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UNIVERSIDAD MAYOR REAL Y PONTIFICIA DE SAN

FRANCISCO XAVIER DE CHUQUISACA

FACULTAD DE CIENCIAS ECONÓMICAS Y EMPRESARIALES

CARRERA DE ADMINISTRACIÓN DE EMPRESAS

Universitarios: Rodriguez Chavez Lemby Johanny.

Tarifa Moncada Micael.

Docente: Pantoja Terán José Luís

Materia: Comercio Internacional.

Curso: 4to “E”.

Gestión: 2023.

Tema: Teoría del valor de uso, valor de mercado, la liquidez de las


mercancías. Carl Menger.

Grupo: 8

Chuquisaca - Bolivia
INDICE

CARL MENGER …………………………………………………………………….…………1

TEORIA DEL VALOR DE USO…………………………………………………….…………1

Esencia del valor de uso y del valor de cambio…………………………………………1

Relación entre el valor de uso y valor de intercambio de los bienes ……………….3

Cambio del centro de gravedad económico del valor de los bienes ………………..5

TEORIA DEL VALOR DE MERCADO……………………………………………………….8

LA TEORIA DE LA LIQUIDACION DE LAS MERCANCIAS……………………………11

El margen entre el precio ofrecido y el precio solicitado…………………….……....13

Las causas de los diferentes grados de liquidez……………………………..……….14

Principio de formación de precios…………………………………………..……………17

Cuadro 1: Matriz de formación de precios…………………………...………..………..17

Conclusión……………………………………………………………..……………………..19

Bibliografia…………………………………………………………..………………………..20
1

CARL MENGER

Carl Menger (1840-1921) nació en Austria y se le considera el


fundador de lo que en Economía se conoce como Escuela
Austriaca. Considerado uno de los grandes economistas
neoclásicos, destaca por contribuciones como el estudio de la
utilidad marginal.

Nacido en 1840 en la localidad de Nowy Saçz, entonces


perteneciente al Imperio Austrohúngaro (actualmente Polonia),
Carl Menger cursó sus estudios de derecho en universidades
como las de Praga y Viena. Finalmente, terminaría obteniendo un
doctorado en Derecho por la Universidad de Cracovia.

En su trayectoria profesional se desempeñó como periodista y profesor, orientando su


perfil académico hacia una disciplina como la Economía. De hecho, en 1876, el propio
Menger llegó a impartir clases al archiduque Rudolf von Habsburg, heredero al trono
austrohúngaro. Menger continuó con su labor docente hasta 1903.

TEORÍA DEL VALOR DE USO. –

Esencia del valor de uso y del valor de cambio. –

Mientras que el nivel de desarrollo económico de un pueblo se sitúe en cotas tan bajas
que, al no existir un comercio digno de mención, las necesidades de bienes de cada
familia deban ser directamente cubiertas por la producción familiar, los bienes sólo tienen
valor, evidentemente, para los sujetos económicos, bajo el supuesto de que están
capacitados, por su propia naturaleza, para satisfacer de forma directa las necesidades de
los individuos económicamente aislados y de sus familias. Pero si, a consecuencia del
creciente conocimiento de sus intereses económicos, estos sujetos entablan relaciones
comerciales, comienzan a intercambiar unos bienes por otros y surge finalmente una
situación en la que la posesión de bienes económicos confiere a sus propietarios el poder
de disponer, mediante la ayuda de operaciones de intercambio, de bienes de otro tipo,
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entonces ya no es incondicionalmente necesario, para garantizar la satisfacción de unas


determinadas necesidades, que los individuos económicos tengan en su poder los bienes
requeridos para la directa satisfacción de las mismas. Es innegable que también en una
cultura altamente desarrollada pueden los agentes económicos satisfacer sus
necesidades mediante la posesión de aquellos bienes cuya utilización directa produce
esta satisfacción. Pero pueden llegar al mismo resultado de una manera indirecta,
mediante el procedimiento de tener a su disposición aquellos bienes que, a tenor de cada
situación económica concreta, pueden intercambiarse por los bienes requeridos para la
satisfacción directa de las necesidades mencionadas. De este modo, ya deja de ser
necesario el antes mencionado supuesto del valor de los bienes.

El valor es, como ya hemos dicho, la significación que un bien adquiere para nosotros por
el hecho de que somos conscientes de que dependemos de su posesión para la
satisfacción de alguna de nuestras necesidades, de tal suerte que tendríamos que
renunciar a esta satisfacción si no dispusiéramos de dicho bien. Si no se da esta
condición previa, tampoco puede darse el fenómeno del valor. Y, como acabamos de ver,
este fenómeno no está vinculado a la condición previa de que la manera de asegurar la
satisfacción sea directa o indirecta. Para que un bien adquiera valor, debe asegurarnos la
satisfacción de necesidades que no lo estarían si no dispusiéramos de dicho bien. Pero
que lo haga de una manera directa o indirecta es una cuestión secundaria allí donde lo
que se analiza es el fenómeno general del valor. Para un aislado cazador de pieles, la piel
de un oso abatido sólo tiene valor en el caso de que si no dispusiera de ella tendría que
renunciar a la satisfacción de alguna necesidad.

