You are on page 1of 60
TAMBIEN MATARON A INAMPUES Por Alfredo Molano Bravo* Lo sacaron a media noche de su casa hombres armados y uniforma- dos con el cuento de que el comandante lo necesitaba. Inampués —cabe suponerlo— no quiso oponer resistencia para no arrastrar a su mujer y a sus nifios a una tragedia que de todos modos terminaria en un asesinato. El taita, como lo Ilamaban por ser gobernador del Cabildo, era inmensa- mente querido y acatado por los indios que trabajan el valle de Guachucal al sur de Narifio, en la frontera con Ecuador. Laureano Inampués tenfa una mirada traviesa y burlona; era un nifio curioso que cuando le hablaban del problema de tierras se convertia en un hombre recio y solemne que hablaba desde la autoridad de una lucha de 500 afios. Nacié oyendo hablar a los viejos —que a su vez nacieron oyendo hablar a los suyos— de la existencia misteriosa de unos rollos que conte- nian la vida de los indios: su tradici6n. Era un paquete sagrado depositado por la tradicién en manos del cabildo més respetado, quien a su vez debia entregarlo en custodia a otro, cuando sintiera que sus dia se acababan. El rollo Ileg6 a Inampués porque a pesar de no ser un indio viejo habia aprendido a leer en el seminario y era hijo del gobernador del Cabildo. La tierra del valle de Guachucal se habia venido perdiendo desde ha cia muchos afios en manos de los ricos de Pasto, Tuquerres € Ipiales. Los blancos —como todavia se llama a las familias aristocraticas— conside: ran que los indios no merecen las tierras buenas porqu' bran tise e no siem!| * ; 2 . su sino ullucos y no tienen ganados sino cuyes. En razon evidente de * Nota sobre el autor y la historia, véase p. 221. 18 estupidez, argumentan. Por eso les fueron raponeando las tierras para for- mar con ellas honorables y nobles heredades. Haciendas con las mejores tierras porque las malas se las dejaban a los indios para que no se fueran y asi poderlos contratar como jornaleros para arreglar potreros, hacer cer- cas, cuidar ganados, 0 cultivar papa como arrendatarios. Mientras mas tierra les quitaban, los indios viejos mds escondian los rollos esos en los zarzos, debajo de las camas 0 entre la propia tierra. No los dejaban ver ni los sacaban por miedo a que también se los robaran. Por boca de los mas antiguos sabian que esos rollos tenfan las escrituras de sus tierras, uno de los primeros resguardos que el rey de Espafia les otorgé en el siglo xvu. Ya en la Republica cuando perdieron sus tierras, perdieron sentido por- que las autoridades competentes eran los mismos hacendados. Los titulos siguieron siendo legales, pero ,qué autoridad los reconocia? Un dia animados los indios porque Inampués regresaba del seminario donde habia aprendido a leer y a escribir, decidieron sacar los rollos. Se hizo una minga para arreglar un camino y cuando el sol estaba en todo lo alto y la sed apretaba ms, se tocé el cuerno para que los comuneros se reunieran a comer el cuy y a tomar la chicha de maiz. El Cabildo Gobernador les anuncié con mucha solemnidad que Laureano Inampués iba a leer ante todos los titulos que la comunidad de indios tenia sobre las tierras de Gua- chucal y de Cumbal. En medio de un silencio atronador sacaron el paquete. La primera bolsa en que estaba envuelto era de plastico; varios talegos mas adentro encontraron una bolsa de caucho natural o siringa traida del bajo Patia y luego, mas adentro, un cuero de chivo guardaba el tesoro. Pareceria como si cada época desconfiara de la anterior y quisiera reforzar el Ppaquete agregdndole un nuevo envoltorio. Laureano, ansioso, comenz6 a desenro- Har el rollo. Temblaba. Temblaba pero no tanto de Tespeto sino porque al documento se le habfan borrado las letras. El estupor fue general. Los vie- jos miraban y no crefan. Aquellos rollos que contenian su tradicién y su derecho estaban perdidos por la humedad y el tiempo los habia arruinado. Los papeles que habian podido devolverles sus tierras ahora se volvian cémplices, como las autoridades, de los usurpadores. Inampués, en un acto de desesperacion que a larga lo convirtié en taita, en Gobernador del Cabildo, salt6 en medio de la gente para ver mejor ¥ cual no seria su sorpresa —y la de todos—al observar que a medida que 19 el sol calentaba el pergamino, las letras iban regresando al todo y firmas y sellos del rey y los titulos podian leerse. Para traté de un milagro e Inampués cargé con él. Presente con los indi S INdios ge Pero el problema era mas grave. No se trataba solo de las let del reconocimiento legal y sobre todo de la devolucién de hech, tierras. Los terratenientes argumentaban que el rey habia muerto Y que para eso se habia hecho la independencia; que la capitania de Ou e bajo cuya jurisdiccin estaba durante la Colonia lo que hoy es e| sur de Narifio— hacia mucho se habia acabado; que Bolivar habia ganado |a guerra contra Espafia, para eso, para que esa orden no tuviera vigencia Los abogados de Pasto aplaudieron frenéticos la novedosa tesis juridica, El Incora —afios después— argumentaba que no tenfa fondos con que comprar las tierras a los terratenientes para devolvérselas a sus dueiios, los indios. «Asi —dijo el gerente— que ustedes verdn qué hacen», Tas sing 0 de las Y asi, mirando que hacer, Inampués comenzé a luchar por la tierra de sus mayores. Primero buscaron las haciendas mas abandonadas por sus duefios para tener, aunque fuera tibiamente, el respaldo del Incora. Recu- peraron una porcién del resguardo invadiendo haciendas y picando las tierras sembradas con pasto para el ganado y en su lugar comenzaron a sembrar comida para los indios. Pero a medida que el movimiento de recuperaci6n se hacia mas fuerte, los terratenientes también. Los policias les obedecfan directa y ciegamente porque Colombia es un pais de leyes, argumentaban. Aunque eso si los ricos tenfan que «colaborarles» para sacar a culatazos a los indios. Los indios regresaban a sus ranchos peroa los dos meses volvian a la carga y el problema se agravaba. Los dias pasaron. La sabana de Bogoté — allé muy lejos de Guach- cal— se encondoné con enormes galpones de plastico para cultivar flo- res, y los grandes hatos lecheros de la aristocracia fueron desapareciendo La produccién de leche se trasladé a otras regiones, entre ellas a Guach cal, donde por el clima y la calidad de los pastos, se produce una leche muy parecida a la de la sabana. El precio de la tierra de Guachuea dispar y una hectrea qued6 costando casi como si quedara al Jado : aeropuerto El Dorado. La lucha de los indios por la tierra se hiz0 peligrosa no solo por la valorizacién sino porque «lleg6 a Guachucal i. te forastera, quién sabe de donde, que no preguntaba precios sino 4 20 compraba». «Por sus cercas los conocereis», dijo el cura y se echo la bendicion. Inampués también. Para esos dias ya era el taita y habia dirigi- do varias invasiones 0 recuperaciones, segtin se vea. Habfa hecho valer los titulos de la comunidad y a regafiadientes el Incora habfa terminado por comprar a muy buen precio varios hatos. La Ilegada de los nuevos ticos no amilané a Inampués. Siguid peleando su causa. No hizo conce- siones, no se dejé comprar por mucho que le ofrecian ni se rindié por mucho que los amenazaban. No cambio nada, salvo su mirada que co- menz6 a llenarse de una profundidad profética. La gente lo seguia para donde iba y en todas partes lo recibian con cuy. Todos sabian que él era el coraz6n de la pelea, el titulo de propiedad en carne y hueso. Lo sabian no solo los indios sino sus enemigos, los viejos y los nuevos. Por la espalda le decian: «Ya verds indio hijueputa lo que te espera». Todos sabiamos lo que le esperaba porque él era Chimangual, El Dedo de Dios. Hacia una justicia que trafa de atras y cargaba sobre sus hom- bros. Nadie podia evitar el desenlace porque el «taita» no se iba a estar quieto ni callado. Traté —y de ello somos testigos— de que no hubiera violencia y cuando la vefa venir se retiraba con prudencia y la dejaba pasar. Pero la violencia como vacaloca volvia a buscarlo y a llevarselo en sus cachos. Inampués crefa que podfa sacarle el quite fortaleciendo la participacion de la comunidad y Ilegando a pactos con los terratenientes y con el gobierno. Creia que el poder local renovado con Ia participacién de los indios podia conducir a un nuevo derecho que reconociera su causa. Pensaba que la gente organizada podia detener la violencia. Hubiera he- cho cuanta minga fuera necesaria para lograr la paz. La tltima vez que lo vimos nos dijo: «La concertacién debe tomar el lugar de la violencia». Por eso lo sacaron a media noche y si no se resistié fue para no des- pertar a sus crios. De sobra sabfa para donde lo Ilevaban y alld lo Ilevaron. Los asesinos habrén de haberle quitado a patadas su ruana gruesa para que los tiros no se le quedaran enredados entre tanta lana. La sangre de Inampués va a traer muchos problemas a Narifio si no se hace rapida y cumplida justicia. (El Espectador, 15 de mayo de 1994) 21 EL HOMBRE QUE CARGABA UN PIANO Por Antonio Caballero* «No hay nada peor que ser inteligente», solia decir Hernando Santos, que lo era, aunque se negaba en redondo a parecerlo. La prueba de esa inteligencia es que lo consiguié: siempre fue tenido por el Loquito San- tos. Por tal lo tuvieron todos: su tfo el doctor Eduardo Santos, su padre Caliban, su hermano Enrique, diez o doce presidentes consecutivos de Colombia, cien toreros, todos los gerentes de El Tiempo, su sectetario, su chofer. A Hernando Santos la admiraci6n le viene postuma: nadie lo ad- miré en vida. En eso, como en casi todo, fue Jo contrario de su tio el doctor Santos. de quien hered6, por enrevesados vericuetos, el poder de El Tiempo Al doctor Santos lo admiraban todos desde que era nifio, aunque nadie lo queria; hasta sus més intimos amigos lo odiaban. En cambio, a Hernando lo querfan todos los que lo conocieron, incluyendo a sus enemigos. Lo agi dificil, qué rara cosa es que los hijos rian hasta sus propios hijos: y qué 4 quieran a su padre. Tuvo siete (y algunos més), y los siete lo querian como se quiere a un hijo. Lo querfan hasta sus yernos, que ya cS deci Lo odiaban también muchos, pero sin conocerlo. Lo odiaban por loqu’ representaba: el poder implacable de El Tiempo. Un poder que 6] manejab! a la vez con implacabilidad y con ternura: sin querer queriendo. : Porque Hernando Santos fue un ctimulo de paradojas y de contradicel™” nes. Un loco muy cuerdo. Un calculador de desarmante espo ntaneida! * Nota sobre el autor y la historia, véase p. 222. 