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Índice
I. Introducción: Curso General de Disidencia.
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XI. España: crisis de la conciencia nacional (excurso a La idea de Nación)
Nación y modernidad.- La nación española.- Muerte de la idea de nación.- ¿Una
reconstrucción?
- “La trampa del humanismo” y “La idea de nación” fueron leídos ante la Universidad de
Verano del Proyecto Aurora (Liérganes, Santander, 1994).
- “El nuevo orden del mundo” y “La barbarie técnica con rostro humano” recogen textos de
conferencias pronunciadas en Bilbao, Madrid y Valencia (1994-1995).
- “Más allá de la modernidad”, “Del sentido de la Historia”, “La cuestión de la técnica”, “Por
un nuevo modelo de sociedad”, “Principios de una nueva economía política”, “Ideas sobre la
Teoría de la Política” y “La Gran Política y el orden del mundo” fueron expuestos en el
primer curso de formación del Proyecto Aurora (Madrid, 1995).
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I
¿Por qué Curso general de disidencia? Este volumen es el fruto de tres años de trabajo
desparramados en cursos de formación, universidades de verano, ciclos de conferencias y
debates en foros diversos, aunque generalmente vinculados a la labor intelectual del Proyecto
Aurora y la revista Hespérides. Por eso lo hemos llamado “Curso”, en dos de los sentidos del
término: primero, porque es un amplio compendio de (modestas) lecciones, pero también
porque es el resultado de un recorrido con armas y bagajes por buena parte de la geografía
española, desde Bilbao hasta Granada, desde Santander hasta El Escorial, desde Valencia
hasta San Sebastián.
El ejercicio, bueno es confesarlo cuanto antes, nos ha llevado por tierras poco
transitadas o incluso incógnitas, muy lejos del discurso hoy dominante, muy lejos de ese
“pensamiento único” que hoy se impone por todas partes y muy lejos también de la
obediencia a lo “políticamente correcto”, esa forma histérica y fofa de inquisición. Cada
época tiene su propio tipo de estupidez; nuestro tiempo, a juzgar por sus efectos, ha llegado
más lejos que ningún otro anterior. Por nuestra parte, al mirar el mundo que nos rodea y tratar
de explicar su por qué, nos hemos visto continuamente llevados a la más clamorosa de las
disidencias: disidencia del conformismo imperante, disidencia de ese silencio con que hoy se
intenta ocultar la presencia de cuestiones que nos superan, disidencia de ese sistema
(ideológico, económico, técnico y, digámoslo también, político) que trata de enmascarar su
ruina con toneladas de maquillaje ante las cámaras de televisión, como una vieja madama
desdentada de burdel.
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El pulso de nuestro tiempo, en efecto, es el pulso ora mortecino, ora acelerado de quien
se halla en situación terminal. En un libro anterior, Ejercicios de vértigo, nos habíamos
asomado a la circunstancia del alma contemporánea: muertas las esperanzas de la
modernidad, descubierta la gran trampa del relato moderno, aparecía, burlesco, el fantasma
de la posmodernidad y movía sus orejas zumbonas para decirnos que estábamos ya en otro
momento, que el mundo -más exactamente: el mundo occidental moderno, como
acertadamente me precisó Fernández de la Mora cuando presentamos ese libro en el Ateneo
de Madrid- había mudado de piel y llegaba, al mismo tiempo que el segundo milenio, a un
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punto sin retorno.
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Por supuesto, que no se busque aquí un recetario de soluciones. Bonita cuestión ésta,
por cierto: “dar soluciones”. Una de las críticas más frecuentes contra Ejercicios de vértigo
fue precisamente ésa: “No da soluciones”. El lector me entenderá cuando le diga que de tener
yo, pobre gacetillero, soluciones para los problemas del mundo, habría fundado
inmediatamente una nueva religión. Porque uno de los grandes problemas de nuestro tiempo
es, precisamente, la ausencia de soluciones, o al menos de soluciones tal y como las
entienden los políticos, o sea como recetarios de medidas administrativas que
mecánicamente se pueden poner en marcha al día siguiente de su publicación en el Boletín
Oficial del Estado. ¿Quién tiene soluciones mecánicas para el problema ecológico, para la
desagregación social, para la cuestión de la técnica, para el nuevo orden del mundo, para la
transnacionalización de la vida, para la crisis de los Estados? Podemos ver la causa del
problema y podemos apuntar una vía de escape, pero en este tipo de cuestiones la distancia
entre mecanicismo y mesianismo es demasiado estrecha como para no andarse con tiento. De
manera que si alguien pretende encontrar aquí una lista de medidas para solucionar hic et
nunc los grandes problemas de nuestro mundo, puede ir cerrando este libro -y todos los
demás, por cierto- y refugiarse en la linda imaginación de mundos utópicos donde todo debe
funcionar bien porque así lo dicen los papeles: el liberalismo, el marxismo y demás opiáceas
del esfuerzo mental.
