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LA PALABRA

Autor: FAVA

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LA PALABRA

Nicolás es un hombre tan alto como sus sueños; es decir, no sobrepasa el metro
cuarenta y cinco, y el ser casi un enano tiene más relación con el dejar de soñar que
con la alimentación, pues comía mucho de todo y creía en todo muy poco.

Nació un martes 13 de luna llena, por lo que entre bromas pesadas y miedos ocultos
decían que nacería hombre lobo o vampiro; sin embargo, al momento de nacer, tras
un parto doloroso de 8 horas que a la pobre parturienta le parecieron 3 vidas
insufribles, se escuchó de pronto en la madrugada de aquel cabalístico día, su
primer llanto resonante, imponente y perturbador; el cual se escabulló por entre los
pasillos pertenecientes al onceavo piso del hospital, sin limitarse a desaparecer
entre las paredes del ambiente, viajó veloz y fuertemente por sobre la recepción,
esparciéndose de manera homogénea por las escaleras, bajando hasta el primer
piso y llegando sin disminuirse a la puerta de vidrio de entrada; la cual, previo
juramento de la secretaria, dijo que se había estremecido y partido en una esquina.
“Por Diosito que se rompió el vidrio con ese sonido endemoniado”, dijo mientras se
persignaba y besaba una medallita de San Expedito.

El tío de Nicolás relata de forma fabulosa la historia de este llanto, hace gala de una
verborrea indescriptiblemente ornamentada que hace honor a su condición de poeta
marginal y olvidado. Me encanta como relata esas cosas sin importancia, como
magnifica sucesos intrascendentes y como las convierte en fantásticas y
espectacularmente aburridas a la vez.

Recuerdo aún como el tío de Nicolás, con sus pantalones negros ajustados,
desteñidos y tan cortos que dejaban entrever sus largas medias percudidas,
caminaba de un lado a otro, levantando y agitando fuertemente el dedo índice de la
mano derecha en el aire mientras el de la mano izquierda lo usaba para acomodar
sus lentes viejos y rotos, pegados con una cintilla blanca por el medio que evitaban
se desajustaran y rompieran en dos pedazos al realizar un giro brusco de cabeza.

A pesar de su desaliñado vestir, poca estatura y mal porte; proseguía su discursillo


con la hidalguía de un lord inglés , “…, pero déjenme explicar más acerca de este
llanto, ruido que de pronto sin conciencia nunca supo que fue banal aire expulsado a

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propulsión desde unos diminutos pulmones, desconocía su insignificante origen, su
irrelevante naturaleza; sólo conocía que etéreamente existía y estaba deseoso de
propagarse en ese espacio repleto de formas, así que voló rauda y libremente sin
fronteras ni rivales, vibrando en el viento, dejando una estela de incompresibles
melodías; ondeante y autónomo voló imparable por once pisos ,entre pasadizos y
escaleras, a través de cortinas y muebles, surcando luces de antiguas luminarias
venciendo la resistencia del viento; llegó a creerse un colonizador de nuevos
universos; anduvo invencible, tan abstraído en sí que nunca se percató del grueso
vidrio de la puerta de salida (único objeto que se oponía a la conquista de su
imaginario imperio infinito). Este cristal, enemigo casi invisible, transparente y rígido
lo detuvo repentinamente, derrotándolo de manera diáfana, siempre al frente,
siempre cerca e impecablemente indetectable. La sonoridad de alguna forma obtuvo
conciencia y al verse perdido, entre resignación y honor, estrechó todo el bullicio de
su resonante intensidad en un flanco débil de la valiente puerta, la cual tomada por
sorpresa, no sabía qué pasaba ni porqué fue atacada; sin embargo, había detenido
la infamia de aquel ingenuo tirano conteniendo su estrepitoso avance.
Esta victoria sólo pudo darse con el sacrificio del noble cristal y la triste merma de su
simetría en una arista.”

En realidad, sólo es una forma extraña de contar como se rompió el vidrio por el
furibundo llanto de Nicolás (historia que todos odiaban menos yo, pues una vez
tomada la palabra por el tío de Nicolás, su público tenía dos opciones: Dormirse
escuchando o ser grosero y callarlo).
Una manera más sencilla y concisa de describir este ruido se resumía en las
palabras del joven vigilante que estuvo de guardia ese día “¡Carajo! Tanta bulla de
un sólo engendro”.

Todos los que escucharon chillar a Nicolás en la sala de espera sintieron unas
ganas locas de conocerlo, pero cuando por fin llegaban a verlo se arrepentían
inmediatamente, maldiciendo la traicionera curiosidad que los había llevado a ver
semejante esperpento.
El bebé no nació lobo ni vampiro sino algo mucho más extraño por no decir peor. El
doctor consternado y medio sordo dijo con certeza que jamás había escuchado
sollozo tan parecido a un bramido y, entre dientes mascó, “ni niño más feo que cría
de muca”. Con seguridad el niño había nacido tan fuerte como feo y esto era

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confirmado con las visitas que llegaban a ver al pequeño crío, las cuales no podían
evitar un gesto de repulsión, una mirada de asco o un mal asombro que rápidamente
disimulaban con palabras afectivas y mimos forzados hacía el recién nacido.

Al menos todo eso me contaron mis padres, yo tenía cinco años cuando vi por
primera vez al bebé Nicolás. A pesar de todas las historias burlonas de papá
explicando la fealdad del niño y sus amenazas de traerlo a la casa si me portaba
mal; cuando lo vi por primera vez no lo consideré feo, tenía unos diminutos pelos
rubios, los ojos un poco separados, en realidad muy cerca a las sienes, la piel seca,
las orejas grandes y la boca gruesa aunque pequeña; a pesar de todo nunca lo vi
feo; tal vez Dios quería demostrar a todos que la ternura no necesariamente debe
ser sinónimo de belleza. Esa fue la primera impresión y el primer pensamiento que
tuve al verlo.

