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Materia: Cristología Curso 2° Año


Clase Nº: 3 (tres) Unidad: 2 (dos)

Profesor: Patricia Ortiz Fecha

II. EL MENSAJE DE JESÜS Y SU SIGNIFICADO.

1. Jesucristo Salvador.
2. Capitalidad cósmica de Cristo,
3. Cristo y la Iglesia.
4. Mensaje esencial de Cristo.
5, Actualidad del mensaje evangélico.

1. Jesucristo Salvador.
La historia bíblica es como un drama teológico en el que se enfrentan dos poderes antagónicos,
aunque desiguales: Dios y el espíritu del mal, y que se desarrolla a medida que se manifiesta el
designio salvador de Dios en la historia. La primera promesa de rehabilitación de la humanidad
caída se va concretando en las diversas promesas mesiánicas a través de la historia del pueblo
elegido, hasta culminar en la aparición de Cristo en la «plenitud de los tiempos» (Gal 4,4). Los
evangelistas presentan a Cristo como vencedor definitivo sobre el «poder de las tinieblas». Las
tentaciones en el desierto anticipan esta victoria de Jesús, y, más tarde, Jesús dirá que vio a
Satán cayendo del cielo como un rayo (Lc 10,18). Cristo es la «luz» que se enfrenta al «poder de
las tinieblas» (lo 8,12; 9,5; 12,46; Le 22,55); es la revelación plena del misterio salvífico de Dios;
«lo que hasta entonces era misterio de Dios es desde la encarnación el misterio de Cristo». Es lo
que expone esquemáticamente S. Pablo: «En Cristo nos eligió Dios antes de la constitución del
mundo... y nos predestinó en caridad a la adopción de hijos suyos por Jesucristo... en quien
tenemos la redención por la virtud de su sangre, la remisión de los pecados... para recapitular
todo en Cristo» (Eph1, 3-14).

Así, Cristo es el centro del orden cósmico y del soteriológico. Y durante su vida manifestó su
conciencia de Mediador y Redentor, pues da su vida «para redención de muchos» (Mc 10,45; 1
Tim 2,5; Heb 8,6). Nadie va al Padre sino por Cristo (lo 14,6), y por ello es «el Camino, la Verdad
y la Vida» (lo 14,16). Su sacrificio tiene un poder santificador (lo 17,19); es «la propiciación por
nuestros pecados» (Col 1,16), porque «la sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica de todo pecado»
(1 lo 1,7). Por eso, Jesús está anhelante del cumplimiento de su hora, es decir, del momento de
dar cima a su plan redentor decretado por el Padre (lo 17,1; Le 12,50).
Su muerte sangrienta tiene su complemento en la resurrección gloriosa. No se pueden disociar
ambos momentos, que forman parte del mismo plan divino de redención.
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La humanidad de Cristo ha sido el instrumento físico para realizar la misión redentora (Heb 5,1-9).
Ha experimentado todo lo humano, excepto el pecado (Heb 4,15-16). No vino «a juzgar al mundo
sino a salvarlo» (lo 3,16-17;12,47). La muerte de Cristo fue la causa de la liberación del hombre
del pecado (Rom 6,10; 1 lo 3,6-9; 1 Cor 1,8), satisfaciendo sobrenatural mente por los pecados de
todos (1 Pet 3,18; Rom 5,9-11). S. Pablo establece una antítesis entre Adán y Cristo: por e]
primero entró el pecado y la muerte, por el segundo la gracia y la vida (Rom 5, 12-19). Surge así
como una nueva creación de índole espiritual, ya que borró el decreto de muerte que pesaba
sobre la humanidad (Col 2,14;) Jesucristo vino a centrar al hombre en torno a Dios, del que se
había separado por el pecado, «dando testimonio de la verdad» (lo 18,37). Por eso, es la «luz del
mundo» (lo 14,6; 8,12). Todo su mensaje se ordena a despertar en el hombre el sentimiento de
dependencia filial de Dios Padre y providente. Con ello da solución a la angustia vital del hombre
y da sentido a la muerle y al dolor: «Si Dios es nuestro Padre, el dolor y la muerte no pueden ser,
como temían los paganos, una acción maléfica de démones malos, ni tampoco, como pensaba la
filosofía estoica, el resultado horrible de una dependencia fatal y férrea de la naturaleza, o como
creían los judíos, el castigo de una culpa personal, En su generalidad y necesidad el dolor se
presenta "más bien como expresión de la voluntad divina, de una voluntad paternal... El cristiano
puede sufrir y llorar, pero no desalentarse y desesperarse, porque es el Padre quien envía el
dolor» (K. Adam).Jesús nos hace conocer que esta vida no tiene sentido sino en función de la
eterna y nos revela la comunión e intimidad con Él a que Dios nos ha llamado.

