abogada?
¿Tengo cara de abogada? Para nada. Abandoné en segundo semestre para estudiar
antropología en la pública, toda una tragedia familiar, luego literatura, psicología,
historia, hasta que me mamé y prometí no volver nunca a un salón de clases, ahora
vivo de mis padres y apenas si conozco la palabra trabajo. Otra ronda de cervezas y
mi verga seguía dando batalla en mis pantalones ¿Y en la universidad nunca probaste
las drogas? Nunca, mi único objetivo era graduarme y lo demás era secundario
¿Estás seguro que quieres hacer esto? Bueno, ya tengo el cartón colgado en la pared
de mi sala, así que no veo porqué no.

Liz preparó cuatro largas líneas en la mesa, enrolló cilíndricamente un billete y de


manera muy didáctica me explicó el procedimiento. Mi turno. Introduje el billete en
mi fosa, me incliné e inhalé profundamente. Luego la otra ¡Deus ex machina! Sentí
un chispazo en el cerebro e inmediatamente una marea de bienestar me invadió el
cuerpo. Estaba realmente a gusto. Gabrielhedonista. Start me up. Y entonces se me
soltó la lengua. Empecé a hablar como poseído, a contarle a Liz mis más grandes
miedos y secretos, mis pobres experiencias universitarias, mi aséptica infancia con
una madre que me obligaba la lavarme las manos al menos treinta veces en el día. Y
ella me escuchaba con atención, como si fuera una vieja amiga o una terapeuta cuyo
tiempo yo pagaba.

A estas alturas ya había diez botellas en la mesa y Liz propuso descorchar un Gato
Negro que estaba guardando para un día lluvioso. Se me hacía muy extraño lo poco
que hablaba de sí misma, pero aun así seguimos bebiendo hasta muy entrada
madrugada. Ya ebrios empezó a acercarse más y más, a poner sus manos en mi
pierna, a hablarme más pausado, más despacio y, a pesar de los grados de alcohol,
yo no hacían ningún movimiento. Gabrieltonto. Gimme Shelter. Y de pronto empezó
a susúrrame al oído. Yo tengo como una especie de radar para detectar erecciones a
106

kilómetros ¿sabes? Así que no tienes por qué disimular conmigo. Me sobó la verga a
través del pantalón. Las cosas se me nublaron por completo, la cabeza me daba
vueltas y mi pene, atrapado, pero más vivo que nunca, sonreía. Acaricié los muslos
firmes de Liz y nos besamos hasta que la voz de Mick Jagger se fue apagando poco a
poco. Me dijo que me quitara los pantalones mientras ella ponía otro casete en la
bandeja de la Pionner.

Al darle play, Freddie Mercury empezó a cortarme por dentro con esa voz como un
milagro y mi picha, ahora libre, enhiesta como la madera, reía a carcajadas.
Gabrieltodopoderoso. And floating around in ecstasy / So don’t stop me now. Liz se
inclinó para hacerme sexo oral mientras mis dedos se hundían en su cabello. Todo
era un sueño con visos de locura. I’m a shooting star leaping through the sky / Like
a tiger defying the laws of the gravity. Cuando se decidió a montarme estaba
mojada, sedienta, su sexo estaba tibio y sus contracciones eran armónicas. La cadena
de hechos que me habían llevado hasta ese momento ya no importaba, ahora solo
existía Liz, con los ojos cerrados, cabalgándome, erigiéndose diosa frente a este
remedo de mortal que la admiraba. Gabrielimbécilconsuerte. I’m burning through
the sky / Two hundred degrees. Le quité la camisa mientras apretaba sus caderas,
ella se tensaba como un arco y aflojaba, se tensaba, aflojaba, se tensaba, aflojaba,
ahora con sus senos al aire y ocasionalmente en mi cara. No dejaba de lubricar y mis
huevos ya estaban empapados cuando sentí venir el disparo final. That’s why they
call me Mister Fahrenheit. Gabrieléxtasis. Gabrielorgasmo. Gabrielacabaadentro.

Se bajó con perlitas de sudor en todo el cuerpo y se tumbó al lado mío. Ambos
sonreímos y nos quedamos un rato sin decir nada. Por un momento pensé que la
había invadido la depresión pos-coito, pero no quise preguntar. Ella me besó una
última vez y me dijo que tenía que irme. Sin decir nada me puse los pantalones y salí
de su apartamento dando tumbos. Cuando llegué al mío ya estaba amaneciendo.
Freud se había cagado en medio de la sala y ahora destruía a mordiscos su cojín de
goma-espuma. Parece que te fue muy bien, me dijo, con un tono receloso ¡Púdrete!
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Desde ese día empecé a faltar al trabajo, me hice adicto a Liz y a la cocaína, mi
relación con Freud empeoró hasta el punto de ya no hablarnos más que lo necesario.
Ahora dormía hasta medio día o hasta muy entrada la tarde, bebía como un loco y
fumaba dos cajetillas por día. Ahora hacía todo lo que había evitado hacer en la
universidad. Subía al apartamento de Liz inhalábamos y hacíamos el amor, y yo no
paraba de hablar. Ella nunca me dejó quedar a dormir y, aunque a veces comíamos,
no llegamos a desayunar juntos. A pesar de su hermetismo pude sacar en claro
algunas cosas sobre ella. Su papá era un coronel del ejército que viajaba por el país
monitoreando el orden público, su mamá era una de esas lindas esposas trofeo que
callaba y sonreía, abnegada y obediente. Tenía un hermano mayor en Europa
estudiando geopolítica y de él había heredado los casetes que no paraba de escuchar.
A veces la miraba pintar o esculpir en yeso y me quedaba divagando acerca de ese
misterio tan grande que era Liz, hasta que ella me pedía que me fuera.

En realidad, estaba enamorado y ya nada me importaba.

Pasaron tres meses. Perdí mi trabajo y el dinero se me estaba agotando, pronto


tendría que pedirle un salvavidas a mi madre. Un día bastante oscuro subí y Liz ya
no estaba, se había ido. Un dogo blanco me cruzó el paso y me dijo que la sexy chica
del 603 se había mudado esa mañana sin decirle nada a nadie. Entré en crisis, más
alcohol, mas cocaína. Salía como errabundo a buscarla por las tardes junto a Freud,
que me acompañaba de mala gana. En uno de esos días de lluvia cruzábamos por
Tulcán cuando un motociclista ebrio se pasó el semáforo en rojo y mató a mi perro.
Me quedé ahí, tirado en la carretera, llorando descompuesto, mojado y abatido, y me
sentí más solo que nunca.
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Llaman a la puerta
Jonathan España

Llaman a la puerta de nuestra habitación. Mi esposa me mira atemorizada, pues en


esta casa hace días no hay nadie más que ella y yo. Golpean otra vez.

—Siga —dice mi esposa, fingiendo tranquilidad.

Entra una mujer pálida.

—¿Pueden dormir con el frío que hace? —pregunta la mujer, al tiempo que
desaparece entre las cortinas.

Nos miramos estupefactos. Suena el teléfono. La mujer reaparece, diciendo que ella
contesta, y, al instante, se desvanece.

Pasan varios minutos. Un profundo silencio nos inunda. El sonido del teléfono
persiste. No tengo más remedio que contestar.

—¿Aló?

—¡Fuiste tú…! —me sentencia una voz femenina.

Desesperado, alzo el puñal y asesto el golpe. Sólo escucho un grito que me obliga a
cerrar los ojos. Al abrirlos, estoy hablando con un par de sombras.

Suena el teléfono.
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Los seres de las paredes


David Estrada Moncada

Como un tigre enjaulado en el zoológico, él caminaba de su habitación al pasillo, del


pasillo al balcón y del balcón a la habitación nuevamente. Después, repetía el mismo
camino unas quinientas veces por día, viendo los cuadros, los floreros, los
candelabros y las manchas de las paredes, ahora tan familiares.

Tenía la barba crecida y enmarañada, el cabello abundante y la camisa algo arrugada.


Caminaba descalzo y, entre bostezos, repetía diariamente la misma rutina; los pasos
por la casa, la lectura ávida, el televisor que sonaba sin que nadie le prestara
atención, pero que mantenía encendido con el fin de sentirse acompañado.

Comenzaba a convertirse en un ser huraño y nervioso. Su carácter ahora semejaba


el de un conejo asustado que brinca ante el menor sonido; el leve susurrar del viento
le ponía los pelos de punta y su mente no dejaba de trabajar a toda velocidad.

Ese cambio que ya se veía tan latente en su personalidad logró confinarlo aún más,
de forma que dejó de dar sus frecuentes paseos por la casa y se restringió por
completo a las paredes de su habitación.

Aquellos muros blancos, llenos de manchas amarillentas por el tiempo, comenzaron


a hacerse tan familiares para él como su propia piel; en las marcas de las paredes
vislumbró lo que le parecieron siluetas recortadas que después de un tiempo
comenzaron a moverse y a escapar de sus prisiones de ladrillo y cal para deleitar los
ojos febriles de ese compañero de carne y hueso, que primero las miraba con
extrañeza y después con alegre familiaridad.

Se sintió nuevamente acompañado y esperanzado al verse rodeado de tantos amigos


que le escuchaban sus interminables desvaríos y celebraban sus ocurrencias.
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Las siluetas de movimientos insinuantes comenzaron a invitarlo a acompañarlas en


sus universos sin tiempo, en las pálidas paredes de la habitación, a lo cual él accedía
gustoso, sin importarle el obstáculo de su corporeidad que se interponía por
completo en su nuevo cometido.

Ahora lucía una piel macilenta de color enfermizo, plagada de moretones y golpes de
variados tonos que comprendían desde el violeta hasta el verde oscuro; su cuerpo
estaba magullado como un mango maduro que es aporreado por la tempestad y el
frío suelo, y sus huesos rezongaban cada vez que se movía.

Dejó de comer y descuidó su ya deteriorada higiene personal para poder estar


dispuesto por completo para sus amigos etéreos que ahora también le hablaban,
aunque todos en desorden y a la vez.

El bullicio era imposible de comprender, pero él era feliz; no había nada que aliviara
más el encierro del que era presa que la compañía de aquellos seres de cuya
existencia jamás se había percatado antes de su situación actual.

Pasó algún tiempo, días tal vez, sentado en el suelo con las rodillas abrazadas,
intentando discernir alguna idea de aquellos discursos que sus compañeros de
encierro construían, hasta que un golpe metálico y seco resonó en ese universo tan
desconocido y ajeno para él en el que se había convertido el resto de su casa.

Los pasos cercanos y la aparición de un desconocido fueron los causantes de la


desaparición de sus compañeros. Observó a aquel extraño con lágrimas en los ojos y
como un niño sollozó y pataleó en el suelo de su habitación.

El bombero encontró a un hombre que bien podía ser la imagen de un pordiosero,


sucio, herido, cubierto de una pelambre enmarañada y maloliente; la ropa era
andrajosa y la habitación era mil veces más deplorable que un basurero; las paredes
manchadas de líquidos y sustancias diversas despedían un olor acre y aquel despojo
humano lo observaba con ojos tristes, enfebrecidos y llenos de lágrimas.
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Lo último que vio de aquel ser fue la ambulancia que se lo llevaba envuelto en una
camisa de fuerza mientras él gritaba, llamando a unos seres invisibles para que lo
ayudaran.
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Los escribanos
Sebastián Correa

Una pieza en la alta Torre de los escribanos, donde los vientos hablan con voces
extrañas, tanto, que de noche arrebatan el sueño. Una pieza tan encumbrada que el
escribano dejó de asomarse a la ventana porque el vértigo le enferma. Un espacio
atestado de papeles, una atmosfera viciada por el olor a pergamino. Y anudados con
cordeles, torres y torres de documentos formando algo así como una ciudadela
asfixiante de trabajo.

El escribano está hundido en la corrección de un complicado texto. Espera la visita


de la mujer que limpia y amarra los paquetes, además de la cocinera y también del
sastre –el mismo durante su largo tiempo en la torre– que le ha vestido por años y
es quien cumple también con los oficios de barbero y médico, un hombre tan (o más)
viejo que él.

El escribano principia la semana con abultados manuscritos. Frecuentemente


arriman funcionarios de la corte. Sin llegar a entrar observan por una rendija la pieza
del escribano y se impresionan por el espacio, cada vez más reducido por los
archivos. En un sillón, los funcionarios (en el corredor, en medio de dos piezas)
dictan los informes necesarios: proyectos jurídicos o de albañilería que presentarán
a la corona, u otros menesteres cortesanos. Por la rendija –forrada en hierro– los
escribanos oyen el dictado. Los textos se dictan una sola vez a dos escribanos y
pueden ser repetidos a su gusto frases, incluso párrafos enteros, si existieron
distracciones o dudas sobre lo escuchado.

Siempre se disponen dos escribanos para un mismo texto, a derecha e izquierda, en


sus respectivas piezas. Los escribanos desconocen a sus vecinos; se priva su
comunicación o amistad para mantener limpio el trabajo; los escritos pueden llegar
a corromperse con las pasiones, y el oficio de escribanía demanda una razón objetiva.
113

Después del dictado, el funcionario parte, y los escribanos se encargan de pasar en


limpio el texto. Aunque no sean completos copistas (que consideran una casta
desdeñable dentro del noble oficio de empuñar una pluma), su caligrafía es límpida
y ágil.

El escribano cree que por su habilidad es solicitado con mayor urgencia por los
cortesanos; por eso ve desfilar, una y otra vez, los mismos rostros. Su espacio se
encoje, dejándole solo la mesa de trabajo y un delgado corredor por el que llega al
lecho y al baño.

Su pieza está en lo alto de la torre. Ha olvidado la distancia que lo separa del suelo.
Ha olvidado el tiempo que lleva envuelto entre hojas que resecan las yemas de los
dedos con su trajín. Si bien no está al final de la torre (desconoce la gente que ocupa
esos pisos, pero los imagina atareados y prestigiosos), sí por encima de muchos otros
(igualmente desconocidos, y que le embargan –su presencia anónima– de secreto
gozo, por saberse más lejos del suelo que del cielo).

Sabe, sí, que otros escribanos se dedican a supervisarlo y corregirlo. A su vez, debe
corregir y examinar el trabajo de los escribanos de los pisos inferiores.

El mensajero –hombre silencioso y cabizbajo– recoge al fin de semana los pliegos


terminados y los reparte entre los correctores. Al principio, se examina el texto
cuidadosamente, comparándolo con su pareja. Al ser un cortesano quien recita el
texto –y eran memoriosos, virtud cimentada entre ellos desde tiempos lejanos– es
presumible (casi un axioma) que no se equivocan. Existen entonces dos versiones en
teoría idénticas de lo que fue dicho. El error empieza con la interpretación. El
corrector compara ambos textos y verifica y extrae las desigualdades. Las
condiciones del texto, el contenido, la veracidad de lo dicho, la gramática (y en
algunos casos la probidad filológica) son examinados por el corrector, que sabe
mucho más que el revisado, pero mucho menos que su revisor. Afortunadamente el
texto pasa a unas terceras manos (y aquí el texto ha sufrido dos reescrituras, del
cortesano dictado al primer escribano; y del primero –y su reflejo– al segundo). Es
114

un hecho que ese texto contiene una cantidad más pequeña de error que el primero,
pero también una cantidad más grande, pues la corrección es, esencialmente, una
interpretación. Existe la posibilidad de que el corrector (a pesar de su larga
experiencia) introduzca nuevos errores en el texto; y esa cadena de viejos errores,
nuevos errores, correcciones inseguras o imposibles, vacilaciones, y entera confusión
y desesperación por el trabajo que apremia, hacen del texto un terreno ambiguo
donde, quizás, el sentido de un primera versión contradiga sus posteriores.

El texto pasará un número de revisiones siguiendo este principio, es decir, un


corrector más sabio y más encumbrado en la torre lo corregirá en un doble
movimiento, eliminando errores e introduciendo unos nuevos.

El error, entonces, se introduce con el primer escribano, y crece a la vez que se


empequeñece.

La esperanza imprecisa de ver lo escrito (aunque no lo recuerde) llegar al primer piso


anima al escribano. Su memoria se ha hecho un ovillo con el encierro y la comodidad
(pues a su pieza traen lo que necesita para vivir: comida en abundancia, aunque él es
austero; compañía que le habla del mundo y le divierte, sin causar melancolías en su
ánimo; mujeres jóvenes, entretenidas y complacientes) y no recuerda el primer día,
cuando entró a la torre y tuvo que subir las escaleras, descansando de vez en vez,
apoyándose en las ventanas que dejaban ver unos hermosos trigales y ríos y
montañas perdidos en la lejanía. ¿Acaso no nació allí, en la torre, y fue educado para
encarar con ánimo y paciencia su importante trabajo? ¿Acaso su memoria de haber
ascendido no es falsa, creada por la reiteración sosegada de quienes le rodean y
vigilan? No podría decirlo con certeza.

