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Ese Algo Especial - Carla Domínguez
Ese Algo Especial - Carla Domínguez
Carla Domínguez
Índice
Portada
Sinopsis
Portadilla
Cita
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Sinopsis
Una novela romántica juvenil con la que aprenderás que es mejor
arriesgarse y equivocarse que quedarse con las ganas.
¿Te gustaría saber qué rumbo tomó el grupo de amigos que conocimos
en Tal y como eres?
Unos terminaron la carrera y siguieron estudiando; otros se pusieron a
trabajar. Incluso uno de ellos se fue a vivir a Australia una temporada.
Clara continúa compartiendo piso con su hermano Kevin, lo que le ha
permitido estudiar un máster, seguir dando clases de refuerzo a niños y
ahorrar algo de dinero. Ella se niega a reconocerlo, pero en su corazón hay
alguien con quien no se atrevió a dar el paso en su momento.
Didi terminó el doble grado y decidió ponerse a trabajar para poder
pagarse un máster de Educación Inclusiva. Aunque sigue sin creer en el
amor (eso no es para ella), le encanta ver a sus amigos enamorados. Hasta
que se topa con la persona que le hace volver a sentir ese «algo especial»
que había experimentado tiempo atrás.
¿Se dejarán llevar Clara y Didi por sus sentimientos o, por miedo, se
quedarán con las ganas?
En Ese algo especial descubrirás que siempre es mejor ser valiente y
arriesgarse.
Porque a veces no necesitas sentir mariposas
para saber que estás ante la persona acertada.
Solo necesitas encontrar ese algo especial que
te diga que es ella. Puede ser un gesto, una
mirada, una sonrisa...
O no..., quién sabe.
Si lo averiguas, cuéntamelo.
Capítulo 1
Didi
¿Podríais volver a pasar la ubicación del bar? Con
tantos mensajes, la he perdido.
Sebas
Por fin das señales de vidaaaa.
Los amigos han vuelto a reunirse de nuevo. Hace algo más de dos
semanas desde que Jacob volvió a incorporarse a su grupo y todo
ha vuelto a la normalidad..., aun a pesar de algunos.
Hoy han quedado en la recepción del gimnasio de Ángel.
—Explicadme otra vez qué hago aquí, por favor —murmura Didi
horrorizada.
La chica mira a Sebas en busca de respuestas. Y Ángel, que se
encuentra a su lado, habla:
—Yo te explico lo que haces aquí, Didi: ver a tus amigos, pasar
tiempo con ellos y reducir ese estrés que tienes acumulado a causa
del trabajo gracias al deporte.
Ella lo mira y también mira a los demás, que le sonríen, y se
queja no muy convencida:
—No entiendo por qué sigo diciendo que sí a estos planes
cuando odio el deporte.
—Porque nos quieres —replica Jacob.
—En este momento yo no diría tanto —bromea ella.
La puerta del gimnasio se abre y llegan los que faltaban. Clara y
Kevin entran con sus esplendorosas sonrisas y se unen a sus
amigos, que hablan en la recepción.
—Ya era hora de que llegarais —señala Sebas.
Al oír eso Clara mira a su hermano, que sonríe.
—Perdón, pero alguien muy torpe ha decidido derramar la jarra
de café por todo el suelo de la cocina —indica—. Y..., claro, ¡había
que recogerlo!
Kevin se ríe al oírla.
—No lo digas así, que parece que lo he hecho aposta —dice—. Y
para nada.
—No lo tengo yo tan claro... —repone ella.
Didi resopla y, moviendo los brazos con exageración, musita:
—Algo parecido tendría que haber hecho yo..., así habría tenido
la excusa perfecta para quedarme en la cama.
Todos sueltan una carcajada al oírla.
—Venga —dice entonces Ángel—, tirad para las máquinas y
dejad ya de quejaros. Y tú —añade señalando a Didi—, piensa en el
precioso culito que se te va a poner gracias al deporte.
Ella se ríe, Clara también, y, tras pasar a la zona de máquinas,
Ángel consigue que durante una hora sus amigos hagan ejercicio, a
pesar de algún que otro «no puedo más» para intentar escabullirse
antes de tiempo.
—Esto y ya está, ¿no? —pregunta Clara sudorosa.
—Sí, subid y bajad el escalón durante un minuto y listos.
Todos realizan el ejercicio a duras penas. ¡Qué horror!
Por fin terminan y, agotados, siguen a Ángel a la sala contigua,
que se utiliza para estirar después de entrenar cuando está libre.
Una vez que entran todos, Ángel, al que le encanta el deporte,
cierra la puerta y pide:
—Venga, coged una esterilla cada uno.
—Nooooooo —susurra Didi.
Pero, al ver que los demás las cogen, por no seguir siendo la
nota discordante lo hace ella también. Extienden las esterillas en el
suelo, unas al lado de otras, y cuando se sientan Ángel dice:
—Por último vamos a practicar algo que lleváis tiempo sin hacer.
Didi se tumba de espaldas, se tapa la cara con los brazos y dice
en voz baja:
—No puedo más...
—Yo tampoco —afirma Clara.
Los chicos se ríen, y Ángel repite:
—Vamos, chicas, pensad en los traseros tan fibrados que vais a
lucir gracias a la gimnasia.
—Paso —remuga Didi—. Con el culo que tengo me conformo.
Todos ríen, opinan lo mismo que ella. Y Sebas, al ver que su
amigo no se da por vencido, insiste:
—Ángel, no hace falta que sigas.
Pero este, que se toma muy en serio el entrenamiento, los anima:
—Venga, que hacer un par de planchas no os hará daño.
—De verdad que no hace falta, cariño —murmura su novio,
Kevin.
Pero da igual lo que digan y cuanto se nieguen. Ángel les hace
hacer el ejercicio sí o sí.
Un par de minutos después Didi, que no puede más, susurra:
—Ya está, ¿no?
—Lleváis quince segundos —responde Ángel mientras controla el
tiempo en su reloj—, aguantad un poco más.
—No puedooooooo...
—Puedes, Didi. Claro que puedes —asegura Sebas.
—Por Dios, ¿por qué pasa el tiempo tan despacio? —se queja
Clara ante la sonrisa divertida de Jacob.
Por fin alcanzan los cuarenta y cinco segundos y todos se dejan
caer exhaustos sobre las esterillas.
—Ni de coña hago otra serie —musita Didi.
Ángel los observa desde arriba, ya que él está de pie. Sus cinco
amigos tienen pinta de estar cansados y, dándose por vencido, coge
una esterilla, se sienta junto a ellos y dice:
—Veeenga, vale, vamos a estirar.
—No tengo fuerzas ni para esto —se lamenta Jacob.
Con lentitud, imitan los ejercicios que les va indicando Ángel.
Como él dice, hay que evitar posibles lesiones estirando antes y
después de hacer ejercicio.
Entre quejas y risas, Kevin pregunta:
—¿Alguien se viene ahora a comer con mi chico y conmigo?
—Ojalá pudiera, pero tengo que ir directa a casa, que hoy tengo
el turno de tarde en el súper —responde Didi.
—Nosotros sí —dice Sebas incluyendo a Jacob—. Ya habíamos
quedado en ir a comer juntos, así que cuantos más, mejor.
—Yo tampoco puedo, tengo que terminar de preparar unas cosas
para esta tarde —comenta Clara.
—Comida de chicos entonces. —Kevin sonríe.
Acaban de estirar y, como es habitual, toca escoger una canción
y disfrutarla a un volumen alto para dar por terminado el entreno.
—Hoy elijo yo —dice Jacob.
Ángel le tiende su móvil ya conectado a los altavoces de la sala y
con la aplicación de Spotify abierta para que busque lo que quiera.
El resto recogen las esterillas, las enrollan y las dejan a un lado
mientras comienza a sonar Dile a los demás de Dani Fernández.
—Desde que volví de Australia estoy enganchadísimo a esta
canción —comenta Jacob devolviéndole el móvil a Ángel, que sube
el volumen.
Sin darse cuenta, todos empiezan a moverse y a cantar, o, en su
defecto, a inventarse la letra.
—Es adictiva —dice Sebas.
Todos disfrutan durante casi cuatro minutos de la música y luego
se van hacia las duchas.
Los primeros en salir de los vestuarios son Jacob y Clara, que se
encuentran en la recepción del gimnasio.
—Qué bien me ha sentado la ducha —murmura él.
Clara asiente, ella también la necesitaba.
—Por cierto —añade Jacob—, tenemos un helado o lo que sea
pendiente...
Ella lo mira. Qué bien huele Jacob. Recuerda los mensajes que
intercambiaron, y afirma:
—¡Es verdad!
—¿Te parece bien hoy?
Clara suspira, pues tiene otros planes. Pero, sin querer
contárselos, indica:
—Déjame que llegue a casa y mire la agenda, porque de
memoria no sé los horarios que tengo.
Él asiente con una sonrisa. Por ella puede esperar.
—Seguro que podré mover algunas clases y dejarme una tarde
libre entre semana —agrega Clara.
—O fin de semana, a mí me da igual —propone él—. Hasta que
encuentre curro tengo la agenda bastante libre.
Ambos sonríen mirándose a los ojos. Entre ellos siempre ha
habido mucha química, pero Clara se resiste y aún no entiende el
porqué.
Poco a poco sus amigos van saliendo también de los vestuarios.
Y, cuando ya están todos, se dirigen a la calle y se despiden. Hoy
los chicos se van por un lado y las chicas por otro.
Didi y Clara llegan al coche de esta última.
—¿Vas para casa, Didi?
—Sí.
—Sube, que te acerco.
Su amiga la mira sorprendida. Su casa no está de camino a la de
ella.
—¿Ah, sí? —pregunta.
—Claro.
Didi abre entonces la puerta del copiloto y murmura:
—Te lo agradezco, reina..., la verdad es que estoy agotada de
tanto gimnasio.
Ambas se acomodan en sus respectivos asientos, cierran las
puertas y se colocan el cinturón de seguridad. Clara arranca el
coche y, mientras lo pone en marcha, Didi pregunta:
—¿Y adónde vas para que mi casa te pille de camino?
La pelirroja se ríe.
—Al piso de Kevin.
Didi mira extrañada a su amiga, pues sabe que no le va de paso.
—Pero tengo algo que contarte —termina diciendo Clara.
—Ya me parecía a mí raro que te ofrecieras a llevarme... —Didi
ríe atando cabos—. ¿Es un chisme?
Clara asiente, así que su amiga no tarda en bajar el volumen de
la radio para que nada la distraiga. Sea lo que sea, quiere enterarse
bien.
—Soy toda oídos, ya sabes lo que me gusta un buen chisme.
Clara sonríe, pues le hace gracia esa palabra, y a continuación
susurra:
—¿A que no sabes quién me llamó el otro día por teléfono?
—No me lo digas... ¿Lady Gaga? —se apresura a decir Didi.
Ella ríe divertida y luego Didi insiste:
—¿Quizá Dua Lipa?
De nuevo Clara ríe a carcajadas.
—Pues no se me ocurre nadie más —dice Didi—, porque doy por
hecho que tus padres y tu ex no fueron.
—Piero —suelta entonces Clara.
Didi la mira. ¿Ha oído bien? Y pregunta:
—¿Quién?
Clara detiene el coche para dejar pasar a unas personas en un
paso de cebra y, mirando a su amiga, añade:
—Tía, Piero..., el italiano.
—¿El caradura? —pregunta la morena.
—No digas eso, si fue encantador.
Clara vuelve a poner el vehículo en marcha mientras Didi replica
boquiabierta:
—No, perdona, de encantador nada... Es un perfecto
embaucador, y te lo digo ahora igual que te lo dije cuando estuvimos
en Italia.
Clara sonríe. No opina como su amiga.
—No entiendo por qué te cae mal, si fue supersimpático con
nosotras.
—Simpático fue, pero un listo también —repone Didi.
—Anda ya...
—Desde que os conocisteis aquella noche que salimos, se nos
pegó como una lapa.
—No digas eso...
—Por Dios, Clara, que me tuvisteis de sujetavelas los dos últimos
días del viaje.
Ella se ríe, cree que su amiga es una exagerada.
—¿No será que tenías envidia?
Ahora la que se ríe, pero de forma sarcástica, es Didi.
—No, reina, envidia ninguna. Yo también me lo pasé muy bien en
Italia.
Clara le hace una mueca y Didi insiste:
—¿Envidia de tener a ese tío sobón todo el día encima? Quita...,
prefiero quedarme sola y vivir con veinte gatos.
—¿Sobón? —repite Clara.
—Me dirás que no... Si parecía que alguien le había echado
pegamento en las manos, todo el día encima de ti y repitiendo todo
el tiempo: «Amore!», «Bellissima!»...
Clara ríe negando con la cabeza sin despegar los ojos de la
carretera.
—Eres una exagerada.
—No, y lo sabes —responde Didi—. ¿Cuántas veces en esos tres
días nos dijo que si lo invitábamos a un helado, a cenar, a una
Coca-Cola...? Anda que se ofrecía él a pagar algo..., todo era pedir
y pedir.
Clara guarda silencio. Sabe que su amiga tiene razón en eso,
pero le hace gracia escucharla.
—Ah, ¿y recuerdas la noche que, como le daba pereza irse hasta
su casa, preguntó si se podía quedar en nuestra habitación a
dormir? —Un escalofrío recorre a Didi de pies a cabeza y luego
murmura—: Por Dios, menos mal que se fue..., qué repelús solo de
imaginármelo.
Clara ríe a carcajadas y entonces llegan a un semáforo en rojo.
—Y, a todo esto —continúa su amiga—, ¿qué hace Piero en
Madrid?
—Creo que me dijo que había venido para quedarse —dice
Clara.
—¡¿Crees?!
—Eso dijo.
Didi pone los ojos en blanco. El italiano siempre atonta a su
amiga.
—Y tiene donde alojarse, ¿no?
Clara alza los hombros, no lo sabe. Realmente no sabe nada de
él.
Pone el coche de nuevo en marcha y su amiga gruñe
gesticulando con las manos:
—Ni se te ocurra meterlo en el piso, pero ni de coña, ¿eh, tía?
—Claro que no... Además, el piso es de Kevin.
—Ni aunque fuese tuyo —recalca Didi.
Entre quejas y confesiones llegan al piso de esta última. La
morena se baja del coche y, antes de cerrar la puerta, mira a Clara y
suelta:
—Te digo todo esto porque eres mi amiga y me importas. Ese tío
es un caradura que no te conviene, y a ver si abres los ojos y te das
cuenta de una vez.
Clara asiente, pero no quiere escucharla más, por lo que le lanza
un beso.
Luego arranca el vehículo y se va.
Didi suspira mientras la ve marchar. Después entra en su portal y
monta en el ascensor. Una vez dentro mira de cuánto tiempo
dispone antes de tener que marcharse a trabajar.
«Vale, son las 11.54 y entro a las dos y media...»
¡Genial! Tiene un ratito para descansar.
Una vez frente a la puerta de su casa, la abre y va directa a
saludar a sus gatas Brisa y Duna. Con cariño las acaricia mientras
ellas ronronean. Adora a sus gatitas.
«Voy con tiempo de sobra.»
Tras un ratito de mimos se dirige a su habitación y ve que el sol
que entra por la ventana da directamente en la cama, por lo que se
deja caer sobre ella. Se siente exhausta a causa del puñetero
gimnasio.
Mientras disfruta del momento cierra los ojos y piensa: «Cinco
minutitos de vitamina D y me preparo la comida».
Cuando vuelve a abrirlos decide levantarse para no caer en la
tentación de quedarse dormida. Camina hasta la cocina y abre la
nevera para ver qué puede comer hoy. Pero la hora en el reloj del
microondas llama su atención, pues indica que son las 14.02.
«Ya debe de haber saltado la luz otra vez», se dice.
Siempre que se va la luz en el piso el reloj del microondas se
desconfigura.
En ese instante, su móvil empieza a sonar, cierra la nevera y va a
buscarlo. Lo ha dejado en la mesilla de noche cuando se ha
tumbado.
Ve que es su madre quien la llama, pero entonces repara en que
el teléfono señala que son las 14.03 y este no falla.
«¡Hostiaaaa! No..., no..., no..., ¿en serio me he dormido? ¡Madre
mía, que el reloj del microondas está bien!»
Como un relámpago Didi tira el móvil encima de la cama y corre
por su habitación buscando ropa que pueda ponerse. Pilla un
pantalón vaquero, unas botas negras y una sudadera. Se viste a la
velocidad de la luz, coge el teléfono de nuevo y sale del dormitorio.
Debe darse prisa, no tiene tiempo que perder.
Se pone el abrigo y mete en los bolsillos su cartera, el móvil y los
auriculares. Después coge un gorro y se lo coloca, sabe que va a
tener que correr y no quiere que las trenzas le vayan dando en la
cara.
—¡Joder, qué mala suerte!
Una vez equipada para el frío de enero en Madrid, pasa por la
cocina y comprueba que Brisa y Duna tienen comida y agua. A
continuación abre la nevera y echa un vistazo rápido. Al final no ha
comido, pero como ya no tiene tiempo para nada más, coge una
manzana y vuelve a cerrarla.
—¡No me echéis mucho de menos! —exclama antes de
abandonar su casa.
