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Letras bastardas

La universidad y su escritura
Punto Final Ediciones Serie Psicoanálisis

Letras bastardas
La universidad y su escritura

María Eugenia Arroyo Juan F. Cammardella


María Agustina Cánaves Clara Castronuovo
A. Martín Contino Javier Del Ponte Mauro Eyras
Diego García Rebeca Gras Miguel Angel Gómez
Ivonne Laus

Texto invitado Esther Díaz de Kóbila


Letras bastardas : la universidad y su escritura / María Eugenia Arroyo ...
[et al.]. -
      1a ed. - Rosario : Punto Final Ediciones, 2021.
      268 p. ; 22 x 15 cm.

      ISBN 978-987-47930-3-4

      1. Escritura. 2. Universidades. 3. Psicología. I. Arroyo, María Eugenia.


      CDD 378.001

Publicado por Punto Final Ediciones


fb: /puntofinalediciones
ig: @puntofinalediciones
puntofinalediciones@gmail.com

Diseño y diagramación: Javier Del Ponte y Juan F. Cammardella


Diseño de portada: Javier Del Ponte

Impreso en AGL Artes Gráficas del Litoral S.A.


Noviembre de 2021
Índice

PRESENTACIÓN – Pág. 13
Ivonne Laus

Primer bloque: Experiencias en la literatura

NARRAR LA RESISTENCIA. LA ESCRITURA EN LA


UNIVERSIDAD COMO CONSTRUCCIÓN DEL SÍ
MISMO – Pág. 23
Diego García

DIME CÓMO LEES, TE DIRÉ CÓMO PREGUNTAS.


LA ESCRITURA COMO RESPUESTA NO SABIDA –
Pág. 39
María Agustina Cánaves

LA CONDICIÓN FICCIONAL DE LA POLÍTICA EN


LA ESCRITURA – Pág. 55
Ivonne Laus

Segundo bloque: Escritura en la Universidad

LA EXTRACCIÓN DE CONSECUENCIAS COMO


OPERACIÓN DE ESCRITURA – Pág. 79
Juan F. Cammardella

DE LAS POSICIONES ANALES EN LA ESCRITURA –


Pág. 89
Javier Del Ponte
LA FALACIA DE AUTORÍA Y SU MÁS ALLÁ – Pág. 97
Javier Del Ponte y Juan F. Cammardella

ESCRIBIR, TOMAR LA PALABRA Y DAR BATALLA –


Pág. 103
María Eugenia Arroyo

Tercer bloque: Políticas en la escritura

LA ESCRITURA COMO POLÍTICA EN LA


UNIVERSIDAD. LO ESCRITO COMO POLÍTICA DE
LA ESCRITURA – Pág. 119
Ivonne Laus, Clara Castronuovo y Juan F. Cammardella

LENGUAJE INCLUSIVO: ¿DECISIÓN LINGÜÍSTICA


O POSICIONAMIENTO POLÍTICO? – Pág.131
Rebeca Gras

JUSTO UNA IDEA: LA ESCRITURA COMO


DEVENIR – Pág. 151
A. Martín Contino

Cuarto bloque: Psicoanálisis en la Universidad

DE LA EPICRISIS A LA ESCRITURA NODAL.


APORTES PARA UNA HISTORIA DE LA
ESCRITURA EN PSICOANÁLISIS – Pág. 197
Javier Del Ponte, Mauro Eyras, Diego García y Miguel A.
Gómez
ESCRIBIR: ELOGIO DE LA INCOMODIDAD – Pág.
212
Miguel Angel Gómez

UNA DISLOCACIÓN NECESARIA: DEL


UNIVERSITARIO AL ESCRIBIENTE – Pág. 221
Clara Castronuovo y Mauro Eyras

Texto invitado

EL OFICIO DE ESCRIBIR. DE LA AVENTURA DE LA


IMAGINACIÓN CREADORA AL PÁNICO DE LA
PÁGINA EN BLANCO – Pág. 237
Esther Díaz de Kóbila

LOS Y LAS AUTORES Y AUTORAS – Pág. 265


A Esther, por su generosidad
A la Universidad, por impulsar estas letras
PRESENTACIÓN
Ivonne Laus

La letra bastarda es ante todo un trazo. Se trata de


una letra-cuerpo enlazada al pulso de quien escribe. Pero la
caligrafía es, por definición, revolucionaria, puesto que
incita el levantamiento de la letra ante su escritor, siendo no
obstante a él a quien redime de lo que dice. Es bastarda,
precisamente, cuando su rasgo no sólo degrada la noción de
cualquier origen, sino que permea la superficie de lo ya
escrito, al modo de un palimpsesto de nuestro tiempo.
Si cada mano dobla como puede según su curvatura
en el llano de una página en blanco, las letras es-tallan en las
borraduras de ese objeto previamente impuro, que será
luego texto nuevo de lectura.
¿Planea entonces la mano que escribe? ¿Sueña? ¿Qué
tanto depende la letra de un sujeto? Su trazo, su serifa, su
fuerza, su apretura, su apertura, sus bornes, sus contornos y
tachaduras, sus agujeros, sus distancias y vacíos, son
universales imposibles en las bastardas. Se pierden
irremediablemente entre unos dedos febriles y la punta
delicada de la pluma o el acero regular de la esfera del
bolígrafo. Si “lo singular de la mano aplasta lo universal”
(Lacan, 2012, p. 24), forzosamente resulta una torpe
democracia de las letras; inequívoca desigualdad de lo
mismo.

13
Bajo la espalda encorvada del copista o sobre los
cuadernos escolares de caligrafía, la letra bastarda ha podido
ser duramente disciplinada y universalizada, tal que algún
gesto suyo sostiene aún su ya desfigurada anatomía.
Extinguida desde hace siglos según cierta historia de la
caligrafía, resiste todavía en nuestras cursivas o bastardillas,
de uso marginal innegable. La obra ajena o la lengua
extraña, además de la palabra diferenciada, justifican
míseramente su presencia.
Cláusulas que indican la putez de las letras, su
infamia, su ironía, su locura; cuyo tipo –ofrecido en el
menú desplegable de un procesador de texto cualquiera– es,
como expresara Alan Fletcher, “un alfabeto con una camisa
de fuerza” (en Garfield, 2012, p. 61).
Cuando la tiranía de la maquinaria tipográfica
reduce entonces a la irrepetible caligrafía bastarda ¿acaba así
con la insurgencia de las letras? Letras bastardas. La
universidad y su escritura, reúne ensayos que pretenden por
el contrario persuadir a sus propios autores –y de ser
posible, a sus lectores– de esta insurrecta constancia.
Quizá el conjunto de los textos que componen este
libro pueda ser pensado en el sentido de una respuesta no
sabida que intenta dar cuenta de lo que sabe una pregunta.
Y podríamos decir también, de lo que puede.
Formalmente, nuestra investigación1 transita dentro

1 Experiencia y práctica de la escritura en psicoanálisis y psicología. PID


radicado en la Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de
Rosario, 2018, Cód. 1PSI393, Directora Dra. Ivonne Laus. Las y los
autores del presente volumen son en su totalidad integrantes de este
proyecto de investigación. Esta publicación es posible gracias a un
subsidio por investigación otorgado por la Universidad que cubre parte

14
de los márgenes más o menos correctos de las respuestas
que saben: suntuosas lecturas sobre escritura en los
heterogéneos terrenos de la psicología y el psicoanálisis. Un
studium –se toma aquí, de Barthes2– que, es cierto, se deja
atravesar por algunos interrogantes de tiempo: Historia y
futuro. Pero ¿y la pregunta por el presente? ¿Qué sabe?
¿Qué puede? ¿Qué punza?
Se nos impone entonces la encrucijada del texto, un
texto que se viene escribiendo entre nosotros desde hace
tiempo (sin principio ni final determinable) donde
efectivamente diversos caminos se cruzan, pero del que (tal
como respondiera en algún sitio Foucault) se publica en
esta ocasión sólo un fragmento. Un texto finalmente escrito
como una red perforada, renuente a la sólida mesa del
conocimiento y, en cambio, adherida al suelo –del todo
inestable– del saber.
¿De allí el descarte de la academia por la
universidad? Como el psicoanálisis universitario, la escritura
en la universidad es otra hija no deseada. ¿Y si ella fuera,
efectivamente, un acto libertario de quien toma la palabra?
Tanto, que ese acto –en el acto educativo mismo que
pretende permear toda universidad– es precisamente el que
desestabiliza el repertorio de conocimientos burocratizados

de los costos por Resolución N° 138/2019 de fecha 29/03/2019, del


Rector de la Universidad Nacional de Rosario.
2 En relación a la fotografía, Barthes (1989) propone el vocablo
studium, en latín, que no quiere decir directamente “estudio” sino que
refiere a “la aplicación a una cosa (…) una suerte de dedicación general
ciertamente afanosa pero sin agudeza especial” (p. 58). El punctum es el
que “viene a dividir (o escandir) el studium. Esta vez no soy yo quien va
a buscarlo (…) es él quien sale de la escena como una flecha y viene a
punzarme” (pp. 58-59).

15
en los que se ciñen textos-velo. Aunque (se sabrá en el
colofón de estas páginas) los textos también pueden abrir
espacios donde vivir aventuras colosales.
La búsqueda siempre errada del origen, de lo
oculto, lo cifrado, el querer decir-originario es entonces una
falacia de autoría o una idea demasiado justa. Conviene,
mejor, escribir en contra del autor que, en tanto tal, no
puede más que estar muerto. Y escribir aún traicionándolo,
bastardeándolo; es decir, creando.
Pero conviene también ir contra unos
acontecimientos de los que –después de una escritura– ¿se
podrá decir efectivamente que ocurrieron? La escritura de la
experiencia es la imposibilidad de una experiencia de
escritura porque, en sentido estricto, es una experiencia que
su escritura vuelve imposible. Lejos de ser transformada por
el texto, la experiencia es lo que acontece en la escritura
misma, transformando, en cambio, a quien escribe.
En la renuncia a la experiencia fascinante o a la
única autoridad del autor, no sólo entonces se hará lugar a
la letra bastarda que se necesita para una escritura, sino
también a lo escrito –aquello que hace máquina con otros,
que leen– y que, lejos de detenerse en su fijeza sustantiva,
supone un movimiento que se encuentra en el saber. La
vitalidad de lo escrito opera así del lado de la transmisión y
no de la enseñanza. ¿Se halla ahí, en la transmisión –es
decir, en lo escrito– la política de la escritura? ¿Puede ésta
cesar de su política en la universidad? Si además
concedemos que hay donación en toda transmisión, estas
preguntas suscitan otras a la vez: ¿Qué escribe hoy la
universidad? ¿Qué facultad de-escribir? Consecuencias que

16
se extraen de un interrogante, de un enunciado o de una
premisa, que inauguran siempre una posibilidad
argumental.
Si hay una escritura de la universidad, esa propiedad
existe porque existe en esa escritura una incomodidad, una
dislocación, un devenir y un oficio, que ejecutan tanto la
condición de su potencia, como de su posible subversión.
Ante las políticas de disciplinamiento y consecuente
sujeción que sobreviven en muchas de las formas de la
institución, la escritura es una posibilidad de resistencia en
la universidad.
Es la política de la escritura, más que la política de
la universidad –pero no sin la universidad–, el punctum de
esta fotografía3. Incapaz de revelar nada, la punzada siempre
conduce a lo inefable, en principio, y sólo en principio, de
un detalle. Una hiancia, una escansión, un abismo, un aire,
un vacío que precisamente porque no puede escribirse, hace
escribir.
Por último –y como principio–, si este texto logra
multiplicidad, allí donde rige una posición, no se debe a las
individualidades de sus autoras y autores (el lenguaje
inclusivo, si cupiera, también hace poner en juego otros
devenires diversos, aún al género). Es en cambio porque
pretende, precisamente –y esto hay que decirlo con
Foucault (2013)–, borrar “toda individualidad escrita”, en
la medida en que sitúa nuestra voz en la universidad, “en el
gran murmullo anónimo” (p. 168) de su discurso.

3 Además, el punctum, “tanto si se distingue como si no, es un


suplemento: es lo que añado a la foto y que sin embargo ya está en ella”
(Barthes, 1989, p. 94).

17
“Qué importa quién habla” toma Foucault (2005)
de Beckett, pero aclara: “No importa quién habla, sino que,
lo que dice, no lo dice de no importa dónde” (p. 208).
Todo lo que aquí se ha escrito transcurre íntegramente en la
Facultad de Psicología de nuestra Universidad. ¿Es éste
acaso un lugar?
Cuanto más, puede que en esta escritura, la
universidad simule el subterráneo simbólico por el que se
desplazan nuestras letras pasajeras, bastardas, del que la
Siberia rosarina es su lumpen, pero entrañable estación
central. Las páginas que siguen pretenden (además, como
cualquier “poubellication”4) esa partida y ese traslado que, si
marcha, ha de marchar por los recorridos litorales de la
lectura.

Referencias bibliográficas

Barthes, R. (1989). La cámara lúcida. Nota sobre la


fotografía. Barcelona: Paidós.
Foucault, M. (2013). ¿Qué es usted, profesor Foucault? Sobre
la arqueología y su método. Buenos Aires: Siglo XXI
editores.
Foucault, M. (2005). La arqueología del saber. Buenos
Aires: Siglo XXI editores.
Garfield, S. (2012). Es mi tipo: un libro sobre fuentes
tipográficas. Buenos Aires: Taurus.
4 Juego de palabras entre publication, publicación y poubelle, basura,
basurero,  que forman este neologismo utilizado por Lacan al inicio de
su Seminario XV I. Precisamente a razón de lo cual cita, como Foucault,
a Beckett, cuyo genio –dice– domina la época. También se sirve Lacan
de estas referencias en su escrito “Lituratierra”.

18
Lacan, J. (2012). “Lituratierra”. En Otros escritos (pp. 19-
29). Buenos Aires: Paidós.

19
Primer bloque

Experiencias en la literatura
NARRAR LA RESISTENCIA. LA ESCRITURA EN LA
UNIVERSIDAD COMO CONSTRUCCIÓN DEL SÍ
MISMO5
Diego García

Introducción

La escritura como práctica forma parte de las


reflexiones del filósofo francés Michel Foucault (1926-
1984) a lo largo de toda su obra. Desde su interés en el
tratamiento del lenguaje hecho por Raymond Roussel
(1963), pasando por Las palabras y las cosas (1966), El orden
del discurso (1970), Esto no es una pipa (1973), Vigilar y
castigar (1975), hasta la monumental Historia de la
sexualidad (1984), entre otros textos, es posible trazar un
recorrido de indicaciones, en torno a la escritura, donde se
va acentuando su carácter de práctica en un dominio que ya
no concierne sólo al gobierno de los otros, sino que
paulatinamente va abriendo un espacio al gobierno de sí.
Como veremos, al interior de aquellas prácticas que
Foucault indaga en la cultura greco-romana bajo el nombre
de cuidado de sí, la escritura ocupa un lugar central
(Foucault, 2002).
Del mismo modo, otros autores –como Georges
Perec en el campo de la literatura, o Judith Butler desde la

5 Versión corregida y ampliada de una ponencia presentada en las IX


Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea, Facultad
de Ciencia Política y RRII (UNR), los días 23 y 24 de noviembre.

23
corriente post-estructuralista– han contribuido a mostrar
que la cuestión de las narrativas atraviesa campos tan vastos
como heterogéneos en el devenir social de Occidente. No
sólo se expresa a nivel macro y molar en políticas, sea en
beneficio del pensamiento plural y democrático, sea en
desmedro de la democracia a través de narrativas
neoliberales. Es además captable –a nivel microfísico y
molecular– en movimientos, marchas y luchas locales.
El presente trabajo contornea el espacio artístico
(música, literatura, cine, pintura) haciendo foco en la
escritura como un modo de construcción del sí mismo que,
frente al recrudecimiento del neoliberalismo, permite narrar
alternativas que funcionen como resistencia al interior de la
propia Universidad (donde coexisten, batallan y se
encabalgan, muchas veces, formas de escritura alternativas
con formas afines al discurso neoliberal). Dicho de otro
modo, se trata de la posibilidad de dar cuenta de sí mismo y
de una época a partir de la narrativa como ocasión de
reflexionar sobre el vínculo entre escritura y subjetivación.
Cuestión tanto más importante en el marco de un
organismo académico que, o bien puede seguir alimentando
las estrategias de disciplinamiento caras a toda institución, o
bien servir de plataforma para subvertir la sujeción a la que
se ve invitada. La apuesta es a una potencia de la escritura
en la que se entrecruzan lo político, lo histórico y lo
singular.

Escritura disciplinaria y escritura de sí

24
Dado que los límites de este escrito eximen de un
recorrido por la totalidad de las referencias de Foucault a la
escritura (lo que no carecería de interés para una
investigación ulterior), se centra aquí la cuestión en cierto
contrapunto situable entre los usos disciplinarios que se hace
de ella (indicados por el autor en el marco de sus reflexiones
sobre las sociedades del siglo XVII y XVIII) y lo que –en
otro momento histórico y teórico– dio en llamar escritura de
sí.
El estudio de la metamorfosis de los métodos
punitivos, llevó a Foucault a reparar en el pasaje, descrito
minuciosamente, del castigo como espectáculo público, del
suplicio de los cuerpos a la vista del pueblo, a un ejercicio
microfísico del poder en el que la justicia se inserta dentro
de un mecanismo administrativo. La administración de
justicia reclama, a partir del siglo XVII, no sólo una red de
profesionales paralelos a la práctica penal (médicos,
psiquiatras, psicólogos, educadores) sino también un registro
escrito y pormenorizado del delincuente. El examen pericial
psiquiátrico, por ejemplo, permitirá “proporcionar a los
mecanismos del castigo legal un asidero justificable no ya
simplemente sobre las infracciones, sino sobre los
individuos; no ya sobre lo que han hecho, sino sobre lo que
son, serán y pueden ser” (Foucault, 2006, p. 26). Se ve así
como un “saber, unas técnicas, unos discursos ‘científicos’
se forman y se entrelazan con la práctica del poder de
castigar” (Foucault, 2006, p. 29). Asimismo, se constatará
que idéntica urgencia histórica se configura como un
dispositivo en otras tantas instituciones (escuelas, fábricas,
cuarteles, hospitales, psiquiátricos... universidades) donde el

25
papel de la escritura, en tanto escritura de los otros,
constituye la estela misma que el individuo con sus actos va
dejando tras de sí.
De este modo, la anatomía política del detalle con la
que Foucault definía al poder disciplinario es, al mismo
tiempo, una escritura detallada de los individuos (de sus
acciones, de su historia, de sus deseos), en la que se
combinan la vigilancia jerárquica y la sanción
normalizadora. Foucault llamará examen a este ritual
espacio-temporal en el que los individuos, sometidos a una
mirada constante, ingresan en un campo documental,
constituyendo verdaderos archivos de los cuerpos y de los
días.

El examen que coloca a los individuos en un campo de


vigilancia los sitúa igualmente en una red de escritura;
los introduce en todo un espesor de documentos que los
captan y los inmovilizan. Los procedimientos de examen
han sido inmediatamente acompañados de un sistema de
registro intenso y de acumulación documental.
Constitúyese un poder de escritura como una pieza
esencial en los engranajes de la disciplina (Foucault,
2006, pp. 193-194).

Problema del ejército, problema de los hospitales,


pero muy intensamente problema de los establecimientos
de enseñanza, en el nivel que se quiera pensar (primaria,
secundaria, universitaria) en los que el examen se vuelve
instrumento privilegiado de control tanto más cuanto lo
soporta una escritura.

26
La escritura disciplinaria permite clasificar, formar
categorías, establecer medias, fijar normas. Pequeñas
técnicas de notación y constitución de expedientes. Pero
aún más, ya no se tratará del registro de la vida de los
grandes hombres, de los notables, aquellos que eran
merecedores por sus hazañas y sus logros de una biografía.
Por el contrario, la escritura disciplinaria concierne a todos
y cada uno, a esas individualidades comunes que durante
mucho tiempo estuvieron por debajo del umbral de
descripción. Ser objeto de una escritura ininterrumpida,
dirá Foucault, ha dejado de ser el privilegio de algunos, ha
perdido su valor monumental para una memoria futura,
para volverse documento de utilización por parte del
control y la vigilancia de los individuos.

Esta consignación por escrito de las existencias reales no


es ya un procedimiento de heroicización; funciona como
procedimiento de objetivación y de sometimiento. La
vida cuidadosamente cotejada de los enfermos mentales
o de los delincuentes corresponde, como la crónica de los
reyes o la epopeya de los grandes bandidos populares, a
cierta función política de la escritura; pero en otra
técnica completamente distinta del poder (Foucault,
2006, p. 196).

Se reserva entonces el nombre de escritura de los


otros a estos mecanismos de registro y notación planteados
por Foucault, en el sentido de una escritura del poder
disciplinario que tiene por objeto a los individuos. Es la
escritura de otros sobre otros; por caso la escritura de docentes
y autoridades sobre esos otros objetivados llamados

27
estudiantes. Pero también, y en la misma medida, una
escritura para los otros, en el sentido de ese archipiélago de
documentos escritos (parciales, trabajos prácticos,
monografías, tesinas, etc.) que los individuos universitarios,
universitarizados, producen masivamente la mayoría de las
veces sin consecuencias para sí.
Sin embargo, paralelamente a este uso de la
escritura, es posible situar otro, fechado por Foucault en los
primeros siglos del Imperio greco-romano pero cuya
actualidad (siempre se trata de hacer la historia del presente)
quizás permita pensar algo de la escritura y la narrativa
como estrategia de resistencia en la Universidad de nuestros
días.
Se trata de la llamada escritura de sí, parte de las
artes del sí mismo, la estética de la existencia y el gobierno
de sí que acompañan, como se dijo, las reflexiones del
último tramo de la obra de Foucault. Esta modalidad de la
escritura, que está originalmente ligada al objetivo de
mitigar la soledad y a que el propio sujeto pueda mirar lo
que ha hecho y pensado volcándolo en un cuaderno de
notas, la encontramos en Séneca, Epicteto, en Plutarco. En
este último, se destaca su función ethopoiética, es decir, la
escritura de sí como un “operador de la transformación de
la verdad en éthos” (Foucault, 2002, p. 11). Lejos de quedar
reducida a ser un apoyo de la memoria, el tesoro de lo que
se ha leído, oído, o pensado, Foucault ve, por ejemplo en la
hypomnémata, un valor de ejercicio, de reflexiones puestas
en escritura pero cuyo horizonte es que puedan ser
utilizadas en la acción. Del mismo modo, en la medida en
que esos pensamientos, vía la escritura, quedan

28
profundamente implantados en la existencia, se tornan
inseparables de ella (no sólo son suyos, sino que son la
existencia misma). Constituyen “una importante estación
de enlace en esta subjetivación del discurso” (Foucault,
2002, p. 13), una subjetivación que resulta del ejercicio de
una escritura personal.
El otro registro en el que Foucault inscribe a la
escritura de sí es el de la correspondencia o las misivas.
Resultaría obvio destacar aquí el papel bélico que han
cumplido las cartas en diferentes luchas a lo largo de la
historia; menos obvio, en cambio, resulta que la carta
también es un ejercicio de subjetivación de un discurso
verdadero a la vez que una forma de objetivación del alma:
“una apertura de sí que se da al otro” (Foucault, 2002, p.
24). Esta apertura de sí se distingue de una escritura
meramente para otro, aún cuando lo tenga como
destinatario; o, en todo caso, lo tiene como destinatario
pero no lo tiene como causa. Es una escritura causada desde
otro lugar que el de un imperativo de cumplimiento para
con tal o cual tarea asignada.
En cualquier caso, lo que resulta de interés es
indicar los puntos de semejanza, pero también las
diferencias, entre estos dos grandes modos de la escritura:
una escritura de los otros y una escritura de sí. Sin duda,
ambas apuntan al alma a través del cuerpo, e incluso, en
ambos casos, se trata del papel de la escritura en la
constitución de un cuerpo, la función transformadora de la
escritura. No obstante, mientras que en un caso se trata del
disciplinamiento del cuerpo en la producción seriada de
individuos (función individualizante de la escritura), en el

29
otro se trata de un trabajo sobre la propia existencia
tendiente a la transformación de modos de pensar, ver y oír
(función subjetivante de la escritura). ¿En qué medida la
Universidad ha sabido, sabe hoy, interrogar el privilegio
otorgado a la primera (escritura de los otros) por sobre la
segunda (escritura de sí)?

De la narrativa

Jorge Larrosa (1995) ha mostrado, en el ámbito de


la educación y de las prácticas pedagógicas, cómo ciertos
ejercicios tienen menos que ver con el aprendizaje de algo
exterior (un cuerpo de conocimientos) que con la
elaboración o reelaboración del educando consigo mismo
(subjetivación). Todo un vocabulario pedagógico tiende a
referirse a formas de relación con el sí mismo, expresadas en
términos de acción, con verbos reflexivos tales como
conocer-se, estimar-se, controlar-se, regular-se, etc.
Evidentemente, señala el autor, cuando estos términos se
usan en el contexto pedagógico (o incluso en el ámbito de
lo terapéutico), se presentan de forma normativa o con una
función normativizante, pero no por ello la experiencia de sí
que está implicada en esas acciones deja de tener otros
efectos imprevistos, de promover modos de plegado de la
subjetividad que puedan resultar inéditos.

El sujeto pedagógico o, si se quiere, la producción


pedagógica del sujeto, ya no es analizada solamente desde
el punto de vista de la ‘objetivación’, sino también y
fundamentalmente desde el punto de vista de la
‘subjetivación’. Esto es, desde cómo las prácticas

30
pedagógicas constituyen y median determinadas
relaciones de uno consigo mismo. Aquí los sujetos no
son posicionados como objetos silenciosos, sino como
sujetos parlantes; no como objetos examinados, sino
como sujetos confesantes; no en relación una verdad
sobre sí mismos que les es impuesta desde fuera, sino en
relación a una verdad sobre sí mismos que ellos mismos
deben contribuir activamente a producir (Larrosa, 1995,
p. 287).

Interesa en particular, por su vinculación a la


cuestión de la escritura en la Universidad, lo que dice
respecto de narrar-se. Así como las máquinas ópticas (ver,
ser visto, ver-se) y las máquinas discursivas (decir, ser dicho,
decir-se) determinan una particular topología de la
subjetividad, la cuestión de la narrativa, el decir-se
narrativo, no implica sólo una descripción topológica, sino
una ordenación temporal. “El que narra es el que lleva hacia
adelante, presentándolo de nuevo, lo que ha visto y de lo
cual conserva una huella en su memoria” (Larrosa, 1995, p.
307). El tiempo en el que se constituye la subjetividad es
siempre un tiempo narrado, lo cual no debe confundirse
con un soliloquio en la medida en que toda narrativa
personal está inmersa en estructuras narrativas que la
preexisten, es el resultado de una fabricación narrativa no
siempre armónica.

Hay que preguntarse también, por tanto, por la gestión


social y política de las narrativas personales, por los
poderes que gravitan sobre ellas, por los lugares en los
que el sujeto es inducido a interpretarse a sí mismo, a

31
reconocerse a sí mismo como el personaje de una
narración actual o posible, a contarse a sí mismo de
acuerdo a ciertos registros narrativos (Larrosa, 1995, p.
311).

Por lo tanto, tan importante como echar mano de la


escritura como posibilidad transformadora, como acción y
no simplemente como reflexión, es necesario poder
cuestionar los patrones mismos de autonarración, los
modelos de escritura que produce cada época a través de sus
instituciones (Salud, Educación, Trabajo), si no se quiere,
como se dice, reintroducir por la ventana lo que se ha
expulsado por la puerta.
En un momento histórico político en el que las
narrativas neoliberales nos producen como empresarios de sí,
en el que los medios de comunicación traman
subjetividades adormecidas, trazar narrativas alternativas y
disidentes es una tarea personal y política a la vez.
Como señala Judith Butler:

Cuando el ‘yo’ procura dar cuenta de sí mismo, puede


comenzar consigo, pero comprobará que ese ‘sí mismo’
ya está implicado en una temporalidad social que excede
sus propias capacidades narrativas; a decir verdad,
cuando el ‘yo’ procura dar cuenta de sí sin dejar de
incluir las condiciones de su emergencia, tiene que
convertirse, por fuerza, en teórico social (Butler, 2009, p.
19).

Dar cuenta de sí toma una matriz narrativa en la


medida en que no sólo se incorporan normas que nos in-
forman y nos forman, sino que esas normas puedan

32
transformarse para disponer otras formas de subjetivación.
La tarea poiética de construcción de un sí mismo no puede
realizarse al margen de los modos de subjetivación y
sujeción, no hay autorrealización con prescindencia de las
normas que determinan las formas posibles que un sujeto
puede adoptar en su existencia; pero al mismo tiempo una
práctica crítica de la escritura permite cuestionar el esquema
histórico en el cual pueden nacer ciertos sujetos y no otros.
¿Quién puedo ser dado el régimen de verdad que determina
mi ontología?

Poner en cuestión un régimen de verdad, cuando este


gobierna la subjetivación, es poner en cuestión mi propia
verdad y, en sustancia, cuestionar mi aptitud de decir la
verdad sobre mí, de dar cuenta de mi persona.
Así, si cuestiono el régimen de verdad, también
cuestiono el régimen a través del cual se asignan el ser y
mi propio estatus ontológico. La crítica no se dirige
meramente a una práctica social dada o a un horizonte
de inteligibilidad determinado dentro del cual aparecen
las prácticas y las instituciones: también implica que yo
misma quede en entredicho para mí (Butler, 2009, p.
38).

Se trata, en definitiva, sin negar las determinaciones


histórico políticas, de establecer coordenadas para pensar la
propia responsabilidad, en el sentido de Levinas, no como
recriminación ni como pretensión de soberanía, sino como
reconocimiento de que la capacidad de permitir la acción de
otros sobre mí me concierne.

33
El espacio de la escritura, una resistencia

Para concluir entonces, algunas reflexiones que no


provienen del campo académico, sino de los aportes que
cierta literatura ha hecho a la escritura, al espacio y a los
modos de habitarlo, pero que, sin embargo, tiene mucho
para aportar a repensar la función de la escritura en la
Universidad. Dos textos de Georges Perec sirven a tal fin:
Especies de espacios (1999) y Pensar/clasificar (2007). No es
tanto la pertenencia a una teoría de la resistencia lo que
conduce a este autor, como el hecho de que su literatura es
fecunda en descripciones que cuestionan el modo en que los
lugares, los objetos y las personas somos dispuestos en
ciertas modalidades de la existencia que, por resultarnos
obvias, impiden ver los mundos posibles de su variación.
Más que teorizar la resistencia, la escritura de Perec pone en
acto, en sí misma, una práctica de resistencia.
En Especies de espacios, se parte de una evidencia:
vivimos en el espacio; espacios cotidianos, próximos, sobre
los que habitualmente no reflexionamos, espacios para
todos los usos y funciones que, no obstante, sólo usamos de
cierta manera y en función de ciertas necesidades que nos
han sido impuestas. Desde el espacio mismo de la hoja de
papel (el primero y más próximo de los espacios para quien
escribe), donde Perec constata –al igual que Foucault– que
hay pocos acontecimientos que no dejen al menos una
huella escrita, hasta los espacios urbanos en los que nos
movemos, es posible pensar otras distribuciones, otras
alternativas.

34
Una habitación es una pieza en la que hay una cama; un
comedor es una pieza en la que hay una mesa y sillas y, a
menudo, un aparador; un salón es una pieza en la que
hay unos sillones y un diván; una cocina es una pieza en
la que hay un fogón y una toma de agua; un cuarto de
baño es una pieza en la que hay una toma de agua
encima de una bañera; cuando sólo hay una ducha se
llama aseo; cuando sólo hay un lavabo se llama cuarto de
aseo; una entrada es una pieza en la que al menos una de
las puertas da al exterior del apartamento;
accesoriamente se puede encontrar un perchero; una
habitación de niños es una pieza en la que está un niño;
un escobero es una pieza en la que se meten las escobas y
la aspiradora; una habitación de servicio es una pieza que
se alquila a un estudiante (Perec, 1999, p. 53).

De modo irónico, Perec muestra como, por


ejemplo, todo apartamento está compuesto de una cantidad
variable, pero limitada, de piezas, y que cada pieza tiene una
función particular. Metáfora de nuestra existencia, los
lugares donde vivimos dicen cómo ha sido pensado que
vivamos. En el modelo de apartamentos en los que vivimos
hoy, hay una funcionalidad que sigue procedimientos
unívocos, secuenciales y nictemerales: “las actividades
cotidianas corresponden a fases horarias y a cada fase
horaria corresponde una de las piezas del apartamento”
(Perec, 1999, p. 54). Es así como los arquitectos y
urbanistas, dice Perec, nos ven vivir o quieren que vivamos.
¿Pero habría otros modos? Imagina entonces un
departamento cuya distribución estuviera fundada en los
sentidos del cuerpo, en las funciones sensoriales (un

35
gustatorio, un auditorio, un palpatorio, etc.) o bien ya no
en los ritmos circadianos sino en los ritmos heptadianos
(tendríamos así un lunestorio, un martestorio, un
miércolestorio, etc.). Con todo, concluye el autor, lo que
más difícil nos resulta es pensar un espacio sin función, no
que carezca de una función precisa sino sin función, no
pluri-funcional sino a-funcional. Tan regidos estamos por el
dogma de la utilidad y el utilitarismo, que lo inútil ha
perdido espacio (literalmente) en nuestras vidas. De hecho,
para algunos la escritura de Perec podría ser considerada
una escritura inútil, una escritura que no aporta nada, si se
pierde de vista que lo que muestra es, justamente, la
inutilidad de preguntarse siempre por lo útil.
Algo similar analiza en uno de los capítulos de
Pensar / clasificar respecto del fenómeno de la moda. Hay
ciertas instituciones contemporáneas, escribe Perec, que han
transformado “en prueba, cuando no en sufrimiento, y aún
en suplicio, actividades que en su origen no eran ni querían
ser nada más que placer o goce” (Perec, 2007, p. 55). La
forma de vestirse, por ejemplo, que debería ser un asunto de
placer, de placer del cuerpo por vestirse de una manera u
otra, de disfrazarse, placer en el cambio y en la
transformación, se ha vuelto moda, es decir, violencia;
“violencia de la conformidad, de la adhesión a modelos,
violencia del consenso social y de los desprecios que éste
disimula” (Perec, 2007, p. 56). Y al igual que con los
espacios que habitamos, el cuerpo que también habitamos
resulta así encorsetado en sus posibilidades. Con su pluma,
Perec no tarda en imaginar alternativas: modas que varíen
en su periodicidad (mensual, semanal e incluso diaria),

36
moda en dominios pocos explorados (moda de los días
pares), exacerbar el laxismo (un mundo donde todo
estuviera de moda) o bien la exasperación de las preferencias
(que en un determinado instante de tiempo sólo haya una
cosa de moda), modas no temporales sino espaciales (que
existirían simultáneamente en todo el mundo y que
conocerlas dejaría de ser una cuestión de temporadas sino
una cuestión de distancia).
Lo que se retiene aquí de estos juegos de escritura
que hace el autor francés no es tanto su contenido, sino su
forma, el modo en que nos interroga acerca de usar la
escritura para deconstruir lugares, costumbres, prácticas. Si
pensamos en la escritura de sí que ocupara nuestras primeras
páginas, ¿qué otros modos de subjetivación –a la manera de
los espacios perecianos– pueden ser pensados en la
Universidad, en sus espacios áulicos y simbólicos? ¿Qué
modalidades de la escritura, ya no reducida a lo disciplinar,
son aptas para alojar esas subjetividades?
Quizás este texto también sea un intento de
inscribirse y escribirse (puesto que se trata de un escrito) en
las orillas de esos interrogantes y esas inquietudes,
aproximando, por la alquimia de las palabras, a autores
heterogéneos, como quien decide un buen día –la metáfora
es de Larrosa– reordenar su biblioteca y disponer de otro
modo los libros, inaugurando otras proximidades y otras
distancias; viendo qué resulta de combinar lecturas que no
solemos reunir. O tal vez, si nosotros mismos somos libros,
ver qué resulta de reunirnos con otros para pensar
alternativas de existencia a esta biblioteca en la que, para
bien o para mal, nos ha tocado vivir.

37
Referencias bibliográficas

Butler, J. (2009). Dar cuenta de sí mismo. Violencia ética y


responsabilidad. Buenos Aires: Amorrortu.
Foucault, M. (2002). La escritura de sí. En Dichos y escritos,
Tomo III. Madrid: Editora Nacional.
__________ (2006). Vigilar y castigar. Nacimiento de la
prisión. Buenos Aires: Siglo XXI.
Larrosa, J. (ed.) (1995). Escuela, poder y subjetivación.
Madrid: La Piqueta.
Perec, G. (1999). Especies de espacios. España: Montesinos.
________ (2007). Pensar / clasificar. México: Gedisa.

38
DIME CÓMO LEES, TE DIRÉ CÓMO PREGUNTAS.
LA ESCRITURA COMO RESPUESTA NO SABIDA
María Agustina Cánaves

Reflexionar sobre la escritura en la universidad


implica la revisión de múltiples puntos, puesto que
podemos preguntarnos sobre qué se escribe, para quiénes,
con qué objetivos, bajo qué condiciones, o de qué manera.
No obstante, lo que nos interesa plantear en el presente
texto son interrogantes que precisamente se desprenden
acerca de la pregunta erigida como tema.
A partir de esbozar algunas ideas respecto del
estatuto de la pregunta en la escritura, su origen, sus
funciones y determinaciones, procuraremos dar cuenta, en
el horizonte, de lo que no sabe una respuesta. O mejor, este
escrito, como una respuesta no sabida, intentará dar cuenta
de lo que sabe una pregunta.
Para esto, creemos pertinente ahondar en tres
asuntos fundamentales, a saber: la lectura, el interrogante y
la respuesta, estableciendo entre ellos una necesaria relación
de recursividad.
Dicho recorte apunta a mostrar cómo, dependiendo
de la naturaleza que comporte la pregunta inaugural,
pueden engendrarse distintas formas de escritura, así como
realizar algunas conjeturas respecto de la operación de
lectura previa. En otras palabras, partimos de la premisa de
que la manera de leer determina el modo de interrogarse

39
sobre algo, y esto, a su vez, da paso a respuestas de diversa
índole.
Así, buscaremos esgrimir argumentos al respecto
echando mano, principalmente (aunque no de forma
exclusiva), a ciertas ideas de Barthes, valorándolo como un
autor que por apasionado y punzante ha de tornarse
ineludible en esta temática.

¿Vacíos de lectura o lecturas del vacío?

Una pregunta rueda como una piedra


por el costado del hombre
y en lugar de caer en el vacío
encuentra un valle que la sostiene.
(Roberto Juarroz, 1974)

Si consultáramos a algunas personas acerca de qué


entienden por leer, probablemente varias de ellas harían el
intento de definirlo como un verbo de tipo transitivo. Si
bien efectivamente mediante este sintagma se indica la
acción ejercida para descifrar y comprender una
combinación de signos lingüísticos, no es ésta la acepción
que nos ocupa en estas páginas.
En efecto, adscribimos a una noción de lectura
posible a partir de un acto de donación, puesto que, desde
el inicio, leemos a condición del encuentro con otros. Estos,
al imprimir sus marcas, establecen tanto los límites de
aquello que es dable leer, como así también la manera en
que esa operación es llevada a cabo.
Desde esta concepción, leer no se circunscribe
únicamente a las cosas escritas, organizadas por las reglas de

40
la gramática y de la sintaxis. Por el contrario, creemos
factible –e incluso necesario– someter a un ejercicio de
lectura aquellas prácticas, espacios o experiencias que nos
incumben.
Centrados en el ámbito universitario que es el que
nos convoca, advertimos que anidan allí diversos modos de
leer. A grandes rasgos –y sólo a los fines descriptivos–,
resulta útil reunirlos en dos grupos, capaces de ser
distinguidos a partir de la forma en que se aborda la lectura,
los fines que en ella se persiguen (o no) y los efectos que
trae aparejado consigo.
En el primer grupo ubicamos aquellas lecturas que
se emprenden con la preocupación última por apresar un
sentido único. Inferimos que allí la tarea fundamental es
detectar lo que el texto busca exponer con aires de “hacer-
saber”, dejando a quien lee como mero explicador de las
ideas de quien escribe. Valiéndonos de lo sostenido por
Barthes en El susurro del lenguaje (1994), podríamos decir
que en casos como estos “el autor está considerado como
eterno propietario de su obra, y nosotros, los lectores, como
simples usufructuadores” (p. 36).
Al sostener que es el autor quien determina un
significado acabado, total y verdadero, se lo deja petrificado
en la figura de autoridad, manteniéndolo incólume e
intocable. Frente a esto, el lector no puede más que intentar
aprehender dicho significado, anulando la chance de ir más
allá de él.
En consecuencia, se van eslabonando largas cadenas
de reproducción de lo idéntico, perpetuando así una
formación de tipo monolítica, a la que conviene siempre

41
rendirle un pomposo tributo. Sin embargo, sospechamos
que cuanto más se repite, menos se transmite, porque lo
que se ofrece es un conocimiento ya masticado, listo para
ser deglutido, y pretendidamente sin fisuras.
Este panorama nos hace presentir un aire de lo que
en El placer del texto y Lección inaugural se denomina
estereotipo: “es la palabra repetida fuera de toda magia, de
todo entusiasmo, como si fuese natural” (Barthes, 2014, p.
58). Renglones más adelante, encontramos una referencia a
cierta sensación nauseabunda, la cual “llega en el momento
en que el enlace de dos palabras importantes se
sobrentiende” (pp. 58-59). Esto que bien podría pasar bajo
las ropas de una promoción en favor de la subsistencia -de
las ideas, agregamos-, en dicho texto está vinculado con una
falsa muerte: “aquella que no es un término, es lo
interminable. (...) El estereotipo es esta imposibilidad
nauseabunda de morir” (p. 59).
Esta figura de la muerte que no se termina de
efectuar, que perdura aletargada, puesta a jugar con la
operación de lectura, nos da pie para conjeturar que es de
vital importancia matar al autor para dar con un sentido
distinto al ya conocido y surcado por otros. Es decir, hacer
el intento de despegarse de esta forma estereotipada de leer,
supone la incomodidad de traicionar al autor, en el sentido
de ir más allá de él, de tomar sus palabras para construir
algo diferente a costa de faltarle el respeto. ¿Acaso existe
mejor manera de devolverlo a la vida, de rescatarlo de esa
momificación soporífera a la que la repetición lo condena?
Sin desconocer la evidente importancia que tiene
poder captar lo que determinado texto quiere decir,

42
apuntamos a no convertirnos en simples subtituladores o a
recitar lo que otros leyeron allí. Es necesario dar un paso
más.
Aventurarse a atravesar y, aún más, a dejarse
atravesar por una experiencia de lectura nos zambulle de
lleno dentro del segundo grupo. Nos permitimos ubicar en
éste, invocando a Barthes (1994), a los modos irreverentes
de leer, aquellos que –susurrando– nos indican que estamos
leyendo justo cuando levantamos la cabeza.
Nos referimos a esa forma de lectura que se
interroga a sí misma, que cuanto más solidificada está la
relación entre dos términos, más se empecina en
descascararla. Entre leer y repetir se interpone un cuerpo
que se revuelve y se resiste, al que se lo reconoce capaz de
alojar un saber de otra índole. Es un cuerpo comprometido,
tomado, inseparable de la lectura que realiza, prestándosele
como caja de resonancia y dejándose perforar por ella.
El lector se ve compelido a embarrarse con lo que
no cierra, lo que incomoda y, aunque por momentos se
sienta que ha quedado pendiendo de una coma,
estupefacto; no concibe otra opción más que permanecer
allí prendido (vale decir: como enganchado y como
encendido), soportando esa insistencia insoslayable que lo
captura.
Parafraseando a Barthes (2014), nos autorizamos a
denominarlas lecturas de goce, en tanto este modo de
abordarlas “pone en estado de pérdida, desacomoda (...),
hace vacilar los fundamentos históricos, culturales,
psicológicos del lector, la congruencia de sus gustos, de sus

43
valores y de sus recuerdos, pone en crisis su relación con el
lenguaje” (p. 22).