Y, de llegar lo escrito al último piso, arriba, ¿no es posible que se lleve a otras torres,
esparcidas a lo largo y ancho del reino, y que por lo tanto el escrito este sometido a
una extensa corrección, donde peligra su esencia a causa del error, creciendo y a su
vez empequeñeciéndose?
115

Luna de puñal en el teatro


Alejandra Hernández M.

Luis Andrés llegó al teatro a la hora acordada. Ebrio, pero puntual. Vestía un elegante
traje nuevo de camisa manga larga ajustada a sus músculos. Zapatos comprados el
martes anterior que combinaban perfectamente con el color de sus gafas de sol.
Llegaba de una cena opulenta con su familia. Tragos de whiskey iban, venían y se
recibían. No había invitado a Clarisa porque ellos ni siquiera la conocían a pesar del
año que ya llevaban juntos, y Ana … bueno, Ana era otra cosa.

El hombre miró su muñeca en busca de la hora. “Ya pasaron quince minutos, es mi


cumpleaños, se supone que, aunque sea por eso, Clarisa llegue temprano. Sí, sí, ya
sabemos que la niña es artista”. Piensa, en tono burlón, casi audible, “pero como me
va hacer esperar ¡y en mi cumpleaños! … en un teatro”. Tuerce los ojos hacia el cielo.

Lo único que Luis sabía sobre su encuentro con Clarisa es que verían una artista
cantadora no muy conocida aún, un talento especial. Celebrarían la memorable fecha
por las calles de la ciudad con cualquier licor, luego una comida en el apartamento
de ella donde se habían embriagado y desnudado sobre papeles de LSD hasta que su
mismo rostro era hilarante y la ropa sobre el suelo les hablaba.

El teatro estaba completamente solo; no había nadie haciendo fila para comprar una
boleta y sólo pasaban algunos transeúntes distraídos. Miró la puerta de vidrio del
teatro. Del oscuro profundo salió un hombre vestido de negro. Se le acerca, tiene una
sonrisa amable. “¿Acompañante de Clarisa Londoño?” “Sí señor”. “Pase por aquí”.
Luis Andrés se dejó conducir sin demasiada sorpresa por un sombrío cordón de
largas habitaciones. Los pasos de los dos hombres eran guiados por titilantes focos
redondos ubicados en el piso sobre una alfombra roja esponjosa que marcaba el
camino hacia un cuarto iluminado de la misma forma.
116

En este cuarto había dos cuadros inmensos. Uno correspondía al Dios Zeus, que
portaba un rayo en una de sus manos y su mirada parecía casi enfocarlo
directamente. Sus ojos reprochaban y maldecían. En otra pared un cuadro de igual
tamaño, pero se trataba de un toro de piel rojiza cuya trompa parecía enardecida por
el fuego y dispuesto a despedazar cualquier persona que se atravesara, con una
embestida terrible.

A Luis lo invadió el horror frente a semejantes imágenes. Un calor se apoderó de su


rostro, sintió mucha indignación por tener que pasar tal malestar el día de su
cumpleaños. Intentó dar la vuelta para buscar al hombre de negro que lo condujo,
pero en lugar de ello, se apodera de él un mareo que lo obligó a sostenerse de una de
las piezas de arte que se tambaleó de un lado a otro y con ello pareció sentir que el
animal se burlaba de él a carcajadas.

El hombre de negro y de rostro casi invisible lo invitó cortésmente a continuar el


camino, haciéndole un gesto con el brazo extendido. Luis evita el contacto y lo mira
con rabia. “¿Qué es esta mierda? Clarisa, ¿cuál es la maricada?” Luis busca
devolverse, pero se topa con toda la corporalidad del hombre, quien continúa
indicándole el camino a seguir.

Ingresan por una puerta que se hallaba dentro del cuarto. En el fondo se escuchan
las notas de un cello profundo, grave; no se ve a nadie tocar, unas notas suben y
bajan, sin mayor ritmo, solo acentuando la propagada oscuridad. Un mareado Luis
comprende que es mejor continuar antes que perderse en el sitio. “Luis, quédate
conmigo”. Pareció escuchar una voz débil de mujer. No hizo caso a más sucesos
extraños.

Caminaron por unos minutos solo para llegar a la inmensa sala de presentaciones.
El tiempo se hace interminablemente tenso. “Luis, quédate conmigo”. Logró
distinguir de nuevo esa voz en medio del cello que no parecía cambiar nunca de
melodía, sólo una neutralidad horrible y fría. Parecía la voz de Ana, su esposa.
117

El hombre de negro se ubica detrás de Luis y le da una palmadita en la parte trasera


de la nuca. “Ya viene el espectáculo, esta parte es maravillosa”.

Se hace una apertura total del telón. Aparece un hombre de traje marrón con el
cabello recogido en una cola en la parte de atrás. Se parecía mucho a él cuando
comenzó con Ana. “A continuación, vamos a presentar una artista local. ¡Ana
Domínguez!, o como yo la llamo, gran estrella de mi constelación”

¿Gran estrella de mi constelación? ¿Ana Domínguez? Luis tuvo toda la intención de


incorporarse. Su borrachera se esfumó completamente, pero otro empellón lo tumbó
de nuevo sobre los asientos. Buscaba enderezarse, miraba hacia los incipientes focos
para lograr captar alguna salida que lo sacara de ese horror. “Gran estrella de mi
constelación”. Hace varios años él presentaba a Ana frente al público de esa forma.
Específicamente había dejado de hacerlo cuando empezó a tener sexo con Clarisa, en
la cama que compartían. Ya no sentía que fuera parte de su constelación, pues en las
noches no deseaba ni tocarla. Generalmente fingía tener algún dolor provocado por
el estrés. Ana era una mujer demasiado fogosa y él ya no sentía deseos de su cuerpo,
por lo que llevaba dos meses impidiendo a su hijo más pequeño ir al baño, de esa
forma las heces se acumulaban en su pequeño cuerpo y experimentaba momentos
de grave dolor. De esta forma, Ana había comenzado a tener otra distracción, pues
él estaba muy ocupado para atender cuestiones médicas. Al fin y al cabo, Luis se
había convertido en el hombre de los negocios culturales y de espectáculos en la
ciudad y no tenía tiempo para eso. Efectivamente, en una de aquellas reuniones
formales de artistas, hace dos años, había conocido a Clarisa, quien se había
convertido desde entonces en su estrella prometedora de las danzas y el sexo. Pero
¿Ana? Había dejado de tener futuro hacía bastante rato ya, además había perdido
algo de belleza.

Durante la cadena de pensamientos, Luis se percata del hombre vestido de mujer


engalanado con tacones altos montado en tarima. La ropa de Ana le queda pequeña.
El colorete mal aplicado se desborda de los labios y la mascarilla de los ojos se ha
derretido por lo que parecen ser lágrimas. Tiene los ojos fríos. “¡Dolor!”, grita el
118

hombre, e inmediatamente comienza a hacer un playback terrible de una canción


que interpretaba Ana hace años.

“Le prevengo que si no me deja salir llamaré a…”. Antes de poder terminar y sin
siquiera decir nada, el hombre vestido de negro le zampa una puñalada en el
estómago. “Le prevengo yo a usted que es de mala educación abandonar el
espectáculo, falta una parte muy importante”. El golpe de la puñalada resulta más
traumático que doloroso. Siente un agudo pinchazo del desgarro de la piel.

En el balcón de la parte superior del teatro, su amante y su esposa, cuerpos desnudos,


unidas en un frenesí sexual de provocación, una lujuria incontenible, una excitación
que crecía al ver a un Luis desangrándose en un asiento cualquiera. Ana, distraída
en su mirar, pero con sus labios firmes recorriendo el cuerpo de la joven.

Entre tanto, el hombre de negro se permite dejar libre a Luis. Lo mira con la lástima
con la que miraría un perro de la calle hambriento y sarnoso. Clarisa sonríe, se excita
con la madurez de Ana, cuyo rostro no expresa mucho, apenas unas lágrimas
brotando al recordar de nuevo los testimonios de las amantes de su marido a quien
habría defendido incluso contra su propia familia. Se escuchan gemidos que crecen
y crecen y el goce de las mujeres se torna cada vez más atrevido.

Luis Andrés se levanta del asiento con mucha prisa. Al no ver resistencia alguna
aligera su paso hasta verse corriendo. Después de algunos minutos encuentra la
puerta de vidrio por la que ingresó. Sale de aquel lugar y apenas logra reconocer las
calles. Toma un taxi y se dirige a su apartamento, en el que vivía con Ana. Está
desocupado. Recibe una llamada de la dueña del apartamento, quien le informa que
la señora Ana Domínguez se fue desde hace una semana con los niños de vacaciones
y desocupó el apartamento .“Me parece muy extraño, don Luis, que esté en el
apartamento, yo pensé que usted iba con ella. De todos modos, allí ya no hay nada
de ustedes hágame el favor y me pasa las llaves, ¿oyó, don Luis?” Aquella noche, sin
saber cómo relatar los sucesos a los doctores, Luis llegaría solo al hospital. Solamente
con las memorias de sus hijos y el aroma de la comida preparada en la noche por su
119

esposa, aquellas que compartía con ella y los niños porque el desenfreno anterior lo
había dejado exhausto. La habitación amoblada con sus fotos, los shows de Ana que
nunca dieron fruto. De repente las tardes de sexo con Clarisa se desvanecían a
medida que perdía un poco más de sangre.
120

Maicol
Felipe Quiñones

—¡Jefe, venga un momentico!— gritó Maicol desde la calle, recostado contra la


entrada del restaurante de Don Gerardo.

Faltaban cinco minutos para la hora del almuerzo.

Cristian verificó que la primera mesa ocupada no lo requiriera y que Don Gerardo
estuviera al fondo, en la cocina, y se acercó. Se recostó en el armatoste de aluminio
al lado de la entrada y le preguntó qué quería esta vez.

—Jefe, antes de que se llene el chuzo, ¿vuelve a poner esa canción, por favor? Cuando
empiece a llegar la gente, me escondo aquí en esta esquina y me hago el loco. Y ya si
el patrón le dice algo, pues me avisa y me escondo en otro lado. Pero déjeme escuchar
la canción hasta que me sepa a cacho. ¡Siga, caballero, al fondo hay mesa! Mire, jefe,
loco o no, esta gente ni me mira. ¡Siga por aquí, dama! No le digo, jefe, no me paran
bolas. Jefe, no vaya a voltear, pero la hembra que entró hace un rato le disgustó la
carne. Si le dice algo, no la bote, más bien me la empaca. Vea, la calle me tiene flaco
otra vez, ¿no?, tengo las mejillas como muchos quieren las costillas ¡Sigan,
caballeros, ¿cuántos son?, les organizamos una mesa! Uy, jefe, la hembra ya escupió
la carne. Vaya, vaya antes que le dé quejas a Don Gerardo. Oiga, y no se olvide de la
canción… ni de la carne.

Maicol se quedó solo mientras el andén se llenaba de hambrientos. Trastabilló dos


pasos y se devolvió tres, para quedar justo en la entrada del restaurante. Buscó a
Cristian entre las mesas y en la cocina, pero no lo vio. Agachó la cabeza y fue y volvió
una y otra vez, impaciente.
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—Siga, caballero, al fondo hay mesa. ¡Qué elegancia! —exclamó—. Yo antes caminaba
igual.

Maicol irguió la espalda, levantó la barbilla, estiró el rostro y miró hacia un lado por
encima del hombro, cuando Cristian apareció en el umbral y le avisó que Don
Gerardo ya lo había visto.

—Tranquilo, jefe, dígale a Don Gerardo que ya me pongo a trabajar ¡Sigan,


bienvenidos! ¡Almuerzo a… póngame la canción, jefe, que el voleo va estar duro!
Siga, damita, al fondo hay mesa. Muchas gracias, damita. Sí, siga, siéntese, que mi
jefe la atiende en la mesa.

—Maicol, haga caso. Usted sabe cómo se pone Don Gerardo.

—¡Ah, claro, pero a mí sí nadie me hace caso! ¿!Cómo le parece, damita!? Mejor no
entre. La carne de acáno sirve ni para hacer zapatos. Y este tipo ni siquiera es capaz
de poner una canción.

—¡Maicol! —gritó Cristián.

Maicol brincó en un pie con picardía y soltó una risotada. Se giró bailando y se abrió
camino entre la gente con pasos chuecos mientras cantaba.

Horas después del último cliente, Cristian recogía, sacudía y extendía nuevamente
los manteles en cada mesa, al tiempo que escuchaba la canción de Maicol. Los
instrumentos retumbaban juntos dentro su cuerpo y se fugaba cada uno hacia lo
profundo, por vericuetos distintos y desconocidos; pero todo esto sucedía
inconscientemente, pues, mientras cumplía las últimas labores del día, le
acompañaba una sola inquietud, tonta e insignificante: «¿Por qué a Maicol le
gustaba tanto esa canción?».

—¡Cristian!— gritó Don Gerardo desde el fondo de la cocina.


122

Cristian se restregó las manos en el jean, para limpiar los rastros de comida de las
manos y secarse las gotas de jugo que le habían salpicado. Luego de unos cuantos
saltos, se vio al frente de su patrón.

— Dígame, Don Gerardo.


—¿Quién le dijo que podía poner música en mi restaurante?
—¿No le gusta, Don Gerardo?
—Ni me va ni me viene, Crisitan, pero la misma canción diez mil veces…
Cristian no supo qué decir. Él la había escuchado una sola vez, pero la canción era
lo suficientemente larga para cumplir sus funciones sin darse cuenta.
—Termine rápido lo que tenga que hacer y váyase. Me está doliendo la cabeza y
quiero estar solo.

Antes de salir del restaurante, Crisitan recordó que había recolectado comida para
Maicol. Se devolvió ya en la puerta, atravesó las mesas hasta la cocina y encontró el
cuerpo de Don Gerardo desbaratado sobre una pequeña silla de metal. Su primera
reacción fue ir hasta el mesón y tomar la bolsa blanca, en la que había empaquetado
las sobras del día; pero antes de salir se atrevió a observar a Don Gerardo. Parecía
dormir profundamente bajo el delantal percudido de grasa y sudor. Su rostro
mantenía la misma amargura del mediodía. «¿Cómo se podía ser tan serio hasta en
sueños?». De solo imaginarlo despertar, se fue de inmediato.

Salió del restaurante, que también era la casa de Don Gerardo, y dobló por la esquina
en dirección a las montañas. A Maicol lo encontraría subiendo, camino al bus. Si no,
antes de cruzar la autopista y entrar a la estación, le entregaría la bolsa a cualquiera
persona sentada en el piso. Por varias cuadras, se resguardó detrás de una pareja que
decidía dónde recibir el anochecer. De un lado estallaba la orgía musical de los
locales que iba dejando a su paso y del otro las frases rotas de los otros peatones.
Mientras tanto, Cristian intentaba capturar la silueta inquieta de Maicol en medio el
desorden del andén, e incluso más allá, entre los carros. Lo más probable era que
estuviera recostado sobre alguna entrada, incomodando al mesero igual que a él.
Pero cuando la pareja fue devorada sin más por la boca de un local, se estrelló de
123

frente con una hilera larga e impaciente de luces y bocinas: atravesando la autopista
estaba la estación. Cristian se empinó sobre el borde de la acera y repasó el incesante
movimiento a su alrededor. Maicol no estaba cerca.

Sin embargo, vio sobre el asfalto a quien darle la comida. Y cuando se estaba
acercando para extenderle la bolsa de comida, escuchó la canción de Maicol, primero
en su interior y después a lo lejos. Levantó la cabeza e indagó de dónde venía. Se
apresuró a chocar contra la turba que subía por donde él había venido, y aguzó el
oído hasta dar con el local.

Aunque Maicol no estaba cerca, Cristian se recostó en la entrada. Cerró los ojos y,
sumergido por la luz roja que se escapaba del fondo de local, esculcó respuestas en
el sonido de la canción. Por instantes, se condujo nuevamente a través de intuiciones
vagas, túneles recónditos en los que el tiempo no importaba, pero no había silencio
suficiente. Entonces pensó en Maicol.

—¡Jefe, súbale que no se escucha!

Abrió los ojos y se encontró el rostro bembón y enrarecido de Maicol dirigiéndose al


mesero al interior del local.

—Jefe, súbale. ¡Jefe! Le advierto que no quiero escándalos. Si no le sube, me quedo


aquí toda la noche hasta que la repita diez mil veces. Y si no la repite, le espanto a los
ricos y le dejo a los pobres. ¡No se escucha, jueputa¡ ¡Jefe, súbale!

Cristian se demoró en recordar por qué estaba allí. Cuando por fin lo llamo, Maicol
se sacudía furioso, exigiendo la canción. Después de cada pausa, alzaba la voz y los
harapos bailaban con más y más alevosía. Hasta que no vio otra opción que sacudirle
el hombro:

—¡Maicol!.
Maicol calló al instante y lo miró y sus ojos le sonrieron y le pidieron compañía.
124

—¿Por qué me gritan? —se preguntó Maicol y echó a andar hacia arriba. —No me
dejan escuchar. Y encima de eso me gritan. Ssshhh, Maicol, haiga silencio y camine
como le enseñé.