Didi baja la escalera lo más rápido que puede. No tiene tiempo de
esperar el ascensor. Una vez en el rellano, atraviesa el portal y corre
por la calle hacia la boca del metro. Esquiva a la gente como puede
y sube al metro justo cuando las puertas del mismo empiezan a
cerrarse ya.
«¡Por los pelos!»
No hay asientos libres. ¡Faltaría más! Así que se echa a un lado y
saca el móvil. Son las 14.17. Abre WhatsApp y decide mandarle un
audio a su madre:
Didi
▷ Hola, mamá..., perdona, pero me he dormido y llego
tarde al súper. Me ha tocado correr... y estoy que me
falta el aire. Madre mía... Hoy salgo a las 23.30, creo
que papá y tú estaréis despiertos, así que hablamos
esta noche... Un beso.
Pasan los días y Clara sigue sin tener noticias de las muchas
entrevistas de trabajo que ha hecho. Encontrar trabajo es muy difícil,
por lo que no le queda otra que seguir intentándolo.
Pero hoy, por fin, se ha decidido a quedar con Piero, y eso la
tiene algo nerviosa. Cuando se vean ¿se besarán? ¿O, por el
contrario, solo la tratará como a una amiga más?
Después de sacar a su perrita Cora a dar un paseo y lamentarse
de las agujetas que tiene de la mañana de gimnasio que pasó con
sus amigos hace un par de días, se ducha al ritmo de La fama de
Rosalía y The Weeknd. A continuación se seca el pelo y, cuando
termina, se planta frente a su armario sin saber qué ponerse. Tras
dudar unos minutos, elige unas botas y un pantalón negro con un
jersey blanco que le regaló su hermano en Navidad.
Una vez vestida, vuelve al cuarto de baño para maquillarse.
Tampoco desea pintarse mucho, quiere ser ella misma. Cuando
termina se dirige a la planta baja del piso para coger el bolso, las
llaves y su abrigo.
Se despide de Cora con cariño y se va directa a la calle. Hoy
pasa de llevarse el coche, no le apetece conducir, así que se
encamina a la parada del bus. Por suerte, este no se hace esperar
mucho y, tras un breve trayecto, llega al punto de encuentro. En
cuanto se baja del autobús se le corta la respiración al ver que él
está ahí: Piero Marinelli. Ojos claros, media melena oscura y sonrisa
pícara.
Él sonríe nada más verla. La mira de manera descarada de arriba
abajo y se encamina de inmediato hacia ella. En cuanto se
encuentran se funden en un sentido abrazo que dura unos
segundos, hasta que Piero se separa unos centímetros de ella y
murmura mirándola a los ojos:
—Buonasera, bella.
Encantada por su tono de voz y por el modo en que la mira, Clara
responde con una sonrisa:
—Hola, Piero.
Acto seguido se observan unos instantes en silencio. Cada uno a
su manera ha echado de menos al otro.
Los ojos claros del italiano descienden lentamente hasta llegar a
los labios de ella, que no lo piensa dos veces y, dejándose llevar, se
le acerca y lo besa.
Piero la acepta de buen grado, pues había imaginado un
encuentro parecido. La rodea con los brazos para sentirla más cerca
y el beso se alarga, ninguno de los dos quiere detener ese momento
mágico.
Sin embargo, de pronto, una señora que va paseando a un perrito
les pide paso de malas maneras y la magia se esfuma. Ambos
intercambian una mirada cómplice, luego se disculpan con la señora
y, una vez que esta pasa, les da por reír.
—Bueno, ¿te parece si vamos a merendar y nos ponemos al día?
—sugiere Clara tomando la iniciativa.
Piero no acaba de comprender su propuesta, pero aun así
asiente. A pesar de que estudió español durante años, todavía hay
expresiones que se le escapan. No obstante, tiene ganas de estar
con ella, por lo que la coge de la mano y empiezan a caminar por la
calle hasta que llegan a una cafetería frente a la que Clara se
detiene para echar un ojo a su escaparate.
—¡Qué pintaza tienen esas tartas, por favor! —exclama.
—¿Quieres una torta? —pregunta él sorprendido, pues le
parecen una bomba de calorías.
Ella afirma con la cabeza y luego entran en el establecimiento de
la mano. Cuando la camarera les indica en qué mesa pueden
sentarse, se dirigen a ella, se quitan los abrigos y se acomodan. Hay
cierta tensión entre ellos, llevan mucho tiempo sin verse y tienen
bastante que contarse. Poco después se acerca la camarera para
tomarles nota.
—Yo quiero un café con leche y un trozo de tarta red velvet, como
la que tenéis expuesta en la entrada, por favor —pide Clara.
Piero observa a la camarera mientras esta toma nota. Las
españolas le parecen muy atractivas.
—¿Y para ti? —le indica la chica.
—Un expreso, por favor —dice él mirándola a los ojos.
La camarera asiente y, cuando se va, Clara, al ver que Piero
sigue mirándola, pregunta con inocencia:
—¿Quieres algo más? ¿La llamo?
El italiano deja de mirarla de inmediato y, sonriéndole a Clara,
replica:
—No. Non, tranquillo. Non voglio niente más, solo que hoy no he
ido al gimnasio y no quiero engordar.
Clara sonríe. Piero es como Ángel: se cuidan mucho en el
gimnasio. Solo hay que ver su cuerpo para entender las horas que
pasa en él.
—Bueno, cuéntame, ¿cómo es que estás por Madrid así de
repente? —quiere saber ella.
Piero sonríe.
Se vieron por primera vez el verano del año pasado, durante un
viaje de cuatro días que Didi y ella hicieron a Italia. La segunda
noche salieron de fiesta a una conocida discoteca, donde Clara lo
conoció, y a partir de ese instante pasaron el resto de su viaje
pegados el uno al otro.
Una vez que Clara regresó a España, se mensajearon e hicieron
videollamadas durante meses. Pero, un poco antes de Navidad, eso
casi terminó. Cada vez Piero tardaba más en responder a sus
mensajes, y ella simplemente acabó olvidándose de él sin darle
demasiada importancia. La distancia termina con muchas parejas, y
ellos ni siquiera lo eran.
Clara está pensando en ello cuando Piero suelta:
—Estoy aquí porque he decidido tomarme un tempo per me.
—¿Y tus padres qué dicen?
Él hace una mueca.
—Non importa. —Ríe—. Están encantados de no verme en una
temporada.
Ella cabecea sin más, puesto que no conoce lo bastante a los
padres del italiano como para poder formarse una opinión de lo que
este le cuenta.
—¿Y tú qué haces en Madrid? —pregunta él.
—Últimamente me dedico a buscar trabajo —contesta ella—.
Algunas mañanas ayudo en la empresa de mi tía, y por las tardes
doy clases de refuerzo a algunos niños de primaria y secundaria.
Él la escucha interesado.
—Sinceramente, Piero —añade Clara—, estoy en un punto en el
que cualquier trabajo me vale, hasta que consiga dedicarme a lo
que estudié.
—¿Qué estudiaste? —pregunta él mientras observa con disimulo
a la camarera.
—Pero si te lo conté cuando nos conocimos. —señala ella, y ríe.
Él ríe también. No se acuerda.
—Estudié Magisterio.
—Oh, sí..., ahí conociste a tu amiga... —recuerda él.
—Sí, a mi amiga Didi.
—Mi ricordo —afirma Piero.
Clara ríe de nuevo. Didi y él no se llevaban muy bien, pero como
no quiere hablar de ella, añade:
—No he tenido mucha suerte en la búsqueda de empleo, pero
¡no hay que perder la esperanza!
—¿Qué quieres hacer?
—Me encantaría ejercer de profesora —asegura ella soñadora—.
El trabajo de los profesores me parece apasionante. Están ahí en
los momentos en los que los niños forman su personalidad —añade
—. Tienen un papel fundamental en el crecimiento, el desarrollo y el
aprendizaje de cada niño y cada niña que pasa por sus clases.
Él la mira con curiosidad, aunque lo cierto es que lo que le cuenta
no le interesa mucho.
—Al final todos nos acordamos de muchos de los profesores que
hemos tenido en nuestra infancia, ¿no? —agrega Clara.
—Certo —asiente Piero por darle la razón.
—Pero de momento —suspira ella— seguiré intentando alcanzar
mi sueño, echando currículums, haciendo entrevistas...
—¿Tan difficile es? —pregunta él.
Clara asiente.
—Y más con el curso escolar empezado. ¡A ver si para el año
que viene lo consigo!
La camarera vuelve, deja los cafés y la porción de tarta sobre la
mesa y dice mirándolos:
—Os traigo dos cucharas por si queréis compartirla.
—¡Gracias! —responde Clara.
Acto seguido coge una de ellas y prueba la tarta mientras el
italiano echa algo de azúcar a su café y observa cómo la camarera
se va.
—¿Quieres? —Clara le ofrece una de las cucharas.
—No, grazie. Todo tuyo, amore.
Ella asiente y sonríe, que la llame de ese modo es normal en
Piero. Luego se acerca el plato y disfruta de la tarta, que está
buenísima.
—¿Y dónde vives? —dice él con interés.
—Con mi hermano —contesta ella mientras él se toma su café—.
Técnicamente vivo en su casa, ya que el piso es suyo.
Ambos se miran y después Clara pregunta:
—¿Y tú dónde te quedarás el tiempo que estés en Madrid?
Mientras ella abre su sobrecito de azúcar, lo vierte en su café y
comienza a removerlo, Piero dice:
—In questo momento estoy en casa de un amigo.
—¿Un amigo español?
—No. Italiano.
Clara asiente y luego vuelve a preguntar:
—Pero ¿le has alquilado una habitación, duermes en el sofá
hasta encontrar algo fijo...?
Él se recoloca en la silla. Tantas preguntas lo agobian.
—Es un piso con tres habitaciones —explica—. Ahí vivimos il mio
amico Tiziano, su amigo Víctor y yo.
Clara asiente, le alegra saber que tiene un sitio donde dormir.
—¿Y qué planes tienes aquí, en Madrid? —pregunta a
continuación—. ¿Sabes el tiempo que vas a estar...?
—No —la interrumpe él y, tras valorar su respuesta, añade—:
Solo he venido per divertirmi.
—Vaya... —Ella sonríe.
—He decidido tomarme un año para mí, estoy harto de estudiar
—agrega Piero—. Pero no sé si estaré en Madrid tutto il tempo o
viajaré a otros sitios.
Sorprendida porque el chico pueda tomarse un año sabático, la
pelirroja continúa:
—Y cuando pase ese año ¿qué harás?
Piero termina de tomarse el café y luego responde con desidia:
—L’idea para el año que viene es empezar en la inmobiliare de
mis padres.
Ella asiente, si sus padres tienen una empresa familiar es lógico
que comience a trabajar ahí. Su tía le dio la oportunidad a Kevin y
también a ella misma. Y sin duda los padres de Piero se la darán a
su hijo.
—¿En qué trabaja tu hermano? —quiere saber el italiano.
—Kevin es decorador de interiores en la empresa de mi tía
Cecilia.
—¿Es la empresa di famiglia? —pregunta él.
—Sí y no —dice ella—. Si te imaginas que hay más familiares
trabajando en la empresa, no es así. Pero sí que la considero la
empresa familiar porque, al fin y al cabo, es de mi tía. Y mi tía es
más familia que muchos que sí deberían serlo.
Piero cabecea, aunque no acaba de entenderla.
—Capisco... —dice—. ¿Y tus padres?
Clara resopla. Hablar de sus padres siempre la incomoda. No
sabe nada de ellos desde el episodio que vivieron en el viaje a
Cullera de 2019. Su última conversación con ellos fue una fea y
terrible discusión, de la que nunca se ha arrepentido. Pero, la
verdad, hablar de ellos es algo que evita, así que simplemente dice:
—Hace tiempo que no tengo trato con ellos.
Piero la mira extrañado. No recuerda que ella le comentara su
mala relación con sus progenitores, aunque lo cierto es que
tampoco le preguntó por ello. Ambos se miran en silencio unos
instantes. El ambiente se ha enrarecido y, al ver que ella desea
cambiar de tema, el chico dice:
—Amore, no me cuentes nada si no quieres. Te veo incómoda.
Clara asiente y da un trago a su café.
—Gracias —contesta—. La verdad es que no me gusta hablar de
ellos. La última vez que los vi les dejé claro que, si no aceptan a mi
hermano, tampoco me aceptan a mí.
—¿Aceptar a tu hermano? —repite él sin entender.
—Mi hermano es trans y tiene novio.
Boquiabierto, pues no se esperaba algo así, Piero pregunta:
—¿Tu hermano es transexual?
—Sí. Y es el mejor hermano del mundo —declara ella
convencida.
Piero afirma con la cabeza.
—Mis padres no lo aceptan tal y como es, y yo no acepto que
ellos sean como son.
Él extiende entonces un brazo, apoya la mano con cariño encima
de la de ella y señala:
—Pero son tus padres, amore...
—¿Y qué? —se apresura a replicar Clara.
—Que son tus padres —repite él.
Ella, que ya está por encima de esas cosas, niega con la cabeza
y responde con total sinceridad:
—Lo son y lo serán siempre. Pero eso no quiere decir que tenga
que pensar como ellos, y menos aún aceptar su mentalidad del siglo
XVII cuando mi hermano Kevin es una de las mejores personas que
conozco en este mundo. Los padres no siempre tienen la razón, y
en este caso en particular te aseguro que no la tienen en absoluto.
En ese instante suena el móvil de Piero.
La conversación lo está incomodando y cree que es mejor
cambiar de tema, por lo que, sacándose el teléfono del bolsillo, se
excusa y lo atiende.
Clara suspira, alterada por haber estado hablando de sus padres.
Espera que la conversación no continúe por esos derroteros, y
aprovecha para meterse la última cucharada de tarta en la boca.
—Qué pena que se acabe —se lamenta cuando ya se la ha
comido toda.
Al oírla, Piero sonríe. Ha terminado su conversación y, tecleando
algo en el teléfono, mira a la joven y pregunta:
—¿Te apetece conocer a mis amigos?
Ella lo mira sorprendida. Conocer a los amigos de Piero será algo
nuevo, pues en Italia no conoció a ninguno. ¿En serio los va a
conocer en España? Y, como realmente no tiene nada que hacer
hasta la mañana del día siguiente, accede complacida.
—Vale.
El italiano asiente, pide la cuenta y, una vez que Clara ha pagado,
salen del local.
Van caminando por las calles de Madrid sin despegarse el uno
del otro hasta llegar frente a un portal.
—Vivo aquí —dice Piero.
Es un barrio céntrico y caro. Entran en el portal, cogen el
ascensor, suben en él y, cuando este se abre, se oye música que
procede de la puerta del fondo.
Piero y Clara se miran y sonríen. Y él, sacándose unas llaves,
abre entonces esa misma puerta.
—Ciaooooo!! —los saluda un chico con bigote negro cuando
entran en el piso.
Clara sonríe y Piero y el chico se funden en un abrazo. Durante
unos segundos ella los observa, y al cabo Piero le dice:
—Clara, este es mi amico Tiziano.
El chico, otro apuesto italiano como él, se acerca a la joven y le
da dos besos.
—È un piacere.
—Lo mismo digo —responde ella con una sonrisa.
Piero le da la mano para que pase al salón. La casa es de techos
altos, grande y espaciosa. Cuando acceden al salón, dos chicas
entran desde la terraza quejándose del frío.
Clara las mira. ¿Quiénes serán?
—Chicas —llama su atención Piero—, esta es mi amiga Clara.
Las muchachas la miran con una sonrisa y una de ellas,
acercándose, le da dos besos y exclama:
—¡La famosa Clara!
En el fondo a ella le gusta oír eso.
—Mi chiamo Fabiana, soy la novia de Tiziano —dice la chica.
Clara asiente.
—Y yo soy Cayetana, la novia de Víctor —se presenta la otra.
—Un placer conoceros —asegura ella encantada.
Las dos chicas miran sus móviles para ver qué tal han quedado
las fotos que se acaban de hacer en la terraza y rápidamente hablan
de subirlas a las redes.
Piero se quita el abrigo y, con un gesto galante, ayuda a Clara a
quitarse el suyo y luego los deja sobre el sofá.
—¿Quieres?
Clara se vuelve y ve que Tiziano le ofrece tabaco a Piero. Él
asiente, coge un cigarro y lo enciende con el mechero de su amigo.
—¿Y tú desde cuándo fumas? —pregunta confundida.
Clara recuerda que en verano no lo vio fumar en ningún
momento.
—Solo a veces —responde él quitándole importancia.
El italiano se acerca a ella y le da un beso que ella acepta con
reticencia porque no le gusta el olor del tabaco.
—Piero, allora vieni a cena e poi a una festa? —pregunta Tiziano
apoyando la mano en el hombro de su amigo.
—Clara, ¿te apetece ir a cenar y luego a una festa?
A la pelirroja no le apetece demasiado. Además, al día siguiente
tiene que madrugar, por lo que se apresura a decir:
—Hoy no, Piero, mejor otro día. Pero ve tú si quieres, por mí no
hay problema.
Este mira a su amigo y, dándole unos golpecitos en el hombro,
añade:
—Un altro giorno. Prefiero quedarme con Clara.
