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C. de F.

Jorge Ortiz Sotelo, PhD

Capitán de fragata en retiro, licenciado en Ciencias Marítimas Navales y magister en Estrategia


Marítima, bachiller en Historia por la PUCP, Historia Marítima en la University of London, y
doctorado en Historia Marítima en la University of St Andrews , Escocia. Ha ejercido la docencia
en temas de su especialidad tanto en la Escuela Superior de Guerra Naval del Perú como en la
Academia Naval de los Estados Unidos, y publicado numerosos libros y artículos, contribuyendo
además con The Oxford Encyclopedia of Maritime History (2007). Es secretario general de
la Asociación de Historia Marítima y Naval Iberoamericana, y miembro del comité científico de
Oceanides, un ambicioso proyecto de enciclopedia marítima francés.

Revista de la Escuela Superior de Guerra Naval, 2016 - Lima Perú


C. de F. Jorge Ortiz Sotelo, PhD

¿POR QUÉ COMBATIMOS LOS SERES HUMANOS?


UNA APROXIMACIÓN A LA SOCIOLOGÍA MILITAR

Poca duda cabe que los seres humanos somos criaturas complejas, tanto en nuestro
comportamiento individual como colectivo. Impulsados por muy variadas motivaciones,
somos capaces de actuar con violencia, arriesgando nuestra vida o matando a otros
individuos. Diversas disciplinas científicas han tratado de comprender este comportamiento,
pero ninguna de ellas, por sí sola, ha sido capaz de dar una respuesta plena. En el ámbito
militar esta violencia trata de ser controlada por el entrenamiento, la disciplina y el derecho
humanitario, pero el comportamiento de los individuos en condiciones de combate sigue
siendo un tema abierto a debate, dada la complejidad de la naturaleza humana.

Tratar de entenderlo es algo que debe interesar a toda institución militar, pues su razón
de ser última es el uso de la violencia para hacer prevalecer los intereses de su país, y el
instrumento primario para ello son los individuos que la forman.

Hay múltiples definiciones de guerra, pero en esencia es un acto político que implica el
uso de violencia, entre otros medios, para imponer la voluntad de un grupo sobre la de otro.
Al ser dos voluntades en pugna, requiere de creatividad en quienes la conciben y ejecutan,
de modo de emplear los medios disponibles de manera óptima para alcanzar el objeto de
una guerra u objetivo político de esta. En consecuencia es un acto que responde a la cultura
de quienes participan en ella.

La violencia propiamente dicha compete al ámbito militar, pero esta violencia no es ni


debe ser irracional, sino que requiere de un alto grado de organización y convicción por
parte de sus actores. Asimismo, demanda de los individuos que la llevan a cabo vencer
algunas barreras mentales, entre ellas las posibilidades de morir y de matar a otros seres
humanos.

Obviamente, este tipo de violencia antecede a los estados en varios milenios, pues como
señala John Keegan (1995, p. 3): “La guerra es casi tan vieja como el hombre mismo,
y alcanza los lugares más secretos del corazón humano, lugares donde se autodisuelven
los propósitos racionales, donde reina el orgullo, donde las emociones priman, donde el
instinto es el rey”.
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En consecuencia, la guerra es un acto en el que el actor es el ser humano, y este artículo


procurará analizar las razones por las que los individuos están dispuestos a combatir. No
hay respuestas fáciles a la pregunta del título, y abordarla requiere de una aproximación
multidisciplinaria, pero quizá sea la sociología militar la que mejores luces pueda arrojar
sobre ella.

Esta especialidad es relativamente joven, habiendo tenido su punto de partida tanto en


los trabajos de un grupo de académicos norteamericanos convocados por el ejército de su
país en 1944 para tratar de comprender el espíritu de combate de los soldados alemanes
(Gutiérrez, 2002: 81-84. Burk-James, 2002: 133-134); como en el controvertido libro de
S. L. A. Marshall, Men against fire (1947), que analiza el comportamiento de los soldados
norteamericanos en el campo de batalla.

La contribuciones anteriores, pero en particular los trabajos de Morris Janowitz (Burk,


2002), fertilizaron el campo sobre el cual habría de levantarse la sociología militar como
una disciplina que estudia el comportamiento del capital humano de las fuerzas armadas,
tanto en tiempo de paz como de guerra. Así, abarca aspectos como moral, satisfacción
laboral, organización, relaciones intra y extrainstitucionales, familia militar, conformación
de su personal profesional, sistema de reclutamiento, disciplina, subordinación, respeto, así
como motivación y eficacia en combate (Arévalo, 2006: p. 5).

