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LA ESCUELA, ¿INSTITUCIÓN

REPRODUCTORA O TRANSFORMADORA?
Abr 2, 2016 NURIA TORRIJOS

Nueve en punto de la mañana. El silencio de los pasillos comienza a resquebrajarse con


las voces de los niños que van subiendo por las escaleras y, de nuevo, las mismas palabras
con tono cansado encabezan un nuevo día en la sala de profesores.

Desde el momento en que un maestro entra en su aula, comienza un guión que


rutinariamente se rige por una serie de frases protocolarias: “Abrid el libro por la
página…”, “Hacemos los ejercicios…”.

Este tipo de dinámica no hace sino mermar lentamente la curiosidad del alumno, pues no le
da la opción de pensar “¿qué va a pasar ahora?”. Aunque el profesor tampoco queda al
margen, pues el mero hecho de ceñir su enseñanza a unas pautas preestablecidas termina
por minar su creatividad como docente, al tiempo que destruye sus inquietudes por
aprender de la mano de sus alumnos, cayendo en lo que se conoce como síndrome de
burnout. Pues si hay algo que debemos tener claro es que un maestro desmotivado, al
intentar enseñar, nunca podrá motivar a un alumno a aprender.

Tal vez la educación deba enfocarse más a la sabiduría que al simple conocimiento, pues
como apuntó Ortega y Gasset (1929), en su obra La rebelión de las masas, “El ser
humano tiene interna una bomba de relojería, y es la búsqueda de la verdad”, sin embargo,
el reloj que lleva la cuenta atrás de esa esperada explosión, va perdiendo cuerda cada vez
que un maestro se esconde tras ese escudo de protección llamado “libro de texto”, que
impide que su posición de “sabelotodo” pueda ser vulnerada.

Ahora bien, la pregunta es: ¿existe un libro lo suficientemente bueno como para despertar
en un niño la necesidad e ilusión por saber más, por encima de todo el bombardeo sensorial
perpetrado por sus profesores? ¿Acaso el material editorial, sin más, puede convertir al niño
en un sujeto activo en su aprendizaje?, ¿o, por el contrario, lo estanca como receptor
pasivo?
Libro de texto = ‘escudo de protección’

NI
NECESIDADES E INQUIETUDES

Seguimos empeñados en aferrarnos a la idea de continuar impartiendo unas clases propias


del s. XIX en pleno s. XXI, obviando que los tiempos han cambiado, y con ellos las
necesidades e inquietudes de nuestros estudiantes. Pero no solo es una perspectiva de
todavía demasiados profesores, sino también de muchos padres. Cierto, son los libros con
los que hemos ido al colegio toda la vida, pero eso no garantiza que por ser lo tradicional
sea lo mejor. El problema es que romper con lo ya conocido da miedo, ¡pavor, en verdad!,
pero ¿por qué?

Sir Ken Robinson, experto en educación y creatividad, en muchas de sus charlas,


menciona que los niños se arriesgan, porque no tienen miedo a equivocarse. Son los adultos
(padres, maestros, vecinos, etc.) los que eliminamos en la educación esa espontaneidad y
atrevimiento a través de la estigmatización del error, de la corrección de los fallos con ese
bolígrafo rojo que pareciera venir adjunto al título en un “kit del mal profesor” que uno
gana al acabar la carrera.

¡Cuidado, compañeros! Pues procedemos de un sistema que desaprueba el fallo, tradición


que insistimos en perpetuar porque es lo que se ha hecho toda la vida, de ahí que la escuela
sea vista desde dos prismas: como institución reproductora o como institución
transformadora. Tenemos que ser los primeros en darnos cuenta de que se necesita un
cambio, y comenzar a trabajar en ello desde abajo, sin esperar grandes leyes educativas,
que no hacen otra cosa que arañar la cultura escolar. Dar una clase no es cumplir con un
horario, una programación e impartir los contenidos del día.

Dar una clase implica formar ciudadanos competentes para la vida, abrir
mentes y educar corazones, y eso no nos lo enseñan los libros de texto.