¿La pregunta por el punto o el punto que hace pregunta?

Quizá la salvación del hombre


consista en rodar por su propia ladera,
abrazado a la piedra
de la mayor de sus preguntas.
(Roberto Juarroz, 1974)

Como si se tratase de una declaración de principios,


sostenemos que la forma en que leemos condiciona
intrínsecamente la naturaleza de los interrogantes que
surgen a partir de allí, dando como resultado una profunda
trabazón entre ambos aspectos.
Cabe aclarar que no pretendemos avalar con ello la
existencia de ninguna jerarquía en relación a la validez de
las preguntas. Por el contrario, tras reparar en algunas
cuestiones, apuntamos a mostrar la importancia que tienen
cada una de ellas de acuerdo a las condiciones de
surgimiento, sus motivaciones, sobre qué se formulan, etc.
Ahora bien, sin perder de vista la división que
planteamos sobre los modos de lectura, o mejor, tomándola
como punto de partida, irremediablemente avizoramos una
correspondencia respecto de lo que ocurre en cuanto al
estatuto de la pregunta con la que se empieza a abordar una
escritura.
En este sentido, consideramos que una de las
estrategias posibles para reflexionar acerca de esta cuestión
nos es dada a través de extrapolar dos nociones que se

44
despliegan en La cámara lúcida (1989). Hablamos de
studium y punctum, las cuales se utilizan para nombrar e
identificar dos temas inherentes al campo de la fotografía.
En nuestro caso, nos interesa servirnos de ambos
elementos con la finalidad de realizar algunas
puntualizaciones sobre la hechura de aquellas preguntas que
anteceden la confección de un texto.
En cuanto al studium, originariamente es descripto
por Barthes (1989) como “la aplicación a una cosa (...), una
suerte de dedicación general, ciertamente afanosa, pero sin
agudeza especial” (p. 58). En esta definición,
fundamentalmente dos términos nos retienen: aplicación y
dedicación. Si bien pueden funcionar como sinónimos, nos
remite a dos aspectos diferentes.
Por un lado, al hacer referencia a algo que se aplica,
nos conduce a pensar que puede tratarse de cierto
instrumento (por llamarlo de alguna manera) construido de
antemano, y premeditadamente listo para operar sobre otra
cosa. Por el otro, a la luz de la pregunta, nos habla de
aquella a la que uno educada y voluntariamente se aboca, y
podríamos decir, aquella que intencionalmente vamos a
buscar.
En el studium de las preguntas ubicamos las que
aparecen como mera excusa para dar curso a la exposición
de una respuesta que se sabe, incluso mucho antes de ser
escrita. Dado que suelen dirigirse a lo ya conocido,
sostenemos que, de preguntas, solo conservan la apariencia.
Y aunque se formulen correctas, y logren adquirir tintes de
elegancia y protocolo, poco hay de brillo en ellas.

45
En consonancia con esto, pero en otro orden de
cosas, en La cámara lúcida, el autor expresa:

Reconocer el studium supone dar fatalmente con las


intenciones del fotógrafo, entrar en armonía con ellas,
aprobarlas, desaprobarlas, pero siempre comprenderlas,
discutirlas en mí mismo, pues la cultura (de la que
depende el studium) es un contrato firmado entre
creadores y consumidores. (Barthes, 1989, p. 60).

Si sobre este fragmento realizamos una necesaria


sustitución del término “fotógrafo” por “quien escribe”, nos
es lícito plantear que la pregunta como studium se orienta
precisamente a dar con la dimensión más intencional,
manifiesta y cognoscible de lo escrito.
Estas formas de la interrogación se encuentran
fuertemente vinculadas con los modos de leer que
permanecen adheridos exclusivamente al sentido veraz que
quien escribe se ha propuesto plasmar, o a lo que otros han
leído allí, cercenando al máximo otras posibilidades. Así,
ante un escenario donde se cree que todo ha quedado dicho,
resulta esperable que se susciten interrogantes que estén al
servicio de hacer (rastrear y aislar conceptos, explicarlos,
organizarlos, etc.) con el contenido ya existente.
Asimismo, sostenemos que el studium de la
pregunta toma su motivación del anhelo por conocer eso a
lo que se dirige, lo cual nos da la idea de una
direccionalidad deliberada que se establece desde el sujeto
hacia lo que se convierte en objeto de su interés. En palabras
de Barthes (1989), implica

46
el campo tan vasto del deseo indolente, del interés
diverso, del gusto inconsecuente (...) moviliza un deseo a
medias, un querer a medias; es el mismo tipo de interés
vago, liso, irresponsable, que se tiene por personas,
espectáculos, vestidos, o libros que encontramos «bien».
(p. 60).

No obstante, esta cita nos devuelve una inquietud


intermitente: ¿puede hablarse de deseo con tibieza,
equiparado a un querer a medias e irresponsable? Creemos
que se trata de una incongruencia, puesto que concebimos
el deseo –al menos el que nos importa– como una fuerza
ineluctable que se revuelve indócil y a nombre propio,
generalmente incluso a nuestro pesar.
Ahora bien, esto nos permite adentrarnos en el
terreno del punctum, el otro término propuesto por Barthes
que decidimos utilizar para aproximarnos a lo que ocurre
con una forma determinada de la pregunta.
Inicialmente la palabra es tomada del latín por el
autor, en donde significa “pinchazo, agujerito, pequeña
mancha, pequeño corte, y también casualidad” (1989, p.
59). También alude a esta noción como una herida o una
marca, producida por algo puntiagudo, punzante.
Estas referencias nos interesan especialmente, dado
que intentamos describir aquella pregunta inevitable que
irrumpe, insiste y desgarra. Se interroga (y vale decirlo así,
porque por momentos pareciera despegarse de quien la
formula) acerca del detalle que perturba, aún cuando bajo
otras miradas pueda presentarse como nimio.
En El placer del texto y Lección inaugural, se dice que
es el fantasma el que convoca al “detalle” refiriéndose a lo

47
minúsculo, a lo privado (Barthes, 2014). En este sentido,
no es posible eludir que la pregunta como punctum nos
anoticia en modo alguno acerca de los rasgos más íntimos
del sujeto, los cuales suelen resultar también los más
foráneos.
Se trata de una pregunta que nos interpela
inesperadamente (a veces incluso desde la aversión), y que
gusta de dejar al descubierto aspectos contradictorios de
aquello que estamos leyendo. Además, cuando nos sale al
encuentro desde “la pequeña mancha” que representa el
vacío en la significación de un texto –sus puntos ciegos–,
nos recuerda la inconveniencia de ignorar que lo que está
ausente bien puede estar hablando a los gritos.
Asimismo, en La cámara lúcida se expone: “Esta vez
no soy yo quien va a buscarlo (del mismo modo que invisto
con mi conciencia soberana el campo del studium), es él
quien sale de la escena como una flecha y viene a
punzarme” (Barthes, 1989, p. 58). Esto nos permite
deducir que la dirección, en esta oportunidad, parte del
punto y se dirige hacia el sujeto.
Dando un paso más, paráfrasis mediante, podemos
decir que es la pregunta como punctum la que viene a
buscarnos, y no al revés. Lacan (2015), a propósito de un
dicho de Picasso manifiesta: “no busco, encuentro” (p. 15), y
con mínimo esfuerzo podríamos añadir: nos encuentra. Es
precisamente por este motivo que quedamos ante la
imposibilidad de desembarazarnos de ella o, por lo menos,
de no advertirla.
Las más de las veces su irrupción conmueve la
tranquilidad que ofrece el desplazarse en terreno de lo ya

48
conocido, dado que apunta a desarticularlo o, cuanto
menos, a ponerlo en suspenso. En otras palabras, logra
“quitarle espesor a ciertas cosas, hacerlas más móviles. Hacer
escuchar una duda [las cursivas son nuestras]. Por lo tanto se
trata de sacudir lo pretendidamente natural, la cosa
instalada" (Barthes, 2015, p. 270).

¿Conocer para responder o responder para saber?

Ya no se trata ni de hombres ni de
dioses.
Ya no se está en el sitio de las respuestas.
El propio eco se ha convertido en valle.
(Roberto Juarroz, 1974)

Posicionados desde nuestra premisa consideramos


que, de acuerdo a la naturaleza que comporte la pregunta
inaugural, tienen lugar escrituras –en tanto respuestas– de
muy diversa índole. Para distinguirlas, el criterio del cual
nos servimos está fundamentado principalmente en dos
ejes.
A propósito del primero, convocamos la distinción
que Foucault (2015) realiza entre saber y conocimiento:

Con 'saber' apunto a un proceso por el cual el sujeto


sufre una modificación por lo mismo que conoce o,
mejor, durante el trabajo que efectúa para conocer. Eso
permite a la vez modificar al sujeto y construir el objeto.
Es 'conocimiento' el trabajo que permite multiplicar los
objetos cognoscibles, desarrollar su inteligibilidad,
comprender su racionalidad, pero sin dejar de mantener
la fijeza del sujeto que indaga. (p. 52).

49
Según las coordenadas que nos brinda este
fragmento, desprendemos la existencia de una forma de
escritura mediante la cual se aspira a plasmar el
conocimiento. Esta se erige como la respuesta a una
pregunta que, en términos foucaultianos, bien podría
llamarse “de los otros”. A pesar de que muchas veces la
pregunta puede resultar justa, sobria y hasta necesaria para
conocer aquello hacia donde se dispara, dicen poco y soso
sobre las implicaciones de quien escribe.
En ese sentido, nos atrevemos a decir que es el
individuo el que está comprometido allí. Con individuo
queremos evocar la entidad que se presenta idéntica a sí
misma, impoluta y orientada a la conquista de un
conocimiento, definitiva y contundentemente sin
endebleces.
Sostenemos con Barthes (2014) que, en este caso, la
escritura se trata de una práctica preocupada, antes que
nada, por el enunciado. Este es entendido “como el
producto de una ausencia del enunciador” (p. 100) donde
las palabras son reconocidas únicamente en su dimensión
de utilidad, es decir, de instrumentos para dar a conocer
una idea.
En contraposición, ubicamos la otra forma de
escritura, la cual se encuentra en estrecha correlación con lo
que Foucault (2015) incluye en su descripción del saber. Al
someter lo que se sabe a una reflexión sostenida, en un
intento de dar respuestas a una pregunta que, en este caso,
cabe decir “de sí”, es el sujeto el que resulta no sólo
comprometido, sino trastocado durante el proceso.

50
Al entrañar una transformación, la escritura
entonces deviene una experiencia. A propósito del libro-
experiencia, pero haciéndolo caber también aquí: “Sólo lo
escribo porque todavía no sé exactamente qué pensar de eso
que me gustaría tanto pensar. De modo que el libro me
transforma y transforma lo que pienso” (Foucault, 2015, p.
33). Dicho de este modo, advertimos que lo escrito no está
puesto al servicio de comunicar un pensamiento anterior,
sino que la escritura es condición de posibilidad del
pensamiento por venir.
Asimismo, destacamos que lo que interesa desde
esta perspectiva, más que el enunciado, es la enunciación,
puesto que ubica en el centro a quien, causado por una
pregunta que lo interroga, se dispone a la construcción de
una respuesta a nombre propio. En otras palabras:

Al exponer el lugar y la energía del sujeto, es decir, su


carencia (que no es su ausencia), apunta a lo real mismo
del lenguaje; reconoce que el lenguaje es un inmenso
halo de implicaciones, efectos, resonancias, vueltas,
revueltas, contenciones; asume la tarea de hacer escuchar
a un sujeto a la vez insistente e irreparable, desconocido y
sin embargo reconocido según una inquietante
familiaridad. (Barthes, 2014, p. 100).

Y agregamos: si cuando escribimos un


conocimiento, las palabras son medios para darlo a ver,
cuando nos encontramos escribiendo para saber son
“lanzadas como proyecciones, explosiones, vibraciones,
maquinarias, sabores; la escritura convierte al saber en una
fiesta” (Barthes, 2014, p. 100).

51
No obstante, conviene evitar caer en la confusión de
tomar esto como una militancia del mero relato escrito de
vivencias o resonancias personales. Foucault (2015) nos
advierte de ello y sostiene que, para que una transformación
de sí sea posible, si bien es indispensable tener una relación
directa con aquello de lo que se escribe, debe resultar
“accesible para los otros de forma tal que estos puedan
hacer esa experiencia. (...) No digo retomarla con exactitud,
pero sí al menos cruzarse con ella y volver a atravesarla” (pp.
39-40).
En efecto, consideramos que estar advertidos de la
implicación en un asunto, identificar en eso un detalle que
nos hace pregunta convocándonos, inquietándonos
particularmente, representa la chance de resistirnos, como
diría Barthes (1989), a una generalidad para que no nos
reduzca ni nos aplaste.
Por último, el segundo eje gira en torno a la
relación que se establece con la imposibilidad de decirlo
todo, inherente al lenguaje mismo, sin que esto suponga
una producción inconsistente. Al respecto y antes que nada,
reconocemos la necesidad imperiosa de construir un texto
que muestre con claridad el posicionamiento frente a un
tema, lo someta a revisión, despliegue argumentos
valiéndose de diversos recursos, y, por supuesto, arribe a
una conclusión.
Sin embargo, conjeturamos que existen ciertos tipos
de escritura que se sostienen enteramente desde la creencia,
o mejor, desde la ilusa convicción de ser respuestas totales y
absolutas. Por ellas no pasa la luz, se pretenden macizas,
incapaces de mostrar un vacío, o de ser atravesadas por una

52
pregunta. Aparentan ambiciosamente expresarlo todo,
dejando como saldo un desprecio profundo por lo
incompleto, concibiéndolo como un vicio ávido de ser
eliminado.
Dichas respuestas se producen de manera
coincidente ante formas de lectura ligadas a mecanismos de
repetición: “nuevos libros, nuevas emisiones, nuevos films,
hechos diversos pero siempre el mismo sentido” (Barthes,
2014, p. 57). Pero lo que estas subestiman, reniegan, o
simplemente ignoran es lo inexorable de aquello que se
vuelve presente como ausencia, tornándose condición de
posibilidad para futuras escrituras.
De modo que concebimos que todo texto, como
respuesta acabada en sí misma, contiene puntos ciegos que
testimonian acerca del aspecto parcial del mismo, pues “la
fragmentariedad no aparece como una deficiencia que deba
ser compensada o subsanada, sino como una consecuencia
de la renuncia a las explicaciones en términos de totalidad”
(Foucault, 2015, p. 10).
De ello entonces hacemos derivar la idea de una
escritura engendrada a partir de un interrogante que apunta
a causar –e intentar soportar– un saber agujereado.
Ciertamente, consideramos que es la pregunta como
punctum, como interrogación singularísima la que (a veces
con violencia, otras con la más sutil de las persistencias)
atraviesa desgarrando, produciendo una herida puntiaguda
sobre la consistencia incorruptible que detenta el fastuoso
mausoleo de los conocimientos.
Nos precipitamos a concluir que tanto leer como
preguntar y escribir desde la falta, implican operaciones que

53
entrañan las marcas del sujeto de dicha experiencia. Pero
también, soportar la fragilidad a la que somete la
imposibilidad absoluta de acceder a un saber total.

Referencias bibliográficas

Barthes, R. (2015). El grano de la voz: Entrevistas 1962-


1980. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
---------------- (2014). El placer del texto y Lección inaugural:
De la cátedra de Semiología Literaria del Collège de
France. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
---------------- (1994). El susurro del lenguaje. Barcelona:
Paidós.
---------------- (1989). La cámara lúcida. Notas sobre la
fotografía. Barcelona: Paidós.
Foucault, M. (2015). La inquietud por la verdad: Escritos
sobre la sexualidad y el sujeto. 1ª ed. (especial).
Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
Lacan, J. (2015). El seminario 11: los cuatro conceptos
fundamentales del psicoanálisis. Buenos Aires:
Paidós.

54
LA CONDICIÓN FICCIONAL DE LA POLÍTICA EN
LA ESCRITURA
Ivonne Laus

Un lugar para la escritura en la universidad

El presente texto6 parte de la siguiente hipótesis: La


desopilante novela de George Orwell publicada en 1945,
Rebelión en la granja, que reconstruye satíricamente los
destinos de la revolución rusa desde el triunfo del
estalinismo, ha encontrado nuevos espacios de existencia en
el presente, en los cuales aquella perla negra de la historia se
ha cosechado gracias a convicciones y militancias
irrenunciables. Pero, al mismo tiempo, es una ficción que
provoca una experiencia inédita en el lector, en la cual
lectura y escritura son instancias capaces de desatar un
combate en el dominio de la política.
Esta política –que es sin duda una política de la
escritura– se ciñe aquí al ámbito de la universidad y, más
precisamente, a la Facultad de Psicología de nuestra
Universidad Nacional, que supo encontrar en la Siberia
rosarina ciertas condiciones de continuidad. Con Álvarez
Yaguez (2017) cabe preguntar entonces si la revolución
rusa, “como cree Hobsbawm, tuvo su fin con ese siglo, allá

6 Versión corregida y ampliada de una ponencia presentada en las IX


Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea, Facultad
de Ciencia Política y RRII (UNR), los días 23 y 24 de noviembre de
2018.

55
por 1989, o aún puede ser de algún modo motivo viviente”
(“Terminemos”, párr. 2).
Precisamente, mientras sucedía la revolución rusa,
en Argentina acontecía la Reforma Universitaria. Era 1918,
y la historia de la Universidad Nacional que hoy conocemos
apenas se esbozaba. Con orígenes fundamentalmente
españoles, trocaba en ese presente de inicios de siglo XX los
principios monárquicos y eclesiásticos de autoridad por el
cogobierno tripartito en las casas de estudio. Además de la
autonomía universitaria y la docencia libre, entre las más
relevantes de una serie de insoslayables consecuencias a
favor de la Educación Superior (Laus, 2013).
Sin embargo, no es esta coincidencia de época la
que importa a este trabajo. Sino más bien, precisar un lugar
para la escritura en la universidad; no un lugar cualquiera,
sino ciertamente, el de la política. En el dominio de la
política, la escritura ficcional –esta es nuestra premisa–
aguza, y es aún capaz de provocar, el pensamiento crítico.
El cual necesita defenderse en la universidad, tanto como él
mismo la defiende.
Partimos de que es la ficción una condición de
posibilidad de la escritura política y, a la vez –como se dijo–
es la política el lugar de la escritura en la universidad. Por lo
tanto, la universidad sostiene, puede sostener, la ficción
como posibilidad de causar un pensamiento crítico a través
de la escritura.
Pero ¿no se debería apuntar a una escritura
estrictamente académica en la universidad? Si bien, en un
sentido obvio, esto es lo esperable, nuestra premisa no
obstruye esa pretensión.

56
No se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o
irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de
la “verdad”, sino justamente para poner en evidencia el
carácter complejo de la situación. Carácter complejo del
que el tratamiento limitado a lo verificable implica una
reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un
salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al
infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la
espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el
contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la
actitud ingenua que consiste en pretender saber de
antemano cómo esa realidad está hecha. No es una
claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la
búsqueda de una un poco menos rudimentaria (Saer,
2014, p. 11).

Se trata aquí entonces de aceptar, no sólo que la


escritura en la universidad tiene un lugar político, sino
además, y fundamentalmente, que es la ficción la condición
de una escritura posible en la universidad, cuyo efecto es
político.
El texto de Orwell nos viene al auxilio; pues se trata
de una ficción política que parodia una política ficcional (la
política estalinista). El estatuto político de la ficción y el
estatuto ficcional de la política se entrecruzan en un trazado
recíproco que determina que la ficción exponga una política
y que la política suscite una ficción.
Será entonces la lectura de este texto, en tanto libro-
experiencia (Foucault, 2013), lo que conducirá por los
itinerarios de la revolución rusa, en los términos de la
ficción. Para luego ubicar, a partir de esa experiencia, la

57
ficción como condición de posibilidad de la escritura en la
universidad.

La ficción como política

Según la novela de Orwell, Rebelión en la granja, en


Inglaterra hubo una vez una insurrección sin precedentes.
En la granja Solariega, los animales, hartos de la escasez, el
maltrato y la explotación del Sr. Jones, el granjero,
ejecutaron un buen día un levantamiento contra los
destinos humanos de dominación; fatigados ya de producir
para quienes no daban por ellos más que lo necesario para
mantenerlos vivos y activos en el trabajo. Allí no había nada
que se parezca siquiera a la felicidad. No había futuro para
la corta vida animal, ni motivo alguno para estar vivo. Solo
la tiranía humana reinaba; su sinrazón.
El levantamiento –impensable tanto para los
humanos como para el mundo estrictamente animal– se
produjo de noche, expulsando no sólo al granjero sino,
fundamentalmente, cualquier vestigio sordo que aludiera a
su modo de pensamiento, a la racionalidad humana. Sólo
así amanecería en la granja Solariega, que entonces se
convertía en el paradigma de la rebelión animal. Una granja
ejemplar entre las granjas, en la que el único poder
circulante sería estrictamente el de la igualdad entre todos
los animales y, por tanto, la justicia y la felicidad, gracias a
la labor destacada de los cerdos.
Las normas de la granja rebelde se encuentran
originaria y colectivamente inscriptas –a modo de
“mandamientos”– en la pared de un establo. El primero de

58
ellos es categórico: “Todo lo que camina sobre dos patas es
un enemigo”. Se ve no obstante reforzado por el siguiente,
que constituye a la vez su contracara: “Todo lo que camina
sobre cuatro patas o tiene alas es un amigo”. Excepto estos,
y el último de la lista de siete, todos los demás
mandamientos se definen a sí mismos por la negativa:
ningún animal llevará ropa ni dormirá en una cama ni
beberá alcohol ni matará a otro animal. En último lugar, un
nuevo pensamiento positivo y universal se expresa como
una máxima que integra la totalidad de los mandamientos
del listado: “Todos los animales son iguales” (Orwell, 2016,
p. 38).
Pero la reescritura permanente de los principios
sobre los cuales la rebelión se erige la anulan en su esencia
como si se tratase de un oxímoron. Ya que: ningún animal
dormirá en una cama con sábanas ni beberá alcohol en exceso
ni matará a otro animal sin motivo. “Todos los animales son
iguales” (p. 38), señalan tajantes los porcinos rebeldes.
La sutileza irónica con la que George Orwell va
argumentando en su novela el incumplimiento de cada uno
de los siete mandamientos escritos y reescritos –desmentida
mediante– cada vez con la misma letra animal en la pared
del establo, consiste en una dinámica con el lector que
provoca, al mismo tiempo, espanto y complicidad. Como si
el autor de Rebelión en la granja se apropiara en su escritura
del modus operandi de los cerdos. Como si disimulara en
cada capítulo la arbitrariedad del gobierno, ejerciendo cierto
encubrimiento cuyo efecto sería en cambio –por medio de
la ficción– la brutal denuncia del régimen y sus miserables
procedimientos.

59
Capítulo a capítulo, como si se trazase un camino
de inevitables frustraciones para el lector, van cayendo
irremediables los principios sobre los cuales la rebelión
había podido erigirse. Y con ellos, las posibilidades y los
sueños. Todo se derrumba, menos el gobierno: la gestión de
la granja, su administración política.
La disputa interna de la clase gobernante, reflejada
pintorescamente en la novela por la tenaz edificación de un
molino de viento, es la condición de construcción y, a la
vez, de exclusión del enemigo en tanto supuesto
conspirador. Orwell nombra Bola de Nieve al animal que
representa a Trotski, a quien otorga elogios indudables que
Napoleón (el representante ficticio de Stalin) y sus secuaces
no cesan de reprimir, invertir o desacreditar. En tanto Bola
de Nieve “obtenía a menudo la mayoría con sus brillantes
discursos (…) Napoleón tenía más capacidad para obtener
apoyos en los intervalos. Sobre todo tenía éxito con las
ovejas” (p. 57).
Es que el mismo Trotski en su autobiografía se ve
obligado a desmentir a Stalin, pues tal como puede leerse
acerca del cerdo Napoleón, “la cortedad de las limitaciones
personales podía cobrar la fuerza terrible de resentimientos
duraderos” (Kohan, 2017, p. 50).
Entre la literatura y la política, además de
exclusiones fenomenales existen –tal como puede
evidenciarlo Orwell– intrincadas relaciones. No es
precisamente el sendero de la ficción el que dará por tierra
con las veracidades de la política, pero nada quizá hay más
ficticio que el entramado de su lógica o de su racionalidad.

60
La condición ficcional es irreductible en la constitución
misma del estado de las cosas políticas.
Si bien, entonces, la literatura tiene otro discurso,
comparte con la política un trasfondo ficcional. Pues, tal
como sostiene Barthes (2014), la literatura no es otra cosa
que una “magnífica engañifa que permite escuchar a la
lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución
permanente del lenguaje” (p. 97). Pero a la vez, las “fuerzas
de libertad” del texto “no dependen de la persona civil, del
compromiso político del escritor (…) ni incluso del
contenido doctrinario de su obra, sino del trabajo de
desplazamiento que ejerce sobre la lengua” (p. 98).
Habría que buscar la condición ficcional de la
política, menos en las militancias o declaraciones
ideológicas de un escritor que en la escritura misma, pues se
da allí este “desplazamiento de la lengua” que permite
hacerle trampas al poder. La obra literaria ineludible de
nuestra lengua lo atestigua rápidamente: En la obra de
Cervantes, Sancho Panza advierte con cordura a Don
Quijote sobre los molinos de viento e igual lucha el hidalgo
contra ellos. Y aún partida el arma con la que el caballero
arremetía aquellas astas enormes impulsadas por el viento,
consideraba él que era capaz de vencerlos.
En esta revolución permanente del lenguaje, Don
Quijote o Bola de Nieve y Napoleón ¿enloquecen menos
que Orwell y Cervantes, que Trotski y Stalin? ¿Qué estatuto
político tiene entonces la escritura? ¿Qué estatuto ficcional
tiene la política?
 
La escritura como un arma

61
Qué otro motivo que la escritura estuvo presente en
el golpe final que iba a terminar con la vida de León
Trotski, el hombre que sin ironía solía presentarse sin más
como un escritor. Reflexiona el contemporáneo Martín
Kohan: “¿de qué excusa se valió, en última instancia, su
solapado asesino, sino la de acercarle un artículo propio
para someterlo a su consideración?” Ironía de las letras; el
director de seguridad de la casa de México donde recibe su
ataque de muerte, Joseph Hansen, testimonia que aquel día
“la sangre de Trotski salpicó las últimas páginas que había
escrito para una biografía de Stalin” (Kohan, 2017, p. 57).

Van Heijenoort se pregunta, perplejo, cuando ya todo es


inútil, cuando ya no hay nada que hacer, cómo no se
dieron cuenta del mal francés del asesino, que se hizo
pasar por belga siendo en verdad español: “¿Cómo pudo
no ser sensible (Rosmer) a la manera de hablar de
Mercader?”. Con lo cual el círculo se cierra. Ya no hay
dos saberes ajenos: el de la lengua y el del custodio. Para
ser buenos custodios habrían debido ser más perspicaces
también en cuanto a la lengua. Entre el traductor y el
guardaespaldas ya no hay paradoja alguna (Kohan, 2017,
p. 66).

Quién sabe por qué George Orwell no destinó


detalles en su Rebelión en la granja al destino final de León
Trotski, asesinado apenas tres años antes de la publicación
de su novela. Quién sabe por qué no hubo un animal
representando al secretario y guardaespaldas Van
Heijenoort, que tras alejarse unos cuantos meses del Viejo
lee la contundencia de su muerte en un periódico.

62
Tampoco han jugado en la Granja las jóvenes y escribientes
secretarias. De haber estado estos personajes representados
entre esas páginas, quizás se hubiera tratado de pájaros.
Lo cierto es que el internacionalismo de Trotski,
quien terminaría su vida exiliado lejísimos de la URSS,
juega la trampa de la lengua y a la lengua, tal como lo
mencionaba Barthes. Al revolucionario ruso, al escritor, lo
asesina un español, en México, hablándole en francés.
Trotski, asesinado, pero condenado de todos modos en el
país de Stalin. Mercader, su asesino, preso y condecorado
luego por el mismo dictador. En España también Orwell
prestó servicios en el ejército rojo, y fue allí donde conoció
desde dentro el socialismo soviético.
Las tramas que enlazan la literatura con la política
en su sesgo revolucionario denotan, en Orwell, el corte que
la escritura produce en los personajes, tan ficticios como
reales. Bola de Nieve (que era quien mejor escribía),
adjudica de entrada Orwell a quien representa en su novela
al revolucionario que llegará a decir alguna vez desde el
exilio “soy un hombre armado con un bolígrafo”.
“¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en
el mapa y las mil y una noches en el libro de Las mil y una
noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector
del Quijote, y Hamlet, espectador de Hamlet?” se pregunta
Borges, y allí mismo responde:

Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren


que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o
espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores,
podemos ser ficticios. En 1833, Carlyle observó que la

63
historia universal es un infinito libro sagrado que todos
los hombres escriben y leen y tratan de entender, y en el
que también los escriben (Borges, 2002, p. 79).

Si Cervantes en su Quijote hace a su criatura


volcarse a una lucha contra los molinos de viento, y los
molinos de viento entonces son la locura que conjura al
autor y su personaje; Orwell, temporalmente más cerca de
nosotros, hace de la construcción de un molino de viento la
locura de la revolución rusa.
“¿Qué pasaría, por ejemplo, si hubierais decidido
apoyar a Bola de Nieve y su estupidez sobre los molinos de
viento, a Bola de Nieve, que, como ahora sabemos, no es
más que un criminal?” pregunta a sus camaradas el cerdo de
mayor confianza de Napoleón, y alguien replica: “Luchó
con valentía en la Batalla del Establo de las Vacas”. “La
valentía no basta –arremete obstinadamente el cerdo–. La
lealtad y la obediencia son más importantes” (p. 63).
Orwell, nuestro escritor, no lo escribe. Ni Trotski,
ni Lenin ni Gramsci que tan bien se valieron de las
palabras. Ni figura tampoco en ninguno de los
mandamientos de la pared del establo según su versión
final. Qué habría sucedido entonces si el líder de la
revolución socialista, en lugar de Napoleón, hubiera sido
Bola de Nieve. ¿Hubiese existido finalmente –al decir de
Martín Kohan– un hombre de palabras allí donde antes
hubo un hombre de acción? O más aún ¿hubiese habido
palabras?
¿Es estrictamente ficcional la ocurrencia de hacer
hablar, en nombre de la revolución soviética, a los cerdos?

64
La respuesta, cualquiera sea, sólo podría argumentarse a
partir del instante en que uno queda detenido, como
estaqueado, cuando la novela cuenta su final. Y en la
transformación que hacen los cerdos, se podrían reconocer
las mil y una caras de la política.
Es precisamente en el avanzado estado de rebelión
que narra la novela, que se produce una especie de
metamorfosis kafkeana invertida, a partir de la cual se fija la
insoportable identidad. Hay una equivalencia escalofriante
entre el revolucionario –estalinista– y su enemigo, una
mismidad que se construye por exacerbación de la
diferencia. Y una diferencia que se erige en un pie ominoso
de igualdad. “Todos los animales son iguales. Pero algunos
animales son más iguales que otros” (Orwell, 2016, p. 121).
Principio que, como todo oxímoron, no sólo contiene dos
términos que se entorpecen a sí mismos, sino que indica
una tercera posición, fuera ya de la retórica. Sólo “la masa
fangosa de lo empírico y lo imaginario” (Saer, 2014, p. 12)
que es la ficción hace, si no tolerable, al menos pensable este
rasgo intrínseco de la política.
En lo que la ficción alivia a la política –en lo que
Orwell, por caso, alivia a su lector– es en el hecho de que ya
no hay que creerle a la política en tanto que verdad; sino
que, como propone Saer (2014), hay que creerle en tanto
que ficción.
El estalinismo no lo hace, cree en cambio en su
verdad con la convicción certera de la locura. Cuando su
historia política es narrada por una obra literaria como
Rebelión en la granja, se advierte que la falacia se halla tan
lejos de la novela de Orwell como de los informes y

65
documentos que hubiesen bastado para las exigencias del
discurso verdadero.
“La ficción se mantiene a distancia tanto de los
profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso”
(Saer, 2014, p. 12). Entonces no hay en la ficción, ni
verdadero ni falso que amerite ordenar de manera
jerárquica, por ejemplo, la razón y la locura. Si Napoleón
no está loco, advierte Lacan, es porque no cree en absoluto
en Napoleón, ya que “si un hombre que se cree rey está
loco, igualmente loco está el rey que se cree rey” (Lacan,
2002, n.37, p. 270). Orwell, que unifica a ambos
personajes por medio del nombre, cree en el Napoleón que
construye; cuestión que, sin embargo, no habilita a
identificarlo con un escritor estalinista.

La política de la literatura no es la política de los


escritores. No se refiere a sus compromisos personales en
las pujas políticas o sociales de sus respectivos momentos.
Ni se refiere a la manera en que estos representan en sus
libros las estructuras sociales, los movimientos políticos o
las diversas identidades. La expresión “política de la
literatura” implica que la literatura hace política en tanto
que literatura. Supone que no hay que preguntarse si los
escritores deben hacer política o dedicarse en cambio a la
pureza de su arte, sino que dicha pureza misma tiene que
ver con la política. Supone que hay un lazo esencial entre
la política como forma específica de la práctica colectiva
y la literatura como práctica definida del arte de escribir
(Rancière, 2011, p. 15).

66
La ironía política de Orwell constata que los
individuos sobre los que se componen las biografías son
estrictas ficciones. Otros géneros, por ejemplo con Borges,
vienen a ratificar esto. En Rebelión en la granja ¿cabe acaso
alguna duda? ¿Es más real Stalin que Napoleón, su versión
porcina? ¿Es más empírica la existencia de la clase
trabajadora que de Boxeador, su hípico representante? ¿Es
verificable y excluyente a la vez de unas cuantas almas
humanas, la existencia de unas ovejas que prefieren balar
reiteraciones absurdas, falaces y contradictoras, en lugar de
pensar? ¿Existen en el mundo –que suponemos que no
inventamos– perros nerviosos, adiestrados por cerdos
codiciosos que pretenden gobernar a otros, siendo entonces
sus amos y los amos de todos?
Interrogantes que, para poder responderse, necesitan
advertir el doble carácter de toda ficción. Doble carácter
que para Saer, conjuga empiricidad e imaginación y, para
Foucault (2013), constatación y fabricación.
 
La escritura como experiencia ¿en la universidad?

Orwell realiza, todavía en los años ‘40, el trabajo


magistral de una restitución tiránica en pleno desarrollo del
régimen estalinista. Describe su trama despótica en la
caricaturesca réplica que logra su satírica novela. Se ríe del
régimen cuando lo escribe porque aún se padece. Y le
devuelve, con la literatura, un brillo escénico. El único
brillo que hubo conseguido la opaca dictadura del
comunismo soviético. Tan esparcido –por otro lado– que
aún no finaliza. De modo que, ciertamente, “lo que más

67
nos afecta de esta historia, puestos a pensarla, es que no ha
terminado todavía” (Kohan, 2017, p. 22).
Pero ¿es contar la historia lo que nuestro autor hace
con su novela?
Sin dudas existen en Rebelión en la granja múltiples
instancias históricas plausibles de constatación y no faltan,
por cierto, datos empíricos sobre determinados hechos de la
revolución. La distancia radical entre cualquier documento
histórico y esta novela no se encuentra en las verdades que
uno y otra ponen en evidencia. La pregunta que recorre el
texto de Orwell no es, por tanto, “qué ocurrió en la
revolución soviética”; sino, de qué alteración, en esa
historia, es capaz el autor. No por la irónica falsificación de
los datos –tal como llamar Napoleón a Stalin, por ejemplo–
sino por la experiencia que el libro permite hacer en
relación a la política. Se trata de una experiencia que, como
indica Foucault, “pueda tener determinado valor, que sea
accesible para otros” (2013, p. 39).
Una experiencia se fabrica, y ella fabrica a la vez una
nueva relación con nosotros mismos y con el saber. En esa
configuración nueva, en esa alteración, la ficción que
acontece en la escritura, en el “libro-experiencia”, al decir
de Foucault, posibilita no sólo la transformación de quien
escribe, sino también de quienes leen. Porque es a partir de
la experiencia que el libro permite hacer, que lo que se
transforma es, en definitiva, una “práctica colectiva, una
manera de pensar” (Foucault, 2013, p. 39).
Sin lugar a dudas, después del acceso a Rebelión en
la granja, lo que tenemos es la posibilidad de otra relación
con la política. Si como sucede con este libro, la escritura

68
alcanza su estatuto de experiencia es, entonces, porque algo
altera. La ficción ha funcionado, pues ha creado lo nuevo.
Pero así como la ficción es la vía de acceso a esta
literatura política, lo es también a cualquier escritura que se
inscriba como una experiencia. Aún cuando esa escritura se
encuentre en la universidad.
Ahora bien, ¿qué se escribe allí, en la universidad?
¿Qué facultades se tiene para escribir? No hay dudas que se
escribe rindiendo cuentas a la verdad académica. Cuestión
que, sin embargo, no implica rechazar la condición ficcional
de la escritura. Por el contrario, esta condición es la
posibilidad del pensamiento crítico, no sólo en tanto que lo
suscita sino que, precisamente, lo enfrenta a la verdad que,
finalmente, este interroga.
La escritura en la universidad requiere así de una
actitud crítica. Aquello que, para Foucault (2018) consiste
en “el derecho de interrogar a la verdad sobre sus efectos de
poder y al poder sobre sus discursos de verdad” (p. 52).
Si para Rancière (2011) la literatura es precisamente
“el nombre de un nuevo régimen de la verdad” (p. 227),
para Foucault (1992), existe la posibilidad “de inducir
efectos de verdad con un discurso de ficción” (p. 172). Es
decir, que para este último, la verdad se encuentra, en todo
caso, después de una escritura, y no antes.
Por lo tanto, la sola constatación de la verdad (ya
sea fenomenológica, académica, teórica o histórica) que la
escritura de la experiencia pretende, no es más que –como
asegura Saer– “una mera fantasía moral” (2014, p. 11).
La posibilidad de la ficción como condición de una
experiencia de escritura requiere entonces renunciar a la

69
escritura de una experiencia, entendida esta última como
una serie de sucesos que anteceden la escritura y sobre los
cuales, precisamente, se pretende escribir.
La literatura “ya es ella misma la pérdida de la
experiencia” apunta Rancière (2011, p. 211). Y lo es, en la
medida que los acontecimientos ocurridos nunca pueden
ser los mismos después de una escritura. Ya que hay
necesariamente una pérdida de la dimensión
fenomenológica de los sucesos, que la operación de la
ficción habilita.
La imposibilidad de la experiencia de escritura está
dada, en cambio, por el rechazo a los elementos propios de
la ficción. Baste cualquier pasaje de Rebelión en la granja
como argumento a nuestro favor:

Con cierta dificultad (no es fácil para un cerdo mantener


el equilibrio sobre una escalera), Bola de Nieve subió y se
puso a trabajar, ayudado por Chillón, que pocos
peldaños por debajo sostenía la lata de pintura. Los
mandamientos quedaron escritos en la pared
alquitranada en grandes letras blancas que se podían leer
desde treinta metros de distancia (p. 38).

