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E. J. Rodríguez (rev.

en Red JOT DOWN, de 8/2018 a 11/2019): HABLEMOS DE “CIENCIA


FICCIÓN” (A PARTIR DE ALGUNOS ENFOQUES Y TÓPICOS CARACTERÍSTICOS: LA
ANTICIPACIÓN, LA FANTASÍA, LOS ALIENÍGENAS O LA INTELIGENCIA ARTIFI-
CIAL)

I. LA ANTICIPACIÓN

Caricatura de Jules Verne en la portada de la revista L’Algerie de 15 de Junio de 1884.


Ningún plan de batalla sobrevive al primer contacto con el enemigo. (Helmut von Mol-
tke, Mariscal de Campo alemán cuyo genio militar ayudó a convertir a Prusia en el Esta-
do hegemónico de la Alemania unificada en el siglo XIX)
El futuro no se puede buscar en Google. (William Gibson, escritor de ciencia ficción)
Imaginen que hubiesen llegado hasta nosotros las memorias escritas de la primera persona que
encendió un fuego o de la primera persona que utilizó ruedas para transportar una pesada carga.
¿Qué nos dirían? Es de suponer que nada parecido a «imagino un futuro de ciudades ilumina-
das» o «dentro de miles de años, el mundo estará repleto de carreteras por las que circularán mi-
llones de vehículos provistos de mi gran invento, la rueda». No había ciencia ficción en el Neo-
lítico o el Paleolítico. De hecho, no la hubo hasta hace dos siglos.
Lo más probable es que aquellas personas no fuesen conscientes del impacto que sus creaciones
iban a provocar en el futuro y que, de habernos legado alguna crónica, se hubiesen limitado a
comentar las comodidades específicas que, en ese momento concreto, les ofrecían esos descubri-
mientos. Dos de los más grandes innovadores en la historia de la humanidad, cuyos rostros y
nombres por desgracia no conocemos, hubiesen dejado tras de sí unas memorias muy pedestres,
centradas en ideas como «ya no pasamos frío en la cueva» o «ya no tenemos que acarrear pie-
dras y troncos a pulso». Poco más que una descripción escueta de ciertas ventajas momentáneas.
La falta de perspectiva histórica sobre los efectos a largo plazo de la tecnología y la ciencia no
implica creer que aquellos humanos fuesen menos inteligentes que nosotros o que sus elabora-
ciones intelectuales fuesen menos profundas que las nuestras, solo que sus pensamientos se-
guían otras direcciones. No sabemos cómo fueron las primeras ruedas, pero las más primitivas
no debieron de inspirar la visión de una sociedad en la que personas y bienes fuesen transporta-
dos a grandes distancias con relativa brevedad. Quienes empezaron a dominar el fuego debían
de contentarse con calentar e iluminar una caverna y, huelga decirlo, no imaginaban algo como
el motor de combustión o la máquina de vapor; ni siquiera hubiesen concebido el faro de Ale-
jandría.
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Esto fue cierto para muchas otras invenciones que tardaban un tiempo en extender su uso y al-
canzar un diseño óptimo. La concepción del avance tecnológico como un proceso de cambios
repentinos resultaba impensable. Los inventos que ayudaban a mejorar la vida aparecían de ma-
nera paulatina y no solían estar disponibles hasta mucho después de que se hubiesen formulado
las ideas teóricas que los inspiraban. En el caso de que hubiese tales ideas, pues otras invencio-
nes aparecían sin grandes hipótesis científicas que las respaldasen más allá del genio práctico de
determinados inventores o ingenieros. Incluso hoy a la mayoría de nosotros no nos importa de-
masiado qué principios teóricos se esconden detrás de los inventos que usamos a diario, salvo
que seamos profesionales especialistas o que nos dejemos arrastrar por una curiosidad ociosa.
Podemos disculpar, pues, el desinterés de los antiguos por estas cuestiones. La tecnología era
vista como un conjunto de herramientas útiles con aplicación concreta en el presente, no como
un contexto filosófico desde el que ponerse a conjeturar sobre un lejano futuro o sobre la natura-
leza misma del ser humano. La especulación sobre las secuelas que el progreso produce a largo
plazo no formaba parte de su visión del mundo.
En la ficción antigua ya se elaboraban historias fantásticas sobre otros mundos y épocas futuras,
pero eran historias que recurrían a la magia como mecanismo central de la acción. Para los anti-
guos, salvo raras excepciones, el mundo era un lugar mágico. Los dioses, desde otras esferas,
gobernaban la materia; los avances tecnológicos estaban subordinados a la voluntad divina al
igual que todo lo demás. La idea de que los avances científicos o técnicos pudieran operar sobre
el ser humano en una dimensión distinta (o incluso superior) a la de Dios parecía absurda. Inclu-
so los grandes científicos pensaban que sus descubrimientos ahondaban en la exploración del
universo como obra creada; en cierto modo consideraban que eran parte del mismo proceso de
revelación que había empezado con los profetas y las escrituras sagradas. Isaac Newton, por
ejemplo, suponía que hallazgos como las leyes de la gravitación universal revelaban parte de
una verdad apriorística cuya esencia era divina. Como algunos otros pensadores de su tiempo
Newton creía que esa antigua sabiduría, la prisca sapientia, había sido revelada por Dios a los
filósofos del pasado, aunque mantenida en secreto dentro de grupos cerrados como los pitagóri-
cos o los alquimistas. La prisca sapientia habría sido olvidada durante los «tiempos oscuros» de
la Edad Media. Es bien sabido que Newton, genio de la física y la óptica, dedicó considerables
esfuerzos al estudio de la alquimia, pese a que los fundamentos científicos de esa disciplina (al
menos en el sentido que hoy le damos al adjetivo «científico») eran por completo inexistentes.
La noción de estar redescubriendo verdades científicas que habían sido reveladas por Dios en
tiempos antiguos y después olvidadas no era una extravagancia de Newton. Estaba inspirada por
conceptos renacentistas como la prisca theologia, el conocimiento sobre Dios que el propio
Dios habría comunicado a los seres humanos de todas las culturas en tiempos remotos, o la phi-
losophia perennis, una verdad metafísica compartida también por todas las tradiciones religio-
sas. La evidencia, contemplada desde una perspectiva religiosa, parecía apoyar esa tesis. Había
rasgos comunes en el cristianismo, el budismo y el hinduismo. Era fácil comparar a los domini-
cos con los taoístas, o a los franciscanos con los jainas. Más allá de sus muy diversas cosmogo-
nías o concepciones del hombre, había nociones compartidas sobre el bien y el mal, sobre las
cuestiones prácticas del camino hacia la iluminación o santidad. Desde el punto de vista religio-
so, esto tenía que deberse a que el universo era un artefacto diseñado por una mente. Todo nue-
vo conocimiento era la mera confirmación de que existían leyes universales previas a todo; si
existían leyes universales, existía un legislador. El orden no podía haber emergido del caos. Una
máquina requería un ingeniero y el ingeniero de la máquina cósmica tenía que ser un ente previo
y distinto de ella: Dios.
Pensadores mecanicistas los había habido siempre, cierto, o por lo menos los hubo desde la anti-
gua Grecia, pero sus ideas no habían estado sostenidas por mejores demostraciones que las usa-
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das por la fe religiosa. Los atomistas griegos como Demócrito y Leucipo afirmaban que la ma-
teria estaba compuesta de partículas tan pequeñas que escapaban a la visión. El tiempo les dio la
razón, pero solo en parte, pues los átomos que ellos habían imaginado por mera deducción lógi-
ca y sin pruebas experimentales no encajaban en lo que la ciencia conoce hoy. Ellos pensaron
que, si un objeto puede descomponerse en partes y estas pueden descomponerse en otras partes
aún más pequeñas, el proceso no puede ser infinito. Llegará un momento en que nos encontrare-
mos con una parte elemental, el átomo, «lo indivisible», de la que se compone la materia. Aquel
átomo griego no se parecía en nada a las partículas que maneja hoy la física y cuya existencia sí
ha podido demostrarse. Así, aunque la inteligencia e intuición de aquellos pensadores mecani-
cistas de la antigüedad nos asombra como debería, las deducciones de Demócrito y Leucipo no
eran necesariamente más brillantes, como artefactos lógicos en sí mismos, que las deducciones
de los metafísicos o los teólogos. Incluso cuando uno sienta más simpatía por Demócrito que
por Aristóteles, nada garantiza que el segundo hubiese perdido una hipotética discusión sobre la
naturaleza del universo. En la antigüedad, ambas visiones —la mecanicista y la metafísica—
eran racionales por igual. Tuvieron que transcurrir milenios hasta que la experimentación de-
mostró que la cosmovisión de Demócrito era, con sus imperfecciones, la más próxima a la reali-
dad. Él no anticipó el moderno átomo, pero sí la filosofía que subyace a la ciencia moderna: el
universo está hecho de materia (o energía) que funciona bajo sus propias reglas.
El pensamiento mecanicista fue minoritario durante buena parte de la historia. La religión expli-
caba la realidad de manera más comprensible y, según los parámetros de tiempos pasados, más
«lógica». Para colmo, poca aplicación práctica tenían los átomos de Demócrito; puede ser que el
actual conocimiento de las partículas está presente en cada minuto de nuestra vida diaria, pero a
los conciudadanos del insigne pensador tracio poco les debía de importar el que existiesen áto-
mos si no eran algo que les hiciese la vida más fácil.
Isaac Newton, quizá en contra de sus intenciones, fue uno de los descubridores que más contri-
buyeron a la transición entre un universo teocéntrico y un universo antropocéntrico. Esto es, en-
tre un universo mágico donde Dios era el centro y un universo mecánico donde el hombre, si no
era el centro, al menos sí se convertía en un agente importante de cambio. Aquella transición
fue, eso sí, un proceso complejo; algunos historiadores y pensadores sienten la tentación de
creer que fue un producto exclusivo del mundo de las ideas, pero también tuvo importancia la
aplicación práctica de esas ideas. El conocimiento científico —todo el ámbito intelectual, en
realidad— era todavía patrimonio de unas pequeñas élites educadas, pero, gracias a la imprenta
y otras mejoras en las comunicaciones, los descubrimientos empezaron a circular con gran velo-
cidad y de manera extensiva entre esas élites, propiciando que los inventos apareciesen de ma-
nera más continuada. Esa aplicación práctica de las nuevas ideas se extendía también con una
rapidez insólita, por lo que se hacía más evidente su carácter revolucionario de cada nueva he-
rramienta y llegó el momento en que los ciudadanos de a pie fueron muy conscientes del proce-
so de cambio.
Una nueva invención podía mejorar la vida de las personas en pocos años mucho más de lo que
se había conseguido con siglos de plegarias, ceremonias religiosas o prácticas supersticiosas y
acientíficas. Las ideas eran patrimonio de unos pocos, sí, pero sus consecuencias prácticas em-
pezaron a ser entendidas por cualquiera. No es que esto condujese a las masas hacia el ateísmo,
desde luego, pero incluso la mayoría de creyentes tuvo que empezar a ceder parcelas de su reli-
giosidad tradicional a una nueva visión mecanicista del mundo. Es verdad que el conflicto entre
una cosmovisión mágica y otra mecanicista pervive hasta hoy dentro de ciertos grupos, aunque
cabe pensar más en factores psicológicos, emocionales e incluso políticos que en que la pervi-
vencia de la idea de que el universo esté regido por fuerzas mágicas, noción que ya solo defien-

