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LA CIUDAD ESCRITURARIA

A través del orden de los signos, cuya propiedad es organizarse estableciendo


leyes, clasificaciones, distribuciones jerárquicas, la ciudad letrada articuló su
relación con el Poder, al que sirvió mediante leyes, reglamentos, proclamas,
cédulas, propaganda y mediante la ideologización destinada a sustentarlo y
justificarlo. Fue evidente que la ciudad letrada remedó la majestad del
Poder, aunque también puede decirse que éste rigió las operaciones letradas,
inspirando sus principios de concentración, elitismo, jerarquización. Por enci­
ma de todo, inspiró la distancia respecto al común de la sociedad. Fue la
distancia entre la letra rígida y la fluida palabra hablada, que hizo de la
ciudad letrada una ciudad escrituraria, reservada a una estricta minoría.
A su preparación se dedicaron ingentes recursos. Desde 1538 se contó
con una Universidad en Santo Domingo y, antes de que concluyera el siglo,
ya se las había fundado en México, Lima, Bogotá, Quito y Cuzco, atención
por la educación superior de los letrados que no tuvo ningún equivalente
respecto a las escuelas de primeras letras. No sólo la escritura, también la
lectura quedó reservada al grupo letrado: hasta mediados del siglo xvm
estuvo prohibida a los fieles la lectura de la Biblia, reservada exclusivamente
a la clase sacerdotal. La singularidad de estos comportamientos se mide al
cotejarlos con el desarrollo de la educación primaria y la lectura familiar de
la Biblia en las colonias inglesas.
Este exclusivismo fijó las bases de una reverencia por la escritura que
concluyó sacralizándola. La letra fue siempre acatada, aunque en realidad
no se la cumpliera, tanto durante la Colonia con las reales cédulas, como
durante la República respecto a los textos constitucionales. Se diría que de
dos fuentes diferentes procedían los escritos y la vida social, pues los primeros
no emanaban de la segunda sino que procuraban imponérsele y encuadrarla
dentro de un molde no hecho a su medida. Hubo un secular desencuentro
entre la minuciosidad prescriptiva de las leyes y códigos y la anárquica
confusión de la sociedad sobre la cual legislaban. Esto no disminuyó en
nada la fuerza coercitiva impartiendo instrucciones para que a ellas se plegaran
vidas y haciendas. La monótona reiteración de los mismos edictos comprueba
su ineficacia y el considerable sector social que se desarrolló sin sentirse
concernido, cuyos integrantes, como dice una comunicación del xvin relativa
a los «gauderios», no tenían más ley que sus conciencias.
El corpus de leyes, edictos, códigos, acrecentado aún más desde la
Independencia, concedió un puesto destacado al conjunto de abogados,
escribanos, escribientes y burócratas de la administración. Por sus manos
pasaron los documentos que instauraban el Poder, desde las prebendas y
concesiones virreinales que instituyeron fortunas privadas hasta las emisiones
de la deuda pública durante la República y las desamortizaciones de bienes
que contribuyeron a nuevas fortunas ya en el xix. Tanto en la Colonia como
en la República adquirieron una oscura preeminencia los escribanos, hacedores
de contratos y testamentos, quienes disponían de la autoridad que transmitía
la legitimidad de la propiedad, cuando no la creaba de la nada: las disputas
en torno a los títulos de propiedad fueron inextinguibles concediendo otro
puesto preeminente a los abogados. Todos ellos ejercían esa facultad escritura­
ria que era indispensable, para la obtención o conservación de los bienes,
utilizando canónicos modos lingüísticos que se mantenían invariables durante
siglos.
No eran sin embargo los únicos para quienes el aprendizaje de la retórica
y la oratoria eran indispensables instrumentos de acción. Lo mismo pasaba
con los médicos, frecuentemente más entrenados en las artes Eterarias que
en la anatomía o la fisiología humanas. Refiriéndose a la Facultad de
Medicina de Bahía, Gilberto Freyre señalaba, de la ciencia, que aun en el
siglo XIX

a Medicina científica propiamente dita se viu, por vézes, em situagáo


de estudo ou de culto quase ancilar do da Literatura clássica; do da
Oratoria; do da Retórica; do da elegancia de dizer; do da corregáo
no escrever; do da pureza no falar; do da graga no debater questóes
as vézes mais de Gramática que de Fisiología.1

Este encumbramiento de la escritura consolidó la diglosia2 característica


de la sociedad latinoamericana, formada durante la Colonia y mantenida
tesoneramente desde la Independencia. En el comportamiento lingüístico de
los latinoamericanos quedaron nítidamente separadas dos lenguas. Una fue
la pública y de aparato, que resultó fuertemente impregnada por la norma
cortesana procedente de la península, la cual fue extremada sin tasa cristaEzan-
do en formas expresivas barrocas de sin igual duración temporal. Sirvió para
la oratoria reEgiosa, las ceremonias civiles, las relaciones protocolares de los
miembros de la ciudad letrada y fundamentalmente para la escritura, ya
que sólo esta lengua pública Uegaba al registro escrito. La otra fue la popular
y cotidiana utiEzada por los hispano y lusohablantes en su vida privada y
en sus relaciones sociales dentro del mismo estrato bajo, de la cual contamos
con muy escasos registros y de la que sobre todo sabemos gracias a las
diatribas de los letrados. En efecto, el habla cortesana se opuso siempre a
la algarabía, la informalidad, la torpeza y la invención incesante del habla
popular, cuya libertad identificó con corrupción, ignorancia, barbarismo. Era
la lengua del común que, en la división casi estamental de la sociedad
colonial, correspondía a la llamada plebe, un vasto conjunto desclasado, ya
se tratara de los léperos mexicanos como de las montoneras gauchas rioplaten-
ses o los caboclos del sertáo.
Mientras la evolución de esta lengua fue constante, apelando a toda clase
de contribuciones y distorsiones, y fue sobre todo regional, funcionando en
áreas geográficamente delimitadas, la lengua pública oficial se caracterizó
por su rigidez, por su dificultad para evolucionar y por la generalizada
unidad de su funcionamiento. Muchos de sus recursos fueron absorbidos
por la lengua popular que también supo conservarlos tenazmente, en especial
en las zonas rurales, pero en cambio la lengua de la escritura necesitó de
grandes trastornos sociales para poder enriquecerse con las invenciones lexicales
y sintácticas populares. Lo hizo sin embargo retaceadamente y sólo forzada.
No puede comprenderse la fervorosa adhesión letrada a la norma cortesana
peninsular y luego a la Real Academia de la Lengua, si no se visualiza su
situación minoritaria dentro de la sociedad y su actitud defensiva dentro
de un medio hostil.
La ciudad escrituraria estaba rodeada de dos anillos, lingüística y social­
mente enemigos, a los que pertenecía la inmensa mayoría de la población.
El más cercano y aquel con el cual compartía en términos generales la misma
lengua, era el anillo urbano donde se distribuía la plebe formada de criollos,
ibéricos desclasados, extranjeros, libertos, mulatos, zambos, mestizos y todas
las variadas castas derivadas de cruces étnicos que no se identificaban ni
con los indios ni con los esclavos negros. Nada define mejor la manera en
que era vista que la descripción que hizo a fines del xvn el intelectual que
consideramos más avanzado de la época, el preiluminista Carlos Sigüenza
y Góngora:
plebe tan en extremo plebe,,que sólo ella lo puede ser de la que se
reputare la más infame, y lo es de todas las plebes, por componerse
de indios, de negros, criollos y bozales de diferentes naciones, de
chinos, de mulatos, de moriscos, de mestizos, de zambaigos, de lobos
y también de españoles que, en declarándose zaramullos (que es lo
mismo que picaros, chulos y arrebatacapas) y degenerando de sus
obligaciones, son los peores entre tan ruin canalla.3

Fue sin embargo entre esa gente inferior, que componía la mayoría de
la población urbana, donde se contribuyó a la formación del español americano
que por largo tiempo resistieron los letrados, pero que ya dio sus primeras
muestras diferenciales en los primeros siglos de la Colonia.4
Rodeando este primer anillo había otro mucho más vasto, pues aunque
también ocupaba los suburbios (los barrios indígenas de la ciudad de México)
se extendía por la inmensidad de los campos, rigiendo en haciendas, pequeñas
aldeas o quilombos de negros alzados. Este anillo correspondía al uso de las
lenguas indígenas o africanas que establecían el territorio enemigo. Si hubo
demanda reiterada al rey de España, siempre resistida por las órdenes religiosas
pero impuesta desde el xvm reformista, fue la de que se obligara a los
indios a hablar español. Si la propiedad de tierras o de encomiendas de
indios garantizaba económicamente un puesto elevado en que no había que
vivir de las manos, su consagración cultural derivaba del uso de la lengua
que distinguía a los miembros del cogollo superior. La propiedad y la lengua
delimitaban la clase dirigente. De ahí el trauma de los descendientes de
conquistadores cuando vieron mermadas sus propiedades y arremetieron
entonces con la montaña de escritos y reclamaciones que probaban su perte­
nencia, al menos, al orbe de la lengua.
El uso de esa lengua acrisolaba una jerarquía social, daba prueba de
una preeminencia y establecía un cerco defensivo respecto a un entorno
hostil y, sobre todo, inferior. Esta actitud defensiva en torno a la lengua no
hizo sino intensificar la adhesión a la norma, en el sentido en que la define
Coseriu,5 la cual no podía ser otra que la peninsular, y, más restrictamente,
la que impartía el centro de todo poder, la corte. Ha sido realzada la forzosa
incorporación lexical que originó la conquista de nuevas tierras con nuevas
plantas, animales, costumbres,6 pero esas palabras se incorporaron sin dificul­
tad al sistema y no alteraron la norma, en cuanto ésta provee al hablante
de «modelos, formas ideales que encuentra en lo que llamamos lengua
anterior (sistema precedente de actos lingüísticos)»7 los que, si inicialmente
conformaron una pluralidad de fuentes según los orígenes de los colonizadores,
progresivamente tendieron a ajustarse a la norma que expresaban los escritos
(el estilo formulario de los documentos de Indias) y, para los letrados mejor
preparados, las obras literarias peninsulares. Pues entre las peculiaridades de
la vida colonial, cabe realzar la importancia que tuvo una suerte de cordón
umbilical escriturario que le transmitía las órdenes y los modelos de la
metrópoli a los que debían ajustarse. Los barcos eran permanentes portadores
de mensajes escritos que dictaminaban sobre los mayores intereses de los
colonos y del mismo modo éstos procedían a contestar, a reclamar, a argumen­
tar, haciendo de la carta el género literario más encumbrado, junto con las
relaciones y crónicas.
Un intrincado tejido de cartas recorre todo el continente. Es una compleja
red de comunicaciones con un alto margen de redundancia y un constante
uso de glosas: las cartas se copian tres, cuatro, diez veces, para tentar diversas
vías que aseguren su arribo; son sin embargo interceptadas, comentadas,
contradichas, acompañadas de nuevas cartas y nuevos documentos. Todo el
sistema es regido desde el polo externo (Madrid o Lisboa) donde son reunidas
las plurales fuentes informativas, balanceados sus datos y resueltos en nuevas
cartas y ordenanzas. Tal tarea exigió un séquito, muchas veces ambulante,
de escribanos y escribientes, y, en los centros administrativos, una activa
burocracia, tanto vale decir, una abundante red de letrados que giraban en
el circuito de comunicaciones escritas, adaptándose a sus normas y divulgán­
dolas con sus propias contribuciones.
Se ha dudado de que el licenciado Cristóbal Vaca de Castro, a quien
el Rey envió a Perú en 1540 para pacificar la región luego de la muerte
de Diego de Almagro, se hubiera transformado en las Indias en un valeroso
militar, pero no cabe duda de que continuó siendo un letrado. Hizo de
esta red epistolar uno de sus eficaces instrumentos mortíferos, cayendo al
fin preso en ella gracias al empeño de otro letrado, el contador Juan de
Cáceres, que interceptó las cartas que Vaca de Castro enviaba a su mujer
en España con instrucciones sobre la fortuna que estaba acumulando a
espaldas del Rey.
La carta que desde Quito, ya enterado del asesinato de Francisco Pizarro,
envía a Carlos V el 15 de noviembre de 1541, incluye esta constancia de
sus desvelos epistolares:

Escribí luego asimismo al Cabildo del Cuzco y personas particulares


y envié el traslado auténtico por dos escribanos de la provisión de
Gobernador que V. M. fue servido de darme, y el testimonio de
cómo aquí fui recibido por ella, y poder para la presentar y requerir.
Escribí a un capitán Per Alvarez Holguin, que estaba con ciento
cincuenta hombres en la tierra del Cuzco, que iba a una entrada; y
después escribí a Lima y envié el mismo despacho por cuatro vías,
con cartas para el Cabildo y para otras personas que solían ser de
su parte y ahora les son contrarios, como es Gómez de Alvarado y
otras personas de calidad. Escribí al don Diego y envié dos personas
a la ciudad por espías, para que me escriban lo que pasa o venga
uno; presto me vendrá de todos respuesta; y escribí a los pueblos
de la costa y personas particulares de ella, y estarán todas en servicio
de V. M.8

Más importante que la tan citada frase —la lengua es la compañera del
Imperio— con que fuera celebrada la Gramática sobre la lengua castellana
(1492) de Nebrija, primera de una lengua romance, fue la conciencia que
tuvo la ciudad letrada de que sé definía a sí misma por el manejo de esa
lengua minoritaria (a veces, casi secreta) y .que defenderla y acrisolarla era
su misión primera, único recurso para mantener abierto el canal que la
religaba a la metrópoli que respaldaba su poder. Pues los letrados, aunque
formaron una clase codiciosa, fueron la clase más leal, cumpliendo un servicio
más devoto a la Corona que el de las órdenes religiosas y aun que el de la
Iglesia.
Las formas de la cortesía que entonces se desplegaron y que hasta hoy
se estiman peculiares de la cultura tradicional hispánica de América, son
traslados de la lengua de córte madrileña. Introducidas originariamente por
el manierismo desde fines del xvi, incorporadas a la lengua pública, fijaron
paradigmas del buen decir que fueron imitados tesoneramente por los estratos
circundantes que aspiraban al anillo del poder, y aun por los Rinconetes y
Cortadillos con ingenio y buen oído.
De la misma fuente letrada y defensiva, procede el robusto purismo
idiomático que ha sido la obsesión del continente a lo largo de su historia.
Ha sido el sostén de la «High variety» lingüística (establecida por Ferguson)
que no sólo divergió de las diversas y regionales «Low varieties» sino que
procuró situarse en un plano sociocultural superior, estrechamente vinculada
a la norma peninsular y cortesana. De ahí que en la lengua encontremos el
mismo desencuentro que ya señalamos entre el corpus legal con sus ordenanzas,
leyes y prescripciones, y la confusa realidad social. Los lingüistas concuerdan
en que ya para la época de la Emancipación había desaparecido del habla,
no sólo popular sino también culta, la segunda persona del plural, suplantada
por la tercera bajo el pronombre jerárquico ustedes? Sin embargo, aún en
su última proclama, Simón Bolívar comienza diciendo en 1830: «Habéis
presenciado mis esfuerzos...» y en las escuelas de todos los países hispanoame­
ricanos en 1982 los niños aprenden en las tablas de conjugación un «vosotros
amáis» que no utilizan en su habla corriente, ni tampoco ya en sus escritos,
que suena a sus oídos como una artificiosa lengua de teatro.
Aún más significativo que el purismo, que entró a declinar desde la
modernización de fines del xix, sin que ni aun hoy se haya extinguido, es
otro mecanismo que tiene similar procedencia: la utilización de dos códigos
lexicales paralelos y diferentes que origina un sistema de equivalencias semán­
ticas, de uso constante entre los intelectuales, el cual puede ser incluido
entre las plurales formas de supervivencia colonial. Este mecanismo hace del
letrado un traductor, obligándolo a apelar a un metalenguaje para reconvertir
el término de un código a otro, entendiendo que están colocados en un
orden jerárquico de tal modo que uno es superior y otro inferior. En la
carta que Carlos Sigüenza y Góngora remitió al Almirante Pez, entonces en
España, para explicar la rebelión popular en la Nueva España (carta que
conocemos bajo el título que le dio Irving Leonard: «Alboroto y motín de
México del 8 de junio de 1692») encontramos algunos de estos ejercicios de
traducción: «muchos elotes (son, las mazorcas del maíz que aún no está
maduro)»; «zaramullos (que es lo mismo que picaros, chulos y arrebataca-
pas)».10 Trátese de un mexicanísimo o de un vulgarismo, el autor es consciente
de la necesidad de una reconversión explicativa en la medida en que se
dirige a un receptor de allende el océano, pues los dos códigos lexicales
postulan la otredad.
No parece muy distinta la razón por la cual, dos siglos después, las
novelas costumbristas o regionalistas apelaron al uso de «glosarios» lexicales,
pues aun más que al público de otras áreas del continente se dirigía al
potencial público peninsular. Y aun se diría que es la misma que cincuenta
años después conduce al novelista cubano Alejo Carpentier a explicar por
qué la lengua literaria americana debe ser barroca, en una de las más curiosas
fúndamentaciones de un estilo:

La palabra pino basta para mostrarnos el pino; la palabra palmera


basta para definir, mostrar la palmera. Pero la palabra ceiba —nombre
de un árbol americano al que los negros cubanos llaman «la madre
de los árboles»— no basta para que las gentes de otras latitudes vean
el aspecto de columna rostral de ese árbol gigantesco (...) Esto sólo
se logra mediante una polarización certera de varios adjetivos, o, para
eludir el adjetivo en sí, por la adjetivación de ciertos sustantivos que
actúan, en este caso, por proceso metafórico. Si se anda con suerte
—literariamente hablando, en este caso— el propósito se logra. El
objeto vive, se contempla, se deja sopesar. Pero la prosa que le da
vida y consistencia, peso y medida, es una prosa barroca, forzosamente
barroca...11
Es obvio que no son las palabras en sí sino los contextos culturales los
que permiten ver en la literatura un pino, una palmera o una ceiba, y que
mientras los escritores europeos hablaban para sus lectores desentendiéndose
de los marginales extraeuropeos, los escritores de estas regiones siguen (como
Carpentier) añorando la lectura eurocentrista como la verdadera y consagrato-
ria. Lo que propone el novelista es la absorción del metalenguaje explicativo,
con que se hacía la reconversión entre los dos códigos lexicales, dentro del
lenguaje narrativo de la obra, aunque esto no es suficiente para borrar su
traza. Sigue certificando, en pleno siglo xx, la conciencia del letrado de que
está desterrado en las fronteras de una civilización cuyo centro animador
(cuyo lector también) está en las metrópolis europeas.12
Estos ejemplos apoyarían la comprobación de que la ciudad letrada no
sólo defiende la norma metropolitana de la lengua que utiliza (español o
portugués) sino también la norma cultural de las metrópolis que producen
las literaturas admiradas en las zonas marginales. Ambas normas radican en
la escritura, que no sólo fija la variedad High en los sistemas diglósicos,
sino que engloba todo el orbe aceptable de la expresión lingüística, en visible
contradicción con el habitual funcionamiento de la lengua en comunidades
mayoritariamente ágrafas.
Todo intento de rebatir, desafiar o vencer la imposición de la escritura,
pasa obligadamente por ella. Podría decirse que la escritura concluye absor­
biendo toda la libertad humana, porque sólo en su campo se tiende la
batalla de nuevos sectores que disputan posiciones de poder. Así al menos
parece comprobarlo la historia de los graffiti en América Latina.
Por la pared en que se inscriben, por su frecuente anonimato, por sus
habituales faltas ortográficas, por el tipo de mensaje que transmiten, los
graffiti atestiguan autores marginados de las vías letradas, muchas veces
ajenos al cultivo de la escritura, habitualmente recusadores, protestatarios e
incluso desesperados. Tres ejemplos, extraídos periódicamente cada dos siglos
de historia americana, en el xvi, el xvm y el xx, dan prueba de su persistencia,
de su crecimiento, y atestiguan el imperio de la escritura.
El reparto del botín de Tenochtitlán después de la derrota azteca de
1521, dio lugar a un escándalo debido a las reclamaciones tempestuosas de
los capitanes españoles que se consideraron burlados. Bernal Díaz del Castillo,
que era uno de ellos, lo ha contado con detalle y sagacidad:

Y como Cortés estaba en Coyoacán y posaba en unos palacios que


tenían blanqueadas y encaladas las paredes, donde buenamente se
podía escribir en ellas con carbones y otras tintas, amanecían cada
mañana escritos muchos motes, algunos en prosa y otros en metro,
algo maliciosos (...) y aun decían palabras que no son para poner
en esta relación.13

Sobre la misma pared de su casa, Cortés los iba contestando cada


mañana en verso, hasta que, encolerizado por las insistentes réplicas, cerró
el debate con estas palabras: «Pared blaínca, papel de necios». Restablecía
así la jerarquía de la escritura, condenando el uso de muros (al alcance de
cualquiera) para esos fines superiores. Simplemente certificaba la clandestini­
dad de los graffiti, su depredatoria apropiación de la escritura, su ilegalidad
atentatoria del poder que rige a la sociedad.
Con no menor reprobación contempló dos siglos después el inspector
de correos Alonso Carrió de la Vandera los graffiti que cubrían las paredes
de las posadas del Alto Perú, en los que reconoció la obra de «hombres de
baja esfera», tanto por sus mensajes como por su torpe manejo de la escritura
y, además, por otra cosa, por el afán de existir que sus autores testimoniaban:
«Además de las deshonestidades que con carbones imprimen las paredes,
no hay mesa ni banca en que no esté esculpido el apellido y nombre a
golpe de fierro de estos necios».14 El calificativo denigratorio se reitera: son
necios quienes usan la escritura sobre materiales que no están destinados a
esos fines por la sociedad. En el viaje de Buenos Aires a Lima que cuenta
en El lazarillo de ciegos caminantes (1773) Carrió de la Vandera es capaz
de registrar con frecuencia los productos de una cultura oral, enteramente
ajena a los circuitos letrados, como eran los toscos cantos de los gauderios.
Esas producciones habían surgido libremente en los campos, en los aledaños
pueblerinos, en los estratos bajos de la sociedad, fuera del cauce letrado. Sin
embargo, ya entonces comienzan a incorporarse a la escritura en esas dos
manifestaciones que seguramente venían de antes y que como bien sabemos,
se prolongarían vigorosamente hasta nuestros días: el registro de la sexualidad
reprimida que habría de encontrar en las paredes de las letrinas su lugar y
su papel preferidos, obscenidades que más que por la mano parecían escritas
por el pene liberado de su encierro, y el registro del nombre con caracteres
indelebles (tallados a cuchillo) para de este modo alcanzar existencia y
permanencia, un afán de ser por el nombre que ha concluido decorando
casi todos los monumentos públicos.
Dos siglos después, en la segunda mitad del xx, todos hemos sido
testigos de la invasión de graffiti políticos sobre los muros de las ciudades
latinoamericanas, que obligaron a las fuerzas represivas a transformarse en
enjalbegadores. También aquí, el afán de libertad transitaba por una escritura
evidentemente clandestina, rápidamente trazada en la noche a espaldas de
las autoridades, obligando a éstas a que restringieran el uso de la escritura
y aun le impusieran normas y canales exclusivos. En el año 1969, en mitad
de la agitación nacional, el gobierno del Uruguay dictó un decreto que
prohibía la utilización, en cualquier escrito público, de siete palabras. Tenía
que saber que con prohibir la palabra no hacía desaparecer la cosa que ella
mentaba: lo que intentaba era conservar ese orden de los signos que es la
tarea preciada de la ciudad letrada, la cual se distingue porque aspira a la
unívoca fijeza semántica y acompaña la exclusiva letrada con la exclusiva
de sus canales de circulación. Como dijo por esas fechas el periodista colombia­
no Daniel Samper, la libertad de prensa se había transformado en la libertad
para poder comprarse una prensa.
La ciudad letrada quiere ser fija e intemporal como los signos, en
oposición constante a la ciudad real que sólo existe en la historia y se pliega
a las transformaciones de la sociedad. Los conflictos son, por lo tanto,
previsibles. El problema capital, entonces, será el de la capacidad de adaptación
de la ciudad letrada. Nos preguntaremos sobre las posibles transformaciones
que en ella se introduzcan, sobre su función en un período de cambio social,
sobre su supervivencia cuando las mutaciones revolucionarias, sobre su capaci­
dad para reconstituirse y reinstaurar sus bases cuando éstas hayan sido trastor­
nadas.
El gran modelo de su comportamiento lo ofreció la revolución emancipa­
dora de 1810, fijando un paradigma que con escasas variantes se repetiría
en los sucesivos cambios revolucionarios que conoció el continente. En pleno
siglo xx, se constituyó en la obsesión del novelista Mariano Azuela durante
la revolución mexicana, tal como lo registran sus obras desde Andrés Pérez
maderista, hipnotizado, más que por el proceso de cambio que estimó
irracional y caótico, por la permanencia del grupo letrado y por su aprovecha­
miento de las energías sociales desencadenadas en beneficio propio. La
emancipación de 1810 mostró: 1) el grado de autonomía que había alcanzado
la ciudad letrada dentro de la estructura de poder y su disponibilidad para
encarar transformaciones gracias a su función intelectual cuando veía amenaza­
dos sus fueros: nadie lo ilustra mejor que el precursor Antonio Nariño,
funcionario del Nuevo Reino de Granada, cuando en su imprenta privada
da a conocer en 1794 el texto de la Declaración de los derechos del hombre
y del ciudadano, pieza ideológicamente clave dentro del movimiento antirre­
formista que había tenido su epicentro violento entre Ylll y 1781 y por lo
tanto fundamentación doctrinal de los intereses criollos afectados por la
reforma borbónica; 2) las limitaciones de su acción, derivadas de su dependen­
cia de un Poder real, regulador del orden jerárquico de la sociedad, pues
al desaparecer bajo sus embates la administración española encontró que la
mayoría de la población (indios, negros, mestizos, mulatos) estaba en su
contra y militaba en las fuerzas regalistas, por lo cual debió hacer concesiones
sociales tal como se expresaron desde la primera ley sobre libertad de esclavos
que promulgó Simón Bolívar en 1816 y las posteriores sobre indios que
resultaron catastróficas para éstos, pues efectivamente los indios no se equivo­
caban cuando «consideraban al rey como su protector y defensor natural,
contra las aspiraciones subyugadoras de los criollos, dueños de las haciendas
y buscadores de (mano) de obra barata»;15 3) su capacidad de adaptación
al cambio y al mismo tiempo su poder para refrenarlo dentro de los límites
previstos, recuperando un movimiento que escapaba de sus manos, no sólo
en lo referente a las masas populares desbridadas, sino también respecto a
las apetencias desbordadas de su propio sector. Es el mismo Nariño quien
en el «Discurso en la apertura del Colegio electoral de Cundinamarca» de
1813 pasa revista a las expectativas miríficas con que se había edificado el
proyecto federalista, reconocido por todos como el más democrático y justo,
y concluye que había sido devorado por las apetencias burocráticas que lo
habían usado para encubrir ideológicamente su demanda de puestos en la
administración, ardiente reclamación de los criollos contra los chapetones en
el período prerrevolucionario. En 1813 decía Nariño: «Han corrido, no
obstante, tres años, y ninguna provincia tiene tesoro, fuerza armada, cañones,
pólvora, escuelas, caminos, ni casas de moneda: sólo tienen un número
considerable de funcionarios que consumen las pocas rentas que han quedado,
y que defienden con todas sus fuerzas el nuevo sistema que les favorece».16
Esta curiosa virtud, diríamos la de ser un «adaptable freno», en nada se vio
con mayor fuerza que en la reconversión de la ciudad letrada al servicio de
los nuevos poderosos surgidos de la élite militar, sustituyendo a los antiguos
delegados del monarca. Leyes, edictos, reglamentos y, sobre todo, constitucio­
nes, antes de acometer los vastos códigos ordenadores, fueron la tarea central
de la ciudad letrada en su nuevo servicio a los caudillos que se sustituirían
en el período posrevolucionario.
Era otra vez la función escrituraria que comenzó a construir, despegada
de la realidad, la que Bolívar estigmatizó como una «república aérea»,
prolongando en la Independencia el mismo desencuentro que se había conoci­
do en la Colonia entre el corpus legal y la vida social. La sustitución de
equipos que se había producido en la Administración, visiblemente ampliados
no sólo por desaparición de los españoles peninsulares reemplazados por los
criollos, sino por la creación de abultadas instituciones —típicamente los
Congresos—, amplió el número de integrantes de la ciudad letrada despropor­
cionadamente respecto a las desmedradas condiciones económicas que se
vivieron por décadas después de la Independencia. Junto a la. palabra libertad,
la única otra clamoreada unánimemente fue educación, pues efectivamente la
demanda, no del desarrollo económico (que se paralizó y retrogradó en la
época), sino del aparato administrativo y, más aún, del político dirigente,
hacía indispensable una organización educativa. Es altamente revelador que
el debate se trasladara, • entonces, a la lengua y aún más a la escritura, o,
dicho de otro modo, a averiguar en qué lengua se podía escribir y cómo
se debía escribir. El efecto de la revolución en los órdenes simbólicos de la
cultura nos revela las ampliaciones y sustituciones que se han producido
en la ciudad letrada y asimismo su reconstitución luego del cataclismo social,
pero fundamentalmente muestra el progreso producido en su tendencia
escrituraria, en el nuevo período que —dificultosamente— conduciría al triunfo
del «rey burgués».
El primer magno efecto de la revolución se testimonia con la publicación
de la primera franca novela latinoamericana en 1816, El Periquillo Sarniento
del mexicano Joaquín Fernández de Lizardi. Entra en quiebra la lengua
secreta de la ciudad letrada, ese latín que había alcanzado su esplendor en
el período prerrevolucionario por obra de los jesuítas expulsos y nos había
dado la Rusticatio mexicana de Landívar junto a un macizo cuerpo de
estudios americanos. En sus advertencias previas, Lizardi aún oscila entre
los dos públicos potenciales, inclinándose no obstante al nuevo: «para ahorrar
a los lectores menos instruidos los tropezones de los latines...dejo.la traducción
castellana en su lugar, y unas veces pongo el texto original entre las notas;
otras sólo las citas, y algunas veces lo omito enteramente».17 Simultáneamente
irrumpe el habla de la calle con un repertorio lexical que hasta ese momento
no había llegado a la escritura pública, a la honorable vía del papel de las
gacetas o libros, y lo hace con un regodeo revanchista que no llegan a
disimular las prevenciones morales con que se protege Lizardi. Es significativo
que ambas resoluciones lingüísticas sean puestas al servicio de una encarnizada
crítica a los letrados («de los malos jueces, de los escribanos criminalistas,
de los abogados embrolladores, de los médicos desaplicados, de los padres de
familia indolentes^ demostrando lo que a veces no se ha percibido en toda
su amplitud, que la obra entera del pensador mexicano es un cartel de
desafío a la ciudad letrada, mucho más que a España, la Monarquía o la
Iglesia, y que su singularidad estriba en la existencia de un pequeño sector
ya educado y alfabetizado que no había logrado introducirse en la corona
letrada del Poder aunque ardientemente la codiciaba.
Para llevar a cabo su requisitoria, le ocurre lo mismo que pasaba con
los anónimos autores, de graffiti-, tiene que dar la batalla dentro del campo
que limita la escritura, por lo tanto dirigiéndola a un público alfabeto recién
incorporado al circuito de la letra. Hay una sensible diferencia de grado,
pues mientras los graffiti son ilegalidades de la escritura, apropiaciones
depredatorias e individuales, las gacetas comienzan a funcionar dentro de
una precaria legalidad cuya base es ya implícitamente burguesa; deriva del
dinero con que pueden ser compradas por quienes disponen de él aunque
no integran el Poder. Al aún endeble poder del grupo de compradores apela
Lizardi, sustituyendo a los Mecenas que eran el respaldo de la ciudad letrada,
lo que si evidencia la contextura de ésta, por otro lado delata la debilidad
del proyecto lizardiano que estaba previsiblemente condenado al fracaso por
la estrechez del mercado económico autónomo de la época: «¿A quién con
más justicia debes dedicar tus tareas, si no a los que leen las obras a costa
de su dinero? Pues ellos son los que costean la impresión y por lo mismo
sus Mecenas más seguros».19 Antes de su muerte sabría Lizardi que éstas
eran también «ilusiones perdidas» como las que certificara Balzac en un
medio mucho más poderoso.
Su obra corrobora que la libertad había sido absorbida por la escritura.
Lo supieron todos los educadores de la época (Andrés Bello, Simón Rodríguez,
más tarde Sarmiento) para quienes el problema obsesivo fue la reforma
ortográfica, con lo cual para ellos no sólo el asunto central era la escritura
(con la notable excepción de Rodríguez que conjuntamente atendió a la
prosodia) sino además un secreto principio rector: el de su legalidad a través
de normas, que procuraron las más racionales posibles.
La historia juega extraños paralelismos. La ortografía había sido el proble­
ma central cuando se fundó la monarquía absoluta española, problema
centuplicado por la necesidad de administrar un vastísimo imperio. Así lo
demuestra la serie de libros sobre ortografía que van del de Nebrija (1517)
al del presidente del Consejo de Indias, López de Velasco (1582) antes de
que esa preocupación ingrese a América con la ortografía de Mateo Alemán
publicada en México (1609). El mismo problema vuelve a ser encarado por
el equipo letrado latinoamericano al fundarse los estados independientes,
sobre todo al asumir puestos educativos en la institucionalización del nuevo
poder. Con todo habrá sutiles diferencias con los antepasados españoles.
Estos debieron fijar la transcripción de la norma lingüística adoptada por la
corte, a una escritura que comenzaba a ser el vehículo obligado de la
administración que debía ejercerse sobre distantes regiones, en tanto que los
hispanoamericanos debieron reformar esa ortografía para salvar el abismo
que percibían entre la pronunciación americana (la de la ciudad real) y las
grafías que habían conservado y acrisolado los letrados. Ese abismo dificulta­
ba, según ellos, el aprendizaje de la escritura, por lo cual era un problema
pedagógico concreto, pero además su empeño tenía una fundamentación
teórica más alta, pues esa solución permitía avizorar una soñada independen­
cia letrada, armonizándola con la política que se había alcanzado, lo que
conduciría a la creación de la literatura nacional por la que abogaba en
Buenos Aires Juan Cruz Varela, viéndola exclusivamente como un producto
letrado («La imprenta es el único vehículo para comunicar las producciones
del ingenio» decía en 1828) y proponiendo un retorno a «los buenos escritos
españoles» con el fin de preservar el idioma.20
La armonización de independencia política e independencia literaria la
vio en su perspectiva más amplia Simón Rodríguez, al establecer un paralelis­
mo originalísimo entre el gobierno y la lengua. Reclamó que ambos se
coordinaran y, además, que ambos surgieran de la idiosincrasia nativa y no
fueran meros traslados de fuentes europeas. Del mismo modo que propuso
«pintar las palabras con signos que representen la boca», lo que postulaba
la reforma ortográfica para que una escritura simplificada registrara la pronun­
ciación americana, alejada ya de la norma madrileña, del mismo modo
reclamó que la institucionalización gubernativa correspondiera a los compo­
nentes de la sociedad americana y no derivara de un trasplante mecánico
de las soluciones europeas.
Argumentó astutamente que del mismo modo que la ortografía se ajusta
a tres principios —origen, uso constante y genio propio del hablante— debiendo
responder a este último (tanto vale decir a la pronunciación) «para conformarse
con la boca cuando ni el origen ni el uso deciden», de igual manera debería
hacerse con lo que llamó, siguiendo la analogía, «el arte de dibujar Repúbli­
cas», en lo que se opuso a lo que él veía que estaban haciendo sus coetáneos
de 1828: «cuando ni el origen ni el uso deciden, ocurren al tercer principio,
pero en lugar de consultar el genio de los americanos, consultan el de los
europeos. Todo les viene embarcado».21
También la suya, como la de Lizardi, es una requisitoria contra la ciudad
letrada^ destinada asimismo al fracaso, por esa potencialidad que ella demos­
tró para reconstituirse y ampliarse bajo los trastornos revolucionarios.
Simón Rodríguez razonó que las repúblicas no se hacen «con doctores,
con literatos, con escritores» sino con ciudadanos, tarea doblemente urgente
en una sociedad que la Colonia no había entrenado para esos fines: «Nada
importa tanto como el tener Pueblo: formarlo debe ser la única ocu­
pación de los que se apersonan por la causa social».22 Dado que sus
escritos se van escalonando entre 1828 y 1849, en ellos se registra el fracaso
de su proyecto educativo (ni Sucre, ni siquiera su admirado discípulo Simón
Bolívar, atenidos a las urgencias del marasmo organizativo posterior a la
Independencia, lo vieron de otro modo que como una generosa utopía
inviable) y sobre todo la desconsolada crítica de la restauración educativa
que veía en acción, aplicada otra vez a la formación de élites dirigentes,
como en la Colonia, y por lo tanto de candidatos a la burocracia que
reconstituiría la ciudad letrada y aseguraría la concentración del Poder de
manera antidemocrática:
No esperen de los Colegios, lo que no pueden dar... están haciendo
Letrados... no esperen Ciudadanos. Persuádanse que, con sus libros
y sus compases bajo el brazo, saldrán los estudiantes a recibir, con
vivas, a cualquiera que crean dispuesto a darles los empleos en que
hayan puesto los ojos... ellos o sus padres.
Del modo actual de proceder en la educación, deben esperarse hombres
que ocupen los puestos distinguidos, esto es, quien forme cuadros
políticos, civiles y militares; pero, los tres carecerán de tropas, o
tendrán que estar lidiando siempre con reclutas.23