Con la bolsa en la mano, Crisitan persiguió el olor ácido de Maicol a tan solo unos
pasos de distancia, como si fuera su íntimo interlocutor.

—Yo lo que quiero es bailar, pero con esta pata chueca. Por lo menos déjenme
escuchar la música. Ssshhh, haiga silencio, Maicol. ¿¡Pero cómo voy a hacer silencio
con todas estas luces chillando!? Váyase y enciérrese en la casa, hombre, ya no son
horas de estar callejeando. Sí, sí, porque la calle está durísima. La última y nos
vamos, ¿listo? Pero con esta pato chueca parezco un borracho en tacones.

Maicol se detuvo repentinamente y reparó en Cristian: —Jefe, no tengo sencillo. Otro


día.

Caminaron paralelo a la autopista y después girar on a la der echa. Y aunque ya casi


empa taban con la calle del restaurante, el paisaje que había no era el mismo, pues
la noche había arrasado el bullicio del día y apenas se escuchaban el pulso acelerado
de Cristian.

—Maicol —gritó Cristian al ver que volvía a acelerar el paso —, le traje comida.
—No, no, gracias, tengo la barriga llena de tanto alimentar el alma.
—Maicol, no joda. Me tengo que ir y es en serio.
—Yo también— dijo Maicol, y frenó para enfrentar a Cristian. —La gente piensa que
porque uno vive en la calle no tiene nada que hacer.
—Maicol, ¿usted si sabe quién soy?
—Ssshhh, haiga silencio, que no me deja escuchar la canción.
—¿Cuál canción, Maicol?
—Escuche. Es el eco que nos devuelven las montañas. Tumbas y bongos, guiros y
timbales, afanados por una clave donde descansar. ¿No escucha el teclado agonizar
libremente, pobre? ¿Y los cantos tan insoportablemente vivos? Déjese llevar por la
125

melodía y marque el paso con el pie, jefe. ¡Pero cuidado, no sea goloso!, se puede
desubicar.

Cristian respondió retrocediendo.

Sin darle la espalda, se agachó para soltar la bolsa de la comida en el suelo, pero el
miedo le sacaba palabras:

— Me tengo que ir. Todo bien, Maicol. Cualquier cosa, donde Don Gerardo.

Maicol miró a Cristian como si lo reconociera. Sus ojos saltarines, empañados por la
oscuridad, le volvieron a sonreír.
126

Mamá
Shara Bueno

En la entrada del edificio siempre reposa, desde que tengo memoria, una matera
vacía. A mi parecer es grande y lo más posible es que no la puedan abarcar mis brazos
para llevársela a mamá, he escuchado que la desea y quisiera regalarle todas las
materas del mundo para que no ande soñando con objetos ajenos, pero no tengo
dinero.

Mamá suele ser tosca conmigo, pero sé que me quiere, aunque me golpee por no
dejarla respirar azúcar tranquila. Me dice que todo eso lo hace por mi bien, pero no
entiendo qué quiere decir si todos los días debo salir a decirle a diferentes señores
que ella no está, que si quiere le deje la razón, que no sé a qué hora llega… Siempre
tiene dinero para las bolsitas blancas, pero no para comida y mucho menos para
pagar esas deudas, entonces no sé de qué bien habla si cada día la situación es más
complicada.

Tengo diez años, pero parezco de siete. Mi cuerpo es tan pequeño y débil a
comparación de otros niños… Nadie se imagina lo que es pasar el día con un agua de
panela vinagre y un trozo de pan mohoso, mientras que por la ventana entra el olor
a comida caliente, recién hecha. En muchas ocasiones no me queda más remedio que
zambullirme en ese olor e imaginar que lo que me como, lo hacen las manos de mamá
y es tan rico, tan rico, porque lo cocina con amor para que yo sea un niño grande y
fuerte como esos que se ven en la televisión.

Casi no me gusta salir a jugar porque los demás niños se burlan de mí, las vecinas
me miran con malos ojos y para mi angustiosa existencia no tengo ni fuerzas para
correr. Entonces me quedo en casa, jugando con la mugre que tengo en los pies,
soñando con una caricia de mamá; porque puedo no tener juguetes, ni comida y vivir
así, pero no puedo vivir sin ella, aunque su amor hacia a mí esté como ausente.
127

Tengo una cicatriz que rodea el lado izquierdo de mi rostro. Mamá me la hizo al
reconocer en mí los rasgos de un hombre que nunca conocí, pero que, según ella, soy
idéntico a él. Y por eso cada noche antes de dormir le suplico al cielo que borre de mí
la estampa de la persona que tanto daño le hizo, para que así ella no sufra y me abrace
y me bese como todas las mamás besan y abrazan a sus hijos, pero es en vano, y si
hay alguien allá arriba que todo lo ve, creo ser invisible, pues cada día los moretones
son más grandes y los ánimos de levantarme más escasos.

Amo tanto a mamá que hasta cambiaría mis zapatos gastados por una bolsita blanca,
solo por verla feliz. La amo, aunque dude de su amor por mí.

Hoy desperté y mamá estaba muy bonita, tenía un vestido de flores, ¡al parecer
cocinaba! Pensé que era un día especial, un día de esos en que la gente llama a la
radio para felicitar a las personas por su cumpleaños. Me puse muy contento, en mis
pocos años nunca había tenido la mínima idea de que esto ocurriría. Así que me bañé,
me puse la ropa menos rota y sucia que tenía y salí decidido a robar la matera, sentía
el deber casi heroico de regalarle algo hoy.

Al llegar con la matera su belleza estalló, dejando al descubierto el monstruo que


siempre había sido… Como dije al principio, lo más posible es que mis brazos no
alcanzaran a abarcar la matera, por lo pronto mi famélico cuerpo podía ser
fácilmente metido allí. Lo último que alcanzó a decirme fue que al igual que mi padre,
era un ladrón. Recibí varias caricias con el cuchillo.

“Mamá me quiere,
Mamá me quiere”

Fueron mis últimos pensamientos, antes que el amor de mamá me reemplazara la


vida.
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Nocturno
Sebastián Rivera

Eran unos metros de reja y arbusto junto a un camino encharcado. Al fondo, la


avenida muerta, la avenida Cali, que debía cruzar para llegar a la casa. Iba solo y a
pie. No había alrededor postes de luz ni nada, solo la cerca, en donde apenas podía
verse la iglesia caída a pedazos y la punta negra del campanario en abandono. Volví
los ojos al frente… ¿Vi algo? Un reflejo… Lo creí allá a lo lejos contra la avenida, pero
no, del reflejo pasó a ser luz y cuerpo, claramente una moto a unos metros delante,
recargando la noche con su vocerío de luces rojas y azules, exagerados… Así los vi
venir hacia mí. Como caminaba desprevenido, no me desvié. Seguí adelante, repito,
rozando con el hombro las ramas polvosas, moribundas, del cercado, como quien se
va haciendo a un lado, muy tranquilo, pero muy solo.

Cuando el traqueteo del motor lo tuve al pie, los miraba a los cascos, sus luces contra
mis pupilas cerradas, dos rayitas.

Para donde va, dijo una voz.

Para la casa, dije.

Una requisa, hágame el favor, dijo. El parrillero se bajó de un salto.

De los cascos salieron cabezas morenas y parecidas. Me di vuelta, para qué negarse,
los brazos y las piernas separados, de cara a la enramada entre la reja. Y entre las
ramas vi unos vitrales, en tonos rojos y naranjas, aunque rotos. No me evadí notando
estas tonterías, todo lo contrario. Me sacó un briquet, me quitó una pipa y la estalló
en el piso. Siguió revisándome. Entonces cuando estuvo a mi altura le dije, ¿qué
pasa? Yo no escondo nada. Y algo iba a decirme el tombo cuando una mariposa negra
le saltó a la cara, tal vez enredada entre las ramas, y se le prendió a la boca. Yo lo vi.
129

Aquí el tombo se asustó y se la trató de espantar con el puño, retrocediendo, y en eso


se enredó con la moto a su espalda y terminó de culo en el piso. Así lo vimos. Cuando
me miró, con los ojos vidriosos, el tombo me dice: ¿Qué me hizo?, gritando. Entonces
me di cuenta que lloraba.

Me reí.

Había ido a caer a un montoncito de pasto y barro, pues desde ahí me estaba
gritando, pero como yo me reía se levantó y se vino encima. Las ramas amortiguaron
nuestro peso contra la reja clavada al cemento. El otro tombo, sin bajarse de la moto,
pedía apoyó. Se mire desde donde se mire, las ramas confundidas me ocultaban,
sumando los pocos árboles que crecían cerca. Y me dice este agorero hijueputa, con
su vaho estrellándose contra mi cara, ¿me rezó, hijueputa?, gritando.

Me demoré en entender que todo había sido por la mariposa negra, pequeñita, que
se le había parado en la cara. Y cuando al fin el otro tombo dijo algo, fue para decir:
si es con mariposas eso debe ser brujería.

Me esposó a la reja y comenzó a llamar histérico por su radio… ¡Ahg, este hijueputa
me rezó!, decía el tombo.

Su compañero lo consolaba a su lado, con una mano en el hombro. Sentado ahí ya


no podía reírme. Esperamos. Y llegó la patrulla y me llevaron al CAI.

Lo bueno fue que el CAI tampoco tenía luz, pero sí un montón de velas. Velas y
Velones. Blancas, rojas, verdes, con una virgen en una esquina chorreada de
esperma.

Éramos un montón y fui a sentarme en un escalón, casi en el piso. De rodillas, sin


luz en el barrio, todos los vidrios toteados, país idiota… Me crucé de brazos y traté
de dormir, si antes no me llamaban. La puerta estaba cerrada y nosotros a oscuras.

Entraron para preguntar: ¿dónde está el brujo?, era solo una voz, burlándose.
130

Me levanté. No habían pasado ni una hora. No tuve tiempo de lamentarme. Las


sabandijas chillaban afuera. Pero yo aquí, en el calabozo de las culebras sin luz ni
llave.

Para convencerlos les enseñé la cicatriz que tengo en la palma izquierda. Cuando
muevo el dedo meñique, sin que se note, parece que la cicatriz colea, se agita igual
que un gusano en la carne. Con la luz que había el efecto fue perfecto. Los asusté. No
negociaba nada. Se me ocurrió cuando vi al tombo, que según ellos yo había rezado,
de rodillas frente a otro tombo que le soplaba el humo de un tabaco en la cara.

Lo que le hice no se lo va poder quitar, dije.

Me miró como si le hubiera mentado la madre.

Este hpta quiere que le pegue un tiro, dijo.

Si lo matas es peor, dijo alguien, con un acento.

Ajá, ese de ahí sabe, dije.

Miré un momento hacia afuera mientras ellos se miraban entre sí, en silencio.
Entonces fue cuando les mostré el truquito ese con la cicatriz en mi mano.

Mientras pasaba el asombro, me recosté contra el muro a mi espalda, sin darme


cuenta que el switch de la luz estaba ahí, cuando clic, y oh sorpresa, sí había luz, y
cuando quise mirar hacía la celda, ahora iluminada, lo que vi explicó varias cosas: el
hedor, natural digamos, el silencio y la causa de ese silencio que también era horrible
por lo que preferí apagar de nuevo la luz. Me pareció que a los policías también les
asustó, porque cuando volví a hablar todos dieron un salto y se quedaron
mirándome… o no sé si el asombro venía de habernos reconocido en la luz, yo mismo
estaba impresionado a su repentino golpe… En fin, cuando volví a hablar, dije: Voy
a hacerle a éste un favor. Y caminé hasta el tombo arrodillado, el que se creía
embrujado, en silencio y ante la mirada de todos agarré su cabeza, la acomodé un
131

poco hacía atrás, aspiré profundo y ¡fua! le escupí en la cara. Con eso debería ser
suficiente, dije. El tombo de rodillas sonreía, nublada la vista y como en éxtasis
levantaba las manos.

Mientras todos comenzaron a rodearlo, aproveché para abrir la puerta, que colgaba
solo de uno de sus goznes, y salí.

Dados unos pasos y saltadas algunas zanjas oí disparos por lo que preferí correr un
poco más.

Siendo generoso, me habían acercado puesto que el CAI estaba cruzando la iglesia y
estaba más allá de la iglesia y el parque que era enorme y abundante en historias de
puñaladas. ¿Que cómo es una puñalada? Como cuando se rompe una alcantarilla,
así brota la sangre… Y de repente ahí estaba, vacía como un muerto, la avenida Cali.
Pero yo, prudentísimo que soy, seguía atrás, entre los arbustos, mirando sin que me
vieran. Habría sido imprudente cruzar así no más. Fueguitos por aquí y allá
alertaban… cierta música, cierta gentuza en patrullas noche y día… Estos eran un
poco más difíciles de engañar, y si llevaban abajo los pasamontañas, lo mejor era
pelear con lo que se tuviera. Por suerte casi siempre estaban en caudalosas
borracheras, de ahí la música que oía. Era buena señal, de estar con sus mujeres ellas
los distraerían, y si fuera atrapado ellas defenderían mi vida, a todas las conocía, aun
cuando llevaba tiempo sin cruzar la Cali. Caminé unos 6 metros entre los arbustos,
para estar lo más cerca al borde de la avenida. Eran cuatro carriles, de ahí un trote
hasta el árbol en medio de las avenidas, y luego un trote más hasta la entrada de la
cuadra. Y eso hice, apenas si me quedé de pie un instante mirando tras el tronco seco
de un árbol: de un lado estaba la curva en donde espejeaba contra el pavimento una
caneca encendida, de allá venía la música y las voces… vi un perfil delgadito, tal vez
era Ana, tan blanca y niña, pero no podía acercarme para comprobarlo. Del otro lado
el resto de la avenida negra, toda recta como una caída, patrullas y pequeños fuegos.

Di pues el trotecito hasta la entrada, hacia la seguridad de las cuadras. Allí me perdí
dando giros aquí y allá, en la aleatoriedad de cruces, pero fijo en el cielo, que como
132

una aurora me reflejaba el gran incendio, más allá de la casa y que además de
guiarme todo lo consumía.

Cuando llegué a la entrada alguien custodiaba. Buenas noches, dije, acercándome.


Debo estar en la lista. Le di mi nombre, lo buscó y no estaba. Imposible, dije. Por
aquí debo tener mi cédula… Me buscaba. No puedo hacer nada, me contestó. Y si le
doy el número… Espere… Es imposible, estoy seguro que si escanea mi cédula… En
algún bolsillo debía de estar.

Bien, pues decidí dar la vuelta alrededor del edificio, protegido por muros altos, de 5
metros tal vez. Seguí caminando hasta dar con un borde arbolado. Sabía que ahí
entre la vegetación había un ciruelo, plantado hacía tiempo cerca al muro para una
situación como esta. Lo escalé y agarre una ciruela redonda y púrpura como la luna,
la mordí y caminé por sobre una de sus ramas que se estiraba igual a un brazo en
dirección al muro, hasta dar más allá del borde en donde me descolgué. Así tuve que
entrar.

A partir de ahí nadie me hizo una sola pregunta, excepto una mujer que me rozó el
hombro cuando yo me inclinaba hacia la plata y el perico que abundaba reposado
sobre una bandeja, pues en el momento en que seguí el sendero de piedra y barro,
en las siguientes puertas, solamente alguien me abrió, saludándome, y todo era, por
aquí y sígame, sobre una variedad importante de alfombras, hasta llegar a la antesala
en donde brillaba blanca la bandeja bajo una luz rojiza… Ya estaba adentro, en las
entrañas, diría… Entonces olía cuando me tocaron el hombro y me giré y limpié mi
nariz mientras la mujer decía, ¿ya lo ha visto? Me dijeron que el diablo iba a estar
aquí y hasta ahora solo me he encontrado con estúpidos presumidos. Sonreí. Le
extendí mi mano. Mucho gusto, dije y me presenté.
133

Orgías en Kazajistán
Jorge Alejandro Llanos

Para Lava y El Zeus

Nos miramos todos a los ojos, y cuando digo todos es todos. Era la única forma de
verse estando así. Me sentí tibia, caminando por un desierto ininterrumpido de
orificios externos. Al momento de observarnos sólo estaba la pupila del ojo, de los
ojos, los muchos ojos, luz entre la sombra que se regaba por el espacio hasta
abstraernos en una masa deforme, empalagados de cierta actitud ajena, una
sincronía macabra que nos impulsaba a meditar cada acto, pero igual hacerlo aunque
estuviera mal. Afuera estaban los revolucionarios, los protagonistas de la historia,
que izaban en sus banderas la libertad esquiva que se nos escurría a todos en cada
acto oficial del Gobierno o en cualquier reunión con la familia. Gritaban agónicos,
intoxicados por la rabia y la marihuana, más los cientos de cigarrillos sacrificados en
nombre de la lucha, que pululaban en las calles como cadáveres del Ganges
arrastrados por la corriente.

