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Codependencia-Libro Pia Melody
Codependencia-Libro Pia Melody
Pág.
Prólogo .......................................................................................................................................... 2
Reconocimientos .......................................................................................................................... 6
Introducción: cómo empezó todo ............................................................................................7 - 11
Primera parte
LOS SÍNTOMAS DE LA CODEPENDENCIA
1. Haciendo frente a la codependencia ..................................................................................12 - 14
2. Los cinco síntomas nucleares de la codependencia .......................................................15 - 37
3. Cómo los síntomas sabotean nuestras vidas ...................................................................38 - 46
Segunda parte
LA NATURALEZA DEL NIÑO
4. Un niño precioso en una familia funcional ........................................................................ 47- 54
5. Un niño precioso en una familia disfuncional ...................................................................55 - 64
6. El daño emocional del abuso ..............................................................................................65 - 76
7. De generación en generación .............................................................................................77 - 81
Tercera parte
LAS RAÍCES DE LA CODEPENDENCIA
8. Cómo afrontar el abuso .......................................................................................................82 - 85
9. Las defensas contra el reconocimiento del abuso ...........................................................86 - 94
10. El abuso físico .................................................................................................................. 95 - 101
11. El abuso sexual ............................................................................................................... 102 - 114
12. El abuso emocional ......................................................................................................... 115 - 119
13. El abuso intelectual ......................................................................................................... 120 - 122
14. El abuso espiritual........................................................................................................... 123 - 130
Cuarta parte
HACIA LA RECUPERACIÓN
15. La recuperación personal ............................................................................................... 131 - 137
Apéndice. Una breve historia de la codependencia
y una mirada a la literatura psicológica .............................................................................. 138 - 144
Referencias bibliográficas ......................................................................................................... 145
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PRÓLOGO
En ciertos hombres y mujeres, sentimientos humanos normales tales como la
vergüenza, el temor, el dolor y la ira aparecen tan magnificados que esas personas se
encuentran casi siempre en un estado emocional marcado por la angustia y por la sensación
de ser irracionales, disfuncionales y/o «locas». También piensan que deben hacer felices a
quienes las rodean, y cuando no pueden, les parece que en algún sentido valen «menos que»
los otros.
Esas reacciones intensas suelen ser suscitadas por experiencias muy poco dramáticas,
como, por ejemplo, un desacuerdo con el cónyuge acerca de qué película ir a ver o dónde
pasar las vacaciones. La desesperación o la ira pueden ser desencadenadas por la decepción
de no conseguir un empleo después de haber sido entrevistado o por el hecho de que un buen
amigo se mude a otra ciudad, o de que el perro del vecino haya pisoteado las flores del jardín.
Cualquiera de estas situaciones puede provocar reacciones emocionales mucho más que
moderadas, que van desde sentimientos explosivos hasta una blanda mansedumbre y una
falta total de expresión emocional. Pero todas estas reacciones aparentemente incontrolables
sabotean por igual la vida y las relaciones de esas personas.
No obstante, estos hombres y mujeres actúan como si, para calmar los sentimientos
desmesurados, incontrolables e irracionales que los tiranizan, el único recurso fuera ser
perfectos en todo lo que hacen o complacer a quienes los rodean. Tienen la idea ilusoria de
que esos malos sentimientos (que a veces resultan abrumadores) se pueden sofocar
«haciendo mejor las cosas» u obteniendo la aprobación de ciertas personas importantes de
sus vidas. Con esta actitud, dejan que su propia felicidad dependa de esas personas
importantes y de su aprobación. Cuando aquellos a quienes tratan de agradar «no aprecian lo
que se está haciendo por ellos» y no brindan su aprobación esencial, los individuos tiranizados
emocionalmente se enfurecen. Pero como la buena opinión de quienes deben aprobarlos es
demasiado importante, esa ira tiene que ser reprimida. Y aunque no se la despliega de modo
directo puede surgir de modo lateral, en sarcasmos, olvidos, chistes hostiles u otras conductas
pasivo-agresivas.
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A menudo, estos hombres y mujeres parecen amables y serviciales. Sin embargo, un
examen más atento revela en ellos una poderosa necesidad de controlar, manipular y
conseguir la aprobación que creen necesaria en su lucha con ciertos sentimientos
abrumadores. A largo plazo, todos sus esfuerzos son inútiles, porque nadie puede liberarlos
de ese aspecto abrumador. Llegan a creer que para ellos no hay esperanza.
Por otra parte, en algunos individuos con antecedentes similares sucede algo
muy distinto: las emociones humanas normales aparecen tan minimizadas, que ellos no
experimentan casi ningún sentimiento — ningún temor, dolor, ira ni vergüenza, y
tampoco goce, placer ni contento — . Pasan toda su vida en un estado de apatía.
En realidad, han sido las familias de los alcohólicos, y de otros dependientes de drogas,
las que hicieron que los terapeutas de los centros de tratamiento prestaran atención a estos
dos grupos de síntomas. Todos los miembros de esas familias parecían padecer sentimientos
intensificados de vergüenza, miedo, ira y dolor en sus relaciones con el alcohólico o el adicto
que ocupaba el foco de la vida familiar. Pero a menudo no podían expresar esos sentimientos
de un modo sano, debido a la compulsión de agradar y cuidar al adicto.
Esta estrategia nunca daba resultado. Incluso cuando el alcohólico permanecía sobrio,
la familia solía seguir enferma, y en realidad parecía experimentar resentimiento por esa
sobriedad. A veces la saboteaba. Era como si la familia necesitara que el adicto siguiera
enfermo y dependiente de los otros miembros para que éstos pudieran seguir dependiendo de
él, y explicando de tal modo sus malos sentimientos exagerados.
Esta dependencia de un adicto llevó a los terapeutas a tomar conciencia de que estaba
actuando una enfermedad penosa y discapacitante, una enfermedad que más tarde
comprendieron que también afectaba a incontables familias de Estados Unidos en las que no
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había ningún miembro dependiente de sustancias químicas.
Creemos que estas personas que sufren están en las garras de una seria enfermedad
subyacente denominada «codependencia. Y sólo unas pocas saben que existe una cura para
los síntomas discapacitantes que hemos descrito. Pero quienes padecen codependencia
suelen terminar en la desesperación, y a veces mueren realmente a causa de sus efectos. Los
certificados de defunción nunca mencionan esta enfermedad por su nombre. Las historias de
las víctimas hablan de desvalimiento, suicidio, «accidente», problemas cardiovasculares y
enfermedades malignas relacionadas con el estrés, el abandono personal y la ira reprimida,
con su depresión correlativa.
Esta enfermedad es muy difícil de ver desde afuera, porque quienes la padecen llevan
una máscara de adecuación y éxito, destinada a lograr esa aprobación más importante que
nada. Pero estos esclavos de sentimientos compulsivos poderosos y aparentemente
infundados están condenados a recorrer de modo incesante un círculo de fracaso personal y
experiencias intensificadas de vergüenza, dolor, miedo e ira reprimida.
Durante los últimos ocho años, Pía Mellody ha desarrollado una terapia para la
codependencia en The Meadows, un centro de tratamiento de las adicciones de Wickenburg
(Arizona). Ha llevado personalmente a la recuperación y la integridad a centenares de
personas que padecían las agonías de la codependencia. El propósito de este libro no consiste
en proporcionar una historia detallada del desarrollo del concepto de codependencia, ni
argumentos relacionados con sus status de auténtica enfermedad, sino describir el trastorno
tal como Pia Mellody lo ha visto: desde dentro, en cientos de vidas de pacientes, incluso en la
suya propia. (Aunque en el texto siempre se emplea la primera persona del singular, todos los
autores hemos participado en la redacción.)
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un texto organizado las opiniones de ella y las nuestras acerca de este tema.
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RECONOCIMIENTOS
Deseo hacer mención de las contribuciones de mi esposo, Pat, quien desempeñó
una parte importante en el desarrollo de estas Ideas. El concepto de «límite» proviene
de discusiones que hemos tenido sobre sugerencias de la madre de él acerca del modo
como podía defenderse. El hecho de que Pat se enfrentara al proceso de mi enfermedad
fue importante para mi propia comprensión de este material. Y como director de The
Meadows, él me permitió elaborar estas ideas mediante la conversación con otros
codependientes en tratamiento, y la enseñanza de aquéllas en In institución.
PÍA MELLODY
Los autores desean expresar su gratitud a las siguientes personas: Roy Carlisle,
que advirtió el alcance de este proyecto y nos alentó a realizarlo; Thomas Grady, cuya
orientación en relación con la estructura fue inestimable; Valerie Bullock, Arlene Cárter,
Richard D. Grant (hijo), Carolyn Huffman, Charles Huffman y Kay Sexton, que leyeron
los primeros borradores y cuyos comentarios nos ayudaron a clarificar estos
conceptos. También deseamos agradecer a David Greene, que nos ayudó con la
referencia a la teoría del circuito eléctrico en el examen de la vergüenza transportada.
Como la decisión final en cuanto a la redacción y compaginación quedó en manos de
Pia Mellody y las nuestras, aquellas personas no son responsables de cualquier error o
confusión que pueda subsistir en el texto.
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de ira, que nos asustaban a mí misma y a quienes me rodeaban. Las cosas empeoraron.
La angustia y la presión interior se volvieron constantes.
Mi vida parecía estar quedando fuera de control. De modo que busqué ayuda, y
finalmente me dirigí a un centro de tratamiento, en 1979, para ser atendida por un
conjunto de síntomas que ahora llamo «codependencia».
Se limitaron a mirarme, y uno de ellos me dijo: «Bien, ¿por qué no busca usted
misma el modo de tratar eso, sea lo que fuere?» Me sentí tan furiosa que quería
golpearlos a los dos. Empecé a caminar de un lado a otro, y al final me fui, mientras
ellos me observaban como si pensaran que estaba loca.
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haberme dicho a mí misma: «Si yo misma debo encontrar el tratamiento, todos los que
tenemos estos problemas estamos desahuciados. ¿Cómo puedo hacerlo?». Me sentía
muy incapaz. Incluso tratar de identificar los problemas me confundía. Mientras luchaba
con mi ira y mi pánico, me pregunté cómo podría discriminar y ordenar los síntomas de
mi dolor y crear un plan de tratamiento para mí misma.
A continuación pensé otra cosa: «Mis síntomas podrían estar relacionados con el
hecho de que he sido objeto de maltrato en l a n i ñ e z ». En efecto, en mi niñez había
tenido algunas experiencias profundamente traumáticas, y de pronto recordé que
algunas otras personas que yo conocía y presentaban síntomas similares a los míos
también habían sido objeto de abusos en su niñez. ¡Quizás ése era el caso de
muchas! ¡Quizás ése fuera el caso de todas! Yo tenía bastantes conocimientos de
psicología y terapia, y suficiente recuperación en Alcohólicos Anónimos, como para
saber que las experiencias dolorosas de la niñez eran un nido de víboras común
en las familias adictivas y en otros tipos de familias disfuncionales. Me dije que
entrevistaría a todas las personas con antecedentes de maltrato que llegaran a The
Meadows en busca de tratamiento; les hablaría específicamente de abuso en la
infancia y sus problemas presentes, y trataría de discernir de qué modo habían sido
afectadas. Por otra parte, ya estábamos realizando algún trabajo básico sobre el
maltrato a niños. Comencé pidiéndoles a los consejeros que enviaran a mi
tratamiento a las personas que habían sido objeto de maltrato. En mi trabajo con
los pacientes en The Meadows había llegado a darme cuenta de que los términos
«maltrato» o «abuso» son mucho más amplios que lo que piensa la mayoría de las
personas. Incluye más que la paliza física abierta, las lesiones, el incesto o el
abuso sexual que comúnmente asociamos con esas palabras. El abuso también
asume formas emocionales, intelectuales y espirituales. De hecho, cuando hablo
de abuso incluyo ahora a cualquier experiencia de la infancia (desde el nacimiento
hasta los 17 años) que sea «menos-que-nutricia». En mis conferencias, a menudo
utilizo de modo intercambiable con la palabra «abuso» las expresiones
«disfuncional» y «menos-que-nutricio». Cuando estas víctimas del abuso infantil
llegaron a mi consultorio y me contaron sus experiencias, comencé a ver las cone-
xiones que existían entre el maltrato que habían padecido y sus síntomas adultos
intensos y aparentemente irracionales, similares a los míos. Al cabo de cierto
tiempo, se perfiló con claridad un cuadro común de lo que sucedía con estas
personas diferentes. Aunque yo ya sabía que los distintos tipos de abuso en la
niñez creaban diferentes clases de problemas en los adultos, en ese momento pude
ver con claridad que quienes habían sido víctimas de maItrato presentaban una
sintomatología común en la vida adulta. Todos nosotros teníamos los síntomas de lo que
ahora entendemos en general por «codependencia». (En la primera parte describiré
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en detalle estos síntomas específicos.)
Cuando hablaba con estas personas sobre sus problemas, ellas y yo nos
exaltábamos. Nos comprendíamos. De algún modo éramos una misma clase de
personas que hablaban el mismo idioma. Lo que ellas me decían estaba muy claro
para mí, y de ningún modo me parecía griego.
Yo les respondía: «No lo sé, pero dejadme que lo piense». Después pensaba en
algo en que pudiera ayudar a aliviar ciertos síntomas que esas personas
experimentaban, y les decía: «Intentad eso, yo también lo haré». No creo poder darle
un consejo a nadie si yo misma no estoy dispuesta a ponerlo en práctica.
Más tarde comprendí que, si bien los codependientes solemos ser muy
sensibles a los problemas de quienes nos rodean y tenemos una perspicacia inusual
para encontrar modos de ayudarlos, con frecuencia andamos a tientas en la oscuridad
cuando se trata de diagnosticarnos y ayudarnos a nosotros mismos en relación con
los problemas de la codependencia. Creo que sólo me ayudé a mí misma al sugerir
procedimientos a otras personas y ponerlos en práctica yo misma.
Ése fue el inicio del taller sobre el abuso infantil y la codependencia, que desde
entonces he estado dirigiendo en The Meadows y en diferentes ciudades de todo el
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país. La respuesta positiva que suscitó me ha resultado sorprendente.
Este libro abarca los siguientes aspectos clave de la enfermedad como yo la veo:
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• Una discusión del modo como la experiencia del abuso infantil instila en el
niño los sentimientos inapropiados (indebidamente dolorosos, exagerados
o congelados) que conducen a las conductas anormales responsables de las
relaciones difíciles.
• Una consideración profunda de las diversas conductas parentales
disfuncionales (a las que yo también denomino «abuso infantil») que
producen adultos codependientes.
• Información sobre las vías de recuperación ahora al alcance de los
codependientes que quieran hacer algo para superar su penosa enfermedad,
que amenaza la vida.
Afrontar la codependencia exige coraje. A diferencia de las víctimas del abuso
de alcohol o drogas, los codependientes son a menudo recompensados por la enorme
cantidad de «agradadores» con los que ellos se comprometen como resultado de su
enfermedad. Pero el miedo, la ira, el dolor, la vergüenza y la desesperación
abrumadores nos han mantenido a muchos de nosotros, durante años, en un
estado de desdicha. Y el único modo que he encontrado de tratar la codependencia
con eficacia consiste en alentar a la gente a iniciar con valor el proceso descrito en
este libro. A todos los pacientes que trato les digo lo mismo: «El secreto de tu
recuperación es que aprendas a asumir tu propia historia. Mírala, toma conciencia de ella y
experimenta tus sentimientos respecto de los hechos menos-que-nutricios de tu pasado.
Porque si no lo haces, los problemas de tu historia permanecerán en un estado de
minimización, negación y engaño, y verdaderamente seguirán detrás de ti como demonios
de los que no eres consciente. Esta situación seguirá haciéndote desdichado a través de
tus propias conductas disfuncionales». También empleo palabras más directas: «Abraza
a tus demonios o te morderán el trasero». En otros términos, «si no abrazas lo que es
disfuncional, estás condenado a repetirlo y permanecer en el dolor».
Este libro trata sobre el coraje de hacer frente a nuestra propia realidad, y
sobre el camino a la libertad.
PÍA MELLODY
I PARTE
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Si el lector es una de estas personas, quiero decirle que existen muchas esperanzas. El
primer paso importante en el cambio y la clarificación de estas distorsiones requiere que afronte
el hecho de que padece esta enfermedad. Uno de los propósitos de este libro es describir los
síntomas, su origen y el modo como sabotea nuestras vidas, para que el codependiente
aprenda a reconocer el trastorno en él mismo.
Esta enfermedad y sus vínculos con las diversas formas de abuso infantil es un tema
complejo. Debido a las experiencias disfuncionales de la niñez, el adulto codependiente
carece de capacidad para ser una persona madura y vivir una existencia plena y válida. La
codependencia se refleja en dos áreas clave de la vida: la relación con uno mismo y la relación
con los otros. Creo que la relación con uno mismo es la más importante, porque cuando
uno tiene una relación respetuosa, afirmativa, consigo mismo, las relaciones con los otros se
vuelven automáticamente menos disfuncionales y más respetuosas y afirmativas.
El origen de la enfermedad
Por ejemplo, muchas personas creen que la gama del cuidado parental normal incluye
pegarle al niño con un cinturón, abofetearlo, gritarle, ponerle apodos que lo ridiculizan,
llevarlo a dormir a la cama de los adultos o mostrarse desnudo ante él cuando ya tiene
más de 3 o 4 años. Quizá crean que es aceptable exigir a los niños pequeños que resuelvan
por sí mismos las dificultades y situaciones de la vida, en lugar de proporcionarles un
conjunto concreto de reglas de conducta social y algunas técnicas básicas para la resolución
de problemas. Algunos progenitores no enseñan siquiera las técnicas higiénicas
básicas, como bañarse, peinarse, usar desodorantes, limpiarse los dientes, mantener
ropa libre de polvo, suciedad y olor corporal, además de coserla cuando está rota: esperan
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que el niño lo sepa todo por sí mismo.
Ciertos padres creen que, si no se le imponen al niño reglas rígidas y castigos severos
y rápidos por violarlas, se convertirá en un delincuente juvenil, en una madre soltera
adolescente o un drogadicto. Algunos, después de castigar a un niño inocente por error
— ya que se apresuraron a hacerlo cuando aún cuando no estaban claros los hechos —,
nunca se disculpan con el niño por ese error. Estos padres creen que disculparse equivaldría
a demostrar «debilidad», y que por ello podría socavar la autoridad
Muchos de nosotros, educados en hogares donde esta clase de conducta era común,
crecimos con la idea ilusoria de que lo que nos sucedía era «normal» y apropiado. Nuestros
cuidadores nos indujeron a creer que teníamos problemas porque nosotros no
respondíamos de modo adecuado. Y muchos llegamos a la adultez llenos de sentimientos
frustrantes y con un modo distorsionado de ver lo que sucedía en nuestra familia de origen.
Creemos que era correcta la manera como nuestra familia se comportaba con nosotros, y
que nuestros cuidadores fueron buenos. Par nuestra percepción inconsciente, como nosotros
no éramos felices o no nos sentíamos cómodos, tampoco éramos «buenos». Además se diría
que no podíamos agradar a nuestros padres siendo lo que éramos de forma natural. Esta
idea errónea de que el abuso era normal, y que lo malo estaba en nosotros, nos encierra en
Ia enfermedad de la codependencia, sin dejarnos salida.
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Empezando a mirar
Para iniciar este recorrido hacia la recuperación, cada uno debe considerar los cinco
síntomas primarios de la codependencia y sus consecuencias incontroladas resultantes en
nuestras vidas; debemos construir la historia individual de su origen. El proceso de afrontar
e identificar estas cuestiones parece ser el único modo como los codependientes podemos
empezar a cambiar algunos de los pensamientos, emociones y conductas que han saboteado
nuestras vidas.
El capítulo siguiente trata sobre lo que yo creo que son los orígenes de los cinco síntomas
nucleares de la codependencia, y sobre el modo como se ve actuar a esos síntomas en la vida
del codependiente adulto
La estima exterior
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exterior, basándola sobre todo en el hecho de que tenía mucho dinero e influencia.
Cuando Frank perdió su fortuna en una baja repentina e inevitable del mercado
inmobiliario, quedó privado de toda sensación de estima y propio merecimiento.
Entró en tratamiento profundamente deprimido, creyendo que carecía por completo
de valor porque no tenía el dinero y el poder de antes. Como carecía de experiencia
con la verdadera autoestima, se sentía incapaz y desorientado.
James, un abogado pudiente que estaba en tratamiento cuando llegó
Frank, no había perdido su dinero. Aunque él creía tener verdadera autoestima, en
realidad su estima también si basaba en la fortuna que poseía. James me oyó decir
que la autoestima verdadera se experimenta desde dentro. Expliqué que en su origen
la autoestima surge de dentro por haber sido queridos por nuestros padres en razón
de lo que éramos, y no de lo que hacíamos. Pero él aún no comprendía que la estima
que experimentaba era estima exterior, y no autoestima, porque el dinero no le
permitía discernir su procedencia. La posición de James era mucho más difícil que
la de Frank, quien sufría las consecuencias de su falta de autoestima y estaba en
condiciones de reconocerla. Como James conservaba su dinero, ignoraba que
tenía un problema o que su autoestima era baja o inexistente. Pero los efectos de su
baja autoestima ignorada irrumpían inconscientemente en sus relaciones íntimas.
Tener dinero es una de las experiencias «desde afuera hacia adentro» más
poderosas entre las que enmascaran la inseguridad y la falta de autoestima
personales. Es muy improbable que James realice un verdadero progreso en su
recuperación. Sin embargo, su vida es desdichada, porque es adicto al alcohol y a
controlar a las personas; lo han obligado a reconocer esto su jefe y su familia, a
quienes no puede controlar. Pero no ve la falta de autoestima una como un problema,
por lo cual no está en condiciones de enfrentarse a su propia codependencia.
Liza es una madre de 42 años que se estima a sí misma según lo que hagan
los hijos. Cuando uno de ellos tiene problemas pierde su sensación de estima. Buddy,
el hijo de 20 años fue detenido por vender drogas y lo hirieron en la cárcel. La
reacción de Liza fue una cólera extrema; Buddy la había privado de «respeto». Ahora
se ve a sí misma como la madre de «un presidiario». En el centro de tratamiento se
nos presenta como «i n ú t i l » porque su hijo tiene problemas.
Los sistemas de límites son «vallas» invisibles y simbólicas que tienen tres
propósitos: a) impedir que la gente penetre en nuestro espacio y abuse de nosotros;
b) impedirnos a nosotros entrar en el espacio de otras personas y abusar de ellas, y c)
proporcionarnos un modo de materializar nuestro sentido de «quiénes somos». Los
sistemas de límites tienen dos partes: la externa y la interna. Nuestro límite externo
nos permite escoger la distancia respecto de las otras personas, y autorizarles o
negarles autorización para que se nos acerquen. El límite externo también impide que
con nuestro cuerpo le hagamos daño al cuerpo de otro. Está a su vez dividido en
otras dos partes: la física y la sexual. La parte física de nuestro límite externo
controla la proximidad con respecto a nosotros que les consentimos a las personas,
y el hecho de que puedan tocarnos o no. Asimismo, si tenemos límites externos
intactos, sabemos pedir permiso para tocar a los otros, y no nos acercamos demasiado
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a ellos para no causarles malestar. De modo análogo, nuestro límite sexual controla
la distancia y contacto sexuales.
El límite interno protege nuestros pensamientos, sentimientos y conductas, y
los mantiene funcionales. Cuando utilizamos nuestro límite interno, podemos
asumir la responsabilidad por nuestros pensamientos, sentimientos y conductas: no
los confundimos con los de otras personas, y dejamos de culparlas a ellas por lo
que pensamos, sentimos y hacemos nosotros. El límite interno también permite no
sentirse responsable por los pensamientos, sentimientos y conductas de los otros,
con lo cual también dejamos de manipular y controlar a quienes nos rodean. Yo
visualizo mi límite externo como un receptáculo que me recubre. Su superficie se
expande o se contrae mientras controlo l a distancia o el contacto con los otros. Al
límite interno lo visualizo como un chaleco antibalas, con pequeñas puertas que
sólo se abren hacia el interior. Soy yo quien controla que estén abiertas o se
mantengan cerradas. Y visualizando esos límites, puedo protegerme
conscientemente de las conductas, las palabras o los sentimientos abusivos de
los otros.
Una persona sin límites no advierte los límites de los otros ni es sensible a
ellos. Esa persona que transgrede los límites del los otros y se aprovecha de éstos
se denomina «ofensor». Un «ofensor grave» es un abusador flagrante, como quienes
golpean o atacan sexualmente a la esposa, los hijos o los amigos.
Con límites externos e internos intactos y flexibles, las personas pueden tener
relaciones íntimas en sus vidas cuando así lo deciden, pero están protegidas
contra el abuso físico, sexual, emocional, intelectual o espiritual (a menos que
enfrenten a un ofensor grave que tenga más fuerza que ellas). El diagrama
siguiente representa un sistema de límites intacto. Los casos de maltrato por
ofensores graves son muy fáciles de reconocer, por lo menos para la víctima y los
testigos, pero otros casos de trasgresión no grave de los límites pueden no ser tan
claros.
Sistema de límites intacto
Protección y vulnerabilidad
Límites inexistentes
------------
Ninguna protección
Las personas con límites inexistentes no advierten en absoluto que están
siendo objeto de un abuso o que ellas mismas son abusivas. Les cuesta decir que no
o protegerse. Permiten que los otros se aprovechen de ellas en términos físicos,
sexuales, emocionales o intelectuales, sin un claro conocimiento de que tienen derecho
a decir «Basta, no quiero que me toquen» o bien «Yo no s oy res ponsable de tus
sentimientos, pensamientos o conductas».
Un codependiente sin límites no sólo carece de protección, s i n o q u e t a m p o c o
puede reconocer el derecho de otra persona a tener límites con él. Entonces traspasa
los límites de las otras personas sin advertir que está haciendo algo inadecuado.
Tanto la víctima como el codependiente ofensor padecen el m i smo probl ema ,
salvo que la víctima soporta el abuso, mientras que el ofensor lo realiza. A largo plazo,
ni una ni otro pueden cambiar por simple fuerza de voluntad. Como quienes tienen
límites intactos o sanos no imaginan que haya adultos «maduros» incapaces de de
no comportarse como abusadores o víctimas, e x p e r i m e n t a n poca simpatía por las
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personas atrapadas en la codependencia.
Un sistema de límites dañados presenta «agujeros». A veces, con ciertos
individuos, las personas con límites dañados pueden decir que no, establecer límites y
cuidar de sí mismas. En otros momentos, o con otras personas, les resulta imposible
hacerlo. Tales hombres y mujeres sólo tienen protección durante parte de tiempo.
Por ejemplo, alguien es capaz de establecer límites c o n c u a l q u i e r a que no sea
una figura de autoridad, o su cónyuge o sus hijos. O bien el individuo establece límites
por lo general pero no cuando está cansado, enfermo o asustado.
Protección parcial
Además, las personas con límites dañados sólo se dan cuenta en parte de
que los otros tienen límites. Con ciertos individuos, o en ciertas circunstancias, se
vuelven ofensores, entran en la vida del otro y tratan de controlarla y manipularla.
Por ejemplo, una mujer puede empezar a controlar la boda de su sobrina, pues cree
que la madre de la novia no maneja las cosas «adecuadamente», mientras que esa
misma mujer ni soñaría con tratar de controlar la boda de la hija de su mejor amiga. Los
límites dañados pueden determinar que una persona asuma responsabilidad por los
sentimientos, los pensamientos o la conducta de otros, como cuando una esposa
experimenta vergüenza y culpa porque el marido insulta a alguien en una fiesta, o
quizás en ciertas circunstancias — cuando está cansada enferma o asustada —
ocurre que fallan los límites de una persona en otras condiciones sanas. Por ejemplo,
una madre que habitualmente se relaciona con su hija de 17 años con buen límites
internos, permitiéndole tomar sus propias decisiones asumir las consecuencias.
Pero después de una semana agotadora de maestra suplente, de preparar bizcochos
para la fiesta de la iglesia y de llevarle comida a los vecinos que sufrieron una muerte
en la familia, esa mujer se acusa a sí misma por que la hija de 24 años haya
decidido romper con el novio y por el sufrimiento consiguiente.
Muros en lugar de límites
Protección completa pero sin intimidad
Un sistema de muro pretende reemplazar los límites intactos, y suele estar
constituido por cólera o miedo. Las personas que usan un muro de cólera comunican,
de modo verbal y no verbal, el mensaje de que «Si te acercas a mí o dices algo sobre
esto o aquello explotaré! Quizá te golpee o te grite, de modo que, ¡cuidado! » Otros temen
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acercarse y desencadenar esa cólera.
Quienes emplean un muro de miedo se apartan de los otros para estar a buen
recaudo. No concurren a fiestas, y después de las reuniones formales no se quedan
conversando. Si se ven obligadas a participar en un grupo, emiten un campo energético de
miedo del que se desprende el mensaje: «No te acerques a mí, o me desmoronaré. Soy
tan frágil que no puedo manejar el contacto con nadie». Los otros codependientes que
comparten los sentimientos de la víctima comprenden este mensaje y se mantienen
apartados. Lamentablemente, esta clase de persona atrae al ofensor con tanta
seguridad como una capa roja al toro de lidia, de tal manera que el muro de miedo no
constituye un método para protegerse de los ofensores.
L a s dos clases de muro son el muro de silencio y el muro de palabras. La
persona que emplea un muro de silencio se queda callada, y no emite un campo
energético de emociones como el individuo que emplea el miedo o la cólera. Trata de
pasar i n a d v e r t i d a , y comienza a observar lo que sucede, en lugar de participar. Por
otra parte, quienes emplean un muro de palabras a menudo hablan sin detenerse, incluso
cuando alguien intenta intervenir educadamente en la conversación, realizando algún
comentario o cambiando de tema.
También es muy común que una persona pase, en cualquier momento, de un tipo
de muro a otro, de la cólera al miedo, las palabras o el silencio, aunque siempre
manteniéndose invulnerable detrás de las paredes
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Ida y vuelta entre los límites inexistentes y los muros
Ida y vuelta entre la protección completa y ninguna protección
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enojará y se enfadará con él. Durante toda una semana experimenta un intenso
malestar interior y no puede decidir qué hará. Finalmente, la mañana del día de fiesta, le
pide a la mujer que vaya con el y con los hijos a la casa de la madre a comer, dando
por sentado que ella lo comprenderá y estará de acuerdo. Pero la esposa se enoja,
porque durante toda la semana pensó en ir al picnic, y ya había comprado y
preparado la comida. Los hijos pensaban que iban a estar con sus amigos, y el
cambio de último minuto creará la tensión adicional de ayudarlos a aceptar su
decepción. Frank se siente culpable, pero en lugar de reconocer y admitir que su
indecisión y su conducta de último minuto fueron lo que creó el problema entre él
y la esposa, la culpa a ella y piensa que si la mujer fuera más flexible y cooperativa
no tendrían necesidad de pelear. La falta de límites internos de Frank significa que
no puede ver cuál es en realidad su responsabilidad y cuál la de los otros. Cuando
tiene que asumir una responsabilidad, a menudo cae en la confusión y culpa a los
otros; también se culpa a sí mismo o asume irracionalmente la responsabilidad por
cosas que él no ha provocado o no puede hacer. Por ejemplo, se considera
responsable por el supuesto malestar y la cólera que podría haber «provocado» en la
esposa o la madre si les hubiera dicho a las dos lo que quería hacer él mismo.
Don tiene un límite sexual dañado. Salvo con la esposa, Brenda, su conducta
sexual es adecuada. Pero con Brenda fallan sus límites sexuales, y a menudo
insiste en tener relaciones cuando ella ya ha dicho que no. Continúa abrazándola,
arrimándose, intentando caricias íntimas e ignorando las protestas de la mujer;
después discute y queda de mal humor, sin comprender que Brenda tiene derecho
a decir que no esa noche, y que será totalmente natural que se enoje y se sienta
herida por el hecho de que él no lo acepte. Si Brenda tampoco tuviera límites
probablemente se tragaría su cólera y admitiría el acto sexual, aunque
sintiéndose usada y no amada. Si ella tiene buenos límites y los defiende, quizá Don
reaccione castigándola de algún modo, con enfurruñamiento, silencio u hostilidad.
En nuestra cultura, acciones como las de Don no son por lo común consideradas
«ofensivas» o abusivas, pero representan los actos de un ofensor codependiente
que tiene límites dañados con la esposa y por lo tanto poca capacidad para reconocer
la existencia de los límites de ella.