Por ser un ardiente bolivariano y por conocer las dificultades que amarga­
ron los últimos años del Libertador, Simón Rodríguez percibió la acción
entorpecedora que desempeñaba la ciudad letrada, como grupo intermediador
que estaba haciendo su propia revolución bajo la cobertura de la revolución
emancipadora y se plegaría a las aspiraciones de los caudillos:

porque hay una clase intermedia de sujetos, únicamente empleada


—ya en cortar toda comunicación entre el pueblo y sus representantes,
—ya en tergiversar el sentido de las providencias que no pueden
ocultarse, —ya en paralizar los esfuerzos que hace el Gobierno para
establecer el orden, —ya en exaltar la idea de la soberanía para exaltar
al pueblo... y servirse de él en este estado.24

De ahí parte el proyecto de Rodríguez de una educación social destinada


a todo el pueblo, a quien reconocía un doble derecho: a la propiedad y a
las letras, haciendo de estos privilegios que habían sido exclusivos del sector
dirigente colonial, el patrimonio de la totalidad independiente, dentro de
una concepción igualitaria y democrática que tenía sus raíces en Rousseau.
Ésta se enriquecía gracias a la conciencia de la singularidad americana,
diferente de la europea, aunque ello no invalidaba sino al contrario acrecentaba
la pertenencia de los americanos a la cultura occidental y, aún más ampliamen­
te, a la universal categoría de hombres, según había dictaminado el pensa­
miento iluminista. Es por eso que su incorporación a la escritura y las
reformas ortográficas que también él propuso, no se limitaron (como ocurrió
en el caso de las de Andrés Bello) a un simple progreso de la educación
alfabeta, sino que fueron más allá, y procuraron establecer un «arte de
pensar» que coordinara la universalidad del hombre pensante moderno y la
particularidad del hombre que pensaba en América Latina mediante la
lengua española americana de su infancia.
Todas las reformas ortográficas que inspiró el espíritu independentista
fracasaron. Al cabo de los años dieron paso a la reinstauración de las normas
que impartía la Real Academia de la Lengua desde Madrid. Este fracaso,
más que lo endeble del proyecto y en ocasiones su nimiedad, delata otro
mayor: la incapacidad para formar ciudadanos, para construir sociedades
democráticas e igualitarias, sustituida por la formación de minoritarios grupos
letrados que custodiaban la sociedad jerárquica tradicional. Es la radicalidad
democrática del proyecto de Simón Rodríguez la que le confiere un puesto
excepcional en la época y ese acendrado utopismo que aún hoy conserva,
como si siguiera a la espera de su realización.
En el «Extracto sucinto de mi obra sobre la educación republicana» que
publicó en 1849 El Neo-Granadino de Bogotá y que resume sus «Consejos
de amigo» al Colegio de Latacunga (Ecuador), reitera poco antes de su
muerte las ideas claves de su educación social y muestra cabalmente el papel
secundario que le asignaba a la «carretilla de leer, escribir y contar» que se
habían constituido en las operaciones únicas de las escuelas primarias y las
lancasterianas (que él aborreció) y el papel preeminente que le otorgaba al
raciocinio que permitiría fundar las costumbres sociales republicanas, por lo
cual su plan se situaba en el mismo nivel de una «lógica viva» en que más
de medio siglo después lo pensó Carlos Vaz Ferreira.

Leer es el último acto en el trabajo de la enseñanza. El orden debe


ser... Calcular-Pensar-Hablar-Escribir y Leer. No... leer-escribir y con­
tar, y dejar la Lógica (como se hace en todas partes) para los pocos
que la suerte lleva a los Colegios: de allí salen empachados de
silogismos, a vomitar, en el trato común, paralogismos y sofismas a
docenas. Si hubieran aprendido a raciocinar cuando niños, tomando
proposiciones familiares para premisas, no serían, o serían menos
embrollones. No dirían (a pesar de su talento): Io. Este indio no es
lo que yo soy; 2°. Yo soy hombre-, Conclusión: Luego él es bruto-,
Consecuencia: Háganlo trabajar a palos.25

Su atención por la prosodia correspondió a una evidente prevención


antiescrituraria y en cierto modo antiletrada, derivada de la experiencia
común de oír el manejo de la lengua por parte del pueblo analfabeto.
Aunque estuviera sembrada de idiotismos y de barbarismos, de toda suerte
de vicios de pronunciación (que no dejó de condenar porque también él,
como Bello, procuró la enseñanza de un correcto español), la lengua funcionaba
en esos casos como un sistema de comunicación, por lo tanto como un
sistema de significación, gracias a las entonaciones y a las valoraciones
prosódicas que espontáneamente cumplían los hablantes: «Todos son proso-
distas cuando conversan, aunque pronuncien o articulen mal: pero al ponerse
a leer se acuerdan del tonillo de la escuela y adormecen al que los oye».26
Simón Rodríguez se sitúa en una línea presaussuriana (y antiderridiana)
que reconoce en la lengua «una tradición oral independiente de la escritura
y fijada de muy distinta manera»27 cuyo origen puede rastrearse en el Ensayo
sobre el origen de las lenguas de Rousseau, la que le lleva a valorar supremamen­
te al habla y por lo tanto todos los recursos fónicos que contribuyen a hacer
de ella un sistema de comunicación y, por ende, un sistema de significación.
Para él la lectura «es resucitar ideas sepultadas en el papel» y lo más
importante de la educación es conducir al niño a que maneje la lengua
como el instrumento adecuado para traducir sus operaciones mentales, alcan­
zando el rigor expresivo de éstas:

Véase si es importante: destruir errores en la infancia; pronunciar,


articular y acentuar las palabras: fijar su significación; ordenarlas en
frases; darles el énfasis que pide el sentido; dar a las ideas su expresión
propia; notar la cantidad, el tono y las figuras de construcción.
Este es el estudio propio de la instrucción, porque los niños: piensan;
discurren; hablan; persuaden y se persuaden; convencen y se conven­
cen; y para todo calculan: si yerran, es porque calculan sobre datos fal­
sos.28

Simón Rodríguez propuso no un arte de escribir, sino un arte de pensar,


y a éste supeditó la escritura, como lo demostró en su peculiar forma
expresiva sobre el papel, utilizando diversos tipos de letras, llaves, parágrafos,
ordenamientos numéricos, con el fin de distribuir en el espacio la estructura
del pensamiento. Aunque más rigurosamente esquemática que la escritura
de Vaz Ferreira, también la de Simón Rodríguez procuró traducir el mecanis­
mo pensante, siguiendo una racional vía demostrativa. No hay aquí nada
que se parezca al ensayo, al discurso o a la oración qqe practicó la prosa
americana de la primera mitad del xix. La escritura ha sido aquí sacada de
su ordenamiento, despojada de todos sus aditamentos retóricos, exprimida
y concentrada para decir lacónicamente los conceptos, y éstos se han distribui­
do sobre el papel como en la cartilla escolar para que por los ojos lleguen
al entendimiento y persuadan. Si a fin de siglo Mallarmé distribuyó en el
espacio la significación del poema, en la primera mitad Simón Rodríguez
hizo lo mismo con la estructura del pensamiento, mostrando simultáneamente
su proceso razonante y el proceso de composición del significado. Si la vida
y las ideas de S. Rodríguez prueban cuán lejos estuvo de la ciudad letrada,
cuya oposición fundó, esta original traducción de un arte de pensar muestra
cuán lejos estuvo también de la ciudad escrituraria, aunque, como los autores
de graffiti, hubiera tenido que introducirse en ella para mejor combatirla.

(De La ciudad letrada. Ediciones del Norte, Hanover, New Hampshire,


1984)
LA MODERNIZACIÓN LITERARIA LATINOAMERICANA
(1870-1910)

