You are on page 1of 23
NATALIA GINZBURG LAS PEQUENAS VIRTUDES TRADUCCION DEL ITALIANO DE CELIA FILIPETTO BARCELONA 2002 | ACANTILADO MI OFICIO Mii oficio es escribir, y lo sé bien y desde hace mu- cho tiempo. Espero que no se me interprete mal: no sé nada sobre el valor de lo que puedo escribir. Sé “que escribir es mi oficio. Cuando me pongo a escri- bir, me siento extraordinariamente cémoda y me muevo en un elemento que me parece conocer ex- traordinariamente bien, utilizo instrumentos que me son conocidos y familiares y los siento bien fir- mes en mis manos. Si hago cualquier otra cosa, si es- tudio un idioma extranjero, si intento aprender his- toria, o geografia, o taquigrafia, o intento hablar en publico, o hacer punto, o viajar, sufro y me pregun- to continuamente como harén los demas estas co- sas, me parece siempre que debe de haber una for- ma mejor de hacerlas que los demas conocen y que a mi me es desconocida. Y me siento sorda y ciega, y noto como una ndusea dentro de mi. Por el con- trario, cuando escribo, no pienso nunca que pueda haber una forma mejor de la cual se sirven otros es- critores. No me importa nada lo que hagan los otros ‘escritores. Entenddmonos: yo solo puedo escribir historias. Si intento escribir un ensayo de critica o un articulo de encargo para un periddico, lo hago bastante mal. Lo que escribo entonces tengo que 83 buscarlo fatigosamente fuera de mi. Puedo hacerlo algo mejor que estudiar un idioma extranjero 0 ha- blar en publico, pero sélo algo mejor. Y tengo siem- pre laimpresién de engafiar al prdjimo con palabras que tomo prestadas 0 que robo aqui y alla. Y sufro y me siento exiliada. Por el contrario, cuando escribo historias soy como alguien que est en su tierra, en calles que conoce desde la infancia, y entre muros y Arboles que son suyos. Mi oficio es escribir histo- rias, cosas inventadas 0 cosas que recuerdo de mi vida, pero, en cualquier caso, historias, cosas en las que no tiene nada que ver la cultura, sino solo la me- moria y la fantasia. Este es mi oficio, y lo haré hasta mi muerte. Estoy muy contenta con este oficio y no lo cambiaria por nada del mundo. Comprendi que era mi oficio hace mucho tiempo. Entre los cinco y los diez afios tenia mis dudas, y a veces imaginaba que podia pintar, a veces que conquistaria paises a caballo y otras veces que inventaria nuevas maqui- nas muy importantes. Pero desde los diez afios lo he sabido siempre, y me afanaba como podia con no- velas y poemas. Todavia conservo aquellos poemas. Los primeros son torpes y con los versos descabala- dos, pero bastante divertidos; sin embargo, a medi- da que pasaba el tiempo hacia poemas cada vez menos torpes, pero cada vez mas aburridos y esti- pidos. Pero yo no lo sabia y me avergonzaba de los poemas torpes y, en cambio, los menos torpes y es- tapidos me parecian muy bonitos; siempre pensaba 84 que un dia u otro algtin poeta famoso los descubri- ria y haria que los publicaran y escribiria largos ar- ticulos sobre mf; imaginaba palabras y frases de esos articulos y los escribia en mi interior por entero. Pensaba que ganaria el premio Fracchia. Habia oido decir que era un premio para escritores. Como no podia publicar mis poemas en volumen, puesto que entonces no conocia a ningtin poeta famoso, los volvia a copiar con esmero en un cuaderno y dibuja- ba una florecita en el frontispicio, y hasta le ponia un indice. Me resultaba muy facil escribir poemas. Escribia casi uno al dia. Me di cuenta de que, si no tenia ganas de escribir, bastaba con que leyeta poe- sias de Pascoli, de Gozzano o de Corazzini, para que inmediatamente me entraran las ganas. Me sa- Kan pascolianos, gozzinianos o corazzinianos, y lue- go, al final, muy dannunzianos, cuando descubri que existfa también este poeta. No obstante, nunca pensé que escribirfa poesias toda la vida; tarde o temprano queria escribir novelas. En esos aios es- cribi tres o cuatro. Una se titulaba Marion o Ja gita- nilla, otra se