Jill tiene límites internos dañados en torno a los hombres con los que sale. Con
las mujeres y los hombres de su trabajo, en la familia y con los amigos con los que
no sale, sus límites internos son funcionales; sabe lo que piensa y siente, y toma sus
propias decisiones respecto de lo que hará y lo que no hará. Pero en una cita con un
hombre, pierde «misteriosamente» esa capacidad y n e c e s i t a q u e el pretendiente
apruebe sus opiniones, sus sentimientos y sus conductas. Para agradarlo acepta
hacer cosas que no le gustan. Por ejemplo, pasa un sábado en un rodeo caluroso y
polvoriento, gritando con entusiasmo en cada número del espectáculo, aunque
en realidad está aburrida y detesta el olor, el calor y eI polvo. Si el pretendiente
parece irritado o deprimido, de inmediato ella se culpa a sí misma, preguntándose
frenéticamente qué ha podido decir o hacer para molestarlo . Debido a sus límites
dañados, salir con un pretendiente es una experiencia desdichada y frustrante para
esta mujer en otros sentidos funcional.
Maureen es una importante empleada bancaria. Se trata de una mujer
atractiva, pero la expresión ruda y vehemente de su rostro hace que la mayoría
de las personas que se le acercan vean en ella una cólera furiosa. La secretaria
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tiembla cuando Maurreen la llama a su despacho, y trata de hablar lo menos posible
para poder salir cuanto antes. Cuando Maureen entra majestuosamente en la
sala donde va a celebrarse una reunión, n a d i e l a s a l u d a ni le pregunta cómo está.
Los otros la perciben como una persona muy irritable y a la que es difícil de agradar.
D i r i g e s u oficina con eficiencia y realiza un trabajo brillante, pero tiene muy pocos
amigos en el banco. Es soltera y nunca sale con hombres. Su pasatiempo es ver vídeos
de películas clásicas en su casa, ir sola a conciertos de la orquesta sinfónica local y
dar largas caminatas solitarias por la orilla del río en la finca de los padres, fuera
de la ciudad. Maureen usa un muro de cólera, en lugar de límites externos intactos,
para mantener a las personas a una distancia física y emocional, para que su
secretaria no «pierda tiempo» con charlas triviales, para mantenerse al margen de las
intrigas políticas en el trabajo y para no correr el riesgo de salir herida de algún
romance. Aunque muy pocas veces la gente llega a lastimarla en una relación, está
aislada y sola.
Kitty, una joven delgada y pálida, trabaja de cocinera un restaurante de comidas
rápidas. Es extremadamente nerviosa tímida. A veces va al cine con su amiga Fran. A
Kitty le agrada Fran, pero da respuestas muy breves a los comentarios de su amiga,
casi nunca la mira a los ojos ni toma la iniciativa en la conversación. Cuando Fran le
dice que está muy bonita con su vestido nuevo, ella se sonroja y se queda muda. Una
noche, a la salida del cine, Fran quiere hablar de un problema que tiene le propone
que vayan a tomar algo. Kitty piensa en seguida «¡Oh, no! ¿Qué voy a decir? ¿Y si
no puedo ayudarla? ¡Nunca se qué decir! No comprendo lo que encuentra Fran en
nuestra relación». Continúa preocupada y temerosa por su propio desempeño, y en
realidad no escucha a Fran, que habla de sus ideas y de sus sentimientos. Al final de
la noche, como estaba asustada y no podía escuchar, Kitty no ha retenido nada nuevo de
las palabras de su amiga. Fran se siente frustrada y se calla. Kitty un muro de miedo,
en lugar de un límite interno, para mantener a Fran a una distancia emocional e
intelectual «segura».
Quienes han erigido muros de miedo suelen preferir quedarse en su casa
solos, y no estar con las personas que les gustan. Rechazan invitaciones a fiestas,
o incluso propuestas de matrimonio de personas que aman, y lo hacen porque temen
que los otros atraviesen su muro de defensa y abusen de ellos. Los rechazos pueden
expresarse en términos coléricos, bruscos ó antipáticos que enemistan a la gente
y son frustrantes para ambas partes.
Es posible usar muros de cólera, miedo, silencio o palabras, en lugar de los límites
externos, para controlar la distancia física y sexual y el contacto con los otros. También
pueden usarse esos muros en lugar de límites internos, para no hacer saber a otras
personas quiénes somos, y no escucharlas cuando nos dicen quiénes son ellas.
Los niños que viven en sistemas familiares donde son ignorados, atacados o
abandonados por su realidad, aprenden que no es adecuado o seguro expresarla. Es
probable que, como adultos codependientes tengan más tarde dificultades para
experimentar y asumir su realidad.
Joe recuerda un incidente de cuando tenía 4 o 5 años. Lloraba y se acercó a
su madre, que estaba de pie junto a la pileta de la cocina. Aunque él se aferró a su
falda, la mujer siguió lavando los platos, ignorándolo. Cuando Joe se dirigió al padre,
éste reaccionó dándole una bofetada: un ataque físico. Ya de adulto, a Joe le
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resulta muy difícil asumir o comunicar el hecho de que experimenta dolor.
Una a mi ga mí a me ha dicho que cuando ella y sus hermanos necesitaban algo
y lo expresaban, a menudo llorando, la madre se iba al tiempo que decía: «No te
soporto. Me estás volviendo loca. Me voy a ir de casa, y será tu culpa, porque lloras
continuamente» Mi amiga aprendió que expresar su realidad provocaba abandono.
Existen versiones emocionales más sutiles del abandono que generan los mismos
resultados disfuncionales.
Creo que la peor experiencia de un niño es que le nieguen su realidad. Por
ejemplo, Fred y Cindy tienen una terrible pelea a gritos. Fred llama «perra» a Cindy, y
ella le arroja un jarrón de cristal. El jarrón estalla contra la pared; Molly, la hija de 8
años, despertada por el ruido, observa desde la puerta de la sala de estar. En el
silencio que sigue, la niña dice con voz llorosa: «Esto es terrible y tengo miedo. Papá,
tú le gritas palabras feas a mamá, y mamá tú has roto ese jarrón de cristal con el
que me dijiste que tuviera mucho cuidado».
Cindy se vuelve a Molly y le responde: «Estás loca, Molly. Papá no me ha dicho
nada malo. No hay nada de qué asustarse. Y ese jarrón no era nada especial. Si crees
que esto es horrible, te equivocas. Sólo tenemos una discusión normal».
Entonces Fred agrega: «Es cierto, Molly. Ahora deja de espiarnos y vuelve
a la cama. No debes estar levantada a estas horas».
Y M o l l y piensa: «A mí me parece que fue horrible, y ellos dicen que todo
estuvo bien. Debo de estar loca». A mi juicio, éste es un abuso grave, y puede hacer
que Molly se sienta insegura acerca de su realidad en otras zonas.
Cuando se repiten las experiencias de este tipo, Molly y Joe pierden
confianza en sus percepciones, y/o dejan de expresar su realidad. Están en el
nivel A: conocen su realidad pero no la comunican. A medida que el abuso
continúa y adquiere formas más extremas y abrumadoras, Molly y Joe se
separan de su propia realidad, sobre todo de sus sentimientos: dejan incluso de
experimentar el miedo y el dolor, para que esas emociones no los abrumen. Han
pasado al nivel B, han empezado a perder el contacto con su propia realidad,
porque ésta les resulta intolerable. Y ya como adultos codependientes, continúan
reprimiendo esas y otras situaciones penosas.
Las personas que están en el nivel B suelen presentar la arrogancia y
grandiosidad que hemos mencionado antes. En nuestra cultura, a los casos
extremos se los llama a menudo «sociópatas», pero algunos de ellos no lo son.
Simplemente, ya no experimentan la vergüenza asociada con la baja autoestima.
Son lo que yo denomino personas «sin vergüenza», que han tomado distancia
respecto de su propia realidad emocional (sobre todo de la vergüenza) para
sobrevivir al abuso abrumador que padecieron en sus años de infancia. Esas
personas están estructuradas para ofender y victimizar a otros, y es sumamente
probable que lo hagan.
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el tamaño del cuerpo, el aseo), y el modo como actúa el cuerpo. En el nivel A, sé
que cierto vestido me queda bien, pero no lo admito. Cuando me pongo ese
vestido, quizás alguien me felicite. Pero aunque yo pienso que me veo bonita,
niego que me haya vestido bien, ignoro a la persona que me halaga, cambio de
tema o señalo todos los defectos de mi aspecto. En el nivel B, no tengo en la mente
una imagen clara de si estoy guapa o no, de modo que, después de oír el cumplido,
me miro en el espejo y digo: «¿Por qué esa persona ha pensado esto?».
Emily, una mujer codependiente que tiene también un trastorno de la
alimentación denominado anorexia, pesa poco más de 36 kilos y mide 1 metro 78
centímetros. Está al borde de la inanición, pero cuando se mira en el espejo se ve
gorda. Emily está en el nivel B, y no reconoce su aspecto, aunque se mire en el
espejo.
Hace algún tiempo, mi esposo Pat, que es director de The Meadows, me
llamó y me dijo: «Te envío a un hombre con un trastorno de la alimentación, que
quiero que diagnostiques. Es obeso».
Le pregunté: «¿Por qué tengo que diagnosticarlo? Si es obeso, ¿no puede él
mismo decir que tiene un trastorno de la alimentación?».
Pat respondió: «No te lo puedo explicar. Diagnostícalo, Pía».
Unos minutos más tarde entraba en mi consultorio un hombre de 1 metro
80 centímetros de alto y 120 kilos de peso. Yo no sabía que era la persona enviada
por mi esposo, de modo que le pregunté: « ¿En qué puedo servirle?».
«Tiene que diagnosticarme» —me respondió.
« ¿Diagnosticarle qué?»
«Un trastorno de la alimentación.»
Entonces me di cuenta de la maniobra de Pat. Le pregunté al hombre:
« ¿Tiene conciencia de que es obeso?».
« ¿Qué quiere decir con eso?»
« ¿Cuánto cree usted que debe pesar?»
«Estoy muy bien con 120 kilos, soy robusto y fuerte.»
No se daba cuenta en absoluto de que era obeso. El fue una de mis primeras
experiencias con una persona en el nivel B en cuanto a su realidad física. No tenía
la menor idea del tamaño de su cuerpo, del mismo modo que Emily no la tenía de lo
delgado que era el suyo. Éste es un problema muy serio.
Algunos codependientes que están en el nivel B se miran en el espejo y no pueden
enfocar con claridad su propio rostro. Quizá crean que se parecen a algún otro, o ni
siquiera puedan ver sus rostros o cuerpos.
Yo misma oscilo entre los niveles A y B, y estoy en el nivel B en cuanto a mi
aspecto durante la mitad del tiempo. Cuando me encuentro en el nivel B y me miro en el
espejo, veo el rostro de mi padre, pero no el mío. Si esto sucede, no sé cómo es la
realidad, y detesto lo que veo. Pero cuando me reconozco y puedo ver mi propio rostro,
me gusta mi aspecto.
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Muchas de las personas que he atendido, entre las que experimentan este
síntoma en el nivel B, han sido objeto de abuso sexual. El trastorno se expresa a
menudo como una experiencia de ser una cabeza flotante, sin cuerpo. A veces, ésta
es la primera indicación para el terapeuta de que se encuentra ante una persona que
quizá sea superviviente de un incesto o de un abuso deshonesto, y conserva el recuerdo
del incidente o los incidentes enterrado en algún lugar de la mente inconsciente.
El pensamiento: pensar es darles sentido a los datos recogidos. Estos datos
llegan a la mente desde los sentidos, de modo que todo lo que vemos, oímos, olemos,
gustamos y tocamos se considera dato recogido. En el nivel A tengo conciencia de lo que
pienso acerca de cierto tema, pero no lo diré si me lo preguntan, y mucho menos por
propia iniciativa. En el nivel B, no sé lo que pienso, y cuando me lo preguntan, mi mente
queda en blanco o me confundo y no puedo decir nada.
Jerry y Sylvia van al cine con el compañero de habitación del muchacho en el
college, John. El fuerte olor corporal de John, que llena el coche, es hediondo, pero
Jerry y Sylvia conversan educadamente con él. Cuando llegan al cine, John va al servicio,
y Jerry le pregunta a Sylvia: «¿Te gusta mi compinche, Sylvia?». La joven piensa: «No me
gusta, hiede. Preferiría no tener que pasar estas horas con él, y estaré contenta cuando
esto termine». Pero, sabiendo que los dos muchachos son viejos amigos, no puede
decir lo que piensa, por temor a herir a Jerry. Entonces comenta: «Oh, es magnífico. Es
una suerte que haya venido con nosotros esta noche». Sylvia está en el nivel A con su
pensamiento.
Los sentimientos: en el aspecto de los sentimientos, nuestra realidad está
constituida por las emociones. En el nivel A tengo conciencia de las emociones que
surgen en mi cuerpo, pero cuando alguien me pregunta qué siento, no se lo digo.
Miento, y menciono un sentimiento distinto, o niego experimentar cualquier sentimiento,
sabiendo que no es así. Por ejemplo, cuando estoy realmente colérico por algo que alguien
dijo, pero no quiero admitir ese sentimiento, quizá le diga a la persona de que se trata:
«Me entristece lo que has dicho, pero no estoy enojado».
En el nivel B, no sé cuáles son mis sentimientos, porque no experimento las
emociones. Las personas en este nivel suelen decir: «Estoy confundido», o «Cuando
trato de sentir algo, no sucede nada». Esto no es sano, y constituye un síntoma muy
serio de codependencia.
La conducta: lo que hemos hecho o no hecho constituye nuestra realidad
conductual. En el nivel A, recuerdo mi conducta con claridad, pero cuando se me interroga
acerca de ella, respondo otra cosa o digo que no recuerdo. Por ejemplo, soy yo quien les
da de comer a los gatos de la casa. Una noche olvidé hacerlo, y a la mañana siguiente
todos estaban en la puerta de atrás, maullando y andando de aquí para allá. Mi esposo me
preguntó: «Pia, ¿les diste de comer a los gatos anoche?».
Ese día yo estaba en el nivel A en cuanto a mi conducta, y le respondí: «No lo
recuerdo. Creo que sí. ¿Por qué?». Sabía que esto era una mentira, sabía que lo había
olvidado, pero no quería reconocerlo. Otro modo de ocultar ese olvido habría sido dar una
respuesta complicada y vaga para que Pat no pudiera comprender lo que sucedió. Si yo
hubiera estado en el nivel B, no habría tenido ninguna conciencia de lo que había o no
había hecho (es decir, realmente no recordaría si les había dado de comer a los gatos o
no).
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El siguiente es otro ejemplo de conducta de nivel B. En The Meadows, una
mañana llegó a mis manos un informe sobre Dave, un paciente en tratamiento, que
había llamado «perra» a Rebecca, la enfermera nocturna. Rebecca había entregado el
informe al terminar su turno. Yo lo pasé al consejero del paciente, quien esa mañana
le planteó el tema a Dave en la reunión de grupo. Dijo entonces: «Me han informado que
anoche llamaste perra a Rebecca. ¿Quieres hablar sobre esto?». Dave pareció
sorprendido y respondió: «No lo recuerdo, no sé de qué se trata». Como estaba en el
nivel B, era sincero.
El hecho de que el paciente ha estado en el nivel B en cuanto a su conducta
también suele surgir durante la Semana que pasa con la familia, cuando ésta le dice
cómo se ha comportado. Entonces se ve que estos pacientes tienen ideas delirantes y
ni siquiera saben que han hecho ciertas cosas. Las han reprimido, tenían la mente en
blanco o simplemente no pueden reconocer que ese modo de actuar sea parte del
problema. Necesitan que la familia los observe para liberarse de la negación y el delirio.
Estar en el nivel B es un síntoma grave.
1
* Por «nutrir» debe entenderse, en sentido amplio, «atender las necesidades y deseos sanos, cuidar, estimular y alentar o promover el
desarrollo». Con esta connotación se emplean las palabras «nutrición» (nurture) y «nutricio» (nurturing). [T.]
28
realmente un deseo, porque le brindaba goce.
Los grandes deseos le dan a nuestra vida una dirección general y nos aportan
realización. Entre ellos se cuentan, por ejemplo, «quiero casarme con esta persona»,
«quiero ser médico», «quiero desarrollar esta empresa», «quiero tener un hijo».
Cuando los padres han atendido todos los deseos y necesidades del niño, en lugar
de enseñarle a procurar por sí mismo la satisfacción de esos deseos y necesidades de
manera adecuada, en la adultez esa persona es demasiado dependiente. Al hacerse
cargo por completo del niño, sin explicarle nada ni esperar nada de él, el progenitor
queda enredado con la criatura.
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Por otro lado, los niños que al expresar deseos y necesidades se vieron atacados
por un progenitor, se convierten por lo general en anti-dependientes al llegar a la adultez.
Por ejemplo, la pequeña Sandy le dice a la madre: «Quiero tomar algo», o «Quiero una
galleta». La madre le responde: «Déjame en paz, malcriada. Me molestas demasiado. ¿No
ves que estoy viendo la televisión?». Quizá también la empuje o le dé una palmada en la
pierna. Sandy aprende a ser anti-dependiente. Puede identificar sus necesidades y
deseos, pero muy pronto advierte que, si pide ayuda, el resultado puede ser el maltrato.
Cuando sea adulta, ya no pedirá ayuda, sino que procurará encontrar las
satisfacciones por sí misma. Y como nadie le enseñó a hacer las cosas a menudo
realizará intentos inadecuados que la dejarán frustrada. Puesto que no pide ayuda a
nadie, quedan insatisfechas las necesidades que requieren la presencia de otra persona,
como, por ejemplo, la nutrición física y emocional. Su posición es: «Si no puedo hacerlo yo
misma, más vale que lo olvide. Prefiero no tenerlo, antes que pedir ayuda».
Los niños cuyas necesidades y deseos fueron ignorados o desatendidos por sus
cuidadores, al llegar a la adultez, por lo general, se sienten carentes de necesidades y
deseos. Ni siquiera tuvieron conciencia de estas necesidades, nunca identificadas. De
adultos, a menudo trabajan con empeño para atender a otros, sin prestarse la menor
atención a sí mismos. Ocasionalmente, en algún nivel, estos codependientes esperan que
los otros procedan con reciprocidad y cuiden de ellos. Después suelen enojarse
cuando esto no sucede. Pero muchas veces ignoran hasta tal punto sus propias
necesidades y deseos que ni siquiera tienen conciencia de esa expectativa. Si les
sobrevienen necesidades, a menudo sigue la culpa. Tienen una idea delirante sobre
toda la cuestión de lo que pueden necesitar o querer, y sobre la manera de satisfacer
directamente esas necesidades y deseos.
Los niños que consiguen todo lo que quieren pero casi nada de lo que necesitan
terminan confundiendo las necesidades con los deseos. A menudo son hijos de familias
pudientes, en las que los padres no satisfacen las necesidades infantiles de interacción
(por ejemplo, nutrición física y emocional). Pero esos niños tienen todas las cosas
materiales que puedan querer o que expresen el deseo de conseguir. Como adultos
codependientes, suelen carecer de conciencia de las necesidades. Únicamente
experimentan deseos. Y continúan consintiéndose sus deseos e ignorando sus
necesidades.
Por ejemplo, una mujer puede gastar dinero compulsivamente en ropa,
automóviles, viajes y tratamientos de belleza, adquiriendo todo lo que desea. Pero
ignora sus necesidades, ingiere una dieta muy desequilibrada, nunca hace ejercicio ni
se somete a controles físicos. Quizá trate de satisfacer la necesidad de nutrición
emocional (pasar tiempo con otros y obtener su atención) gastando cantidades
desmesuradas de dinero en ropa nueva o en un maquillaje, con el solo objeto de que la
vendedora de la tienda y la maquilladora interactúen con ella.
La terapia de nuestros pacientes adultos de esta categoría es extremadamente
difícil, porque ellos no tienen la menor idea acerca de cómo atender sus propias
necesidades. Yo solía realizar rondas de inspección en el edificio del centro y las
habitaciones de los pacientes. Los dormitorios de los que confundían necesidades con
deseos parecían albergar a criaturas de 5 años; daba la impresión de que por allí hubiera
pasado un ciclón. Esas personas no sabían cuidarse a sí mismas. Lo único que sabían
era tratar de manipular para conseguir lo que querían.
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Una persona que confunde las necesidades con deseos no es como otra que no
percibe sus necesidades (no sabe lo que necesita), pero tiene deseos sanos, y en
apariencia los conoce y los atiende. Por el contrario, en la satisfacción de sus deseos
estos individuos suelen perder el control, y caen en el juego o el gasto compulsivo, la
adicción al sexo, la ingesta excesiva, la bebida o las drogas. No satisfacen sus deseos de
un modo sano, sino que se consienten en exceso. Piensan: «Quiero lo que quiero, y no me
importa el costo ni lo que necesito», «Necesito dejar de beber, darme una ducha e irme
a la cama, pero quiero una copa más, así que voy a tomarla», «Quiero esta droga y la
voy a tomar porque la quiero», «Tengo que dejar de comer azúcar porque soy diabético,
pero quiero un postre. No me importan mis necesidades». En otros casos, ni siquiera
piensan en lo que pueden necesitar.
Yo tuve que aprender por mí misma a darme cuenta de cuándo tenía una
necesidad, para a continuación atenderla.
Cuando inicié mi programa de recuperación, vivía sola e ignoraba mi propia
necesidad de comida. La consecuencia fue que sufrí un ataque de hipoglucemia.
Estaba perdiendo peso y entrando en la anorexia. Después de 36 horas sin comer,
terminé en la sala de enfermería de The Meadows, donde trabajaba, quejándome de
languidez y vértigos. La enfermera de turno me preguntó: «¿Cuándo comiste por última
vez?».
«Oh, hace unas 36 horas.»
«Pia —dijo la enfermera—, necesitas comer. Te daré un vaso de jugo de naranja,
pero tú sabes que necesitas empezar a comer.»
« ¿Cómo?», pregunté yo. « ¿Realmente lo sé?» No podía «oírla», aunque yo era la
jefa de enfermería y de inmediato advertía el carácter enfermizo de esa conducta en
cualquiera otra persona. No experimentaba necesidades ni deseos respecto de la
comida; no tenía conciencia ni siquiera de esa necesidad básica.
Otras personas que no perciben necesidades ni deseos respecto de la comida
quizá no se tomen tiempo para comer cuando tienen hambre. O bien no saben escoger
una alimentación nutritiva y equilibrada.
Otra necesidad que yo descuidaba era el vestir. No tenía conciencia de que
necesitaba ropa. Había muy pocas prendas en mi armario. Mi «madre adoptiva» me
estaba enseñando a sintonizar mis necesidades de dependencia. Un día, mientras me
ayudaba " a instalarme en un apartamento, me hizo ver el hecho de que no tenía ropa.
«Pia, ¿dónde está tu ropa?», me preguntó.
«En el armario, Jane», respondí.
«No, allí no está.»
«Ve a mirar, la colgué hace cinco minutos.»
Jane volvió e insistió: «Pia, allí no hay ropa».
Finalmente, yo misma me dirigí a la habitación, abrí el armario y le señalé las
31
prendas: «Jane, ésos son mis vaqueros, ésta es mi camisa de mangas cortas, ésta es
mi única blusa buena, éstos son mis pantalones anchos y éstos mis cinco uniformes».
(Siempre he tenido una buena cantidad de uniformes de enfermera.)
Jane observó: «Pero Pia, esto no basta...».
« ¿Qué quieres decir? Es suficiente para mí.» Sinceramente, no sabía cuáles eran
mis necesidades. Finalmente me volví demasiado dependiente: sabía que necesitaba
ropa pero no la compraba. Ahora la compro, aunque periódicamente tengo que obligarme
a pensar en la cuestión de si es o no el momento de adquirir algunas prendas nuevas.
También tengo dificultades con mi necesidad de nutrición física. Al principio, tampoco
en este aspecto percibía necesidades ni deseos, pero mi esposo Pat me hizo tomar
conciencia de ello. Yo estaba en la cocina y él en el sofá, resolviendo crucigramas,
jugando con el loro y mirando televisión. Lo mismo que todas las noches de los últimos
meses, aparecí en la puerta de la sala de estar para pelearme con él. Esa vez Pat me dijo:
« ¿Por qué no vienes a sentarte en el sofá, y te daré un abrazo?».
No sé por qué, pero respondí «Está bien»; me senté junto a él, me dio un abrazo y
me sentí mejor. Volví a la cocina muy confundida por sentirme mejor sin comprender qué
había ocurrido.
Junto a la cocina, de pronto me di cuenta de que me peleaba con él porque
necesitaba un abrazo y quería sentirme más importante que el loro, la televisión o las
palabras cruzadas. Quería que Pat me proporcionara nutrición física para comprobar mi
importancia. Como no tenía conciencia de esa necesidad, iniciaba disputas a fin de
conseguir el abrazo cuando hacíamos las paces. Esta conducta «sin necesidades» creaba
mucho caos en nuestra relación.
El último ejemplo de mi propia vida tiene que ver con las necesidades médicas.
Unos pocos días después de que me abrieran un absceso en el pie, tuve que realizar mi
taller de un día completo. Llevaba un vendaje, pero permanecí de pie y caminando
durante ocho horas. En el momento de dirigirme al aeropuerto ya cojeaba, pero no me
daba cuenta del dolor. Quienes me llevaban a tomar el avión advirtieron mi cojera y
sugirieron que utilizara una silla de ruedas; yo me negué. «No necesito eso», les dije.
Cuando tomé un analgésico, ya era demasiado tarde. Poco después el dolor se
volvió tan intenso que me impedía caminar. Sólo entonces advertí cuánto me dolía el pie.
No tuve conciencia de mi necesidad de cuidar el pie durante el período de recuperación
de la cirugía, no tuve conciencia de lo que era realmente una necesidad muy
importante.
33
No obstante, el problema se plantea cuando hacemos nuestro el excesivo dolor de
nuestra amiga, y quedamos abrumados por sus sentimientos, lo que les sucede a
menudo a los codependientes, cuyo límite interno es inexistente o está dañado.
De modo que, siempre que estamos físicamente cerca de otro adulto que: a)
siente con mucha intensidad; b) niega que sus sentimientos lo perturben, o c) no se hace
cargo de ellos, podemos absorber demasiada emoción de esa persona y experimentar
estos «sentimientos inducidos por otro adulto». Tales emociones abrumadoras por lo
general hacen que nos sintamos «locos»; no tienen sentido para nosotros porque no son
nuestras. En consecuencia, sólo somos funcionales y razonablemente empáticos si
experimentamos los sentimientos de que se trata como empatía de un nivel bajo, no
abrumador.
3. Sentimientos congelados de la niñez
Experimentar muy poca emoción, o ninguna, sólo brinda una seguridad aparente.
Una razón de que se produzca esta insensibilización es que los sentimientos
suscitados en un niño durante su maltrato son tan abrumadores y desdichados que la
criatura acalla o «congela» por completo su mundo emocional para poder sobrevivir.
Otra razón posible es que el niño haya sufrido ataques físicos, verbales o de ambos
tipos, por tener sentimientos o exteriorizarlos. Stewart recibía frecuentes palizas de su
padre. Cuando lo veía llorar, el padre lo golpeaba más, diciéndole: « ¡Basta! Los hombres
no lloran ». Stewart aprendió entonces a soportar los golpes desconectándose de sus
emociones, para evitar una paliza peor. Los sentimientos involucrados son por lo general
la cólera, el dolor o el miedo.
Cuando un terapeuta ayuda a un adulto que experimentó este proceso de
congelamiento a abrirse camino a través de la minimización, la negación y el delirio, la
persona de la que se trata a menudo llega a los sentimientos de la niñez, congelados
desde mucho tiempo antes, y se produce un deshielo de esos sentimientos, que parecen
derramarse en lágrimas — al principio, sólo algo de brillo en los ojos —. Ésta es una
experiencia emocional muy poderosa, casi abrumadora, y diferente de otros
sentimientos adultos, porque cuando las emociones congeladas se deshielan, la
persona se siente extremadamente vulnerable e infantil. Los sentimientos parecen
ser muy antiguos, y el individuo quiere resistirse a experimentarlos. Los acompaña un
mensaje que llega de la niñez: «No puedo sentir esto, porque si lo hago moriré».
4. Sentimientos transportados de niño a adulto
Los niños también absorben sentimientos tales como la vergüenza, la ira, el miedo
y el dolor del adulto que los maltrata. Estos sentimientos permanecen dentro del
individuo hasta la adultez, y se les denomina sentimientos «transportados», porque se
carga con ellos desde la infancia. En el capítulo 6 se explica el proceso en virtud del cual
los niños hacen suyos determinados sentimientos durante el abuso. Quien tiene esta
forma de realidad codependiente de los sentimientos se siente abrumado y fuera de
control.
Como en un adulto codependiente hay cuatro tipos de experiencias emocionales,
aprender a reconocer la diferencia es un factor importante de la recuperación. Es
posible que uno experimente mucho dolor, pero que no sea dolor adulto, procedente
de los pensamientos del día, sino dolor inducido por un adulto próximo a nosotros,
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dolor infantil congelado, o sentimientos transportados desde la niñez. Aprender a eva-
luar si nos experimentamos como centrados, locos, vulnerables e infantiles, o
abrumados y fuera de control, nos ayuda a identificar cuál de estas cuatro
experiencias estamos atravesando.
La conducta: entre las conductas extremas de los codependientes se cuenta
el confiar en todos o en nadie, y el permitir que todos se les acerquen o no permitírselo
a nadie. Puede que los padres codependientes disciplinen a los hijos con severidad, o
no los disciplinen en absoluto.
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valiosa, y lloraba. Si me parecía que era más fuerte que la persona a la que me iba a
enfrentar, pasaba al otro extremo, y le gritaba.
Hubo una época, en que Pat, mi esposo, era también mi jefe en el trabajo. Siempre
que entraba en su oficina para discutir asuntos de mi departamento, lo encontraba
sentado a su escritorio, que es muy grande, y casi agazapado, como para resistir a mi
embate. Por sus experiencias anteriores, él sabía que yo podría llorar histéricamente
o mirarlo como a punto de saltar, tomar el cable del teléfono, enrollárselo en el cuello
y golpearlo con el auricular — todo dependía del extremo en el que yo me encontraba
ese día.
También tomé conciencia de la realidad de mi pensamiento extremo al reflexionar
sobre soluciones que había encontrado en mi matrimonio con Pat. Poco después de que
nos casamos, Pat me dijo que no le gustaba que yo le retirara la taza de café para lavarla
antes de que él hubiera terminado. Lo primero que pensé, y que dije, fue: « ¿Cuándo
nos divorciamos? ».
—No estoy hablando de divorcio —dijo Pat—. Sólo te menciono algo que me
gustaría. ¿No podrías retirarme la taza después de que yo haya terminado el café?
Por extravagante que parezca, en mi estilo extremista de solución de problemas,
yo pensé que si la dificultad consistía en que lavaba la taza demasiado pronto, lo mejor
era terminar con la relación para que no ocurriera de nuevo.
Unos años más tarde, una noche comencé a recuperarme un tanto de esas
conductas polarizadas. Pat me dijo que yo dejaba demasiadas luces encendidas en la
casa. Mi primera reacción ante esta crítica fue hundirme en una intensa sensación de
falta de valía, y empezar a llorar y sentir pena por mí misma. Él salió y se fue a la parte
de atrás de la casa. Me dirigí al baño, que está en la parte delantera, y mientras caminaba
fui apagando cuidadosamente todas las luces. Pensaba: «Ya que no estoy en estas
habitaciones, no necesito luces encendidas». Y no encendí la luz del baño, porque temía
olvidarme de apagarla después, y tener problemas. Además, ¿quién necesita luz para
hacer lo que yo iba a hacer?
Al cabo de unos minutos, oí que Pat aparecía en el corredor, tropezando en la
oscuridad. Me daba cuenta de que estaba enojado, pero yo no sabía por qué, aunque
advertí que iba encendiendo algunas luces. Pronto me encontró en el baño a oscuras.
Obviamente irritado, refunfuñó: « ¿Qué estás haciendo? ».
Yo, con mi estilo beligerante de codependiente, le respondí:
—- Voy al baño. ¿Qué es lo que crees?
— ¿Por qué a oscuras?
— No hace falta luz para ir al baño.