Dos nacimientos tuvo América Latina en el siglo xix: si la independencia


política se alcanzó en el primer tercio, generando diecisiete estados nuevos,
en el último tercio del siglo se presenció una profunda metamorfosis —sólo
comparable a un nuevo nacimiento— que estuvo regida por Inglaterra,
Francia y Estados Unidos, incorporó dos nuevos estados independientes
(Cuba y Panamá) y, al cumplirse en 1910 el primer Centenario de la
emancipación, celebró con fanfarrias la que consideró una pujante vida adulta.
El surgimiento de los estados independientes se extendió desde 1804
(independencia de Haití) hasta 1824 (batalla de Ay acucho que pone fin a
la dominación española) aunque su proceso formativo pueda retrotraerse
hasta fines del xvm y además prolongarse hasta 1838, habida cuenta de la
independencia de Bolivia, la disgregación en tres estados de la Gran Colom­
bia, la independencia del Uruguay y la desintegración en cinco estados de
las Provincias Unidas de Centro América. Un período germinativo de casi
medio siglo, con guerras y enormes trastornos que diseñó el mapa político
de una América descolonizada. Países arruinados por la guerra (salvo Brasil),
desquiciados por luchas internas, enfrentados a tareas organizativas desmesu­
radas para sus fuerzas y preparación previa, con una debilidad que facilitó
las codicias extranjeras, sobre todo de Inglaterra y Estados Unidos. Recién
transcurrido un período casi igual de tiempo, hacia 1870, los ciudadanos
de los nuevos países comenzaron a vislumbrar el fin de sus vicisitudes y a
percibir lo que llamaron el orden y el progreso, que venía acompañado de
su inserción dependiente en la economía mundial. Por esa misma fecha
comenzó a ser corriente y aceptada la nueva denominación con que habrían
de reconocerse: latinoamericanos.
Al período que se extiende desde ese 1870 augural hasta las conmemora­
ciones ostentosas de 1910, cabe denominarlo en literatura y arte, al igual
que en los demás aspectos de la vida social, el período de modernización.
Varias razones sustentan esta definición: la conquista de la especialización
literaria y artística, por el momento sólo atisbo de una futura profesionaliza-
ción, que promovió el desarrollo social, propiciando por esta vía el ascenso
de integrantes de los estratos inferiores en un primer boceto de integración
nacional; la edificación concomitante de un público culto, modelado por la
educación y el avance de pautas culturales urbanas gracias al fuerte crecimiento
de las ciudades; las profundas influencias extranjeras —europeas, sobre todo
francesas, aunque también norteamericanas— que propusieron modelos y
dieron incentivo a una mucho más nutrida y sofisticada producción artística
que procuró competir en un mercado internacional; la fundación de la
autonomía artística latinoamericana respecto a sus progenitores históricos
(España y Portugal) la que condujo sin embargo, como ya observara De
Onís, a una revitalizada tradición hispánica, dentro de la cual se insertó la
peculiaridad cultural americana; la democratización de las formas artísticas
mediante un uso selectivo del léxico, la sintaxis y la prosodia del español
y el portugués hablados en América, y la invención de formas modernizadas
(capaces de integrar otras, tradicionales y aun populares) adecuadas a los
sectores que cumplían la transformación socioeconómica; un reconocimiento,
mejor informado y más real que antes, de la singularidad americana, de sus
problemas y conflictos, de las plurales áreas culturales del continente, dentro
de una percepción más ética que sociológica que siguió los lincamientos de
la filosofía de entonces, del positivismo (Spencer o Comte) al pragmatismo
y el bergsonismo.
El gradual avance económico permitió que América Latina comenzara a
remontar la curva demográfica, en algunos puntos favorecida por la fuerte
inmigración europea, que, aliada a la emigración rural, hizo de ciudades y
puertos importantes centros de urbanización, donde se reprodujeron las
estratificaciones de las metrópolis. Paralelamente se produjo una ampliación
sistemática, y hasta el momento no conocida, de la educación, con las leyes
de enseñanza común, la ampliación de estudios medios (la Preparatoria de
Gabino Barreda ya en 1868, la Escuela Normal de Paraná en 1870, etc.),
y la diversificación de escuelas profesionales en las universidades según el
modelo positivista, lo que deparó un aumento sensible de los cuadros
profesionales y magisteriales y contribuyó a la formación del público culto,
lector y apreciador de artes e informaciones. Este público aseguró la expansión
de diarios y revistas, aunque mucho menos de editoriales, y su progreso
puede seguirse por la gráfica de crecimiento de los periódicos. Aseguró
también el consumo de libros importados, preferentemente de España y
Francia, en cantidades suficientemente apreciables como para que las editoria­
les incluyeran en sus catálogos a autores hispanoamericanos, encubriendo a
veces ediciones de autor.
Por primera vez los escritores avizoraron una cercana profesionalización
aunque fue en el periodismo donde la encontraron: casi todos contribuyeron
al periodismo, sobre todo en el rubro de crónicas, espectáculos, actualidades
sociales y las corresponsalías extranjeras intensamente demandadas por el
público. El periodismo aseguró el grueso de sus ingresos económicos y
secundariamente los lograron mediante puestos en la administración del
estado, que se amplió considerablemente, iniciando la inflación del «terciario»
que habría de singularizar a la adaptación latinoamericana del sistema capita­
lista, en discordancia con sus modelos foráneos. Dentro de la administración,
fueron preferidos para puestos adecuados a sus capacidades intelectuales:
educación, bibliotecas y archivos (pero también oscuras dependencias ministe­
riales), sobre todo la diplomacia por muchos codiciada porque a una estimable
retribución agregaba la posibilidad de viajes. En el período ya fueron menos
los escritores que vivieron de cargos políticos electivos (Justo Sierra, José E.
Rodó, Rui Barbosa, Guillermo Valencia) y escasísimos quienes dispusieron
de fortunas familiares (Carlos Reyles, Díaz Rodríguez, González Prada).
Aunque procedían de variados orígenes sociales, pues hubo orgullosos descen­
dientes de un patriciado, muchas veces arruinado (José Santos Chocano,
Julio Herrera y Reissig), la mayoría procedió de la clase media baja, que
en las nuevas circunstancias económicas del continente pudo expandirse, y
aun procedió de niveles más inferiores, como Machado de Assis o Joáo da
Cruz e Sousa, que fue hijo de esclavos. Sus dotes intelectuales compusieron
la palanca del ascenso social que no rebasó los límites de una clase media
funcionarial, fatalmente vinculada directa o indirectamente a la órbita política
del estado, pues aun los periódicos en los que trabajaban y donde consiguieron
una cierta autonomía, respondieron en América Latina a tendencias políticas
partidistas.
El desarrollo del periodismo, como señalamos, permite medir el creci­
miento del público alfabeto. La atención que la prensa culta concedió a las
artes y las letras explica que haya absorbido ese público dificultando el
avance de la industria editorial independiente. Darío ha recordado que aún
a fin de siglo, en Buenos Aires, «publicar un libro era una obra magna,
posible sólo a un Anchorena, un Alvear o un Santamarina: algo como
comprar un automóvil ahora, o un caballo de carreras». Sin embargo debería­
mos referirnos, más correctamente, al crecimiento de los públicos, pues esa
diversificación es la característica del período. Tan importante como la
pujanza que alcanzaron los diarios cultos (La Nación de Buenos Aires; 0
Estado de Sao Paulo de Brasil; El Impartial de México), que no obstante
se limitaban a perfeccionar modelos anteriores, fue el surgimiento, variadísimo
aunque siempre inestable y temporario, de una prensa popular que abastecía
a esas generaciones recién incorporadas a la alfabetización por la escuela
común, uno de cuyos buenos exponentes fue desde 1879 La Patria Argentina,
con sus tremolantes folletines gauchos. Esa prensa dio entrada a las imágenes
(dibujos, caricaturas, fotos) junto a textos breves y aunque los escritores
ambicionaban colaborar en los grandes diarios cultos (Martí y Darío en La
Nación) no dejaron de contribuir a las múltiples publicaciones ocasionales
y aun alternar unas y otras, como el Julián del Casal que abastecía La
Habana Elegante y La Caricatura. En los diarios hicieron el aprendizaje de
las demandas del público, ya espontáneamente ya obligados por los directores,
adquiriendo un entrenamiento profesional que sus antecesores desconocieron
e hicieron la primera adecuación sistemática conocida en América del escritor
y sus lectores permanentes, la que no siempre fue aceptada sin protestas.
Mucho más decisiva para la literatura que todos los modelos extranjeros,
fue la lección del periodismo que tempranamente reconocía quien lo cultivó
toda la vida, Manuel Gutiérrez Nájera: «Si Aristófanes hubiera nacido en
nuestros tiempos, tengo por seguro el que habría redactado gacetillas. Esquilo,
ese Miguel Ángel sombrío de la tragedia, no podría ahora, a menos de
ponerse en el inminente riesgo de una silba, lanzar al combatido estadio
del teatro su célebre y sublime trilogía».1 La aparición del público de teatro
nacional completó, para los dramaturgos, la lección que a los poetas y
narradores impartió el público de los periódicos. La notoria reducción de
las dimensiones del poema, el cuento, el drama, el artículo y aun de la
novela (otras veces fragmentada por el régimen de publicación en folletines);
la precisión y concentración del esquema de significaciones de estas pequeñas
obras; los recursos de intensificación en la apertura o en el remate; las
apelaciones vivaces a los elementos novedosos y llamativos, la apoyatura del
texto sobre ritmos prestos, variados y sorpresivos; sobre todo la trasmutación
de la lengua literaria respondiendo al habla urbana que favoreció la mutua
permeabilidad de los géneros literarios cuyas rígidas fronteras se desvanecie­
ron, todas fueron metamorfosis guiadas por el periodismo, aun en aquellos
casos en que los autores se prevalecían de los modelos europeos en que con
anterioridad había hecho su camino esta comunicación más estrecha con el
público.
De los plurales públicos constituidos en la época, habría de ser el culto
urbano quien rigiera el sistema literario modernizado al cual se afilió el
grueso de los escritores, que si bien recibió la encomienda de ese público,
también actuó sobre él refinando sus mecanismos de apreciación y conoci­
miento, contribuyó a su capacitación universalista y a la precisión necesaria
para una más objetiva —aunque siempre idealizada— captación de la realidad.
Conquistar esta situación óptima exigió de los escritores una dura batalla
contra los resabios epigonales y la oposición antimodernizadora: en el filo
del 900 parecieron haber triunfado pues el público hizo suya esa estética
aunque en ese mismo momento comenzó a decantarse buscando nuevas y
más despojadas expresiones.
Al período correspondió una amplísima e indiscriminada incorporación
de literaturas modernas. Su mayor fuente estuvo en la producción francesa
y secundariamente en la española que también respondía a la influencia de
la que Walter Benjamin habría de llamar «capital cultural del siglo xix»,
es decir, París. Pero esta mayor concentración no fue novedad, dado que
no hacía sino intensificar una influencia que venía desde el proceso formativo
de la Emancipación: la novedad radicó en la amplitud de las incorporaciones
literarias que comenzaron a abarcar a todo el Occidente, guiándose por el
santo y seña de las más adelantadas metrópolis: cosmopolitismo. Desde el
subtítulo que Martí dio a su primera publicación periódica hasta la revista
que Pedro Emilio Coll, Pedro César Domínici y Luis Manuel Urbaneja
Áchelpohl fundaron en 1894 en Caracas, Cosmópolis, para concluir en el
grito triunfal de Darío en 1896, «Buenos Aires: Cosmópolis», el proyecto
cultural culto fue ardientemente cosmopolita, por lo cual fueron apetecidas
las más variadas literaturas modernas, desde las nórdicas y germanas (Ibsen,
Brandes, Nietzsche) hasta las norteamericanas (Poe, Whitman). Respondien­
do a los mismos intereses metropolitanos, también se produjo la incorporación
de literaturas del pasado o las no occidentales: las grecolatinas, en primer
término, a consecuencia del helenismo que inundó a Europa en la segunda
mitad del siglo, pero también las orientales (el exotismo japonesista a través
de Gómez Carrillo, José Juan Tablada, Efrén Rebolledo, introdujo, al finalizar
el período, el «haikú») y asimismo los preteridos autores del manierismo y
el barroco del xvii que fueron revalorizados por los americanos antes que
por los europeos. José Martí, Gutiérrez Nájera y Sanín Cano propusieron
como norma de conocimiento y de persecución de la propia originalidad
el trato con diversas literaturas extranjeras, aunque lamentablemente la mayo­
ría de los escritores sólo podía conocerlas por la intermediación de los
traductores franceses: fueron las teorías del injerto y del cruzamiento.
Completando este internacionalismo, se alcanzó algo que nunca había
conocido el continente, ni antes ni después de Colón: la intercomunicación
interna de la producción literaria de las diversas áreas hispanohablantes, a
la que escasamente comenzó a vincularse Brasil. Los medios de comunicación
moderna —diarios, agencias noticiosas, redes de cables submarinos, telégrafos-
favorecieron un mutuo conocimiento general, que fue acrecentado por un
esfuerzo sistemático de los intelectuales para informarse de lo que hacían
los colegas de otros puntos del continente. Esta tarea puede seguirse en la
floración de revistas literarias que se registró en el período, donde la produc­
ción nacional e internacional se acompaña de la hispanoamericana: desde la
Revista Cubana (1885-1895) de Enrique José Varona, hasta la extensa y
divulgada El Cojo Ilustrado que apareció en Caracas de 1892 a 1915,
pasando por las mexicanas Revista Azul (1894-1896) y Revista Moderna
(1897-1911), las argentinas La Biblioteca (1896-1898), El Mercurio de
América (1898-1900), la uruguaya Revista Nacional de Literatura y Ciencias
Sociales (1895-1897), etc. También puede seguirse en la republicación de
artículos, poemas y hasta libros pertenecientes a otras zonas, cosa hasta
entonces desconocida: México, a pesar de ser uno de los países apartados
del comercio intelectual hispanohablante, lo hizo desde la reedición de la
María de Jorge «Isaacs que propició Altamirano, hasta la del Ariel de Rodó,
no bien publicado. Esta intercomunicación fue principalmente la obra personal
y autónoma del equipo intelectual, aprovechando sus desplazamientos por el
continente (los viajes de Martí, Darío, Vargas Vila o Gamboa son sus
modelos, antes del plan sistemático de Manuel Ugarte) que hicieron a la
búsqueda de fuentes de trabajo o gracias a sus cargos diplomáticos, aunque
resultó acrecentada por los encuentros en puntos excéntricos del continente
(París, New York, Madrid, fueron los más frecuentados) y aún más, por
la tarea periodística de la mayoría escribiendo sobre sus colegas de otros
países en artículos que eran reproducidos de unos diarios a otros, sin respetar
mucho los derechos de autor. Los diarios que no podían pagar esas colabora­
ciones no se paraban ante su reproducción, que los escritores toleraron a
regañadientes en una época en que se estaba lejos de una vigilancia de los
derechos.
El principio cosmopolita que absorbía ingentes paneles de literaturas
extranjeras con hambrienta e indiscriminada intensidad, también revirtió en
esta primera integración de las internas del continente, fortaleciendo la
conciencia de los escritores de que pertenecían a un equipo afín y regional
que ambicionaba conquistar un puesto internacional y sólo podía alcanzarlo
compitiendo con los maestros internacionales de la hora. Eso promovió el
interés de las revistas extranjeras por la producción hispanoamericana (espe­
cialmente las francesas), aunque esa divulgación en el exterior más se debió
a los propios latinos instalados en París, desde Enrique Gómez Carrillo hasta
Francisco García Calderón.
Debe reconocerse a los escritores de la modernización el rango de fundado­
res de la autonomía literaria latinoamericana, en este nuevo nacimiento de
la región. En el mismo tiempo en que surgen las primeras historias de las
literaturas nacionales, vinculando el pasado colonial con los años de la
independencia y fijando fronteras frecuentemente artificiales con las literaturas
de los países vecinos, la intercomunicación y la integración en el marco
literario occidental instauran la novedad de un sistema literario latinoamerica­
no que, aunque débilmente trazado en la época, dependiendo todavía de
las pulsiones externas, no haría sino desarrollarse en las décadas posteriores
y concluir en el robusto sistema contemporáneo.
Antonio Candido ha distinguido entre «manifestaciones literarias» y una
«literatura propiamente dicha» a la que considera un «sistema de obras
ligadas por denominadores comunes», precisando que

estos denominadores son, además de las características internas (len­


gua, imágenes, temas), ciertos elementos de naturaleza social y psíqui­
ca, aunque literalmente organizados, que se manifiestan histórica­
mente y hacen de la literatura un aspecto orgánico de la civilización.
Entre ellos se distinguen: la existencia de un conjunto de productores
literarios, más o menos conscientes de su papel; un conjunto de
receptores, formando los diferentes tipos de públicos, sin los cuales
la obra no vive; un mecanismo transmisor (de modo general, una
lengua traducida en estilos) que liga unos a otros?

De conformidad con esas pautas, es en la modernización que se fragua


el sistema literario hispanoamericano (aunque se denomine a sí mismo
latinoamericano, cosa que no lo será hasta la posterior y muy reciente
incorporación de las letras brasileñas) y su aparición testimonia un largo
esfuerzo, viejo de medio siglo, a la «búsqueda de nuestra expresión» que
por fin conquista una orgullosa y consciente autonomía respecto a las literatu­
ras que le habían dado nacimiento (la española y la portuguesa), pudiendo
ahora no sólo rivalizar con ellas en un plano de igualdad, sino además
restablecer sin complejos de inferioridad sus vínculos con las letras maternas,
propiciando una primera integración de la comunidad literaria de las lenguas
hispánicas. Ella fue robustecida por la adhesión cálida a España que entre
los intelectuales provocó el expansionismo norteamericano (la guerra de 1898
en Cuba y Puerto Rico) y por la atención española a la producción del
continente (Menéndez Pelayo, Juan Valera, Miguel de Unamuno), pero más
aún por los primeros discípulos que conquistó en España un poeta americano,
Rubén Darío. Si el país que había dado a Machado de Assis, no tenía por
qué avergonzarse ante el que había producido a E$a de Queiroz, tampoco
los hispanoamericanos que habían tenido a José Martí, Rubén Darío y José
E. Rodó, podían considerarse disminuidos ante la producción española, con
el agregado de que esos escritores, aun en su afrancesamiento, no dejaban
de sentirse integrados a un cauce creador que tenía siglos de existencia. No
obstante fueron conscientes de su singularidad cultural americana que les
confería un lugar aparte dentro de la comunidad hispánica y lo mismo
reconocieron los críticos de las antiguas metrópolis.
Recién a partir de 1870 puede darse por clausurado el ciclo romántico
latinoamericano que entró tardíamente al continente (por 1830) y más
tardíamente se desintegró, dejando sin embargo una cauda de epígonos que
habrían de ser los enemigos de la modernización. Convertido ya en un
estereotipo, registraba la voluntariedad subjetiva más que la comprensión
del mundo y correspondía estrictamente a una sociedad dividida en facciones
en pugna, ninguna de las cuales conseguía imponer un proyecto nacional
coherente. Desde que éste comienza a abrirse paso, mediante la superación
de la situación conflictiva que operan el racionalismo y el positivismo, toda
la literatura empieza a registrar una percepción realista que se encauza en
diferentes líneas genéricas: establece el marco fundacional que permite cons­
truir la novela moderna cuyo representante máximo fue Joaquim Machado
de Assis de conformidad con la evolución de sus principales títulos, Contos
fluminenses (1870), Memorias postumas de Brás Cubas (1881), Quineas Borba
(1892) y Don Casmurro (1900); genera la poesía realista, filosófica y social,
que desde Martín Fierro de José Hernández (1872) y los Cantos do Fim do
Século de Silvio* Romero (1878) alimenta la obra de Almafuerte y Díaz
Mirón, la inicial de José Asunción Silva, Rubén Darío o Martí, rematando
en el insólito Eu (1912) de Augusto Dos Anjos; propicia paralelamente otra
forma de poesía realista modelada en un refinamiento tecnificado que hemos
designado según el modelo de los poetas franceses (Gautier, Banville, Leconte)
que se reunieron en el Parnasse contemporain en 1866, parnasianismo que
impregna buena parte de la obra madura de Gutiérrez Nájera, José Martí,
Rubén Darío, Olavo Bilac, Raimundo Correia; inspira una poderosa literatura
testimonial, a mitad de camino entre el ensayo y la narrativa, de la que
abundan testimonios en Mansilla, Groussac, Frías, Joaquim Nabuco, Barret,
y cuya joya será en 1902 Os sertoés de Euclídes Da Cunha. No se agotan
aquí las plurales líneas de una investigación marcadamente realista, antes
de que florezca a fines de siglo el simbolismo, pues ella nutre los géneros
periodísticos, teatrales y obviamente los diversos géneros ensayísticos con
una fuerte floración historiográfica y la primera eclosión de la sociología
latinoamericana (Bulnes, Bomfim, Arguedas, Ingenieros).
Si los latinoamericanos respondieron al mismo impulso que había movido
a los europeos cuando la transformación capitalista industrial de sus socieda­
des, eran sin embargo sensiblemente diferentes las características de su
integración a la economía mundial y por ende diferentes las características
de su producción artística. De ahí las soluciones sincréticas que reintegraban
la novedad en el cauce de la propia tradición: la nota imaginativa y subjetiva
que impregnó el rigor de sus exploraciones realistas; la tendencia ideologizado-
ra que subyace a la captación del mundo; la actitud crítica con que se
diseñan las obras.
El conocimiento más ajustado de la realidad venía acompañado de una
sensible democratización de la literatura que procuró —como ya observara
Baldomcro Sanín Cano— «poner la poesía por la forma y por el concepto, den­
tro del círculo de conocimiento del pueblo y en su natural lenguaje».3 La
construcción de una lengua poética culta a partir de una transposición rítmica
de la lengua hablada que no impidió una aristocrática selección lexical dentro
de la peculiar sintaxis del español y el portugués americanos, estableció la
norma democrática de este arte que registra el ascenso inicial de los sectores
medios, sin que puedan todavía modificar el encuadre fijado drásticamente
por el ejército y la oligarquía comerciante. El redescubrimiento que hicieron
sus poetas del arte manierista y barroco posrenacentista parece regido por
una similar situación social y cultural en uno y otro período, tal como
razonara Hauser para la revalorización del barroco que hicieron los europeos
al finalizar el xix. Esta democratización transicional, todavía contenida, irrum­
pirá después de 1910 con mayor violencia y condenará por excesivamente
pactistas a sus antecesores, quienes por otra parte en este nuevo período
habrán ascendido mayoritariamente al carro institucional: el círculo intelectual
del huertismo en México, los gabinetes ilustrados de Juan Vicente Gómez
en Venezuela.
Los seis rasgos de la modernización que hemos descrito apuntan a sus
características más generales, aquellas capaces de ser el común denominador
de las plurales orientaciones que se registraron en las letras, según las áreas
culturales del continente y según las estratificaciones socioculturales dentro
de ellas. Debe observarse que la modernización se extiende impetuosamente
por un período de casi cuarenta años, partiendo de los primeros tanteos al
establecerse el orden liberal positivo hacia 1870, desarrollándose bajo la
cerrada oposición que tan bien ilustrara Fray Candil, conquistando progresiva­
mente su nuevo público para encontrar en el mismo Centenario de la
independencia, ya alcanzada su oficialización, la recusación de los nuevos
sectores sociales que promoverán el regionalismo y el vanguardismo (o
modernismo, en el Brasil): en la década de los años diez ya están produciendo,
coetáneamente, Rómulo Gallegos y Vicente Huidobro en un hemisferio y
Lima Barreto y Mario de Andrade en el otro. Visto tan largo tiempo y la
multiplicidad de áreas culturales del continente, sería vano pretender reducirla
a una estricta unidad artística y doctrinal. La modernización no es una
estética, ni una escuela, ni siquiera una pluralidad de talentos individuales
como se tendió a ver en la época, sino un movimiento intelectual, capaz de
abarcar tendencias, corrientes estéticas, doctrinas y aun generaciones sucesivas
que modifican los presupuestos de que arrancan.
Hay además un problema nominalista que sigue dificultando la construc­
ción de un discurso crítico capaz de dar cuenta del panorama completo. En
tanto que los brasileños conservaron las denominaciones europeas de los
movimientos artísticos de la segunda mitad del xix, según dos líneas, una
de poesía que va del Parnasianismo al Simbolismo, y otra de prosa que va
del Realismo al Naturalismo, los hispanoamericanos aceptaron la denomina­
ción que dio Rubén Darío a la tendencia que él capitaneaba y asumieron
el término «modernismo» que ha dado lugar a la más extensa discusión
acerca de su contenido, oscilando entre una apreciación estética que toma
como norma definitoria la poética dariana (que fue la más exitosa del
período) y deja fuera el resto de la producción literaria (como lo ilustra el
excelente estudio de Max Henriquez Ureña, Breve historia del modernismo,
1954) o una apreciación culturalista epocal que busca articular las diversas
expresiones y tendencias de un largo período tal como lo trazó (aunque sólo
para la poesía) Federico De Onís en su Antología de la poesía española e
hispanoamericana (1882-1932) aparecida en 1934, discusión complicada por
otra acerca del tiempo (y por lo tanto 4os autores que han de ser incluidos)
que se confiere al período tanto estético como doctrinal, donde la tendencia
inicialmente inspirada por De Onís ha consistido en retroceder su vigencia,
que al comienzo se abría con el Azul de Darío (1888), para incluir en él
los que se designaban como precursores (fundamentalmente Martí y Gutiérrez
Nájera) otorgándole nacimiento en la década del setenta a través de los
estudios de Manuel Pedro González sobre la prosa martiana y de Iván
Schulman sobre las imágenes de Nájera, posición generalmente aceptada por
los estudiosos aunque ha encontrado la oposición doctrinal de Juan Marinello.
Para «contribuir a la confusión general», que diría Aldo Pellegrini, los
brasileños han mantenido su adhesión a las denominaciones artísticas europeas
y designaron el movimiento que se define en la Semana de Arte Moderno
(Sao Paulo, 1922) con el término «modernismo», cuando el mismo período
se designa entre los hispanoamericanos como «vanguardismo» según la lección
que ha divulgado Enrique Anderson Imbert, en su Historia de la literatura
hispanoamericana, desde su primera edición en 1954.
Para un discurso crítico que abarque todos los países que se designan
con el rótulo América Latina y que procure reconocer la multiplicidad de
líneas de desarrollo de cualquier tiempo histórico con una concepción nítida­
mente culturalista, hemos preferido llamar a esta época «la modernización
literarias, datándola desde 1870 por el testimonio de los intelectuales que
perciben el nuevo tiempo que ingresa al continente (la prédica doctrinal de
Altamirano en México o la de Silvio Romero en Brasil) y dándola por
concluida con las celebraciones del Centenario de la independencia (1910
en Hispanoamérica, 1922 en Brasil) cuando ya están trabajando los jóvenes
que constituirán el grueso de los narradores regionalistas (Gallegos, Rivera,
Azuela, Lima Barreto, Monteiro Lobato, Lins do Rego) así como los poetas
renovadores (López Velarde, Vicente Huidobro, Sabat Ercasty, Carlos Pellicer,
Mario de Andrade, León de Greiff, César Vallejo, etc.). Asumimos por lo
tanto una concepción culturalista e histórica, a la que subyace el reconocimien­
to de la pluralidad de áreas culturales del continente (aun dentro de un
mismo país, como se ve en el Brasil) y la pluralidad de estratos socioculturales
que en cualquiera de ellas puede encontrarse y originan diversas modulaciones
de las mismas condiciones básicas del período.
A ese tiempo, reduciéndolo a los treinta años que van de 1890 a 1920,
aunque extendiéndolo para que abarcara tanto la producción en lengua
española como la del Brasil, le llamó Pedro Henriquez Ureña «literatura
pura», denominación equívoca que él fundamentó en un hecho cierto, el
comienzo de la «división del trabajo» intelectual aunque visto con óptica re-
ductivista:

Los hombres de profesiones intelectuales trataron ahora de ceñirse a


la tarea que habían elegido y abandonaron la política; los abogados,
como de costumbre, menos y después que los demás. El timón del
Estado pasó a manos de quienes no eran sino políticos; nada se ganó
con ello, antes al contrario. Y como la literatura no era en realidad
una profesión, sino una vocación, los hombres de letras se convirtieron
en periodistas o en maestros, cuando no en ambas cosas?

La afirmación es sólo parcialmente cierta. Los más conspicuos representan­


tes de la modernización siguieron actuando en política y aun ocupando
puestos señalados del liderazgo, aunque sus doctrinas hayan sido rudamente
opuestas unas a las otras. Basta con citar los nombres de José Martí, Justo
Sierra, Manuel González Prada, José Enrique Rodó, Rui Barbosa, José Gil
Fortoul, Rufino Blanco Fombona. Si efectivamente se intensificó la especiali-
zación de los políticos, ajenos a las letras, junto a ellos siguieron actuando
los intelectuales, cuya participación en los gobiernos siguió siendo obligada
a consecuencia de la creciente complejidad de las funciones públicas. Es
incluso aventurado decir que «nada se ganó» con la creciente especialización
política, dado que sus ejercitantes no demostraron que promedialmente
fueran inferiores a los escritores encumbrados en los destinos nacionales, sin
contar que toda la sociedad requirió mayores especializaciones para atender
sus niveles más desarrollados.
Pero además debe reconocerse, en este proceso, un deslizamiento de la
función intelectual que habría de tener importantes repercusiones futuras.
Aun los escritores que abandonaron la directa participación política, desarrolla­
ron compensatoriamente el rol de conductores espirituales por encima de las
fragmentaciones partidarias, pasando a ejercer el puesto de ideólogos. Eso fue
evidente en las recientes incorporaciones doctrinales europeas (el anarquismo)
que inspiró la literatura de Florencio Sánchez, Ricardo Flores Magón, Alvaro
Armando Vasseur, Manuel González Prada en su segundo período, Rafael
Barret. Pero también lo fue en las enfrentadas tiendas a que dio lugar
la polémica católicos vs. positivistas, o monárquicos vs. republicanos en el
Brasil o en los grandes conflictos nacionales e internacionales del período:
la campaña de abolición de la esclavitud, la guerra hispanoamericana de
1898, la desmembración de Colombia con el advenimiento de la independen­
cia de Panamá en 1903, por último la virulenta campaña aliadófila a que
dio lugar la primera Guerra Mundial, con una producción monumental que
va de los análisis políticos de Francisco García Calderón a los Apostrofes de
Almafuerte. Esta nueva función fue reconocida palmariamente por Darío al
prologar en 1907 su libro El canto errante-, «Mas si alguien dijera: “Son
cosas de ideólogos” o “son cosas de poetas”, decir que no somos otra cosa».
Si la literatura fue vista como una disciplina específica que debía elaborar­
se con rigor, conocimiento y arte, dedicándole tiempo y trabajo, no fue vista
por ninguno como «pura», al menos en el sentido que dio al término el
abate Bremond en los años veinte pensando en Paul Valéry. Estuvo al
servicio de una comunicación espiritual, cuya precisión imponía equivalente
esfuerzo para lidiar con las palabras. Los escritores fueron francamente políticos
e ideólogos, recogiendo la sacralización del intelectual diseñada en los albores
de la independencia, y aun antes, contribuyendo a su robustecimiento:
«Torres de Dios, poetas».
Por su parte, Federico De Onís consideró que se trataba de «la forma
hispánica de la crisis universal de las letras y del espíritu, que inicia hacia
1885 la disolución del siglo xix»,5 aunque en realidad lejos de ser una crisis,
fue la vigorosa maduración de las letras latinoamericanas al integrarse a la
literatura occidental mediante sistemas expresivos comunes que, sin embargo,
fueron capaces de resguardar la cultura regional y los problemas específicos
de sus sociedades. Sobre todo porque el atraso en que se encontraban sociedad
y literatura en América, al abrirse hacia 1870 la expectativa de progreso y
organización, impuso una violenta absorción de prácticamente toda la literatu­
ra que se había producido en el xix en Europa y en Estados Unidos, en un
esfuerzo tesonero de actualización histórica que estableció una suerte de
coetaneidad entre Victor Hugo, Emerson, Nietzsche, Whitman, Poe y Verlai­
ne, Wilde, Mallarmé, Huysman, entre Comte, Spencer, Renan y W. James
o Henri Bergson. La conciencia de una actualización histórica fue dominante
entre los escritores, sean cuales hayan sido sus posiciones artísticas o filosóficas,
robusteciendo la convicción de que América Latina estaba entrando de lleno
en la modernidad, la cual se vivió, no como una crisis, sino como una
pujante época de progreso y renovación. Esta violenta incorporación fue
ilustrada al finalizar el siglo por un verso que unía los dos extremos cronológi­
cos del xix, «Con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo», con el agregado
de la herencia universal que hizo suya el siglo historicista de la expansión
ecuménica. Como toda modernización, no fue el reflejo de una crisis coyuntu-
ral de la cultura europea, sino una actualización histórica de mucho más
amplio radio artístico y filosófico que deparó un producto sincrético en que
se conjugaron dos coordenadas: la representada por la vasta tradición universal
de las letras vistas a través de la conciencia moderna y la correspondiente
a la enraizada tradición cultural interna de América que había impregnado
los mecanismos de percepción y valoración.
La ingente tarea de apropiación literaria implicaba forzosamente la que
podríamos llamar etapa caligráfica de imitación según los sucesivos modelos
epocales, cosa nada nueva en las letras latinoamericanas desde el neoclásico
de la independencia pero que ahora daría un resultado paradójicamente
original, como lo registraría un heredero de la modernización que fue al
mismo tiempo un contradictor al proponer su teoría del arte social: Manuel
Ugarte. Prologando una antología de jóvenes escritores en 19056 distinguió
dos momentos sucesivos en la literatura independiente de América: el de
imitación directa que «no ha dejado ninguna obra fundamental que pueda
salvar los límites de la región» y el de imitación aplicada que permitió la
emergencia de quienes llama los «primeros personales» de los que cita a
Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, José Martí y Rubén Darío, es decir, a
quienes manejando la acumulación literaria universal lograron traducir en
su obra una conciencia personal y una cultura americana. Perspicazmente
ya lo había apuntado Darío en su artículo «Los colores del estandarte»
respondiendo a Paul Groussac al rememorar provocativamente su divisa:
«Qui pourrais-je imiter pour étre original?» Y la transmutación de la imitación
en sinceridad personal y autenticidad cultural americana, la había registrado
Martí al escribir sobre Julián del Casal con motivo de su temprana muerte:
«Es como una familia en América esta generación literaria, que principió
por el rebusco imitado, y está ya en la elegancia suelta y concisa, y en la
expresión artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del
juicio criollo y directo».7
Curiosamente, el principal factor de este redescubrimiento de una origina­
lidad profundamente americana se debió a la influencia del movimiento
literario europeo sobre el cual más críticas acumularon los hispanoamericanos
aunque de más recursos artísticos afines los proveyó: el simbolismo y el
decadentismo. Del mismo modo que el naturalismo, ambos chocaron a la
conciencia moral fraguada en el catolicismo, la cual prolongó su opositor
positivismo, a lo que no dejó de contribuir la connotación del término
(decadentes) que era resistida por el sentimiento de juventud, energía y aun
machismo que caracterizaba a una nueva generación dispuesta al asalto de
una respetabilidad internacional. Pero una cosa era el discurso moral sobre
esos movimientos y otra su instrumental artístico que se reveló aún más
adecuado que el del parnasianismo y el realismo narrativo al peculiar «imagi­
nario» de los latinoamericanos. El citado Manuel Ugarte, que consagró su
vida a la lucha antiimperialista y a la prédica de un arte social, lo reconoció
por los mismos años en que lo hiciera Pedro Emilio Coll, diciendo:
La aparición del simbolismo y del decadentismo es el acontecimiento
más notable y en cierto modo más feliz de la historia literaria de
Sudamérica. Es el punto que marca nuestra completa anexión intelec­
tual a Europa. Es el verdadero origen de nuestra literatura. Y si se
pueden condenar sus excesos, sus preciosismos y sus aberraciones
morales, nadie puede negar su eficacia transformadora, ni desconocer
su influencia sobre el desenvolvimiento posterior de la intelectualidad
del continente?

Por su parte, Francisco García Calderón procuró posteriormente una


interpretación espiritual y sociocultural de esa rara afinidad, más con el
decadentismo que con el simbolismo en su percepción, que generó lo que
llama «un verdadero Renacimiento» de la literatura continental. En el libro
que escribió en 1912 para que los europeos comprendieran a los latinoamerica­
nos, Les démocraties latines de VAmérique, propone una teoría sobre las
transmutaciones del español en tierras americanas y las aportaciones negras
e indias que, aunque sea discutible desde nuestra perspectiva actual, posible­
mente hubiera complacido a Joáo da Cruz e Sousa.

El español se fue refinando en un medio nuevo; su carácter se ablandó


sin duda, pero ganó en agudeza y en fantasía. El claroscuro, el matiz,
la pasión francesa, encantan también al criollo, amante de la sutileza,
del bizantinismo delicado, elegantemente escéptico frente a la bronca
fe española. Numerosos son los mestizos dolorosamente estremecidos
por encontradas herencias. Los más extraños caracteres, la sensualidad
del negro, la tristeza del indio, fueron forjando en la raza nueva un
estado de ánimo todo matiz, contradictorio, melancólico, no desprovis­
to de optimismo, sensual, ocioso o violento, aficionado a lo raro, a
la música verbal, a las complejidades psicológicas, al lenguaje escogido
y al ritmo inaudito. Leyendo Verlaine, Samain, Laforgue, Morías,
Henri de Regnier, Gautier y Banville, mezclando todos los cultos, y
embriagándose con todos estos licores, los poetas de América encontra­
ron el acento nacional?

La misma paradójica ecuación se repitió décadas después con motivo


de la introducción del surrealismo francés, que resultó propicio para expresar
la peculiaridad espiritual, en especial de la sociedad afroamericana, tal como
lo reconocieron diversos escritores del área francoamericana (Aimé Césaire,
Jacques Stephan Alexis) pero también renovadores de la prosa hispanoameri­
cana (Miguel Ángel Asturias, Luis Cardoza y Aragón, Jorge Zalamea),
aunque el surrealismo mereció similares críticas éticas o sociales tanto de los
grupos conservadores como de los revolucionarios. Y con posterioridad se
volvió a percibir un conflicto semejante en la opción preferencia! que hicieron
los latinoamericanos por la tendencia narrativa sureña encabezada por William
Faulkner, en desmedro de la tendencia norteña que se definió en la obra
de Dos Passos y Ernest Hemingway.
El problema, la clave de tal comportamiento histórico, revierte al grado
de modernización que puede aceptar una comunidad puesta en trance de
transculturación, tanto vale decir, al grado de pervivencia de sus internas
tradiciones en un período de rápido cambio. En esos estados transicionales
se efectúa una selección de las influencias literarias extranjeras, según la
adecuación que muestren con las transformaciones culturales que se están
produciendo en la comunidad receptora, en la cual se conjugan la moderniza­
ción y la tradición según un muy variado polígono de fuerzas. Así, nadie
en América Latina aceptó el demonismo que de Baudelaire a Swinburne
predicó la poesía europea, aunque sí fueron explorados estados hiperestésicos
o mórbidos en los puntos del continente más avanzados. Estas situaciones
intermedias de la comunidad receptora la vuelven afín a los movimientos
recusatorios de la modernidad, aunque ya impregnados de las pautas contra
las cuales insurgen, que se producen en las propias metrópolis modernizadas.
En el campo de las ideas políticas, Arnold Toynbee razonó una preferencia
de las zonas periféricas por las heterodoxias desarrolladas en las metrópolis,
comportamiento flagrante en América desde la recepción del socialismo
utópico en el romanticismo rioplatense. Una posición similar puede encontrar­
se en los comportamientos literarios de las zonas marginales, que da origen
a las diversas autodefiniciones respecto al eje de la modernidad que rige a
las sociedades dominantes del planeta.
La lectura que Paul Verlaine hizo de la poesía de Julián del Casal (al
margen de su discutible conocimiento del español) detecta la conmixtión
sincrética característica de la poesía modernista donde se suman contradicto­
rias influencias extranjeras. Lo ve todavía influido por «mis viejos amigos
parnasianos» a quienes se oponían simbolistas y decadentes, y al mismo
tiempo reconoce en las páginas de Nieve un parentesco espiritual con «el
misticismo contemporáneo».10 No se engañaba: hacia la levedad, transparen­
cia, matiz, hacia «la elegancia suelta y concisa» en el decir de Martí, tendían
sus superiores capacidades poéticas, todavía embretadas en los modelos
parnasianos. El objetivismo de éstos proveería de piezas espléndidas a la
poesía hispanoamericana, alcanzadas por la esforzada «imitación aplicada»
de que hablaba Justo Sierra,11 pero rendiría sus mejores frutos —y sólo
parcialmente— en la novela realista. En cambio el subjetivismo individualista
de los decadentes (aunque no el romántico vuelto convencional sino otro
preciso, sutil y altamente tecnificado) resultaría propicio a los poetas latino­
americanos. Se trataba de una poética que en Europa se oponía tanto al
«pompier» didáctico de la burguesía, como a la renovación modernizada y
objetivista de los parnasianos, una heterodoxia en la que los latinoamericanos
podían residir.
No cualquier heterodoxia se prestaba a las afiliaciones artísticas. En la
época la mayor heterodoxia estuvo representada por Leaves of Grass, a cuyo
régimen libre y versicular le estaría reservada la más extensa repercusión en
el siglo xx, pero el hispanoamericano que mejor lo conoció y admiró, José
Martí, aun aprovechando al máximo sus incitaciones, construyó su obra
definitiva volviendo por los fueros de la poesía tradicional medida y rimada
sobre el viejo modelo de la copla de arte menor. Y la época presenció una
deslumbrante renovación de las matrices métricas, rítmicas y las pautas
musicales, con visible retracción respecto a la innovación que en las fuentes
francesas influyentes propuso Un coup de dés.