Pero una vea que nuestro cazador entabla relaciones comerciales de intercambio, la piel
tiene valor incluso en el caso de que no la necesite directamente. La diferencia entre
ambos casos una diferencia que no afecta para nada a la esencia del fenómeno del valor
en general consiste sólo en que en el primero, nuestro cazador se vería expuesto a las
inclemencias del tiempo o tendría que renunciar a la satisfacción de alguna otra
necesidad que puede ser directamente cubierta por la piel en cuestión, mientras que en el
segundo tendría que renunciar a la satisfacción de necesidades que habría podido
alcanzar a través de aquellos bienes de los que podría disponer indirectamente (por el
rodeo del intercambio) mediante la posesión de la piel.
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El valor en el primero y en el segundo caso son, pues, solamente formas distintas del
mismo fenómeno de la vida económica. En ambos casos, este valor consiste en la
significación que adquieren para los sujetos económicos unos bienes en cuanto que son
conscientes de que de su posesión depende la satisfacción de sus necesidades. Lo que
da al fenómeno del valor su carácter peculiar en los dos casos citados es la circunstancia
de que los bienes de que disponen los sujetos económicos alcanzan aquella significación
que llamamos valor de los bienes en el primer caso mediante su utilización directa y en el
segundo mediante una utilización indirecta. Se trata de una diferencia lo suficientemente
importante, tanto en la vida práctica como en nuestra ciencia, como para hacer surgir la
necesidad de buscar dos denominaciones específicas para estas dos formas de un mismo
fenómeno general del valor. Y así, llamamos a la primera forma valor de uso, y a la
segunda, valor de intercambio.

El valor de uso es, pues, la significación que adquieren para nosotros los bienes que nos
aseguran de una manera directa la satisfacción de necesidades en unas circunstancias en
las que, si no dispusiéramos de estos bienes, no podríamos satisfacerlas. El valor de
intercambio es la significación que adquieren para nosotros aquellos bienes cuya
posesión nos garantiza el mismo resultado bajo las mismas circunstancias, pero de forma
indirecta. (Menger, 1996)

Relación entre el valor de uso y el valor de intercambio de los bienes. –

En las economías aisladas, los bienes económicos de que disponen los individuos o
tienen valor de uso o no tienen ningún valor. Pero también en las culturas altamente
evolucionadas y en situaciones de activo comercio podemos contemplar numerosos
casos en los que los bienes económicos de que disponen los sujetos carecen de todo
valor de intercambio, aunque tienen a todas luces valor de uso para estas personas.

Las muletas que utiliza un hombre que adolece de una cojera especial, las notas que
recopila un individuo y que sólo él puede utilizar, los documentos de familia, éstos y otros
numerosos bienes tienen para unas personas concretas un valor de uso que a veces es
muy importante. Pero en vano intentarían

satisfacer de forma indirecta cualquier tipo de necesidades a base de intercambiar estos


bienes por otros.
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De todas maneras, en las culturas evolucionadas es mucho más frecuente el fenómeno


contrario. Las gafas y aparatos que un óptico tiene en su almacén o los instrumentos
quirúrgicos para quienes los fabrican y venden, las obras en idiomas extranjeros,
accesibles a un reducido número de sabios, no tienen valor de uso ni para el óptico, ni
para el fabricante, ni para el librero, pero son todos ellos para las citadas personas objetos
de venta y, por tanto, casi siempre tienen de hecho valor de intercambio.

En estos y en todos los casos similares, en los que los bienes económicos tienen, para
aquellos que disponen de ellos, o sólo valor de uso o sólo de intercambio, no puede
plantearse la pregunta de cuál de las dos actividades económicas de los individuos en
cuestión es la determinante. Con todo se trata de excepciones en la vida económica de
los hombres. De ordinario, los individuos económicos pueden elegir, dondequiera se ha
desarrollado un comercio de intercambio digno de mención, entre utilizar los bienes
económicos de que disponen para la satisfacción directa o para la indirecta de sus
necesidades. Y, por consiguiente, estos bienes tienen tanto valor de uso como valor de
intercambio. Los vestidos, los muebles y adornos, las alhajas y otros innumerables bienes
de que disponemos tienen de ordinario para nosotros un evidente valor de uso. Pero no
es menos cierto que, dados los evolucionados estadios de nuestra economía podemos
utilizarlos también de forma indirecta para la satisfacción de nuestras necesidades y
tienen también, por tanto, al mismo tiempo valor de intercambio.

La diversa significación que tienen para nosotros unos bienes, según sean directa o
indirectamente utilizables para la satisfacción de nuestras necesidades, se refiere tan
sólo, como ya hemos dicho, a las distintas formas del único fenómeno general del valor.
Pero, según sea su grado, esta significación puede presentar grandes diferencias en uno
y otro caso. La copa de oro que le ha tocado en la lotería a un hombre pobre tiene para él,
evidentemente, un gran valor de intercambio, porque por su medio podrá satisfacer de
forma indirecta muchas necesidades que de otra manera quedarían insatisfechas. En
cambio, para nuestro sujeto esta copa apenas encierra un valor de uso digno de mención.
Y, al contrario, unas gafas bien reguladas tienen para un miope un gran valor de uso, pero
su valor de intercambio es, en la mayoría de los casos, muy reducido.

Es indudable que la vida económica de los hombres presenta numerosos casos en los
que los bienes de que dispone un sujeto tienen para él a la vez valor de uso y valor de
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intercambio. No es menos indudable que estos dos valores aparecen no raras veces ante
nuestra observación como magnitudes muy diferentes. Surge, pues, la pregunta de cuál
de estas dos magnitudes es, en un momento dado, la determinante para la conciencia y la
actividad económica humana o, con otras palabras, cuál de estos dos valores es en cada
caso concreto el valor económico.