Tiziano asiente y sonríe. Y, alzando la voz para que las chicas le
hagan caso, dice:
—Ragazze, é ora di andare, Víctor nos espera.
Las muchachas dan unas palmadas de alegría al oírlo. Ir de fiesta
les parece uno de los mayores placeres de la vida.
—¡Síííí —exclama Cayetana—, qué ganas de salir esta noche!
Ambas cogen sus abrigos y, tras despedirse, salen del piso.
Tiziano cierra la puerta y Clara y Piero se quedan solos. Después de
dar una última calada al cigarro y apagarlo en un cenicero lleno de
colillas, Piero se vuelve hacia Clara y ella lo mira con una sonrisa.
Él se le acerca y, con delicadeza, posa las manos en sus mejillas
y la besa. Ella lo acepta mientras siente cómo su corazón comienza
a latir con más fuerza.
El beso sube de intensidad. A cada segundo que pasa sus
cuerpos desean más, y ella le rodea el cuello con los brazos y le
acaricia el pelo.
Piero, por su parte, deseoso de continuar por ese camino, baja
despacio las manos por la cintura de Clara hasta abrazarla y
apretarla más contra sí, hasta que finalmente se separa de ella unos
milímetros y pregunta con sutileza:
—¿Quieres ver el piso?
Sin dudarlo, ella asiente. Sabe muy bien a qué se refiere con eso.
—Claro —dice.
Él agarra su mano y le va enseñando la bonita casa. La cocina de
muebles blancos y platos sucios en el fregadero, la terraza en la que
antes se hacían fotos las chicas, el único baño que tiene el piso, las
dos habitaciones de sus amigos y, por último, la habitación de Piero,
en la que todavía se ve la maleta abierta y sin deshacer en el suelo,
con ropa arrugada alrededor.
Una vez dentro del dormitorio, el italiano posa las manos en las
caderas de Clara y esta se da la vuelta para encontrarse con los
ojos claros de él fijos en los de ella. Como ambos lo desean,
vuelven a besarse, pero esta vez con más ganas.
Instantes después Piero se quita la camiseta acalorado y Clara,
aprovechando que él se ha apartado esos segundos, pregunta con
una sonrisa pícara:
—¿Seguimos donde lo habíamos dejado?
—Sì, amore —afirma él.
Y, acto seguido, y con una sonrisa de satisfacción, cierra la puerta
tras él para entregarse a la pasión con Clara.
Didi
¿Y qué tal?
Leer eso hace que Clara suspire. Conoce a su amiga y sabe que
ha sido comedida en su respuesta. E, intentando darle un voto de
confianza a Piero, insiste:
Clara
El año que viene entrará a trabajar
en la inmobiliaria de su familia,
por eso quiere aprovechar ahora
y divertirse.
Clara
De momento no sabe el tiempo exacto que estará
aquí. Y se queda en el piso de unos amigos suyos.
Durante un rato las chicas hablan por WhatsApp y, tras dar por
terminada la conversación y Didi acabarse su desayuno, no le
queda otra que ir a su habitación a cambiarse de ropa y prepararse
para ir a trabajar. Algo que no le hace mucha gracia.
Cuando está lista, se ha despedido ya de sus gatas y ha cogido
todo lo necesario, sale a la calle y, tras ponerse sus auriculares, va
escuchando música mientras camina hacia el metro.
Al entrar, el característico olor del metro inunda sus fosas
nasales, y al mismo tiempo tiene la sensación de que esa mañana
estará más concurrido que nunca. El andén está hasta arriba de
gente con cara de sueño, expresión seria y la mirada refugiada en
su teléfono móvil.
Didi resopla algo agobiada. Con el frío que hace en la calle, allí
abajo parece que le falta el aire.
Segundos después el metro llega a la parada y, como siempre,
ella siente ganas de gritar eso de: «¡¿Alguien se acuerda de que
hay que dejar salir antes de entrar?!». Al final, después de llevarse
varios empujones y un pisotón, consigue entrar en el vagón. Ahora
lo difícil es hacerse un hueco, y a duras penas logra agarrarse a una
barra. Menos mal que el trayecto no es demasiado largo.
Por suerte, minutos después el convoy llega a su parada, y, de
nuevo entre empujones y malas caras, se cuela entre la gente para
salir cuanto antes de allí. ¡Qué horror es el metro en hora punta!
Como va con tiempo, recorre el camino hasta el súper con
tranquilidad. Piensa en sus cosas, escucha música, camina
despacio... Hoy no tiene que correr, por lo que disfruta de unos
minutos de paz antes de entrar.
Cuando finalmente llega al supermercado, va directa al vestuario.
Deja sus cosas en la pequeña taquilla en la que puso un cartelito
con su nombre el primer día y se fija en que en la de al lado hay una
pegatina en la que pone «Marta».
«Otra nueva», piensa.
Cuando sale del vestuario aún quedan un par de horas hasta que
el súper abra sus puertas. Eso le proporciona cierto alivio, pues
tener que aguantar a según qué personas a primera hora de la
mañana puede ser mortal. Ahora toca reponer productos, así que
coge un carro y lo llena con alimentos que va colocando en las
estanterías de los pasillos correspondientes.
—¡Buenos días! —saluda a dos compañeras que pasan por su
lado.
No recibe respuesta de ninguna de ellas. Menudas rancias.
Didi las ha saludado por pura educación, como le enseñaron sus
padres, pero está visto que en casa de otras la educación brilló por
su ausencia. Desde que empezó en este trabajo no ha conseguido
entablar relación con sus compañeros, y no entiende por qué. Ella
siempre los saluda, pero ellos o no la ven, o fingen que no lo hacen.
Nunca ha comprendido por qué, incluso ha llegado a pensar que
puede ser que sea una cuestión de racismo por su color de piel.
«Mejor me pongo mi música», se consuela.
La música es una gran compañera en su vida, pues sabe que
nunca le fallará. Didi siempre lleva unos auriculares en el bolsillo,
nunca se sabe cuándo los va a necesitar, y sin duda en este instante
los necesita.
Una vez que se los pone y comienza a escuchar su música, en
tono bajo para poder oír a Martín si la llama, su estado de ánimo
mejora. Incluso tararea. Y entonces, de pronto oye a alguien
canturrear. ¿Quién es y qué está cantando?
Se quita uno de los auriculares e intenta escuchar el tarareo.
Trata de identificar la canción, pero no, no la conoce.
—¡Anda, hola! —la saluda una chica que entra en el mismo
pasillo en el que ella está.
De inmediato Didi comprende que era ella quien cantaba, y al ver
de quién se trata, responde:
—¡Buenos días!
La chica que tiene frente a sí es la misma con la que se encontró
dos veces frente a la puerta del súper, e intentando recordar su
nombre, pregunta dudosa:
—Marga..., ¿no?
La joven niega con una sonrisa e indica:
—Casi, pero no. Soy Marta.
Didi asiente y le pide perdón con un gesto.
—Oye, disculpa por el golpe del otro día, tenía muchísima prisa y
no miraba por dónde iba.
Sin darle importancia, Marta responde mientras coloca latas de
conserva al ritmo de la música:
—¡No te preocupes! A todos nos ha pasado alguna vez.
Didi sonríe, la mira divertida y luego, con un paquete de pasta en
la mano, pregunta:
—Eras tú la que cantaba hace un momento, ¿verdad?
—Efectivamente —afirma Marta sonriendo—. Me encanta esta
canción, la tengo en bucle. ¿Te gusta Ana Mena? —añade
mirándola apoyada en su carrito lleno de productos.
Didi se apoya también contra el suyo y contesta:
—No me suena de nada. ¿Debería conocerla?
Marta se sorprende porque no conozca a esa cantante que tanto
le gusta y, gesticulando de manera exagerada con las manos,
exclama:
—¡Claro, tía! Esa canción se titula Música ligera y salió hace
poco. Es un temazo con rollito de los setenta... Tienes que ver el
videoclip.
Didi asiente divertida.
—Si me lo dices así, intentaré acordarme —afirma.
—Te encantará, ya lo verás.
—No estoy muy puesta en las canciones de ahora —dice—.
Suelo escuchar música de los ochenta y los noventa. Es la que más
me gusta.
Marta se incorpora y sonríe. Mueve su carro para ponerlo al lado
del de ella y luego afirma atusándose su melena rubia:
—Pues que sepas que ahora también hay música muy buena.
Didi sonríe divertida.
—Pues que sepas que, las pocas veces que pongo la radio, me
parece que todo suena igual —replica.
—Eso es porque no escuchas la música correcta —indica Marta.
Didi ríe y niega con la cabeza mientras coge un paquete de
macarrones y lo coloca en la estantería que tiene a su lado. O se da
prisa o no terminará de colocar.
—Mira —dice entonces Marta—, dame tu número de móvil y ya
verás como la música que yo te recomiendo no tiene nada que ver
con lo que imaginas.
Ella se vuelve para mirarla. La verdad es que la chica es
simpática. Y, queriendo empatizar con ella, coge el teléfono que la
otra le tiende.
—Vale, pero te lo advierto: si solo me mandas reggaetón, te
bloqueo.
Su respuesta hace reír a Marta.
—Prometo no hacerlo.
Y, tras alzar una mano, extiende el dedo meñique. Didi la mira
confusa. ¿Qué hace? Y Marta, al ver su cara de desconcierto, le
explica:
—Se supone que tú haces lo mismo que yo y entrelazamos los
meñiques. Se llama pinky promise.
—¿Pinky promise? —repite Didi con una carcajada.
Marta asiente y, tras estrechar su meñique con el de ella, declara:
—Prometo no mandarte reggaetón.
Ambas sonríen y, una vez que separan las manos, Didi teclea su
número en el teléfono y se lo devuelve a su dueña.
—Genial —exclama Marta guardándoselo—. Luego te escribo y
te recuerdo el título de la canción que te comentaba.
Marta mueve su carro para cambiar de pasillo, pero antes de
desaparecer se vuelve, lo que hace que Didi la mire de nuevo.
—¡Oye, tú también tendrás que recomendarme música!
—Ese no era el trato —replica Didi viéndola desaparecer del
pasillo.
—¡Davinia, espabila! —increpa la voz del jefe.
Didi se da la vuelta al oírlo y ve a Martín haciéndole señas desde
el otro lado del pasillo para que vaya más rápido. Ella solo sonríe y
asiente, aunque por dentro no haga eso precisamente.
Minutos después termina de colocar los productos de ese pasillo
que tiene en el carro y se traslada a uno más lejano. Nada más
llegar, de nuevo ve que Marta está en él.
—¿Te ha llamada Davinia? —le pregunta la joven.
Ella pone los ojos en blanco. No le gusta nada que la llamen así.
—Sí, y le he dicho mil veces que me llame Didi, pero nada, él
sigue llamándome Davinia.
Marta la mira confundida.
—Entonces ¿cómo te llamas?
Didi se acerca a ella con un montón de paquetes de galletas de
chocolate en las manos.
—Mis padres me pusieron Davinia Daniela en el DNI, pero odio
que me llamen de ese modo. Prefiero que me llamen Didi, que es
más corto y fácil.
—Pues yo creo que tienes unos nombres muy bonitos. Davinia
Daniela.
—Por favor... —refunfuña.
Marta la observa mientras ella coloca las galletas. Desde el
primer día que se encontró con ella en la puerta del súper le llamó la
atención. Y, al verla tan seria, pregunta en tono de broma:
—Tras ponerte ese nombre compuesto tan... bonito, ¿estás
segura de que tus padres te quieren?
Didi sonríe. Pero, al ver a Martín, vuelve a su carro a por más
productos y, cuando los coge, pregunta:
—¿Tú eres Marta a secas?
La rubia recoloca unas cajas que tiene enfrente.
—Exacto —dice—, solo Marta.
—Qué suerte tienes. Corto y conciso —responde Didi.
—Calla, que casi me llaman María Antonia —añade ganándose la
mirada y la posterior risa de Didi—. Mi abuela paterna se llamaba
así y era uno de los nombres que barajaban, aunque al final mis
padres entraron en razón y acabé siendo Marta.
Entonces Martín, que atraviesa el pasillo central, las ve y las
increpa levantando la voz:
—¡Menos hablar y más trabajar, chicas!
Ambas se miran. Saben que no han parado de colocar productos.
—No lo soporto —murmura Didi.
—¿En serio?
Didi se agacha para recolocar unas cajas.
—Y tanto que no —se queja—. Llevo trabajando aquí varios
meses y no puedo con él, es pesadísimo. Y eso por no hablar de su
afán de cambiar los turnos cuando le da la gana.
Marta la observa con expresión seria.
—Tú sabes que Martín es mi tío, ¿no? —suelta entonces.
«No... No... No... ¿En serio?»
Con ganas de gritar «¡Tierra, trágame!», Didi levanta la cabeza,
mira a la joven y murmura:
—Hostia, ¿qué dices?
—Lo que oyes.
Durante unos segundos que a Didi se le hacen eternos, ninguna
dice nada, hasta que esta, viendo peligrar su trabajo, susurra:
—Disculpa, Marta, no tenía intenci...
Pero se interrumpe al ver cómo la otra se echa a reír.
—Es broma, ¿no? —pregunta.
Marta asiente divertida.
—Deberías haber visto tu cara de circunstancias.
—¡Joder! —Didi resopla aliviada.
Y, viendo a la otra muerta de la risa, coge un paquete de galletas
y le reprocha divertida:
—Sí, claro, ríete, tú no te cortes...
Una vez que termina de colocar las galletas, Didi se pone en pie,
va a por su carro y, sin decir más, cambia de pasillo. Segundos
después Marta la sigue.
—Bueno, como ibas diciendo, Didi..., Martín te cae mal, ¿no? —
dice Marta retomando la conversación.
Ella se detiene para que a la otra le dé tiempo de aproximarse y
luego murmura:
—Es un imbécil.
La rubia asiente. Toda información es buena.
—Está bien saberlo. ¿Y algo que deba saber de los compañeros?
Ambas se agachan a recoger unas barritas energéticas que se
han caído al suelo, y Didi, viendo que nadie puede oírla, musita:
—Lo máximo que he conseguido alguna vez de ellos ha sido un
mísero «buenos días» y poco más. No termino de entender si es
que he hecho algo o si es que por ser negra no me ven o les caigo
mal.
Marta resopla. Lo que dice Didi es terrible. Y, poniéndose de su
lado, afirma:
—Tienen pinta de ser unos rancios.
—Lo son —conviene ella—. Créeme que lo son.
Divertidas por sus confidencias, las dos chicas vuelven a ponerse
de pie, y luego Marta, mirando a la morena, bromea:
—O sea que conmigo te ha tocado el billete dorado.
Didi sonríe al entender la referencia a la película de Charlie y la
fábrica de chocolate.
—Bueno, no cantes victoria antes de tiempo —replica.
Un rato después el supermercado abre sus puertas como cada
día. La jornada transcurre como una más salvo por un detalle para
Didi, y es que en Marta ha encontrado a alguien con quien poder
hablar y hacer más amenas las horas de trabajo.
Marta
¡Valeeee, pásalo bien!
Kevin
Reunión de emergencia mañana.
Como era de esperar, dicho mensaje llama la atención de todos,
que no tardan en responder y, tras intercambiar varios mensajes y
ver que es imposible quedar para cenar al día siguiente, lo aplazan
hasta el sábado por la noche, así aprovecharán el sábado noche
para verse y divertirse.
Capítulo 8
A comienzos del mes de febrero Didi y Marta están felices por haber
vuelto a coincidir en el turno de mañana. No es fácil que suceda,
pero eso significa que las horas de trabajo serán mejores y más
amenas.
Su amistad se ha ido afianzando. Se buscan la una a la otra por
la tienda con la mirada y, en cuanto pueden, pasan el rato juntas,
ganándose alguna que otra llamada de atención de Martín.
Esa mañana Marta termina de colocar los productos y va en
busca de su amiga. Sabe que está de cajera, por lo que se dirige
hacia la salida. Cuando consigue ver en qué caja se encuentra, se
percata de que está atendiendo a un hombre que va acompañado
de un niño de no más de cuatro o cinco años. Aminora el paso
mientras ve que Didi ayuda al hombre a meter las cosas en las
bolsas de tela que lleva al tiempo que le pone caritas graciosas al
niño para hacerlo reír.
Cuando poco después aquellos se marchan y Didi se queda sola
en la caja, Marta se le acerca.
—Qué bien se te dan los niños —comenta.
Didi se hace un rápido moño con el coletero que lleva en la
muñeca, pues las trenzas en la cara le molestan, y responde:
—¿Te puedes creer que el niño me ha mirado y ha dicho «Papi,
¡es negra!»?
Ambas ríen y luego Didi añade:
—Está claro que no debe de haber visto a muchas personas
negras como yo.
Las dos amigas vuelven a reír.
—Los niños no son lo mío —asegura Marta apoyándose en la
pared. Por suerte, el jefe no está cerca.
—A ver, cuando los niños son pequeños como ese, no son
complicados. Lo difícil viene en la adolescencia, cuando se
convierten en diablos egocéntricos y se creen muy listos —señala
Didi.
—¿Tanta experiencia tienes tú con niños? —pregunta su
compañera sorprendida.
Ella niega con la cabeza y se apresura a aclarar:
—Qué va. De hecho, he tenido muy pocos niños a mi alrededor.