(Prólogo de Clásicos Hispanoamericanos, Volumen II: Modernismo. Barcelo­


na, Círculo de Lectores, 1983)
LA CAZA LITERARIA ES UNA ALTANERA FATALIDAD

1. Anécdota real y ficción literaria

Crónica, y no novela, prefirió el autor para el título. Aunque siempre ha


defendido, aun tratándose de sus más fantasiosas invenciones, la estricta
realidad de los sucesos que cuentan sus libros, nunca como ahora en esta
última obra ha sido tan explícito e insistente. Se trata de una crónica y es
consciente de las dos definiciones que del término da el Diccionario, las
cuales se combinan elusivamente en su libro: «Historia en que se observa el
orden de los tiempos» y «Artículo periodístico sobre temas de actualidad».
Hará historia, aunque no conservará el orden de los tiempos y actuará como
el periodista que recaba información aunque su tema no sea de actualidad,
dado que desentierra un episodio ocurrido TI años atrás en un pequeño
pueblecito de la costa colombiana.
Esta petición de principios ha sido acompañada por la sociedad colombia­
na que rodeó la aparición del libro de la máxima expectativa: la nunca vista
tirada inicial (un millón de ejemplares), la lectura casi pública por todos
los sectores sociales, la reconstrucción periodística de los sucesos que sirven
de base a la novela. Magazín al día, la nueva revista colombiana, comisionó
a dos perspicaces periodistas, Julio Roca y Camilo Calderón,. para que
hicieran, paralelamente al libro, la crónica del trágico episodio ocurrido el
22 de enero de 1951 en el municipio de Sucre donde «el joven sucreño
Cayetano Gentile Chimento, de 22 años, estudiante de tercero de medicina
en la Universidad Javeriana de Bogotá y heredero de la mayor fortuna del
pueblo, cayó abatido a machetazos, víctima inocente de un confuso lance
de honor y sin saber a ciencia cierta’por qué moría».1
La crónica de los jóvenes periodistas colombianos construye el doble
fantasmal de la crónica que escribió García Márquez: también ellos fueron
al pueblo de los hechos, también ellos interrogaron a los testigos, también
ellos reconstruyeron los sucesos, y luego cotejaron su información con la
manejada por el autor en la novela, estableciendo identidades y semejanzas
pero, sobre todo, diferencias. Pues éstas no sólo delimitan el territorio de
ambas pesquisas, sino que además fijan la frontera entre la crónica periodística
y la literatura.
Escribiendo su Crónica, García Márquez pudo haber repetido la frase
de Federico García Lorca justificando la que veía como una mutación de
su estilo al redactar La casa de Bernarda Alba a partir de un episodio de
la vida pueblerina andaluza: «Realidad, realidad, ni una gota de poesía».
Tal como pasó en este ejemplo, los lectores de García Márquez no dejarán
de percibir en su obra al Autor, que francamente asume, como en ninguna
otra producción anterior, el papel de Deus ex machina. No meramente en
esos artilugios del estilo que, como los similares de Borges, han pasado a
ser la marca de fábrica que se pone en el orillo de la tela y que por su
repetición han dejado de maravillar como lo hicieran inicialmente (la moneda
de oro que se tragó a los cuatro años Santiago Nasar y es descubierta durante
la autopsia; la raya que traza en la tierra el dedo del Bayardo San Román
borracho atravesando el pueblo entero, etc.) sino sobre todo en esa sutil
distancia respecto a la realidad que también los periodistas dicen haber
reconstruido. Los lectores que cotejen ambas crónicas convendrán que la obra
de García Márquez no ofrece la desnuda, aséptica, objetiva enunciación de
hechos ocurridos en la realidad, en un pueblo real con seres reales, sino esa
otra cosa que es la literatura, ese tejido de palabras y de estratégicas ordenacio­
nes de la narración para transmitir un determinado significado, que sean
cuales fueren sus fuentes, no es otra cosa que una invención del escritor.
En el mejor de los casos, una lectura de la realidad; en el más común, una
interpretación; en el más afinado, una invención a la manera de la realidad,
que vale tanto como decir, un artificio. Un juego de palabras que nos fascina
y engaña con sus pases de prestidigitación, sabiendo bien que no es magia,
que no es realidad, pero que lo parece tal cual, porque es de la estofa de
nuestros sueños, de nuestros deseos y nuestras culpas.
La investigación de los periodistas se sumará a las habituales, múltiples,
declaraciones del Autor; a sus respuestas a los previsibles, numerosos, reporta­
jes; a sus artículos de autoanálisis, componiendo lo que en retórica llamamos
los paralipómena, ese cúmulo de materiales anexos que, a partir de los Cien
años de soledad, han venido acompañando sus obras, rodeándolas, invadiéndo­
las, anegándolas en la interpretación. Es un bosque de palabras que bajo su
confesado propósito explicativo, acarrea el subrepticio afán de todo bosque:
esconder con azoro la «rama dorada» que abra el camino hacia el reino
subterráneo. Digamos: demarcar el camino para después confundirlo; caer
hacia la confesión y rehusarse repentinamente; proclamar la verdad sobre
algo trivial; golpear la puerta del infierno para afirmar que allí no hay nada,
nadie. Las vías maestras de estos vínculos sutiles llevan los pesados nombres
de las diosas de la tropología clásica: Metáfora, Metonimia, Sinécdoque.
Como las Parcas, también ellas tejen: construyen y destruyen el destino lite­
rario.
Con estas páginas yo también compongo mi crónica a la manera de una
investigación, salvo que no pretendo predicar sobre la realidad del mundo,
sino sobre esa otra deleitosa y trágica de la literatura, trazando un sendero
en el bosque de palabras.

2. A la búsqueda de la tragedia griega

Crónica, sí, pero no de un crimen, ni de la inmolación del inocente, ni


siquiera de la reparación del honor, sino de una muerte anunciada. Bien
diferente, por lo tanto, de lo consignado en las crónicas de los periodistas.
En éstas encontramos una historia trivial que no por anacrónica, era y sigue
siendo menos común en muchas sociedades pueblerinas, en América Latina,
como en la propia Europa, la cual se agota en el mismo acontecimiento
cuyas acciones se encadenan rígidamente mediante articulaciones causales.
La sucreña Margarita Chica (Angela Vicario) casa con el joven Miguel Reyes
Palencia (Bayardo San Román) quien la devuelve esa misma noche a sus
familiares porque «la muchacha no tenía sus prendas completas», lo que
ella atribuye a su anterior novio, Cayetano Gentile (Santiago Nasar), quien
era amigo de su fugaz marido y que ni siquiera apareció por la fiesta de
boda; los hermanos de la deshonrada, Víctor Manuel (Pablo) y José Joaquín
(Pedro), que no eran gemelos, persiguen y matan a machetazos al culpable;
los esposos se divorciarán, Miguel Reyes volverá a casar y tendrá larga
descendencia, en tanto Margarita esconderá su vergüenza en otro pueblo de
la costa colombiana sin volver a ver a su ex marido.
El cotejo de este suceso trivial y, por qué no decirlo, trágico-cómico,
con la mera línea de acciones de la novela de G. G. M., demuestra que la
realidad ni siquiera sabe imitar al arte, disolviendo toda pretensión de que
estuviéramos ante un ejemplo latinoamericano de non fiction novel como las
de Truman Capote, Norman Mailer o Doctorow. Este subgénero narrativo
moderno se distingue del tradicional uso de fuentes reales por su estricta
sujeción al acontecer de un hecho público y escandaloso, al que procura
enriquecer mediante una investigación igualmente documentada de las moti­
vaciones de ese hecho y de las personalidades de sus principales actores. De
otro modo construye García Márquez: desde los Cien años viene contando,
no la realidad lógica del mundo, sino otra tan legítima como ella, la realidad
de la imaginación de los pueblos. Tanto vale decir, su coruscante soñar sobre
el mundo, sabiendo, como Jorge Guillén, que «los sueños buscan el mayor
peligro».
Algo queda, no obstante, de esa maraña tartajosa que compone los
acontecimientos del mundo, como la semilla que permite que se despliegue
el árbol, pero aun ella es un erizamiento de la imaginación, más que la
demasía del crimen, ya que implica la transgresión de las no escritas leyes
de lo humano. Lo que queda es la manera de matar, esa atroz carnicería
con que se cumple la venganza, la cual ha fijado la historia trivial en el
imaginario de todos sus testigos, incluido el autor. Ella lo obliga a hacer
de los victimarios criadores y sacrificadores de cerdos y a transformar los
machetes en «los útiles de sacrificio»; a anunciar desde la segunda página
que Santiago Nasar «fue destazado como un cerdo una hora después» de
salir de su casa; a desplazar esa escena, del lugar cronológico que le hubiera
cabido en el primer capítulo para llevarla al final de la novela culminándola
con su operático espanto, tal como en el Edipo rey que le sirve de secreta
guía; a preanunciarla mediante una escena que es cronológicamente posterior
pero que él traslada a su penúltimo capítulo, donde se cuenta la autopsia
torpe del cuerpo de Nasar con la terminología científica que yaOnetti había
usado en «La cara de la desgracia», aunque exacerbándola con toques de gro­
tesco.
La venganza mediante muerte no hubiera alcanzado esa dimensión si
no estuviera acompañada del exceso, situando al episodio en el patetismo
de la tragedia. Eso que los griegos designaron como el pecado de hybris,
por lo cual predicaban el «de nada demasiado». El desbordamiento de la
crueldad saca a la luz el fondo bárbaro, sobre el cual, contra el cual, edifican
los hombres lo que llaman civilización y es con trazos oníricos, como en
una incomportable pesadilla, que el crimen es contado, o como en un
impersonal sacrificio ritual del que sus sacerdotes son sólo incontaminados
instrumentos de oscuras potencias que los rigen. No es un crimen lo que
elabora García Márquez en la apoteosis de su relato, sino un sacrificio
pagano, bárbaro, ritual.
No hubiera alcanzado esa dimensión grandilocuente si no estuviera
acompañado de la inocencia de la víctima. Para conquistar la tensión máxima
del horror, Santiago Nasar debe ser inocente: a pesar de la multiplicidad de
testimonios divergentes y contradictorios que maneja la novela sobre cualquie­
ra de los datos, aun los nimios (si llovía o no la mañana del asesinato),
insistentemente acumula pruebas de que Nasar era inocente; los testigos
coinciden parejamente en su desvinculación pública de Angela Vicario; los
amigos íntimos declaran no haber recibido ninguna confidencia; su conducta
en la boda, durante la noche en que va a cantar bajo las ventanas de los
desposados, durante la frustrada visita del obispo, corroboran lo que el juez
sumariante terminará por asentar en sus folios: «Para él, como para los
amigos más cercanos de Santiago Nasar, el propio comportamiento de éste
en las últimas horas fue una prueba terminante de su inocencia». Es lo que
comprueba Nahir Miguel al informarle que los gemelos le buscan para
matarle: «Desde el primer momento comprendí que no tenía la menor idea
de lo que le estaba diciendo». Es también lo que nos dice nuestro servicial
narrador: «Mi impresión personal es que murió sin entender su muerte».
Todavía es poco. Para completar la atmósfera trágica y la cualidad
sacrificial, el inocente debe ser entregado por su madre al verdugo: Plácida
Linero «corrió hacia la puerta y la cerró de un golpe» en el instante en que
enhebrándose por ella su hijo se hubiera salvado. Más aún: también el
pueblo es convocado, como coro trágico. Su presencia va creciendo a lo largo
del relato, como arborescencias en torno a los personajes centrales. En el
último capítulo es enumerado con plurales nombres hasta que cobra una
existencia multitudinaria que pueda agruparse bajo un nombre genérico.
Inicialmente es: «La gente que regresaba del puerto, alertada por los gritos,
empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen». Pero
pronto estos espectadores actúan: «La gente se había situado en la plaza
como en los días de desfiles. Todos los vieron salir y todos comprendieron
que ya sabía que lo iban a matar». Por último entonan el planto, que es,
sin embargo, el de los culpables: «No oyeron los gritos del pueblo entero
espantado de su propio crimen».
Si el sacrificio bárbaro convoca al inocente, también exige otro dispositivo
de la tragedia: la fatalidad, que habrá de definirse como «invisible» y cuyo
avance pausado y firme se constituirá en el centro que anima la construcción
literaria, la unifica y le confiere sentido. A esto alude el título de la novela
y es aquí donde la inconexa trivialidad del episodio real resulta trasmutada:
es la alquimia del verbo, que a la dispersión del acontecimiento opone una
estructura de significación donde todo es reunido coherentemente. La invisibi­
lidad y la implacabilidad de la fatalidad enlazan con la demasía bárbara
del sacrificio; son vasos comunicantes, como acostumbraron a ver los clásicos,
salvo que se han despersonalizado, no responden a órdenes divinas y ni
siquiera —en apariencia— los conducen secretas leyes. Nadie ve actuar a la
fatalidad: en la apertura de la novela, ni Plácida Linero, «intérprete segura
de los sueños ajenos», ni Luisa Santiaga, que «parecía tener hilos de comunica­
ción secreta con la otra gente del pueblo» detectan su presencia. Sin embargo
actúa y crece, robusta y soberana, desde las primeras palabras, y va invadiendo
a todo el pueblo, al que pone a su servicio aun contra su voluntad. Las
debilidades, distracciones, caprichos, de los habitantes, pero también sus
buenos deseos, sus decididos propósitos de evitarla, sus acciones para eludirla,
son subvertidos por la potencia fatal que los pone a trabajar para conseguir
mejor su finalidad. Es tan segura y definitiva como la muerte, porque es
la Muerte misma y hasta puede permitirse postergaciones y laberínticos
desvíos, tranquilamente confiada en su triunfo final. Es esta progresión la
que cuenta la novela y es la naturaleza inconsciente de la fatalidad la que
pondera, aun apelando a argumentos inconvincentes como la generalizada e
ingénita bondad de la inmensa mayoría de los actores o el más persuasivo
esfuerzo de los criminales publicitando su anunciado crimen para que les
sea impedida la consumación.
Todas las criaturas y también todas las circunstancias fortuitas sirven al
designio de la fatalidad. Ella transcurre fuera de las conciencias y también
fuera de cualquier mandato divino. Es una fuerza ciega e incontenible y sin
embargo parece tener una lógica o al menos trabajar sobre una compensatoria
economía de la vida y la muerte. Es lo que piensa nuestro puntual narrador
desde la cama de María Alejandrina: «Pensaba en la ferocidad del destino
de Santiago Nasar, que le había cobrado 20 años de dicha no sólo con la
muerte, sino además con el descuartizamiento del cuerpo y con su dispersión
y exterminio».
Fatalidad, inocencia, sacrificio bárbaro, forman el trípode que sostenía
la tragedia griega y, de igual modo, el tremolante folletín del siglo xix. Su
persistencia en las literaturas vulgares (cantares de ciego, pliegos de cordel)
y en las bastardeadas expresiones que las prolongan en la industria cultural
contemporánea (radionovela o telenovela) dice a las claras la desamparada
cosmovisión popular que lo engendra. Estos lugares comunes siguen conser­
vando su modelo prístino en la tragedia griega, la cual vive potencialmente
en todas las comunidades rurales del mundo. En la misma época en que
se produjeron los sucesos trágicos de Sucre, García Márquez escribía La
hojarasca que lleva un epígrafe extraído de la Antígona de Sófocles. Ya
entonces dice haber pensado escribir la historia de esos sucesos y en las
conversaciones que sobre ese tema habría sostenido con sus amigos de
Barranquilla, según habrá de contar treinta años después en un artículo
destinado a apoyar el lanzamiento de su novela, es de los trágicos griegos
que se trata. Al parecer, Alfonso Fuenmayor, el joven director de El Heraldo,
le habría dicho: «Poco importa que la historia haya sido inventada. Sófocles
las inventaba del mismo modo y mira si eso le ha resultado».2
Sin embargo, el componente que habrá de decidirlo a escribir la historia
ya no pertenecerá a ese repertorio augusto, sino que procederá francamente
del folletín romántico: la pasión amorosa. Conviene, pues, que tomemos esa
otra vía para revisar la novela.