titulaba Molly y Dolly (humoristica y policfaca), y otra Una mujer (dannunziana, en se- gunda persona: la historia de una mujer abandona- da por el marido; recuerdo que en ella habia tam- bién una cocinera negra); mas tarde, escribi una muy larga y complicada con historias terribles de muchachas raptadas y de carrozas, que me daba miedo escribirla cuando estaba sola en casa; no me 85 acuerdo de nada, sdlo me acuerdo de que habia una frase que me gustaba muchisimo y que hizo que se me saltaran las lagrimas al escribirla: «El dijo: ;Ah, se va Isabel!» El capitulo terminaba con esta frase, que era muy importante, pues la pronunciaba el hombre que estaba enamorado de Isabel pero no lo sabia, todavia no se lo habia confesado a si mismo. _ No recuerdo nada de aquel hombre, me parece que tenia la barba rojiza; Isabel tenfa largos cabellos ne- gros con reflejos azules, no sé nada ms; sdlo sé que durante mucho tiempo me estremecia de alegria cuando repetia para mis adentros: «jAh, se va Isa- bel!» También repetia a menudo una frase que ha- bia encontrado en una novela por entregas en la Stampa y que decia asi: «Asesino de Gilonne, ¢dén- de has metido a mi hijo?» Pero de mis novelas no me sentia tan segura como de mis poesias. Cuando las relefa, descubria siempre un aspecto débil, algo equi- vocado que lo estropeaba todo y que me resultaba imposible modificat. Entre tanto, chapuceaba siem- pre entre lo moderno y lo antiguo, sin lograr situar- los bien en el tiempo: habia conventos y carrozas, ¥ un aire de revolucion francesa, y también algunos policias con porras; y; de repente, salia una pequefia burguesia gris con maquinas de coser y gatos, como en los libros de Carola Prosperi, que no pegaba nada con las carrozas y los conventos. Fluctuaba en- tre Carola Prosperi y Victor Hugo y las historias de Nick Carter, no sabia muy bien lo que queria hacet. 86 También me gustaba muchisimo Annie Vivanti. Hay una frase en I divoratori, cuando ella le escribe al desconocido y le dice: «Mi vestido es oscuro.» Esta también es una frase que repeti muchas veces para mis adentros. Durante el dfa murmuraba por lo bajo estas frases que tanto me gustaban: «Asesino de Gi- lonne», «Se va Isabel», «Mi vestido es oscuro», y me sentia inmensamente feliz. Escribir poemas era facil. Mis poemas me gusta- ban mucho, me parecian casi perfectos. No enten- dia qué diferencia habfa entre ellos y los poemas verdaderos, ya publicados, los de los verdaderos poetas. No entendia por qué cuando se los daba a mis hermanos para que los leyeran, se refan socarro- namente y me decian que mas me valia estudiar grie- go. Pensaba que quiz4 mis hermanos no entendian nada de poesia. Mientras, tenia que ir a la escuela, y estudiar griego, latin, matematicas, historia, y sufria mucho, y me sentia aislada. Me pasaba los dias es- cribiendo mis poemas y volviendo a copiarlos en los cuadernos, y no estudiaba las lecciones, y entonces ponia el despertador a las cinco de la mafiana. El despertador sonaba, pero yo no me despertaba. Me despertaba a las siete, cuando ya no me quedaba tiempo para estudiar y tenia que vestirme para ira la escuela. No estaba contenta, tenia siempre un mie- do tremendo y una sensacién de desorden y de cul- pa. Estudiaba en la escuela; historia, en la hora de latin; griego, en la hora de historia, y siempre asi, de 87 modo que no aprendia nada. Durante bastante tiem- po pensé que valia la pena, porque mis poesias eran muy bonitas, pero un buen dia me entré la duda de que quiz4 no fueran tan bonitas, y empecé a abu- rrirme al escribirlas, a buscar los temas con esfuer- zo, y me parecia que habia agotado ya todos los te- mas posibles, que habia utilizado todas las palabras y rimas: esperanza-lontananza, pensamiento-desa- liento, viento-argento, remembranza-esperanza. No encontraba ya nada que decir. Entonces empezé una época muy mala para mi, me pasaba las tardes per- diendo el tiempo entre palabras que ya no me daban placer alguno, con