Con el correr de los años fueron apareciendo numerosos trabajos de sociología militar,
entre ellos las notables contribuciones de Janowitz (Burk, 2002), The Profesional Soldier
(1960), de Samuel Huntington, The Soldier and the State (1957), y de Samuel Andrew
Stouffer, The American Soldier (1947).

En el ámbito latinoamericano, el tema de las relaciones civiles y militares atrajo a diversos


investigadores, produciendo una bibliografía más o menos extensa, que en algunos casos
ha abordado temas más específicos del ámbito sociológico (Malamud, 2013: 386-387). El
Perú no fue ajeno a esa tendencia, siendo de destacar los libros de los historiadores Daniel
Masterson, Fuerza Armada y Sociedad en el Perú Moderno (2001), y Eduardo Toche,
Guerra y Democracia (2008), así como los del sociólogo Efraín Cobos, Fuerza Armada,
misiones militares y dependencia en el Perú (1982) y Las Fuerzas Armadas peruanas en
el siglo XXI (2003). En tiempos recientes, también han recibido atención los temas del
servicio militar y de la participación femenina en las fuerzas armadas. Sin embargo, la
sociología militar propiamente dicha no ha logrado asentarse en nuestro medio, más allá
del meritorio esfuerzo de Cobos y de algunos otros pocos autores.

Pero al margen de estos temas, lo esencial en las fuerzas armadas, cualquiera que sea el
país, es que su propósito final es prepararse no solo para combatir sino para vencer, cuando la
política considere necesario su empleo. Y esto implica conocer las motivaciones que pueden
llevar a un individuo a arriesgar su vida y a estar dispuesto a matar a otros individuos. Este
tema ha sido abordado por psicólogos, sociólogos, antropólogos, historiadores, militares y
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otros especialistas; que han planteado respuestas muy variadas, pero que en esencia pueden
ubicarse en tres ámbitos: la propia naturaleza humana, la cohesión del grupo primario y el
poder de las ideas.

LA NATURALEZA HUMANA

Nuestra especie (homo sapiens) es fruto de un largo proceso evolutivo que se inició hace
unos seis millones de años, cuando un pequeño grupo de homínidos africanos se adaptó a la
locomoción bípeda y la postura erguida. Los seres humanos actuales surgieron igualmente
en ese continente, hace unos 200.000 años, y en un lento proceso se fueron dispersando
por todo el planeta. Gracias a su gran capacidad de adaptación, logramos ser la única
especie de homininos que sobrevivió, siendo nuestros parientes evolutivos más cercanos
los chimpancés y los bonobos o chimpancés pigmeos, con quienes compartimos el 98.8%
del ADN.

Somos, pues, una especie en la que el comportamiento está enormemente condicionado


por el instinto (autopreservación) y las pasiones (odio, venganza, defensa de la familia),
diferenciándonos de otras especies por la capacidad de crear conceptos abstractos y por
las normas de comportamiento que los grupos sociales fueron creando a través del tiempo.

Todos los seres humanos son iguales y no nos diferenciamos por la fuerza corporal,
pues el más débil puede matar al más fuerte. Sin embargo, somos capaces de tener
ambiciones, desconfianza y rivalidad, lo que eventualmente puede llevarnos a competir y,
eventualmente, a usar la violencia para alcanzar un beneficio, lograr seguridad u obtener
reputación. Según Thomas Hobbes (1984: 133-138): ello explicaría el origen de la guerra,
una situación en la que nada es injusto.

Las causas biológicas de la violencia humana han sido exploradas por neurólogos y
genetistas. Los primeros solo han podido identificar que la agresividad es una función
del sistema límbico cerebral, controlada por los lóbulos frontales (Keegan, 1994: 81-84);
mientras que los segundos consideran, de forma aún preliminar, que es el entorno lo que
lleva a genes específicos a desatar la agresividad (Rebollo-Mesa, Polderman y Moya-
Albiol, 2010).