2. Capitalidad cósmica de Cristo.


Jesús en su predicación alude no pocas veces; a su papel de juez del mundo al fin de los
tiempos, y S. Pablo relaciona la dimensión soteriológica de Cristo con su prioridad cósmica. En
las epístolas de la cautividad para hacer frente a lucubraciones gnósticas que empezaban a
pulular en el ambiente de las iglesias del Asia Menor, posponiendo Cristo a la intervención de
determinados seres intermediarios en el orden cósmico, afirma que Cristo es el «Primogénito de
toda creatura» (Col 1,15), y por eso al fin de los tiempos será glorificado por todo el cosmos (Col
3,4).
Sus frases son impresionantes: «Plugo (al Padre) hacer habitar en él toda la plenitud y por él
reconciliar consigo, purificando por la sangre de la cruz, todas las cosas, así las de la tierra como
las del cielo». El Apóstol destaca aquí la supremacía universal de Cristo, frente a las
concepciones gnósticas de los demiurgos, y resalta cómo Cristo poseyó la plenitud —pléróma—
de lo divino con todas sus perfecciones. Por eso puede reconciliar todas las cosas con Dios. El
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Apóstol considera todas las cosas, aun los materiales, fuera de su centro, que es Dios, porque
han servido al pecado del hombre apartado de Dios. ASÍ, «toda la creación hasta ahora gime y
siente dolores de parto espera de ser liberada de la servidumbre de la corrupción, para participar
en la libertad de la gloria de hijos de Dios» (Rom 8,20). La concepción es atrevida al par que
profunda teológicamente, pues considera toda la creación desordenada por el pecado del
hombre, que hace servir a las criaturas en contra de los fines impuestos por Dios.

Esta visión cósmica del misterio de Cristo se acerca en los últimos años de la vida del Apóstol en
su mensaje sobre el «recapitular todo en Cristo» (Eph 1,9-10), El mundo creado viene de la
unidad y tiende a la unidad, y Cristo es el instrumento de esa unidad: «Para nosotros no hay más
que un Dios Padre, de quien todo procede, y para quien somos nosotros, y de un solo Señor
Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también» (1 Cor 8,6). Todo fue creado en
Cristo: los cielos, la tierra, lo visible y lo invisible (Col 1,16). Al llegar la «plenitud de los tiempos»
Dios «recapitula» de nuevo todo en Cristo, es decir restaura, bajo la Jefatura de Cristo, triunfador
de la muerte por la resurrección, la unidad del cosmos perdida por el pecado, cosmos
ensamblado en la historia del hombre de modo definitivo, en la parusía. Así, frente a las teorías
gnósticas del pléróma, entendido como conjunto de eones emanados del Dios supremo. Pablo
presenta a Cristo como encarnando en él la plenitud o pleroma de la divinidad con todas sus
consecuencias de dominio absoluto (Col 1,19; 2,9)