— Así eres tú, Pia; no tienes sentido de la medida. Estás totalmente desatada o
totalmente hundida. ¿No sabes lo que es la moderación?
Volví a la sala de estar, a acurrucarme en el sillón. Entonces tuve una idea brillante.
Calculé lo que sería una cantidad moderada de lámparas encendidas, contando el total
y dividiéndolo por tres. Decidí que, para mí, el número de luces encendidas sería
moderado si no excedía de ese tercio. Y no me importaría en absoluto que a Pat le
gustara o no le gustara mi decisión. Mientras aprendía a ser moderada, finalmente
asumía mi propia realidad de pensamiento.
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Otra noche, Pat se volvió a quejar por las luces. Yo lo miré, no caí en mi habitual
sensación de falta de valía, y le dije: «Hay ocho lámparas encendidas, y eso está bien
para mí. Si no te gusta, ¿por qué no apagas tú mismo algunas de ellas?».
El se limitó a mirarme y sonreír. Le conté cómo había tomado la decisión sobre el
número de lámparas encendidas, que para mí constituyó un paso hacia la recuperación.
Después de esto, algunas de mis decisiones siguieron siendo sin duda un tanto
extrañas, pero ya estaba aprendiendo a no precipitarme a los extremos en todos los
momentos del día. Como por lo común los codependientes no tenemos un sentido natural
de lo que es un cambio moderado, para lograr esa percepción es posible que haya que
recurrir a medios un tanto inusuales, pero creativos.
Control negativo
38
pensamiento ni haberlo comunicado al vecino con tanta calma. Quizás habría empleado
un muro de cólera, dando una mala contestación, o habría empezado a trabajar con
más lentitud, permitiendo que el vecino lo controlara, sintiendo cólera pero sin expresarla.
En uno u otro caso, Jack habría participado en un control negativo al permitir que el
vecino decidiera cómo debía comportarse.
39
expresarse de un modo más funcional. En la superficie, esto "puede parecer un control
negativo, pero cuando se realiza con respeto, moderación y buenas razones, forma parte
del rol funcional de los padres.
Segundo, cuando le pagamos a un terapeuta, en realidad compramos la
capacidad de ese terapeuta para influir en nuestra realidad. La tarea del terapeuta
consiste en decirnos si, a su juicio, nuestro aspecto corporal, nuestros pensamientos,
nuestros sentimientos o nuestra conducta presentan algún tipo de distorsión. En ese
momento el terapeuta tiene que influir en la realidad del cliente. Quizá parezca control
negativo, pero como constituye el propósito indudable de la terapia, está excluido de la
categoría del control negativo enfermizo (a menos, desde luego, que el terapeuta
practique algún tipo de conducta abusiva u ofensiva).
Y tercero, cuando le pedimos a alguien una opinión sobre nuestra realidad (por
ejemplo, a un amigo) esa persona tiene nuestra autorización para influir en nuestra
realidad, y su respuesta no constituye un control negativo.
El resentimiento
40
violaron nuestros límites — por la razón que fuere — podemos dejar de proporcionarles
información, mantenerlas fuera de nuestra vida y no pasar tanto tiempo con ellas.
Perdonar a una persona que me ha herido significa que renuncio a la venganza
o el castigo, para sentirme bien en mi interior. No significa que debo mantener a esa
persona en mi vida, recibiendo golpes y luchando constantemente por protegerme. No
significa que apruebe sus acciones. Sólo significa que reconozco mis sentimientos, dejo
de pensar con insistencia en el hecho y renuncio a la idea de vengarme o castigar.
41
Y tercero, cuando no puedo asumir mi propio pensamiento sobre mí misma,
utilizo para definirme la opinión que creo que los otros tienen de mí. Cuando otra
persona no piensa lo que yo quiero que piense de mí, quizá yo quede resentida. Por
ejemplo, supongamos que tengo un nuevo corte de pelo. Como no puedo asumir mi
propio pensamiento (en cuanto a que ese corte es maravilloso), tampoco lo
disfruto, a menos que le guste a mi esposo. Pero es posible que él me diga que no le
agrada, con lo cual socava mi concepto de mí misma, que depende de su opinión. Tal
vez en adelante permanezca al acecho, aguardando la oportunidad de desquitarme,
criticándolo o menospreciándolo a él porque ha «echado a perder» mi satisfacción con
el nuevo corte de cabello, al decirme que no le gustaba. De tal modo, permito que mi
dificultad para asumir mi propia realidad sabotee mi satisfacción con mi nuevo
«aspecto», y también mi relación con mi esposo.
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La espiritualidad distorsionada o inexistente, y
los síntomas nucleares
Evitación de la realidad
Las adicciones
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adicional que la mayoría de los no codependientes no experimentan. Más tarde, los
codependientes pueden volverse adictos a las sustancias que utilizan para ahogar
el dolor y la vergüenza generados por sus problemas de codependencia.
Siempre insisto mucho en que los hombres y mujeres en recuperación de
una dependencia a sustancias químicas examinen si son o no codependientes
además de adictos. Si una persona adicta es codependiente e ignora los rasgos de
codependencia que hay en su vida, y por lo tanto la necesidad que tiene de
recuperarse de ellos, es difícil que pueda dar los pasos requeridos para superar su
adicción o sus adicciones. Al alcohólico o adicto que logra permanecer sobrio, la vida
puede resultarle muy dura y quizá muy desdichada, a menos que también se recupere
de la dependencia, y no sólo de la adicción química. No obstante, para el proceso de
recuperación es vital llegar primero a la sobriedad o la abstinencia, que permite que
los sentimientos «anestesiados» surjan, sean asumidos y reconocidos.
La enfermedad física
La enfermedad mental
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de una enfermedad física, o me aparto mentalmente de ciertos aspectos de la realidad.
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con mis conductas extravagantes, la intimidad no puede florecer. Incluso cuando
comunico quién soy, lo hago de modo enfático y aterrador, lo que indica que estoy
tratando de cambiar al otro, conducta ésta incompatible con la verdadera intimidad.
Y a esa persona, el estrés de relacionarse conmigo cuando soy así le resulta abru-
mador, por lo cual la intimidad se vuelve sumamente improbable. Por otro lado, si la
aburro o le cierro la puerta con la frialdad de mis emociones, la intimidad también muere.
Si pienso, siento y actúo en un nivel inmaduro, una relación amorosa puede convertirse
en un remedo de la relación entre madre e hijo o padre e hija, haciendo que la intimidad
adulta sea imposible. Si actúo, pienso y siento en un nivel maduro en la superficie, pero
controlador, la relación amorosa también puede convertirse en un remedo de una
relación entre adulto y niño. La verdadera intimidad entre adultos se basa en la
espontaneidad, la alegría, la responsabilidad, el respeto y muchos otros factores que es
difícil que coexistan con una vida vivida en los extremos
II PARTE
Cuando los niños nacen, tienen cinco características naturales que hacen de ellos
auténticos seres humanos: son valiosos, vulnerables, imperfectos, dependientes e
inmaduros.
Tabla I. Desarrollo de las características naturales
del niño como características del adulto maduro
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Características naturales
Características del adulto maduro
del niño
Todos los niños nacen con estos atributos. Los progenitores funcionales los
ayudan a desarrollar adecuadamente cada uno de estos rasgos para que lleguen a
la adultez como personas maduras y funcionales que se sientan bien consigo
mismas.
Además, los niños tienen otras tres cualidades que les permiten madurar
adecuadamente o sobrevivir y desenvolverse con éxito, aunque padezcan abusos
notables: a) tienen que centrarse en sí mismos para su desarrollo interno; b) cuentan
con la energía ilimitada que les permite realizar el muy duro trabajo del crecimiento,
y c) son adaptables, de modo que atraviesan con facilidad el proceso de la
maduración, que requiere ajuste y cambio constantes. Una familia funcional acepta
estos rasgos del niño, y lo respalda mientras pasa por las sucesivas etapas del
desarrollo.
Un niño es valioso
Una familia funcional no valora a ningún miembro ni a ningún elemento ajeno
más que a sus niños, y éstos son valiosos para ella simplemente porque han nacido.
No es necesario que hagan nada para que la familia les reconozca valor. Pero esta
familia tampoco valora al niño más que a cualquier otro miembro. Todos los miembros
son igualmente valiosos.
Al principio de sus vidas, los niños no tienen ningún autoconcepto, y son como
pizarras en blanco sobre las que se escribirán las lecciones de «cómo vivir». El
desarrollo de la personalidad no contiene implícita ninguna pauta de conducta.
Habitualmente, ellos aprenden interactuando, primero con la madre y después con
la madre y el padre. Absorben la estima en que los tienen los progenitores, y esta
estima de los padres, internalizada, se convierte en la base de la autoestima. Los
niños sanos pueden estimarse tal y cómo los estiman los padres, sobre la base de su
sencilla existencia, y no por lo que hagan o dejen de hacer. Saben que nacieron
preciosos, que bastan por sí mismos, y se sienten fuertes.
De qué modo una familia funcional respalda la valía de los niños
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Bobby nació en un sistema familiar funcional. Sus padres lo trataron como a
algo precioso, y ya en la adultez aprendió a generar su propia sensación de que era
precioso, su propio sentido intrínseco de valor. Sabrá hacerlo gracias al
entrenamiento parental funcional.
Por ejemplo, una noche la madre de Bobby le dijo con un tono tranquilo pero
firme: «Son las ocho y media, y es hora de que vayas a dormir».
Bobby respondió: «No quiero ir a dormir».
«Comprendo que no quieras ir a la cama», dijo la madre, «pero tienes que ir
porque sólo tienes ocho años y es necesario que duermas mucho. Mañana será un
gran día. Sé que esto es lo mejor para ti, aunque comprendo que no quieras hacerlo.
No está mal que no quieras hacerlo. Pero puedes ir a la cama de diferentes modos, y
elegir el que más te guste» (es decir, puedes ir por ti mismo o con mi ayuda).
A esto lo llamo «compartir poder con el niño». El progenitor evita la postura
disfuncional de decirle que no y decirse sí a sí mismo, lo que para el niño equivale a
«sólo puedes hacer lo que yo quiero que hagas, no lo que tú mismo quieres» se le
concede al niño cierta libertad de elección, en el seno de una estructura nutricia (es
nutritivo dormir lo suficiente), lo cual representa un enfoque de poder compartido para
abordar el conflicto entre el progenitor y el hijo.
En esta familia funcional, la respuesta de la madre es respetuosa, por distintas
razones:
• Ella reconoce haber oído lo que el niño dijo acerca de lo que él quería y sentía.
• Le explica al niño la regla y su razón.
• Le dice cómo lo ayudará a cumplir con esa regla, ofreciéndole opciones para
irse a dormir.
• Hace lo que le dijo a Bobby que haría y es físicamente firme con él, pero sin
dañarlo. Lo alza y lo lleva, o le da la mano y lo acompaña a su habitación, donde
insiste en que se acueste.
• Si Bobby no respondiera de modo positivo cuando le dicen que es la hora de
acostarse, podría tener algunas consecuencias desagradables al día
siguiente, por haberse acostado tarde y no dormir lo suficiente. Esas
consecuencias corresponderán a lo que haya hecho o no hecho con respecto
a la regla de la familia. Por ejemplo una consecuencia podría ser que no hiciera
algo después de clase, por no haber descansado lo suficiente la noche
anterior.
Como la regla es moderada, tiene sentido y existe una razón para ella, el
progenitor realiza un buen cuidado parental o, en otras palabras, insiste en que el niño
se cuide a sí mismo. La madre de Bobby lo trata de este modo respetuoso pero estructu-
rado, reconociendo su valor, y Bobby empieza a estimarse desde dentro, comienza a
desarrollar autoestima.
Además, el niño aprende que ante los problemas de la vida hay distintas opciones.
Muchos codependientes han perdido de vista el concepto de elección, y piensan que en
ciertas cuestiones «no tienen alternativas». Además, el niño toma contacto con el
concepto de que el poder se puede compartir con otro. Más adelante, si Bobby se casa y
él y la esposa disienten acerca de algo, podrán negociar opciones para compartir el
poder o buscar una «solución de transacción» al respecto.
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Un niño es vulnerable
Los niños no tienen sistemas de límites completamente desarrollados, y deben
confiar en que sus padres los protejan. Son vulnerables en extremo, y necesitan la
protección de los cuidadores en los ámbitos físico, sexual, emocional, intelectual y
espiritual. Aprenden a protegerse a sí mismos y escogen momentos seguros para ser
vulnerables en las relaciones, experimentando la protección y la vulnerabilidad de los
cuidadores funcionales. Por protección entiendo que los cuidadores reconocen y respetan
los derechos del niño a su propio cuerpo, sus propios pensamientos, sus propios
sentimientos y su propia conducta, incluso mientras los progenitores los guían hacia una
realidad más funcional; también entiendo que cuando alguien (por ejemplo, un vecino,
un maestro, un niño mayor) se comporta de un modo abusivo con la criatura, los
cuidadores intervienen y brindan protección. Nunca toman partido por el ofensor y
contra el niño.
Además, el niño verá que también los progenitores son vulnerables y se
comunican, y aprenderá cuáles son los momentos adecuados para la intimidad con
límites funcionales.
De qué modo una familia funcional protege la
vulnerabilidad de los hijos
Los padres de Susan son adultos funcionales con sistemas de límites que les
permiten actuar de forma adecuada con la niña. Los límites protegen todas las partes
de la realidad de Susan, Sus cuidadores no la atacan y se comportan con ella de un modo
adecuado en términos físicos, sexuales, intelectuales, emocionales y conductuales. Cada
uno de los progenitores se esfuerza por demostrar un sistema de límites propio, para que
también Susan desarrolle uno que la proteja. Un signo de la familia funcional es que los
niños están protegidos — no excesiva ni insuficiente mente protegidos — de las
conductas abusivas, mientras se los ayuda a construir límites fuertes pero
flexibles. Susan creció teniendo como modelos esos sistemas de límites completos
de los padres, de modo que desarrolló uno propio que le permite ser vulnerable a
otras personas cuando hace falta, pero también le brinda protección contra el
abuso.
El sistema de límites también impide que Susan ofenda a otros. Sus padres
le enseñaron que ella puede tener sobre otras personas una influencia positiva o
negativa. Ha aprendido a ser sensible y oportuna cuando da a conocer su realidad;
sabe que, así como ella tiene derecho a una realidad protegida, lo mismo ocurre con
todos los demás.
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El niño es imperfecto
Es absolutamente esencial que se tome en cuenta la característica de la
imperfección de la criatura. Los niños son falibles: mientras aprenden y crecen
cometen errores constantemente. Son más imperfectos que los adultos. No tienen
un tiempo de vida ni una experiencia que les permitan hacer frente a algunas de sus
imperfecciones y hacer mejor las cosas.
Pero quiero subrayar lo siguiente: en una familia funcional, los miembros saben
que todos somos imperfectos. Ser imperfecto es la naturaleza del ser humano.
Cómo apoya al niño imperfecto la familia funcional
En una familia funcional, todos saben que ningún miembro es perfecto, y que
en especial no lo son los padres. Los padres funcionales aceptan que pueden cometer
errores, y no pretenden establecerse como el dios y la diosa de la familia. Admiten
que deben rendir cuentas por sus acciones inadecuadas. Cuando se equivocan
(como sin duda lo harán, porque son imperfectos), y ese error afecta a algún niño de
modo adverso, enmiendan lo que ha sucedido, del mismo modo que los adultos
funcionales rectifican ante los otros adultos a los que puedan haber perjudicado. A mí
misma me resulta necesario, de vez en cuando, admitir mis errores, disculparme y
reparar lo que sea con mis hijos. Los padres ejemplifican con acierto el hecho de que
la imperfección de las personas es universal, de modo que tampoco ellos esperan que
los niños sean perfectos. Cuando los hijos cometen errores o les hacen daño a otros,
se les enseña a reparar la falta. Por ejemplo, recuerdo cierto incidente en el que uno
de mis hijos atacó físicamente a su hermano y le expliqué que golpear, dar patadas
y tener otras conductas abusivas no eran aceptables en nuestro hogar, pero todo ello
sin dejar de brindarle apoyo, para que supiera que él era un miembro valorado de la
familia. A continuación le dije que debía disculparse con su hermano y comprometerse
a no reincidir en ningún ataque físico. No estaba aún dispuesto a disculparse, y le di
tiempo para que tomara la decisión. Finalmente se disculpó, y ha estado trabajando
en el desarrollo de sus límites físicos para abstenerse de ser agresivo.
Los padres funcionales también tienen que ser lo bastante observadores
como para no pedirle a un niño que rectifique cuando esto no corresponde; tienen
que estar verdaderamente seguros de que el niño debe una disculpa. A veces el niño
siente que no ha ofendido a la otra criatura, y que el progenitor no comprende lo que ha
sucedido. Y como todos los niños son a veces manipuladores, el niño «ofendido»
podría haber falseado los hechos, en cuyo caso no procedería ninguna disculpa. Por
ejemplo, la pequeña Jody es un tanto retraída y reservada, y su hermana, Tracy, muy
agresiva y extrovertida. Cuando Jody está enojada con Tracy quizá no sepa
expresarlo de un modo directo, pero lo hace de un modo indirecto y encubierto, por
ejemplo «olvidando» dónde puso el juguete que su hermana le había prestado. Sabe
que cuando hace esto, Tracy se descontrola y tiene una rabieta. Cuando Tracy
pierde los estribos, ataca a Jody, gritando por ejemplo, «Mejor que me devuelvas mi
osito, o ya verás» mientras la golpea en el brazo. Entonces la pequeña Jody, retraída,
tímida, pone cara de ofendida, inocente y herida. Es necesario que los padres
conozcan a cada niña lo suficiente como para que por lo menos verifiquen cuál ha
sido la conducta de ambas. Si Tracy dice «No, no me disculparé, Jody fue quien
empezó», el progenitor funcional la escucha. Una vez concluido el episodio, los
padres hacen que las hermanas se disculpen recíprocamente cuando es necesario.
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A Tracy se la orienta hacia modos de expresar la cólera más aceptables que gritar y
golpear, y a Jody se le enseña que ocultar o «perder» las pertenencias de otra
persona a propósito es un modo tan impropio de expresar el enfado como dar golpes.
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• Atención médica y odontológica
• Información y orientación sexuales
• Información y orientación económicas
Éstas son importantes necesidades con dependencia de toda persona. Una
familia funcional las satisface, y mientras el niño crece, los padres le enseñan a
atenderlas por sí mismo. Las primeras son evidentes de por sí, pero quiero examinar
de modo más detallado la nutrición emocional, la información y la orientación sexuales,
y la información y orientación económicas.
Creo que la necesidad de nutrición emocional es quizá la más importante del niño,
una vez satisfechas las necesidades de comida, ropa, casa y atención médica y
odontológica. La necesidad de nutrición emocional se refiere al tiempo y la atención que
es preciso que los otros le dediquen al niño, para que éste sepa que importa y se sienta
«oído» y visible. Para satisfacer esta necesidad también se requieren dos tipos de
información: primero, información sobre quiénes somos, y segundo, sobre cómo hacer
las cosas — acerca de todo lo que hay que hacer en la vida (por ejemplo, ganar amigos,
vestirse, mantenerse limpio, ser varón o mujer).
Los niños que reciben una nutrición emocional suficiente desarrollan un sentido
de quiénes son, un sentido interior de identidad. Esto ocurre de dos modos. Primero,
el niño se convierte en quien los padres le dicen que es, en razón de las acciones y
palabras de los progenitores respecto de él. Segundo, el niño adquiere un sentido de
identidad observando al progenitor y porque éste le dice quién es él (el progenitor).
Por ejemplo, una madre repite con frecuencia: «Creo que decir la verdad es
siempre lo mejor, aunque cueste». Los hijos recuerdan que a veces ella dijo la verdad
cuando era difícil. A menudo les dice lo que realmente piensa, y ha sido consecuente
con su conducta hasta el final. Los niños absorben este valor por sí mismos.
La información y la orientación sexuales son también una necesidad importante
de los niños. Primordialmente necesitan apoyo e información con respecto a su propio
desarrollo sexual, físico y emocional. El medio familiar tiene que permitir que el niño
explore y aprenda sobre sí mismo y sobre las partes sexuales de su cuerpo. Por ejemplo,
los niños se desarrollan sexualmente cuando aprenden el hecho de que tocarse ciertas
partes del cuerpo es agradable. Tiene mucha importancia que se les permita ese
desarrollo sexual de un modo moderado, sin que nadie los avergüence
desmesuradamente. También necesitan información sobre qué es el desarrollo sexual.
También es necesario informarles sobre el valor del dinero: cómo trabajar para
ganarlo, cómo ahorrarlo, cómo gastarlo, cómo invertirlo, cómo se pagan las cosas. Creo
que el niño debe tener, en algún momento, una cuenta bancaria. También creo que debe
participar en algunas decisiones familiares relacionadas con la economía. Por ejemplo,
los padres podrían convocar a una «reunión de familia» con los hijos, y decir algo así como:
«Vamos a ir de vacaciones el mes que viene. Tenemos tanto dinero, y nos hemos reunido
para ver cómo vamos a administrarlo».
Los niños nacen con un manual metafórico de «aptitudes para la vida» que tiene
todas sus páginas en blanco. Adquieren los conocimientos básicos acerca del ser y el
hacer mediante el intercambio directo y la comunicación específica entre ellos y los padres.
Mediante el método del ensayo y el error, aprendemos qué «deseos» nos brindan
placer en la vida. Los niños desean cosas no necesarias para la supervivencia, tales como
52
los juguetes, los helados, cierto tipo de calzado para ir a la escuela, etc. Cuando se
satisfacen esos deseos, el niño se da cuenta de si son realmente importantes o no; la
magnitud del placer o la satisfacción que experimentan les da la clave. Y así desarrollan
preferencias por ciertas marcas de bebidas sin alcohol, de cereales para el desayuno,
por ciertas ropas, ciertas películas, etc. Más tarde aplican este mismo procedimiento
a los grandes deseos que pueden cambiar la totalidad de su vida e impulsarlos
en una dirección diferente: los relacionados con la carrera, el matrimonio, la
paternidad o la maternidad, etcétera.
De qué modo la familia funcional satisface los
deseos y las necesidades del niño
Johnny nace en una familia funcional; los padres no sólo responden a sus
necesidades básicas sino que se adelantan a ellas, y están preparados para
satisfacerlas, especialmente cuando es muy pequeño. A medida que crece, la
vigilancia de los progenitores puede reducirse. Y cuando aprende a hablar, los
padres ya no tienen que observarlo tan atentamente, porque el propio niño les
dice qué es lo que quiere.
Un ambiente familiar de este tipo alienta el desarrollo de adultos
interdependientes, que pueden reconocer sus propias necesidades y
deseos, responder a ellos y atenderlos; cuando la necesidad o el deseo
requieren la ayuda de otros, no vacilan en dirigirse a las personas seguras y
apropiadas.
En una familia funcional suceden dos cosas. En primer lugar, los adultos
saben identificar sus propias necesidades y deseos. En segundo término,
también reconocen cuándo surgen una necesidad o un deseo legítimos que
no pueden atender por sí mismos, ante lo cual piden ayuda a otras personas
seguras. Esta satisfacción recíproca de las necesidades y los deseos se deno-
mina interdependencia.
Por ejemplo, yo no puedo abrazarme a mí misma. Por lo general,
solamente el abrazo de otra persona satisface mi necesidad de nutrición física.
Ni siquiera darse un baño de inmersión con burbujas satisface la necesidad
de ser abrazado. Es mucho mejor y más satisfactorio que me abrace mi esposo
o una amiga. Cuando sé que necesito un abrazo, lo pido.
El niño es inmaduro
Los niños se meten los dedos en la nariz en el supermercado, les gritan malas
palabras a sus hermanos y hermanas frente al cura que visita a la familia, y discuten y
hablan en voz alta en restaurantes formales y silenciosos. Se pelean en el asiento trasero
durante un largo viaje; tienen necesidad de ir al baño cuando acabamos de dejar
atrás una estación de servicio y no habrá otra en los próximos ciento cincuenta
kilómetros. Un padre o una madre que se sienten sorprendidos, enfadados o
preocupados porque su hijito de ocho años «se porta como un niño» no toman en cuenta
esta característica natural básica de la inmadurez.
De qué modo una familia funcional atiende la
inmadurez del niño
Las familias funcionales reconocen que esta inmadurez es natural. Los padres o
53
cuidadores funcionales saben qué corresponde esperar en cada nivel de edad, desde
que el niño es bebé hasta que atraviesa la adolescencia, y le permiten ser niño; no
esperan que sea un pequeño adulto perfecto. No esperan que el niño actúe con más
madurez que la propia de su edad, ni que se comporte o asuma responsabilidades de un
modo que es sólo adecuado en chicos mayores, ni tampoco consienten conductas
propías de criaturas más pequeñas. Cuando un niño se comporta de un modo que está
claramente por «debajo» de su nivel de edad, los padres lo ayudan funcionalmente a
volver a actuar como corresponde.
Si Janie, de ocho años, tiene una rabieta y permanece tendida en el piso de la
sala de estar, los padres no le pegan ni la atacan verbalmente por ello. Afrontan el
estallido, intervienen y la ayudan a encontrar una solución a su problema. Uno de
ellos se acerca a la niña y le dice, más o menos: «Dime qué te sucede, por qué estás
tendida en el piso, y gritas, lloras y haces todo este alboroto». La cólera y la conducta
de la niña no son ignoradas, y a Janie le ayudan a volver a actuar como corresponde
a su edad.
Por lo general me sorprende lo bien que mis hijos responden a este enfoque. En
cambio, no reaccionan bien si los ataco y les digo « ¡Basta con ese modo estúpido,
infantil, de comportarse! ». Pero cuando les pregunto severamente qué les sucede, es
notable la forma como termina todo el episodio. Creo que eso es en realidad lo que ellos
buscan.
En una familia funcional, a Janie la ayudarán a actuar como corresponde a su
edad, pero no como si fuera mayor. Los padres no esperan que, cuando tenga un
problema, se dirija a ellos sin llorar, se siente y explique lo que la perturba de fin modo
racional y bien articulado. Ella actúa como corresponde a su edad. Y así logra tener una
infancia.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando sobre estas cinco características naturales de
todos los niños incide un quehacer parental disfuncional? ¿De qué modo estas
características derivan hacia los síntomas de la codependencia, en lugar de
convertirse en rasgos adultos maduros?
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progenitores disfuncionales suelen atacarlo diciéndole que es anormal por estar
centrado en sí mismo. Los padres disfuncionales quieren que sus hijos se centren en
los progenitores, que pretenden satisfacer sus propias necesidades. No obstante, para
que se desarrolle de un modo funcional, es esencial que el niño esté centrado en sí
mismo de un modo sano. Y cuando los niños luchan por adaptarse a lo que quieren
los padres, su desarrollo sano se retarda.
El proceso del abuso agota la energía con la que el niño tiene que contar para el
trabajo del crecimiento. Cuando a un niño no se le permite ser lo que es en verdad, la
aptitud sana para adaptarse y cambiar se orienta de un modo incorrecto, y se le fuerza
a iniciar el enorme proceso de adaptación a la codependencia.
De adultos ya no estamos centrados en nosotros mismos, no contamos con la
energía interminable y la adaptabilidad de la niñez. Esto es así para todos los adultos,
pero en los adultos funcionales esos atributos han cumplido con su función en el proceso
del crecimiento normal, y ya no se los necesita tanto.
La recuperación de la codependencia se parece mucho a un proceso de
crecimiento: tenemos que aprender a hacer lo que nuestros progenitores disfuncionales
no nos enseñaron, es decir, apreciarnos adecuadamente a nosotros mismos, establecer
límites funcionales, tomar conciencia de nuestra realidad y reconocerla, atender
nuestras necesidades y deseos adultos, y experimentar nuestra realidad con
moderación. Para estimarnos y tomar conciencia de nuestra realidad, necesitamos
estar centrados en nosotros de un modo saludable; pero cuando comenzamos a
desarrollar algún auto-centramiento quizá suframos el ataque de otras personas de
nuestra vida, que pueden interpretarlo como «egoísmo». Se necesita una gran energía
para establecer límites funcionales y atender nuestras necesidades y deseos; al tratar
de hacerlo, nos daremos cuenta de que ya no contamos con toda esa energía necesaria.
También se necesita adaptabilidad para cambiar nuestras antiguas pautas
codependientes y aprender nuevos modos de vivir, pero quizá descubramos que nos
cuesta mucho modificar nuestra manera de pensar y de expresar los sentimientos.
Como los atributos infantiles del auto-centramiento, la energía abundante y la
adaptabilidad han perdido parte de su fuerza, ya no podemos aplicarlo a nuestros
esfuerzos de crecimiento, lo cual dificulta la recuperación de la codependencia.
Además de orientar de modo incorrecto esas tres aptitudes, los cuidadores
disfuncionales no responden adecuadamente a las cinco características naturales de los
niños: el valor, la vulnerabilidad, la imperfección, la dependencia y la inmadurez. En lugar
de ello, estos cuidadores ignoran o atacan al niño en la esencia de lo que es, creándole
una intensa experiencia de vergüenza. Cuando el niño pierde contacto con la sensación
interior de que tiene capacidad y valor, a pesar de sus errores, sus necesidades o su
inmadurez, experimenta una vergüenza desmesurada.
Por ejemplo, Paul, de cinco años, comete un error en el picnic de la empresa del
padre, y derrama su bebida sobre los zapatos de alguien. Sam, el padre, basa su
autoestima en la conducta del niño en público, y se siente avergonzado porque Paul no
ha sido perfecto, de modo que le grita, le dice que es estúpido, torpe, por haber derramado
su vaso. Cree que está utilizando técnicas aceptables de quehacer parental para
enseñarle a su hijo a ser más cuidadoso en público, confiando en que de este modo, de
adulto, será un ciudadano mejor.
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Pero después de esto, el pequeño Paul se derrumba emocionalmente, siente una
vergüenza intensa y pierde contacto con cualquier sensación de propio valor. No se le
ha enseñado a disculparse por el error. Se identifica con la vergüenza del padre: «Si
papá está tan avergonzado y enojado, seguramente yo no valgo nada».
Los niños son por naturaleza inocentes, inexpertos ingenuos, y creen que sus
cuidadores «no pueden equivocarse». Pero en realidad los cuidadores a menudo atacan
o maltratan al niño por tener los rasgos normales de la imperfección, la dependencia y
la inmadurez. Como resultado, el niño pierde su propia sensación de ser valioso (puesto
que no ve que la falta está en el cuidador). Además, el hecho de que haya abuso
significa que los progenitores no están mostrando que tienen límites, por lo cual el niño
no puede desarrollar adecuadamente los suyos propios. Cuando los cuidadores
ignoran o atacan las características naturales del niño, éste desarrolla rasgos
disfuncionales de supervivencia para no desmoronarse y seguir creyendo que los
cuidadores siempre tienen razón. Adaptan y reforman su mundo mental para que no los
anonaden los sentimientos de falta de valía y vergüenza que genera en ellos el abuso.
Los rasgos disfuncionales de supervivencia hacia los que se han extraviado sus
características naturales se convierten en los síntomas nucleares de la codependencia
cuando el niño llega a la adultez. Y yo creo que es así como se establece la
codependencia. La tabla II presenta los rasgos de supervivencia específicos que en la
adultez se convierten en los síntomas de la codependencia.
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Tabla II: El efecto del quehacer parental disfuncional
sobre las características naturales del niño
Rasgos
Características Cuando hay
disfuncionales Que se Síntomas nucleares de
naturales del abuso pasan a
de convierte en la codependencia
niño ser
supervivencia
Dificultad para
Valioso Menos-que o mejor-que experimentar niveles
adecuados de autoestima
Demasiado dependiente
Dificultad para atender las
Dependiente: con o antidependiente. No
propias necesidades y
necesidades y deseos percibe
deseos adultos
necesidades/deseos
Una familia disfuncional es incapaz de respaldar el valor del niño. El mensaje que
se le envía por ser natural (vulnerable, imperfecto, dependiente e inmaduro) dice: «Hay
algo malo en ti. Haz lo que se espera de ti. El hecho de que no seas una persona perfecta
significa que eres un incapaz y vales menos que el resto de nosotros, que no actuamos
como niños. Este es tu problema». O bien, «Tú necesitas que yo haga tanto por ti porque
yo soy mejor que tú. Más vale que te rectifiques». Y la familia trata de obligar al niño a
hacer las cosas a la perfección, o por lo menos como la familia quiere que las haga. A
menudo lo presiona para que niegue sus propias necesidades y deseos de tipo
dependiente, a fin de que no moleste a los padres. Y no lo ayudan a actuar como
corresponde a su edad, sea porque lo empujan a comportarse como mayor o porque le
permiten hacerlo como si fuera menor.