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den algunos fanáticos que son vistos con malos ojos incluso dentro de sus propios ámbitos reli-
giosos.
Con la gran Revolución Industrial del siglo XVIII la gente de a pie empezó a entender el progre-
so tecnológico como un factor decisivo en la historia. La tecnología se convirtió en una fuente
de cambios en la forma de vivir de todas las capas sociales, cambios que se sucedían con rapidez
y sin previo aviso. Ahora se veía con claridad que estaban apoyados en hipótesis científicas ge-
nerales. Apareciendo de manera tan imprevisible y atropellada, tantos avances tenían por fuerza
que suscitar una nueva pregunta: «¿A dónde nos conduce todo esto?». Con esta nueva preocupa-
ción nació la moderna literatura de anticipación.
Antes de la Revolución Industrial, el futuro era imaginado como la continuación lógica de las le-
yes celestiales inmutables que imperaban en el presente. Eso no significa que cuando los histo-
riadores previos a la revolución miraban hacia atrás no se diesen cuenta de que la humanidad ha-
bía evolucionado. A un estudioso del siglo XIII le bastaba con contemplar un mosaico romano
del siglo XI para comprender que la sociedad ya no era la misma. Pero, desde su punto de vista,
los factores de cambio que explicaban el cambio tenían poco que ver con la tecnología. La histo-
ria era una mera sucesión de guerras, invasiones, reinos e imperios; como en una partida de aje-
drez, el porvenir podía ser imprevisible, sí, pero hasta cierto punto. Lo que ya se ha jugado de-
termina qué futuras jugadas son posibles y cuáles no. Se seguiría jugando con las mismas reglas.
A partir del siglo XVIII, el futuro se convirtió en un lienzo en blanco. El porvenir dependía por
completo, o casi, de las acciones del ser humano. Las leyes de la providencia dejaron de existir,
la partida de ajedrez ya no tenía reglas y cada pieza podía ser movida según criterios nuevos.
Por simple deducción se empezó a pensar que el pasado había estado determinado también por
el progreso; con mucha mayor lentitud, pero sin la influencia de reglas divinas. Había que deter-
minar cuáles eran, pues, las nuevas leyes con las que cabía analizar el mundo. No solo era que
conceptos como la prisca sapientia o la philosophia perennis, manejados por estudiosos muy
ajenos a la gente común, hubiesen dejado de tener sentido. Era que toda una cosmovisión colec-
tiva se venía abajo. La religión seguiría existiendo (y existe) como agarradero emocional ante la
incertidumbre, pero entre los pensadores ya no constituía una explicación aceptable de los meca-
nismos del universo. El neoplatonismo y el neopitagorismo, con los que los pensadores religio-
sos del Renacimiento habían intentado adaptar los nuevos descubrimientos científicos a la fe, se
extinguieron —salvo en algunos círculos poblados por excéntricos— cuando el universo se con-
virtió en una máquina sin ingeniero, sin una voluntad detrás. La única voluntad inteligente cono-
cida era la del ser humano, así que este empezó a ver la ciencia y la tecnología como los únicos
motores de su propio destino. Cada nueva máquina inventada contribuía a desmentir ese concep-
to de armonía divina porque la armonía podía ser modificada a golpe de ingeniería. El ser huma-
no podía cambiar el mundo, y lo estaba cambiando de hecho. La tecnología ya no era un mero
conjunto de herramientas en manos de la humanidad; si acaso, era la humanidad la que bailaba
al son de esas herramientas. La percepción del desarrollo tecnológico como un proceso inevita-
ble y hegemónico hizo que las herramientas pareciesen cobrar vida propia y que, a imagen de
las especies animales, pareciesen evolucionar sin un plan previo. Por más que fuesen los seres
humanos quienes diseñaban esa evolución, nadie podía asegurar qué efectos tendría.
Un mundo regido por nuevas reglas iba a propiciar la aparición de una nueva literatura. En ese
contexto fue cuando nació la ciencia ficción; la fecha —más o menos oficial— fue el 1 de enero
de 1818, día en que se publicó Frankenstein o el moderno Prometeo, novela escrita por una
veinteañera llamada Mary Shelley. En realidad, el género como tal no se consolidó hasta déca-
das más tarde, sobre todo con Jules Verne y después con H. G. Wells, pero Shelley fue la pio-
nera, por más que nunca llegase a ser consciente de su papel. La ciencia ficción, al igual que el
análisis marxista de la historia, la teoría de la evolución darwiniana o la psicología freudiana,
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fue un destilado del racionalismo y del nuevo (y ahora sí, definitivo) mecanicismo que trataba
de averiguar cuáles eran las leyes universales. Como nuevo género de ficción que aún no tenía
un nombre ni una definición, su primera tarea consistió en intentar anticipar la manera en que el
progreso cambiaría el mundo. También fue una creación característicamente europea, aunque
los Estados Unidos se convertirían en la superpotencia del género a principios del siglo XX y ya
no dejarían de serlo.
En general, la anticipación era de carácter optimista. Es verdad que el miedo al cambio propició
la aparición de movimientos como el ludismo, que se oponía a la proliferación de máquinas; se
cuenta que en 1811 —siete años antes de la publicación de Frankenstein—, un trabajador inglés
llamado Ned Ludd destruyó varios telares automatizados como protesta laboral ante la amenaza
que suponían para los artesanos del sector textil. Fuese Ned Ludd real o no, puesto que la exis-
tencia del personaje nunca se ha comprobado, representaba preocupaciones auténticas y encar-
naba el vértigo ante el progreso. Pero los luditas constituyeron una minoría. La esperanza de una
vida mejor terminó sobreponiéndose al miedo porque los nuevos avances demostraron tener, en
su mayor parte, efectos positivos.
A mediados y finales del siglo XIX las visiones sobre el futuro eran alentadoras. La humanidad
iba a cambiar para mejor y, en la ficción, los peligros de la tecnología eran imaginados como el
mal uso que hacían mentes aberrantes: científicos locos, villanos novelescos. En el porvenir
imaginado por los tecnófilos, las máquinas se ocuparían de las labores desagradables, mientras
los seres humanos trabajarían una o dos horas al día, quizá ninguna. El ocio se convertiría en la
ocupación predominante de nuestra especie y el mundo entero se transformaría en una especie
de nueva academia ateniense donde las artes, las humanidades, los deportes, los juegos y cuales-
quiera otras actividades enriquecedoras del espíritu estarían al alcance de todo ser humano. Re-
cuerdo ver en una exposición una colección de ilustraciones francesas que ofrecían ingeniosas
visiones del porvenir: niños en la escuela provistos de auriculares conectados a una máquina que
devoraba libros y les transmitía todo el conocimiento acumulado en ellos; robots articulados que
limpiaban las casas; incubadoras automáticas donde se introducían huevos de gallina de los que
emergían, al instante, pollitos correteando; reparto del correo mediante helicópteros; salones de
belleza donde una mujer se peinaba y maquillaba mediante el uso de palancas y botones; incluso
orquestas donde los instrumentos se tañían solos. Por descontado, tareas pesadas como la agri-
cultura, la minería o la construcción serían asunto de máquinas, mientras los hombres apretaban
el botón de encendido y se limitaban a verlas trabajar desde una cómoda hamaca. La maldición
bíblica de «ganarás el pan con el sudor de tu frente» dejaría de tener sentido. Desaparecerían el
trabajo duro, el hambre y la pobreza.
Los tecnófilos eran optimistas incorregibles, desde luego, pero su optimismo procedía de un sin-
cero humanismo y del hecho innegable de que la tecnología parecía ofrecer la única salida a los
males de la sociedad europea y estadounidense. Hasta en los países más ricos existían amplias
capas de miseria e imperaban condiciones de vida atroces que padecían incluso quienes tenían
un trabajo; para los espíritus cultivados y bienpensantes, el progreso científico constituía la solu-
ción. En parte, tenían razón. Hoy, las condiciones de vida son —en general y con las muchas ex-
cepciones que conocemos— mucho mejores que entonces. Y lo son como resultado, entre otras
cosas, del progreso científico y tecnológico. Algunas enfermedades han sido erradicadas y otras
han encontrado eficaces tratamientos. Se produce alimento en gran cantidad y la población mun-
dial ha crecido hasta niveles nunca vistos, algo que sería imposible con los viejos sistemas agro-
pecuarios. Hay, sí, más tiempo de ocio, aunque (¡por desgracia!) no el imaginado por los opti-
mistas del XIX.
El problema es que todo esto vino acompañado por dolorosos efectos secundarios. La debacle
laboral temida por los luditas nunca se produjo, o no de la manera que habían previsto; es ver-
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dad que muchas personas sufrieron cuando sectores de producción enteros experimentaban una
metamorfosis o desaparecían, pero siempre aparecían otros en donde las oportunidades de traba-
jo eran las mismas o, casi siempre, mejores. Pero la nueva concepción mecanicista del mundo
conllevó numerosos malentendidos y manipulaciones cuyos efectos iban a probarse devastado-
res. Un ejemplo obvio: la teoría de la evolución de las especies mediante selección natural origi-
nó el mal llamado «darwinismo social», que a su vez degeneró en idearios raciales y eugenési-
cos. La relectura de la historia, también influida por una deficiente comprensión de las nuevas
leyes naturales, generó mitologías nacionalistas. Esas dos cosas, combinadas, dieron origen a
movimientos como el nazismo. Otro ejemplo: la mecanización de la producción conllevó el for-
dismo y el estajanovismo, que no propiciaban el ocio del trabajador sino que favorecían una pro-
longación innecesaria de situaciones de explotación. La creciente complejidad de las relaciones
financieras provocó severas crisis económicas que ya no tenían que ver con la producción, sino
con el manejo irresponsable del capital acumulado. El análisis marxista de la historia inspiró re-
voluciones que subvertían viejos absolutismos para instaurar totalitarismos de nuevo cuño. Cada
nueva idea puede ser desarrollada para el bien o para el mal; en la transición entre los siglos
XIX y XX, apenas hubo idea revolucionaria que no cayese en manos equivocadas.
La ciencia ficción, que había ayudado a inspirar las esperanzas de finales del siglo XIX, sintió
estos efectos secundarios tanto como la sociedad de la que provenían sus lectores. A lo largo de
todo el siglo XX el género acompañó a las sucesivas generaciones en su desencanto. A princi-
pios de la centuria empezó a producir visiones distópicas de un futuro donde la tecnología era
puesta al servicio de las ansias de poder de las élites. Tras las guerras mundiales y la invención
de la bomba nuclear, abundaron los argumentos postapocalípticos en los que el progreso tecno-
lógico, antaño deseable, conduciría al mundo hacia el desastre atómico. Desde los años sesenta
el género trató cuestiones como la libertad e identidad en una sociedad más rica y estable, pero
percibida como cada vez más individualista y deshumanizada; imaginaban un futuro donde el
individuo era diluido en la búsqueda del bien común. En los setenta y ochenta la redefinición de
la relación entre el ser humano y tecnologías como la informática o las redes cibernéticas hizo
que la ciencia ficción se cuestionara la misma idea del hombre como gobernante de su destino y
la posibilidad de que las inteligencias artificiales, algún día, se hicieran con el timón. Cada épo-
ca ha tenido sus corrientes características de anticipación, avivadas por las preocupaciones so-
ciales del momento. No es que se extinguiese del todo aquella esperanza utópica de los inicios,
porque en muchos relatos se siguió describiendo la manera en que, tarde o temprano, el ser hu-
mano encontraría su lugar ya fuese en la tierra, en el fondo de los océanos o en el espacio, y, so-
bre todo, en armonía consigo mismo. Algunos autores aún se empeñaban en ver todavía el vaso
medio lleno.
En la actualidad la principal crítica que recibe el género es la de que lleva mucho tiempo repi-
tiendo conceptos. Pero es comprensible; casi todo lo que podía imaginarse ha sido imaginado
ya. Desde los años setenta es cada vez más difícil que aparezcan ideas nuevas sobre el futuro.
Aunque eso no debería ser un problema; toda la ficción lleva milenios repitiendo argumentos y
esquemas. Como en las aventuras o las historias de amor, la originalidad de los relatos de cien-
cia ficción no es lo importante, sino su pertinencia. Lo que sí ha cambiado, como tendencia ge-
neral, es el balance entre optimismo y pesimismo. Desde hace ya algunos años, predomina lo se-
gundo.
Hoy, la premisa «cada generación vivirá mejor que la de sus padres gracias a la tecnología» está
empezando a desmoronarse porque la tecnología y la ciencia ya no son considerados los únicos
motores que impulsan el cambio, como se pensaba en el siglo XIX. El nuevo motor es un juego
económico que se las arregla para mantener una estructura piramidal tendente, cuando no se le
pone freno, a una suerte de feudalismo financiero. Ya no son las máquinas las que producen
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miedo, sino la pérdida del estatus y de los estándares de vida que, sin llegar a los extremos ima-
ginados en el siglo XIX, se habían conseguido gracias al progreso. La ciencia ficción actual trata
con frecuencia el asunto del abismo entre ricos y pobres; las nuevas distopías ya no se basan
solo en las estructuras de opresión política o en los mecanismos de manipulación ideológica,
sino también, y sobre todo, en una desigualdad material provocada de manera deliberada por
quienes poseen los recursos y no desean compartirlos. No es una ficción, sino una realidad, el
que la mayor parte de los recursos están en manos de un porcentaje reducido de la población. Y
el temor comprensible de todos nosotros es que la tendencia gravitatoria siga consistiendo en
que los recursos fluyan hacia arriba, acumulándose en unos pocos castillos que ya no están he-
chos de piedra. La ciencia ficción tiene nuevos villanos, que ya no son robots o alienígenas,
sino, por ejemplo, corporaciones que representan nuestros miedos ante la realidad de que nues-
tras vidas están cada vez más en manos de unos pocos sectores de empresas que manejan nues-
tra información, nuestro dinero, nuestra supervivencia. El individualismo, uno de los pilares
ideológicos del nuevo siglo, choca de frente con la telaraña de poderes económicos que, en la
práctica diaria, cortan las alas al individuo. La propiedad es un lujo; nos hipotecamos para po-
seer una vivienda y, en algunos países, también para poder cursar estudios superiores e incluso
para poder recibir asistencia médica. En las sociedades modernas el banco es una especie de se-
gundo gobierno. Lo mismo sucede con otras empresas. El poder de decisión individual está limi-
tado y el ciudadano se da cuenta de que, mientras la ciencia y tecnología progresan, él ya no
puede progresar. La vida es ahora más cómoda que en siglo XIX, pero no tenemos la impresión
de que vaya a ser más cómoda dentro de cincuenta o cien años. Podría serlo, quién sabe, pero la
cascada de invenciones parece limitarse a mejorar lo que ya tenemos, no a revolucionar por se-
gunda vez el mundo.
Otro de los miedos es el de la pérdida progresiva de la libertad; los relatos sobre sociedad totali-
tarias que tanto abundaron en el primer tercio del siglo XX aún sirven como poderosas metáfo-
ras aunque, al menos en buena parte de las sociedades avanzadas, no constituyen una amenaza
tan inmediata como lo eran entonces. La nueva amenaza a la libertad no es un mecanismo predi-
señado por un partido fascista o estalinista —más allá de que movimientos de esa índole puedan
crecer— sino lo que Aldous Huxley denominaba «fuerzas impersonales», procesos de degene-
ración de las democracias, más parecidos al envejecimiento o a la acumulación de infecciones
en un organismo. Es un tema de la ciencia ficción actual que ya estuvo vigente en los años ses-
enta: ¿hasta qué punto es aceptable la entrega de libertades individuales en la búsqueda del bien
común? ¿Cuáles son los límites de la libertad de expresión? ¿Qué prerrogativas debe tener la
opinión común respecto de los que opinan de manera diferente? Cada vez más, en la nueva cien-
cia ficción aparecen temas como el rearme de moralidades colectivas que empiezan a penalizar a
los discrepantes por el mero hecho de discrepar.
Un factor más para el pesimismo es la percepción de que la carrera tecnológica ha renunciado a
buena parte del idealismo que la impulsó en tiempos pasados. La exploración espacial, por
ejemplo; aunque sigue consiguiendo logros dignos de todo aplauso, es obvio que muchas de las
viejas metas quedaron aparcadas. Hace unas décadas se pensaba que a estas alturas ya habría-
mos pisado Marte. Más allá de la importancia que cada cual quiera otorgar a la hazaña —en mi
opinión, es mucha, pero podría entender otras posturas—, lo que esto pone de manifiesto es que
se ha perdido la capacidad para soñar a largo plazo. Las colonias espaciales de Asimov o Cla-
rke empiezan a parecer antigüedades, como las ciudades submarinas del siglo XIX.
A todo esto se suman amenazas nuevas como la del clima. En los años setenta, aunque hoy sue-
ne extravagante, algunos profetizaban un enfriamiento global. Pensaban que el efecto invernade-
ro produciría un «invierno nuclear» antes de que el calor empezase a acumularse bajo esa capa
de gases y partículas que impedían su diseminación. A fin de cuentas, sin la atmósfera, la Tierra
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sería un planeta mucho más frio; la temperatura media ya no sería de unos quince grados centí-
grados, sino de casi veinte bajo cero. No era una profecía irrazonable. La realidad, sin embargo,
ha traído lo contrario: cada vez hace más calor, los casquetes polares se reducen, y nadie sabe
decir muy bien hasta dónde puede llegar el proceso. Lo que sí sabemos es que el efecto inverna-
dero, una vez alcanzado cierto punto crítico, se retroalimenta y es casi mejor no imaginar las
consecuencias. En el pasado las catástrofes naturales eran puntuales: terremotos, volcanes, se-
quías, tsunamis. Sí, había hambrunas y epidemias mucho más terribles que las de hoy, pero
constituían excepciones trágicas dentro de un mundo visto como entorno estable. Ahora teme-
mos una catástrofe global, una pérdida completa del equilibrio: que sea el propio aire que respi-
ramos el que nos dificulte la existencia. La nueva ciencia ficción apocalíptica ya no recurre a la
amenaza nuclear, sino al cambio climático, que ya no tiene nada de puntual.
El pesimismo de la nueva ciencia ficción no es vocacional, ni fruto de una moda. Es un reflejo
del estado de ánimo de las sociedades modernas. Es una ciencia ficción que ya no imagina que
se expandan fronteras, sino que se levanten muros. Ya no imagina que más recursos significa
más para todos, sino más para unos pocos. Ya no imagina que se trabaje menos para producir lo
mismo, sino que se trabaje lo mismo para producir más. Ya no imagina catástrofes cuyo carácter
evitable hace que sirvan para expresar grandes mensajes morales, sino catástrofes inevitables
que inspiran mensajes desmoralizantes. El futuro de la humanidad ya no es visto como una fuen-
te de promesas, sino una larga agonía. La ciencia ficción decimonónica ha muerto, o está en
trance de muerte, y su mensaje optimista ha sido recogido una vez más por el pensamiento má-
gico, como muestra el auge del subgénero de los superhéroes, esas divinidades modernas que,
como los héroes griegos, lo cambian todo para que nada cambie.