Fragmento que da cuenta del modo en que, lejos de


rechazar los elementos ficticios, éstos se incorporan y
acentúan el tratamiento magistral que Orwell hace respecto
de lo verosímil. ¿Necesita acaso el autor aclarar la dificultad
obvia que podría padecer un cerdo para mantener el
equilibrio en una escalera, con la finalidad de escribir?
Y más contundente resulta aún esta operación
cuando, después de enumerar los siete mandamientos, el

70
autor aprovecha la escritura de los cerdos y los licencia por
su pertenencia a un estatuto estrictamente animal. Logra
sumergirnos así en “la masa fangosa de lo empírico y lo
imaginario” (Saer, 2014, p. 12): “La letra era muy clara, y
salvo que en vez de ‘una amigo’ decía ‘un anigo’ y una de
las ‘s’ estaba al revés, la ortografía era correcta en todo el
texto” (p. 38).
Es que aquello en lo que insiste el autor –obviando
las jerarquías entre lo verdadero y lo falso– es en acentuar el
liderazgo indiscutible de los cerdos, determinado por “sus
conocimientos superiores” (p. 40). Únicos cuadrúpedos,
entonces, capaces del arte de gobernar en rebelión. Pues
ellos “ya sabían leer y escribir perfectamente”, mientras que
recién “al llegar el otoño”, y gracias al éxito de las clases
impartidas por los cerdos, “casi todos los animales de la
granja, sabían hasta cierto punto leer y escribir [las cursivas
son mías]” (p. 44).
Se ve como este libro puede ser, incluso, más
preciso –respecto del ideario de la revolución– que
cualquier documento que intente relatar fácticamente su
historia. Con los recursos de la ficción, no sólo trasmite
detalles de aquellos acontecimientos que ningún archivo
histórico podría quizá pesquisar, sino que interfiere
directamente –como soñaba para sus libros Foucault– en la
política del presente. Lejos de tratarse sencillamente de una
novela, Rebelión en granja es a todas luces un libro
experiencia.
La exclusión de elementos ficticios –o su uso
deliberadamente acotado a determinados aspectos
necesariamente falsificadores– que en cambio impone el

71
discurso académico, no hace más que impedir la experiencia
de la escritura, a favor de la ligera escritura de la
experiencia. Cuya lectura, posteriormente –también se
puede decir con Saer–, no es más que “un pasatiempo
fugitivo que no dejará ninguna huella, un cosquilleo
superficial en el que el saber del autor se ha puesto al
servicio de un objeto fútil” (2014, p. 14).
Hay que oponer entonces a la escritura de la
experiencia una “experiencia de escritura”.
Para hacer una experiencia de escritura en el ámbito
universitario es preciso que lo que se dice “sea verdadero en
términos de verdad académica, que sea históricamente
verificable. No puede ser exactamente una novela”. Sin
embargo:

Lo esencial no está en la serie de comprobaciones


verdaderas o históricamente verificables sino más bien en
la experiencia que el libro permite hacer. Ahora bien, esa
experiencia no es ni verdadera ni falsa. Una experiencia
es siempre una ficción; algo que uno se fabrica para sí
mismo, que no existe antes y que encontrará existencia
después. Esa es la relación difícil con la verdad, la manera
en que se ve comprometida en una experiencia que no
está ligada a ella y que, hasta cierto punto, la destruye
(Foucault, 2013, p. 38).

La ficción, así entendida, puede ser tomada en la


universidad –como propone Saer (2014)– al pie de la letra,
y no por eso quedar fuera de la verdad. Es este estado
“especulativo” de la ficción el que, aunque resulte
escandaloso –admite Saer– permite la posición singular del

72
autor que irremediablemente escribe “entre los imperativos
de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad”
(p. 16).
Cuando lo que se obtiene, aún en la universidad, es
una experiencia de escritura, es cuando se ha logrado un
desplazamiento y, a la vez, un retorno desde y hacia la
autoridad del autor; desde y hacia el terreno –ya alterado–
de la vivencia primera. Situación que requiere tanto de la
constatación en términos de verdad, como de la ficción. O,
como arriesga Foucault (1992), de “la posibilidad de hacer
funcionar la ficción en la verdad” (p. 172).
En la granja animal poco se ha interrogado la
política de la verdad. Más bien reinó entre los gobernados
todo lo contrario a una “actitud crítica”. Nada de
inservidumbre voluntaria, nada de indocilidad reflexiva. Pero
pasado cierto tiempo, quienes aún se mantenían vivos,
dudaban de los principios escritos de la revolución.

Durante un par de minutos se quedaron mirando la


pared pintada con letras blancas.
– Estoy perdiendo la vista -dijo finalmente-. Ni siquiera
de joven hubiera podido leer lo que está escrito ahí. Pero
me parece que esta pared se ve diferente. Los siete
mandamientos ¿son los mismos que antes, Benjamín?
Por una vez, Benjamín aceptó quebrantar sus normas y le
leyó lo que estaba escrito en la pared. Ahora no había allí
más que un solo mandamiento, que decía:
TODOS LOS ANIMALES SON IGUALES PERO
ALGUNOS ANIMALES SON MÁS IGUALES QUE
OTROS (p. 121).

73
  En tanto la escritura de la experiencia depende de la
redundancia de una verosimilitud con la verdad (conocida o
vivida), la experiencia de la escritura depende de la
posibilidad de una ficción que conjuga lo verdadero y lo
falso, tanto como lo vivido y lo olvidado. La ficción surge
entonces precisamente donde esos pares de opuestos se
confunden y toman el lugar de lo nuevo, propio de una
escritura.
Si acordamos que Rebelión en la granja es uno de
esos libros-experiencia que logra “inducir efectos de verdad
con un discurso de ficción”. En la universidad, debería ser
posible “hacer de tal suerte que el discurso de verdad
suscite, ‘fabrique’ algo que no existe todavía, es decir,
‘ficcione’”. Pues, concluye al respecto Foucault: “Se
‘ficciona’ historia a partir de una realidad política que se
hace verdadera, se ‘ficciona’ una política que no existe
todavía a partir de una realidad histórica” (1992, p. 172).
A la escritura, que es –fundamentalmente en la
universidad– el arma de “un ethos filosófico que [consiste]
en una crítica de lo que decimos, pensamos y hacemos”
(Foucault, 1996, p. 68), hay que concederle, también, que
es un arma de la política. Y lo es, en la medida que este
discurso reconozca el valor que, desde Kant, radica en la
incesante pregunta: “¿Qué es lo que pasa hoy? ¿Qué es lo
que pasa ahora? ¿Y qué es ese ‘ahora’ en el cual estamos
unos y otros y que define el momento en el cual yo
escribo?” (Foucault, 1996, p. 68).
La política a secas, ese discurso, no obstante, no
explica la política de la escritura. La política de la escritura
requiere de la ficción, hete ahí su condición. La ficción, que

74
introduce, que fabrica lo nuevo. Aunque lo nuevo sea el
viejo alfabeto, cuyas letras escritas en la pared del establo de
una granja inglesa, las trazaran, apretando un pincel con sus
patas, unos pocos cerdos. 
 
Referencias bibliográficas

Álvarez Yagüez, J. (2017) “La revolución rusa, cien años


después”. Fronterad Revista digital. Vista 10 de
febrero de 2018 en https://www.fronterad.com/la-
revolucion-rusa-cien-anos-despues/  
Barthes, R. (2014) El placer del texto y Lección inaugural.
Buenos Aires: Siglo XXI editores.
Borges, J.L. (2002) “Magias parciales del Quijote”. En
Otras inquisiciones. Buenos Aires: Alianza editorial.
Foucault, M.  (1992) “Las relaciones de poder penetran en
los cuerpos” En Microfísica del poder. Madrid:
Ediciones de La Piqueta.
___________ (1996) ¿Qué es la Ilustración? Madrid:
Ediciones de La Piqueta.
___________ (2013) “El libro como experiencia.
Conversación con Michel Foucault”. En La
inquietud por la verdad. Escritos sobre la sexualidad y
el sujeto. Buenos Aires: Siglo XXI editores.
___________ (2018) ¿Qué es la crítica? Buenos Aires: Siglo
XXI editores.
Kohan, M. (2017) 1917. Buenos Aires: Ediciones Godot.

75
Lacan, J. (2002) “Función y campo de la palabra y el
lenguaje en psicoanálisis”. En Escritos 1, Segunda
Parte. Buenos Aires: Siglo XXI editores.
Laus, I. (2013) Gobernabilidad, políticas de admisión y
dispositivos de ingreso en la Universidad Nacional
Argentina. Tesis doctoral. Granada, España:
Editorial de la Universidad de Granada.
Orwell, G. (2016) Rebelión en la granja. Buenos Aires:
Penguim Random House Grupo Editorial.
Rancière, J. (2011)  Política de la literatura. Buenos Aires:
Libros del Zorzal.
Saer, J.J. (2014) El concepto de ficción. Buenos Aires: Seix
Barral.

76
Segundo bloque

Escritura en la Universidad
LA EXTRACCIÓN DE CONSECUENCIAS COMO
OPERACIÓN DE ESCRITURA7
Juan F. Cammardella

Si una intuición acerca de un problema pretende ser


abordada mediante la escritura, esa intuición deviene una
chance: del hacer saber como posición –en el sentido de
“dar cuenta” acerca de algo– al hacer saber como producto –
entendido como tornar, transformar “eso” en un
conocimiento enunciable–.
Para trabajar un problema mediante la escritura, se
vuelve esencial la argumentación. La podemos definir como
la pretensión de convencer al otro acerca de lo que se está
hablando. Y para que esto suceda, es necesario brindar
razones acerca de lo que se dice, estableciendo una matriz
que presente tanto una articulación lógica como una
coherencia interna entre los enunciados.
Hay toda una serie de vías por las cuales se podría
abordar la escritura argumentativa. Una de ellas es la que
podemos llamar “extracción de consecuencias”. Esta puede
palparse en la novela de José Saramago, Las intermitencias
de la muerte, donde es notable la utilización de dicho
recurso para la producción de la trama del libro. Es decir: la
extracción de consecuencias es algo que puede leerse en la

7 El presente escrito es una reelaboración de la ponencia presentada en


las II Jornadas TIF “La palabra inevitable”, Facultad de Psicología
(UNR), noviembre de 2019.

79
forma de construir el argumento de parte del escritor, y que
tomamos de su literatura para traerlo al campo de la
escritura académica.
Saramago (2003) abre dicha novela de la siguiente
manera: “Al día siguiente no murió nadie” (p.5). ¿De qué
trata Las intermitencias de la muerte? El autor concibe un
país en el cual, determinado día, la gente repentinamente
deja de morir. Es decir:

Basta recordar que no existe noticia en los cuarenta


volúmenes de la historia universal (...) [de] que pasara un
día completo (…) sin que se produjera un fallecimiento
por enfermedad, una caída mortal, un suicidio
conducido hasta el final, nada de nada. (p.5)

Incluso, aquellas personas que aquel primer día


habían sufrido accidentes automovilísticos los cuales
habrían significado la muerte,

pese a la gravedad de las heridas y los traumatismos


sufridos, se mantenían vivos y así eran transportados a
los hospitales (…). Ninguna de esas personas moriría en
el camino y todas iban a desmentir los más pesimistas
pronósticos médicos. (p.5)

A los fines expositivos, podemos concebir dos


momentos en el armado de la argumentación en Las
intermitencias de la muerte. El primero es el siguiente: se
comienza con un enunciado, “al día siguiente no murió
nadie”, desde el cual se produce la novela. Los primeros
párrafos, entonces, están destinados a esclarecer qué
significa ese enunciado: qué quiere decir que, a partir de

80
determinado día en un determinado país, la muerte parezca
haber desaparecido.
En un segundo momento –entramos formalmente
en el desarrollo de la trama–, se trata de una serie de
consecuencia derivadas de dicho enunciado. Podemos
llamar a este enunciado “premisa”, ya veremos por qué. La
novela propone estos caminos: al volverse manifiesto tal
fenómeno entre los habitantes del país –la ausencia de la
muerte entre las personas–, los propietarios de empresas de
negocios funerarios comenzaron a manifestar su
preocupación. Organizaron una asamblea general y
elevaron un documento al gobierno de la nación, donde
solicitaron que se declarasen obligatorios los entierros o
incineraciones de los animales domésticos –ya que quienes
no morían eran las personas, pero sí los animales–, de forma
tal de poder seguir sosteniendo parte del negocio. En otro
rubro, los directores y administradores de los hospitales,
teniendo en cuenta que dichos lugares cada vez se
abarrotaban más de gente –la gente continuaba enfermando
pero no moría– solicitaron que aquellos casos que no
tengan posibilidad de cura o mejoría –quienes se mantenían
como “suspendidos” en vida, al borde de un fallecimiento
permanente que jamás sucedía– sean confiados a sus
hogares para ser cuidados por los familiares.
En una aldea de frontera, un anciano que estaba
postrado en la cama hace meses, absolutamente enfermo y
esperando la muerte, imposibilitado ahora de morirse,
manifestó a sus familiares –afiebrado, entre susurros– una
idea: ser llevado a la frontera para cruzar al país limítrofe.
Efectivamente, no se moría en ese país, pero sí en los

81
restantes: podía ser entonces trasladado para fallecer. La
familia lo hizo una medianoche, cuando la aldea dormía.
En el silencio del pueblo, sin embargo, alguien vio cómo
movían lo que parecía ser un cuerpo, y “como un reguero
de pólvora, la noticia corrió veloz por todo el país” (p.35).
De esta manera –y mientras la opinión pública y los medios
de comunicación se manifestaban en contra de tan
aberrante acto–, esta experiencia comenzó a replicarse entre
los habitantes.
Presionado el jefe de gobierno por las cúpulas
políticas de los países limítrofes –los cuales veían cómo la
gente de aquel país era llevada a los suyos a morir–, éste
condenó dicha solución, y apostó espías e investigadores en
los pasos de frontera para controlar el movimiento de
personas. Sin embargo, éstos comenzaron a recibir
amenazas de parte de la población que quería que sus
ancianos finalmente descansaran en paz. De esta manera, el
gobierno recibió el llamado secreto de un grupo –una
mafia– que proponía encargarse profesionalmente del
tránsito de los cuerpos –ya que, si bien había sido
repudiada, las muertes en países vecinos eran una excelente
forma de solucionar el problema demográfico que se
avecinaba–.
Hasta aquí con Las intermitencias de la muerte.
Recapitulemos algunas líneas de derivación de
consecuencias:

82
Hay otras líneas, por supuesto, la novela está
plagada de ellas. Lo interesante es poder ubicar el
encadenamiento lógico, la sucesión de cada consecuencia,
su dependencia de un enunciado anterior.
Si se quitara eslabones, por ejemplo, sustraer la
consecuencia “preocupación en hospitales por
superpoblación”, ¿qué relación lógica podría establecerse
entre el hecho de que haya “índices normales de accidentes
sin deceso de personas” y el “confinamiento en hogares de
casos sin tratamiento posible pero sostenidos al borde de la
muerte”? Eso ubicaría un vacío en la argumentación, un
desarrollo que no se evidenciaría comprensible.
Se podrá objetar que esto no es escritura académica,
o que lo que se llamó premisa no es lo que solemos
entender por ésta. Por supuesto, puede concederse: “al día
siguiente no murió nadie” es, hasta ahora, un digno

83
argumento de ciencia ficción. Pero por fuera de eso, ¿no es
la extracción de consecuencias de Saramago absolutamente
convincente? Si en algún momento en algún país la gente
dejara de morirse, es incuestionable que las empresas
funerarias no tendrían más muertos que enterrar. ¿No sería
lógico que se las ingeniaran para poder seguir sosteniendo
su negocio? Y si en otros países la muerte continuase
operando, ¿no tendría sentido que los cuerpos en eterna
agonía se dirigieran allí para encontrar la paz?
Así procede la extracción de consecuencias. Se
advierte que es una operación de escritura netamente
argumentativa. Cuando decíamos esto de “convencer al
otro acerca de lo que se está hablando”, ¿no nos convence,
con su escritura, Saramago?8
De esa manera, el autor nos demuestra algo preciso:
la escritura nunca se produce de forma aislada. Un
argumento se construye con proposiciones que no se cierran
en sí mismas, que no llaman al silencio, más bien todo lo
contrario: hacen hablar, permiten un decir. Eso es lo que
posibilita el “al día siguiente…”, y por eso le atribuimos la
característica de una premisa en la escritura de la novela:
fuerza el pensamiento, logra una catarata de consecuencias
lógicas en un encadenamiento coherente.
Escribir argumentativamente se le arrima un poco al
archiconocido “justifique su respuesta”. Ahora bien, ese
“justifique…” a veces es solicitado, otras no, evidenciando
que en la academia muchas veces se puede responder sin
justificar algo. Eso nos deja en una enseñanza al modo “del

8 Y de esa forma, produce una escritura absolutamente verosímil a


partir de una idea más que improbable.

84
cortejo fúnebre” –forcemos una analogía, ya que estamos
con el tema de la muerte–: la veneración de enunciados que
aparecen como en lápidas, rígidos e inamovibles pero llenos
de flores y multitudes que los acompañan –en psicoanálisis,
por ejemplo: “la represión originaria es enigmática”, “eso es
lo real del goce”, etc.–; enunciados que dilapidamos hasta el
cansancio sin lapidar, los cuales nos hacen asentir con la
cabeza pero también enmudecer, volviéndonos también
muertos.
Y como para revivir un poco, produzcamos una
extracción de consecuencias diferente. Si “al día
siguiente…” pertenece a la ciencia ficción, planteemos un
argumento más cercano a nuestro campo discursivo, y
realicémoslo a partir de dos enunciados de la letra de la Ley
Nacional de Salud Mental, para complejizar un poco el
asunto.
Los dos enunciados son los siguientes: “las
internaciones en salud mental deben realizarse en hospitales
generales” (Ley 26657 de 2013, p. 32) y “la salud mental
(…) [es] un proceso determinado por componentes
históricos, socio-económicos, culturales, biológicos y
psicológicos” (p. 12).
Puede decirse, en primera instancia, que a pesar de
no estar determinada estrictamente por elementos
biológicos, la salud mental es internada en un espacio
enteramente médico, al servicio de la atención del cuerpo
biológico: el hospital. Alguien podrá decir: “sí, pero ahí
también trabajan –lo indica la Ley de Salud Mental–
psicólogos, trabajadores sociales y terapistas ocupacionales”.
Por supuesto, pero se podría interrogar si la incorporación

85
de otras disciplinas cambia o no la lógica médica de trabajo
que impera en el hospital –se advierte que esto funciona
como otra premisa de peso en el argumento–. Y entonces, si
ahora el hospital atiende la salud mental, pero los
profesionales no médicos operan bajo la lógica médica del
mismo, entonces hay que suponer que la atención en salud
mental es médica. En este punto, podríamos preguntarnos
qué sentido tiene distinguir a la salud mental de la salud –el
hospital nos hace un guiño en esta argumentación, porque
se puede internar a una persona con padecimiento mental al
lado de otra persona que tenga apendicitis; objeción harto
escuchada a la Ley de Salud Mental–, y podríamos terminar
concluyendo que la salud mental y el cierre de los
manicomios son una excusa para reintegrar a la persona con
padecimiento mental al hospital, y homogeneizar lo que
tradicionalmente se ha denominado como “enfermo
mental” con el enfermo médico –el señor con apendicitis,
por ejemplo–. Conclusión: tenemos un hospital con
enfermos varios, sea que enfermen de la biología, de la
cultura o de la historia, pero tratados de forma médica.
Eso es meramente un ejercicio, algo así como una
pequeña gimnasia escritural. No pretendemos que se
adhiera a la conclusión o se acuerde con el desarrollo
argumentativo, pero sí que se advierta la pretensión lógica
en el encadenamiento de los enunciados. La solidez de la
argumentación dependerá de la correcta explicitación de las
premisas, es decir: de esclarecer, por ejemplo, por qué se
dice que el hospital tiene una lógica médica que lo
gobierna, independientemente de las profesiones que lo
integran. Lo cierto es que se produce un movimiento en el

86
hacer saber –es lo que se planteó al comienzo del texto–: de
la intuición a la producción de algo que bien puede
llamarse “conocimiento”.

Un poco antes se habló de los muertos y las lápidas.


Es muy fácil hacer de la academia un cementerio,
peligrosamente fácil. La escritura argumentativa a la que
apostamos tiene una particularidad: eso no es posible. No es
posible porque su condición es que se diga algo. Puede
parecer una obviedad, pero no hay que tomarlo tan a la
ligera: decir algo –y cuando se dice “decir algo”, eso no
implica decir algo inédito, sorprendente o novedoso,
simplemente “decir algo”– no es tan sencillo. Como si
dentro de tanta maraña de autores y autoridades se generara
cierto efecto de des-autoría, y por qué no, de
desautorización. Decir algo, en ese punto, no tiene por qué
ser un grito –nadie espera revoluciones escriturales–: puede
muy bien ser un susurro, un escozor, un silbido.
Establezcan una premisa, algunas proposiciones.
Pregúntense qué dicen, qué les hace pensar, qué
consecuencias les pueden extraer. Eso los hará hablar –
escríbanlo–.
Quizás eso sea un primer puntapié para no
condenarnos al silencio de aquellos rituales que no nos
permiten decir nada.

87
Referencias bibliográficas

Ley 26657 de 2013. Ley Nacional de Salud Mental. 29 de


mayo de 2013. Boletín Oficial N° 32649.
Saramago, J. (2003). Las intermitencias de la muerte.
México: Octaedro editores.

88
DE LAS POSICIONES ANALES EN LA ESCRITURA9
Javier Del Ponte

Hay una tradición que se perdió en las


universidades y es la de producir saber para generar
intercambio, disidencias, y otras nuevas producciones. Si
no, se habla mucho de crítica, pero se está siempre sobre los
mismos textos. Esa reverberancia, ese eco, no es demasiado
fructífero y puede resultar un problema del ámbito
académico. La posibilidad de que una institución
universitaria produzca conocimiento es también la
posibilidad de la movilidad, de la circulación de los textos.
Se trata de toda una política universitaria, pero también una
política en cuanto al conocimiento, a la posición de la
universidad respecto de éste.
Y así como se piensa, también se debería poder leer
la posición desde la que se dicen ciertas ideas. Una de ellas
podría sintetizarse en el siguiente enunciado: hay posiciones
anales en la escritura, y se relacionan con las sucesivas
pérdidas que implica la producción de un texto y,
estrictamente, la que refiere al proceso mismo de la
escritura.
La primera dificultad que se encuentra es la
pretensión de retener la experiencia, lo vivido, sea ella una
conversación, entrevista o viñeta anecdótica. ¿Qué sería
entonces la analidad en este punto? La producción de una

9 El presente escrito es una reelaboración de la ponencia presentada en


las II Jornadas TIF “La palabra inevitable”, Facultad de Psicología
(UNR), noviembre de 2019.

89
escritura descriptiva, un relato –aunque no logre serlo– de
de lo acontecido. No es una escritura en sí, es una
fascinación del suceso por la cual se fetichiza lo
experimentado. Puede ser que un primer momento la
experiencia haya sido fascinante, pero quedarse en ella
implicaría sostenerla frente a los ojos. Si tal cosa ocurriera,
no podría hacerse otra más que mirarla y mirarse en ella,
decir qué es lo que está viendo y qué se está viendo, ya que
la fascinación no permite la introducción del pasado, que
sería una forma temporal de la pérdida.
Todo ello implica la imposibilidad de atravesar la
fascinación y transcender la experiencia. En otras palabras,
si se describe no se escribe.
Ahora bien, si ese objeto que fascina se retiene, se
debe a que hay un reaseguro narcisista en juego. De hecho,
Lacan (1994), trabajando la categoría del objeto en Freud,
menciona a aquel que funciona como reciprocidad
imaginaria. Es decir, devuelve una imagen que le aseguraría
a quien vivió lo que vivió, que efectivamente estuvo allí.
“Yo estuve ahí, eso fue lo que pasó”. Sostener la viñeta, la
anécdota, sostiene al yo en ese lugar.
Así sucede con el títere, ese objeto tan interesante
que, si se usa bien, maravilla por mostrar vida en un cuerpo
inerte. Lacan bien podría ser un títere, y muchos de los
analistas podrían ser entonces sus titiriteros. ¿Qué quiere
decir esto? Que prestan su cuerpo, hacen un sacrificio de su
propio cuerpo para darle vida a ese títere con todas sus
características personales: vestimenta, tono de voz, forma de
caminar… En definitiva, lo hacen vivir.

90
Hay en Allouch (1994) una cita de Lacan: “No
crean ustedes, que mientras viva, podrán tomar algunas de
mis fórmulas como definitivas” (p. 15). Los titiriteros han
hecho vivir a Lacan a condición de repetir sus gracias, sus
enunciados, sus formas. Le han donado el cuerpo, pero
fundamentalmente, la voz.
¿A dónde se quiere llegar con esto? Al hecho de que,
en la retención del objeto –aquel de la reciprocidad
narcisista–, hay sacrificio del cuerpo y elisión de la palabra.
Allí donde se repiten las fórmulas, sentencias o, por qué no,
los modismos de Lacan, quien vive –a condición de la
repetición– es el Lacan-títere.
Hay una técnica en teatro de títeres (Curci, 2007)
que consta en hacer desaparecer lo más posible el cuerpo del
titiritero con una vestimenta completamente negra,
incluyendo el rostro, sobre un fondo (telón) negro y con
luces muy tenues dirigidas sólo al teatrillo y al títere. El
objetivo es anular al titiritero de la escena. El títere funciona
como una máscara, no sólo en el sentido de lo que la
máscara muestra (la figura) sino también como lo que
oculta: al titiritero. Como en un sacrificio, el títere se hace
vivir a condición de perder lo propio.
La escritura supone la pérdida del ser, o dicho de
otra manera, la pérdida de la seguridad de la existencia.
Perder la experiencia, lo vivido, para escribir, es estar frente
al abismo, a una oscuridad sin límites que amenaza con la
inexistencia. Parece exagerado, pero una de las formas de la
angustia es la pérdida de los límites que enmarcan. Ahora
bien, si acá se trata de cagar el narcisismo y alguien se
encuentra inhibido ante ese abismo que implica la página

91
en blanco, lo que puede salvarlo es una palabra; una sola ya
supone la posibilidad del encadenamiento. Tal es el juego
de la escritura, es decir, aquello que hace juego en el sentido
de lo que no encastra y deja un margen de movilidad.
Una palabra limita y organiza la idea, tiene sus
límites o bordes semánticos y, al mismo tiempo, eso hace
juego porque una palabra no puede decirlo todo ni
tampoco claramente. Entonces, se necesitan otras palabras
que se encadenen a la primera, y así, lejos de la compresión,
el sentido se dispara. Esto es posible porque todo término
posee rasgos semánticos que participan a su vez de otros
términos, aunque siempre con un matiz diferencial. Lo que
implica que no existen dos términos en el lenguaje que
signifiquen lo mismo, pues su garantía de permanencia en
nuestra lengua es la diferencia respecto de otros. Si esto
sucediera, si uno fuera idéntico a otro, entonces alguno de
los dos se anularía. Así como dos cuerpos no pueden ocupar
el mismo espacio, dos palabras no pueden ocupar los
mismos rasgos semánticos. La lengua nos permite, al hablar
o escribir, que para decir una palabra lo tenemos que hacer,
necesariamente, junto a con muchas otras. Y así, la escritura
se convierte en un movimiento frenético de toque y huida
de una palabra a otra: un tejido de sentido y explosión
retórica.
Hay otra posición anal. Después de que, con
mucho costo, alguien logra escribir algo que además es un
gran texto –es decir, una gran mierda–, entonces vuelve la
retención. ¿Cuántas veces alguien habrá permanecido con la
mirada fascinada ante una gran mierda? Una vez que se
pone el punto final al texto, este parece consagrarse a una

92
solidez, a una redondez que lo vuelve algo inmaculado,
sacro, inviolable. Nuevamente, el problema del narcisismo
en la relación objetal. Antes, la experiencia; ahora, el texto.
Es muy notorio este tipo de relación anal con los
textos cuando los autores no logran tirar la cadena y
largarlos. Los retienen bajo la excusa de una nueva mirada o
una nueva revisión a los fines retentivos.
Con dificultad se dona un texto, bien a
regañadientes y aún tomándolo con fuerza, a riesgo de
rasgar sus letras. Escuchamos la ansiedad por la lectura del
otro, el miedo por la corrección, y cuando no, el enojo por
los comentarios, las observaciones o sugerencias.
Tal como antes la pérdida de la experiencia era lo
que permitía el pasaje a la escritura en detrimento de la
descripción, en este punto, la pérdida del texto es lo que
permite la discusión, el intercambio en detrimento del
narcisismo. ¿O acaso es posible que un texto no tenga
vacíos, vacilaciones, omisiones o fisuras, es decir, que en
algún punto los argumentos falten o flaqueen?
Permitir socializar un texto para que otro lea es
perder el narcisismo, porque leerlo es poner a prueba los
argumentos y la retórica empleada, localizar los silencios y
explicitar las preguntas que el texto deliberadamente ha
dejado implícitas para avivar el fuego de la discusión que
mantiene con otros autores u otras ideas. Leer es
desmembrar un texto, desgarrar sus entrañas. De lo
contrario, está en su lugar la alabanza, la repetición o el
rechazo, que dejan al texto inmaculado.
Al considerar el proceso de escritura, se encuentra
en el uso de la cita otro obstáculo anal: esto ocurre cuando

93
la palabra de la autoridad no se puede perder, o mejor
dicho, cuando la calificación de autoridad mantiene
engrandecida a la palabra del autor citado. Retener al autor,
retener a la autoridad bajo el argumento escuálido de que
sus palabras (la cita) hablarían estrictamente del tema en
cuestión es no sólo una posición retentiva –ya que sostiene
al autor citado como autoridad–, sino también una manera
de evitar poner en juego –nuevamente– la palabra. Esa
creencia resulta en una elisión del escribiente, pero, al
mismo tiempo, en una manera de que ese mismo
escribiente se sostenga imaginariamente en la palma del
autor. Se podría llamar a esto uso solidificado de la cita,
última de las posiciones anales en el proceso de escritura
consideradas.
Por el contrario, hablar de la cita es ir más allá del
autor, es hacerlo hablar respecto del asunto, aún cuando
nunca se haya referido estrictamente a él. Es una posición
herética, traidora y necesaria, porque ser un hereje con los
textos es una condición de la lectura también. ¿Será que se
evita la herejía para que otros la eviten con nosotros? ¿Un
“no hago lo que no quiero que me hagan”? Se vuelve a las
trampas del narcisismo y a la inconveniencia de su densidad
en el ámbito académico. Se ve que, de esta manera, cuando
faltan herejes, los textos se vuelven muertos.
Escribir es perder la experiencia, perder a los autores
y perder el texto: perderse uno mismo.

94
Referencias bibliográficas

Allouch, J. (1994). Freud, y después Lacan. Buenos Aires:


Edelp.

Curci, R. (2007). Dialéctica del titiritero en escena: una


propuesta metodológica para la actuación con títeres.
Buenos Aires: Colihue.

Lacan, J. (1994). El Seminario de Jacques Lacan: Libro 4: La


relación de objeto. Buenos Aires: Paidós.

95
LA FALACIA DE AUTORÍA Y SU MÁS ALLÁ
Javier Del Ponte
Juan F. Cammardella

Si algo caracteriza la coyuntura en la que vivimos es


la virtualización de la dimensión social. En ella, la
replicación contable de consignas funciona de medida
epistémica, es decir, como criterio de validación de los
enunciados. El hashtag en las redes sociales es su paradigma:
una palabra o un conjunto de ellas que se configuran como
una unidad, y que están hechas para repetirse
exponencialmente. A mayor repetición, mayor incidencia
social y por ende, más operatividad en aquellos campos
donde se espera que funcione (social, político, económico,
etc.). 
Esta mecánica no es ajena a la pretendida
transmisión del saber, y podemos encontrarla
acomodándose perfectamente en la práctica que nos
convoca: la escritura en el ámbito académico.
Asistimos a una producción escritural que muchas
veces aparece soportada en la reproducción tanto escolástica
como ecolálica de la cita textual. Rápidamente, podemos
diagnosticar que lo que aquí se ausenta es el trabajo del que
escribe sobre lo citado, detenido en la fascinación por el
autor. Se advierte entonces una escritura que procede por la
vía de la falacia de autoría, en tanto que: 1) alguien afirma

97
algo; 2) ese alguien es una autoridad en la materia; ergo 3)
esa afirmación es sencillamente verdadera.
Ahora bien: una cita empleada con dichas
características –lo que llamaremos “una cita de autoridad”–
sólo logra su efecto en el lector en la medida en que tanto el
que escribe como el autor (y el lector) pertenezcan al mismo
campo discursivo. De esta manera, se comparte un margen
de sobreentendido o de no-dicho. Insistimos: esto sólo es
eficaz en un contexto endogámico de producción, puesto
que la salida de La Autoridad –como sustantivo– a un
campo discursivo ajeno no comporta la cualidad de
autoridad. Allí, en el encuentro con otros géneros
discursivos, es decir, fuera del campo discursivo que soporta
al autor, éste probablemente pierda toda fuerza de
autoridad.
Corrientemente, las citas más empleadas son
sorprendentemente taxativas en cuanto a lo que afirman, o
al menos, son simplemente afirmativas. De esta forma,
quien escribe no hace más que afirmarse sobre la afirmación
de un autor, lo que a su vez reafirma su autoridad –ahí se
ubica lo que se advirtió respecto de la replicación de
consignas como criterio de validación de los enunciados–.
Como se verá, se trata de una mecánica circular, repetitiva y
anti-productiva. 
Dice Lacan (2012) al respecto –sí, después de toda
esta cháchara traeremos una cita, pero justamente porque el
problema no es “con la cita”, sino con ciertas formas de su
implementación en la escritura académica–: “yo planteo el
enunciado, y el resto, es el sólido apoyo que ustedes
encuentran en el nombre del autor, cuya carga les endoso [las

98
cursivas son nuestras]” (p. 37). Véase qué sencillez. Es como
si Lacan dijera: “planteen la cita, que con eso basta. El resto
se hace solo”. O también: “les tiro la cita por la cara y me
retiro; les endoso la carga del autor a ustedes, que saben muy
bien quién es ese nombre que dice eso y... ¡Claro! ¿Cómo
van a dudar de eso que se dice ahí?”. 
Entonces, basta que el autor se vuelva autoridad
para que lo pronunciado resulte incuestionable. Con el
consiguiente efecto dominó: todo lo que caiga de ese
nombre será cierto. 
Para evitar entonces la falacia de autoría,
propondremos una posibilidad de trabajo argumentativo a
partir de la figura de la hipérbole: el análisis hiperbolizado.
No es una novedad pensar en esta figura, recurso
utilizado por Descartes (2007) en su método como una de
las características de su duda. Si la hipérbole consiste en la
exageración en términos tanto de aumento como de
disminución, entonces, llevada al campo argumentativo
más que al estético, implicaría una labor de análisis
(descomposición) de los términos componentes de un
enunciado, idea o premisa. Una vez que el enunciado está
analizado, se puede hacer lo siguiente: explicitar lo que esté
implicado tácitamente en sus términos o partes segmentadas y
la relación entre los mismos.  
El trabajo de explicitación de los supuestos
subyacentes implica un tratamiento de los elementos
componentes del sintagma, tanto para rastrear las relaciones
que sostienen internamente al enunciado como por las
inferencias contenidas estrictamente de los términos
prevalentes. 

99
Consideremos un ejemplo para pensar cómo
pueden utilizarse ambos recursos. Supongamos el
enunciado “el inconsciente es el discurso del Otro” (Lacan,
2014, p.491) cuyos elementos prevalentes son
“inconsciente”, “discurso” y “Otro”. Mediante la hipérbole
analítica, podemos advertir que si el inconsciente es el
discurso del Otro, entonces implica necesariamente la
presencia de uno más; no hay inconsciente sin al menos dos
(uno y Otro), eso es implícito en el enunciado, precisamente
en el conjunto de semantemas de “discurso” y en la relación
entre los términos “discurso” y “Otro” que determinan a
“inconsciente”. Además, si el inconsciente es un discurso,
entonces el uno y el Otro pueden ser entendidos como
pareja discursiva (yo-tú), con la obviedad tácita de la
presencia de la palabra respecto del término “inconsciente”,
lo que también habilitaría directamente a la interrogación
sobre quiénes ocuparían los lugares de la pareja discursiva,
es decir, quién es el agente del discurso. 
Por otro lado, habría una interrogación sostenida en
la ambigüedad de la función de “del” en “discurso del
Otro”: o bien es el discurso acerca del Otro, o bien es el
Otro quien emite el discurso. El autor, en este punto, tiene
la posibilidad de elegir el trabajo argumentativo por una de
las dos opciones, o trabajar las diferencias que se derivan de
una u otra versión.
El análisis hiperbolizado se erige entonces como una
posibilidad de desmenuzar enunciados, interrogar su
configuración y reflexionar los supuestos en los silencios del
texto en los que hasta el momento se presentaban como
consignas, frases o enunciados solidificados por la fuerza de

100
la autoridad, cuya utilización resulta similar al alquiler del
pensamiento, a su gastada repetición. A partir de esta figura,
por el contrario, radica una chance de removerse de una
iatrogenia tanto epocal como universitaria que colapsa en la
imposibilidad de escribir.

Referencias bibliográficas

Descartes, R. (2007). Discurso del método; Meditaciones


metafísicas. Madrid: Espasa Calpe.
Lacan, J. (2012). El seminario de Jacques Lacan: libro 17:
el reverso del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós.
Lacan, J. (2014). “La instancia de la letra en el inconsciente,
o la razón desde Freud”. En Escritos 1 (pp. 461-495).
Buenos Aires: Siglo XXI.

101
ESCRIBIR, TOMAR LA PALABRA Y DAR BATALLA
María Eugenia Arroyo

En esta humanidad central y


centralizada, efecto e instrumento de
relaciones de poder complejas, cuerpos y
fuerzas sometidos por dispositivos de
encarcelamiento múltiples, (…) hay que
oír el estruendo de la batalla (Foucault,
2006, pág. 314).

Profe, ¿qué entra?

Todos aquellos que alguna vez transitamos el


espacio del aula hemos escuchado o formulado esta
pregunta, sobretodo en instancias de evaluación. Y frente al
“qué entra”, inmediatamente y sin mucha interpelación, el
docente detalla –programa en mano– la bibliografía
obligatoria abordada durante el dictado de sus clases. A
continuación, casi de manera mecánica, procuramos
garantizarnos el material de estudio que –una vez
adquirido– leemos, subrayamos, resumimos e intentamos
reproducir lo más fielmente posible llegado el incómodo
momento del examen. Allí, cara a cara con el educador que
adquiere el estatuto de monstruo sabelotodo, cada vez más
terrorífico a medida que se acerca la fecha de examen,
aparece el interrogatorio a cargo del temible ser. Se da inicio
al partido de ping-pong: preguntas y respuestas van y

103
vienen hasta que el monstruo nos libera y, en el mejor de
los casos, aprobamos.
Algo similar sucede al momento de la escritura, con
la diferencia que, al contar con los textos in situ, pareciera
que la tarea es más amena, menos espeluznante. No
obstante, frente a la página en blanco invade la angustia:
¿Qué y cómo escribir? Pocas veces sucede que, en una
primera instancia, dicha tarea resulte placentera, gozosa y la
puesta en marcha de un acto creativo. En general, y del
mismo modo que en el examen, quedamos pegoteados a la
palabra de otros: autores destacados y valorados
académicamente que, normas APA mediante,
parafraseamos, citamos y debidamente referenciamos.
Frente a esta escena reiterada en el ámbito
académico, emergen algunos interrogantes: ¿Por qué
sucede? ¿Qué subyace en el acto educativo? ¿Cómo se
engendra la transmisión del saber? ¿Cuáles son las
condiciones necesarias para que un sujeto pueda apropiarse
del conocimiento, escribir y tomar la palabra en nombre
propio? ¿Cómo alojar la angustia frente al desafío de
escribir?
Sin ánimo de arribar a respuestas únicas y con la
advertencia de no caer en la misma trampa que se intenta
problematizar, se considera necesario dialogar con otros.

