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Caminal El Gobierno
Caminal El Gobierno
JOAQUIM LLEIXÄ
Profesor Titular de Ciencia Política y de la Administración de la Universität de Barcelona
I. LA NOCIÓN DE GOBIERNO
l. INTRODUCCIÓN
Ahora bien, esta segunda acepción de la noción de gobierno, que es precisamente la que
predomina en la Europa continental, está asociada estrechamente a la idea jurídico-política
de «poder ejecutivo» (Gaudemet, 1966).
La configuración del gobierno como poder «ejecutivo» es una de las líneas que sigue el
largo proceso histórico —en Europa, especialmente— que ha desembocado en el
asentamiento de los Estados nacionales de las épocas moderna y contemporánea. Para que
un gobierno de esta índole haya podido surgir, ha debido darse previamente un requisito de
orden estructural, a saber: la centralización del poder que las monarquías absolutas habían
llevado a cabo. En realidad, se trata de un proceso de concentración que tales monarquías
iniciaron y que los subsiguientes Estados liberales multiplicaron. Hacia mediados del XIX,
Tocqueville podía referirse a un inmenso poder central que había absorbido la autoridad e
influencia que en el Antiguo Régimen estaba en manos de estamentos, profesiones y
familias (Tocqueville, 1969). Y bien, instrumento literalmente esencial de ese poder central
y centralizador fueron los modernos aparatos burocráticos estatales, militares y civiles,
insustituibles para la penetración estatal en el complejo de relaciones sociales del territorio
nacional. Poco a poco la corona se rodeó de los responsables de tales estructuras
burocráticas. Buscó su consejo y su colaboración. Tales consejeros, con denominaciones
distintas según los casos, ejecutaban a su vez las orientaciones políticas de la corona.
Constituían su instrumento de gobierno, y desde luego, sólo eran responsables ante ésta.
Cuando, en un período histórico anterior, el cometido era administrar el patrimonio de la
propia corona recibieron, hasta bien avanzada la monarquía absoluta, el título o
denominación de «cancilleres», «chambelanes», «validos», «privados», «secretarios de
despacho»... Ahora se denominarán «ministros», «secretarios de Estado», «consejeros»... El
cambio de léxico sugiere el surgimiento de una nueva institución. Ahora bien, durante
mucho tiempo las relaciones decisivas no se establecieron entre la corona y el nuevo
gobierno en tanto que órgano colegiado, sino entre la corona y cada uno de tales ministros,
individualmente considerados. Nombramientos y ceses efectuados por la corona afectaban
a tal o cual ministro o consejero, pero no al gobierno en su conjunto. Más adelante, se
fijaron con mayor precisión las competencias de cada ministro y progresó también —tra-
tándose de los asuntos más importantes— la colegialidad de las reuniones del consejo que
les reunía. Ambas cosas redundaron en una mayor autonomía de los ministros respecto del
soberano. Pero la consumación de este proceso de diferenciación y autonomización del
gobierno con respecto a la corona se daría más tarde, precisamente cuando se abrió paso el
proceso de democratización del parlamento y cuando éste consiguió determinar la
orientación política del gobierno. En suma, se dio con el gobierno «parlamentario»,
responsable colegialmente ante el parlamento. En este punto del proceso histórico, el jefe
del Estado —monárquico o republicano— ya no participaría en el gobierno, al menos en el
gobierno parlamentario más evolucionado.
La historia constitucional —no podía ser de otro modo— es uno de los ámbitos
privilegiados para seguir el curso de las instituciones de gobierno del Estado. En efecto, y
con referencia al caso español, la Constitución de Cádiz (1812) utilizó la noción de
gobierno para referirse (tít. II, cap. III) al complejo orgánico y funcional del Estado —
aunque en otra parte (arts. 97 y 335) esa palabra sea utilizada para designar también al
conjunto orgánico del ejecutivo—. En el Estatuto Real (1834) y en las constituciones
monárquicas subsiguientes, se menciona ya el consejo de ministros y el gobierno. Ambos
aluden a un órgano u órganos constitucionales distintos de la corona, aunque estos textos
son todavía muy parcos en la regulación de la composición, funcionamiento y situación de
éstos. Finalmente, en la Constitución de la Segunda República (1931), la Ley Orgánica del
Estado franquista (1967) y la Constitución de 1978, el tema del gobierno es regulado
específicamente y con amplitud; en el caso de ambas constituciones democráticas, el
gobierno se configura, además, como una institución separada netamente del jefe del
Estado.