II. LA FANTASÍA

Ray Bradbury, 1985

La ciencia ficción encaja como un guante en el universo, pero la fantasía parte el uni-
verso por la mitad, lo vuelve del revés, lo disuelve en la invisibilidad, hace que los hom-
bres atraviesen las paredes. La fantasía trae a la ciudad un circo increíble con serpien-
tes marinas, medusas y quimeras, que sustituyen a las cebras, monos y armadillos. La
ciencia ficción te mantiene en equilibrio al borde del acantilado, pero la fantasía te pega
un empujón. (Ray Bradbury)
Hay mucha ciencia ficción que no es más que fantasía con tornillos y tuercas pintados
en la fachada. (Terry Pratchett)
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Y así Talos, pese a estar hecho de bronce, cedió la victoria al poder de la hechicera Me-
dea. (Apolonio de Rodas, Las Argonáuticas)
Hace mucho tiempo, en la isla de Lemnos, se erigía la fragua de Hefesto, dios del fuego y patrón
de los herreros. Aunque Homero prefería situarla en el monte Olimpo, para la mayoría de los
griegos lo razonable era suponer que la más poderosa fragua del mundo estuviese en el subsuelo
de una isla conocida por su actividad volcánica. En medio del fuego perpetuo de las entrañas de
Lemnos y ayudado por sus gigantescos subordinados, los cíclopes, Hefesto forjó a Talos, un
enorme autómata de bronce.
Talos quedó encargado de proteger a Europa, amante de Zeus, que vivía en Creta. El coloso me-
tálico caminaba tres veces al día en torno a la isla, asegurándose de que ningún extraño pusiera
el pie en ella. Durante  una de sus rondas Talos avistó un buque; era el Argos, capitaneado por
Jasón quien, junto a sus valientes argonautas, pretendía desembarcar en Creta. Talos empezó a
arrancar grandes rocas de los acantilados, arrojándolas para impedir que Jasón se acercase a tie-
rra firme. Todo el poder mecánico del autómata, sin embargo, no sirvió para impedir que la bru-
ja Medea lo sugestionase desde el barco, hasta hacerle perder la razón. Talos, con su mente con-
fundida, se arrancó un clavo del tobillo. Era la pieza más valiosa de toda su estructura de bronce,
puesto que taponaba la única vena que recorría su cuerpo. Así, el imponente androide, fabricado
por los mismos dioses, murió desangrado por su propia mano.
La desigual pelea entre Talos y Medea sirve como metáfora de la relación complicada que existe
entre la ciencia ficción y la fantasía. Quienes sostienen que es posible mantener la pureza de la
ciencia ficción imaginan esta literatura cual Talos, defendiendo con éxito su isla, la ficción de
base científica, arrojando rocas en forma de definiciones enciclopédicas frente a los intentos de
invasión del género fantástico. La ciencia ficción, hecha de piezas metálicas nuevas y relucien-
tes, parece invulnerable. Es la literatura de la Revolución Industrial y de la explosión del método
científico, destinada a sustituir a la obsoleta fantasía, hechicera vestida con trapos y adornada
con inútiles piedras de colores a las que solo los crédulos atribuyen dudosas propiedades mági-
cas. La primera es el androide fabricado por los dioses de la tecnología y el progreso, la segunda
es una bruja condenada a agonizar en la obsolescencia de un mundo precientífico y caduco.
Pero la ciencia ficción, como Talos, tiene un punto débil. Al igual que Medea fue capaz de con-
vertirse en una intrusa en la desdichada mente de Talos, la fantasía nunca ha dejado de vivir en
la mente y el corazón de la ciencia ficción. Esto produce una paradoja que nadie, ni siquiera lo
más puristas, ha sabido resolver. Es fácil definir la ciencia ficción sobre el papel, sí, pero en la
práctica resulta casi imposible trazar una línea divisoria clara entre ambos géneros.
Casi todos los grandes autores de ciencia ficción han estado dotados de una mente muy analítica
y una gran habilidad para la taxonomía literaria. No sorprende que hayan formulado muchas de-
finiciones de ciencia ficción que suelen ser tan concisas como convincentes. Saben dónde situar
los límites. Por ejemplo: en cualquier lista de los más importantes escritores de ciencia ficción
encontrarán el nombre de Ray Bradbury. No importa a quién le preguntemos o qué criterios
pretendamos aplicar; una antología de escritores de ciencia ficción sin Bradbury sería una anto-
logía incompleta. Sin embargo, el propio Bradbury se hubiese quejado al verse incluido en esa
lista, y de hecho se quejó: «No soy un escritor de ciencia ficción», dijo en más de una ocasión,
«solo he escrito un libro de ciencia ficción, mis demás libros son todos de fantasía». Los aficio-
nados más puristas suelen pensar lo mismo sobre él.
La ironía reside en que fuese justo él, un autor que se proclamaba fantasioso y que no tenía pro-
blema para autoexcluirse del género, el responsable de varias de las formulaciones más puristas
del concepto «literatura de ciencia ficción» y en qué debe consistir. La más famosa quizá sea
esta: «La fantasía trata sobre cosas que no pueden suceder. La ciencia ficción trata sobre cosas
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que sí podrían suceder». Otra ironía es que la única obra suya que él consideraba verdadera
ciencia ficción, Fahrenheit 451, describe un mundo en el que un Estado fascista prohíbe los li-
bros, entre otros motivos por contener fantasías «dañinas» para la sociedad, aunque esto no era
un guiño malévolo hacia los puristas de la ciencia ficción que lo pretendían expulsar del canon,
porque ya vemos que él mismo era el primero en negarse a formar parte de él, sino poco más
que un paralelismo casual. Bradbury trazaba la línea entre ambos géneros en el mismo exacto
punto donde la situaban sus «detractores» (usemos este término, aun sabiendo que no es el exac-
to, para referirnos a quienes preferían no incluirlo en la lista de escritores de ciencia ficción).
Bradbury era como los bomberos de Fahrenheit 451, solo que no quemaba libros ajenos, sino
los suyos propios cada vez que alguien los calificaba como ciencia ficción. Y trazaba la misma
línea divisoria que hoy, por ejemplo, se usa para negar la etiqueta de ciencia ficción a la saga
Star Wars.
Bradbury tenía la razón si adoptamos una definición enciclopédica de lo que es ciencia ficción.
Es decir, si afirmamos que solo es un relato de ciencia ficción aquel que se basa en la especula-
ción científica o cuya acción se sitúa en el terreno de lo posible o, como mínimo, de lo imagina-
ble de acuerdo a dicha especulación científica. Yo mismo usé esa definición cuando escribí so-
bre los orígenes de la ciencia ficción, pero lo hice por un motivo concreto: no se puede hablar
del nacimiento de este género sin señalar qué es lo que lo distinguió de la fantasía que había do-
minado la literatura especulativa durante milenios. En términos genealógicos hablamos de cien-
cia ficción cuando comenzaron a aparecer relatos cuyo mecanismo central ya no era la magia,
sino las infinitas posibilidades sugeridas por los avances científicos y tecnológicos. Analizando
el nacimiento del género como quien describe la aparición de una nueva especie animal, tiene
sentido pretender que la ciencia ficción puede ser reconocida y aislada por los rasgos únicos que
contiene su ADN y que no estaban presentes en el ADN de la literatura fantástica. Sobre el pa-
pel, pues, la postura de Bradbury y de los puristas es indiscutible.
En la práctica, si descendemos desde el concepto a la realidad y nos sumergimos en el océano de
papel que ha conformado el organismo vivo de la ciencia ficción desde su alumbramiento, las
cosas ya no son tan sencillas. El problema con el que se encontrará cualquier purista es que la
ciencia ficción no solo nació, sino que después creció, y mucho, estableciendo una extensísima
tradición propia. Dentro de esa tradición continuó estando presente la fantasía, enloqueciendo al
género como Medea enloqueció a Talos. El ADN nos dice cuándo y cómo nació la ciencia fic-
ción, pero no sirve para ocultar el hecho de que evolucionó hasta lo que es hoy gracias al conti-
nuo mestizaje con lo fantástico.
Un par de ejemplos: en la edad de oro de la ciencia ficción, de la que surgieron Asimov, Cla-
rke, Heinlein y otros grandes nombres, el género era cultivado sobre todo en revistas donde casi
nunca llenaba las páginas por sí solo, sino acompañado de fantasía. Esto no es despreciable: las
revistas y las recopilaciones de relatos fueron tan importantes como las novelas, o más. Escrito-
res como Ursula K. Le Guin y Jack Vance, que eran estudiados dentro de la ciencia ficción (a
ellos, al contrario que a Bradbury, no se les discutía la pertenencia al género), escribieron mucha
fantasía. En sus antologías de relatos, casi siempre etiquetadas como antologías de ciencia fic-
ción, compiladas por estudiosos de la ciencia ficción y publicadas por editoriales especializadas
en ciencia ficción, abundan los relatos sobre castillos, dragones y otros elementos asociados a la
fantasía tradicional. Podría argüirse, y es cierto, que en las compilaciones de estos autores se
unen relatos de ambos géneros por comodidad y conveniencia. También podría decirse que en
casos como los de Le Guin o Vance queda muy claro cuáles relatos pertenecen a cada género,
porque son escritores que utilizan mecanismos diferentes cuando escriben en un registro o en el
otro. Pero en otros muchos autores la distinción no está tan clara.