Según algunos investigadores, existe una disposición emocional a la violencia, la que


podría tener una explicación natural al activar el instinto ante determinadas provocaciones;
o material al desear poseer determinados objetos o bienes. Dicha disposición es más
elevada en el caso de los varones, no tanto por diferencias fisiológicas con las mujeres, sino
esencialmente por la forma como los roles masculino y femenino se han ido definiendo en
cada cultura. Hemos sido cazadores-recolectores durante el 99.5% del tiempo de existencia
de nuestra especie, y esta actividad ha sido sustantiva al marcar las diferencias de género.
La caza individual dio paso a la grupal, pero ello requirió de organización y de reservarla
para los hombres, no solo por su mayor fortaleza sino porque las mujeres podían convertirse
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en una distracción biológica que hiciera ineficaz al grupo. Esto, y la competencia por los
recursos, contribuyó a diferenciar más ambos géneros y a fortalecer el liderazgo masculino
(Hombrados, Olmeda y Val: 6; Keegan, 1994: 85-86).

El estudio de sociedades que siguen siendo cazadoras-recolectoras permite comprender


mejor algunos aspectos de nuestra naturaleza vinculados a la violencia y, particularmente,
a las costumbres guerreras. La antropología brinda luces sobre los factores primarios
vinculados a la lucha, entre ellos la exogamia, la deshumanización del enemigo, el sacrificio
ritual de prisioneros, la antropofagia y el orgullo del clan.

Por otra parte, Sigmund Freud vinculó el origen de la violencia humana a la rebelión del
grupo ante los derechos sexuales del patriarca, como fue el caso de Cronos en la mitología
griega. Tras asesinar y comerse al patriarca, los hijos se sintieron culpables y optaron por
prohibir el incesto e instituir la exogamia, dando origen a la búsqueda de mujeres fuera
del grupo. Al menos inicialmente, fue necesario emplear la violencia para conseguirlas, y
ello habría sido una de las motivaciones para que los seres humanos vencieran la barrera
que representaba matar a alguien de su misma especie. La solución habría sido dada por el
desarrollo de las armas de caza, que ponían distancia entre el atacante y la víctima. La caza
también llevó a que la violencia pasara de ser un acto individual para convertirse en algo
grupal (Keegan, 1994: 84-85).

Otra contribución de Freud al tema de la violencia humana es su llamada teoría de las


pulsiones de muerte, planteada después de la Primera Guerra Mundial al encontrar que
muchos soldados que habían sufrido experiencias traumáticas buscaban repetirlas para
llegar a dominar ese trauma.

La deshumanización del enemigo es algo más complejo, y debió surgir en torno a


la construcción de una fuerte cohesión grupal, que consideraba a todo individuo no
perteneciente al grupo como un potencial enemigo. Tras un largo proceso, los lazos al
interior de un clan, o familia extendida, encabezado por el patriarca, fueron dando paso a
la aparición de grupos étnicos y posteriormente a las naciones. Pero la pertenencia al grupo
requirió construir un sentido de otredad, pues ello es lo que permite diferenciarse.

Todo este complejo proceso de evolución humana contribuye a comprender los conflictos
étnicos. Pero también hay elementos externos que pueden influir a parte de un grupo, clan,
etnia o nación y generar violencia e incluso guerras internas o externas.

Si bien la historia, en el sentido fáctico, está vinculada a la aparición de la escritura, unos


5000 años atrás, la guerra debió existir desde mucho tiempo atrás, como lo sugiere la tumba
117 en Jebel Sahaba, Sudán, fechada unos 13.500 años atrás, donde se encontraron 57 restos
humanos, de los cuales más de 20 muestran heridas múltiples, habiéndose encontrado una
gran cantidad de puntas de flecha asociadas a ellos (Jones y Stewart, 2016: 356-357).
C. de F. Jorge Ortiz Sotelo, PhD 81

Pero la guerra entre fuerzas organizadas habría surgido después, durante el Paleolítico
(9000-4000 a.C.), vinculada al proceso de sedentarización. La paulatina domesticación
de algunos cultivos y animales, que daría paso a la agricultura y a la ganadería, conllevó
el surgimiento de la idea de territorialidad. Los antiguos cazadores-recolectores debieron
pasar por un proceso de división de las labores y de especialización, siendo una de las más
importantes la defensa del conjunto, dando pie al “surgimiento de un ejército con oficiales”
(Keegan, 1994: 91). Todo ello fue creando estructuras sociales cada vez más complejas que
eventualmente llevaron a la aparición del Estado, cualquiera haya sido la forma que fuera
tomando.