Pero cuando los ha habido es como que hay algo que los atrae a mí.
De nuevo ríen y Marta explica:
—Pues yo tengo un montón de primos pequeños y, por desgracia,
aunque los rehúyo, ya te puedes imaginar a quién se acercan todos
en las reuniones familiares.
—Anda ya, exagerada —bromea Didi.
La rubia se aproxima entonces a la caja registradora y se apoya
en la estructura metálica.
—Mira —dice divertida—, si me dieran un euro por cada vez que
he oído eso de «Venga, id a jugar con la prima Marta, que los
mayores estamos hablando», no necesitaría estar trabajando aquí.
De nuevo se carcajean, y a continuación Didi exclama haciendo
aspavientos:
—¡Qué mal repartido está el mundo! Unas tanto y otras tan poco.
Marta asiente ante su comentario y, al ver que una señora se
acerca a la caja, se aparta mientras Didi saluda sonriendo:
—¡Buenos días!
La mujer, ofuscada en sus cosas, ni siquiera levanta la cabeza.
Las jóvenes intercambian una mirada que lo dice todo, y Marta le
dirige un gesto de burla a su amiga para que sonría.
Esta, que ve que la mujer no quiere conversación, se dedica a ir
pasando uno por uno todos los productos por el escáner, dejándolos
caer al otro lado para que la señora vaya guardándolos en sus
bolsas. Una vez que acaba, dice con tono profesional:
—Será 32 euros con 68 céntimos. ¿Cómo prefiere pagar?
—En efectivo.
Didi espera pacientemente a que la señora ponga las bolsas en
su carrito, busque su cartera en el bolso y saque el dinero. Sin
hablar, ni apenas mirarla, la mujer le entrega 35 euros, así que ella,
tras teclear, abre la caja y le devuelve 2,32 euros.
Instantes después la mujer se guarda el dinero y, tal como ha
llegado, se va.
Marta vuelve a acercarse a su amiga.
—¿Has visto? Ni hola me ha dicho —comenta Didi.
La rubia asiente. Lo ha visto con claridad.
—Hay gente muy maleducada —señala.
—El problema es que hay gente que se cree que los cajeros y las
cajeras de supermercado no somos seres humanos igual que ellos
—se queja Didi, que ya está harta de este tipo de cosas—. Mucho
aplauso durante el confinamiento por habernos dejado la piel como
trabajadores esenciales para que todo el mundo tuviera su jodido
papel de váter, entre otras cosas... —ambas sonríen—, eso sí, en
cuanto la pandemia se acaba, volvemos a ser invisibles.
Marta afirma con la cabeza, sabe que Didi tiene razón, pero, para
no calentarla más, se echa el pelo hacia atrás con gracia y replica:
—Bueno, mujer, vamos a dejar de juzgarla, que lo mismo tenía un
mal día.
Didi hace una mueca.
—Pues perdona, reina, pero entonces a este súper viene mucha
gente con un mal día.
Ambas ríen y en ese momento Didi ve a un hombre que conoce.
Es Roberto, un tipo encantador, y, señalándolo, comenta:
—¿Ves a ese hombre? —Marta asiente—. Pues nunca tiene un
mal día... Es de las personas más simpáticas y educadas que pasan
por aquí, y te aseguro que él sí que tendría motivos por los que
enfadarse.
Marta lo mira con curiosidad. Se trata de un señor de unos
sesenta y pocos años que va en silla de ruedas, empujando como
puede un carro de la compra. Este, al ver a Didi, alza la mano y la
saluda.
—¡Buenos días, Roberto! —se apresura a exclamar ella.
Al ver que el hombre se les acerca, Marta enseguida va a
ayudarlo.
—Yo le llevo el carro de la compra, no se preocupe, señor.
Aliviado, el hombre se lo agradece. No es fácil lidiar con esos
carros desde su silla.
—Muchas gracias, guapa —responde con una sonrisa—. Y, por
favor, no me trates de usted, que me hace sentir mayor de lo que
soy.
Con la misma complicidad con que él le habla, Marta asiente.
—Tomo nota, lo recordaré —dice.
Y rápidamente mueve el carro hasta la caja en la que está Didi.
Cuando comienza a colocar los productos sobre la cinta, el hombre
llega y saluda:
—Buenos días, Didi, ¿qué tal estás, guapa?
Marta, al oírlo, se anticipa y contesta:
—Ahora feliz de que venga gente como tú a este supermercado.
La aludida asiente con una sonrisa. Tiene una relación muy
especial con él desde el primer día que lo conoció. Y, comenzando a
pasar las cosas por el escáner, comenta:
—Ahora que estás tú aquí, Roberto, el día ha mejorado
muchísimo.
El hombre frunce el ceño. Conoce a la muchacha y sabe que más
encantadora no puede ser, por lo que pregunta preocupado:
—¿Qué te ha pasado?
Didi mira a ambos lados antes de responder para comprobar que
nadie puede oírla.
—Que a este súper vienen personas muy bordes que no son
capaces de dar ni los buenos días.
—Ya veo... —murmura él entendiéndola—. La gente está
demasiado amargada.
—Si solo fuera eso... —apostilla Marta.
Y los tres se entienden con una mirada.
La morena ve entonces que Marta se dispone a recoger de nuevo
las cosas para meterlas en el carro del hombre e indica:
—Es un domicilio.
—Vale —dice su amiga—. Pues mientras terminas de pasarlo
todo por el escáner, voy a avisar al chico que se encarga del
reparto. Ahora vuelvo.
Marta se aleja y Roberto mira a Didi.
—¿Qué pasa? —pregunta esta.
El hombre, que entiende que a menudo la gente no debe de
ponerle las cosas fáciles a la joven por ser de piel negra, murmura:
—Recuerda lo que te he dicho siempre: que nadie te haga sentir
que eres menos que los demás, ¿entendido?
La joven asiente. No es la primera vez que Roberto le dice algo
parecido.
—Tranquilo, que bien sabes tú que no lo permito —replica
guiñándole el ojo.
El hombre sonríe y luego señala a Marta.
—¿Es una compañera nueva?
Didi asiente y observa cómo su amiga habla con el chico que
hace el reparto a domicilio.
—Lleva ya algún tiempo, pero quizá no hayas coincidido con ella.
Se llama Marta.
Roberto la mira, y mientras Didi sigue pasando productos por el
escáner, afirma:
—Parece maja, y muy educada.
Ella sonríe y suspira.
—Sí que lo es. Además de simpática.
—Debe de ser más o menos de tu edad, ¿no? —dice entonces él
en un momento en que el escáner no consigue leer el código de uno
de los productos.
—Supongo —responde Didi tecleando los dígitos a mano.
—Pues ya sabes... —comenta él bajando la voz.
Al oír eso Didi deja de pasar las cosas por el lector del código de
barras y centra la mirada en él.
—¿Qué dices, Roberto? —Ríe.
El hombre niega con la cabeza y susurra:
—Que me gusta para ti. Hacéis buena pareja y parece que os
lleváis bien. ¡Eso es importante!
La joven alza las cejas boquiabierta.
Algunas veces, cuando sale del turno de mañana, si se encuentra
con Roberto se va con él a tomar algo a una cafetería cercana. En
esas ocasiones ambos han hablado de muchas cosas. Roberto es
un hombre que sabe escuchar y dar buenos consejos, e incluso ha
conseguido que Didi hable del amor, algo que podría parecer
imposible.
—Te aseguro que estás viendo cosas donde no las hay —replica
ella.
Roberto sonríe. Didi también. Y entonces la muchacha es
consciente de que, desde el día que chocó con Marta en el súper,
en más de una ocasión se ha visto pensando en ella. Pero no...
Rápidamente se lo quita de la cabeza. Didi no busca una relación, y
menos con una compañera de trabajo. Solo faltaría que tanto Marta
como ella pudieran tener problemas en el supermercado por la
chorrada esa que dice que afecta en el rendimiento.
—A ver, Didi —insiste Roberto—, os he visto cuando estaba
cogiendo esas galletas de chocolate que tanto me gustan y estabais
charlando cómodas y relajadas —y bajando la voz añade—: Como
habría dicho mi padre, que en paz descanse, ¡más sabe el diablo
por viejo que por diablo!, y yo he notado esa complicidad a
kilómetros.
—Serás cotilla —se mofa ella.
Ambos ríen y, cuando la joven continúa pasando los productos
por el lector, añade:
—Siento decirte que eso que crees ni existe ni existirá.
—Didi, ¡eres preciosa y joven! ¡Diviértete y disfruta del amor!
La morena niega con la cabeza. Su visión del amor y la de
Roberto poco tienen que ver.
—La vida puede hacerse demasiado larga si estás solo, Didi.
Eso le llega al corazón. En una de sus tantas Coca-Colas juntos,
Roberto le contó que enviudó hace seis años y que cada día que
pasa echa más de menos los abrazos y las charlas con su mujer.
—Roberto, me parece fatal que utilices el tema de tu mujer para
ablandarme el corazón —responde Didi con tono burlón. Entonces
ve que Marta se dirige a la caja en la que se encuentran y añade—:
Y ya viene Marta, así que ni se te ocurra decir nada de esto delante
de ella.
—Vale, muchachita, ¡vale! —El hombre ríe divertido al ver lo
nerviosa que se ha puesto.
Marta llega hasta ellos como un vendaval y, mientras empieza a
colocar las cosas en el carro, dice:
—Ya está arreglado, Roberto. Te llevarán la compra dentro de un
par de horas, ¿te parece bien?
—Muchas gracias, guapa —dice él—. ¡Cómo se nota cuando se
trabaja con ganas!
Marta y él intercambian una sonrisa. Se acaban de conocer, pero
ya se caen bien.
—A ver qué va a pasar aquí, Roberto. Te recuerdo que tu
persona favoritísima del supermercado soy yo —se queja
cómicamente Didi.
Marta se ríe y el hombre, siguiendo la broma, señala:
—Cuidado no te adelanten por la derecha.
Didi gesticula con la cara y con las manos, y mientras los otros
dos se ríen responde:
—Voy a hacer como que no he oído eso.
Los tres están divirtiéndose cuando Didi termina de pasar la
compra.
—Roberto, en total son 45 euros con 3 céntimos. Con tarjeta,
¿verdad?
Él afirma con la cabeza. Didi le tiende el datáfono y él pasa su
tarjeta y teclea su número secreto. Segundos después el tíquet sale
de la caja y la chica se lo entrega.
—Listo, Roberto; dentro de un par de horas lo tienes en casa.
El hombre asiente y se guarda el tíquet. A continuación mueve su
silla de ruedas y, antes de marcharse, mira a las dos jóvenes y se
despide con gracia:
—¡Hasta luego, pareja!
Ambas sonríen y, cuando él sale del súper, Marta mira a su
compañera y murmura:
—Sabes que a partir de ahora voy a ser la favorita de Roberto,
¿no?
Didi hace una mueca y, con su gracia habitual, agita el dedo en el
aire y replica:
—En tus sueños, reina.
Capítulo 11
Didi sonríe.
Didi
¡El disco Future Nostalgia de Dua Lipa
es buenísimo!
A Didi le entra calor. Cuando queda con una chica es para algo
más que para merendar, pero, intentando tomárselo con calma,
pregunta:
Didi
¿Me estás diciendo que soy
tu segundo plato?
Los lunes suelen ser un martirio en el que parece que no pasan las
horas. Sin embargo, no ha sido así para Clara, que se ha tirado la
mañana de un lado para otro ayudando en todo lo que podía en la
oficina de Cecilia.
Antes de salir ha comido una ensalada rápida con su hermano y
después se ha ido directa a casa con la intención de descansar,
puesto que esa noche saldrá con Piero hasta tarde y quiere pasarlo
muy muy bien con él.
Hoy es San Valentín, y para una romántica como ella ese día ha
de celebrarse como es debido. Así pues, cambió su horario de
clases para poder estar con el italiano. Aunque, la verdad, Clara
empieza a tener sus dudas, ya que le ha enviado un mensaje de
felicitación a las nueve de la mañana y son más de las tres de la
tarde y todavía no ha obtenido respuesta. Más aún: Piero ni siquiera
lo ha leído.
Mientras piensa en eso, llega a su casa, donde lo primero que
hace es soltar el bolso, el móvil, coge la correa de Cora y sale con
ella a la calle. Por norma, disfruta del paseo diario con su perra.
Caminar tranquilamente siempre le permite desconectar, pero hoy
es imposible. Que Piero no le haya contestado al mensaje en un día
tan especial la tiene en un sinvivir.
Una vez que regresa a casa, tras ponerle a Cora su cazo con
agua fresca mira el teléfono, que ha dejado sobre la mesa antes de
salir. Lo ha hecho aposta, pues no quería estar mirándolo cada dos
por tres. Pero las ganas de comprobar si Piero ha visto su mensaje
hacen que lo coja y, al encenderlo, sonríe al leer:
Piero
Feliz San Valentín, amore!
Piero, que está en su casa con sus amigos, tras decirle a la novia
de uno de ellos que le ponga un café, teclea:
Piero
Perché?
La paciencia de Clara comienza a acabarse. ¿En serio es tan
tonto que no sabe por qué? Y, sin medias tintas, responde:
Clara
Pues muy fácil, Piero. Porque no me apetece ir a
cenar contigo y tus amigos la noche de San Valentín.
Prefiero quedarme en casa viendo una peli.
No obstante, él insiste:
Piero
Pero ¿tu hermano estará en casa?
Sin dudarlo, la joven escribe un simple:
Clara
Sí.
Dolida, Clara opta por mentir. ¿Cómo puede preferir estar con sus
amigos a cenar con ella a solas en un día tan especial, y más aún
cuando fue él mismo quien se lo propuso?
Molesta, camina de un lado a otro del salón bajo la atenta mirada
de su perra. Ese mediodía, mientras comían en la oficina, Kevin le
ha dicho que aún no tiene claro si se quedará a dormir con su novio
siendo la noche que es o regresará a casa, ya que al día siguiente
trabaja.
Sabe que su hermano y su chico no van a hacer nada especial,
puesto que se van a ocupar de los sobrinos de Ángel para que su
hermana y su cuñado puedan tener una noche romántica por
primera vez en tres años. Rocío, la hermana de Ángel, se lo pidió y
este, tras hablarlo con Kevin, decidieron hacerles el favor. Sus
padres están en Murcia, y solo Kevin y Ángel podían quedarse con
los niños.
El sonido de su móvil la saca de sus pensamientos.
Piero
Ciao, amore.
Esa tarde, cuando Clara termina de dar sus clases, vuelve a casa
algo desanimada. Es San Valentín y ella está sola. Todos tienen
planes a excepción de Didi, que trabaja. ¡Qué mala suerte!
Cuando entra en el piso, como siempre, Cora acude a su
encuentro. Los recibimientos de su preciosa y pequeña perra
siempre son de lo mejor y, tras agradecérselo, deja el bolso, coge la
correa y sale a la calle con ella para darle su paseo.
En el camino se cruza con diversas parejas que van abrazadas.
Algunas incluso llevan ramos de rosas y esas cosas que se regalan
el día de San Valentín, y la pelirroja los observa con cierta envidia.
¿Por qué no puede encontrar ella un amor así?
Tras darle un buen paseo a Cora, cuando regresan a la casa
Clara decide que no le apetece prepararse nada de cena, así que,
tras desbloquear el móvil, entra en una app y opta por pedir al
Telepizza más cercano. La boca se le hace agua imaginando la
pizza carbonara con doble de queso que se va a pedir. Ese
pensamiento hace que sonría. Si Piero lo supiera pensaría más en
las calorías que va a ingerir que en el gusto de comer. Eso también
le hace pensar en Jacob. No ha vuelto a hablar con él, a excepción
de los mensajes que intercambian por el grupo de WhatsApp.
¿Tendrá planes con la tal Raquel?
Finalmente se aparta la idea de la cabeza y pide lo que quiere por
la aplicación. La pizza tardará una media hora en llegar, así que
mientras tanto irá a ducharse y ponerse el pijama.
Veinticinco minutos después, justo cuando baja al salón suena el
telefonillo. Es el repartidor. Con una sonrisa Clara lo atiende y, una
vez que se despide de él, pasa por la cocina para cogerse algo de
beber con la caja de la pizza en la mano y, con Cora olisqueando el
aire detrás de ella, se dirige a la mesa del salón. Allí, tras comprobar
la deliciosa pinta que tiene la pizza y abrirse el refresco, enciende el
televisor y busca algo que pueda ver. Rápidamente descarta las
películas románticas, ese no es el día. Haciendo caso de la
sugerencia que le hizo su amiga Amanda, entra en Disney+ y pone
Encanto.
—¡Veamos qué tal! —afirma sonriendo.
Cuando la película empieza, Clara da buena cuenta de la pizza.
Está riquísima y, como siempre, al final tiene que compartirla con
Cora. La perra no para de darle la pata, quiere probar eso que huele
tan bien y, entre risas, ve la película, come, bebe y atiende a su
perrita.
Cuando un buen rato después la película termina, se despereza
en el sofá y murmura:
—Jo, qué bonita ha sido.
Cora está dormida al otro lado del sofá. Clara se levanta y va a
coger la caja de la pizza para llevarla a la cocina cuando su móvil
vibra. ¿Será Piero?
