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Conclusiones

De la invención del desempleo a su deconstrucción *

Jérôme Gautié
Ecole Normale Supérieure y Centre d’Etudes de l’Emploi (CEE), Francia

Introducción
Al término de esta publicación conviene volver a una categoría que constituye su núcleo: el desempleo. Este último
constituyó la variable “objetivo” de la intervención pública más importante desde la segunda guerra mundial en los países de
la OCDE. La posguerra, en efecto, vio surgir el reino de las “políticas de pleno empleo”. Estas últimas supuestamente
resolvían la “cuestión social”, de la que el desempleo es la formulación contemporánea, después de la pobreza (hasta fines del
siglo XVIII) y el pauperismo (en el siglo XIX). La categoría de desempleo es en efecto una construcción histórica (lo que
demasiado a menudo olvidan los economistas, que tienden a considerar las categorías y las leyes económicas como generales
en el espacio y el tiempo), que se desprende de un proceso que tuvo como momentos principales el fin del siglo XIX -
comienzos del siglo XX y los años treinta. Ahora bien, hoy esta categoría está en crisis: parece que se asiste a un proceso de
“deconstrucción” de la categoría de desempleo, según un proceso inverso, en algunos aspectos, al que desembocó en su
invención. Este cuestionamiento del “desempleo” como categoría de representación y de acción -en otras palabras, como
categoría “operatoria”- conlleva a cambio una desestabilización de los modos de intervención pública, especialmente en
Europa.
Después de haber trazado las etapas de la génesis de la categoría de desempleo, especialmente en la línea de los trabajos
teóricos recientes de sociólogos y economistas franceses (Salais y alli. (1986), Topalov [1994], Desrosières [1993], Castel
[1995]), trataremos de mostrar algunos síntomas de su cuestionamiento, tanto en Europa como en Estados Unidos..

Prehistoria del desempleo


El desempleo es un aspecto de la cuestión social tal como se formulara en una época determinada en los países
industrializados occidentales. La expresión “cuestión social” (que, de manera sintomática, volvió a ponerse de moda en
publicaciones recientes - cf. Castel [1995], Rosanvallon [1995]), apareció a fines del siglo XIX para designar los
disfuncionamientos sociales vinculados a la sociedad industrial. Se puede ampliar su uso en el espacio y el tiempo para
designar de manera amplia el problema de la puesta en peligro de la cohesión social de una sociedad dada: así, según la
fórmula de Castel, “la cuestión social es una aporía fundamental en la que una sociedad experimenta el enigma de su
cohesión y trata de conjurar el riesgo de su fractura”.
Para comprender la génesis de la categoría de desempleo, conviene volver a las formulaciones de la cuestión social que la
precedieron, y que por otra parte, parecen cercanas en algunos aspectos a las formulaciones actuales, como se verá en la
segunda parte. ¿Hasta dónde hay que remontar en esta prehistoria del desempleo? La miseria y la pobreza existieron en
prácticamente todas las sociedades (si se excluyen las sociedades llamadas primitivas). Sin embargo, la cuestión social no se
reduce a la existencia de la pobreza: surge cuando los problemas sociales son representados como tales, porque son causados
por el sistema social y/o porque ponen en peligro este sistema. Las formulaciones de la cuestión social remiten de manera
indisociable a representaciones y modalidades de acción de la sociedad sobre ella misma. Así, de manera muy esquemática,
se puede distinguir en las sociedades occidentales europeas la sucesión de dos problematizaciones de la cuestión social que
preceden a la invención del desempleo. La primera, que se extiende groseramente del siglo XIV a fines del siglo XVIII, es la
de la pobreza en las sociedades preindustriales. La segunda, que domina el siglo XIX, es la del pauperismo ligado a la
industrialización. Para tratar de responder al desafío que este último le plantea al orden social “se inventa el desempleo” al
comenzar el siglo.