El crecimiento de la población y la centralización del poder, tanto religioso como


político, llevaron a la aparición de pueblos y eventualmente de ciudades. La guerra
organizada también surgió en ese proceso, pues los restos de las ciudades de Catal Hüyük,
en Turquía, y Jericó, en Cisjordania, sugieren que existían fuerzas organizadas capaces
de atacarlas. Datado hace unos 9000 años, en Catal Hüyük el acceso a las casas era por el
techo, y las habitaciones que circundaban la ciudad ofrecían una pared continua hacia el
exterior, de modo que si algún atacante lograra penetrar esa pared se encontraría en una
habitación y no en espacio abierto con acceso al resto de la ciudad. Jericó era una ciudad
bastante más pequeña, pero estuvo rodeada de una impresionante muralla de piedra, con
una torre de vigilancia central (Keegan, 1994: 124-125). En este último caso no falta quien,
con argumentos igualmente valiosos, sostiene que la muralla fue levanta para proteger la
ciudad de inundaciones, y no con un fin militar (Ben-Tor, 2004: 44-47).

Fue en Mesopotamia donde la guerra organizada dejó sus primeros registros. Las razones
de ello habrían sido las disputas por el control del agua entre las numerosas ciudades-
estado que se habían formado en esa fértil región, que llevaron a amurallarlas, a sustituir las
teocracias por reyes guerreros y a mejorar la metalurgia para fabricar armas más eficaces.
Este proceso tuvo lugar entre el 3100 y el 2300 a.C.

En el valle del Nilo la guerra evolucionó de una manera distinta, y tras la unificación del
Alto y Bajo Egipto, hacia el 3150 a.C., los faraones solo tuvieron que enfrentar la amenaza
nubia en el sur. Pero todo parece indicar que la forma de combatir fue más ritual que real
hasta las invasiones de los hicsos durante el Segundo Periodo Intermedio (1800-1550 a.C.).
La reunificación de Egipto bajo Amosis I (c. 1550 a.C.) llevó a la conformación de un
ejército regular, aunque mantuvo formas arcaicas de combatir (Keegan, 1994: 128-132).

El surgimiento de los ejércitos, que como hemos visto tomó mucho tiempo y respondió
a realidades locales, implica también la necesidad de preparar a un grupo humano para la
guerra, y esto nos lleva a abordar el segundo ámbito que hemos planteado para ensayar una
respuesta a por qué combatimos los seres humanos.
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LA COHESIÓN DEL GRUPO PRIMARIO

En su controvertido libro Men against fire, Marshall (1947) señaló que el comportamiento
de los soldados norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial fue deficiente, pues solo
entre el 15 y el 25% de los soldados hicieron uso de su armamento.

Los estudios sobre este comportamiento señalaron que las principales razones por las
que pelearon y mataron fueron la supervivencia, el sentido del deber, y la cohesión y
lealtad para con sus compañeros. Estos últimos conformaban su grupo primario (patrulla,
compañía, dotación, etc.), que al compartir experiencias y peligros, conformaban una
sociedad cerrada.

El entrenamiento militar está destinado a dotar a los individuos de habilidades para el uso
de sus armas, pero más importante que eso, a convertir en rutina ciertos comportamientos;
entre ellos, el poder reaccionar ante una amenaza y disparar contra otro ser humano.
Pero esto, guardando las distancias, coloca al combatiente en la misma condición que el
prehistórico cazador aislado. Como aquellos antepasados, la eficacia en la lucha demanda
que forme parte de una organización y que emplee sus habilidades en ese contexto.

Como ya se señaló, la conversión de grupos armados en ejércitos organizados, con alguna


clase de estructura de comando y constituyendo lo que se conoce como el horizonte militar,
contribuyó de manera sustantiva al surgimiento de los estados. Fue un proceso complejo y
no siempre irreversible (Keegan, 1978: 175-176), y su origen habría estado vinculado a la
aparición de las primeras formaciones militares (Ferrill, 1997:11).

Es por ello que el adiestramiento y el entrenamiento militar inciden mucho en la


creación de fuertes lazos de identidad, que se inician con los ejercicios de orden cerrado
y se incrementan en la medida en que la unidad o grupo al cual el individuo pertenece es
sometido a pruebas más exigentes o al estrés del combate real. Todo ello va creando lazos
de fraternidad e interdependencia, pues la supervivencia de sus miembros depende, en
primera instancia, del apoyo que ellos mismos se puedan brindar. Es lo que solemos llamar
el espíritu de cuerpo, que se hace más sólido en la medida que todos los integrantes del
grupo se conocen. Si bien hay elementos culturales que contribuyen a crear esos lazos,
como el uniforme, la historia, la tradición, los cantos, afiches y eslóganes.; es el compartir
los riesgos del entrenamiento y eventualmente los rigores de la campaña o los peligros del
combate lo que hace que esos grupos se conviertan en primarios para los individuos que
los conforman.