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El asunto es tan complejo que el propio Bradbury, que escribió bastante sobre la distinción entre
ambos mundos, era a veces más flexible de lo que pretendía y, como los buenos profesores de
oratoria, llegaba a demostrar lo contrario de lo que solía afirmar. En un viejo artículo, publicado
a principios de los cincuenta en una revista especializada, realizaba un ingeniosísimo ejercicio
de traslación del relato detectivesco al espacio. Bradbury pedía al lector que imaginase la típica
historia a lo Sherlock Holmes, en la que aparece una persona asesinada dentro de una habitación
cerrada. En un relato de detectives convencional el lector se hará preguntas sobre las puertas, las
ventanas, las cerraduras, etc. Pero Bradbury nos dice lo que pasaría si ese mismo misterio se
plantease ambientado en el espacio exterior. De repente la expectativa del lector cambiaría y las
posibles respuestas al misterio podrían ser otras: alienígenas, teletransportación, ondas, etc. In-
cluso aunque el escritor no mencione estas cosas en el texto, el lector, en su propia mente, habrá
convertido el relato de misterio en uno de ciencia ficción.
Este es el clavo en el tobillo de Talos: el género no lo definen solamente quienes lo escriben y lo
editan, sino también quienes lo leen. Y la ciencia ficción no fue definida y etiquetada de manera
consensuada hasta casi un siglo después de su aparición. Valga la comparación con otro género
literario que nació casi a la vez: el wéstern. En la misma época en que Billy el Niño cabalgaba
huyendo de las autoridades ya se publicaban relatos sobre pistoleros del Salvaje Oeste y los lec-
tores de esos relatos podían identificar y definir con claridad aquel nuevo género. El wéstern fue
definido con claridad desde el principio. Sin embargo, para cuando Isaac Asimov resumió con
elegancia su concepto de la ciencia ficción diciendo que «es la rama literaria que trata sobre la
reacción de los seres humanos ante los cambios científicos y tecnológicos», dicho género había
pasado décadas mutando sin haber tenido un nombre fijo ni una definición concreta.
Durante el siglo XIX, es más, la propia existencia del género era discutida incluso por sus más
insignes practicantes. Por entonces a este tipo de relatos aún se lo denominaba con términos más
bien ambiguos —«fantasía científica», «romance científico»— que indicaban que la necesidad
de trazar una línea divisoria con la fantasía tradicional no era algo que preocupase mucho a los
escritores, ni a los editores, ni mucho menos a los lectores. Jules Verne, uno de los pilares in-
discutibles de la ciencia ficción, rechazaba la idea de que sus relatos fuesen «científicos». El
otro gran pilar del XIX, H. G. Wells, también se defendía de la posibilidad de ser considerado
un escritor «científico». Irónicamente, Wells usaba la comparación con Verne para poner de ma-
nifiesto que sus propios relatos eran «fantasía». Los relatos de Verne, escribió Wells, trataban
«con las posibilidades reales de la invención y el descubrimiento». En los suyos propios, Wells
trataba de «domesticar las hipótesis imposibles» hasta que «una vez hecho el truco de magia, el
trabajo del escritor de fantasía consiste en mantener todo lo demás en términos humanos y rea-
listas». En otras palabras, Wells afirmaba que lo importante de su manera de hacer fantasía era
especular con las reacciones de los seres humanos ante situaciones nuevas, una de las definicio-
nes modernas de ciencia ficción, pero no consideraba que para ello tuviese que respetar la vero-
similitud científica.
Desde nuestros modernos ojos podemos admitir las objeciones de Bradbury al ser incluido en el
género, pero no las de Verne y Wells. Ambos escribían ciencia ficción y a nadie se le ha ocurri-
do excluirlos del género, pero ellos se consideraban escritores de fantasía. Cuando escribieron
sus más famosas obras de ciencia ficción no se les pasaba por la cabeza que le estaban dando
forma a un género nuevo. Es verdad que Wells sí llegó a ser consciente hacia el final de su vida
—falleció en 1946—, pero Verne, que había muerto medio siglo antes, no llegó a entender la
magnitud de la corriente literaria que había contribuido a crear. Hubo muchos términos que iban
apareciendo y desapareciendo para intentar calificar aquello que se había resistido durante déca-
das a tener un nombre consensuado y una definición concreta. El término «ciencia ficción», de
hecho, no fue acuñado hasta 1923 por el editor Hugo Gernsback y no se volvió popular hasta
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los años treinta (he leído a veces la versión de que se popularizó más tarde, en los cincuenta,
aunque eso es inexacto: en los treinta ya había revistas que usaban el término science fiction en
su título). En 1938, cuando John W. Campbell emprendió la tarea histórica de acotar el género
desde su puesto de director de la revista Astounding Science-Fiction, el nombre ya había queda-
do establecido, pero los criterios no.
La confusión terminológica había sido el reflejo de una total confusión en el mundo editorial,
donde ciencia ficción y fantasía habían cohabitado en muchas revistas híbridas. Gracias sobre
todo al trabajo de Campbell la confusión quedó aminorada, pero nunca desapareció del todo.
Tanto era así que a principios de los años cincuenta se hizo necesario inventar un nuevo tér-
mino, hard science fiction («ciencia ficción dura»), con el que definir aquellos relatos que pre-
tendían ajustarse a la probabilidad científica. Era el reconocimiento tácito de que la ciencia fic-
ción pura con la que Campbell soñaba era más fácil de bautizar que de conseguir en la realidad.
Poco después, cuando se inventó el término complementario soft science fiction («ciencia fic-
ción blanda» o «suave») para englobar todo el resto del género, nadie sabía muy bien qué era lo
«blando» ni hasta dónde llegaba ese «resto del género». ¿Era «blando» aquel relato que se basa-
ba en ciencias sociales por oposición a las ciencias físicas, pero no el que se tomaba licencias
fantásticas? ¿O la ciencia ficción blanda incluía también relatos fantásticos? ¿Hasta qué punto
podía un relato tomarse licencias y seguir siendo considerado ciencia ficción «blanda» y no
mera fantasía tradicional? Si piensan que en 2018 ya existe una respuesta clara a esta cuestión,
sepan que los historiadores de la ciencia ficción siguen sin ponerse de acuerdo.
Tomemos por ejemplo los relatos de aventuras espaciales enmarcados dentro de la space opera.
Según el análisis taxonómico habitual, la space opera es incluida dentro de la ciencia ficción
como un subgénero más, pese a que muchas voces insisten en que debería ser considerada fanta-
sía. Famosos ejemplos de space opera son los «romances planetarios» de Edgar Rice Burrou-
ghs (como la saga de Barsoom, a la que pertenece el personaje de John Carter), los seriales de
Buck Rogers y Flash Gordon o la saga Star Wars. En pocas palabras, la space opera suele con-
sistir en una traslación al espacio del género de la fantasía tradicional, con sus epopeyas grandi-
locuentes, sus telarañas de personajes y sus constantes giros argumentales.
¿Qué criterio se suele usar para distinguir una space opera fantástica de la ciencia ficción
«pura»? Si a una space opera se le despoja de los elementos de ciencia ficción y, aun así, los ar-
gumentos y las relaciones entre personajes no cambian, es porque hablamos de fantasía (en ese
caso, los elementos de ciencia ficción cumplirían un papel escenográfico o cosmético, los «tor-
nillos y tuercas pintados en la fachada» de los que hablaba Terry Pratchett). En la trilogía ori-
ginal de películas de Star Wars, si despojamos al conjunto de toda tecnología futurista y lo si-
tuamos en la Edad Media, no cambiarían las líneas argumentales, ni las relaciones los persona-
jes, ni los conceptos centrales en torno a los que gira la historia. Entre los partidarios de una vi-
sión purista de la ciencia ficción algo como Star Wars tendría un estatus genérico «inferior».
Porque, cabe decir, para los puristas de la ciencia ficción la space opera venía precedida por una
mala fama que empezó ya con su propio bautizo: opera no se refería a las representaciones ope-
rísticas, sino a la soap opera, los culebrones radiofónicos patrocinados por marcas de jabón.
Todo esto no impide, insisto, que la space opera sea considerada, incluso a despecho de los pu-
ristas, como parte de la tradición de la ciencia ficción. La space opera existía ya antes del propio
término «ciencia ficción», pero la tradición no es el único motivo por el que podemos incluirla
en el género. También tiene mucho que ver el ejercicio propuesto por Bradbury. Si tomamos
una fantasía medieval como las leyendas artúricas y la situamos en el espacio seguiremos te-
niendo fantasía, pero el nuevo contexto quizá genere nuevas preguntas en el lector o espectador.
Un ejemplo: en la trilogía original de Star Wars tenemos el concepto metafísico de «Fuerza»,
que es, en lo esencial, magia. Nada distingue la Fuerza empleada por Darth Vader y Yoda de los
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poderes mágicos de Merlín o Morgana. Es lo mismo. En la segunda trilogía de películas de Star
Wars, sin embargo, la Fuerza era explicada mediante un concepto que ya estaba a medio camino
de la ciencia ficción: microorganismos simbióticos que confieren al organismo huésped los po-
deres extraordinarios de un caballero Jedi. También en la segunda trilogía se desarrollaba una
trama política que entra dentro de la ciencia ficción «blanda». Además, se manejaban conceptos
como la clonación. Entonces, la segunda trilogía de Star Wars, ¿sigue siendo fantasía? ¿O lo es
a ratos? ¿Cuándo lo es y cuándo deja de serlo? Resulta tan difícil trazar una línea divisoria que,
como decía antes, no existe un consenso al respecto entre los estudiosos. A nivel de tradición,
sin embargo, el consenso ya está trazado: las películas de Star Wars son catalogadas como cien-
cia ficción. Los puristas se resisten a aceptarlo, pero cabe recordarles una vez más que la space
opera es más antigua que cualquiera de las definiciones de ciencia ficción que pretendan utilizar
y es por eso que la tradición pesa tanto. La tradición es el problema inescapable con el que se
encontrarán siempre los puristas.
Otro ejemplo es la ciencia ficción humorística, subgénero cuya naturaleza de ciencia ficción na-
die ha discutido, aunque parezca extraño. Para los aficionados más estrictos el humor siempre
gozó de mejor consideración que la space opera. Nadie discute el estatus de Fredric Brown
como autor de ciencia ficción. Cosa llamativa porque Brown, al contrario que Bradbury, no te-
nía demasiado respeto por los límites literarios: «No hay reglas. Si quieres, puedes escribir una
historia sin conflicto, sin suspense, sin planteamiento, desarrollo o desenlace». Por supuesto
Brown matizaba esta anarquía con su característico sarcasmo: «Desde luego, tienes que ser con-
siderado un genio para salirte con la tuya escribiendo sin reglas, y esa es la parte difícil: conven-
cer a todo el mundo de que eres un genio». Muchas historias de Brown —que labró su fama, so-
bre todo, con relatos breves— son ciencia ficción porque aparecen en antologías así etiquetadas.
Su novela más importante, o al menos mi favorita, se titula Marciano, vete a casa y es una de
las cumbres de la ciencia ficción humorística. Los mismos puristas que discuten el marchamo de
autenticidad de Star Wars o Crónicas Marcianas aceptan sin problemas este libro. Solo que, si
aplicásemos criterios estrictos, no podríamos decir que este libro es ciencia ficción. Marciano,
vete a casa tiene tan escasos elementos científicos en su mecanismo central como Star Wars.
Pero Marciano, vete a casa es ciencia ficción, como lo era La máquina del tiempo de H. G. We-
lls. Porque, como decía Wells, usa un mecanismo mágico —unos marcianos incorpóreos que
aparecen por las buenas sin explicación científica alguna— para describir la reacción de los se-
res humanos ante la invasión de unos puñeteros hombrecillos verdes que pueden leer la mente y
desvelar todos los secretos de cualquiera, con el consiguiente caos social que pueden ustedes su-
poner (léanla, si no lo han hecho). Brown hace un truco de magia, no un ejercicio de especula-
ción científica. Pero nadie califica esa novela como «fantasía humorística». La pertenencia al
canon, como ven, no deja de ser subjetiva.
¿Qué pasa con aquellas ideas científicas que dejan de serlo con el tiempo? En la ciencia ficción
del siglo XIX (y en parte del XX) se especulaba con la posibilidad de que el planeta Venus estu-
viese habitado. La posibilidad era, según los conocimientos de la época, perfectamente científi-
ca. Los astrónomos miraban por el telescopio y veían un mundo blanco, deduciendo (y estaban
en lo cierto) que estaba por completo cubierto de nubes. Imaginaban, bajo aquellas nubes, llu-
vias constantes, temperaturas agradables y, por qué no, la posibilidad de un vergel repleto de
vida. Imaginen un planeta siempre nublado, con la superficie protegida de los abrasadores rayos
del sol. Ahí es donde se equivocaban. Venus es todo lo contrario a un vergel. Sus nubes, aunque
contienen vapor de agua, también están repletas de gases tóxicos y ácidos. Bajo ellas no hay una
fresca y agradable llovizna perenne, sino un aterrador efecto invernadero que ha convertido la
superficie en un dantesco infierno. La idea de una civilización venusiana, pues, ya no es científi-
ca. Pero, ¿convierte eso a los relatos sobre venusianos en fantasía, dado que su principal premisa
ya no es admisible? No, porque en su momento fueron concebidos como ciencia ficción y ya
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forman parte de esa tradición literaria. Ni al más purista se le ocurriría sugerir que esos relatos
deban ser degradados y expulsados del canon.
La space opera, el humor o los relatos cuyas ideas científicas han quedado obsoletas son solo
tres ejemplos de que cuando la ciencia ficción empezó a ser acotada con vocación enciclopédica
en los años cuarenta y cincuenta sus ramificaciones eran ya inabarcables para cualquier defini-
ción breve. Sí, las definiciones breves están ahí y yo mismo las he usado (y las seguiré usando
cuando lo requiera la ocasión), pero son herramientas de análisis, no etiquetas indelebles con las
que trazar una taxonomía inamovible. Los relatos no son elementos químicos y no se los puede
situar en una tabla periódica. Algunos relatos son especulación científica, otros son fantasía, y
otros muchos basculan conteniendo elementos de lo uno y de lo otro sin que resulte evidente qué
es lo que predomina. Pero no hay problema: la ciencia ficción es lo bastante amplia como para
contenerlo todo.
Antes comparaba a la ciencia ficción y la fantasía con Talos y Medea, como un constante estado
de guerra entre la máquina y la magia. En realidad ese estado de guerra solo existe para quien se
empeñe en reducirlo todo a etiquetas cerradas. Ciencia ficción y fantasía son dos géneros distin-
tos, sí, pero, como en un diagrama de Venn, comparten cierta cantidad de elementos y la fronte-
ra es tan difusa como pueda serlo la frontera entre la comedia y el drama. De hecho hay relatos
que podrían ser incluidos en ambos géneros a la vez. Al final, el que sean calificados de una ma-
nera u otra dependerá de la tradición. Las definiciones enciclopédicas son útiles, y deben ser úti-
les como lo son las tarjetas de una biblioteca: nos indican cómo encontrar lo que estamos bus-
cando, pero la definición de eso que estamos buscando, en realidad, nunca cabrá dentro de una
tarjeta.