El lugar del pobre en la sociedad preindustrial


La cuestión social remite, a partir de fines de la Edad Media, al lugar del pobre en la sociedad, tanto en términos de
posicionamiento en el sistema social como de localización geográfica. El orden social se organiza en ese momento en torno al
castillo y la parroquia, y tiene con eso una inscripción espacial muy fuerte. La integración social se hace según una dimensión
vertical -la sociedad de las órdenes, cada una de ellas jerarquizada a su vez- y horizontal -la comunidad local de los feligreses.
La figura central del pobre en la sociedad feudal es el vagabundo, el “desafiliado” (según la expresión de Castel) por
excelencia, ya que no se inscribe dentro del tercer estado en ningún oficio (en el sentido de las corporaciones), y que no tiene
ninguna atadura geográfica estable. El vagabundeo siempre existió de manera residual, pero después de los importantes
desórdenes provocados por la gran Peste Negra de comienzos del siglo XIV, tomará una amplitud inigualada hasta ese
momento, y empezó a ser percibido como una amenaza para el orden social tradicional. Es entonces que puede empezar a
hablarse de emergencia de una cuestión social en el sentido definido aquí.
Esta última va a encontrar una formulación en las políticas preconizadas para los pobres. Sería caricaturesco afirmar que
ningún cambio en estas últimas tuvo lugar entre comienzos del siglo XIV y fines del siglo XVIII. Sin embargo, se puede
subrayar, a costa de una gran simplificación, que estas políticas constituyeron variaciones sucesivas en torno a tres temas
recurrentes: la actitud respecto de los pobres se inscribe en este período en una dialéctica entre asistencia y represión, sobre
un fondo productivista, netamente marcado a partir del siglo XVII, con la esperanza siempre frustrada de volver rentables a
los pobres.
La asistencia remite a la caridad cristiana, que cumple una triple función en la sociedad tradicional. Como señala Sassier
(1990), la limosna permite ganar la salvación personal, pero también se la concibe como un fundamento del vínculo social, y
finalmente, es la justificación del rico, que según Calvino, cuando se comporta bien es un verdadero “oficial de Dios”. La
dimensión local de la caridad es un aspecto primordial: el prójimo es antes que nada el que está cerca geográficamente, y la
limosna juega como “servicio social local” (Castel, op.cit.). Al mismo tiempo, la caridad está animada por la preocupación
por darle al “buen pobre”; de ahí una actividad clasificatoria que está en el fundamento de la representación y del tratamiento
de la pobreza, y que como veremos, también juega un papel importante en la invención del desempleo. La figura del pobre
merecedor remite al inválido, al niño y al viejo, que son incapaces de trabajar, mientras que el pobre válido, y por lo tanto el
vagabundo en primer lugar, constituye de manera opuesta la figura despreciada, a la que corresponde ya no la asistencia sino
la represión.
Esta constituye entonces el complemento de la asistencia en cuanto se estigmatiza a los “malos pobres” en una sociedad
en la que domina el imperativo del trabajo. Esta pareja asistencia/represión, que está en el fundamento de todas las políticas
sociales hasta nuestros días, es particularmente inestable: en algunos períodos gana la asistencia, después viene la sospecha
sobre la ineficacia de una política que sólo mantiene o alienta el fenómeno contra el que se supone debe luchar, finalmente se
produce el cambio hacia una actitud más represiva -la evolución de la política respecto de los pobres en Estados Unidos
después de la posguerra es una buena ilustración de estos fenómenos de sube y baja que se remontan a la sociedad tradicional,
en la que la actitud frente al pobre siempre navegó entre “la horca y la piedad”, según la bella metáfora de Geremck (1987).
Con la llegada de la edad clásica, el polo represivo parece ganar, y se asiste a un cambio de la visión de pobreza, pasando de
una “experiencia religiosa que la santifica a una concepción moral que la condena” (Foucault). De hecho, en Inglaterra, el
aspecto represivo aparece muy tempranamente, con un primer edicto real en 1349 para limitar el vagabundeo, luego las “poor
laws”, a partir de 1601 que obligan a las parroquias a asistir a los indigentes pero al mismo tiempo las incita a poner a
trabajar a los válidos, lo que llevará al desarrollo progresivo de las “workhouses”. En Francia, la segunda mitad del sigo XVII
marca el comienzo del “gran encierro”, según la expresión de Foucault, cuando se observa la relegación de todos los
marginales en hospitales de caridad, donde muchos deben realizar trabajos forzados.
Esta insistencia en el trabajo remite a un tercer aspecto de la política respecto de los pobres, indisociable de los dos
primeros, la preocupación productivista, que insiste en la necesidad de “utilizar a los inútiles” (Sassier, op. cit.). Así, como
señala Foucault, los hospitales de caridad son verdaderas “manufacturas-prisión”, a imagen de las “workhouses” inglesas,
cuya emergencia debe vincularse, en su opinión, con la aparición del orden mercantil; la disciplina del cuerpo tiene como
objetivo la integración en el orden capitalista mercantil. También es interesante notar que esta ideología productivista
aplicada a los pobres está muy presente en los economistas de la época, especialmente los mercantilistas, como por ejemplo
Montchrétien en Francia. Sin embargo, esta concepción tiene una dimensión moral muy marcada. Habrá que esperar la
aparición de la economía clásica con A.Smith para que lo económico se emancipe.