3. Cristo y la Iglesia.
Al hablar Cristo de su Reino que identifica con el de Dios o de los cielos (REINO
DIOS), anuncia que durará hasta la consumación de los siglos (Mt 13,39.41), y prevé que su obra
se va a continuar en una sociedad organizada jerárquicamente, a la que llama Iglesia,
identificándola con el Reino de los cielos «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
Iglesia>> Yo le daré las llaves del Reino de los cielos» (Mt 16,18). La crítica liberal ha pretendido
desvirtuar los textos en los que Jesús alude a una futura sociedad jerárquicamente fundada por él
y continuada por sus discípulos. Es famosa la frase de A. Loisy: «Jesús anunciaba el Reino de
Dios y la Iglesia es lo que ha venido». M. Goguel afirma a su vez: «Jesús no ha instituido ni
previsto la Iglesia como ha comenzado a existir al día siguiente de su muerte... No obstante, el
nacimiento de la Iglesia no ha sido debido a causas extrañas que hubieran ejercido una influencia
perturbadora sobre el desarrollo de las consecuencias de la acción de Jesús. Ha sido debida al
dinamismo mismo de esta acción. La realidad es muy distinta, Veámosla en sus líneas centrales.
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Los Evangelios recogen dos ocasiones en las que Jesús emplea la palabra Iglesia (Mt 16,18;
18,17), y precisamente en ellas habla de una sociedad futura jerarquizada y lo hace como el
Mesías que viene a continuar y perfeccionar la antigua Ley o proceso de la Revelación, dando
una dimensión espiritual y universalista (Mt 5,17-19). Jesús afirma que Él es el culminador del
proceso de la Revelación, que en el A.T. se manifestó en instituciones Jurídicas concretas. Los
antiguos vaticinios profetices anunciaban una nueva sociedad teocrática en la que imperará el
sentido de rectitud, como fruto de la invasión del «conocimiento de Dios» en los corazones (Is
11,9), y basada en una nueva Alianza escrita en el interior del hombre (Ier. 31,31). Jesús recoge
esta perspectiva profética con una dimensión claramente espiritual, rompiendo con todas las
fronteras y limitaciones de clase y nación. Pero Jesús no es un soñador, sino que sabe que los
hombres en lo espiritual tienen que, vivir vinculados socialmente bajo una autoridad. Por eso
empezó a rodearse de discípulos —talmidim— que le seguían en sus correrías apostólicas, a los
que explicaba los misterios del Reino de un modo especial. En esta sociedad embrionaria no hay
más aglutinantes que el propio Maestro, como sucedía en las antiguas sociedades proféticas y en
la del Bautista (lo 1,37-42). Con todo, del grupo general de los discípulos Jesús eligió a Doce
como porción selecta, núcleo de la futura sociedad religiosa cuando Él falte; los utilizó como
colaboradores en su ministerio (Mc 3,14; 9,14.28; Le 9,1-6). Les exigió abandonar todo lo que
tienen para colaborar en su obra apostólica (Mc 10, 12.28), y la práctica heroica del nuevo ideal
de desprendimiento y de amor al prójimo, a base del espíritu de servicio (Mc 10,43.44). Por otra
parte, no les prometió sino persecuciones, que deben soportar con alegría como testigos de su
mensaje (Lc 24,48; Act 1,8). Así, «el cristianismo es una religión de testimonio: el Hijo de Dios se
encarna para testificar lo que ha visto junto al Padre, y envía a sus discípulos para comunicar el
misterio del Reino de Dios que han recibido».
Jesús, al configurar la futura sociedad religiosa, no piensa en una sociedad amorfa, sino que
confiere a los Doce el poder de «atar y desatar», es decir, de imponer preceptos y de
dispensarlos (Mt 18,18). Los representantes de esta nueva sociedad espiritual pueden lanzar el
anatema de exclusión contra el contumaz, como ocurría en las sinagogas judías. Así, los
Apóstoles están revestidos de poder para admitir o expulsar a los presuntos candidatos del Reino
de los cielos. Se trata de una potestad coactiva y jurídica, conferida a ellos como representantes
suyos: “cuanto atareis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto desatareis en la tierra será
desatado en el cielo”. Es lo que concretará más al despedirse de ellos después de la
resurrección: «a quienes perdonareis los pecados les serán perdonados; a quienes se los
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retuvierais, les serán retenidos» (lo 20,23). Jesús les había dicho que serán la levadura en el
nuevo Reino, y «la sal de la tierra y luz del mundo» (Mt 5,13); deben anunciar el perdón de los
pecados y la penitencia (Lc 24,27). Por eso, les envía a predicar y a bautizar por todo el orbe,
para que continúen el mensaje de liberación del pecado (Mt 28,19; Lc 16,15- 16). Son los
continuadores de la obra de Jesús: «Me ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra Id y
enseñad a todas las gentes... enseñándoles todo lo que les mandé que guardareis». Y este poder
no quedará limitado al tiempo de los Apóstoles, ya que su mandato y delegación perdurará por los