El monstruo sabelotodo

En el cine, la literatura o cualquier otra expresión


del arte un monstruo es un ser natural o mitológico que –ya
sea por características físicas o facultades sobrenaturales–

104
tiene una connotación negativa y genera temor. También
suele utilizarse como calificativo para referirse a personas
sobresalientes o que descuellan en alguna disciplina.
Encarnado en la figura de un profesor, un colega
con trayectoria, una institución académica reconocida o un
autor de renombre, el monstruo sabelotodo no es más ni
menos que un otro magnífico, enorme y sin fallas que sabe
–y debe saber– todo. Nacido como hijo legítimo de la
modernidad, perdura y sobrevive en la actualidad a pesar de
los innumerables intentos por derribarlo. Una infinidad de
autores, pedagogos e intelectuales de las más variadas
corrientes teóricas, filosóficas y epistemológicas, abocados a
la temática de transmisión del conocimiento, han dado
cuenta de su emergencia.
La educación, en tanto práctica social discursiva
encargada de transmitir, reproducir, preservar y, a la vez,
transformar la cultura de una época, adviene necesaria y
obligatoria a partir de la gubernamentalidad propia de los
Estados modernos.
En este sentido, Foucault (2006) afirma que –en
toda sociedad– el cuerpo es sometido a métodos y técnicas
de disciplinamiento para garantizar su sujeción. Y si bien,
ya desde la época clásica es objeto y blanco de poder, será
en la modernidad y con la emergencia de las disciplinas,
cuando nace un arte del cuerpo humano. El mismo no
apunta solo a su sujeción sino más bien a la constitución de
un vínculo que lo vuelva obediente y útil. En tanto
educable, los mecanismos de poder trabajan sobre el
cuerpo, manipulan sus comportamientos y sus gestos. Las

105
disciplinas fabrican cuerpos dóciles a través de prácticas
discursivas e instituciones sociales como la educación.
Hacia fines del siglo XIX y durante el siglo XX, se
promueve la formalización de las prácticas de enseñanza –
por parte del Estado– a partir de la organización de los
sistemas educativos nacionales. Regido por el paradigma
positivista de ciencia, el modelo educativo predominante es
la llamada pedagogía tradicional. La misma supone un
sujeto que aprende –tabula rasa despojada de saberes
culturales previos– y un educador poseedor absoluto del
saber. Aquí el conocimiento se sustenta sobre la base de una
adquisición progresiva, lineal y acumulativa de saberes
enciclopédicos y científicamente válidos desde los modelos
disciplinares hegemónicos. El docente y la escuela, soberano
y templo del saber (Puiggrós, 2001) se convierten en
agentes primordiales en la lucha contra la ignorancia.
Casi de manera análoga, Rancière (2016) afirma
que la conformación del nuevo orden social y
gubernamental moderno, sustentado bajo los lemas del
orden y el progreso, se plasma –material y simbólicamente–
en la institución pedagógica. Allí se materializa además el
ejercicio de la autoridad y la sumisión de los sujetos. Así, y a
medida que los aprendices ignorantes avanzan
progresivamente en el conocimiento de programas y
materias, van adquiriendo la capacidad de convertirse
también en personas cultas.
De este modo el maestro, encargado de adaptar las
inteligencias embrutecidas, se caracteriza por ser el soberano
del saber capaz de integrar a los ignorantes “al orden de las
sociedades fundadas en las luces de la ciencia y del buen

106
gobierno” (Ranciére, 2016, p. 11). Ahora bien, para el
autor, la distancia entre letrados e iletrados que las
instituciones educativas pretenden reducir es la misma por
la cual emergen y perduran; es decir: “Quien plantea la
igualdad como objetivo por alcanzar a partir de la situación
no igualitaria la aplaza de hecho al infinito. La igualdad
nunca viene después, como un resultado a alcanzar. Debe
ubicársela antes” (Ranciére, 2016, p. 12). Caso contrario se
perpetúa una sobreinvestidura pedagógica cuya función
primordial no es ni más ni menos que afianzar la visión
oligárquica de la sociedad-escuela donde gobierna siempre
la autoridad y el mejor de la clase. Por su parte, ubicar la
igualdad desde el inicio es un acto de emancipación.

El monstruo ignorante

Rancière (2016) relata la experiencia de Joseph


Jacotot, quien en el año 1818 da cuenta de una práctica
educativa inédita que adquiere el carácter de aventura
intelectual.
Jacotot –profesor y lector de literatura francesa en la
Universidad de Lovaina– despierta curiosidad para un
grupo de estudiantes holandeses que –aún desconociendo
por completo el francés– desean aprovechar sus clases.
Jacotot ignoraba el idioma holandés, por lo que no
contaban con una lengua común para llevar adelante el acto
educativo. No obstante, Jacotot reconoce y vehiculiza el
deseo de los estudiantes y establece un objeto, una cosa
común entre él –en calidad de docente– y los estudiantes: la
publicación en Bruselas de una edición bilingüe de

107
Telémaco. Aproxima el material a los discípulos y –a través
de un intérprete– les solicita que aprendan el texto francés
ayudándose, a medida que lo requieran, de la versión
traducida. Luego debían contar el texto y dar cuenta de lo
aprendido a partir de la escritura, en francés, de un texto
propio. Jacotot, quien espera encontrarse con una infinidad
de errores y hasta la imposibilidad de respuestas frente a su
requerimiento, se sorprende de los resultados. Sus
aprendientes holandeses, librados a sí mismos, logran
exitosamente responder a las consignas del mismo modo
que los estudiantes franceses.
Tal es la revolucionaria experiencia casual. Sin
proponérselo, Jacotot descubre la que sería luego su tesis
fundamental: todos los hombres son virtualmente capaces de
comprender todo. Antes de eso, como muchos otros
profesores de su época, sostenía que la tarea del docente
consiste en transmitir y explicar sus conocimientos
adquiridos para elevar a los educandos, progresivamente,
hacia su nivel. En otras palabras,

el acto esencial del maestro era explicar, despejar los


elementos simples del conocimiento y hacer que su
simplicidad de principio concuerde con la simplicidad
de hecho que caracteriza a los espíritus jóvenes e
ignorantes. Enseñar era, al mismo tiempo, transmitir
conocimientos y formar espíritus conduciéndolos, según
una progresión ordenada, de lo más simple a lo más
complejo (Ranciére, 2016, p. 22).

Lo inédito de esta experiencia es que no brinda


explicación alguna sobre los elementos de la lengua

108
francesa, mucho menos del texto. Los estudiantes mismos
se ocupan de investigar, buscar y aprehender las reglas
idiomáticas. Ellos, por sí mismos, logran aprender algunas
palabras para luego combinarlas y formar oraciones –para
nada simples, más bien complejas– y del nivel de escritores
reconocidos.
Tal práctica pone sobre el tapete la ciega evidencia
en torno a la necesidad de explicaciones sobre la que se
apoya todo sistema de enseñanza. Interpela la figura del
maestro que, aún y a sabiendas de que un libro contiene en
sí mismo razonamientos destinados a su potencial lector, lo
explica. Es el explicador que explica –valga la redundancia–
las explicaciones del libro.
Ahora bien, el arte del docente explicador consiste –
tradicionalmente– en advertir la distancia existente entre el
conocimiento a enseñar y el sujeto a instruir. Así, es el
mismo profesor quien plantea y a la vez, resuelve la
distancia; “quien la despliega y la reabsorbe en el seno de su
palabra” (Ranciére, 2016, p. 24).
En este marco, se parte de la idea de que la palabra
escrita requiere, como condición necesaria e incuestionable,
de la palabra oral. No obstante, existe una evidencia certera:
los niños y las niñas desde muy temprano adquieren la
lengua materna; aprenden a comprenderla y a usarla, sin la
necesidad de un maestro explicador. A su alrededor sus
padres hablan y la progenie oye, retiene, imita y repite, se
equivoca y se corrige mucho antes de ingresar a los sistemas
de enseñanza. La infancia aprende a hablar haciendo uso de
sus capacidades y sin maestros que le expliquen la lengua,
pero llegan a la escuela y parece que sus capacidades se

109
esfumaran. De ahí en adelante, todo acontece como si ya no
pudieran aprender más por sí mismos, requiriendo siempre
del auxilio de un otro que sabe y debe explicarlo todo.
En este sentido, la experiencia de Jacotot denuncia y
pone en evidencia lo que él nomina principio de
embrutecimiento. Es decir, una brecha entre docentes y
alumnos que las instituciones educativas aspiran a reducir
pero que es la misma por la cual existen. Y dado que en
dicha brecha radica su existencia, la reproducen
indefinidamente. Aquí los estudiantes, conforme a la
desigualdad social y cultural que poseen y de la cual se
parte, responden de manera obediente al orden dado; deben
comprenderlo, obedecerlo y nunca cuestionarlo.
En contraposición, Jacotot subraya que no existe
sujeto que carezca de saber, de manera que todo sistema de
enseñanza debe fundarse en dicho saber en tanto capacidad
en acto. Instruir implica compeler una capacidad –negada y
desconocida– a reconocerse y desarrollarse. Y de esto se
trata el acto educativo de emancipación. Emancipar las
inteligencias requiere, en primer término, aceptar que todos
los hombres y mujeres poseen las mismas capacidades para
aprender. No se trata aquí de reducir desigualdades sino de
verificar y potenciar capacidades.
El acto educativo de emancipación se trata de una
apuesta política que debe contemplarse en todo sistema de
enseñanza. Para Rancière (2016), atribuir a las instituciones
educativas el poder de reducir la desigualdad social y
cultural es fantasmático y condena a los sujetos al encierro
en el círculo vicioso de la sociedad pedagogizada que lejos
de emancipar, embrutece.

110
La aventura de dar batalla

Las secuelas de la sociedad pedagogizada y la


perpetuidad de sistemas de enseñanzas ya perimidos aunque
vigentes, darían cuenta de dos cuestiones fundamentales.
En primer término, de la crisis de la educación y, en
segundo lugar, de la dificultad que se presenta de manera
reiterada al momento de llevar adelante la práctica de la
escritura académica y/o la acreditación de los conocimientos
adquiridos a través los dispositivos de evaluación y examen.
De todos modos, crisis y educación siempre van y
seguirán yendo de la mano. Toda crisis implica un estado
permanente de transformación, para re-pensar, reinventar y
transformar los enunciados y prácticas que se sostienen; y la
educación no está ajena a ella, no puede, no debe.
Las prácticas educativas y los sistemas de enseñanza,
en la medida en que aspiran al logro de aprendizaje, la
transmisión de la cultura y la producción de subjetividad,
deben alojar el conflicto. Toda construcción de
conocimiento –que se aprecie como tal– se funda en una
pregunta que, necesariamente, sacude. Es algo que inquieta
e interpela al sujeto enfrentándolo a un problema cuya
resolución es efecto de un arduo trabajo. Se trata de una
búsqueda curiosa que aspira a resolver interrogantes que –
en primera instancia– se presentan problemáticos y
conflictivos. Resolverlos incita al deseo en su singularidad
con el fin de alcanzar respuestas provisorias a aquello que
perturba. Aquí, la tarea del docente consistiría en mostrarse
en su precariedad, en su falta constitutiva como sujeto

111
deseante y, desde allí, inspirar y vehiculizar el aprendizaje; la
transformación propia y del otro.
Para Rancière (2016) la experiencia de Jacotot da
cuenta de que se puede aprender cuando se lo desea sin
necesidad de un maestro explicador o de un otro ubicado
en el lugar de poseedor del saber. Se aprende a través de la
puesta en tensión del deseo propio o por las exigencias de
determinada situación que se presenta desafiante y
conflictiva. Ahora bien, remarca el autor que los estudiantes
aprenden sin maestro explicador pero no sin maestro.
Jacotot enseña, pero no a través de su ciencia, sino por y
desde su carencia, absteniéndose, retirando su intelecto y
permitiendo que sea el de sus alumnos el que se ponga en
juego.
En este sentido, Hassoun (1996) remarca que la
aventura de la transmisión del conocimiento es
precisamente abandonar esa tendencia instalada de fabricar
loros o clones de la cultura heredada. Más bien, implica
instalar la diferencia subjetiva. Para él, lo paradójico es que
“una transmisión lograda ofrece a quien la recibe un espacio
de libertad y una base que le permite abandonar el pasado
para reencontrarlo” (Hassoun, 1996, p. 17). Siempre es
posible alojar una tensión inherente a la transmisión y es
que, indefectiblemente, habrá discrepancia entre la
transmisión lograda y el deseo que pugna por “situar al
sujeto en el espacio mismo de su verdad, de su vida, de su
existencia” (p. 18) traicionando la cultura heredada. Así,
transmisión y traición se complementan. El sujeto deseante
se apropia del capital cultural pero hay un resto; siempre

112
abandona una parte de aquello que viene del otro de la
cultura y, desde allí, se inscribe en su singularidad.
Es en este marco que el aprendizaje, y más
precisamente el ejercicio de escritura en la universidad,
advienen como una experiencia singular del sujeto. Se trata
del acto creativo y libertario de toma de la palabra en la que
se logra decir algo sobre sí mismo traicionando lo heredado.
La práctica de la escritura requiere de un sujeto implicado
en su deseo, entramado al saber curioso. Aquí cobra
relevancia un acto primordial y originario de pérdida y
donación.
En el acto educativo –entendido como transmisión
cultural– se dona una posibilidad, una hiancia. En la
práctica docente, a través de la apropiación de los objetos
culturales que dan cuenta de una experiencia
transformadora de sí mismo, se torna posible su
desprendimiento y donación. La transmisión, entendida
como donación, no hace referencia a los objetos
propiamente dichos sino a una función; es decir, se dona –
como bien lo muestra Jacotot– la posibilidad, la disposición
y la creación de un tiempo y un espacio para que cada
sujeto construya su propia experiencia. Así, el acto de
escribir –del mismo modo que todo acto educativo– se
aparta de la reproducción fidedigna de un repertorio de
conocimientos y saberes legitimados (propia de la
formación académica disciplinaria tradicional) para
convertirse en la construcción de un objeto cultural que, en
tanto experiencia singular, transforma al sujeto y a la
cultura.

113
Eduardo Galeano ilustra de manera sublime en el
fragmento “Ventana sobre la memoria (I)” la esencia misma
de la transmisión cultural:

A orillas de otro mar, un alfarero se retira en sus años


tardíos. Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan; ha
llegado la hora del adiós. Entonces ocurre la ceremonia
de la iniciación: el alfarero viejo ofrece al alfarero joven
su pieza mejor. Así manda la tradición, entre los indios
del noroeste de América: el artista que se va entrega su
obra maestra al artista que se inicia.
Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta para
contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el
suelo, la rompe en mil pedazos, recoge los pedacitos y los
incorpora a su arcilla (Galeano, 2001, p. 69).

Por su parte, Rodari (1999) sostiene que el uso total


de la palabra de todos y todas y, para todos y todas, le parece
un buen lema con bello sonido democrático. No solamente
para promover artistas, sino principalmente para que nadie
viva en el sometimiento de la esclavitud.
No queda más alternativa entonces que animarse,
sumergirse en la aventura de tomar la palabra y dar batalla.

Referencias bibliográficas

Foucault, M. (2006). Vigilar y Castigar. Nacimiento de la


prisión. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.
Galeano, E. (2001). Las palabras andantes. Buenos Aires:
Catálogos

114
Hassoun, J. (1996). Los contrabandistas de la memoria.
Buenos Aires: Ediciones de la Flor.
Puiggrós, A. (2001). Qué pasó en la Educación Argentina.
Desde la Conquista hasta el Menemismo. Buenos
Aires: Kapelusz.
Rancière, J. (2016). El maestro ignorante. Cinco lecciones
sobre la emancipación intelectual. Buenos Aires:
Libros del Zorzal.
Rodari, G. (1991). Gramática de la fantasía. Introducción al
arte de inventar historias. Buenos Aires: Ediciones Colihue.

115
Tercer bloque

Políticas en la escritura
LA ESCRITURA COMO POLÍTICA EN LA
UNIVERSIDAD. LO ESCRITO COMO POLÍTICA DE
LA ESCRITURA
Ivonne Laus
Clara Castronuovo
Juan F. Cammardella

Política y escritura

Mucho se ha escrito en el ámbito académico de la


universidad acerca de las políticas que atañen a esta
institución. Y diversas disciplinas o discursos han reparado
desde distintas perspectivas en las tramas político-
académicas que sostienen, específicamente, la universidad
argentina desde sus orígenes hasta nuestros días.
Sería ingenuo intentar realizar aquí un recorrido
que pretenda recapitular los avatares de la compleja historia
política que ha atravesado nuestra Universidad Nacional. Se
sabe, no obstante –cuestión ineludible de mencionar–, que
la singularidad del mapa político universitario argentino
data de la Reforma universitaria, gestada en Córdoba a
principios del siglo pasado. Dicho mapa traza el itinerario
embrollado por el cual la dimensión política se erige como
la más destacada entre los pilares que aún hoy, y pese a
todo, la sostienen en tanto institución pública y gratuita de
enseñanza. Probablemente ningún otro aspecto describa
mejor la moral argentina respecto de la educación superior
universitaria, que su dimensión política.

119
La política que atañe a la universidad es de una
complejidad particular, pues se trata de una congregación
de intereses múltiples, la mayoría de las veces discordantes,
sobre los más variados aspectos y prácticas académico-
científicas, de formación, económico-financieras, de
democratización interna, etc. (Laus, 2013). No obstante,
son precisamente las pequeñas intransigencias y mínimas
conquistas locales las que la sostienen sobre sus pilares
históricos, aunque a grandes rasgos.
Lejos de quedar entonces la política de la
universidad del lado donde se supone que el poder se
amasa, que la cosa política se gesta (como se dice: se cocina),
esta prolifera también –como el poder– por los
microespacios, los rincones aparentemente olvidados de las
instituciones, las solapas alejadas del meollo de las cosas
importantes, los reductos más ingenuos: la geografía, las
oficinas, los declives, las escaleras, las aulas o los textos.
De allí la inmanencia de la política a lo que
cotidianamente transcurre y se transmite en la universidad;
lo cual –podría arriesgarse–se vehiculiza por la escritura.
Toda política requiere de una escritura (ya sea en su
dimensión teórica, histórica o administrativa, etc.). Pero
¿requiere, asimismo, la escritura de la política? Y también,
¿hay una política de la escritura? Más que esta metonimia
de interrogantes, quizá convenga acudir a uno sólo que
condense a todos: ¿Qué se escribe en la universidad?
Aunque intrínsecamente este comporte otro, por ende
inevitable: ¿Hay allí, acaso, algo que no se puede escribir?
Una figura aparece aquí para comenzar a cernir
estas preguntas.

120
Lo escrito como palimpsesto

El palimpsesto es lo que se produce entre lo que se


conserva y lo que se borra de un texto. Recurso de los
antiguos, se trata de una técnica que permite eliminar con
una piedra o con el lavado lo escrito en un pergamino,
preparando la superficie para una nueva escritura. Las
borraduras, no obstante, persisten aún en el texto por venir.
De esta forma, se produce una torpe coexistencia entre dos
escrituras.
La figura del palimpsesto cristaliza así la dimensión
material de lo escrito. Lo escrito no se reduce ni a un texto
ni a un documento ni a un conjunto más o menos
importante de ellos; equivale más bien a “las cosas dichas”.
Por lo tanto, lejos de ser considerado como lo estrictamente
equivalente a lo documental –ya sea en un sentido histórico
o enciclopédico– lo escrito comporta una materialidad. Si
bien forma parte de “una masa de discursos”, de un archivo,
a la vez opera en él de manera específica: permite el acceso
no al texto mismo (como si se tratara de un tesoro dentro
de un cofre), sino a la posibilidad de decir algo –como si
fuera por primera vez– a partir de lo ya dicho (Foucault,
2002).
Cabría entonces la pregunta si, en el sentido del
orden del discurso (Foucault, 1999), lo escrito es algo más
o, por lo menos, algo diferente que una de las dimensiones
del “comentario”; ya que este último “debe, según una
paradoja que siempre desplaza pero a la cual nunca escapa,
decir por primera vez aquello que sin embargo había sido ya
dicho” (Foucault, 1999, p. 29). Como si aquí lo escrito

121
radicara en una especie de texto original (sea éste jurídico,
religioso, literario o científico) que hiciese posible decir o
escribir lo nuevo, solamente como comentario. Allí, según
Foucault, reside la función del comentario en el control
interno del discurso, ya que “permite decir otra cosa aparte
del texto mismo, pero a condición de que sea ese mismo
texto el que se diga” (p. 29). Entonces, en la universidad,
¿es posible escribir otra cosa que el comentario?
Pensar lo escrito a través de la figura del palimpsesto
pone en evidencia que si bien, por un lado –tal como en la
condición misma del comentario– la hoja nunca está en
blanco, su potencia no reside allí. Dicha potencia está
mucho menos en lo que se escribe de nuevo a partir de lo
escrito que, en lo que, de lo escrito, se borra para poder
escribir.
Entonces, mientras que en el comentario hay sólo
retorno ("sin embargo había sido ya dicho"), el palimpsesto
permite un nuevo texto sobre las borraduras o las huellas de
un escrito primero (es, en este caso, "a partir de" lo ya
dicho).
Si tomamos la función del comentario y la función
del palimpsesto para pensar el lugar que tiene la escritura en
la universidad, la misma puede operar tanto en un sentido
como en el otro. Si bien lo más habitual suele ser producir
una escritura con el retorno siempre del mismo texto (una
lectura o una enseñanza), también se puede escribir lo nuevo
a partir de lo que, en una lectura o en una enseñanza, se
borra o se olvida.

122
Escribir, dar a luz una escritura, supone por necesidad
dar muerte a otra escritura coextensiva, aunque no más
originaria. La escritura vive, pues, de su propia muerte.
El texto no es sino el lugar de este encuentro decisivo, el
tejido en el que se entrecruzan la vida y la muerte del
lenguaje. El escritor, el textor, es el tejedor, el que
hilvana, con su praxis, los hilos de la vida y de la muerte,
de lo visible (...) y de lo invisible (...). Se debe matar la
escritura antigua para dar vida a la nueva. De todas
formas, no se trata de un proceso sucesivo, sino de una
coexistencia o una simultaneidad (Prósperi, 2016, p.
218).

Una coexistencia entonces entre la escritura y lo


escrito que, en palabras de Barthes (2014), implica “la
imposibilidad de vivir fuera del texto” (p.50). Ya sea desde
el soporte de piel con el que se confeccionaban los
pergaminos hasta el uso del papel, la operatoria del
palimpsesto es constatable. Aunque menos evidente, esta
también se encuentra en el soporte digital de la escritura ya
que, lejos de reducirla a un asunto de formato o técnica, se
trata de advertir que todo objeto-texto conserva su
impureza previa.

Estados de lo escrito

Ahora bien, ¿puede esta impureza ser solidaria con


la nueva escritura? Si el cometido del comentario era “el
decir por fin lo que estaba articulado silenciosamente allá
lejos” (Foucault, 1999, p. 29), la escritura consiste –en ello
reside su política– en el movimiento hacia un otro texto.

123
Movimiento que aspira a decir lo nuevo en la mugrecilla de
lo ya dicho. Aquella escritura que requiere de lo escrito su
permanencia, su sentido, su referencia, etc. o aún, la entera
contraposición, no es entonces otra cosa que un
comentario. La oportunidad en cambio de la escritura sobre
lo escrito se encuentra en lo que ha sido por ella
efectivamente borrado y, otra vez, escrito.
Estamos en condiciones de decir que lo escrito
constituye así la política de una escritura. Sea porque la
escritura se somete al comentario de lo ya dicho –tanto en
la diferencia como en la repetición–, o porque a lo ya dicho
lo sepulta, lo bota, lo requiere, lo rasga o simplemente lo
olvida. Corrompida por lo escrito, la escritura hace ver (y
saber) lo que se borra, y no ya lo que hay de escrito en la
trama de un nuevo texto.
Sea como borradura, trazo, rastro o lectura, la
pregunta sería entonces qué presente tiene lo escrito en
tanto pasado. En este sentido, la figura del palimpsesto –
como si se tratara de un dispositivo óptico– permite
distinguir por lo menos cuatro estados de lo escrito: la
escritura, el texto mismo, los borradores y la lectura. En
todos estos estados, lo escrito puede ser entendido –al modo
del enunciado en Foucault (2002)– como lo no visible y lo
no oculto al mismo tiempo.
Se ve un movimiento en la escritura del que lo
escrito es su condición de posibilidad, pero también de
imposibilidad –la ya indicada política de la escritura–. Pues
este movimiento no es estrictamente anárquico, en la
medida en que tales condiciones delimitan enunciados
posibles en el marco de un discurso. En esa deriva, la

124
escritura marcha por las huellas –y no por el relieve– de lo
escrito, formando el texto. El texto mismo entonces es, al
decir de Barthes (2014), tejido; una hilografía que entrama
la escritura con los rastros de lo escrito.
Al mismo tiempo, no hay texto que pueda ser
escrito sin esas escrituras previas en las que consisten los
borradores: escrituras que aún no son el texto, que lo
pretenden, que lo preexisten y aún lo elaboran pero no lo
definen. Los borradores son así el trazado no oculto de un
texto que adviene cuando ya ningún otro puede venir en su
lugar.
Si los borradores son el trazado no oculto, la lectura
es el trazado no visible. Lo no visible no trata de un
ocultamiento deliberado, por ende la lectura no puede ser
un develamiento, sino más bien el hallazgo de lo que de
todos modos ya estaba ahí aún sin ser visto. ¿Por qué de las
incontables lecturas que hace un lector de un mismo texto,
hay una en la que aparece lo nuevo? Hacen falta esas nuevas
lecturas de lo mismo para que puedan “traslucirse los
rastros –tenues pero no indescifrables– de la previa lectura”
(Borges, 2016, p. 52). Sin embargo esto no es todo; la
lectura es también, para quien escribe, la posibilidad de su
propia escritura que, en tanto tal, es siempre una lectura
inédita.
Entre los estados de lo escrito que pueden advertirse
mediante la figura del palimpsesto, parece ser la lectura su
forma más lograda, ya que ella es, al mismo tiempo, lo que
precede a una escritura, lo que hace posible el texto y lo que
queda de menos indescifrable tras toda borradura de lo
escrito.

125
El saber de lo escrito

Conviene entonces diferenciar lo escrito de una


suerte de memoria histórica, entendiendo por tal, el arsenal
de documentos que vendrían como a reflejar unos rastros o
unos surcos que hubiesen quedado intactos gracias a la
escritura; rastros que ahora serían descifrables, a pesar de las
nuevas escrituras. Poco interesa interrogar aquí lo escrito a
nivel de lo que quiere decir, o si lo que dice es verdadero o
falso, si es auténtico, etc. Interesa, en cambio, interrogarlo
al nivel de aquello que sabe lo escrito. Pero, ¿qué es lo que
sabe lo escrito?
Se puede reconocer, con Foucault (1999), la
existencia insoslayable de una voluntad de saber o una
voluntad de verdad que se desplaza, permite, impide o
prescribe, sino todo aquello que es posible pensar, al menos
todo lo que es posible saber.

Pues esta voluntad de verdad (…) se apoya en una base


institucional: está a la vez reforzada y acompañada por
una densa serie de prácticas como la pedagogía, el
sistema de libros, la edición, las bibliotecas, las
sociedades de sabios de antaño, los laboratorios actuales.
Pero es acompañada también, más profundamente sin
duda, por la forma que tiene el saber de ponerse en
práctica en una sociedad, en la que es valorado,
distribuido, repartido y, en cierta forma, atribuido (p.
22).

La voluntad de verdad es uno de los modos de


control del discurso (Foucault, 1999). Por su parte, lo
escrito compone el archivo, y en tanto tal permite analizar

126
la voluntad de verdad. En este punto, si lo escrito sabe es
porque podría haber en él la posibilidad de burlar la
voluntad de verdad, de desordenar algo en el orden del
discurso. Si la voluntad de verdad previene “el murmullo
incesante de discurso” (p. 51), lo escrito, por su parte, opera
como un elemento desordenador.
Si bien la escritura supone, como se ha dicho, un
movimiento, lo escrito –lejos de detenerse en su fijeza
sustantiva– implica un movimiento otro, que esta vez se
encuentra en el saber. La vitalidad de lo escrito cae entonces
del lado de la transmisión, en tanto el saber necesariamente
se transmite. Es justamente en la dimensión de lo escrito en
tanto que sabe, donde se halla la escritura como política en
la universidad.
En este sentido, se encuentra en la transmisión una
política de la escritura que consiste efectivamente en decir
por primera vez aquello que lo escrito contiene, pero que
nunca dice o ya no puede decir del todo. Eso que no está
dicho del todo, se dice únicamente en la escritura.
Como asegura Barthes (2014), “aquel objeto en el
que se inscribe el poder desde toda la eternidad humana es
el lenguaje o, para ser más precisos, su expresión obligada:
la lengua” (p. 95), entonces, “no puede haber libertad sino
fuera del lenguaje”. Pero “desgraciadamente”, se lamenta,
“el lenguaje humano no tiene exterior: es un a puertas
cerradas” (p. 96).
La encerrona, en apariencia inevitable, comporta no
obstante una debilidad, que está dada para Barthes (2014)
por “la práctica de escribir”. Con ella, asegura, se puede
“hacerle trampas a la lengua”. El combate que da la

127
escritura, se libra justamente en el “trabajo de
desplazamiento que [ella] ejerce sobre la lengua” (p.97).
Pero a la vez debe desplazarse la escritura misma y, llegado
el caso, poder “abjurar” de lo escrito.
En ese punto, precisamente, es que interesa la
escritura como política en la universidad, y lo escrito como
política de la escritura: aquello que, a partir de lo escrito, se
puede escribir. Entonces, lo escrito mantiene con la escritura
una relación de incesante reciprocidad. Puesto que, en la
medida que lo escrito –al modo del palimpsesto– la suscita,
ésta lo produce y relanza la nueva escritura.
Entonces, ¿qué se escribe en la universidad? ¿Hay
allí, acaso, algo que no se puede escribir?
En tanto que el régimen político de la verdad –
donde inevitablemente reside lo escrito– determina lo
pensable, hay algo que efectivamente no se puede escribir.
Pero si bien la escritura es inagotable y no se puede –aún
con ella– pensar la totalidad de lo pensable, es ella –la
escritura–, probablemente, la que amplía sus límites.

Referencias bibliográficas

Barthes, R. (2014). El placer del texto y lección inaugural.


Buenos Aires: Siglo Veintiuno.
Foucault, M. (1999) El orden del discurso. Barcelona:
Tusquets.
Foucault, M. (2002) La arqueología del saber. Buenos Aires:
Siglo Veintiuno.

128
Laus, I. (2013) Gobernabilidad, políticas de admisión y
dispositivos de ingreso en la Universidad Nacional
Argentina. Tesis doctoral. Granada: Editorial
Universidad de Granada.
Prósperi, G. O. (2016). El texto como palimpsesto.
Reflexiones en torno a la lectura literaria. Revista
chilena de literatura, 93(1), 215–234.

129
LENGUAJE INCLUSIVO: ¿DECISIÓN LINGÜÍSTICA
O POSICIONAMIENTO POLÍTICO?
Rebeca Gras

Traicionar a su reino, a su sexo, a su


clase, a su propia mayoría -¿acaso hay
otra razón para escribir?-. Traicionar
también a la escritura.
(Gilles Deleuze, Diálogos, p. 54)

Desde hace aproximadamente una década, acontece


en Argentina la expansión de lo que se ha denominado
lenguaje inclusivo. Dado que se ha convertido en objeto
interviniente –o al menos inquietante y explosivo– de las
formas de hablar y de escribir, resulta pertinente
interrogarse sobre los criterios de su uso al momento de
adentrarse en la escritura académica. Más aún cuando las
universidades del país han sido de las primeras en tomar
una postura respecto a ello.
El inclusivo no refiere a un tipo de lenguaje como
podrían indicar el lenguaje carcelario o el lenguaje
matemático –es decir, una variación de la lengua–, sino a la
propuesta de hacer del lenguaje establecido un uso
diferente. Los medios de comunicación y voces de distintas
especialidades alegan que su propósito es evitar el sesgo
hacia un género social en particular, en tanto el lenguaje
tradicional ha sido denunciado –por algunos sectores–
como patriarcal, por el hecho de utilizar el masculino como

131
genérico frente a la diversidad de géneros existentes.
Asimismo, en el marco latente de la promulgación de la Ley
de Identidad de Género, se desprende otra crítica queer y
trans que refiere que los términos las y los, no incluyen a un
gran número de géneros que no se identifican ni con el
masculino ni con el femenino. Es decir, el lenguaje
inclusivo, también denominado no sexista, por centrarse en
las cuestiones de género del lenguaje, continuaba siendo
reduccionista en sus marcas masculinas o en sus dosis de
visibilidad femenina. Se propone el uso de la x y de la e, en
tanto estas letras promueven la imposibilidad de clasificar,
denominar, encerrar el género y el rechazo por reducirlo a
dos categorías estables, dada la multiplicidad de las
experiencias que el ser humano habita. En muchos ámbitos,
prevalece el uso de la e, dado que a diferencia de la x,
favorece tanto la escritura como la dicción.
Una de sus máximas repercusiones –entre
aceptaciones atronadas, resistencias precipitadas y rechazos
absolutos–, se da en el marco de la Universidad, implicando
directamente a la escritura académica. Este punto será clave
y central, dado que permite realizar un análisis profundo
frente a la pregunta: ¿cuáles son las condiciones de
posibilidad para la emergencia del lenguaje inclusivo?
¿Cuáles son los criterios para usarlo? ¿Qué implicancias
tiene su uso, o su no-uso?

Desde una perspectiva arqueológico-genealógica se


intentará, a través de un arduo proceso, rastrear y describir
sucesos en el seno de su trama histórica. Se sitúa al lenguaje

132
inclusivo como un objeto construido desde diversas
prácticas discursivas, que a su vez se encuentran atravesadas
por múltiples transformaciones sociales. Para ello, resulta
imprescindible indagar acerca de los acontecimientos socio-
histórico-políticos que habilitaron tal suceso en el país.
Asimismo, el acercamiento a ciertas nociones en relación a
la lengua y al lenguaje posibilitarán una investigación más
precisa y exigente para el abordaje de este trabajo.
La propuesta más visible de quienes proponen y
defienden el uso del lenguaje inclusivo, es la de neutralizar
el género apostando al uso de la x, la e o el @, poniendo en
juego devenires diversos que Deleuze y Guattari llaman n
sexos, procurando multiplicidad allí donde rige una sola
posición. El desafío que implica poner en juego ciertos
conceptos teóricos con el inclusivo tiene su iniciativa en
otra investigación: algunos fragmentos de este desarrollo
parten del trabajo final de Tesis denominado Lenguaje
inclusivo y subjetivación: de un mundo patriarcal a n sexos
(Gras, 2021).
“Un hombre y una mujer son flujos. Todos los
devenires que hay en hacer el amor, todos los sexos, los n
sexos, en uno solo o en dos” (Deleuze y Parnet, 1980, p.
57). La propuesta apunta, no sólo a romper con la idea del
Uno, del masculino como el género, sino a que haya n
sexos. La letra n designa, en matemáticas, que cualquier
número podría ir allí, es decir, lo indeterminado. Que haya
n sexos apunta a que lo que haya no se cierre, no se
estanque y se diversifique, es decir: que tan sólo haya flujos.
A veces se agotan, se congelan o se desbordan; se conjugan,
se separan y se fugan. Lo que hay en las líneas de fuga es

133
experimentación y vida. La fuga o la huida nada tienen que
ver con el silencio, la quietud o la impotencia, sino que se
constituyen como un arma de producción-creación. Huir es
rechazar las interpretaciones forzosas, el saber estructurado,
las verdades instaladas, las percepciones precipitadas que
todo dicen del mundo; a condición de que se supongan
otros devenires.
Para Deleuze, la literatura encarna, más que en
cualquier otro territorio, el proceso de experimentación.
Escribir no tiene otra función más que la de ser un flujo que
se conjuga con otros flujos (Deleuze y Parnet, 1980). La
escritura no puede pensarse sino en términos de
movimiento, de derrame, de un fluido que se escabulle
entre las cosas y produce múltiples conexiones con los
devenires minoritarios del mundo. En este punto, se
abordará al lenguaje inclusivo a la manera de un flujo, al
que se le cuestionará cuál es su huida, qué destruye, con qué
conjuga y qué produce.

El lenguaje inclusivo se balancea en un vaivén


lingüístico-político-social: su impacto retórico tiene por
objeto lograr cierta toma de conciencia de una situación de
injusticia y desigualdad que existe en la sociedad. Por ello se
afirma que el inclusivo es una propuesta antes política que
lingüística, tesis clave y central para avanzar en el desarrollo
del escrito.
Al rastrear sus condiciones de posibilidad, la
primera aproximación a la emergencia del uso de un
lenguaje de género o anti-patriarcal tuvo lugar en Estados

134
Unidos, en las movilizaciones feministas de los años 60-70,
nacidas del New Left y los movimientos pro derechos
humanos. Uno de sus vastos aportes fue denunciar las
marcas masculinas de la lengua castellana, que si bien se la
consideraba neutral, reunía sucesivas referencias hacia los
hombres e invisibilizaba a las mujeres. El uso del todos
como genérico de ambos sexos comenzaba a inquietar, lo
que llevó a poner en duda ciertas cuestiones de género del
lenguaje y a una comprensión más profunda de la lengua
como una tecnología de gobierno del género (Theumer,
2018). Se apeló a la evidencia de las jerarquizaciones que la
lengua arrastra, así como la exclusión y subordinación
moral, biológica y jurídica de las mujeres. Conmovida por
dichos movimientos, fue Suardíaz (2002) la primera
investigadora argentina en analizar los usos sexistas de la
lengua castellana, poniendo énfasis en la ausencia de las
mujeres en diversos usos del lenguaje y apostando a la
necesidad de un cambio lingüístico. A partir de este
movimiento, surgen los interrogantes: ¿qué es lo que hace
posible pensar, en la actualidad, que las expresiones “los
hombres”, “los empresarios”, “los alumnos”, “todos”,
manifiesten una posición desigual del hombre sobre la
mujer?
Desde 2012, existe en Argentina la Ley 26.743 de
Identidad de Género, que reconoce los derechos de las
personas que no se sienten identificadas con el sexo con el
que nacieron. En su artículo 1º, afirma que toda persona
tiene derecho al reconocimiento de su identidad de género,
al libre desarrollo de su persona conforme a su identidad, y
a ser tratada e identificada por los demás de acuerdo a su

135
identidad de género, incluso en los instrumentos que
acreditan su identidad respecto de el/los nombre/s de pila,
imagen y sexo con los que allí es registrada. La ley señala y
evidencia debates que giraban en torno a que la lucha
feminista no sólo debe apuntar a un reconocimiento del
lugar de la mujer sino de todas las personas que no se
sienten identificadas con los géneros masculino y femenino.
Una de las discusiones apuntaba al lenguaje.
En este contexto, y en el mismo año, la Honorable
Cámara de Diputados de la Nación (HCDN) de la
República Argentina realiza y publica una Guía para el uso
de un lenguaje no sexista e igualitario, el cual alega:

El lenguaje en sí mismo no es masculino ni femenino. El


lenguaje, a priori, no es sexista ni excluyente, pero sí el
uso que hacemos las personas del mismo. En él se
proyectan estereotipos aprendidos que responden a la
construcción de modelos culturales androcéntricos que
sitúan la mirada masculina como universal y
generalizable a toda la humanidad. El tipo de lenguaje
que usamos no es inocente. Si usamos un lenguaje que
toma como norma y medida de la humanidad solo a una
parte de ella (lo masculino), ayudamos a que persista en
el imaginario colectivo la percepción de que las mujeres
son subsidiarias, secundarias y prescindibles. A ese uso
llamamos uso sexista del lenguaje. Se entiende por
lenguaje inclusivo entonces, o por lenguaje no sexista,
aquel que ni oculte, ni subordine, ni excluya a ninguno
de los géneros y sea responsable al considerar, respetar y
hacer visible a todas las personas, reconociendo la
diversidad sexual y de género (HCDN, 2012, p. 10).

136
Con este sustento, la guía ofrece herramientas para
abandonar el uso de lenguaje sexista y reemplazarlo por el
uso de un lenguaje igualitario o anti-patriarcal. Por
ejemplo, se propone reemplazar el genérico “el hombre” por
“los hombres y las mujeres”, “la humanidad”, “el género
humano”, “la especie humana”, “las personas”, “los seres
humanos”; o “los derechos del hombre” por “los derechos
humanos”, “los derechos de las personas”, etc.
En este marco, se registra la discusión por la
legalización del aborto en el año 2019 como un
acontecimiento clave de emergencia del uso del lenguaje
inclusivo. La lucha encarna múltiples reclamos. Entre ellos
–y fundamentalmente–, la visibilidad de la violencia de
género, los femicidios, la despenalización del aborto y la
precarización laboral de sectores minoritarios. La
movilización está embanderada por mujeres, hombres,
niños, niñas, ancianas y todo el colectivo LGBTIQ+, lo que
dispara la inmediata necesidad de que todos los géneros
participantes estén incluidos en el nombramiento.