El giro liberal
A fines del siglo XVIII, comienzos del XIX se asiste a un cambio radical en la concepción de la pobreza, cuyos signos
anunciadores pueden verse desde fines del siglo XVII, pero que se precipitará en esa época debido a dos acontecimientos
fundamentales: la Revolución francesa en el ámbito político, y la Revolución industrial en el ámbito económico. Este período
es el del “giro liberal” en los dos ámbitos, que ve el desmantelamiento, rápido como en Francia, o más progresivo en
Inglaterra, de las regulaciones tradicionales. Esto desembocará en la creación de un verdadero mercado del trabajo, que se
afirmará en la obra de los economistas del período.
La actitud de la Revolución francesa respecto de los pobres se afirmará en los trabajos del Comité para la extinción de la
mendicidad de la Asamblea Constituyente, que enunciará una nueva formulación de la cuestión social, en relación con los
derechos del hombre. En efecto, según los miembros del comité, “ahí donde existe una clase de hombre sin subsistencia, ahí
existe una violación de los derechos de la humanidad, ahí el equilibrio social está roto” (citado por Castel, op. cit.); se trata
de hacer valer “el derecho del hombre pobre sobre la sociedad” al mismo tiempo que el derecho de la sociedad sobre este
último. Este derecho del hombre pobre debe desembocar sobre una ayuda mediante el trabajo. Este punto marca el
inacabamiento del programa revolucionario, el derecho al trabajo no se afirma: la intervención del estado debe ser indirecta;
la idea fundamental es que el libre acceso al mercado del trabajo es lo que debe permitir resolver el problema de la falta de
trabajo. En este marco debe comprenderse la ley Le Chapelier que suprime las corporaciones. Pero como la libertad de trabajo
es supuestamente la condición necesaria y suficiente de la resolución del problema de la pobreza involuntaria, la mendicidad
“voluntaria” se convierte en un delito social, y volvemos a encontrar aquí el aspecto represivo.
Del otro lado del canal de la Mancha, el comienzo del siglo XIX está marcado por el cuestionamiento de las leyes sobre
los pobres, según un proceso que se extenderá unos cuarenta años, y en el que los economistas desempeñarán un papel
fundamental. 1795 había señalado un hito en la historia de las leyes sobre pobres, con la ley de Speenhamland que instauraba
un sistema de ingreso mínimo basado en una ayuda en función de la estructura de la familia y el precio del trigo,
complementario de los eventuales ingresos de trabajo. Aunque la ley fue muy popular en sus comienzos, sus efectos perversos
aparecieron poco a poco, tanto que según Polanyi (1944), el resultado de Speenhamland, que se proponía impedir la
proletarización del pueblo, “fue simplemente la pauperización de las masas, que a lo largo del camino perdieron casi toda
forma humana”. Estos efectos negativos no dejaron de ser denunciados por los economistas de la época.
De hecho, el fin del siglo XVIII y el comienzo del siglo XIX marcan un período de transición en la historia del
pensamiento económico, con la emergencia del pensamiento económico clásico que funda el paradigma de referencia de la
ciencia económica hoy dominante. Este pensamiento se basa en una nueva concepción de la riqueza, a su vez basada en una
nueva concepción del trabajo: se pasa entonces de una concepción predominantemente moral a una más propiamente
económica. Como lo señala Anna Arendt en su obra La condición del hombre moderno, Adam Smith marca así el segundo
momento de la rehabilitación del trabajo en la historia del Occidente moderno. Después de Locke, que lo convierte en el
fundamento de la propiedad, el autor de Investigaciones sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones
abandona la concepción aún muy fuerte del trabajo como signo de la maldición bíblica y consecuencia de la exclusión de la
esfera de la riqueza (en el orden tradicional, los “ricos” no trabajan), para convertirlo por el contrario en el fundamento de la
riqueza con la teoría del valor trabajo. Para que pueda desplegarse plenamente, el trabajo debe estar sometido a las leyes del
mercado. Ahora bien, como lo subrayan cuarenta años después de Smith Malthus y Ricardo, las dos figuras de proa de la
economía clásica de comienzos del siglo XIX, la ley de Speenhamland obstaculiza el libre funcionamiento del mercado de
trabajo y contribuye así a mantener e inclusive agravar la pobreza que supuestamente debe combatir. Como consecuencia de