Pese a la creciente igualdad de géneros, en la mayoría de los países el combate sigue siendo
una actividad masculina, tal como la caza lo fue en tiempos prehistóricos. La presencia
femenina puede disturbar la cohesión y, lo que la evidencia empírica ha demostrado es que
ver caer a un camarada resulta menos perturbador cuando se trata de un hombre, quizá en
la misma medida que disparar contra una enemiga (Holmes, 1989: 100-106).
C. de F. Jorge Ortiz Sotelo, PhD 83

La manera de crear fuertes lazos al interior de un grupo o unidad, de manera que puedan
sobreponerse a las dificultades del combate, es uno de los temas a los que la sociología
militar debe prestar mayor atención, pues, junto con el liderazgo en todos los niveles y el
arte de la estrategia, es uno de los fundamentos de la excelencia militar.

Liderazgo y cohesión son indispensables para superar lo que Holmes (1989: 204) ha
llamado “El verdadero enemigo” del combatiente: el miedo. Este es un sentimiento natural,
unido a la preservación, y está presente en todos, en mayor o menor grado. Vencerlo requiere
no solo de los comportamientos condicionados aprendidos durante el entrenamiento, sino
principalmente del ejemplo, la confianza y el apoyo mutuo.

El sentido de cohesión al interior del grupo primario ha estado presente en todas las
guerras, llevando a que sus integrantes lleguen a combatir por el compañero más que por
la unidad o la institución a la que pertenecen, o por el sentido del deber o la idea de patria.

Hay numerosos ejemplos de esto a lo largo de la historia militar, siendo uno de los
más notables la retirada de los 10.000 griegos contratados por Ciro el Joven para tratar
de derrocar a su hermano Artajerjes II como rey de Persia. Tras la derrota y muerte de
Ciro en la batalla de Cunaxa (3/9/401 a.C.), el ateniense Jenofonte logró cohesionar a
los mercenarios griegos, procedentes de diversas ciudades-estado, y conducirlos desde el
interior del imperio persa hasta el Mar Negro.

En tiempos modernos, fue Federico el Grande quien, al alentar la iniciativa en todos


los niveles de su ejército (Auftragstaktik), contribuyó a fortalecer la cohesión del grupo
primario. Esto no solo permitió crear un aparato militar eficiente, sino que tal eficiencia
combativa se mantuvo a nivel de pequeñas unidades aun en las etapas finales de la Segunda
Guerra Mundial. Con un liderazgo efectivo, el grupo primario se convirtió en la única
comunidad verdaderamente existente, en el que la idea de luchar, vivir o morir por la tierra
natal, tuvo mucho más importancia que la ideología nazi (Gutiérrez, 2002: 95-96, 100-
101). En un controvertido libro, el coronel norteamericano Trevor Dupuy (1977) postula
que ese tipo de liderazgo y vinculación permitió al ejército alemán ser más eficiente que
todos los ejércitos con los que combatió durante la Segunda Guerra Mundial, llegando a
señalar que una unidad promedio del ejército alemán era 20 a 30% más eficaz que una
unidad similar norteamericana.

Quizá el ejemplo más notable de la cohesión del grupo primario sea la Legión Extranjera,
que si bien forma parte del ejército francés desde su creación en 1831, está formada por
individuos de numerosas naciones, en los que su lealtad primaria es hacia la legión y sus
camaradas.

La historiografía peruana suele abordar las acciones de armas en las que hemos participado
desde el punto de vista de los jefes que las dirigieron, pero rara vez lo hace desde el del
combatiente. Por ello resulta valioso el testimonio del soldado José T. Torres Lara, del
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batallón Concepción, sobre su participación en la batalla de Miraflores (15/1/1881). Su


relato está repleto de ejemplos sobre la cohesión del grupo primario, siendo uno de ellos
el siguiente: “Entre los tres que quedábamos de los cuatro que habíamos sido, se había
soldado esa alianza tácita que une a los hombres, cualesquiera sea su condición, cuando
una causa común exalta en ellos el mismo sentimiento” (1911:53).