Cuando Nicolás creció, sus rasgos desgraciadamente no cambiaron mucho, se


acentuaron; le creció pelo en demasía por zonas donde no debía tenerlo y
engordaba a cada semana lo que a un hombre le tomaría meses, esto se debía a
que el niño comía todo lo que le ofrecían sin importar qué fuese (amargo, dulce,
salado o picante) y además devoraba lo que ninguna bestia se atrevería; engullía
todo aquello que tuviera algún color encendido, forma redonda o paso lento.

Sus padres creyeron a Nicolás un desafortunado poseedor de algún extraño


síndrome que los doctores no podían detectar ni evaluar, seguramente era una
terrible y extrañísima enfermedad de muy poca bibliografía que se repetía
escasamente como por ejemplo en algún equinoccio de siglo impar o por cierto
genoma maldito que vendría de un antiguo familiar que desposó a un pariente de
primer grado hace 5 generaciones; sabían lo poco probable de sus pensamientos
pero aun así necesitaban una explicación coherente o fantasiosa, necesitaban algo
que justifique tal fealdad.

Todo médico, chamán, partera, profesor, ingeniero o cualquier humano que podría
ser consultable u ofrecer alguna explicación ante tanto desespero, encontraban al
pequeño completamente sano; los actos, formas, reflejos y órganos pertenecían al
de un niño normal, eso sí, muy feo, pero sano.

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“Sólo sufre de Fealdad Aguda y creo que es incurable” concluían todos
inexplicablemente; a pesar de ser personas expertas en diferentes materias,
encontrarse en diferentes lugares, todos lejanos y sin ningún tipo de vinculación
entre sí; acababan con el mismo comentario burlón. Esta broma les dejó a los
padres la duda que tal vez sí era un diagnóstico y lamentablemente incurable.

Pero esto no mermó el amor de sus padres hacía él, al menos por un tiempo,
“hombres feos no son sinónimos de desgracias” se repetían los padres,
especialmente el papá de Nicolás que tenía el porte y la gracia de un pescado.
El niño al menos estaba sano y con algo de amor podía mejorar.

Yo recuerdo ir a visitarlo después del nido, aprovechando que su casa se hallaba


cerca de la mía. Mi nana me dejaba con él por orden de mis padres, “para que veas
que no todo en el mundo es perfecto” decía papá, era la lección que debía aprender
del “bebé monstruo”.
Cuando visitaba a Nicolás solía cantarle canciones y recitarle los poemas que me
enseñaban semanalmente; a lo cual Nicolás reaccionaba siempre mirándome
fijamente sin sonreír, balbuceando algo incomprensible para luego suavemente
acariciar mi rostro. Me gustaba mucho Nicolás, era feo pero muy tierno, y me
encantó que su primera palabra fuera “Lucía” mi nombre.

Así fue hasta que Nicolás cumplió los 4 años, recuerdo que le gustaban las
matemáticas en demasía, algo muy extraño para alguien de su edad y más extraño
aún ya que sólo sabía contar hasta el 8 confundiendo la secuencia numérica en la
mayoría de veces; sin embargo, soñaba, cuando aún podía hacerlo, en ser un
inventor de signos, un constructor de números.

A medida que fue pasando el tiempo, exactamente al llegar a su cumpleaños


número siete, todos sabían que algo andaba mal; ya no corría, no reía, tampoco le
interesaban las matemáticas. Había dejado de apasionarle los números y junto a
esta pérdida se había ido cierto brillo en su mirada. Las pocas visitas que tenían el
valor de verlo a la cara directamente, apenados le preguntaban suavemente, en un
tono casi servil, el porqué de tanto desgano; a lo que él, siempre con la vista perdida
y el semblante de quien recién llora, respondía con voz aguda, parca y cortante

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“Porque pensaba que los números sólo eran 8, cuando pasaron del 20 me
parecieron aburridísimos”.

Sus padres, llenísimos de amor y pena por el pobre, celebraban cada desconcierto
de sus respuestas con frondosos abrazos y risas silenciosas; sin embargo, ver a su
hijo tan vacío de vida los preocupaba cada día más.

- Pero Nicolás - decía su mamá arrodillada a la vez que acariciaba la gran cabeza
del niño - porqué tan distraído mi hijito, parece que ya no te gusta nada.
- No mamá - respondió rápidamente, mientras la miraba fijamente con una expresión
invernal - el problema es que las cosas que me gustan no existen y ya me cansé de
imaginarlas...

La madre sumamente consternada abrazó a Nicolás y se levantó mientras repetía la


frase con un gesto de extrañeza, el ceño fruncido y sufrimiento visible en cada
milímetro de su rostro.

“El problema es que las cosas que me gustan no existen y ya me cansé de


imaginarlas”

Esas palabras retumbaron en la cabeza de su madre e hicieron tanto eco que nunca
pudieron salir, creciendo cada día, borrando recuerdos, disminuyendo su memoria,
haciéndole perder la razón lentamente.

“El problema es que las cosas que me gustan no existen y ya me cansé de


imaginarlas” pensaba la pobre mujer todos los días a las 7 de la mañana al
despertar, a las 11:30 cuando cocinaba, a las 13:40 mientras digería lo comido, a las
17:30 al limpiar y a las 21:00 antes de dormir. Anochecía y despertaba con la voz de
su hijo recitando la perturbadora frase.
El padre era más práctico

- ¡Carajo mujer! Claro que le gusta todo lo que no existe. A todos los niños les
gustan los dragones, magos, superhéroes y todas esas cojudeces que no existen.