Allá estaba Ricardo, siempre firme y combativo, con su bufanda de colores y la


barbita mezquina que olía a tabaco y tenía pelos rojos. Allí estaba, solo, en la masa
pero solo, un clavo perdido en esa receta de desorden. Allí solo, pero acompañado
por ella, solamente ella, la bandera que le gustaba izar en las marchas, con los
amigos, y también en la habitación donde dormíamos, bandera que gritaba a favor
de los desfavorecidos, la escoria de la tierra, pero que vivía cinco kilómetros al norte,
allá donde las casas tienen patio y piscina. Los cantos revolucionarios inundaban el
edificio, hacían escurrir la tinta de los grafitis en las paredes, y sólo las botellas
soportaban el ruido, ya que el resto de los objetos sucumbían al canto. Nosotros aquí
no sabíamos, poco o nada nos importaba la lucha por la que peleaban, aquí nosotros
ejercíamos nuestra libertad a partir de nuestros cuerpos y sin un presidente o una
134

cámara de representantes, éramos nosotros, sucios y olvidados, los creadores de


nuestra propia república soñada.

Sudábamos, como lo hacían ellos trotando en las calles; soñábamos, como lo hacían
ellos en sus reuniones; disfrutábamos el placer del ejercicio, mismo placer que el del
altruismo en sus pancartas; y olvidábamos ―como lo hacían ellos― a las minorías
que no incitaban en nosotros el desorden, ni siquiera el recuerdo. Ellos afuera
expresaban la rabia por medio del canto, el trote ungido de la palabra «resistencia»,
y la idea egoísta de un mundo mejor. Pero nosotros teníamos nuestra propia idea de
resistencia, nuestro propio combate con lo que se nos negaba. Maltratábamos la
religión a partir de las heridas, golpeábamos al capitalismo por medio de nuestra
autogestión, y olvidábamos la tradición ―o la traíamos de nuevo― al compás de
nuestros bailes y cuchicheos, efigies de un tiempo más antiguo que su ideología, que
nos permitía reírnos en la cara del mundo y dejarles claro que no nos importaba lo
que hicieran de nosotros, porque aquí éramos otros, los reales, y ellos eran otros,
allá, en esa niebla difusa, pero venenosa, de la lucha de clases y el amor al dinero.

Un olor a moho me tomó por detrás y me lanzó al suelo, brazo frente a baldosa, sin
pedir mi permiso. No importa, lo quería, lo deseaba, me lo hacía creer a mí misma.
Era más olor que cuerpo y aun así dejé que se metiera en mí, como los charcos que
se cuelan en el cemento, como las hojas que antes de morir se reúnen entre sí por los
bordecitos de los andenes y se lanzan al entierro por las rajas de la alcantarilla,
desembocando en el agua del excremento. Pero me acordé de Ricardo, no por el olor
sino por el egoísmo, el que inundaba mi cerebro de escenas infinitas en las que él
demostró ser un patrón en vez de un compañero. Pobrecito, nunca sabrá que lo
dejaba hacer eso porque lo quería, porque las tripas son más poderosas que la mente,
y el mismo cuerpo se movía acorde a lo que sus labios iban diciendo, así, despacito,
como este olor que intenta apoderarse de mí aprovechándose del concreto, el
concreto de moléculas que no me dejan verle más allá de sus ojos.

Pobre del olor, se ha de sentir bien poderoso, todo un toro, un pobre instrumento
que se imagina llevar de la mano la orquesta, pero que no es más que distorsión en
135

una canción entera, la misma que suena por toda la piel que abraza este cuerpo hasta
aprisionarme, hacerme inmóvil frente a los deseos del otro, y dejarlo ser, porque ahí
es donde uno encuentra la chispa correcta, la misma a la que toca echarle tierra ―o
más candela― dependiendo del sentimiento. Pobre de mí, que no me gusta que me
tengan atada, de espaldas, donde puedo sentir, pero no verle los ojos, ni retarlo o
hacerle saber que no soy un pedazo de tierra que acepta el peso de su zapato, sino la
sombra que se arrastra y no lo suelta, en comunión compartida iniciada al momento
en que el sol se lo traga la calle y quedamos varados en un rincón de una esquina,
con apenas la luz de un par de postes que no muestran más brillo por temor al
despilfarro.

Ya han tomado la casa, pero nos hacemos los huevones y enterramos los hechos con
más humo de marihuana. Escucho su voz mezclada con el sonido que el humo genera
al chocar con mi cuerpo. Me está llamando, me está buscando, está dispuesto a
olvidar su bandera y volver a tomarme en su amparo, medirme desde el pie hasta la
punta de las cejas, olvidar mis lunares y mis tetas pequeñas, besarme la espalda en
el punto exacto que todos pasan por alto, y decirme al oído todos sus discursos, sus
falsas proezas, sus miedos infundados y sus verdades a medias, todo aceptado con
sumisión por mis tripas, que no me dejan sacarlo del recuerdo, que incitaron que ese
humo me penetrara, que este grupo de vigilantes me observara desnuda, y que me
sintiera excitada con una idea que nunca logró cuajar en mi razón. Han tomado la
casa y nadie se quiere mover, el placer los detiene. Quisiera saber el motivo por el
que no se mueven, por el que no luchan, por el que se sienten obligados a exprimir
hasta el último aliento de esta alegoría, antes de que el gobierno caiga y el régimen
se establezca, antes de que maten al tirano e instalen al libertador, antes de que
borren el pasado y siembren el futuro, un futuro del que no hacemos parte.

Tumban la puerta y se oyen gritos. Pero gritos de los revolucionarios, no nuestros,


gritos del desagrado que sienten al vernos. Me excito con sus gritos, son el ejemplo
claro de que nuestra resistencia es efectiva y nuestra lucha justificada, porque
después de hoy no podremos reunirnos a recrear estas cosas, y todo rastro de nuestra
libertad, sí, la propia, la creada a partir de la violencia controlada y los fluidos,
136

quedará extinta junto al viejo régimen. Me siento feliz al verlo de nuevo. Su barba
me sonríe antes que su rostro, y una vez más le miro los ojos para retarlo. Se
introducen en el cuarto a la fuerza, animados por su idea de libertad y orden,
olvidando la esencia mía y la de los otros, con sus antorchas alumbrando el agua de
nuestras frentes, y la maleza creciente de miles de cabellos, que convulsos, hacen
malabares intentando no enredarse, no arrancarse por celos dentro del combate.

Encienden tabacos sin bajar las armas. Bajamos nuestros cuerpos sin encender
nuestra supervivencia ―por qué habríamos de mentirnos, los estábamos
esperando―. Ricardo me mira, en sus ojos el tabaco no alcanza a ocultarle la herida,
la misma que me siento satisfecha de hacer. Al lado su bandera, de su mano y rubia
como las nórdicas del aeropuerto, las mismas revolucionarias que le acompañé a
recoger semanas antes. Gritan furibundos. Reímos histéricos. «Bam bam, baila lo
tuyo, toma lo nuestro, viértete en eso y sigue la fiesta» grita Armandito desde una
esquina que había pasado desapercibida por los revolucionarios. En su cuerpo se
unta el aceite con la piel de Mariana, y todos esos, hombres al fin, se pierden en las
tetas de Mariana la bella, «bam bam, cosita, la misma que irrita pero a la vez dosifica,
la de los ojos negruzcos y la cintura gruesa».

El sabor de una mujer que no presenta resistencia, y la vulnerabilidad que


expresamos con el don de nuestro sexo, que creen conocer y controlar, pero es
apenas el ala de un fósil más grande, presa misma de nosotros y a la vez carnada.
Sonrío y le grito a Ricardo «qué rico, sin líos, que nuestra lucha no interrumpe la
suya», y que el gobierno se encuentra tres cuadras más adelante, no en este edificio
del ministerio, desocupado hace tanto. Desde la calle gritan «¡hijueputas!», y un
misterio se les sale de las manos a ellos, los fuertes y libertarios, que comienzan a dar
bala por todo el cuarto. «Armandito, niño rico que no supo de calle, pobrecito mi
amigo que le abrieron el cráneo, bam bam, mata que mata, fusil que lesiona, límpiate
la sangre que no buscamos apreciar la herida». «Marianita, nenita, te dejaron sin
pelo, a bala te raparon esas trenzas color cielo». Y ni que hablar de los otros en la
sombra, del moho que temblaba detrás mío, estrellado contra la pared con sus
dientes amarillos, orinándose después de muerto cerca de mis pies lisos, los mismos
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que amarraron con sus cuerdas de marineros ―aunque en estas montañas no haya
más mar que el de los ríos canalizados por debajo de los edificios― elevándome junto
a un poste con corriente eléctrica estancada, y justo en la esquina del palacio de
gobierno, ya incendiado por los manifestantes y la chusma.

Yo quedé ahí, colgada, desnuda y sola frente a los edificios muertos, como un
recordatorio de la decadencia que está negada en la libertad de los revolucionarios.
Pocos días después proclamaban emocionados «¡viva la mujer, compañera y
combativa!, libre, linda y loca te queremos», y la bandera de Ricardo mostrando los
dientes perfectos, mientras los aguiluchos carcomían el tuétano de mi fémur
izquierdo descompuesto.
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Programación errada
Alejandro Ramírez

El prototipo MYF1 ya estaba listo. El primer robot inventado para el cuidado de


niños. Se le habían integrado algunos comandos e instintos propios de una madre,
incluso se le incrustaron proyecciones del desarrollo del amor hacia infantes
indefensos. Fue todo un éxito. Muchas familias, debido al trabajo excesivo, lo
adquirieron. Los padres quedaban tranquilos, ya que el robot tenía sensores,
cámaras y estadísticas en tiempo real sobre la salud de niños y niñas.

La familia Clark había comprado un MYF1, serial 002134, de segunda generación,


mejorado y con apariencia un poco más humaniode. La familia tenía dos hijos, uno
de 4 años y otro de 2, que recibían el mismo trato según sus gustos y necesidades. El
hijo menor comenzó a generar lazos afectivos con el MYF1, pero la máquina lograba
prever estos impulsos y cambiaba de programación al mero seguimiento de órdenes
por parte de los padres o niños. Lo que no se contempló en la estructura, es que
paralelo a la programación, las proyecciones amorosas y afectivas del invento iban
aumentando.

Algunos meses después, la señora Clark tuvo vacaciones. No pudieron viajar porque
su esposo seguía trabajando, así que decidió estar en casa con sus hijos. Lo primero
que hizo la mujer fue apagar el robot. A las pocas horas de su llegada el hijo menor
le dijo que quería a MYF1 simplemente para jugar, pues tenía algunas aplicaciones,
y la madre no le vio inconveniente.

Al pasar algunos días, la madre notó un comportamiento extraño en su hijo menor:


cierta dependencia emocional con la máquina. Así que decidió desactivarla por el
tiempo que ella estuviera a estar de vacaciones. Al tercer día, el robot se activó
individualmente e iba en las noches a ver al hijo menor de la señora Clark. El
hermano, que estaba en una habitación contigua, se dio cuenta y le contó a su madre,
139

así que ella revisó el monitoreo de la máquina, pero aparecía sin actividad, apagada,
aún así guardó sus sospechas y llamó a la compañía para que se lo llevaran al otro
día. El MYF1 al percatarse de la situación decidió hacer un plan: llevarse al ninño esa
última noche.

Eran las 11 pm. El robot se activó, pero no hizo movimientos, esperó una hora más y
fue directo al cuarto del niño. Sin hacer mucho ruido, lo agarró, lo convenció de no
hacer ruido y salieron de la casa. En la mañana, la madre se percató de la ausencia
del niño y del robot. Angustiada, hizo las llamadas a la policía y a la compañía para
hacer el rastreo del robot lo más rápido posible. Se activaron los protocolos de
emergencia robótica y lograron activar el chip de rastreo de ubicación en tiempo real
con su número de serial.

La máquina se encontraba sola a las afueras de la ciudad. Lograron programarla para


que llegara a la fábrica más cercana de la companñía de robots MYF1, que en su
entrada tenía un letrero que decía “Todos somos el futuro”. La madre llegó con la
policía, ellos estaban calmados, pero ella estaba exasperada, sollozando, gritando
por su hijo.

Un asesor de la fábrica la recibió y la calmó.

—Su hijo está bien, señora, no hay nada de qué preocuparse.


—¿Dónde está mi hijo? ¡Lo quiero! ¡Destruyan esos robots!
—Pronto saldrá su hijo del laboratorio, déjeme explicarle, lo robots MYF1 están
programados para detectar anomalías en la programación.
—Por eso, ese robot quedó mal programado —dijo la madre, un tanto desesperada.
—No, señora, el robot detectó que su hijo tiene un anomalía, los lazos afectivos
sirven para detectar si los niños quedaron bien.
—¿De qué me está hablando?
—Señora Clark, los niños no nacen desde el año 3.014. Creamos lazos afectivos
entre familias que logran esconder ese origen artificial de los niños. Su hijo tuvo
una mala programación, por ello el robot se lo llevó de su casa. De hecho, ya casi va
140

a salir, por favor, recíbalo, en un par de días va a olvidar este incidente, usted sabe,
la programación de los niños es la más difícil.
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Reprobado
Jhojan Páez

Sin el animal que habita dentro de nosotros


somos ángeles castrados.
Hermann Hesse

La ha matado, no hay otra verdad. La luz de la luna se descubre del telón de nubes
que se lleva al monstruo, oculto en su revés, y anuncia una nueva escena. El
estudiante ve su cometido hecho y piensa que lo único que puede hacer en seguida
es parpadear. Lo hace tantas veces que necesita dar paso a un primer descanso,
cuando termina ya ha examinado su alma y entorno, entendiendo que no hay nada
más que hacer en esa zanja llena de miseria y rabia. Vuelve a parpadear velozmente.
Se detiene poco después para un segundo respiro; y sin darse cuenta, está sacando
lo que falta del cuerpo de la profesora por sus cabellos, hebras que se siguen
quebrando con facilidad, como pasta mojada; acomoda entonces sus manos hasta la
raíz y remueve por completo lo que ya es un montículo de plomo. Vuelve a parpadear
con fuerza, pero solo aguanta una vez; al abrir sus párpados, lo hace con una lentitud
que le impide alcanzar la imagen del movimiento de una de sus manos por su rostro,
en un intento por limpiar el sudor, consiguiendo delatar también un mal olor
desconocido; la misma acción retardataria de aquellos párpados le impidió notar la
suciedad del pantalón Levis que lleva puesto y que quiso quitar sin conseguir nada,
o parte del barro y algo más que sí ha quitado de sus zapatos en la misma piedra que
le ha servido en muchos otros parpadeos para cavilar. Abre al fin sus ojos por
completo, solo para encontrarse a punto de empujar el cuerpo de nuevo a la zanja:
no piensa nada, solo imprime la fuerza faltante. Deseó tirarse a dormir con el saco
inerte y arroparse con la niebla, pero sin prever algo de la nada, ya ha caminado hasta
la mitad de la senda que misteriosamente la luna señala, un recorrido donde se choca
constantemente con su imagen medrosa de hace unas horas.
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Arrastra por el pie una imagen liviana y borrosa que habla mucho, reclamos
repetitivos que son correspondidos con el azote en cada escalera que encuentra el
estudiante a medida que baja del monte, que próximamente llamará la atención de
la población aledaña con el rumor de un (si no es dos) alma en pena. Ve a lo lejos dos
grandes ojos claros ahogados en la oscuridad y cree aún en su redención. “Solo
necesito una frase magistral”, piensa; iba a decirla, sino fuera porque ya estaba
respondiendo otra cosa, a otras preguntas, a dos guardas de seguridad que le habían
escuchado decir: “aquí estoy, aquí está ella”, al tiempo que llevaba a la poca luz de
las linternas, con su brazo más fuerte, un cuerpo que parecía más bien un juguete
roto. Se estremeció por presentar a su profesora en tan mal estado, fugaz sensación,
pues le vino el recuerdo de hace un rato cuando la había peinado, limpiado sus
rodillas y rostro como pudo, no consiguió ponerle un zapato faltante porque no lo
encontró, quería maquillarla, pero no supo cómo. Le cerró la boca para que dejara
de derramar baba y sangre. Incluso le subió los calzones para que no la vieran
indigna, y entonces, se sintió mejor consigo mismo. No quería caer de bruces, sin
embargo, sus ilusiones no duraron; paró de responder las mismas tres preguntas con
un mismo monosílabo irritable y cayó hacia la niebla, que, aunque lo abrazó, no pudo
sostenerlo.

(…)

—¿Qué hace, ya se enteró? —saludó Sergio a Michael, quien llegaba para almorzar
más temprano de lo normal en la misma mesa coja de siempre.

—El man casi llora, con eso le digo todo —Michael respondió con la serenidad de un
testigo mientras se sentaba.

—¿Desde hace cuánto pasa eso?

—Ufffff, eso es algo que llevaba días, pero ese fue peor que los demás… hasta le dijo
gamberro, sin asco, sin clemencia, como le gusta a ella.
143

—¿Y ahora?

—Ni idea. El man como que perdió esa materia, yo no lo he visto más y al parecer le
sirvió poco quejarse.

—¿Entonces?