La actividad de gobierno —la función de gobierno— tiene que ver con la dirección
política general de la sociedad y el Estado. Esta actividad es asimismo una fuente de
impulso y de orientación —de leadership, de indirizzo político— que, condicionada por la
legitimidad de quienes ejercen el gobierno, actúa en un circuito que asocia los órganos
políticos del Estado, las administraciones públicas, el sistema de partidos, diversas fuerzas
y grupos sociales... Pero, entre los órganos estatales, la primada en esa dirección e impulso
corresponde al gobierno, sobre todo en el actual Estado social e intervencionista (Blondel,
1985; Martines, 1971). En este punto la noción de poder ejecutivo, de ejecutivo, tan
comúnmente aceptada y utilizada podría inducir a error. En efecto, el fenómeno de la
progresiva juridificación del poder político estatal —la supremacía de la Constitución y las
leyes y la subsiguiente sumisión de todo poder a ellas— ha supuesto que en el ámbito del
derecho público toda la actividad del Estado se reduzca tendencialmente al binomio legis-
lación-ejecución. En este contexto podría caerse en el error de considerar que la actividad
de gobierno encomendada al ejecutivo es literalmente ejecución de lo establecido en la
Constitución y las leyes, emanadas del parlamento. En este caso, el gobierno se limitaría a
adoptar reglamentos (decretos, órdenes ministeriales...) y realizar actos administrativos para
aplicar lo previsto con carácter más o menos general en las leyes, lo que no es cierto. En el
ordenamiento jurídico existe, claro está, una jerarquía normativa que subordina los
reglamentos, producidos por el gobierno, a las leyes, producidas por el parlamento. Pero de
esta jerarquía de fuentes del derecho no se deduce la correspondiente jerarquía política
entre los órganos productores de tales normas. Dicha jerarquía normativa existía en la vieja
monarquía constitucional y existe en el presidencialismo, y sin embargo no hubo ni hay en
ambos casos una superioridad del parlamento en la dirección política, en la función de
gobierno. Es verdad, no obstante, que en el parlamentarismo clásico se dio cierta
supremacía del parlamento en la función de gobierno del Estado. Pero no es así en el
parlamentarismo actual y el centro de gravedad a este respecto se ha desplazado de nuevo
hacia la esfera del gobierno. Acarrea el cath all party y ciertos sistemas de partidos (Porras,
1987).
2. EL PARLAMENTARISMO
La plena virtualidad de las dos condiciones arriba referidas para la configuración del
gobierno parlamentario— el cambio en los principios de legitimidad vigentes y el
desdoblamiento del ejecutivo en una corona políticamente irresponsable y un gabinete y su
presidente responsables ante el parlamento— es algo que, incluso en Francia, no se
alcanzará hasta avanzado el siglo XIX. Y en Gran Bretaña no mucho antes. La corona
seguirá participando en el gobierno de diversas maneras. Unas veces, muchas, pervivirá la
designación regia de los ministros. En otras la Corona logrará reproducir la vieja práctica
política en la que el gobierno se basa en la doble confianza del parlamento y de la corona.
Esto es precisamente lo que ya había sucedido en la monarquía francesa de Luis Felipe de
Orleans (1830-1848), de modo que éste podía hacer caer por su cuenta el Gobierno. Otras
veces la corrupción electoral falseará de tal modo la representación parlamentaria que la
corona determinará prácticamente las mayorías parlamentarias, como vino sucediendo en la
España de la Restauración. Además, la influencia política de la corona en materia de
política militar y exterior será notable e incluso decisiva en casi todos los Estados
monárquicos. Así, la articulación compleja de un subsistema de gobierno parlamentario
debe considerarse como un verdadero proceso histórico lleno de contradicciones. Momento
clave y definitivo en este proceso fue la hegemonía progresiva del principio democrático.
Precisamente, la democratización del Estado liberal y de su parlamento tuvo en la
aceptación del sufragio universal y en la parlamentarización del gobierno dos elementos
esenciales. En ese momento, la vieja monarquía constitucional, con su contraposición entre
corona y parlamento, daría paso definitivamente a la monarquía parlamentaria o a la
república parlamentaria. Con una u otra variante, el parlamentarismo constituirá la forma de
gobierno dominante en los Estados liberal-democráticos del presente siglo, una forma en la
que el gobierno es la expresión directa de la mayoría parlamentaria, y está directamente
controlado por ésta (Colliard, 1981).