un sentimiento de culpa y de ver- giienza por todo lo relacionado con la escuela; ja- mas me pasaba por la cabeza que me hubiera equi- vocado de oficio; escribir, queria escribir, sdlo que no entendia por qué de repente los dias se me ha- bian hecho tan Atidos y pobres de palabras. : La primera cosa seria que escribi fue un cuento. Un cuento breve, de cinco o seis paginas: me salié como por milagro, en una noche, y cuando me fui a dormir, estaba cansada, aturdida y estupefacta. Te- nia la impresién de que aquel cuento era una cosa seria, la primera que habia hecho hasta entonces; de repente, las poesias y las novelas con las muchachas y las carrozas me parecieron muy lejanas, de una época desaparecida para siempre, criaturas inge- nuas y ridiculas de otro tiempo. En este nuevo rela- to habia personajes. Isabel y el hombre de la barba 88 rojiza no eran personajes: yo no sabia nada de ellos salvo las frases y las palabras de las que me habia servido con ellos, y estaban confiados al azar y al ca- pricho de mi voluntad. Las palabras y las frases de las que me hab{a servido con ellos las habia encontra- do por casualidad, como si hubiese sacado de un saco, al azar, ahora una barba, luego una cocinera negra o cualquier otra cosa utilizable. Por el contra- rio, esta vez no habia sido un juego. Esta vez habia inventado personas con nombres que no habria podido cambiar: no habria podido cambiar nada de ellos y sabia una gran cantidad de detalles sobre ellos, sabia cémo habia sido su vida hasta el dia en que habia escrito el cuento, aunque en mi relato no habia hablado de ella porque no habia sido necesa- rio. Y lo sabia todo sobre la casa, el puente, la luna, el rio. Tenfa entonces diecisiete afios, y me hab{an suspendido en latin, griego y matematicas. Habia llorado mucho cuando lo supe. Pero ahora que ha- bia escrito el relato sentia un poco menos de ver- giienza. Era verano, una noche de verano. La venta- na abierta daba al jardin y volaban mariposas oscuras en torno a la l4mpara. Habj{a escrito mi cuento en papel cuadriculado y me habia sentido feliz como nunca en mi vida, y rica de pensamientos y de pa- labras. El hombre se llamaba Maurizio y la mujer se llamaba Anna, y el nifio, Villi, y también estaban el puente, la luna y el rio. Estas cosas existian en mi. Y el hombre y la mujer no eran ni buenos ni malos, 89 sino cémicos y un poco miserables, y me parecia en- tonces descubrir que asi debia ser siempre la gente en los libros, cémica y miserable a la vez. Aquel cuento me parecia bonito lo mirara por donde lo mirara: no habia ningin error, todo sucedia a tiem- po, en el momento justo. Me parecia que habria po- dido escribir millones de cuentos. Y en realidad escribi un cierto nimero de rela- tos, a intervalos de uno o dos meses, alguno bastan- te bonito y otros no. Descubri entonces que uno se cansa cuando escribe algo en serio. Es mala sefial si uno no se cansa. Uno no puede esperar escribir algo serio asi, a la ligera, como quien escribe con una sola mano, como de pasada. No se puede salir del paso como si nada. Cuando uno escribe algo se- tio, se mete dentro, se hunde hasta el fondo y, si tie- ne sentimientos muy fuertes que inquietan su cora- z6n, si es muy feliz o muy infeliz por algin motivo, digamos terrenal, que no tiene nada que ver con lo que esta escribiendo, entonces, si cuanto escribe es valido y digno de vivir, cualquier otro ‘sentimiento se adormece en él. Uno no puede esperar conservat intacta y fresca su querida felicidad, 0 su_querida in- felicidad, todo se aleja y desaparece, y se queda solo con su pagina, no puede subsistir en uno ninguna felicidad y ninguna infelicidad que no esté estrecha- mente ligada a esa pagina, no posee nada mas y no pertenece a otros, y si no le ocurre eso, entonces es sefial de que su pagina no vale nada. go Escrib/, pues, cuentos breves durante una cierta época, una época que duré alrededor de seis afios. Como habia descubierto que existian