El lenguaje se vuelve pluralmente intervenido,


convirtiéndose en un objeto fundamental para el
movimiento. El Instituto Nacional contra la
Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI)
(2016) elabora un documento temático sobre diversidad
sexual que tiene como objetivo abordar la noción de
sexualidades libres de violencia y discriminación desde el
enfoque de los derechos humanos. En vías de lograr

137
visibilización, uno de sus capítulos se titula “El lenguaje
como motor de cambio”, el cual refiere, principalmente,
que el uso del lenguaje crea sentido sobre el mundo que se
nombra. Es decir que el lenguaje nombra, da existencia y
visibiliza lo nombrado. Este documento plantea que, al ser
el lenguaje el sistema de signos que utilizan las personas
para comunicarse y relacionarse, se parte desde allí para
percibir, pensar y valorar a los/as otros/as, a través de cómo
se los/as está nombrando; y afirma: “Entender el lenguaje
como un motor de cambio implica generar la capacidad de
utilizar un lenguaje respetuoso hacia todas las personas”
(INADI, 2016, p. 57).
Se recalca que es necesaria cierta toma de
conciencia, como si la discriminación, atosigamiento y
violencia ejercidos por medio del lenguaje, partiera de un
desconocimiento o ignorancia del significado de algunos
conceptos o del uso irreflexivo del lenguaje conocido. Se
vislumbra, de un modo interesante e imperceptible, una
relación entre las palabras y las cosas, entre el lenguaje y el
mundo: las palabras que históricamente se han utilizado
para discriminar y las posibilidades que ofrece el lenguaje
para nombrar las diversidades sexuales y la multiplicidad de
géneros existentes, generan lazos con el mundo. El territorio
del lenguaje, y todo lo que de allí se desprende, organiza el
modo de posicionarse de cada uno de sus habitantes de una
manera muy sutil.
Se vislumbran hasta aquí, al menos, dos criterios: el
lenguaje puede funcionar como la mera reproducción de
estereotipos, o bien, como una herramienta de cambio, un
medio fundamental para la construcción de una sociedad

138
igualitaria. Se mencionan y describen términos asociados a
la discriminación, así como también a la diversidad afectiva,
sexual y de género tales como: estereotipo, prejuicio,
invisibilización, género, orientación sexual, identidad de
género, LGTBI, queer, heteronormatividad, cis/cisexismo,
coparentalidad, entre otras.
En este punto, algunos movimientos disparan una
crítica que da un paso más. No sólo cuestionan el
significado de algunas palabras sino que denuncian el
binarismo del lenguaje que encierra el uso de la a, para
aludir al género femenino y de la o, para el masculino.
Proponen la e como género neutro, desterrando la
concepción dicotómica, absoluta y total de concebir al
mundo en dos polos. Urge entre los hablantes advertir que
nada es más político que el uso del lenguaje. ¿Cómo podría
pensarse otra cosa?

Para Foucault (2011), hablar –y se agrega, escribir–


supone inscribirse en cierto orden del discurso, al mismo
tiempo que posibilita al hablante problematizar la práctica
discursiva. Es decir, asumir una posición crítica respecto a
las palabras dichas y escritas. Hacer uso del lenguaje implica
asumir un compromiso ético, político y social, y la
responsabilidad de acoger las problemáticas que ello atañe.
Tras algunas manifestaciones impulsadas por
movimientos feministas, la oleada deja rastros a su paso.
Argentina amanece pintada con mensajes en lenguaje
inclusivo, los/as usuarios/as lo incluyen en sus redes sociales

139
y se va escuchando el ruido que provoca la pronunciación
del todes. Las posiciones se dividen entre la aceptación
acrítica y el rechazo profundo e irreflexivo.
En este contexto, las universidades públicas del país
se convierten en uno de los ámbitos formales de mayor
absorción (Fernández, 2019). En el último año, más de diez
universidades argentinas, aceptaron el lenguaje inclusivo en
producciones orales y escritas. A modo de ejemplo, dos
implementaciones que se proponen en distinta dirección.
Por una parte, en el año 2017, la Universidad Nacional de
Río Negro (UNRN) sienta un antecedente planteando
inquietudes en torno al sexismo en el lenguaje,
convirtiéndose en la primera universidad del país en
incorporar perspectiva de género y erradicación de
violencias directas e indirectas de género en su estatuto: “El
texto introduce un lenguaje no sexista. Plantea incluso una
selección equilibrada de mujeres y varones en el plantel
docente, una representación paritaria pareja y la no
proyección de imágenes que reproduzcan los estereotipos de
género" (Fernández, 2019, p. 1). Por otra parte, a
principios del 2020, la Facultad de Humanidades y
Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de la
Patagonia San Juan Bosco, aprobó la utilización del
lenguaje inclusivo en exámenes, trabajos prácticos, tesis de
grado, monografías y cualquier tipo de trabajo académico
que implique la escritura. A diferencia de la UNRN, en esta
ocasión, la iniciativa surge entre los propios estudiantes y se
dirige hacia los directivos de la Facultad. El principal
reclamo residía en que profesores y profesoras desaprobaban
trabajos escritos en lenguaje inclusivo. La reglamentación

140
institucional aparece como una suerte de aval o respaldo
ante la diferencia de criterios. En este caso, la petición no
parte de las autoridades de la universidad sino de la
población estudiantil.
Se puede pensar que el denominador común es que
ambas implementaciones conservan cierta impronta de
declaración impositiva, de proposición solemne y de
propuesta voluntaria de algunos sectores sobre otros. Es
decir, no aparece al modo de un lenguaje contagiado,
mutando espontáneamente y generando grietas de manera
revolucionaria. Podría decirse, en términos de Deleuze y
Guattari (2019), que el lenguaje se encuentra produciendo
agenciamientos reaccionarios.
Las categorías de agenciamientos revolucionarios y
reaccionarios son planteadas en el El Antiedipo, en el marco
de la política del deseo propuestas por Deleuze y Guattari
(2019). En el campo social, el deseo puede sintetizarse de
maneras diversas, pero en cualquiera de ellas pueden
producirse relaciones de fuerzas entre dos polos: el
revolucionario o esquizo y el reaccionario o paranoico. En
el primer caso, lo revolucionario, trata de llevar su potencia
hasta el propio límite, de relacionarse con todo aquello con
lo que puede, de multiplicar sus conexiones con otras
fuerzas y otros agenciamientos, para afectar y ser afectado.
Lo reaccionario, en su lado opuesto, trata de separación,
división, aislamiento; apela a lo individual más que a lo
colectivo, y va truncando las conexiones múltiples de lo
revolucionario para reducirlas siempre a uno: una persona,
un objeto, un lugar, un problema.

141
En este punto, no se intenta marcar una preferencia
de lo revolucionario sobre lo reaccionario, pero sí proponer
una actitud crítica sobre las fuerzas que circulan en el
campo social, sobre todo en la dimensión del lenguaje, para
atender a los efectos que cada una de ellas promueve. Un
fenómeno no emerge en un polo y permanece estancado en
él, sino que deviene revolucionario o reaccionario según sus
agenciamientos.

El uso del lenguaje inclusivo es una toma de posición


política de denuncia respecto a la desigualdad social
existente. Al utilizarlo se genera un acuerdo tácito entre el
hablante y la sociedad de no mantenerse al margen de
ciertas injusticias circulantes. El inclusivo declara la
contemplación de la multiplicidad de géneros, su
aceptación y promulgación. La idea de que no se habla para
uno –el hombre culturalmente hegemónico–, rompe más
que una instancia lingüística. En este punto, podría
pensarse en su faceta revolucionaria, así como también por
su rasgo de ser figura pública y colectiva. Las universidades
son las primeras en albergar, de manera reglamentada, el
uso del lenguaje inclusivo y este acto suscita, al menos, dos
interrogantes: ¿Con qué criterios las universidades lo
aceptan y normativizan? Y en este marco, ¿con qué criterios
deben implementarlo –o no– los y las estudiantes?
Kalinowski (2018) plantea que el uso del lenguaje no
sexista o inclusivo genera tres problemas básicos en la
opinión pública. El primero de ellos es el fuerte
convencimiento, por parte de la sociedad, acerca de que la

142
lengua está comandada por la Real Academia Española
(RAE), y por tanto, es quien la ordena, modifica, acepta o
rechaza, comanda expresiones, establece modismos, etc.
Se desprende de éste un segundo problema: está
instalado –y tácitamente aceptado– que un grupo
minoritario puede cambiar la lengua, lo que genera cierto
rechazo a ese grupo minoritario al considerar que modificar
la lengua siempre supone un peligro. En este marco, afirma
Kalinowski, un cambio lingüístico nunca puede darse al
modo de intervención voluntaria, sino que implica procesos
sociales inconscientes. Sin embargo, podría pensarse que
cuando los modos de sugerencia aparecen explícitos y
reglamentados, se acerca el lenguaje a sus formas
reaccionarias: recae la fuerza sobre un grupo, una persona,
un colectivo que lo usa, y también, sobre un grupo, una
persona, un colectivo que no lo usa.
Por último, estos dos problemas desembocan en un
tercero, que tiene que ver con pensar este fenómeno
político-lingüístico-social como un invento de un grupo
social determinado. Esto provoca, por un lado, la sensación
de que el inclusivo pertenece sólo a un sector, y por otro, la
idea de que alguien más debe autorizar su uso, ya sea ese
sector, la RAE, o que exista cierta reglamentación en los
lugares donde se hará uso público de este lenguaje.

Se puede afirmar que la disputa por el lenguaje


inclusivo genera ruido, desorden y confusión. Rasgos que
históricamente han sido rechazados por los sectores
hegemónicos para reforzar conductas estancas, y

143
promovidos por los sectores minoritarios para generar
cambios. Es decir que la aceptación o el rehúso del lenguaje
inclusivo podría vincularse, en primera instancia, con esta
toma de posición.
La lengua no es aséptica. De los miles de años que
tiene la humanidad, un gran porcentaje ha sido ocupado
por hombres. El lenguaje lleva el rastro de aquello, así como
también de la discriminación de etnias, religiones,
discapacidades, diversidades sexuales, entre otras
controversias que exceden el plano lingüístico y que han
sido funcionales a cierto régimen normalizador. Por lo
tanto, por más que el debate aparezca cubierto de
argumentos lingüísticos, poco y nada tiene de ello. El
lenguaje inclusivo es un posicionamiento exclusivamente
político porque se inmiscuye entre grupos sociales y encarna
relaciones de poder, en tanto pronunciarse inclusivo o no,
desata luchas de fuerzas que, en última instancia, generan
movimientos subjetivos. Por otro lado, también es político
en términos de Deleuze y Guattari (2019), en tanto se
entiende por política al campo social en el que una
multiplicidad de fuerzas entra en relación con otras
multiplicidades de maneras muy diversas, afectando y
siendo afectadas, produciendo agenciamientos y trazando
líneas. Es decir que, en el campo social, el inclusivo es un
asunto político en tanto produce distintos afectos y es
afectado, de acuerdo a las conexiones que establece.
Por lo tanto, como no se trata de la lengua en cuanto
a su aspecto gramatical o sintáctico, no hay nada que la
RAE pueda responder respecto al debate. Por otro lado,
quien se enuncia en términos inclusivos, se posiciona de

144
una manera política al reconocer las injusticias sociales en
cuanto a la diversidad de géneros, y denuncia con su voz y
su escritura algo de lo que no quiere permanecer al margen.

Dado que el inclusivo aparece como una ruptura de


lo uno, de lo total, ofreciendo multiplicidad y devenires
diversos, se debe advertir no convertirse en aquello que se
pretende desterrar. Es decir, en reducir al inclusivo a una
propuesta exclusiva. En términos de Deleuze y Guattari
(2015), en el plano del uno, o del árbol-raíz, siempre hay
calco, reproducción, repetición e imitación. El calco traduce
todo en imágenes y fotos ya conocidas; organiza, estabiliza y
neutraliza las multiplicidades según su propia significación.
Sólo se reproduce a sí mismo, nada nuevo puede salir del
árbol-raíz: inyecta redundancias y las propaga. La lingüística
no ha hecho más que sacar calcos o fotos del lenguaje, con
todas las traiciones que ello supone.
La propuesta es intentar la otra operación: la opción
política y rizomática.

Ser rizomorfo es producir tallos y filamentos que parecen


raíces, o, todavía mejor, que se conectan con ellas al
penetrar en el tronco, sin perjuicio de hacer que sirvan
para nuevos usos extraños. Estamos cansados del árbol. No
debemos seguir creyendo en los árboles, en las raíces o en
las raicillas, nos han hecho sufrir demasiado. Toda la
cultura arborescente está basada en ellos, desde la biología
hasta la lingüística. No hay nada más bello, más amoroso,
más político que los tallos subterráneos y las raíces aéreas,

145
la adventicia y el rizoma (Deleuze & Guattari, 2015, p.
20).

Las multiplicidades, agenciamientos y sociedades


maquínicas rechazan todo autómata centralizador y
unificador como intruso social, promulgando que n sea
siempre n-1, es decir, que n haga múltiples relaciones,
conexiones, que se descentre y produzca nuevos enunciados
y otros deseos. El rizoma no se desprende del uno,
produciendo dos, tres, cuatro, sino que se mueve en otras
dimensiones. De ahí que la propuesta de neutralizar el
género mediante el uso del lenguaje inclusivo, puede leerse
como una puesta en juego de devenires diversos que
podrían denominarse n sexos. Es decir, desterrar el lugar en
el que, en última instancia, lo múltiple podría reducirse a lo
uno: fugarse a otro plano que no está hecho de unidades
sino de dimensiones y direcciones cambiantes, es decir,
devenir revolucionario. El rizoma conecta cualquier punto
con otro cualquiera, pone en juego regímenes de signos
muy diversos, no tiene principio ni fin, siempre crece y se
desborda, no tiene sujeto ni objeto, y sólo está hecho de
líneas fluctuantes y movedizas: de segmentaridad, de
estratificación, de fuga y desterritorialización. ¿Cómo ha
sido posible pensar la sexualidad sino de este modo?
Que el lenguaje inclusivo sea concebido como un
fenómeno retórico esconde el deseo de que –al estilo de la
metáfora– desborde las estructuras lingüísticas y persista en
el tiempo con su efecto de residuo y de contagio. El
inclusivo pretende romper con los presupuestos
hegemónicos del género concebido como uno y rechaza la

146
concepción árbol-raíz del mundo, siempre y cuando se
mantenga alejado de la imposición totalitaria de las formas
de hablar. En el rizoma se ponen en juego todo tipo de
relaciones y de devenires, y el lenguaje, así pensado,
produce multiplicidades, hace líneas, traza mapas, conecta,
fluye… Siempre está entre medio de las cosas, es político,
agramatical y movedizo.

Se esclarece, entonces, que el lenguaje inclusivo es un


fenómeno de apariencias lingüísticas, que encarna luchas
sociales y se conduce según pretensiones políticas. Su
emergencia ha hecho mucho más que manosear al lenguaje
e inquietar: mucho se ve y se lee del impacto que el
inclusivo tiene en sus apariciones públicas. Sin embargo,
poco se dice de los y las escribientes.
Deleuze y Parnet (1980) plantean que escribir es
devenir siempre otra cosa, y para devenir otra cosa hay que
traicionar, al menos, lo establecido en el plano del lenguaje.
De a ratos, el inclusivo aparece como revolucionario por
traicionar a la gramática, a la lingüística, a la RAE, y por su
traición se convierte en creador: inventa nuevos decires,
hace un corte y deja un vacío allí donde se pretendía
clasificar al género abriendo la posibilidad a lo múltiple. Al
no aliarse con las consignas establecidas, todo lo que hace es
trazar líneas de fuga, que se mueven y se conectan, pero
nunca se definen ni limitan, porque están en constante
producción.
Sin embargo, por otros ratos, se corre el peligro de
acercar el inclusivo a un costado reaccionario, dado que se

147
lo intenta definir en identidades estancas, se lo promueve
con reglamentaciones, se lo hace regla y norma, se inventan
imágenes para quienes lo usan y para quienes no: es decir,
se vuelven a instalar significaciones dominantes allí donde
hay fuga. Los pronunciamientos políticos no pueden
imponerse, es decir, sus efectos deben darse al estilo de
propuesta y contagio, sin actuar como policía del lenguaje.
Escribir de manera creadora implica moverse en un
territorio de constantes traiciones, invita a perder la propia
identidad, mutar y desplazarse sin rostro. Volverse
desconocido, porque, primero, se desconocen todas las
determinaciones que fijan, que cuadriculan, que identifican
y que obligan a reconocerse en normas archivadas. Por eso,
a la pregunta ¿hay que escribir en lenguaje inclusivo? Cada
unx, un@, une, una, uno decide desde su propia posición
ético-política.

Referencias bibliográficas

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150
JUSTO UNA IDEA: LA ESCRITURA ACADÉMICA
COMO DEVENIR

A. Martín Contino

Escribir es devenir, pero no devenir


escritor, sino devenir otra cosa.
(Gilles Deleuze, Diálogos, p. 52)

Introducción: la escritura y la escritura académica

Existe una amplia diversidad de formas de escritura,


cada una con sus propias reglas de juego circunscriptas a la
singularidad del territorio desde el cual se escribe. Esto
implica que no podría poseer las mismas características la
escritura literaria y la escritura periodística; como así
tampoco la escritura de un informe podría equipararse a la
escritura utilizada para realizar publicaciones (posteos) en
las redes sociales.
Ahora bien, una forma muy particular de escritura es
la que se inscribe en el territorio de la Academia, que
concierne a las denominadas producciones científicas.
Por demás de conocidas son algunas de sus
características: se escribe en tercera persona del singular (o
en impersonal); es necesario que cada cita textual o
parafraseo realizado esté referenciado bibliográficamente
según la normativa exigida (normas APA, Oxford,
Harvard…); la mayor parte de las referencias bibliográficas
debe contar con menos de cinco años de antigüedad; etc.

151
Pero además de ellas, existen algunas otras
particularidades en relación a la escritura académica que no
siempre son mencionadas de manera explícita, ni suelen ser
analizadas en profundidad.
La primera de ellas es que el nivel de producción
científica de quien se dedica a lo académico, se mide según
un criterio cuantitativo. Así, por ejemplo, interesa
sobremanera cuántos artículos científicos publicó alguien,
en cuánto tiempo, en cuántas revistas con referato, cuántas
vistas tiene cada publicación, cuántas veces fue citado cada
artículo, cuántas publicaciones tiene en los últimos años,
etc.
Este criterio cuantitativo, lejos de limitarse a un
inocente cotejo de la producción científica, termina
funcionando para quien investiga y escribe como un
condicionamiento destinado a sumar cada vez más textos
académicos, obturando toda invitación a preguntarse por lo
que está escribiendo. Se trata entonces de una carrera, en el
sentido más literal del término, dado que quien se queda
atrás en esta vertiginosa exigencia impuesta a la producción
científica, tiene cada vez menos probabilidades de acceder a
becas, subsidios, cargos por concurso, etc.
Para peor, la carrera académica se vivencia aún más
enloquecedora cuando se descubre que no hay ninguna
meta, que no hay un punto de llegada, que no hay un
objetivo susceptible de ser alcanzado algún día: es como el
burro que va detrás de la zanahoria. Así, al título de grado le
sigue el posgrado (primero el postítulo, luego la
especialización, más tarde la maestría, posteriormente el
doctorado), más allá el posdoctorado; y una vez transitado

152
todo esto, todavía es necesario continuar y continuar.
Como dice Deleuze, en las sociedades actuales, no es
posible terminar nada, y la educación no es una excepción,
dado que

la formación permanente tiende a reemplazar a la escuela,


y la evaluación continua al examen (…). En las sociedades
de disciplina siempre se estaba empezando de nuevo (de la
escuela al cuartel, del cuartel a la fábrica), mientras que en
las sociedades de control nunca se termina nada (2005, p.
117).

Claramente, en el territorio académico ha terminado


primando la lógica presurosa de la carrera, en detrimento
del posicionamiento ético y político del pensamiento, la
reflexión y el análisis.
A contramano de esta demanda que exige tener la
mayor cantidad de publicaciones en el menor tiempo
posible, hay algunos autores que consideran que la escritura
no puede llevarse adelante por obligación, sino por otras
razones.
Así, por ejemplo, Deleuze refiere que “uno no escribe
sin una cierta necesidad. Si no hay necesidad de hacer un
libro, es decir, una necesidad sentida por aquel que lo hace,
lo mejor es que no lo haga” (Deleuze y Parnet, s.f., p. 157).
De manera análoga, Foucault expresa que él tampoco siente
ninguna necesidad de escribir por el mero hecho de escribir,
sino que el propósito de la escritura pasa por transformar la
realidad. De esta manera, cual artificiero, considera sus
libros como medios para un fin, a la manera de un
explosivo (minas, bombas, etc.) en una batalla, en tanto

153
posibilitan una cierta destrucción destinada principalmente
a seguir avanzando (Droit, 2008).
Desde este posicionamiento, la escritura académica
podría pensarse por lo tanto como una estrategia, un juego
que tiene que ser jugado en el momento exacto en que debe
ser jugado; una actividad que no obedece a la racionalidad
del empleo asalariado, dado que no se puede hacer por
encargo, por obligación, o solo para mantenerse en carrera.
¿Por qué? Porque para el ejercicio de la escritura se activan
procedimientos de lectura y de análisis muy específicos:
aquellos que habilitan el pensamiento crítico;
procedimientos que invitan a ejercer un modo especial de
percepción por parte de quien escribe, un modo de pensar y
de percibir que no son los que habitualmente se utilizan
para otras actividades. “Los escritores de más belleza poseen
unas condiciones de percepción singulares que les permiten
extraer o tallar perceptos estéticos como auténticas visiones,
aun a costa de regresar con los ojos enrojecidos” (Deleuze,
2016a, p. 183).
En otras palabras, la escritura académica tiene la
posibilidad de poner en marcha un modo de percibir y de
analizar del cual no se sale indemne, por lo que no es
inocua ni gratuita para quien escribe. ¿Cuál es entonces el
costo de la escritura? El costo de la escritura se vivencia a
nivel del proceso mediante el cual se materializa el
contenido del escrito.
Aquí radica, precisamente en lo que refiere al costo
que implica encontrarse con el contenido del escrito, la
segunda particularidad no tan explicitada de la escritura
académica.

154
La educación tradicional intenta generar el
convencimiento de que, para realizar un escrito, sólo puede
abordarse aquello que ya es conocido por parte de quien
escribe. Así, la producción científica solamente se encargaría
de explicitar en palabras escritas un conocimiento
previamente obtenido por otros medios, relativos a un
objeto de estudio que –se supone– se domina con soltura.
Entonces, quien escribe sólo podría abordar los asuntos
respecto de los cuales cuenta con un abundante
conocimiento, una considerable experticia y, en lo posible,
un admirable reconocimiento.
Sin embargo, es posible encontrar que los mismos
autores mencionados más arriba, plantean algo diferente
respecto de la relación que existiría entre aquello se sabe
previamente, y el contenido final de un escrito.
Foucault, por un lado, afirma: “si tuviera que escribir
un libro para comunicar lo que ya pienso antes de comenzar
a escribir, nunca tendría el valor de emprenderlo. Solo lo
escribo porque todavía no sé exactamente qué pensar de eso
que me gustaría tanto pensar” (2013, p. 33). Suena muy
parecido a la respuesta que le da el cantautor español
Joaquín Sabina a la amante que le exige saber dónde está la
canción que le hizo cuando era poeta: “terminaba tan triste
que nunca la pude empezar”.
Por otro lado, pero en la misma línea, Deleuze se
pregunta:

Cómo hacer para escribir si no es sobre lo que no se sabe,


o lo que se sabe mal. Es acerca de esto necesariamente que
imaginamos tener algo que decir. Solo escribimos en la

155
extremidad de nuestro saber, en ese punto extremo que
separa nuestro saber y nuestra ignorancia y que hace pasar
el uno dentro de la otra. Solo así nos atrevemos a escribir.
Colmar la ignorancia es postergar la escritura hasta
mañana, o más bien volverla imposible (Deleuze, 2017, p.
18).

Recapitulando, la escritura académica no puede


restringirse meramente a una actividad burocrática, un
trabajo (en el sentido laboral del término) instado por un
sistema académico cuyo funcionamiento se basa en una
carrera que no termina nunca, y en la cual sólo podría
aspirarse, como máximo, a mantenerse corriendo más
rápido que el resto.
Por el contrario, desde una mirada esquizoanalítica, la
escritura académica se lleva a cabo cuando se siente la
necesidad de decir algo, cuando se tiene la impresión de que
ya no es posible detener un flujo de palabras que empuja,
para ayudar a pensar algo sobre lo cual no se sabe
exactamente qué pensar, y siempre en pos de una
transformación de la realidad.
¿Y cómo podría llevarse todo esto adelante? El
proceso de producción de una escritura académica, puede
entonces estar atravesado por una serie de dimensiones, un
conjunto de registros que podrían dar cuenta de lo que ella
implica. Para este escrito, se situarán tres de ellos: un
registro en el que es necesario tener una idea (en el sentido
académico del término), otro registro en el que se define un
modo de explorar o recorrer esa idea, y un último registro
en el que se lleva a la escritura la exploración realizada
respecto de dicha idea.

156
Estos registros no necesariamente tienen un orden
sucesivo, sino que pueden darse en diferentes
combinaciones, y hasta incluso de manera simultánea.
Y, claramente, cada uno de estos registros o
dimensiones de una producción académica, no podrían
dejar inmutable a quien los lleve adelante: a cada uno de
ellos le corresponde una especie de transformación, una
forma de devenir.

Primer registro: justo una idea o devenir-imperceptible

La principal exigencia de la formación académica,


para transitar y finalizar de manera exitosa una carrera
universitaria dentro del sistema educativo formal, podría
resumirse del siguiente modo: es imprescindible –e
ineludible– tener ideas justas.
Y el procedimiento académico en el que
fundamentalmente puede verse esto, es en el examen. La
modalidad tradicional del examen tiene por finalidad
evaluar precisamente la justeza de las ideas de las que debe
dar cuenta cada estudiante, al compararlas punto a punto
con las de quien originalmente las formuló. Se trata de un
procedimiento destinado a encauzar los aprendizajes
(Foucault, 2004), todo un ordenamiento destinado a
controlar lo aleatorio de la materialidad discursiva, con
procedimientos tales como el principio del autor y del
comentario, que obligan a remitirse a lo ya dicho,
publicado y legitimado (Foucault, 1996).
Se controla de este modo que no haya desviaciones en
el modo en que se aprenden los contenidos; esto es, en la

157
manera de leer, de comprender, de pensar, de investigar, de
hablar y de escribir. De hecho, en ocasiones, no se acepta
ninguna otra forma de presentar las ideas que integran el
Plan de Estudios o los programas de las asignaturas, más
que bajo la modalidad de la repetición, del calco,
limitándose exactamente a utilizar las mismas expresiones –
y hasta palabras– empleadas en la publicación de la referida
idea.
Está claro que toda formación académica requiere de
un recorrido riguroso por las ideas más importantes,
relevantes y actuales que se han tenido a lo largo de la
historia de cada carrera, porque de otro modo no se podría
acceder a ninguna formación.
Sin embargo, la formación académica no podría ser
solo eso, “porque donde menos se ve, es justamente debajo
del faro que ilumina” (Emmanuele, 2012, p. 74). Por
suerte, no todas las carreras, ni todas las asignaturas, ni
todos los espacios curriculares, funcionan según esta
modalidad. Existen, en efecto, ciertas instancias de la
formación académica en donde el requisito para
cumplimentarla es –al fin– realizar algún aporte original,
novedoso, destinado a subsanar algún hueco en el campo de
conocimientos científicos.
Por supuesto, esta instancia sólo puede acaecer una
vez que se haya recorrido la mayor parte de la formación
académica. Tal como denuncia Deleuze de lo que acontece
en el mundo de la filosofía, rige una suerte de función
represiva en la academia que parece funcionar bajo una
fórmula muy similar a un mandamiento: “No osarás hablar
en tu propio nombre hasta que no hayas leído esto y

158
aquello, y esto sobre aquello y aquello sobre esto” (2014a,
p. 13).
Así, la originalidad, junto con la relevancia del tema
planteado y la pertinencia respecto de la formación que se
transita, suelen ser las principales exigencias requeridas para
los Trabajos Integradores Finales, los trabajos finales de
grado, las investigaciones, las tesinas, las tesis de posgrado,
etc.
Ahora bien, si estas producciones científicas exigen un
aporte original al campo de conocimientos, quien las lleve
adelante –tal vez por primera vez en su formación– no
podrá limitarse al objetivo primordial de tener ideas justas,
de ajustar las ideas a lo ya planteado, como se exigía a lo
largo de la formación académica.
A diferencia de ello, en esta otra clase de
producciones académicas, lo que se pretende podría
concebirse –como propone Deleuze retomando al cineasta
francés Jean-Luc Godard– del siguiente modo: se trata, ya
no de tener ideas justas, sino de tener justo una idea
(Deleuze y Parnet, 2013).
¿Por qué sería necesario este viraje en la formación?
Porque tener justo una idea –en sentido académico del
término– es crucial para realizar una producción científica
que exija originalidad, sin importar de qué manera o en qué
momento se produzca la aparición de esta idea. Puede ser
precisamente el punto de partida, es decir, puede funcionar
a la manera de una intuición. O incluso puede ser el punto
de llegada, una conclusión. En otras ocasiones, tener justo
una idea funciona, en tanto inquietud, a la manera de
esqueleto, de columna vertebral de un desarrollo escritural.

159
O puede ser incluso lo que sobrevuela un escrito, o también
lo que subyace; en otras palabras, algo así como la sospecha
que hace posible un despliegue, pero sin necesidad de
visibilizarse explícitamente en él. O muchas otras opciones,
además.
Ahora bien, ¿en qué consiste tener justo una idea en
el territorio académico? ¿Es simplemente un desafío del
orden de lo intelectual? ¿Basta sencillamente con recurrir al
ingenio? Sustentada en una mirada esquizoanalítica, Rolnik
considera que es un poco más profundo que eso:

La respuesta a esta pregunta requiere de un trabajo de


investigación que solo puede efectuarse en el terreno de la
propia experiencia subjetiva. Habrá que buscar vías de
acceso a la potencia de la creación en nosotros mismos: la
naciente del movimiento pulsional que mueve las acciones
del deseo en sus distintos destinos. Un trabajo de
experimentación sobre uno mismo que demanda una
atención constante. En su ejercicio, la formulación de
ideas es inseparable de un proceso de subjetivación en el
cual esa reapropiación se vuelve posible durante breves y
fugaces momentos, y cuya consistencia, su frecuencia y
duración se amplían paulatinamente, a medida que el
trabajo avanza (2019, p. 32).

Esto significa que tener justo una idea nunca es algo


sencillo, dado que no concierne exclusivamente al plano
cognitivo o intelectual, sino que se enraíza en los modos de
subjetivación y en la posibilidad de libidinización de las
producciones propias; es decir, concierne a las complejas

160
relaciones entre el deseo, el pensamiento y la acción que se
lleva adelante.
En otras palabras, el deseo, siempre que se lo entienda
como social, es revolucionario (Deleuze y Guattari, 2010).
Por ello, en el deseo vinculado a la escritura hay también
una exigencia de subversión, que surge tanto del mundo
que es necesario transformar, como de la necesidad de
transformarse a sí mismo/a por parte de quien escribe:

Se trata, en todo caso, de ampliar la investigación a


experiencias de vida que, como decíamos, existen en
confrontación con los problemas de época para, en esa
confrontación permanente, ir pescando –como con una
caña– signos. Signos que viven tanto en lo irrepresentable
de la situación “exterior” como en lo más inquietante de
nuestras subjetividades “interiores”, y a partir de los cuales
nos abrimos a la comprensión de lo que en cada situación
insiste como exigencia (Colectivo Situaciones, 2009, p. 17)
(las comillas y las cursivas son del autor).

Así las cosas, no puede dejar de señalarse que una


formación académica orientada casi en su totalidad a ajustar
las ideas –esto es, a aprender siguiendo casi de manera
exclusiva aquellas ideas que ya han sido planteadas–,
constituye antes que nada un modo de subjetivación. Por lo
tanto, no es fácil imaginar cómo, de qué misteriosa manera,
podría producirse un salto cualitativo mediante el cual se
abandone subjetivamente la pretensión de replicar del
modo más fiel posible las ideas ajenas, para asumir un
posicionamiento en el cual sea posible comenzar a hacer uso
de éstas, con la finalidad de explorar, delimitar, desplegar y

161
formalizar una idea propia. Muy probablemente esto no
pueda lograrse, como sitúa Deleuze, sin llevar adelante
“descentramientos, deslizamientos, quebrantamientos y
emisiones secretas” (2014a, p. 14).
Estas tareas destinadas a tomar distancia de las ideas
ajenas, según el mencionado filósofo francés, sólo deberían
llevarse adelante con gran placer. El placer radica
justamente en el hecho de abandonar el terreno conocido,
corroborado y certificado de las ideas justas, para comenzar
a incursionar en el muchas veces desconocido terreno del
pensamiento propio.
Claro que es un momento de caos. Al pensar en esa
idea, que podría derivar en una posible temática de
investigación, se tiene la sensación de que se trata de algo
del orden de lo inasible.

El caos se define menos por su desorden que por la


velocidad infinita a la que se esfuma cualquier forma que
se esboce en su interior. Es un vacío que no es una nada,
sino un virtual, que contiene todas las partículas posibles y
que extrae todas las formas posibles que surgen para
desvanecerse en el acto, sin consistencia ni referencia, sin
consecuencia (Deleuze y Guattari, 2012, p. 113).

Parece que la incipiente idea chorrea y se dispersa por


todos lados, obligando a explorar múltiples líneas de
indagación, disgregando, diversificando y multiplicando las
lecturas, lo cual incrementa aún más la sensación de caos
original.
No obstante, ¿es este caos inicial un signo de que algo
va mal? ¿Una idea debería ser desde su nacimiento mismo

162
un territorio completamente organizado, estratificado,
estriado, segmentarizado? ¿O, por el contrario, el aparente
caos inicial no hace más que mostrar en la idea que justo se
tuvo, las eventuales líneas de fuga que de ella proceden para
huir hacia otras ideas; las posibles derivas
desterritorializantes que todo territorio posee y por las
cuales está en permanente transformación?

Es muy posible que escribir tenga una relación esencial


con las líneas de fuga. Escribir es trazar líneas de fuga que
no son imaginarias, y que uno debe forzosamente seguir
porque la escritura nos compromete con ellas, en realidad
nos embarca (Deleuze y Parnet, 2013, p. 52).

Así, al ir explorando estas líneas de fuga que se


despliegan a partir de toda idea, podrá ir
desterritorializándose y reterritorializándose la idea inicial,
pero no para resignarse a que todo se disperse, perdiendo
potencia y consistencia, sino con la finalidad de darle
forma, coherencia, relevancia y originalidad al tema sobre el
cual se va a escribir. “Sólo pedimos un poco de orden para
protegernos del caos”, dicen Deleuze y Guattari (2012, p.
193). Esta tarea no es otra cosa que lo que en el territorio
académico se conoce como ‘delimitación del problema’.
Para que esta tarea de la delimitación del problema,
del ordenamiento del caos, se sienta verdaderamente
placentera, no se tiene que hacer el esfuerzo de pensar en el
tema, sino que se tiene que sentir que el tema fuerza a
pensar. Es por ello que elegir el tema que se va a indagar,
vinculado a la idea que justo se tiene, tiene que ser
absolutamente propio, singular, conmovedor, movilizante.

163
Así, es la idea la que no permite que se la abandone ni se la
deje descansar.
Un ejemplo de ello puede situarse en la forma en que
Rolnik trabaja en la Universidad brasilera en la que ella
ejerce la docencia:

Lo que nos interesa es que la persona diga, para entrar al


programa, qué le está forzando a pensar o escribir, qué
cosa le está causando malestar y tiene necesidad de
elaborar. Incluso si no consigue decirlo muy claramente, se
trata de que lo intente. El tiempo que pase ahí será
ocupado en dar cuenta de eso que la está forzando a
escribir, si es que no está solamente para recibir el
diploma. Luego hacemos un trabajo colectivo y nos
reunimos. Para eso cada vez uno tiene que enviar al resto
lo que está escribiendo, lo que está buscando, todos leen y
todos participan como un colectivo que se sostiene en su
fragilidad. No sabés lo que estás buscando pero sabés que
estás buscando algo que vale la pena y todos ayudan a dar
cuerpo a eso. Entonces, uno trae una película, otro ofrece
un libro. (…) Deleuze distingue problema de hipótesis.
Problema es lo que se plantea a nivel vibrátil, hipótesis es
lo que tú creas como concepto para dar cuenta de algo. No
se puede empezar por una hipótesis: comienzas por el
problema y a veces ni siquiera sabes cuál es (2006, párr.
79).

Tener justo una idea, que fuerce a pensar, y a partir


de la cual sería posible delimitar un posible tema de
investigación, es entonces contar con la posibilidad de hacer
algo original en el territorio de la Academia. Es decir, es la

164
condición de posibilidad a partir de la cual es posible crear,
en el sentido académico del término.

Es cuando te sentís frágil y cuando tus referencias no


hacen sentido alguno que te ves forzado a crear. Como
dice Deleuze: uno no crea porque es lindo o porque quiere
ser famoso, sino porque está forzado, porque no tiene otra
opción que inventar. Crear es darle sentido a lo que ya está
en tu cuerpo, pero no coincide con las referencias
existentes, reorganizando tus relaciones con el entorno y
modificando tu modo de ser (Rolnik, 2009, p. 50).

Ahora bien, crear algo a partir de que se tuvo justo


una idea, no es sin costos. Y el acto de creación en el plano
de la escritura no está exento de dicho precio.
¿De qué manera se paga el costo de crear mediante la
escritura académica? Se paga deviniendo traidor: se les da la
espalda a los ídolos, en lugar de someterse a la adoración.
Quien escribe creando, quien crea escribiendo, se aleja sin
volver la vista atrás, en lugar de postrarse a los pies de un
ídolo.
Se ejerce así una forma de pensamiento crítico que
invita a interrogar todo aquello que ha sido ofrecido en la
formación académica, de manera de no aceptarlo sin
reflexionar respecto de lo que todo ello conlleva. Se trata de
“traicionar a la manera de un hombre simple que no tiene
ni pasado ni futuro (…). El robo creador del traidor, contra
los plagios del tramposo” (Deleuze y Parnet, 2013, p. 50).
Se trata de abandonar la previsibilidad del porvenir, para
aventurarse en lo impredecible del devenir. “Y es que
traicionar es difícil, traicionar es crear. Hay que perder la

165
propia identidad, el rostro. Hay que desaparecer, hay que
devenir desconocido” (p. 54).
Cabe destacar que, para traicionar, hay que poseer un
conocimiento respecto de aquello que se traiciona. No
podría considerarse traición cuando no se sabe a qué se le
da la espalda. Para traicionar tanto una idea, como una
teoría o un/a referente teórico/a, hay que conocer y manejar
de manera muy rigurosa el territorio del cual se huye.
Como dice Emmanuele, “la indisciplina es para quien se ha
sujetado a la disciplina” (2012, p. 45) (las cursivas son de la
autora).
Tener justo una idea, pensar, crear y traicionar
implica huir de todo rasgo identitario que incita a la
homogeneización dentro de una masa, y habilita a que se
lleve adelante, a partir de la escritura, una primera forma de
devenir: la de devenir-imperceptible.
Esta clase de devenir actúa en silencio (Deleuze y
Parnet, 2013). Desliza subrepticia y pacientemente la
intuición, la sospecha, la inquietud que se tenía
inicialmente –respecto de ese tema incipiente que fuerza
tanto a pensar–, de un terreno difuso, poco conocido,
escasamente explorado, a un problema de indagación,
relevante, factible de ser investigado, susceptible de ser
pensado.
En este punto, el interés personal de quien se ve
forzado a pensar, queda oculto, disfrazado, bajo la máscara
formal del procedimiento académico propio del
planteamiento o la delimitación del problema.
“Despersonalizar la escritura, de modo tal que el escritor se
convierta en un médium a través de quien se expresa una

166
potencia impersonal” (García, 1999, p. 19). Pero, al mismo
tiempo, lo más propio emerge a partir de la traición a los
ídolos, al crear una forma singular mediante la cual se
propone pensar el tema.
En esto radica entonces, desde una mirada
esquizoanalítica, una de las principales finalidades del
escribir: “la empresa final de devenir-imperceptible”
(Deleuze y Parnet, 2013, p. 53). Es por ello que, en la
mayoría de los escritos académicos, los aspectos biográficos
(interés personal por el tema, historia particular con el
tema, experiencias cercanas al tema, etc.) deberán quedar
afuera:

La escritura no se hace con el yo, con las enfermedades y


los recuerdos. El acto de escribir es una tentativa de
convertir la vida en algo que no es sólo personal, de liberar
la vida de aquello que la aprisiona (Deleuze, 2014b, p.
227-8).

La delimitación del tema concierne, por tanto, a la


operatoria de explorar de manera muy minuciosa las líneas
de fuga que presenta la idea incipiente. Implica
experimentar temerariamente hasta dónde podrían llegar si
se las sigue en toda su potencia: ¿conducen a un terreno
desconocido, digno de ser indagado para darle mayor
consistencia a la idea inicial? ¿O, por el contrario, se
dispersan, se alejan y corren el riesgo de disolver esta idea
inicial? El riesgo de disolver la idea inicial, ¿culminará en
una desterritorialización destructiva que no dejará más que
tierra arrasada detrás, impidiendo la posibilidad de pensar?
¿O se trata de una fuga que puede considerarse, a diferencia

167
de ello, como una desterritorialización que se encuentra al
servicio de una reterritorialización en otra idea nueva, en
otro tema posible?
De este modo, al experimentar el devenir-
imperceptible que implica transformar la inquietud
personal en la delimitación académica de un problema –
pero siempre según un criterio singular y propio–, es
posible ir planteando un posible plan de trabajo para
indagarlo en profundidad. Es decir, en la medida en que
algo de orden logra imponerse por sobre el caos inicial, se
está en condiciones de diagramar un recorrido tentativo o
una suerte de itinerario de viaje, esbozado para intentar
llegar de manera original a algunas respuestas posibles sobre
el tema de indagación delimitado.
“Incluso para los libros existen estructuras, códigos y
ataduras edípicas” (Deleuze, 2014c, p. 39). Esto permitiría
pensar, por lo tanto, que la indagación y la escritura
académica exigen liberarse de algunas ataduras, deudas,
idolatrías, porvenires, pertenencias y descendencias, para
llegar a experimentar el raro hecho de tener justo una idea.