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Yo escuché cuando Nicolás le dijo esa frasecita a su mamá, me quedé perpleja y
algo asustada, con mis 12 años tenía mucho miedo de preguntar qué era lo que
Nicolás imaginaba, en qué momento dejaron de gustarle las cosas reales. A veces lo
veía abstraído en su cuarto, pintando como un autómata, sin la más mínima
expresión de felicidad, como si lo que realmente interesara estuviese más allá de los
lápices, los colores y las formas. Conmigo también había dejado de ser tierno, me
miraba y sentía como si pudiese ver la pared a través de mi cabeza; ya no me
acariciaba el rostro ni contaba conmigo. Estaba segura que Nicolás escondía un
secreto.

Igualmente iba a visitarlo, ahora semanalmente, no por saludarlo ni hablar con él


sino porque sus padres me contrataban para enseñarle matemáticas, física y demás
materias que a un niño de su edad no le interesaban ni debería saber; sus pagos
eran más por compañía que por educación, el pequeño no era muy sociable, gran
desventaja para alguien tan feo y peor aún en la cruel edad de la infancia.

Pero contra todo pronóstico, Nicolás en el colegio era prácticamente un genio,


odiaba las matemáticas, pero las resolvía con suma facilidad, era popular a pesar de
ser arisco, feo y cortante. Tenía muchos amigos, aunque él no consideraba a nadie
como tal. No entendía los chistes que él mismo hacía, tal vez porque todo lo decía
con estricta seriedad. Así, con esta inexplicable apatía llena de logros fue creciendo
y creciendo hasta convertirse en un adolescente minúsculo, gordo, rubio, con acné y
un descuidado aspecto en el vestir. Verlo era recitar con los ojos una oda a lo
grotesco.

El pensar en un tipo abstraído, obeso, pequeño y con miles de imperfecciones en la


piel y alma sería suficiente como para compadecerlo e imaginarlo como el individuo
más desdichado del planeta. Sin embargo, Nicolás con toda su indiferencia, fealdad,
apatía y falta de sentido de humor (o de vida) era el joven más popular del colegio,
con una página oficial en una conocida red social que sobrepasaban las 880 mil
personas, donde cada actualización de estado era seguida de miles de “me gusta”.

Yo no entendía como un muchacho que no quiere a nadie, y con esto me refiero a


que tal vez no quería a su madre y que con seguridad no quería en nada a su padre,
podría tener tantas chicas guapas, tantas amistades, tanto con tan poco.

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Nicolás llegó a ser un adolescente de 15 años, espantosamente feo pero inteligente.
Él había pasado de ser mi alumno a ser mi profesor; sin haber siquiera acabado el
colegio me ayudaba a salvar mi segundo ciclo en la universidad. Venía seguido a mi
casa y sus conversaciones entre enseñanzas me parecían fascinantes, cada vez
que le hacía una jugarreta como tirarle el lápiz al suelo con el fin de romper su
acartonada seriedad; él sin gesto de fastidio lo levantaba con mucha dificultad,
debido al enorme y protuberante vientre que impedía doblarse a voluntad, flexionaba
con pesadez, lentitud e incomodidad su grueso tronco. Luego de verlo y saber que
no entendía qué era una broma o exponerlo a una burla si alguien lo viese, le pedía
disculpas; él contestaba con un pausado tono de voz

“No has hecho nada malo Lucía; la maldad no existe, los malos entendidos sí; todos
somos paridos buenos y si naciéramos también tolerantes sabríamos que cada cosa
hecha o dicha sucede por amor o por pasión; por lo tanto, todo tiene una razón y,
por más perverso que parezca, también un noble motivo”

Yo pensaba con asombro cómo alguien de su edad puede salir con un discursete así
y por sobre todo usando las palabras “parido” “perverso” o “noble”, así que
sarcásticamente respondía: “Entonces ¿Si te tiro una cachetada sólo será un mal
entendido?”.
Nicolás serio y rígido como un roble respondía “Será una travesura y un ejemplo de
lo dicho, lo harías porque me has malentendido, no por maldad”.

Me encantaba la nobleza y tino con el que pensaba, él no consideraba a nadie malo


a pesar de estar expuesto a tantas burlas y tanto daño.

A veces absorta, completamente embebecida con el codo sobre la mesa y la mejilla


apoyada sobre la palma de la mano como quien emula al eterno poeta peruano,
miraba fijamente a Nicolás, observaba abstraída su pequeña y achatada nariz,
contemplaba fijamente como sus dedos regordetes indicaban números, señalaban
signos, dibujaban círculos encerrando cosas que él creía resaltante, lo veía tan
ensimismada y emocionada. Él había convencido a todos que era bello, que era
popular, todos lo querían, las chicas lo adoraban; yo tontamente me ocultaba sin

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saber que estaba siendo envidiada; ¿qué tenía Nico? ¿Sólo yo sabía que era feo y
aburrido?

- Eres muy inteligente Nico - fue lo único que atiné a decir para calmar la tormenta
de ideas y preguntas que explotaban en mi cabeza - si fueras más flaquito y más
bonito te haría mi novio, dije en tono pícaro
- Si fueras más inteligente y supieras cocinar ya serías mi novia, respondió cortante
con la fealdad y seriedad que lo caracterizaba.

Luego sonrió, o algo parecido..., su rostro cambió por unos segundos y por un
momento no pude reconocerlo.