los persona- jes, me parecia que bastaba con fever un personaje para hacer un cuento. Asi, estaba siempre a la caza de personajes, miraba a la gente en el tranvia y por la calle, y cuando encontraba una cara que me pa- recia adecuada para salir en un cuento, tejia a su al- tededor detalles morales y una pequefia historia. También estaba a la caza de detalles sobre la mane- ra de vestir y el aspecto de las personas, o los inte- riores de las casas, o de los lugares; si entraba en un cuarto por primera vez, me esforzaba por describir- lo mentalmente y me esforzaba por encontrar algin detalle minimo que encajara en un cuento. Llevaba una libreta en la que escribia ciertos detalles que ha- bia descubierto, 0 pequefias comparaciones, 0 epi- sodios que me prometia poner en los cuentos. En la libreta escribia por ejemplo: «El salfa del baiio arrastrando como una larga cola el cinturén del al- bornoz.» «Cémo apesta el bafio en esta casa—le dijo la nifia—. Cuando voy, procuro no respirar —ajiadio tristemente.» «Sus rizos como racimos de uva.» «Mantas rojas y negras sobre la cama deshe- cha.» «Cara palida como una patata pelada.» Sin embargo, descubri que dificilmente estas frases me servian cuando escribia un cuento. La libreta se convertia en una especie de museo de frases, todas cristalizadas y embalsamadas, dificilmente utiliza- ot bles. Infinidad de veces intenté meter en algdn cuen- to las mantas rojas y negras 0 los rizos como racimos de uva, pero no lo consegui. La libreta, pues, no po- dia servir. Comprendi, entonces, que en este oficio no existe el ahorro. Si uno piensa «este detalle es bonito y no quiero desperdiciarlo en este cuento que estoy escribiendo, pues en él ya hay muchas cosas bonitas; lo guardaré para otro cuento futuro», en- tonces, ese detalle se te cristaliza y ya no lo puedes utilizar, Cuando uno escribe un cuento, debe poner en él lo mejor que posee y que ha visto, todo lo me- jor que ha recogido en su vida. Y los detalles se gastan, se echan a perder si uno los lleva consigo sin utilizarlos durante mucho tiempo. No sdlo los deta- Iles sino todo, todas las ocurrencias y las ideas. En aquella época en la que esctibia mis cuentos breves, con el gusto por los personajes bien encontrados y por los detalles minuciosos, en aquella €poca vi cier- ta vez pasar por la calle un carrito que llevaba un espejo, un enorme espejo con marco dorado. En él se reflejaba el cielo verde del atardecer, y yo me de- tuve para mirarlo mientras pasaba, con una gran fe- licidad y la sensaci6n de que ocurria algo importan- te, Me sentia muy feliz incluso antes de ver el espejo, y de pronto me parecié que pasaba la imagen misma de mi felicidad, el espejo verde y resplandeciente en su matco dorado. Pasé mucho tiempo pensando que lo pondria en algun cuento, y recordar el carrito con el espejo hacia que me entraran ganas de escribir. 92 Pero no consegui nunca ponerlo en ninguna parte y, en un determinado momento, me di cuenta de que Ja imagen habia muerto dentro de mi. Y sin embar- go, fue muy importante. Porque en la época en que “esctibfa mis cuentos breves me detenia siempre en personas y cosas grises y desoladas, buscaba una realidad misera y humilde. En aquel gusto que tenia entonces por encontrar detalles menudos habia una cierta malignidad por mi parte, un interés avido y mezquino por las cosas pequefias, pequefias como pulgas; habia una biasqueda obstinada y maliciosa de pulgas. Me parecié que el espejo del carrito me ofrecia posibilidades nuevas, acaso la facultad de ver una realidad més gloriosa y resplandeciente, una realidad mis feliz, que no requeria minuciosas des- cripciones y ocurrencias astutas, sino que podia rea- lizarse en una imagen resplandeciente y feliz. En aquellos cuentos breves que escribia enton- ces habia personajes a los que, en el fondo, yo des- preciaba. Como habia descubierto que es bonito gue un personaje sea misero y comico, a fuerza de comicidad y conmiseracién los convertia