esos ataques, la ley fue abolida en 1834.
Después del giro liberal se producirá un deslizamiento progresivo hacia otra problemática. En efecto, el desarrollo de la
industrialización decepcionará las esperanzas optimistas sobre la resolución del problema de la pobreza. En efecto, la miseria
lejos de disminuir parece aumentar. A la pobreza clásica, “residuo” compuesto con los desafiliados del orden tradicional,
sucederán una miseria masiva, rápidamente percibida como la consecuencia directa del funcionamiento del nuevo sistema
económico: la fábrica produce dos artículos, según una provocación inglesa, algodón y pobres. Pero lo que es importante es
que al lado del miserable desprovisto de trabajo aparece el trabajador miserable, cuyo ingreso demasiado bajo no le permite
llevar una existencia decente. EL “pauperismo” está doblemente en el corazón de la nueva cuestión social, ya que se
desprende del nuevo orden económico y social, y a cambio, amenaza este orden. Evidentemente, Marx es el que subraya con
mayor fuerza esta contradicción, diagnosticando el aumento del “ejército industrial de reserva” y la pauperización de las
clases trabajadoras.
El siglo XIX (que ve el nacimiento de la economía política y de la sociología modernas) es el período en el que las esferas
económica, social y política se diferencian, debido especialmente a dos revoluciones (industrial y política) mencionadas
anteriormente. Esta diferenciación está marcada de hecho por conflictos; de manera muy simplificada, durante este período la
economía juega contra la sociedad -el desarrollo industrial provoca el de la miseria que amenaza el orden social-, y la política
tendrá por objetivo resolver esta contradicción fundamental, sea por medio de la revolución social (lo que remite a las
diferentes formas de socialismo), sea de manera más pragmática: la “Cuestión Social” (la expresión aparece en esta época)
que está en el corazón de las preocupaciones tanto de los reformadores como de los conservadores.
Esta tensión entre la vía revolucionaria y la vía más pragmática está claramente ilustrada por la revolución de 1848 en
Francia. Esta desemboca en efecto en importantes debates sobre el “derecho al trabajo” (decente), solución de la cuestión
social para los representantes radicales de la nueva asamblea (Donzelot [1984], Rosanvallon [1995]). Para estos últimos, en
efecto, el derecho al trabajo se desprende directamente de los derechos del hombre y marca la conclusión del programa de la
Revolución francesa. Para los liberales-conservadores por el contrario, cuyas grandes figuras en la Asamblea son Thiers y
Tocqueville, el derecho al trabajo no puede tener ningún estatus jurídico. En efecto, remite a un derecho social, un derecho
“deuda” sobre la sociedad, que distingue a los individuos según sus características socioeconómicas, cuando el único derecho
existente es el derecho civil, un “derecho autorización” que se aplica a todos sin distinción. Más allá de esto, como lo ve
claramente Tocqueville, detrás del derecho al trabajo se perfila la sombra del socialismo, lo también subrayará Marx con
fuerza en La lucha de clases en Francia. Estos debates terminarán de hecho con la victoria de los liberales-conservadores,
sancionada por la llegada del Segundo Imperio. Hasta fines del siglo dominará “una política social sin Estado” (Castel, op.
cit.), marcada por la asistencia personalizada a los indigentes y el patronato para la clase obrera, de la que uno de los grandes
promotores franceses es Le Play. Habrá que esperar hasta el cambio de siglo para que aparezcan nuevos paradigmas de
representación y acción.
La invención del desempleo y la edad de oro de la economía
La invención del desempleo marcará esta aparición. Con el cambio de siglo se elabora progresivamente una nueva
categoría de representación, pero habrá que esperar los años treinta para que se vuelva plenamente operatoria en el marco de
un nuevo paradigma de la ciencia económica. Como lo señalan con fuerza varios autores, la aparición del desempleo
corresponde a una invención y no a una simple toma de conciencia de una nueva realidad. En efecto, el desempleo es mucho
más que la nueva apelación de una realidad muy antigua, la falta de trabajo, que habría adquirido dimensiones
particularmente importantes con la industrialización. Remite más bien a una categoría de acción, elaborada por los
reformadores sociales, y de esa manera se coloca de entrada en la perspectiva de la intervención pública.