Segundo registro: itinerario de viaje o devenir-animal

¿Cuándo comienza una producción científica


propiamente dicha? ¿Cuándo una propuesta deja de ser un
proyecto y comienza a funcionar efectivamente como
investigación? ¿Cuándo se comienza a escribir un texto
académico? ¿Y cuándo finaliza la producción científica?
Deleuze deja en claro que preguntarse por el
comienzo o el final de algo, es estúpido, dado que siempre

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se está en el medio (Deleuze y Parnet, 2013). Siguiendo un
potente planteo nietzscheano, expresa que “el principio y el
final nunca son interesantes, el principio y el final son
puntos. Lo interesante es el medio” (p. 48).
Tal vez a esta idea remita una de las mejores
sensaciones que pueden vivenciarse en el proceso de
indagación académica que se lleva adelante respecto del
tema delimitado: no saber muy bien dónde se está, pero
sentir que se está en medio de algo.
Un ejemplo de esta sensación puede encontrarse en
uno de los primeros pasos de todo itinerario de viaje
académico: la búsqueda de antecedentes.
El proceso de búsqueda de antecedentes puede
visualizar como una suerte de contagio de texto en texto, de
autor/a en autor/a. Todo funciona de manera análoga a lo
que se ve en un mecanismo viral: un texto lleva a varios
otros; cada uno de esos, a otros más; y así se va replicando
la información disponible, cual circulación viral, ampliando
de manera exponencial el índice de contagios, y
permitiendo que se llegue a textos y autores/as inicialmente
desconocidos. Claro está que todos estos textos deberán
tener algo en común, tendrán que pertenecer a la misma
comunidad, es necesario que pertenezcan a “una especie de
atmósfera que se respira y en la que se llevan a cabo
investigaciones convergentes en dominios muy diferentes”
(Deleuze, 2014c, p. 39).
Ahora bien, como se sabe, la circulación viral se
mantiene expansiva siempre que haya huéspedes a quienes
infectar. Es por ello que, cuando ésta empieza a volverse
reiterativamente circular, y evidencia tener cada vez menos

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capacidad de contagio por transitar siempre por los mismos
lugares, la búsqueda de antecedentes llega a su fin. Es allí,
cuando se está recayendo siempre en los mismos textos y
autores/as, cuando ya no hay nada nuevo ni sorprendente,
donde se da la denominada ‘saturación teórica’.
El componente viral de la búsqueda de antecedentes
opera entonces a la manera de líneas que conectan múltiples
autores/as y textos, pero es inevitable que en algún
momento se llegue una disminución de los hallazgos; en
otros términos, a una inmunidad colectiva. Los textos
revisados ya no conducen a nuevos textos, y en esa instancia
estas líneas dejan de fluir, cesan de conectar textos entre sí,
pierden su potencia para, finalmente, disgregarse, diluirse, o
evaporarse.
“Los escritores no deben leer el Código Civil sino
más bien las colecciones de jurisprudencia”, sostiene
Deleuze (2014d, p. 266). Y tal como en la Abogacía se hace
uso de la jurisprudencia, los antecedentes no se leen como
bloques, sino en cuanto a su pertenencia respecto del tema
delimitado. Se lee otorgándole relevancia –esto es, relieve–,
a ciertos pasajes que se vuelven pertinentes respecto de la
idea a la que se le va dando forma. Como dice Deleuze,
“aquel que lee es alguien que forzosamente pone el acento
sobre tal o cual punto. Es como la música: los acentos no
están dados en un texto” (2019, p. 103).
Esto implica que para la búsqueda de antecedentes no
siempre es necesario leer textos enteros, sino que muchas
veces alcanza con capítulos, secciones, fragmentos. Es por
ello que Deleuze sostiene que “una buena manera de leer,
hoy en día, sería tratar un libro de la misma manera que se

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escucha un disco, que se ve una película o un programa de
televisión” (Deleuze y Parnet, 2013, p. 8).
En función de todo esto, los antecedentes no
funcionan como un manual de escritura futura, sino como
una cartografía de lo existente (Deleuze y Guattari, 2002a);
esto es, como una suerte de mapa vivo, trazado en
movimiento, a medida que se recorren y que se conocen
concretamente las experiencias de indagación que ya se han
llevado adelante en el pasado relativas al tema propio.
La búsqueda de antecedentes facilita sólo
indirectamente el proceso de escritura, dado que la
cartografía que se traza respecto de todo ese conjunto de
material bibliográfico, define un aspecto negativo de la
escritura: sitúa simplemente qué es lo que ya no podrá
repetirse sin caer en la duplicidad de investigaciones o
indagaciones previas.
¿Pero para qué trazar entonces esta cartografía con los
antecedentes? ¿Cuál es la positividad que ella conlleva?
Cartografiar los antecedentes permite conocer el terreno
que se va a recorrer y, por lo tanto, posibilita definir la
estrategia y las tácticas que se llevarán adelante a los fines de
realizar la indagación académica.
En este sentido, tal como dice Foucault, quien lee,
quien investiga, quien indaga, quien escribe, se asemeja más
a un/a geólogo/a que a otra cosa. ¿Qué es un/a geólogo/a?:

alguien que mira con atención los estratos del terreno, los
pliegues y las fallas. Se preguntará: ¿qué resultará fácil de
excavar? ¿Qué se resistirá? Observa cómo se levantaron las

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fortalezas, escruta los relieves que se pueden utilizar para
ocultarse o para lanzar un asalto.
Una vez todo bien localizado, queda lo experimental, el
tanteo. Envía exploradores y sitúa vigías. Pide la redacción
de informes. Define de inmediato la táctica que hay que
emplear. ¿La zapa?, ¿el cerco?, ¿el asalto directo?, ¿o
sembrar minas? El método, al fin y al cabo, no es más que
esta estrategia (Droit, 2008, p. 74).

El método de indagación, entonces, excluirá las


indagaciones que ya se hayan realizado previamente,
subordinándose a la singularidad del terreno que se
pretende explorar. “Cada mapa es una redistribución de
callejones sin salida y de brechas, de umbrales y de
cercados”, grafica Deleuze (2016b, p. 92). La metodología
remite simplemente a la lectura de ese mapa que posibilitará
arribar a una estrategia capaz de responder algo de lo que se
quiere preguntar, un itinerario de viaje funcional a la
posibilidad de poder pensar algo que, previo a este
recorrido, no podría haber sido pensado.
Y desde una mirada esquizoanalítica, cada modalidad
de viaje, cada estrategia metodológica susceptible de ser
utilizada, incluso cada momento del método que se
implementa, podría corresponderse con un modo animal de
llevarlo a cabo. En la estrategia metodológica hay, por
tanto, un posible devenir-animal. ¿Conviene avanzar
lentamente, tanteando el terreno, con pasos muy cortos,
como la tortuga? ¿O la mejor opción es recorrer el terreno
de manera veloz, sin detenerse demasiado en ningún punto,
a la manera del conejo? ¿Es necesario huir rápidamente ante
un murmullo, ante un ruido de pasos que se acercan, como

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haría el venado? ¿O hay que esperar agazapado y atacar
decididamente en el momento adecuado, como sabe hacer
muy bien el león? ¿Es posible identificar en qué momentos
se está repitiendo cual loro? ¿O tal vez el tema exige ponerse
a aullar como un lobo?

El problema no es ser esto o aquello como ser humano,


sino devenir inhumano, el problema es el de un universal
devenir animal: no confundirse con una bestia, sino
deshacer la organización humana del cuerpo, atravesar tal
o cual zona de intensidad del cuerpo, descubriendo cada
cual qué zonas son las suyas, los grupos, las poblaciones,
las especies que las habitan. ¿Por qué no tendría derecho a
hablar de medicina sin ser médico si hablo de ella como
un perro? ¿Por qué no podría hablar de la droga sin ser
drogadicto si hablo de ella como un pájaro? (Deleuze,
2014a, p. 22).

El devenir-animal de la escritura conlleva por lo tanto


un proceso de desterritorialización de quien escribe, de su
forma de pensar, de su modo de recorrer el tema elegido,
que habilita una reterritorialización en relación a otra
mirada, a otro mundo, a otro universo:

Hay devenires-animales en la escritura que no consisten en


imitar el animal, en «hacer» el animal (…). El capitán
Achab tiene un devenir-ballena que no es de imitación.
Lawrence y el devenir-tortuga en sus admirables poemas.
Hay devenires-animales en la escritura que no consisten en
hablar del perro o del gato de cada uno, sino que consisten
más bien en un encuentro entre dos reinos, un

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cortocircuito, una captura de código en la que cada uno se
desterritorializa (Deleuze y Parnet, 2013, p. 53).

Este cortocircuito, esta intrusión de un mundo en


otro, es lo que permite asumir un modo propio de explorar
el tema o la idea, haciendo posible una manera singular de
leer, de pensar, de investigar y de escribir. “¡Que mis
animales me guíen!”, grita Zaratustra (Nietzsche, 2003, p.
29).

Tercer registro: escritura o devenir-banda

El tercer registro de una producción académica, es la


de la escritura propiamente dicha. Está claro, a partir de lo
planteado, que no hay un momento específico en el cual se
pueda considerar que se comienza formalmente a escribir.
Hay notas preliminares que terminan siendo las
conclusiones, así como hay resúmenes previos que tienen
que ser abandonados completamente en medio del proceso
de escritura, porque el viaje terminó derivando en otros
derroteros.
Es por ello que Deleuze ha planteado que “la
composición de un libro es algo que no se decide con
anterioridad, se hace al mismo tiempo que el libro se hace”
(Deleuze y Parnet, s.f., p. 162).
Si la forma en que finalmente se compondrá un libro,
o un escrito académico, no se decide con anterioridad,
¿cómo es que se lleva entonces adelante? ¿Mediante qué
procedimiento llega a materializarse?

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Dice Deleuze que “la escritura no es cuestión de
imitación, sino de conjunción” (Deleuze y Parnet, 2013, p.
53). Un escrito académico se va constituyendo entonces
más por adición de fragmentos dispersos que irán
mostrando su forma en la medida en que se conjugan entre
sí, que por una suerte de completamiento sistemático y
ordenado de secciones previamente diagramadas. No se
trata entonces de imitar un estilo o repetir lo ya dicho, sino
de hacer confluir distintas lecturas, tanto propias como
ajenas, en una escritura que será absolutamente propia.
Claro que hay algo que sería importante tener en
cuenta siempre que se trabaje con un conjunto de
fragmentos de tan diferentes lugares de procedencia, entre
los cuales está el pensamiento propio.

No hay cosa que resulte más dolorosa, más angustiante,


que un pensamiento que se escapa de sí mismo, que las
ideas que huyen, que desaparecen apenas esbozadas, roídas
ya por el olvido o precipitadas en otras ideas que tampoco
dominamos (Deleuze y Guattari, 2012, p. 193).

Es por ello que lo conveniente es ir llevando un


registro escrito, desde el comienzo mismo del proceso de
indagación y escritura, de cada uno de esos fragmentos,
párrafos, citas, reflexiones, pensamientos, que podrán a
llegar a formar parte –o no, en algún momento se sabrá–
del escrito final, dado que el riesgo de que la memoria los
pierda, los confunda o los olvide, es muy concreto. “Ahora
bien, lo difícil es hacer conspirar todos los elementos de un
conjunto no homogéneo, hacerlos funcionar juntos”, dice
Deleuze (Deleuze y Parnet, 2013, p. 61). Por lo tanto, sólo

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conjugando fragmentos, reterritorializando líneas de fuga, y
detonando líneas duras que no dejan avanzar, el escrito
académico irá ganando coherencia interna, solidez teórica y
consistencia argumentativa.
Todo este procedimiento de adición, conjunción y
combinación-conspiración, se lleva al mismo tiempo que va
fluyendo un estilo propio de escritura, un estilo que no
puede ser forzado o impuesto, sino explorado y
experimentado:

Los estilos, al igual que los modos de vida, no son


construcciones (…). Lo único que existe son palabras
inexactas para designar algo exactamente. Creemos
palabras extraordinarias, pero a condición de usarlas de la
manera más ordinaria, de hacer que la entidad que
designan exista al mismo título que el objeto más común.
(…) Tener estilo es llegar a tartamudear en su propia
lengua. Y eso no es fácil, pues hace falta que ese
tartamudeo sea realmente una necesidad. No se trata de
tartamudear al hablar, sino de tartamudear en el propio
lenguaje. Ser como un extranjero en su propia lengua.
Trazar una línea de fuga (Deleuze y Parnet, 2013, pp. 7-
8).

En lo que respecta a la posibilidad de acceder


efectivamente al estilo propio de escritura, resultará
determinante el aporte que proporciona una lectura ajena,
dado que hay ciertos aspectos del proceso de escritura que,
mientras se está inmerso en todo ello, no se pueden
visualizar por parte de quien escribe. Si se presta atención a
los detalles, se pierde el recorrido global; si se mira lo

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general, se pierde la particularidad de cada página, de cada
párrafo, de cada frase. “El escritor escribe con una memoria
corta, mientras que el lector se supone que está dotado de
una memoria larga” (Deleuze y Guattari, 2002b, p. 500).
Esta mirada externa respecto del propio tartamudeo,
respecto de las líneas de fuga que se van siguiendo, también
contribuye, y mucho, a la coherencia y consistencia de la
escritura académica. Una cosa es ser como un extranjero en
la propia lengua, y otra cosa es escribir en un idioma
ininteligible. En fin, una vez más, algo de orden por sobre
el caos.
El propósito de todas estas tareas es que cada página
de un escrito académico esté armónicamente cerrada sobre
sí misma, generando un sentimiento general de autonomía,
una sensación de que el escrito es capaz de sostenerse por sí
mismo, sin necesidad de ampararse en otros textos u obras
para poder ser comprendido.
Pero, paradójicamente, deberá insinuarse al mismo
tiempo que en él se dejaron puertas abiertas por todos lados
para diversas fugas, fisuras y derivas, que podrían ser
exploradas en otro momento, en otro escrito, tanto por
quien lo haya escrito como por quien lo lea. Como dice
Deleuze, “esto es algo que me interesa especialmente: que la
página tenga fugas por todos lados sin dejar de estar, por
otra parte, cerrada sobre sí como un huevo. Además, en un
libro hay siempre muchas retenciones, resonancias,
precipitaciones y larvas” (2014c, p. 27).
¿En dónde radicaría la importancia de que un escrito
académico sea algo propio, y a la vez que quien escribe
devenga imperceptible? ¿De que tenga coherencia interna,

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por un lado, pero derivas potenciales que se abren, por
otro? ¿De que esté cerrado como un huevo, pero abierto y
chorreando al mismo tiempo?
Todas estas aparentes ambigüedades, muestran que
un escrito académico está en medio de una suerte de
oscilación entre dos polos: entre su interior y su exterior,
entre el adentro de la escritura, y el Afuera de la producción
científica (esto es, todo aquello con lo cual el escrito pueda
conectarse, hacer fluir algo, hacer máquina). Podría decirse
entonces que tanto un escrito académico como un libro “es
un pequeño engranaje de una maquinaria exterior mucho
más compleja” (Deleuze, 2014a, p. 17).
En este sentido, más allá de las reglas de juego propias
del territorio académico, algo fundamental para un escrito
es “si funciona y cómo funciona, ¿cómo funciona para ti? Si
no funciona, si no tiene ningún efecto, prueba escoger otro
(…): algo pasa o no pasa (…). Es una especie de conexión
eléctrica” (p. 16).
Entonces, para que un escrito académico haga
máquina con el Afuera, tendrá que configurarse él mismo
como una máquina, una máquina montada en base a
diversas ideas, frases, citas, expresiones, reflexiones,
argumentaciones, conclusiones, etc., tanto propias como
ajenas. Esto implica que un escrito académico no puede
materializarse sin el auxilio de otros/as autores/as, de otros
textos, y de otras ideas.
Si bien cuando se escribe se está en la más absoluta
soledad, como en una suerte de desierto, es siempre una
soledad poblada de otros/as, de imágenes, de sonidos, de
ideas, de elementos que posibilitan encuentros, de

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devenires, de líneas de fuga de las ideas de quien escribe,
pero también de las ya publicadas o dichas por los otros.
“Hay que hablar con, escribir con. (…). Agenciar es eso:
estar en el medio, en la línea de encuentro de un mundo
interior con un mundo exterior” (Deleuze y Parnet, 2013,
p. 62).
La idea que se tuvo funciona entonces como un
punto de atracción para otras ideas, ya sean propias también
o ajenas. Y como dice Guattari, estas ideas ajenas que
nutren las propias se asemejan a “olas que nos transportan,
haciendo surf en la articulación de toda suerte de vectores
de inteligencia colectiva” (Guattari y Rolnik, 2013, p. 19).
El auxilio de estas otras ideas no necesariamente sería
una copia, ni una imitación, ni un plagio. Desde una
mirada esquizoanalítica, es mucho más que eso: es un robo.
Un robo que se lleva a cabo en medio de algo así como una
asociación de malhechores/as. Y tal vez algo de esto es lo
que se hace cuando se encuentra algo interesante, relevante
y pertinente en el proceso escritura. “Encontrar es hallar,
capturar, robar (…). Robar es lo contrario de plagiar, de
copiar, de imitar o de hacer como” (Deleuze y Parnet,
2013, p. 11).
En esta operación de robo en asociación con otros/as
malhechores/as, la individualidad es lo menos importante:
“uno ha dejado de ser un autor, se ha convertido en una
oficina de producción, nunca ha estado tan poblado”
(Deleuze y Parnet, 2013, p. 13).
Se podría hablar a partir de todo esto, de otra forma
de devenir a partir de la escritura, que se suma al devenir-

179
imperceptible y a los devenires-animales: se trata en este
caso de un devenir-banda.
Las bandas, en tanto tal, son las que corren peligro
cuando llevan adelante sus actos; pero lo bueno de una
banda es que, en principio, cada uno es responsable de sus
propios asuntos, cada uno se lleva su botín, sin que por ello
deje de juntarse con los demás. Ser banda es un devenir, la
banda es el entre que se diagrama en medio de todos/as
los/as malhechores/as, la banda no es nada concreto, pero es
lo que da consistencia, es lo que está entre todo el mundo.
Es por ello que la producción científica cuenta con
un/a escritor/a, pero la autoría es mucho más difusa de
situar; la firma de quien escribe no alcanza a dar cuenta de
dicha autoría.
Se trata, entonces, de ir abandonando la idea
capitalista de la propiedad privada, ya que, como dijo
Proudhon, “la propiedad es un robo” (2005, p. 17). En
otros términos, no es posible concebir que quien escriba un
texto académico, pueda pretender ostentar su autoría
respecto de todas y cada una de las palabras –e ideas–
utilizadas.
Está claro que podrá apelarse a un resguardo del
derecho de autor respecto de todo lo que se firmó con el
nombre y apellido propios, pero al mismo tiempo sería
importante poder percibir que toda escritura se basa en
verdaderos agenciamientos colectivos de enunciación:

El enunciado es el producto de un agenciamiento, que


siempre es colectivo, y que pone en juego, en nosotros y
fuera de nosotros, poblaciones, multiplicidades, territorios,

180
devenires, afectos, acontecimientos. (…). El autor es un
sujeto de enunciación, pero el escritor no, el escritor no es
un autor. El escritor inventa agenciamientos a partir de
agenciamientos que le han inventado, hace que una
multiplicidad pase a formar parte de otra (Deleuze y
Parnet, 2013, p. 61).

Si hay un nombre propio, entonces, no remite a una


firma y a una apropiación material, sino a la posibilidad de
llevar adelante una operación maquínica que sea capaz de
conjugar dos componentes heterogéneos.
“Nos interesa lo singular bajo la figura estilística del
nombre propio”, sostienen Cangi y Penissi (Cangi, 2011, p.
8). Es decir, escribir en nombre propio sólo puede hacerse
de una manera particular, a partir de que se pone en
ejercicio el estilo singular de quien escribe, y nadie más lo
podría haber hecho de ese mismo modo.

El nombre propio no designa un sujeto, designa algo que


ocurre cuando menos entre dos términos, que no son
sujetos, sino agentes, elementos. Los nombres propios no
son nombres de personas, son nombres de pueblos y de
tribus, de faunas y de floras, de operaciones militares o de
tifones, de colectivos, de sociedades anónimas y de oficinas
de producción (Deleuze y Parnet, 2013, p. 61).

Pensado desde una mirada esquizoanalítica entonces,


un escrito no tiene ya más nada que ver con una escritura
sagrada, estructurada y organizada de manera jerarquizada a
partir de un tronco principal, como un árbol o raíz, y
destinada a reiterar, confirmar e idolatrar a los textos
canónicos, a los escritos legitimados.

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Por el contrario, desde esta perspectiva, quien escribe
funciona a la manera de un agenciamiento colectivo de
enunciación, y así “se ha convertido entonces en un
conjunto de singularidades libres, nombres y apellidos,
uñas, cosas, animales y pequeños acontecimientos”
(Deleuze, 2014a, p. 15).
A partir de ello, toda escritura se asemeja más bien a
un palimpsesto (Gras, 2017), esa superposición de
escrituras de diferentes épocas, a cargo de distintos escribas,
siempre sobre una misma superficie. Si se considera que
“todo nombre propio es colectivo, cualquier tipo de
agenciamiento ya es colectivo” (Deleuze y Parnet, 2013, p.
162). Así, lejos de funcionar de manera arborescente, las
partes que componen un escrito académico crecen, se
producen y se reproducen a la manera rizomática, como el
yuyo, que es capaz de aparecer y proliferar aun entre los
adoquines.
Ahora, ¿por qué abandonar la tan pretendida posición
de autor/a? ¿Cuáles son, de acuerdo a la mirada
esquizoanalítica, los inconvenientes que ésta presenta?

Los inconvenientes del Autor son: constituir un punto de


partida o de origen, formar un sujeto de enunciación del
que dependan todos los enunciados producidos, hacerse
reconocer e identificar en un orden de significaciones
dominantes o de poderes establecidos: «Yo en tanto
que...». Otras muy distintas son las funciones creadoras:
usos no conformes del tipo rizoma y no del tipo árbol, que
proceden por intersecciones, cruces de líneas, puntos de
encuentro en el medio. No hay sujeto, lo que hay son
agenciamientos colectivos de enunciación; no hay

182
especificidades, lo que hay son poblaciones, música-
escritura-ciencias-audiovisual, con sus puntos de contacto,
sus ecos, sus interferencias de trabajo. Lo que un músico
hace por un lado, servirá en otra parte a un escritor, un
científico agitará dominios muy diferentes, un pintor se
sobresaltará bajo el efecto de una percusión: y no son
encuentros entre dominios, puesto que cada dominio se
constituye a partir de tales encuentros. Los únicos núcleos
de creación son los intermezzo, los intermezzi (Deleuze y
Parnet, 2013, p. 33-4).

La función Autor no permite experimentar toda la


potencia analítica de la propuesta nietzscheana del entre, es
decir, la capacidad de analizar, de separar, de dilucidar uno
a uno los elementos con los cuales se trabaja, situando a su
vez la forma en que pueden conectarse entre sí. El entre es la
lógica conjuntiva por sobre la disyuntiva; es la lógica
simpática del ‘y’ por sobre la dicotomía excluyente del ‘o’.
Así, Limón, es el apodo real de un individuo colombiano de
carne y hueso; y es el personaje de una serie sobre narcos; y
es a quien se dirige Pablo Escobar Gaviria cuando cae en la
cuenta de que lo matan, en una canción de Patricio Rey y
sus Redonditos de Ricota; y es una figura de referencia en
un libro de investigación periodística sobre la
narcocriminalidad en Rosario. Asimismo, el vampiro, es un
personaje de una novela de Bram Stoker; y es el
protagonista de una película de Francis Ford Coppola; y es
quien relata sus vivencias en la canción homónima de
Charly García; y es propiamente el capital según Marx
(2014).
Ejemplifica Guattari:

183
Se toma el pedazo de una frase –y es lo que siempre hice,
incluso junto a Deleuze– de Spinoza, luego el pedazo de
una frase de un novelista, luego de un etólogo, de un
historiador y se busca un montaje, hacer funcionar todo
junto. Creo que aquí existe una concepción de la
creatividad, de un posible agenciamiento de escritura que
se propaga de algo que no es solo escritura, sino que es
realidad. Y ésta es una concepción completamente nueva.
Pienso que es muy interesante seguir en la literatura esta
especie de muerte de la novela, muerte de la obra, muerte
del artista, para alcanzar agenciamientos desubjetivados
(2013, p. 108-9).

¿Cómo hacer confluir todos estos dominios? ¿Cómo


lograr una escritura que no sea una escritura, pero que le
otorgue consistencia y coherencia a un conjunto de
elementos heterogéneos, de diferente naturaleza?
Para lograr esto, la escritura tiene que dejar remitirse
a un mero código, para pasar a ser capaz de funcionar como
un flujo. Un flujo que circule entre estos mundos
diferentes, entre estos distintos dominios, posibilitando un
encuentro entre todos ellos. Justamente por ello es que
confiesa Deleuze: “intento que algo se agite en mi interior,
tratar la escritura como un flujo y no como un código”
(2014a, p. 15).
Dado que no se comporta como un código, este flujo
no puede ser monótono, uniforme, monocorde, constante y
continuo, sino que tiene que remitir a una estética; estética
que no podrá estar desconectada del estilo propio. ¿Por qué
es necesaria una estética en la escritura académica? Porque
la estética concierne a la sensibilidad mediante la cual se

184
percibe algo del mundo, a la singularidad a través de la cual
se produce una obra, y al deseo por medio del cual se
proyecta una transformación de ese mundo y de los modos
de subjetivación.

¿Qué es la estética? La estética no es sólo ciencia de la


belleza del objeto, como ha sido entendida generalmente
por la filosofía occidental. Estética es también (y esto es lo
que más nos interesa) ciencia de la sensibilidad, de la
percepción, ciencia del contacto ente epidermis y, por lo
tanto, ciencia de la proyección de mundos por parte de
subjetividades en devenir (Berardi, 2013, p. 49).

Desde un punto de vista estético, la escritura podrá


entonces moverse más bien como un fluido que circula
mediante un caudal adecuado a cada momento de la
escritura, en el cauce más propicio, a una velocidad que
podrá ser cambiante, pero cuyo ritmo es el más conveniente
en cada momento. “Escribir no tiene otra función: ser un
flujo que se conjuga con otros flujos (…). Un flujo es algo
intensivo, instantáneo y mutante, entre una creación y una
destrucción” (Deleuze y Parnet, 2013, p. 59).
La escritura en tanto flujo, podrá tener momentos de
cierta calma y placidez, como en un lago; otros en donde el
ritmo deviene un poco más vertiginoso y picado, como en
un río; además podrán encontrarse ciertos momentos de
remolino, en donde el tema gira sobre sí mismo; pero habrá
también instancias más sísmicas en donde la corriente de
escritura socavará y horadará el cauce sobre el cual circula,
reescribiendo el contorno de la costa. Por supuesto,
también se espera que haya momentos más conclusivos, en

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donde la escritura se pueda dirigirse precipitadamente hacia
el único lugar posible adonde podría llegar, como en una
cascada.

Conclusiones: juego o devenir-niño

A lo largo de todo este escrito subyace un puñado de


tesis. Por un lado, la tesis de que la escritura académica no
sería un mero código sino un flujo. Un flujo capaz de
recorrer un territorio compuesto por diferentes dominios,
que sólo puede cartografiarse y conocerse en la medida en
que se recorre. Así, quien escribe no puede definir
completamente de antemano la idea que tendrá, los
antecedentes que existen sobre el tema en cuestión, el modo
en que éste se delimitará como problema de investigación,
la estrategia metodológica que se elegirá, la indagación que
se realizará, ni la forma final y el estilo singular que
adquirirá la escritura. Se escribe para conocer y saber, no
porque se conozca y se sepa. Y se escribe para saber qué
pensar, no porque se sepa lo que se piensa.
Se llega así a otra de las tesis presentadas: si la
escritura funciona como un flujo que permite transformar
lo que pensaba y que tiene como propósito reterritorializar
el territorio que se indaga, esto significa que es inevitable a
partir de ella un devenir. “Escribir nos cambia. No
escribimos según lo que somos; somos aquello que
escribimos. Todo trabajo nos transforma, toda acción
realizada por nosotros es acción sobre nosotros”, afirma
Maurice Blanchot (Cangi, 2011, p. 181).

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Se trata entonces de una transformación que se
experimenta especialmente en quien escribe, un devenir que
no es único ni siempre el mismo: “la escritura es inseparable
del devenir; escribiendo, se deviene–mujer, se deviene–
animal o vegetal, se deviene–molécula hasta devenir–
imperceptible” (Deleuze, 2016c, p. 11).
En este escrito se sitúan tres de esos devenires
posibles: primero, un devenir-imperceptible que tiene que
ver con abandonar una buena parte de la carga que se trae
desde la formación académica; luego, un devenir-animal
que contribuye a diagramar la estrategia más conveniente
para explorar el territorio-tema, derribando los ídolos,
traicionando el pensamiento ortodoxo; finalmente, un
devenir-banda, que da cuenta del agenciamiento colectivo
de enunciación que implica todo proceso de escritura.
No es casualidad que estos tres devenires, se
correspondan casi punto a punto con las tres
transformaciones de las que habla Nietzsche (2003) en su
Zaratustra:

El primer libro de Zaratustra comienza con el relato de


tres metamorfosis: «Cómo el espíritu se convierte en
camello, cómo el camello se convierte en león, y cómo
finalmente el león se convierte en niño». El camello es el
animal que carga: carga con el peso de los valores
establecidos, con los fardos de la educación, de la moral y
de la cultura. Carga con ellos hasta el desierto y, allí, se
transforma en león: el león rompe las estatuas, pisotea los
fardos, dirige la crítica de todos los valores establecidos.
Por último, le corresponde al león convertirse en niño, es
decir, en Juego y nuevo comienzo, en creador de nuevos

187
valores y de nuevos principios de evaluación (Deleuze,
2002, p. 7).

Estas transformaciones nietzscheanas remiten a otra


de las tesis presentes en este escrito: el requisito excluyente
para tener justo una idea, es abandonar la carga de las ideas
justas, derribando para ello algunos ídolos, tal como hace el
camello al transformarse en león.
Y una vez que se asume la aventura de explorar una
idea propia, de seguir hasta donde se pueda las múltiples
líneas de fuga que de ella se derivan, es necesario una nueva
transformación, un nuevo devenir: el devenir-banda. A
través de estas asociaciones de malhechores/as, de estos
agenciamientos colectivos, será posible enunciar algo
original.
¿Pero qué otra cosa se necesita para lograr una
producción escrita original? Escribir en nombre propio, lo
cual no equivale a firmar con el nombre y el apellido
cualquier cosa que se escriba. El nombre propio, a
diferencia del mero hecho de atribuirse la propiedad
intelectual de algo, remite más bien a una nueva forma de
devenir que conlleva la escritura: el devenir-niño.
En términos de Nietzsche, devenir-niño significa
comenzar de nuevo, establecer nuevos principios de
evaluación: “Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo
comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma,
un primer movimiento, un santo decir sí” (Nietzsche,
2003, p. 33).

Escribir es muy simple. O bien es una manera de re-


territorializarse, de adecuarse a un código de enunciados

188
dominantes, a un orden de cosas establecidas (…). O bien,
por el contrario, es devenir, devenir otra cosa que escritor,
puesto que aquello que uno deviene, deviene a su vez otra
cosa que escritura (Deleuze y Parnet, 2013, p. 85).

En otras palabras, quien escribe tendrá que optar


entre dos posibilidades principales: o lo hace como camello,
o lo hace como niño. Esto es, o se plagia, o se roba; o se
hace trampa, o se traiciona; o se subordina a un ídolo, o se
asocia a una banda de malhechores; o se somete a un
porvenir, o se aventura a un devenir.
Desde una mirada esquizoanalítica, la escritura
académica podría pensarse no como un trabajo, sino como
un juego; no como un producto integrador, sino como una
exploración esquizo; no como un recorrido arborescente,
sino como como un fluir rizomática; y no como un
requisito final, sino como un devenir, como una instancia
de apertura a algo diferente.
Toda escritura académica podrá ser concebida
entonces como un entre, un devenir entre un estado y otro.
Cómo mínimo, entre estudiante y graduado/a; entre
graduado/a y especialista; entre especialista y magister; entre
magister y doctor/a; etc.
Sin embargo, uno de los devenires más interesantes es
el que, a través del juego, abre a todas las posibilidades
imaginadas y por imaginar: el devenir-niño.

Hay devenires animales que el ser humano contiene, hay


devenires-niño. Escribir, creo, es siempre devenir algo.
Pero por esa misma razón uno tampoco escribe por
escribir. Creo que uno escribe para que algo de la vida pase

189
en uno. Sea lo que sea, hay cosas que... uno escribe para la
vida. ¡Eso es! Y uno deviene algo; escribir es devenir. Pero
es devenir lo que uno quiera, menos devenir escritor
(Deleuze y Parnet, s. f., p. 53).

En síntesis, la escritura académica, no puede ser sino


rigurosa (porque es necesario conocer las ideas ajenas),
crítica (porque se requiere traicionar a los ídolos para tener
una idea propia), analítica (porque implica situar distintos
elementos y dominios), estética (porque invita a lograr un
estilo que sea hermoso como los fuegos de artificio), ética
(porque incita a quien escribe a devenir otro), política
(porque exige pensar y sentir el mundo en el que se vive y,
llegado el caso, ser destructiva y desterritorializante como
una bomba) y productiva (porque todos los aspectos de la
escritura estarán al servicio de una transformación o
reterritorialización del mundo que posibilite modos de vivir
más acordes a lo que se desea).
Se trata de tareas tan serias que, para llevarse adelante,
requieren de un grado de confluencia entre deseo,
pensamiento y acción, solamente asimilable al que se ve en
los/as niños/as cuando juegan.

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193
Cuarto bloque

Psicoanálisis en la Universidad
DE LA EPICRISIS A LA ESCRITURA NODAL.
APORTES PARA UNA HISTORIA DE LA
ESCRITURA EN PSICOANÁLISIS10
Javier Del Ponte
Mauro Eyras
Diego García
Miguel A. Gómez

Introducción

La escritura en el campo psi constituye un campo


de investigación académica fecundo si se entiende que la
práctica escritural contiene en sí misma la posibilidad de
fundar una experiencia capaz de autorizar “una
transformación de la relación que tenemos con nosotros
mismos y (...) con nuestro saber” (Foucault, 2013, p. 38).
El modo en que el psicoanálisis se enseña en la Universidad,
con las dificultades y aporías que esto acarrea, nos lleva a
interrogar un doble trabajo sobre los textos: el trabajo sobre
los textos psicoanalíticos que el ámbito académico realiza
(desasidos necesariamente del soporte clínico que les da
existencia) y el trabajo sobre los textos propiamente clínicos
que brotan a partir de la asociación libre de los analizantes y
han sido vueltos escritura dentro del movimiento
psicoanalítico.

10 El presente escrito es la reelaboración crítica de una ponencia


presentada en el XIX Encuentro Argentino de Historia de la Psiquiatría,
la Psicología y el Psicoanálisis, Córdoba, 2018.

197
El psicoanálisis, producto del estallido del campo
epistemológico dado en el siglo XIX, en aquello que
Foucault (2002) llamó un acontecimiento en el orden del
saber (el pasaje del hombre al lado de los objetos
científicos), tiene ciertamente una historia que particulariza
su devenir, al tiempo que lo distingue del derrotero seguido
por otros discursos de las llamadas ciencias humanas (mucho
más cómodamente alojados en la lógica universitaria) con
los que tiene relaciones de vecindad. Aproximar esos dos
términos (psicoanálisis e historia) supone, cuanto menos,
tomar nota de esa particularidad, así como señalar el modo
en que las historias (aquí en plural) forman parte de su
praxis.
Desde sus inicios, si nos remontamos a los primeros
años del descubrimiento del inconsciente por parte de
Freud, la historia se presentó al padre del psicoanálisis en
boca de sus pacientes, aquellas mujeres consagradas a la
mirada médica (Foucault, 2003) cuyos cuerpos sufrientes
les merecieron el nombre de histéricas. Así surgieron las
primeras historias e histerias clínicas, las epicrisis, que –
junto a Breuer– vieron la luz como Estudios sobre la histeria
(Freud, 1993). La apuesta a una escritura del decir
analizante establecía allí sus primeras coordenadas.
Estas historias, estos relatos, fueron constituyendo,
simultáneamente que la casuística psicoanalítica engrosaba
sus archivos, diferentes modos de concebir la historia (aquí
en singular). Desde el trauma efectivamente acaecido como
hecho histórico a la historia como un pasado resignificado
en el presente, es decir, aquello que Jacques Lacan (1978)
llamó el futuro anterior, el psicoanálisis no ha dejado de

198
mostrar también las relaciones problemáticas entre la
historia y aquello que se conoce como estructura (la
estructura como a veces parece designarse a ese real que
resiste a toda inscripción en un relato, y las estructuras
cuando quiere connotarse bajo ese nombre al triedro
neurosis-psicosis-perversión). Lacan mismo, en los últimos
años de su enseñanza, aproximó de otro modo a la historia
y a ese modo de gozar que dio origen al psicoanálisis (la
histeria) sirviéndose de la homofonía historia/histeria.
Si es dable decir que la historia del psicoanálisis es la
historia de sus histéricas, es decir haber dado lugar a la
histeria en la historia, no es menos cierto que el
psicoanálisis es también la historia de su escritura, de las
preocupaciones por su transmisión y de los modos de hacer
letra con lo que retorna de su experiencia (y esto tanto en
las agrupaciones psicoanalíticas, escuelas de las más diversas
orientaciones, como ámbitos académicos en universidades
nacionales y privadas). Se conjugan, de este modo, la propia
historia del movimiento psicoanalítico, sus luchas
institucionales, fundaciones y refundaciones como discurso,
con las historias de cada analizante (hechas caso o no) sin las
cuales habría cesado, justamente, de moverse.
El presente trabajo traza un recorrido histórico que,
apoyándose en las coordenadas discontinuistas del proceder
arqueológico (Foucault, 2008), intenta mostrar las
condiciones de posibilidad que hicieron funcionar ciertos
modos de escritura del psicoanálisis en los primeros tiempos
de su invención como discurso (las epicrisis, los historiales
clínicos), así como la deriva hacia otras modalidades del
escrito que trajo aparejada la enseñanza de Jacques Lacan

199
(matemas y nudos). Se espera así, al indicar algunos mojones
e hitos puntuales, aportar a una cartografía de las relaciones
del psicoanálisis con la escritura desde una perspectiva que,
al interior de un trabajo investigativo enmarcado en la
Universidad, no por ello deja de revelar las tensiones entre
ambos dominios.

Freud y los relatos

Algunos acontecimientos históricos han dado


posibilidad a diferencias estilísticas en la escritura de los
casos clínicos freudianos, si tomamos como referencia el
movimiento histórico de separación progresiva de Freud
respecto del campo y del discurso de la medicina,
suponiendo en ello un efecto de transformación de la
escritura misma: del estilo de la epicrisis, característico de
Estudios sobre la histeria, al estilo ficcional o narrativo que
singulariza a los llamados cinco psicoanálisis (Dora, Hans,
Schreber, el Hombre de las Ratas, el Hombre de los Lobos).
Lo que se ha denominado estilo de epicrisis, y que
implica una descripción rigurosa y detallada de la
observación de signos y datos específicos como fechas y
números, lo suponemos ligado a la formación médica de
Freud y a los estrechos lazos que todavía sostenía con ella en
esa época, a fines del siglo XIX. Por el contrario, la
característica ficcional y argumental de los casos
anteriormente mencionados dejan entrever una escritura
novelesca y sin linealidad temporal, así como también
resulta destacable la narración de su implicancia en la
situación transferencial de los análisis.

200
En su Autobiografía, del año 1925, Freud mismo
ubica en 1886 el primer hito de separación,
fundamentalmente espacial, con el campo de la medicina:
“no he vuelto a poner los pies en la Sociedad de Médicos”
(Freud, 2013, p.2765). Es destacable que, durante poco
menos de diez años, los textos freudianos mantenían
todavía un lenguaje fundamentalmente médico a pesar de la
primera ruptura señalada. Descripciones físicas, rasgos del
habla, posiciones, movimientos, todo un conglomerado de
lo que, en los Estudios sobre la histeria, se muestra del lastre
médico: la pretensión de objetividad en la que el lector no
tiene nada que ver con lo que lee, como si los signos dijeran
per se sin que alguien los hiciera decir. Justamente es este
punto, el de la implicancia, es decir, la transferencia, el que
hará de los relatos freudianos un giro completo: al analista
es partícipe de lo que se dice, porque es a quien se dice a
pesar de no ser a quien se habla.

Aquí se interrumpe, se pone de pie y me ruega


dispensarlo de la pintura de los detalles. Le aseguro que
yo mismo no tengo inclinación alguna por la crueldad,
por cierto, que no me gusta martirizarlo, pero que
naturalmente no puedo regalarle nada sobre lo cual yo
no posea poder de disposición (Freud, 1986, p. 133).