22 Un bohemio irredento que al mismo tiempo fue el mas sélido bastion de la respetabilidad del establecimiento. Un hombre apasionado y exaltado que predicaba conciliacién y sensatez. Una veleta, pero a la vez el mas denodado campeén de convicciones que en realidad no tenia, de ideas en las cuales no crefa, de intereses que en el fondo le importaban un bledo. LY cémo resolvia esas contradicciones? Muy facil: por el egofsmo. Un egois- mo tan devorador como el de un nifio. Pero un egoismo también contradictorio: un egoismo altruista. Pues fue capaz de sacrificarlo todo. La felicidad irresponsable de ser el Loquito Santos, que esquivaba la vigilancia ubicua del ojo frio de su tio Eduardo, encerrado en el circulo de las gafas como el de Dios en un tridngulo, para escaparse a matiné o a los toros. La felicidad traviesa de irse a charlar con banderilleros y camareros de bar en horas de trabajo en vez de quedarse a escuchar a ex presidentes y recibir cartas credenciales. Fue capaz, en resu- men, de sacrificar la felicidad a secas para hacerse cargo de una carga que no queria, y en la que ni siquiera creja: la de la direccién omnimoda de El Tiempo. Para ser el heredero (tras la blanda regencia de Roberto Garcfa- Pefia) de su tio el doctor Santos: su contrario. El papel mds contrario a su propia naturaleza tornadiza de bohemio y de diletante. Fue capaz para ello incluso de aguantarse con estoicismo los almuerzos insipidos y sombrios del doctor Santos en su caserén de espantos, y su larga agonia caprichosa. Y no lo hizo por ansia de poder, sino por fidelidad al azar de su destino: ese destino que le habia permitido gozar en la vida de todo lo que le habia dado la gana, a costa solamente (y no es poco) de renunciar a todo lo que le gustaba de la vida. A sus pasiones y a sus capri- chos y a sus extravagancias, a sus veleidades izquierdistas y a sus calavera- das sustituidas por las convicciones solemnes de su tfo, que no compartia, y por los prejuicios inconmovibles de su hermano, que no eran los suyos. A sus notas frivolas de Hersdn y sus apuntes ligeros de Rehilete, sustituidos por la aridez de los editoriales de la pagina cuarta. Porque la direccion de El Tiempo (y en primer lugar la propiedad mayoritaria de sus acciones) no le vino caida del cielo, sino que le costé esfuerzo. Luché por ella con teson, pisando callos y hasta cortando manos, y gandndose en el proceso profun- dos resentimientos. Pero no lo hizo, ya digo, por mera ansia de poder, sino por un contradictorio egoismo altruista: para impedir que el poderoso dia- rio edificado por su tio se fuera a pique. 23 6dico es como un gran piano de cola: as para Alberto Cee! las silanneneal rie ae quiere los pedales, Abdon se siente con derecho a llevarse a ur Lopez lado. Y por afiadidura, Ja familia: el uno quiere arrancar la fara a caoba, el otro aspira a vender las patas para lefia. Pero un piano sles ‘ do esta completo. Porque estaba convencido de eso, Hehhaa i 6 con el piano, arrellanandose firmemente en la ban: a io se permitié el lujo de hacerla giratoria, cosa que hubieg horrorizado al doctor Eduardo Santos. Pero es que él no era, ni queria 7 : el doctor Hernando Santos; sino el Loquito Santos. 7 Ahora: hay que ver lo que pesa un piano. Para quien sabe tocarlo, here- dar un piano es una maravilla. El doctor Santos, sin ir mas lejos, siempre quiso tocar piano, y por eso construy6 El Tiempo. Pero para alguien a quien no le gusta tocar piano, un piano es una carga de media tonelada. A Hernan- do Santos no le gustaba tocar piano, ni sabia hacerlo, y ademas sabia que no sabia. Se lo explicd alguna vez en una entrevista a Margarita Vidal, que le preguntaba porla diferencia entre El Tiempo de antes y el de ahora: «Antes, El Tiempo lo dirigia el tio Eduardo, y los editoriales y las columnas las escribian Lopez de Mesa, Alberto Lleras, Sanin Cano. Ahora lo dirijo yoy Jos editoriales los escriben mis hijos y mis sobrinos». ar el piano, sino cargarlo a hombros. No po- hiciera astillas, llevandose por delante sicos, las sillas de la platea, suceder con el esla- El Tiempo se ponia n de sus cadenas¢h do a topetazos al piano. Un gran peri se. Las teclas blanc: encord: piano cuan Santos se qued del pianista. Sol Lo suyo no era, pues, toc: dia, crefa él, dejarlo caer y que se las tablas del escenario, los atriles de los mu parte del piblico. Y¥ eso es lo que temia que pudiera blecimiento, y hasta con el pais, si el pesado piano de a dar bandazos, como esos cafiones locos que se sueltai la sentina de un buque de guerra y acaban destrozan casco hasta que se hunde el barco. No se trataba de tocar bien el sino de sostenerlo firmemente para que el establecimiento no S° unde ra. Bueno o malo, era el establecimiento: «Es jit” que le gustara particularmente, intimamente: esos €% presidentes tes, esos plutécratas arrogantes, esas sefioras aburridisimas. or «aburridisimo» pronunciada por Hernando Santos: gaburrtridisss im como partida en dos hemistiquios. Esos generales prutissss-ime’ embajadores de Estados Unidos jartissss-imos. Pero ableci™ erael est 24 Y él no podia dejar que el piano le cayera encima, con consecuencias catastr6ficas. Se puede pensar que la caida de un inmenso piano sobre las cabezas del establecimiento hubiera tenido, por el contrario, consecuencias bené- ficas para el pais. Pero no era esa la opinion de Hernando Santos. Asi que, contra su intima voluntad, pero Ilevado por un sentido casi heroico y algo masoquista de la responsabilidad, se ech sobre los hombros el inc6modo artefacto y lo sostuvo en vilo (mientras, por afiadidura, el establecimiento bailoteaba despreocupadamente sobre su teclado): como el Atlas de la mitologia, que sobre sus espaldas sostenfa el universo. Como Atlas, no fue feliz con su oficio: no podia serlo. Su vocacin era otra. Pero su des- tino era ese. Le habia tocado ser duefio del piano: una especie de doctor Santos a la fuerza. Casi un dios, no por la conviccién de poder serlo, sino por el hecho de ser duefio del tiempo. Porque el tiempo, en Colombia, es El Tiempo. En esa tarea ingrata, para él, le llegé la vejez: se le fue el tiempo entre los dedos. Lo lamentaba, aceptandolo resignado, en una de las tiltimas columnas que publicé en su periddico bajo su habitual seud6nimo trans- parente de Hersan, poco antes de morir, escrito con la intimidad del cora- z6n pero contaminado por el plural sin coraz6n de majestad («nosotros») del editorialista de un periédico: «A veces, un viejo bruto es mejor que un joven inexperto. [...] Todo eso nos hace pensar en que si afioramos, y mucho, la juventud, la vejez también tiene sentido». Pero ahora, muerto Hernando Santos bajo el peso de su tarea titdnica, {quién se queda con el piano? Uno de los juegos de salén 0 de coctel favoritos en Colombia en las Ultimas décadas ha sido el de hacer cuentas, y cdbalas sobre cémo est distribuida por acciones la propiedad de El Tiempo. Pero un piano no puede repartirse: deja de ser un piano. El problema se plantea ahora tan complicado como cuando Hernando Santos se hizo con la banqueta del pianista. Las teclas blancas para Enrique, las negras para Rafael, D’ Artagnan pretende quedarse con el pedal. A quién le corresponden las ruedecitas de las patas? Para Pachito, los martilletes que golpean las cuer- das. {Los yernos a qué aspiran? Juan Manuel quiere heredar simplemente 25 la plaquita de cobre con la marca de fabrica y el letrero que informa: «Ey este piano interpretaba sus propias composiciones el doctor Eduardo Santos». Todo eso, como lo demostré Hernando Santos, es secundario. Lo que importa es saber quién hereda la banqueta. Cudl sea la partitura, da Jo mismo. (Semana, 26 de abril de 1999) 26 EL VIUDO DEL COLLAR BOMBA Por Leonel Fierro* A tientas, trastabillando en la oscuridad, don Salomén encontré el teléfono celular y llamé a Chiquinquiré para informar que tres hombres acababan de asaltarlos y le habian dejado a su esposa una bomba en el cuello. Sin percatarse de su gesto simbélico, acudia a la tnica concesién que le habia hecho a la modernidad, cuando rechaz la propuesta de sus hijos para irse a vivir con ellos a Bogota. Vencidos por el apego de sus padres a la tierra, a sus vacas, a su huerta de maiz, a sus gentes, a los muchachos no les quedé mas remedio que dotarlos de este celular para mantenerse en contacto con ellos. —Estaba tan agitado —recuerda Maria, la cufiada que recibié la Ila- mada—, que no pude entenderle nada. Tuve que decirle que me pasara@ mi hermana. —Mijita —dijo dofia Elvia llorando, angustiada—, es que vinieron unos encapuchados y me pusieron una cosa en el cuello. Trdigame a la Policia. sde la Un mes después, don Salomén regresa a recorrer su parcela. De muerte de su esposa —a las 12:35 de ese lunes 15 de mayo—, su vida ha dado un vuelco total. Ha quedado solo en el campo y, a pesar del arraig0 y el afecto que siente por esta casa y este pedazo de tierra, ahora est# dispuesto a vender 0 arrendar. Se lo dice a todos los parientes y amigos que salen a saludarlo, a expresarle su solidaridad en esta primera visita * Nota sobre el autor y la historia, véase p. 223. 38 desde el dia del entierro, cuando la crueldad del método utilizado por los delincuentes estuvo a punto de paralizar las negociaciones de paz, los convirti6 a él y a su esposa en noticia mundial e hizo del esclarecimiento del crimen un asunto de Estado, A los 67 aiios, la mitad de los cuales compartié con su esposa en esta parcela de dos fanegadas y media —el 4 de junio cumplian 34 aiios de casados—, le cuesta trabajo aceptarlo, pero estd resignado. Después de 62 afios —la casa fue construida en 1938 por su papa, José Concep- cién Pach6n— tendra que salir de ahi. Sdlo que ya no sera con su esposa, como querian los hijos. Y de todas maneras tuvo que vender las seis vacas que en dos ordefiadas, al amanecer y en la tarde, les daban entre cincuenta y sesenta litros de leche, ya no para llevar algo de dinero a la capital, como alguna vez llegaron a considerarlo los dos, sino para pagar el entie- rro de su mujer y hacerle la ceremonia que merecia en la basilica de la Virgen del Rosario de Chiquinquiré. Dejaré la casa donde el papa y el abuelo murieron. El hogar donde él y sus cuatro hijos nacieron. El tnico que tuvieron antes de hacer el trnsito a la ciudad, tras ir a la escuela de la vereda —a la que don Salomén debe también sus cinco afios de estudio— y graduarse de bachilleres en el Instituto Técnico Industrial Julio Flérez, de Chiquinquird. Trabajando de dia y estudiando de noche, los mucha- chos han ido logrando sus objetivos. José Salom6n, el mayor, de 32 afios, se hizo tecnélogo en mantenimiento industrial; Campo Elias, de 30, inge- niero industrial; Nelly Elizabeth, de 28, enfermera de la Universidad Na- cional, y Carlos, un avispado y menudo muchacho de 20 afios, peluqueado a lo militar, esté en cuarto semestre de contaduria. La decisién, apenas lograron organizarse, fue traerse a sus padres. Les preocupaba su soledad. No podian olvidar que unos ladrones, diez afios atrés, habjan asesinado a una pareja de campesinos. Y cinco después, a otra, con un intervalo de tres entre marido y mujer. Ni la destruccién de la puerta del cuarto para robarles, hace unos meses, las pocas joyas que dofia Elvia guardaba y unos pesos en efectivo; ni el robo de los tres terne- Tos que criaban en el mangé6n; ni las cirugias de cataratas, hernia y rodilla que le habfan practicado al papa y que empezaban a hacerle mella. Dofia Elvia, aunque recia y fuerte para el trabajo, debia trasladarse todos los Jueves a Bogoté para un tratamiento dental. Adicionalmente existia cierta 39 intranquilidad por la presencia de personas extrafas, provenientes de las minas del occidente de Boyaca. El negocio de las esmeraldas, se ofa q,. cir, estaba muy malo, y esos elementos, acostumbrados a manejar buen, plata, no Ilegaban propiamente a colocarse de jornaleros. Unos cursos de contabilidad y de produccién en el Sena y en el px, |. habian permitido a don Salomén asumir funciones de liderazgo, que |g llevaron por muchos afios a la presidencia de las juntas del acueducto y ¢. accion comunal. Doiia Elvia lo acompaifiaba en todas estas actividades, —Andaban juntos por todas