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Son las cinco de la tarde.

La tranquilidad en el cielo no parece dar señal alguna de lo que está a


punto de sacudir la ciudad. Regreso de mi trabajo, pedaleando sin prisa, cuando el estruendo de un
tiroteo y la gente corriendo en sentido contrario del mío, me hacen apresurar mi carrera para
buscar refugio en mi casa. Al llegar a la puerta del bufete de mi padre, veo salir a un par de
clientes, que apretando los papeles sobre el pecho intentan hacer un escudo contra las balas.

Mi familia está reunida en el salón grande de la casa, mi papá va y viene con el tabaco en la boca y
una mano metida en una de las bolsas del chaleco. Al verme entrar le noto en la cara un gesto de
alivio. Mi madre me mira, se santigua y continúa rezando con el rosario entre los dedos. Mis
hermanos, Hugo, el más chico y Teté, la mayor, me ven con mirada cómplice, y sin decir una
palabra, sé que están ansiosos de que les cuente lo que he visto en la calle.

Después de un rato, con mi padre bajo los efectos del whisky y mi madre embebida en sus rezos a
punto del trance, Hugo y yo escapamos para subir al techo, desde ahí se puede ver a los rebeldes.
Es la gente del Coronel Mendoza, que asedian el Cuartel de Dragones, a un par de cuadras de la
casa, cerca del Parque de la Mejorada. Ahí andan con las armas al hombro, muy quitados de la
pena.

El ruido de las balas al estrellarse en las paredes, al principio muy distante de donde estamos, poco
a poco comienza a escucharse más cercano, se aproximan y terminamos de confirmarlo por el olor
a pólvora que ya comienza a inquietarnos la nariz. No vemos gran cosa, podíamos quedarnos ahí
hasta la noche, pero los gritos histéricos de mi madre liquidan nuestro oficio improvisado de
centinelas, justo cuando el desfile de refuerzos llega al cuartel para intentar combatir al batallón
subversivo. Bajamos a regañadientes, con la consigna de no volver a subir.

En el reloj suenan las doce. Con cada campanada parece que la noche se va haciendo más grande.
Cae una persistente llovizna. Los tiros han amainado, pero de vez en cuando se escucha alguno
lejano, como para que no nos acostumbremos al silencio, que hasta hace unas horas reinaba en las
calurosas noches de Mérida. Hugo, el primero en irse a dormir, ronca como si trajera adentro una
de esas máquinas para hacer hilo Sisal. Nos acostamos ya entrada la madrugada. Mi padre,
borracho, se ha quedado en su sillón, pues ni todos juntos podríamos cargarlo para llevarlo a su
hamaca. La enorme barriga sube y baja, en un compás casi armonioso, mientras duerme con la
placidez de quien no tiene preocupaciones o el alcohol las ha diluido quitándoles importancia.

Tengo miedo de no poder dormir. Aunque mañana podré levantarme tarde; mi madre ha decidido
que no vuelva a la termoeléctrica. Sin parpadear miro las traves de madera, en donde se esconde
la luz que logra colarse por la ventanas tapiadas. El chillido de una S, lejana y la marcha
acompasada de las tropas me hacen caer, lentamente, en un sopor, en el que me voy meciendo
hasta quedarme dormido.

Despierto por el ruido del trajín de la casa. Impera una normalidad que hace creer que lo de anoche
ha sido un mal sueño. Soy el último en integrarme al desayuno, ahí mi padre espera impaciente la
llega de Baruch, uno de sus empleados, aprendiz, que viene cargado con noticias del exterior.
Nadie pregunta por el motivo de su demora, está de más. Seguro es como transitar por un campo
de minas, en las otrora tranquilas calles del centro. Cuenta que no hay muro que haya salido ileso
del impacto de las balas. El peor de los espectáculos es el de los cadáveres regados cerca del
cuartel, en las escarpas; el olor a muerte se mezcla con el de los cuerpos sin vida; que por gracia de
dios, dice Baruch, porque el señor sabe lo que hace, la lluvia lavó la sangre y purificó sus almas.

Lo peor será que con el agua se comenzarán descomponer más rápido, cortó de tajo mi padre. Al
rato todo va a estar lleno de moscas y otros bichos.. ¿Has visto a alguno conocido entre los
difuntos?, pregunta mi madre con temor a escuchar algún nombre que le resulte familiar. Si los
hubo, Baruch se lo cayó, obedeciendo ante la mirada aniquiladora de papá. Lo último que quería
era que su mujer sufriera un ataque de neurastenia. Era lógico que más de un civil inocente hubiera
caído víctima de una bala perdida y del infortunio de estar en el peor lugar en el momento
equivocado. Días después me enteraría que un par de compañeros, Abelardo Solís y Gonzalito
Ávila, perecieron en el tiroteo y sus cuerpos quedaron tirados a escasos metros de la puerta de la
planta eléctrica.

Decía Baruch que el olor a muerte combinado con el de la pólvora y la tierra mojada flotaba en el
aire como una pesada cortina que nunca termina de caer, o al menos así me lo imagine. En
realidad sus respuestas eran cortas y poco detalladas. Nosotros nos tomamos la tarea de llenar de
esos vacíos.

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