3. EL PRESIDENCIALISMO
Entre las formas híbridas de gobierno, hay una que requiere una especial atención. Se
trata del llamado semipresidencialismo, cuyo ejemplo más notorio en el período de
entreguerras fue la República de Weimar (1919-1933) y actualmente lo es la República
francesa, moldeada por el general De Gaulle a partir de 1958. Austria, Finlandia, Irlanda,
Islandia y Portugal son otros tantos países europeos que cabe referir con esta misma
categoría. La situación creada en estos casos evoca el dualismo característico de la
monarquía constitucional europea cuando avanzaba hacia su parlamentarización. En esta
monarquía hubo una dialéctica entre la legitimidad de origen liberal-demócrata y la
legitimidad tradicional, entre el parlamento y la corona. En los semipresidencialismos
republicanos del siglo XX, las dos legitimidades eventualmente confrontadas tienen,
ambas, origen democrático: tanto el presidente de la república —excepto en el caso de
Finlandia— como el parlamento han sido elegidos directa y democráticamente por la
ciudadanía en su conjunto. En cuanto al gobierno, aquí perfectamente definido como
órgano colegiado y dirigido por su presidente de gobierno, se basa en una suerte de doble
confianza. En efecto, el presidente de la república crea, y lo hace en un sentido político
directo, su propio gobierno pero, al mismo tiempo, el parlamento puede denegarle
posteriormente su confianza, en cuyo caso caerá. La posibilidad de una mayoría
parlamentaria distinta e incluso opuesta a la orientación política de la presidencia de la
república está inscrita en la propia estructura constitucional y es obvia. Por lo demás, la
situación efectiva de esta forma de gobierno puede ofrecer perfiles realmente variados, y su
determinación es un asunto de orden empírico y depende de las fuerzas en presencia, como
ya sucedió, por cierto, en la monarquía constitucional que caminaba hacia el
parlamentarismo. En efecto, saber si la forma de gobierno es preponderantemente
presidencialista, como en el caso francés hasta hoy en día, o una combinación más
equilibrada de ingredientes presidenciales y parlamentarios, como sucede en Finlandia, es
algo que depende de la situación de hecho y que, además, puede variar con el tiempo sin
alterar el texto constitucional (Sartori, 1994; Lijphart, 1987).
En los ejecutivos organizados de manera dual, hay un jefe del Estado —monárquico o
republicano— y un gobierno. Acaso no sea una condición rigurosa y lógicamente necesaria,
pero lo cierto es que todos los gobiernos parlamentarios producidos hasta ahora por la
historia encierran esta dualidad. El jefe del Estado, que aquí ya no forma parte del gobierno,
del ejecutivo, será vitalicio y nombrado normalmente por sucesión hereditaria en el caso de
una monarquía; o nombrado por tiempo limitado y mediante un procedimiento electivo —
protagonizado con frecuencia por un colegio electoral parlamentario más o menos
ampliado— si se trata de una república. En ambos casos los jefes de Estado tienen
funciones simbólicas y representativas, y también de equilibrio y garantía, aunque esto
último varía en gran manera. En lo que respecta a su irresponsabilidad política, ésta es
efectivamente la nota característica cuando su actuación está refrendada por uno u otro
miembro del gobierno, en cuyo caso es éste el responsable ante el parlamento, a menos que
dimita, claro está, precisamente para no asumir tal responsabilidad. La situación es distinta
cuando el ejecutivo organizado de manera dual puede definirse como de tendencia
presidencialista o semipresidencialista. El jefe del Estado tiene efectivas atribuciones políti-
cas de gobierno y forma parte de éste. Se elige casi siempre —no es el caso de Finlandia—
por sufragio universal, cosa de importancia política mayúscula para su legitimación y en
conjunto para la configuración de esta forma de gobierno. Sus importantes decisiones en
materia gubernamental no necesitan, en buena parte de los casos, ser refrendadas por uno u
otro miembro del gobierno.