La solución a la pregunta se deduce del análisis de la esencia de la economía humana y


del valor. La totalidad de las actividades económicas de los hombres se guía por el
principio de conseguir la más perfecta satisfacción posible de sus necesidades. Si las
necesidades más importantes de los sujetos económicos quedan mejor cubiertas
mediante la utilización directa de un bien que mediante la utilización indirecta, es evidente
que si un sujeto económico recurre a la segunda posibilidad dejará de satisfacerse un
mayor número de necesidades importantes que en el caso de una utilización directa. Por
consiguiente, es indudable que para la conciencia y la actividad económica del individuo
en cuestión será en este caso determinante el valor de uso, mientras que en la situación
contraria lo será el valor de intercambio. Las necesidades cuya satisfacción queda
asegurada en el primer caso mediante utilización indirecta son aquellas que todo individuo
económica procura alcanzar y a las que tendría que renunciar de no poseer los bienes
correspondientes. Así pues, en los casos en que un bien tiene para su propietario los dos
valores, el de uso y el de intercambio es económico el que es mayor. Ahora bien, a tenor
de cuanto se ha dicho en el capítulo IV, es claro que en todos los casos en los que existen
las bases para un intercambio económico, el valor económico es el de intercambio. En
caso contrario, predomina el valor de uso.

Cambio del centro de gravedad económico del valor de los bienes. –

Una de las tareas más importantes con que se enfrentan los agentes de la economía es
conocer el valor económico de los bienes, es decir, poner en claro si el auténtico valor
económico es el de uso o el de intercambio. De este conocimiento depende, en efecto, la
respuesta a la pregunta de qué bienes o cantidades parciales de bienes le interesa
conservar y cuáles debe vender. La recta valoración de esta relación es, a la vez, una de
las más difíciles tareas de la ciencia práctica, y no sólo porque para ello es necesario
tener una visión general de las ocasiones de uso y de intercambio, incluso en las
relaciones comerciales más complicadas y evolucionadas, sino sobre todo porque las
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circunstancias que constituyen el fundamento de una recta valoración de la mencionada


pregunta están sujetas a múltiples cambios. Es, en efecto, evidente que todo lo que puede
disminuir para nosotros el valor de uso de una bien encierra en sí la capacidad mientras
permanezcan inalterables las circunstancias de hacer que el valor económico de estos
bienes sea el valor de intercambio y que todo lo que eleva el valor de uso de un bien tiene
como consecuencia que para nosotros pase a segundo término el valor de intercambio.
Inversamente, la elevación o disminución del valor de intercambio de un bien puede
producir siempre bajo unas mismas circunstancias los efectos contrarios.

Entre las causas principales de este cambio se cuentan las siguientes:

Primero: El cambio de significación de aquellas necesidades a cuya satisfacción sirve un


bien, en cuanto que para su propietario se deriva de aquí un aumento o disminución del
valor de uso. Así, por ejemplo, la provisión de tabaco o de vino de que dispone una
persona conserva para ella un predominante valor de intercambio cuando ha dejado de
fumar o deja de gustarle el vino. Los cazadores o los deportistas, cuando han perdido la
afición a la caza o al deporte, venden, únicamente por esta razón, sus escopetas y
animales de caza, etc., porque al disminuir el valor de uso de estos bienes pasa a un
primer término su valor de intercambio.

Estos cambios suelen darse especialmente cuando se pasa de una etapa de la vida a
otra. La satisfacción de una misma necesidad tiene diferente significación para un joven
que para un hombre maduro y para éste distinta que para un anciano. La evolución
natural del hombre implica, pues, un cambio nada desdeñable en el valor de uso de los
bienes. Ocurre así que los sencillos medios de diversión del niño pierden su valor de uso
y adquieren mayor valor de intercambio para un joven, y lo mismo sucede respecto de los
medios de trabajo del hombre maduro respecto del anciano. No hay, pues, fenómeno más
normal que el que los bienes de uso predominantes en la edad infantil se vean privados
de dicho valor en la juventud. Vemos personas que, al entrar en la edad adulta, se
desprenden de ordinario de los objetos de recreo propios de la etapa juvenil y hasta de los
medios de aprendizaje y formación. Igualmente, los ancianos abandonan muy a menudo
no sólo los objetos de placer y recreo de la edad adulta, cuya utilización les daba ánimo y
vigor, sino que incluso traspasan a otras manos los medios con que se ganaron la vida
(fábricas, empresas y cosas semejantes). Si el movimiento económico que es una
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consecuencia de esta circunstancia no aparece en la superficie con toda la claridad que el


curso natural de las cosas parece pedir, la razón debe buscarse en la vida familiar de los
hombres y en que los procesos en virtud de los cuales la posesión de los bienes pasa de
los miembros más viejos de la familia a los más jóvenes no sigue de ordinario la
secuencia de unos contratos monetarios, sino más bien la secuencia de la satisfacción de
necesidades pertenecientes al mundo de los sentimientos. Así pues, la familia y la
economía familiar constituyen uno de los factores esenciales de la estabilidad de las
relaciones económicas humanas.