Después de todo, ser competente engloba saber, saber hacer, pero no siempre saber ser, por
lo que la escuela ha de enfocarse, tal como se plantea en la UNESCO, (2015), en la cabeza,
en las manos y en el corazón de los alumnos en igual medida, en su informe Replantear la
educación ¿hacia un bien común mundial?
…eso no garantiza que por ser lo tradicional
sea lo mejor

Perder el miedo, dejar de pensar en el qué dirán y comenzar a arriesgarse para


revolucionar las aulas puede ser, sin duda, la mejor decisión de un maestro para dejar de
enseñar y empezar a educar. Para mudar esa áspera piel de profesor y mutar en algo más
bello. Tenemos el poder de influir con nuestro ejemplo a las futuras personas encargadas de
sustentar el mundo en el que vivimos, responsabilidad que todavía nos pertenece. Aunque
no es un cometido fácil.

A lo largo de mi vida he tenido el privilegio de coincidir con maestros y profesionales


cargados de proyectos e ilusiones frustradas que nunca se hicieron realidad, pues carecieron
de apoyo por ser tachados de idealistas. El docente jamás podrá desarrollar su labor como
si fuera un llanero solitario, ya que necesita el apoyo de sus compañeros, de las familias y
de la comunidad en general. Si Finlandia está donde está es por la calidad de sus profesores
y por el respeto y apoyo que se les brinda. Pero aun así nos empeñamos en llevar nuestro
día a día en las aulas bajo la premisa de “Yo, mientras no se metan en mi clase”. ¿Por qué?,
¿Por qué sentimos ese rechazo a que se metan en nuestras aulas?

…en la cabeza, en las manos y en el


corazón

Las experiencias más gratificantes y enriquecedoras que he tenido a lo largo de mi


carrera profesional nunca fueron por un trabajo aislado, sino colaborativo. El todo, como
sabemos, es más que la suma de sus partes. Incluso cada vez tenemos más posibilidades de
colaborar con más gente gracias a las TIC (Tecnologías de la Información y la
Comunicación), pues nos permite romper con las barreras de la distancia. Entonces, si
vivimos en una época que algunos consideran como una “sociedad de la información”
¿por qué no vamos más allá y la transformamos en una “sociedad del conocimiento
compartido”?

Hace unos meses, decidí embarcarme en un proyecto inspirado en las comunidades de


aprendizaje a través de un blog llamado “El blog de los retomáticos”.

En él, alumnos de diferentes colegios de España se envían vídeos en los que


proponen y resuelven retos matemáticos.

Aunque soy muy consciente, de que lo que empezó siendo una idea no podría haber
prosperado nunca sin el “adelante” de José Fernando, director del CRA Fuente Vieja de
Mira (Cuenca) en el que trabajo, sin los “cuenta conmigo” de Mari Ángeles, Elena,
Ignacio, María, Beatriz, Noelia…, sin los “me encanta la idea ¿en qué puedo ayudarte?”
de Laura, Luis, Sara, Víctor, Amparo, Teresa, Alicia, María José, José Luis… Pero, sobre
todo, sin la ilusión de los alumnos y sus padres por hacer de lo que empezó siendo una
“idea loca” una realidad, gracias a la cual estamos aprendiendo más los profesores de los
alumnos que ellos de nosotros.

Pero para llegar hasta aquí un día tuvimos que levantar la vista del libro y aventurarnos a
aprender a partir de los enigmas que nos rodean, prescindiendo de una guía didáctica como
único recurso que nos da las soluciones y evita que nos arriesguemos a equivocarnos, para
posteriormente aprender de nuestros errores. Hoy en día las respuestas pierden valor. Lo
que importa son las preguntas.

…estamos aprendiendo más los profesores de los


alumnos que ellos de nosotros

De esta forma nos dimos cuenta, por ejemplo, de que la división no solo es una algoritmo
escrito en una hoja de papel, sino un puñado de caramelos que quiero compartir con mis
amigos, o de que las fracciones no son un numerador escrito sobre un denominador, sino
un pastel de cumpleaños que tiene una pinta exquisita.

De manera que, compañeros, arriesguémonos a equivocarnos al revolucionar nuestras


aulas, pues es en esencia, uno de los grandes males de la educación actual el hecho de
persistir en una metodología de enseñanza tan obsoleta como improductiva.

Hoy en día las respuestas pierden valor,


lo que importa son las preguntas

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