en seres tan despreciables y faltos de gloria que ni yo misma podia amarlos. Aquellos personajes mios tenian siempre tics, o manias, o alguna deformidad fisica, o un vicio un tanto grotesco, tenian un brazo roto 0 colgado del cuello con una venda negra, 0 tenian or- zuelos, o farfullaban, o se rascaban el trasero al ha- blar, 0 cojeaban un poco. Necesitaba siempre carac- 93 terizarlos de alguna manera. Era para mi un medio de rehuir el temor a su irrealidad, de captar su hu- manidad, ya que, inconscientemente, dudaba de ella. Porque entonces no entendia—pero en la épo- ca del espejo en el carrito comencé confusamente a entenderlo—que ya no se trataba de personajes, si- no de marionetas, bastante bien retratadas y pareci- das a los hombres verdaderos, pero marionetas. Al inventar los personajes, de inmediato los caracteti- zaba, los marcaba con un detalle grotesco, y en esto habia algo un tanto malvado, entonces habfa en mi como un resentimiento maligno respecto a la reali- dad. No se trataba de un resentimiento fundado en algo vivo, porque entonces era una muchacha feliz, sino que nacia como reaccién a la ing idad; se trataba de ese resentimiento particular que es la de- fensa de la persona ingenua, siempre inclinada a pensar que le toman el pelo, ese resentimiento del campesino que lleva poco tiempo en la ciudad y en todas partes ve ladrones. Al principio me sentia or- gullosa de él, porque me parecia un gran triunfo de la ironia sobre la ingenuidad y sobre aquellos aban- donos patéticos de la adolescencia que tanto se veian en mis poemas. La ironfa y la perversidad me pa- recian armas muy importantes en mis manos; me parecia que me servian para escribir como un hom- bre, porque entonces deseaba ardientemente escri- bir como un hombre, me daba pavor que a través de las cosas que escribia se pudiera inferir que era mu- 94 jer. Los personajes que creaba eran casi siempre hombres, para que fueran distintos y lo mas alejados posible de mi. Me habia vuelto bastante habil en el plantea- miento de los cuentos, en despojarlos de todo lo indtil, en hacer que los detalles y las conversaciones aparecieran en el momento justo. Escribia cuentos precisos y claros, bien llevados hasta el final, sin tor- pezas, sin fallos de tono. Pero ocurrié que llegé un momento en que me cansé. Las caras de las perso- nas que encontraba por la calle ya no me decian nada interesante. Unos tenian orzuelos, otros lleva- ban el sombrero echado para atras, otros bufanda en lugar de camisa, pero eran cosas que ya no me importaban. Estaba cansada de mirar las cosas y a la gente, y de describirlas mentalmente. El mundo se habia callado. No encontraba palabras para descri- birlo, no tenfa palabras que me causaran gran pla- cer. Ya no poseja nada. Trataba de acordarme del es- pejo, pero hasta esto habia muerto en mi. Llevaba dentro de mi una carga de cosas embalsamadas, de ces, gestos gute no vibraban, que pesaban, mUErtOR. en mi corazon. Después nacieron mis hijos, y yo, al principio, cuando eran muy pequefios, no lograba entender cémo se podia escribir teniendo hijos. No entendia cémo conseguiria separarme de ellos para seguir al personaje de un cuento. Habia empezado a despreciar mi oficio. De vez en cuando sentia una 95 nostalgia desesperada de él, me sentia aislada, pero me esforzaba en despreciarlo y ridiculizarlo para ocuparme tnicamente de los nifios. Crefa que éste era mi deber. Me preocupaba de la papilla de arroz y de la papilla de cebada, de si hacia sol o no hacia sol, de si hacfa viento 0 no hacia viento para sacar a pasear a los nifios. Los nifios me parecian algo de- masiado importante como para perder el tiempo con esttpidas historias, estiipidos personajes em- balsamados. Pero sentia una feroz nostalgia, y algu- nas veces, por la noche, me daban ganas de llorar al recordar lo bonito que era mi oficio. Pensaba que volveria a él algiin dia, pero no sabia cuando; pen- saba que deberfa esperar a que mis hijos