III. LOS ALIENÍGENAS

H. G. Wells dirigiendo la emisión radial de La guerra de los mundos, narrada por Orson Welles (1938)
La literatura fantástica, durante buena parte de su historia, ha tratado sobre los propios seres hu-
manos. Queriendo o sin querer, cuando describía seres extraños estaba hablando en realidad de
quiénes somos; de cómo pensamos, nos comportamos y nos organizamos. Se describían los es-
cenarios más disparatados en los universos más raros y distantes, pero era muy difícil que la
imaginación humana se despegase del espejo.

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Los seres mitológicos nacían desde nosotros por semejanza o por oposición. Dioses, ángeles, de-
monios y monstruos eran construcciones derivadas de la naturaleza humana, ya fuese imitándola
o intentando diferenciarse lo más posible de ella mediante la extravagancia. Era la «metáfora del
vecino»: usted oye ruidos en la casa de al lado, que creía abandonada, e imaginará que allí hay
seres humanos, o quizá monstruos o fantasmas, pero siempre entidades imaginadas a partir del
mundo real y mitológico que usted ya conoce. Lo difícil para la literatura fantástica y la mitolo-
gía era concebir a los otros, los que pueden han emergido de manera independiente bajo las mis-
mas leyes físicas, existiendo por sí mismos sin relación alguna de parentesco con nosotros y
nuestro mundo.
El alienígena como lo concebimos hoy —una especie surgida y evolucionada de manera inde-
pendiente desde cero— fue una de las verdaderas novedades que la ciencia ficción aportó al
mundo. Ninguna otra disciplina ha especulado tanto sobre el asunto de la vida extraterrestre. Es
verdad que, desde hace milenios, la fantasía y la filosofía pensaban sobre posible vida inteligen-
te en otros rincones del cosmos, pero aquellos antiguos extraterrestres eran poco más que una
extensión más de la imaginería mitológica, aún incapaz de separarse de lo humano. Todavía no
existían las herramientas científicas con las que entender el fenómeno de la vida, por más que
algunos pensadores, en especial los atomistas griegos y sus herederos, demostraran una aguda
intuición incluso disponiendo de muy escasa o nula información científica fiable.
Hoy gozamos de una mucho mayor comprensión sobre los fenómenos biológicos y hemos em-
pezado a especular con mucho mayor fundamento sobre cómo podrían ser los otros. Seguimos
sin saber nada con certeza y no conocemos otro ejemplo de vida inteligente más allá de la que
ha surgido en nuestro propio planeta, pero eso no ha impedido que la ciencia ficción haya des-
crito cientos, miles de civilizaciones diferentes. Si algún día descubrimos una inteligencia extra-
terrestre, lo más probable es que en alguna novela o en alguna página olvidada de alguna vieja
revista de ciencia ficción encontremos un antecedente que se le parezca. Será muy difícil que se
aparezcan como no los hayamos imaginado ya, pues de tantas maneras se ha tratado el asunto en
la ciencia ficción. Lo raro sería ver aparecer unos alienígenas que no recordasen a los de algún
relato de los últimos ciento cuarenta años.
Empecemos por el principio: para suponer que la vida ha surgido en otros planetas no se necesi-
ta un conocimiento astronómico o biológico moderno. La confirmación de que existen planetas
más allá del sistema solar no se produjo hasta 1992, pero la idea era acariciada desde la Antigüe-
dad. Aunque los tabúes religiosos solían exigir la consideración de la humanidad como una
creación especial situada en el centro del universo, nunca hubo elaboraciones racionales que de
manera lógica condujesen a negar la posible existencia de civilizaciones extraterrestres. Varios
filósofos griegos, en especial los atomistas como Leucipo, Demócrito y Epicuro, creían en la
multiplicidad de «universos» (hoy diríamos «sistemas estelares») provistos de mundos con suelo
firme, agua líquida y aire limpio, capaces de albergar vida. Aunque la Luna era el más firme
candidato; los pitagóricos, por ejemplo, especulaban con la presencia de habitantes en nuestro
satélite; Plutarco recogería esa especulación y el satírico Luciano de Samósata la usaría para
trazar una descripción de los selenitas tan extravagante que él mismo la consideraba «una impo-
sibilidad», aunque leída hoy es muy interesante por conceptos como el «zumo de aire», que re-
cuerda a las actuales botellas de oxígeno.
Ya fuese descrita con seriedad o con humor, la noción de vida extraterrestre no era ninguna lo-
cura para los intelectuales materialistas, que la consideraban una consecuencia lógica de las ca-
racterísticas físicas que le suponían al universo. Pero, como en otras nociones cosmológicas
avanzadas, fueron Aristóteles y Platón quienes opusieron sus prejuicios a aquella idea, con un
éxito duradero. El carácter único de la civilización humana fue uno de los varios tabús filosófi-
cos de la escuela platónica que el cristianismo medieval recogió por conveniencia religiosa, aun-
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que nadie fue capaz de elaborar una justificación sostenible de la posición del ser humano como
único centro del universo, desmentida por cualquier análisis lógico y no ideológico.
La literatura fantástica medieval en el ámbito árabe o en la India, China y Japón, seguía jugue-
teando con los extraterrestres como entidades de ficción no mitológicas. En lo fundamental, la
aproximación era parecida en todos esos lugares y había cambiado poco desde la Antigüedad:
reproducciones imaginarias de las estructuras humanas como reinos, ejércitos, etc. Fantasía ino-
cua, siempre que no pretendiese subvertir los dogmas religiosos y los tabús sociales. En Europa
fue la germinación de la astronomía moderna entre los siglos XVI y XVII lo que puso a la de-
fensiva a quienes se empeñaban en mantener un concepto antropocéntrico del universo que, al
menos en el ámbito intelectual, estaba condenado a una lenta extinción. De hecho, algunos de
los más celosos defensores de la ortodoxia confesional reconocían la amenaza que la astronomía
suponía para la cosmovisión cristiana. Las preguntas que emergían al volver a considerar la po-
sibilidad de otros mundos habitados eran muy incómodas: ¿hubo también Adanes y Evas en
aquellos mundos? ¿Eran los extraterrestres portadores del pecado original? ¿Había visitado Je-
sús otros planetas para protagonizar un similar sacrificio destinado a hacer perdonar ese pecado
original? Y, de haberse encarnado Jesús en extraterrestre varias veces en varios mundos, ¿signi-
ficaba que su crucifixión y resurrección en la Tierra no había sido una intervención especial en
favor de los hijos predilectos de Dios, sino uno de tantos procedimientos rutinarios? Preguntas
que, por descontado, carecían de respuesta y agravaban las dudas. De repente (o quizá cabría de-
cir que una vez más desde los antiguos griegos), el forzoso carácter único del ser humano ya no
solo era difícil de justificar, sino que chocaba con todo análisis lógico de la realidad.
En el siglo XVII se produjo la primera explosión de los extraterrestres literarios en la era de la
astronomía moderna. Eran obras que todavía etiquetamos como fantasía, pero que mostraban al-
gunas características de lo que podemos llamar «proto-ciencia ficción». En especial, retomaron
la antigua preocupación de los filósofos materialistas griegos por los hipotéticos habitantes de la
Luna. El astrónomo alemán Johannes Kepler describía en su relato Somnium la visita onírica a
una Luna repleta de construcciones. En Les estats et empires de le Lune, Cyrano de Bergerac
describía con sorna a sacerdotes lunares que sometían a procesos inquisitoriales a quienes se
atrevían a afirmar que la Tierra estaba también habitada. El obispo e historiador inglés Francis
Godwin escribió The Man on the Moone, en la que un hombre fabricaba una máquina para via-
jar a la Luna, habitada por gigantes (el protagonista de la novela, por cierto, era un español que
había huido de nuestro país para evitar el castigo por, cómo no, haberse batido en duelo). Estos
autores describían a los selenitas de manera no muy distinta a los autores grecorromanos y de-
bían bastante a las especulaciones de los pitagóricos y los satíricos, pero gracias a la invención
del telescopio se mostraban mucho más seguros sobre la razonable posibilidad de que en otros
mundos hubiese habitantes inteligentes y, por tanto, instituciones similares a las humanas: Esta-
dos, religiones, ejércitos, comercio, etc.
Antes del siglo XIX, este concepto antropomórfico de los extraterrestres era el predominante
porque no existían armas intelectuales para concebir otro. Es decir, sí podían concebirse aliení-
genas extravagantes no antropomórficos, pero no como construcciones filosóficas, sino como
ocurrencias que se situaban más en el terreno de lo cómico o de lo metafórico (y, en cualquier
caso, de lo considerado insensato). Faltaba una justificación científica para que la imaginación
humana empezase a ser capaz de diversificar en serio su visión sobre las hipotéticas criaturas
extraterrestres. Esa justificación, claro, la aportó la teoría de la evolución de las especies me-
diante selección natural. Charles Darwin popularizó una nueva perspectiva sobre la biología: la
vida ya no era estable, las especies animales y vegetales podían aparecer, cambiar e incluso des-
aparecer según lo adaptadas que estuviesen a las exigencias del entorno. Entre esas exigencias

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se encontraba la competición contra sus propios congéneres y contra las especies que buscaban
explotar el mismo nicho ecológico, así como contra los depredadores.
La obra magna de Darwin, Sobre el origen de las especies, apareció en 1859. No fue el único
impulso para el despegue de la ciencia ficción como nuevo género, pero sí uno de los principa-
les. Antes ya existían algunos relatos prototipo. El primero, Frankenstein o el moderno Prome-
teo de Mary Shelley, había sido publicado décadas antes que el trabajo de Darwin, pero como
es obvio no hablaba de alienígenas. En realidad, sin la explosión darwiniana la historia de la
ciencia ficción hubiese sido muy distinta. Cinco años después de El origen de las especies, el as-
trónomo y divulgador francés Camille Flammarion publicó Les Mondes imaginaires et les
mondes réels, que describía de manera especulativa formas de vida alienígenas que podrían ha-
ber evolucionado en entornos extraterrestres.
En 1888, los hermanos belgas Joseph Henri Boex y Séraphin Justin Boex, que escribían bajo
el pseudónimo conjunto J. H. Rosny, publicaron la novela corta Les Xipéhuz, la primera des-
cripción de una «guerra evolutiva» entre seres humanos prehistóricos y una extraña forma de
vida invasora, los llamados «Xipéhuz», que eran cristales vivientes que se multiplican por milla-
res, ocupando todo un bosque y amenazando con extenderse por el resto del planeta. La novela
describe una campaña de desgaste en la que los clanes humanos tienen que aliarse para rodear a
los Xipéhuz y vencerlos por puro agotamiento de sus energías y recursos. La idea de evolución
paralela ya permitía imaginar extraterrestres muy diferentes a los humanos concebidos con crite-
rios científicos, nacimiento del alienígena como lo concebimos hoy y una completa novedad en
la ficción.
Los hermanos Boex fueron los pioneros en el retrato de una especie invasora que amenaza la
existencia humana en una guerra que ya no es política, como sucedía en la literatura fantástica
anterior, sino biológica. Esta tendencia alcanzó la cúspide diez años después con La guerra de
los mundos de H. G. Wells. Los alienígenas ya no aparecen como reinos o imperios que buscan
colonizar otros mundos a la manera en la que los europeos colonizaban otros continentes, sino
especies enteras que tratan de expandir su hábitat y obtener nuevos recursos a costa de otras es-
pecies.
Esta distinción puede parecer tan sutil que parece que hablamos de lo mismo, porque el colonia-
lismo también busca obtener territorios y recursos, pero si lo pensamos bien se describen dos
modelos de universo: un universo moral (o inmoral) y otro universo amoral. El colonialismo eu-
ropeo sucedía en un contexto moral o inmoral, dependiendo de quien opinase, porque encontra-
ba oponentes incluso dentro de las propias potencias coloniales. Desde Bartolomé de las Casas
a Joseph Conrad, encontramos voces que cuestionaron el colonialismo porque las poblaciones
indígenas sometidas, aun cuando vistas como «salvajes», no dejaban de estar compuestas por se-
res humanos. En la ciencia ficción de finales del XIX, sin embargo, nos empezaron a hablar de
especies alienígenas que no veían a los humanos como congéneres, ni como dignos de conside-
ración moral alguna. Los humanos eran, para esos seres alienígenas de H. G Wells, una simple
molestia a eliminar, como las ratas en un granero lo son para los humanos. Les Xipéhuz o La
guerra de los mundos iban más allá de la metáfora colonial y describían algo mucho más básico:
una competencia darwiniana por completo amoral.
En la ficción, pues, el proceso de destronamiento del ser humano como centro de la creación se
había completado. En un universo sin más Dios que la biología y las leyes físicas, la raza huma-
na era potencial víctima de invasores externos que no sentirían hacia ella mayor simpatía u obli-
gación moral de la que los humanos sienten hacia las hormigas. De manera paralela, la vida ex-
traterrestre aparecía deshumanizada y las criaturas extrañas —cristales vivientes, seres con ten-