Debido a estas actitudes, es posible que el niño nunca tenga la sensación de su
valía intrínseca, y que se sienta menos valioso que otros (en especial, que los cuidadores
principales y las ulteriores figuras de autoridad). Quizás aprenda a valorarse sobre la
base de la calidad percibida de su «hacer» o su desempeño, y no de su existencia. Estos
57
niños creen que la estima proviene de cosas externas, como, por ejemplo, las notas en
la escuela, los premios que puedan obtener (en deportes o estudios), la ropa que usan, lo
bellos que son, la aprobación de los otros por sus logros o su conducta, el novio o la
novia que tienen, y así sucesivamente. Esto es estima externa, basada en cosas que
están fuera de uno mismo.
En algunos niños no parece haber baja autoestima, sino que por el contrario, se
muestran muy arrogantes y ostentosos. Esto suele deberse a un sistema familiar que
les enseña a desdeñar a otras personas, o quizás al modelo de los padres, que se
consideraban superiores. «No lo olvides nunca, nosotros somos Wilson (o Feldman, o
McAdams, o lo que sea). Somos mejores que los otros.» Entonces, aunque en esta
situación los niños pueden ser criticados y avergonzados desmesuradamente por los
padres, terminan aprendiendo a recoger estima externa ubicándose por encima de las
otras personas para encubrir sus propios sentimientos de falta de valía. Estas
personas actúan sobre la base del rasgo ostentoso, «mejor-que», arrogante, de la tabla
II.
Algunos niños desarrollan un rasgo «mejor-que» cuando sus familias los tratan
como si realmente tuvieran más valor que los otros niños de la familia, y quizás incluso
que los padres. Estos niños están en un pedestal; su imperfección es minimizada o
ignorada, y no se les enseña que todas las personas valen lo mismo. Ellos no
experimentan una baja autoestima que tengan que ocultar actuando con arrogancia.
Verdaderamente creen que son mejores. Esta entrega de poder, que es una forma de
abuso, resulta muy difícil de tratar, y puede llevar a relaciones personales desastrosas.
A Billy, que nació en una familia disfuncional, su madre le ha dicho que es hora
de que se vaya a dormir. Él responde: «No quiero irme a la cama». La madre lo toma del
brazo, lo sacude e intenta llevarlo por la fuerza al dormitorio, mientras grita: « ¡A mí no
me hables así! Es hora de que te vayas a dormir, y no me importa lo que quieras o no
quieras ». La respuesta de esta madre indica que no respeta el hecho de que Billy tiene
valor, aunque no quiera irse a dormir. El mensaje es que no está bien para la madre
que él tenga sus propios sentimientos sinceros. Y Billy desarrolla la creencia de que
tiene muy poco o ningún valor cuando expresa su malestar por algo que no quiere
hacer.
La madre de Billy dice también: «Está bien, como no quieres irte a dormir cuando
yo te lo mando, no saldrás a jugar durante una semana». Ésta es una consecuencia
exagerada, que ignora el hecho de que ese día el niño no tiene sueño y se basa en otros
criterios que no guardan proporción con la conducta que se quiere corregir.
Billy se muestra sensible ante la idea de que es su conducta lo que determina lo
que él vale para los padres, y cree que lo que él es (un niño que no quiere irse a la cama)
carece de valía. Piensa que no es «nada bueno», porque no pudo «querer» irse a acostar
cuando se lo ordenaron. Asimismo, pronto descubre que cuando se va a la cama
animosamente y sin dilación (aunque para ello tenga que ocultar su malestar y fingir
que está contento), aparentemente sí tiene mérito y valor (de hecho, ésta es estima
externa, basada en el hacer y no en el ser). Su propia realidad de malestar queda sin
reconocer, y al niño se le enseña estima externa. Tal vez Billy desarrolle el rasgo de
supervivencia del empeño en agradar a la gente, porque no sabe estimarse a sí mismo.
58
Cuando el valor del niño está expuesto a un cuidado parental disfuncional que le
crea vergüenza o le entrega poder, el rasgo resultante de supervivencia está en uno de
dos extremos: se siente «menos-que» las otras personas, o adopta la actitud de ser
mejor que ellas. Ambos rasgos dan origen al síntoma nuclear adulto de la dificultad para
experimentar niveles adecuados de autoestima. Tanto la baja autoestima como la
respuesta ostentosa y arrogante al cuidado parental disfuncional surgen del mismo
problema: la falta de conciencia del propio valor.
Algunas personas experimentan este síntoma en sólo un extremo del espectro,
sea el de la autoestima baja o inexistente o el de la posición arrogante de «mejor-que»,
pero otras oscilan continuamente entre ambos polos.
Los niños desarrollan el mismo sistema de límites que tienen los padres. Si
un progenitor es disfuncional y carece de un sistema de límites adecuadamente
desarrollado, el hijo no crea límites o sólo llega a tener límites dañados — se vuelve
«demasiado vulnerable» —. Se mete en situaciones peligrosas, sin siquiera darse
cuenta de que existe el peligro. Confía demasiado, y continúa exponiéndose a los
progenitores, a otros cuidadores e incluso a extraños que, actuando sin límites,
abusan de él. Cuando los niños imitan los muros que ven usar a sus padres,
desarrollan el rasgo de la invulnerabilidad. Estos niños se protegen del abuso
replegándose a una fortaleza de miedo o silencio, o erigen agresivamente muros de
cólera o palabras.
Una familia disfuncional abusa de la vulnerabilidad del niño al no protegerlo ni
enseñarle a evitar a los otros ofensores. Como los niños son vulnerables por naturaleza,
no han desarrollado los límites propios con los que más tarde podrían protegerse y evitar
agredir a otros.
Por ejemplo, Patsy, de diez años, un día decidió cortar camino entre la parada del
transporte escolar y su casa, pasando por el jardín de un vecino, y pisó algunas flores.
Ese vecino, el señor Henley, apareció enarbolando un rastrillo y gritándole: « ¡Vete de
aquí, pequeña, antes de que te sacuda el polvo! ». Patsy salió corriendo
frenéticamente, y al llegar a su hogar le contó a la madre lo que había hecho el señor
Henley. La madre la puso como un trapo y le dijo que merecía lo que le había pasado,
por pisar las flores. En realidad, tanto el señor Henley como la madre de Patsy
trataron de modo inadecuado la imperfección de la niña.
Si bien es indudable que Patsy cometió un error, no merece que le griten ni la
amenacen con un rastrillo. Su propia falta de límites la llevó a pensar que era
perfectamente aceptable atravesar el jardín del vecino, y su falta de cuidado hizo que
estropeara las flores. Lo que Patsy necesita es que se le enseñe a respetar la propiedad
ajena. Pero los padres también tienen que defender a la niña de la respuesta abusiva
del señor Henley. Primero, no deben decirle a Patsy que mereció la amenaza, y
segundo, podrían pensar en ir con la niña a la casa del señor Henley y ayudarla a
disculparse con él, asegurándole que le enseñarán a la pequeña a que no pase por su
jardín, pero diciéndole también que no aprueban el hecho de que la amenazara a gritos
con un rastrillo. Así, acompañarían a su hija a disculparse para protegerla de cualquier
otro posible abuso del señor Henley.
59
La característica correspondiente en el adulto codependiente
60
Kerry es un niño de doce años con una familia disfuncional. Tropieza en la escalera,
y le da un golpe a una maceta. La madre grita: « ¡Eh, aquí viene Pies de Elefante! ». Además
le dice que los chicos buenos saben andar por la casa sin destrozarla. Después, él se
enfada con su hermano, le dice malas palabras y lo saca a empujones de su habitación,
con tanta rudeza que lo hace caer. Entonces el padre pega a Kerry con un cinturón, sin
preguntar qué había hecho el hermano para provocarlo. Desde luego, Kerry necesita que
le enseñen a expresar su cólera de un modo que no le haga daño a nadie, pero la burla
de la madre y el requerimiento exagerado de que fuera «bueno» y no «destrozara la casa»
lo avergonzaron sin tener en cuenta la torpeza normal de los jovencitos de su edad. El
hecho de que el padre le pegara fue un acto de abuso físico que no enseñaba nada, ni a
Kerry ni a su hermano, sobre el modo de zanjar los desacuerdos. Los padres
aprovecharon la imperfección de Kerry como pretexto para avergonzarlo y maltratarlo.
Ya de adulto, mientras trataba de comprender su propia historia, Kerry me dijo
que había sufrido mucho maltrato físico. Pero cuando le pregunté « ¿Por qué te
maltrataban? ¿Por qué tu papá tomaba el cinturón y te pegaba así? ¿Qué habías hecho?
», él movió la cabeza y me respondió: « No lo sé ».
Atiendo a muchos pacientes que no saben por qué fueron objeto de abuso, y por
lo general les digo lo mismo que a Kerry: «Quizá sólo estabas actuando como un niño,
y por esto no lo puedes recordar».
La mayoría de las personas que recuerdan un castigo específico que recibieron
de niños también pueden recordar la razón. Quizá quemaron el árbol del jardín trasero,
y se ganaron unos azotes. La razón de los azotes era clara, aunque fuera abusiva.
Otros niños se limitan a derramar la leche, gritar en su dormitorio, ponerle apodos al
hermano o la hermana, y pelearse. Pero en la adultez muy pocas veces recuerdan lo que
sucedió o por qué fueron castigados por este tipo de cosas. Fueron castigados
sencillamente por ser lo que eran, pues los padres no comprendían que un niño es
imperfecto. Kerry, como muchos otros chicos que tienen esta experiencia, se convirtió
en un perfeccionista.
Por otra parte, en algunos sistemas familiares disfuncionales, cuando el niño
demuestra imperfección no se le pide cuentas por las consecuencias de aquélla. No se
le castiga ni tampoco recibe ninguna información sobre lo que debería haber hecho,
ninguna instrucción sobre cómo hacer mejor las cosas. Estos niños terminan siendo
«rebeldes» o «malos».
Los progenitores que tratan de un modo disfuncional la imperfección de los hijos
suelen no reconocer tampoco su propia imperfección. Mi experiencia clínica me indica que
estos padres por lo general no tienen un buen concepto operativo de la espiritualidad,
aunque quizá parezcan extremadamente religiosos. La espiritualidad práctica tiene que
ver con una relación con un poder superior al de cualquier persona de la familia, incluso
los padres. En la tercera parte consideraremos con mayor atención esta idea de la
espiritualidad.
61
las exigencias de los padres, bien pueden convertirse de adultos en codependientes
rebeldes, con muy poco y a veces ningún control de sí mismos. A los adultos educados
como perfeccionistas o rebeldes «malcriados» les cuesta asumir y expresar su propia
realidad y expresión. Estos adultos no saben reconocerse con realismo como seres
humanos normalmente imperfectos, sin que al mismo tiempo aparezcan mucho miedo,
dolor o cólera. En estas condiciones resulta difícil identificar lo que se siente, lo que se
piensa, lo que se hace o lo que se parece, porque la reacción emocional a cualquier
imperfección es sumamente penosa. El miedo al fracaso en cualquier test de aptitudes
es especialmente intenso en estos casos.
Al principio, los niños dependen de sus cuidadores para satisfacer todas sus
necesidades y deseos; más adelante, en las familias funcionales, los cuidadores les van
enseñando gradualmente a obtener por sí mismos esa satisfacción, y a pedir ayuda a la
persona adecuada cuando sea necesario, sin sentir vergüenza o culpa. Cuando la
dependencia del niño es atendida por los progenitores de una manera disfuncional, la
criatura se vuelve demasiado dependiente, muy llena de necesidades y deseos; bien
antidependiente, o no percibe sus propias necesidades y deseos. Hay tres situaciones
primarias de abuso por las que pasan la mayoría de los niños con progenitores
disfuncionales, relacionadas con sus necesidades y deseos: 1) el progenitor interviene
en todo y lo soluciona todo, no permitiendo nunca que el niño haga las cosas por sí
mismo; 2) el niño es atacado, o 3) el niño es ignorado.
En el primer caso, cuando el progenitor se hace cargo de todo, sin permitir que el
niño aprenda a hacer las cosas por sí mismo, éste se vuelve demasiado dependiente
simplemente porque carece de aptitud para cuidarse, y espera que lo cuiden los otros.
Por ejemplo, David, un niño de ocho años, tiene hambre y pide que le den de comer. La
madre le prepara de inmediato un bocadillo, pero no se toma la molestia de enseñarle a
hacérselo él mismo la próxima vez. Sigue haciéndole bocadillos cuando tiene doce años
y cuando tiene dieciséis, y por lo tanto él nunca aprende a preparárselos.
En el segundo caso, cuando el niño experimenta una necesidad, los padres lo
atacan; entonces él aprende que es inseguro expresar sus necesidades o deseos.
Sammy tiene hambre y pide algo de comer. La madre le dice: «Eres un comilón egoísta,
Sammy. Es demasiado temprano, y tendría que dejar de planchar para prepararte algo.
Espera la cena, como todos los demás». Entonces el niño hace lo que puede para
prepararse él solo el bocadillo después de haber aprendido que es inseguro pedirle a
alguien que le dé de comer. «Cuando tenga hambre, tendré que prepararme la comida
yo solo.»
En el tercer caso, los padres ignoran prácticamente todas las necesidades y los
deseos de los hijos, casi desde el nacimiento. Cuando la pequeña Sherry tenía hambre
y lo decía, a menudo la madre no le respondía en absoluto. En lugar de aprender a
hacerse un bocadillo, la niña se volvió insensible a su propia sensación de hambre.
62
y deseos, los adultos codependientes experimentan como síntoma una dificultad para
reconocer y atender sus propias necesidades y deseos adultos. Los adultos demasiado
dependientes, que nunca aprendieron a satisfacer sus necesidades y deseos, tienen
conciencia de ellos, pero gastan mucha energía tratando de que algún otro se encargue de
satisfacerlos; recurren al lloriqueo o alguna otra forma de manipulación. Por ejemplo,
David, ya adulto, se da cuenta de que tiene hambre, pero espera que su esposa le
prepare algo de comer y se queja si la cena se demora. Cuando la esposa se va de la
ciudad durante una semana para cuidar de la hija y su nuevo bebé, le deja la nevera
llena de cacerolas, y además detalladas instrucciones escritas sobre cómo calentar la
comida, porque sabe que David no va a prepararse nada por sí mismo. Pero él opta a
menudo por ir a cenar a la cafetería cercana, porque incluso calentar la comida le
resulta abrumador.
Los adultos antidependientes que han aprendido que pedir ayuda para satisfacer
una necesidad o un deseo probablemente invite al abuso, se dan perfecta cuenta de lo
que les hace falta, pero sólo satisfacen aquello que pueden obtener por sí mismos. En
cuanto a sus otras necesidades y deseos, no pueden pedir ayuda a otros. Un
codependiente antidependiente prefiere que su necesidad quede insatisfecha antes
que pedir ayuda.
Por ejemplo, el pequeño Sammy es ya un adulto que muy pocas veces le pide algo
a alguien, y experimenta mucha vergüenza cuando se ve obligado a hacerlo. A los
veintiocho años se accidentó esquiando, y tuvo que pasar algún tiempo en una habitación
de hospital con la pierna inmovilizada. Un día se despertó de la siesta con mucha sed, por
la medicación analgésica, y vio que su jarra de agua estaba vacía. Él no podía
levantarse para llenarla, de modo que esperó a la enfermera. Cuando ésta llegó, Sammy
empezó a decirle que quería agua, pero de pronto tuvo vergüenza y cambió de opinión.
La enfermera no se dio cuenta de que la jarra estaba vacía. Tuvo que esperar otra hora,
hasta que llegó la asistenta con la cena y llenó la jarra. Durante dos horas Sammy
estuvo, sediento, pero prefería eso a tener que pedirle a alguien que le llenara la jarra
de agua.
Los adultos que no perciben lo que a ellos mismos les falta fueron de niños
ignorados casi completamente. Estas personas advierten muy poco o nada que tienen
necesidades o deseos. Por ejemplo. Sherry, ya de adulta, casi no advierte sus
necesidades de comida, ropa, casa, atención médica y odontológica, nutrición física,
nutrición emocional, etcétera, del mismo modo que su madre no había demostrado
tener la menor conciencia de que a Sherry le hacían falta estas cosas cuando era niña.
Como resultado, Sherry no come lo que corresponde, tiene ropa inadecuada, dolores de
muelas y una vida personal árida, porque no percibe sus propias necesidades y, en
consecuencia, no hace nada para satisfacerlas.
Otro ejemplo es el de Sally, que ignora su propia necesidad de nutrición física.
Sally no sabe que necesita que la toquen, que la abracen, que le tomen la mano, etcétera.
Pero como ésta es una necesidad humana básica, la privación que sufre afecta su
capacidad para mantener relaciones funcionales.
Un modo de actuar que es posible que Sally adopte consiste en tocar de modo
inconveniente y sofocar a otras personas, creyendo conscientemente que satisface las
necesidades de ellas, cuando en realidad atiende a su propia necesidad no percibida.
Al hacerlo quizá no advierta que los otros consideran inapropiado ese contacto físico,
63
lo que los lleva a apartarse de ella.
En el otro extremo, Sally podría no ser demostrativa en absoluto, y rehuír todo
abrazo o contacto. Tocarla o abrazarla les resultaría embarazoso a las personas que
están en relación con ella, y que también desean demostraciones físicas de afecto.
Lamentablemente, los codependientes insensibles a sus propias necesidades y
deseos ni siquiera saben que sus íntimos necesitan y desean esas demostraciones.
Cuando los padres de los niños inmaduros actúan de manera disfuncional, éstos se
vuelven caóticos o controladores. Una familia disfuncional espera que los niños actúen
de un modo más maduro que el que corresponde a la edad que tienen, o los consiente y
les permite una conducta inmadura para su edad. Sarah y Donna son hermanas criadas
en una familia disfuncional. A Sarah se le pidió que fuera más madura de lo que podía
ser. A los cuatro años los padres esperaban que ella actuara como si tuviera ocho o
nueve; que se sentara en silencio durante todo el servicio religioso y se comportara con
corrección en los restaurantes. Cuando Sarah tenía ocho años, empezó a cuidar de su
hermana menor, Donna, mientras la madre hacía algún recado durante algunas horas
por la tarde. En aquel entonces, Donna tenía tres años, y a Sarah la abrumaba el miedo
de que llegara a lastimarse si no la vigilaba con suficiente atención. También sabía que,
en tal caso, la iban a castigar. Y la irritaba tener que quedarse en la casa cuidando a
Donna, en lugar de salir en bicicleta con las otras chicas de su edad. Sarah se convirtió
en una hermana mayor mandona, entremetida, resentida. Al ser empujada a asumir la
conducta y las actitudes de una niña de más edad, nunca tuvo la oportunidad de
experimentar su propia infancia.
Por otro lado, a la hermana menor de Sarah, Donna, se la consentía y se le
permitía actuar como una niña mucho más pequeña. A los ocho años se le aceptaban
las rabietas como si tuviera dos años. Era tolerada e incluso recompensada, Donna
obtenía tanta atención, simpatía y consuelo por sus rabietas, que nunca
aprendió lo que se esperaba de ella a los ocho años e incluso más tarde.
En algunos casos, los niños experimentan estos dos tratamientos
disfuncionales opuestos, en diferentes momentos, o por parte de uno y otro
progenitor.
64
6.- EL DAÑO EMOCIONAL DEL ABUSO
El cuidado parental disfuncional nos daña de numerosos modos. Puede
marcar nuestros cuerpos y privarlos de salud, llevarnos al sobrepeso o a una excesiva
delgadez, impedirnos una vida sexual sana, distorsionar nuestros pensamientos,
incluso a menudo nuestra vida espiritual, y generar conductas extravagantes o
erráticas. Pero yo creo que es el daño emocional que sufrimos lo que sabotea más
profundamente nuestras vidas como adultos codependientes. Nuestras emociones
tienen a menudo un carácter abrumador y aparentemente irracional, o bien estamos
tan desconectados de ellas que somos afectivamente insensibles. A mi juicio, la
naturaleza de este daño emocional es la clave para comprender de qué modo actúa la
codependencia en los adultos.
Sentir emociones sanas es una experiencia positiva. Ninguna emoción tiene nada
de malo, siempre y cuando se la exprese de un modo sano, funcional y no abusivo.
Como parte de la dotación que necesitamos para vivir la vida plena y funcionalmente,
cada una de nuestras emociones tiene un propósito específico.
La cólera nos proporciona la fuerza necesaria para cuidarnos. Nos permite
afirmarnos y ser quienes somos. Podemos poner la cólera sana al servicio de
nuestro mejor interés mirándola de frente y expresándola de modo no abusivo (para
nosotros mismos o para otros).
El miedo nos ayuda a protegernos. Cuando sentimos miedo, estamos alerta ante
los peligros posibles. El miedo sano hace que nos abstengamos de entrar en situaciones
y establecer relaciones que no estarían al servicio de nuestro mejor interés.
El dolor nos motiva para madurar. Las vidas sanas normales están llenas de
problemas que generan dolor, y experimentar ese dolor ayuda al desarrollo personal. A
muchos nos han dicho, en nuestras familias de origen, que las personas maduras no
tienen problemas ni dolor, por lo cual llegamos a pensar que hay algo malo en nosotros,
que sí los tenemos.
Como consecuencia de los problemas y dificultades rutinarios de la vida, todos
experimentaremos dolor de vez en cuando. Una persona funcional aprovecha el dolor
como medio para elaborar los problemas, remediar sus efectos, obtener sabiduría que
procuran las situaciones dolorosas, y continuar el proceso de la maduración. La
represión del dolor, no afrontarlo o ahogarlo de algún modo, hace que en nosotros
subsistan el daño y la inmadurez.
La culpa es un sistema sano de advertencia; nos dice que hemos transgredido
un valor que consideramos importante. Sentir culpa nos ayuda a cambiar nuestra
conducta y a volver a vivir a la altura de nuestros valores.
La vergüenza nos da una humildad que nos permite saber que no somos el poder
superior. La vergüenza sana nos recuerda que somos falibles y que tenemos que
aprender a ser responsables y rendir cuentas. También nos ayuda a corregir nuestras
zonas de falibilidad que inciden adversamente en la sociedad y en los otros. Este
proceso contribuye a que aceptemos el resto de nuestra imperfección como parte de
nuestra humanidad normal y sana. También nos permite relacionarnos de un modo sano
65
con un poder superior, relación ésta necesaria para vivir como adultos maduros y
responsables. Experimentamos vergüenza siempre que advertimos que hemos cometido
un error o somos imperfectos.
Aunque todo el mundo es imperfecto, los niños lo son más que los adultos,
porque aún no se les ha enseñado a corregir parte de su imperfección, para que se
sepan comportar mejor en sociedad. Ante la falibilidad del niño, el progenitor debe
corregir áreas muy importantes que, en caso contrario, afectarán negativamente al niño
o a la sociedad.
A mi juicio, la vergüenza sana no surge naturalmente desde dentro como la cólera,
el dolor, el miedo y la alegría. Creo que la vergüenza se trasmite de generación a
generación en el proceso de corrección de los niños por parte de los adultos.
La corrección sana, con apoyo y respeto, inicia el desarrollo de la vergüenza
natural. Digamos que un niño se mete los dedos en la nariz en la galería de compras, y
que la madre quiere enseñarle que no lo debe hacer, pero sin avergonzarlo
desmesuradamente. Entonces se acerca a él, para que pueda escucharla sin necesidad
de levantar la voz, y le dice: «Stan, no hay que meterse los dedos en la nariz, y quiero que
dejes de hacerlo. Toma un pañuelo de papel. Si la nariz te molesta, suénate». Este
enfoque es adecuado cuando el niño ya tiene edad como para prestar atención y
responder, no cuando es demasiado pequeño y no comprende. Stan puede experimentar
algo de turbación mientras esta corrección desarrolla su propia vergüenza sana.
Cuando los cuidadores corrigen a un niño de un modo humillante, coercitivo, sin
respeto, la criatura no sólo se siente turbada, sino también «menos-que», incapaz,
carente de valía. En este mismo capítulo veremos más adelante cómo sucede.
En una familia que nunca lo corrige, el niño no desarrolla vergüenza en absoluto,
ni siquiera vergüenza sana. En una persona así, encuentro sentimientos de cólera, dolor,
miedo y alegría, pero no vergüenza, razón por la cual creo que esta última no tiene su
fuente en nuestro interior, sino que el niño la adquiere en el proceso de ser corregido
por la persona que cuida de él. Estos niños tienen muy poca o ninguna vergüenza sana
que les haga tomar nota de su propia falibilidad, y por lo general presentan pomposidad
y arrogancia; piensan que todo lo que hacen es automáticamente aceptable. Si alguien
les objeta algo, se consideran incomprendidos o mal interpretados, o bien piensan que
la persona que los critica comete un error.
Para nuestra cultura, los sentimientos son de dos tipos: «buenos y malos». La
cólera, el dolor, el miedo, la culpa y la vergüenza se consideran malos o negativos.
Entendemos que la alegría es buena o positiva. Lamentablemente, este tipo de
categorización en «blanco o negro» es errónea y disfuncional. Un mensaje
disfuncional que recibimos de nuestra cultura es que casi nunca resulta aceptable
experimentar los «malos» sentimientos que acabamos de enumerar. El mensaje al niño
es que las personas adultas maduras, controladas y que tienen éxito son «racionales»
en todo momento, lo que significa no tener sentimientos «malos». Cuando uno es adulto,
el mensaje suele ser: «Si eres realmente maduro, no tienes por qué experimentar senti-
mientos 'malos'».
En paralelo con este mensaje hay otro, según el cual es inmadura toda persona
66
que asume y expresa cualquiera de estas emociones. Si los sentimientos tienen una
intensidad moderada, a esa persona se la denomina «emotiva» (en tanto opuesta a
«racional»). Y si sus sentimientos son extremadamente intensos, ha ingresado en el
reino de la locura. Como uno de los síntomas más importantes de la codependencia es
«sentirse loco» debido a que nuestras emociones parecen estar casi fuera de control,
nosotros, los codependientes, sentimos en nuestra cultura mucha culpa y vergüenza
por ser quienes somos.
Otro mensaje cultural es que aunque nuestra familia y nuestros amigos acepten
que nosotros tengamos ciertos sentimientos, hay algunos otros que no nos están
permitidos. Por ejemplo, en nuestra sociedad los hombres no deben tener miedo. Si
un hombre tiene miedo, es un cobarde. Es aceptable que tenga miedo una mujer,
porque se la supone débil y vulnerable. Pero las mujeres no deben enfurecerse. Si una
mujer se enfurece, es una bruja. En cambio la cólera del hombre es su derecho de
varón; él se limita a ejercer su poder.
El dolor no es aceptable en ninguno de los sexos. El mensaje es: «Tienes derecho
a no sentir dolor, de modo que toma lo que necesites para anestesiarlo». Como la
sabiduría y la madurez provienen de afrontar el dolor y aprender de él, creo que Estados
Unidos es un país de personas muy inmaduras, no dispuestas a experimentar el
sentimiento que las llevaría a una auténtica sabiduría. No hemos aprendido a tolerar
el dolor y a tratar con él como un agente del cambio positivo.
La vergüenza y la culpa
67
abrumadora. La vergüenza nos alerta ante el hecho de que podríamos estar ofendiendo
a alguien o a nosotros mismos. «Avisa» a nuestra mente consciente que hemos cometido
un error, y que debemos corregirlo o interrumpir lo que estamos haciendo, porque no es
lo apropiado.
Cuando podemos sentir nuestra vergüenza natural, contamos con dos ayudas
vitales para la vida. Primero, tomar conciencia de que no somos perfectos nos hace saber
que debemos rendir cuentas y nos permite relacionarnos íntimamente con otras
personas, no desde una posición presuntamente superior. Segundo, ser conscientes de
cuando nuestra vergüenza natural nos dice que no somos el poder superior nos permite
ser lo bastante espirituales y humildes como para recibir ayuda del poder superior
verdadero. La vergüenza es un regulador incorporado que controla la infatuación por
nuestras capacidades, e impide que olvidemos nuestra condición de seres creados, que
no son el Creador. La aptitud para abordar nuestra propia vergüenza nos permite
convertirnos en seres espirituales sensibles y libres. En mi opinión, el contacto con la
propia espiritualidad es esencial para la recuperación con un programa de doce pasos.
En primer lugar, todos estos pasos tienen que ver con la responsabilidad o con la
espiritualidad. Pero, más allá de ello, la espiritualidad auténtica se refiere a ser aceptado,
amado y valorado en una relación con la realidad última: nuestro valor y autoaceptación
se verifican en la experiencia cuando nos relacionamos con la verdad en sí.
La culpa es una sensación incómoda o un retortijón en el abdomen por una acción
o pensamiento que transgrede nuestros sistemas de valores, mientras también sentimos
que algo ha ido mal. A menudo la culpa se confunde con la vergüenza natural, que se
experimenta como embarazo, turbación y quizá rubor en el rostro, acompañados por
una sensación de falibilidad.
Por ejemplo, siento culpa y experimento ese retortijón en el abdomen cuando digo
una mentira, porque entre mis valores se cuenta el de decir la verdad. Siento vergüenza
o turbación si alguien me ve tropezar cuando bajo las escaleras. No he transgredido en
este caso un valor, sino que sólo he cometido un error advertido por otro. Si alguien se
da cuenta de que he mentido y además me lo dice, no sólo experimentaré culpa por la
mentira, sino también vergüenza porque alguien ha advertido mi imperfección.
Un codependiente no conoce muy bien la diferencia entre la vergüenza sana y la
culpa, y a menudo cree que tiene sentimientos de culpa cuando en realidad experimenta
vergüenza. Pero, como hemos visto en este capítulo, estas dos emociones nos llevan
a ser humildes y a rendir cuentas, lo cual es importante para la vida. Cada emoción es
una parte vital de la gama completa de las emociones sanas y funcionales. Cuando el
lector no está seguro de si experimenta vergüenza o culpa, le sugiero que se haga la
siguiente pregunta: « ¿He violado mis propias reglas, o sólo me estoy dando cuenta (o
alguien se da cuenta) de que he cometido un error?»
69
su adicción, si antes no se interviene. Los codependientes mueren por suicidio, por
«accidente», por auto-abandono físico o médico, o por la terrible experiencia de no vivir
realmente nunca la propia vida, lo cual es una forma de muerte. Los codependientes
deprimidos no cuidan de sí mismos cuando aparecen síntomas de enfermedad física,
o se vuelven «descuidados» y tienen accidentes que pueden ser fatales.
En la tabla III vemos los sentimientos sanos, y los sentimientos transportados o
inducidos.
Tabla III: Experiencia de los sentimientos sanos y
los sentimientos transportados
Experiencia de los
Experiencia de los Realidad de los
sentimientos inducidos o
propios sentimientos sentimientos
transportados
Sensación de poder y
Cólera Furia
energía
Sensación de
Miedo Pánico o paranoia
protección y
sabiduría
Conciencia del
Dolor Desamparo y depresión
crecimiento y
curación
Humildad y Sensación de ser
conciencia de la Vergüenza menos que los otros, de
propia falibilidad no valer nada
Considero que la vergüenza puede ser un don de Dios o una herencia del
abuso. Cuando es un don de Dios, nuestra vergüenza natural nos hace tomar
conciencia de que somos falibles. Pero como herencia del abuso, tiene que ver con la
experiencia devastadora y discapacitante de la vergüenza transportada e inducida,
porque esta vergüenza reduce nuestra sensación de valor intrínseco, nos hace sentir
menos que los otros.
No es sólo una cuestión de sentirse imperfecto y responsable (como en el caso
de la vergüenza natural). Tenemos una experiencia mucho más profunda de «menos-
que». Quizá nos sintamos mortificados, indignos y horribles. Cuando experimentamos
vergüenza inducida o transportada, no queremos ver a nadie, ni que nadie nos vea.
No podemos mirar a la gente a los ojos, ni hablarle sin sentir una vergüenza agónica.
A veces nos sentimos «extraviados», y a menudo «locos» cuando nos hundimos en esas
experiencias de vergüenza transportada.
Al encuentro con la vergüenza transportada yo lo llamo «ataque de
vergüenza». En un ataque de vergüenza uno siente que su cuerpo se empequeñece.