3. Halcón que se atreve con garza guerrera, peligros espera

En su artículo, García Márquez abunda sobre los treinta años de elaboración


subterránea de su obra. Hoy día es de buen ver la larga maceración, anuncio
que recibe agradecido el lector, y también, desde Asturias, la prehistoria
oral de las obras escritas. Pero más importante es una invención que García
Márquez atribuye a su amigo el novelista Alvaro Cepeda Samudio, quien
le habría comunicado que, después de 27 años, Bayardo San Román habría
regresado con Angela Vicario. El dato es falso, como lo demuestra el periodista
Julio Roca al entrevistar a Miguel Reyes (Bayardo San Román) transformado
en próspero hombre de negocios de Barranquilla con familia establecida y
doce hijos,3 por lo cual el reencuentro pertenece a las acomodaciones literarias
introducidas por García Márquez en el episodio real, las cuales vuelve a
novelar en su artículo atribuyéndolas a sus viejos amigos barranquilleros.
Según dice, la noticia le aclaró, repentinamente, el sentido oscuro que
el episodio aún guardaba para él: «Debido a mi afecto por la víctima,
siempre pensé que era la historia de un crimen atroz, cuando en realidad
debía ser la historia secreta de un terrible- amor».
Las simetrías opositivas del folletín romántico ingresan por esta vía a la
novela, generando series coordinadas de acciones y, sobre todo, construyendo
personajes-tipos sobre los que descansará una elusiva relación amorosa. Si el
primer capítulo de la novela toma como guía a Santiago Nasar para recorrer
esa hora inocente que va de su despertar a las 5.30 de la mañana hasta su
muerte a las 6.30, el segundo se concentra en la pareja Bayardo San Román-
Angela Vicario desde el anterior mes de agosto en que él llegó al pueblo
hasta las 2 de la mañana en que devuelve a su mujer, la noche de la boda.
Toda esta secuencia es la que ampara el curioso epígrafe del libro, tomado
de un poema de Gil Vicente: «La caza de amor es de altanería», trasladando
la imagen de la caza «que se hace con halcones y otras aves de rapiña de
alto vuelo» al combate amoroso de seres altivos y soberbios, quienes no se
dan cuartel para vencerse.
De ahí procede el trazado de Bayardo San Román, el forastero, arrollador,
dominante, seguro y altanero, el hombre que tiene todo y puede todo, ante
quien nadie se resiste, lo que ilustran dos subsecuencias indicíales: el progresi­
vo rendimiento de la desconfiada madre del narrador ante la fascinación sin
fisuras del forastero y el sometimiento del viudo Xius que concluye vendién­
dole la mejor casa del pueblo en la que seguía rindiendo culto desconsolado
a su esposa muerta. Esa misma imposición la ejerce respecto a Angela
Vicario: no busca seducirla sino someterla, para lo cual cuenta con la ayuda
de su misma familia pobretqna, interesada en emparentar con hombre rico
y de buena presencia. Sólo Angela Vicario se resiste, en lo que debe verse
como indirecto indicio de su temple. Años después se lo dice a nuestro
interesado narrador: «Ella me confesó que había logrado impresionarla, pero
por razones contrarias del amor. “Yo detestaba a los hombres altaneros y
nunca había visto uno con tantas ínfulas” me dijo, evocando aquel día».
Esta pista conduce a reinterpretar las acciones de Angela Vicario la noche
de bodas. Su desdén por los consejos de las amigas que le proponen engañar
al marido derramando mercurio cromo en las sábanas para fingir una virgini­
dad perdida, no se debería simplemente a miedo o incapacidad, sino a una
voluntad de enfrentamiento que detectaría asimismo un enamoramiento no
querido. La reacción de Bayardo, a quien se le hace sufrir la mayor humillación
imaginable para hombre de su temperamento y carácter, sería lo que Stendhal
llamaba la «cristalización» del proceso subterráneo de enamoramiento: «Bayar­
do San Román estaba en su vida para siempre desde que la llevó de regreso
a su casa. Fue un golpe de gracia». Se trataría, entonces, de un duelo
amoroso de seres igualmente altaneros, capaces por lo tanto de herirse a
fondo en las lides que los acercan.
Para sostener esta interpretación es necesario inferir un carácter de Ángela
Vicario que el narrador que nos trasmite toda la información está lejos de
evidenciar, al menos en todas las acciones que llevan hasta la boda. Al
contrario, los datos que proporciona parecerían confirmar el dictamen de
Santiago Nasar sobre ella: «Ya está de colgar en un alambre tu prima la
boba». Pero los actos posteriores a la boda muestran otro personaje: son las
dos mil cartas que a razón de «una carta semanal durante media vida»
escribe a Bayardo San Román, hasta conseguir que éste vuelva a ella cuando
ambos pisan la cincuentena. Este tesón sobrehumano se da como consecuencia
de un repentino cambio, dentro de los habituales mecanismos narrativos de
García Márquez que remedan los recursos folletinescos, y hace de ella,
repentinamente, una «garza guerrera». ¿Flagrante contradicción entre los dos
períodos del personaje, trasmutación misteriosa y brusca del carácter o infor­
mación insuficiente o deformada sobre su edad juvenil y los sucesos anteriores
a la boda? Las tres explicaciones parecen igualmente válidas y todas tres
pueden calzar en el régimen de puntos de vista que maneja la novela.
Sin embargo, no es a Ángela Vicario a quien se aplica la definición
«garza guerrera», sino a otra mujer de la novela: a la María Alejandrina
Cervantes en quien revive la Nigromante de los Cien años de soledad, esa
mujer que dirige el burdel del pueblo y quien, según el narrador, «arrasó
con Ja virginidad de mi generación». Tal denominación nunca se predica
de Ángela Vicario sino que está desplazada a quien se presenta como un
personaje secundario de la acción. Pero es motivada por un episodio, también
secundario, en que interviene Santiago Nasar. Éste se enamora férvidamente
de María Alejandrina y el narrador le advierte con un verso de Gil Vicente:
«Halcón que se atreve con garza guerrera, peligros espera: Pero él no me
oyó, aturdido por los silbos quiméricos de María Alejandrina Cervantes. Ella
fue su pasión desquiciada, su maestra de lágrimas a los 15 años, hasta que
Ibrahim Nasar se lo quitó de la cama a correazos y lo encerró más de un
año». Todavía agrega esta información: «Desde entonces siguieron vinculados
por un afecto serio, pero sin el desorden del amor, y ella le tenía tanto
respeto que no volvió a acostarse con nadie si él estaba presente».
No es sin embargo un episodio sin repercusión, dado que en él participa
quien ha de ser víctima, aparentemente inocente, de la relación principal
de ambos altaneros, según la directa acusación que formula Ángela Vicario:
«Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y
tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado
en la pared con su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya
sentencia estaba escrita desde siempre. —Santiago Nasar— dijo». Podría
pensarse que Santiago Nasar es dos veces víctima de las garzas guerreras,
aunque debe recordarse que el narrador lo define como «demasiado altivo»,
con lo cual pasa a integrar la fauna combatiente de halcones y aves de
rapiña que cazan por lo más alto del cielo.
En la misma página en que se cuenta la antigua relación de María
Alejandrina y Santiago Nasar, inmediatamente después se cuenta otra de
María Alejandrina, aunque ésta estrictamente secreta: «En aquellas últimas
vacaciones nos despachaba temprano con el pretexto inverosímil de que
estaba cansada, pero dejaba la puerta sin tranca y una luz encendida en el
corredor para que yo volviera a entrar en secreto». No es la relación en sí,
entre María Alejandrina y el narrador, lo que puede sorprender, sino su
secreto, máxime cuando es uno de los escasos datos que el Narrador da
sobre sí mismo y cuando ocurre dentro de ese grupo de inseparables cuatro
amigos (Santiago Nasar, Cristo Bedoya, el narrador y su hermano Luis
Enrique) que al parecer compartían todas las informaciones: «He tenido que
repetir esto muchas veces, pues los cuatro habíamos crecido juntos en la
escuela y luego en la misma pandilla de vacaciones, y nadie podía creer que
tuviéramos un secreto sin compartir, y menos un secreto tan grande».
Contrariamente a tal parecer del pueblo, hay este secreto que los cuatro
no comparten: la relación de María Álejandrina y el Narrador. Obviamente
el hecho abre la puerta a todas las incertidumbres informativas, ya de suyo
alimentadas por las múltiples contradicciones entre los testigos de la acción
que pone en evidencia el Narrador. Santiago Nasar, o cualquier otro del
grupo, pudo haber sido el causante de la deshonra de Ángela Vicario, a
pesar de los rotundos «nadie» que preceden las informaciones^ sobre Ángela
y Santiago: «Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que Ángela Vicario
no fuera virgen». «Nadie los vio nunca juntos y mucho menos solos.» En
este nuevo manglar, no de la realidad sino de la literatura, donde comienzan
a oscilar todos los datos respecto a la tragedia, hay una sola cosa segura:
que el Narrador, ya hablando en su nombre, ya en el de otros personajes
que le han pasado noticias, asegura categóricamente que no hubo ninguna
relación entre Santiago Nasar y Angela Vicario. Es lo único cierto que puede
decirse, junto a la comprobación de que las relaciones amorosas de las aves
altaneras están trianguladas sobre el modelo principal Bayardo-Angélica-
¿Santiago?, el cual reencontramos en el triángulo secreto de Narrador-Maña
Alejandrina-Santiago Nasar. Los triángulos son diacrónicos, dado que aquí
sólo pueden componerse si se suman sucesivas parejas, pues hay eliminación
de uno de los halcones anteriores, para dar nacimiento a una nueva pareja:
la eventual relación Santiago-Angélica, da paso a la oficial Bayardo-Angélica,
como la anterior relación Santiago-Maña Alejandrina, da paso a la nueva y
secreta Narrador-Maña Alejandrina.
El manglar informativo es la directa consecuencia del régimen de puntos
de vista utilizado en la novela, en notoria discordancia con los sistemas
apersonales utilizados preferentemente por García Márquez o la conjunción
de monólogos que practicó en La hojarasca. Convendría recorrer esa otra pista.

4. El narrador que no osa decir su nombre

Toda la historia está contada por un narrador de primera persona (yo) quien
nunca da su nombre, a pesar de que en la obra todos los personajes son
identificados individualmente con nombres y apellidos, salvo el juez suma­
riante. No por eso hay la menor dificultad en identificarlo: se llama Gabriel
García Márquez, vistos los abundantes datos que proporciona sobre su
madre, Luisa Santiaga descendiente del coronel Márquez, su hermana Margot,
su hermana monja, su hermano Luis Enrique, la niña Mercedes Barcha a
la cual se declara y será catorce años después su esposa. No está eludida su
presencia y sus lazos familiares o amistosos (es íntimo amigo de Santiago
Nasar y buen compañero de Bayardo San Román, es primo de Ángela
Vicario) sino simplemente el nombre, aunque aquí la vinculación de Narrador
y Autor es tan estrecha que bien puede oficiar de reconocimiento el nombre
puesto en la tapa del libro encima del título de la novela, a pesar de que
no sea mencionado dentro del relato.
Ese Narrador está presentado como un personaje secundario y no como
un protagonista: cuenta lo que le ocurre a sus más cercanos familiares y
amigos, actos de los cuales ha sido testigo y colaborador, salvo del capital:
la inmolación de Santiago Nasar. Sin embargo la obra no es la evocación
de sus recuerdos personales, sino que es ofrecida como una investigación
cumplida en por lo menos dos fechas bien alejadas de los sucesos, mediante
entrevistas con sus participantes, principales o secundarios, mediante el cotejo
de sus diversas informaciones, mediante añadidos posteriores y desde luego,
mediante su propio conocimiento, del lugar, los personajes, y los hechos.
Esta investigación narrativa es idéntica a una investigación periodística o a
una investigación policial. Es llevada con rigor y precisión, como lo testimonia
el múltiple uso de recursos de la novela policial. Aunque es bien conocido
el manejo estricto del código temporal que caracteriza toda la literatura de
García Márquez, es aquí donde alcanza una precisión de relojería como en
las novelas de detectives, por lo cual también el Narrador es asimilado a
un periodista y a un detective, puestos todos a la búsqueda de una verdad
elusiva porque se anega en la memoria y en las subjetividades deforman­
tes.
Desde el comienzo de la novela se anuncia el propósito: «Cuando volví
a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas dispersas
el espejo roto de la memoria». En el último capítulo se agrega una precisión.
No se trata simplemente de «ordenar las numerosas casualidades encadenadas
que habían hecho posible el absurdo», que son esas «tantas casualidades
prohibidas a la literatura para que se cumpliera sin tropiezos una muerte
tan anunciada» que dice en otro lado el Narrador, certificando que el
encadenamiento de los hechos no está en ninguna voluntad sino en la franca
acción de la fatalidad. Se trata más bien de «saber con exactitud cuál era
el sitio y la misión que le había asignado la fatalidad» a cada uno de los
partícipes, incluyendo al propio Narrador. Esta precisión confiere un significa­
do a la búsqueda; de algún modo la traslada al plano de la conciencia moral
que, sin embargo, parece esfumarse en una novela donde hasta la madre,
Plácida Linero, que ha cerrado la puerta en el instante en que su hijo hubiera
podido salvarse, «se liberó a tiempo de la culpa». La atribución a la fatalidad,
a esa moira externa que a través del azar rige las vidas humanas, parece
disolver la concienca moral. Y sin embargo, se perciben regímenes compensa­
torios en que las culpas, por distraídas que hayan sido, se pagan con
sufrimientos y trabajos: las lista está al comienzo del capítulo quinto e
incluye a Hortensia Baute, Flora Miguel, Aura Villeros, Rogelio de la Flor
y hasta Plácida Linero que sucumbe a la perniciosa costumbre de masticar
semillas de cardamina.
Curiosa investigación policíaca: reconstruye parsimoniosamente los he­
chos, que son de todos conocidos y ya figuraban en el sumario del juez, y
concluye en el mismo punto ciego a que éste había llegado: «Lo que más
le había alarmado al final de su diligencia excesiva, fue no haber encontrado
un solo indicio, ni siquiera el menos verosímil, de que Santiago Nasar
hubiera sido en realidad el causante del agravio». Del mismo modo, el
Narrador, después de certificar esa inocencia, concluye con el testimonio de
Ángela Vicario, quien contaba todos los pormenores «salvo el secreto que
nunca se había de aclarar: quién fue y cómo y cuándo, el verdadero causante
de su perjuicio». Los periodistas que rehicieron la crónica en Sucre, coinciden
en los mismos términos: «Queda pendiente un misterio, que la novela no
resuelve y que obliga a que los habitantes de Sucre continúen preguntándose,
como los lectores del libro: ¿Quién fue?, ¿quién perjudicó a Margarita?».
Es ése un nombre que nunca se pronuncia en la novela. Podría ser
cualquiera, ya hemos anotado, pero en todo caso ninguno de los nombrados
en la novela, porque todos resultan liberados de sospechas a través de las
plurales informaciones recogidas por el Narrador y su sosias el juez sumariante.
Forzoso es convenir que ese halcón que se ha alzado con la virginidad de
Angela Vicario es el más astuto de todos, pues ha obrado en sigiloso secreto
y nunca se ha dado a conocer. Es una oquedad del relato a la cual interrogan
sin cesar actores y espectadores del drama: «La versión más corriente, tal
vez por ser la más perversa, era que Angela Vicario estaba protegiendo a
alguien a quien de veras amaba, y había escogido el nombre de Santiago
Nasar porque nunca pensó que sus hermanos se atreverían contra él». Por
su parte Angela Vicario, contra toda evidencia, continúa afirmando imperté­
rrita que el causante fue Santiago Nasar, si nos atenemos a lo que nos
cuenta el Narrador reseñando su entrevista. En el sumario utiliza una enigmá­
tica fórmula: «Cuando el juez instructor le preguntó con su estilo lateral si
sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella le com ¿stó impasible: “Fue
mi autor”. Así consta en el sumario, pero sin ninguna otra precisión de
modo ni de lugar». También esta información nos llega a través del Narrador
y no ignoramos, de Henry James a Juan Carlos Onetti, las sutiles distorsiones,
las subjetivaciories y los escamoteos de información de que pueden ser capaces
los narradores personales y cómo esta pantalla aparentemente transparente y
neutral que finge la primera persona narrativa, es pasible de ser movida
por las pasiones, los intereses, los miedos, las codicias. Sobre todo si nos
preguntamos «cuál era el sitio y la misión que le había asignado la fatalidad»
al Narrador, repitiendo por lo tanto la pregunta que él hace en la novela
pero volviéndola sobre él.
En una entrevista concedida a Manuel Pereira por el tiempo en que
escribía la Crónica de una muerte anunciada {Bohemia, La Habana, 1979)
García Márquez contesta una repentina pregunta acerca de su visión de la
novela policíaca, diciendo: «La novela policíaca genial es el Edipo rey de
Sófocles, porque es el investigador quien descubre que es él mismo el asesino,
eso no se ha vuelto a ver más. Después de Edipo, El misterio de Edwyn
Drood, de Charles Dickens, porque Dickens murió antes de acabarla y nunca
se ha sabido quién era el asesino. Lo único fastidioso de la novela policíaca
es que no te deja ningún misterio. Es una literatura hecha para revelar y
destruir el misterio».4 Es la iluminación racionalizadora y lógica de la policial
la que es rechazada, pero no su capacidad de ir tejiendo el ovillo misterioso
que rodea, sin tocarlo, al culpable. De tal modo que el culpable quede
anunciado también pero no revelado ni desnudado por una luz excesivamente
cruda. Efectivamente, como dice en su respuesta, el modelo magistral sería
el Edipo rey sofocleano, en que su protagonista busca empecinadamente al
asesino sin saber que es él, contemplado por quienes muy pronto descubren
esa verdad terrible y se concentran, expectantes, sobre el instante en que
Edipo concluya descubriéndola. Pero no es una técnica que no haya vuelto
a repetirse, desde ángulos más tramposos y menos inocentes. Ya Roland
Barthes llamó la atención sobre las celadas de que fue autora Agatha Christie
en Las cinco y veinticinco describiendo un personaje desde dentro a pesar
de que ya era el criminal, pero escamoteando esta información.5
La novela de García Márquez conserva el misterio, no confiesa al culpable
de la deshonra de Angela Vicario, pero al abogar por la inocencia de los
demás y al eludir toda pregunta sobre sí mismo, construye la enigmática
nube negra a la que apuntan las sospechas. Es una historia de jóvenes
halcones enzarzados en diestras cacerías amorosas, y, como su relación con
María Alejandrina lo prueba, el Narrador es capaz de astucias y discreciones
máximas con las cuales sortear la siempre alerta curiosidad del pequeño
mundo pueblerino donde todo se sabe y se comenta. El hecho de que es
él quien maneja toda la información, sobre la cual por lo tanto puede ejercer
las mismas virtudes de astucia y discreción, obliga a una generalizada
desconfianza sobre su objetividad, o, al menos, al reconocimiento que siendo
un Narrador de primera persona dispone de la cuota subjetivante que
explícitamente él percibe en los testimonios de los demás. Es a través suyo
que sabemos que Victoria Guzmán, la cocinera, mintió «porque en el fondo
de su alma quería que lo mataran» o que el padre Amador, simplemente
se olvidó de avisar, por lo cual al producirse el crimen se sintió tan desesperado
que ordenó que las campanas tocaran a fuego, o que Indalecio Pardo no se
atrevió a decirle la verdad a Santiago Nasar cuando pasó a su lado.
Numerosas debilidades, torpezas del comportamiento, interesadas subjetivi­
dades, de muchos de los personajes, nos son comunicadas puntualmente por
el Narrador, lo que autoriza un margen de desconfianza sobre actos y
palabras. Podrían o no corresponder a la verdad. En cambio hay muy pocas
referencias de este tipo acerca del Narrador. El discute la información de
los otros pero obviamente no discute la suya, pues ésta es la tarea de quien
está por encima de él, es decir, del Lector ante quien expone su investigación
autorizándole implícitamente a que haga la suya.
Uno de los procedimientos de ese Narrador es, como vimos, el desplaza­
miento metonímico de la información: la denominación de «garza guerrera»
se aplica a María Alejandrina, pero en la medida en que la obra cuenta
una altanera caza de amor, se aplica a Ángela Vicario. Del mismo modo
el lector puede preguntarse, cuando el juez sumariante escribe con tinta roja
en los márgenes de su investigación, refiriéndose a la entrada de Nasar a
casa de Flora Miguel por nadie de los presentes registrada, «La fatalidad
nos hace invisibles», si esa invisibilidad que es regida por la terrible moira
no es más estrictamente la del Narrador que no sólo está minuciosamente
liberado de cualquier sospecha, sino que además es tan invisible dentro de
la acción como para que nadie lo llame por su nombre. O puede preguntarse
si no es posible leer sobre un nivel metalingüístico la respuesta de Ángela
Vicario acerca de quién fue el culpable de su deshonra: «Fue mi autor».
No hay, sin embargo, develación de culpable. La novela juega dos
tendencias enfrentadas: por una parte acrecienta la expectativa, por la otra
rehúsa contestarla, conservando el misterio. A falta de otro eventual destinata-
rio de las sospechas, éstas no pueden sino concentrarse sobre esa invisibilidad
que es el Narrador innominado. No es otro que el propio Gabriel García
Márquez. Si, como el Narrador informa, los diversos personajes se interrogan
sobre el sitio y la misión que les asignó la fatalidad, ¿el lector no podrá
interrogarse a su vez sobre cuál es el sitio y la misión que le fue deparada
al Narrador? La novela propone, por boca del Narrador, una pareja culpabili­
dad e inocencia de todos, según el modelo estatuido por la tragedia griega.
Todos contribuyen, sin quererlo, al avance de la fatalidad y a la consumación
del sacrificio del inocente, al punto de que, llegados a la escena final, el
pueblo entero contempla su propio crimen, aunque todos puedan decir que
no lo han buscado y ni siquiera lo han aceptado. No es distinta la situación
del Narrador, aunque sí es quien mejor es justificado durante los sucesos
trágicos. Él es el único que no se enteró de los rumores que corrían por el
pueblo, pues estaba en la cama de María Alejandrina donde nadie podría ir
a buscarlo dado el secreto de sus relaciones, y él llega a la escena cuando
ya se ha perpetrado el sacrificio y Santiago Nasar agoniza. Nada supo, nada
pudo hacer, al menos en ese lapso. ¿Sería el único sobre el cual no hubiera
operado la fatalidad? ¿O ésta usó de él con anterioridad, haciendo que fuera
el responsable de la pérdida de la virginidad de su prima, Ángela Vica­
rio? ¿Sería éste el sitio y ésta la misión que le cupo en el agenciamiento
de la tragedia?
Si Ángela Vicario designó a Santiago Nasar como culpable, convencida
de que sus hermanos no se atreverían contra él y de ese modo protegiendo
a quien de veras amaba (al menos hasta ese momento), es comprensible
que una vez producida la catástrofe haya preferido no extenderla designando
a otro causante. Este sentimiénto de lo irreparable es el mismo que justificaría
el silencio del Narrador. Todas las confesiones de Ángela Vicario nos son
transmitidas directamente por el Narrador, no consignándose ningún otro
receptor de sus palabras, y el otro actor principal, Bayardo San Román, se
niega a hablar con él («me recibió con una cierta agresividad y se negó a
aportar el dato más ínfimo que permitiera clarificar un poco su participación
en el drama»). Si los silencios posteriores al drama pueden estar justificados,
en cambio podría caber, en ese juego de compensaciones de la conciencia
moral que se produce en los diversos partícipes culpables-inocentes, una
obligación: la de escribir toda la historia, para realzar, de ella, lo que había
tenido de altanera caza de amor; más aún, la de sólo poder escribir la
historia cuando a consecuencia del tardío reencuentro (cierto o imaginado)
de Ángela y Bayardo, el crimen atroz se hubiera trasmutado en terrible amor,