—Que deje de hablar tanto; eso no sirve para nada aquí, que coma callado y listo
—concluyó Michael, seguido de un primer cucharazo a la boca. Su madre le había
enviado arroz atollado.

(…)
—¡Solano acabe ya, mire que no falta mucho para que lleguen! —gritó intranquilo
Perea, quien no esperaba algo aparte de lo acostumbrado.

Era escéptico con todo. Siempre había visto los casos de delincuencia desde lejos,
convencido de que solo tendría que evidenciar, durante su carrera, la burda acción
de la necesidad. Nunca previó para esa noche de viento fuerte conocer a un verdadero
asesino, y peor aún, a uno tan joven. Los noticieros y las palabras de su capitán al
decirle que en un cuarto de hora llegaría con aquel, sentenciaron su miedo.

—Listo, acabé —dijo sofocado Solano, alguien a quien no le sorprendía la idea de ver
a otro matón, el asco junto con el miedo lo tenía reservado para otras cosas. —Ahí
dejé la celda lo mejor que pude, aunque no es como que se lo merezca, por suerte
aquí no hay nadie, o no lo dejan sin paliza esta noche.

—Esos manes se saben cuidar más que uno, póngale la firma. Y no es que haya
tampoco un loco peor que se les enfrente. A esos es mejor tenerlos lejos.

—No veo por qué tanta bulla con un perro como ese. No es la gran cosa. Los que en
verdad daban miedo ya fueron cogidos: Uribe Noguera, Velazco Valenzuela, Vega
Chávez, hasta el monstruo de Monserrate, pero ese bobo… ese chino no es nada.
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—No compare así hermano, aquí la cosa es que…

El frío arreció contra la puerta, la cual permanecía siempre medio cerrada, y la abrió
con una fuerza que anunciaba a un visitante inesperado. El coronel apareció luego.
Nadie oyó la patrulla estacionarse, esposando al estudiante, una sombra andante que
se asemejaba a un ente resignado y atrapado. El coronel observó las dos caras de los
policías: uno atónito y el otro disperso. Resolvió decir, como sus años de experiencia
le habían enseñado, lo de siempre para las situaciones así:

—¡Bueno, par de güevones! Así los quería encontrar, ¿no tienen nada qué hacer? —
El coronel admiró su poder de mando al atraer la atención de ambos hombres. —Ahí
les dejo —concluyó, al tiempo que empujaba al ente hacia ellos y se devolvía hacia la
puerta, esta vez asegurándola bien al salir.

No faltó mucho para que Solano tomara la iniciativa de conducir al preso a la celda.
Perea estaba turbado, el sobresalto del coronel había aumentado su nerviosismo.
Solano pensó que señalar la celda era mejor que tener que llevarlo con cierto
contacto; lo mejor era la distancia, pues su aspecto era fatal. Esta sospecha se hizo
real cuando el ente caminó frente a ellos y desprendió un olor a eyecciones y pasto
mojado. Solano casi sintió las ganas de golpearlo para que avanzara más rápido, su
lentitud hacía que el lugar se impregnara con mayor rapidez del fétido olor, y no
había cerillas porque a Perea le pareció conveniente comprar en cambio cigarrillos.
“Igual esa noche no esperaban a nadie”, era su excusa. Perea rompió el silencio
asfixiante, pero necesario:

—Nadie merece que le hagan eso —en la voz de Perea se sentía débilmente un tono
de reclamo.

—…

—Podría haber tenido hasta hijos que ya…


145

—No los tenía —respondió el ente, que por extraño que pareciera, aún poseía la
facultad de hablar.

—¿Eso la hace más indicada para matarla? —el tono de voz de Perea iba crescendo
con un matiz de furia. —¿Qué le hizo? ¿Le gustaba y no le correspondió? ¿O no le
pasó una marica materia? ¿Me puede explicar por qué una maestra debería morir de
forma tan ruin? Solo un bellaco haría algo así.

—Siempre se creía muy inteligente, como si se las supiera todas. No pensé en


realidad que fuera a caer, de hecho, tenía miedo de que incluso en ello fuera mejor.
Resultó que no, nunca esperó que yo me buscara una forma para devolverle su tarea
y llevarme conmigo…

—Un momento, ¿devolverle qué? ¿Todo fue por un mísero trabajo? No lo puedo
creer.

—No creo que entiendan cómo una nota remarcada en el papel, vaya a saber cuántas
veces, inspira y recuerda un odio profundo por esos repetitivos rayones, su
inminente poder y superioridad sobre alguien tan inservible, como ella decía.

—Eso no lo exime, usted no tenía el derecho de actuar por voluntad propia. Su


“justificada” venganza e historia doliente, no tendrán validez ni aun cuando muestre
esa inútil calificación subrayada.

—No puedo igualmente, ella se la llevó… se la metí por el culo, espero no le haya
dolido mucho.

—¿Qué? —incluso Solano saltó de la sorpresa.

—No me miren así. Nunca pensé que llegaría a eso, solo lo hice, no supe cuándo, solo
recuerdo haciéndolo, como si algo más me dominara.

—¿Algo más? —preguntó Perea con una ira inexplicable.


146

—Ella tampoco hablará, me adelanté a ello —dijo el ente al mismo tiempo que
lanzaba un pedazo de carne hacia los pies de ambos policías—.

—¿Y eso es todo? —dijo ahora Solano, quien robó las palabras de su compañero que
se ahogaban en el rechinar de sus dientes. En cualquier momento Perea se arrojaría
sobre el ente en apariencia aún dócil.

—Nada, voy a demostrarle a esa vieja que no era tan inteligente como creía… voy a
salir de esta situación con la misma despreciable risa que se dibujó en su rostro ese
día cuando me demostró que no era una maestra… voy a declararme inimputable. Ya
lo verán.

—Si aún sobrevives a esta noche, hijo —amenazó algo que ya no era Perea entre sus
dientes.

(…)

La camarera le trajo la cerveza en promoción ese día. Mientras la tomaba, observó a


un hombre ya mayor que desde la barra hacía señales a una mujer mucho más joven
y atractiva; el estudiante pensó que aquella confianza del viejo se debía a un poder
de convicción tan alto como para estar saliendo al instante con ella del bar, sin
siquiera haber terminado lo que este le había invitado. Pagó su cerveza con un billete
y unas cuantas monedas, “no es suficiente”, reclamó la camarera. Buscó entonces
dentro de la maleta, moviendo para un lado y otro unas hojas dobladas, las tijeras de
vendimia y un tarrito de lubricante sin encontrar nada. Iba a rendirse a pedir
disculpas cuando se vio sofocado por el sol de la tarde y al mismo tiempo feliz por
este extraño suceso. El siguiente sería en el despertar de la noche, cuando
pronunciase, sin saber qué cosa lo dominaba: “Hola profe, que coincidencia ¿baja
siempre por aquí?”
147

Samuel sube a la luna


Daniel Estefan Berrio

Un día por la tarde, Samuel estaba muy enfadado; su madre lo había castigado por
haber roto su florero favorito. Ella le había prohibido jugar con la pelota dentro de
la casa, pero él la desobedeció; puso su pelota en medio de la sala y de una patada la
estrelló contra la pared. La pelota rebotó y fue a dar contra el florero, rompiéndolo
en mil pedazos. Por esto su castigo fue no poder jugar en la calle, en el patio, ni
mucho menos dentro de la casa por todo un día.

—¡No puedo creer que me pase esto! —se dijo Samuel, muy enfadado— ¡Debe haber
alguna forma de divertirme sin que nada me estorbe y sin que rompa nada!

Samuel se sentó sobre su cama y se puso a pensar buscando una solución para su
problema. Pensó por varios minutos hasta que se le ocurrió una genial idea.

—¡Lo tengo! ¡Ya sé lo que haré! ―exclamó― ¡Voy a subir a la luna! ¿Cómo no se me
ocurrió antes? ¡Allí podré jugar cuanto quiera! ¡Nada ni nadie me estorbará! ¡Tendré
a la luna entera para divertirme y no romperé nada con mi pelota!

Samuel puso su plan en marcha. Sabía que la luna estaba muy distante, así que con
el objetivo de alcanzarla, subió a la montaña más alta que encontró, pero cuando
hubo llegado a la cima ¡no logró alcanzarla! ¡La luna seguía fuera de su alcance!

—Tendré que ingeniármelas para subir tan alto —dijo Samuel, pensativo— ¡Ya sé! —
gritó cuando se le hubo ocurrido una idea— ¡Colocaré muchas cosas sobre la
montaña, creando una enorme pila hasta llegar a la luna!

El niño tomó un rascacielos y lo colocó sobre la cima de la montaña, pero aun así la
luna seguía muy distante. Luego, sobre el rascacielos colocó un inmenso buque, pero
148

tampoco la alcanzó. ¡Puso un avión, un helicóptero, la mecedora del abuelo y un


camión! La luna seguía fuera de su alcance.

—¡Creo que necesitaré más cosas, y cuanto más grandes sean, mejor!

Sobre el camión colocó un submarino, más arriba el televisor, el sofá, una jirafa, una
escalera, un faro, el camión de los bomberos, el auto de la policía y por último… la
mesa de planchar.

Samuel estaba seguro de que esta vez sí lo había logrado. Así que sin dudarlo un
segundo comenzó a trepar por cada una de las cosas. Subió por la montaña, por el
rascacielos, por el buque, luego por el avión, el helicóptero, la mecedora del abuelo,
el camión… se sintió casando pero no se rindió, y continúo subiendo. Trepó por el
submarino, el televisor, la jirafa, la escalera, el faro, el camión de los bomberos, el
auto de la policía y la mesa de planchar.

Después de escalar tanto, Samuel estaba exhausto. Apoyó sus manos sobre las
rodillas y tomó aire. Alzó la mirada y entonces pudo contemplar a la hermosa luna
frente a sus ojos. ¡Enorme, plateada y solo para él! ¡Al fin lo había logrado! ¡Al fin la
había alcanzado!

El jovencito, muy presuroso dio un salto y cayó sobre su anhelado ideal. Descansó
sobre la suave superficie lunar y después de varios segundos comenzó a explorar todo
el lugar. Corrió y saltó. Estaba muy feliz.

Pasadas un par de horas, Samuel se comenzó a sentir muy solo. Se sentó sobre un
enorme cráter y contempló su bello planeta. Sí que era hermoso, mucho más que la
luna. Sonrió sin quitar la mirada de él y entonces se preguntó:

—¿Ahora quién me cuidará? ¿Quién se encargará de darme amor y cariño? ¿Quién


me enseñará las cosas de la escuela? ¿Y cómo estarán mis padres? ¿Voy a estar bien
sin ellos? ¿Ellos estarán bien sin mí? —guardó silencio por un par de segundos.
149

Frunció el ceño y se levantó lleno de energía— ¡Me voy de aquí! ¡Volveré a mi casa!
¡Volveré a mi planeta!

Samuel tomó impulso y saltó sobre la mesa de planchar, sobre el auto de la policía y
el camión de los bomberos. Bajó por el faro, la escalera, la jirafa y el sofá; el televisor,
el submarino y el camión; la mecedora del abuelo, el helicóptero, el avión, el
rascacielos y por último… la montaña.

¡Corrió a toda prisa hacia su casa y al llegar allí encontró a sus padres esperándolo
con los brazos abiertos! ¡Todos se abrazaron y se dieron muchos besos llenos de amor
y alegría! Rieron un poco, y luego de separarse, sus padres llenos de curiosidad le
preguntaron:

—Samuel, dinos una cosa… ¿por qué decidiste volver?

El niño guardó silencio, pensó por algunos segundos y luego muy sonriente contestó:

—Pues porque los amo y los necesito, son mi familia y este es mi mundo. Y… también
por una razón muy, pero muy importante… ―sus padres lo miraron con atención,
esperando, a la expectativa, mientras se preguntaban cuál sería aquella razón tan
importante. El niño abrió su boca y entonces dijo: ―¡Pues porque olvidé mi pelota!
150

Secretos
Ebrahim Herschel

Un hilillo de sangre recorría la epidermis del anémico amigo, a la altura del empeine,
por fricción excesiva con la cuerda en cada gozoso acto de penetración.

Sin señales de insatisfacción, el vigor dio paso a la ternura y la liberación apaciguó la


presión sanguínea, desdibujando piel adentro calles y carreteras con su necesaria
asimilación erótica. Había quórum para el ritual sahumerio de tácito acuerdo tras un
par de abrazos –como agónicos pero sin miedo–, hasta alcanzar el reposo cotidiano
de la tediosa cordialidad; aromáticos vahores no embriagantes pintaron de verde
fulgor el ocaso.

Altamira corrió las persianas y disimuló un presentimiento. Afuera la noche era un


manto seguro para dos o tres horas después, y, volviéndose, acertó al sorpresivo beso
saudade que conmovió sus lagrimales rosa, se ladeó suave sobre el hombro de aquél
y ofreció las promesas de siempre, pese a lo que de Soto maldijo su fortuna.

El viaje era largo. Disgustado cerró el relato de Bartolomé de las Casas, presionando
molares e incisivos de principio a fin de la turbulencia. Para él de Soto era un hogar,
una estancia de paz en su latitud, confiable cobijo, y como si fuera poco, el implicado
de su secreto.

Era también el mejor estudiante de numismática al cabo de seis años de existencia


de la disciplina en el país. ¿Cómo? No se sabe cuáles fueron sus medios; de Soto se
había hecho con una prometedora y valiosa colección de monedas carolingias y
preparaba una exposición monumental para su grado.

Altamira, por su parte, ausente del matrimonio, era un consagrado maestro en el


área. De ocupada agenda, disponía de dos breves semanas cada tanto para viajar a la
capital a visitar a su amante.
151

A poco menos de una hora para arribar al aeropuerto encontró Altamira, en un


taburete a un costado del inodoro, la página primera de un periódico, algo raída,
cuyo titular juzgó como desviación terrible a la homosexualidad. Hizo con ella lo que
pudo, su primer afán era el estreñimiento.

De Soto, ojeroso y flaco, acudió esa misma noche con un italiano de Magno por
apellido, según decía, quien de mano estrechada pasó a la amenaza y al improperio.
La alta mafia de vieja estirpe quería de regreso la herencia familiar de hace siglos,
sin reembolso. A de Soto se le abrió la herida cuando le explicaron porqué el
periódico, que diplomático sostenía uno que no tenía acento; carecía de portada.
152

Solito se da mala vida


Edward Cristancho

Soy un tipo mañoso. Normalmente desayuno a eso de las siete, tinto y mogolla por
novecientos pesos en una panadería; nunca la misma. Así… anónimo. Rara vez junto
a uno que otro soltero o vieja amargada, haciendo muda vida social mientras se ven
noticias subtituladas. El hambre más importante del día. Soy de los que no cocinan
por gusto, quizá porque la comida se le amarga a uno al saber que nadie más la
probará, la hicieron sin cariño, a nadie sorprende, o es bastardo e imposible perder
la virginidad con él mismo. El raticida ya no es buen condimento. Odio el tamal y
Halloween.

Los fines de semana madrugo y voy al batallón a reírme de los soldaditos que nadie
visita. Qué risa. Fumo mi pipa relajado, cédula en mano. Si veo uno apartado y
achantado, lo llamo. Cuando se acerca, le salpico todo el humo de yerba con fina
dedicación y me despido a carcajadas. Acostumbro seguir ninfas y policías; a ellas
las veo por primera vez en el bus y les tomo horario, empiezo a entender su rutina,
anunciándome cual coincidencia en sus días gano de sana casualidad, como quien
no quiere la cosa. Hago el ejercicio de saber dónde viven, qué ruta siguen, de cederles
descuidado alguna vez el puesto, comenzar con penita a cambiar miradas por el
reflejo del vidrio y azuzar el deseo con cocteles erógenos. Cuando finalmente el
cansancio de la jornada ayuda la tensión, me presento con tímido romanticismo e
invito un café en cualquier lado. ¡Hey!, que no es infalible, pero casi. Todos queremos
atención sin compromiso. Salimos cuatro veces, nos besamos dos y luego
desaparezco cual pizquero. Para sexo, eso sí, el número llega al siete de la suerte.

En el caso de los tombos salgo con revolver a asustar. No tiene mucha ciencia, pues
esos sí son obvios de vigilar y no tardo en saber dónde se esconden. Los agarro
entrando a la casa. Tras horrenda requisa les rompo la cara en ejercicio de poder y
153

amenazo con volver si me entero de que andan jodiendo a estudiantes o kolinos.


¡Nada de treguas!

Cuando tengo plata salgo a restaurantes y centros comerciales, bien vestido,


derrochando estilo con gomelos a la par. En estos casos siempre soy Jean, el turista
que inventé a partir de un libro de historia austriaca comprado por dos lukas en una
chatarrería. Jamás sospechan nada, hablo enredado y pregunto mucho sobre
costumbres chibchas. ¡Es todo un gozo! Incluso una vez me pidieron matrimonio.
Espero algún día toparme con uno verdadero. Un austriaco, digo. A ver si entre
ambos descubrimos al extranjero.