Rápidamente lo mira y sonríe al leer:
Didi
¿Cómo va tu día de San Valentín, reina? Si estás
ocupada, no respondas .
A Clara le hace gracia el mensaje, así que abre la caja de la
pizza, les hace una foto a los bordes de la misma que ha dejado y
se la manda.
Clara
¡Genial! Me acabo de comer esta pizza entera yo sola
y he visto la peli de Encanto. Por cierto, te la
recomiendo.
Didi asiente. Sabe que eso es cierto, pero, joder, ¡es San
Valentín! Y si al principio de una relación esos días no se tienen en
cuenta, ¿cuándo van a hacerlo?
Necesita ayudar a su amiga, y de pronto se le ocurre algo. Pero
para ello no solo debe dejarla tirada en WhatsApp, sino que además
tiene que mentirle.
Didi
Reina, tengo que dejarte, que me llama Martín. Luego
te escribo.
Jacob
Por supuesto.
Los minutos pasan y por fin llega a su parada. Sale del metro y, a
paso acelerado, camina hacia el portal de Clara pensando en qué va
a decirle cuando llame al interfono. Sin embargo la suerte está de su
lado, pues justo coincide con una pareja que sale del portal y él
aprovecha para entrar. Se sube al ascensor, le da al botón de la
octava planta y hace una videollamada a Didi.
Clara, que está tirada en el sofá hablando por el manos libres del
móvil con su amiga Amanda, se sorprende al oír que llaman a la
puerta.
—¿Eso ha sido el timbre? —le pregunta esta.
—Sí —responde ella extrañada.
—¿A estas horas?
Clara se quita de encima a Cora con cuidado.
—¿Será tu hermano? —sugiere Amanda.
Clara asiente, pues no espera a nadie.
—Seguramente sea él. Imagino que se habrá dejado las llaves.
La pelirroja se levanta con el móvil en la mano y se encamina
hacia la puerta con Cora detrás. Está convencida de que es Kevin,
pero abre y se encuentra con Jacob.
—¡Sorpresaaaaaa! —exclama él con una bonita sonrisa.
Clara parpadea sorprendida. ¿Qué está haciendo Jacob en su
casa? Y entonces, desde el teléfono de él, oye:
—¡Holaaaaa!
Sin dar crédito, da un paso atrás al ver a Didi a través de la
pantalla del móvil. Sonríe sin entender nada, y en ese momento
Amanda, que sigue en su teléfono en modo manos libres, pregunta:
—¿Es tu hermano?
Clara mira a Jacob a los ojos y ambos sonríen.
—Si es el idiota de Piero, ya le estás pasando el móvil para que
yo le diga cuatro cositas —se oye decir a Amanda.
La pelirroja finalmente consigue reaccionar.
—Son mis amigos —dice confundida—. Amanda, tengo que
dejarte, luego hablamos, ¿vale?
Al ver la prisa de su amiga por colgar, esta se despide:
—De acuerdo, Clarita. Un besooo.
Ella cuelga la llamada y mira a Jacob, que está frente a ella con
el móvil en la mano, y a Didi, que la saluda a través de él:
—¡Holaaaaaaaa!
Un extraño silencio se hace de pronto; entonces Jacob, que no
sabe realmente qué hacer o qué decir, suelta:
—¿Pensabas que íbamos a dejar que terminases este San
Valentín sin recibir flores?
Según dice eso mueve el brazo, que tenía escondido a la
espalda, y pone frente a ella el ramo de flores mustio y la caja de
bombones. Se siente ridículo.
—¿Esto es para mí? —pregunta Clara confusa.
—¡Claro, tía! —dice Didi a través del teléfono.
Jacob sonríe incómodo, pues la situación es surrealista.
—No entiendo nada —murmura Clara mientras coge las flores y
los bombones.
El chico vuelve a sonreír y piensa: «Yo tampoco».
—Vamos a ver, señorita Clara —se oye decir entonces a Didi a
través del móvil—. Como amigos tuyos que somos y que te
queremos, no podíamos permitir que tuvieses un día de San
Valentín como este.
Clara los mira sin dar crédito. Entonces ¿Jacob sabe lo que le ha
pasado?
«¿Qué ha hecho Didi?»
Y, mirando a la pantalla, va a hablar cuando Jacob tercia:
—Como bien ha dicho nuestra amiga, quienes te queremos nos
preocupamos por ti.
Bloqueada como pocas veces en su vida, y comenzando a
entender la situación, Clara pregunta:
—Pero, vamos a ver, ¿qué estáis tratando de decirme?
Didi y Jacob sonríen. Clara mira a su amigo e insiste:
—¿Has venido hasta aquí, a estas horas, solo para darme esto?
Jacob asiente sin dudarlo.
—Por supuesto que sí.
Clara se lleva las manos a las mejillas azorada. Es una preciosa
demostración de cariño.
—Mira, reina —interviene Didi—, no íbamos a permitir que
terminases el día sin al menos unas flores. Si no te las regala el
caradura ese al que cada día le tengo más manía, aquí están tus
amigos para hacerlo.
La pelirroja se acerca a Jacob emocionada y lo abraza. Él la
acepta con una sonrisa y, cuando Clara se aparta, murmura
mirándolos a ambos:
—Muchísimas gracias, de verdad. Es un detalle precioso.
Jacob gira el móvil para que Didi la vea e indica:
—La misión del Escuadrón Emergencia ha sido todo un éxito.
Ambos se ríen, mientras que Clara murmura:
—Todo esto parece sacado de una película...
—Si es que al final somos unos románticos —bromea Didi, y, con
la excusa perfecta se despide de ellos para dejarlos a solas—.
Bueno, os dejo, que ya he llegado a casa y todavía tengo que
ducharme y cenar. Un besooo.
Dicho eso, cuelga. Ha visto la situación ideal para dejar solos a
sus amigos. Quizá de esto salga algo bueno.
Jacob y Clara se miran y luego ella comenta:
—No me puedo creer que hayáis hecho esto por mí.
Él sonríe. Le encantaría decirle que haría lo que fuera por ella,
pero se aparta un mechón rubio del rostro y simplemente responde:
—Ha sido todo idea de Didi, el mérito es suyo. Yo solo he
ayudado a llevarlo a cabo.
Clara niega con la cabeza. Eso no es así.
—El mérito es de los dos —asegura.
Didi ha quedado esa noche para tomar algo con Jimena, Isabel y
Candela, unas compañeras a las que conoció en COGAM, una
asociación relacionada con el colectivo LGTB+ de Madrid en la que
la morena colabora siempre que puede. También ha conseguido liar
a Sebas para que vaya con ellas y, aunque lo ha intentado con el
resto del grupo a través de WhatsApp, ha sido misión imposible.
Durante el día habla con Clara. Quiere saber cómo se encuentra
tras lo ocurrido con el idiota del italiano, y se queda boquiabierta al
enterarse de que esa noche la tonta de su amiga va a ir a cenar con
él. ¿En serio? ¿De verdad?... Didi tiene unas palabras con ella a
través del teléfono. No está de acuerdo con ciertas cosas y se las
tiene que decir. Pero Clara, una vez más, parece no escucharla.
Diga lo que diga Didi, Clara va a ir a cenar con Piero y no hay más
que hablar.
Antes de salir de su casa esa noche Didi se echa un último
vistazo en el espejo que tiene en el interior de la puerta de su
armario. Se ha decidido por sus Dr. Martens negras, un pantalón
beige al que le ha remangado el bajo para lucir bien las botas y un
jersey negro de cuello vuelto. «¡No está mal!», piensa.
Una vez escogido el outfit, como diría Sebas, sale de su
habitación, se pone su abrigo negro y, como siempre, mirando a sus
gatas, que están repanchingadas en el sofá, dice antes de cerrar la
puerta:
—¡No me echéis mucho de menos!
Cuando sale del portal camina hacia el autobús con una sonrisa
en los labios. Una media hora después llega a la puerta del local de
ambiente que propuso Jimena y, sacando su móvil, escribe:
Didi
¿Hay alguien dentro?
«¿De dónde proviene esa música?», piensa Didi mientras abre los
ojos a duras penas.
Mira hacia los lados de su cama y ve a Marta durmiendo junto a
ella.
Sonríe, es preciosa. Verla dormida con el pelo revuelto es una de
las cosas más bonitas que ha visto nunca.
—Marta... —susurra—. Oye, Marta...
Pero ella ni se entera, está totalmente dormida, y Didi insiste
tocándole con delicadeza el hombro:
—Marta...
—Mmm...
La morena ríe.
—¿Esa música que suena es tuya?
La rubia despega la mejilla de la almohada y, al ver la preciosa
cara de Didi, musita con una sonrisa:
—Buenos díaaas.
Didi ríe y, cuando va a darle un beso, de pronto Marta se da
cuenta de que lo que suena es el estribillo de la canción Un bacio
all’improvviso de Ana Mena y Rocco Hunt, por lo que, dando un
salto, se pone de pie mientras exclama:
—¡Ay, sííííí! ¡Es mi alarma!
Sale de la habitación a toda mecha y va directa al sofá en busca
de su abrigo. Saca el móvil de uno de los bolsillos y la música se
interrumpe. Está en casa de Didi, han pasado una increíble noche
juntas, y tras regresar a la habitación se excusa al ver la hora que
es.
—Tengo que irme ya.
Su amiga suspira. Esperaba que su despertar fuera mejor.
—Perdón por la tabarra de la musiquita, pero me dejé la alarma
puesta —explica Marta.
Didi sonríe, la musiquita la estaba volviendo loca. ¡No sabía de
dónde venía!
—¿Eres de las que ponen canciones como despertador? —
pregunta frotándose los ojos.
—Sí —afirma ella mientras se pone la camiseta que llevaba la
noche anterior—. Pero cada mes la cambio, para no quemarlas y
acabar odiándolas.
—No sé cómo puedes, creo que yo acabaría detestándolas —
musita Didi.
Sale de la cama, coge una sudadera oversize que tiene colgada
en el pomo del armario y, tras ponérsela, pregunta interesada:
—¿Has dormido bien?
—No me has dejado, con tus ronquidos —bromea Marta
acercándose a abrazarla.
Didi sonríe gustosa y, cuando va a besarla, Marta le hace una
cobra.
—No te doy un beso porque no soporto tener la boca sucia —
aclara—, no porque no quiera besarte.
La morena asiente y su amiga insiste:
—Necesito lavarme antes los dientes. ¿No tendrás un cepillo de
sobra?
Didi lo piensa unos instantes. Puede que tenga alguno en el
baño.
—Creo que sí, voy a ver.
—Vale. —Marta sonríe.
Didi sale de la habitación y se mete en el baño mientras Marta se
pone su pantalón y regresa al salón.
—Buenos días, guapas —saluda a las gatas, que se pasean
tranquilamente por el piso.
La chica se acerca entonces a la ventana en la que decidieron
dejar sus zapatos para que el olor que llevaban gracias a su amiga
Ariadna no impregnara el piso. Los toca y comprueba que continúan
mojados y siguen oliendo fatal. Se aproxima a la puerta del baño y
pregunta:
—Didi, ¿qué número de pie tienes?
—El 41 —responde ella desde dentro.
«Perfecto», piensa la rubia.
—¿Te puedo pedir otro favor?
—Dime.
—¿Me dejas unas zapatillas y te las devuelvo el próximo día que
nos veamos?
Didi no lo tiene ni que pensar, ella se moriría del asco si tuviera
que ponerse los zapatos que hay en la ventana.
—Claro, coge las que quieras —afirma.
Marta vuelve a la habitación y echa un vistazo al calzado. Escoge
unas deportivas y se sienta en la cama para atárselas justo en el
momento en que su amiga sale del baño.
—Buena elección —señala Didi viendo que ha elegido sus
Converse negras.
Marta sonríe, vuelve a ponerse en pie y comenta:
—Tengo unas iguales.
—Oye, sí que tenía un cepillo de dientes de sobra, te lo he dejado
encima del mármol. El tuyo es el de color rosa —le dice Didi.
—Muchas gracias —contesta Marta dirigiéndose al baño con una
sonrisa.
Una vez a solas, y tras ir a acariciar a sus gatas, Didi se dirige a
la habitación para recoger su móvil. Con él en la mano va a la
cocina mientras atiende los diversos mensajes que tiene por leer.
—Ahora sí —dice Marta, que ya ha salido del baño. Y, después
de darle un cariñoso beso en los labios, pregunta—: ¿Qué tienes
para desayunar?
—Poca cosa —contesta ella bloqueando el móvil y dejándolo en
la encimera—. No suelo tener mucho tiempo para el desayuno.
Ambas sonríen y luego Marta pregunta:
—Oye, ¿por qué tus cepillos de dientes son como de madera?
—No son de madera, son de bambú —le aclara ella—. Intento
utilizar el menor plástico posible. Si cada uno pusiéramos un poquito
de ganas, el mundo iría mejor.
—O sea, ¿que también reciclas la basura? —Didi asiente y Marta
afirma—: En mi casa también reciclamos.
La morena abre la nevera y saca un cartón de leche.
—Nunca he probado la leche de soja —señala Marta fijándose en
él.
—Está buena.
La rubia se encoge de hombros y Didi sugiere:
—Si quieres, hoy puede ser tu primera vez.
—Guauuu, mi primera vez —bromea Marta.
Ambas sonríen mientras Didi saca un bote de uno de los armarios
y lo coloca frente a ella. Su amiga lo mira y la otra dice burlona:
—Seguro que esto sí lo conoces.
—Por supuesto. El Cola Cao es universal.
Didi coge entonces un tazón. Bajo la atenta mirada de Marta,
vierte leche y cacao en él y acto seguido pregunta:
—¿Te preparo uno?
—Sí, a ver qué tal está. Pero un vaso pequeñito, no vaya a ser
que no me guste —responde la rubia.
—Marchando un chupito de leche de soja —suelta Didi
mofándose.
Marta sonríe, y en ese momento oye cómo le rugen las tripas.
—Oye, y una vegana como tú no tendrá algún bollo, croissants o
algo así, ¿verdad?
—Para bollo en esta casa ya estoy yo —dice Didi, haciendo que
Marta se eche a reír—. Claro que existen los bollos y los croissants
veganos, pero no tengo. Particularmente soy más de comer salado
por las mañanas.
—Uf, yo al revés. Me encanta el dulce —admite la rubia.
Didi abre otro armario de la cocina, saca dos cajas y las deja
sobre la encimera.
—Te puedo ofrecer estas dos cosas dulces, ricas y veganas.
Marta las mira boquiabierta. Frente a ella tiene galletas Oreo y
cereales Choco Flakes.
—¡Qué dices! Estos cereales los tomo yo todas las mañanas.
Hay que ver lo buenísimos que están, madre mía.
Didi saca dos cucharas y un tazón limpio del lavavajillas para su
amiga. Luego las dos chicas lo cogen todo y se dirigen al salón,
donde se sientan a desayunar. Marta prueba entonces la leche de
soja y la otra observa su reacción.
—Se te ha puesto cara de haber lamido un limón —señala.
Marta, a quien la leche de soja no le ha gustado nada, murmura
dejando el vaso a un lado:
—Agggh..., no me convence a mí esto.
Ambas se sirven los cereales en sus respectivos tazones. Marta
sin leche en este caso.
—Tengo una duda sobre tu veganismo —comenta.
—Tú dirás.
—¿Qué hace una vegana como tú con unas botas Dr. Martens
como las que llevabas anoche? ¿No son de piel?
—No —asegura Didi—. Precisamente me las compré el año
pasado porque sacaron la versión vegana.
Marta asiente, no tenía ni idea.
—¡Qué bieeen!
La morena, que está hambrienta, sonríe y, antes de meterse una
cucharada de cereales en la boca, le pregunta:
—La canción que tienes a modo de despertador no era en
español, ¿verdad?
—En italiano. ¿Y a que no sabes quién la canta?
Didi no lo sabe, ni siquiera conocía la canción.
—Ana Mena —añade entonces la rubia con una sonrisa.
—Pero ¿no es española?
Marta afirma con la cabeza.
—Otro día ya te contaré cómo es que también canta en italiano.
—¿Cómo lo haces para acabar hablándome siempre de ella? —
murmura Didi riendo—. Tú quieres que me haga fan a toda costa,
seguro que te llevas comisión.
Marta suelta una carcajada. Ella escucha mucha música.
—Qué quieres que le haga, si es la cantante que más escucho
estos meses —y alzando su cuchara le advierte—: Cuando me dé
por otro artista diferente, no te quejes.
Las dos chicas terminan de desayunar y recogen la mesa. Un par
de minutos después, a Marta le suena el móvil. Ha recibido un
mensaje que se apresura a leer.
—Didi, perdóname, pero ahora sí que tengo que irme. Quedé en
acompañar a mi madre a comprar un vestido para la boda de una
amiga suya.
—Tranquila. No tienes que darme explicaciones.
Ambas se miran. Solo han estado juntas una noche, las cosas
están claras entre ellas.
—¿Tienes una bolsa de plástico donde meter mis zapatos? —
pide Marta a continuación.
Didi lo piensa y, abriendo uno de los cajones de la cocina, indica:
—De plástico, ahora mismo lo único que puedo darte es una
bolsa de basura.