El precedente fragmento es extraído del historial A


propósito de un caso de neurosis obsesiva del año 1909. En la
escena relatada encontramos no simplemente la descripción
de lo dicho por alguien, sino la ubicación de cómo eso
dicho toma al analista mismo y lo implica en la situación.
Algo que el mismo Freud reconoce, y allí radica el

201
fundamento de su respuesta. Freud relata y se relata, es
autor y personaje de su mismo texto, y es allí que la
escritura ficcional de los casos provee la textura necesaria
para tejer un concepto de la transferencia.
La puesta en relato que tuvo la ductilidad de la
pluma freudiana nos invita a indagar la relación entre la
verdad, el saber y esa nueva escritura, que deviene en una
estructura de ficción. Ese pasaje, que es posible situar en el
acto de transmitir, no es sin una escritura mediante,
pensando esa matriz como el umbral de una invención. Así
como existen rodeos en el análisis para que la verdad se abra
un camino, es necesario un rodeo para que esa misma
verdad pueda trasmitirse a un público, amplio o restringido.
Este rodeo se llama puesta en relato (Porge, 2007).
Ese pasaje entre la escritura y la transmisión es
solidario a la distancia entre la teoría y la práctica, y dentro
de ese intersticio es posible inscribir la dimensión de ficción
en sus múltiples aristas, a saber: su estatuto clínico y su
estructura de ficción, para designar el saber y la verdad, con
la advertencia de Freud, según la cual “no tenemos derecho
a hacer poesía con nuestros análisis (…) Hay una diferencia
entre revelar el inconsciente encubierto y encubrir lo que ha
sido reconocido como tal (…) Ambos pueden coexistir,
pero el acento no será el mismo” (Porge, 2007, p. 35).
La escritura entonces es una experiencia que
conjuga la importancia de transmitir con un correlato de
placer, donde los historiales clínicos –ampliamente
abordados en las currículas universitarias sin explicitar
muchas veces este tramado histórico– ponen al descubierto
un saber inédito, que logra plasmar la voluntad de

202
transmitir y la imposibilidad de contar todo. La escritura y
el saber de la transmisión abren un amplio segmento de
contradicciones, donde la literalidad es un sentido ingenuo
que no siempre deviene en lo que se quiere decir. Por esta
razón la pretensión de exactitud para el psicoanálisis es una
ilusión, y en este sentido vale la pena recordar las cualidades
de la doxografía11 en sus dos aspectos complementarios: por
un lado, el hecho es un factum, una fabricación, una
ficción; y por otro, esta ficción es discursiva, es un efecto de
significante, y es significante ella misma, eficaz, productora
de efectos (Cassin, 2012).

Lacan, la historia, la escritura

Llegados al punto en el que se trata de mostrar las


relaciones entre la escritura y la historia en la enseñanza de
Lacan, mantendremos el doble cruce de caminos que
conecta la historia de esa enseñanza (a partir de algunos
mojones y acontecimientos) con el modo de pensar la
historia por parte de Lacan.
En primera instancia, en lo que respecta a la
producción de Lacan, nos encontramos con la tensión entre
lo oral y lo escrito. Contamos con una transmisión oral

11 Se ve a las claras cómo está formada. Grafía: escribir, fijar. Con la


doxografía se trata del pasaje de una modalidad de memoria a la otra.
Exactamente del pasaje del entusiasmo al rasguño (Cassin, 2012). Doxa
que significa “recibir”, “acoger” y doxazo quiere decir “imaginar”,
pensar: de ahí el latín docere, hacer “admitir”, “enseñar”. ¿Por qué
entonces doxa es un término ambivalente? Porque en su acepción
alemán, nos remite al pasaje de Schein a Erscheinung, y el aspecto del
schein constituye la “apariencia engañosa”, el “fingimiento”; su aspecto
subjetivo es la conjetura, el “error”: la opinión en tanto no confiable.

203
elaborada anualmente en los seminarios dictados entre
1953 y 1980, que se define justamente en la urdimbre de
aquello que pasa entre un Maestro y quienes asisten a
escucharlo. Más allá de los muchos matices que pueden
rastrearse en el transcurso de esos 27 años, es posible
distinguir la enseñanza oral de Lacan por su protreptika:
“alusiones, ornamentos literarios o eruditos, diatribas,
deconstrucción de la doxa” (Milner, 1994, p. 23). A la vez,
su retórica toma como punto central a aquel que escucha,
no tanto como destinatario de una proposición de saber,
sino de un movimiento: el grito, el sarcasmo, la patada. Así
Lacan irrumpe en sus seminarios para sacudir a sus oyentes
y jalonar el trayecto que constituye su elaboración de la
teoría y la práctica psicoanalítica.
A principios de los años cincuenta y hasta bastante
entrados los años sesenta, en aquello que Jean-Claude
Milner (1994) denominó el primer clasicismo lacaniano, la
perspectiva de Lacan respecto de la historia no sólo la
incluía entre sus formulaciones teóricas sino también
comandaba todo un modo de pensar las relaciones del
psicoanálisis con la ciencia que podríamos considerar
historicista, cuando no historizante. A esto se le sumaba una
afinidad por los desarrollos del historiador Alexander Koyré,
en particular en relación al pensamiento científico del siglo
XVII (la llamada revolución galileo-cartesiana) y la teoría de
los cortes mayores, así como –de manera un tanto
paradójica– una notoria proximidad con el movimiento
estructuralista bajo la forma de sus principales disciplinas
(lingüística, antropología, sociología). No por casualidad,

204
este momento de su enseñanza encuentra una suerte de
corolario en la publicación de los Escritos en el año 1966.
Con el apoyo de François Wahl, Lacan publica
veintiocho artículos, de los cuales veintiséis ya habían
conocido la luz –y se modifican para esta oportunidad– y
otros dos son inéditos. Si situamos esta publicación como
un acontecimiento es justamente porque entendemos que se
consolida con ella la obra de Lacan (Milner, 1994). Sus
escritos adquieren un estatuto que funciona retroactiva y
prospectivamente, ya sea para aquellos anteriores a 1966
como para los que vendrán después.
Se entrevé una apuesta a cernir el objeto por los
bordes, como algo que se recorta y cae por las leyes mismas
del lenguaje. Así, subvirtiendo la racionalidad instrumental,
Lacan pone en juego una relación “entre el conjunto de
rasgos que atañen al lenguaje que constituye el estilo y ese
objeto estructurado como un lenguaje que es el
inconsciente” (Arrivé, 2004, p.191). Hay incluso una
búsqueda en esto que tiene un valor programático,
performativo, estratégico.
Ahora bien, tomando como puntapié inicial la
transmisión oral –que es como comienza la enseñanza de
Lacan–, es posible sostener que por la función misma de la
palabra en el campo del lenguaje los escritos sean un resto y
producto de esa transmisión. En 1966 se corporiza un
modo de formalización de la enseñanza que pretende hacer
pasar el saber articulado a la lógica del significante y la letra.
El inicio de los Escritos (Lacan, 2008) con “El seminario de
la carta robada” y el final con “La instancia de la letra en el
inconsciente o la razón desde Freud” cierran un círculo que

205
nos hace pensar en ese gesto de formalización que se dirige
al lector.

Una escritura formalizada

La letra, en tanto soporte material del significante,


es la criba de lo dicho y en ella se apoya Lacan para darle al
lector una tesis de saber que debe descifrar: idéntica a sí
misma pero muda, la letra permite una nueva vuelta para
decir el psicoanálisis. Por lo tanto, los Escritos, sin recursar
el contenido, implican una formalización que obliga al
lector a darle a esa letra (que en francés también es carta) un
destino.
La operación escrituraria de Lacan, “en lo que tiene
de muy (...) específico, busca calcar pacientemente, el
modelo construido progresivamente del Inconsciente ¿qué
digo? de la Unaequivocación (Unebévue)” (Arrivé, 2004, p.
210). Es por ello que se la considera en este trabajo como
una pieza esencial de la historia del movimiento analítico,
sentando las bases de la teoría a la vez que opera como una
máquina de guerra para hacer cortocircuito con el
pensamiento universitario.
Tanto es así que a fines de los sesenta (tras las
revueltas estudiantiles del mayo francés) y sobre todo en los
años setenta, Lacan comienza a privilegiar una relación no
historizante entre el psicoanálisis y el discurso de la ciencia;
se llamó a esto segundo clasicismo lacaniano, caracterizado
por un adiós a la lingüística como referencia inmediata para
pensar el lenguaje, el inconsciente y el psicoanálisis como
discurso. El encabalgamiento de su enseñanza en elementos

206
provenientes de las matemáticas, la lógica y la topología fue
haciéndose cada vez más marcado, a la vez que modificaba
antiguas nociones que ya venían formando parte de su
modo de pensar y practicar el psicoanálisis. Tal es el caso,
por ejemplo, de la noción de letra, gestada en el primer
clasicismo de los años cincuenta, privilegiada ahora por
sobre el significante y en consonancia con la letra
matemática. La problemática de la escritura es absorbida
casi en su totalidad por el matema (no hubo publicación de
otra compilación de escritos, como los del ‘66, sino hasta
después de la muerte de Lacan). El matema –cuyo correlato
institucional, según Milner (1994), fue la Escuela–, supuso
una modificación en el modo mismo de pensar la
enseñanza, en tanto el matema supone una enseñanza sin
maestro.
La cuestión de la historia, al mismo tiempo, se
volvía problemática de diferentes maneras: por un lado
Lacan presenta cuatro discursos que parecen funcionar con
una lógica formal atemporal, a la vez que ubicaba al
psicoanálisis como un recién llegado en la historia de los
discursos. En pleno mayo francés, también la historia
golpeaba a su puerta y lo golpeaba en la cara con un vaso de
agua cuando un estudiante se presentó en su Seminario en
el marco de una protesta contra aquellos intelectuales
asociados al estructuralismo, es decir, a los responsables de
descuidar la importancia de la historia.
Aunque la apoyatura en un lenguaje formal se ubica
tímidamente en los primeros esquemas y sobre todo en el
grafo del deseo, según algunos autores el álgebra lacaniana
adquiere estatuto de matema sólo a partir de El

207
atolondradicho (Lacan, 2012) con la introducción de los
matemas de la sexuación.
Quizás el punto más álgido y que mayores
discusiones suscita tenga que ver con un tercer momento en
esta historización, que no es más que una entre otras
posibles de la enseñanza de Lacan, llamado por Milner la
deconstrucción. Se trata allí de la utilización de los
redondeles de cuerda, los nudos, como recurso topológico.
Allí las aguas se dividen respecto de considerar a esto como
un capítulo más de las relaciones de Lacan con la escritura
(Porge, 1987) o bien un punto de resolución de la cuestión
de la escritura por la vía de un objeto no literal. Las
consecuencias, en un caso u otro, dado los límites de este
escrito, deberán ser objeto de futuros trabajos. Por lo
pronto, es deseable que este tipo de aportes a una historia
de la escritura en psicoanálisis contribuya a mostrar la
importancia de una trasmisión del psicoanálisis, y ya no
sólo una enseñanza universitaria del mismo, en la que los
decires analizantes, la lectura que los vuelve escritura, y lo
escrito en los textos psicoanalíticos hagan lugar a la historia
teórico-política de su producción.

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209
ESCRIBIR: ELOGIO DE LA INCOMODIDAD
Miguel Angel Gómez

Este trabajo se propone describir e indagar 12 algunos


aspectos que ponen en tensión la identidad de quien escribe
y su implicancia en la escritura. En psicoanálisis, “indagar se
vuelve posible si no se pierden las primeras preguntas, eso
permite andar sin conocer el camino” (Jinkis, 2010, p. 11).
Estos aspectos convergen en la eficacia de la transferencia y
la habilitación por la fuerza de la escritura.
En esa bidireccionalidad, se privilegia el análisis de
la palabra alemana verhüllen, porque su cualidad de cubrir y
tapar (Müller y Epple, 2009) invita al desafío de descifrar y
desocultar. Dado que el velo permite ocultar algo a las
miradas, en esta ocasión se prioriza advertir la fuerza que
ejerce la “cualidad del velo”, por el efecto y acción de
encubrir.
Descifrar y despejar ese manto que envuelve y
encubre las cosas que se dicen y las que se escriben es un
desafío que comparten la escritura y la transferencia. Estas
condiciones ponen en tensión la voluntad de conocer y la
acción de interrogar, con el costo que tiene tanto para
formalizar una escritura, como para el desafío de sostener
un vínculo transferencial.

12 “La palabra latina indägäre incluye el hacer, y por el prefijo, imagina


que es un hacer dentro” (Jinkis, 2010, p. 10).

211
Entonces, escribir es instaurar un pasaje que
compromete la acción del tiempo y despierta una
expectativa en un porvenir, propicia una pregunta y
suspende la primacía de la explicación.
Tal vez sea uno de los modos de pensar la
transferencia en sintonía con la acción de escribir, porque la
voluntad de saber y el hallazgo de algo genuino solo pueden
advenir si hay un otro que oficia de escucha y se convierte
en lector.
Escribir un ensayo es una experiencia subjetiva que
transita por las vías de la interrogación, el encierro 13 y la
suspensión de una certeza inmediata. Es una disposición
voluntaria, que no se agota en su cualidad consciente y
previsible, por el contrario: intenta desplegar nuevos
sentidos y propicia nuevos pliegues hasta llegar a la rareza
del encuentro de algo nuevo.
Este trabajo coincide con el creador del ensayo
cuando afirma que “no hay nada tan contrario por
naturaleza a nuestro gusto como la saciedad que viene de lo
fácil, ni nada que lo estimule tanto como la rareza y
dificultad” (Montaigne, 1984, p. 253).
En sintonía con lo anterior, interesa recuperar la
expresión de Grüner (2015), quien toma prestados de la
obra de Blanchot dos segmentos de interés: la vinculación
con la intimidad y el origen que funda la puesta en escena
de esa falta, a saber: “todo escritor está atado a un error con
13 Encierro es un significante que denota privación y aislamiento, y que
cobra valor simbólico si nos animamos a fraccionar la palabra: en-sí-
erro. Ese juego homofónico permite adscribir a la idea de que un ensayo
se nutre a partir de un equívoco, en el que la escritura comienza a tener
volumen e intensidad.

212
el cual tiene un vínculo particular de intimidad. Todo arte
se origina en un defecto excepcional, toda obra es la puesta
en escena de esa falta” (p. 61).
En esa tríada entre la intimidad, el error y la puesta
en acto de la escritura, importa subrayar que allí es posible
instalar la indagación ensayística, una manera de sentir esa
interpelación que convoca e incomoda, y que tropieza en
primer lugar “con una imposibilidad de ubicarnos como un
sujeto frente a un objeto” (Rubinsztejn, 2006, p. 156). Por
otra parte, Saer (2017) escribe que “la noción de objeto está
en el centro de todo relato de ficción” (p. 17), lo cual
permite pensar que todo relato es una construcción.
Estas referencias son solidarias a pensar que la
escritura de un ensayo forma parte de una transmisión, en
la que se anuda la elaboración de un discurso con esas
condiciones y cualidades que dan cuenta del inconsciente:
“diverso, disperso, incluso divertido” (Rubinsztejn, 2006, p.
156). En ese estado de perplejidad e inquietud –entre la
curiosidad y el conocimiento de quien escribe–, se puede
pensar la fuerza de la incomodidad.
La voluntad de saber y la disposición por encontrar
son dos vías que impulsan a recorrer senderos e influencias
pretéritas para encontrar una huella propia. Si para Grüner
(2015), existe un paralelismo entre huella y lectura, existe
también una diferencia entre ambas; pues es imposible
reconocer huellas de otros sin pensar en la incidencia sobre
las propias.
En esa línea directriz, se puede pensar que la acción
de hablar, asociar y recordar se construye sobre la base de

213
una ficción, en la que la certeza cae por su propio peso y se
sustituye por su carácter polémico y conjetural.
Esta experiencia, tan propicia para descubrir huellas
e influencias que bordean cualquier objeto de indagación
ensayístico, se presenta cuando algo de eso que se repite e
insiste adquiere una fuerza poderosa y dominante. Este es el
punto de partida para pensar en la secuencia posterior que
propone una relación de armonía entre el hallazgo del
detalle o indicio, la argumentación y ese hilo de coherencia
que debe primar en todo su desarrollo.
Escribir es un despliegue que no puede sustraerse al
correlato disuasivo de la audacia ni a su carácter polémico;
también es dejarse habitar por un deseo que interpela. En
él, el acento se advierte en una relación transferencial que
propicia suspender la explicación, evitar la certeza y romper
con la ilusión de la completud. En ese trayecto –que denota
una cartografía del escribiente–, se perciben signos y señales
que se nutren con el placer de la curiosidad y la fuerza que
imponen las resistencias. Este hallazgo remite al
descubrimiento del inconsciente, ya que, en tal sentido, no
se sabe de antemano lo que acontecerá: encuentro mediado
por una disposición singular que debe sortear resistencias
para el surgimiento del deseo.
Como plantea Derrida (2012), “en esa instancia de
habla se dice la dificultad. ¿Quién percibe, quién enuncia la
dificultad?” (p. 56).

¿Cómo tiene que ser, finalmente, la relación entre lo


psíquico, la escritura y el espaciamiento, para que sea
posible ese paso metafórico, no sólo ni primeramente

214
dentro de un discurso teórico, sino en la historia del
psiquismo, del texto y de la técnica? (Derrida, 2012, p.
275).

Este aporte es pertinente para pensar la escritura


desde una perspectiva psicoanalítica, a fin de descubrir el
valor de las huellas que bordean cualquier objeto de
indagación, con la advertencia severa de no caer en las
trampas de un “yo autobiográfico”.
Esa voluntad de inaugurar una pregunta es
homologable al trabajo de análisis, en el que se invita al que
habla a producir un texto, ya que producir una escritura
requiere de prescindir de algunos interrogantes iniciales
para dar curso a una indagación propia.
La relación dialéctica entre escritura y transferencia
instaura un intercambio de saberes, en el que un tiempo de
elaboración simbólica favorece la génesis de un
tema/problema por descifrar. Tanto el tiempo de una
escritura como el de la transferencia deben enfrentar la
inconstancia de ánimo y el poder de las resistencias.
En ese itinerario, la producción de una hipótesis
precede a la formulación de una pregunta. Se trata de
advertir un problema –no saber qué se podrá encontrar–, y
en esa aventura hallar la principal potencia para dar curso a
ese desafío.14 Su carácter polémico y conjetural enfrenta,

14 El acto de problematizar es una referencia ineludible a la obra y


legado de Horacio González, cuando planteó no escribir sobre ningún
problema, si ese escribir no se constituye en un problema. En ese
sentido se inscribe la incomodidad, también como un “efecto
inexplicable” donde ese acto puede propiciar una indecisión. “Sea lo
que sea el ensayo, la indecisión sobre su destino es uno de sus temas
favoritos” (González, 2015, p. 230).

215
además, tres exigencias difíciles de evadir: la originalidad, la
explicación argumentativa y la amenaza por la duplicidad.
Es importante reconocer que un ensayo adquiere su
carácter de “rareza e incomodidad” en uno de los pilares
que sostiene la estructura lábil y fluctuante de las
resistencias. El valor de los signos y sus ocultos significantes
son afines a los asuntos de la vida, porque en ellos es posible
descubrir un hallazgo y una sorpresa cuando algo
interesante y conmovedor se activa al mismo tiempo que se
resiste a ser develado. A partir de ese estado singular y
genuino, ocurre la acción de descifrar algo allí donde antes
reinó una duda, una pregunta o simplemente una inquietud.
El decir de sí, propio de la base que sustenta un
ensayo, contiene en sí mismo la posibilidad de fundar una
experiencia capaz de autorizar “una transformación de la
relación que tenemos con nosotros mismos y (…) con
nuestro saber” (Foucault, 2013, p. 38). Esta transformación
acompaña el trabajo de la transferencia, porque en ella se
descubre el curso de la vida y la inconstancia e inestabilidad
que nos gobierna.
A su vez, esto permite pensar el ensayo como “un
ejercicio de voluntad crítica y de poder que nos acerca a esa
fuerza dominante”, que Daniel Rubinsztejn (2006)
recupera de Barthes cuando plantea que “el ensayo,
entonces, es la escritura que posibilita interrogar la
enunciación” (p. 158). Allí puede alojarse el deseo, con la
necesaria condición de dejar algo por fuera para que la
fluidez se despliegue, en palabras de Rubinsztejn (2006):
“subrayamos el carácter digresivo del ensayo. El ensayo, en
tanto tal, no se plantea resolver problemas sino plantearlos”

216
(p. 158). Este comentario tiene la finalidad de abrir nuevos
sentidos sin la pretensión de la exactitud, porque tanto para
el psicoanálisis como para la escritura es necesario perder
algo para que pueda emerger algo genuino y ocasional;
porque no todo se puede decir y menos aún, conservar.
En este punto, vale la pena recordar las condiciones
y cualidades que propone la doxografía al plantear “dos
aspectos complementarios: por un lado, el hecho es un
factum, una fabricación, una ficción; y por otro, esta ficción
es discursiva, es un efecto de significante, ella misma, eficaz
y productora de efectos” (Cassin, 2012, p. 39). La
operación simbólica que impulsa leer supone al mismo
tiempo una escritura, cuya inscripción deja huellas en el
medio del decir; es allí donde es posible situar el pasaje
entre las palabras de Otro y el instante de llegar con una
letra propia.
Escribir un ensayo es un acto de coraje, que resiste
ser oprimido y doblegado por discursos dominantes, y que
deviene en un atributo que interroga e interpela sin
privilegiar su voluntad por la exactitud pero sin perder rigor
por la autenticidad. Escribir es homologable a pensar en voz
alta y soportar la incomodidad de no saber qué dejar, qué
perder y qué conservar, porque allí ocurre algo genuino
cuando el/la autor/a se deja habitar por esa inquietud; tal
vez, una de las formas posibles de nombrar un ensayo.
En eso, la escritura no puede evitar las
ambigüedades y dentro de ese propósito, cualquier intento
de comunicación verbal puede derivar en un equívoco, un
intento fallido que oscila entre el “bien decir” y el
“maldecir”, atributos de las leyes del lenguaje que Samuel

217
Beckett (1989) ilustra en un texto de extraordinaria
vigencia, Worstward Ho: “All of old. Nothing else ever. Ever
tried. Ever failed. No matter. Try again. Fail again. Fail
better” (Beckett, 1989, p. 101).15
Esta máxima oficia de gozne porque impulsa a la
acción, sin impedir pensar, y allí es donde algo insiste e
incomoda la trama con la que está hecha la estofa de un
ensayo. En otras palabras, es una manera de evitar que algo
se esconda, se encubra o se niegue.
Para concluir, escribir un ensayo es uno de los
nombres del preguntar, así como dirigir la vista, escuchar
un sonido o dejar en suspenso una inquietud. En ese
intersticio es posible situar la vacilación, la inconstancia de
ánimo y la incomodidad.
Portar un nombre propio en un ensayo por venir es
desplegar esa política fundacional. Solo se puede escribir si
hubo un tiempo germinal de lecturas, transferencias
mediante, que se pueden sintetizar en la expresión: dime
quién te escucha y te diré cómo preguntas. Uno de los modos
en que adviene la escritura es ese trayecto singular y
genuino “que abre él mismo sus puertas, es decir, que,
abriéndolas sobre sí mismo, se cierra pensando su propia
abertura” (Derrida, 2012, p. 407).

15 En español, Worstward Ho se ha editado como Rumbo a peor. La


traducción de la cita sería: “Siempre intentaste. Siempre fallaste. No
importa, intenta de nuevo. Falla de nuevo. Falla mejor”.

218
Referencias bibliográficas

Beckett, S. (1989). “Worstward Ho”. En Nohow on (pp.


100-128). Londres: John Calder.
Cassin, B. (2012). Jacques, el sofista. Lacan, logos y
psicoanálisis. Barcelona: Manantial.
Derrida, J. (2012). La escritura y la diferencia. Barcelona:
Anthropos Editorial.
Foucault, M. (2013). La inquietud por la verdad: Escritos
sobre la sexualidad y el sujeto. Buenos Aires: Siglo
Veintiuno Editores.
Grüner, E. (2015). El ensayo, un género culpable. En A.
Giordano (Comp.), El discurso sobre el ensayo en la
cultura argentina desde los 80 (pp. 59-72). Buenos
Aires: Santiago Arcos editor.
González, H. (2015). Ensayo y memorándum. En A.
Giordano (Comp.), El discurso sobre el ensayo en la
cultura argentina desde los 80 (pp. 211-230). Buenos
Aires: Santiago Arcos editor.
Jinkis, J. (2010). Indagaciones. Buenos Aires. Edhasa
editora.
Montaigne, M. E. de (1984). Ensayos completos. Libro
segundo. Buenos Aires: Hispamérica Ediciones
Argentina.
Müller, A. y Epple, B. (Cords.) (2009). Langenscheidt.
Diccionario Moderno Alemán. Berlín: Lagenscheidt.
Rubinsztejn, D. (2006). Modos de abstinencia. Buenos
Aires: Letra Viva.
Saer, J. J. (2017). La narración-objeto. Buenos Aires: Seix
Barral.

219
UNA DISLOCACIÓN NECESARIA:
DEL UNIVERSITARIO AL ESCRIBIENTE

Clara Castronuovo
Mauro Eyras

I
Sin digresiones diremos que la relación psicoanálisis
y universidad es una relación desproporcionada. Aún más si
de lo que se trata es del Psicoanálisis y la Universidad con
mayúsculas. La cuestión de la escritura triangula y complica
el desencuentro: ¿qué estatuto concederle a la escritura en
psicoanálisis en la universidad? ¿Es aún posible hacer algo
con esa desproporción?
La historia del psicoanálisis reúne una serie de
tendencias que redundan en este anudamiento psicoanálisis-
universidad. Primero el origen: Freud (2012a) instala
explícitamente la discusión. En 1919 publica el célebre
artículo que se titula con la pregunta sobre si debe el
psicoanálisis enseñarse en la universidad. El asunto está así
cernido al problema de la enseñanza. La respuesta freudiana
divide al interrogante entre la perspectiva del psicoanálisis y
la de la universidad. En este punto, Freud es categórico: el
psicoanálisis puede prescindir de la maquinaria universitaria,
puesto que cuenta con asociaciones destinadas a su
transmisión. Con este movimiento desmonta, así, la
cuestión universitaria del asunto de la formación en
psicoanálisis. Y un poco más lejos, podemos situar que este
gesto freudiano tuvo los efectos de una división de aguas

221
radical; se instala así un orden de extraterritorialidad para
un “verdadero” psicoanálisis con respecto a lo universitario.
Por su parte, al punto de vista de la universidad le
corresponden otros itinerarios. Freud (2012a) sitúa que la
perspectiva universitaria deberá reconocer de entrada qué
estatuto le concede al psicoanálisis en la formación, en
principio, del “médico y del hombre de ciencia” (p. 169).
Atravesado entonces por las tensiones políticas e
institucionales del momento, Freud espera de la universidad
un gesto de reconocimiento. Y aún más: enfatiza en que la
formación en psicoanálisis debe incluir mucho más de lo
que entonces se enseñaba en las facultades de Medicina.
Esto es: una Escuela Superior de Psicoanálisis implicaría la
transmisión de disciplinas tales como historia de la cultura,
mitología, psicología de la religión y ciencia de la literatura
(Freud, 2012b). Freud espera entonces que la universidad
se embarace de psicoanálisis. Ensaya, asimismo, una serie de
razones que abonan a la idea de que no solo es importante
sino necesario que la universidad no prescinda de este. Las
mismas están casi exclusivamente ligadas a la medicina –en
la medida en que resalta las “lagunas” en la formación de los
médicos e indica el beneficio de aprender nociones
analíticas como preparación para el estudio de la
psiquiatría– pero Freud también destaca que el psicoanálisis
concierne al estudio de ramas del saber del ámbito de la
filosofía. Así, la universidad toda “únicamente puede
beneficiarse con la asimilación del psicoanálisis en sus
planes de estudio” (2012a, p. 171).
Hasta aquí pueden señalarse, entonces, tres especies
del psicoanálisis indicadas e incluso engendradas por este

222
gesto freudiano: existiría el riesgo de un psicoanálisis
silvestre (un riesgo tanto para la comunidad analítica como
para el paciente, según advierte Freud); a la vez, habría un
psicoanálisis oficial o legítimo (ligado a sus instituciones);
pero junto a ellos destacamos el alumbramiento de lo que
llamaremos un psicoanálisis universitario.

II

El sueño de la razón engendra monstruos. Así


denuncia uno de los grabados de la serie “Caprichos” del
pintor español Francisco de Goya. Producida entre los años
1797 y 1799, la obra porta la marca de ser hija de la Razón.
Lacan (2012) se sirve de la leyenda para deslizar que el
“sueño del saber produce monstruos, a decir verdad,
civilizados” (p. 321). El juego significante en francés entre
sueño y suma da la pista de que es la suma del saber la que
engendra monstruos civilizados. Esta indicación lacaniana
se enmarca en el cierre del congreso sobre enseñanza de la
Escuela Freudiana de París, celebrado el 19 de abril de
1970, y concierne indudablemente a la cuestión del
Discurso universitario.
De entrada, la formalización lacaniana nos previene
de que en términos lógicos nuestro psicoanálisis
universitario sería más universitario que psicoanalítico.
Lógicamente, una suerte de oxímoron. En este caso, el giro
de los cuatro términos que da origen al discurso
universitario implica que “el saber tiene la sartén por el
mango” (Lacan, 1992, p.216). El lugar que mueve al
discurso –el saber en el lugar del agente– es entonces un

223
lugar de pretendido todo-saber. Así, este discurso que no es
sino el discurso del Amo pervertido, da cuenta de un modo
particular de circulación del saber. Y es justamente allí
donde “se define el resultado, el fruto, (...) de las relaciones
entre el maestro y el esclavo”. En este punto, Lacan (1992)
se dirige directamente a los estudiantes señalándolos como
los productos de la universidad, su plusvalía, “aunque solo
fuera en esto: no solo consienten sino que aplauden (...) que
salgan allí igualados como unidades de valor” (p.217). En
palabras de Peusner (2008):

Lacan planteaba que el agente de este discurso es el


saber. Ese saber se escribe y debe ser entendido como
una serie de cadenas significantes articuladas de tal
manera que produzcan textos. Así es que la burocracia
está sostenida en una serie de cadenas significantes que
organizan determinado asunto mediante un
procedimiento. En tales sistemas burocráticos, si uno
está insertado tiene que decidir si acepta o no el lugar de
objeto que el procedimiento le asigna. Entonces, el saber
que funciona como agente de este discurso es un saber
evaluatorio, es un saber que no pregunta por la causa de
lo que ocurre. Sólo establece si el nivel exigido es
alcanzado o no por el sujeto que, al estar sometido a un
régimen tal, queda representado en el sistema por la letra
a minúscula. Nada más alejado, entonces, que la
posición del sujeto a la que sólo se puede acceder
“cayendo” del sistema, abajo a la derecha, en $. Ahora
bien, lo insensato del sistema, el gran sinsentido que
acarrea la burocracia, es efecto del lugar del S1 en la
estructura ya que, en este discurso, el S1 ocupa el lugar
de la verdad. Así es que es el poder lo que está en juego

224
en el sistema y no el saber, como en ocasiones
ingenuamente se cree. (p.52).

Dando un paso más, puede indicarse que, si en


Freud aún la cuestión de los imposibles queda en cierto
modo a cuenta de su sujeto (del analista, del gobernante y
del maestro), el planteamiento de la cuestión en términos
lacanianos permite reubicar a la imposibilidad en el
discurso mismo. ¿Cuál sería entonces el imposible en juego
en el discurso universitario? La imposibilidad estaría dada
por el hecho de que no es posible de rellenar de saber todas
las fallas (Alvarez, 2006). En este sentido, podría señalarse
que el dominio del saber del Discurso Universitario no
alcanza: no en el sentido de la impotencia, sino en que
siempre va a estar en insuficiencia respecto de suturar las
fallas del Otro; algo de la monstruosidad se conserva muy a
pesar de los intentos civilizatorios. Sería este el resto o el
exceso que no puede ser absolutamente cernido en esta
relación entre el agente –S2– y el Otro –a–.
Ahora bien, es en el marco de este discurso que
presupone al lenguaje y determina la palabra (Lacan, 1981)
que ubicamos la gesta y la producción del psicoanálisis
universitario. Bajo las mallas del mismo, entonces, se
producen así toda una serie de textos de diversa índole que
se inscriben en esta forma reproductivista de la maquinaria
universitaria. A todas luces burocráticos, estos textos-velo no
están sino sindicados a la pretensión de todo-saber.
Diríamos incluso que hay cierta traducción del saber en
tanto función que concierne al discurso del psicoanálisis a la
dimensión epistemológica del texto –o mejor: un

225
achatamiento del saber al saber epistémico. Así, esto tiene
necesariamente un efecto psicologizante para el psicoanálisis
en sí mismo. Esta referencia no se inscribe sino en la
problemática –diversa respecto de la época de producción
freudiana– de la relación del psicoanálisis con las facultades
de Psicología. Sin embargo, no señalaremos una vez más la
harta referida divergencia entre la psicología y el
psicoanálisis, sino que cabría preguntarnos mejor si es
posible –o aún deseable– una Facultad de Psicoanálisis tal
como Freud anhelaba en términos de Escuela.
En este marco, ¿qué lugar para la escritura? De
manera irrefutable la misma comporta en la universidad
una dimensión de velo. Esto en la medida en que el
universitario participa de su propia burocratización; está en
un punto obligado a ofrecerse a los circuitos de las
evaluaciones y a las legalidades propias de la epistemología.
Quien escribe aparece en cierto modo en posición de falta
con respecto al agente como saber pretendidamente
absoluto –del que los contenidos mínimos no son sino uno
de sus nombres. Así, de lo que se trata entonces es de la
transformación del saber en una producción incesante de la
falta de saber (Lutereau, 2012). Un hacer carrera que
mantiene a punto la maquinaria universitaria: “se espera de
ustedes cierta producción” les imputa Lacan a los
universitarios (1992, p.199). Estos textos-velo se ubicarían,
así, en el encadenamiento burocrático que presupone una
manera privilegiada de decir la Cosa; su fundamento está en
un querer-decir originario que presupone que habría una
manera de decir (o de escribir) como modo de conquista
del saber.

226
III

Frente a este estado de cosas, la escritura


universitaria quedaría reducida a uno de los mecanismos de
consolidación del psicoanálisis universitario. ¿Cuál sería
entonces la salida? ¿La habría?
Evidentemente, una escritura consignada a la
reproductibilidad del saber es solidaria con la
comunicabilidad del mismo, condición que sabemos
necesaria para su circulación dentro de una comunidad
científica.
No obstante, previo a ello, debemos considerar que
la escritura opera como articulador intersticial de las
elaboraciones que habitan el límite mismo del concepto en
psicoanálisis (Serena, 2019). Reubicar esto en la escena, es
un intento de ir a contrapelo del discurso universitario que
reprime las condiciones de producción del saber, marcadas
por la errancia, el azar y la provisionalidad.
Lacan decía que el saber engendra su propio origen,
encubriendo que el mismo es, como bien decía Niestzche,
un chiquero. A partir de este olvido, el saber aparece para el
universitario como algo dado que debe hacer pasar. ¿Acaso
esto comporta algún efecto de transmisión?
Escribir lo que ya se sabe se tensiona con el hecho
de que la escritura se despliega a partir de las marcas del
discurso, y el sintagma del inconsciente estructurado como
un lenguaje da habida cuenta de ello. La materialidad del
lenguaje –eso que Lacan ubica en la noción de letra– es una
huella que al devenir significante se transforma en

227
borradura, instaurando el drama mismo por excelencia para
el parlêtre, en la medida en que en la lengua, la referencia
como tal, falta. Queda develado, así, que aquella manera
privilegiada de decir la Cosa que se le podría suponer al
psicoanálisis universitario no es más que un modo en que el
Amo hace marcar el paso.
El inconsciente es un aparato de escritura que cifra
un goce y lo devuelve como síntoma que implica al sujeto
en su verdad, entonces:

Si el estilo del inconsciente es este discurso con


sobrecarga argumentativa –cuidado por el
enmascaramiento de la verdad más escondida– es porque
su valor de verdad se le escapa: la verdad allí habla, pero
no puede decir la verdad. Ese valor reside en el objeto
caído de la castración, objeto que el significante no
puede registrar sino como ausencia. Pero si el campo de
análisis no puede ser otro que el del lenguaje, ese objeto
no podemos recogerlo sino en algo que es efecto del
lenguaje: un estilo, una especie de exceso singular que
diferencia modos retóricos en marcos gramaticales,
exceso singular que denota una falta que en sí no puede
ser singular. (Glasman, 1990, p.25).

Podemos convenir en que la función del olvido es


concomitante a la escritura y disyuntiva al conocimiento
acumulativo y progresivo de la maquinaria universitaria.
Por lo tanto, resulta un lugar incómodo para quien escribe
en la universidad. Su resultado, el texto, ¿es un producto
conforme a los estándares de reproductibilidad o se permite
instalar un suspenso, un hiato, entre la concatenación de

228
significantes que estructuran al saber universitario? Es
justamente en esta línea que situamos la posibilidad de que
el texto haga síntoma en lo universitario. O mejor:
indicamos la noción de texto-síntoma para señalar esta
especie textual en la que la escritura, en la medida en que
presupone el olvido del saber, detiene la circulación de la
burocracia.
Si nuestro escrito se inicia con una inquietud por la
cuestión de la escritura en psicoanálisis es precisamente
porque pretende poner en funcionamiento lo que el
psicoanálisis evidencia respecto de la escritura como soporte
del inconsciente en la experiencia escritural en la
universidad.
La encrucijada de escribir es constatar que los
caminos se cruzan, puesto que el querer-decir originario,
como modo unívoco de nombrar la Cosa, se pierde en la
operación misma de la escritura. Allí podría inscribirse
también la pérdida de quien escribe, a condición de poner
en juego la división entre enunciado y enunciación, y sus
consecuencias.
Contamos ya con el antecedente de Freud, quien
hacía uso

del verbo erraten (traducido por “colegir”, y también por


“adivinar”), que describe la tarea del analista en términos
de una conclusión que no sigue la vía del razonamiento,
pero que tampoco es azarosa, sino que es consecuencia
de la puesta en conjunción de una serie de elementos
(Escars, Altman, Croceri, Jaitovich, Luján, Pedevilla y
Quintana, 2004, p.6).

229
Nos acercamos, así, a la dimensión de la conjetura
como una apuesta en la que quien escribe está dispuesto a
embarrarse en el chiquero del no-saber.
Este pasaje no se trata de un no-saber en el sentido
de la evaluación –en la cual el sujeto se constata en menos
respecto de él– sino que instala a quien escribe como
alguien que propone una red perforada y ficcional, donde el
saber por estar agujereado –y en algún punto perdido–
puede ser conquistado.

IV

Barthes (2005), en “Del habla a la escritura”,


apunta que “estamos obligados, por la comedia de la
escritura a inscribirnos en alguna parte. ¿Cómo pagamos esa
inscripción? ¿Qué otorgamos? ¿Qué es lo que ganamos?”
(p.9). Así, se juega para quien escribe un modo de hacerse
representar por su texto. Para ello, si se siguen los
lineamientos del discurso universitario –tal como hemos
situado hasta aquí– el sujeto queda completamente excluido
del juego. Esto no deja de ser en cierto modo tentador en la
medida en que el universitario solo tendría que seguirle el
juego al Amo haciendo de pasador del saber.
Si del discurso no puede prescindirse –caso
contrario uno se vuelve afásico (Lacan, 1981)– la pregunta
por la salida de lo universitario no es otra que la de su
entrada para, en todo caso, poder encontrar allí un modo de
hacer trampa (Peusner, 2008). Esta figura se nos presenta al
modo de una utilización de los elementos que ya estaban
presentes de inicio en el sistema aunque su operatoria

230
estuviera prescripta en otro sentido. La escritura no ofrece
entonces una vía única de inscripción: la conjetura nos
aparece como un modo de recusar las garantías,
reinstalando en su seno la cuestión del olvido y el posible
rehallazgo. Lo que se recupera así es la dimensión del sujeto
como efecto del lenguaje contra la idea del escribiente como
objeto del Otro.
En definitiva, encontramos en la escritura una
herramienta política afín a la teoría de los discursos que
propone Lacan, constituida como un modo de leer las
relaciones de poder que definen el lazo social. Ahora bien,
¿por qué resultaría valioso esto para el psicoanálisis?
La perspectiva reproductivista del saber lleva a
pensar que el discurso psicoanalítico contiene en su interior
la posibilidad de desplegarse sistemáticamente, reinstalando
así la pretensión de un saber totalizado, sin fallas. No
creemos que sea este un modo de reinventar el psicoanálisis
como práctica discursiva capaz de desbaratar el intento
civilizatorio del saber.
Si hay una posibilidad de transmisión en la escritura
es necesariamente por la vía del acto de escribir. Es en esta
encrucijada que supone la escritura donde ubicamos la
posibilidad de la operatoria de la castración y de la
consecuente chance de barrar al erudito.

231
Referencias bibliográficas

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Lacan. La formalización del lazo social. Buenos
Aires: Letra Viva.
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232
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Serena, I. (2020). Una investigación sobre la Función de la
Escritura en la Clínica Psicoanalítica. Psicoanálisis
en la Universidad, (3), 139-153.