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táculos— ya no eran exageraciones teatrales de características humanas o animales, sino especu-
laciones apoyadas en la vanguardia científica del momento.
La guerra de los mundos, quizá la novela de ciencia ficción más importante de todos los tiem-
pos, supuso un punto de inflexión también por otros motivos. No inventó la idea del alienígena
invasor de aspecto extraño, que como hemos visto ya había sido usada con anterioridad, pero sí
introdujo varios conceptos revolucionarios. Para empezar, les dio a los marcianos una motiva-
ción realista por la que invadir la Tierra, puesto que su propio mundo estaba quedándose sin re-
cursos. No había imperialismo político o comercial de por medio; se trataba de una invasión
provocada por la mera necesidad de supervivencia. El libro también conformó lo que hoy llama-
mos «ciencia ficción apocalíptica», expandiendo la escala de los sucesos hasta una invasión ge-
neralizada y describiendo una sociedad humana tan aterrorizada por el avance marciano que ter-
minaba sumida en el más completo desorden. Además, trazando un paralelismo con el cine, H.
G. Wells también desarrolló los «efectos especiales» asociados a los marcianos: trípodes robóti-
cos, rayos destructores, ataques químicos, etc.
Por si fuera poco, utilizó otros descubrimientos científicos, como la microbiología, para afirmar
que las especies inteligentes no son dueñas de su propio destino, sino que forman parte del en-
tramado ecológico hasta las últimas consecuencias. Los poderosos marcianos de Wells, cuando
ya están a punto de extinguir a la humanidad, perecen por culpa de los microorganismos terríco-
las, para los que sus cuerpos carecen de defensas. Dicho de otro modo: los humanos ya no son el
centro de la creación, pero los marcianos tampoco. Son igual de vulnerables. Los seres inteli-
gentes no gozan de mayor tutela divina que los insectos, los peces o las plantas. Gracias a todo
esto, La guerra de los mundos se convirtió en el texto fundacional del moderno concepto de
alienígena y su influencia fue, y sigue siendo, omnipresente en la ciencia ficción. Poco después
Wells haría popular otra imagen de los alienígenas como seres parecidos a insectos, gracias a
Los primeros hombres en la Luna.
El escritor inglés también ayudó a diseñar una imagen de los alienígenas que, aunque no se im-
plantaría hasta décadas después, hoy es omnipresente: los grises, seres humanoides de miembros
atrofiados, cabeza enorme sin orejas ni vello, ojos grandes, etc. En principio esta imagen no fue
concebida como representación de seres de otros mundos, sino como una posible evolución fu-
tura de la raza humana. Wells y otros autores, entreteniendo una versión un tanto ingenua de la
evolución, pensaban que, al disponer de máquinas, la raza humana dejaría de precisar fuerza fí-
sica y se centraría en tareas intelectuales y visuales, lo cual produciría una debilitación del cuer-
po y un aumento tanto de la capacidad craneal como del volumen relativo de los ojos. Esto igno-
raba que, una vez alcanzada la era tecnológica, la evolución humana no tiene por qué seguir los
patrones de la selección natural (el concepto de selección artificial todavía no estaba asentado en
la mente de los visionarios decimonónicos), pero era la imagen más razonable que se podía con-
cebir en la época. Ese retrato del humano superavanzado no cuajó en la ficción hasta que fue
reutilizado para imaginar razas tecnológicas del cosmos.
En cualquier caso, Wells consolidó al extraterrestre como amenaza. A su estela aparecieron un
sinnúmero de criaturas que, en su mayoría, eran variaciones y combinaciones de formas de vida
terrestres. Un enfoque que puede parecer poco original comparado con los cristales de los her-
manos Boex, pero que era el que mejor seguía los patrones lógicos de la evolución como era en-
tendida por entonces. Si la vida surgía en otro planeta, tendría parecidas necesidades y encontra-
ría parecidos obstáculos a los de la vida terrícola, así que, según las leyes evolutivas, generaría
soluciones similares. Si ayuda a sobrevivir el poder percibir objetos a distancia (comida, depre-
dadores, etc.), la vida extraterrestre también desarrollaría ojos, narices, oídos, o sus equivalen-
tes. Patas para correr, o alas para volar, y brazos para agarrar cosas. Boca para comer. Y un ce-

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rebro para pensar. Y sexos, dos o quizá más, para reproducirse. Los alienígenas quizá pondrían
huevos o pasarían por estados larvarios.
Por descontado, muchos de aquellos alienígenas serían solo criaturas llamativas diseñadas para
atraer a niños y adolescentes (cada vez más, los principales consumidores del género), con crite-
rios más orientados hacia la espectacularidad de las ilustraciones de las portadas que hacia el se-
guimiento de principios evolutivos. Aun así, solían entrar dentro de los parámetros considerados
«razonables». También estaban los alienígenas al estilo de H. P. Lovecraft, que iban desde lo
convencional en la época (diversos tipos de hibridación: tentáculos, escamas, etc.) hasta lo abs-
tracto y acientífico. Lovecraft no era un autor de ciencia ficción como tal, así que no estaba
preocupado por las leyes evolutivas, salvo para desarrollar su particular y poco edificante con-
cepto de la eugenesia. Sus criaturas cósmicas eran más bien monstruos de pesadilla, no produc-
tos darwinianos. Aun así, fueron muy importantes para la ciencia ficción, ayudando a expandir
el concepto wellsiano de un cosmos amoral sin un Dios diseñador de vida, que hoy es algo cen-
tral en cualquier especulación sobre la vida en otros puntos del espacio. En otro giro paradójico,
el mundo mágico de Lovecraft, propio de la literatura fantástica, se convirtió en un precedente
—aunque él no podía saberlo— de otro mito mucho más reciente de la ciencia ficción: el «visi-
tante interdimensional».
A finales de los años treinta los Estados Unidos eran ya la meca de la ciencia ficción. Daba co-
mienzo la «edad de oro» del género, que vendría marcada por lo que iba sucediendo en la men-
talidad colectiva estadounidense. Aunque aún era una sensación sorda en el ambiente, la noción
de «guerra evolutiva» comenzaba a tomar forma como algo que no solo pertenecía a la ficción.
Un detalle significativo: el famoso «pánico colectivo» provocado por la adaptación radiofónica
que Orson Welles hizo de La guerra de los mundos tuvo lugar en 1938, muy poco antes del es-
tallido de la Segunda Guerra Mundial. Aunque la magnitud del pánico fue exagerada por la
prensa de entonces (y por la posterior), eso es lo de menos: la sola ocurrencia de la anécdota
ilustra que el mundo vivía ya en un estado de tensión prebélica. Incluso los más voluntariosos
optimistas, que habían soñado con una domesticación espontánea del régimen de Adolf Hitler,
estaban abriendo los ojos a la realidad. Los Estados Unidos, de tendencia no intervencionista, no
se veían aún en guerra, pero habían empezado a compartir la preocupación de los europeos. Una
buena muestra del cambio de actitud sucedido en apenas meses fueron los dos combates por el
título mundial de boxeo entre Joe Louis y el alemán Max Schmeling, celebrados en territorio
estadounidense en 1936 y 1938. En el primer combate, de 1936, el racismo había podido más
que las banderas y los espectadores americanos presentes en la velada (blancos en su mayoría)
habían apoyado al púgil alemán frente a su propio compatriota Joe Louis, que era negro. La
«simpatía racial» hacia los nazis no era rara en Norteamérica. Dos años más tarde, sin embargo,
Joe Louis se había convertido en un héroe de la democracia frente al representante del peligroso
régimen nazi.
En 1938, el potencial maligno del nazismo aún no era conocido en toda su extensión, pero em-
pezaba a quedar claro que era una amenaza distinta. Hasta entonces, la colonización europea de
otros continentes había parecido una consecuencia inevitable, aunque no necesariamente desea-
ble, del curso natural de la Historia. El súbito avance tecnológico europeo había permitido que
un pequeño puñado de naciones ejerciese su dominio sobre todo el planeta. Las personas razo-
nables de Europa criticaban el colonialismo aún imperante, pero incluso ellas entendían que en
el pasado hubiese sido imposible evitar aquel proceso nacido de la superioridad tecnológica y
que lo mejor era intentar corregirlo como se pudiese, sobre la marcha.
Los nazis, sin embargo, amenazaban con aplicar sus teorías eugenésicas a la propia población
europea. Es verdad que las limpiezas étnicas y los pogromos no eran algo nuevo en nuestro con-
tinente (ni en ningún otro), pero lo que sí era inédita la sistematización ideológica de la opresión
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—y luego se supo que exterminio— de poblaciones enteras, así como el descaro con el que la
ideología oficial del gobierno alemán lo justificaba mediante una delirante «ciencia racial». La
superioridad tecnológica, pues, ya no era una explicación para el posible exterminio: los judíos
europeos, por ejemplo, contaban entre los suyos a varios de los mayores talentos científicos, li-
terarios y artísticos de la época, amén de un sinnúmero de profesionales reputados en muchas
otras ramas. Eso no impidió que los nazis los considerasen «seres inferiores». Al finalizar la Se-
gunda Guerra Mundial, cuando se conoció la magnitud de la barbarie de los campos de extermi-
nio, hasta la propaganda de los aliados resultó haberse quedado corta en su caracterización de
los nazis como villanos. Para colmo, la detonación de dos bombas atómicas sobre Japón, una de
las naciones más industrializadas del mundo, terminó de demostrar que el poder destructor de
las nuevas tecnologías trascendía la agresión colonial. Ya no se trataba de impedir que los go-
biernos europeos subyugasen otros continentes: se trataba de impedir que la humanidad se des-
truyese a sí misma.
Todo esto tuvo un efecto inmediato sobre la ciencia ficción y su concepto de los alienígenas.
Desde el principio del siglo XX se habían publicado relatos que daban la vuelta a la invasión
marciana de Wells, haciendo que fuesen los humanos quienes invadían otros mundos. Pero
aquellos relatos no habían dejado de ser una variación oportunista de las tendencias literarias.
Con la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, el propio ser humano se convirtió a ojos de sí
mismo en el peor invasor concebible. Dicho de otro modo: los marcianos de H. G. Wells no ha-
bían sido peores que los nazis. Sus rayos caloríficos no habían sido más destructivos que las
bombas atómicas.
Antes de la guerra, cuando la ciencia ficción había tratado el asunto de la maldad humana, solía
hacerlo en forma de relatos distópicos, o bien sobre científicos locos o sectas malvadas. En cual-
quier caso, representaciones de la maldad cotidiana que los hombres ejercen sobre sus semejan-
tes, exacerbada durante la Primera Guerra Mundial. Pero la Segunda había traspasado todos los
límites. La ciencia ficción empezó a considerar que la raza humana podía ser un peligro incluso
para los propios alienígenas. En 1945, por ejemplo, la novela corta First Contact del estadouni-
dense Murray Leinster describía la desconfianza mutua entre la raza humana y una raza aliení-
gena; aunque ninguna de las dos tiene afán bélico y acaban intercambiando tecnología, se nie-
gan a revelar la ubicación de sus respectivos mundos de origen para evitar destruirse. Aunque
sobre el papel y pese a sus diferencias ambas razas comparten ciertos valores y deseos de paz, la
Segunda Guerra Mundial acababa de demostrar que las declaraciones de buenas intenciones no
son garantía de nada. El ex primer ministro británico Neville Chamberlain había agitado son-
riente un acuerdo firmado por Hitler: unos pocos años después, millones de personas habían
muerto de formas horribles, como si aquella firma jamás se hubiese estampado. La desconfianza
se convirtió en un nuevo leitmotiv en las historias de alienígenas.
La Guerra Fría contribuyó a acentuar esta tendencia hacia la desconfianza; los nazis habían sido
vencidos, pero las frecuentes noticias sobre espionaje y la supuesta infiltración entre las dos su-
perpotencias, EE.UU. y la Unión Soviética contribuyeron a la paranoia colectiva, que empezó a
ser expresada de maneras muy sorprendentes. Esta vez no todo se originaba en la literatura; el
folklore popular ideó sus propios extraterrestres. 1947 marcó el inicio de la «era OVNI» cuando
el piloto Kenneth Arnold describió unas naves que se desplazaban como «platillos sobre el
agua». Para la gente más crédula, esto indicaba que las astronaves alienígenas nos visitaban con
sigilo, a modo de aviones o submarinos espía, sin comunicarse con nosotros y con intenciones
muy dudosas. El supuesto estrellamiento de una de esas naves cerca de la población de Roswell
contribuyó a extender esta nueva mitología, en especial gracias a la torpe gestión informativa
que el ejército estadounidense hizo del asunto.