- Lucía – dijo él casi silenciosamente - te acuerdas aquella vez que me enseñaste


Física, la tercera ley de Newton, cuando apenas tenía 7 años.
- Claro que lo recuerdo, y la domino tanto como ahora, es decir nada. Te leí el
fragmento y tú repetiste como un lorito – le respondí mientras recordaba su carita de
niño con mucha nostalgia- felizmente no preguntaste o sino te hubiera mentido.
- Toda acción tiene una reacción, eso dijiste, - a la vez que movía sus pequeñas
manos rechonchas como queriendo explicar lo inexplicable - o eso dijo Newton...,
muchas gracias...
- Jajaja - reí estrepitosamente, el frío Nicolás me estaba agradeciendo, me causó
mucha gracia que su cortejo o galanteo pareciese un ritual matemático de apareo -
que extraño eres, como si no te bastara ser feo...

Luego callé inmediatamente, de golpe, al unísono con mi pensamiento, bajé la


mirada y le dije lo siento mil veces, en diferentes tonos. Nicolás, en silencio, se
levantó con la pesadez que su cuerpo permitía, miró hacía el techo, limpió sus
pantalones suavemente y volvió hacía mí sus tristes ojos separados sin pronunciar
palabra alguna, levantó la mano como quien se despide de un objeto a miles de
kilómetros y pasó a retirarse lentamente por el pasadizo con la lentitud de un
fantasma.

- La maldad no existe ¿no? Es un mal entendido ¿no?, hay que ser tolerante
¿no?..., ¿no?..., - decía torpemente mientras me mordía el labio inferior
suavemente

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- Así es Lucía, eres buena alumna, nos vemos.

Y con sus pasos tristes traspasó el marco de la puerta, mudo, cabizbajo, similar a un
condenado que avanza inexorablemente hacía algún círculo del infierno; me sentí
helada, terrible; pero el pensar que mañana vendría me tranquilizó.

Lamentablemente Nicolás nunca regresó...

Conté las fechas desde la última visita de Nico, 1 de Abril, 2 de Abril..., 14 de abril,
15 de abril; recordarlo era inevitable, se había vuelto parte de mi ciclo circadiano;
Nicolas venía inexplicablemente a mi mente a las 8 pm de cada sábado y cuando
soñaba con él despertaba puntualmente a las 6 am. Siempre lo recordaba triste,
cansado, dolido como el último día en que se fue. No dejé de contar fechas
esperando su pronto regreso el cual sirva para calmar mi ansiedad; 3 de Agosto, 4
de Agosto..., ¿Le habrá pasado algo?

Harta, desesperada y frustrada supe que la única forma de acallar mi conciencia, de


acabar con las voces que aquejaban estos últimos 5 meses de manera insignificante
pero constante, era la de ir y tocar su puerta; así que dejando el orgullo de lado y
poniéndome los primeros trapos que encontré, presta fui a su casa y atosigué de
preguntas a la persona que salió a recibirme.

Su papá fue quien abrió la puerta y sin invitarme a pasar, con taza de café en mano,
me contó pausada y alegremente que Nicolás ya no vivía en su casa, ni siquiera en
el país, se había ido a estudiar a la Universidad Federal de Río de Janeiro. Había
conseguido una beca por un concurso en el que participó; en realidad él no sabía
muy bien cómo sucedió todo. Las palabras exactas, que aún recuerdo claramente,
fueron “Nicolás es tan feo como reservado, por eso supongo que no me contó como
obtuvo esa bendita beca y, por eso mismo, no te contó que se iba de viaje cuándo te
fue a enseñar. Lo mejor de todo esto es la comunicación, sólo es vía correo, no hay
que verle la cara” dijo en tono burlón, esperando en mí una sonrisa cómplice

- ¡Al menos no salió tan feo o idiota como usted! – fue lo único que atiné a decir
explosionando de ira, vibrando en cada sílaba pronunciada. Fue tanta la
indignación que sentí como cada arteria en mi cuello dilataba y bombeaba

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sangre rápidamente hacía mi cerebro y con cada palabra estallante, furibunda
y altisonante, dejaba un rocío de saliva en el aire, atravesando el espacio,
rompiendo dimensiones, en un camino invisible trazado desde mis labios,
rogando que, en aquel trayecto imaginario, llegaran mis gruesas gotas de
saliva completas a estrellarse en su rostro. Lo cual así fue.

Luego giré y regresé a mi casa no sin antes tirarle la taza de café en su ropa.

Sabía que no volvería y que en su casa no podría más preguntar por él; supuse que
eso a nadie le importaría, incluyéndome a mí. Y así, en mi resignación, encontré el
mejor aliado para el olvido.

De más está decir que Nicolás tuvo éxito en el extranjero, tanto o más que cuando
estudiaba acá. Obtenía las mejores notas, salía con las mujeres más guapas,
compraba los mejores autos sólo para acabar chocándolos estrepitosamente sin
salir con magulladura alguna. Conseguía becas de post grado en universidades del
extranjero, es decir una vida de éxito.
Lo supe porque cuando él finalizaba su tercer año en la universidad (y yo ya estaba
ad portas de ser una flamante Bióloga) recordó súbitamente que había dejado una
amiga en tierras peruanas. Comenzó a escribirme a través del correo virtual, supuse
que para entonces habría olvidado el incidente o tal vez me habría perdonado,
¿perdonado?, definitivamente no, porque la maldad según él no existía, así que no
había nada que perdonar.

Recibí cartas y fotos de Nicolás, no había cambiado nada, en realidad había


engordado más. En todas las fotos se distinguía por el gran tamaño que ocupaba,
era fácil diferenciar su enorme contorno y su triste expresión lóbrega entre tanta
sonrisa carioca, lo hacía resaltar como una nube gris en un cielo despejado. Seguía
con el mismo semblante gélido que lo acompañaba desde su séptimo cumpleaños,
esa edad en que descubrió lo poco encantadora que era la vida, donde comprendió
que todo lo que realmente quería no existía y ya estaba cansado de imaginar.