partes —recuerda el dirigente comung| Pablo Emilio Jiménez—, como dos pajaritos. Esa voluntad de servicio parece haber sido la causa de la tragedia: los hizo atractivos a los ojos de los delincuentes. —Como manejaban las cuentas del acueducto —dice Luis Antonio To. rres, presidente de la junta administradora de este servicio—, creyeron que tenfan dinero. Es una de las cosas més aterradoras que nos ha pasado. El destino me cambié de repente —dice don Salomén al entregarle cuentas—. Pero yo voy a ver cémo les sigo colaborando. Sabe que no podra desligarse de la suerte de la regién. Su orgulloes haber contribuido a dotar de servicios a varias veredas. La construccién de una red de acueducto de quince kilémetros para bajar el agua de los picos del Sicuar4, el Monserrate de Simijaca, municipio de Cundinamar ca en cuyo limite con Boyac4, conocido como Boquerén, se encuentra lt parcela de los Pach6n. La electrificacién que, como el agua, lleg6 a 310 familias con un promedio de cuatro personas. La remodelacion, amplia- cin y dotaci6n de la escuela, centro de actividades civicas, deportivas ) culturales. Bajito, como su hijo Carlos, quien lo acompafia —no alcanzan el me tro sesenta de estatura—, don Salom6n es un hombre fuerte, que piens¢ bien lo que dice y controla sus emociones. Pero cuando se detiene fren” a su casa, que aparece hundida en un rellano de la ladera entre un ™ espigado que apenas deja ver su tejado, se queda mirando en silencio) parece flaquear. Como ha ocurrido durante el viaje estamos a 150 kilo metros de Bogoté—, el dolor lo enmudece. Sus ojos pequefios, afectados por una conjuntivitis que ha enrojecido los bordes de sus parpados inferior aiZal 40 —«estropedn» la llama él—, se contraen con el sol de la tarde, invadidos por un brillo himedo, a punto de rebosar sus descarriladas pestafias. Cuan- do parpadea, al cabo de unos segundos eternos en que parece repasar toda su vida, dos lagrimas se despefian por las arrugas de sus mejillas. Menea la cabeza, cubierta por un sombrero de fieltro gris que deja salir por de- lante unos mechones de pelo canoso, como si no pudiera creerlo. Y con una voz ronca, quebrada, salida de lo profundo de su alma, recuerda una vieja cancion: «Ya no vive nadie en ella —balbucea entre dientes— y a la orilla del camino silenciosa esté la casa». Nada sorprendente en un campesino autodidacta y de memoria lticida como él, que la noche anterior en el apartamento de sus hijos en Bogota, sentado en un sofa de la sala con las manos guardadas en una ruana, hablo de la necrofilia de Julio Flérez —el poeta insignia de Chiquinquira—, relaté anécdotas del Jerdn Ferro en su islote de la laguna de Ftiquene, y cité la frase del rey Filipo Segundo, padre de Alejandro Magno, cuando vio a su hijo sobre Bucéfalo, el caballo que nadie mds podia montar: «Macedonia es chica para valor tan grande». Sobrepuesta a la imagen que contemplaba, la letra de Las acacias parecia describir el aspecto de aquella casita de teja con sus puertas cerra- das y el patio empedrado Ileno de hojas secas. La trilladora de trigo —inacti- va desde antes de la tragedia—, devorada por la hierba en su cobertizo de zinc. A la izquierda, bajo un ciprés de ramas maltrechas, los nidos vacfos de las gallinas enviadas al cuidado de otra familia; mas abajo, adosada a la casa, la alberca donde se ahogé un gato cenizo de ojos azules, y en el fregadero, los guantes de caucho negro que dofia Elvia usaba para lavar. A la derecha, sobresaliendo entre un escaramujo de rosas silvestres, un sietecueros de flores violetas. Y en las columnas del corredor, pintadas de un verde biche como los zécalos y las puertas, materas colgantes de geranios y buganvillas. Al fondo, el valle del Pantano —lIlamado asi porque sus tierras han ido sustrayéndose del lecho de la laguna—, dividi- do en minifundios de pastos verdes y casas de techos rojizos, demarcados Por ringleras de arboles. Don Salomén se acerca a la trilladora y sefiala un hundimiento del Pasto que contiene un trozo de cuerda enchipada, atado a una de las vigas de la enramada. Al —Mire, aqui fue donde me mataron el perro —dice—. Ahi dormia e| animalito, y ahi amanecié envenenado. Desciende a la casa y se ubica en el vértice de los corredores esqui- vando las ramas de una brisa enredada en un extendedero de alambre con algunos ganchos para colgar la ropa. —Y aqui —agrega trazando un circulo con la mano alrededor de su cuerpo— estaban esos bandidos cuando yo sali, faltando un cuarto para las cinco de la mafiana. Se habia despertado unos minutos antes, a la hora en que siempre se levantaba con su mujer para ir a ordefiar las vacas que tenfan en el potrero de Santa Helena, a un par de kilémetros por la carretera. Se senté en el borde de la cama, encomendé a Dios ese primer dia de la semana, y con la precision de un movimiento repetido por muchos afios, estiré el brazo en la oscuridad en busca del interruptor de la pared de la cabecera para en- cender la luz. Como el bombillo del cuarto no funcion6, pens6 que tal vez se habia fundido. Corrié el dedo para prender Ia farola exterior, suspendi- da en un tubo sobre el tejado. Sdlo entonces se pregunté qué carajos po- dia estar pasando, si a las dos de la madrugada, cuando la presion de la vejiga lo hizo salir, habia luz en el baiio. Ignoraba que en algtin momento de ese intervalo crucial de tres horas alguna sombra furtiva, all4 afuera en el bosque, cerca del monumento de la Virgen de la Inmaculada, habia inuti- lizado el transformador y dejado sin energia a todas las casas de la vere- da. Tom6 la linterna que mantenfa en su mesa de noche y salié a ver qué ocurria. —Cuando sali —prosigue don Salomén volviendo a sentir la emo- ci6n de aquel trance—, me dijeron: «jQuieto..., no se mueva...!». Yo alum- bré hacia el rinc6n y vi que eran tres tipos encapuchados. Les vi los ojos con el chorro de la linterna y les pregunté: «;Quiénes son ustedes? ;Y qué quieren?». «jCallese!», me gritaron. «jY apague esa linterna!». Se me lanzaron encima y me la raparon de un manotazo. Un mes después, don Salomén revuelve en las manos un manojo de llaves. Esta nervioso. Habla rapido, sin abrir casi los labios. Sin el acento propio del boyacense, pero su forma de apretar las palabras produce un seseo. Todas las puertas estan con candado. Son puertas de hoja doble, 42 hechas con madera gruesa, pesada. Abre primero la de la izquierda. La luz que penetra ilumina una sala pequefia de piso entablado, sin ninguna co- municaci6n interna con el resto de la casa. Un juego de muebles, un come- dor y un bifé de madera, un televisor antiguo, la foto de un sacerdote, un almanaque. Don Salom6n, tras disculparse por un desorden poco eviden- te, vuelve a echarle candado. Pasa frente a la segunda puerta, la que esta en el rincn donde lo esperaban los asaltantes. Se limita a decir: «Es una pieza de corotos viejos». Va directo a su cuarto, donde vivid sus casi 34 afios de matrimonio con dofia Elvia. No es dificil imaginar lo que siente. Los recuerdos que cruzan por su cabeza, bajo la copa de su Barbisio: el rompimiento de la promesa de permanecer soltero hasta la muerte de su mami, a peticién de su padre enfermo, moribundo; luego, su muerte, tres meses antes del matrimonio, después de un breve noviazgo de sesenta dias con una campesina de veinte afios —él tenia 33—, que vivia con sus padres en una casita de las colinas de Chiquinquir4, atin visible desde la carretera. La boda en la madrugada para mantener otra promesa, la de no volver a bailar, porque unos compajieros de estudio se rieron de él la tinica vez que lo hizo en la escuela. La luna de miel en Girardot. Pero sobre todo el inolvidable viaje a Santa Marta en el Expreso del Sol. El in- menso barco aleman que estaban descargando en el muelle, y el tren de cincuenta vagones que demoré quince dias recibiendo la carga. El asom- bro de ella ante el mar: nunca habfa salido de Chiquinquira y le parecia increible que existiera una extensién de agua mas grande que la laguna de Fiiquene. Los paseos a Muzo, Tunja y Duitama. Las peregrinaciones a Moniquira y Choconta. Ahora don Salomén se inclina sobre el candado. Le tiemblan las ma- nos. Se le caen las Ilaves. —Mire cémo me dejaron la puerta cuando nos robaron —dice mos- trando los paneles astillados alrededor de la chapa—. Se nos metieron mientras fuimos a ordefiar las vacas. Empuja las hojas para ambos lados. La puerta se abre de par en par, y adentro hay algo que sobrecoge. Puede ser la certeza de ingresar a un sitio donde se vivieron instantes de horror. Quizas la conmovedora modestia de la habitacién, Su aspecto humilde, sombrio. El olor rancio del entari- mado. Las telarafias que empiezan a posesionarse de los rincones. 43 Inspeccionandolo todo con una expresi6n de tristeza, don Salomén & detiene a observar una cama doble de madera, revuelta, que Ocupa el cos. tado derecho del cuarto. Su cuerpo menudo queda de perfil ante el Espejo de un armario lacado, separado de la cama por la mesa de noche. Es ung pieza estrecha, hacinada, que tiene a la izquierda otra cama, junto a una yep. tanilla de muros gruesos con vista al maizal. Frente a ella, en el espacio que cubria una tercera cama, ya retirada, un hacha de mango, un martillo y dos afilados machetes. Al ver estas herramientas, cualquiera podria pensar en su posible eficacia como armas en una emergencia. Pero los tres hom- bres que dominaron a don Salomén, y que luego se metieron en el cuarto cuando dojia Elvia se levantaba en pijama, sobresaltada por el tropel, te- nian argumentos para disuadir a cualquiera: ademés de la pistola de ju- guete que dejaron al huir, Ilevaban un sable de infanteria y una metralleta. La punta del sable se la pusieron a dofia Elvia en el cuello cuando ella trat6 de oponer resistencia. —jA mi no me pongan eso! —les dijo—. ; Y qué es lo que quieren? —Plata —respondieron—. Este es un secuestro. jNecesitamos quin- ce millones de pesos! — {Se la van a llevar? —intervino don Salomén, pensando en hacerse matar con tal de impedirlo. —No, pero le vamos a colocar este «brazalete» para asegurarnos de que nos cumplan —dijo uno de los sujetos, y comenzaron a ensamblar las piezas, uno por delante, otro por detrds, alumbréndose con un par de mi- nilinternas. —Y esto qué es? —pregunté ella. —Una bomba —dijo uno de ellos—. Le diremos cémo quitarsela cuando nos paguen. —Nosotros no tenemos esa plata —argumento dojia Elvia. —Ustedes no —aseguré el individuo—, pero su hijo, el que es geter te de un banco, puede conseguirla. . Aludia a Campo Elias, empleado de una corporacién en Bogota. Como ultimo recurso para que no le pusieran el artefacto, don Salo- mé6n pidi6 que le dieran un plazo para vender la finca y pagarles. Inflexi- bles, los delincuentes terminaron de armar el collar. 