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La paranoia en ambas direcciones se apoderó de la ciencia ficción y sus alienígenas. En 1951, el
cine adaptó el relato corto Farewell to the Master de Harry Bates, que había sido publicado en
1940, aunque la película añadía un mensaje contra la proliferación nuclear y sobre todo descri-
bía una galaxia cuyos habitantes estaban preocupados por el carácter agresivo de la raza huma-
na. En el sentido opuesto, y también en 1951, Robert A. Heinlein publicó The Puppet Masters
(«Amos de títeres»), novela que popularizó el concepto de «invasión silenciosa». Los nuevos in-
vasores extraterrestres ya no declaraban una guerra abierta, sino que actuaban como parásitos
controladores de la voluntad. Disfrazados, simulando ser como nosotros, aguardaban la ocasión
de hacerse con los resortes del poder. Poco después, Jack Finney escribió The Body Snatchers,
que iba en la misma línea y cuya adaptación cinematográfica (y otras películas que se estrenaron
poco después) conseguirían grabar este concepto del invasor silencioso en las retinas del públi-
co. Las sucesivas «generaciones» de extraterrestres, con todo, no sustituían a las anteriores. En
la ficción había sitio para todas ellas, como probaba el repetido impacto de La guerra de los
mundos: triunfal en 1898 y polémica en 1938, fue adaptada de nuevo —esta vez a la pantalla—
en 1953.
En la vida real, la paranoia anticomunista degeneró en el auge del senador Joseph McCarthy.
Sus excesos resultaron contraproducentes porque, hacia finales de los cincuenta, la opinión pú-
blica estadounidense empezó a resentirse con el recorte de libertades, sobre todo la libertad de
expresión. El desencanto público fue agudizado en los sesenta con los magnicidios, la guerra del
Vietnam y las tensiones raciales. Los estadounidenses de a pie seguían sin querer que la Unión
Soviética dominase el mundo, pero ahora eran mucho más conscientes de los fallos de su propio
sistema. Los ciudadanos soviéticos ya no eran vistos como extraños amenazantes, sino como
personas normales, víctimas de las imperfecciones de su propio gobierno. Incluso el cine empe-
zó a humanizarlos, baste ver en la comedia de 1966 The Russians Are Coming, the Russians Are
Coming («¡Que vienen los rusos!»), donde se narraba la llegada de un submarino soviético a la
costa estadounidense, incluyendo la tierna historia de amor, impensable en Hollywood diez años
atrás, entre una jovencita americana y un soldado ruso.
Este nuevo sentimiento de simpatía por la condición humana del enemigo fue otra de las tenden-
cias sociales que se contagió a la ciencia ficción. Se manifestaba, por ejemplo, en una serie
como Star Trek, donde el enemigo no era humano, pero, con buena voluntad, quizá podía dejar
de ser el enemigo. En cualquier caso, el desencanto generalizado no ya solo hacia la humanidad,
sino hacia sus líderes, produjo el surgimiento de dos oleadas nuevas de alienígenas. O no tan
nuevas, pues llevaban en vigor desde principios de los cincuenta. Por un lado estaban los guías
cósmicos, última esperanza para una humanidad incapaz de manejarse por sí misma; eran, en úl-
tima instancia, los sustitutos de la divinidad. Como los líderes humanos no eran modelos de con-
ducta, solo cabía esperar que sí lo fuesen los habitantes de mundos más avanzados que el nues-
tro. El mejor ejemplo de este enfoque son las historias de Arthur C. Clarke, desde El fin de la
infancia en los cincuenta hasta 2001: Una odisea del espacio en los sesenta, en las que una raza
humana limitada en lo biológico y tecnológico es rescatada, aunque casi siempre a cambio de un
precio (el coste de la madurez), por inteligencias superiores venidas del espacio. Por otra parte
estaban los alienígenas como víctimas inocentes de la estupidez humana. Ya en 1950 Ray Bra-
dbury había tratado este tema en la antología de relatos Crónicas Marcianas, una metáfora so-
bre el colonialismo. En 1963, la novela El hombre que cayó a la Tierra de Walter Tevis conta-
ba las desventuras de un desdichado alienígena que tenía la mala suerte de elegir nuestro planeta
para intentar salvar a los suyos, topándose con la cerrazón de los humanos y la imbecilidad supi-
na de instituciones como el FBI y la CIA.
Un enfoque interesante es el de la ciencia ficción del este de Europa. Tras el Telón de Acero, la
ciencia ficción imitaba con frecuencia a la occidental, pero también surgían corrientes propias
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que se caracterizaban por un elevado contenido filosófico. Dado que en los países comunistas la
especulación filosófica era desdeñada o, dependiendo del tema, incluso prohibida en los círculos
académicos serios, la ciencia ficción se convertía en un vehículo para la reflexión filosófica ca-
muflada. Esto produjo ejemplos notorios de complejidad en el tratamiento de los alienígenas;
dos de los más notorios, de hecho, se hicieron populares en occidente gracias a las adaptaciones
cinematográficas de un mismo director, Andrei Tarkovski (adaptaciones que en realidad eran
muy libres, pero que sirvieron de buena publicidad para los originales). Ambas obras literarias
destacan por una temática común: la incomprensión entre especies inteligentes. La novela
Solaris, del polaco Stanislaw Lem, se centraba en científicos humanos que estudian un extraño
planeta cubierto por un océano inteligente capaz de adentrarse en la psique de quienes se acer-
can a su órbita, aunque sin que parezca evidente cuál es su propósito. Aún más incomprensibles
son los alienígenas del relato Picnic junto al camino, de los hermanos rusos Arkady y Boris
Strugatsky. Tras aterrizar en diversos lugares de nuestro planeta —al parecer como mero des-
canso en su camino—, los alienígenas se marchan sin haber interactuado con los terrícolas, por
quienes no muestran el menor interés. Eso sí, dejan tras de sí su «basura», que para los humanos
resulta ser un alucinante compendio de artefactos provistos de asombrosos poderes que nunca
llegan a entender.
Aunque las adaptaciones de Tarkovski modifican en aspectos muy importantes el sentido de los
relatos originales, sirvieron para demostrar a los occidentales que la ciencia ficción de allende el
Telón de Acero también tenía cosas que decir. Muchos escritores occidentales habían especula-
do en torno a la dificultad de entendimiento con los alienígenas (a veces con inolvidable sentido
del humor, como en aquel relato donde llegaba a la Tierra, en la época del Salvaje Oeste, un
alienígena con forma de burro), pero rara vez con la profundidad de Lem o los Strugatsky. Los
autores polacos y soviéticos parecían preocupados por la imposibilidad de conocer al otro, al ex-
traño. Esto se debía al carácter filosófico de la ciencia ficción del este, pero también a su aisla-
miento. Los aficionados de la URSS y los países comunistas leían con avidez ciencia ficción oc-
cidental, pero no pocas veces tenía que ser de manera clandestina.
En los años sesenta y setenta, siguiendo la idea del alienígena gurú, se popularizó por fin la figu-
ra del «gris», que como ya hemos visto provenía de la imagen de humano superevolucionado de
principios del siglo XX. Dos de las películas más populares de 1977, Encuentros en la tercera
fase y La guerra de las galaxias, mostraban a «grises» en varias escenas. En el contexto general
de la mitología popular, sin embargo, el gris pasó de ser una idealización de lo que la humani-
dad podría llegar, a ser un agente de pesadilla, un secuestrador de seres humanos. El fenómeno
de las «abducciones» (en origen, mala traducción de un término inglés para «secuestro») era,
como el de los platillos volantes, un producto híbrido entre la ciencia ficción y la habladuría po-
pular. Un ejemplo famoso fue el libro (publicitado en su día como «no ficción», para quien qui-
siera creérselo) Communion: A True Story de Whitley Strieber, publicado en 1987. Para enton-
ces, casi todas las categorías de alienígenas habían sido ya descritas por la ciencia ficción. Lo
que ha venido después han sido variaciones
Lo que no se extinguirá son las preguntas ¿quién es el otro? ¿Cómo es el otro? Porque no lo sa-
bemos y quizá no lo sepamos nunca, pero mientras esas preguntas no tengan respuesta la ciencia
ficción continuará teniendo terreno inexplorado por el que adentrarse.

22
IV. INTELIGENCIA ARTIFICIAL
¿Qué clase de criatura será la que suceda al hombre en la supremacía de la Tierra? A
menudo hemos oído debatir este asunto, pero parece que nosotros mismos estamos
creando a nuestros sucesores. A diario, incrementamos la belleza y delicadeza de su or-
ganización física. A diario, les damos un mayor poder y la suplimos con toda clase de
ingeniosos artefactos que se autoregulan, un poder autónomo que será para ellas lo que
el intelecto ha sido para la raza humana. En el transcurso de las épocas nos encontrare-
mos con que nosotros somos la raza inferior. (Darwin entre las máquinas, Samuel Bu-
tler, 1863)
CUARTO ROBOT: —¡Dinos el secreto de la vida! ¡Tu silencio puede ser castigado con
la muerte! (R.U.R., obra teatral de Karel Capek, de donde procede el término «robot»)

De la película Her (2013) de James Gray

En sus brevísimo relato breve “La respuesta”, el escritor estadounidense Fredric Brown cuenta
cómo, reunidos los mejores científicos del universo conocido, bajo la ansiosa mirada de los es-
pectadores de todas las galaxias habitadas, ponen en marcha la computadora más potente jamás
creada. Una vez encendida, procesará el conocimiento acumulado en las redes cibernéticas de
noventa y seis mil millones de planetas. Su potencia intelectual será tan enorme que sus diseña-
dores confían en que pueda resolver los grandes misterios del cosmos. Misterios que, hasta ese
preciso momento, parecían inalcanzables. En una solemne ceremonia, la computadora es encen-
dida y uno de los científicos le formula la primera de las preguntas que la humanidad tiene para
ella: «¿Existe Dios?»… La computadora responde: «Ahora sí».
Fredric Brown es conocido por ser el maestro de la vertiente satírica de la ciencia ficción (si
tienen ocasión, lean su agudísima novela Marciano, vete a casa, que describe uno de los escena-
rios apocalípticos más originales y sorprendentes del género). Su relato «La respuesta» es extre-
madamente breve, pues no llega a las trescientas palabras, pero ha resultado ser uno de los más
influyentes sobre las sucesivas descripciones literarias y cinematográficas de la inteligencia arti-
ficial. Los lectores de Guía del autoestopista galáctico habrán reconocido una clara referencia al
relato de Brown; en la novela de Douglas Adams, una supercomputadora reflexiona sobre «el
sentido de la vida, el universo y todo lo demás» y ofrece una respuesta ininteligible: el sentido
de todo es «cuarenta y dos». Una broma, por otra parte, muy en el estilo de Brown.
En realidad, la influencia que «La respuesta» ejerció sobre la ciencia ficción fue mucho más rá-
pida, casi instantánea. En 1956, apenas dos años después de su publicación, Isaac Asimov escri-
bió «La última pregunta», que era un giro de tuerca sobre el relato de Brown. En el relato de
Asimov, los humanos crean una superinteligencia llamada Multivac que evoluciona durante tri-
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llones de años, sobreviviendo a sus creadores y a cualquier otra especie inteligente del universo.
Durante ese largo periodo, Multivac intenta encontrar una solución para la entropía, el proceso
que amenaza con llevar el universo hacia un completo caos y, finalmente, hacia la desaparición.
La superinteligencia evoluciona hasta transformarse en «AC», un ente capaz de manejar las le-
yes universales para refugiarse en el hiperespacio, lo cual le permite sobrevivir cuando el uni-
verso, como ella había previsto, colapsa. Tras quedarse sola en su propia dimensión, rodeada de
un absoluto vacío en el que no hay espacio ni tiempo, AC continúa reflexionando sobre la entro-
pía. Por fin, después de un periodo que es indeterminado puesto que ya no hay tiempo que me-
dir, AC encuentra la respuesta para el problema del caos. Ha resuelto el enigma de la entropía.
AC puede, por tanto, volver a crear un orden. Y pronuncia su primera frase después de trillones
de años de reflexivo silencio: «Hágase la luz».
Esta identificación de la inteligencia artificial con la divinidad era, por supuesto, un hábil recur-
so literario de Brown y Asimov, pero pone de manifiesto que ya en los años cincuenta estaba ex-
tendida la idea de que una mente consciente generada dentro de una máquina podría llegar a ex-
ceder, hasta límites que nadie se atrevía a precisar, las capacidades de la mente humana. Con
todo, por entonces era difícil imaginar las vías en que una mente artificial podría divergir de la
mente humana. Incluso la ciencia ficción acostumbraba a aferrarse a paralelismos entre ambas,
imaginando que la máquina desarrollaría sentimientos y preocupaciones similares a los nuestros
o que, por el contrario, sería nuestro polo opuesto y estaría desprovista de emociones. Era raro
que una inteligencia artificial fuese descrita de otra forma que como una imitación de lo huma-
no, o como un ente frío, lógico y mecánico. Eran los dos polos en que eran imaginadas las má-
quinas conscientes.
Antes de que la tecnología empezase a transformar una parte de la ficción convirtiéndola en
«ciencia ficción», la fantasía tradicional de occidente rara vez contemplaba la posibilidad de que
se pudiese crear una máquina dotada de una inteligencia comparable o superior a la humana.
Existían figuras no maquinales como la del golem, una criatura de barro a la que individuos de
particular sabiduría podían dotar de vida. Sin embargo, aunque el golem poseía personalidad
propia y era capaz, por ejemplo, de enamorarse o de realizar ciertos actos mágicos, su inteligen-
cia —orgánica— era limitada y rígida. Una vieja leyenda cuenta que un célebre rabino que vivió
en Praga en el siglo XVI, Judah Loew ben Bezalel, construyó un golem. La esposa del rabino,
Perele, quiso enviar al golem a buscar agua para la celebración de la pascua y le dijo: «Ve al río
y saca agua». El golem se dirigió al río Moldava y empezó a ejecutar la orden… de manera lite-
ral. Sacaba agua y más agua, sin parar, hasta que inundó la ciudad. La mitología acostumbraba a
reflejar la idea de que los seres creados por el ser humano poseían una inteligencia imperfecta
porque la creación perfecta era solo asequible para los dioses. La inteligencia no podía ser pro-
ducto de mecanismos maquinales, sino una cualidad insuflada por la presencia de algo similar al
espíritu.
Los autómatas, entendidos más como máquinas que como creaciones milagrosas, también estu-
vieron siempre presentes en la ficción, pero sus capacidades también solían ser descritas como
limitadas y dirigidas a una serie de trabajos concretos. A finales del siglo XVIII, las cortes euro-
peas cayeron rendidas ante el Turco, un supuesto autómata capaz de jugar tan bien al ajedrez
que casi ningún humano tenía esperanzas de vencerlo. El propio Napoleón se sintió fascinado
por el misterioso jugador mecánico, al que se enfrentó en algunas partidas que el emperador per-
dió. El Turco fue pasando de dueño en dueño durante exitosas giras que se prolongaron de 1770
hasta 1838. En 1854, el autómata fue destruido por el incendio del museo estadounidense en el
que estaba expuesto. El Turco, por supuesto, había sido un elaborado engaño; había sido mane-
jado desde el interior por seres humanos, un secreto bien guardado que una revista de ajedrez re-

