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UNA BREVE HISTORIA DEL JARDÍN

Si la historia no sigue ninguna regla estable, y si no podemos predecir su rumbo futuro, ¿por qué estudiarla? A
menudo parece que el objetivo principal de la ciencia sea predecir el futuro: se espera que los meteorólogos
pronostiquen si mañana tendremos lluvia o sol, que los economistas sepan si devaluar la moneda evitará o
provocará una crisis económica, que los buenos médicos pronostiquen si la quimioterapia o la radioterapia tendrán
más éxito en la cura del cáncer de pulmón. De forma parecida, a los historiadores se les pide que examinen los
actos de nuestros antepasados para que podamos repetir sus decisiones sensatas y evitar sus equivocaciones. Pero
casi nunca funciona de esta manera, por la sencilla razón de que el presente es demasiado diferente del pasado. Es
una pérdida de tiempo estudiar las tácticas de Aníbal en la Segunda Guerra Púnica con el fin de copiarlas en la
Tercera Guerra Mundial. Lo que funcionó bien en las batallas de caballería no tiene por qué ser de mucho provecho
en la guerra cibernética.
Pero la ciencia no tiene que ver solo con predecir el futuro. Eruditos de todos los ámbitos suelen buscar ampliar
nuestros horizontes, con lo que abren ante nosotros futuros nuevos y desconocidos. Esto es especialmente aplicable a
la historia. Aunque ocasionalmente los historiadores tratan de hacer profecías (sin un éxito notable), el estudio de la
historia pretende por encima de todo hacernos conscientes de posibilidades que normalmente no consideramos. Los
historiadores estudian el pasado, no con la finalidad de repetirlo, sino con la de liberarnos del mismo.
Todos y cada uno de nosotros hemos nacido en una realidad histórica determinada, regida por normas y valores
concretos, y gestionada por un sistema económico y político único. Damos esta realidad por sentada, y pensamos que
es natural, inevitable e inmutable. Olvidamos que nuestro mundo fue creado por una cadena accidental de
acontecimientos, y que la historia moldeó no solo nuestra tecnología, nuestra política y nuestra sociedad, sino
también nuestros pensamientos, temores y sueños. La fría mano del pasado surge de la tumba de nuestros
antepasados, nos agarra por el cuello y dirige nuestra mirada hacia un único futuro. Hemos sentido este agarrón desde
el momento en que nacimos, de modo que suponemos que es una parte natural e inevitable de lo que somos. Por lo
tanto, rara vez intentamos zafarnos e imaginar futuros alternativos.
El estudio de la historia pretende aflojar el agarrón del pasado. Nos permite girar nuestra cabeza en una
dirección y en otra, y empezar a advertir posibilidades que nuestros antepasados no pudieron imaginar, o no
quisieron que nosotros imagináramos. Al observar la cadena accidental de acontecimientos que nos condujeron hasta
aquí, comprendemos cómo adquirieron forma nuestros propios pensamientos y nuestros sueños, y podemos empezar
a pensar y a soñar de manera diferente. El estudio de la historia no nos dirá qué elegir, pero al menos nos dará más
opciones.
Los movimientos que pretenden cambiar el mundo suelen empezar reescribiendo la historia, con lo que
permiten que la gente vuelva a imaginar el futuro. Ya sea lo que queramos que los obreros organicen una huelga
general, que las mujeres tomen posesión de su cuerpo o que las minorías oprimidas exijan derechos políticos, el
primer paso es volver a narrar su historia. La nueva historia explicará que «nuestra situación actual no es natural ni
eterna. Antaño las cosas eran diferentes. Solo una sucesión de acontecimientos casuales creó el mundo injusto que
hoy conocemos. Si actuamos con sensatez, podremos cambiar este mundo y crear otro mucho mejor». Esta es la
razón por la que los marxistas vuelven a contar la historia del capitalismo, por la que las feministas estudian la
formación de las sociedades patriarcales y por la que los afroamericanos conmemoran los horrores de la trata de
esclavos. Su objetivo no es perpetuar el pasado, sino que nos libremos de él.
Todo lo referente a las grandes revoluciones sociales es igualmente aplicable, a pequeña escala, a la vida
cotidiana. Al hacerse una casa, una joven pareja podría pedirle al arquitecto que proyectara un bonito jardín con
césped en la entrada. ¿Por qué un jardín? «Porque el césped es bonito», podría contestar la pareja. Pero ¿por qué
creen que lo es? Hay toda una historia detrás.
Los cazadores-recolectores de la Edad de Piedra no cultivaban hierba en la entrada de sus cuevas. No había un
prado verde que diera la bienvenida a los visitantes de la Acrópolis ateniense, el Capitolio romano, el Templo
judío en Jerusalén o la Ciudad Prohibida en Beijing. La idea de plantar un jardín con césped en la entrada de
residencias privadas y edificios públicos nació en los castillos de los aristócratas franceses e ingleses en la Edad
Media tardía. En la época moderna temprana, esta costumbre arraigó profundamente y se convirtió en la característica
de la nobleza. Los jardines bien cuidados requerían terreno y mucho trabajo, en particular en la época anterior a la
invención de los cortacéspedes y a los aspersores automáticos. A cambio, no producían nada de valor. Ni siquiera se
podían utilizar como terreno de paso para animales, porque estos se comerían y pisotearían la hierba. Los pobres
campesinos no podían permitirse dedicar una tierra o un tiempo precioso a los jardines. Por lo tanto, el pulcro
prado de la entrada de los castillos era un símbolo de estatus que nadie podía falsificar. Proclamaba de manera
llamativa a todo transeúnte: «Soy tan rico y poderoso, y poseo tantas hectáreas y siervos que puedo permitirme esta
extravagancia verde». Cuanto mayor y más pulcro era el prado, más poderosa era la dinastía. Si uno iba a visitar al
duque y su césped no estaba cuidado, sabía que aquel tenía problemas.