44 —jRapido, pongale el cédigo! —le dijo uno al otro, y don Salomén vio que una luz roja comenz6 a titilar, y que luego, cuando lo taparon, desapareci6. Habrian transcurrido unos diez minutos. Les dieron instrucciones para fijar un aviso en la tienda, frente a la Virgen, cuando reunieran la plata; les entregaron un casete que, segtin dijeron, explicaba como desactivar la bomba, les advirtieron que si querfan vivir no dieran aviso a la Policia y se fueron por el maizal hacia abajo. Dofia Elvia cayé de rodillas ante una imagen de la Virgen de Chiquinquira y, lorando, imploré para que no le pasara nada. A partir de ese momento, hasta su muerte, no dejarfa de pre- guntar por sus hijos. Fue cuando don Salomén tom6 el celular para llamar a Chiquinquira. Cuando Maria y su hermana Ilegaron con la Policia a las 5:30 de la mafiana, acababa de hacerlo el taxista que todos los dias los recogia aesa hora para Ilevarlos a ordefiar las vacas, dos kilémetros adelante por la carretera. Dofia Elvia le pidié a la Policia que buscara a los tres hombres en la casa vecina, después del maizal. —No podemos —fue la respuesta—. No tenemos orden de allana- miento. En el taxi, las dos hermanas y don Salomén segufan a la patrulla de regreso a Chiquinquira. —Esperen aqui —les dicen en una variante—. Ya regresamos. Unos treinta minutos después, preocupados por la demora, resuelven ir a buscarlos. Los encuentran saliendo de las instalaciones del batallén con unos soldados y dos sanbernardos candelos de ojos café. Vuelvena la variante y ubican a dofia Elvia en un talud de la via. Los perros se excitan, ladran. La policfa decide lamar a Tunja. Enviaran a un experto, pero habra que esperar por lo menos dos horas. Don Salomén deja a la esposa al Cuidado de sus hermanas y se va con un muchacho a ordefiar. Llevan la leche hasta Simijaca, a unos quince minutos de alli, y regresan antes de que Ilegue el técnico en explosivos. Cuando por fin aparece, lo hace con las manos vacfas. Hay que conseguirle seguetas y unas velas para calen- tarlas. Retiran a la familia y a la gente que ha ido a curiosear. Dojia Elvia Se queja todo el tiempo del peso del aparato. No deja de preguntar por sus 45 hijos, si ya se enteraron, si van en camino. Jairo Hernando Lopez, el Poli cia de 28 afios que se esfuerza por liberarla de esa pesadilla, trata de trap, quilizarla. —Esto es una broma —le dice. Le da un vaso de agua, la invita, almorzar, le cuenta que tiene un hijo de cinco dias de nacido. Junto a Lopez, a sus espaldas, esta el soldado profesional Gustav Adolfo Caro, de 21 afios, oriundo de Otanche, y con cuatro afios en el Ejérci. to, padre también de un nifio de dos meses. —Deciamos que era una broma para tranquilizar a la gente, pero sa. biamos que era una bomba —recuerda un mes después. Ex combatiente de guerra en las montafias de Santander, la maxima herida que Caro habia recibido era una esquirla en la pierna. Ahora tiene la mejilla izquierda llena de manchas por quemaduras de p6lvora, cicatti- ces en la cabeza y, siendo zurdo de nacimiento, sufrid el cercenamiento de esta mano. Pero le pasé algo peor. «Perdi el pene», dice. Y pese a ello. y aun estrés postraumatico que le provoca unos gestos incontrolables, le queda entereza para afirmar: «Hay que ser fuertes y seguir adelante Ya estoy aprendiendo a escribir con la mano derecha». Minutos antes de que esto ocurriera, hacia las 12:30 del dia, cuando ya el técnico Lépez habia destapado la bomba sacandole una jeringa lena de pdlvora, don Salom6n logré abrirse paso de nuevo hasta dofia Elvia La abraza y le dice: —Tenga valor, ya pasé el peligro. Hubiera querido quedarse ahi, a su lado, animdndola, pero el coronel Fabio Roa Millan, comandante del batallén, se acerca y le pide que S° retire, que van a seguir trabajando. Los dos cruzaban la carretera cuando sintieron una explosién. —Cuando volvi a mirar —recuerda don Salomon—, ya la vi destt” zada. Y entonces fui y la abracé otra vez y la cubr{ con una blusa blanc? que alguien me dio. El coronel Roa Millan fue alcanzado por una esquirla en la pierna. Lope? muri6 a los pocos minutos en un helicéptero. A un sargento se le reventd ul oido, perdié un ojo y dos dedos. Y otro soldado fue herido en la cara. 46 En un bus, a unos diez minutos de alli, escasos segundos después, los cuatro hijos que dofia Elvia esperaba reciben la noticia por celular. —Si hubiéramos alcanzado a llegar —se lamenta Carlos, desconsola- do—, tal vez hubiéramos podido salvarla. —Yo no estaria tan seguro —anota don Salomén—. Podria haber sido peor. Los dos visitan a dofia Elvia en el cementerio. Carlos ha recogido unas flores en el jardin de la casa para Ilevarle a la tumba. Es un manojo de pequefias rosas silvestres, azucenas, begonias y pensamientos. Golpea la homacina con los nudillos e inclinandose un poco, sin doblar las rodi- llas, dice en un tono muy familiar: —Mami, flores de la casa. Se incorpora, se queda mirando al papa, y le pregunta: {Serd que me escucha? —No lo dude, hijo —dice don Salomén con un alivio profundo—. Y quiera Dios que todo esto se aclare, aunque yo no tengo sentimientos para odiar a nadie. En lo alto de la colina del cementerio de Chiquinquird llora don Salo- mén. No sélo por dofia Elvia, su mujer muerta. Llora por un crimen que estremecio el mundo y que es vergiienza de esta nacién. (Diners, julio de 2000) 47 JEISON Y EL TERREMOTO Por German Santamaria* El nifio Jeison miraba television. El medico Jorge Ratil Ossa acababa de almorzar y estaba en el bafio. El recogedor de café Lilo Valencia le ayudaba a su mujer a echarle lefia al fog6n. El presidente Andrés Pastra- na, en compaiifa del canciller, Guillermo Fernandez de Soto, hojeaba la agenda de trabajo, pues dos horas después partia para Europa. Y un te- niente del Ejército, en Barrancabermeja, miraba desde su trinchera los techos de unas casas cercanas. Era la 1:19 minutos de la tarde y de pronto la tierra del Eje Cafetero se agit6 como un drag6n que despierta con furia, y en 32 segundos se des- plomaron 150 edificios, mds de 1.500 casas se desmoronaron y cerca de mil personas murieron y el destino de esta region cambid azotada por una borrasca de muerte. Sigui6 un silencio profundo. Una gran nube de polvo se comenzo a levantar sobre el sur de Armenia y en los municipios vecl nos. En los vastos cafetales, a un mes de la cosecha grande, se sintid una quietud estremecedora, y hasta las aves y las vacas permanecieron parali- zadas, al acecho. Terremoto. Ahi estaba hecha realidad una de las sentel cias mds temidas del lenguaje humano. El nifio Jeison Andrés quité la vista de Los Simpsons en el televiso"y corri6 hacia la puerta de su apartamento en el segundo piso, seguido por : 3 s su madre y sus dos hermanos y su sobrino, pero no alcanzo 4 Hegar 2 * Nota sobre el autor y la historia, véase p. 224. 48 escaleras cuando sintio que bajaba como por un ascensor; de pronto se encontré en la oscuridad, entre un zanj6n estrecho. Estaba boca abajo y sentia el pie derecho aprisionado. El médico, subdirector del Hospital San Juan de Dios, salié corrien- do con sus hijos y cuando alcanzé6 la calle a salvo, lo primero que pensé fue en su madre, de 78 afios, que vivia sola en un tercer piso frente a la catedral. El cosechero Lilo Valencia dejé el fogén y alcanzé a salir, pero a sus espaldas su pequefio rancho en el barrio Salazar se cay como una baraja de naipes y adentro quedaron dos de sus cuatro El presidente Pastrana alcanzé a sentir el temblor en la Casa de Nari- fio y de inmediato levanté el teléfono para preguntar qué habia pasado en su pais. El teniente Oscar Lopez, en su trinchera en Barrancabermeja, tardaria media hora para saber por radio que Armenia, su ciudad, se habfa destrui- do, pero todavia no sospechaba que la mayor parte de su familia yacfa sepultada. Estos cinco colombianos, desde el jefe de Estado hasta el sencillo cosechero de café, vivieron a partir de entonces el drama y la angustia de una naci6n que una vez mas, ademis de todas sus violencias, era azotada por la naturaleza. El nifio lucharfa por su vida en la oscuridad durante cuarenta horas. El médico atenderia en el hospital a muchos enfermos, mientras que esperaba que rescataran a su madre, para enterrarla con do- lor pero deprisa. El jornalero del café sepultaria de noche y sin atatid a sus dos hijos y luego saldria para participar en el asalto a un supermercado, El presidente Pastrana harfa tres viajes y cuatro discursos y varias confe- Tencias de prensa y sentirfa rabia e impotencia y después decisién y cora- Je, para tratar de restablecer la autoridad en Armenia y Calarcé, donde en la noche del martes se vivid un pequefio Nueve de Abril. Y el teniente Oscar Lopez, hermano mayor del nifio Jeison Andrés Lépez, tendria que Ser trasladado en helicoptero al dia siguiente de su trinchera hasta el bata- l6n, ambos dentro de la propia Barrancabermeja, porque estaba cercado Por la guerrilla. 49 LA OSCURIDAD Y EL CIELO EI nifio pens6 que solamente se habia ido la luz y Ilam6 a su mami Myriam Consuelo. Pero como no le respondié, Ilamé a sus dos hermanos Juliette y Edison, pero sélo obtuvo respuesta de su sobrino Daniel, de seis afios, que desde la oscuridad le respondio: «Jeison, me cogi6 un mons. truo». El médico Jorge Ratil Ossa corrié hasta la Plaza de Bolivar y vio que el edificio donde vivia su madre se habia destruido y que sdlo era un enorme montén de escombros. Sintié un escalofrio porque pens6 sin equi- vocos que su madre habia muerto y volvi6 a la casa y le conté la noticiaa su sefiora y a sus hijos y les dijo que enfrentaran la situacion porque él se iba a ayudar a los vivos en el hospital. El cosechero Lilo Valencia, que gana cuatro mil pesos diarios, en me- dia hora logré sacar a sus dos hijos muertos de entre la empalizada de su rancho. El presidente Pastrana, media hora después, ya habia decidido que no viajaria a Europa a entrevistarse con el Fondo Monetario Interna: cional y con el papa Juan Pablo u1. El teniente recibid por radio militar la noticia de la destruccion de Armenia, pero eran las cuatro de la tarde y no podia salir de esos barrios nororientales de Barranca porque las milicias urbanas lo emboscarian en las calles. Estos cinco colombianos empezaban a vivir su drama y, salvo el pre- sidente, ninguno de ellos era consciente de la totalidad de la tragedia. Eran ya las tres de la tarde del lunes y el destino estaba sellado pat muchos. Yacfan mas de 700 personas muertas en el Eje Cafetero. Unas 300 mis fallecerian lentamente, gota a gota, bajo los escombros, mientras sus familias esperaban impotentes la llegada de equipos de socorro y tes" cate. Cerca de dos mil se encontraban atrapadas, con vida, bajo los ¢ combros, y mds de 150 mil sobrevivientes, entre ellos cerca de dos mil heridos, comprobaban gozosos que estaban vivos. Y mas de dos millones de habitantes de toda la region cafetera, desde el Quindio hasta Caldas, esperaban en suspenso porque un rumor recorria como polvora por entre ciudades y pueblos: se aproximaba una réplica, quiz4 un terremoto mas grande y peor. Pero en ese instante esa no era la angustia principal 4° algunos de los sobrevivientes. 