—Me vale —dice ella y, bromeando, añade—: Una basura es lo
que son mis zapatos en este momento.
Acto seguido los mete en la bolsa y se pone el abrigo. Después
se cuelga el bolso al hombro y, tras tenderle la mano a Didi, esta se
la coge y van juntas hacia la puerta.
Una vez que llegan frente a ella, Marta le da un dulce beso en los
labios.
—Quiero que sepas que me lo he pasado muy bien contigo —
dice.
—Y yo contigo —asegura Didi.
Ambas sonríen, y Marta añade:
—Las dos sabemos que esto es lo que es, por lo que, tranquila,
que entre nosotras no hay obligaciones y, por supuesto, todo
seguirá igual en el súper.
A continuación extiende el meñique. Al ver eso Didi ríe. Su amiga
le propone hacer una pinky promise y, juntando su meñique con el
de ella, afirma:
—Opino igual que tú.
Luego abren la puerta y Marta sale del piso. Didi, que está triste
porque tenga que irse, posa con cariño las manos en sus mejillas y,
acercando sus labios a los de ella, le da un beso. Besar a Marta
podría convertirse en su pasatiempo favorito. Pero ¿cómo puede
ser, si ella es la que siempre ha puesto freno a lo que ha ocurrido?
—Davinia Daniela —dice Marta después de unos segundos—, si
no paras voy a quedar muy mal con mi madre, porque me voy a
meter de nuevo en tu casa y en tu cama, y no vamos a salir de ahí
en todo el día.
Didi suelta una carcajada. Nada le gustaría más, aunque no
quiera reconocerlo. Marta le da entonces un rápido beso y se
despide:
—Me voy, que me lías.
Acto seguido ella monta en el ascensor y, tras un último beso, las
puertas del mismo se cierran y Didi se queda a solas en el
descansillo de la escalera. Con una sonrisa dibujada en el rostro,
regresa a su casa y va directa a la cocina, donde la esperan sus
gatitas Brisa y Duna subidas a la encimera en busca de su
desayuno.
La joven se las queda mirando y se pregunta en voz alta:
—¿Qué estoy haciendo?
Capítulo 20
Marta
Jajajaja.
Como ya está lista, tan solo tiene que ponerse el abrigo y coger el
bolso antes de salir del piso. Se despide de Cora con cariño, cierra
la puerta con llave y pulsa el botón del ascensor. Una vez que este
llega a su planta y las puertas se abren, la pelirroja se monta y baja
los ocho pisos.
Ya en la calle, ve un coche del que sale música a todo volumen.
Es el de Tiziano, por lo que camina hasta él y se sube en la parte
trasera.
Piero la saluda con un beso.
—Ciao, bella —murmura mirándola a los ojos.
—Hola, guapo —dice ella con una sonrisa.
Acto seguido Tiziano arranca.
—Oye, ¿luego vuelvo con vosotros en el coche? —pregunta ella.
Piero afirma con la cabeza y, cuando vuelve a darle un beso, oye
decir a Tiziano y a Fabiana, que van en los asientos delanteros:
—Ciao, Clara!
—¡Hola, chicos! —saluda ella poniéndose el cinturón.
Entre risas y canciones llegan a un local situado a las afueras de
Madrid. Clara lee el nombre en el letrero. Se llama «Da la vuelta».
Cuando bajan del coche Tiziano le entrega las llaves al
aparcacoches para que se encargue de él.
—Qué sitio más pijo —murmura Clara al verlo.
—¡Exclusivo! —repone Piero sonriendo mientras le pasa la mano
por la cintura.
Las dos parejas entran en el iluminado local y una camarera los
guía hasta una zona con sofás reservada para ellos. Al parecer, son
clientes Vip. Mientras se acomodan la camarera se retira para
regresar a los pocos minutos con copas de champán para todos.
Los cuatro están brindando cuando aparecen Víctor y Cayetana,
que rápidamente los saludan.
—Clara, este es mi amico Víctor —le presenta Piero.
Hasta este momento, tras conocerlo aquella noche a oscuras en
el piso de los chicos, Clara no había vuelto a coincidir con él. Según
le comentó Cayetana, estaba de viaje en Londres por algo
relacionado con el trabajo, y cuando la pelirroja le da dos besos él
comenta:
—Sí, ya nos conocemos.
Clara sonríe al ver que se acuerda de ella.
—¡Hola, Víctor! Esto sí es una presentación, y no lo de aquel día
—señala.
Ambos ríen. Víctor se acerca a la mesa a por una copa de
champán, y Piero le pregunta a Clara:
—¿Che cosa significa que ya os conocéis?
—Nos cruzamos la primera noche que pasé en tu piso. Yo me iba
de madrugada y ellos llegaban de fiesta —explica ella.
—Non capisco.
Clara bebe de su copa e insiste:
—Sí, Piero, el primer día que nos vimos tú y yo aquí, en Madrid.
Ellos volvieron de fiesta y, como hicieron ruido, me desperté. Al salir
vi a Víctor y nos saludamos. Después yo me marché.
El italiano la mira con expresión seria.
—¿E perché no me lo habías contado?
Clara se encoge hombros sin entender por qué parece molesto.
—No me había vuelto a acordar. Pero, vamos, fue un hola y
adiós.
Él asiente aún dándole vueltas al asunto.
—¿En serio te has puesto celoso? —pregunta ella abrazándolo.
—No, ero solo curioso —responde besándola.
En ese instante empieza a sonar el nuevo tema de Rosalía,
Chicken Teriyaki, y la gente se viene arriba. Esa canción lo está
petando.
—¡Clara, vamos a bailar! —se apresura a decir Cayetana.
La chica sonríe, le encanta pasárselo bien, y, dándole la mano a
Piero, le pregunta:
—¿Vienes?
—No, io non bailo —suelta él dejando ir su mano.
Clara suspira y luego bromea alzando la voz:
—¡Tú te lo pierdes!
Cayetana, Fabiana y ella se dirigen a la pista de baile y disfrutan
de la canción. Víctor va también con ellas, baila y las graba
haciendo el peculiar baile del videoclip. Cuando la canción está
acabando Clara se fija en que Tiziano y Piero se levantan y se
encaminan hacia la salida del local.
—¿Adónde van Piero y Tiziano? —le pregunta a Víctor.
—Seguramente irán a fumar —responde alzando la voz para que
la chica pueda oírlo con la música.
Ella decide que lo esperará en la mesa, pero aún no ha
abandonado la pista cuando empiezan a sonar las primeras notas
de Wow Wow de María Becerra y Becky G. Fabiana la coge de la
mano y la anima a bailar.
—Andiamoooo! —exclama.
Ella acepta encantada, se lo quiere pasar bien, es a lo que ha ido
allí. Pero, tras darlo todo durante varias canciones seguidas, está
sedienta, así que decide volver al reservado a beber algo.
Piero y Tiziano están en el sofá, tomándose unos chupitos.
—¡Claaaaaaara! —suelta su chico al verla.
—Bevi uno! —El amigo le ofrece un chupito a ella también.
—No, gracias —lo rechaza y, ante su negativa, se lo toma él.
Clara se sienta entonces junto a Piero y él se recuesta
cariñosamente sobre su hombro.
—¿Cuántos chupitos lleváis? —pregunta.
Tiziano la oye y responde levantando el vaso vacío:
—Uno, due, tre, quattro, cinque...!
Los dos chicos se ríen, aunque a ella no le hace ninguna gracia,
ya que había quedado en volver con ellos en el coche.
—¿Y no creéis que deberíais parar un poco? —les pregunta—.
Os recuerdo que habéis traído el coche.
—¡No pasa nada, io controllo! —Tiziano ríe chocándole los cinco
a Piero.
En ese momento Fabiana se acerca a ellos y extiende el brazo
para que Tiziano le dé la mano.
—Balliamo, tesoro?
El chico no duda. Se levanta de un salto y camina detrás de su
novia.
Clara los observa con cierta envidia y decide probar suerte. Se
pone en pie e, imitando a Fabiana, extiende el brazo y dice
poniendo acento italiano:
—Balliamo, amore?
Pero, en vez de darle la mano, Piero prefiere usarla para coger
una nueva copa.
—Más tarde, amore —replica.
Ella asiente sin decir nada, se da la vuelta y se aleja. Mira hacia
donde están los demás y ve a las dos parejas bailando entre risas.
«¿Tan difícil es tener eso?», se pregunta.
Como no quiere cortarles el rollo, decide ir al baño. Entra y apoya
las manos en el largo mueble del lavamanos mientras se mira al
espejo con semblante serio.
—¿Estás bien? —le pregunta una chica que se acerca a lavarse
las manos.
—No estoy teniendo mi mejor noche —responde.
Clara la observa mientras esta se enjabona las manos. Parece
algo mayor que ella.
—¿Problemas de amor, amistades, familiares...?
—De amor —resopla.
Las dos chicas se miran.
—¿Te hace feliz?
La pelirroja duda unos segundos mientras la otra se enjuaga las
manos.
—Quizá deberías empezar por saber por qué te cuesta tanto dar
respuesta a una pregunta tan simple —vuelve a decir la chica.
—Puede que tengas razón —admite Clara.
La desconocida cierra el grifo y coge un poco de papel para
secarse las manos.
—Esta noche he venido con unas amigas —comenta—. Si
quieres, estás más que invitada a venirte con nosotras.
Clara sonríe en señal de agradecimiento.
—Muchas gracias, pero creo que me voy a ir a casa.
—Bueno, si cambias de opinión estaremos ahí bailando —dice
despidiéndose con una sonrisa.
La pelirroja vuelve a mirarse en el espejo y se coloca bien el pelo.
Acto seguido saca su móvil y ve que son las 3.23 de la madrugada.
«Me voy», se dice.
Atraviesa todo el local, se dirige a su reservado y recoge su
abrigo. Piero no está allí, así que no tendrá que despedirse de él.
Sigue avanzando y llega a la salida. Hace mucho frío, por lo que
antes de pedir un coche decide ponerse el abrigo.
La app de su móvil le dice que el coche que la llevará a casa
tardará trece minutos en llegar. Le da igual esperar, ni de coña iba a
volver con Tiziano en coche con la cantidad de copas que se ha
tomado. Se hace a un lado para no estar en la puerta del local y
entonces, unos metros más allá, ve a Piero fumando y hablando con
un grupo de gente. Clara no sale de su asombro, pero no dice nada
y se dedica a contemplar la escena en silencio. Justo cuando menos
se lo espera, Piero se desplaza para abrazar a una de las chicas del
grupo y de pronto la ve junto a la puerta. Disimulando como puede,
el italiano se despide del resto y se le acerca.
—Clara, ¿qué haces aquí fuera? Non stavi ballando? —pregunta.
Intenta rodearla con el brazo, pero ella se aleja ligeramente.
—Sí, Piero, pero me he cansado y me voy a casa.
—Espera y dentro de un rato nos vamos tutti. Así dormimos
juntos. —Sonríe.
Ella niega con la cabeza. Ni loca va a dormir con él. Y, mirando su
móvil, afirma:
—No, Piero, dentro de seis minutos me voy a mi casa.
—Porca miseria! —exclama el italiano.
Clara se da cuenta de que todo el mundo los mira y empieza a
sentirse incómoda. Por el contrario, Piero da una calada al cigarro y
expulsa el humo con calma. La mira de arriba abajo y, agitando las
manos, inquiere:
—¿A qué viene toda questa tontería?
La joven toma aire tratando de no perder la calma.
—No es ninguna tontería, Piero. Yo me quedo en los sitios
cuando me lo paso bien y estoy a gusto; cuando dejo de estarlo...,
simplemente me voy.
—¿No estás a gusto con me? —pregunta él molesto.
—Ahora mismo, no.
El italiano aprieta la mandíbula, no le ha sentado bien lo que le ha
dicho. Y de pronto pregunta en tono chulesco:
—¿Ti divertiresti meglio con Víctor? ¿O quizá ti divertiresti meglio
con tus amigos?
Clara lo mira confundida. Pero ¿de qué habla ahora?
—¿En serio? —replica molesta.
Él da una calada a su cigarrillo mientras la escucha.
—Pues, mira, la verdad es que me da cierta envidia ver lo
compenetrados que están y lo bien que lo pasan Cayetana y
Víctor... ¿Y a qué viene lo de mis amigos?
Piero tira enfadado el cigarro al suelo.
—Cosa mancava! —exclama gesticulando con los brazos—.
Cuando te vi con tus amigos de fiesta te lo estabas pasando molto
molto bene.
—Por supuesto, yo salgo para eso.
Clara observa el cigarrillo encendido en el suelo y lo apaga con la
suela del zapato.
—Oh si? ¿Sales para bailar con tutti los chicos?
Ella lo mira sin dar crédito.
—Yo bailo con quien me da la gana —suelta enfadada—. Y más
aún con mis amigos. ¿Qué pasa, estás celoso?
—Non sono geloso, ma che coincidenza que todos tus amigos
sean hombres y que solo bailes con los chicos —responde él—. La
amistad así, entre hombres y mujeres, è impossibile.
Según dice eso, Clara resopla. Siente unas tremendas ganas de
darle un tortazo, pero se contiene. Quedan dos minutos para que
aparezca su coche.
—Estoy flipando contigo, de verdad, Piero. Si te hubieras
molestado en conocer a mis amigos, entenderías muchas cosas. Y
qué casualidad que solo me vieras bailar con ellos cuando
precisamente esa noche con quien más bailé fue con Didi —dice
moviéndose enfadada—. Entonces, según tu absurdo razonamiento
de que hombres y mujeres no podemos ser amigos, yo debería
estar celosa del grupo con el que estabas ahí cuando he salido,
¿no?
—Solo les he pedido un mechero —se excusa él con rapidez.
Clara ríe con sarcasmo.
—Por supuesto, Piero.
El italiano se mueve incómodo. Un coche para entonces a pocos
metros de ellos. La pelirroja revisa la matrícula que le sale a ella en
la app y confirma que es el suyo. Acto seguido guarda el móvil en el
bolso y echa a andar hacia él.
—¿Te vas? Davvero?
Ella se detiene y se da la vuelta para mirarlo.
—Sí, Piero, como ya te he dicho, me voy a mi casa.
Él la mira con seriedad. Nunca le ha rogado nada a una chica y,
por supuesto, ella no va a ser la primera.
—Vale, Clara. Ciao! —y, dicho esto, da media vuelta y entra de
nuevo en el local.
Clara sigue andando y entra en el coche sin comprender cómo es
posible que una bonita noche haya podido terminar así.
Durante todo el trayecto no deja de darle vueltas a lo suyo con
Piero. ¿Merecerá la pena seguir intentándolo? ¿Acaso sus amigos
ven en él algo que ella no ve? Le da vueltas y vueltas al tema. Si
algo tiene claro es que en momentos como el que acaba de vivir no
lo soporta, aunque en otros le encanta.
Cuando llega a su destino, le da las gracias al conductor y se
baja del coche. Entra en su portal y sube en el ascensor hasta el
octavo piso. Mete la llave en la cerradura con cuidado de no hacer
ruido para no despertar a nadie y, antes de entrar, se quita los
zapatos.
Nada más abrir la puerta se sorprende al oír música. Está muy
bajita y piensa que Kevin debe de haberse quedado dormido con
ella puesta. Empieza a recorrer con sigilo el pasillo y, cuando pasa
por delante de la cocina, se para en seco. Frente a ella tiene a
Kevin, sentado en la encimera con Ángel de pie ante él. Ambos van
sin camiseta y están besándose.
«Mierdaaa...»
Clara vuelve sobre sus pasos casi sin respirar, feliz de que Cora
seguramente estará dormida sobre la cama de su habitación. Sin
hacer ruido consigue llegar hasta la puerta, la abre y sale del piso.
Una vez fuera, se calza de nuevo los zapatos y entra en el ascensor
pensando a quién puede recurrir a esas horas.
Es la segunda vez que le pasa algo así con ellos. La primera se
despertó de madrugada con mucho calor, quiso bajar a por agua fría
y se los encontró en el sofá. Esa vez también consiguió pasar
desapercibida y volver corriendo a su habitación.
Abre WhatsApp.
Clara
Dime que estás despierta y puedo
dormir en tu casa, por favor.
Didi
¡Que descanses!
Didi mira el reloj, pues está deseando salir. «Venga, solo queda
media hora.»
Marta y ella, que se han visto más veces de las que en un
principio pensaron, están cada día mejor juntas. Las cosas fluyen de
una manera increíble entre las dos y a Didi le encanta sentirla cerca
en el trabajo sin que nadie sepa lo que hay entre ellas.
Justo en ese momento está en un pasillo colocando unos
productos con visión directa a la caja registradora en la que está
Marta. La ve hablar con los clientes, escanear los productos,
sonreír...
—¡Hola, Didi! —oye de pronto a su espalda.
La chica se sobresalta. Por poco deja caer al suelo el bote de
espárragos que tiene en las manos, y al volverse y ver quién es
exclama:
—¡Qué susto me has dado, Roberto! Anda que si se me cae el
bote de cristal, la que liamos es pequeña...
Eso hace reír al hombre, que pone una mano sobre la rueda de
su silla.
—¿Qué tal estás? —pregunta Didi mientras deja el bote en la
estantería.