70
Quizá se ruborice, quiera desaparecer, huir o meterse debajo de la silla. Tenemos la
impresión de que todos nos miran. También son comunes las náuseas, el vértigo u
otras sensaciones extrañas. Es posible que se comience a hablar con una pequeña
voz infantil. Y aparece la tendencia a «repetir la escena» mentalmente, con lo cual la
vergüenza será mayor la próxima vez. En general, el ataque de vergüenza es una
horrible sensación de incapacidad.
71
El abuso reiterado crea el núcleo de vergüenza en el niño
Cuidador
principal
(sin
vergüenza)
Niño
valioso
Vergüenza, cólera,
miedo, dolor núcleo
transportado de
vergüen
73
resulta una sensación de estar loco, y un grado de codependencia que es muy difícil
tratar. La existencia de abusadores múltiples, una alta frecuencia del abuso y la
inducción de varios sentimientos al mismo tiempo, son factores que complican por igual
la tarea terapéutica de separar los sentimientos y pensamientos distorsionados.
Existen varios modelos explicativos del origen de nuestras emociones, pero uno
de ellos resulta muy útil para examinar un factor que acentúa el daño de nuestra
realidad emocional. Además de que en el presente cargamos con sentimientos
inducidos en nosotros durante la niñez, el hecho de que nuestras emociones son
generadas por nuestros pensamientos también influye en nuestra realidad emocional
dañada y exagerada. Este proceso de la generación de los sentimientos, a partir del
modo como interpretamos los hechos que se producen a nuestro alrededor,
automáticamente le crea problemas al codependiente, que tiene un modo de pensar
deteriorado por la experiencia del maltrato infantil. El proceso de atribuir significado a
los hechos de nuestra vida se distorsiona y las conclusiones que a menudo extraemos
son inexactas, pero nosotros creemos que nuestros pensamientos son correctos.
En realidad, a las otras personas les parece que respondemos a sus acciones de un
modo extravagante.
En el proceso de generar los pensamientos, en primer lugar llevamos a nuestro
mundo interior algunos datos recogidos por los sentidos. Por ejemplo, oímos una
observación o percibimos la mirada de alguien. Para procesar estos datos,
comenzamos a pensar. Extraemos conclusiones, realizamos interpretaciones y le
damos sentido a lo que hemos escuchado o visto (o tocado, olido o gustado).
Como consecuencia de lo que pensamos, surgen nuestras emociones. Y como
resultado de tales emociones, escogemos una conducta. Si yo interpreto como una crítica
la observación que he oído, quizá me enoje y replique a mi vez con un comentario
sarcástico, o tal vez tenga miedo y me aleje de la relación con la persona de que se trata.
Si interpreto que la mirada de alguien significa que me desaprueba, quizá sienta
vergüenza y empiece a tratar de agradar a esa persona. En ambos casos yo, como
codependiente, siento dolor o pena debido a mi interpretación, que percibe una crítica
personal. Pero supongamos que interpreto la misma observación como un
cumplido, en forma de broma, que me dirige alguien que me quiere. Esa
interpretación de la observación me llevará a reír o a sentir alegría en lugar de
dolor; las emociones han cambiado porque se ha modificado mi pensamiento.
74
Tabla IV: De qué modo el pensamiento afecta a los
sentimientos y a la conducta
75
Si además tenemos en cuenta el hecho de que actuamos a partir de esa
realidad emocional basada en un pensamiento distorsionado, es fácil advertir que los
codependientes automáticamente nos creamos problemas y al mismo tiempo no nos
damos cuenta de que los tenemos. Creemos estar obrando con toda normalidad. En
consecuencia, nuestra relación con una persona más funcional puede ser caótica para
esa persona y para nosotros. Y para colmo, nos parece que es «el otro» quien actúa
de modo extraño, o es irrazonable o hipercrítico.
7 - DE GENERACIÓN EN GENERACIÓN
Si bien las raíces de la codependencia están en las experiencias infantiles de
abuso, lo que perpetúa la enfermedad de generación en generación es el núcleo de
vergüenza. Cada vez que el núcleo de vergüenza emite el mensaje de que se es «menos
que», la persona que lo recibe piensa, siente y se comporta automáticamente como un
codependiente.
Un ataque de vergüenza afecta a un progenitor, y su consecuencia es el abuso
infligido a un niño, con lo cual se induce en éste la vergüenza del padre. Después, el
niño crece y tiene el mismo problema. De modo que el progenitor con una base de ver-
güenza crea un hijo con una base de vergüenza, que crece y a su vez engendra otra
criatura cuya estructura se basará en la vergüenza. Y el proceso continúa. Para hacer
las cosas más complejas y graves, cuando los dos progenitores tienen una base de ver-
güenza el niño recibe una carga doble. Creo que ésta es la razón por la cual las
sucesivas generaciones sufren cada vez más angustias y estrés, en tanto
experimentan síntomas mezclados de codependencia.
El diagrama siguiente ilustra el modo como las «raíces» (el abuso padecido en la
infancia) alimentan al «generador» del trastorno (el núcleo de vergüenza), que a su vez
impulsa la codependencia (a través de los cinco síntomas nucleares); finalmente, el
adulto codependiente planta en sus hijos las raíces de la enfermedad (otra vez abuso
infantil).
76
Cada síntoma de la codependencia conduce a formas específicas del quehacer
parental disfuncional.
Tabla V: De qué modo el núcleo de vergüenza se
convierte en el generador que impulsa la
enfermedad de la codependencia
q d
a de la
que
limen- generador raíces de la
Raíces de la impuls la codepen- que
tan al de la enfermedad
enfermedad a dencia resulta
enfermedad en los hijos
n
q d
c que de los
abuso crea el núcleo de estruc- síntomas que más abuso
infantil vergüenza tura nucleares resulta infantil
La codependencia del adulto también puede afectar a sus hijos de otro modo: los
hijos expresan cualquier «Secreto» o cuestión no abordada de la experiencia de abuso
de los padres. Por ejemplo, si una madre fue objeto de abuso sexual a los 15 años, quedó
embarazada y tuvo que abortar, pero nunca habló con nadie ni abordó con quienes la
rodeaban su trama emocional, la hija puede terminar también embarazada y tratando
de abortar subrepticiamente, como para indicarle al mundo que «en esta familia hay un
problema de abuso sexual». Es posible que un muchacho se convierta en el voyeur o
«mirón» del vecindario, como reflejo del hecho de que el padre nunca se enfrentó a su
experiencia infantil de abuso sexual. Esto puede parecer extraño, pero en mi práctica lo
veo a menudo. En esta enfermedad hay muchos secretos sexuales.
Creo que este fenómeno sorprendente pero común está relacionado con los
límites deteriorados. No se trata de que el niño pueda de un modo mágico y consciente
comprender y representar el secreto del progenitor. Pero como ni el niño ni el progenitor
han desarrollado límites, el primero ve o siente que el segundo, de algún modo
encubierto, se comporta de una manera inapropiada en cuanto a su sexualidad
(debido a que nunca ha elaborado su experiencia de abuso). El niño repite una
conducta similar, al principio con poca o ninguna idea de que esa conducta (por ejemplo,
mirar por las ventanas de los dormitorios del barrio) es inadecuada, o bien llevado por
un impulso interior inexplicable, que lo empuja a ignorar las reglas de la familia y a
realizar el acto sexual a pesar de todo (una niña que se acuesta con su novio o con un
adulto «amigo»). Otras veces, el hecho de que el niño tenga una relación sexual secreta
de este tipo no se debe a que ignore cuál es la conducta apropiada, ni a un impulso interior
misterioso, sino a que el progenitor sigue siendo una víctima. Un niño pequeño puede ser
78
objeto del abuso de una baby-sitter escogida por el padre y que tiene la confianza de
éste; ocurre que ese padre, en su propia infancia, también había sido objeto del abuso
sexual de una baby-sitter.
Tabla VI. De qué modo los síntomas nucleares
ocasionan un quehacer parental menos que
nutricio
El secreto de la familia puede ser de otro tipo (por ejemplo, robo, alcoholismo o
vandalismo), pero de todos modos aflora una y otra vez en la historia familiar. Y aunque
la razón se revela y nos dice que no podemos dar por seguro cómo se produce este
fenómeno, sino sólo que aparece a menudo, creo que la experiencia de abuso no
afrontada y la falta de límites tienen una relación profunda con la transmisión
inconsciente de los secretos de la familia que se repiten generación tras generación.
79
Los rasgos codependientes de supervivencia
tolerados por la sociedad
80
Tabla VII: Visión general de la codependencia
Resentimiento
Incapacidad para no
Demasiado vulnerable o Dificultad para establecer (necesidad de castigar a
Vulnerable violar los límites de
invulnerable* límites funcionales los otros por maldades
nuestros hijos
que, según percibimos,
nos han hecho)
Espiritualidad Incapacidad para
Dificultad para asumir y distorsionada o permitir que nuestros
Malo/rebelde o
Imperfecto expresar nuestra propia inexistente (dificultad hijos tengan su
bueno/perfecto*
realidad e imperfección para experimentar la realidad y sean
conexión con un poder imperfectos
más grande que el
propio)
Evitación de la realidad
Demasiado dependiente Incapacidad para
Dependiente: tiene Dificultad para atender (empleo de adicciones,
o antidependiente, o nutrir
necesidades y las necesidades y enfermedades físicas o
insensible a sus adecuadamente a
deseos deseos adultos mentales para evitar
necesidades y deseos nuestros hijos
nuestra realidad)
Intimidad deteriorada
Extremadamente in- Dificultad para experi- (dificultad para Incapacidad para
maduro (caótico) o mentar y expresar nues- comunicar a los otros proporcionar a
Inmaduro
maduro en exceso tra realidad con modera- quién soy y para nuestros niños un
(controlador)* ción escucharlos cuando ellos ambiente estable
me lo dicen)
* Nuestra cultura cree que la persona» mejor-que», invulnerable, perfeccionista, antidependiente y controladora es
sana. Pero en realidad éstas son características de codependencia, mucho más difíciles de tratar que las del otro extremo del
espectro (-menos-que», demasiado vulnerable, rebelde, demasiado dependiente y caótico). -
** En esta columna la falta de divisiones horizontales indica que estos elementos no están relacionados uno a uno
con las distintas franjas horizontales, sino que resultan de cualquier combinación de los síntomas nucleares y conducen a
cualquiera de los componentes disfuncionales del quehacer parental.
81
82
III – PARTE
LAS RAICES DE LA CODEPENDENCIA
83
tienen la intención de hacerlo. Al considerar si un cuidador tuvo o no tuvo la
intención de hacer daño, uno puede estar tratando de negar o minimizar el
abuso del que ha sido víctima. Es probable que no ponga por escrito esos
incidentes «dudosos» ni hable sobre ellos. Pero el abuso es el abuso.
Cualquier abuso, deliberado o no, tiene efectos negativos en el niño. Por lo
general, los adultos son más conscientes del abuso que ellos saben que fue
intencional; el abuso no intencional es más difícil de sacar a la luz y asumir
como parte de nuestra historia. De modo que, cuando recorremos nuestro
pasado para identificar los incidentes abusivos, olvidémonos de la intención.
4. Responsabilice a su abusador, pero no lo culpe. El propósito del
reconocimiento de lo que le sucedió realmente es poner fin a la conspiración
inconsciente que pretende ocultar en su familia la conducta abusiva. La
meta es hacer mentalmente responsables a los cuidadores principales, para
separar el abuso del niño valioso que lo experimentó. Responsabilizar a los
cuidadores no significa acusarlos de nada. Sólo significa asumir la propia
percepción respecto de lo ocurrido, y tomar contacto con la realidad emocional
que siguió a los hechos «menos-que-nutricios».
Una mentalidad acusatoria nos conduce al proceso de la inculpación. Culpar
significa que uno cree que su problema se debe a que alguien le hizo algo, y
allí termina todo. Es como si dijéramos: «Soy quien soy a causa de lo que tú me
hiciste, y no puedo cambiar. Es culpa tuya. Me voy a concentrar en lo que me
hiciste, y no voy a salir de ello». Al echar la culpa nos atamos a la persona que
abusó de nosotros, y esto nos hace seguir dependiendo de que ella cambie
para que nosotros podarnos recuperarnos. Así se le da poder al ofensor y queda
desamparada la víctima, incapaz de protegerse o cambiar. Es probable que
quien echa la culpa quede pegado a la enfermedad e incluso la empeore.
Responsabilizar significa que uno reconoce lo que sucedió y quién lo hizo, pero
que está en condiciones de protegerse y realizar los cambios necesarios para
recuperarse del abuso pasado. Este proceso nos permite iniciar la
recuperación y crear herramientas para enfrentarse a la vida, tanto si el
ofensor cambia como si no.
5. Evite comparar su historia con la de otro. Estas comparaciones pueden llevar
rápidamente a la minimización y a la negación del problema. Wendy compara
la lista de Janet con la suya y dice: «Janet fue terriblemente maltratada. Yo
ni siquiera voy a hablar de lo que me sucedió a mí. No puede compararse».
Sea lo que fuere lo que le sucedió a usted, es importante. Si le da vergüenza,
escríbalo. Y recuerde que existe una fuerte tendencia a minimizar todas las
cosas vergonzosas que puedan haber hecho nuestros progenitores.
6. Cuando narre su historia, excluya cuatro palabras de su vocabulario: bueno,
malo, correcto, incorrecto. Estas palabras implican juicios, y cuando se las
emplea en este con texto, hacen que resulte difícil responsabilizar a los otros
por lo que hicieron. Tememos juzgarlos como personas «malas» que hacen
cosas «incorrectas».
En lugar de «malo» o «incorrecto», al describir la conducta dolorosa, vergonzosa
y opuesta al bien del niño, conviene emplear el término «disfuncional». Y para
84
referirnos a las conductas que nos resultaron útiles en la niñez, que fueron
nutricias y que nos ayudaron a sentirnos bien con nosotros mismos,
empleemos el vocablo «funcional», en vez de «correcto» o «bueno».
7. Concéntrese en sus cuidadores, y no en usted mismo como cuidador. Aunque
usted también tiene que asumir la responsabilidad por su propia actitud
parental disfuncional, en este momento llevar la atención hacia su conducta res-
pecto de sus hijos puede obstaculizar la recuperación, porque al pensar tanto
en «lo horrible que soy» es posible que pase por alto sus experiencias de
maltrato de la niñez. Y es el encuentro con esas experiencias lo que lo llevará
a la recuperación como persona y como progenitor. Cuando alguien adopta la
postura de «yo soy la causa de todos estos problemas de mis hijos», queda
«pegado» a la enfermedad y continúa activando la vergüenza que los
progenitores vertieron sobre él durante el abuso. Los cuidadores suelen culpar
al niño, diciéndole, por ejemplo, en el curso del maltrato: «Me obligas a que te
golpee (a que abuse de ti). Si no hubieras llegado tarde de la escuela, yo no
tendría que hacer esto». Cuando el progenitor (sin sentir vergüenza) culpa al
niño por su propia conducta abusiva, éste probablemente cree que es el
responsable, y experimenta también la vergüenza del adulto como una
abrumadora sensación de incapacidad. Puede haber culpa por haber violado
una regla considerada valiosa por los padres, pero la vergüenza abrumadora
proviene del hecho de que el progenitor se aprovecha de la falibilidad del niño
para avergonzarlo. Entonces, después de haber crecido y empezado a tratar
de recuperar la propia historia, uno puede sentir esa vergüenza
transportada y apartarse de lo que le han hecho los cuidadores, para con-
siderar qué tipo de cuidador ha sido uno mismo y continuar culpándose como
lo habían inculpado de niño. A una criatura se la avergüenza en exceso cuando
se reduce su propio sentido de lo que vale como ser humano, y creo que todo lo
que se experimente como «ser avergonzado inmoderadamente» es abuso, tanto
si se considera así como si no, desde un punto de vista cultural. A los adultos
les resulta difícil afrontar el sentimiento de la vergüenza transportada, pero
éste los conduce a menudo a incidentes de su historia que resultan ser
experiencias específicas de abuso. Y el reconocimiento del abuso es vital para
recuperarse de la codependencia.
8. Al pasar revista a las cinco categorías del abuso cometido por los cuidadores
principales que se detallan en el capítulo siguiente (abuso físico, sexual,
emocional, intelectual y espiritual), tenga presente el hecho de que también
puede haber abuso cuando los niños son avergonzados por sus compañeros
o por la sociedad.
Primero, un niño que ha nacido con un rasgo físico inusual o un defecto es
víctima a menudo del abuso de los otros niños. Ese rasgo puede consistir en
tener las orejas o los pies grandes, ser dentón, muy alto y delgado o bajo y
gordo, o presentar alguna desventaja física, como, por ejemplo, una gran
marca de nacimiento en el rostro, una mano deforme o una enfermedad que
obliga a emplear bastones o una silla de ruedas. Este tipo de vergüenza
relacionada con el cuerpo puede obstaculizar la sexualidad en la adultez.
Segundo, un niño que pertenece a una minoría racial (sea negro, árabe,
85
sudamericano, gitano, etcétera: cualquier raza minoritaria en el ambiente
social en el que la criatura crece) puede ser atacado y avergonzado por
ese hecho.
Una tercera característica que puede hacer que el niño se convierta en
blanco del abuso de sus compañeros (y ésta también se escapa de su
control) es su toma de conciencia, en una edad temprana, de que tiene una
orientación o preferencia sexual diferente de la mayoritaria, y que es
homosexual. Algunas personas me han dicho que desde una edad muy
temprana sabían que eran homosexuales, aunque no conocían esta palabra.
Se sentían muy diferentes. Cuando finalmente identificaron esta «diferencia»
y percibieron el juicio negativo general que en nuestra cultura suscita la
homosexualidad, la «sociedad» las avergonzó, aunque no se lo hubiera
propuesto.
Hay por lo menos tres razones por las cuales examinar nuestro pasado es
vitalmente necesario para la recuperación, y para que quien no lo hace no pueda
curarse. Una razón es que al traer a colación esos incidentes de la infancia y
recordarlos, se puede empezar a ver de qué modo específico nos ha afectado la acción
parental de que fuimos objeto. Una segunda razón es que, para recuperarnos,
tenemos que purgar de nuestro cuerpo la realidad de los sentimientos infantiles
suscitados por el hecho de que fuimos maltratados. El único modo de conectar la
realidad de los sentimientos con lo que sucedió, es saber lo que sucedió. Finalmente,
la tercera razón es que una de las características bien documentadas de las personas
criadas en familias disfuncionales consiste en que, de adultos, a menudo escogemos
relacionarnos con personas que crean la misma atmósfera emocional de nuestra
familia de origen. Si no retrocedemos y consideramos lo que sucedió, será
prácticamente imposible que podamos percibir la dinámica disfuncional que se
despliega en nuestra familia presente.
Pero la mayoría de las personas no pueden recordar toda su historia, ya veces
tropiezan con lagunas que abarcan ciertos años. ¿Qué significa tener esas lagunas
en la memoria?
86
Los mecanismos de defensa son los métodos que tiene una mente sana para no
ser abrumada por experiencias dolorosas o amenazantes. Un ejemplo es el estupor
temporal que bloquea nuestros sentimientos después de la muerte inesperada de un
ser querido. En condiciones normales, el mecanismo de defensa dejará de actuar en el
momento oportuno, permitiendo que la persona en duelo experimente sus propias
emociones. Pero cuando distorsiona u oculta los sentimientos de modo permanente,
resulta difícil que el individuo vea y experimente la realidad de su historia.
Quienes hemos crecido en familias disfuncionales, para sobrevivir y llegar a la
adultez tuvimos que utilizar esas defensas, a fin de bloquear experiencias abusivas y
demasiado penosas. Esas defensas podrían haber funcionado muy bien cuando
éramos niños, y probablemente a ellas les debemos haber conservado la cordura, la
estabilidad emocional o incluso la vida, mientras estábamos creciendo. Sin ellas
podríamos habernos suicidado, caído en una enfermedad mental o quizá no haber sobre-
vivido siquiera a nuestra infancia, de uno u otro modo. Pero ya de adultos, esas defensas
útiles y salvadoras de la vida a menudo sobrepasan la función necesaria de protección y
se vuelven barricadas rígidas que nos impiden ver los síntomas adultos de la
codependencia que amenazan nuestro yo.
Un claro conocimiento de lo que sucede en nuestra vida y la posibilidad de hablar
sobre ello son esenciales para encarar la codependencia y entrar en la recuperación.
Por lo tanto, tenemos que conocer esos mecanismos de defensa y el modo como sabo-
tean el conocimiento claro de nuestras vidas actuales.
En este libro examinaré seis mecanismos de defensa psicológica. Los primeros
tres (la represión, la supresión y la defensa más profunda de la disociación) se comienzan
a usar primordial-mente en la niñez, cuando tenemos experiencias abrumadoras. No
obstante, si siguen operando en la adultez anulan gran parte de nuestra historia en la
mente consciente. Las defensas de la minimización, la negación del problema y el
autoengaño son las que aparentemente enturbian más las aguas en el presente
cuando, como adultos codependientes, intentamos evaluar nuestra codependencia y
retroceder a recuerdos del pasado para reconstruir nuestra historia.
87
de nuestras vidas.
La falta de acceso a nuestra historia o una versión distorsionada de ella
contribuyen a generar esa sensación de locura. Para comenzar a liberarse de esta
sensación y de la impresión de que somos controlados por nuestro pasado, es útil tener
un cuadro claro de nuestra historia. Conocer estos mecanismos de defensa puede
ayudarnos a identificarlos y advertir de qué modo impiden que veamos no sólo nuestra
historia sino también nuestros síntomas y nuestra indocilidad presentes.
89
con los mismos sentimientos intensos de la situación original, y el cuerpo contorsionado
en movimientos casi idénticos a los que hacían de niños al tratar de evitar el dolor.
Como la mente inconsciente no tiene ningún sentido del tiempo cronológico, al retornar
el recuerdo del abuso el paciente se traslada mentalmente al momento en que sucedió.
De tal modo, la curación del dolor producido por el hecho del pasado puede realizarse en
el contexto en que ese hecho ocurrió. El paciente experimenta de nuevo el hecho abusivo
como si en el presente tuviera la misma edad que en aquel momento. Después, el niño
retorna a su edad adulta en el consultorio.
A veces los individuos vuelven a disociar durante la regresión, pero la diferencia
entre la disociación original y la que se realiza en el curso de una regresión terapéutica
consiste en que esta última cuenta con el respaldo y la ayuda del terapeuta, y después
se podrá recordar lo que sucedió, aunque se hayan perdido algunos de los hechos.
Desde luego, como el paciente percibe el abuso con los sentidos (la vista, el oído,
el olfato, etc.) de la niñez, los detalles específicos pueden aparecer confundidos o
distorsionados. Pero lo importante para la terapia es que hubo algún tipo de abuso que
llenó al niño de sentimientos inducidos que aún lo discapacitan en la adultez.
Tratar de recuperar recuerdos disociados con un «padrino» o un amigo sin
formación profesional es peligroso y debe evitarse. Aunque una regresión inducida
terapéuticamente es una experiencia que asusta, también constituye un proceso
terapéutico maravilloso para recuperar recuerdos tabú, cargados de miedo, dolor,
cólera y vergüenza discapacitantes.
90
él, describirlo, y sabe qué sucedió. Pero se persuade de que no experimenta el efecto
completo de sus emociones, aunque se da cuenta vagamente de que «algo está mal» en
lo que siente respecto de la paliza.
Más tarde, cuando ya de adulta recurre a la terapia y asiste a mi conferencia
sobre el abuso infantil, aún es probable que Terry utilice la minimización y reduzca la
gravedad del efecto de ver que el padre golpea a la madre. Lo advierto cuando me dice:
«He oído que es abusivo que un niño vea a su padre golpear a su madre; esto me ha
sucedido a mí, pero en mi caso no fue tan grave».
Tenemos otro ejemplo común de minimización cuando alguien acusa a un
alcohólico de estar bebido. El acusado puede sostener y creer realmente que sólo tomó
«un par de copas» (cuando en realidad bebió un litro de whisky). Esa persona está
usando la minimización.
Pero cuando niego el problema, me digo que en mi estado de compromiso excesivo
no hay nada malo, aunque sí sería un error en el caso de otra persona. Sencillamente, la
vida es así, y debo sacar el mejor partido de ella. Mi agenda no está demasiado llena;
todos tienen mucho que hacer. Tengo perfecta conciencia de lo que debo realizar cada
día, pero no advierto mi propia sensación de estar abrumado por la cólera, el miedo y el
dolor que acompañan a esa inmensa carga de trabajo. Niego mi propio estado
extravagante de compromiso exagerado. No obstante, veo con claridad que la vida de
Wanda está fuera de control debido a ese mismo problema.
En la niñez, la negación del problema por parte de Terry es como sigue. Ve que el
padre golpea a la madre, tiene la experiencia del abuso, y se dice: «En realidad no hay
nada malo en esta discusión entre mis padres». Tiene una conciencia cognitiva de la
paliza, pero no experimenta ningún sentimiento, porque «niega» la seriedad de los
hechos. Y cuando llega a la adultez, continúa utilizando la negación del problema como
defensa contra el dolor de ese abuso. Escucha mi charla sobre el maltrato a los niños.
Podría presentar el ejemplo de una niña, a la que llamo Cindy, que vio a su padre
golpear a su madre. Cuando le digo a Terry que es muy abusivo que se le permita a un
niño ver a un progenitor que golpea al otro, quizá me responda algo así: «Pia, estoy de
acuerdo en que ver los golpes fue abusivo con Cindy, pero en mi caso no lo fue en
absoluto».
Cuando niega el problema, un alcohólico acusado de estar borracho quizá
sostenga que beber un litro de whisky puede emborrachar a otros, pero no a él.
«Aguanto mucho más que eso, ¡y no estoy bebido!». La negación del problema aparece
cuando vemos y captamos ciertas realidades en las vidas de otras personas, pero no
las advertimos en las nuestras propias.
El proceso del autoengaño es más profundo y serio. Significa que creemos algo a
pesar de que existen hechos claros en sentido contrario, de modo que percibimos los
hechos, pero no les atribuimos el significado correcto. Por ejemplo, un amigo mío, en su
niñez, fue víctima evidente de un abuso sexual de la madre. Pero se negaba a creerlo
porque ella «no era ese tipo de mujer». Su autoengaño acerca del carácter de la madre
era más fuerte para él que los hechos del abuso sexual del que había sido objeto en la
realidad.
En la adultez, cuando me engaño a mí misma, creo que mi estado crónico de
compromiso excesivo y la velocidad constantemente alta de mi ritmo de trabajo son
91
normales y sanos. Si alguien señala que es muy patológico someterse a tanto estrés
y agrega que debemos tener tiempo de descanso, de ocio, de diversión, me digo que
no es cierto, que eso es imposible para una persona real que lleva una vida real. Sería
magnífico, pero no es realista. Y quizá le comente esto mismo a mi amiga Wanda:
« ¡Vamos, chica! En la vida hay que hacer todas estas cosas. No tiene nada de
malo. Quizá te sientas cansada e irritable porque te deprime el resfriado. Lo único que
necesitas es una mejor actitud». Mi ilusión de que el trabajo constante es normal y sano
tiene mucha fuerza, e incluso se expande para incluir a otros.
Como terapeuta, reconocería un autoengaño en Terry si después de escuchar mi
conferencia sobre Cindy (que vio al padre golpear a la madre), ella me dijera: «Pia, te
he escuchado decirme que lo que vio Cindy fue abusivo para ella, pero no es así. Los
padres sólo tenían una pelea normal. Nadie le hizo daño a Cindy. Si dos personas quieren
pelearse, a mí no me parece mal». Su autoengaño consiste en creer que a un niño no le
hace daño que los padres se ataquen físicamente en su presencia.
Pero el hecho es que realmente se abusa del niño cuando se le permite ver que
uno de los dos cuidadores más importantes y necesarios de su vida golpea al otro. Una
persona que se auto-engaña «ve los hechos» pero no los acepta como verdaderos, y actúa
como si la terrible realidad fuera distinta.
La codependencia está llena de autoengaño, de modo que reconocerla en
nosotros mismos es importante. En nuestras vidas adultas experimentamos síntomas
de codependencia que tienen dolorosas consecuencias emocionales para nosotros
mismos y para nuestros seres queridos, pero tenemos la ilusión engañosa de que, al
cabo de cierto tiempo, «las cosas irán bien». Y aunque en nuestras vidas y en nuestras
relaciones se producen a menudo hechos horrendos, nuestro engaño de codependientes
nos hace creer que no son ni dolorosos ni terribles. A veces prolongamos situaciones
y relaciones muy abusivas, sin afrontar la realidad de que se nos está maltratando
gravemente.
Lo mismo que los otros mecanismos de defensa, el autoengaño es invisible para
nosotros, lo que constituye un problema: no sabemos que estamos siendo ilusos.
Vivimos en un mundo irreal basado en nuestras ideas engañosas, pero vemos ese
mundo irreal como la realidad. Puesto que no podemos permitirnos ver los hechos de
nuestra vida como realmente son, a menudo nos enojamos con las personas que
intentan señalarnos las falacias de nuestro delirio. Esta posición nos vuelve muy vul-
nerables, ya que la realidad en sí, o cualquier persona que tenga un fuerte sentido de
realidad, amenaza por su simple existencia la idea que tenemos de nuestro mundo. Las
personas con ideas ilusorias tienden a aislarse de quienes podrían revelarles la
verdad de sus vidas.
En la terapia, la resistencia del paciente a enfrentarse a la idea de autoengaño
que yo le señalo suele derivar del hecho de que está repitiendo con sus propios hijos la
misma conducta disfuncional que sus progenitores tuvieron con él cuando era niño, y
no quiere reconocerla como disfuncional. Las personas que se encuentran en esta
situación no perciben su propia resistencia a cambiar sus percepciones. Se adhieren a
los «hechos» distorsionados de su propio autoengaño.
Para recuperarse de la codependencia es esencial saber en qué consisten los
mecanismos de defensa y cómo intervienen en nuestra vida. Aceptar los hechos
92
siguientes puede ser de gran ayuda para la recuperación:
• Los mecanismos de defensa siguen funcionando en los codependientes
adultos.
• Nuestras propias defensas son, por lo general, invisibles para nosotros.
• Para recuperarnos, debemos permitir que otras personas en las que confiamos
hagan frente a esas defensas, diciéndonos cuándo piensan que las estamos
empleando.
• Aunque sea difícil, y quizás experimentemos miedo o cólera en el momento,
debemos escuchar lo que se nos dice, para quebrar esas defensas e iniciar la
recuperación.
Es posible que en las descripciones de los síntomas de la codependencia y el
abuso que presentamos en este libro, el lector o la lectora reconozcan algunas de estas
resistencias a afrontar su propia realidad.
Hay dos tipos de indicadores útiles que, si se les presta atención, a menudo
conducen a la recuperación de la historia perdida: los recuerdos corporales y los
recuerdos emocionales. Se asemejan a contraseñas o claves de seguridad para introducir
en un programa informático cuidadosamente guardado. De modo similar, en cuanto una
persona reconoce un recuerdo emocional o corporal temible o doloroso, puede
rastrearlo y de tal modo tener acceso a datos de la mente inconsciente relacionados con
el abuso terrible o doloroso que fue reprimido o disociado desde el momento mismo en
que se produjo. Con la ayuda de un terapeuta hábil, estos datos valiosos pueden
llevarse a la mente consciente del paciente, para que elabore todos los sentimientos
relacionados con ese recuerdo y comience a curarse de ellos.
Un recuerdo corporal es un síntoma físico súbito que no parece estar
relacionado con ninguna causa material presente en ese momento. Por ejemplo, alguien
podría estar cómodamente sentado leyendo este libro, y de pronto caer presa de un
agudo dolor de cabeza, vértigos o náuseas. Quizá sienta como si alguien le pateara el
brazo o intentara estrangularlo. Tal vez le parezca que le han dado un pellizco en la nuca
o experimente dolor en la ingle. Estas sensaciones son recuerdos corporales.