La elevación del valor de uso de un bien tiene, evidentemente, para su propietario el


resultado opuesto. El dueño de un bosque, por ejemplo, para quien las talas anuales
habían tenido hasta ahora sólo un valor de intercambio, decidirá naturalmente poner fin a
dicho intercambio si instala un alto horno de fundición de hierro, para cuyo funcionamiento
necesita la totalidad de la producción de madera de su bosque. El literato que venía
vendiendo sus originales a un editor dejará de hacerlo si funda su propio periódico, etc.

En segundo lugar, un simple cambio en la composición de un bien puede introducir un


desplazamiento del centro de gravedad de su significación económica, en cuanto que se
modifica su valor de uso para el propietario, mientras que el valor de intercambio o
permanece inmutable o, en todo caso, no sube ni baja tanto como el de uso.

Así, por ejemplo, los vestidos, los caballos, los perros, las carrozas y otros objetos
similares, cuando sufren algún daño externo visible pierden casi por completo su valor de
uso para las gentes acaudaladas y aparece en el primer plano su valor de intercambio.
También este valor disminuye, por supuesto, pero no con la misma intensidad, para las
citadas personas, que el valor de uso.

A la inversa, se dan muchos casos en los que los bienes experimentan tales
modificaciones que pasa a segundo término el valor de intercambio, mientras que
aumenta su valor de uso. Así, los tenderos y pasteleros dedican a su propio consumo los
artículos que han sufrido algún daño externo que les hace perder casi por entero su valor
de intercambio, aunque con mucha frecuencia su valor de uso sigue siendo el mismo o en
todo caso ha disminuido mucho menos que el primero. Similares fenómenos podemos
observar en los restantes artesanos. Vemos así que, sobre todo en las pequeñas aldeas,
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los zapateros llevan los zapatos, los sastres los vestidos o los sombrereros los sombreros
que tienen alguna pequeña imperfección.

Llegamos ya a la tercera y más importante causa del desplazamiento del centro de


gravedad económico del valor de los bienes: nos referimos a la multiplicación de la
cantidad de bienes a disposición de los sujetos económicos.

Mediante la multiplicación de la cantidad de un bien cualquiera de que dispone una


persona disminuye casi siempre —en igualdad de circunstancias— el valor de uso de una
cantidad parcial del mismo, de tal modo que adquiere predominio su valor de intercambio.
Recién recogida la cosecha, el valor de intercambio del cereal es casi sin excepción para
los agricultores el valor económico y así permanece hasta que las continuas ventas de
cantidades parciales vuelven a poner en el primer plano el valor de uso. En los casos
normales, durante el verano los cereales tienen para los agricultores básicamente un valor
de uso. En otro pasaje de esta obra (cap. IV. § 2) hemos mostrado dónde está el límite en
el que el valor de uso de los bienes comienza a perder importancia, en beneficio del valor
de intercambio. Para un heredero, que ya antes de recibir la nueva hacienda tenía una
casa bien puesta, los muchos y numerosos muebles heredados apenas si tienen valor de
uso y, por consiguiente, adquieren mayor valor de intercambio. Por consiguiente, decidirá
vender algunas piezas, hasta que el resto que le queda recupere un valor de uso más
destacado.

TEORÍA DEL VALOR DE MERCADO. –

“El valor de los bienes se fundamenta en la relación de los bienes con nuestras
necesidades, no en los bienes mismos. Según varíen las circunstancias, puede
modificarse también, aparecer o desaparecer el valor. Para los habitantes de un oasis,
que disponen de un manantial que cubre completamente sus necesidades de agua, una
cantidad de la misma no tiene ningún valor a pie de manantial.
Pero si, a consecuencia de un terremoto, el manantial disminuye de pronto su caudal,
hasta el punto de que ya no pueden satisfacerse plenamente las necesidades de los
habitantes del oasis y la satisfacción de una necesidad concreta depende de la
disposición sobre una determinada cantidad, esta última adquiriría inmediatamente valor
para cada uno de los habitantes. Ahora bien, este valor desaparecería apenas se
restableciera la antigua situación y la fuente volviera a manar la misma cantidad que
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antes. Lo mismo ocurriría en el caso de que el número de habitantes del oasis se


multiplican de tal forma que ya la cantidad de agua no bastara para satisfacer la
necesidad de todos ellos. Este cambio, debido a la multiplicación del número de
consumidores, podría incluso producirse con una cierta regularidad, por ejemplo, cuando
numerosas caravanas hacen su acampada en este lugar.
Así pues, el valor no es algo inherente a los bienes, no es una cualidad intrínseca de los
mismos, ni menos aún una cosa autónoma, independiente, asentada en sí misma. Es un
juicio que se hacen los agentes económicos sobre la significación que tienen los bienes
de que disponen para la conservación de su vida y de su bienestar y, por ende, no existe
fuera del ámbito de su conciencia. Y así, es completamente erróneo llamar “valor” a un
bien que tiene valor para los sujetos económicos, o hablar, como hacen los economistas
políticos, de “valores”, como si se tratara de cosas reales e independientes, objetivando
así el concepto. Lo único objetivo son las cosas o, respectivamente, las cantidades de
cosas, y su valor es algo esencialmente distinto de ellas, es un juicio que se forman los
hombres sobre la significación que tiene la posesión de las mismas para la conservación
de su vida o, respectivamente, de su bienestar.
Debemos comprender que si hacemos un análisis teniendo en cuenta el transcurso del
tiempo y los diferentes momentos (tanto anteriores como posteriores al intercambio en el
mercado), no es correcto llamar igual a las diferentes señales que se van generando en el
proceso y que identificamos con el nombre de precios:

a) Si nos situamos en un hipotético pasado, en un mercado en el que se van a producir


toda una serie de compraventas (intercambios), antes de que ninguna de ellas se
produzca, solemos caer en el error de denominar a las diferentes «ofertas» de compra y
de venta que se producen, como «precios», cuando en realidad no se trata de precios
estrictamente hablando, sino de meras ofertas (es decir, en realidad, las etiquetas que los
comerciantes ponen en sus productos no están marcando precios, sino ofertas de éstos).
Para fijar dichas ofertas, las partes realizan toda una serie de valoraciones basadas en
datos del pasado referentes a otros intercambios similares, expectativas de venta, según
el objeto y la situación del mercado, los costes en los que se ha incurrido para obtenerlo o
elaborarlo, beneficio que se pretende alcanzar, etc. Por ello, estas ofertas siempre están
sujetas a posibles variaciones antes de convertirse en un verdadero precio de intercambio
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(variaciones que pueden deberse a fluctuaciones del mercado en el último momento, o


bien debido a regateos o rebajas, etc.).

b) A este primer momento, le sucede otro que es el del propio intercambio cuando se
produce la coincidencia de la oferta del precio del vendedor y de la oferta de precio del
comprador (lo que en Derecho de obligaciones y contratos se llama, en términos
generales, acuerdo de voluntades). En este momento surge el convenio de las partes
respecto del «verdadero precio» de intercambio, que puede coincidir con otros precios
históricos, o no. Se trata de un concepto efímero, pues, desde el instante en que se
produce, pasa de ser el precio de intercambio de un bien a ser un precio histórico del
pasado, por lo que sólo dura el momento del acuerdo de voluntades. Desde ese
momento, ya no es un precio de intercambio, pues nos encontramos situados en un
periodo distinto de la acción, convirtiéndose en un dato del pasado.

c) Superadas las dos fases anteriores (oferta de precios y precio de intercambio), nace la
última de ellas, que, tal y como he indicado, podría calificarse de «precio histórico», que
ya no coincide con el concepto de precio de intercambio, pues de producirse un nuevo
trueque, el precio deberá pactarse nuevamente (partiendo de ofertas), pudiendo coincidir,
o no, con el anterior, aunque en realidad ya no sea el mismo debido al simple transcurso
del tiempo y modificación de circunstancias.

Por todo ello, podemos afirmar y concluir que si nos situamos en el mismo instante del
intercambio (precio), y miramos hacia el momento anterior al mismo, nos encontramos
con que lo que verdaderamente existía era una oferta u ofertas de hipotéticos precios de
intercambios futuros, mientras que si miramos hacia el momento posterior, comprobamos
como el precio de intercambio desaparece, naciendo lo que hemos calificado como
información o precio histórico, que no tiene por qué coincidir con los que en el futuro se
produzcan en el caso de que vuelva a haber un nuevo intercambio del mismo bien, al
estar siempre condicionado por las diferentes valoraciones subjetivas realizadas por los
actores en el tiempo y sobre la base de unos datos y una información que se están
continuamente generando y modificando en el mercado. Pues bien, este último tipo de
trueques que acabamos de analizar y que están basados en el dinero moneda, que
permiten al economista «cuantificar de forma monetaria el intercambio», puede resultar
extremadamente peligroso si no se llega a comprender su verdadera esencia, lo que nos
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lleva a tener que insistir y destacar que, si efectivamente, los precios históricos son
eventos o hecho únicos del pasado, y, por tanto, no forman una clase estadística, dando
sólo una información aislada del pasado, ningún modelo de proyección de futuro
(estadístico, econométrico, etc.) basado en ellos tiene, según hemos indicado, base o
fundamento científico.

En definitiva, y a temor de todo lo expuesto, debemos concluir como corrección a los


errores señalados al inicio que:

a) Las cosas no tienen un valor intrínseco en sí mismas que pueda ser conocido
objetivamente. El valor de las cosas es el que subjetivamente cada actor les atribuye en
cada contexto de acción.

b) Que es un grave error pretender equiparar las valoraciones de los actores en un


intercambio, cuando por necesidad deben ser distintas y opuestas.

c) Que resulta, igualmente, un grave error equiparar el precio monetario objetivo con el
valor de un bien, que en esencia es subjetivo, pues no solamente no pueden coincidir,
sino que en muchos casos aquél sólo representará una mínima parte de éste.

d) Que resulta imprescindible dar entrada al transcurso del tiempo como factor subjetivo
en los intercambios.

e) Que la utilidad, el valor, el coste y el precio son cosas totalmente distintas, aunque
exista relación entre ellas, y, por ello, no deben confundirse ni mezclarse en un análisis
científico.

f) Que puede resultar un gravísimo error pretender que, mediante modelos matemáticos,
basados precisamente en todos estos errores, se pueda pronosticar el futuro y la
evolución de los precios en el mercado. (MESEGUER, s.f.)