233
Texto invitado
EL OFICIO DE ESCRIBIR
De la aventura de la imaginación creadora al pánico de la
página en blanco

Esther Díaz de Kóbila

“Escribir, me dije, era iluminar con la linterna


los rincones en penumbra y, en la medida de
mis posibilidades, desvelar lo que otros trataban
de esconder. Existen dos tipos de narrador que
se encuentran en una lucha constante. Uno
entierra y esconde, mientras que el otro cava
para desvelar”.
(Henning Mankell, Arenas Movedizas)

Cuando yo aún era profesora en esta Facultad 16, no


se aplicaba el Trabajo Integrador Final. La primera noticia
que tuve del mismo fue hace unos años, cuando mi nieta
Agustina17 me contó que trabajaba en él desde hacía un
tiempo. Estaba contenta, creo que podría haberla situado en
el polo festivo de la aventura de investigar y escribir, mucho
de lo cual lo debía a la valiosa guía de su tutora y al cariño
que sentía por ella. Todos sabemos, porque seguramente
alguna vez lo hemos vivido, que la aventura de escribir
puede ser muy feliz, pero también amarga cuando el trazo

16 [Nota del Editor] La Facultad de Psicología de la Universidad


Nacional de Rosario.
17 A quien agradezco sus sugerencias para la realización de este trabajo.

237
sobre la superficie de inscripción, para decirlo en lenguaje
derridiano, se resiste.
En el momento de recibir la invitación para el
encuentro de 2019 (no me acuerdo la fecha) 18, dudé en
aceptar, porque no tenía más conocimiento que el expuesto
de esta nueva experiencia y porque después de casi 50 años
de hablar de temas epistemológicos no se me ocurría qué
podría decir. Se trató entonces de una invitación para una
exposición oral breve, que después se decidió convertir en
discurso escrito, es decir, en texto. Traté en el comienzo de
dar a lo expuesto oralmente una forma que lo hiciera más o
menos publicable, manteniendo en lo posible el hilo y el
estilo coloquial de aquella exposición. Pero, en la medida
que este escrito, como todos, se aleja de las intenciones del
que escribe, se convirtió en el disparador de un giro
reflexivo –y autorreflexivo– sobre la práctica docente, y
necesité introducir algunos señalamientos antes no
expuestos en reemplazo de otros.
El Trabajo Integrador Final es la culminación de un
largo camino de producción de textos que recorremos desde
el momento que ingresamos a la Universidad. Y todos
sabemos, porque lo hemos vivido, que ese camino no ha
sido un lecho de rosas, en cierta medida porque en las
etapas anteriores de la educación no hemos recibido
suficiente o conveniente orientación para practicar el “arte
de escribir” pero, sobre todo, porque en la Universidad
debemos aprender no solo los conocimientos disciplinares,

18 [N. del E.] Se refiere a las II Jornadas TIF “La palabra inevitable”,
realizadas por Producción Crítica y TIF en la Facultad de Psicología de
la Universidad Nacional de Rosario, noviembre de 2019.

238
sino también, y paralelamente, a leer y escribir textos
académicos –síntesis, informes, artículos, monografías,
ensayos, tesis, etc.– cuyas reglas específicas desconocemos y
que nos resultan casi siempre muy difíciles de comprender,
asimilar y aplicar, a fin de incorporarnos activamente al
ejercicio de los “juegos de lenguaje” académico.
Muy frecuentemente se plantea la situación a la que
se refiere Alicia Vázquez (2005) en “¿Alfabetización en la
Universidad”?, un cuadernillo de la Serie publicada por la
Secretaría Académica de la Universidad de Rio IV,
situación que conozco bien por haber participado
reiteradamente de ella: cotidianamente, dice, los profesores
universitarios comentan que los estudiantes leen poco, que
manifiestan dificultades en comprender lo que leen, que
tienen serios problemas en expresar sus ideas por escrito,
atribuyendo esas deficiencias a los niveles previos del
sistema educativo, suponiendo que la adquisición de las
habilidades de estudio y de competencias lingüísticas es
responsabilidad exclusiva de los docentes de la escuela
primaria y secundaria. De este modo, los profesores del
nivel superior, por lo general, consideramos que nuestra
tarea específica es la de enseñar contenidos disciplinarios y
no la de ocuparnos de promover actividades tendientes al
desarrollo de las estrategias necesarias involucradas en la
lectura, el procesamiento y la producción del lenguaje
escrito.
Aunque muchas veces haya una relación de
interdeterminación entre teoría y práctica, entre nuestras
concepciones pedagógicas y la configuración de nuestra
práctica, también existen contradicciones, tensiones,

239
discontinuidades entre lo que pensamos y lo que hacemos.
Quizá por ello y, a veces, obligados también por las
condiciones materiales de la práctica, ocurre lo que describe
Paula Carlino (2005) en Escribir, leer, y aprender en la
universidad. Una introducción a la alfabetización académica:
por críticas que sean nuestras convicciones, con frecuencia
en nuestras clases colocamos a los alumnos en situación de
escuchar nuestra exposición, tomar apuntes y, terminada la
clase, de leer la bibliografía indicada y preparar, de tanto en
tanto, algún trabajo escrito. El modelo de “la educación
bancaria” que lamentaba Paulo Freire (2015) y que muchos
de nosotros hemos repudiado y repudiamos con él: más allá
de nuestras tomas de posición teórica, nuestras prácticas nos
convierten con frecuencia en meros transmisores de
información; recíprocamente, los alumnos se ven a sí
mismos como receptores de nuestros conocimientos.
Cuando esto ocurre, continúa Carlino (2005),
constatamos con sorpresa que somos los docentes los que
más aprendemos: investigamos y leemos para preparar las
clases, reconstruimos lo leído en función de objetivos
propios –por ejemplo, conectando textos y autores diversos
para abordar un problema teórico–, escribimos para
planificar nuestra tarea y explicar a otros lo que recogemos
como producto de años de estudio. Puede ocurrir que
nuestras clases sean, incluso, magistrales, pero resultarán
inútiles: el joven que no esté motivado se preparará
ligeramente para intentar salir airoso de los exámenes, y
aquél al cual les resulten útiles poco las necesitará, pues será
capaz de aprender autónoma y autorreguladamente. Y,
desde el punto de vista de la lectura-escritura, nada indica

240
que los estudiantes resulten provistos de las herramientas
necesarias para la comprensión crítica y suficientemente
motivados para emprender, ellos mismos, una serie de
acciones vinculadas al estudio, análisis, selección,
integración, puesta en relación, reelaboración de la
información obtenida y, si se trata de volcarla en textos, de
aplicar las reglas de cohesión, coherencia, argumentación,
etc, propias de la escritura académica.
¿Cómo hacer para que los estudiantes adquieran las
competencias para comprender, producir conocimiento
científico, para familiarizarse con los procesos y prácticas
discursivas y de pensamiento específicos, sus modos propios
de indagar, de leer, de escribir, desarrollados en el ámbito
académico y sus diversas áreas?
Por alguna razón, no puedo evitar traer en nuestro
auxilio al Ludwig Wittgenstein (1953) de las Investigaciones
filosóficas. Recordemos aquella, en su momento novedosa,
teoría de los “juegos de lenguaje”: en su forma natural del
discurso ordinario, decía el otrora autor del Tractatus, y
alejándose de sus planteos en el mismo, el lenguaje se
asemeja a una caja de herramientas con muy diversas
aplicaciones: las palabras, como las herramientas, sirven
para muchas funciones.

Piensa en las herramientas de una caja de herramientas:


hay un martillo, unas tenazas, una sierra, un
destornillador, una regla, un tarro de cola, cola, clavos y
tornillos.— Tan diversas como las funciones de estos
objetos son las funciones de las palabras (Wittgenstein
1953, párr. 11).

241
Y su significado nos remite a su uso en el entramado del
lenguaje, las acciones, la vida social, el mundo psíquico e
intelectual. “Llamaré también «juego de lenguaje» al todo
formado por el lenguaje y las acciones con las que está
entretejido” (1953, párr. 7).
El lenguaje puede describirse como juego, pero los
juegos de lenguaje son múltiples y diversos, todos tienen
cierto “aire de familia”, todos están sometidos a reglas que,
a veces, se construyen o modifican a medida que se juega.
Tal vaguedad necesaria le es esencial al lenguaje, si ha de ser
entendido como una “actividad”, como una “forma de
vida” (Wittgenstein, 1953, párr. 23) de las que forma parte.
El lenguaje al que había entendido como el “espejo de la
naturaleza” y el significado como dependiente de la
verificación, en su nueva perspectiva pragmática el primero
es acción y “el significado de una palabra está dado por el
uso que se hace de la misma en el lenguaje” (1853, párr.
43). Usos y contextos, tienen ahora la palabra.
Hay innumerables géneros diferentes de empleo de
todo lo que llamamos “signos”, “palabras”, “oraciones”. Dar
órdenes y actuar siguiendo órdenes, describir un objeto por
su apariencia o por sus medidas, relatar un suceso, hacer
conjeturas sobre el suceso, formar y comprobar una
hipótesis, presentar los resultados de un experimento
mediante tablas y diagramas, adivinar acertijos, traducir de
un lenguaje a otro, suplicar, agradecer, maldecir, saludar,
rezar, etc. Y esta multiplicidad no es algo fijo, dado de una
vez por todas, sino que nuevos tipos de lenguaje, nuevos
juegos de lenguaje, como podemos decir, nacen y otros
envejecen y se olvidan. Hay que tener a la vista la

242
multiplicidad de los juegos de lenguaje, dice Wittgenstein
(1953): jugar esos juegos y jugar el juego de lenguaje
académico supone aplicar unas reglas específicas, que se
comprenden, aprenden, y son aplicadas, usando el lenguaje
académico y participando en la forma de vida que le es
propia.
No sé si el juego de lenguaje wittgensteiniano goza
hoy de vitalidad, pero creo que aún puede ayudar al
docente que, además de enseñar lo que sabe en su
disciplina, piensa que también es parte de su tarea
convertirse, de algún modo, en maestro de un idioma
extranjero, y acompañar a los jóvenes en el aprendizaje y
uso de ese lenguaje, el lenguaje académico, alentándolo a
participar de ese juego y a integrarse a esa forma de vida.
Afortunadamente no todos los docentes piensan que su
tarea específica se reduce al área de la enseñanza de los
contenidos específicos de la materia; muchos se preocupan
por las dificultades orales y escritas de los ingresantes
aunque no sepan, quizá, qué hacer pedagógicamente para
ayudarlos; otros inventan estrategias, plantean actividades
que a propósito de los contenidos de conocimiento,
favorecen la apropiación y puesta en práctica de las reglas
del juego del lenguaje académico de parte de los jóvenes.
Reglas que, no olvidemos, afortunadamente “a veces, se
construyen o modifican a medida que se juega”.

El espacio del TIF, la cantidad y calidad de buena


parte de los trabajos que allí se presentan, ponen de relieve
que a medida que los estudiantes, día a día, asisten a sus
clases, participan en diversas instancias de la vida

243
académica, interactúan con sus compañeros, comparten con
ellos y enfrentan juntos los desafíos que se les presentan,
con la cercanía, o no, de los profesores, muchos de ellos
debido quizá a su motivación, a la contención de sus
docentes más próximos, sobre todo de los jóvenes auxiliares
de Cátedra, sobre los cuales cae buena parte del peso del
funcionamiento académico, y, desde luego, de la guía de sus
tutores, logran llegar a la meta que no es otra que, más allá
de presentar su trabajo y graduarse, la de estar listos para
alcanzar, como lo decía Kant (2000) en “¿Qué es la
Ilustración?”, la “mayoría de edad”, ser capaces de pensar
por sí mismos y ya no depender de la tutela de otros.
Es claro que los textos que produzcan, el TIF al
igual que cualquier otro, como dice Paul Ricoeur en Del
Texto a la Acción. Ensayos de Hermenéutica II (2010), es
resultado de una actividad práctica, de una técnica de
escritura, incluso de un oficio. El oficio de escribir. Un
trabajo que se objetiva en su producto, la obra, cuyos rasgos
distintivos son la composición, que hace que el discurso sea
una narración, un poema, un ensayo, etc., la pertenencia a
un género literario –en nuestro caso el género académico–,
y el estilo individual. El estilo que caracteriza al autor, que
más que un hablante es el artesano que trabaja en el
lenguaje.

Composición, pertenencia a un género, estilo individual,


caracterizan al discurso como obra. La palabra misma
´obra´, revela la índole de estas categorías nuevas; son
categorías de la producción y el trabajo; imponer una
forma a la materia, someter la producción a géneros,
producir un individuo, son otras tantas maneras de

244
considerar el lenguaje como un material a trabajar y
formar, con lo cual, el discurso se convierte en el objeto
de una praxis y una téchne (Ricoeur, 2010, p. 101).

Esta metáfora artesanal, nos lleva a pensar la


producción de nuestros textos como la realización de un
trabajo que se vale de herramientas, se aplica a un material y
remata en un producto. Como lo hacen los trabajadores de
cualquier oficio. Tales instrumentos y herramientas, son
específicos, los que requiera la naturaleza del trabajo. El
oficio de escribir requiere, más allá de los recursos
materiales y simbólicos y entre éstos, de aquel que
convertirá al discurso en texto: la lectura. “En efecto, la
escritura reclama la lectura según una relación que, dentro
de poco, nos permitirá introducir el concepto de
interpretación” (Ricoeur, 2010, p. 138). Y cuenta entre sus
materiales los textos que hacen a la cultura de nuestras
disciplinas y que a veces poseen la rara propiedad de marcar
discontinuidades, de introducir umbrales y constituir
aventuras colosales en el arte de escribir, es decir, de
inventar nuevos estilos de escritura, como ocurrió en la
filosofía francesa de mediados del siglo pasado.
Dice Alain Badiou (2005) en “Panorama de la
filosofía francesa contemporánea”, que a partir de los años
cincuenta y sesenta, asistimos a un cambio espectacular en
la lectura-escritura filosófica. El proceso de profunda
transformación transcurre entre 1943 y fin del siglo XX. Su
punto de partida: las dos grandes corrientes de la filosofía
francesa, la filosofía de la vida (Bergson), la filosofía del
concepto (Brunschvicg); la discusión era sobre la vida y el

245
concepto. El elemento organizador del devenir de la
filosofía francesa: la cuestión del sujeto, interrogado en
cuanto a su vida subjetiva, animal, orgánica, en cuanto a su
pensamiento, capacidad de abstracción, capacidad creadora.
Operaciones: lectura innovadora de los filósofos alemanes,
Nietzsche, Heidegger, Husserl, etc.; esfuerzos por arrancar a
la ciencia del campo cerrado de la cognición para
compararla con la actividad artística, creadora, por
comprometerla en las situaciones políticas, por aproximarla
a los nuevos estilos de vida modernos. De lo cual resultaron
nuevos estilos filosóficos: deconstrucción, genealogía,
hermenéutica (francesa), etc., nuevas escrituras.

Asistimos entonces a un cambio espectacular en la


escritura filosófica. Muchos de nosotros estamos
habituados a esta escritura, la de Deleuze, la de Foucault,
la de Lacan, y no nos representamos adecuadamente
hasta qué punto ésta es una ruptura extraordinaria con el
estilo filosófico anterior. Todos estos filósofos han
intentado tener un estilo propio, inventar una escritura
nueva; quisieron ser escritores. En Deleuze o en
Foucault, ustedes encuentran algo completamente nuevo
en el movimiento de la frase. La relación entre el
pensamiento y el movimiento de la frase es
completamente original. Tienen un ritmo afirmativo
novedoso, un sentido en la formulación del enunciado
que es también extraordinariamente creativo. En
Derrida, se encuentra una relación complicada y
paciente de la lengua con la lengua, un trabajo de la
lengua sobre sí misma, y el pensamiento pasa por el
trabajo de la lengua sobre la lengua. En Lacan, tenemos
una sintaxis espectacularmente compleja que remite

246
finalmente a la sintaxis de Mallarmé, heredera directa de
la sintaxis de Mallarmé y, en consecuencia, de la sintaxis
poética (Badiou, 2005, p. 181).

Esos raros momentos de transformación de la


escritura en un campo de trabajo intelectual determinado,
pueden ser un estímulo poderoso para las lecturas y las
relecturas, las indagaciones y las discusiones, los “conflictos
de las interpretaciones”, al tiempo que algunas de esas obras
críticas, controversiales y creativas, llegan a provocar en el
que lee fuentes de emociones intensas, como el amor, o su
contrario que, como sabemos, en determinadas condiciones
actúan como factores desencadenantes de nuevas
producciones que, en el mejor de los casos, nos llevarán a
intentar poner en práctica lo mismo que ellos enseñan:
convertirnos en lectores –y escritores– críticos.
La escritura no se reduce a la fijación, que pone al
acontecimiento discursivo a resguardo de la destrucción:
ella convierte al texto en algo autónomo de las intenciones
del autor, lo que el texto significa no coincide con lo que el
autor quiso decir. Este desfasaje es condición de posibilidad
de la comprensión, que no es la captación de la intención
del autor sino la del texto; la comprensión, mediada por la
lectura o el lector, de la “proposición de mundo” que el
texto plantea, por la acción conjunta de la composición, la
codificación, la estilización que convierte al texto en obra.
Pero el “mundo del texto” no solo puede hacer estallar el
mundo del autor, las condiciones psicológicas de su
producción, también sus condiciones sociales, su contexto
originario y proyectarlo afuera, lo que hace posible una serie

247
ilimitada de lecturas situadas en contextos socioculturales
diferentes. Desde ambos puntos de vista, psicológico y
sociológico, el texto debe descontextualizarse para
recontextualizarse y eso es lo que hace precisamente el acto
de leer.
Lo que nos recuerda el concepto de “iterabilidad”
de Derrida (1998), la que depende de la comprensión de
que una cadena de significantes o de sonidos tiene esa
función en tanto son repetibles, si son susceptibles de ser
reconocidos como los mismos (y diferentes) en diferentes
circunstancias. Si un signo escrito es una marca que
permanece y no se agota en el presente de su inscripción, si
ella se repite lo hace con independencia del contexto
(presente de la inscripción, presencia del escritor, medio
ambiente, horizonte de experiencia, intención), a partir de
una ruptura con su contexto, que se habrá perdido para
siempre. Por las derivas de la iterabilidad, un signo, marca o
sintagma, puede ser sacado de su contexto originario e
injertado en otro. “Iteralibilidad”, aclara Derrida (1998),
viene de “iter, de nuevo vendría de itara, «otro» en
sánscrito, y todo lo que sigue puede ser leído como la
explotación de esta lógica que liga la repetición a la
alteridad” (p. 6).
Ningún contexto es de manera absoluta
determinable para estabilizar el sentido o un discurso, ni es
tampoco enteramente saturable. Lo que traerá aparejada la
crítica de Derrida (1998) a la hermenéutica que solo admite
válidos los sentidos que están determinados y controlados
por el contexto de producción de la emisión. Por el
contrario, para Derrida todo texto fuera de ese contexto

248
originario es productivo. Crítica de la hermenéutica que
nos hace recordar, más allá de sus diferencias, a la crítica de
Ricoeur de la hermenéutica romántica. Una coincidencia en
la diferencia, entre otras que señala Andréa Ugalde
Guajarro (s.f.) en “Escritura y ausencia. Un diálogo entre
Ricoeur y Derrida”.
Obviamente no estamos pensando en el espacio del
TIF, necesariamente, como un semillero de escrituras
revolucionarias, pero sí como un espacio en el que se invita
a los jóvenes a tratar de pensar –como aquellos maestros de
la cultura francesa de la segunda mitad del siglo XX–, en los
márgenes, en las lagunas, en los bordes, en los comentarios
a pie de página, en las intersecciones de escrituras opuestas,
e intentar poner en práctica un ejercicio de lectura-escritura
que “ilumine con una linterna los espacios en penumbra” y
“desvele lo que otros trataban de esconder”.

El lector crítico profundiza, socava, hace arqueología de


los textos. Descubre niveles, estratos; recupera
estructuras, identifica vestigios, Pero lo más importante,
allí donde alcanza su mayor fuerza, es el momento de
reconstruir todas las piezas, cuando arma el
rompecabezas del sentido, de la interpretación. Al lector
crítico, le corresponde volver a reconfigurar los textos;
elaborar un nuevo producto intelectivo a partir del cual
pueda juzgarse el primer objeto de lectura. Porque esta es
su principal tarea: valorar, aquilatar dar juicios
razonables sobre un texto. No se trata de mostrar una
(in)conformidad19 o convertir el texto en pretexto para

19 Lo agregado entre paréntesis es mío. A mi modo de ver, de eso se


trata justamente: de inconformidad, como insistiré después.

249
divagar sobre cualquier cosa; más bien es lo contrario: el
lector critico fabrica una opinión argumentada y
consistente (Vásquez Rodríguez, 2014, p. 13).

No es un ejercicio fácil en nuestro tiempo y


condiciones. La “revolución tecnocientífica” de mediados
del siglo pasado, impuso el paradigma tecnológico-
informático como el sello identificador del actual
capitalismo. El mismo penetra y toma fuerza en todos los
ámbitos, en la vida individual y colectiva, en los modos de
pensar, apreciar y actuar, motorizando cambios importantes
en nuestros habitus (digitales) y en lo político (crisis de las
instituciones democráticas), lo social (sociedad de
consumo), lo cultural (“industria cultural”, cultura del
entretenimiento), lo moral (hedonismo), lo científico
(donde se involucran no solo los científicos e ingenieros de
la época industrial, sino también empresarios, políticos,
gerentes, juristas e incluso medios de comunicación y se
desintegra definitivamente el viejo y dudoso mito de la
“neutralidad de la ciencia”).
Las transformaciones producidas por las tecnologías
de la información, que afectan todos los ámbitos de la vida,
particularmente el ámbito escolar, poniendo en crisis la
escuela, han sido objeto de críticas pesimistas y optimistas
de diversos grado, contando entre las más entusiastas de
estas últimas el “optimismo de combate” que proponía
Michel Serres en El contrato natural (1990), como
instrumento para afrontar el problema del cambio
climático. En su libro Pulgarcita, que alude a la fascinante
destreza de los pulgares de niños y adolescentes
desplazándose sobre el teclado del celular y que se nombra

250
en femenino porque reconoce el avance creciente de la
mujer, Serres (2014) pasa revista en tono auspicioso a las
sorprendentes transformaciones que han provocado y
provocan los nuevos artefactos y pantallas a nivel de las
relaciones humanas, las profesiones, las ciencias, las
costumbres, el trabajo, la cultura, el modo de pensar, las
circulaciones del saber, etc.
No obstante, ese “optimismo de combate”, no trae
ninguna linterna para explorar los “rincones oscuros” de la
realidad actual: por ejemplo, el de la silenciada contribución
de dichas tecnologías para que el puñadito de ricos de la
población mundial aumente exponencialmente su riqueza,
mientras crece la pobreza de las mayorías que, seguramente,
no tienen acceso a esas nuevas tecnologías y que, cuando un
pequeño número accede a alguno de esos equipos,
generalmente los celulares, éstos no son precisamente los de
“última gama”; o el de la globalización y el consumo; o el
de los inmigrantes y refugiados –notoria problemática de
su país–; o el de la “invisibilización” de los “desperdicios
humanos”, las “vidas desperdiciadas”, según las expresiones
de Zygmunt Bauman, entre otros. El “optimismo de
combate” es selectivo, pero cree que los procesos de
individuación y el nuevo “ego digital” es menos egoísta que
el viejo ego liberal, porque se sabe parte de redes más
amplias. Y analiza las consecuencias de todo ello, en
particular en la escuela, e invita a Pulgarcita y sus
congéneres a que sean productores del nuevo mundo.
En medio de este panorama, se reafirma la
necesidad de que la escuela en general y la Universidad en
particular, contra la pasiva aceptación de lo que se ve y de lo

251
que se lee en las pantallas, debe asumir la tarea de
transformar la información en saber, en conocimientos,
pues Serres (2014) mismo enfatiza que la información no es
conocimiento y que Pulgarcita puede haber recogido
mucha información por Internet sobre la ciencia de los
átomos, pero que no entenderá nada sobre los mismos sin
que un maestro, un profesor, se lo explique, llevándola de la
información al conocimiento. Y, al mismo tiempo,
estimulando en ella el desarrollo del pensamiento crítico. El
cual, creemos, requiere, contrariamente a lo que afirma el
autor de la última cita sobre el lector crítico, apoyarse en
una ética que le permita experimentar, juzgar, expresar,
gritar su inconformidad con lo que le resulta inaceptable.
Tarea difícil en la sociedad de la “modernidad
tardía” o “sociedad líquida”, que parece poco hospitalaria
con la crítica, observa Zygmunt Bauman en La Modernidad
Líquida (1999). Sin embargo, agrega, en algún sentido eso
no es así: ella ha encontrado el modo de acomodar el
pensamiento y la acción críticos permaneciendo inmune a
los efectos de ese acomodamiento: desactivada en su
potencia de “demolición de lo esclerosado” y de
“profanación de lo sagrado”, la crítica en la sociedad
mediatizada, luce fortalecida y no debilitada, atrevida e
intransigente, disfrutando los placeres de la libre expresión y
de la ausencia de límites, salvo el autoimpuesto de
cuestionar la sociedad globalizada. Como señala Castoriadis
(1991) en Le Délambrement de l´Occident, ya no reconoce la
alternativa de otra sociedad y por tanto se considera
absuelta del deber de examinar, demostrar, justificar y aún
probar la validez de sus presupuestos explícitos o implícitos.

252
Una sociedad autónoma, verdaderamente
democrática, afirma Castoriadis (1991), es una sociedad
que cuestiona todo lo predeterminado y que, en el mismo
acto, libera la creación de nuevos significados. Se trata de un
esfuerzo individual que parece casi imposible, pero siempre
es posible andar a contramano, moverse en contra del vacío
total de significaciones inherente a la sociedad capitalista
global, como no sean las significaciones provenientes del
dinero, el poderío tecnológico-militar, la notoriedad
mediática.

Contra todo ello, el objetivo siempre alcanzable, me


parece, es hacer del TIF un espacio abierto a la creación de
significaciones nuevas. Quizá, ciertamente, el contexto no
sea el más favorable: la lectura mediática no es la lectura
académica, la información, como lo señala el mismo Serres,
no es conocimiento. Pero, la apropiación de conocimientos
a partir de los textos académicos, exige que sean leídos
críticamente e interpretados poniéndolos fuera de su
contexto de emisión y produciendo nuevos sentidos. Así lo
pensaban, desde distintos lugares, Ricoeur y Derrida: todo
texto fuera de contexto, es productivo.
Volviendo al comienzo y para insistir en algunos
conceptos relativos a la lectura y la escritura en la
universidad, recordamos algunos aportes de N. O. García
Vera (2011) en su reporte de una investigación realizada en
la Universidad Pedagógica de Bogotá. Plantea allí que la
apropiación de los conocimientos, las estrategias
metodológicas, las estructuras conceptuales y categoriales
específicas de cada campo científico, están mediadas por

253
esas prácticas instituyentes de la cultura académica y piezas
fundamentales del proceso de enseñanza-aprendizaje: la
lectura y escritura. Lectura y escritura diferenciadas de otras
prácticas sociales de lectura y escritura, así como se
diferencian sus materiales y herramientas: la lectura opera
sobre textos del género teórico (libros, capítulos y reseñas de
libros, artículos de revistas científicas, informes de
investigación, etc.), cuyo estilo es el de la argumentación
racional.
El objetivo es que la lectura remate en un producto,
un informe escrito, un resumen, una reseña, una
monografía, etc., que dé cuenta de lo leído y comprendido.
En la Universidad hay diversas formas de lectura (y
escritura). En un extremo, la que lee para responder las
preguntas del docente y escribe para reproducir su discurso
y transcribir el texto indicado por aquél. No es escritura
académica: ésta supone abstracción, reflexión, crítica,
interpretación, producción de ideas, organización discursiva
y apertura a lectura de los otros y a la discusión racional.
Hay que tener en cuenta, como decíamos arriba,
que al ingresar el estudiante se encuentra con una cultura
nueva, un nuevo lenguaje, unos textos nuevos y unas nuevas
formas de leer y escribir, cuyas reglas no maneja. Con vistas
a ello, P. Carlino (2005), introduce el concepto de
“alfabetización académica”, que se refiere al “conjunto de
nociones y estrategias necesarias para participar en la cultura
discursiva de las disciplinas, así como en las actividades de
producción y análisis de textos requeridos para aprender en
la universidad” (p. 13).

254
La cultura académica, presupone dos elementos
interrelacionados: por un lado, una producción simbólica,
que implica un componente de orden mental
(conocimiento, valores y sensibilidades), un código y un
componente físico (significantes y expresiones), producto
del conocimiento codificado alfabéticamente y que circula
en el ámbito universitario en forma de textos –científicos y
académicos– y, por el otro, las prácticas de las comunidades
científicas que lo soportan y que, a la vez, lo
institucionalizan, mediadas por las relaciones entre el
trabajo, el poder y su reproducción. Se torna comprensible,
concluye García Vera (2011), encontrar también niveles
distintos de apropiación y enculturación de los sujetos que
se sumergen en ella.
En Los Herederos. Los estudiantes y la cultura, Pierre
Bourdieu y Jean-Claude Passeron (1964), atribuían estas
diferencias a las diferencias sociales. Las prácticas de lectura
y escritura que propicia la formación universitaria están
condicionadas, en importante medida, por la procedencia y
características socioculturales y las trayectorias culturales y
académicas de los estudiantes. Los jóvenes provenientes de
las clases acomodadas, burguesas, ingresan provistos de
habitus y de una cultura que les trasmite la familia y que
coinciden en buena medida con los que inculca la cultura
académica y que, a su vez, se corresponde con la cultura de
la clase dominante. Por ello, tienen mayor probabilidad de
avanzar exitosamente en sus trayectorias académicas porque
dominan, precisamente, el código de la cultura considerada
legítima.

255
Bajo el prisma de la ideología carismática,
meritocrática, esa herencia sociológicamente transmitida,
será vista como un conjunto de “talentos” o de “dones
naturales” de la inteligencia y de la sensibilidad. Para los
jóvenes provenientes de las clases desposeídas, desprovistos
de capital económico, del capital cultural requerido, de los
“talentos naturales necesarios”, la escuela es el único camino
para apropiarse de los bienes culturales que no han
heredado sociológicamente. Ellos podrán lograrlo, en la
medida en que dejen atrás sus culturas de origen y
adquieran, a costa de un muy difícil trabajo de
aculturación, los habitus y los contenidos propios de la
cultura dominante. Sólo a costa de grandes esfuerzos, ellos
pueden recorrer con éxito los estudios –sobre todo en el
nivel superior– para los que no estaban inicialmente
preparados.
Los Herederos, nos dejaba el sabor amargo de la
reproducción de la desigualdad social. Cuando Bourdieu
elabora el concepto de campo social como campo de
relaciones de fuerza en el cual la posición de agentes e
instituciones dependen del peso del capital que poseen, se
abre un senderito de esperanza. Los campos –entre ellos, los
estudiados por Bourdieu: educativo, artístico, de los medios
de comunicación de masas, y otros–, son diversos,
autónomos, tienen sus propias reglas de juego, sus formas
de capital específico y se encuentran interrelacionados. El
capital puede ser económico, social, cultural, según la
especificidad del campo. El capital cultural presenta dos
variantes: el capital adquirido en forma de educación y
conocimiento y el capital formado por las categorías de

256
percepción y juicio que permiten definir y legitimar valores
y estilos culturales, morales y artísticos.
Ahora las acciones de los sujetos no se presentan
como un producto directo de la posición de clase, sino
como resultado de las mediaciones propias de los distintos
campos. Ahora quizá haya lugar para un discreto
“optimismo de combate”. “Es porque conocemos las leyes
de la reproducción por lo que tenemos alguna oportunidad
de minimizar la acción reproductora de la institución
escolar” (p. 160) afirma Bourdieu (2005) en una entrevista
realizada en Tokio por dos profesores de esa Universidad de
esa ciudad, en 1989.
Las desigualdades existen (¡si lo sabremos cuando la
falta de recursos mediáticos durante la pandemia, ha dejado
a tantos esforzados estudiantes fuera de juego!), y las hay
muchas más que no tienen, al menos no en forma directa,
nada que ver con lo económico. Y hay que tomarlas en
cuenta para poner a andar los mecanismos compensatorios,
minimizadores, de las mismas e impedir las consecuencias
funestas. El Estado tiene los suyos (aunque no siempre esté
en condiciones de ponerlos en acción): regular la
competencia, proporcionar los medios para la enseñanza
masiva, poner al alcance de todos las nuevas tecnologías
digitales, dar subvenciones y becas, etc. La Universidad
también los tiene, porque no solo es un espacio de
apropiación de capital cultural, sino también un espacio de
encuentros, de establecimientos de vínculos y
comunicación, de vida social y académica, de capital social.

257
La graduación no es el producto de la presentación
y aprobación de un Trabajo Integrador Final, es un proceso
de formación más o menos prolongado, por el cual los
estudiantes adquieren las competencias de lectura y
escritura, de la comunicación y los conocimientos
necesarios.

El factor determinante para el éxito de este trayecto es


una adecuada integración académica y social del
estudiante. Esta se valora por la frecuencia y la
intensidad de los intercambios entre los sujetos,
elementos que contribuyen a la circulación de los
conocimientos y a la integración de este tejido de
relaciones y vínculos. Este entramado se considera como
la vida académica y se afirma que cuanto más frecuentes
e intensos sean los intercambios entre los agentes
participantes, mayor formación y eficiencia terminal
habrá (Sánchez Dromundo, 2007, p. 3).

La presentación de los trabajos integradores finales,


en el espacio del TIF, da cuenta del recorrido exitoso en el
camino de la formación, que no solo depende de procesos y
prácticas pedagógicos –claves para la proveer las arcas de
nuestro capital simbólico–, sino también y
fundamentalmente de una adecuada integración social y
académica. Como decíamos más arriba, los estudiantes día a
día asisten a sus clases, participan en diversas instancias de
la vida académica, interactúan con sus compañeros,
comparten con ellos y enfrentan juntos los desafíos que se
les presentan, cuentan con la contención y guía de algunos
docentes, van fortaleciendo el tejido de relaciones y vínculos

258
que contribuyen a la integración, al intercambio y la
circulación de conocimientos.
Pero no todos esos vínculos intersubjetivos son
siempre vínculos de solidaridad y de apuntalamiento
mutuo. No podemos olvidar que “la formación es un
proceso intersubjetivo cuyo resultado depende de la
frecuencia y la intensidad de las interacciones entre sus
participantes. Intercambios e interrelaciones que pueden
tener como propósito establecer alianzas o a veces la
exclusión de sus miembros”, tal como lo señala Sánchez
Dromundo (2007) en los comentarios finales de su trabajo.
No podemos olvidar que el campo universitario, como
todos, es un espacio de constante lucha de poderes que se
desarrolla según una lógica específica. El poder académico y
el prestigio intelectual o científico son los polos de esta
lucha, como lo expresaba Bourdieu en ese “libro para
quemar”, Homo Academicus (1984), donde asumía el
desafío de estudiar el campo universitario al que estaba
integrado.
El objetivo de esas luchas competitivas en las que
participamos todos los sujetos implicados en ese campo
(autoridades, docentes, estudiantes, administrativos, etc., en
diferente medida y con diferentes estrategias), es el poder
académico y el prestigio intelectual o científico. Y en el seno
de las mismas, puede ponerse en acto esa rara y sombría
propiedad de nuestro capital específico, la de transformar el
capital social en capital simbólico o hacer pasar aquel por
éste.
Pero, apelando al necesario “optimismo de
combate” de Pulgarcita, recordemos que en los campos se

259
dan también relaciones de solidaridad y logros comunes.
Juntos, los estudiantes van aprendiendo los “juegos de
lenguaje” académico, integrándose al “modo de vida”
correspondiente y practicando las operaciones propias del
“oficio de escribir”; van aprendiendo que, entre tantos
pesares sufridos en el trayecto de la formación –que no ha
sido, como decíamos al comienzo, un lecho de rosas–, el
pánico de la página en blanco no es más que uno de los
tantos desafíos que afrontamos y que constituye un gran
estímulo para penetrar y explorar ese mundo donde
murmuran las palabras y donde nuestras operaciones
artesanales, nuestros marcos conceptuales, y nuestra
imaginación creadora, permitirán seleccionarlas, manejarlas,
disponerlas, y objetivarlas en textos que viviremos con la
alegría de los logros.
En este sentido si bien el TIF es un trabajo
individual, nunca lo es en sentido estricto y no solo porque
en él resuenen las voces de los autores que leemos, aunque
se borren sus contextos, no solo porque los estudiantes
disponen a veces de la guía atenta de sus tutores sino,
fundamentalmente, porque sus temas, autores, estrategias
de abordaje, etc., se empiezan a definir en la experiencia de
la lectura y escritura en grupos, en sus discusiones y el
entrecruzamiento o intercambio de sus puntos de vista y
sus búsquedas comunes y en los borradores de artesanía
escritural que comparten (de modo potenciado gracias a los
nuevos medios digitales de comunicación). Juntos, los
estudiantes transitan ese itinerario que les conduce, incluso,
a la felicidad.

260
Recordemos que, según Platón, el bien moral
coincide con la felicidad, que es el fin propio de todo
hombre y está ligado a la virtud –la areté o excelencia– que
le es específica. Cuanto más se acerque a la perfección de su
trabajo, un artesano será más o menos virtuoso (excelente).
Un trabajador manual que realiza con excelencia su trabajo,
es un buen artesano, un artesano virtuoso, de lo que
podemos concluir, que él será un hombre feliz. ¿Cómo
sorprendernos de que en esas piezas de artesanía escritural
más logradas, que son algunos de nuestros textos portadores
de conocimientos, encontremos el “bien propio del
hombre” que es la felicidad? Bien que, según el filósofo
griego, sólo se consigue, en la vida social. Que en nuestro
caso es la vida académica.

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263
LOS Y LAS AUTORES Y AUTORAS

María Eugenia Arroyo


Psicóloga y Especialista en Psicología En Educación
(UNR). Doctoranda en Psicología (UNR). Docente
Investigadora en la Facultad de Psicología de la Universidad
Nacional de Rosario (UNR). Profesora para la enseñanza
Primaria.
maria_eugenia_arroyo@yahoo.com.ar

Juan F. Cammardella
Psicólogo y Profesor en Psicología (UNR). Maestrando en
Salud Mental (IUNIR). Docente Investigador en la
Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de
Rosario y del Instituto Universitario Italiano de Rosario.
juan.cammardella@hotmail.com

María Agustina Cánaves


Psicóloga (UNR). Maestranda en Psicoanálisis (UNR).
Docente Investigadora en la Facultad de Psicología de la
Universidad Nacional de Rosario.  
agustinacanaves@hotmail.com

Clara Castronuovo
Psicóloga (UNR). Maestranda en Clínica psicoanalítica con
niños (UNR). Docente Investigadora en la Facultad de
Psicología de la Universidad Nacional de Rosario. 
aclaracastronuovo@gmail.com

265
A. Martín Contino
Doctor en Psicología y Especialista en Psicología En
Educación. Psicólogo y Profesor en Psicología (UNR).
Docente Investigador en grado y en posgrado, en la
Facultad de Psicología de la Universidad Nacional de
Rosario (UNR), en la Facultad de Psicología del Instituto
Universitario Italiano de Rosario (IUNIR) y en la carrera de
Licenciatura en Psicopedagogía de la Universidad del Gran
Rosario (UGR).
martincontino@gmail.com

Javier Del Ponte


Psicólogo (UNR). Maestrando en Salud Mental (IUNIR).
Docente Investigador en la Facultad de Psicología de la
Universidad Nacional de Rosario y del Instituto
Universitario Italiano de Rosario.
dr.delponte@gmail.com

Mauro Eyras
Psicólogo (UNR). Docente Investigador en la Facultad de
Psicología de la Universidad Nacional de Rosario.
mauroeyras@gmail.com

Diego R. García
Psicoanalista. Psicólogo y Especialista en Psicología En
Educación (UNR). Doctorando en Psicología (UNR).
Docente Investigador en la Facultad de Psicología de la
Universidad Nacional de Rosario (UNR) y del Instituto
Universitario Italiano de Rosario (IUNIR). 
psicodie@gmail.com 

266
Miguel Angel Gómez
Psicólogo (UNR). Docente Investigador de la Facultad de
Psicología de la Universidad Nacional de Rosario.
Integrante del Comité Académico impulsado por el Área de
Publicaciones de la Facultad de Psicología (UNR) para
ediciones impresas y digitales. Responsable Institucional del
Repositorio Hipermedial de la Facultad de Psicología
(UNR).
miguelpsico63@hotmail.com

Ivonne Laus
Doctora en Educación por la Universidad de Granada
(España). Especialista en Psicología En Educación.
Psicóloga y Profesora en Psicología (UNR). Docente
investigadora en grado y en posgrado, en la Facultad de
Psicología de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) y
en la Facultad de Psicología del Instituto Universitario
Italiano de Rosario (IUNIR).
lausivonne@hotmail.com

Esther Díaz de Kóbila


Profesora en Filosofía (UNR), Especialista en Metodología
de la Investigación Científica y Técnica (UNER), Doctora
en Filosofía (PHD) por la Universidad de La Habana,
Cuba. Doctora en Ciencias por el Posdoctorado de la
Universidad de La Habana, Cuba. Investigadora (Cat. I) y
docente de grado y posgrado en diversas universidades
nacionales. Ha publicado diversos libros y artículos y
dirigido revistas y tesis de grado y posgrado.

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