siglos: «Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mt 28,18-20; Mc 16; 15-16;).
Del grupo de los Doce emerge desde el principio un personaje que humanamente no es quizá el
más dotado para la misión que se le va a asignar. Al verlo por primera vez, con vistas a la futura
función directora que va a ejercer, Jesús le saluda llamándole Kefas, «piedra», sin dar explicación
de ello (lo 1,42). Más tarde, en la confesión de Cesárea de Filipos, Jesús explica el sentido de el
sobrenombre simbólico: va a ser la piedra inconmovible sobre la que se asentará su futura Iglesia;
como tal, se constituirá en «llavero» para permitir o denegar el acceso al Reino de los cielos (Mt
16,17-18). En efecto, ya durante la vida de Jesús, el apóstol Pedro destaca entre el resto del
colegio apostólico. Aparece el primero siempre en la lista de los Doce (Mt 3,16; 10,2; Lc 6,14; Act
1,13); se habla de «Pedro y sus gentes» (Mc 1,36; Lc 9,32; 8,45). Pedro responde en alguna
ocasión en nombre de los Doce (Mc 8,29) como si fuera el portavoz de éstos ante el Maestro; en
la escena de la Transfiguración es el que propone levantar tres tiendas (Mc 9,5); en nombre de
los Doce pregunta cuántas veces hay que perdonar (Me 18,21); y en nombre de los Doce pide a
Jesús que explique la parábola (Le 12,41), Los encargados de percibir los tributos se dirigen a
Pedro como persona más representativa del grupo para preguntarle si Jesús y los suyos han de
pagar el censo; y es Pedro el que recoge la moneda del pez para pagarlo (Mt 17,24). Después de
la resurrección el ángel dice a las mujeres que visitan el sepulcro: «Id a decir a sus discípulos y a
Pedro que Jesús les precederá en Galilea» (Me 16,7). Finalmente, Jesús le nombra «pastor» de
su grey (lo 21,15-17), dando así cumplimiento a las .palabras que le había comunicado en la
última Cena; «Simón. Salan os busca para zarandearos como trigo, pero yo he rogado por tí para
que no desfallezca tu fe; y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22,32).
Conforme a los mandatos de Cristo, los Apóstoles comienzan a gobernar la Iglesia después de su
muerte, considerándose investidos de los poderes de Cristo en orden a la organización de su
Reino naciente. Pedro preside este colegio apostólico, proponiendo y decidiendo la incorporación
de Matías. En nombre de los Doce, Pedro toma la palabra el día de Pentecostés (Act 2,12-13); los
Apóstoles colectivamente presiden la primitiva comunidad cristiana (Act 2,42-43); distribuyen los
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bienes entre los pobres (Act 4,34-35); establecen diáconos como auxiliares suyos (Act 6,1-6);
envían a Bernabé como delegado para gobernar la nueva comunidad de Antioquía (Act 11,20-26);
y, después, reunidos en concilio, y bajo la presidencia de Pedro, deciden sobre las cuestiones
disciplinares planteadas por los judeo-cristianos en sus relaciones con los de procedencia
gentilicia (Act 15,1 ss.).
Todo esto prueba que los Apóstoles se consideran investidos por Cristo de una autoridad
jerárquica en orden al gobierno de la Iglesia universal; y los cristianos la aceptan con toda
naturalidad. Además, también se muestra cómo obran con frecuencia colegialmente en el
gobierno general de la Iglesia dispersa ya por gran parte del Imperio romano. Pedro, sin embargo,
mantiene la supremacía, y en nombre de todos se dirige a los judíos (Act 2,38-40) y a los
magistrados (Act 4,8-12); recibe al primer gentil (Act 10,1 ss.); en el Concilio de Jerusalén habla
para dictaminar que la Ley mosaica no obliga a los cristianos (Act 15, 7-11); y Santiago se levanta
para adherirse a la decisión de Pedro (Act 15,13-20). S. Pablo dice en Gal 1,1S que fue a
entrevistarse con Pedro para que diera el visto bueno a su doctrina, con lo que reconoce su
autoridad suprema en la Iglesia. De esle modo en la Iglesia primitiva se interpretaba la promesa
de Cristo (Mt 16,16-18) como la colación de unos poderes excepcionales a Pedro, que no eran
compartidos por los demás del colegio apostólico, dentro de la potestad de «atar y desatar»
conferida a todos. Es la roca (por eso en Ia primitiva Iglesia se le llama preferentemente Kefas),
garantía de la permanencia de la futura sociedad religiosa. La Iglesia, pues, es concebida por
Cristo como una sociedad Jerarquizada y controlada por la autoridad, y no como una asociación
piadosa de tipo exclusivamente «carismático».
S. Pablo, por su parte, desentraña el contenido místico de la nueva sociedad religiosa,
considerándola como cuerpo y plenitud del mismo Cristo (Eph 1,22), en la que, por tanto, habita
también la «plenitud de Dios» (Col 1,19; 2,9); y en sentido dinámico como fuente de santificación
de los que creen en él. Cristo es la Cabeza de este cuerpo espiritual (Col 1,18), y como tal ejerce
una influencia en sus miembros (Col 2,19; Eph 4,16).