LA TEORÍA DE LA LIQUIDEZ DE LAS MERCANCÍAS. –

En el comercio primitivo el hombre económico toma conciencia, aunque en forma muy


gradual, de las ventajas económicas que se obtendrían si se explotaran las oportunidades
de cambio existentes. Los objetivos de este hombre están dirigidos, primera y
principalmente, de acuerdo con la simplicidad de toda cultura primitiva, a lo que está al
alcance de la mano.
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Y sólo en esa proporción entra en el juego de sus negocios el valor de uso de las
mercancías que busca adquirir. En tales condiciones, cada hombre intenta conseguir por
medio del intercambio sólo aquellos productos que directamente necesita y rechaza los
que no necesita o ya posee de manera suficiente. Es evidente que en esas circunstancias
la cantidad de acuerdos comerciales realmente concretados se halla dentro de límites
muy estrechos.

Consideremos con qué poca frecuencia nos encontramos con una mercancía que es
propiedad de cierta persona y que tiene menos valor en uso que otra mercancía
propiedad de otra persona, dándose para esta última la situación inversa. ¡Mucho más
extraño aun es el caso en el cual estos dos individuos se encuentran! Pensemos, en
realidad, en las peculiares dificultades que obstaculizan el trueque inmediato de productos
en esos casos, en los que la oferta y la demanda cuantitativamente no coinciden: en los
cuales, por ejemplo, una mercancía indivisible debe ser intercambiada por una variedad
de productos que son posesión de diferentes personas o por mercancías tales que sólo se
las demanda en determinadas oportunidades y que únicamente pueden ser suministradas
por ciertas personas. Incluso en el caso relativamente simple y a menudo recurrente en el
que una unidad económica A requiere una mercancía que posee B y B necesita una que
posee C mientras que C quiere una que es propiedad de A, aun aquí, conforme a una
regla de simple trueque, el intercambio de los bienes en cuestión, como regla general y
por necesidad, no se realizaría.

Estas dificultades se habrían convertido en obstáculos insuperables para el progreso del


comercio, y al mismo tiempo para la producción de bienes que no requirieran una venta
regular, si no se hubiese hallado una solución en la naturaleza misma de las cosas, es
decir, los diferentes grados de liquidez de los productos. La diferencia que existe en este
sentido entre los artículos de comercio tiene enorme importancia para la teoría del dinero
y del mercado en general. Y el no haber tomado en cuenta adecuadamente este hecho
para explicar los fenómenos del comercio no sólo constituye una brecha lamentable en
nuestra ciencia sino también una de las causas esenciales del estado de retraso de la
teoría monetaria. La teoría del dinero necesariamente presupone la existencia de una
teoría de liquidez de los bienes. Si logramos aprehender esto podremos entender cómo la
suprema liquidez del dinero es sólo un caso especial -que únicamente presenta una
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diferencia de matiz- de un fenómeno genérico de la vida económica, es decir, la diferencia


en la liquidez de las mercancías en general. (Menger, El dinero, 1892)

El margen entre el precio ofrecido y el precio solicitado. –

En economía resulta un error, tan generalizado como evidente, suponer que, en un


momento determinado y en un mercado dado, todas las mercancías guardan una definida
relación de intercambio recíproco, en otras palabras, que pueden ser mutuamente
intercambiadas a voluntad en cantidades definidas. No es cierto que en cualquier
mercado dado 10 quintales de un artículo = 2 quintales de otro = 3 libras de un tercer
artículo, y así sucesivamente.

Aun la observación más superficial de los fenómenos del mercado nos enseña que no
tenemos la posibilidad, cuando hemos comprado un artículo por un precio determinado,
de volver a venderlo inmediatamente por el mismo precio. Si sólo tratáramos de
desprendernos de una prenda de vestir, un libro o una obra de arte que acabáramos de
comprar, en ese mismo mercado, aun cuando lo hiciéramos de inmediato, pero antes de
que se hubiera modificado la misma coyuntura de condiciones, nos convenceríamos
fácilmente del carácter falaz de esa suposición. El precio al cual podemos comprar
voluntariamente una mercancía en un mercado determinado y en un momento dado y el
precio al cual podemos desprendernos voluntariamente de ella son dos magnitudes
esencialmente diferentes.

Esto es aplicable tanto a los precios mayoristas como a los minoristas. Incluso hasta
productos tan comercializables como el maíz, el algodón o el arrabio no pueden venderse
voluntariamente al mismo precio al cual los hemos comprado.

El comercio y la especulación serían las cosas más sencillas del mundo si la teoría del
"equivalente objetivo en los bienes" fuese correcta, si fuera cierto que las mercancías
pudiesen mutuamente convertirse a voluntad en relaciones cuantitativas definidas, en un
mercado y en un momento dados, en síntesis, si pudieran venderse, a cierto precio, con la
misma facilidad con la que fueron adquiridas, De todos modos, no existe en este sentido
una comercialización general de productos. Lo cierto es que aun en los mercados mejor
organizados, aunque podamos comprar lo que deseamos y en el momento en que lo
deseamos a un precio determinado, o sea, el precio solicitado, sólo podemos
desprendernos de ello cuando y como queramos a pérdida, es decir, a un precio ofrecido
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inferior. Cuanto menor sea el margen, es decir, la diferencia entre el precio solicitado y el
precio ofrecido de una mercancía, mayor tiende a ser su grado de comercialización.