Me contaba en sus “e-mail” de manera escueta y resumida las hazañas, logros y


peripecias de su vida en Río, acerca de las playas de Copacabana, Ipanema, Niterói
y muchas más que en su modo de contar decía “si bien eran bellas no dejaban de

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ser playas”. Describía tantos logros con la naturalidad de un latido, sin exagerar un
ápice ni alabarse en lo más mínimo, sólo escribía porque tenía algo que contar,
jamás porque lo acontecido le gustara. Sus correos virtuales llegaban
mensualmente, en el mejor de los casos de manera quincenal; no sé si lo hacía por
amistad, por soledad o presunción oculta; sea cual sea el motivo, yo disfrutaba
leyendo y también envidiaba en secreto. A veces le respondía contando
experiencias de mi carrera, de mis planes de hacer familia, cosas que imaginaba él
no tendría y le hiciese sentir envidia; mis romances, acerca de un informe de
biodiversidad en una reserva natural; pero Nicolás nunca cedía a mis mal
intencionadas provocaciones, jamás preguntaba nada de lo que había comentado,
como si mi correo nunca hubiese llegado o mejor dicho como si no le interesara.
Luego de 8 años, sus cartas virtuales se hicieron de frecuencia más seguida, yo me
divertía leyendo sus historias tan llenas de palabras extrañas y traveseaba
respondiendo con palabras rebuscadas para intentar sorprenderlo, aunque lo más
probable es que él entendiera todo a la perfección; inclusive me causaba malestar
imaginarme a Nicolás frente a su monitor ojeando todas aquellos párrafos
churriguerescos, que había construido desde las más oscuras y pérdidas páginas de
los diccionarios, sin mostrar asombro alguno.

Pero por más que escarbara en los más profundo de cualquier libro, no podía
encontrar palabras complejas para lo sencilla que era mi vida; a diferencia de él que
había pasado de los eternos veranos de Río, rodeado de contorneadas mujeres y
playas calurosas, hacía los fríos inviernos de Boston, a estudiar en el prestigioso
Instituto Tecnológico de Massachusetts donde se encontraba con el conocimiento
más puro de las ciencias y tal vez con damas tan guapas como inteligentes.

En resumen, Nicolás tenía una vida fenomenal, irrefrenable, vertiginosa, excitante;


pienso que podría ser presidente de cualquier país o formarse un imperio si en
verdad lo quisiera, absolutamente todo lo que cualquier humano deseara, él podría
poseerlo sin problemas.

Sin embargo, mientras más tenía, menos cosas quería; no podía conseguir aquello
que tanto había inventando en su mente a los 7 años, ¿dragones? ¿Magia? Pues
no, él había imaginado algo completamente diferente, indescifrable a las palabras,
incalculable para los números.

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Cuando finalizó todos sus estudios, viajó constantemente. A los 29 años, según me
contaba, todos los martes y viernes solía tomarse el día, lujo que podía darse porque
era director general de una compañía transnacional aeronáutica (increíble logro para
tan corta edad, nadie supo como lo obtuvo y al mismo Nicolás no le interesaba
contarlo). En esos días manejaba su gigante camioneta azul de lunas polarizadas
hasta la playa más desolada de su ciudad y de pronto, como si por fin hubiera
recuperado la confianza que teníamos en la niñez y adolescencia, sus correos
comenzaron a describir cosas más profundas. Me contaba que se quedaba
observando el vacío de las brisas, contando el número de olas que rompían a sus
pies, viendo los desniveles de la arena, las formas de las rocas, planeando como
hacer realidad aquello que tanto quería y que, a pesar de tener lo que todos
añoraban, no lograba obtener lo que él realmente deseaba.

Para entonces la mística que sentía en él y el entusiasmo por leer sus correos, la
había ya perdido. Yo tenía 34 años, había llegado a esta edad sintiéndome vieja,
cansada y sumamente sola; el trabajo me había absorbido por completo. Por un
momento llegué a pensar que Nicolás a la distancia me había contagiado su apatía.
Los fines de semana tenía mucho tiempo libre para leer y por sobre todo pensar,
realizar hipótesis y conjeturar en qué momento se jodió mi alegría. Una causa de
esta súbita depresión era tal vez el seguir viviendo en casa de mis padres, aunque
eso podía ser compensado con el dinero que ganaba; además era guapa, gozaba de
algunos lujos, el único problema era el no tener con quien disfrutarlo. Tal vez la
lección de papá “que no todo en el mundo es perfecto” no la debía aprender de
aquel antiguo “bebé monstruo” sino de mi misma, casi 30 años después.

Hasta que, en esos tiempos donde me veía perdida, sola y agotada, un peculiar
correo llegó. Nicolás harto, completamente hastiado de la vida y sus triunfos, decidió
no comer, no hablar y restringir al máximo el aire que entraba en sus pulmones
hasta obtener lo que toda su vida había imaginado. Le iba a hacer un berrinche al
creador.
Al final valía la pena, pues o conseguía lo querido o moría y dejaba esta sosa vida
llena de éxito, mujeres, dinero y alto estatus; es decir esta vida tan “mierdosa”, como
él decía.

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Inservibles, improcedentes y tontos fueron las seguidillas de correos que le envié
intentando disuadirlo, haciéndolo desistir de un suicidio lento y miserable en el que
se había comprometido Nicolás.