Un recuerdo emocional es una experiencia afectiva súbita y abrumadora, que no
puede atribuirse a nada que esté presente en ese mismo momento. Los recuerdos
emocionales emergen principalmente en la forma de cuatro emociones primarias: la
cólera, el miedo, el dolor y la vergüenza. A estos recuerdos también los denomino
«ataques emocionales», porque aparecen de pronto, sin que nadie los haya invitado,
no se sabe desde dónde. Si el ataque emocional tiene la forma de cólera lo denomino
i «ataque de ira», y si tiene la forma de miedo, «ataque de pánico» o «ataque de
paranoia». Un recuerdo emocional de dolor es una súbita y abrumadora sensación de
desamparo, a menudo seguida por la idea del suicidio o por la convicción de que ese
intenso sufrimiento nos llevará a la muerte. Un «ataque de vergüenza» es una
sensación súbita, profunda, abrumadora, de ser «menos que», falto de valor,
incapaz, malo, estúpido o feo (en el transcurso de estos ataques suelen pasar por
nuestra mente palabras despectivas que nos aplicamos a nosotros mismos).
93
Los recuerdos corporales y emocionales me indican que, aunque nuestras
mentes tienen poder como para enterrar recuerdos en el inconsciente y «saber pero
no saber», el cuerpo nunca olvida la experiencia dolorosa del abuso, e insiste en
hacernos ver la verdad de nosotros mismos.
Por ejemplo, en mis conferencias dedicadas a este tema suele ocurrir que
alguien que me está escuchando dice: «Pía, en este mismo momento tengo uno de
esos recuerdos. Siento una mano en la nuca, y estoy muy asustado». La experiencia
de la mano en la nuca es un recuerdo corporal, y el miedo que la acompaña es un
recuerdo emocional.
El recuerdo emocional se experimenta siempre como un sentimiento abrumador.
Supongamos que una mujer que escucha mi conferencia en un grupo de terapia tiene
de pronto un recuerdo emocional de miedo. Entonces entra en un estado próximo al
pánico y dice algo así como: « ¡No sé lo que sucede, Pía, pero estoy muy asustada y
querría salir corriendo de esta habitación! ».
Entonces yo le pregunto: « ¿Podrías decirme qué ocurría cuando empezaste
a sentir el pánico? ¿De qué estaba hablando yo? ».
La respuesta puede ser: «Cuando empezaste a hablar de una niña penetrada
sexualmente por el padre, caí en tal pánico que casi me voy corriendo».
Yo indago: « ¿Es posible que alguien haya abusado sexualmente de ti? ». En
ese momento, esta pregunta bien puede provocar el retorno de un recuerdo perdido.
Muchas veces, estos recuerdos emocionales y corporales son utilizables como
vías de acceso al recuerdo de lo que realmente sucedió en la infancia, con lo cual se
recuperan hechos reprimidos durante mucho tiempo. En el capítulo siguiente nos
referiremos a los distintos tipos de abuso; conviene que el lector o la lectora presten
atención a los recuerdos corporales y emocionales que esas páginas puedan
suscitarle.
94
cuidadores.
10 - EL ABUSO FÍSICO
Todas las formas del abuso (físico, sexual, emocional, intelectual, espiritual)
pueden ser evidentes o encubiertas. El abuso puede entregar o quitar poder a la
víctima.
El abuso evidente está a la luz del día. Todos pueden verlo; el niño realmente lo
conoce, porque su realidad es muy clara. El abuso encubierto es oculto, tortuoso o
indirecto. Lo constituyen hechos más sugeridos que visibles. Tiene más que ver con la
manipulación que con el control directo. También incluye ciertos tipos de desatención
parental, como la que se produce cuando no se satisfacen las necesidades de nutrición
emocional o física de la criatura. Como a la persona que lo ha padecido le cuesta
mucho identificarlo, es más difícil recuperarse de los efectos del abuso encubierto. No
resulta fácil reconocer que se nos ha hecho un daño, si éste resulta de experiencias
«barridas bajo la alfombra», puesto que nunca se ha visto el abuso «a plena luz». Un
ejemplo de abuso encubierto es el de la madre que retira su amor y aprobación (abandona
emocionalmente al hijo) a menos que éste se someta al control de ella.
Abuso físico
Que haya habido o no abuso físico depende del modo como los cuidadores
principales han tratado el cuerpo del niño. ¿La persona física del niño ha sido
tratada con respeto o bien atacada o ignorada? Hay abuso físico siempre que un
cuidador ataca el cuerpo del niño de algún modo, golpeándolo con un objeto,
95
abofeteándolo, pellizcándolo, tirándole del pelo o golpeándole la cabeza. La criatura
experimenta un contacto doloroso, pierde su autoestima y absorbe la vergüenza del
cuidador. Por ejemplo, si un padre maltrata físicamente a un hijo, la experiencia que
éste tiene del ataque le dice que su cuerpo no merece ser respetado (que es un objeto
vergonzoso) y que él no tiene ningún derecho a estar a salvo de contactos dolorosos;
tampoco tiene derecho a controlar lo que le sucede a su cuerpo. En efecto, el padre
asume el control del cuerpo de la criatura y dice: «Yo puedo hacer lo que quiera con tu
cuerpo».
Empleo de instrumentos
Algunas personas golpean a sus hijos con instrumentos tales como un cinturón,
un cepillo de pelo, una silla, una paleta, una pata de piano, una vara de arbusto, un
zapato, una cuchara de madera o un matamoscas. En todos estos casos es muy
probable que haya abuso. Al niño lo avergüenza mucho que lo ataquen con un
instrumento, y el progenitor no tiene idea del dolor que inflige, porque no siente en
sus propias manos la intensidad del golpe.
A medida que el niño crece, la disciplina física da cada vez menos resultado con
él. Alguna vez alguien me dijo: «Mi chico de diez años ya no responde al castigo. Tengo
que golpearlo realmente fuerte para que lo tenga en cuenta». Los niños se van volviendo
cada vez más capaces de soportar y resistir. Cuando tienen trece o catorce años, y si
son tan altos como el propio progenitor, quizá comiencen a atacarlo, porque eso es lo
que se les ha enseñado a hacer con el castigo físico severo.
Abuso físico-sexual
Al principio los niños necesitan mucha nutrición física, pero a medida que se
desarrollan se vuelven más autónomos y esa necesidad disminuye. Si el progenitor
no reduce la nutrición intensa inicial, la trabazón física que subsiste abruma a la
criatura. Un niño que soporta una nutrición física abrumadora suele pensar: « ¡Oh,
Dios mío! Aquí viene mamá. ¡Ahora va a besarme ¡Huyamos! Es demasiado para mí».
Por ejemplo, cuando la pequeña Ginny aún no hablaba, necesitaba mucha
nutrición física muy directa. Había que sostenerla, abrazarla, acariciarla y acunarla
mucho mientras estaba despierta. Pero al crecer dejó de desear esa proximidad. Se
despertó su curiosidad acerca del resto del mundo. Cuando la madre la alzaba y la
abrazaba, el pensamiento que tenía la niña era «Bueno, ya está bien», y quería que
la soltaran para ir a jugar.
Cuando Ginny comienza a caminar, la madre, si es funcional, se retira un tanto,
permitiendo que sea la niña quien se acerque a ella cuando lo desee, y no tanto a la
inversa. Cuando la niña es algo mayor y ya sabe hablar, aprende a dirigirse a la madre
"y decirle, en esencia: «Me duele. ¿Quieres abrazarme?». De este modo la madre deja de
ser quien siempre inicia directamente el contacto físico y poco a poco lo reduce,
permitiendo que sea la propia Ginny quien le diga cuándo quiere nutrición y cuándo ya
no la necesita.
99
Pero, por otro lado, la vigilancia de los padres no cesa hasta que el niño tiene
entre diez o doce años. Hasta esa edad, es preciso que se observen con atención las
necesidades de nutrición física que pueda experimentar. Quizás esté dolorido y necesite
del progenitor, pero no sepa pedir ayuda. Entonces los padres deben acercarse y
decirle, por ejemplo, « ¿Qué te sucede? ¿Te molesta si te toco? ¿Necesitas un
abrazo?». Al principio los padres abrazan y tocan mucho sin pedir permiso. A medida
que el niño crece, los progenitores deben ir permitiéndole que sea él quien determine la
intensidad de la nutrición. Y cuando llega a una edad aproximada de entre diez y doce
años, por lo general pasa a la actitud de «quiero ser yo quien os diga cuándo deseo un
abrazo. No me toquéis sin mi autorización».
Yo todavía me aproximo a mi hijo de once años y lo nutro físicamente sin mucha
autorización y sin que él me lo pida, aunque estoy comenzando a replegarme. A veces
me acerco y le pongo la mano en el hombro. Tengo otro chico de dieciséis años al que ni
se me ocurriría tocarlo sin que medie algún tipo de negociación, como, por ejemplo,
«¿Quieres un abrazo?». Por lo general permito que sea él quien venga a mí, pero lo
observo y lo tengo muy en cuenta. A veces le pregunto si quiere venir y recibir un
abrazo, pero nunca me acerco para tocarlo automáticamente. A mi hijo de veinte años
siempre le permito negociar el contacto físico entre nosotros. Es posible que lo
observe y le diga algo, pero es a él a quien le corresponde pedir nutrición física, si la
desea.
Desde luego, hay diferencias individuales en las necesidades de proximidad que
experimentan los distintos niños; yo he tratado de delinear un enfoque general de este
aspecto. En las familias donde la nutrición física más temprana ha sido insuficiente o
enfermiza, es posible que los codependientes tengan que examinar en el núcleo familiar
todos los cambios que han aprendido que deben realizar en su conducta, para que los
allegados no los experimenten como un abuso (por ejemplo, si la madre no explica por
qué ha decidido de pronto dejar de prestarle a su hijo una atención incesante, él podría
preguntarse «qué es lo que hizo mal», o por qué la mamá «ya no lo quiere»).
Ser testigo de que otra persona está siendo objeto de abuso es a la vez
profundamente abusivo. Una niña pudo haber tenido una conducta de «pequeña adulta
perfecta», mientras al hermano le pegaban regularmente por rebelarse. Quizá tuvo que
escuchar los golpes y los gritos, o incluso ver lo que ocurría, porque el padre ponía a
todo el mundo en fila y obligaba a presenciar la paliza. A menudo los niños que han
tenido este tipo de experiencia de observadores sienten en sí mismos el efecto total del
abuso, en lo relativo al dolor emocional. El mensaje a ellos es: «Esto puede sucederte
también a ti. Ten cuidado». Este mensaje suele generar mucho miedo.
Uno de los casos más difíciles con los que he tenido que trabajar fue el de una
mujer cuya madre había optado por excluirse emocionalmente de la familia; ignoraba
todo lo que sucedía y dejaba a su bebé de dieciocho meses al cuidado de mi cliente
cuando ésta sólo tenía seis años. Además, desde esa misma edad esta paciente había
sido víctima de reiteradas relaciones vaginales con el padre. Durante el mismo lapso, el
padre agredió físicamente al bebé de dieciocho meses.
Cuando fue objeto de una agresión sexual a los seis años esta niña se desligó
de todo, se desplazó mentalmente a otro lugar, de modo que no sentía lo que le estaba
100
sucediendo. Pero cuando era maltratado el hermanito, no podía hacer lo mismo porque
era la cuidadora principal del bebé. De modo que observaba y aguardaba a que el padre
dejara a la criatura, para tomarla y atenderla.
En su trabajo terapéutico de indagación y reducción de la vergüenza, me
sorprendió descubrir que su propio incesto le resultaba mucho más fácil de elaborar
que la experiencia de haber visto golpear al hermanito.
Es más frecuente que la desatención y el abandono tengan que ver con las
necesidades de nutrición física (como acabamos de ver) y de nutrición emocional (que
examinaremos en el capítulo 12). Pero también hay abuso físico cuando no se satisfacen
las necesidades físicas con dependencia, como, por ejemplo, la de buena alimentación,
ropa adecuada, casa segura y limpia y atención médica y odontológica.
La desatención significa que el progenitor intenta satisfacer esas necesidades
pero no sabe hacerlo, o no lo hace lo bastante bien como para no avergonzar al niño.
Quizás haya comida sobre la mesa, pero insuficiente, o tal vez no sea equilibrada y nutri-
tiva, de modo que el niño pasa hambre, es demasiado delgado u obeso o bien tiene
numerosos problemas odontológicos. Quizás en la casa o departamento vivan
demasiadas personas y no haya una adecuada intimidad, o bien esa vivienda se
encuentra en un barrio peligroso o necesita reformas. Es posible que el papel de las
paredes esté muy manchado y desprendido en algunos lugares, o que la puerta del baño
no cierre bien y nunca la arreglen. Quizás al niño no se le ha enseñado a limpiarse los
dientes, y después tenga que soportar una atención bucal dolorosa. Tal vez no lo llevaron
a la sala de emergencia cuando se cortó accidentalmente, de modo que la herida ha
dejado una cicatriz muy notoria o bien se infectó y hubo que hospitalizar al niño, con peli-
gro de que perdiera un brazo o una pierna.
El abandono significa que se ha hecho muy poco o nada por satisfacer las
necesidades físicas del niño. Es posible que ninguno de los progenitores cocinara, y los
hijos tuvieran que sobrevivir con pizzas o comidas preparadas que calentaban ellos
mismos; hay casos en que los niños habrían caído en la inanición de no ser por lo que se
les servía en la escuela. Quizá los progenitores no tenían un lugar para vivir, y la familia
iba a la deriva, compartiendo la casa de parientes hasta que les pedían que se fueran.
Una amiga mía sufrió abandono respecto a sus necesidades de cuidado odontológico.
Nunca se le enseñó a cuidar sus dientes ni la llevaron a un dentista: antes de los treinta
años tuvo que empezar a usar una dentadura postiza.
Como hemos visto, sea que los cuidadores del niño lo ataquen con contactos
penosos o que ignoren su necesidad de contacto físico, los resultados son experiencias
que provocan en la criatura una vergüenza desmedida, obstaculizando su evolución
hacia una adultez madura.
11 - EL ABUSO SEXUAL
Aunque el niño tiene una capacidad natural para responder a la estimulación
101
sexual de un modo infantil, siempre que un adulto tiene una conducta sexual con él la
experiencia es abusiva para la criatura. Esto se debe a que ella experimenta cosas que
en su nivel de edad exceden la capacidad de control emocional.
El abuso sexual puede ser físico (con contacto corporal real entre el abusador y el
niño) o no-físico. Hay una forma no-física especial de abuso sexual emocional cuando
un progenitor tiene con un hijo del sexo opuesto una relación que para él es más
importante que la que mantiene con su cónyuge.
103
los sentimientos con otras personas, para llegar con ellas a la intimidad emocional y
obtener nutrición de este tipo.
Todo adulto que aprovecha la necesidad de contacto físico que tiene el niño para
arrastrarlo a encuentros sexuales, ofrece una nutrición física inadecuada y está
abusando de la criatura. Como he dicho antes, esto es así aunque el propio niño
busque y parezca disfrutar de esos encuentros.
En la terapia suele ocurrir que los pacientes no dicen que han disfrutado con
el sexo abusivo, hasta que transcurre un tiempo considerable y confían realmente en
el terapeuta. Cuando por fin abordan eHerna, suelen experimentar una profunda ver-
güenza y culpa. Esa culpa se debe a que sienten un intenso impulso «positivo» hacia
la persona que abusó de ellos, un impulso que es sólo el resultado de que no hayan
experimentado ninguna nutrición física adecuada. Cuando un cliente se resiste mucho a
examinar el abuso sexual, yo busco este tipo de fenómeno.
Mi máxima es la siguiente: siempre que un adulto tiene actitudes sexuales con un
niño, este niño es víctima de un abuso sexual. En última instancia, nunca se produce
por iniciativa de la criatura. El abuso sexual es siempre responsabilidad del adulto,
y tiene que ver con su adicción al sexo o con su falta de límites sexuales.
Es triste para mí tener que decir que muchos terapeutas aún tienden a culpar al
niño objeto del abuso si se ha prestado al contacto sexual o acaso lo ha instigado. Hace
poco, mientras yo presentaba un taller, un terapeuta me habló de modo culpabilizador de
«una niña que permite que suceda el abuso» y «lo provoca». Esto es lo que yo llamo «una
declaración del ofensor».: la declaración de un adulto que culpa al niño por el abuso del
que él lo hizo objeto. El niño no tiene límites desarrollados y necesita protección, no que
los adultos lo culpen. A quien está acudiendo un terapeuta que le formula este tipo de
declaraciones inculpatorias, le aconsejo que se busque otro profesional. Muy probable-
mente, ese terapeuta no sabe tratar el abuso sexual.
Quien comete el abuso sexual es casi siempre un niño de más edad que la
víctima, o un adulto. Pero, a veces, otro niño de la misma edad, o incluso .más
pequeño, que ha sido agredido sexualmente por alguien mayor, puede a su vez
actuar de la misma manera abusiva con otro niño.
Una regla práctica para distinguir el juego sexual-normal del abuso es la
siguiente: si un niño participa en experiencias sexuales por iniciativa de otro que tiene
cuatro o más años que él, o que ha aprendido conductas sexuales que exceden su
nivel de edad, es probable que haya abuso sexual.
El abuso sexual físico que no lastima puede otorgar mucho poder; excita al
niño, y en la excitación sexual y el orgasmo, si se produce, su cuerpo experimenta un
flujo de energía exultante. Cuando un progenitor comete incesto con el niño y le enseña
que satisface las necesidades sexuales del ofensor mucho mejor que su pareja,
implícitamente le dice a la criatura que ella es mejor y más potente en términos
sexuales que el más importante adulto del mismo sexo de la vida del niño.
104
La forma más típica de este abuso se denomina «niñita de papá». El padre le
dice a la hija que la madre no quiere tener relaciones sexuales con él. Después
abusa sexualmente de la niña, sin lastimarla; la niña se excita y se siente muy
bien. Entonces tiene la idea de que es mejor que la madre, porque es sexual con el
papá. Piensa: «Soy maravillosa. Soy magnífica».
La experiencia del flujo físico de energía, de hacer que el padre se sienta
realmente bien y de ser tan importante para el progenitor, les procura a estas víctimas
del incesto una sensación de tremendo poder y superioridad, aunque desde luego es
falsa puesto que no son superiores, sino que valen lo mismo que cualquier otra
persona. En tales casos, el hecho de que estas experiencias sexuales sean abusivas
está enmascarado por la circunstancia de que no lastiman.
El abuso sexual abierto no-físico puede afectar a una persona tan profundamente
como los tocamientos físicos directos, e involucra dos tipos diferentes de conducta
sexual: el voyeurismo y el exhibicionismo. El voyeurismo o exhibicionismo de los
miembros de la familia a veces daña mucho más al niño que esas mismas actitudes
en personas que no son parientes.
Hay voyeurismo en la familia cuando uno de sus miembros se estimula
sexualmente viendo a otro. (Desde luego, esto no incluye la relación sexual
adecuada entre marido y mujer.) Existe exhibicionismo en la familia cuando un
miembro se estimula sexualmente exponiendo sus partes sexuales al niño. Hace unos
años, el exhibicionismo era considerado muy divertido, y los cómicos sacaban mucho
partido de él. Pero tanto el exhibicionismo como el voyeurismo están asociados con
lo que Patrick Carnes llama «el nivel dos de la adicción sexual». 2*
Nuestra cultura se encarga de hacernos llegar el mensaje de que no hay que
hablar de la adicción al sexo, pero ésta es más flagrante y mucho más común de lo
que se piensa. Cuando en torno de nosotros surgen ejemplos de adicción al sexo,
tendemos a reírnos y a pensar que son divertidos o normales. Sus resultados no son
divertidos.
Cuando le pregunto a una persona si ha pasado por experiencias de voyeurismo
o exhibicionismo, le sugiero que haga memo ría de su vida tanto fuera como dentro de
la familia. Me parece que es más fácil comprender la naturaleza abusiva de la conducta
de un varón adulto cualquiera, que se acerca a una niña en su automóvil, le dice «mira
pequeña» y le muestra sus genitales, o el comportamiento de un mirón desconocido,
que espía a través de la ventana del baño o del dormitorio que da a la calle. Pero, cuando
estas cosas ocurren dentro de la familia, a menudo no se las identifica como abusivas.
Cuando hay voyeurismo o exhibicionismo por parte de los miembros mayores de la
familia, esas personas se están estimulando sexualmente a expensas del bienestar
emocional/sexual de la criatura. Esto constituye un abuso sexual grave, aunque no
haya tocamientos directos ni ningún intento consciente del adulto de «dañar» al niño.
En estas familias, las personas suelen estar desnudas en presencia de otras, y los
distintos miembros ven sus cuerpos desnudos de modo habitual. Esta actitud le hace
2* Patrick Carnes, Out of the Shadows: Understanding Sexual Addiction (Minneapolis. MN Cmp.Care,
1983), págs. 37-45.
105
llegar al niño un mensaje que podría formularse más o menos como sigue: «Nadie debe
tener privacidad. Si pretendes privacidad, eres un remilgado. No hay que cerrar la puerta
del baño ni del dormitorio. Todos tienen que ver a todos. Y si sientes vergüenza y no te
gusta esto, ello significa que tú tienes un problema. No significa que yo esté fuera de
control».
El factor que diferencia al exhibicionismo y el voyeurismo de la falta de límites
sexuales es la intención del ofensor de obtener excitación sexual. En otras familias
puede haber un mismo grado de desnudez habitual, pero se trata de que los adultos son
descuidados en cuanto a los límites sexuales, lo cual, como veremos un poco más
adelante, también puede ser sexualmente abusivo/jara el niño.
Las personas que en su niñez pasaron por situaciones de voyeurismo o
exhibicionismo suelen no estar seguras de si esos actos se produjeron o no en la familia.
Al tratar de recordarlas, estas situaciones pueden tomar el aspecto siguiente.
Christine es una adulta en terapia. Cuando yo le hablé del voyeurismo y el
exhibicionismo, ella, aunque no estaba segura, tuvo la sensación de que esas conductas
podrían haberse producido. Le pareció recordar que no se sentía segura al vestirse o
desvestirse, ir al baño o tomar una ducha, o en la intimidad de su dormitorio. Temía que
entrara el padre, para mirarla o mostrarse ante ella. Recordaba haber tenido
pensamientos del tipo: «Oh, aquí viene papá. No quiero verlo desnudo». Era como si el
padre emitiera alguna energía que se experimentaba como inusual y abrumadora. Pero
Christine no advertía en esa época ningún rasgo objetable en la conducta del padre,
porque los niños no comprenden ese tipo de energía sexual o conducta sexual
descontrolada. A veces se trata sólo de una sensación incómoda de tener que ver a los
padres desnudos, o de ser visto por ellos desnudo o sólo parcialmente vestido.
Una expresión del abuso sexual verbal son las conversaciones sexuales
inadecuadas en la familia: las insinuaciones sexuales, las bromas sexuales, los apodos
sexuales y el acoso a los chicos después de una cita para que cuenten lo que ocurrió. A
veces el padre gasta bromas sexuales que están más allá del desarrollo sexual del niño,
y en todo caso no son adecuadas en la relación con un hijo o una hija. O bien el padre
se encoleriza, y llama «puta» a la niña.
Cuando los progenitores acosan al adolescente después de una cita, para
informarse de la naturaleza específica de su con- duela sexual (que es que no les
concierne), lo avergüenzan., aunque en esa cita no haya ocurrido nada de naturaleza
sexual. La educación sexual adecuada es una parte natural de la educación para la
vida, pero tratar de indagar «lo que sucedió» después del hecho, violentando la
intimidad de la hija o el hijo, es una conducta que genera vergüenza. En las familias
más funcionales hay una relación de confianza y el terna del sexo no se vergonzoso,
de modo que los hijos aprovechan sus primeras citas para hacer preguntas que el
106
padre o la madre pueden responder de un modo sano y sin carga emocional.
También hay abuso sexual verbal cuando un progenitor actúa como sí le
gustara tener una relación romántica con el hijo o la hija. Quizás el padre le diga a la
hija que, si él fuera joven, le encantaría salir con ella. Tal vez le comente que su
cuerpo es muy bonito y que él querría que «le correspondiera un poquito». Es posible
que haga observaciones groseras acerca de, por ejemplo, los senos de la jovencita. La
madre, por su parte, podría hacer comentarios con connotaciones sexuales sobre los
músculos o los genitales del hijo, y así sucesivamente.
Otro aspecto del abuso sexual verbal tiene que ver con la información sexual.
En primer lugar, creo que todos los niños necesitan información sobre la sexualidad.
La sexualidad es un impulso muy fuerte, y la reproducción que permite la subsistencia
de la raza humana depende de que nazcan bebés en familias donde se los cuide. Pero
algunas criaturas son concebidas en circunstancias trágicas, por madres muy jóvenes e
inexpertas, que no están preparadas para atenderlas. Una de las principales razones
de que esto ocurra es la falta de información sexual adecuada.
El impulso sexual es extremadamente poderoso. Nuestros hijos necesitan
información sobre su desarrollo sexual, sobre el impulso sexual y sobre cuales son las
conductas y expectativas sexuales adecuadas, no sólo para evitar embarazos
indeseados sino también para protegerse de los posibles traumas emocionales que
suelen rodear este ámbito tan sensible e intenso de nuestra vida.
En un extremo» es abusivo no proporcionar a los niños ninguna información
respecto del sexo, esperando que la obtengan de sus iguales o en la escuela. Yo apoyo
los programas escolares de educación sexual, pero como la gama de actitudes respecto
de la sexualidad apropiada es muy amplia, también los padres, y no sólo los maestros,
los compañeros y los amigos deben proporcionar información sobre la conducta sexual.
En el otro extremo, es abusivo proporcionarle al niño una información sexual
excesiva o precoz. También constituye un abuso imponer información sexual
abrumadora, distorsionada o falsa: por ejemplo, decir que una niña quedará
embarazada si besa a un chico en la boca, que los adolescentes tienen granos porque
se masturban o que la masturbación es mala y pecaminosa.
La masturbación forma parte del desarrollo normal. De ese mantenemos
conectado nuestro cerebro (que es la glándula sexual maestra) con los genitales (que
son uno de los principales lugares donde experimentamos la estimulación sexual). La
masturbación ayuda al niño a convertirse en un adulto sexualmente funcional. Es por
completo inadecuado decirle al niño que masturbarse es anormal. El padre funcional
sólo se preocupa si el niño se masturba obsesiva y compulsivamente, o si se hace daño
o se angustia. Cuando esto no ocurre, a nadie debe importarle que el niño se masturbe
o no. De hecho, necesita tanto intimidad como el conocimiento de que la masturbación
es una parte del desarrollo sexual normal. Decirle al niño que no debe masturbarse
puede hacer que se obsesione con este tema. Si alguien nos conmina a no pensar en
monos durante los próximos diez minutos, ¿podremos evitar hacerlo? Mientras
tratemos de no pensar en monos, continuamente nos concentraremos en ellos y
desde luego en este caso no hay ninguna fuerza vital primordial os predisponga a
pensar en monos.
Nunca olvidaré una situación horrible de mi vida, provocad por mí propia falta de
107
información sexual Cuando estaba en cuarto grado, algunas amigas nos reuníamos
a la salida de la escuela. Una de las chicas había estado hurgando en el dormitorio
de los padres y había encontrado algunos preservativos; trató de explicarnos a todos
para qué servían. Cuando ella dejó e hablar, yo estaba petrificada. En primer lugar,
mis padres nunca me habían hablado del sexo. Lo que mi amiga había dicho me
resultaba totalmente repulsivo y lo siguió siendo hasta que llegué a la escuela media.
Cuando los niños crecen en un sistema familiar disfuncional n el que los padres
no tienen límites sexuales adecuados, tampoco los desarrollan ellos mismos, aunque
no exista ninguna atención de abuso. Los padres con límites inadecuados tienen
relaciones sexuales sin cerrar la puerta, de modo que los hijos oyen o ven lo que
ocurre, o bien cierran la puerta pero hacen tanto ruido durante la relación sexual que
se los puede oír desde fuera. Se entregan a un beso francés en la cocina, y se acarician
recíprocamente en el sofá de la sala de estar. Éstos no son ejemplos de
exhibicionismo, porque la pareja no necesita de la atención de los hijos para sentir
excitación sexual. Se trata sólo de que estos progenitores no tienen el cuidado de
resguardar su intimidad física y proteger a los niños de su sexualidad de adultos.
Es probable que este tipo de padres también se muestren en ropa interior o
desnudos frente al niño. Esto no es exhibicionismo, porque no se pretende una
estimulación sexual; sólo se trata de descuido en cuanto a la necesidad de proteger
al niño de la desnudez del adulto. Quizás un progenitor entre en el baño cuando la
criatura toma una ducha: no es un voyeur, pero no respeta el derecho del niño a la
privacidad
En estas situaciones no se tiene ninguna intención de dañar, pero de ese modo
no se le enseña a la criatura a desarrollar límites sexuales intactos. Una parte de la
tragedia de los sistemas familiares disfuncionales consiste en que se reproducen
en las generaciones sucesivas, a menos que haya alguna clase de interrupción
gracias a un proceso de recuperación.
Si los dos progenitores tienen límites sexuales disfuncionales de diferente tipo,
el hijo, al convertirse en adulto, quizás oscile entre uno y otro sistema. Por ejemplo,
Gary crece en un hogar en el que la madre levanta un muro de miedo. Evita el sexo
ocultando su cuerpo y manteniéndose a distancia del marido. Pero el padre de Gary
carece totalmente de límites sexuales. Habla de sexo de modo muy abierto, hace
bromas sexuales y anda desnudo por la casa; irrumpe en el dormitorio de la hermana
de Gary y la mira cuando se viste. Ya de adulto, Gary oscila entre conductas sexuales
transgresoras, y ocultar y evitar totalmente el sexo, por temor.
En una familia funcional se establecen límites sexuales adecuados a partir de la
demostración por los progenitores de sus propios sistemas de límites. Se le enseña
al hijo a no entrar en el dormitorio de los padres o al baño mientras ellos se están
vistiendo o utilizando el cuarto de baño. Y también se le enseña a cuidar su propia
privacidad cuando emplea el lavabo, se baña o se viste. Desde luego, al principio la
criatura necesita ayuda para aprender a ir al baño, bañarse y vestirse. Pero en cuanto
puede hacer todo esto por sí misma hay que dejar de acompañarla, aunque aún deje
la puerta abierta. Más tarde se le pide que cierre la puerta y, al cabo de cierto
tiempo, que además eche el pestillo. En adelante el niño sabrá que eso es lo adecuado.
108
Después de que el niño haya llegado a cierta edad, los padres funcionales no
andan desnudos o en ropa interior por la casa. Personalmente creo que se llega a este
límite de edad cuando la criatura ya se percata con claridad de las diferencias
sexuales entre la madre y el padre — más o menos a los cuatro o cinco años —. Los
padres funcionales tampoco permiten que los hijos duerman con ellos.
No digo que la desnudez en sí sea algo malo, Cuando hablo de proteger de ella a
los niños, quiero decir que, a partir de cierta edad, ellos advierten que el padre y la
madre son distintos, y empiezan a prestar atención a esas diferencias sexuales, Los
adultos olvidan con facilidad que cuando el niño es pequeño mira al papá y la mamá, y
todo le parece mucho más grande de lo que realmente es, Al niño o la niña, comparar
los genitales y los senos adultos con su propio cuerpecito puede resultarle temible,
abrumador y vergonzoso.
Desde luego, si un niño entra accidentalmente en una habitación donde uno de
sus progenitores está desnudo, no es adecuado que éste se enoje y se esconda detrás
de un espejo, como si en su cuerpo desnudo hubiera algo radicalmente malo. Lo que sí
puede hacer es cubrirse y pedirle a la criatura que aguarde fuera de la habitación
hasta que esté vestido.
Además, cuando el niño crece y su cuerpo empieza a producir hormonas, el sexo
y la sexualidad pasan a interesarle directamente. Si los padres continúan andando
desnudos por la casa, es muy posible que de ese modo lo exciten sexualmente.
Por ejemplo, Douglas, de doce años, ha empezado a tener erecciones,
masturbarse, pensar mucho en las chicas, hacer bromas sexuales en la escuela, y
así sucesivamente. La madre, sentada en la bañera, lo llama: «Eh, Doug, ven aquí.
Quiero hablar contigo». Su deseo es verdaderamente hablarle (no exhibirse), pero, de
hecho, expone su cuerpo desnudo. Douglas entra y se sienta sobre la tapa del inodoro,
mira a la madre en la bañera, ve sus senos y comienza a tener una erección. La madre
no ha pretendido excitarlo, pero llamarlo al baño mientras ella está desnuda es
inadecuado y el resultado es altamente abusivo. Un niño muy pequeño puede ser
fácilmente abrumado por el tamaño del cuerpo de su progenitor del mismo sexo;
cuando crece, ya no es necesario preocuparse tanto por estas situaciones. Si un hijo ya
mayor se está desarrollando físicamente y se siente proporcionado, y sí tenemos una
buena relación con él, por lo general no es negativo que madre e hija, o padre e hijo,
se vean ropa interior, se vistan en la misma habitación o hablen en el baño mientras
uno de ellos está en la ducha. Los progenitores tienen que basarse en su buen juicio
en estas situaciones. Por ejemplo, yo tengo una hija de veinticuatro años, y este tipo
de familiaridad no me preocupa. Podemos vestirnos en la misma habitación sin
sentirnos violentas. Pero con ninguno de hijos varones (el menor tiene once años)
me mostraría sin ropa o en la bañera.