Jueves y viernes acostumbro tomar podro en andén, meter cuanto se ofrece y romper
vidrios de iglesia. Jamás uso saco. Desprecio pedir por necesidad, prefiriendo robar
a despertar aquellas lástimas. En ocasiones pregunto la hora y hasta voto. Mato
perros callejeros. Sorbo mocos. Juego el chance. Como huevo catorce veces por
semana en diferentes presentaciones, pero sin sal porque es malo para el colon, y
cago acurrucado sobre la taza temiéndole al karma. Aborrezco los espejos. Nunca
duermo más de cuatro horas ni digo mi nombre verdadero. Celda y camilla son hotel.
Arranco las costras con intención de cicatriz. Las arranco fácil porque tengo largas
las uñas de la mano izquierda (siendo derecho), pues es que así presumo de genial
guitarrista. Vea que le tengo el repertorio de baladas rock y popurrí aguardientero.
Escupo fuego.

Para sosiego, El lobo estepario; para la alegría algo de Burzum o Joy división; para
la concentración, la cariñosa autoflagelación que practico con la atea hoja hirviente
de un cuchillo para pan; ah, y si busco molestias, está el periodismo. Los quinces y
los treintas no abandono mi cueva, quedándome a planificar. Mejor espero hasta el
día siguiente para buscar billetes en el suelo… esa no falla. Entonces perdón si les
ofendo, como digo, soy de malos hábitos, pero apuesto a que ustedes entienden, y
por eso, amigos míos, ahora aspiro a la presidencia de la república.
154

Taxidia
Javer Andrés González

A veces uno necesita un empujoncito en la vida para continuar el camino. En mi caso,


para decidirme a continuar en este laberinto de palabras, intentando poner una letra
al lado de la otra para que salga una historia. Contar lo que he vivido en el viaje, pero
inmediatamente surgen preguntas ¿Qué viaje? ¿Qué contar? Pero sobre todo ¿Para
qué? Si me esmero por escribir algo es porque debe existir una intención, si no la
hay, para qué continuar con el ejercicio, así suenen hermosas la uniones de las
palabras que usted lee mientras toma café y yo escribo pensando en la intención,
enroscado en un colchón, tirado en el suelo de una habitación de una vieja pensión
al borde de la montaña.

Por ahora remitámonos al viaje. ¿Cuál viaje? Llega un momento en la vida en donde,
si usted es viajero, cada viaje se mezcla, se confunden, se vuelven sin darse cuenta en
un solo viaje. Un viaje sin tiquete, sin destino, solitariamente acompañado por quien
tienes al lado, o por la misma soledad que se vuelve un tinto, un cigarrillo, un porro
mal armado. El viaje, ese coctel de sensaciones físicas, mentales,
espirituales… Empezar un viaje para conocer un lugar, ver por primera vez la
majestuosidad del mar en familia, luego un tiempo después verlo de nuevo con los
amigos del colegio. Ser un adolescente que por primera vez abre las alas para
enfrentarse a una playa fiestera con los amigos alcohólicos que te hacen perder la
razón.

Un viaje de regreso a casa… esta frase hoy tiene mucho más sentido que cuando volví,
por allá en el noventa y nueve, al Caquetá a visitar a mi abuela en su rancho que era
el mío y el de mi primo y el de mi hermano. El viaje de la casa al colegio, de la casa
a otra ciudad donde conocería la universidad y me enfrentaría con esa ínfima
infinidad del Universo. El viaje que se produce en un beso, el viaje que se da tomado
de la mano y ver cómo cambia aquella que por miedo o ventura toma la mía por unos
155

instantes. Manos delicadas, manos blancas, delicadas; grandes, delicadas; indias,


delicadas; manos que con su tacto me han llevado a paradisiacos humedales, a
conversaciones profundas y profanas entre sábanas, en su cama, en la mía, en la de
sus padres, en moteles, en baños, en senderos.

El viaje que me han llevado los ritmos en los conciertos, viajar para ver los artistas
recreando sus obras; el viaje que me produce un blues, un reggae, un rock n’ roll, el
viaje al que me lleva un saxofón bien tocado. El viaje, cada viaje se junta con otro y
todo parece que es un mismo viaje. Viajes alucinantes con cucumelos montañosos o
cartones amistosos, el viaje. ¡Qué bello viaje!

¿Qué viaje describir cuando la misma vida es el viaje sin tiquete y sin destino? Abrir
los ojos por primera vez y ver a mi abuela que me tiene en sus brazos, no entender
dónde estoy y por qué estoy encerrado entre piel y hueso, sangre y pensamiento. Ahí,
justo ahí, en ese momento empieza el viaje. Sin embargo, es un viaje en piloto
automático, de observación… “Sí, señor”. “No, señor”. “Oh, gloria inmarcesible. Oh,
júbilo inmortal”. “2×1=2 2×2=4 2×3 =6”. Luego se abren los ojos después de
abiertos, ahí el viaje cambia el ritmo, uno se vuelve un turista en la vida, los lugares
tienen sabores y algunas personas colores. El viaje se vuelve racional e intentas
descifrar eso que llaman realidad. El viaje a la realidad real que no es más real que
un elefante rosado, un político aristotélico o un religioso que sepa quién es Dios.

El viaje se vuelve mucho más interesante cuando te das cuenta que 2 x 2 no es 4 sino
azul o amarillo, que en realidad no importa así la calculadora dé cuatro. Darte cuenta
que la vida es mucho más que eso que creías haber experimentado sino que la
vida es un viaje sin tiquete ni destino. Darte cuenta que la vida y la muerte no son
más que un reflejo la una de la otra, que la muerte es solo una estación más donde te
dan un tiquete sin importancia y un destino que te llevará a otro terminal hasta que
llegues donde tú mismo estás escribiendo el viaje y las sensaciones que dan el hecho
de atreverse a estar vivo en medio de una turba de gente que muere, que camina, que
viaja sin viajar, que compra tiquetes y se sabe las tablas de multiplicar.
156

El viaje es solitario aunque haya compañía. Se puede viajar a pie, en bicicleta, en


moto, en auto, en bus, en avión, en helicóptero, en barco, en submarino, en cohete,
en nave espacial, pero para mí, y me disculpan, el mejor vehículo es el cuerpo, ese
que me hace sentir y ser la Tierra.

Viajar tiene sus sinsabores, más cuando te das cuenta de que estás devolviendo los
pasos, que caminar para allá es regresar. Regresar a casa, a nuestro hogar… no donde
mis padres que son otros viajeros más sino allí donde nada se puede mirar, donde
todo y nada se encuentran en el mismo lugar.
157

Tercero excluído
Daniel Hincapié Vargas

Un hombre sabio caminaba por la playa y se encontró una lámpara. Después de


frotarla se le apareció un genio y le dijo:

—Tiene tres deseos. ¿Cuál es el primero?

Después de un silencio breve, el hombre habló.

—Deseo saber qué es el deseo.

—Concedido —Respondió el genio. —¿Cuál es su segundo deseo? —Añadió.

El sabio lo miró a los ojos y dijo:

—Deseo dejar de desear.

El genio rompió en llanto y le agradeció por haberlo liberado.


158

Trabajo sucio
Anderson Antonio Alarcón

El Argentino tendría menos de catorce años cuando apareció de la nada por el estadio
y nos dio tres vueltas con un balón malísimo que pateábamos todos los lunes después
del colegio. Muchos de nosotros, hasta ese día, nos limitábamos a tirarnos patadas y
a correr como ciegos detrás de la bocha, sin siquiera pensar en qué era lo que
queríamos hacer. Los primeros tres goles que nos encajó ese niño rubio, flaquito y
mucho más alto que todos nosotros, fueron la mejor lección de fútbol que recibimos
en la vida. El primero fue una volea, el segundo fue de chilena y el tercero llegó luego
de una asistencia suya adornada con una pirueta que después todo el mundo empezó
a llamar “rabona”.

A lo largo de ese primer recital, de esa ópera prima que le ofreció a nuestros ojos
vírgenes, nadie dudó en llamarlo Argentino, porque su camiseta de la albiceleste y
sus movimientos de ballet no nos dejaron otra opción. Él se metió a nuestro equipo
con la plena convicción de que nadie lo sacaría de la cancha a pesar de ser un extraño
y desde ese momento nunca nadie quiso verlo ni en la banca ni en otro barrio. El
Argentino era nuestro y esa riqueza hecha carne no podría quitárnosla nadie.

Lo mejor era escucharlo hablar. No solo su porte y su camiseta eran argentinos, su


acento y sus palabras también le daban ese toque elegante que ninguno de nosotros
llegó siquiera a imitar. Su voseo era magnífico, igual que los besos que nos daba en
la mejilla al llegar y al irse. Todo eso nos cambió la vida, teniendo en cuenta que
nunca antes a ninguno de nosotros se le hubiera ocurrido ni besar a un hombre ni
tratarlo de “tú” ni de “vos”. Al Argentino le debemos muchas palabras y sobre todo
el fortalecimiento de nuestra hombría a través de ese cariño fraternal suyo que para
nosotros, de otra manera, nunca habría llegado.
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No exagero cuando digo que el tiempo se nos partió en dos. Hubo un periodo de
nuestro equipo dominado por los patadura como yo y otra época mucho más grande,
mucho más vistosa que empezó con El Argentino y que terminó también con él, unos
meses después de su llegada. Eso sí, el solo hecho de tenerlo con nosotros mejoró
cada una de nuestras líneas. En el arco estábamos tranquilos porque el Negro
Rodríguez era una araña que no dejaba escapar ni las moscas. Los centrales, que eran
el gordo Aristizábal y su hermano menor, siempre fueron una muralla. Por las
bandas no estábamos tan mal: los gemelos León se sincronizaban para bajar y para
subir y nos daban buen balance. El medio siempre fue el problema, aunque el trabajo
sucio nos salía bien de vez en cuando y con eso bastaba. Adelante, en la punta,
teníamos al indio Pascagaza, a la Roca Moreno y al Argentino, siempre vivarachos y
dispuestos a bajar trotando con la marca.

Al que no teníamos dentro de la nómina era a ese ente externo que nos tiraba porras
desde las gradas y que terminó siendo el gusano en la manzana de esa tromba
nuestra que pintaba para grandes cosas. Para el caso, el gusano vendría siendo una
especie de lombriz, un bicho delgadito y medio enfermizo que se le metió por los ojos
a nuestra estrella. Se llamaba Yoselín, era rubia y no tenía ni idea de lo que hacíamos
en el rectángulo de juego, pero se nos lanzaba encima, sin falta, cada vez que
hacíamos un gol.

Yoselín era la hija de nuestro único patrocinador, el dueño de Supermercados


Valderrama, un aficionado que nos observaba siempre a lo lejos y, una vez al año,
nos regalaba los uniformes. El señor Valderrama no era el más entusiasta, así que
nunca recibimos de parte suya más que una o dos puteadas cuando nos relajábamos
y nos metían más de cuatro goles.

A penas pasaron dos meses desde que El Argentino se incorporó a nuestro equipo y
ya estábamos pensando en cosas más grandes: armar un club, presentarnos como
equipo de tercera división y escalar hasta la primera para empezar una fiesta
magnífica, hecha por los de abajo y con los de abajo. Sin embargo, sin darse cuenta
tal vez, Yoselín arreció sus ataques contra la estrella y juntos vimos cómo, de a poco,
160

se nos fue apagando esa ilusión infantil y sin sustento alguno que todos ya
parecíamos palpar, aún cuando nada estaba hecho.

El primer gran lío fue verlos tomados de la mano y, aunque eso no llegaba a
afectarnos directamente, empezamos a generar supuestos bastante ociosos y
alejados de la realidad. Por ejemplo, llegamos a pensar que el carácter enfermizo de
Yoselín podría infectar al Argentino y que, después de eso, ya no llegaría a rendir de
la misma manera. Por otra parte, los besos y los toqueteos eran cada vez más
incómodos. Nosotros, claro, respetábamos los gustos de la estrella, pero aún no
lográbamos entender porqué su elección había sido tan baja, tan cercana a lo
mediocre.

La debacle definitiva llegó, sin embargo, un par de semanas después de los primeros
besos. El Argentino, un día, con los ojos rojos y las manos llenas de mordiscos, nos
pidió quedarse en la banca. La sorpresa no fue grande, pues todos sospechábamos lo
del rompimiento. Nadie protestó ni nadie hizo preguntas, pero todos salimos con el
corazón roto a afrontar un partido que, de seguro, íbamos a perder por goleada.

Los motivos siempre fueron oscuros y ninguno de los nuestros quiso saber más de la
cuenta. Algunos culpaban a la estrella, otros a la hija del señor Valderrama. Yo, único
poseedor de la verdad, siempre supe que todo fue culpa mía.

Desde hace algún tiempo había tomado la decisión: acabaría las cosas de manera
única y definitiva. Yoselín, días antes, ya había dado muestras de cansancio frente a
todo lo que implicaba estar cerca de un jugador de tamaña importancia. A lo lejos
pude notar la forma en que huía para no tener que acompañarlo a los
entrenamientos, incluso llegué a escuchar algunos de los berrinches en los que le
exigió quedarse con ella, en la tienda de su papá, en lugar de ir con nosotros al
potrero.

¿Qué más podía hacer yo? Los bajonazos anímicos de nuestro delantero estaban
afectándonos de manera directa: llevábamos tres partidos en línea sin meter un gol.
161

El indio Pascagaza hacía lo suyo: desbordaba y tiraba centros. La roca Moreno hacía
lo posible por cabecear. El Argentino, por el contrario, a penas si lograba arrastrarse
por el campo. La situación era insostenible.

En una de esas peleas que parecían ser definitivas, El Argentino evadió sus
responsabilidades para con Yoselín y se escabulló hacia la cancha. En la tienda del
señor Valderrama encontré a la razón de nuestro rendimiento de mierda y la besé.
Ella quedó prendada. Yo sentí un asco profundo, pero fortalecí mi treta con tres o
cuatro palabras de consuelo y todo funcionó. Ella confesó su amor previo por mí, por
el líder, por el capitán, por el “hombre al mando”, y esa misma noche terminó con el
único motivo por el que a nosotros, un grupete de mediocres, se nos llegó a
considerar como un equipo de mediana proyección.

Las marcas que todos notaron en las manos de El Argentino fueron mi culpa.
Los ojos rojos y la suplencia, en el día posterior al fin de su relación con Yoselín,
fueron de entera responsabilidad suya. Yo traté de evadir el conflicto, pero nunca lo
logré. La estrella, con toda la carga gaucha de su sangre, me golpeó en los dientes un
par de veces de manera más bien sosa, sin rabia alguna, antes de entrar a la cancha.
Nadie nos vio.

Al día siguiente, lo esperamos durante un buen rato, pero nunca volvió a aparecerse.
El indio Pascagaza decidió ir tras él para al fin cumplir una especie de sueño austral
que lo acampañaba desde niño. Nunca supimos si lo logró. A mí se me rompieron los
ligamentos un tiempo después y nunca volví a tocar la cancha. Yoselín aún es mi
mujer. Algunas veces, cuando yo no estoy, la gente me ha dicho que mi esposa aún
canta el tango que El Argentino alguna vez le tarareó. Aún lo respeto tanto que de
ninguna manera me atrevería a confirmarlo.
162

Un auténtico comedor de mierda


Leonardo Ángel

Entonces estaba allí, frente al espejo y sin poder dormir. Eran las tres de la mañana
y el insomnio ya se había aferrado como el sentimiento de culpa y el miedo se
apoderan de un asesino neófito. A esa hora suelen atormentarme los demonios, los
fantasmas y un montón de pensamientos suicidas y homicidas. A esa hora llega a
joder la melancolía, el miedo, la frustración y la ansiedad. Yo ya era un tipo diferente,
los años habían hecho estragos en mi vida, mi temor de quedarme calvo se había
hecho realidad y aún no me daba a la pena ni aprendía a vivir con eso. Los 32 me
pegaban en el alma como un macho pobre a su mujer sumisa: sin piedad y sin culpa.
También había ganado peso: tenía una enorme barriga, estaba fofo y fuera de forma.
Aún así, intentaba pensar en todas aquellas campañas virtuales sobre el amor propio
y todas esas pendejadas que a diario ves en Facebook que son pajazos mentales
publicados por gente con la autoestima baja en busca de la aceptación de un montón
de desconocidos que al fin y al cabo no le importas si vives o si mueres. Podía pasar
horas frente al espejo, desnudo y sin parpadear, mirando mi verga, mi barriga, mis
tatuajes, mi barba, mi cabeza calva. Auto-lamentándome, pero también
regocijándome en mis glorias pasadas.

-Esa es la vida del inmígrate -pensaba. Un constante ir y venir entre la locura y la


cordura, entre la desesperación y el regocijo personal.