Las transformaciones de la relación salarial y la racionalización del


mercado de trabajo
Evidentemente es posible vincular la emergencia de la categoría de desempleo con la evolución del contexto económico y
social de la época. En efecto, el fin del siglo XIX está marcado por una transformación muy progresiva de la “relación
salarial”. Tanto en Inglaterra como en Francia, aunque con modalidades diferentes (urbanas en el primer país, rurales en el
segundo) esta está muy poco estabilizada. Las empresas enfrentan sobre todo una rotación bastante importante, que las coloca
bajo amenaza de una escasez de mano de obra en ciertos períodos, especialmente en Francia, donde la pluriactividad (muchos
obreros son también agricultores) está todavía muy extendida (Noriel [1984]). Simétricamente, esta débil vinculación con la
empresa se traduce para los obreros en una muy fuerte precariedad que los deja a merced de cualquier pequeña desaceleración
económica coyuntural. La relativa estabilización del sector de trabajadores asalariados se hará primero mediante una
construcción jurídica, que refleja en parte una nueva realidad, la de las grandes empresas. A la concepción de derecho civil,
que hace del contrato de trabajo un simple contrato de intercambio entre dos individuos (la economía clásica se hace eco
tomando al trabajo como cualquier otro bien y servicio que se intercambia en el mercado), sucederá la de derecho de trabajo,
que inscribe la relación de trabajo en el tiempo, y que lo convierte en un lazo de subordinación entre un individuo y una
entidad colectiva, la empresa. Aparece entonces el empleo como inscripción social y jurídica de la participación de los
individuos en la producción de riquezas, de la que el desempleo podrá definirse como el reverso.
La invención del desempleo en este contexto corresponde también a una voluntad de racionalizar el funcionamiento del
mercado de trabajo, en un cuidado por la convergencia de las preocupaciones sociales (el problema de la pobreza) y
productivistas (asegurar una mano de obra estable y performante para la industria). Esto se traducirá sobre todo en Inglaterra
en la implementación de oficinas de colocación, cuyo papel es antes que nada separar a los buenos trabajadores sin empleo de
los malos. Los primeros son los trabajadores válidos desprovistos temporalmente de empleo, debido a la mala coyuntura
económica. Esos deben ser ayudados. Los segundos son inempleables o perezosos, y corresponden a la asistencia o la
represión. Todavía estamos en clasificaciones de individuos, pero se reconoce que la situación de ciertos individuos remite no
a sus características propias (discapacidad o actitud), sino al funcionamiento del conjunto del sistema.

El desempleo como categoría económica y estadística


La obra de Marshall, el gran economista inglés del período, muy involucrado en los debates sociales de su época,
desempeña un papel importante desde este punto de vista (Mansfield y alii [1994]). En primer lugar, se esfuerza por mostrar
con el apoyo de estadísticas que, contrariamente a la opinión de los socialistas y de muchos reformadores, el salario per
capita creció a lo largo del siglo XIX, de manera que el empobrecimiento de las clases trabajadoras producido necesariamente
por el desarrollo del capitalismo industrial, sería una falsa idea. En cuanto a los individuos desprovistos de empleo, el
concepto de productividad marginal, noción central del paradigma de la economía neoclásica que contribuye a fundar,
permite distinguir a los empleables de los inempleables. Estos últimos son aquellos cuya productividad es demasiado débil
como para poder ser empleados con un salario común, aunque sea de subsistencia, y que por lo tanto corresponden a la
asistencia, como discapacidades que no pueden modificarse, o en su mayoría, a la política de formación destinada a aumentar
su capital humano. Los empleables pueden no tener empleo, debido a cambios coyunturales. Beveridge (1909) concluirá la
elaboración de la categoría de “desempleo” al distinguir las diferentes causas (estacional, coyuntural cíclico o estructural de
inadecuación). Se pasó entonces de una colección de individuos -los “pobres”, los “indigentes”, o los “desocupados”- a un
fenómeno macrosocial, el “desempleo”. El todo no es igual a la suma de las partes: no es casualidad si en Francia, en la
misma época, un durkheiniano, Lazant, define también el desempleo como un hecho social irreductible a los individuos que
lo componen (Topalov [1994]).
El desempleo será objeto de mediciones estadísticas, primero en el marco de los censos (el de 1896 es el primero en el que
aparecen los desocupados en Francia), después, a partir de los años treinta en Estados Unidos, por encuestas, gracias al
desarrollo de esta técnica. El trabajo estadístico permitirá dar “realidad” a este concepto, y otorgarle al mismo tiempo carácter
operatorio. El desempleo se convertirá en una categoría de referencia de los diferentes actores, y les servirá para ajustar sus
interacciones. Como señala en efecto Desrosières (1994), “la realidad aparece como el producto de una serie de
operaciones materiales de inscripciones [que son] objeto de inversiones [...]. Estas inversiones sólo tienen sentido en una
lógica de acción que englobe la lógica aparentemente cognitiva de la medición [estadística]. Si algo medido se ve como
relativo a tal lógica, es a la vez real, ya que esta acción puede apoyarse sobre eso (lo cual es un buen criterio de realidad) y
está construida en el marco de esta lógica”.