Después de tanto ayuno, tanta soledad y tan poco aire, pensó que ya le tocaba
morir, al menos eso escribía, y sus correos virtuales eran como un pedido de auxilio
que sabía nunca llegaría. Contaba que todo acto desdeñoso y daño físico de alguna
forma lo había hecho más rico, popular y fuerte; esta vez se iba a obligar a sí mismo
al máximo, a morir en una de esas locuras destructivas que a la larga siempre le
cosechaban éxitos. Pero ahora seguramente iba a ser diferente, ya no podía con su
cuerpo pesado, que había pasado a piel colgante en 17 días, por fin iba a desligarse
de este mundo tan lleno de cosas reales, de elementos químicos, de sillas, mesas,
autos y seres.

Era una angustia constante leer su agonía, no saber a quién contactar ni cómo
asentar partes policiales de un loco suicida que los policías no creían que existía. En
todas las ocasiones que asistí a la comisaria para prevenir el suicidio de Nicolás, me
atendía el mismo oficial pequeño, de bigotes poblados y ojos rasgados, quien
siempre comentaba: “Señorita me quiere decir que su amigo, del que no tiene
certeza dónde está, que solamente se comunica por “e-mail”, que no sabe dónde
andan sus padres ni amigos en común y que además es millonario, ¿quiere matarse
de hambre en su cuarto?”. Decía el policía en tonito socarrón acentuando cada
palabra de esa extraña suposición.
Supe que nadie lo ayudaría y finalmente entre desvaríos ocasionados por el hambre,
Nicolás comenzó a relatar, en una de sus tantas cartas, que desde niño sentíase
sumamente aburrido porque había aprendido en aquella lejana clase dada por mí,
(esa tercera ley de Newton que recitaba obnubilado y de paporreta “Siempre que un
objeto ejerce una fuerza sobre un segundo objeto, el segundo objeto ejerce una
fuerza de igual magnitud y dirección opuesta sobre el primero”), con aquel fantástico
manifiesto podía predecir todo lo que sucedía a su alrededor, manejar las cosas a su
antojo y saber qué sucedería exactamente. ¿Cómo logró eso?

Intentó explicarme poniendo como ejemplo su decepción de las matemáticas cuando


era niño, las cuales, según me contó, dejaron de gustarle porque no tenían misterio
ya que las fórmulas, los números y los signos cambiaban en orden, las cifras en

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cantidad, pero en realidad los números siempre eran los mismos. Las distancias por
más largas que fueran no eran infinitas y fácilmente podrían ser recorridas usando
un sistema algorítmico de horas, lugares y estaciones no tomando más de 80 días.
Esto lo explicó con una serie de ecuaciones y gráficos que yo como bióloga no supe
entender.
“¡A cada acción siempre se opone una reacción!, y si en cada problema complejo
tomas lo más sencillo, las respuestas más sencillas serán las primeras en aparecer y
responderán lo más complejo”
No entendía nada, pensé que Nicolás estaba enloqueciendo, pero de una forma
desesperada e inusual en él, comenzó a intentar explicarme como lo había aplicado.

Él sabía qué escenarios sucederían ante cualquier eventualidad relacionando la


dirección del viento, el sonido de los pasos, la caída de la luz; sabía cómo
reaccionarían las personas por el brillo de la mirada, el aroma que emanaban, la
entonación de sus palabras y la fuerza de su respiración; había distinguido como
afrontar el peligro sin hacerse daño, como convencer a las personas imitando
algunos gestos y hablando en diferentes tonos, como si practicará algún
encantamiento, (explicaba que cada sonido de las palabras pronunciadas
ocasionaban una vibración en cierta parte del cerebro, la cual agregando los colores
de su vestimenta para cada ocasión; estimulaba a su interlocutor el crear una serie
de sinapsis, ráfagas internas de pequeñas descargas, que obligaba a quien lo
escuchase, a creer ciegamente en él).
Sabía cómo amar y olvidar sin hacerse daño, había aprendido a puntuar lo subjetivo,
a cuantificar lo imaginario y a desglosar el infinito con el único fin de acercarse u
obtener aquello que tanto había imaginado desde niño. Escribía y escribía, sus
correos llegaban cada día y algunas veces con espacios de 1 a 2 horas. El buen
Nicolás estaba sufriendo una catarsis, estaba tratando de encontrar a través de este
último recurso lo que no podía obtener de otra forma.

Nicolás no se dio cuenta que era un genio, casi un dios, tampoco le importaba
saberlo. Probó que lo averiguado era cierto, chocando autos y saliendo ileso,
seduciendo a las mujeres más hermosas aparentando no tener dinero y mostrando
su fealdad completa, teniendo como armas, la hora precisa, las palabras perfectas,
el color ideal. Todo estaba claro, él dominaba cualquier esencia que existía, sabía el
orden de las cosas, las palabras por decirse, las frases exactas. Estaba haciendo

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trampa desde los 7 años y lo sabía, esto lo hacía miserable y un cobarde de no
enfrentar el siguiente paso como cualquier humano normal porque temía el caer, no
se atrevía seguir un camino a ciegas.

¿Cómo pudo aprender todo esto?, sus cartas parecían lamentos, sentía claramente
sus lágrimas caer sobre el teclado ante cada letra “tal vez el golpe de mi padre
mientras maldecía mi forma de ser” “la mirada perdida de mi madre ya loca cuando
cumplí los 8 años”, sumado a su talento natural de unir cabos y su pérdida de
entusiasmo resultó un método perfecto en la ciencia de predecir.

Hasta que, por fin, en su último correo, sin ideas ni fuerzas para su exacto arte
adivinatorio y con la mente más vacía que su estómago escribió (con muchos signos
de exclamación) que ya sabía cómo conseguir aquello que se imaginó a los 7 años y
que desde ese tiempo no lo había dejado respirar con tranquilidad.