se hicieran hombtes y se apartaran de mi. Porque lo que yo sen- tia entonces por mis hijos era un sentimiento que to- davia no habia aprendido a dominar. Después lo fui aprendiendo poco a poco. Ni siquiera tardé mucho. Todavia preparaba salsa de tomate y sopa de sémo- la, pero iba pensando en lo que iba a escribir. En- tonces viviamos en el sur, en un pueblo muy bonito. Recordaba las calles de mi ciudad y las colinas, y esas calles y esas colinas se unian a las calles y a las colinas y alos campos del pueblo donde viviamos, y de todo ello nacia una naturaleza nueva, algo que yo podia amar otra vez. Afioraba mi ciudad, y la amaba mucho en el recuerdo, la amaba y entendia su senti- do como quizé no me habia ocurrido cuando vivia en ella, y amaba también el pueblo donde viviamos, 96 un pueblo polvoriento y blanco bajo el sol del sur, anchos prados de hierba espinosa y agostada se ex- tendian bajo mis ventanas, y en mi corazén soplaba con fuerza el recuerdo de las avenidas de mi ciudad, de los platanos y de las casas altas, y todo esto em- pezaba a arder alegremente dentro de mi, y sentia muchas ganas de escribir. Escribi un relato largo, el mas largo que habia escrito nunca. Retomé la escri- tura como quien no ha escrito nunca, porque lleva- ba mucho tiempo sin escribir, y las palabras eran como lavadas y frescas, todo volvia a estar como in- tacto, leno de sabor y de olor. Escribia por las tardes, cuando mis hijos salian a pasear con una muchacha del pueblo; escribia con avidez y con alegria, y era un otofio hermoso y todos los dias me sentia muy fe- liz. En el relato ponia a gente inventada y a gente real, del pueblo; también me salian ciertas palabras que decia la gente de alli y que yo antes no sabia, ciertas imprecaciones y ciertas frases hechas: estas palabras nuevas crecian y fermentaban y daban vida incluso a todas las dem4s palabras viejas. El perso- naje principal era una mujer, pero muy, muy distin- ta de mi. Ya no deseaba tanto escribir como un hombre, porque habia tenido a mis nifios, y me pa- recia que sabia muchas cosas sobre la salsa de toma- te, y aunque no las pusiera en el cuento, era util para mi oficio que yo las supiera; de un modo misterioso y remoto hasta esto servia para mi oficio. Me pare- cia que las mujeres sabfan sobre sus hijos cosas que 97 un hombre no puede saber jamas. Escribia mi relato muy deprisa, como si tuviera miedo de que se me es- capara. Yo lo llamaba novela, pero quiza no era una novela. Por lo demas, hasta ahora siempre he escrito deprisa y cosas mas bien breves, y en un determina- do momento, me parece que he entendido el por- qué. Porque tengo hermanos mucho mayores que yo, y cuando era pequefia, si hablaba en la mesa siempre me mandaban callar. Asi me acostumbré a decir siempre las cosas deprisa, precipitadamente y con el menor nimero posible de palabras, siempre ~con miedo de que los demas continuaran hablando entre ellos y dejaran de prestarme atencién. Tal vez parezca una explicacién algo estupida, pero segura- mente debe de haber sido asi. He dicho que entonces, cuando escrib{a lo que yo Ilamaba novela, era una época muy feliz para mi. En mi vida no hab{a ocurrido nada grave, ignoraba la enfermedad, la traici6n, la soledad y la muerte. Nada se habia venido abajo en mi vida, a no ser co- sas futiles, nada querido a mi coraz6n me habia sido atrancado. Sélo habia sufrido las ociosas melanco- lias de la adolescencia y el contratiempo de no sa- ber como escribir. Entonces era feliz de un modo pleno y tranquilo, sin miedo y sin angustia, y con una total fe en la estabilidad y en la consistencia de la felicidad en el mundo. Cuando somos felices, nos sentimos mas frios, mas licidos y distanciados de nuestra realidad. Cuando somos felices, tendemos a 98 crear personajes muy distintos de nosotros, a verlos bajo la gélida luz de las cosas extrafias, apartamos la vista de nuestra alma feliz y satisfecha y la fija- mos sin piedad en los demas seres, sin