50 El gerente del cementerio Jardines de Armenia, Luis Alberto Urefia, se bot6 por la ventana, sacé a su familia de los escombros y salié corrien- do hacia su cementerio y paso de enterrar cinco muertos por dia a sepultar casi 250 en sdlo dos dias. Dojia Graciela Velasquez, de 29 afios, en el barrio La Galeria, de Ca- larcd, abandonada por su esposo, qued6 muerta entre las ruinas de su casa, y sus cinco hijos, entre cuatro y once afios, la sacaron ellos mismos de los escombros y salieron a mendigar un atatid para su madre. Fabio Orozco, que estaba en un cuarto piso con su primer hijo de dos afios, sintid que bajaba suavemente como por un ascensor y se encontrd dandole tetero a su hijo cerca de la puerta principal, porque el edificio se habia hundido en Ia tierra hasta casi la terraza. Dos jugadores y un empre- sario argentinos, que estaban en el lobby del Hotel Armenia Plaza y que firmarian contrato dos horas después con el Atlético Quindio, quedaron sepultados bajo siete pisos de escombros. El mas joven de los tres, Rubén Emilio Biurret, estaba deletreando su apellido en una entrevista radial. Y el alcalde de Armenia, Alvaro Patifio, no alcanzé a terminar su plato de frijoles porque también su casa se desplomé. A las cinco de la tarde... El helicéptero presidencial sobrevolaba los tres picos nevados de la cordillera Central, y el presidente ya miraba abajo en el horizonte el valle del Quindio. El nifio Jeison seguia escuchando a su sobrino Daniel que le pedia que no lo dejara tragar de aquel monstruo. El campesino Lilo Valencia habia conseguido cuatro velas y alumbraba a sus dos hijos muertos, allf entre las ruinas desperdigadas por su calle pantanosa. El médico Ossa estaba subiendo heridos a las ambulancias para despacharlos a Bogota. Y el teniente Oscar L6pez, alla en su trinchera, ya se habia podido comu- nicar por teléfono celular con su novia y se habia enterado de que su madre, sus dos hermanos y su sobrino estaban entre el arrume de ladrillo y cemento del edificio de cuatro plantas. Eran més de las cinco de la tarde, tres horas después del primer temblor, y la tierra se volvié a agitar y de nuevo el panico recorrié ciudades, pueblos y cafetales de una comar- ca de colinas y valles y senderos y casonas de balcones y yipaos, alld en el Quindio, la tierra donde nacié la prosperidad cafetera de Colombia. SL. En el mismo instante en que el periodista Jorge Eliécer Orozco grité por radio «Dios mio, Virgen Santisima, est4 temblando de nuevo», e] Nifig Jeison sintid que se estrechaba la cavidad en que se hallaba y entre |, oscuridad escuché el crujido de las planchas de concreto y le cay6 areng y polvo en los ojos. Sintid primero que su pie derecho le dolia mas, pero después dej6 de sentir las piernas. «No me deje tragar del monstruo», escuch6 que decia entre la oscuridad el pequefio Daniel y después s6lo es. cuché un quejido largo y lastimero del nifio y a continuaci6n todo quedé de nuevo en silencio y muy oscuro. Al presidente le avisaron desde la torre de control que estaba tem- blando pero ordené que el helicéptero aterrizara. El médico Ossa no se detuvo porque estaba examinando y despachando mas heridos. El cam- pesino cafetero simplemente prendié las velas que alumbraban a sus hi- jos y que se apagaban por el viento del anochecer. El teniente, en Barranca, fue practicamente encafionado por su patrulla, que le impidié que se aven- turara por los barrios orientales de una ciudad partida en dos, entre la guerrilla y el Ejército, como si fuera la Beirut de hace diez afios. Se vino la noche y cayeron las Iluvias y empaparon por primera vez a 150 mil personas que se hallaban a la intemperie, porque entre Ilantos y rescate de heridos no habian podido pensar siquiera en la construcci6n de cambuches. Jeison se qued6 dormido entre la oscuridad. El recogedor de café decidi6 enterrar 6] mismo y con sus propias manos a sus dos hijos muertos en el cementerio de Calarca. Cavé la tumba y los sepulté en la oscuridad. El presidente, en el aeropuerto, donde esper6 45 minutos hasta que llegaron el alcalde y el gobernador, los recibié con el cefio fruncido y les pegé el primer regaiio para que se pusieran de acuerdo y no manejala cada uno la tragedia desde sus propios intereses politicos. El médico supo por su esposa que no se habia movido una piedra del gigantesco arrume que aprisionaba a su madre, pero siguié ateD- diendo heridos. Y el teniente empez6 a vivir la noche mds dura de sU vida. Estaba alli en la ciudad pero se sentia mds asustado que cuando combatié en el pasado septiembre contra la guerrilla de Romaiia 0 du- rante la emboscada de San Juanito, cuando vio caer a dos compafieros tenientes que estaban a su lado. «Alli hubo mucho plomo y mucha opo™ tunidad de coraje», pens6, pero ahora era la impotencia de estar cercado 52 en un barrio de la capital petrolera de Colombia, imaginando a su fami- lia sepultada alla en el Quindio. Fue la primera noche de miedo y oscuridad y ambulancias y quejidos y Armenia y Calarca estaban con sus calles tan atestadas como si fuera la vispera de Navidad, pero en realidad era la mas desgraciada noche de su historia. Pero no seria peor que las siguientes, que fueron las noches de los cuchillos largos, de los saqueos, de las bandas armadas y de las briga- das de autodefensa. El presidente dejé 6rdenes precisas que no se cum- plieron a cabalidad, porque no se pusieron de acuerdo alcalde y gobernador. El médico trabajé en el hospital hasta las cuatro de la majiana. El campe- sino regres6 del entierro nocturno de sus hijos y permanecié despierto hasta el amanecer con su mujer y los hijos que le quedaron. A las seis de la majiana por fin lograron sacar en helicéptero al tenien- te hasta el batall6n y de alli en bus salié hacia Bucaramanga y después en avion hacia Bogotd y finalmente hasta Armenia. Y para Jeison no hubo amanecer porque alli en su socav6n era siempre oscuridad. A las nueve de la mafiana, el médico empezé con sus propias manos a quitar los escombros del gigantesco arrume que aprisionaba a su madre. A quince cuadras, Oscar Lépez, al ver que no Ilegaba nadie a rescatar a Jeison y al resto de la familia, empez6 igualmente a levantar escombros con sus manos. Era como si los dos sacaran cucharadas de agua del mar. El presidente se enteré de que no se cumplian sus érdenes y decidié asu- mir personalmente el mando. El teniente aterrizaba en Armenia en un avion militar. Y Lilo el cosechero simplemente miraba la empalizada que €ra su casa y vio que en el fondo las cenizas del fogén estaban aplastadas Por la Iluvia. Y sintio los pasos del hambre porque sus dos hijos, que no habian comido nada desde la noche anterior, le preguntaron por el de- sayuno. Donde Jeison, hacia el medio dfa Hegaron los bomberos de Tulud y trabajaron un buen rato removiendo escombros, pero se fueron cuando Heg6 una patrulla de la Cruz Roja con perros. Los animales olfatearon las Tuinas y no encontraron nada. Esta brigada trabajo otro rato y luego se fue. Entonces el teniente con su padre y con otro hermano y con los veci- NOS Comenzaron a remover escombros. Pero era también como si trataran de vaciar el agua del mar. 53 A las tres de la tarde la perrita Lassie, una gozque enrazada de loba, y que era de todos y de nadie en aquel edificio de estrato social bajo, 8 meti6 por entre las vigas y escombros y empez6 a ladrar y a chillar. Jeison la escuché desde la profunda oscuridad. La perrita plebeya y callejera habia logrado lo que no habia podido la muy noble jauria del rescate John Jairo, hermano de Jeison, la siguié por la parte trasera de los escom- bros, se metié por un hueco y comenz6 a llamarlo. Y escuché la voz de su hermano y salié gritando que Jeison estaba vivo y que Lassie lo habia encontrado. Después Jeison no escuché mas voces humanas, sdlo el chi- llido de la perrita. Puso en ella toda su esperanza. Pens6 que no se podia dejar desmayar. Tenia sed pero ni siquiera podia pensar en tomar orines, porque seguia boca abajo y tenfa las manos bajo el cuerpo y atrapado el pie derecho y sentia cada vez ms estrecho el espacio que lo rodeaba. Casi en ese mismo momento el médico Jorge Ratil Ossa logr6é que una retroexcavadora de gran tamafio empezara a retirar los escombros. Hacia las cuatro de la tarde hallaron a su madre, dofia Elvira. Habia que- dado sobre su cama, porque estaba acostada viendo el programa Padres ¢ hijos cuando se le vino el techo encima, y sdlo la reconocieron por el vestido y por una medallita que Ilevaba en el pecho. Acompaiiado de su esposa y sus hijos, la llevaron a una ceremonia religiosa colectiva qué duré cinco minutos y hacia las seis y media de la tarde, entre las sombras, en un cementerio donde se sentfa el fragor de los enterradores y el mur mullo lastimero de una multitud doliente, la sepultaron, en silencio, co" la dignidad con que las madres griegas enterraban a sus hijos caidos el combate. Dejé en su casa a su familia y volvi6 al hospital. Encontro alliel dolor de ms de mil personas heridas y estuvo tan ocupado toda la noche luchando por salvar tantas vidas que afirma, con toda franqueza, que dur rante esa jornada de espanto no tuvo un minuto para pensar en su madre muerta, apenas recién sepultada. UNA LUZ EN LA NOCHE La ultima voz humana que habia escuchado fue la de Daniel, despues del segundo temblor, cuando dijo «me traga el monstruo, me traga ¢! mons- truo» y después se apagaron sus quejidos. Pero poco tiempo despues . los gritos de John Jairo y de los chillidos de Lassie, Jeison sintid come 54 que le pasaba la sed, pens6 que ya no se podia dejar desmayar, se olvidé de que no sentia las piernas y de que su pie derecho estaba atrapado entre las losas de cemento. El espacio se habia reducido tanto, que estaba ya como entre una capsula. Y de pronto alcanzé a ver el resplandor de una linterna. Era la primera luz que veia en una noche de mis de treinta horas. Pero eran las dos y media de la tarde y la espera seria hasta casi las tres de la mafiana. A la misma hora en que el presidente estaba en vela, recibien- do informes sobre la tragedia. A la misma hora en que Lilo el cosechero se guarecia de la Iluvia bajo un plastico, con su mujer y dos hijos, quienes cansados de pedir comida se habfan quedado dormidos. Después del anochecer, el propio teniente y su padre lograron que una brigada de la Cruz Roja volviera a trabajar. Pero era muy dificil avanzar. Llegaron los bomberos de Tulud. Después arribaron unos expertos en sal- vacion de mineros atrapados en socavones carboneros y empezaron a ca- var un tinel horizontal. Otra brigada abria por encima un amplio agujero, pero empezaron a ceder las planchas y las vigas retorcidas. Jeison sintié el crujido de los escombros, era el material que cedfa, le caia arena y gravilla en los ojos y el espacio se reducfa cada vez mds, como una cami- sa de fuerza que lo aprisionaba sin parar. A las once de la noche los topos estaban a cincuenta centimetros de Jeison. Lassie merodeaba y chillaba cerca del ténel. Por fin el bombero Farley Torres pudo entrar en contacto de voz con el nifio. Pero este se desesperé por primera vez y el bombero tuvo que conversarle durante quince minutos. Lo animé, le hablé de su familia, le pregunté por sus estudios en el nem de Armenia. Después perforaron a cincel un agujero hasta Jeison y un socorrista de la Cruz Roja, al final de un ténel de casi Cuatro metros, por fin pudo tocar su piel. Jeison pidié un Gatorade y em- Panadas. Sélo lograron conseguirle la bebida de uva. Después ampliaron un poco mas el agujero y el médico Luis Londofio le puso una inyeccién tranquilizante. La Iluvia arrecié y empapé a los que luchaban por Jeison y a las 150 mil personas que se hallaban al escampado en toda la zona del desastre. Los torrentes se desbordaron y se metieron por debajo de colchones y cambuches. Pero socorristas y bomberos siguieron trabajandole a Jeison alli en el ténel. Fueron tres horas hasta lograr taladrar primero las losas de 55 cemento y mas de una hora para quitar la suela del zapato y lograr Sacar su pie derecho que estaba aprisionado. Eran casi las tres de la mafiang, bajo una Iluvia implacable, cuando se escuché el