4. Mensaje esencial de Cristo.


Jesús tenía conciencia de su magisterio superior, y así se sitúa por encima de la Ley (Mt 9, 21,
22. 34), y con todo énfasis dice que es el único que merece el título de Rabbi o Maestro (Mt 23,
10; lo 13,13). Jesús no es, en efecto, un mero intérprete de la Ley, sino que anuncia un mensaje
nuevo, dirigido no sólo al pueblo israelita, sino al corazón del hombre en toda su universalidad, sin
limitaciones raciales ni sociales. Ahora bien, ¿cuáles son los elementos esenciales de este
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mensaje liberador de la humanidad? Podemos señalar —obviamente, sin pretensiones


exhaustivas— varias ideas centrales; a) Dios Padre y providente; b) el Reino de Dios y su
dimensión eclesiológica; c) el amor al prójimo; d) el espíritu de renuncia con vistas a la vida
eterna.
a) Dios Padre y providente. La idea de la paternidad divina no es desconocida en el A. T. Así; «SÍ
yo soy tu Padre, ¿dónde está el honor que me debes?» (Mal 1,6), son palabras de Yahwéh,
refiriéndose al pueblo infiel. El Dios del Sinaí, lleno de majestad y de justicia, castiga hasta la
cuarta generación, aunque tiene misericordia hasta la milésima (Ex 20.5-6). Tiene especial
providencia de los desvalidos (Ex 22,22; Dt 10,18; 26,12; ler 7,6). Al mismo tiempo es el Santo, el
trascendente, ante el cual el israelita se postra con temor (Is 6,2 5). Los judíos del tiempo de
Cristo evitaban pronunciar el nombre de Yabwéh, sustituyéndolo por circunloquios como «cielos»,
«poder», «majestad», para no profanarlo- Las escuelas rabínicas exageraban este alejamiento de
lo divino, exigiendo purificaciones rituales, no siempre exentas de hipocresías. Frente a esta
concepción Jesús predica la religión «en espíritu y en verdad» (lo 4,24), y se sitúa dentro de la
panorámica más alta del mensaje de los antiguos profetas, cuyo espíritu puede resumirse en el
famoso texto de Dt 6,4; «Escucha Israel: Yahwéh tu Dios es único. Amarás a Yahwéh tu Dios con
todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas». Es el
programa que el Maestro propone al doctor de la Ley que le interroga sobre el camino hacia la
vida eterna (Mc 12,29-30; Mt 23,37-38; Lc 10,27).
Dios, que es trascendente, está sin embargo en contacto providencial con sus criaturas,
especialmente con el hombre, por eso merece el nombre de Padre (Mt 25,9). En labios de Jesús
el vocablo Padre aplicado a Dios tiene un doble significado, ya que unas veces se refiere a la
paternidad de Dios como creador y providente sobre todas las creaturas, y especialmente sobre
los hombres, mientras que otras veces tiene un sentido muy personal, en relación con el misterio
de su persona (v. ni, 1). Los discípulos deben iniciar sus oraciones con la frase «Padre nuestro,..»
(Mt 6,9-10; Lc 11,2). Supuesta esta actitud paternal de Dios, el hombre debe pedir con confianza;
«Pedid y se os dará» (Le 11,9-11; Mt 7,7-11). El Padre celestial es tan solícito que se preocupa
de los pajarillos (Mt 6,26), de los lirios del campo (Mt 6,30), haciendo llover sobre justos y
pecadores (Mt 5,45).
Jesús predica la entrega confiada a la Providencia divina. pero el Dios paternal es también
exigente en el cumplimiento del deber; «Al que se le dio mucho, se le reclamará mucho» (Le
12,48); «no se puede servir a dos señores, a Dios y a las riquezas» (Mt 6,24); ante todo están los
valores espirituales del Reino de Dios: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo
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demás se os dará por añadidura» (Mt 6,24-34; Lc 12,13,22) Con ello Jesús no quiere fundar una
sociedad de ociosos que se despreocupen del trabajo y de sus problemas vitales, sino que insiste