Desempleo e intervención pública


En el nivel de la intervención pública, la invención del desempleo dará lugar a la indemnización, implementada antes de
la primera guerra mundial en Inglaterra. La asimilación del desempleo con un riesgo social puede vincularse con su
concepción estadística y macrosocial. Debe restituirse en el marco de un nuevo paradigma, que nace a fines de siglo, y que en
el contexto francés surge de la alianza de una ideología muy marcada por el durkheimismo, el solidarismo, y de una técnica,
el seguro (Ewald [1986]). El solidarismo, teorizado por Léon Bourgeois, insiste en que el hombre es desde su nacimiento “un
deudor de la asociación humana”. El seguro social por su parte, permitirá dar realidad a esta solidaridad sin caer en el
socialismo, resolviendo así la ecuación política del siglo XIX. Como lo observa Ewald, “el seguro permite que todos se
beneficien con las ventajas de todo, siendo libres para existir como sujetos. Parece reconciliar estos dos términos
antagonistas, sociedad y libertad individual”.
Los años treinta permitirán culminar la construcción del desempleo como categoría operatoria, al convertirlo en objetivo
prioritario de la política económica. La obra del economista Keynes es central desde este punto de vista, ya que funda un
nuevo paradigma en el marco del cual se justifica la intervención pública, al mismo tiempo que se definen sus modalidades de
acción. La gran fuerza del keynesianismo es reconciliar lo económico y lo social, que el siglo XIX consideraba
contradictorios. Como lo resume Rosanvallon [1995], “a partir de los años treinta, la idea de derecho al trabajo se
disolvería progresivamente en la perspectiva keynesiana de las políticas públicas de estímulo a la actividad económica”.
Beveridge [1994] es el que reintegra esta dimensión económica en el programa más global del estado de bienestar, que se
convierte en el marco de referencia de todos los países occidentales industrializados después de la segunda guerra mundial.
Los “treinta años gloriosos”, hasta comienzos de los setenta, marcan así el reino de las políticas de pleno empleo, al mismo
tiempo que la edad de oro de la ciencia económica, que cree haber encontrado las recetas para obtener un crecimiento estable
e infinito.

Deconstrucción de la categoría de desempleo y quebranto de la ciencia económica


como ciencia de la intervención pública
Varios indicios permiten pensar que actualmente atravesamos un proceso inverso al que acabamos de describir en muchos
aspectos, y el resurgimiento de problemáticas que recuerdan las de la edad de la pobreza y el pauperismo. Esta deconstrucción
del desempleo puede detectarse en los contextos norteamericano y europeo. Contribuye a cuestionar la posición dominante de
la economía entre las ciencias sociales, y especialmente en tanto marco de referencia para la acción pública.