El valioso jardín era a menudo el marco de celebraciones acontecimientos sociales importantes, y en
todas las demás ocasiones era una zona estrictamente prohibida. Hasta el día de hoy, en innumerables palacios,
edificios gubernamentales y lugares públicos, un severo letrero ordena a la gente «No pisar el césped». En mi antigua
Facultad de Oxford, todo el patio interior estaba ocupado por un jardín grande y atractivo, en el que se nos permitía
andar o sentarnos únicamente un día al año. Cualquier otro día, ¡pobre del desdichado estudiante cuyo pie profanara
el sagrado césped!
Palacios reales y castillos ducales convirtieron el jardín en un símbolo de autoridad. Cuando en la época
moderna tardía los reyes fueron derrocados y los duques guillotinados, los nuevos presidentes y primeros ministros
conservaron los jardines. Parlamentos, cortes supremas, residencias presidenciales y otros edificios públicos
proclamaron cada vez con mayor frecuencia su poder por medio de una hilera tras otra de pulcras briznas verdes.
Simultáneamente, el césped conquistó el mundo de los deportes. Durante miles de años, los humanos habían jugado
sobre casi cualquier tipo concebible de terreno, desde el hielo hasta el desierto. Pero en los dos últimos siglos, los
juegos realmente importantes (como el fútbol y el tenis) se han jugado sobre césped. Siempre, por descontado, que
uno tenga dinero. En las favelas de Río de Janeiro, la futura generación de futbolistas brasileños chuta balones
improvisados sobre arena y tierra. Pero en los barrios opulentos, los hijos de los ricos se divierten sobre céspedes
cuidados con esmero.
Por ello, los humanos llegaron a identificar los jardines con el poder político, el nivel social y la opulencia
económica. No es por tanto sorprendente que en el siglo XIX la burguesía, en auge, adoptara el jardín con
entusiasmo. Al principio, solo banqueros, abogados y magnates de la industria podían permitirse tales lujos en sus
residencias privadas. Pero cuando la revolución industrial amplió la clase media y dio origen al cortacésped y
después al aspersor automático, millones de familias pudieron permitirse de pronto un jardín en su casa. En
las zonas residenciales norteamericanas, un jardín impecable pasó de ser el lujo de una persona rica a una
necesidad de la clase media.
Fue entonces cuando un nuevo rito se añadió a la liturgia de las zonas residenciales suburbanas. Después de
asistir al oficio religioso en la iglesia, muchas personas se dedicaban devotamente a podar el césped. Al recorrer
las calles, uno podía determinar de inmediato la riqueza y posición de cada familia por el tamaño y la calidad de su
terreno. No hay señal más clara de que algo va mal en casa de los Jones que un césped mal cuidado en el jardín
delantero de su casa. El césped es en la actualidad la planta cultivada más extendida en Estados Unidos después del
maíz y del trigo, y la industria del césped (plantas, estiércol, cortacéspedes, aspersores, jardineros) mueve miles
de millones de dólares al año.
El jardín no fue una moda exclusiva de Europa y Estados Unidos. Incluso personas que nunca han
visitado el valle del Loira ven a los presidentes norteamericanos pronunciando discursos en el jardín de la Casa
Blanca, partidos de fútbol decisivos que se disputan en estadios verdes, y a Homero y a Bart Simpson discutiendo
para dirimir a quién le toca podar el césped. En todo el planeta, la gente asocia los jardines exuberantes con el poder,
el dinero y el prestigio. Por ello se ha extendido globalmente, y ahora se dispone a conquistar incluso el corazón del
mundo musulmán. El recién construido Museo de Arte Islámico de Qatar está flanqueado por magníficos
jardines que evocan mucho más al Versalles de Luis XIV que al Bagdad de Harún al-Rashid. Fueron diseñados
y construidos por una compañía estadounidense, y sus más de 100.000 metros cuadrados de césped (en pleno
desierto Arábigo) requieren una enorme cantidad de agua dulce diaria para mantenerse verdes. Mientras tanto, en las
zonas residenciales de Doha y Dubái, las familias de clase media se precian de sus céspedes. Si no fuera por las
túnicas blancas y los hiyabs negros, uno podría creer fácilmente que se encuentra en el Medio Oeste y no en Oriente
Medio.
Después de haber leído esta breve historia del jardín, cuando el lector tenga previsto hacerse la casa de sus
sueños, quizá se piense dos veces incluir una parcela de césped delante de su casa. Desde luego, es libre de hacerlo.
Pero también es libre de desprenderse de la pesada carga cultural que le han legado los duques europeos, los
magnates capitalistas y los Simpson…, e imaginar un jardín de piedras japonés o alguna otra creación totalmente
nueva. Esta es la mejor razón para aprender historia: no para predecir el futuro, sino para desprendernos del pasado e
imaginar destinos alternativos. Desde luego, esto no supone la libertad total: no podemos evitar estar
moldeados por el pasado. Pero algo de libertad es mejor que ninguna.

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