Comprendo que para estos casos no hay «reglas generales», y que algunas de
las opiniones que he expuesto pueden considerarse arbitrarias. Estoy tratando de
señalar que, en algunas familias; las prácticas sexualmente abusivas se han
transmitido de generación en generación durante tanto tiempo, que los progenitores y
los hijos las consideran «normales», Mi experiencia clínica índica que un exceso de
desnudez y falta de cuidado con respecto a los límites sexuales genera vergüenza y
abuso, y conduce a la disfunción en la vida adulta.
109
El Abuso Sexual Emocional
El desarrollo sexual del niño abarca la identidad sexual, las fuentes preferidas de
afecto y la preferencia sexual. La identidad sexual supone aprender qué significa ser
varón o mujer. Una mujer aprende a ser femenina y un varón a ser masculino. El niño
también aprende a preferir a hombres o mujeres como fuentes de afecto o nutrición
física no-sexual. Más tarde, un varón quizá prefiera rodearse de hombres, o de
mujeres nutricias. Una mujer puede preferir a hombres nutricios o a otras mujeres que
la abracen, la sostengan o la toquen de un modo no sexual. La preferencia sexual
supone aprender qué género nos resulta sexualmente estimulante, y asumir esa
predilección.
El tipo de abuso que voy a describir constituye un maltrato emocional porque
intenta forzar al niño a ser adulto. Es sexualmente abusivo porque crea mucha confusión
en cuanto a la identidad sexual, las fuentes preferidas de afecto y la conducta sexual
directa.
Uno de los criterios fundamentales que permiten diferenciar un sistema familiar
disfuncional de otro funcional es que, en este último, los adultos participan como
progenitores para satisfacer las necesidades de los hijos. En una familia disfuncional,
en cambio, los niños tienen la función de satisfacer las necesidades le los adultos. El
abuso sexual emocional es uno de los ejemplos más notorios del empleo de los niños
para satisfacer las necesidades de los progenitores.
En una familia funcional hay un límite entre ambos padres por una parte, y todos
los hijos por la otra. Este límite exterior e interno protege a los niños de los detalles
íntimos de la relación entre los padres. Los niños sólo necesitan saber más o menos el
ochenta por ciento de lo que sucede entre los padres. El resto no es de su incumbencia.
En el siguiente diagrama de una familia funcional, la X representa a los padres,
la línea indica el límite y las O son los hijos. Los padres se relacionan íntimamente entre
si, pero trazan un límite adecuado entre la relación de ellos y los hijos.
Una familia funcional
X X
O O O
Hay abuso sexual emocional cuando uno de los progenitores tiene con uno de los
hijos una relación más importante que la que lo une a su cónyuge. En efecto, el niño es
atraído para que cruce el límite, y ubicado entre los padres en el mundo íntimo de estos
últimos.
El progenitor que ha entrado en este tipo de relación con un hijo le pide
(consciente o inconscientemente) que satisfaga sus propias necesidades
emocionales de afecto o de vinculación romántica con una persona del sexo opuesto;
en una familia funcional, es el otro cónyuge quien satisface tales necesidades. Este tipo
de relación abusiva por lo general se debe a que los progenitores tienen dificultades
110
para intimar y satisfacer sus necesidades recíprocas. Dos progenitores
codependientes, que han sido ellos mismos objeto de abuso, por lo general no saben ser
íntimos en una relación adulta. Es posible que uno de ellos intente responder a esta
falta de capacidad entrando en una relación estrecha con un hijo, en lugar de ser íntimo
con el otro cónyuge. Este progenitor llega a una intimidad emocional inadecuada con
un hijo.
Una familia disfuncional
los hijos son atraídos al mundo íntimo de los padres
111
de papá o su esposa sustituta. Si esta relación es entre padre e hijo, el hijo es el
confidente de papá, el cuidador de papá o el cuidador de la familia en lugar de papá.
El caso de la relación padre-hijo es muy poco frecuente. Lo que sucede a menudo
es que ambos progenitores se relacionan con el hijo varón (como en el ejemplo C). Ese
hijo satisface las necesidades del padre al cuidar de él y de mamá, El mensaje del padre
es: «Cuida de mí, reemplazándome. Trabajo mucho (es adicto al trabajo) y no tengo
tiempo. Cuida a la familia mientras yo no estoy».
No corresponde a los niños el cuidado de la familia o de sus hermanos. Ésa es
la obligación de los padres. Se espera que los niños se apliquen a las tareas del
desarrollo que corresponden a sus niveles de edad, o que «se dediquen a ser niños».
Cuando un progenitor espera que el hijo se haga cargo de la familia (o de una persona
de la familia), ese niño no llegará a tener una niñez.
Como terapeuta, he encontrado que quienes han sufrido este, tipo de abuso
suelen estar confundidos de adultos en cuanto a su identidad sexual, sus preferencias
afectivas y sus preferencias sexuales. No obstante, es más frecuente que las
preferencias sexuales se desdibujen como consecuencia de un abuso sexual físico.
Por ejemplo, si un chico es objeto de un abuso sexual por parte de su entrenador, quizá
piense: «Puesto que atraje a un hombre para que abusara de mí, quizá yo sea
homosexual». En realidad, no lo es, Fue la preferencia del entrenador lo que lo llevó
a elegir al chico como víctima, y no a la inversa, pero la consecuencia es que el jovencito
se confunde.
Cuando un progenitor le pide una intimidad adulta a un hijo, es frecuente que el
otro progenitor odie a ese niño que tiene la relación con su cónyuge. También puede
ocurrir que si la madre le ha estado comentando constantemente a la hija que papá
es horrible, terrible y que no se puede confiar en él, a esa niña, de adulta, le costará
relajarse y permitir que la abrace un hombre (cualquier hombre). No sería seguro.
Aunque su energía sexual la impulse en la adultez a comportarse de modo sexual con
un hombre, el abuso sexual emocional que padeció en la infancia puede llevarla a
preferir una nutrición física no sexual y ofrecida exclusivamente por mujeres. Por otra
parte, es probable que a esta niña le cueste simpatizar con el padre (que según mamá
es tan «despreciable»), y esto se reflejará en su conducta, de modo que tampoco papá
simpatizará con ella. De uno u otro modo, la niña se ve privada del amor del padre, y
esto puede afectar sus relaciones adultas con los hombres.
Mi madre abusó sexualmente de mí de este modo. Ella era adicta a sustancias
químicas, y mi papá, emocionalmente ausente y agresivo, De niña, yo pensaba que la
ausencia emocional y las agresiones de papá eran un problema exclusivo de él, no de
mí madre. Me engañaba en cuanto a la drogadicción de mamá. De modo que me
quedaba en casa y la cuidaba. Mí papá emitía el mensaje de que yo era incapaz y
carente de valor. Ese mensaje decía que el hecho de que yo fuera mujer significaba que
valía menos y que, cuando hacía algo femenino, me desmerecía. Esto generó un cierto
grado de confusión en mí acerca de mi identidad como mujer.
Cuando crecí, no podía demostrar mi propia feminidad. Vestía con desaliño y
en mi corte de pelo no había nada femenino; nadie podía fijarse en mí. Más tarde me
costó aprender a vestirme y ser femenina. Pensaba que poner de manifiesto rasgos
femeninos era estúpido, y que yo tenía demasiada inteligencia como para pretender
112
vestir de modo femenino. No me daba cuenta en absoluto de que estaba siendo muy
disfuncional.
Uno de los problemas que tengo que resolver en mi recuperación es aprender a
ser mujer. En primer lugar, estoy trabajando en parecer mujer. Me resultó
extremadamente penoso aprender a ir de compras. Fue un milagro que me atreviera
a utilizar grandes pendientes, porque sé que atraen la atención hacia mi rostro. Antes
no quería que nadie me mirara. De modo que, para mí, y para miles de otras personas,
el abuso sexual emocional ha sido muy perjudicial, y en la recuperación presenta
obstáculos serios.
Creo que una de las situaciones más difíciles de abuso sexual es la de «niñita de
papá». Aunque esto está cambiando, los hombres son por lo general más poderosos
que las mujeres, y ser la niñita de papá, alguien más importante para él que
mamá, es probablemente la experiencia más seductora de nuestra cultura. Este tipo
de mujer compara con el padre a todos los hombres con los que está y por lo común
no encuentra ninguno capaz de ser para ella lo que en su momento fue el
progenitor. Además, le cuesta mucho crecer, y a veces sigue siendo una «niñita»
durante toda su vida desde el punto de vista afectivo. Es su conducta de niña lo que
seduce a los hombres, y ella continúa esperando que los hombres de su vida
reaccionen como lo hacía su padre. Un hombre sano no lo hace, aunque quizá se
vuelva loco tratando de que esa mujer sostenga la relación y «esté allí» para él como
lo estaría una adulta.
Resulta especialmente trágico que una niñita de papá se case con un hombre
incestuoso. Ella tiene hijos, él seduce a la hija y la madre vive entonces toda la
situación desde el otro lado. Su hija participa en una relación incestuosa con su
cónyuge y la madre la termina odiando, al igual que había sido objeto del odio de su
propia madre. Y esto continúa. ¿Por qué? Porque es lo único que esta mujer conoce.
Ella no tiene un límite sexual que le indique que esa conducta es disfuncional, aunque
en un nivel sienta cólera o incluso horror por la injusticia de lo que sucede.
12 - El abuso emocional
El abuso emocional es probablemente el tipo más frecuente de abuso. Toma la
forma de abuso verbal, abuso social y desatención o abandono de las necesidades con
dependencia.
Abuso verbal
114
cólera de un modo indirecto. El niño ridiculizado no tiene defensa, ningún modo de
evitar sentirse mal consigo mismo, especialmente cuando es muy pequeño.
Ser testigo de que algún otro es víctima de abuso verbal puede resultar tan
abusivo como presenciar el abuso sexual o físico al que es sometido un tercero. Los
niños no tienen límites bien desarrollados. Aunque «saben» que la diatriba no se
dirige a ellos, los afecta casi tanto como si lo hiciera.
En The Meadows hay algunas habitaciones «a prueba de ruidos» en las que
se reúnen los grupos terapéuticos. Esas habitaciones están aisladas mediante un
grueso recubrimiento para que desde fuera no se escuche a la gente en las sesiones
de Gestalt y reducción de la vergüenza, en las que a veces se grita, se llora, y se hacen
otros ruidos fuertes. Ese aislamiento se instaló porque algunos pacientes que habían,
sido objeto de abuso verbal en la niñez se sentían extremadamente perturbados e
incluso tenían ataques de vergüenza o experimentaban regresiones espontáneas al
oír los sonidos que llegaban de esos salones. Esa vergüenza se puede deber a que en
la infancia se escuchó a un progenitor gritarle a otro miembro de la familia.
Abuso social
En las primeras etapas de la vida, los niños aprenden quiénes son y cómo se
hacen las cosas (por ejemplo, vestirse, llamar por teléfono, etc.); son los progenitores
quienes les enseñan. Entre los cuatro y seis años, los amigos se vuelven
extremadamente importantes, porque de ellos también se aprende mucho sobre quién
se es, cómo hacer lo que hacen los chicos en ese nivel de edad y como portarse en las
relaciones con otros niños. Hay abuso social cuando los padres obstaculizan directa o
indirecta mente el contacto del niño con sus compañeros.
Esta interferencia puede realizarse de modo directo, diciendo por
ejemplo: «En esta familia hay secretos, y aquí no va a entrar nadie a descubrirlos».
O bien: «No vamos a lavar nuestra ropa sucia en público. Deja de tener amigos. Con
los ajenos no hay seguridad, Quédate con nosotros. No necesitas otra cosa, Y no,
no puedes ir a la casa de nadie». Hay abuso indirecto cuando el niño no tiene libertad
para invitar a sus amigos a casa. Esto ocurre, por ejemplo, cuando los progenitores están
tan descontrolados con sus propias adicciones que una niña debe quedarse en la casa,
cocinar y limpiar, y no tiene tiempo para estar con sus compañeros, Y aunque los
padres no digan «No traigas a otros chicos», esa niña se abstendrá de invitar amigos,
por lo que pudiera pasar. Quizás el padre sea un alcohólico, y la hija no sabe sí lo
encontrarán bebido sobre el sofá de la sala de estar. Sí el padre es un adicto al sexo,
quizás intente acariciar a las amiguitas, Es posible que sea mamá la que intente
seducir a los amigos de la hija, O bien, el padre es un adicto a la ira, y los hijos no
están seguros de que no va a darles un golpe o una bofetada o a ridiculizarlos
verbalmente, lo que a veces hace delante de otras personas.
Alguna discapacidad inusual o una enfermedad física o mental pueden
también causar un problema. Por ejemplo, si mamá está en una silla de ruedas es
posible que envíe el mensaje indirecto (o directo) de «No me hagas pasar vergüenza
trayendo a tus amigos a casa». En una familia funcional, al niño se le ayuda, a adaptarse
a la discapacidad física de la madre, y se le hace saber que a ella le gusta ver en la
casa a sus amigos (si esto realmente es así). Además se le explica qué debe decirles a
sus amigos acerca de la situación de su mamá.
115
Desatención y abandono
Entre todos los tipos de abuso, la desatención y el abandono quizá sean los
que más hay que tener en cuenta en nuestra cultura, sobre todo cuando se trata de
codependientes a los que les cuesta armar el rompecabezas de su propia historia.
Yo contemplo la desatención y el abandono desde dos perspectivas. Una
consiste en descubrir hasta qué punto se satisficieron en la niñez las necesidades
con dependencia del paciente. Desde la otra perspectiva, se buscan las adicciones
que podrían haber padecido los cuidadores principales, y el rol de tales adicciones en
la desatención y/o abandono del paciente en la niñez.
116
Entre estas necesidades con dependencia se cuentan las de:
• Orientación e información
económica
117
porque de ese modo la criatura no obtiene tiempo, atención y orientación de sus
propios padres, salvo en breves visitas al hogar.
El abandono puede deberse a una muerte debida a enfermedad o accidente. El
niño se enfrenta también a un profundo problema de abandono cuando uno de los
progenitores se suicida, amenaza con hacerlo o intenta suicidarse. Además puede
haber abandono del hogar en sentido literal: los niños se levantan una mañana, y el
padre o la madre ha desaparecido. También es posible que haya abandonos reiterados,
por parte de uno u otro de los progenitores.
Una buena amiga mía que tiene varios hermanos me contó que la madre de ellos
los abandonaba periódicamente. Cuando cualquiera de los hijos manifestaba la
necesidad de atención y cuidado de la mujer, ella perdía el control y lo golpeaba, sobre
todo con un zapato de tacón alto. Y cuando las cosas no marchaban como a ella le
parecía que debían hacerlo, hacía las maletas y se iba, y sólo volvía al cabo de dos o
tres días. Los niños quedaban solos mientras el padre estaba en el trabajo.
La codependencia parental
13 - El abuso intelectual
¿Cómo realizan la nutrición intelectual de sus hijos las familias funcionales? Creo
que hacen dos cosas importantes: respaldan el propio pensamiento del niño y le
proporcionan un método de resolución de problemas y una filosofía de vida.
Re sp a ld o p a ra e l pe n sam ie nt o d e l n iño
119
Hay abuso intelectual siempre que se ridiculiza o ataca el pensamiento del niño,
no se le permite pensar por sí mismo o no se lo apoya cuando, acerca de cualquier punto,
tiene ideas distintas de las de los padres. Esto suele ocurrir cuando un progenitor es tan
rígido que no deja cabida a las ideas del hijo.
Una familia funcional respalda el pensamiento del niño con el mensaje de que su
propia capacidad para pensar es sana y completa, aunque a la criatura le falte mucho
por aprender. Se permite que el niño indague el pensamiento y las ideas de los adultos,
y sus preguntas son tratadas con respeto, Esto no significa que los padres estén
siempre de acuerdo con lo piensa el niño, o viceversa. Significa que cada individuo de la
familia puede pensar por su propia cuenta, y que será alentado a hacerlo.
Cuando el niño piensa algo que se opone a una regla valorada por la familia,
ésta no lo discute atacando la valía intrínseca del pequeño. El niño recibe el mensaje
claro de que no es imperfecto porque su pensamiento sea limitado y sus conclusiones
resulten a veces incorrectas, debido a que le falta conocimiento. Se trata sólo de que
sus ideas necesitan algún refinamiento en ciertos puntos.
Yo permito que las ideas de mis hijos difieran de las mías, pero aún tienen que
obedecer mis reglas relacionadas con su salud y seguridad, y con el cuidado y
mantenimiento de la vida en el hogar. Recuerdo que un día yo debía ir a comprar
comida, y nadie podía quedarse en casa con mi hijo de ocho años. Pero el no quería
acompañarme; quería quedarse viendo dibujos animados. Reconocí que estábamos
difiriendo, y que esto estaba bien, de modo que le dije: «Me dices que quieres quedarte
a ver dibujos animados, pero eres demasiado pequeño para estar solo, de modo que
voy a llevarte al mercado conmigo, lo quieras o no», Y lo llevé, pero sin atacarlo ni tratarlo
como si fuera insoportable por no pensar en ese momento lo mismo que yo.
3 * De Sheldon Kopp, What Took You So Long (Palo Alto, CA,, Science and Behavioral Publications, 1979).
120
finalmente aprendí.
En nuestra cultura, no sólo se supone que los adultos conservamos la calma y
estamos «por encima de todo», sino también que las personas buenas, listas y
triunfadoras no tienen problemas en absoluto, Además de decirle al niño que tener
problemas es normal, la familia funcional le proporciona un sistema de resolución
para encararlos y resolverlos.
En una familia disfuncional, los progenitores se entremeten en el proceso de
toma de decisiones del niño y deciden directamente por él, o se apartan por completo
y dejan que la criatura aplique las soluciones inmaduras e incompletas que ella misma
puede encontrar. Cuando a los niños no se les enseñan técnicas funcionales de
resolución de problemas, o las que se les enseñan son antisociales o distorsionadas,
se puede decir que son objeto de un abuso intelectual. Si al niño se le enseña que el
modo de resolver un problema consiste en «imponerse» a los otros, a propósito de lo
que fuere, aunque haya que mentir, hacer trampas y robar, de hecho se lo forma para
que sea antisocial, y es probable que en la adultez encuentre muchas dificultades.
Una de mis máximas filosóficas es: «Creo que la vida no siempre es justa».
De modo que cuando mis hijos empiezan a quejarse de que «la vida no es justa», yo les
digo: «Sí, ciertamente no lo es», Y hablamos de la injusticia de la vida en ese momento.
O bien se me acercan y, respecto de alguna situación personal o social en la que
se encuentran, me dicen: «Esto es horrible, no puedo soportarlo».
Yo les contesto: «Sí, puedes soportarlo. Después de todo, es sólo dolor, y tú
puedes soportar tu propio dolor».
Entonces me miran y admiten: «Bien, sí, eso es verdad».
Y yo agrego: «Además de esto, a veces las cosas realmente son tan malas como
parecen. Éste es uno de casos. Estoy de acuerdo, es terrible. Y, ¿sabes qué? En ciertas
oportunidades no hay ninguna solución para un problema. Lo único que se puede hacer
es dejar que pase cuidándose uno mismo lo mejor que pueda. Hay algunas cosas que
puedes hacer para cuidarte». Y entonces les puntualizo algunos cuidados que están a
su alcance.
Considero que esto es enseñarles adecuadamente a mis hijos a aplicar mi propia
filosofía de vida. Quizá no todos estén de acuerdo con ella pero, como madre, debo
ofrecerles a mis hijos lo mejor que he descubierto para mí misma. Y considero que los
progenitores tienen que dialogar con sus hijos, hablarles sobre la vida y sobre las
dificultades a que ellos se enfrentan.
121
No hablarle al niño de las dudas
También hay abuso intelectual cuando los padres no les dan a conocer a sus
hijos las dudas que ellos mismos tienen respecto de sus propias ideas y creencias.
Cuando los padres no comunican ni sus dudas ni sus creencias, el niño no tiene la
menor idea de que los adultos dudan o cuestionan sus propias creencias. Piensan
que todas las ideas de los adultos han sido exhaustivamente analizadas, y que ellos
no tienen ninguna duda acerca de lo que creen. Esto se convierte en abuso espiritual,
que es el tema del capítulo siguiente, cuando los padres no comunican sus dudas
acerca de Dios y de su fe. Cuando estos niños tengan dudas normales,
experimentarán sentimientos de culpa o tendrán la sensación de que están locos o
carecen de valía.
A veces es muy tenue la línea divisoria, entre la declaración fáctica de que se
duda y el hecho de volcar sobre el niño los miedos de los progenitores, lo cual no es
funcional. Pero lo que yo digo es que resulta intelectualmente abusivo que un padre se
pr e s e nte a nte e l ni ño como perfecto, como alguien que no tiene ninguna duda o
incertidumbre y que lo sabe todo.
14 - El abuso espiritual
El abuso espiritual abarca las experiencias que distorsionan, retardan u
obstaculizan de otro modo el desarrollo espiritual del niño. Hay por lo menos tres
situaciones en las que el niño puede experimentar un abuso espiritual: cuando un
progenitor reemplaza al poder superior de la criatura (lo cual sucede, como veremos en
este capítulo, en el curso de cualquier tipo de abuso, además de los que tienen
consecuencias espirituales específicas); cuando uno o ambos progenitores son adictos
a la religión, y cuando de algún modo abusa del niño un representante de la religión
(ministro, cura, rabino, diácono, maestro de escuela dominical o director de coro).
En el momento en que el recién nacido ingresa en una familia, los padres son su
primera experiencia de un poder superior: la criatura depende enteramente de ellos para
su supervivencia. Desde luego, nosotros somos seres humanos falibles, y el poder
superior no lo es. Los progenitores funcionales aceptan su propia falibilidad y se hacen
responsables de ella. Les comunican a los hijos la aceptación de esa imperfección,
asumen su responsabilidad cuando por ser falibles perjudican al niño, y de tal modo
dejan de ser para éste su poder superior. Estos padres funcionales señalan el camino
hacia un poder superior válido en el que ellos confían. Para que se produzca un
desarrollo espiritual sano, la única entidad que tiene que reconocerse como un ser
todopoderoso y perfecto es un poder superior no-humano, no-parental.
El vínculo entre las formas física, sexual, emocional e intelectual del abuso, por
un lado, y el abuso espiritual por el otro, reside en el mensaje que el niño recibe en
todos estos casos. El abusador comunica: «Yo soy más poderoso que tú. Puedo
hacerte lo que quiera. Soy Dios. Voy a imponer mi voluntad en lo que sea, y abusaré de ti
122
para que lo comprendas». Cuando los progenitores abusivos ocupan el lugar del poder
superior en la vida del niño, éste los toma como modelos de un Dios castigador,
egocéntrico y abusivo.
Todo abuso grave (golpes, abuso sexual físico, gritos, ridiculización, abandono,
control excesivo y exigencia de perfección) es también un abuso espiritual, porque
socava la confianza del niño en un poder superior. Por ejemplo, muchas personas
nunca llegan a sentirse cómodas con Dios como «padre», debido a la conducta abusiva
del padre que realmente tuvieron. A los codependientes les defino el poder superior
como «un poder más grande que tú mismo y también más grande que tus padres».
Cuando un progenitor se convierte en el poder superior del niño por medio del
abuso, la criatura comienza a odiar o a rendir culto a ese padre, según se le entregue o
se le quite poder. El niño desarrolla odio sí la experiencia del abuso es negadora, no
afirmativa, violenta, rechazante, juzgadora o inculpadora. Este odio continúa en la
adultez, y obstaculiza considerablemente cualquier relación con el verdadero poder
superior, hasta que ese sentimiento cesa. Además, en la niñez si se quita
abusivamente poder se genera vergüenza y un sentido muy negativo de uno mismo, por
lo cual al pequeño le resulta muy difícil creer que es una criatura de Dios, preciosa y
susceptible de ser querida.
Cuando el abuso entrega poder, el niño rinde culto al progenitor involucrado, A
las personas que han sufrido abuso por entrega de poder les cuesta mucho afrontar
el hecho de que ese progenitor fue abusivo. Les cuesta llegar a percibir que lo que
sucedió entre ellos fue «menos-que-nutricio». Esto es así porgue tales personas —
incluso en la adultez — necesitan proteger a ese progenitor que las hizo sentir tan
maravillosas, tan «mejores que». Esta devoción suele ocultar por igual el abuso cometido
con el niño y las imperfecciones del padre o la madre. Estos niños nunca perciben el
hecho de que su progenitor actuaba como sí fuera el poder superior.
En el abuso de la entrega de poder, el niño adquiere una sensación falsa de ser
mejor que los otros. Cuando llega a la adultez, se ha convertido en su propio poder
superior. Aunque muy pocas veces consciente, la actitud del niño al que se le entrega
poder es: «Yo soy un poder superior (“mejor-que-los-otros”). Puedo hacer lo que quiero.
Tengo derecho a tomar cosas de los demás, a usarlos, a actuar sin vergüenza para hacer
mi voluntad». Cuando el niño se convierte en su propio poder superior y cree que
tiene derecho a ofender y avergonzar a los otros, queda gravemente segregado de
toda experiencia espiritual.
A veces los niños se encolerizan con la idea que tiene la familia del poder superior,
y lo odian, por haber permitido que un progenitor abusara de ellos. La cuestión no es que
ese poder superior haya permitido que sucediera algo, sino que el ofensor fue abusivo.
Pero los niños culpan a ese poder para no enfrentarse a la realidad inaceptable y
penosa de que el adulto ofensor (en quien reposa su seguridad) es el que los ha
dañado. Esta situación puede generar en la criatura una fuerte negación del problema
de la conducta abusiva del progenitor, y a veces a un profundo auto-engaño. Desde
luego, esta acusación a Dios puede crear una enorme resistencia a la entrega ulterior
a un poder superior.
123
Control excesivo. El niño recién nacido no sabe quién es ni cómo hacer las
cosas. Comienza a adquirir un sentido de quién es y de cómo se hacen las cosas
observando lo que hacen los padres y lo que los padres son.
En algún momento entre los dieciocho meses y los tres años, el niño empieza a
querer hacer las cosas a su manera. Si los padres no le permiten iniciar este proceso
de separación y lo posponen hasta la adultez del hijo, éste está siendo objeto de un con-
trol excesivo.
Si el progenitor exige que el niño haga o crea exactamente lo mismo que el
padre, porque cualquiera otra cosa es inaceptable, es posible que la criatura nunca
pase por el proceso evolutivo que la lleva a aprender a sentirse bien por hacer las
cosas a su manera. Si esta paralización de la libertad del niño para convertirse en
un individuo único se lleva al extremo, el pequeño pierde contacto con cualquier sentido
de su propio camino. Tanto en la niñez como ya de adultas, cuando hacen frente a
cualquier hecho o tarea nuevos, estas personas necesitan que otras les digan lo que
tienen que hacer. También les cuesta ser espontáneas o creativas, y se limitan a
respuestas predecibles y limitadas.
Cuando estos niños llegan a la adultez, tienen que hacerlo todo
laboriosamente, a partir de un conjunto rígido de reglas, Algunos buscan un
matrimonio o una iglesia que los obligue a seguir reglas estrictas.
Reglas inhumanas. Una familia funcional brinda un conjunto de reglas que al niño
le resulta humanamente posible seguir, y que los progenitores efectivamente siguen.
Después esas reglas se convierten en el cimiento del sistema de valores del individuo.
Los dos requerimientos más importantes de las reglas funcionales y sanas son que
sean claras y que los seres humanos puedan seguirlas. Las reglas inhumanas son
reglas que nadie puede cumplir. En relación con el abuso infantil, el contenido de las
reglas no es tan importante como el hecho de que el niño tenga algún modo de saber
en qué consisten y las perciba como realizables, porque los otros miembros de la familia
también se atienen a ellas. No estoy diciendo que «cualquier regla vale» sino que
sostengo la necesidad de que las reglas sean claras, realizables y funcionales.
Una familia disfuncional no le brinda al niño ninguna regla, o sus reglas son tan
vagas o contradictorias que la vida resulta caótica. O bien, cuando existen reglas
razonables que los progenitores esperan que el niño siga, ellos mismos no las
cumplen. Dicen, en efecto: «Haz lo que decimos, pero no lo que hacemos. Nosotros no
tenemos que cumplir las reglas. Estamos encima de ellas. Nosotros somos el dios y
la diosa de la familia». Por ejemplo, un progenitor fuma, pero les dice a los chicos:
«No fuméis nunca».
Si las reglas y los valores son inhumanos, los niños continuamente tratan de lograr
algo imposible de alcanzar, y por lo tanto constantemente fracasan y se avergüenzan.
Llegan a creer que Dios espera que ellos cumplan con reglas que no pueden seguir, y
tienen la sensación de que no son «lo bastante buenos» como para que Dios los ame,
los honre o los ayude.
Exigir perfección. Como hemos visto en el capítulo 4, los niños son seres
imperfectos. Les hace daño que les enseñen que ser perfecto es lo normal. Quizás esto
no se les diga claramente, pero resulta obvio que los progenitores esperan que el
niño nunca cometa un error, traiga una nota baja de la escuela o pierda algún objeto;
124
el efecto abusivo es el mismo. Cuando los niños viven en familias que esperan la
perfección, aprenden a mentir (para evitar el dolor y la vergüenza del fracaso frecuente)
o a reprimir el hecho de que son imperfectos. De adultos, no podrán ser responsables
y espirituales, porque no toleran ver los errores y la conducta saboteadora en su
propia vida.
Es disfuncional esperar que los niños sean como adultos, su misma naturaleza
es infantil. Esperar que un niño sea un adulto es casi tan insensato como esperar
que un gusano vuele como una mariposa. Algunos niños ponen mucho empeño en
ser perfectos y parecer adultos, pero suelen quedar traumatizados, porque es
inevitable que no logren hacerlo todo «correctamente». De adultos se vuelven
perfeccionistas o incluso adictos al trabajo, y son desdichados, fracasan a menudo,
pocas veces son capaces de disfrutar con sus éxitos y se odian de modo ince-
sante por no ser perfectos.
Han crecido con la sensación distorsionada pero fuerte de que siempre fracasan,
pues no alcanzan la meta imposible e ilusoria que tienen ante sus ojos durante toda la
vida como un espejismo en el desierto. Y, en la adultez, ese niño que ha crecido se
avergüenza de conductas que son simplemente propias de los seres humanos.
El perfeccionismo es disfuncional. Como a mí me había abrumado el mensaje de
que tenía que «hacerlo todo a la perfección», hace unos años creé un lema que me ayuda
a no insistir en hacer las cosas perfectamente: «Si vale la pena hacerlo, no importa que
se haga mal; vale la pena que esté hecho».
Abandono. El abandono genera abuso espiritual, El niño abandonado tiene
que ser su propio padre o madre. Como le falta la orientación de los adultos, su
pensamiento idealista puede llevarlo a creer que es perfecto, y que puede ser su propio
poder superior, lo cual bloquea su espiritualidad. Quienes se ven a sí mismos como
seres perfectos se colocan en la posición de «mejor-que», en la cual es casi imposible
experimentar un poder superior.
Hay otra razón por la cual el abandono es espiritualmente abusivo: la mayoría
de los niños abandonados no captan el concepto de un poder superior que participará
activamente en sus vidas, puesto que ningún cuidador ha interactuado con ellos.
Creen que no existe ningún poder superior, o bien no confían en que el poder superior
los apoyará y ayudará.
Ninguna información sobre la verdadera espiritualidad. Un sistema familiar
disfuncional no le brinda información al niño sobre lo que es la espiritualidad
verdadera. Los niños aprenden de sus padres lo que es la espiritualidad. Los padres
funcionales pueden empezar explicando de qué modo funciona para ellos la
espiritualidad o la fe.