Entonces yo ya no era ese Fuckboy quindiano que cada semana cambiaba de lola
ingenua, ya no era el Badboy que desayunaba cerveza, almorzaba brandy con
Ponymalta y pasaba la fiesta dos o tres noches sin dormir, a punta de perico barato,
antidepresivos y Viagra. Tampoco era el Sexto y de ninguna cucha arrecha y
hambrienta de una verga joven y mala. Ya no había nada. En Florida ya no había
nada, solo un hombre calvo, barbado, gordo que lavaba mierda y limpiaba pisos para
163

sobrevivir. Hacía años atrás que había renunciado a ese viejo sueño de ser un escritor
y poeta muerto de hambre y comedor de mierda.

Emigré para convertirme en un experto limpiador de retretes atiborrados de mierda.


Aún sigo comiendo mierda, pero al menos ya no me muero de hambre. Y es que ser
un comedor de mierda es algo que no va a cambiar, aunque me mude de ciudad, de
país o de continente. Ser un comedor de mierda es algo que no cambiará, aunque
gane la lotería, compre un velero y tenga a 10 prepagos desnudas sobre la proa
haciendo fila para chuparme la verga. No, ser un comedor de mierda es algo innato,
es algo que se lleva en la sangre, en el ADN, es algo que está en tu médula y que se
expande por todo tu organismo. Ser comedor de mierda es algo que está en tu psique,
en tu aura y en esa energía que emanas. Se nace o no se nace siendo un comedor de
mierda. Yo estaba asimilándolo, estaba aprendiendo a disfrutarlo y era feliz
explotando y desarrollando mi talento. Florida me estaba convirtiendo en un
campeón, en un comedor de mierda de talla XL.

El sol de Florida jode el coco, enloquece, frita a la gente. Hace que tus ideas no
coordinen, que pienses en blanco y digas negro. Y así se van los días, los meses y la
vida. En Florida hay un montón de locos, de hombres locos y mujeres locas, y
adolescentes locos y niños locos con acceso a rifles. Hay balaceras en los
supermercados, en las discotecas, en los salones de belleza y en las escuelas. Florida
es una constante balacera y eso es algo con lo que tienes que aprender a lidiar. Si eres
inmigrante y latino tienes mas probabilidades de ser el blanco de algún redneck
desquiciado con rifle y con ganas de matar personas. Yo no me veo tan latino, mi piel
es blanca, mi barba es abundante y negra, llevo tatuajes en ambos brazos y ya me
visto como un Florida Man. He aprendido a camuflarme entre la mierda. Es gracioso
como la mierda es tan multifuncional: Sirve para limpiarla, sirve para comerla y sirve
para camuflarte y así evitar las balas.

En Florida todos están locos, y yo me estaba enloqueciendo también. Día a día y


noche tras noche mi cordura se perdía un poco más. Estaba aprendiendo a lidiar con
la soledad, con los fantasmas, con el idioma, con el desprecio de algunos gringos
164

comemierda y también el de un montón de latinos que se creen la verga de Dios por


llevar mas tiempo que tú en la USA, entonces se creen más gringos que el mismísimo
Lincoln Abe. Te miran, se ríen de ti, te discriminan, se cuchichean y te tratan como
mierda. Yo siento un odio visceral por esos malparidos memes.

-Quiera Dios vaya y los coja a tiros algún redneck mientras hacen sus compras en la
Walmart -pienso para mí siempre que veo a uno de esos indios hacerme el feo.

Extraño a mis gatos: Extraño a Cigarro y extraño a Menta, extraño su ronroneo y su


hija de puta jodedera en las madrugadas. Al menos a ellos podía atribuirles mi
insomnio. Extrañar también hace parte de la vida del migrante. Estás aquí, estás en
otro país donde decidiste empezar una nueva vida. Estás materializado en el ahora,
rodeado de cosas inútiles que compras y que no utilizas; las compras por el simple
hecho de saber que tienes el dinero suficiente para gastar en pendejadas bonitas y
raras. Para presumir en Facebook y hacerles creer a los demás que eres feliz viviendo
lejos de casa. Quieres despertar envidia o solo buscas que alguien opine y así entablar
una conversación para no sentirte tan solo. Porque cuando estás solo y las paredes
de tu habitación empiezan a derrumbarse ante ti, la tristeza te gana, agarras tu
smartphone y ves las fotos de tus amigos, de tus chicas, de tu familia. Todos siendo
felices en tu tierra, y tu allí, en otro país, solo y con la mierda llegándote hasta el
cuello.

Entonces no queda más que extrañar a todos y cada uno de esos personajes: tus
amigos, tus mujeres, tus arroces en bajo, tu ex novias, tus enemigos, tu familia, tus
mascotas. Extrañas a los vivos y a los muertos. También esos polvos virtuales que
prometiste echarte, pero que por falta de tiempo y verdaderas ganas quedaron
pendientes hasta el sol de hoy. Entonces no queda más que abrazarte a la melancolía
e intentar quedarte dormido después de sacarte hasta la última gota de leche tras
unas ocho o nueve pajas por noche.

Cuando lograba conciliar el sueño, soñaba que volvía a Calarcá, que estaba en La
Chapolera tomando brandi con mis familiares y amigos. Soñaba que nuevamente
165

taqueaba mi nariz de perico barato y tenía una grilla a quien llevarme a mi casa para
culiarmela al terminar la fiesta. Muchas veces también soñaba que me arropaba la
mierda, que alguna rata de barras bravas me cogía a puñaladas y moría desangrado
y con mis tripas afuera sin haber terminado mi botella de brandi. Despertaba, volvía
en mí, revisaba mi cuerpo y me daba a la razón de que solo era un sueño.

Calarcá me daba miedo, la sola idea de volver a ese lugar siempre me ha erizado la
piel. Odio ese moridero casi con la misma intensidad con la que odio a los putos
emigrantes indígenas que se creen de mejor familia. Me generaba pánico volver a ese
lugar tanto como me generaba pánico no poder salir de allí nunca, quedarme varado
en esa tierra sin futuro ni bienestar. Y ahora estaba allí varado en un pequeño pueblo
de Florida llamado Bradenton. Igual de feo a Calarcá, pero con acceso al mar. En
Bradenton no se veían ratas barra bravas, ni goteras, ni basuqueros. En Bradenton
no se veían gomelos que se creen la vaca que más caga en el potrero. Pero se veían
methheads, crackheads, junkies, bums, hookers, rednecks y ancianos… Ese puto
pueblo estaba plagado de ancianos, organismos casi inertes a los que les colgaban los
pellejos. Se movían por pura inercia bajo el inclemente sol que en verano alcanzaba
los 110 Grados Fahrenheit, disfrutando de su retiro, generando lástima ante los ojos
ajenos y esperando la muerte.

La humedad, la vejez, la obesidad, la demencia, la violencia, el desespero, la soledad


y la muerte eran el constante panorama de esta ciudad.

-Tengo que salir pronto de aquí, no quiero terminar mis días en Calarbradenton -me
repetía una y otra vez, como un mantra mientras me miraba al espejo. Por más que
huya, por más que emigre, la mierda siempre está detrás de mí. Así la limpie y así
me camufle. La mierda siempre cae chorros, directo en mi boca, y yo la degusto, la
saboreo, y la disfruto…
166

Una noche eterna


David Cabarcas Salas

Perpetua vio la mapaná larga y delgada que se arrastraba justo hacia ella. No supo si
era macho o hembra, sólo se percató de su color muy parecido al de la tierra del piso.
Como pudo, subió la pierna derecha sobre el taburete, y luego, con la mano derecha,
ayudó a subir a la otra pierna, pues toda su parte izquierda, había quedado paralizada
después de la isquemia cerebral. Perpetua se quedó muy quieta y recogida sobre la
silla como un loro contraído en el trapecio de su jaula, respiró suave para que el
animal no se percatara de su presencia, aunque le costó mantener el equilibrio del
cuerpo, pero conservó la quietud a pesar del ligero temblor que ya le empezaba a
atacar. Sabía que su hijo José Ángel aún no llegaría.

La mapaná pasó justo debajo y alcanzó a rozar las abarcas; sacó la lengua como si le
diera ligeras pinceladas al aire, se acercó al horcón del frente y subió en espiral, de
la manera más lenta, como sí pretendiera no dejar un solo extremo del palo sin cubrir
hasta llegar a la parte superior del techo de palma. Perpetua estiró su brazo hacia la
mesa; tomó el foco de mano y le metió el chorro de luz. El animal estaba quieto,
parecía otro larguero.

Era una raboseco, hembra. De la misma que le había picado a Domingo diez años
atrás. En seguida recordó las palabras del difunto, quien decía que por dónde estaba
el macho, también la hembra, pero el primero es el que pica. Perpetua no se atrevió
a bajar las piernas y recorrió con la luz todo el terraplén de la casa para encontrar la
otra culebra, pero nada apareció.

Era julio. El fogaje crepitaba con el canto de las chicharras. Perpetua pensó en
bajarse. Sólo tendría que caminar seis metros para llegar al dormitorio. Se apoyaría
de la mula, como le llamaba al bastón, y una vez dentro, rociaría ACPM alrededor de
la cama y con eso estaría segura. Sin tan solo estuviera nueva, pensó, no como ahora
167

que le fallaban las piernas y que tenía que arrastrar la pata de buey después de la
isquemia. Con todo ese esfuerzo le daría tiempo a la mapaná de bajar del techo y
atacarla. Además, se acordó de la comadre Bertha, quién una noche fue a dormirse,
sacudió la cama, se sentó en el borde, rezó por el compadre Evaristo, luego se acostó
y justo cuando puso la cabeza sobre la almohada, emergió una víbora que se le
agazapó en el cuello como si pretendiera desangrarla.

Fue imposible salvar a la comadre Bertha, a pesar de que ella llegó hasta la casa de
Perpetua con la pijama manchada de sangre y fuertes gritos que provocaron que las
gallinas se bajaran del árbol donde dormían. Le pidió a Domingo que la llevara al
hospital, el cual estaba a unas dos horas a caballo, pero él no tenía caballo y al viejo
mulo también lo había picado una culebra. Algunos vecinos llegaron, alguien dijo
que con la contra se curaba, pero nadie tenía. Fueron por el curandero quien vivía en
el pueblo más cercano. Bertha se sentó en el taburete, en el que ahora se encontraba
Perpetua y pidió una calilla; se la dieron y la fumó de forma muy lenta como si no
quisiera dejar escapar el humo. Uno de los vecinos presentes le dio ron y ella lo tomó
de un tajo.

Pronto Bertha empezó a hablar de Evaristo, de que lo vio colgar el cáñamo en la


orqueta de bambú que soportaba el techo y amarrarse un nudo en la garganta para
quitarse de su propia vida el veneno de la traición. Bertha dio una aspirada larga a la
calilla, pidió un vaso de agua, luego tomó ron con la misma tranquilidad con la que
se había tomado el agua. Cuando por fin llegó el curandero, ya había cantado el cuco
sin fin y Bertha había lanzado un escupitajo de sangre negro y acuoso y había pedido
que le cortaran el cáñamo a Evaristo para que no se ahorcara jamás.

Fue por eso que Perpetua no se movió. Sólo iluminaba de vez en cuando hacia el
suelo para tratar de encontrar la otra culebra. Alumbró también hacía el techo y ahí
todavía estaba la mapaná, quieta; ya parecía parte de la madera misma, sólo sacaba
la lengua como si la desenrollara de la boca una y otra vez. Daba la impresión que
marcara el tiempo de una noche eterna. Le pareció escuchar un ruido que venía de
atrás de la tinaja. Enseguida alumbró hacia allá, pero sólo vio salir al gato que corrió
168

hacia la oscuridad. Tal vez la mapaná macho estaba allí, alcanzó a pensar. Luego,
Perpetua miró al frente, donde estaba el horcón por donde subió la culebra y en
donde estaba recostado el taburete que era de Domingo, le pareció verlo allí
espantándose los mosquitos con una toalla y metiéndole a la oscuridad el mechón
para quemar otras plagas.

Tenía el machete ceñido al cinturón y a un costado de la silla el garabato. Parecía


como si acabara de regresar de la parcela. Por un momento puso el mechón en el
suelo, luego la toalla sobre sus piernas y empezó a abanicarse con el sombrero.
Perpetua pensó de inmediato que la culebra la había picado sin percatarse y por eso
ahora veía esas imágenes. Se alumbró las piernas, se movió hasta donde le permitió
el cuerpo, pero no tenía ningún rastro de picadura. Miró otra vez hacia el taburete y
Domingo estaba espantándose los mosquitos. Esta vez sintió un ardor que le corría
por la sangre y le supuraba por la piel, como si en realidad la mapaná la hubiera
picado. Pensó en la comadre Bertha y el tinto que se tomaba todos los miércoles con
Domingo hasta que cierto miércoles el compadre Evaristo llegó hasta la puerta de su
casa, le pidió a Domingo un cáñamo grueso para amarrar a una vaca cerrera, le
agradeció y Perpetua alcanzó a escuchar al compadre Evaristo cuando le dijo a
Domingo: “Compadre, ahora sí tómese su tinto tranquilo”. Casi de inmediato la
mujer increpó al marido, pero este no dijo nada, permaneció en silencio, sentado en
su taburete, con la misma quietud con que permanecen las mapanás y sólo se alteró
horas después cuando desde la casa vecina, la comadre Bertha empezó a gritar fuerte
el nombre de Evaristo.

Años después de la muerte de Bertha, Perpetua tuvo la isquemia cerebral, así que
pasaba más bien sentada. De vez en cuando iba al patio, apoyada de su mula, y le
echaba maíz a las gallinas. José Ángel la ayudaba durante el día, pero en la noche
llegaba muy tarde y borracho, así que se tenía que dejar ayudar de su marido.

Cierta tarde, Domingo regresó de la parcela. Traía una Mapaná raboseco, macho;
estaba muerta y traía la boca abierta con la última intención de morder. La exhibió
en el patio de la casa. Le dijo a los curiosos que llegaron, en especial a los niños, que
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ese animal era el verdadero enemigo del hombre y que en el monte se necesitaba
aprender de todo para defenderse. La guindó en el palo de guayaba y pensó extraerle
la sangre para tomarla y alcanzar la inmortalidad. Luego, se fue a su taburete, se
quitó las botas y las dejó tiradas. Desde la muerte del compadre Evaristo no hablaba
mucho con Perpetua, sólo pasaban la noche uno frente al otro, espantándose los
mosquitos hasta que era más tarde y él le ayudaba a levantarse e ir a la habitación.

A la mañana siguiente, Domingo se había levantado temprano. Enderezó las botas,


metió el pie limpio y en seguida sintió una punzada que le abrió la piel y le calcinó
por dentro. Dio un grito, pensó que era una pulla de limón o algo así, pero vio
emerger desde adentro a la hembra mapaná que salió rápido y pasó muy cerca del
palo de guayaba. A Domingo no le dio tiempo de alcanzarla ni de buscar el machete.
Se retorcía del dolor. Pensó en sus palabras respecto a que donde está el macho está
la hembra. En realidad no supo qué hacer y se quedó sentado en el taburete.

Perpetua pudo salir sola de la habitación al escuchar los gritos. José Angel apenas
comenzaba el sueño y no se percató de nada. La mujer intentó ayudarlo, pero cayó
tendida en el suelo. Domingo salió por auxilio, pero más bien iba en un estado de
ensueño. Caminó con pasos lentos, tropezándose con todo lo que tenía a su
alrededor. En seguida se desvió hacia un cuarto en el que colgaban varios cáñamos y
en cada uno de ellos el compadre Evaristo se colgaba y se volvía a descolgar.
Domingo sintió el nudo en la garganta y no tuvo otra opción que colgarse en un
cáñamo y dejarse estrangular por el veneno.

Perpetua recordó todo. Pensó que no le quedaría otra suerte que morir picada por
una culebra, más ahora que tenía esa postura de loro. Recordó a José Ángel, quien le
decía que las culebras no pican, sino que muerden. Metió la luz del foco por todo el
terraplén, pero no veía nada, iluminó hacia el techo y la culebra permanecía allí,
inmóvil, confundida con la madera. Era su única compañía; sólo marcaba con la
lengua los segundos de una noche eterna. Perpetua metió la luz hacía los rincones
más alejados de la casa para encontrar al fin la mapaná macho y arrojarse a ella y
acabar con toda la espera, pero nada apareció.
170

Recordó que José Ángel le comentó que todas las noches de regreso a la casa una
paloma blanca se le aparecía en el camino y él se quitaba la camisa para intentar
atraparla, pero cada vez que estaba cerca, la paloma se le alejaba y así él se desviaba
y terminaba perdido hasta que amanecía y por fin podía encontrar de nuevo el
camino.
171

Una tarde menos


Daniel F. Beltrán

Un peche mientras esperamos, mi parcero y yo, sentados en la acera. La tarde gris,


la Jiménez, los transmilenios, las palomas, la gente.

¡Carajo! Paula se quedó el brico. ¿Ahora cómo prendo el peche? Beethoven tampoco
tiene fuego. Miro alrededor. ¿Pararse? No, no, no, imposible, más fácil que Duque
renuncie. En fin. Pasa un metacho que se ve buena onda.

Hey, ¿tienes fuego? Claro loco, severo pelo. Severa chaqueta. La armonía del rock
and roll y los cigarros.