Sin duda los últimos conflictos con Ecuador (1981 y 1995) y la lucha contra el terrorismo
nos han dejado múltiples ejemplos más de la forma como la cohesión del grupo primario
funciona entre los combatientes peruanos. Esto lleva a preguntarnos si hemos aprendido
de nuestras propias experiencias. Recordemos que todo combatiente actúa impulsado por
su propia cultura institucional y nacional, y que por más que su formación y entrenamiento
haya recibido influencias externas, en el fragor de un enfrentamiento pueden surgir e
incluso prevalecer valores culturales primarios.

Si bien creo que este es un tema pendiente que debería ser abordado con urgencia, cabe
preguntarse ¿por qué es importante conocer esto?

La respuesta tiene varias vertientes. Por un lado, permitirá conocer la mejor manera
de fortalecer la motivación para el combate, lo que debe comprender aspectos como la
selección del personal, el entrenamiento, el tipo de liderazgo que se requiere e incluso
aspectos organizacionales. Por otro lado, podría brindarnos una metodología para conocer
las motivaciones de un eventual enemigo, permitiéndonos incidir sobre esos factores para
afectar su voluntad de lucha.

La necesidad de fortalecer estos grupos primarios se extiende a todo el aparato militar,


principalmente en las unidades de combate, y se hace crecientemente indispensable en las
que deben combatir a menor distancia del enemigo, pues mientras más lejos se encuentren,
el impacto sicológico de matar es menor.

Los lazos que forjan los individuos al interior del grupo primario son esenciales para
la eficacia combativa, y quizá primen sobre razones más elevadas y abstractas, pero estas
últimas también deben ser abordadas para tratar de comprender por qué combatimos los
seres humanos.

EL PODER DE LAS IDEAS

El idealismo también tiene un papel en la motivación para combatir, e implica hacerlo


por una causa que va más allá de lo individual o del grupo primario. Se manifiesta a través
de diversos argumentos, entre ellos, el patriotismo, el honor y la percepción del enemigo.

Toda guerra apela al patriotismo, pues este comporta un compromiso con el colectivo
social al cual los combatientes pertenecen. Este compromiso fue surgiendo desde muy
tempranas épocas de la evolución humana, y la sedentarización llevó a que fuera asociado
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a la tierra natal, aquella donde yacen nuestros padres y donde esperamos que viva nuestra
descendencia. De ese modo, las nociones de nación y patria se fueron amalgamando, y
eventualmente surgieron los estados-nación, sean estos reales o de una construcción
forzada.

Lo concreto es que las fuerzas militares forman parte de los estados y se deben al conjunto
social que estos representan. Esto ha sido profusamente documentado desde las Guerras
Médicas (499-478 a.C.), encontrando su expresión extrema en estados absolutamente
militares, como Esparta. Al menos desde la República Romana, estos vínculos fueron
reforzados con juramentos de servir con valor al Estado y también a sus compañeros,
comprometiendo el honor de los juramentados (Holmes, 1989: 32).

Fue el concepto del honor y del deber lo que llevó a Leónidas y sus espartanos a morir
en las Termópilas; lo que motivó a los soldados japoneses a pelear hasta la muerte durante
la Campaña del Pacífico, o a negarse a aceptar la rendición de Japón y, en algunos casos
en remotas islas, seguir con las armas en la mano durante varios años más; y lo que hizo
que el coronel Francisco Bolognesi y sus hombres se negaran a rendir Arica ante fuerzas
abrumadoramente superiores en junio de 1880.

Con el paso del tiempo, la juramentación se fue adecuando a distintas realidades, y en


algunos casos el sujeto de la misma se personificó en determinado caudillo o personaje
(como fue Hitler o el emperador japonés Hiroito), pero sigue siendo un ritual presente en
todas las instituciones militares.

La importancia que se le da a dicho juramento no parece ser sustantiva en el fragor del


combate, o al menos no tanto como la importancia que tiene mantener el respeto de los
compañeros. Esto último suele incitar más al combatiente a mostrar valor, preservando de
esa manera su honor dentro del grupo primario (Holmes, 1989: 302-303, 306).

Esto es particularmente importante en unidades que tienen un largo historial de guerra


y una fuerte tradición asociada al mismo, pues ambos pueden ejercer gran influencia en el
comportamiento de sus integrantes durante el combate. Si esas unidades están formadas
por personal profesional, dicha influencia tiende a ser mayor, fomentando entre ellos el
sentido del honor y del deber para con sus camaradas (Holmes, 1989: 312).