piedad, con un juicio despreocupado y cruel, irénico y sober- bio, mientras la fantasia y la energia inventiva acttan con fuerza en nosotros. Logramos inventar petso- najes con facilidad, muchos personajes, fundamen- talmente distintos de nosotros, y logramos escribir historias sélidamente construidas, como secadas bajo una luz clara y fria. Lo que nos falta entonces, cuando somos felices con esa felicidad especial sin lagrimas, sin angustia y sin miedo, lo que nos falta entonces es una relacién intima y tierna con nues- tros personajes, con los lugares y las cosas que con- tamos. Lo que nos falta es la caridad. Aparente- mente somos mucho mas generosos, en el sentido de que encontramos siempre la fuerza para intere- sarnos por los demas, para prodigar a los demas nuestros cuidados, no nos ocupamos tanto de no- sotros mismos porque no tenemos necesidad de nada. Pero ese interés nuestro por los demas, tan despojado de ternura, no capta sino unos pocos as- pectos bastante exteriores de su persona. E] mundo tiene para nosotros una sola dimensién, carece de secretos y de sombras; el dolor que nos es desco- nocido logramos adivinarlo y crearlo en virtud de la fuerza fantastica que nos anima, pero lo vemos siempre bajo la luz estéril y gélida de las cosas que 99 no nos pertenecen, que no tienen raices dentro de no- sotros., a Nuestra felicidad o infelicidad personal, nuestra condicién terrenal tiene una gran importancia en relacién con lo que escribimos. He dicho antes que, en el momento en que uno escribe, se siente mila- grosamente impulsado a ignorar las circunstancias presentes de su propia vida. Sin duda es asi. Pero ser felices o infelices nos lleva a escribir de un modo u otro. Cuando somos felices, nuestra fantasia tiene mas fuerza; cuando somos infelices, nuestra memo- ria acttia entonces con mas brio. El sufrimiento hace que la fantasfa se vuelva débil y perezosa; fun- ciona, pero con desgana y languidez, con los movi- mientos débiles de los enfermos, con el cansancio y la cautela de los miembros doloridos y febriles; nos cuesta apartar la vista de nuestra vida y de nuestra alma, de la sed y de la inquietud que nos embarga. En las cosas que escribimos afloran entonces, conti- nuamente, recuerdos de nuestro pasado, nuestra propia voz resuena de continuo y no conseguimos imponerle silencio. Entre nosotros y los personajes que inventamos entonces, que nuestra fantasia lan- guideciente consigue, no obstante, inventar, nace una relacién particular, tierna y como materna, una relacién calida y himeda de lagrimas, de una inti- midad carnal y asfixiante. Tenemos rafces profundas y dolientes en cada ser y en cada cosa del mundo, del mundo que se ha poblado de ecos, de estreme- LOO cimientos y sombras, y una piedad devota y apasio- nada nos une a ellas. Nos arriesgamos entonces a naufragar en un lago oscuro de agua muerta y estan- cada, y arrastrar con nosotros las criaturas de nues- tro pensamiento, dejarlas perecer con nosotros en el remolino tibio y oscuro, entre ratas muertas y flores putrefactas. Hay un peligro en el dolor, asi como hay un peligro en la felicidad, respecto a las Cosas que escribimos. Porque la belleza poética es un con- junto de crueldad, de soberbia, de ironia, de ternu- ra carnal, de f fantasia y de memoria, de claridad y de oscuridad, y si no conseguimos obtener todo esto junto, nuestro resultado es pobre, precario y escasa- mente vital. 