Algunas esperanzas de la experiencia norteamericana


La clara diferencia entre el nivel de desempleo en Europa y Estados Unidos podría hacer pensar que estos últimos no
tienen problemas en el mercado de trabajo. Sin embargo, muchos estudios hacen pensar que el desempleo global tal como allí
se lo mide, no es quizás un buen indicador de la realidad que se supone representa, como lo recuerda C. Perez en su
contribución a esta publicación. En efecto, hay que recordar que, según la definición estadística de la OIT elegida por todos
los países, para ser registrado como desocupado es necesario no haber trabajado una sola hora en el curso de la semana de la
encuesta, buscar activamente un empleo y estar inmediatamente disponible. Se puede reprochar la arbitrariedad inevitable de
tal definición, en la que algunos criterios son especialmente vagos (¿qué significa buscar “ activamente” un empleo o estar
“inmediatamente” disponible?). Pero el problema se plantea más especialmente cuando muchas personas sin empleo no se
contabilizan entre los desocupados: es el caso de muchos desocupados “desalentados”, que renunciaron a “buscar
activamente” al perder la esperanza de encontrar un empleo decente, y que a veces en consecuencia, recurren a otros medios
de subsistencia. La salida de la población activa de los trabajadores menos calificados ha sido importante en las últimas
décadas, y Freeman (1995) subraya inclusive que habría que tomar e cuenta a la población carcelaria, muy importante en
Estados Unidos, cuando se comparan las cifras norteamericanas y europeas en el mercado de trabajo. Simétricamente, algunas
personas se contabilizan como empleadas cuando sufren una restricción respecto de la cantidad de horas que quieren trabajar.
Como estos fenómenos adquierieron cierta amplitud, el ministerio norteamericano de trabajo definió una serie de indicadores
complementarios a la simple tasa de desempleo estándar, para tomar en cuenta a los desocupados desalentados, las personas
que trabajan a tiempo parcial no elegido y los desempleados de larga duración. Esta declinación en varias tasas de desempleo
marca una primera forma de deconstrucción de la categoría de desempleo, en este caso como categoría estadística.
Más allá de esto, y de manera más fundamental, el desempleo ya no está en el corazón de la cuestión social en Estados
Unidos. Basta subrayar en este país la coexistencia de lo que se considera como pleno empleo (una tasa de desempleo
inferior, a comienzos de 1998, a 5%) y problemas sociales importantes. Esto se desprende del hecho de que simétricamente,
el empleo no es o no es más la condición suficiente para la integración social, como se pensaba en el paradigma beveridgiano.
Desde comienzos de los años ochenta, las desigualdades crecen fuertemente, debido a la baja no solo en términos relativos
sino sobre todo reales del ingreso de los menos calificados. En resumen, en ese país, desempleo y pobreza coinciden cada vez
menos: a comienzos de los años noventa, el 20% de los trabajadores tenían un nivel de ingreso que los colocaba por debajo
del umbral de pobreza (formando la categoría “working poors”), mientras simétricamente, gran cantidad de beneficiarios de
la ayuda social (los “welfare recipients”), sin embargo válidos, no están inscriptos en el desempleo. Estas dos categorías
remiten a paradigmas que recuerdan en muchos aspectos las representaciones que precedieron a la invención del desempleo.
Así, con el “working poor” reencontramos la conjunción del trabajo y la miseria que está en el fundamento del pauperismo.
De la misma manera, con los programas del workfare, por oposición al Welfare -cf. la contribución de S. Morel-, que
condicionan la recepción de la asistencia social a la prestación de una contrapartida en trabajo, se encuentra la vieja dialéctica
tradicional “asistencia-represión” en el tratamiento de la pobreza, tanto que el pastor Jesse Jackson pudo decir que “la guerra
contra la pobreza” nacida en los años sesenta, dio lugar a una “guerra contra los pobres”.

Algunas enseñanzas de la experiencia europea


Teniendo en cuenta la persistencia de una tasa de desempleo muy elevada, la situación europea parece en muchos aspectos
bien diferente de la de Estados Unidos. Más que nunca el desempleo parece estar en el núcleo de la cuestión social en los
países de Europa continental. Sin embargo, la permanencia de la categoría de “desempleo” esconde evoluciones muy
importantes en la representación y las modalidades de acción, indisociablemente ligadas. A nivel de las modalidades de
intervención, se ve así un deslizamiento en dos tiempos. Se pasó de la política de regulación macroeconómica de pleno
empleo a las políticas específicas de empleo -que reagrupan las intervenciones directas en el mercado de trabajo que apuntan
a reducir sus desequilibrios-, y después cada vez más a las políticas de inserción, que superan la simple dimensión
profesional de la integración social. Estos deslizamientos se traducen, a nivel de las categorías de representación y de acción,
por el paso de la noción del desempleo en su globalidad a los públicos específicos de desempleados (los jóvenes, los
desempleados de larga duración principalmente), y después a los excluidos. Este deslizamiento se debe sobre todo a la
neutralización progresiva de las políticas de regulación macroeconómica en Europa desde comienzos de los años ochenta,
contrariamente a los Estados Unidos, como lo recuerda P.A. Muet en su contribución.
Se ve que este proceso es inverso al del que desembocó en la invención del desempleo. Esta, como señalamos, consistió
sobre todo en superar la tipología de los individuos en función de características propias, para pasar a un nuevo nivel de
análisis, y a una entidad abstracta macrosocial. La utilización de grupos objetivo de la intervención pública a nivel central, y
más aún, la deconstrucción misma de estos grupos considerados como demasiado heterogéneos a nivel local (los agentes
locales de empleo recurren a sus propios criterios de clasificación para identificar y orientar a los desocupados - cf.
Demazière [1995]), marca la vuelta de la localización y de la individualización de la intervención pública. Esto desemboca en
una concepción en la que las características de los individuos son lo que explica su dificultad de inserción, y no un
disfuncionamiento del sistema económico y social. La reaparición del concepto de empleabilidad como referente de la
intervención pública (Gazier [1990]) es bastante sintomático de este punto de vista. En efecto, es interesante notar que este
concepto tenía una connotación predominantemente médica en Estados Unidos en los años sesenta. La contribución de J.
Gautié destaca cómo las evaluaciones europeas sobre el modelo norteamericano se focalizan de manera creciente en las
características individuales de los sin empleo, y que comienza a extenderse la práctica del “perfil”, que refuerza la impresión
de cierta vuelta a la “handicapología” mencionada por Castel (1995), que caracterizaba la visión preindustrial de la pobreza.