Me escribió en ese estado patético diciendo que por fin había encontrado la palabra
que podría describir lo que quería, no era fácil de recordar, casi nadie la decía. La
apuntó en su mano derecha, por primera vez completamente entusiasmado, en un
cuerpo ya delgado, menos grasoso y hasta más alto. Ya sabía cómo materializar
aquello que le había absorbido la vida desde sus entrañas, sabía exactamente
dónde ir, que tonto – pensó – tan sencillo y tan cerca.

Fue el último correo que recibí de Nicolás, el cual me dejó dubitativa, ¿Qué sería
aquello? Pensé miles de cosas, imágenes, colores, olores e ideas desfilando por mi
mente en diversas combinaciones.

Me mantenía abstraída intentando adivinar alguna respuesta, hasta que un fuerte


sonido proveniente de la calle me desconcentró completamente. Un carro había
frenado estrepitosa y a mi parecer inútilmente; el sonido explosivo era
definitivamente el de un choque, “así debe sonar la frustración” pensé al escuchar la
forma de frenar pues el fuerte ruido denotaba que, a pesar de haber intentado evitar
arrollar lo que sea que se haya interpuesto en su camino, inevitablemente ya se
encontraba expulsado a 30 metros de él o por debajo de las ruedas.

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A pesar de los gritos desesperados por una ambulancia proveniente de la dueña de
la pequeña tienda blanca al lado de donde vivía, no me levanté a fijarme ni husmear
por la ventana, no me importaba nada, Nicolás por fin había encontrado la palabra y
no quería que nada me distrajera. No quería saber que ocurría afuera, no me
interesaba el bullicio de la calle; no quería moverme ni saber quién había muerto o
qué se había perdido, sólo tenía que esperar sentada inmóvil frente al computador el
próximo correo. Sabía que pronto llegaría explicando finalmente “eso” que tanto
había querido y nadie en este planeta había descubierto, siquiera imaginado.

Nicolás sin fuerzas, pero con muchas ganas, vistió raudamente sus caros y
exclusivos pantalones en un salto, cogió su rechoncha billetera similar a su antiguo
yo, escribió algo en un papel que encontró en la mesa de noche, dobló su escrito, lo
apretó fuertemente en su mano, abrió la puerta y corrió rápidamente hacía las
escaleras que daban a la puerta de la calle. Se olvidó que tenía ascensor, que tenia
auto, estaba obviando el predecir, estaba olvidando la lógica, reemplazándola por
pasión ciega, impredecible.

Corrió por entre los pasadizos de una calle estrecha, bajo el cielo nublado de un
martes a las 4:40 pm, corrió a velocidad por entre las personas, empujando a
ancianos, hombres, mujeres y niños; saltó sobre objetos que había en la vereda,
pateando algunos, tropezándose con otros, no recordaba hace cuanto tiempo había
corrido a esa velocidad, seguro a los 5 años; hasta que por fin luego de una
maratónica persecución hacía algo inmóvil, llegó a la acera del frente de una
tiendecita blanca, corrió embriagado de ideas, de imágenes, directamente hacía ella,
sin mirar a los lados, sin apartar la vista del lugar, sin respirar, sin parpadear,
parecía que algún fragmento de lo que quería, lo que imaginaba, lo que creía
fantástico e inexistente se hallaba ahí, o al menos una parte o una pista de cómo
hallarlo, quién sabe.

Corrió tan apresuradamente que no se dio cuenta de su muerte, no la predijo, no la


intuyó, la cual llegó en un camión de carga a 90km por hora, según el atestado
policial. Aguardó siempre su muerte y justamente aquel martes antes de las 5:00 pm
ya no lo quería, igualmente la encontró, sin imaginar que lo sorprendería con una
sonrisa.

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Justo cuando empezó a soñar, cuando tal vez crecería todo lo que se reprimió desde
la pubertad o infancia, cuando nuevamente sonreía con ganas de abrazar a su
madre y decirle eso que ella nunca entendió, aquello que no sabía cómo explicar
pero que ahora tenía anotado en la mano derecha y seguramente podría empezar a
realizar. Justo en ese momento se liberó de toda su apatía exquisita, de su dinero
abundante y también de su vida mierdosa, la que tal vez hubiese empezado a
disfrutar hace 5 minutos.

La forma como supe todo esto, se encontraba ligada a mí desde un comienzo.

Aquel policía de mirada sospechosa, mostacho grueso y talla pequeña, aquel que
siempre ridiculizó mis pedidos de auxilio de aquel amigo imaginario virtual que
suponía yo tenía, un día tocó la puerta para solicitar un extraño pedido
“reconocimiento de un cuerpo”

Me hicieron ver algunas fotos de Nicolás y luego me forzaron a verlo sobre una
mesa fría, tendido, inerte; para preguntarme “¿Reconoce al señor?, a lo que
respondí casi sin aliento y completamente mareada “Sí..., es Nico”.
Las fotos, el reconocimiento del cuerpo, fue algo indescriptiblemente atroz; un salto
mental hacía el pasado me hizo verlo cuando aún podía abrazarlo, cantar con él,
hablar y recitarle poemas, para después experimentar un retorno vertiginoso a la
realidad, donde de pronto desapareció, encontrándose tumbado, frío, un ser ya
etéreo.

Llegué a través de una citación policial, era la única persona con la que mantenía
comunicación constante, por lo tanto, la principal sospechosa o clave de saber
porqué un joven millonario busca matarse de aquella forma.
Hace casi un mes se hallaba desaparecido. Viajó desde Canadá, donde se
encontraba residiendo, hacía Perú, exactamente hace 1 mes y se alojó a 5 cuadras
de donde vivía. Jamás hubiese imaginado que buscaría refugio en un lugar tan
próximo a nuestra niñez.