—Bien, todo bien. Por cierto, esta noche ceno con mis hermanas
—le cuenta él muy motivado.
Tener un evento como ese siempre lo llena de alegría, y ella lo
sabe bien.
—¡Qué bien, Roberto! Me alegro mucho.
El hombre, con dificultad, empuja su carro hacia un lado.
—¿Y tú cómo estás, Didi? —quiere saber.
Ella responde mientras se agacha para seguir colocando:
—Como siempre que nos vemos, trabajando.
Gracias a que ella se ha agachado, Roberto ve que Marta está en
la línea de cajas. Ahora entiende qué era lo que miraba la chica
embobada cuando él ha llegado.
En ese instante la rubia, que lo ve, le dice hola con la mano
desde lejos, y él murmura:
—Mira quién nos saluda...
Didi alza entonces la cabeza y su mirada coincide con la de
Marta. Ambas sonríen, pero la morena vuelve a centrarse con
rapidez en lo que estaba haciendo, y Roberto se da cuenta.
—¿Y a ti qué te pasa? —pregunta.
Didi lo mira.
—¿A mí? Nada.
Él sonríe. Conoce a la chica mejor de lo que ella piensa.
—¿Crees que no me he percatado de cómo mirabas
disimuladamente a Marta cuando he llegado y de lo rápido que has
apartado la mirada ahora?
Didi se apresura a hacerle un gesto para que baje la voz. ¿Cómo
puede conocerla tan bien ese hombre?
—Roberto, lo que menos quiero ahora mismo son rumores entre
los compañeros —murmura.
—Entonces ¿tengo razón? —susurra él.
—Madre mía, lo que te gusta a ti un buen chisme —bromea Didi.
Gira el cuerpo para mirarlo de frente.
—Ves cosas donde no las hay —afirma.
—No estoy yo tan seguro. Si las miradas pudiesen hablar...
Ella resopla. Sabe que Roberto no se va a dar por vencido. Echa
una rápida mirada para comprobar que Marta sigue en su sitio y
vuelve a mirarlo. Sabe que puede confiar en él. Y no es que no
pueda confiar en sus amigos, sencillamente es que no quiere
compartirlo con nadie. Tal vez sea una tontería, pero es la manera
que tiene de protegerse a sí misma.
—Vale sí, hemos tenido algo —le cuenta—. ¿Contento?
Roberto tenía razón.
—¡Lo sabía! —exclama sonriendo—. ¿Y ahora qué?
—Ahora nada.
—Didi...
—Vale, nos vemos alguna que otra vez —señala con disimulo
consciente de lo mucho que se ven—, pero nada más.
Él asiente atento.
—Entonces ¿sois pareja?
—No —dice ella con rapidez.
—Pero ¿tú no me contaste que nunca vuelves a ver a las chicas
con las que tienes algo?
Ella asiente. Hasta el momento era así.
—Es la verdad, Roberto —admite agachando la cabeza—. Y si te
soy sincera, esto me tiene hecha un lío porque no sé si estoy
haciendo bien o no.
El hombre la mira con cariño. Los dos han tenido muchas charlas
en los meses que ella lleva trabajando ahí. A veces no han sido más
que conversaciones banales, pero otras han sido charlas sinceras.
Igual que Roberto le contó momentos que había pasado con su
mujer, Didi le confesó que solo se había enamorado una vez en su
vida, y que le dolió tanto cuando terminó que decidió no volver a
hacerlo nunca más. Desde ese instante su filosofía de vida se
convirtió en pasarlo bien con chicas, pero no repetir ni volver a
quedar con ellas.
—Didi, ¿puedo ser sincero contigo?
Ella lo mira. Siempre ha tenido buena conexión con él.
—Por supuesto, Roberto, sabes que siempre puedes serlo.
Como ella está agachada, él apoya la mano en su hombro y dice:
—Vives encerrada en el miedo a volver a enamorarte y sufrir.
—Ya estamos... —murmura Didi—. Roberto, que yo no estoy
enamorada.
Él hace oídos sordos a lo que ella responde y sigue hablando.
—Que te hicieran daño una vez no quiere decir que te lo vayan a
hacer siempre. Por suerte los seres humanos no todos somos
iguales. Y, aunque no lo creas, hay más gente buena en el mundo
que mala.
Ella sonríe y no puede hacer otra cosa más que bromear:
—Eres un romántico empedernido, Roberto.
El hombre asiente. Con su mujer siempre fue un gran romántico.
—No te digo yo que no —responde moviendo su silla—. Pero,
Didi, tú déjate llevar y disfrútalo. Eres muy joven y la vida puede ser
muy bonita si te lo planteas.
Ella sonríe y se incorpora. Dirige la mirada a la estantería en la
que tiene cosas que ordenar y añade:
—Anda, hombre romántico, tira..., que como el gerente me vea
hablando contigo tanto rato me va a regañar.
Él se ríe, mueve como puede su silla y el carro de la compra y se
desplaza hasta la caja en la que está Marta. Didi los observa con
disimulo unos instantes y, al ver que se saludan, se da la vuelta y
sigue a lo suyo.
Kevin
Yo sí voooy.
Didi
¿No nos lo puedes decir
por aquí, Clara?
Clara
Noooo.
Marta
Vaya..., espero que te sea leve. Te dejo para que
puedas descansar.
Didi
¡Gracias! Hablamos luego.
Piero
Davvero non vas a venir?
Los días pasan volando. Al final Clara tiene el piso listo para
trasladarse antes de lo previsto, por lo que ha hablado con su amiga
Amanda y, junto con Didi, han organizado un fin de semana de
chicas.
Antes de entrar en el portal de Clara, Didi se para unos segundos
en la entrada. Llega demasiado pronto. Piensa en Marta y se
entristece. Tras lo ocurrido aquel día en el súper, por más que
intenta hablar con ella, esta no quiere saber nada de ella, y Didi ya
no sabe qué hacer para llamar su atención.
Tras tomar aire e intentar dejar sus problemas personales aparte,
decide entrar en el edificio en el mismo momento en que lo hace
una chica e intercambian una sonrisa. Al llegar frente al ascensor,
ambas lo esperan. Montan en el mismo y, cuando llegan a la quinta
planta y las dos van a bajar, Didi deja que la otra salga primero y se
sorprende al ver que se dirige hacia la misma puerta que ella.
«¿Será la amiga de Clara?», se pregunta.
Pocos segundos después la puerta del piso se abre y se asoma
una sonriente Clara. Cora sale corriendo a saludar y Didi la oye
exclamar:
—¡Amandaaaa!
—¡Claritaaa!
Didi confirma sus sospechas, es la amiga de Clara, y casi en el
acto oye que alguien dice:
—Ciao!
Didi se pone tensa. «No me jodas...»
En ese mismo momento Clara deja de saludar a Amanda, ve a
Didi y parpadea. No esperaba que llegara tan pronto.
Inmóvil, Didi observa cómo el idiota de Piero le da un abrazo a
Amanda.
Entonces Clara se acerca a ella para abrazarla y le susurra al
oído:
—¡Hola, Didi! Disculpa que Piero esté aquí, ya se iba.
—No te preocupes —miente abrazando a su amiga.
Ambas se separan y Clara se apresura a decir mirando a la
recién llegada:
—Amanda, esta es mi amiga Didi, de la que tanto te he hablado.
La rubia se acerca a ella y le da dos besos.
—Fíjate que cuando hemos subido las dos juntas al ascensor he
tenido la corazonada de que tú eras Didi.
—A mí me ha pasado prácticamente lo mismo al llegar al
descansillo —afirma ella riendo.
La morena se agacha para coger a Cora en brazos, pero al
ponerse en pie intercambia una tensa mirada con el italiano y, por
educación, dice:
—Hola, Piero.
—Ciao, Didi!
Clara, que nota la tensión entre ellos, se adentra en el piso e,
intentando estar animada, propone:
—¡Venid, que os lo enseño!
Sin embargo, Piero se hace entonces a un lado y señala con
frialdad:
—Yo ya lo he visto. Voy a por una cerveza.
Didi asiente y, cuando desaparecen de la vista del italiano, la
morena se acerca a su amiga y murmura:
—Que sepas que Sebas te va a despellejar cuando se entere de
que este ha visto el piso antes que él.
Clara la mira, lo sabe. La situación entre su novio y sus amigos
es muy complicada. Y, al ver que Didi le guiña un ojo con
complicidad, sonríe, toma aire y luego dice:
—El piso tiene dos plantas. En esta primera hay un despacho, un
baño y el salón con la cocina integrada.
—Tía, mi habitación en Barcelona es tan grande como tu baño —
comenta Amanda sorprendida.
—Qué pasada, Clara, es todo chulísimo —afirma Didi dejando a
la perrita en el suelo.
Mientras ella les enseña el salón, Didi se fija en que Piero abre y
cierra los armarios de la cocina y, cuando va a preguntar, Clara
señala mientras sube los escalones:
—Pues si esta planta os ha flipado, ya veréis la de arriba.
Las chicas la siguen y llegan a la habitación, y entonces Didi
musita divertida:
—Es muy injusto que mi piso entero tenga las mismas
dimensiones que tu cuarto.
—Por aquí tenemos mi bañooooooo —señala Clara encantada.
—Con una ducha en la que se puede hacer una fiesta —apostilla
Amanda.
—Y por aquí el vestidor. —Las guía abriendo una puerta
corredera.
Ambas alucinan al ver la cantidad de armarios que tiene para ella
sola.
—¡Yo sueño con estoooo! —murmura Amanda mirando a su
alrededor.
Didi y Clara se ríen. Ella y media humanidad.
La morena lo observa todo encantada y, conteniendo las ganas
de decir que la única pega que le encuentra al piso es el idiota que
está en la primera planta, asegura:
—Es una casa increíble, no tiene ni una pega.
Clara asiente. Sabe la suerte que tiene de ser ella la dueña de
semejante maravilla.
—Queda una última cosa, que es de mis favoritas —dice
entonces.
—¿Aún hay más? —pregunta Amanda.
Clara echa a andar y le da a un botón para descorrer las cortinas.
—El piso tiene una terraza increíble —anuncia abriendo la puerta.
Las chicas salen a la terraza y se quedan asombradas. ¡Menudas
vistas!
Didi había oído hablar a Kevin sobre la terraza, pero es mucho
mejor de como él la pintaba.
—¿Ese no es el edificio de tu hermano? —pregunta señalando
más allá.
Clara asiente.
—Sí —susurra—. Pero él no tiene esta terraza.
Las chicas ríen divertidas por eso, luego regresan al interior y se
dirigen a la planta baja.
—Es un piso fabuloso —comenta Amanda—. No hay ni un pero,
¡es que es perfecto!
Llegan a la cocina, donde Piero está sentado en una silla,
tomándose tranquilamente una cerveza mientras mira el móvil. Al
verlas entrar levanta la cabeza. Didi lo ignora y se dirige a su amiga.
—Como te dijo Sebas aquel día, ¿tu tía no querrá otra sobrina?
—bromea—. Yo no tendría ningún inconveniente, puedo cenar con
ella en Navidad, trabajar en su empresa..., lo que haga falta.
Amanda la mira divertida y afirma:
—Me apunto, que sean dos sobrinas más, por favor.
Clara ríe. Está feliz. Sabe la suerte que tiene de que su tía esté
en su vida.
—Dejadme que se lo comente y os digo qué le parece la idea.
Piero se levanta entonces de la silla y se acerca a ella.
—Amore, me voy.
—Vale, aquí nos quedamos —asiente Clara deseosa de que se
marche.
Piero la mira, pues cada vez la nota más fría con él, y pregunta:
—¿Me das las llaves di emergenza?
—¿Cómo? —inquiere Didi.
Al oírla, Clara se hace la loca con Piero y le explica a su amiga:
—Sí, ya sabes que siempre recomiendan que tu gente cercana
tenga las llaves del piso «por si acaso»...
La morena asiente.
—Las mías las tiene Sebas —indica y, mirando fijamente a Clara,
sugiere—: ¿Y no sería mejor que las llaves de tu casa las tuvieran tu
tía o tu hermano?
La expresión molesta de Piero es digna de ver, mientras que
Amanda observa la situación en silencio.
A continuación Clara se saca las llaves del bolsillo.
—Sí, cuando vea a Kevin y a mi tía les daré un juego a cada uno
—dice mostrándolas.
Entonces Didi, al ver el modo en que Piero mira las llaves que su
amiga tiene en las manos, se las arrebata sin dudarlo de un rápido
movimiento.
—Mira, mejor me las quedo yo —dice.
—Muy buena idea —afirma Amanda.
Didi se gana una seria mirada de Piero. Clara, intentando no
sonreír porque ha hecho justo lo que ella pensaba que haría,
pregunta entonces:
—¿Segura?
—Segurísima —responde Didi.
La pelirroja asiente. Le agradece en el alma a su amiga lo que
acaba de hacer, y, mirando a su incómodo chico, indica sin ninguna
pena:
—Bueno, pues nada... Te acompaño hasta la puerta.
Una vez que Amanda y Didi se quedan solas en el salón,
intercambian una mirada cómplice y asienten. Sin necesidad de
decir nada, está claro que ambas piensan igual en lo referente al
italiano.
Un par de horas más tarde, y tras ponerse cómodas, Clara aparece
en el salón con las pizzas que les acaban de llevar para cenar.
Madrid, 2022
Querida Julieta:
La he fastidiado.
Llevo unos meses conociendo a Marta, una chica maravillosa y con una gran sonrisa.
Pero, a causa de mis absurdos miedos, lo he estropeado todo.
Me he dejado llevar erróneamente por esas tres estúpidas letras que tanto conozco: «y
si». Tres letras que en sí no suponen ninguna amenaza, pero que en cuanto las
colocamos una al lado de la otra pueden atormentarnos para el resto de nuestra vida.
Ese ha sido mi problema, Julieta, que me he dejado llevar por esas tres insignificantes
letras.
Me limité a hacerme las preguntas incorrectas una y otra vez: «¿Y si no sale bien? ¿Y
si me vuelven a romper el corazón?»... En lugar de hacerme la única que merecía la
pena: «¿Y si esta vez sale bien?».
Julieta, me he dado cuenta de que estoy enamorada de Marta. Me enamoré
perdidamente y sin querer de ella el día que subí a un autobús en el que estaba ella y
prefirió estar de pie conmigo antes que ir sentada con toda comodidad. Aquel día ella
se coló en mis pensamientos sin que apenas me diera cuenta.
No sé si podrás ayudarme, Julieta, quizá estoy pidiendo demasiado...
Pero ojalá nunca acabe algo que comenzó sin querer.
Con todo mi amor,
Didi
«Qué cosa tan cursi», piensa cuando acaba de leerla.
Termina la carta y, necesitada de una segunda opinión, tras
ponerles a sus gatas agua y comida, sale de nuevo de su casa y
regresa al piso de Clara, donde es bien recibida.
Sin tiempo que perder, Didi les cuenta a las chicas que, viendo la
película favorita de Marta, se le ha ocurrido una idea: escribirle una
carta al más puro estilo Cartas a Julieta. Ellas la escuchan y sienten.
Tienen claro que, siendo su película preferida, seguro que ha dado
en el clavo. ¡Como si tiene que escribirle una, dos, cuatro o mil
cartas!
Esa misma tarde las chicas se reúnen con los demás, tal y como
habían quedado. Clara presenta a su amiga Amanda y esta encaja a
la perfección con todos. Ni que decir tiene que, cuando esta conoce
a Jacob, se lo dice todo con la mirada a su amiga, y esa noche
ambas disfrutan de horas de risas, charlas y colegueo con el resto
del grupo.
Cuando la noche acaba Didi y Amanda se quedan de nuevo a
dormir en el piso de Clara, y al día siguiente, que es domingo, muy a
su pesar esta y la morena acompañan a Amanda hasta la estación
de Atocha. Se lo ha pasado muy bien en Madrid, pero debe volver a
Barcelona puesto que al día siguiente le toca trabajar.
Las chicas se abrazan con cariño y Amanda entra en la estación
con su pequeña maleta a rastras. Se vuelve una última vez para
mirarlas antes de pasar el control y, alzando la voz, les dice:
—¡Mucha suerte, y mantenedme informadaaaa!
Capítulo 39
Ella sonríe.
Didi
Espero que estés en lo cierto, reina.
Estoy acojonada.
Madrid 2022
Querida Julieta:
Estoy desesperada. Viví un amor intenso como el tuyo, pero por mi mala cabeza puede
que ese amor me haya olvidado.
¿Crees en las segundas oportunidades? Yo era escéptica, pero esta vez quiero creer. Y
quiero creer porque esa chica a la que amo llamada Marta lo merece. Ella es
maravillosa en todos los sentidos. En tantos, que no creo que nadie pueda superarla
nunca.
Julieta, por favor, ¡ayúdame! Haz que Marta piense en mí. Que no me haya olvidado y
desee tener junto a mi esa segunda oportunidad.
Con amor,
Didi
Pasan un par de días y Clara, que está sentada junto a Piero, ríe
ante lo que acaba de decir Cayetana. Hoy ha salido a cenar con los
amigos del italiano para celebrar el cumpleaños de Tiziano.
—Deberíamos hacer un viaje todos juntos, en parejas —propone
Víctor apoyando su copa en la mesa.