Y junto al jefe del Estado en el ejecutivo dual, el gobierno, que está integrado en primer
lugar por los ministros, y encabezado por el presidente del gobierno. En todos los casos de
parlamentarismo y semipresidencialismo hay un presidente de gobierno, también
denominado primer ministro o canciller. La trayectoria institucional de Europa, el papel de
tal presidente — sobre todo en lo tocante a las relaciones con el parlamento y a la
responsabilidad política ante él— ha sido verdaderamente relevante, de forma que con él
avanzó el proceso de parlamentalización. Con él, además, el gobierno, en tanto que
institución colegiada, pudo constituirse más rápidamente.
La figura del presidente del gobierno merece un comentario más extenso ya que suele
considerársele como el elemento medular del gobierno, y le están atribuidas las tareas de
orientación y coordinación de los ministros y demás miembros del gobierno. Y es que el
«gobierno por ministerios» ha dado paso, en una época de internacionalización y de Estado
social e intervencionista, a un gobierno que necesita estar estrechamente coordinado y ser
unitariamente dirigido. El comportamiento electoral ha empujado en la misma dirección,
puesto que las elecciones tienden en muchos casos a destacar la significación de los líderes
de los partidos, de manera que la obtención por éstos de la mayoría les legitima
personalmente y les permite ocupar una posición más central en el complejo
gubernamental. Los distintos textos constitucionales suelen crear una situación de primacía
jurídica de tales presidentes de gobierno, y suele afirmarse, asimismo, que éste es un
primus inter pares. Pero es ésta una formulación ambigua e insuficiente (Bar, 1983).
a. Esa primacía lo es también de carácter político allí donde estos presidentes son los
líderes políticos ganadores de las elecciones. Se trata del «parlamentarismo mayoritario»,
cuyo ejemplo acabado es el británico.
b. Está también el caso de aquellos gobiernos que, como el francés, tienen una
marcada impronta presidencialista; el primer ministro es aquí designado por el presidente
de la república quien, como es sabido, tiene una legitimidad popular directa.
c. Por el contrario, donde hay que formar el gobierno sobre la base de coaliciones,
fruto de acuerdos postelectorales entre partidos y grupos parlamentarios, la preeminencia
del presidente del gobierno se atenúa y tiende a ceñirse a la función de coordinación y me-
diación entre los coaligados. A veces un presidente de este tipo no lo es en base a una
coalición sino en base a un solo partido, pero surcado éste por una pluralidad de corrientes
internas.
Ciertamente, desde hace decenios se viene advirtiendo la tendencia generalizada a la
concentración de la tarea de dirección política en el polo gubernamental del Estado. A su
vez, dentro de éste, se viene constatando la tendencia a la concentración de la dirección
política gubernamental en un órgano monocrático, electo y en relación directa con el
electorado. Se configuraría así una propensión a un verdadero «monarca republicano», para
decirlo con una expresión de Duverger de comienzos de los setenta (Duverger, 1974). Ello
formaría parte integrante de una tendencia a la concentración y a la personalización del
poder en las democracias del capitalismo más desarrollado. Tendencia que englobaría los
presidencialismos puros y simples, señaladamente el norteamericano, los
semipresidencialismos europeos y también, finalmente, el «parlamentarismo mayoritario».
Este último comprende los diversos casos, desde el del Premier británico al de la kanz-
lerdemokratie alemana, en los que las urnas producen directamente una mayoría de
gobierno, haciendo políticamente innecesaria la posterior mediación partidista en el
parlamento con vistas a la creación de una coalición gubernamental. Como consecuencia de
esa propensión a la preponderancia del presidente del gobierno sobre los restantes
miembros de éste, se afirma a veces que ha perdido actualidad la distinción entre gobiernos
colegiados y gobiernos de «canciller». Pero parece ésta una opinión precipitada puesto que
subsiste con frecuencia una u otra variante de consejo de ministros —típico órgano
colegiado— con funciones propias y relevantes, de manera que monocracia y colegialidad
se articulan entre sí.