en los valores eternos y permanentes del espíritu, lo «único necesario» (Lc 10,42). El mensaje de
Jesús se mueve siempre dentro de la dimensión trascendente de los intereses eternos del alma
humana. Su reino «no es de este mundo» (lo 18,36); por eso llama binaventurados a los pobres,
a los afligidos, a los que no encuentran su felicidad en esta vida, pues «su recompensa es grande
en el cielo» (Mt 5,1-12), y de ellos es el «Reino de los cielos» (Mt 5,1 ss.). Para Jesús hay dos
realidades profundas en la vida; la presencia del Padre celestial en todo, y el destino eterno del
alma humana. En efecto, la perspectiva de la eternidad domina las enseñanzas del Maestro; lo
temporal es caduco que «la polilla y la herrumbre carcomen» (Mt 6,19-20).
Esta predicación de Cristo sobre el destino trascendente del hombre culmina en la revelación de
la intimidad a la que Dios, de modo absolutamente gratuito, ha decidido llamar al hombre; y,
consiguientemente, en la revelación de la vida íntima divina, es decir, del misterio de la Trinidad,
que constituye la cumbre y el centro del mensaje neotestamentario.
b). El Reino de Dios. La predicación de Jesús se abre con una invitación a la penitencia porque el
Rino de Dios está cerca (Mc 1,15; Mt 4,17). En la plegaria que enseña a sus discípulos se pide:
«Venga tu Reino (Mt 6,10; Le 11,2). Y sus parábolas tratan de exponer las diversas facetas de
este Reino de los cielos (Mt 2; 24,14). En el A. T. la expresión «Reino de Dios» aparece por
primera y única vez en Sap 10,10, pero es frecuente en la literatura rabínica, con el sentido de
una teocracia mesiánica dentro de las concepciones exclusivistas y nacionales de Israel. En el
libro de Daniel se habla del «Reino de los santos» (Dan 2,44; 7,24). Jesús da, desde el principio,
una dimensión puramente espiritual «Reino de Dios», cuyo desarrollo implica varias etapas unas
veces lo presenta como un fermento secreto que va transformando la sociedad, sin ostentación y
lentamente (Mt 13,33), hasta la consumación de los siglos, cuando el tiempo dé paso a la vida
eterna; otras como el grano de mostaza que va creciendo poco a poco, «El Reino se ha cumplido
de una manera decisiva, pero queda una realidad en marcha, que no cesa de acercarse y crecer;
dinamismo que se ejerce tanto en los individuos como en la colectividad. El Reino de Dios ha
hecho su aparición en Jesús en es su primera etapa». Hay una segunda que comienza con la
muerte y resurrección del Maestro: «La Alianza Nueva abre una nueva economía, un estado
particular del Reino». La institución de la Eucaristía es el lazo de las dos economías; Haced esto
en memoria mía» (ib., 48). Jesús prevé que en este segundo estadio los discípulos, sus
continuadores, deben organizarse social y jerárquicamente; surge así la Iglesia inmersa en el
mundo como fuerza espiritual militante (v. 3).
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Finalmente, en el horizonte mesiánico del Reino hay una tercera etapa con perspectivas
escatológicas. Jesús dice ante el Sanedrín, ¡que vendrá al fin de los tiempos! con poder judicial
(Lc 21,25-28; Mt 24,29-31; Mc 13,24.)
Después de su decisión judicial al fin de la historia (JUICIO PARTICULAR Y UNIVERSAL;
PARUSÍA) iniciará el Reino definitivo destinado por el Padre a los elegidos (Mt 13,40;). De este
modo, el Reino de Dios es concebido como una realidad dinámica y fluida, que se enriquece a
medica que los designios divinos se cumplen en la historia o en la metahistoria Como dice A.
Feuillet: «En el mensaje de Jesús hay una tensión entre la presencia actual del Reino in mysterio
y su consumación futura. Pero esta tensión no es contradicción... En el fondo, en efecto, el Reino,
que es de origen divino, debe ser considerado como intemporal, o mejor, como supratemporal...