El margen, o la pérdida que sufre quien se ve obligado a deshacerse de un artículo en un


momento dado al precio ofrecido y no al solicitado, representa una cantidad muy variable,
tal como veremos si observamos el comercio y los mercados de mercancías
determinadas. Si se va a vender el maíz o el algodón mediante un intercambio
organizado, el vendedor estará en posición de hacerlo prácticamente por cualquier
cantidad, en el momento en que lo desee, con una pérdida muy pequeña. Si la cuestión
fuera desprenderse de grandes cantidades de tela o seda a voluntad el vendedor por lo
general deberá contentarse con un considerable porcentaje de disminución en el precio.
Peor sería el caso de aquel que en cierto momento debe deshacerse de instrumentos
astronómicos, preparados anatómicos, manuscritos en sánscrito u otros artículos tan poco
comercializables.

Si denominamos los productos o artículos más o menos líquidos de acuerdo con la mayor
o menor facilidad con que se los puede vender en un mercado en el momento
conveniente, a los precios solicitados actuales, o con una mayor o menor disminución en
éstos, podemos ver, por lo que hemos dicho, que existe una diferencia evidente entre las
mercancías. Sin embargo, y a pesar de la gran importancia práctica de este fenómeno, la
ciencia económica no parece haberlo tomado muy en cuenta. Esto se debe en parte a la
circunstancia de que la investigación de estos fenómenos de precio ha estado dirigida
casi exclusivamente a las cantidades de las mercancías intercambiadas y no al mayor o
menor grado de facilidad con que se puede disponer de ellas a precios normales; y,
también en parte, se debe al riguroso método abstracto con el cual se ha tratado la
liquidez de los productos, sin tomar en consideración todas las circunstancias del caso.
(Menger, El dinero, 1892)

Las causas de los diferentes grados de liquidez. –

El grado al cual se considera, de acuerdo con la experiencia, que una mercancía logra
venderse, en un mercado dado, a precios compatibles con la situación económica
(precios económicos), depende de las siguientes circunstancias.

l. Del número de personas que aún necesitan la mercancía en cuestión y de la medida y


la intensidad de esa necesidad, que no ha sido satisfecha o que es constante.
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2. Del poder adquisitivo de esas personas.

3. De la cantidad de mercancía disponible en relación con la necesidad (total), no


satisfecha todavía, que se tiene de ella.

4. De la divisibilidad de la mercancía, y de cualquier otro modo por el cual se la pueda


ajustar a las necesidades de cada uno de los clientes.

5. Del desarrollo del mercado y, en especial, de la especulación; y por último,

6. Del número y de la naturaleza de las limitaciones que, social y políticamente, se han


impuestos.

Podemos proceder ahora, del mismo modo como consideramos la liquidez de las
mercancías en mercados definidos y en momentos dados, a determinar los limites
espaciales y temporales de su liquidez. En este sentido, observamos también en nuestros
mercados algunas mercancías cuya liquidez es casi ilimitada en el espacio o el tiempo y
otras cuya liquidez es más o menos limitada.

Los limites espaciales de la liquidez de los productos están principalmente condicionados


por:

1. El grado hasta el cual se distribuye en el espacio la necesidad de estas mercancías.

2. El grado hasta el cual los productos se prestan para ser transportados y los gastos de
transporte en los que se ha incurrido en proporción con su valor.

3. La medida en la cual se han desarrollado, en general, los medios de transporte y de


comercio con respecto a las diferentes clases de productos.

4. La extensión local de los mercados organizados y su intercomunicación a través del


arbitraje.

5. Las diferencias existentes en las restricciones impuestas a la intercomunicación


comercial con respecto a diferentes productos, en el comercio interlocal y, especialmente,
en el comercio internacional.

Las limitaciones de tiempo a la liquidez de los productos están principalmente


condicionadas por:
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1. La permanencia de la necesidad que de ellos se tiene (la independencia de su


fluctuación en ella).

2. Su durabilidad, es decir, su capacidad de preservación.

3. El costo que implican su preservación y almacenamiento.

4. La tasa de interés.

5. La periodicidad de un mercado para la tasa de interés.

6. El desarrollo de la especulación y, en particular, los acuerdos de tiempo en relación con


ella.

7. Las restricciones políticas y socialmente impuestas a su transferencia de un periodo de


tiempo a otro.

Todas estas circunstancias, de las cuales depende el diferente grado y los -diferentes
limites locales y temporales de la liquidez de los productos, explican la razón por la cual
es posible desprenderse de ciertas mercancías con facilidad y seguridad en mercados
definidos, es decir, dentro de límites temporales y locales, en cualquier momento y
prácticamente en toda cantidad posible, a precios compatibles con la situación económica
general, mientras que la liquidez de otros productos se ve confinada a limites espaciales
reducidos y también a límites temporales; e incluso dentro de ellos resulta difícil
desprenderse de los productos en cuestión, y si no se puede esperar la demanda, la
venta no podrá realizarse sin una disminución más o menos sensible en el precio.
(Menger, El dinero, 1892)

Al respecto señala Menger: “La diferencia que existe en este sentido entre los artículos de
comercio tiene enorme importancia para la teoría del dinero y del mercado en general. Y
el no haber tomado en cuenta adecuadamente este hecho para explicar los fenómenos
del comercio no sólo constituye una brecha lamentable en nuestra ciencia sino también
una de las causas esenciales del estado de retraso de la teoría monetaria”. En otra página
del Origen del dinero, Menger, vuelve a retomar el tema del olvido de la teoría de la
liquidez.
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Principio de formación de precios

Menger comienza su análisis de la formación de los precios con el ejemplo de un bien


monopólico indivisible. Un monopolista ofrece una unidad de un bien (un caballo) a ocho
compradores potenciales en el mercado (agricultores que ofrecen en orden descendente
un número determinado de unidades de grano a cambio). Menger ilustra su consideración
con una matriz (cuadro 1).