En el análisis politològico de los últimos años, puede advertirse un esfuerzo para dotar
de realismo al examen de los sujetos políticos operantes en el proceso de gobierno. Más
concretamente, puede advertirse un esfuerzo tendente a superar la influencia de la tradición
constitucionalista que considera el parlamento y el gobierno en una relación bipolar. Tal
dualismo, basado en la contraposición de sujetos institucionales —de «órganos
constitucionales» del Estado—, pudo tener su hora realista en la época de las monarquías
constitucionales y en el primer parlamentarismo. En aquel entonces existía efectivamente
una contraposición entre la legitimidad basada en la soberanía popular y la legitimidad
basada en principios precedentes. Y tal contraposición se expresó en aquel dualismo
institucional. Pero la progresiva hegemonía de la soberanía popular y la difusión de los
partidos políticos modernos habría cambiado la realidad esencialmente (Rose, 1974; King,
1976; Cotta, 1987).
El caso de Gran Bretaña durante buena parte del siglo en curso es paradigmático del
bipartidismo y sumamente ilustrativo de nuestro asunto. En efecto, la norma constitucional
exige, cosa habitual en el parlamentarismo, que el nuevo gobierno cuente con la confianza
expresa de la Cámara de los Comunes. Sin embargo, la existencia de un sistema bipartidista
en el que dos grandes partidos cohesionados —y cohesionados en torno a un líder— pueden
alcanzar por sí solos —con la inestimable contribución al respecto del sistema electoral
mayoritario a una vuelta— la mayoría parlamentaria crea una nueva situación. El resultado
es que la contienda electoral decide directamente el gobierno y su primer ministro. Subsiste
la expresión de la confianza parlamentaria como requisito para formar gobierno, pero ésta
está predeterminada sin más por el resultado de las elecciones, puesto que el partido
ganador y su líder han recibido una suerte de investidura y legitimación popular directa que
se impone, a continuación, a la mayoría parlamentaria lograda por tal partido. Esto provoca
que, aun siendo éste un gobierno parlamentario, se aproxime en este punto relativo a la
legitimación directa, al gobierno presidencialista. Por lo demás, también la estructura
interna del gobierno británico está claramente influenciada por el partido dominante, que
tiene precisamente en el gobierno su centro de gravedad.
Así, en gran parte de los casos, y en uno u otro grado, se ha impuesto lo que en la
literatura politológica reciente se viene denominando el party goverment. Según Katz, éste
se caracteriza por diversos rasgos:
c. Las relaciones políticas más relevantes no se dan entre gobierno y parlamento, sino
entre los partidos que integran la mayoría y los que integran la minoría; relaciones éstas que
discurren en un contexto parcialmente institucionalizado por las normas que regulan el
gobierno y el parlamento y que confieren a los diversos agentes políticos una serie de
poderes y oportunidades, y establecen una trama de límites.
Sin embargo, el party goverment no siempre implica esa dialéctica entre mayoría y
minoría, puesto que el gobierno se basa a veces en una gran coalición, una coalición
oversized, sobredimensionada, que sólo excluye del gobierno a partidos menores. Surge
aquí la problemática del «consociacionismo», en cuyo estudio ha destacado Lijphart en los
últimos años. En este caso, obviamente, se diluye o atenúa el antagonismo entre los
partidos de la mayoría y los de la minoría que caracteriza el dualismo arriba examinado.
Con ello, el parlamento pierde relevancia en el sistema. Y es que la relación fundamental
entre los partidos se establece precisamente en el seno del gobierno, que de este modo se
configura como una arena política. Pero también en este es inexcusable, para la subsistencia
de la gran coalición, la unidad y la vertebración cohesiva de los coaligados. Y, de hecho,
una reactivación de la relevancia del parlamento puede muy bien indicar una crisis
gubernamental en ciernes (Lijphart, 1987; Pappalardo, 1978).
Ahora bien, el razonamiento precedente acerca del party government contiene una
importante dosis de simplificación. Ni la dialéctica gobierno-oposición da cuenta (ni
siquiera en el caso británico) de todas las contradicciones y poderes actuantes en la forma
de gobierno, ni la alianza que supone una gran coalición neutraliza todas las oposiciones.
Ambas variantes de gobierno requieren una cohesión firme en el partido o coalición que
detente el gobierno, pero esta cohesión es con frecuencia problemática y surgen otras
variantes de gobierno en las que ésta sólo se da parcialmente, o escasamente, y se configura
una compleja trama de centros de poder. En estos casos la realidad obliga al analista a
ampliar su campo visual y tomar en consideración, señaladamente, otras características de
los partidos políticos y de otros grupos presentes en el sistema, así como de sus corrientes
internas.
BIBLIOGRAFÍA