Crisis del empleo y crisis de la ciencia económica


Es usual comentar que el fuerte aumento del desempleo en Europa marca un cierto fracaso de los economistas, que son
incapaces de dar explicaciones enteramente convincentes y unánimes de este fenómenos. De hecho, en nuestra opinión, es
más el quebranto mismo de la categoría de desempleo el que fragiliza la posición dominante de la economía, y más
precisamente de la macroeconomía.
Esta última es sin duda la disciplina de las ciencias sociales que está más ligada a la intervención del estado, y desde sus
orígenes. En efecto, si nos remontamos al siglo XVII, la economía política dio el marco contable (con la aritmética política,
ancestro de la contabilidad nacional) e intelectual (con el mercantilismo y después la fisiocracia) que permitió fundamentar el
poderío del Estado. Más adelante, la “ciencia económica” se esforzará por constituirse como corpus riguroso de métodos y
teorías que permiten darle al poder los instrumentos de una buena intervención pública (esta última, para algunos, debería ser
mínima), que puede ejercer en tres ámbitos, o campos de estudio de la disciplina: la asignación de recursos en la economía
(que remite a la asignación de factores -el trabajo y el capital- para producir riquezas), la redistribución de las riquezas
producidas (lo que remite especialmente al papel de los impuestos), y la regulación de la actividad económica a nivel global,
en otras palabras, la política económica. Como señaláramos antes, es sobre todo después de la segunda guerra mundial, con el
keynesianismo y las “políticas de pleno empleo”, que marcan la edad de oro de la macroeconomía, que la intervención del
Estado en la economía se acrecentó fuertemente.
Ahora bien, como en el siglo XIX, parece que actualmente atravesamos un período en el que las fuerzas económicas
amenazan la cohesión social. La mundialización, así como el progreso técnico, parecen ejercer una muy fuerte presión hacia
un acrecentamiento de las desigualdades en los países industrializados -cf. la contribución de Cotis, Germain y Quinet. La
esfera económica y la esfera social parecen entrar nuevamente en contradicción. Ahora bien, la ciencia económica, aunque
permite (más o menos) describir las fuerzas en acción, no es capaz por el momento de proporcionar las soluciones, si no para
contrarrestarlas, al menos para limitar sus efectos perversos. Pero más allá de eso, su autonomía misma -que a veces tomó el
aspecto de una hegemonía sectaria- es cuestionada: para comprender el desempleo de larga duración y la exclusión, no se
puede disociar las dimensiones económicas de las otras dimensiones sociales. La economía sola no bastará para dar las claves
de la resolución de “la nueva cuestión social”.
Si observamos más de cerca, parecería que la crisis del desempleo ya no quebranta únicamente a la economía, sino
también a cierta sociología. En efecto, más allá del desempleo, la pertinencia del conjunto de las categorías macrosociales se
cuestiona debido a las mutaciones sociales en acción. Así, según Rosanvallon (1995), el fenómeno de la exclusión, debido a
la gran heterogeneidad de los individuos a los cuales afecta, ilustra el hecho de que “ya no son las identidades colectivas lo
que hay que describir, sino los recorridos individuales”. En efecto, agrega el autor, “el enfoque estadístico clásico es
inadecuado para la comprensión de los fenómenos de exclusión”. Generalizada al conjunto de fenómenos sociales, esta
posición desemboca en el cuestionamiento de la sociología basada en la utilización de categorías -especialmente estadísticas-
macrosociales (entre las cuales, en primer lugar figuran las categorías socioprofesionales), es decir los enfoques tanto de
inspiración durkheiniana como marxista. Pero, como para la macroeconomía, pueden percibirse los peligros públicos del
cuestionamiento de la “macrosociología”: el análisis de los problemas sociales se remite al de las características y
comportamientos individuales, y la noción misma de “cuestión social”, en el sentido en que la definimos aquí, pierde gran
parte de su pertinencia.

Referencias bibliográficas
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Notas:
 “De l’invention du chômage à sa déconstruction”, Traducción.: Irene Brousse.

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