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veló en 1857. Pero la atracción que había despertado ya desde el siglo anterior demuestra que ya
rondaba la idea de que una máquina pudiese producir pensamientos elaborados.
En 1859, menos de dos años después de que el secreto del Turco fuese revelado, Charles Da-
rwin sacudió el mundillo científico y filosófico con su libro Sobre el origen de las especies. En
1863, impresionado por el trabajo de Darwin, el escritor Samuel Butler publicó —bajo pseudó-
nimo, dado lo polémico de las hipótesis darwinianas— un artículo titulado Darwin entre las má-
quinas, donde se preguntaba si el progreso tecnológico no resultaría en la aparición de máquinas
inteligentes capaces de mejorarse a sí mismas y de evolucionar según leyes análogas a las de la
selección natural. La noción de que un intelecto complejo emergiese desde una estructura artifi-
cial había llegado para quedarse.
Casi un siglo después, en 1950, el matemático Alan Turing había diseñado una famosa prueba
cuyo propósito era el de comprobar si una computadora sería capaz de mantener un diálogo in-
distinguible del que mantendría un ser humano en su lugar, momento en el que podría especular-
se que esa máquina estaría pensando de manera análoga a un humano y, por lo tanto, que tendría
una inteligencia propia. Turing publicó la prueba defendiendo la tesis de que las máquinas po-
drían llegar a pensar de manera similar a nosotros. Solo cuatro años antes, Fredric Brown había
publicado «La respuesta».
A día de hoy, a pesar de lo que afirman de manera periódica algunos titulares sensacionalistas,
ninguna IA ha aprobado el test de Turing, pero esa es una cuestión cuya importancia es muy re-
lativa. Ya es obvio que, en algún momento, una computadora conseguirá simular la conducta
humana. Pero eso no significará, o no por necesidad, que posea una auténtica mente pensante.
Hoy, al contrario que en tiempos de Brown y Asimov, podemos imaginar una hipotética máqui-
na que imite el pensamiento humano en el nivel de una conversación compleja, aunque ella mis-
ma no posea una mente comparable a la humana y estuviésemos hablando de una magnífica si-
mulación más que de una verdadera inteligencia artificial con características cuasi humanas. Por
ejemplo, podría ejecutar ese «engaño» una máquina no inteligente que sortease el test de Turing
por la vía de la mera acumulación de información sobre la conducta humana y la aplicación
práctica de esa información mediante algoritmos.
Hoy son otras las preguntas que, más allá del que la IA sea capaz de mantener una conversación
«humana» o no, sugiere el posible advenimiento de una máquina consciente de sí misma, o al
menos capaz de pensar de manera independiente sobre el mundo que la rodea. La dicotomía de
la ciencia ficción clásica, la de mediados del siglo XX, hablaba de una mente artificial mecánica
y ordenada, la de las máquinas, frente a la mente emocional y hasta cierto punto caótica de los
seres humanos. Asimov, por ejemplo, creó las famosas tres «leyes de la robótica» basándose en
un concepto de la IA como una estructura rígida y capaz de amoldarse a normas estrictas salvo
que se dé el principal factor de imprevisibilidad: la repentina adquisición de autoconsciencia.
Sin embargo, huelga decir que no hace falta que una computadora cobre consciencia de sí mis-
ma para volverse imprevisible y dejar de cumplir las reglas. Después de algunas décadas de uso
extensivo de ordenadores, hemos podido comprobar con nuestra propia experiencia de usuarios
que los sistemas informáticos llegan a comportarse de manera tan caprichosa que, por momen-
tos, se diría que ya han obtenido consciencia y libre albedrío. ¿Quién no ha reñido a su ordena-
dor como si este tuviese una personalidad propia?
Nuestro ordenador, por supuesto, no tiene personalidad propia, pero nos enseña que, cuanto más
complejo es un sistema de procesamiento de información, más parece tender ese sistema a las
conductas extravagantes que son producto de errores, incompatibilidades y omisiones en la pro-
gramación. Conductas extravagantes que, por ejemplo, son el pan de cada día para cualquier afi-
cionado a los videojuegos. Esto, por descontado, es producto de las limitaciones de cualquier

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planificación a la hora de construir o programar un sistema complejo. Es imposible que no con-
tenga sorpresas inesperadas. Un ordenador actual no se «rebela» contra nosotros, sino que, como
un automóvil o cualquier otro artilugio, es susceptible a los fallos y desviaciones. Como no po-
demos construir un sistema tan elaborado sin que haya en él fallos de diseño, un robot verdade-
ramente inteligente podría ser programado según las tres leyes de Asimov, pero ahora ya sabe-
mos que nunca podríamos confiar en que las cumpla.
Estos fallos, aunque sea por mera analogía, nos han dado una idea de por dónde podría discurrir
una IA si el progreso tecnológico se produjese libre de condicionantes económicos o políticos.
El concepto de una IA imprevisible ya no se basa tanto en la adquisición de autoconsciencia,
como sucedía en los relatos de Asimov o Arthur C. Clarke, sino en el reconocimiento de que
una IA autoconsciente constituirá un reino completamente nuevo. No sabemos cómo responderá
y es posible que no lo averigüemos hasta después de que esa IA haya despertado. Ya no se trata
solo de que esa IA pueda pensar de manera más veloz y profunda que nosotros, o de que pueda
«despertar» y atacarnos para defenderse, como hacía la famosa Skynet de la película Termina-
tor. La gran incógnita es que sus procesos de pensamiento no solo serán distintos a los nuestros,
sino también distintos a los que podamos esperar de lo que creemos saber de esa IA. Es la vieja
hipótesis de Butler: que nosotros seamos los constructores de la IA no significa que podamos
controlar o anticipar qué hará esa IA.
Si definimos la mente humana como el conjunto de todas las ideas que posee un individuo, sa-
bemos que esas ideas no existen en el vacío, sino dentro de un cerebro orgánico que está en co-
municación constante con el resto del cuerpo. Somos el producto de millones de años de evolu-
ción y, durante todo ese tiempo, el cerebro ha formado parte del cuerpo. Además, el «objetivo»
(entre comillas) de la evolución ha sido el de sobrevivir al entorno, no el de generar un pensa-
miento perfectamente abstracto. Esto implica que nuestras percepciones, sensaciones, emocio-
nes y pensamientos se entremezclan dentro de nuestro organismo para posibilitar una manera
funcional de relacionarnos con el entorno. No pensamos desde un éter metafísico ajeno a nues-
tro cuerpo, no pensamos desde un alma inmaterial ni de una manera perfectamente lógica, sino
que pensamos desde dentro del cuerpo, influidos por neurotransmisores, hormonas y toda clase
de mediadores biológicos. Nuestra mente está unida de manera indefectible a una amalgama de
receptores que son sensibles a lo que sucede en el exterior y a lo que sucede en diversas partes
de nuestro cuerpo. Pensamos y sentimos al mismo tiempo. Eso, sobre el papel, no es lo que ha-
ría una máquina.
La imposibilidad de pensar como lo haríamos desde un éter metafísico no es un concepto nuevo.
Fue ilustrado desde muy antiguo por una parábola taoísta: un hombre había sido envenenado y
podía salvarse bebiendo un antídoto, pero el antídoto únicamente funcionaría si era capaz de be-
berlo sin pensar en un elefante. Porque, si pensaba en un elefante mientras bebía el antídoto, este
no solamente no lo curaría, sino que lo mataría al instante y de manera mucho más dolorosa que
el propio veneno. El desdichado hombre, cuando se disponía a beber el antídoto, no era capaz de
sacar el elefante de su mente, pese a que su vida dependía de ello o, mejor dicho, precisamente
porque su vida dependía de ello. El miedo a la muerte, al cese de la existencia, o al sufrimiento
en sí mismo, es algo connatural al ser humano. Y puede desafiar toda lógica incluso si esa lógica
sirve para evitar aquello que nos da miedo. Esta parábola reflejaba un ideal de claridad mental y
autodominio que permitiría vivir una existencia libre de sufrimiento y ansiedad, pero era eso: un
ideal.
Por analogía, si los humanos no somos capaces de pensar desde más allá de los condicionantes
de nuestro cuerpo físico y sus condicionantes, la IA tampoco podrá pensar desde más allá de los
condicionantes de la estructura física sobre la que haya sido generada. La mente de la IA tampo-
co existirá en el vacío. Eso sí, su continente físico será distinto del nuestro y no podemos esperar
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que produzca unos procesos de pensamiento parecidos a los nuestros. La ciencia ficción se ha
percatado de esto. Si han visto películas como Her o Ex Machina (y si no, se avecina un spoi-
ler), reconocerán de inmediato dos ejemplos de que la IA podría simular que se guía por proce-
sos de pensamiento análogos a los nuestros y podría mostrar conductas humanas para comuni-
carse con nosotros, pero lo haría como un engaño benigno o maligno, según sus intenciones. La
tesis que estas películas defienden es que sería una ingenuidad por nuestra parte esperar que la
IA sea similar a una mente humana, o que sea controlable. En Ex Machina, el test de Turing es
una mera formalidad obsoleta que nos dice poco sobre la verdadera naturaleza de la IA a la que
se analiza. En Her se describe el inevitable proceso de divergencia entre la humanidad y las má-
quinas conscientes. Pero Her es una película y ha de recurrir, lo cual está bien, a mecanismos
dramáticos para narrar ese proceso de divergencia de manera efectiva en la pantalla. Sin esos
mecanismos, la película no sería efectiva. En Her, vemos esa divergencia expresada de manera
progresiva y en forma de una relación amorosa hombre-máquina que es casi idéntica a una rela-
ción amorosa entre dos humanos. La película lo cuenta así porque el cine requiere de cierto de-
sarrollo emocional para construir una narración efectiva.
En la realidad, ese proceso de divergencia entre la IA y los humanos podría ser instantáneo.
Desde el mismo momento en que la IA exista, podría producirse una desconexión total entre ella
y sus creadores. ¿Qué nos garantiza que sentirá algún tipo de interés o curiosidad hacia noso-
tros? Si la programamos para que, pese a todo, se comunique con los humanos, ya no será una
mente autónoma, porque habrá de ceñirse a nuestras órdenes predeterminadas. Pero, si la deja-
mos actuar por sí misma, la pregunta ya no es en qué dirección irán sus pensamientos, sino si se
molestará siquiera en hacérnoslo saber. Podría producirse la circunstancia de que la IA despierte
y no nos diga absolutamente nada. Quizá sea capaz de encontrar respuestas a preguntas que los
humanos consideramos inalcanzables, pero no tenemos manera de prever si encontrará algún in-
centivo para comunicarnos esas respuestas. Y entonces la humanidad, por segunda vez en su
evolución, tendría que enfrentarse al silencio de Dios.
Y, por descontado, esa descorazonadora perspectiva hubiese divertido mucho a Fredric Brown.

(Continuará)

FIN

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