LOS progenitores se niegan a admitir que cometen errores. La mayoría de los
padres disfuncionales se niegan a disculparse o a corregirse cuando comenten un
error — aunque se trate de un error obvio —, Los padres que se niegan a asumir su
propia vergüenza y a responsabilizarse, le enseñan al niño que se puede ofender a
los demás sin experimentar una vergüenza natural. Como la vergüenza natural es la
emoción que genera la responsabilidad, quienes reprimen su vergüenza natural
encuentran difícil experimentar la espiritualidad, que sólo es posible cuando se acepta
que uno debe rendir cuentas.
125
Cuando los progenitores son adictos a la religión
126
dependen de un poder superior —, para aprender a resolver problemas y vivir sus
vidas con eficacia. Cuando los padres se limitan á transferir los problemas, sin hacer
ellos mismos nada, el niño no aprende a enfrentarse a las dificultades de la vida.
Después crece y está mal equipado para afrontar la vida en los términos de la propia
vida.
Muchos adictos a la religión tienen otra idea disfuncional: dicen que sus hijos y
otras personas padecen problemas porque no «se portan bien» con Dios. El niño, que
es inmaduro, no sabe que esta idea es incorrecta, y se culpa por todo lo malo que le
ocurre, que a menudo incluye la conducta abusiva de los padres, Cree que sus
problemas y el abuso que sufre se deben a que no se porta bien con Dios. En
consecuencia para los niños de estas familias Dios se convierte en un símbolo del
castigo. Además de ver a Dios como «castigador», muy a menudo estos niños también
aprenden a ser muy críticos con los demás y pierden su capacidad para la
espiritualidad.
Las personas que se portan bien con Dios también tienen problemas… y
además una relación espiritual con un poder superior que las guía a través de las
dificultades. La vida real está llena de problemas.
Yo solía pensar que en la recuperación no tendría más problemas: no volvería a
tener celos, ni accesos de ira, ni me pelearía más con mi ex esposo. Prevendría de
antemano todo lo que podría ser disfuncional, establecería un plan y lo seguiría, y la
vida funcionaría suavemente. Descubrí que la realidad era todo lo contrario: ahora
tengo más problemas. Desde luego, no se trata de esto, sino de una mayor
conciencia de la realidad, y por lo tanto de los problemas de la vida. También estoy
tomando contacto con una mayor alegría, mayor valentía y muchos sentimientos
buenos respecto de mí misma. Los padres adictos a la religión suelen enseñarle al hijo
que Dios es un ser castigador, estricto, exigente, que espera una sumisión rígida a un
conjunto de reglas. De este modo, también le enseñan que acerca de ciertas cuestiones
hay un solo modo de pensar, porque es «lo que Dios nos dijo que pensemos». Si el
niño tiene alguna idea distinta de la de los padres, no es espiritualmente aceptable,
y Dios lo castigará.
Cuando uno o ambos progenitores son adictos a la religión, al niño le resulta
muy difícil poner en entredicho cualquier cosa que ellos digan o hagan, y con la que
él no esté de acuerdo. Tienen la sensación de que enfrentar al progenitor adicto a la
religión equivale a estar en desacuerdo con Dios y a quejarse de Él. A las personas que
han sido objeto de abuso espiritual les cuesta muchísimo enfrentar al progenitor
adicto a la religión, enojarse con él y advertir que está enfermo, por el hecho mismo de
que hay en juego ideas relacionadas con la divinidad.
Las descripciones que un paciente víctima de abuso espiritual da de su
progenitor me permiten decir si éste ha sido un adicto religioso. La resistencia del
paciente a enfrentarse a esta cuestión suele ser tan fuerte y tormentosa porque le
resulta terrible admitir lo penoso y abusivo que era en realidad lo que en el hogar
todos consideraban muy espiritual.
Es cualquier programa de doce pasos, la espiritualidad es una clave de la
recuperación, satisfactoria. Si un individuo no siente la existencia de un poder que lo
apoya y lo cuida, que es más grande que él y más grande que sus padres, a menudo
127
le cuesta mucho iniciar la recuperación. Y como yo creo que para recuperarse de la
codependencia es indispensable un programa de doce pasos, afrontar la cuestión del
abuso espiritual puede tener una importancia crucial para un tratamiento que tenga
éxito.
Al niño le crea un malestar extremo ser objeto del abuso físico, sexual o
emocional de un representante de la religión. Entre los pacientes que recurren a The
Meadows para tratar su adicción a sustancias químicas, a la comida y/o la
codependencia, una cantidad significativa manifiesta haber sido objeto de un abuso
sexual perpetrado por algún líder espiritual o religioso, varón o mujer. Este tipo de
abuso también puede ser llevado a cabo por médicos, consejeros, terapeutas y otras
personas de las profesiones asistenciales.
Los líderes religiosos no son inmunes a la adicción al sexo. Además, creo que
esta adicción se puede ocultar con más facilidad en un contexto religioso, porque
son muchas las personas muy vulnerables que se dirigen privadamente a
profesionales de la religión en busca de atención y orientación espiritual. Con esas
personas necesitadas, el líder religioso puede expresar su propia adicción al sexo
con relativa seguridad y secreto, porque nadie pensaría atribuir ese tipo de
inclinaciones a un profesional de la religión. Las víctimas tienen una gran resistencia a
denunciar a estos ofensores sexuales. A veces, aunque la persona maltratada intenta
hablarle a alguien de lo que le ocurrió, suele suceder que no se le cree.
En contraste con el abuso espiritual consumado por un progenitor, el
profesional de la religión no suele convertirse en el poder superior del niño. Pero
como ese líder espiritual es un representante de Dios, es más frecuente que el niño
odie o se encolerice con Dios por haber permitido el abuso. O bien se asusta, y
piensa que «estar conectado con el poder superior significa que voy a ser herido a
causa de lo que sucedió, y temo al poder superior porque permitió que eso me
sucediera».
Ser objeto del abuso sexual de un representante de la religión es especialmente
destructivo. Después de haber tratado a muchas personas que padecieron este
tipo de ofensa, creo que siempre constituye un acto de perversión profunda. He
observado que, en algún punto de la recuperación, muchas de las víctimas de este
abuso luchan con un interrogante: « ¿Voy a tomar la decisión de vivir o de suicidarme?
». No es que constantemente se planteen en el nivel consciente la idea del suicidio,
pero es obvio que, ante su propia historia, la cuestión que tienen entre manos ha
adquirido una magnitud de vida o muerte.
En el tratamiento, en cuanto emergen, los recuerdos del abuso sexual, estos
pacientes suelen experimentar un trauma y un dolor intensos. Es difícil asumir la
realidad de que un representante de Dios haya hecho algo tan vergonzoso y abusivo.
La mera experiencia de «saberlo todo en sus detalles» hace que estos pacientes
sientan un gran malestar. Pero no deben detenerse; es preciso que acepten el
conocimiento de que realmente fueron violados por alguien que se suponía que era
una persona segura y representaba a un poder tan inmenso como lo es Dios. La
mayoría de las personas quedan devastadas y se enfurecen. Pero enojarse con Dios
128
contraría tantas admoniciones y provoca tantos miedos, que resulta difícil permitirse
experimentar esa cólera. La mayoría de los pacientes la vuelven hacia sí mismos,
por lo cual se convierten en deprimidos y suicidas. Es muy difícil ayudarlos a que no
pongan ninguna traba a la expresión de sus sentimientos y decirles lo que le tienen que
decir a su poder supremo o Dios para liberarse de los enormes sentimientos
residuales. La decisión interior de afrontar y abordar las emociones que rodean este
tipo de abuso sexual representa una verdadera crisis espiritual. Pero mientras no se
venza esa resistencia, no son posibles la recuperación ni la verdadera espiritualidad.
Yo sé que si en mi recuperación no hubiera tenido espiritualidad, probablemente
me habría suicidado. Más que cualquiera otra cosa, la recuperación tiene que ver con
el desarrollo de una espiritualidad auténtica, que es algo maravilloso. Pero si una
persona ha sido objeto de abuso por parte de un líder espiritual, la posibilidad de recurrir
en el programa a los dones espirituales se retarda mucho. No se confía en un poder
superior, y resulta muy difícil soltarse o abandonarse y dar los pasos sucesivos.
Tengo una amiga que piensa constantemente en el suicidio. No puede reconciliarse
con los hechos horribles que le sucedieron corno consecuencia de algunos abusos
sexuales muy serios cometidos por un sacerdote. Debido a toda la cólera y el dolor que
subsisten entre ella y el poder superior, no puede hacer uso en el programa de sus
dones espirituales. En mi opinión, que se basa en experiencias con muchos
supervivientes, el abuso físico, emocional y espiritual consumado por un líder espiritual
tiene consecuencias sumamente graves de negación del problema, auto- engaño y
represión. Pero cuando esa persona ha cometido un abuso sexual, el trastorno
resultante es incluso más grave y difícil de tratar.
129
muchos tenemos una actitud de autodesprecio y disgusto por parecer tan «inmaduros
y estúpidos». Para mí, parte de la recuperación consistió en reconocer que estamos
enfermos y que no tuvimos ningún control sobre las circunstancias de la infancia que
nos llevaron a nuestro presente malestar adulto.
Para iniciar una nueva vida hay que conocer la enfermedad, y después asumir la
responsabilidad de nuestra propia recuperación. Mirar de frente la codependencia es el
primer gran paso, pero ¿cómo podemos comenzar a curar esas heridas de la infancia y
madurar como adultos funcionales?
IV – HACIA LA RECUPERACIÓN
15 - L A RECUPERACIÓN PERSONAL
130
Ser malo / rebelde O Ser bueno / perfecto
131
Las características de los codependientes en recuperación
Sea cual fuere la columna que resume nuestras características, a medida que
entramos en recuperación nos parece que ingresamos en la columna opuesta. Al
pasar de una autoestima baja o inexistente a valorarnos a nosotros mismos de un
modo sano, se nos ocurre que quizás estemos siendo arrogantes. Al pasar de una
excesiva vulnerabilidad a establecer límites adecuados, quizá pensemos que nos
estamos volviendo invulnerables y distantes. Al abandonar un enfoque rebelde de la
vida tememos convertirnos en demasiado perfectos. Cuando dejamos de ser pegajosos
y dependientes, tal vez sintamos que nos convertimos en antidependientes. Y al
reemplazar el caos por el orden y la responsabilidad, puede parecemos que nos
volvemos demasiado controladores.
A quienes parten del extremo opuesto, salir de la arrogancia les parece caer en
la autoestima baja o inexistente. Sienten que dejar de ser invulnerables y arriesgarse
a la vulnerabilidad representa una vulnerabilidad «excesiva», porque es desacostum-
brada (y muy incómoda), Dejar de ser «bueno y perfecto» parece convertirse en rebelde
y «malo», y reducir el control puede generar experiencias de aspecto caótico.
Es útil observar que, aunque la recuperación nos produce la impresión de que
nos estamos alejando demasiado en una dirección opuesta, lo probable es que esto no
ocurra. Una mujer perfeccionista que deja los platos sin lavar en la pileta de la cocina
durante la noche quizá se sienta caótica, pero en realidad no lo es. La recuperación se
siente extrema porque la conducta funcional nos resulta muy desacostumbrada,
después de años de codependencia, sea cual fuere el polo del que partamos. Y estas
experiencias de «no saber lo que es normal" son partes necesarias de la recuperación,
mientras realizamos nuestro aprendizaje escuchando y participando en reuniones.
Cuando el codependiente se va enfrentando a cada uno de los síntomas nucleares,
comienzan a aparecer ciertas características de persona sana. Algunas de ellas son:
• Tiene autoestima de fuente interior.
• Es vulnerable, pero con protección.
• Rinde cuenta de sus imperfecciones y es espiritual; sabe pedirle a un poder
superior que la ayude con sus imperfecciones.
• Es independiente.
• Experimenta la realidad con moderación
132
saca al codependiente del conjunto de síntomas arrogantes y lo deja expuesto al
dolor. Un miedo y un dolor intensos son las consecuencias de que se advierta que
las conductas arrogantes, invulnerables, perfeccionistas, antidependientes y
controladoras son adaptaciones disfuncionales. Pero las que tienen tipo de dolor están
dispuestas a realizar el trabajo necesario para comenzar su recuperación. La fase
dolorosa de una recuperación no es un modo de vida permanente. Para prolongar
el proceso de la recuperación y seguir adelante, los codependientes necesitan coraje
y una relación con un poder superior, hasta llegar a una posición de mayor bienestar.
Esto plantea otra cuestión, de interés sobre todo para quienes aún no han
entrado en recuperación y vacilan en iniciar un tratamiento: es probable que durante
más o menos un año el proceso les resulte muy penoso. Se tendrá la experiencia
paradójica de estar contento por la recuperación, mientras al mismo tiempo uno se
siente peor.
He descubierto nosotros, los codependientes, somos muy difíciles de tratar. Yo
me resistía a hacer cualquier cosa que me sugirieran para acelerar el inicio de la
recuperación. No puse a prueba ninguna sugerencia hasta que experimenté
suficiente dolor como para estar dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de cambiar.
Lo menciono porque, en mi caso no hubo nadie que me dijera que, de las primeras
etapas del tratamiento, cuando se dejan de eludir los temores y sentimientos y se mira
de frente la codependencia, surge mucho dolor. Me resultó desconcertante
experimentar al mismo tiempo alegría y dolor, Yo realicé por mí misma gran parte de
mi propia recuperación. Las únicas personas que sabían que yo trabajaba en tal
sentido eran los pacientes con los que hablaba, porque al principio no pretendía
comportarme con ellos como una profesional. Me limitaba a ser quien era, una
compañera codependiente que sufría e intentaba estar bien. Advertí que cuando
empezaba a hacer las cosas necesarias para mejorar, cada vez me sentía peor, aunque
con una alegría y una esperanza increíbles, porque al final esperaba comprender lo que
me había sucedido en todos esos años.
133
Quizá la experiencia más dolorosa e insegura para mí consistió en empezar a
experimentar mis propias necesidades. Por primera vez tomé conciencia de ellas, y
también de que eran muy pocas las que sabía atender — casi ninguna —. Me resultó
muy penoso incluso admitir que yo tenía necesidades, y ni qué decir el tratar de
satisfacerlas. Cuando comencé a ser más vulnerable, mi impresión era que estaba
desprotegida y que todo podría destruirme.
Por fortuna las cosas mejoraron — mejoraron mucho —. Después de seis años
de iniciado el proceso de recuperación, gran parte de mi vida presenta las
características de la recuperación que hemos enumerado en este mismo capítulo. El
dolor y la vergüenza por el pasado, y el miedo a no llegar nunca a estar bien, han sido
sustituidos por una serenidad cuya base es la esperanza que experimento. Descubro
esperanza gracias a mí poder superior, a los instrumentos de la recuperación
incluidos en los doce pasos y a mis amigos del tratamiento. Pero, desde luego, no se
trata de un estado permanente.
Para mí, la recuperación significa que se vive con sus características más que
con las características de la codependencia. No conozco a nadie que trabaje en un
programa de recuperación y tenga una recuperación perfecta. De hecho, cuando trato
de obtener una recuperación perfecta quedo enredada de nuevo en la enfermedad.
Periódicamente me deslizo a mi trastorno, pero la diferencia reside en que estos
episodios ya no duran tanto como antes. Ahora, cuando actúo de un modo
codependiente experimento un dolor rápido y agudo, de modo que salgo de la
situación lo antes posible.
Como dije al principio, en los grupos que dirijo y con los codependientes que
conozco a menudo digo: «Abracen a sus demonios o ellos les morderán el trasero».
Para llegar a sentirnos bien debemos afrontar la codependencia en nuestras vidas y
hacer algo con nuestros propios demonios dependientes. Si esperamos que otra
persona (aunque sea un buen terapeuta) logre nuestra recuperación por nosotros,
seguiremos inmovilizados, perdidos y enfermos. Nadie puede hacer este trabajo en
lugar de nosotros, ni nadie está destinado a hacerlo. Aunque nuestros progenitores
debieron habernos ayudado rodeándonos de una realidad funcional y de un cuidado
respetuoso, en el día de hoy no hay ninguna necesidad de culparlos. Una vez realizado
el daño, nuestros padres ya no pueden remediarlo o recomponernos. Tenemos que
aprender a recuperarnos nosotros mismos.
Lo que yo espero es que al comenzar a reconocer los síntomas nucleares en
nosotros mismos (y creo que corresponde empezar por allí) y a advertir sus
perjudiciales consecuencias en nuestras vidas, podamos hacer dos cosas. Primero,
procurar aprender a intervenir en la enfermedad: a tratarnos con más respeto, a
desarrollar límites, a asumir nuestra realidad, a hacernos cargo de nuestras propias
necesidades y deseos, y a encarar la vida con moderación. Segundo, podemos aprender
a ser mejores cuidadores de nuestros hijos: a valorarlos adecuadamente, a no
someterlos a abusos y a enseñarles a tener límites intactos, a permitirles asumir su
propia realidad y a guiarlos hacia una mayor madurez, a nutrirlos como corresponde
y a proporcionarles un ambiente estable mientras evolucionan hacia la adultez.
Sí los hijos ya son adultos, la segunda tarea del codependiente consiste en
134
aprender a actuar por su cuenta en la relación en recuperación. A menudo he oído algo
en lo que creo mucho; lo mejor que podemos hacer por nuestros hijos adultos es entrar
en recuperación nosotros mismos, y dejar que ellos encuentren libremente su propio
camino hacia la cura. Nosotros podemos vivir en recuperación y presentar ese
modelo, pero cuando los hijos son adultos deben tener la libertad de vivir sus propias
vidas. Quizá debamos asumir que hemos causado la codependencia de ellos, pero no
podemos ser los responsables de su cura, pues no podemos obligarlos a hacer lo
necesario para recuperarse. Será un signo de nuestra propia recuperación el hecho
de que sepamos reconocer la diferencia que existe entre presentar el modelo de una
vida recuperada, compartir nuestra propia fuerza y esperanza, por un lado, y por el
otro, atravesar los límites de nuestros hijos adultos y pretender que vivan a nuestro
modo, aunque la nuestra sea una vida de recuperación. Así como nuestros padres no
pueden hacerse cargo de nuestra cura, nosotros no podemos «hacer» que nuestros
hijos se sientan bien, ni «darles» una parte de nuestra propia recuperación,
135
Un «padrino» de codependencia
136
palabras, hay cientos de personas en recuperación. Éramos hombres y mujeres asus-
tados, solos, resentidos y desalentados, incapaces de poner en orden nuestras vidas
y relaciones. Muchos casi habíamos perdido las esperanzas de llegar a ser felices. Y
ahora, aunque parece milagroso, nos estamos poniendo bien. ¡Únase a nosotros!
APÉNDICE
Una breve historia de la codependencia y una
mirada a la literatura psicológica
137
abusivo en la niñez del paciente. En este libro hemos tratado de descubrir la
conexión que existe entre ese abuso infantil y los síntomas adultos de la
codependencia.
Para la redacción de este libro, los autores buscaron datos básicos en los
resúmenes psicológicos en un disco informático compacto. Estos resúmenes
pertenecen a artículos de todo tipo tomados de periódicos especializados que
representan la vanguardia de la investigación y los nuevos desarrollos psicológicos.
Como la codependencia es un fenómeno nuevo, que ha emergido con este nombre sólo
en los últimos años, pasamos revista a los resúmenes y artículos pertinentes desde
enero de 1983 hasta septiembre de 1988 (inclusive). Esto nos llevó a descubrir que la
literatura psicológica tradicional sólo contiene unas pocas referencias a la enfermedad
de la codependencia, por lo menos mencionada con este nombre.
Los siguientes ocho artículos relacionados con la «codependencia» fueron
publicados después de 1985.
Lans Lesater y otros (1985) examinaron problemas sociales y familiares de
clientes de una clínica comunitaria, entre ellos pautas de empleo de sustancias
químicas. La encuesta, que comparó pacientes circunstanciales con los que recibían
atención psicológica, indica que el 39 por ciento de estos últimos tenían un pariente
que consumía drogas en un nivel «circunstancial-situacional», mientras que sólo lo
hacía el treinta por ciento del grupo clínico total. Los autores llegan a la conclusión de
que el consumo de sustancias químicas y los problemas asociados — por ejemplo, la
codependencia — son factores significativos que afectan a la familia.
Sydney Walter (1986) presenta un caso en el que la esposa de un alcohólico
aprendió a independizarse de la adicción del marido.
Jean Caldwell (1986) propone orientaciones para trabajar con familias
codependientes y prepararlas para la intervención. El autor subraya que la conducta
disfuncional de un alcohólico sólo puede cuestionarse cuando al mismo tiempo se
apoya su conducta sana.
Neil M, Rothberg (1986) afronta el alcoholismo desde la teoría sistémica de la
138
familia; examina la dinámica que se produce en los subsistemas maritales, tres
modelos orientados hacia la familia, y el tratamiento y las metas posibles. Se
demuestra que ambos cónyuges contribuyen a crear el problema del alcohólico, y que
los dos son afectados por él.
Gierymski y Williams (1986) sostienen que las esposas, y probablemente otros
integrantes de las familias en las que hay un miembro alcohólico, padecen problemas
emocionales con más probabilidad que en las familias de no-alcohólicos, aunque el
grado y la forma exactos de trastorno emocional varían, y no ha surgido ninguna
entidad nítida que corresponda con precisión al concepto de codependencia. En
síntesis, los autores se manifiestan escépticos con respecto a la validez del concepto de
codependencia.
Timmon Cermak, en el Journal of Psychoactive Drugs (1986), sostiene que la
codependencia puede definirse con los criterios del DSM-III para el trastorno mixto de
la personalidad. Propone cinco criterios diagnósticos, en el estilo del DSM-III. Según
Cermak
- entre los rasgos esenciales de la codependencia se cuentan: a) una continua
fundamentación de la autoestima en la capacidad para influir/controlar los
sentimientos y las conductas de uno mismo y de los otros, frente a las obvias
consecuencias adversas de esta actitud; b) se asume la responsabilidad de
satisfacer las necesidades de otro, hasta el punto de excluir el reconocimiento
de las propias necesidades; e) angustia y distorsión de los límites en las
situaciones de intimidad y separación; d) trabazón en relaciones con individuos
que presentan trastornos de la personalidad, son drogodependientes e
impulsivos, y e) hay (en cualquier combinación de tres o más de estas
características) constricción de las emociones con o sin estallidos dramáticos,
depresión, hiper-vigilancia, compulsiones, angustia, recurso excesivo a la
renegación, abuso de sustancias químicas, abuso recurrente físico o sexual,
enfermedad médica relacionada con el estrés y/o una relación primaria con un
abusador activo de sustancias químicas por lo menos durante dos años, sin
búsqueda de apoyo externo.
Cermak examina de qué modo cada uno de estos puntos se relacionan con
enfermedades definidas por el DSM (por ejemplo, el trastorno de la personalidad por
dependencia, el trastorno límite de la personalidad, el trastorno isocrónico de la
personalidad). En la literatura psicológica revisada, Cermak es el único que intenta
describir la codependencia y que sostiene que merece una consideración seria como
enfermedad.
Sondra Smalley (1987) ha examinado la cuestión de la dependencia en las
relaciones lesbianas. Aunque el libro no es particularmente útil como descripción del
trastorno, la autora propone un modelo que se centra en la intervención de la cliente
en sus propias pautas de relación codependiente.
Frederich A. Prezioso (1987) examina la espiritualidad en cuanto se relaciona
con el tratamiento de los dependientes de sustancias químicas y los codependientes
en un escenario de tratamiento con internación durante un período de 21 a 28 días. El
autor sugiere que se encaren las cuestiones espirituales con sesiones de
entrenamiento y grupos semanales del personal, conferencias y grupos de discusión
139
con pacientes, presentaciones familiares y planes de tratamientos individualizados.
Para tratar de determinar qué investigaciones se habían realizado bajo otros
encabezamientos sobre el conjunto de síntomas que denominamos codependencia,
consultamos el Thesaurus of Psychological Index Terms (1985). Este libro de referencia
(que contiene todos los encabezamientos bajo los cuales se enumeran los artículos en
los resúmenes psicológicos) no incluye ninguna referencia a la «codependencia». El
repaso de todos los artículos registrados en los resúmenes bajo el encabezamiento de
«dependencia (personalidad)» y «abuso de niños» (éstas eran las entradas más
relacionadas con lo que describimos aquí), correspondientes al período de enero de
1983 a septiembre da 1988, reveló que era muy poco lo que se consideró digno de
inclusión, relacionado con el diagnóstico identificable del trastorno y los síntomas que
llamamos codependencia, y en su conexión con el abuso infantil.
En toda la literatura psicológica que aparece en la base de datos Psych-Lit del
período comprendido entre enero de 1983 y septiembre de 1988, sólo parece existir el
trabajo de una persona (utilizado como referencia por varios autores) que ve en la cate-
goría de la «dependencia (personalidad)» algo próximo a lo que nosotros consideramos
al hablar de la codependencia. De hecho, las referencias que relacionaban la
«dependencia» con los síntomas que constituyen lo que nosotros denominamos
codependencia citaban el mismo libro, Neurosis in Human Growth, de la psiquiatra
Karen Horney (1950). Algunas de sus ideas y descripciones de los síntomas son
análogas a las de este libro, pero evidentemente nunca se desarrollaron o ampliaron
en la literatura ulterior en la misma dirección en que lo hacemos nosotros.
Para Horney, los adultos sanos son en gran medida autónomos, pero ella creía
que en última instancia a todas las personas les resulta difícil sobrevivir sin la presencia
física y emocional, el apoyo y el cuidado de los otros. Esa interdependencia nos permite
crecer y prosperar, y es necesaria para la realización de la individualidad.
No obstante, la neurosis lleva a buscar en otras personas la satisfacción y un
sentido de uno mismo. Relacionarse con otros se vuelve una necesidad cada vez más
compulsiva, y puede tomar la forma de dependencia ciega, rebelión, obsesión de
sobresalir o evitación del compromiso a cualquier precio, De todos modos, el neurótico
demuestra la importancia que los otros tienen para él.
Esta dependencia se caracteriza habitualmente por la inflexibilidad en las
relaciones, el abandono de la responsabilidad por la propia vida, la intolerancia, la
depresión, la ira y la actitud vengativa cuando los otros no satisfacen las exigencias
que uno les formula, el sacrificio indiscriminado de los propios intereses y una creencia
mágica en que a través de los demás se encontrará la respuesta a la vida. La
dependencia puede verse como un modo de experimentar a los otros y de relacionarse
con ellos, que forma parte de la estructura caracterológica que Horney denomina «la
solución de borrarse a sí mismo» (en el capítulo 9 del libro citado).
El neurótico cree que sólo gracias a la fuerza y el cuidado de los otros puede
obtener seguridad, una vida con significado y un sentido de sí mismo. Ese impulso
hacía los otros puede llegar al punto de que desee perderse y fundirse totalmente con
otra persona. En consecuencia estas personas cultivan y glorifican la actitud de ser
simpático, desvalido pequeño, y de borrarse a sí mismo. La fuerza y la autonomía se
buscan en un protector, pero son eludidas y reprimidas en uno misino. La auto
140
evaluación se basa en que el individuo sienta que puede recibir amor; el amor, sobre
todo el amor erótico, brinda la promesa de la realización suprema. La parte de uno
mismo sometida y desamparada se experimenta como la verdadera esencia, y la
posibilidad de ser querido, el sacrificio por amor y sobre todo el sufrimiento, toman el
carácter de justificaciones para exigir a cambio una devoción total.
Lo que en la mayoría de las personas normales es un deseo de ser amadas, en
este tipo de neuróticos se convierte en un impulso y un reclamo desesperados. A la
etapa final del autoborramiento, que incluye estos síntomas, Horney la llama
dependencia morbosa.
Pero, hasta hace muy poco tiempo, las ideas de esta autora sobre la dependencia
(y las referencias posteriores a ella) constituían en las publicaciones psicológicas el
único vínculo con lo que nosotros conocemos como «codependencia», y aparentemente
estas ideas no fueron desarrolladas en la dirección que hemos tomado nosotros.
141
Libros sobre referencias antenotas a las pautas
de la personalidad dependiente
Theodore Millón dice en la Encyclopedia of Psychology, vol, I (1984):
A pesar de la difusión y de los rasgos bien conocidos de este patrón de
personalidad (la personalidad dependiente), en las nosologías oficiales
publicadas antes de la tercera edición, de 1980, del Diagnostic and Statistical
Manual of Mental Disorders (DSM-III), sólo se hacían al respecto referencias
de pasada. Para el DSMIII, este desorden es un trastorno importante e
independiente, y su rasgo central consiste en una conducta pasiva que les
permite a los otros asumir toda la responsabilidad por las actividades vitales
significativas del sujeto, una característica que se puede encontrar hasta
en la falta de auto-confianza y las dudas respecto de la propia capacidad
para funcionar con independencia.
Como señala Millón, ya Emil Kraepelin (1913), en la octava edición de su
Psychiatrie, había subrayado la «voluntad irresoluta» de estos pacientes
dependientes y la facilidad con que podían ser «seducidos» por otros
Karl Abraham (1924) observó su creencia típica de que «siempre habrá alguien
[...] que los cuide y les proporcione todo lo que necesitan».
A continuación tenemos la descripción (ya citada) de Horney, que es lo más
cercano a lo que nosotros describimos como codependencia, aunque enfoca el tema
desde una perspectiva diferente y no lo vincula al abuso infantil.
Más tarde, Erich Fromm presentó una caracterización similar a la de Horney en
Man for Himself (l947). Refiriéndose a las personas que tienen lo que él denominó la
«orientación receptiva», Fromm señala que «No sólo son dependientes de las
autoridades, sino [...] de cualquier tipo de apoyo. Se sienten perdidos cuando están
solos porque sienten que no pueden hacer nada sin ayuda».
Empleando una teoría biosocial del aprendizaje para deducir tipos de personalidad,
Theodore Millón enumera en Disorders of Personality (1981) los siguientes criterios
diagnósticos para las personalidades dependientes: a) son característicamente
dóciles y no competitivas, y evitan la tensión y los conflictos sociales (Millón llama a
esto «temperamento pacífico»); b) necesitan una figura nutricia más fuerte, y si no la
tienen se sienten angustiosamente desvalidas; son a menudo conciliadoras,
apaciguadoras y proclives al auto-sacrificio («sumisión interpersonal»); e) se perciben a
sí mismas como débiles, frágiles e ineficaces; carecen de confianza en sí mismas, pues
menosprecian sus propias aptitudes y capacidades («auto imagen inadecuada»); d) su
actitud respecto de las dificultades interpersonales es ingenua o benévola; suavizan
los acontecimientos perturbadores («estilo cognitivo extremadamente optimista»); e)
prefieren un estilo de vida sometido, plácido y pasivo, evitan la autoafirmación y
rechazan responsabilidades autónomas («déficit de iniciativa»).
Está claro que ya hace años se realizaron observaciones de personas debilitadas
por los síntomas de la codependencia. Pero es también evidente que, después de la
primera nota de Kraepelin en 1913, hubo poco seguimiento de! tema
Parece que incluso el término «dependencia» perdió el favor de los especialistas.
Era demasiado «inclusivo» y no adaptable a los métodos de medición más precisos
142
que los investigadores en psicología estaban tratando de desarrollar. Como dice John
C. Masters en The International Encydopedia of Psychiatry, Psychology and Neurology
(1977).
Más recientemente, ha habido una tendencia creciente a evitar el empleo
del concepto global de «dependencia», debido a que es excesivamente
inclusivo y resulta poco útil para describir y analizar la conducta de
adultos y niños de más de dos o tres años.
Creo que esto basta para indicar que la corriente principal de la psicología
académica no ha realizado un trabajo extenso sobre la «dependencia» como trastorno
identificable de la personalidad, por lo menos en sus canales habituales de
comunicación. Y sólo cuando este angustiosa conjunto de síntomas emergió a la
superficie y se multiplicó en el campo de la dependencia de sustancias químicas,
algunos terapeutas pudieron recoger una información amplia que les permitió captar
el alcance y las ramificaciones del trastorno. Pero ahora muchos entendemos que la
codependencia continúa siendo un problema doloroso y casi ubicuo de ciertos grupos
de nuestra sociedad. Se diría que estamos en la frontera de un territorio aún
inexplorado, que es el de este grave trastorno de la personalidad.
143
rebosar los bancos de los centros de tratamiento de la dependencia de sustancias
químicas y penetra en los otros campos de la salud mental
Tenemos la esperanza de que este libro ayude a clarificar algunas cuestiones de
esta búsqueda creciente de la curación, en tanto ella se relaciona con la codependencia.
144
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
145