5. Del arte poético como fatalidad

Como el misterio se conserva intacto, como esta policial no concluye, según


las reglas del género, con el descubrimiento del responsable (y aun la
responsabilidad misma se diluye al máximo pues a todos cabe una cuota
casi igual), sólo nos queda un vagaroso universo de sospechas. Éstas cumplen
una función literaria mayor: gracias a ellas podemos hacer una segunda
lectura de la novela, alejada del rapsódico encantamiento de la historia
aparencial, alejada de su romántico juego de amor y muerte, alejada de su
cosmovisión trágica (fatalidad, inocencia, sacrificio), alejada de su alisado
populismo, pero en cambio cercana a un mundo moderno ardiente y cruel,
a la desatada fuerza del deseo, sobre todo cercana a la sapiencia de su escritura.
Este último es el componente que perturba la pasiva aceptación del
encantamiento convencional con que la novela aspira a fascinar a sus lectores.
La elaboración literaria es de sutil complejidad y refinamiento, a pesar de
los toques que allí y acá prolongan esa marca-de-fábrica que ha fijado el
estilo del autor en sus millones de lectores. Es una elaboración cuya moderni­
dad resulta alejada del universo pueblerino simple y nítido, de la historia
de amor y muerte que para muchos remedará las «bodas de sangre» lorquia-
nas, incluso de la cosmovisión que la alimenta y que se diría popular e
invariable. Todos estos elementos aparenciales, los más visibles por cierto,
se conjugan en la ya sabida visión popular —jocunda, brillante, intrépida—
del autor. Pero algo nuevo se le ha sumado que no pertenece al orbe de
los ingredientes sino a su elaboración: la precisión y destreza del diseño
narrativo, el riguroso «acabado» literario, la complejidad de la construcción
que sabiamente se esconde tras la difícil sencillez, la cautelosa acidez subyacen­
te que se contrapone al irisamiento seductor de las superficies.
A esa trasmutación atribuimos la aparición del narrador personal, quien
está sumido dentro de la novela y al mismo tiempo está fuera de ella
manejando coordenadas implícitas menos afines. Sustituye a los variados
narradores apersonales que en las obras anteriores del autor certificaban el
acontecer del mundo, decretando que aun las mayores inverosimilitudes
aparenciales eran certidumbres objetivas, porque si no estaban en los hechos
del mundo estaban en la imaginación de quienes los vivían de ese modo.
Ahora, el narrador personal introducido atestigua un margen de incertidum­
bre. No veo que pueda equipararse a la ambigüedad individual que sabia­
mente ha manejado Juan Carlos Onetti, poniendo sucesivas veladuras perso­
nales sobre la realidad para que sólo a través de ellas podamos verla. Parece
ser una versión modernizada de una tradición que han cultivado Juan Rulfo
y Joao Guimaraes Rosa: los narradores orales que reinterpretan el universo.
El Narrador de la Crónica de una muerte anunciada podría hacer suya la
reflexión del Narrador de Gran sertáo: veredas: «Serrón es esto, el señor
sabe: todo incierto, todo cierto».
El lugar que ha hecho el éxito artístico y popular de la literatura de
García Márquez es un cruce de dos coordenadas dispares: la que impulsa
una modernización narrativa abasteciéndose en el gran repertorio de la
vanguardia del siglo xx (tal como lo reclamó tesoneramente en sus juveniles
«jirafas» de El Heraldo de los años cincuenta) y la que conduce la tradición
cultural interna de su tierra con sus sabores, sus juegos, sus grandes lugares
comunes que, en la medida en que responden a un rica cosmovisión popular,
arrastran una sabiduría mileraria y son capaces de revivir en cualquier lugar
del planeta. Ese cruce de coordenadas se refleja en cada una de sus obras y
se traduce en los componentes temáticos o los tratamientos literarios. Si en
este último ejemplo que es la Crónica de una muerte anunciada no produce
el espectacular deslumbramiento que originó Cien años de soledad, es porque
viene tras una serie magnifícente y, además, porque maneja una disociación
sutil de las dos lanzaderas con que García Márquez ha tejido su espléndida tela.
Se lo puede apreciar con nitidez en el campo temático. La dualidad
fiesta/tragedia que sostiene toda la historia tiene una nítida procedencia
romántica, donde el baile de máscaras esconde y disuelve la responsabilidad
de la puñalada vengativa, pero al encarnar en un lugar americano y en un
universo casi familiar de entretejidas relaciones, se trasmuta en un tópico
no sólo de la literatura de García Márquez sino aun de esa vasta área del
trópico en que juegan mancomunados el esplendor de la vida y la corrupción
orgánica. La dicotomía amor/muerte se traslada a dos intensidades comple­
mentarias y enemigas: el coruscante despliegue de vitalidad a través de una
desbordada fiesta concurre a la carnicería de un asesinato pesadillesco, a la
autopsia repulsiva, a los olores descompuestos. Estos ambiguos lazos ya
estaban en El otoño del patriarca, pero también en las narraciones poemáticas
de Jorge Zalamea.
Se lo puede apreciar también en la contraposición sutil del orbe temático
y el de la construcción narrativa. Ya en La hojarasca se había definido una
que llamaría obsesión del escritor con el tiempo, proponiendo la máxima
concentración del acaecer temporal (la media hora puntual que dura la espera
junto al cadáver, del médico, para obtener la autorización de que se lo
inhume) y la máxima desperdigación de las vidas en el tiempo pasado y
en la múltiple sensorialidad de las historias superpuestas. Y ya en El coronel
no tiene quien le escriba se había intentado la reducción paralela estricta del
tiempo del acaecer y el tiempo de las vidas y las sensaciones, para que
pudieran caber en una misma medida pautada. Es una interacción constante
de fuerzas centrífugas y centrípetas que configuran la tensión de la escritura,
el equilibrio del discurso y la historia que se procura armonizar haciendo
que ambos descansen sobre un patrón de medición temporal. En la Crónica
de una muerte anunciada son unas pocas horas que van del fin de la fiesta
de bodas al sacrificio y a la autopsia, pero es al mismo tiempo una expansión
que se remite a la infancia de los protagonistas y a la incipiente vejez y,
más dificultosamente aún, es una superposición de acciones paralelas, tantas
como personas narrativas se cruzan en el pueblo. El principio de concentración
alcanza aquí su punto mayor, que es el de la brevedad del relato, las pocas
páginas de una escritura rigurosa como el mecanismo de un impecable reloj;
pero también alcanzan su punto máximo las proyecciones de pasado y futuro
y el paralelismo de las plurales acciones. Los cinco capítulos de la novela
rotan sobre concentración/expansión, y, a la vez, sobre superposición/
desplazamiento. Al primer capítulo que cubre la «hora señalada» entre 5 y 30
y 6 y 30, sigue a Santiago Nasar y estratégicamente lo pierde para cerrar con
el anuncio de su muerte, se suma un segundo capítulo por desplazamiento,
que se centra en Bayardo y Angela, los sigue desde el agosto anterior, se
concentra en la fiesta y los abandona a las 2 de la mañana cuando el nombre
fatídico de Santiago Nasar es pronunciado, y un tercer capítulo que vuelve
a reconstruir las horas, ahora entre las 3 y las 6 y 30 de la mañana, en
torno a los gemelos Pablo y Pedro Vicario, abriéndose progresivamente a la
copartipación del pueblo todo entre cuyo abigarramiento vuelven a perderse
estratégicamente los gemelos para cerrar otra vez con la anunciada muerte
de Santiago Nasar. El cuarto se abre con el simulacro de muerte que es la
autopsia, desplazándose y expandiéndose sobre los destinos futuros, los de
los gemelos y los de Bayardo y Angela hasta su reencuentro 27 años después,
en tanto que el quinto retorna obsesivamente, ahora a través de la meditación
inquisitiva, y, luego, a través del operático despliegue, a la «hora señalada»,
a la que por fin, luego de tantas postergaciones y de tantos anuncios sucesivos
desde la apertura de la novela, se le autoriza la exposición del instante
culminante, el sacrificio de Santiago Nasar, quien vuelve a morir, definitiva­
mente, en la última línea de la novela, luego de haber muerto tantas veces
antes y de haber sido despedazado en una autopsia que ha sido anterior a
su misma inmolación carnicera. En la realidad, se nos dice que la muerte
ha sido anunciada; del mismo modo, en la novela ha sido sin cesar anunciada
y sin cesar postergada, trasladando el suspenso del desenlace al suspenso
de la realización, tanto vale decir, a los mecanismos con los cuales la fatalidad
construye la trampa mortal, tanto vale decir, a los mecanismos con que el
escritor construye su trampa literaria.
Por otra vía llegamos así a una equiparación: la fatalidad, que es el
motor que articula acciones y criaturas, aprovechando tangencialmente lo
que de todas ellas sirve a su propósito fatal, el cual va trazando como un
impecable laberinto por encima de la voluntad expresa de quienes forzadamen­
te no son otra cosa que coyunturas de su construcción, esa fatalidad es el
Narrador. El la origina, él la consuma. Por eso es indispensable su presencia,
objetivada dentro del relato, con la misma cualidad de sombra subyacente
que en él juega la Fatalidad, con su misma invisibilidad. Si no de la realidad,
es sí la fatalidad del relato y, como ella, usa como divisa un verso de
Balbuena: «El reloj de la libre fantasía», combinando de este modo la absoluta
libertad (el absoluto poderío) con la precisión de lo que debe estar sujeto
a leyes rigurosas (la escritura literaria) suficientemente persuasivas para ser
aceptadas por los lectores.
Es una hazaña de la literatura, una hazaña escondida, pues prefiere
retirarse a la sombra, al misterio, para que nos seduzca su juego malabarista,
al que nos entregamos. Todos sabemos que el prestidigitador no es un mago,
pero tampoco desearíamos saber cómo hace sus trucos, porque es la limpieza,
sencillez y elegancia de sus pases, lo que nos fascina. Para resguardar el halo
mágico podemos ascender las operaciones del psiquismo a diosas menores,
y hacer de las analogías y condensaciones de la Metáfora, de los desplazamien­
tos y marginaciones de la Metonimia, de las absorciones de los conjuntos
en los componentes significativos menores de la Sinécdoque, poderes superio­
res. Pero aun así deberíamos sentarlas a la mesa para que compartieran los
naipes y el juego con un cuarto poder, que combate con ellas y contra ellas,
el Autor. La sapiencia con que éste lo hace da prueba de su madurez artística.

(Prólogo a Crónica de una muerte anunciada. Círculo de Lectores. Barcelo­


na, 1982)

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