Pero el historial de guerra eventualmente puede ser balanceado y hasta sustituido por
el espíritu de cuerpo que se logre construir a lo largo del entrenamiento. Quizá uno de
los mejores ejemplos contemporáneos fue el comportamiento del Batallón de Infantería
de Marina n° 5, en la defensa de Puerto Argentino, durante el conflicto de Malvinas
(Corbacho, 2006).

También es cierto que algunos combatientes llegan a tomar distancia con todos los
conceptos ideológicos y transforman su accionar en un “trabajo por cumplir” y, sin
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cuestionarse las razones del mismo, simplemente combaten para poder “concluir con su
tarea” (Holmes, 1989: 275-277). Como todo en esta vida, este tipo de actitud tiene aspectos
positivos y negativos, y a ambos hay que prestar atención si queremos que el conjunto de
las fuerzas operativas actúe con mayor eficacia.

Otro factor importante en el ámbito de las ideologías es el religioso. La religión,


cualquiera que esta sea, ha sido empleada extensamente a lo largo de los siglos para aliviar
la moral de los combatientes, o para alimentar el fervor combativo y a veces el fanatismo
entre los seres humanos, como lo demuestran los casos de las cruzadas o de la actual
yihad islámica. Lo primero, obviamente, es algo que muchos estados suelen considerar
necesario, incorporando capellanes de diversas religiones en sus fuerzas combatientes. Lo
segundo cae en el ámbito de los fundamentalismos, de los que ninguna religión está exenta.

Lo concreto en este aspecto es que religión y cultura están íntimamente ligados, y si


los combatientes tempranos debían “purificarse” y honrar a sus muertos después de la
batalla, en los tiempos actuales la religión, cualquiera que esta sea, tiene la capacidad de
brindar justificación moral a los hechos vividos en combate y consuelo espiritual a sus
sobrevivientes (Holmes, 1989: 288-290).

La guerra implica violencia y esta, a su vez, el hecho de matar a otros seres humanos. El
entrenamiento debe preparar al combatiente para ello, poniendo énfasis en que el enemigo,
más que un individuo, es un instrumento hostil abstracto. Obviamente, en la medida en
que el combatiente individual reconoce al contrario como otro individuo o, peor aún, lo
conoce personalmente, se torna más difícil el acto de matar. Dependiendo del entorno
cultural, esta aproximación conceptual al enemigo puede deformarse hasta considerarlo de
una condición humana diferente o incluso no del todo humano.

Esta casi obligatoria deshumanización del enemigo es particularmente pronunciada


cuando hay diferencias ideológicas radicales… que pueden retratar al enemigo como el
enemigo de la civilización y el enemigo del progreso… Diferencias raciales y culturales
aceleran este proceso (Holmes, 1989: 366).

La historia de la guerra brinda numerosos ejemplos de estos temas, particularmente en


los casos de guerras civiles, religiosas o étnicas.

Un caso al que pocos han prestado atención es el nivel de relaciones interpersonales


que existía entre los marinos peruanos y chilenos que se enfrentaron durante la Guerra del
Pacífico. Más allá de que muchos de ellos compartieron experiencias durante los dos años
que naves peruanas y chilenas operaron y se entrenaron juntas en aguas chilenas (1866 y
1867), existieron numerosos vínculos familiares, siendo el más conocido el del contralmirante
Miguel Grau y el capitán de navío Óscar Viel, casados con dos hermanas Cabero. Nada de
esto impidió que estos oficiales cumplieran con su deber, pero lleva a preguntarnos si algo
similar habría sucedido en los escalones inferiores de la estructura militar.
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El arribo europeo al continente americano dio inicio a un proceso de conquista paulatina de


los pueblos que lo habitaban. La actitud inicial fue someterlos a la esclavitud, considerando
que tenían una calidad humana diferente. Si bien esto fue prohibido por la corona castellana,
la percepción de superioridad europea respecto a los americanos continuó marcando una
clara diferencia entre conquistadores y conquistados, que con distintas variantes ha llegado
al presente.

Este tipo de percepción, vinculada a las diferencias raciales, se manifestó con crudeza
durante la Segunda Guerra Mundial, primero por parte de los japoneses en su avance por
el sudeste asiático respecto a los chinos y a los europeos; y luego por los norteamericanos
al iniciar la campaña del Pacífico. Si bien la Alemania nazi usó el argumento racial para
llevar a cabo programas de exterminio de judíos, gitanos y otras minorías, en el ámbito de
las operaciones militares limitó dicho argumento a los eslavos, principalmente a los rusos.
En el caso peruano, el argumento racial fue usado durante de la Guerra del Pacífico (rotos
y cholos) y también en los varios conflictos sostenidos con Ecuador (monos y gallinas).

