mirada severa al malhechor que estaba en pie frente a él.
El acusado, con la cabeza bien
erguida, parecía no tener conciencia de la importancia de su crimen.
— Ha pecado usted gravemente contra los planes cósmicos que
yo había trazado; más gravemente de lo que usted cree —le dijo —. ¿Sabía, sin embargo, que está prohibido propagar ideas contrarias al orden establecido?
El acusado no respondió.
— Usted conocía las consecuencias de un acto de tal gravedad —
continuó diciendo el gran mago —, por lo tanto, será usted trasplantado.
El condenado perdió de pronto toda su seguridad y cayó de
rodillas. — ¡No, por favor, se lo suplico! — gritó —. Hágame sufrir aquí durante miles de años, durante todo el tiempo que crea necesario. Pero no me condene al más atroz de los suplicios.
Impasible, el gran mago apretó el botón de esmeralda que había
sobre su mesa de trabajo.
Brotó un resplandor color malva.
Y en el lugar donde el condenado se encontraba hacía sólo unos
instantes, no se veía ya nada.
Al mismo tiempo, allá abajo, en la Tierra, un llanto infantil
anunciaba un nuevo nacimiento. FIN
Hageland, A. Van. "El trasplante". En: Las mejores historias de