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826 LIBRO IV - CAPÍTULO I

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en sus vasallos? ¿Pensaban los patriarcas que era lícito y legítimo matar
a su hermano? ¿Tan poco adelantados estaban los corintios, que pensasen
que la incontinencia, la suciedad, la fornicación, los odios y revueltas
podían agradar a Dios? ¿Ignoraba san Pedro, después de haber sido avi­
sado tan diligentemente, qué gran pecado era el negar a su Maestro?
Así que, no cerremos con nuestra inhumanidad la puerta a la miseri­
cordia de Dios, que tan liberalmente nos la ofrece.

29. Octava objeción: No pueden ser perdonados más que los pecados
cometidos por debilidad
No me es desconocido que algunos de los antiguos doctores inter­
pretaron los pecados que diariamente se nos perdona como faltas ligeras
en que caemos por flaqueza de la carne; 1 y que eran también de la opinión
que la penitencia solemne no debía reiterarse, lo mismo que el Bautismo. 2
Esta opinión no debe entenderse como si ellos quisieran poner en la
desesperación a aquellos que hubiesen recaído después de haber sido
admitidos una vez a misericordia; ni que ellos quieran menoscabar las
faltas cotidianas, como si fuesen pequeñas delante de Dios. Ellos sabían
muy bien que los fieles tropiezan muchas veces con infidelidades; que a
menudo se les escapan de la boca juramentos sin necesidad; que alguna
vez llegan a decirse grandes injurias movidos por la ira; y que caen en
otros vicios que el Señor abomina. Mas ellos empleaban esta manera de
hablar para diferenciar las faltas particulares de los grandes y públicos
pecados, que eran ocasión de escándalo en la Iglesia.
Si perdonaban con tanta dificultad a los que habían cometido tales
ofensas que merecían corrección eclesiástica, no lo hacían para que tales
pecadores pensaran que Dios les perdonaba a duras penas, sino para
atemorizar con tal severidad a los demás y evitarles caer temerariamente
en tales abominaciones por las que mereciesen ser excomulgados de la
Iglesia.
Sin embargo, la Palabra de Dios, que debe sernos en esto la única regla,
requiere una mayor moderación y humanidad. Porque enseña que el
rigor de la disciplina eclesiástica no debe ser tal que consuma de tristeza
a aquel cuyo provecho se busca, como largamente lo hemos tratado.

1
Agustín, Contra dos cartas de los pelagianos, lib. I, cap. xm, 27. .
.
Clemente de Alejandría, Stromata, lib. 11, cap. xrn, 57,3; Tertuliano, De la Peni­
tencia, VII, 9.

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