—Che bella idea! —exclama el cumpleañero.
La pelirroja los mira divertida. Se nota que ya llevan unos cuantos
vinos encima.
—¿Y adónde vamos? —quiere saber Cayetana.
—Podríamos ir este finde a Ibiza —propone Víctor.
Tiziano y su novia Fabiana se miran y él sonríe.
—Contare con nosotros —asiente ella.
Piero pasa entonces el brazo por la espalda de Clara.
—E con noi! —exclama.
Nada más decir eso se gana una rápida mirada de su chica, pero
a él le da igual.
—Conmigo por supuesto que puedes contar cariño —dice
Cayetana.
—Perfecto. Estáis seguros, ¿no? Porque en cuanto salgamos del
restaurante llamo a mi padre y dentro de un rato nos tiene
organizado el viaje —señala Víctor.
Todos asienten menos Clara, que sabe que no puede irse así
como así. Además, ya tiene planes para el sábado.
—Víctor, mil gracias, pero yo no voy a poder —explica.
—¡Qué pena, Clara, no será lo mismo sin ti! —se lamenta
Cayetana.
Piero mira a su chica molesto. ¿Qué es eso de que no va a ir?
—Tranquillo, al prossimo viaggio vieni si o si —asegura Fabiana.
Clara asiente con una sonrisa, pero con el rabillo del ojo se ha
dado cuenta de la reacción de Piero. En ese instante se acerca a la
mesa un camarero con una bonita tarta de cumpleaños. Al verlo,
todos se ponen a cantar al unísono el Cumpleaños feliz a su amigo.
Prácticamente el restaurante entero se une a ellos y, al terminar,
Tiziano sopla las velas y agradece a todos el detalle.
—Grazie mille, amore mio! —le dice a Fabiana dándole un
apasionado beso.
El grupo disfruta de la tarta entre anécdotas y buen rollo y, al
terminar, deciden ir a casa de los chicos a tomar algo, ya saldrán de
fiesta más tarde.
—¡La noche es larga! —afirma Fabiana cogida de la mano de su
novio.
Como el restaurante está cerca del piso, van andando. Las tres
parejas caminan por la calle mostrándose cariño y cercanía. Todas
excepto una.
Al salir del restaurante Piero le ha dado la mano a Clara, pero no
se ha molestado en abrir la boca en todo el camino. Sin duda está
enfadado.
Llegan al piso y Cayetana va directa a poner música, mientras
Víctor se dirige a la cocina y unos minutos más tarde reaparece en
el salón con chupitos para todos. Cada uno coge un vasito y Piero
alza el suyo.
—Por Tiziano, salute! —exclama.
El resto lo imita y chocan sus vasos con cuidado.
—Ufff... —resopla Clara al terminarse el suyo.
Deja su vaso vacío en la mesa, pero Víctor se apresura a cogerlo.
—¡Otra rondaaa!
—Uy, qué dices, yo no puedo más. —Clara ríe.
—Yo tampoco —asegura Fabiana.
La italiana coge de la mano a Clara y se la lleva a bailar mientras
los demás vuelven a brindar. Instantes después se unen a ellas
Víctor y Cayetana, y los cuatro lo dan todo durante un rato al ritmo
de Daddy Yankee, Anitta o Rosalía.
A pesar de estar bailando y pasándolo bien, Clara no le quita ojo
a Piero y observa que está casi todo el rato pendiente de su móvil.
¿Qué esperaba?
En cuanto empiezan a sonar los primeros acordes de Señorita,
de Shawn Mendes y Camila Cabello, Fabiana reconoce la melodía y
se echa a los brazos de Tiziano. Le encanta esa canción. Víctor y
Cayetana también se unen para bailar y Clara busca a Piero con la
mirada; sin embargo, él se levanta y va a la cocina. Decide ir tras él,
pues no quiere quedarse ahí sola entre las dos parejas
acarameladas, y al entrar ve que se está rellenando la copa.
—¿Bailamos? —sugiere Clara con una sonrisa.
Pero él no está por la labor y, volviéndose, responde:
—No me apetece in questo momento.
Ella suspira. Siente mucha envidia de la intimidad que comparten
las otras dos parejas que hay en el salón. ¿Por qué ella tiene tan
mala suerte?
—¿Perché no quieres ir a Ibiza? —inquiere él entonces.
—Tengo planes para el sábado, ya lo sabes —responde Clara—.
Además, yo no puedo irme así sin más. Tengo a Cora, y ahora
mismo tampoco me va bien económicamente. Al vivir sola he de
adaptarme.
—Puedes pedirle el dinero a tu hermano.
Clara niega con la cabeza. «Este chico no se entera de nada»,
piensa.
—Piero, no es tan fácil.
—Tampoco lo has intentado —protesta él.
Termina de rellenar su copa y le da un trago.
—¿Qué planes tienes per sábado?
—Te lo dije la semana pasada: mi amigo Jacob hace una fiesta
por su cumpleaños.
Molesto por sentirse siempre excluido de cualquier plan con los
amigos de Clara, el italiano protesta:
—¿Y vas a ir sola? Senza di me?
Ella lo mira y se apresura a contestar:
—Claro que voy a ir sola. Y que sepas que, antes de estar
contigo, también iba a esas fiestas sin acompañante.
Piero niega con la cabeza e inquiere molesto:
—¿Y eso es más importante que un viaggio a Ibiza conmigo?
—Por supuesto, Jacob es mi amigo.
El italiano asiente; Jacob nunca le ha caído bien. Y, alzando
ligeramente la voz, indica mientras señala hacia el pasillo:
—Ellos también son tus amigos.
Desde luego, Clara considera solo conocidos a las personas que
están bailando en el salón, por lo que matiza:
—No te equivoques, ellos son tus amigos.
—Ma cosa stai dicendo?! —exclama Piero gesticulando con las
manos.
Se mueve incómodo en el sitio. Que le lleven la contraria no le
gusta nada.
—Mira, mejor vamos a tu habitación a hablar, porque no quiero
que los demás se enteren de nuestras movidas —propone Clara—.
Esto son cosas entre tú y yo.
Él asiente sin dudarlo. Ambos salen de la cocina, atraviesan el
salón, en donde el resto siguen pasándolo bien, y llegan a la
habitación de él. Nada más entrar ella se sienta en la cama, pero él
se mantiene en pie. Se lo ve incómodo y trata de relajarse con un
cigarro, por lo que Clara rápidamente se levanta y abre la ventana
para tener que soportar la menor cantidad de humo posible.
—¿Qué cosa vuoi parlare?
Ahora ella se quede de pie frente a él. Está claro que ha llegado
el momento de solucionar su problema.
—De que las cosas entre nosotros no van bien, Piero —
responde.
Él la mira con gesto serio.
—Sei tu quien quiere hacer planes por separado —le echa en
cara—. Se supone que somos una pareja.
—Por supuesto. Pero que seamos pareja no quiere decir que
tengamos que hacerlo todo juntos —replica—. Bastantes cosas me
he perdido con mis amigos por intentar pasar tiempo contigo y los
tuyos.
Él niega con la cabeza. ¡Sus amigos no tienen punto de
comparación con los de Clara! Los suyos son divertidos y
adinerados, mientras que los de ella son aburridos e insustanciales.
—No entiendo perché prefieres ir a una fiesta cutre antes que a
Ibiza —señala dando una calada a su cigarro.
Según dice eso, Clara parpadea. Pero ¿qué dice ese imbécil?
—Piero, ¿me lo estás diciendo en serio? —pregunta ofendida—.
¿Estás llamando «cutres» a mis amigos?
—Comparados con miei amici, sì.
Clara tiene cada vez más calor y sabe que es el del enfado que
va creciendo en su interior.
—Estoy flipando...
El chico simplemente bebe de su copa, y Clara replica mirándolo:
—No voy a consentir que insultes a mis amigos llamándolos
«cutres», cuando aquí el único cutre que hay eres tú. —Piero
levanta las cejas y luego ella añade—: Y te voy a decir una cosa:
nunca has tenido la menor intención de conocerlos y...
—Come no?
—No, Piero, no. Para dos veces que he conseguido que vinieras
a algún plan, mira de lo que ha servido. —Y, pensando en la
mudanza y en el día de los karts, añade—: Es más, para
comportarte como lo hiciste con mis amigos, podrías haberte
ahorrado el viaje.
—Lo que estás diciendo es molto egoísta —suelta él molesto.
Ella lo mira sin dar crédito.
—¿Egoísta, yo?
Clara camina nerviosa de un lado a otro de la habitación y
protesta:
—O sea, yo, que literalmente te he abierto las puertas de mi
casa, soy la egoísta, ¿no?
Piero alza los hombros y suelta:
—¿Al final qué ha pasado con las llaves di casa tua?
Clara asiente. Está claro que ese es uno de los temas que le
molestan. Pero, como no quiere hacer leña del árbol caído, indica:
—Que se las queda Didi.
—Davvero?
La pelirroja asiente convencida.
—Por supuesto. Ella es de mi total confianza.
El italiano se enfada más aún al oír eso y exclama levantando la
voz:
—Incredibile! Un amico è más importante que yo.
Piero grita, grita y grita. Le echa en cara demasiadas cosas y,
cuando se acerca a la ventana para tirar la ceniza del cigarro, ella lo
mira y, negando con la cabeza, piensa: «Esto no tiene futuro».
Al ver que Clara no dice nada, añade:
—¿Posso hacerte una pregunta?
—Claro, dime.
Él da entonces una calada a su cigarrillo, toma aire e inquiere con
una sonrisita:
—¿Tutti tus amigos tienen que ser... así?
Clara no sabe si lo ha entendido bien, y susurra:
—¿Perdona?
Piero asiente y, moviendo las manos, aclara:
—Si tienen que ser gais, lesbiche...
Terriblemente molesta, Clara se cruza de brazos y lo corta.
—¿Me lo estás preguntando en serio?
Él asiente, aunque sabe bien que eso le molesta.
—Llama la mia attenzione —contesta.
Clara, a quien esa pregunta y su mala intención le hacen
entender que lo suyo se acaba sí o sí, coge aire y luego murmura
furiosa:
—Piero, tu pregunta y tus comentarios son de muy mal gusto.
—Según tú...
Ella lo mira desconcertada. Pero ¿cómo ha podido estar con
alguien así? Y rápidamente replica:
—Busco tener a mi lado personas que de verdad valgan la pena,
y mis amigos lo son. Son las personas más maravillosas que he
conocido en la vida, por mucho que a ti te joda. Me gusta rodearme
de gente que me hace sentir bien y con la que puedo compartir
risas, bailes y dramas, y, por supuesto, no doy prioridad a saber a
quién quieren o dejan de querer. Les doy prioridad a ellos, a ellos
como personas, igual que ellos me la dan a mí.
Piero no dice nada y Clara añade:
—¿Todos tus amigos tienen que ser heteros?
Él asiente sin dudarlo.
—Estoy con persone con las que me sento cómodo.
Clara cabecea. ¿En serio ha estado saliendo con un tipo así?
—Ahora entiendo muchas cosas —murmura.
Piero da una última calada a su cigarro y lo apaga en el alféizar
de su ventana. La chica se acuerda entonces de muchos de los
desprecios que él les ha hecho a sus amigos y dice alto y claro:
—Esto se acabó, Piero.
Él abre los ojos con exageración.
—Che cosa? —susurra.
—Sabes perfectamente a lo que me refiero —dice Clara—.
Somos del todo contrarios, no tenemos nada en común. Tú no estás
dispuesto a entrar en mi mundo, con mi gente, y yo, aunque sí lo he
hecho en el tuyo, me niego a seguir.
Ambos se miran en silencio unos instantes; en la habitación solo
se oye la música y las risas procedentes del salón.
—Tus amigos son maravillosos —asegura la pelirroja—, cosa que
no puedo decir de ti. —Piero la escucha sorprendido—. Y ya,
después de lo que has dicho hace un momento y que me demuestra
qué clase de persona eres, me lo has dejado más claro aún.
—Ma ora sei enfadada, quizá mañana...
—No, Piero, ni mañana, ni pasado mañana, ¡ni nunca! —lo
interrumpe—. Sé que dicen que no hay que tomar decisiones en
caliente, pero esto es algo que viene de lejos y ya no puedo más.
No te soporto y ahora, con lo que sé de ti, mucho menos.
Él yergue la espalda, se miran a los ojos y luego el italiano dice
con cierta chulería:
—Sei sicuro?
—Segurísima.
—Me vas a echar de menos —se mofa.
—Lo dudo —afirma Clara convencida dándose la vuelta y
caminando hacia la puerta de la habitación.
Piero no le quita ojo; nunca antes lo han dejado. Él es quien
siempre deja, por lo que no tiene intención de moverse y, al ver que
ella abre la puerta, avisa:
—Se te ne vai, no nos vamos a volver a ver más.
Según lo oye, Clara sonríe. No tiene ninguna intención de volver
a verlo. Y, antes de salir, lo mira por última vez y dice:
—Que te vaya bien.
Acto seguido cierra la puerta e inconscientemente suspira
aliviada al darse cuenta de que se ha quitado un gran peso de
encima y que por fin puede volver a ser ella misma.
Capítulo 41
Ya han pasado casi dos semanas desde que Didi le mandó las carta
a Marta y sigue sin recibir respuesta, por lo que piensa cosas como:
«¿Le habrán llegado? ¿Puse mal la dirección? ¿Estará durmiendo
en casa de otra persona y por eso no las ha recibido? ¿Las habrá
tirado a la basura sin ni siquiera leerlas? ...».
Le da vueltas y más vueltas al tema y, la verdad, no sabe qué
pensar. Para el día de hoy Didi ha decidido comer un plato de arroz
con garbanzos al curry sentada en el sofá mientras ve la tele.
De pronto su móvil suena, lo coge y ve que es un mensaje de
Sebas.
Sebas
Te paso la canción de mi crush,
que al final el otro día se me olvidó.
Él sale guapísimo. Y la canción
seguro que te encantaaaa.
Él no tarda en responder:
Tana
¡Hola!
Horas más tarde Didi llega al sitio acordado con Tana hecha un
manojo de nervios.
Una vez allí, mientras se acerca al chico y a Ari, se pregunta si lo
de hoy servirá para algo. Si está haciendo lo correcto. Ni siquiera
tiene claro si Marta quiere volver a verla y por eso pasa de sus
cartas.
«Aunque supongo que, si no quisiese volver a verme, sus amigos
no me ayudarían», se dice para animarse.
—¡Hola, Didi! —la saludan Tanta y Ari al verla.
—Hola, chicos —responde ella con una gran sonrisa.
Los dos amigos intercambian una mirada. Saben lo mal que lo
está pasando Marta por lo sucedido entre ellas.
—¿Nerviosa? —le pregunta Ari.
—Bastante —reconoce ella.
La chica sonríe. Las cosas del amor siempre le han encantado. Y,
deseando ser positiva, comenta:
—Que sepas que tus cartas de amor me han parecido ¡lo más!
Didi asiente e, incapaz de callar, dice:
—Me alegra saberlo, pero más me alegraría saber que a Marta
también le han parecido ¡lo más!
Los tres sonríen.
—Creo que cuando Marta te vea lo sabrás —asegura Ari.
Didi afirma con la cabeza, eso espera ella también. Entonces
Tana se da cuenta de que la morena desvía la mirada hacia el local
que está junto a ellos.
—Ya lo he hablado con la dueña y está todo preparado —la
informa—, así que no te preocupes.
Ella asiente. En la vida ha hecho nada parecido. En la vida ha
sacado esa vena tan romántica, pero ahí está, dispuesta a todo por
la chica a la que adora.
—¿Habéis hablado con Marta? —pregunta a continuación.
—Sí —dice Tana—. Viene hacia aquí. Tardará una media hora
más o menos.
Didi cabecea y, consciente de que hay que ser agradecida, acto
seguido murmura:
—Oíd, chicos..., os agradezco mucho que me ayudéis con todo
esto prácticamente sin conocerme.
Ellos dos se miran. Saben que lo que están haciendo será bueno
para Marta.
—No hay de qué —contesta Ari—. Además, haríamos cualquier
cosa por ver a nuestra amiga feliz. Y sabemos que, aunque se hace
la dura, está como loca por verte.
—¿Creéis que le va a gustar la sorpresa? —pregunta entonces
Didi.
Ari y Tana intercambian de nuevo una mirada y sonríen.
—¿Estás de broma? —dice él—. Con lo romántica que es,
seguro que le va a encantar.
—Estoy convencida de que esto entrará directamente en el top
five de las cosas más románticas que le han pasado nunca —
susurra Ari emocionada.
Didi sonríe. Si ellos, que conocen a la perfección a Marta, opinan
eso, seguro que le gusta.
Pasan unos minutos, entonces las puertas del local se abren y de
él salen Nuria, Miguel y Carlos, los amigos de Marta que faltaban.
Didi los saluda.
—Hola, Didiii —responde Nuria.
—Hoy estamos en la sala seis —informa Carlos.
—El seis es mi número de la suerte, así que eso significa que
todo va a salir bien —expresa Ari.
Todos charlan tranquilamente durante un rato hasta que Tana
recibe un mensaje.
Marta
Estoy a tres paradas de metro.
Septiembre de 2022