Más dramático puede resultar el argumento de considerar no del todo humano al


enemigo. Esto se vio con patético dramatismo en la guerra de desintegración de Yugoslavia
(serbios, croatas, bosnios y kosovares), pero también en el caso peruano, particularmente
con relación a las comunidades amazónicas (el caso de la Expedición de Castigo contra
los cashibos, en 1867; y más recientemente con el comportamiento de Sendero Luminoso
respecto a los asháninkas).

Más allá del patriotismo y del sentido del deber, existe un gran número de otros
argumentos que han sido y pueden seguir siendo utilizados para que los seres humanos
estén dispuestos a combatir. Aquellos ya instalados en la mentalidad colectiva por su propio
devenir histórico, como las viejas rivalidades entre naciones o países, son más fáciles de
usar para construir la voluntad combativa. Los que se refieren a otro tipo de amenazas
requieren de un proceso de convencimiento tanto para motivar a los combatientes, como
para lograr el apoyo de la sociedad a la que defienden.

Las viejas rivalidades entre los pueblos germánicos y los que ocupan la actual Francia,
presentes ya en la época en que César conquistó las Galias (58-51 a.C.), marcaron el
sustrato de sus relaciones durante casi dos milenos, y alimentaron los espíritus combativos
de alemanes y franceses en los numerosos conflictos que tuvieron hasta la Segunda Guerra
Mundial. De igual modo, las guerras sostenidas por el Perú contra Chile y contra Ecuador,
tuvieron un efecto perdurable en sus respectivos pueblos, siendo fácilmente activables para
encender el espíritu combativo de sus fuerzas.

Más difícil le resultó a Aníbal alentar a sus tropas durante la Segunda Guerra Púnica
(218-201 a.C.) luego que perdiera el apoyo de su metrópoli; o a Estados Unidos durante
la Guerra de Vietnam (1955-1975), afectando seriamente la moral de sus fuerzas. Algo
parecido sucedió en el Perú en la lucha contra el terrorismo, luego que se iniciaran las
88 Revista de la Escuela Superior de Guerra Naval - 2016

investigaciones sobre violaciones de Derechos Humanos. Simplemente, la ausencia o


sensación de pérdida de respaldo social a los combatientes, afecta de manera sensible su
voluntad de lucha.

Por otro lado, la Unión Soviética debió modificar su organización política y militar
para alentar a sus fuerzas y rechazar la invasión alemana en 1941. Dejando de lado las
ideas abstractas del comunismo, se recurrió al concepto de la Madre Rusia, y se rescataron
del olvido valores del periodo zarista con los que su población se sentía más identificada
(Holmes, 1989: 280-281).

Recapitulando, las ideologías pueden motivar a los seres humanos y llevarlos a combatir,
pero comportan elementos abstractos, que pueden ser aplicables a unos pero no a todos
los combatientes. Asimismo, su importancia parece diluirse en la medida en que el
entrenamiento no es capaz de prevalecer sobre el instinto.

CONCLUSIONES

Ninguna de las tres aproximaciones que hemos señalado (naturaleza humana, grupo
primario y fuerza de las ideas) explica por sí sola las motivaciones que llevan a los
individuos a combatir. Estas encierran una compleja interrelación de factores, influenciadas
tanto por la cultura como por el contexto.

De ahí la importancia de su estudio, pues dichas motivaciones impactan tanto en la forma


de prepararse para la lucha (entrenamiento y organización, entre otros aspectos), como en
la manera de llevarla a cabo. Esto último es particularmente importante, pues la forma
como se combate tiene impacto tanto en la finalización de la guerra como del conflicto que
la originó.

El estudio de estos temas involucra a varias disciplinas, pero quizá la más importante
sea la sociología militar, pues es la que estudia a las instituciones militares como conjuntos
sociales. Numerosos miembros de nuestras fuerzas armadas han participado en la larga
lucha contra el terrorismo, y unas pocas unidades tienen más de tres décadas de experiencia
combativa acumulada. Conocer y estudiar las experiencias de sus integrantes puede brindar
valiosas luces sobre la forma peruana de combatir; y esto, al final, redundará en una mayor
eficacia de nuestras instituciones militares.
C. de F. Jorge Ortiz Sotelo, PhD 89

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