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El cielo seguro

Eli Neira

Mi abuela Corina rezaba mucho. Por lo menos 2 veces al día; cuando se levantaba y
cuando se acostaba. Después de tomar puntualmente el té de las seis de la tarde y una vez que
hubo bajado la actividad de la casa, con la cocina limpia y los trastos guardados, ella se retiraba
a su pieza a rezar con su rosario y su misal, que naturalmente llevaba por título “El cielo
seguro”.

Rezaba. Y en eso estaba hasta que se dormía. No tenía televisión e imagino que a esa
hora ya no quería comunicar ni socializar con nadie más que con la virgen María y los ángeles
del cielo, con los cuáles guardaba importantes asuntos, a veces más importantes que los
múltiples problemas terrenales de su progenie, hijas, nietos y bisnietos, de los cuáles mejor ni
enterarse.

Había 2 altares en la casa. Uno en su pieza, con una virgen de yeso grande, que
ocupaba casi toda la superficie de la única mesa de la habitación y otro más pequeño que
estaba en el patio, entre las plantas. En ambos ardían velitas con regularidad. La Virgen del
patio estaba encargada de cuidar a toda la familia, en tanto la virgen de su habitación era de
dedicación exclusiva para ella.

Y es que con la virgencita, tenía una relación profunda y antigua que venía de su niñez,
cuando después de hacer la primera comunión se inscribió en las huestes del ejército de María
para tener el honor de cargarlaen la procesión, todos los años, por las calles del pueblo,
vestida de café en pago por los favores concedidos. Porque mi abuela siempre fue una buena
pagadora de la divinidad.

Cuando se vino a Santiago no dudó en traerlaen la maleta, donde ocupó un buen


espacio. Su señora, la santísima, era su amuleto más precioso y la llave para hablar con el más
allá, donde mi abuela parecía querer estar la mayor parte del tiempo.

A la virgen del Carmen ella comunicaba todos sus dolores, preocupaciones,


pensamientos e impresiones. Con ella conversaba toda la noche y todas las mañanas. A ella le
pedía los favores y los milagros que de tanto pedirlos se le cumplían de vez en cuando,
reforzando así su fe a prueba de todo.

Por su parte, la virgencita tenía su historia de milagros. El más comentado ocurrió para
el terremoto del 85 cuando se tiró un piquero desde lo alto de su altar, para caer en medio de
la cama que se encontraba bastante más allá, salvándose así de convertirse en polvo. Parece
que también había salido ilesa del terremoto del 60, el más grande registrado en la historia de
Chile.

A mi abuela le gustaban las peregrinaciones. Por varios años fue con nosotras a la
Basílica de Lourdes el 8 de diciembre, hasta que, una vez, se extravió y mi mamá, que siempre
fue feroz, no la llevó más. En los años siguientes, mi hermana le compraba algún recuerdo y un
calendario para compensarla. Una vez le regaló una virgencita en su gruta, hecha de conchitas,
comprada en Cartagena. La mantuvo en su altar, envuelta en el mismo papel celofán con que
venía, por más de una década.

A la abuela, los rezos le servían para todo, incluso como una medida de tiempo: hervía
huevos y tostaba pan a base a padrenuestros. Cuando había tormentas, conjuraba a los
truenos y relámpagos con ensalmos antiguos, mientras quemaba en el brasero ramas de olivo
y romero bendecidas el Domingo de Ramos.

Semana Santa era tomada muy en serio en la casa. El Viernes Santo había que bajar las
revoluciones, se dejaba todo hecho el jueves porque el viernes era como el Shabat de los
judíos: nadie trabajaba. Y para hacer más efectivo el mensaje ella contaba historias de
personas, allá en el campo, en Curepto, que desafiaron al cielo y trabajaron igual un Viernes
Santo y fueron víctimas de ejemplares castigos del Altísimo. Para mí, igual era un buen viernes.
Se preparaba un maravilloso caldillo de congrio y empanadas al horno de merluza, que
comíamos mientras veíamos las mismas películas sobre emperadores romanos que
programaban todos los años por los canales de la tele abierta

El Mes de María era el evento más importante. La abuela cuidaba sus azucenas blancas
todo el año para cortarlas en noviembre y adornar con ellas el altar de su virgencita en
diciembre. Nadie se salvaba de rezar el Mes de María, ni de cantar el “Venid y vamos todos
con flores a María”. A mí me daban ataques de risa porque encontraba que tanto ella como mi
mamá y mis tías desafinaban como locas y para contrariarlas yo desafinaba más aún. Pero a la
fe le da lo mismo la entonación. Ellas seguían impertérritas.

A la abuela también le gustaba seguir la celebración de Noche Buena del Vaticano por
la tele. Había que dejarle puesto el canal 13 para que viera al Papa mientras nosotras nos
íbamos a trabajar en el almacén que nos daba el sustento, y que nuestra madre se negaba a
cerrar para Navidad con un gran instinto comercial, porque se vendía mucho esa noche, así
como también Año Nuevo, donde trabajaba toda la familia, menos mi abuela, que quedaba en
casa con la tele prendida.

De chica yo observaba con ironía e incredulidad, todo el despligue devocional de mi


abuela y no comprendía cómo podía divertirle la repetición monotonal de sus mantras
católicos. Yo no me podía explicar cómo es que mi abuela no se equivocaba nunca en la
matemática de las oraciones y las cuentas del rosario.

Ahora puedo ver que ella extraía de ahí la fuerza que necesitó para poder seguir
viviendo sin enfermarse de cáncer ni de pena, sin matarse ni matar a nadie. Mi abuela nunca
“explicó” su fe, porque para ella era algo que simplemente formaba parte indivisible de su
vida. El que lo comprendía bien y el que no, pues se quedaba afuera de su misterio.

Cuando perdió todo y fue ocupando pequeñas habitaciones de material ligero en las
casas de sus hijas y nietas, siempre llevó a su virgen con ella. Podía no tener espacio para nada
más, pero la virgen iba con ella o no se movía. Cuando murió, pidió que su señora presidiera su
ataúd y que la enterraranjunto a ella,para que la Virgen verdadera la reconociera cuando
llegara al cielo, porque mi abuela no dudaba de haberse ganado su vacante, donde la recibirían
al fin, toda la corte celestial, porque no en vano tenía “El cielo seguro”.

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