grito de bomberos y socorristas jubilosos que sacaban a Jeison. Amanecia el tercer dia de |, tragedia. EI presidente, antes de las seis de la maiiana, decidié trasladarse con su gobierno a Armenia para asumir el mando en una regién donde atin no llegaban ni la comida ni las carpas. Jeison descansaba en el hospital sin despertar atin de la operaci6n. El médico, atin sin dormir, volvia al hospi- tal y era, confiesa, como si no hubiera una tregua para pensar en su madre muerta. Lilo Valencia, el cosechero, doblaba el plastico negro de su cam- buche, y sus hijos hambrientos atin dormian. Y el teniente y su padre estaban solitarios frente a la mole de escombros porque si bien Jeison habia sido rescatado con vida, allf seguian sepultados la madre, Myriam Consuelo, y el hermano mayor y su hijo Daniel y Myriam Juliette y un vecinito y quién sabe cudntas personas mas de los doce apartamentos que constituian este edificio sin nombre. Los dos hombres estaban solos por- que la Iluvia del amanecer a todos los habia espantado pero a ellos no, porque alli seguian los suyos. Y aesa hora, ni el presidente, ni el teniente y su padre, ni el cosechero y el médico sabian que lo peor estaba por venir. Cuando amanecia ese tercer dia, era como si apenas empezara la verdadera tragedia alld en el Quindio. EL REBUSQUE EI presidente entré otra vez en cdlera cuando se enteré de que el al- calde y el gobernador no se ponjan de acuerdo, al tercer dia, sobre la reparticiOn de alimentos, y decidié coger el toro por los cuernos. Y Lilo el cosechero decidi6 salir de su barrio destruido y seguido por su esposa Y dos hijos sobrevivientes se fue hacia el centro de la ciudad, como un animal acorralado por el hambre y que seguido por sus cachorros se aventura fuera de su guarida. Aunque Ilevaba diez mil pesos en los bolsillos, hast el mediodia no habia logrado que alguien le vendiera algo de comer. Todo estaba destruido o cerrado y cada uno administraba celosamente sus ¢S- casas raciones. Ademas Lilo nunca se aventuraba por el norte de la ci- 56 dad, donde vive la gente mds acomodada de Armenia y donde no hubo mayores destrozos y donde habia unas pocas cafeterias abiertas. Se interné en su territorio, el sur profundo de Armenia, todo devasta- do, desde el centro hasta el barrio Brasilia, por los alrededores de la plaza de mercado, por la terminal, por las callejuelas de cantinas prostibularias, por la zona del hampa... Pero alli la destruccién y el hambre y el miedo eran como una cosecha grande. A esa misma hora la perrita Lassie volvid a husmear y chillar sobre los escombros, y entonces el teniente y su padre cavaron solitarios atin con més ahinco sobre la montafia de la destruccién. Sélo hasta el atarde- cer llegé otra brigada de bomberos y otra de la Cruz Roja y trabajaron de nuevo y después se fueron. Quedaron otra vez solitarios los dos hombres y sus vecinos, frente a la enorme masa de escombros. Lleg6 el ex sargen- to y senador de la Reptiblica Elmer Arenas y le dio animos al teniente y consiguié que de nuevo volvieran una grtia y un equipo de salvamento. Trabajaron toda la tarde, hasta cuando volvié la Iluvia y entonces se fue- ron. Otra vez solitarios los dos hombres, padre e hijo, frente a la ruinas y la muerte de su propia familia. Lilo, el cosechero, consiguié apenas varios panes que estaban rega- lando en un cami6n. Pero escuché varios disparos y vio mucha gente que corria. Con su familia desembocé frente a la iglesia del Sagrado Corazén y vio cémo una multitud estaba tumbando la puerta del Supermercado Centrales. Con su instinto campesino ote6 en el viento y después dejé alli esperando a lo que le quedaba de familia y se metié entre la multitud. En el primer viaje sacé un bulto de papa. Después varios sacos de arroz. Una caja grande de chocolate. Dos pacas de galletas. Muchas gaseosas y jugos y también sal y frijoles y hasta tres escobas. Sacé apenas lo de comer Y No como otros, que Ilevaban enormes paquetes de papel Reynolds 0 ca- tros de mercado y hasta arrumes de toallas higiénicas y pufiados de condo- nes y cuchillas de afeitar. Lilo tomé solamente comida y al final, sudoroso, Moreno, curtido en el trabajo, sonrid porque tenia alli el mercado mds gran- de que habia logrado hacer en toda una vida de cosechero errante. En ese momento, aunque Ilevaba casi tres dias apenas comiendo lo que les levaban los vecinos tan pobres y desamparados como ellos, el tenien- te y su padre empezaron la noche excavando otra vez con sus propias 57 manos. Se cerraba cada vez més la oscuridad y algunas brigadas Ilega. ban, sus perros husmeaban sin resultado, trabajaban un rato y despygs desistian y se iban. Pero los dos hombres continuaban alli, sin desmayay, La perrita no cesaba de chillar por entre los escombros. Habia atin vidg pero el desorden y el caos no permitian una operacin de rescate ordeng. da y constante. No sabjan ellos que el médico Jorge Enrique Ossa en esos momentos ordenaba que Jeison fuera trasladado del Hospital San Juan de Dios a la Clinica Nueva del Quindfo, para que le practicaran una segunda opera- cién y para que estuviera mds tranquilo. Ignoraban que Jeison estuvo a punto de morir cuando se produjo una estampida en el hospital. Fue cuando un radioaficionado de Pereira inform6 que, segtin supuestas informacio- nes, se iba a producir otro terremoto, este si verdaderamente apocaliptico. Entonces enfermeras y pacientes y auxiliares y todos abandonaron el hospital en tropel desbocado. A Jeison lo bajaron dos enfermeras, por las escaleras, y en la estampida se rompieron los frascos del plasma que le estaban colocando. Mas de mil personas esperaron afuera el temblor. Adentro sdlo permanecieron los médicos. En el segundo piso un paciente murié de infarto por el susto. Por fin volvié la calma. La PEOR NOCHE El presidente, a punto de viajar por tercera vez a la zona del desastre, se enter6 de que esa tarde habfan sido saqueados mas de diez supermerca- dos en Armenia. Pens6 que las érdenes a distancia no bastaban y deci- di6 trasladarse al lugar y ordené la militarizacién de la ciudad. Y decidié también viajar para asumir directamente el mando de un Titanic que se hundia. Pero otra noche, ain de mas horror, se cernfa sobre Armenia Y Calarca. Setenta presos se fugaron de la cércel de Calarcd y empezaron 4 sembrar el terror. Saquearon el centro. Asesinaron y violaron. En un cajero automiatico aullaba la alarma. Una mujer contenja las rejas para impedir el saqueo de su almacén. Al frente, en Armenia, se escuchaban los disparos. Bandas llegadas de ciudades y pueblos vecinos rompieron con hachas macetas los cajetos automiticos. Les disparaban a las pocas patrullas del Ejército. A una de estas le tocé emplazar una ametralladora M-60 y disparar al aire. No s¢ 58 vefa un solo policia en la calle, tal vez porque veinte de ellos atin yacfan bajo los escombros y los demas andaban buscando a sus familiares bajo las ruinas de la ciudad. En las calles oscuras 0 escasamente alumbradas por fogatas, vandalos y personas rezagadas corrian de un lado a otro. Entre las hogueras, bajo los estrépitos de puertas y rejas metdlicas que caian, las calles eran laberintos de miedo. Los disparos se escuchaban por todos los lados. Los saqueadores tumbaban las puertas de las casas, tira- ban al suelo a sus habitantes y se llevaban principalmente electrodomés- ticos. En los barrios, ante el rumor sobre las bandas que avanzaban en sus saqueos, las gentes se empezaron a organizar. Fueron manifestaciones espontaneas y rapidas y los buenos que defendian sus casas y barrios se distinguian porque Ilevaban un brazalete o un trapo blanco en la cabeza, mientras que los malos iban con el rostro descubierto 0 encapuchado de negro. Fue una noche de cuchillos largos, de machetes y varillas, un pe- quefio Nueve de Abril en Armenia que sélo sus gentes recordaran tanto como el mismo terremoto. Fue la noche cuando la ciudad, Ilena de muerte porel terremoto, estuvo sin Dios y sin ley, como una ciudad asaltada en la Edad Media. Los habitantes del sur de Armenia, esa noche, expresaron todo su tesentimiento. Algunos reclamaban airados porque en el norte préspero no habia habido destruccién. El terremoto en realidad destruy6 lo que encontré del parque Sucre hacia abajo y se ensafié sobre el sur, que es por donde pasa la falla geoldgica de Romedal y donde precisamente las vi- viendas son mas viejas, fueron construidas con materiales mas baratos y donde a nadie se le ocurre o tiene el dinero para adelantar construcciones antisismicas, Los de Armenia son los mismos pobres que en toda Colom- bia Construyen, por necesidad, a las orillas de los rfos, bajo los volcanes, Sobre los barrancos. Y el terremoto se los Ilev6... - Cuando amanecié y llegaron las tropas que el presidente ordené ante la 'mpotencia y falta de decisién y mando de las autoridades locales, na- die habia dormido ante el miedo. Fueron mas de quince muertos civiles y Cuatro agentes gravemente heridos. A los muertos sin nombre los toma- Ton y los arrojaron con los muertos del terremoto. Muerte sobre muerte, ‘Ue una noche de ignominia que avergonzaré a Colombia ante el mundo 59 “a civilizado. Lo entendié el propio presidente, que temprano Ileg6 Armenia, desplaz6 al alcalde y al gobernador, nombré a Luis Carlos Villegas super. gerente para afrontar la crisis y el resto del fin de semana ejercié el poder en una ciudad asesinada por la naturaleza y con un pueblo que afronté la muerte con dignidad y valor, no obstante la pequefiez y miopia de sus dirigentes locales. Cuando alcanzaron este viernes a saquear las propias bodegas de la Cruz Roja, ante la mirada impdvida e impotente de policias y soldados, Io que demuestran estas noches de terror es que el terremoto sepult6 la ciu- dad pero puso al descubierto la tremenda miseria de la capital de Quin- dio, una ciudad donde de sus aproximadamente 300 mil habitantes mas de 200 mil viven en la miseria y donde el desempleo es de mas del veinte por ciento. No obstante las bandas de maleantes que Ilegaron de ciudades y pue- blos vecinos, y el alboroto del bajo mundo del hampa local, lo cierto es que los mas pobres de Armenia, que son demasiados, aprovecharon su cuarto de hora para hacer mercado y apropiarse de algunos bienes de fortuna. Una mujer gritaba que tenia hambre y corria con una balanza que habia robado. Asaltaron un almacén de discos y que se sepa los cb no se comen. Un jorobado caminaba contando gozoso un fajo de cheques que habia tomado de la caja de un supermercado y jamés sabra que existe la orden de no pago. Dos abogados y filésofos, Gabriel Ignacio Gémez y Juan Carlos Mora, presenciaban los saqueos y uno de ellos, Juan Carlos Mora, dijo que iba a entrar con Ia turba por una botella de whisky de buena marca. Pero como ya se habjan Ilevado todos los licores salié muy orgulloso con una caja de alimento para su gato. Sobre ese jardin florido del Quindio, de valles y terrazas y senderos de ensuefio y casas de almanaque y mujeres rosadas y frescas, se levanto por un momento todo lo feo y horrible que tienen la muerte y la miseria. En un pais curtido por la violencia, todo el mundo recurrié a las armas para defenderse. En el sur eran los cuchillos y los revélveres hechizos. En el norte, el sonar de pistolas para amedrentar a los posibles asaltantes. La gente dispuesta a defender a plomo a sus hijos, su casa y