La futura venida del Reino se obra en todo instante, pues la hora final de cada hombre llega
cuando se exige una decisión de él. Como es siempre el mismo Dios el que obra en la historia,
existe un lazo estrecho entre el Reino presente y el futuro» (Introduction a la Bible, II, Tournai
1959; 779-780).
c) Amor al prójimo. El mensaje de Jesús supone vinculación esencial al Dios Padre. Pero ¿cómo
se muestra el amor al Padre? Viviendo para Él y amando todo lo que Él ama. La vida y doctrina
enteras de Jesús son una concreción y explicitación de su gran invitación: «Sed perfectos como
vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Al doctor que le interroga por lo esencial de la Ley.
le responde; «Amarás al Señor, tu Dios... Es el mandamiento mayor. El segundo es semejante a
éste; amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos mandatos penden la Ley y los profetas»
(Mt 22,37-40). Al despedirse en la última Cena deja esta consigna a sus discípulos: «Un mandato
nuevo os doy: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado» (lo 13,34). En el sermón
programático había dicho que era preciso amar hasta a los enemigos (Mt 5,47). El amor a los
demás es, pues, precepto central de la ley y prolongación del amor debido a Dios.
Es algo totalmente nuevo en la historia de la moral religiosa de la humanidad. Los estoicos
predicaban una cierta fraternidad universal conforme a sus esquemas panteístas. Confucio había
dado la famosa regla de oro: «No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti». Es en
realidad una fórmula ordenada a facilitar la convivencia humana, sin vinculación afectiva entre los
individuos. Jesús se sitúa en otra perspectiva con una nueva dimensión: «Todo lo que queréis
que se os haga a vosotros, hacedlo a los demás» (Mt 7,12; Le 6,31). Pero, sobre todo,
fundamenta la fraternidad universal no tanto en valores meramente humanos, cuanto en el hecho
de que todos los hombres son hijos de Dios y tienen un alma que salvar. Por eso exige un espíritu
de perdón ilimitado a las ofensas (Mi 18, 22); en la oración al Padre celestial se pide que perdone
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los pecados, pero en el supuesto de haber otorgado el perdón antes el orante a los demás que le
han ofendido (Mt 6,12). En el día del juicio cada uno será juzgado según el espíritu de
desprendimiento y de ayuda a los demás (Mt 25,31-46).
d) Espíritu de renuncia. Jesús establece los pilares del Reino con unas frases inconcebibles para
quien se sitúe en un ambiente de expectación mesiánica temporalista: «Bienaventurados los
pobres... los que sufren... los hambrientos...» (Mt 5,1 ss.). Esto supone una neta inversión de
valores: nada de ansias de riquezas, ni de concebir la vida como una fiesta meramente humana,
ni de espíritu de desquite. Jesús exige, para que el alma esté libre espiritualmente, que se vacíe
de cuidados temporales excesivos, imponiendo una actitud de ascesis y renuncia continua
(DESPRENDIMIENTO), Los bienes materiales son buenos en sí, pero pueden comprometer los
intereses espirituales, porque el hombre se apega a ellos con exceso olvidando lo único
necesario. Por eso, para seguir a Jesús, es necesario tomar su cruz, ya que no vino a traer la
paz, sino la espada (Mt 10,34): «Si alguno quiere venir en pos de Mí, tome su cruz y sígame» (Mt
16,24-26; Mc 8,34-37; Lc 9,23-25). No se puede servir a dos señores, a Dios y a las riquezas (Mt
6,24); «¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?» (Lc 9,23). Lo efímero
tiene valor en cuanto se ordena a los intereses eternos del alma (Lc 10,42)
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Materia: Cristología Curso 2° Año
Clase Nº: 3 (tres) Unidad: 2 (dos)