61... Ahora bien, Gatdadas no es que uno pueda espe- rar consolarse de su tristeza escribiendo. Uno no puede abrigar la ilusién de que el propio oficio lo acaricie y lo acune. En mi vida hubo domingos in- terminables, desolados y desiertos, en los que desea- ba ardientemente escribir algo para consolarme de la soledad y el aburrimiento, para ser acariciada y acunada por frases y palabras. Pero no hubo mane- ra de que me saliera una sola linea. En estos casos, mi oficio siempre me rechaz6, no quiso saber nada de mi. Porque este oficio no es nunca un consuelo o una distraccién. No es una compafifa. Este oficio es un amo, un amo capaz de azotarnos hasta hacernos sangrar, un amo que grita y condena. Nosotros de- bemos tragar saliva y lagrimas, apretar los dientes, re hea. Iol secar la sangre de nuestras heridas y servirlo. Ser- vitlo cuando él nos lo pide. Entonces, nos ayuda también a mantenernos en pie, a tener los pies bien asentados sobre la tierra, nos ayuda a vencer la lo- cura y el delirio, la desesperacién y la fiebre. Pero quiere ser él quien manda y se niega siempre a pres- tarnos atencién cuando lo necesitamos. Ocurrié que conoci bien el dolor después de esa época que pasé en el sur, un dolor verdadero, irre- mediable e inolvidable, que destroz6é toda mi vida, y cuando intenté volver a recomponerla de algan modo, vi que mi vida y yo nos habiamos convertido en algo irreconocible respecto al tiempo anterior. Lo tinico que no habia cambiado era mi oficio, pero incluso en este caso es completamente falso decir que no habia cambiado, los instrumentos seguian siendo los mismos, pero era otro el modo en que yo los utilizaba. Al principio lo detestaba, me daba ho- rror, pero sabia bien que acabaria volviendo a ser- virlo y que me salvaria. Asi, a veces he llegado a pen- sar que no he sido tan desgraciada en mi vida, y que soy injusta cuando acuso al destino y le niego toda benevolencia para conmigo, pues me ha dado tres hijos y mi oficio. Por lo demés, no podria imaginar siquiera mi vida sin este oficio. Ha estado siempre alli, no me ha dejado nunca, ni un solo momento, y cuando lo crefa dormido, su mirada viva y vigilante estaba puesta en mi. Asi es mi oficio. Normalmente, no da mucho di- 102 nero, es mas, para vivir siempre hay que hacer otro trabajo al mismo tiempo. A veces también da un poco: y tener dinero gracias a él es una cosa muy dulce, como recibir dinero y regalos del ser amado. Asi es mi oficio. No sé mucho, digo, sobre el valor de los resultados que me ha dado y que podra dar- me, o mejor dicho, de los resultados obtenidos conozco el valor relativo, aunque no el absoluto. Cuando escribo algo, suelo pensar que es muy im- portante y que yo soy una gran escritora, Creo quea todos les ocurre igual. Pero hay un rinconcito de mi alma donde sé muy bien y siempre lo que soy, es de- cir, una escritora pequefa, muy pequefia. Juro que lo sé. Pero no me importa mucho. Sélo que no quie- ro pensar en nombres; he comprobado que si me pregunto «guna pequefia escritora como quién?», me entristece pensar en nombres de otros peque- fios escritores. Prefiero creer que nadie ha sido nunca como yo, por pequefia escritora que yo sea, aunque como escritora sea una pulga o un mosquito. Lo que si es importante, en cambio, es tener la con- viccién de que es justamente un oficio, una profe- sion, algo que se hard toda la vida. Pero, como oficio, no es broma. Existen incontables peligros ademas de los que he mencionado. Estamos continuamente amenazados por graves peligros en el mismo instan- te de redactat nuestra pagina. Existe el peligro de ponerse de repente a coquetear y a cantar. Yo siem- pre tengo unas ganas locas de ponerme a cantar, 103 debo contenerme mucho para no hacerlo. Y esta el peligro de estafar con palabras que no existen de ve- ras en nosotros, que hemos encontrado por casuali- dad fuera de nosotros y que reunimos con destreza porque hemos llegado a ser bastante listos. Esta el peligro de pasarnos de listos y estafar. Es un oficio bastante dificil, como veis, pero es el mas bonito del mundo. Los dias y los asuntos de nuestra vida, los dias y los asuntos de la vida de los demas a los que asistimos, lecturas e imagenes y pensamientos y con- versaciones lo alimentan y crece en nuestro interior. Es un oficio que se nutre también de cosas horri- bles, se come lo mejor y lo peor de nuestra vida, en su sangre fluyen tanto nuestros sentimientos malos como los buenos. Se alimenta y crece en nuestro in- terior. 104

You might also like