su televisor. Y al otro dia un €xodo de trasteos. Camionetas con lujosas maletas de mar- 60 ca. Yipaos no de platanos sino de colchones y corotos. Mucha gente aban- donaba la ciudad. ;,Acaso las escenas de guerra solamente son exclusivas en cl televisor desde la remota Kosovo? Sus LUCHAS Y VICTORIAS Pero como la vida es mas que la muerte y la grandeza de la condicion humana derrota a la vileza de esta misma condicién humana, el nifio, el médico, el labriego, el teniente y su padre ignoraron los dfas y noches de horror y cada uno, como la inmensa mayoria de los 150 mil damnificados y dos millones de pobladores de la regién cafetera, marcharon por el ca- mino recto, cada uno en su lucha solitaria contra la muerte. Al caer la tarde del viernes, la perrita Lassie ya habia dejado de chillar. Habfa muer- to el Ultimo soplo de vida. Por fin las brigadas de rescate, en las que se mezclaban colombianos, japoneses, estadounidenses, espafioles, mexica- nos y de muchas otras nacionalidades, todos con sus vistosos uniformes, dieron con el lugar donde yacia el resto de la familia de don Oscar y su hijo el teniente. Los cinco, la madre y los dos hijos y el sobrino y el nifio vecino, estaban a pocos metros de la cueva donde permanecié cuarenta horas Jeison luchando contra la muerte. Estaban en fila, porque el de- rrumbe los aplast6 cuando corrian por el pasillo del edificio, en su huida del temblor. Padre e hijos sobrevivientes se derrumbaron de dolor, en plena calle y lloraban también de rabia porque sabjan que una reaccién mas rpida y coordinada de los grupos de rescate de pronto habria podi- do salvarles la vida. Las mejores unidades de rescate del mundo llegaron el miércoles y jueves, y tres dias bajo los escombros es demasiado tiempo para poder Sobrevivir. Lilo Valencia, el cosechero, un hombre honrado que robé por hambre Y que no participé en los saqueos y demas hechos de violencia, esta tefugiado en un cambuche de guadua y tela asfaltica, y contempla el Mercado mds grande que ha hecho en su vida. No olvida a sus dos hijos Muertos y se preocupa porque no sabe si habré cosecha dentro de un mes, aunque ese mercado tal vez le alcance hasta entonces. El médico Ossa sabe que en las préximas semanas no tendra tiempo Para visitar la tumba de su madre. Este jueves, a las tres de la tarde, con su dolor por dentro, consolaba al humilde labriego Héider Osorio, que llora- ol ba desconsolado ante el cuerpo atin caliente de su hijo de 18 aiios ue murié después de tres dias de coma en la Unidad de Cuidados Intensiyo, El teniente tiene que regresar este lunes a Barranca, a su trinchera en ti barrio de una ciudad dividida. Jeison Lépez, el nifio, esté muy afectado para pensar siquiera en su regreso a octavo grado y atin no sabe que es muy posible que su porvenj; sea el no futuro. Pero vivieron y ellos reflejan lo mejor de la condici¢y humana colombiana, ante el reto de una tragedia tan grande como la dey semana pasada en la zona cafetera, donde salié a relucir lo mejor y més noble, pero también lo peor y més cruel de las gentes de esta nacién, Un pais donde suceden tantas tragedias y cosas feas, y donde el Estado no aprendié a manejar los desastres y donde un terremoto, que ojala nunca suceda en Bogotd, se puede convertir en un Nueve de Abril de verdad. (Semana, | de febrero de 1999) 62 «ESTAMOS CANSADOS DEL JUEGUITO DE LOS ARMADOS» Por Pilar Lozano* «Nosotros, los de abajo, queremos saber a qué leyes nos acogemos; nos estan matando, ultrajando. Asi vengan gringos, paramilitares, guerri- lla, gobierno, dictadura, queremos un solo patron». Lo dice con profundo dolor, con desespero y rabia, José, un hombre de cuarenta afios que desde hace més de veinte vive en Putumayo, un departamento del sur del pais. En este territorio donde, segtin dicen las autoridades, hay més de cin- cuenta mil hectareas de coca, «conviven» 350 mil habitantes, 1.500 guerri- lleros de las Farc, 600 paramilitares, mds de mil hombres del Ejército y de la Policia Antinarcéticos. «Estamos cansados del jueguito de los armados», agrega José, pal- moteando para reforzar su afirmacién, y saca una larga lista: cansados de los impuestos y extorsiones de la guerrilla, de la prohibicion de vender la Coca a quienes ordenen, de las acciones sanguinarias de los paramilitares, de los maltratos del Ejército, de que con sdélo pasar el rio o salir de un municipio cambien las leyes, de vivir asi, «entre uno, dos, tres mandos» y ‘ener que adaptarse a sus normas. Putumayo fue un «paraiso», dicen los mas viejos. Todo cambié cuan- 0 Gonzalo Rodriguez Gacha, uno de los «duros» del cartel de Medellin, llegs ala zona con su ejército de matones —Los Macetos— a mediados —__ * Nota sobre la autora y la historia, véase p. 224. 63 de los ochenta. Tras unos pocos aiios de luna de miel entre guerrilla y narcotraficantes, se desaté una guerra que sembré de muertos el Putuma. yo. Luego de las marchas cocaleras de 1996, llegaron los paramilitares «robar terreno a la guerrilla». Se instalaron, con su tactica de terror, en Puerto Asis y La Hormiga, dos de las poblaciones mas grandes del depar- tamento. José siente que ahora la vida se ha vuelto «mds pesada» y que puede ser atin ms dura cuando Ilegue el Plan Colombia que, segtin cuentas del gobierno, servird para erradicar en pocos meses, con la ayuda militar de Estados Unidos, la coca del Putumayo. La guerrilla predica que hay que estar preparados para enfrentar la agresi6n extranjera, hacer trincheras, armarse... El ultimo movimiento de fichas de los paramilitares cambi6 el mapa de guerra de esta provincia selvatica, estrecha, cerrada al occidente por la cordillera. A finales de septiembre se tomaron La Dorada, poblaci6n cer- cana a la frontera con Ecuador. De inmediato las rarc decretaron un paro armado «indefinido», bloquearon las carreteras, y la poblacién quedé «se- cuestrada» en sus pueblos y aldeas. Para muchos, se anticiparon los efec- tos que se esperaban con la Ilegada del Plan Colombia y su ofensivo plan de fumigacién. Los aviones y helicdpteros del Ejército que llegan con cajas de alimen- tos y combustible se regresan cargados de campesinos que quieren huir, huir a donde sea, a donde vaya el avién. «Esto se esta poniendo feo». «Nos quedamos sin trabajo», repiten los que a diario hacen cola en el aeropuerto de Puerto Asis, con sus pertenencias en pequefios maletines y cajas de cart6n. Otros, haciéndole el quite a los controles de la guerrilla, huyeron a Ecuador. En un mes, segtin cuentas oficiales, salieron mas de cuatro mil campesinos. Los que se quedaron tratan de sobrevivir en me- dio del paro y de la oscuridad, pues la guerrilla impide el arreglo de una subestaci6n eléctrica, daiiada por una borrasca. «No estamos acostum- brados a hacer cola para que nos den un libra de arroz; estamos acos- tumbrados a hacer cola para comprar una libra de arroz», se queja, molesto, José, mientras espera turno para que le entreguen una bolsa con granos y arroz, repartidos por la Red de Solidaridad. 64 UN PAISAJE DE GUERRA Y DE ABSURDOS Un mes después de iniciado el paro, los pobres se alumbraban con velas, los ricos podian pagar el combustible tres veces més caro y pren- dian en la noche sus plantas, y el dinero empezaba a escasear. El comer- cio, sin oferta ni compradores, empezaba a morir. Un recorrido por la carretera entre Puerto Asis y La Hormiga muestra lo absurdo de la situa- cidn: a lo largo de los ochenta kilémetros se intercala un paisaje ondula- do, hermoso, con huellas de la guerra y con retenes del Ejército, la guerrilla y los paramilitares. A lado y lado del camino se ven pequefios cultivos de coca y casas de madera trepadas sobre estacas y adornadas con materas Ilenas de flores. Pero también se ven casas abandonadas, cerradas con candados, caserfos semivacios, sin vida, tenderetes repletos de cachivaches sin que nadie se acerque a comprar, arboles quemados, aguas cubiertas por una mancha negra a causa de las constantes voladuras de la guerrilla al oleoducto Transandino, que corre paralelo al camino. En la primera semana de octu- bre de 2000 hubo seis atentados. Desde la salida de Puerto Asis hasta Tesalia, donde se desprende el camino hacia Orito —centro petrolero— sdlo se ve Ejército y Policia Anti- narcéticos. Media hora més tarde aparece la guerrilla. Cinco minutos des- pués de que el comandante John Jair —quien iba deprisa en un campero con cuatro guerrilleros mas— reafirmara que el paro era indefinido «hasta que levanten a los paramilitares», en el Tigre de nuevo hay un control del Ejército. «La guerrilla, por légica, se va cuando estamos nosotros. Pero estan alrededor», dice un soldado que come tranquilo una fruta en uno de los pocos Ppuestos abiertos del mercado. Al salir del caserio, donde en enero de 1999 los «paras» asesinaron a 24 campesinos, desaparecieron a catorce mas y quemaron casas y ense- Tes, otra vez el mando es de las Farc. En La Hormiga, el control visible lo hacen los soldados, de alli hasta la frontera con Ecuador es impredecible Saber quién saldré: Ejército, paras, guerrilla. A simple vista es imposi- ble distinguirlos, todos van vestidos con trajes de fatiga. El paso tnicamente se permite a periodistas, ambulancias y maes- tos. La ley de la guerrilla es implacable: queman todos los vehiculos que 65 se atrevan a circular, no importan ni los ruegos ni los Ilantos. El pasado 23 de octubre, dos familias estaban proximas a coronar, les faltaba poco para legar al puente internacional que une a Colombia con Ecuador. Las pills la guerrilla. All, muy cerca del aviso «Bienvenidos a Colombia», queda. ron calcinados los vehiculos. Historias asi hay mas de veinte. «jSabe qué me da rabia? Que los armados no se hacen dafio. Nos hacen dafio a nosotros los desarmados», dijo un campesino que venia q pie, rindiendo cuentas de retén en retén. DE AQUi SALIMOS, PERO MUERTOS Los «paras» se tomaron La Dorada al amanecer del 21 de septiembre, mataron, desaparecieron y provocaron una desbandada de campesinos. Como les ha ocurrido a otros periodistas, apenas llegué al caserio, situado quince minutos después de La Hormiga, un «para» vestido de civil me abord6. Sin identificarse empez6 a dar explicaciones «para evitar tergi- versaciones» en la informaci6n: «Esta incursion de las Autodefensas Uni- das de Colombia, el grupo paramilitar mas temido del pais, es para acabar con la ola de vandalismo ejercida por la subversi6n». Al final, una afir- maci6n que son6 a advertencia: «Nosotros no estamos en este pueblo. Estamos en los alrededores; vine tnicamente para hablar con usted». Pero todo el mundo sabe que estan en el pueblo, que vigilan, que es- cuchan. La gente responde con referencias vagas. No mencionan las palabras paras ni guerrilla. «Estamos aqui para proteger la vida, es el conflicto que vive el pais», dice una de las 160 personas que estan en la escuela donde improvisaron un albergue. Los nifios, las maestras y sus clases se fueron a la casa del frente. Al salir, una voz que llega por la espalda, que no da la cara, dice: «Aqui nadie habla; s6lo habla el silencio». La imagen que queda al salir de este caserio de 25 mil habitantes, la mayoria en areas rurales, es la de hombres y mujeres de ojos quietos, mudos, como si el miedo les hubiera borrado las palabras. «Entramos a La Dorada para desarticular el tridngulo que la guerrilla tenia en la frontera con Ecuador