Profesor: Patricia Ortiz Fecha

5. Actualidad del mensaje evangélico.


Ante estas expresiones radicales algunos han afirmado que la ética cristiana no es realizable o
que Jesús era un asceta que no valoraba las nobles alegrías y satisfacciones de la vida.
En realidad, Jesús considera todas las cosas en su dimensión más profunda: la religiosa; su
misión es la de rehabilitar espiritualmente al hombre sumergido en el pecado, pegado a lo
temporal y a lo efímero. Jesús ve al Padre siempre «obrando» (lo 5,19; 9,4), y en las cosas ve
siempre al Dios creador y providente. La felicidad plena del hombre está en la unión con su
Creador. No exige a los suyos que huyan del mundo y prescindan materialmente de todas las
cosas temporalea —lo que no sería posible, porque el hombre necesita de ellas para su vida--
sino que se liberen espiritualmente de ellas, considerándolas como provisionales y efímeras en
comparación con lo permanente y eterno. «Para Jesús no hay naturaleza muerta, En el monte, en
el río, en las flores y en los pájaros, y ante todo en el hombre, el alma de Jesús descubre lo más
vivo y profundo... Y así, el contacto con el mundo es el contacto con la voluntad del Padre». Por
ello. Jesús toma una actitud positiva y optimista ante la vida, sin huir de ella. No predica un
dualismo irreconciliable al estilo maniqueo, entre las cosas y Dios, sino que «el amor a la
naturaleza y a lo natural no es para él un ensueño sentimental, como lo es para los poetas del
romanticismo. Nada hay en Jesús de un culto a la naturaleza, sino que ésta es para él la
expresión de la voluntad de Dios. Su amor a la naturaleza es una nueva forma de
amar a Dios» (K. Adam, o. c., 12).
Por eso Jesús vive profundamente en contacto con los hombres de la sociedad de su tiempo; y
lejos de huir de ellos como un anacoreta, trabaja durante muchos años con sus manos, vive en el
seno de una familia, y se deja invitar a convites y bodas (Lc 5,29; 7-36; lo 2,11), buscando la
ocasión de levantar los corazones de los asistentes hacia lo «único necesario». En efecto, el
espíritu de Jesús está muy lejos del jansenismo rígido, y de la exterioridad farisaica, y así quiere
que sus discípulos al ayunar no presuman de ello (Mt 6,17). Jesús no tiene un sentido negativo de
la vida. Es realista, ya que sabe que el fondo del alma humana no es ni rosa ni negro, sino mixto.
Por eso sabe apreciar lo que hay de bueno en el hombre, y busca rehabilitar al pecador. El
corazón del hombre está enfermo, atraído por dos polos opuestos —el del espíritu y el de la
materia— y trata de orientarlo hacia lo que le ennoblece y salva. Nunca se dejó llevar de ingenuos
espejismos idealistas: «Nada hay en él de cansancio del mundo, de dolor impotente, ni de huida
cobarde... Jesús no ha rehuido la vida, como tampoco ha sido subyugado por ella. Jesús ha
dominado la vida» (K. Adam, o.c., 19)
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Materia: Cristología Curso 2° Año
Clase Nº: 3 (tres) Unidad: 2 (dos)

Profesor: Patricia Ortiz Fecha

Frente a los hombres tiene una actitud de entrega incondicional y al mismo tiempo de reserva.
Sabe que debe dar su vida por ellos, pero «no se confiaba en ellos... porque Él sabía qué hay en
el hombre» (lo 2.24-25). Por eso hay una cierta soledad que le aísla del ambiente. Éste es el gran
misterio de su alma absolutamente unida a Dios. Jesús, como el grano de mostaza, tuvo que
ocultarse y morir para dar mucho fruto (lo 12,24).
Para la sociedad moderna, inmersa en un profundo materialismo, el mensaje de Jesús es una luz
salvadora. Sólo sobrenatural izando los valores humanos se puede pensar en un humanismo
auténtico desde el ángulo evangélico. La actitud de «prosternación ante el mundo» (Maritain), de
moda en pleno siglo xx, es ponerse de espaldas al mensaje evangélico, que para salvar lo
permanente y espiritual del hombre exige una actitud de reserva ante el desbordamiento del
hedonismo, del egoísmo, del materialismo y del sensualismo, que caracteriza a la sociedad
moderna, que trata de encontrar su centro en lo efímero que «la polilla y la herrumbre carcomen»
(Mt 6,19-20). Sólo un mínimo espíritu de renuncia y de ascesis puede salvar la dignidad del
hombre en su dimensión más noble.
Por otra parte, Jesús no quiso inmiscuirse en los problemas específicamente temporales. Así,
ante la cuestión política de la época, la justificación de la ocupación romana del país judío. Jesús
dio la respuesta; «Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César» (Mt 22,21; Mc
12,17; Lc 20,25), dejando a la conciencia ciudadana de cada uno juzgar y actuar. Igualmente
rehusó intervenir en un asunto de repartición de herencias familiares. Nunca alude al problema de
la esclavitud y de la rehabilitación económica y social de los pobres, aunque fustiga acremente a
los ambiciosos que sólo se preocupan de llenar sus graneros. Su misión es mucho más alta que
la de organizar la promoción social, ya que vino a salvar al hombre del pecado en orden a su
salvación eterna. La valoración sobrenatural de la vida y la práctica de la fraternidad universal, en
su sentido más heroico, serán la base de una sociedad más justa y equitativa: «Buscad primero el
Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt 6,33).

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