Estaba tan cerca y era tan factible ayudarlo que aún me cuesta creerlo. Me
mostraron los videos de vigilancia en los que vi como corría, como observaba
constantemente su mano y sonreía, tal cual sucedió aquella última vez en mi casa.

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Ahora su cuerpo ya no era esa masa grasosa horrible; esta vez, aunque fuera casi
una mancha de sangre, parecía un ser humano normal, tierno, esas características
que en toda su vida no se pudo notar, la muerte dejaba al descubierto.
El torrente de sangre producto del estrepitoso choque manchó la palabra en su
mano, que luego, junto a la limpieza que le hicieron con el fin de salvar su vida en el
hospital, se perdió.

Después de ver el vídeo, la hora, y por sobre todo ver la tiendecita blanca de al lado
de mi casa, descubrí que aquél fuerte sonido acompañado de gritos perturbadores,
era el estrepitoso choque de Nicolás, su trágica muerte; la cual yo decidí ignorar
mientras esperaba su siguiente correo. Estuve siempre cerca de él, incluso hasta en
la muerte, y jamás pude verlo.

- Señorita – dijo el oficial sacándome de un trance lleno de nostalgia y sufrimiento–


tal vez usted sepa a quién entregar este escrito que portaba el occiso al momento
del accidente.
La abrí cuidadosamente y leí disfrutando cada sílaba, disfrute que iba
paradójicamente vinculado a un sollozo torrencial; se trataba de un poema que el
frío, invernal, gélido Nicolás había escrito, seguramente en ese tiempo de catarsis
que tuvo, probablemente minutos antes de morir:

Me gusta
El rugido de tus abrazos distantes, la melodía que emanas
El cantar de tus bostezos que imagino por las mañanas
Y el palpitar de tu mirada, abstraída, reluciente, primaveral

Me gusta sentir como el viento susurra tu nombre


Como las tardes musitan tus encantos, como me habla de ti
Con la sutileza de un día de otoño
O con la pasión de un imaginado beso tuyo

Pero me gusta más recordarte durmiendo


Hablando, queriendo, enseñando

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Con la alegría de un niño
Y la belleza del mar

Jamás en ti supe que predecir


Contigo el futuro era incierto
No sabía que esperar contigo ni sin ti

Al final de la jornada
Luego de cada día de mi vida
Busco retomar esa clase
Pero el pecho se me cierra
Con miradas perdidas
El deseo esquivo
Se vuelven a escapar

Hoy quiero que sepas


En cada brisa risueña, en cada atardecer
A cada golpe de las olas
Mi corazón, en ningún momento,
Deja un latido sin tu nombre
Nombrar

- Sabe usted a quién podría ir dirigida la carta – preguntó suavemente el oficial-


Señorita, por favor dígame si tiene alguna idea para quién iba dicha carta – insistió
pausadamente.
Apretando los dientes, cabizbaja y sollozante decidí mentir
- “No lo sé oficial...”

Mis manos cerraron a manera de caricia el maltratado papel, se lo entregué al


pequeño policía, giré, tapé mi rostro con ambas manos y sollocé en silencio, sin
poder evitar molestos y desagradables sonidos guturales e incontenibles
elevaciones de hombros. Me senté en una banca cercana, intenté tranquilizarme,
horrorizada sentía que no podía dejar de temblar. El oficial me acercó un poco de

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algodón con alcohol “huélalo” decía, mientras pedía ayuda; es lo único que recuerdo
antes de desmayarme.

Luego de ese terrible episodio, pienso en aquel tierno poema y en aquella palabra
que apuntó en su mano, una palabra que resumía un sueño capaz de abrir puertas a
lo inimaginable. Nicolás luego de 29 años de tener esa imagen amorfa atrapada en
su cabeza, en un cuerpo de similar apariencia, pudo por fin comenzar a sintetizarla
en palabras, con objetos reales, empezaba a mostrarse en figuras entendibles. Ese
sueño que ya estaba listo para nacer en un mundo real, sin ser descubierto,
desapareció. No sé si yo era parte de aquello, en realidad no sé si el amor tendría
que ver algo con lo buscado. A veces supongo, de manera romántica, que este
sentimiento es sublime y está atado a todo, pero ahora lo dudo, pienso que Nicolás
pudo imaginar algo, así suene increíble, superior al amor y cualquier sentimiento o
pasión que exista.

Aún hay veces que, desde la soledad de mi habitación, enciendo la computadora y


espero poder ver un correo suyo, alguna foto con su semblante apático o mejor aún,
una imagen de su rostro con la sonrisa que sólo vi una vez y jamás volvió a
aparecer. Tal vez el sueño de Nicolás no acaba junto con su vida, me gusta pensar
que todo esto, incluso su muerte y esta extraña forma de dejar enmarañado todo, es
también parte de su plan; que sólo fue un siguiente paso para obtener lo que
siempre quiso.

“Quizá no murió” me digo suavemente a manera de consuelo, y vuelvo a tomar el


diccionario de más de mil hojas, he comprado 8 de diferentes idiomas pues no sé en
qué lenguaje del mundo encontraré esa palabra, la próxima semana me llega un
diccionario en latín. Voy en la página 14 del diccionario en español, aún sigo en la
letra A, leo desesperada intentando encontrar aquella palabra que, hasta la hora de
mi muerte, no me dejará vivir en paz.

Hace dos semanas renuncié a mi trabajo, ya hace 10 días que no salgo de mi


habitación, y he pasado 3 dias sin comer, no me he bañado y camino desnuda por
mi habitación; puedo ver desde una ventana que una ambulancia ha llegado por mí,
empacaré los diccionarios, tal vez demoré mi recuperación.

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