para el negocio de armas y droga», dice el Gavilan, comandante del grupo especial encargado —como explica 66 é|— de tareas «complicadas» de las Audefensas. Es un hombre de treinta afios, moreno, atlético. Llega con dos guardaespaldas a una cafeteria de La Hormiga a pleno mediodia. La noche anterior, el coronel Gabriel Diaz, comandante de la xxiv Brigada del Bjército, habfa aclarado a un grupo de periodistas: «En La Hormiga no estan los “‘paras” porque estamos noso- tros». Pero siguen circulando, como desde hace dos aiios, cuando apare- cieron, libremente por las calles de este caluroso municipio. Van en motos, a pie o en camionetas, vestidos de civil, armados, tranquilos, mientras el Ejército ronda en las esquinas. Para el Gavilan, el paro armado es una muestra de Ia debilidad militar de las Farc. «No combaten contra el Ejército, mucho menos contra noso- tros», dice pausadamente, moviendo sus manos largas y delgadas adorna- das con dos vistosos anillos. Reconoce que el pueblo es el que «sufre» con el paro, pero no cede en su posicidn: «De La Dorada sélo saldremos muertos». Mas adelante corrige: «...0 si el pueblo nos lo pide». Y desafia a las Farc: «Si nos quieren echar, que lo hagan combatiendo». Se siente fuerte, capaz de dominar «al menos, el sur del Putumayo». Reconoce su debilidad: no conocer el territorio, pues la mayoria de sus hombres Ilega- ton de la costa Caribe, de Medellin y Urabd. Y repite, una y otra vez, sin aceptar que su forma de actuar es barbara, que esta orgulloso de su mision contrainsurgente, «una tarea que le qued6 grande al Ejército». —Usted y sus guardaespaldas dicen que estan en guerra porque la guerrilla los maltraté. {Cuando se acabard esta cadena de odios, si a las Farc y al ELN también ingresan los parientes de las victimas de las Auto- defensas? El Gavilan se queda pensativo, callado. Se frota la frente y al cabo de Un rato responde: —(Sabe?, no tengo respuesta. Es UNA ORDEN MILITAR Cuando me encontré con Alexis, comandante de las Farc, en mitad de camino de Tegreso a Puerto Asis, un superior le hablaba por radioteléfo- as El Pueblo esté sufriendo; los “paras” y el Ejército los maltratan; hay Auejas de maltratos nuestros...». Al terminar la conversacién, Alexis, de 67 ojos achinados, pelo sin brillo caido sobre la frente y bigote dispersy dej6 pasar a pie a unos campesinos que aguardaban su permiso para con. tinuar el regreso a casa, llevaban en bolsas la remesa. Para los periodistas, que cruzan a diario por la carretera, Alexis pre. paré un pequefio papel donde estan escritas las razones de su organiza. cidn para mantener el paro armado. «Anote», ordena, y confirma luego gj se cumplié bien la tarea. «El paro es la respuesta en contra de la presencia paramilitar en Putumayo, también contra la intervencion del Plan Colom. bia como plan de guerra de Estados Unidos cuyo objetivo es combatir a las Farc-ep, fumigar, desplazar gente...». Aunque considera suficiente la explicacién, acepta unas preguntas: — Por qué no expulsan a los «paras» combatiendo? Contesta con una mirada fija que refleja rabia: —Lo haremos pero cuando estén solos; cuando no tengan el apoyo del Ejército. En Putumayo, como en muchas otras zonas del pais, los testigos ase- guran, en voz baja, que los helicdpteros militares refuerzan a los «paras» cuando estos se sienten perdidos en el combate. «Es evidente que ellos se respetan y colaboran, pues cumplen la misma misidn». En la Personeria de Puerto Asis reposan varias denuncias que hablan de nexos entre Ejército y paramilitares: pasan de largo en los retenes donde el Ejército hace requisas a la poblaci6n civil; su sede estaba en una finca a s6lo diez minutos de la sede del batallén. Hacen y deshacen, ultra- jan, cobran impuestos al comercio en general... Al personero ya le Ilega- ron amenazas de muerte. El coronel Gabriel Diaz niega estas acusaciones: «Los “paras” son igual de criminales a las rarc». Y exhibe a la prensa pruebas de su comba- te a estos grupos: 6rdenes de allanamiento recientes a la finca vecina se fialada como sede de este grupo, incautaciones de armas y uniformes. «paras» dados de baja. «Nosotros no necesitamos a las Autodensas, nos desprestigian, enlodan nuestra imagen», dice enérgico este coronel, alto, delgado, de grandes entradas. La xxv Brigada fue vetada por Estados Unidos para recibir apoy° del Plan Colombia, por violacién de derechos humanos. El coronel cuenta 68 con tranquilidad que los investigan por dos casos —que no ocurrieron bajo su mando— en los que murieron «bandidos armados [guerrilleros] vestidos de civil», y que las indagaciones van por buen camino. «(Por qué no los sacan ellos?», pregunt6 al grupo de periodistas que lo visit6 en la sede militar, refiriéndose a la guerrilla y su interés de expul- sar a los «paras». El balén podria estar en el terreno de la poblacién civil. «La guerrilla quiere que los desterremos nosotros, pero cémo, si ellos estén armados». Muchos creen que las FARC esperan que se repita la historia cuando la poblacién entera, encabezada por la Iglesia, logré hacer expulsar a Los Masetos, matones de los narcotraficantes. Le dieron plazo a la Policia de hacerlo en dos horas. La amenaza era quemar el cuartel. «Los sacaron en avi6n, pero eran pocos». Todos recuerdan esos afios como afios de locura, de muertes; una época de mucha ostentaci6n, vanidad, bagatelas y limos- nas en ddlares. LA GUERRA CAMBIA DE DUENO «Es triste, acd mandan los “paras” y alld los “guerros” [como Ilaman algunos a los miembros de las FARC]», me explic6 una mujer un atardecer de nubes rosadas, a orillas del rio Putumayo. En esta ribera, Puerto Asis; en la otra, Puerto Vega. Durante afios han vivido asi, lanzdndose petardos de un lado otro pero sin que se hayan enfrentado. Ella cuenta que algunos han ideado sus propias normas para sobre- vivir en una zona donde hay que medir cada paso, cada palabra, para que ninguno de los bandos les dispare. Juan, por ejemplo, decidié decir la verdad: si lo para el Ejército y le pregunta donde esta la guerrilla, él, con tranquilidad, les responde con otra pregunta que los desarma: «Si usted viviera como yo, en zona de guerrilla, ,contestaria lo que me esta Preguntando?». Y se ha plantado frente a comandantes guerrilleros en Teuniones donde piden a los campesinos armarse para defenderse de los Paramilitares. «Yo no naci para matar», les ha dicho rotundo. «Pero aqui —dice al final la mujer, después de un largo silencio—, uno tiene que estar consciente de que en cualquier momento se rompe el hilo y lo Pueden matar». 69 Los muertos a lado y lado del rfo los ponen los civiles. Muertes Se. lectivas, como Ia de la promotora de salud, la partera querida del Caserig —a la que los «paras» le cobraron el atender a los «guerros», y la de don Antonio, a quien las Farc ajusticiaron por el delito de cargar una lista de prendas que pensaba comprar al otro lado. Seguin la guerrilla, eran para vestir al enemigo. Estos asesinatos selectivos dejan a diario, en Puerto Asis, dos y tres muertos. Los habitantes de Puerto Vega —noventa casas de madera, trepadas en tres calles empinadas— estén acostumbrados a salir corriendo a bus- car un escondite en el monte cada vez que la guerrilla les informa que viene el enemigo «paras» 0 Ejército. La tiltima visita de los soldados fue dias después de decretado el paro armado. Una semana mis tarde el Ejér- cito abandoné, se fue hacia el Teteyé, cerca a la frontera, los guerrilleros reaparecieron, y los habitantes de Puerto Vega, con temor, empezaron un nuevo regreso. — Cuando se levanta el paro? Los pobres son los que estan sufriendo —le pregunté a uno de los primeros guerrilleros que aparecié cuando se marché el Ejército. —Este paro es indefinido —y para no dejar dudas aclaré: Mi mami vive alla, al otro lado, y se puede morir de hambre, pero yo no puedo levantar el paro. Yo cumplo érdenes militares del jefe del Bloque Sur. Y se muestra tranquilo. La guerrilla, dicen, tiene reservas para varios meses, como las Autodefensas. «A la guerrilla se le fue la mano con el paro, con las vacunas, con la extorsi6n, con el boleteo al comercio y con las amenazas», dice el padre Ernesto Estrada, parroco de Puerto Caicedo, poblacién entre Puerto Asis y Mocoa, la capital de la provincia. Alli, como en otros puntos del Putumayo, se empezaron a ver muestras de descontento frente a la accion de la guerrilla. Apoyados por el padre Alcides Jiménez y su proyecto de neutralidad activa, los campesinos se atrevieron a replicar en las reuniones, a cuestionar las érdenes por absut- das y arbitrarias. El proyecto duré poco. Al padre Jiménez lo asesinaron en plena misa de seis de la tarde, el 17 de septiembre de 1998. Le dispara- ron desde el lado derecho del altar. El sacerdote se escud6 con el misal, 70 herido escapé hacia la huerta y ahi, al lado de un viejo arbol, fue remata- do con 17 tiros. La guerrilla neg6 su autoria y acusé al Ejército. Luego acept6, pero culpé a un comandante local. En Ja oficina parroquial, en una vitrina, se exhiben el misal, el caliz, los ornamentos que usaba esa tarde el padre Jiménez, todos tocados por las balas. El padre Estrada, su sucesor, mantiene una Oficina de organizacién ciudadana de derechos humanos. «Yo doy cara a las denuncias», cuenta. En esta poblacion de 3.500 habitantes no hay fuerza ptiblica. «Manda el que llega, y ahora manda la guerrilla porque vienen con su fusil». Un domingo de abril de 2000 los «paras» entraron disparando al aire. Mataron a Raul, el de la farmacia, pintaron mensajes amenazantes en los muros y se fueron tranquilamente, como habjan Ilegado. La idea de que van a regresar desvela al caserfo. Como dice el padre Estrada, aunque estén cansados de las Farc, les tienen pavor a los paramilitares. Al final del recorrido por Putumayo se comprende el porqué de la confesién de José: «Soy hombre, los hombres no sentimos como las mu- jeres; pero yo, muchas noches, me echo a llorar por lo que he visto en el dia», dice con esa mezcla de rabia y dolor que lo atormenta. (El Pais, Madrid, 16 de noviembre de 2000) 71 La CENICIENTA Por Gerardo Reyes* La hija del mafioso entré como una tromba a la mansién de Staten Island y traté de abrir todas las gavetas y escaparates que encontraba en su camino. Desesperada porque la mayoria de los muebles estaban asegur- dos, corrié al cuarto de ropas a preguntar por las Ilaves a la muchacha del servicio, Gloria Olarte, que estaba planchando las camisas del sefior. Al ver su rostro congestionado, la mucama antioquefia le pregunté qué estaba ocurriendo. Connie Castellano se Ievé a Gloria al comedor principal, se senté en la silla donde se sentaba su padre, y Gloria recuerda que le dijo con una pasmosa serenidad: «A mister Paul lo matarom. «Ni siquiera me dijo “mataron a mi papa”, sdlo “a mister Paul”», dijo Gloria. Paul Castellano habia cafdo muerto en una calle de Manhattan Ca seis balas en su cuerpo. El Ultimo jefe de la familia Gambino, oe poderosa organizacion de la mafia italiana en Estados Unidos, habia st 0 ajusticiado por no estar a la altura de su cargo y negarse 4 dar paso nueva generacién de goombatas que espoleaba un jovencito indom® de Harlem, muy bien vestido, llamado John Gotti. Eran las 6:20 de la tarde del 16 de diciembre de 1985. Gloria Olarte se derrumbé por dentro. * Nota sobre el autor y la historia, véase p. 226. 92

You might also like