Cuadro 1: Matriz de formación de precios

  I. II. III. IV. V. VI. VII. VIII.


B1 80 70 60 50 40 30 20 10
B2 70 60 50 40 30 20 10  
B3 60 50 40 30 20 10    
B4 50 40 30 20 10      
B5 40 30 20 10        
B6 30 20 10          
B7 20 10            
B8 10              

Fuente: Menger, Grundsätze der Volkswirthschaftslehre, vol. 1 de The Collected Works


of Carl Menger (Viena: Hölder-Pichler-Tempsky, 1934), p. 187.

Como se ilustra en la tabla, los compradores potenciales tienen diferentes clasificaciones


de valores para un bien específico (columnas), pero también en función de la cantidad de
unidades de este bien (líneas). La matriz muestra ocho compradores potenciales (B1 a
B8) y su disposición individual a pagar por el bien ofrecido en términos de unidades de
grano. Es fácil ver que el bien va a parar al comprador con mayor preferencia. Cuando
este monopolista ofrece más unidades del bien, la situación no cambia
fundamentalmente. El principio es que el bien va al mejor postor.

Como se muestra en la tabla 1, B1 tiene la mayor preferencia por el bien que se ofrece en
el mercado y está dispuesto a ofrecer ochenta unidades de grano a cambio, mientras que
B8 tiene la menor preferencia, dispuesto a ofrecer sólo diez unidades de grano a cambio
de un caballo que se ofrece. El eje horizontal (I a VIII) representa el número de unidades
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que se ofrecen, y las distintas líneas muestran que cada comprador potencial tiene una
disposición decreciente a ofrecer grano a cambio con un número creciente de caballos en
oferta (I a VIII). Como reflejo de la utilidad marginal decreciente, B1, por ejemplo, está
dispuesto a dar ochenta unidades de grano por un caballo, pero reduciría su disposición a
intercambiar a diez unidades de grano por cada caballo si estuviera considerando la
adquisición de ocho caballos.

En la matriz, los agricultores individuales (B1 a B8) clasifican sus preferencias en términos
de unidades de grano, y es obvio que el agricultor que ofrezca la mayor cantidad de grano
por un solo caballo la obtendrá. En este caso, el precio en términos de grano se situaría
por debajo del límite de ochenta y por encima de setenta y se establecería en una relación
de intercambio definida dentro de este rango según el resultado de la negociación entre
los socios comerciales.

En principio, la situación no cambia cuando aumenta la cantidad ofrecida del bien.


También en este caso, los mejores postores se convertirán en compradores. Si se ofrecen
tres unidades, el precio estará entre sesenta y setenta unidades de grano. Dentro de
estos límites, B1 puede mejorar su situación económica comprando dos caballos,
mientras que B2 comprará un caballo. Si se ofrecen seis unidades en lugar de tres, se
puede demostrar igualmente que B1 compraría tres, B2 compraría dos y B3 compraría un
caballo. En este caso, el precio de cada unidad bajaría a entre cincuenta y sesenta
unidades de grano (p. 187-90).

El mismo principio se aplica cuando los competidores entran en el mercado y diferentes


proveedores ofrecen el mismo tipo de bien. En el caso de dos competidores, de los cuales
el proveedor A1 ofrece un caballo y el proveedor A3 dos caballos, se ofrecería un total de
tres unidades. Entonces, el agricultor B1 compraría dos unidades y el B2 una, y la relación
de intercambio se establecería entre sesenta y setenta unidades de grano. Si A1 y A2
llevaran seis caballos al mercado, B1 adquiriría tres, B2 dos y B3 una unidad en oferta. En
este caso, el precio bajaría a entre cincuenta y sesenta unidades de grano (p. 204).
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Conclusión

El objetivo de mejorar el bienestar personal está en el centro de las actividades


económicas y es la razón del intercambio económico. Un intercambio de equivalentes no
contribuiría a este objetivo y, por tanto, no tendría sentido. Los precios no son la esencia
de la economía, sino un síntoma del equilibrio de las múltiples actividades económicas
humanas. Dado que las personas se esfuerzan por mejorar su condición, intercambian
bienes y, en este sentido, los precios son una consecuencia no intencionada del esfuerzo
humano por mejorar.

El principio de la formación de precios es el mismo para el monopolio y para la


competencia. La competencia significa que el número de bienes ofrecidos aumentará, y la
competencia elimina así las condiciones para obtener el beneficio extra del monopolista.
La aparición de más competidores es la marca del desarrollo económico.

Esta es la quinta parte de la serie sobre los Principios de economía de Menger, que


aparecieron hace 150 años, en 1871. Las partes anteriores de la serie presentaban la
definición de los bienes, la noción de economía de Menger y los conceptos de valor e
intercambio.
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BIBLIOGRAFIA

http://jhonnylazo.net/node/23

https://economipedia.com/definiciones/carl-menger.html

https://bazar.ufm.edu/enorme-aporte-de-menger-a-la-teoria-del-valor-la-subjetividad-
determina-precios-y-costos/

file:///D:/descargas/Dialnet-ElDineroComoMedioDeCambioYSuEvolucion-2665180.pdf

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