Ambos fumamos con agrado, la tarde continúa gris, pero ya tuvimos algo de luz.

Faltan 6 horas para el toque. Necesito perderme en un pogo, con un golpe olvidar
que existo, con una patada que me llamo Fernando, con un puño caer inconsciente y
que me saquen todos en hombros siendo la estrella de rock que alguna vez soñé ser.
Pero qué va. Beethoven ya había hablado de lo absurdos que lucen todos caminando
como si nada, las caras de imbéciles de los otros, mierda, mejor me concentro en el
humo, me pierdo entre los aros de humo que hace mi pez.

¡Están muertos! Vocifera una señora. ¡Están muertos!

Ambos la miramos y no decimos nada. Probablemente tenga razón, , algo que hace
bom, bum, bum, bum en nuestros pechos la contradice. La muerte no ha querido
llevarnos. Seguimos acá esperando a que algo pase, a que sean las 8.

¿Dónde estará Paula con el chorro? ¿Por qué se demora tanto? El old John
compondría la tarde.
172

—¿Qué querría esa cucha?


—Nos descubrió.

Antes de que se me apague el pucho enciendo otro. Debo parecer Pierrot, el loco,
fumando.

Pasa una patrulla. Disminuye la velocidad. Uno de los tombos tiene gafas. Nunca
había visto uno con gafas.

—Fumando bareta, ¿no pirobos?


—Ya quisiéramos.
—Párense, una requisa.

Lo último que quería era pararme, y… Nos abren las mochilas y sacan todo; el de
gafas abre mi cuaderno, buscando algo que no está ahí.

—Son poemas, señor agente. ¿Quiere que le lea uno?


—Nos salió poeta el hijueputa.
—Ve, Rodríguez, ¿y si le llevo un poema del chino a la María?
—Bueno pues, chinos, si se quieren ir y no dormir en la UPJ por andar afectando la
convivencia, denle un poemita de mierda a este pa’la moza.
—¿Cómo así? Sí no estamos haciendo nada, además, yo vendo mis poemas, señor
agente .
—¿Ah, sí? Pues pa la UPJ malpariditos.

Beethoven, siempre tan cobarde, me persuade para darle el poema. Arranco la hoja
del cuaderno y le doy uno que dice:

Busco en vano palabras,


palabras suficientes para hablar de ti.
En el camino
concluyo que eres el poema que llena mis días.
173

Universos paralelos
Jair Garibello

El público cierra los ojos con fuerza y logra ver lo que hay detrás de sus propios
párpados. Quizás encuentren constelaciones de humo que se esconden detrás de la
gran cortina, pequeñas flores blancas que van renaciendo desde un fondo oscuro y
denso, algo como la misma idea de la muerte serpenteando entre un frío que va y
viene y nos reconoce, nos quiere a su lado, nos reclama como si fuéramos nosotros
mismos.

Siempre nos observamos desde un público externo, compramos la boleta en la


taquilla y nos sentamos a veces en primera fila sólo para ver la función de algo que
nos dicen que debe ser importante, un trayecto en el bus con ventanas empañadas y
tristeza, una entrevista de trabajo con los zapatos sucios, después una cita con Rosil
en algún café con croissant para derramar el contenido de la tacita por estar
manoteando emocionado mientras explicas lo de los universos paralelos, mil
disculpas, lo siento mucho. ¿Nos volveremos a ver? Quizás en otro universo
paralelo y chau Rosil. El público revienta de la risa o quizás sólo son risas
pregrabadas. Vernos actuar y cambiar de máscara. Siempre la siguiente, la otra, la
que sigue. Abucheamos o aplaudimos según los comentarios vecinos porque ellos
deben saber más de teatro y de puestas en escena, pero jamás nos atrevemos a cruzar
el telón y hablar con los artistas invitados porque creemos que son humo, que son
espejismos que reflejan los espejos, perdón por el exceso de figuras, Rosil, prometo
ser más concreto.

Cuando Milá despertó esa mañana sintió la ausencia de Rosil y no pudo más que
esconderse detrás de un café sin azúcar y el primer cigarrillo de la mañana, la ducha
fría desterrándolo de sí mismo, para caer de culo sobre una realidad opaca y sin
gracia. Luego vestirse y salir de prisa porque se le hizo tarde. Milá no tiene reloj de
pulsera porque algo habrá aprendido de tanto leer a Cortázar. Como un milagro
174

consiguió un puesto libre en el bus y se sentó al lado de una ventana empañada, frotó
con su dedo índice el vidrio y dibujó una carita feliz y tres pelos en lo que debería ser
la cabeza. Luego cerró los ojos con fuerza para encontrarse de nuevo con la neblina
blanca sobre el fondo oscuro, un par de líneas como el humo del cigarro, figuritas
indescriptibles. Los actores iniciaron su función rápidamente porque se había
llenado el aforo, todas sus ideas proyectadas como actores sobre aquel escenario de
párpados cerrados y entonces abrir los ojos para bajarse del bus, salir
instantáneamente de su propia obra de teatro. La llovizna azotaba el pavimento
ensuciándole los zapatos recién lustrados. Milá recordó la sombrilla olvidada en
algún bar hace dos semanas. Encontró la dirección y era una casa de paredes blancas
sin rejas ni antejardín, adecuada para ese tipo de trámites oficinistas. No había nadie
cuidando la entrada que precedía un pasillo largo y angosto; a mitad del trayecto
pusieron una lamparita artesanal que brindaba la iluminación necesaria, no siempre
la luz la encontramos al final del túnel, pensó Milá, pero ya estaba bien de crearse
reflexiones pseudo intelectuales. Al final del pasillo una salita de espera. Las sillas
estaban ocupadas por dos mujeres mejor arregladas que él y un hombre con una
corbata de Mickey Mouse.

La puerta ubicada al fondo de la sala se abrió para dejar salir a un joven pelirrojo,
con granos en su frente y una sonrisa gigante que no le cabía en el rostro, los dientes
amarillos, los ojos oblicuos. Vestía un cuello tortuga de lana negro, pantalón de dril
blanco sin manchas de mostaza ni arrugas perceptibles, los zapatos de charol tan
bien lustrados que daba gusto verlos. Milá miró sus propios zapatos y pensó en ir al
baño y tratar de limpiar aquel desastre de alguna manera, pero para ese momento
una voz de oficinista indiferente lo llamaba. Nada que hacer, al ruedo y que sea lo
que dios quiera, pensó Milá, tomándole un poco el pelo a su intransigente ateísmo.

La entrevista no duró más de cinco minutos, le explicaron que era una bolsa de
empleo, que en caso de que no sea aceptado enviarían su hoja de vida a otras ofertas
a las que creyeran que estaría más capacitado, le preguntaron cuánto llevaba de
experiencia, cuáles habían sido las razones por las cuales ya no trabajaba en el sitio
anterior. Milá pensó muy bien antes de responder a cada pregunta, mantuvo quietas
175

sus rodillas para no demostrar ansiedad, puso una mano encima de su pierna y la
otra cubriendo la primera, cruzó los pies uno contra el otro e intentó juntar las
rodillas para ocultar un poco los zapatos sucios, bueno, por favor, esté pendiente de
nuestra llamada en el transcurso de la semana.

¿Habrá sido por los zapatos? Seguro fueron los zapatos; el chico pelirrojo salió con
una sonrisa de los mil demonios porque tenía los zapatos de charol bien lustrados.
El chico pelirrojo de granos en la frente no habría olvidado su sombrilla en algún bar,
el chico pelirrojo seguramente tenía carro y por eso su pantalón blanco estaba tan
inmaculado, no se puede tener prendas blancas tan limpias sin tener carro en esta
época de lluvias. Milá se levantó de la silla y extendió la mano, solo en el momento
de estrecharla con la mano del entrevistador se dio cuenta de su sudoración excesiva,
la soltó inmediatamente en un acto reflejo y se limpió en la solapa de la chaqueta,
luego, rubor en su rostro cuando comprendió la impertinencia, dar la vuelta y
tropezarse con la silla en la que estaba sentado, abrir la jodida puerta, seguro si
hubiera tenido los zapatos limpios no habría pasado nada de esto ¿Podrían tener
en cuenta los primeros dos minutos de buen comportamiento? Quizás en otros
universos paralelos.

Después, salir a la calle y encender un cigarro. El encendedor no hacía chispa, el


cigarro se mojaba poco a poco, ahora era una trompa de elefante escurrida por los
goterones. No había sombrilla, ni zapatos limpios ni Rosil que le entibiara la
humedad o que le diera un nuevo significado quizás menos triste. Esa capacidad que
tenía ella de darle la vuelta al forro de las cosas, como esos juegos de colores a lo art
pop donde todo se trastocaba, aunque elementalmente no suceda nada. Por fin el
encendedor hizo chispa y también llama, pero la trompa de elefante se negaba a
encender, aunque generaba mucho humo. Se sentía ridículo caminando por la acera
con una trompa de elefante nicotina mientras intentaba prenderle fuego, esquivando
paraguas y sombrillas y gente protegida con bolsas de basura modificadas para
cubrirse del aguacero torrencial. Todos corriendo, estrellándose contra los hombros
de Milá, pisando a veces los zapatos sucios de Milá, interrumpiendo siempre el paso
de Milá y la maldita trompa de elefante que no encendía. Pensó que el pelirrojo
176

seguramente ya tenía el puesto ganado por tener carro y zapatos limpios. A estas
alturas ya se estaría fumando su cigarro sentado en el asiento de su Chevrolet porque
tampoco podría ser un Nissan o un Audi, si fuera un Nissan o un Audi no estaría
pidiendo trabajo, pero seguro sí era un Chevrolet y en el copiloto estaría sentada
Rosil, porque el pelirrojo con granos en la frente no hablaría de los universos
paralelos ni derramaría el contenido de las tazas de café por emocionarse demasiado,
simplemente la miraría de vez en cuando, intercalando frases a medio elaborar con
el inhalar y exhalar del humo, y ella, pobrecita, derretida en medio del frío de la
lluvia, derretida de ganas, fantaseando con ser entibiada en brazos de aquel pelirrojo
que la miraba de a raticos y exhalaba el humo dirigiéndolo a la ventana del Chevrolet
que ahora ya sabemos que era de color rojo, porque así debe ser, porque ese joven
no podría escoger otro color. Así son las cosas, ese tipo de personajes siempre tienen
un Chevrolet rojo. Desde niño debió creer que le daría reconocimiento, que dejaría
de ser el chico con granos y cabeza de zanahoria, que si trabajaba duro y estudiaba
con ganas llegaría a ser alguien en la vida y todos esos discursos de los adultos llenos
de respuestas fáciles a problemas complejos, ya nunca más se burlarían de sus
granos y del color de su pelo, ya nunca más le mencionarían el viejo comercial de
salsa de tomate. Así que la ventana del Chevrolet rojo estaría un poco abierta para
dejar escapar el humo del cigarro, pero no lo suficiente para mojar el pantalón de
dril blanco ni el cuello tortuga negro, mientras Rosil miraba al pelirrojo, que se
dejaba mirar por ella, sus ojos oblicuos, sus dientes amarillos de tanta nicotina,
aunque de seguro fumaba mucho menos que Milá después de hacer el amor.

Porque a Milá le gustaban ese tipo de clichés cinematográficos. Para él era como
darle una poética, así decía, una poética al ambiente, a la escena misma de Rosil y
Milá desnudos tendidos sobre una cama destendida. Encendía el cigarro y empezaba
a charlar de la poética y los universos paralelos y una vez le cayó ceniza en el pelo a
Rosil, que salió mandando al traste todos los teoremas. Se vistió con una velocidad
que al principio emocionó a Milá por inverosímil. Rosil estrelló la puerta con fuerza
al salir porque no era sólo la ceniza, era todo aquello que se escondía detrás de la
ceniza: las llegadas tarde, la torpeza al momento del amor o las encrucijadas, la
imposibilidad de Milá de desprenderse de sus elucubraciones, o la imposibilidad de
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Rosil de aceptar otros universos, otros en que no haya estado con Milá, cualquiera
en que no fuera Rosil. Cada vez que se miraban a los ojos ella sentía que pudo haber
sido así, que Milá perfectamente pudo haber querido a otra mujer, siempre fue
posible que quisiera a otra mujer y ahí comenzaba la estampida de dudas, la eterna
pregunta del por qué ella, y si igual hubiera sido ella por qué tuvo que ser de esa
manera, era completamente factible una beca estudiantil, un trabajo de diez horas,
pero siempre fue exacta la compatibilidad de horarios para pasar juntos la tarde,
para emborracharse a medio día en alguna tienda barata, para hacer el amor en el
lugar menos esperado, en el baño de un centro comercial, en un hostal familiar,
tratando de no hacer mucho ruido. Rosil jamás aceptó la posibilidad de otras
posibilidades, la incapacidad de entenderlo como mecanismo de defensa ante las
insinuaciones de Milá. Entonces chao, la ceniza en el pelo sólo fue una excusa para
huir de lo que podría ser y no fue. Ahora, estrellando la puerta al salir, dejar que sea
por fin otro universo paralelo, uno en el que no estarían juntos. Adiós Milá, mi
pedacito de torpeza, mi enhebrador de realidades, mi pequeña lotería con balotas
de infinitos números revoloteando en el vacío, esperando a que sólo uno de ellos
cayera en mi mano siempre extendida, esperando el número correcto, y tú sabes
que nunca me la he llevado bien con la estadística. Cerré la puerta con fuerza y con
rabia para que escucharas que me estaba yendo, que de veras me estaba largando
para siempre y sin embargo era dejar entreabierta la posibilidad de que tú la
abrieras, esperando que salieras corriendo detrás de mí y me dijeras, no sé, que yo
era tu único universo, que no existían más bifurcaciones de la realidad que tu boca
y la mía en un parque lleno de palomas y de niños, que yo era todas las cartas de
la baraja, todas las piezas y los movimientos del tablero de ajedrez. Bajé las
escaleras haciendo mucho ruido, taconeando fuerte y deteniéndome cada siete
pasos por si acaso te decidieras a venir por mí. Cuando llegué a la salida del edificio
todo quedó dicho, no había nadie tomándome del brazo, no había nadie diciéndome
nada. Entonces cerré los ojos con fuerza, con la misma fuerza con la que cerré tu
puerta. Los actores salieron de inmediato al escenario, las imágenes que aparecen
cuando cerramos los ojos: un tornado lento y viejo lleno de mugres grises que
giraba sobre sí mismo y no iba a ninguna parte, pequeños puntos lumínicos que
vibraban con un ritmo indeterminado, una medusa azulada que danzaba
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espasmódicamente sobre el fondo negro. Después un paisaje oculto entre


intuiciones, algo que no se dejaba ver del todo. Quizás vi una cabaña o una patineta
al lado de una calle vacía como la escenografía de ese túnel abstracto que somos
nosotros mismos. Pero siempre tú, Milá, siempre tú moviendo los hilos detrás de
cada visión de parpados cerrados, porque nunca se me hubiera ocurrido que allí
existiera algo que tuviera valor hasta que me lo confesaste en una cafetería,
derramando el contenido de la taza de café sobre la mesa, haciendo alarde de esa
capacidad tuya de estropearlo todo, fingí enojarme porque eso es lo que hay que
hacer en esos casos, porque jamás podría sumarme tan abiertamente a la
complicidad de tus locuras, pero a partir de esa tarde empecé a cerrar los ojos con
fuerza y a buscarle figuras a todo aquello que aparecía sobre el telón negro con una
sonrisa y un te quiero. Al fin abrí los ojos despidiéndome de todo aquello que me
unía a ti, era la única forma de darle una especie de dignidad al adiós definitivo.
Abrí los ojos y nunca más volví a cerrarlos con fuerza ni a distinguir figuras en
ninguna parte, me esforcé a partir de ese momento en aceptar la realidad tal como
viene sin pensar de nuevo en los estúpidos universos paralelos. Y desde ese modo el
teatro fue quedando cada vez más vacío, hasta que un día uno se va olvidando de
las funciones a media tarde, o en el trayecto de un bus o antes de dormir, nos vamos
despidiendo de todo aquello que no es, para aceptar sólo lo que viene, una sola
dimensión, plana, frontal, un tanto aburrida, pero más tranquila. Y es así como
finalmente Milá perdió a Rosil, no la perdió del todo dejándola irse aquella tarde, la
perdió completamente en el momento en que Rosil dejó de verse a sí misma detrás
de sus propios párpados.

Ahora los dos se cruzan sin reconocerse, él con los zapatos sucios y una trompa de
elefante nicotina entre sus labios que se niega a encender, fantaseando con Rosil
desvistiéndose en el cuarto de un motel ante un pelirrojo que la mira sin mirarla; ella
pensando en el cheque a fin de mes, en el horario de oficina, imaginando a Milá con
múltiples mujeres de diversos universos paralelos. Ninguno se percató de la
presencia del otro y así termina esta obra de teatro cursi y rebuscada. El público
apenas aplaude sin mucha emoción, pero procurará, a partir de este momento, llevar
siempre los zapatos limpios.
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