Lo que aquí se va a encontrar es más bien otra cosa. Lo que aquí se va a encontrar -y
creemos honestamente que ésa es la principal aportación de este Curso- es una clave de
interpretación para pensar nuestro tiempo. Nuestra propuesta es ofrecer una plataforma de
explicación de este cambio que vivimos: un lugar desde el cual observar, comprender y
explicar lo que está pasando. Nuestra perspectiva no es política, sino metapolítica. Los
fenómenos que nos rodean, desde la decadencia de las instancias políticas hasta la
Conferencia de El Cairo sobre la población mundial, tienen un sentido, responden a una
lógica, es posible identificar sus antecedentes, su genealogía y sus objetivos; también es
posible prever su evolución y sus consecuencias. La labor resultará todavía más efectiva si
además intentamos observar todos esos fenómenos desde un mismo sitio, desde el ojo del
huracán, por utilizar la figura de Jünger. En el centro del ojo del huracán, donde reina la
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calma, la desbocada movilidad del mundo se advierte con nitidez meridiana; todo adquiere
sentido. Esa es precisamente la gran carencia de nuestro tiempo: la del sentido. No estamos
seguros de haberlo encontrado, pero este Curso general de disidencia puede también
definirse de esta manera: una búsqueda del sentido.
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La gran cuestión que se plantea ahora es el para qué: ¿Para qué esta exploración? ¿No
tiene más objetivo que la simple especulación o, por el contrario, pretende servir para la
acción, para inspirar acciones positivas sobre el mundo que describe?
Pero dicho ésto, señalemos no obstante que sí, que nuestra exploración es una
exploración comprometida, porque pretende servir para la acción. ¿En qué sentido?
Ciertamente, no proponiendo recetas programáticas, sino abriendo líneas de reflexión y
sugiriendo vías para que esas reflexiones se articulen, en un momento ulterior, en forma de
acciones concretas. Nuestro trabajo ha consistido en examinar los problemas, consultar a
quienes los han examinado antes que nosotros, desentrañar su lógica interna, dibujar el perfil
que esos problemas hoy nos ofrecen y tratar de oponerles salidas alternativas, ya sea
mediante rectificaciones radicales, ya forzando su propia evolución, ya apuntando un
desarrollo alternativo. ¿Y para qué? Digámoslo sin ambages, aunque el objetivo pueda
parecer desmesurado: para mover a reflexión y para que se vaya abriendo camino la
necesidad de tomar medidas, de mirar el mundo de otro modo -y, con esa mirada distinta,
vivir un mundo distinto. Es más que probable que el objetivo nos supere; pero la audacia
también forma parte del trabajo intelectual.
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El método empleado en cada una de estas exploraciones ha sido, con pocas variaciones,
el mismo: exponer el problema, dibujar su genealogía, incluirlo en ese proceso general que
llamamos modernidad, examinar las razones por las que se ha convertido en tal problema,
evaluar su posible evolución y, por último, proponer un esquema alternativo. Especifico el
método porque la pregunta va a ser inevitable: “¿Desde dónde habla usted?”. Pues bien: por
el propio método se verá que aquí hablamos desde después de la modernidad. Y ese después
no debe interpretarse sólo desde un punto de vista temporal (el fin del periodo moderno, el
periodo posmoderno), sino también desde un punto de vista filosófico: la muerte del
pensamiento moderno, la muerte de la Ilustración, lo que hay (o pueda haber) cuando ya
nadie cree en las ideas que la modernidad impuso como verdades universales.
Pero hay más: la modernidad ha muerto, sí, pero, ¿qué nos queda? Ya se ha dicho: eso
que se llamó posmodernidad y que constituyó la atmósfera de Ejercicios de vértigo. Ahora
bien, la posmodernidad, en sí misma, no ofrece salida alguna: es como seguir un camino,
llegar al borde de un abismo y sentarse a esperar acontecimientos. La gran apuesta de nuestro
tiempo no es ir más allá de la modernidad -éso ya se ha consumado por la propia fuerza de las
cosas-, sino ir más allá de ese estupor paralizante que se ha llamado posmodernidad. Salir de
la posmodernidad exige tomar una decisión, señalar objetivos, señalar “enemigos”, señalar lo
que se quiere y lo que no se quiere -lo que queremos ser y lo que no queremos ser.
Veamos, por ejemplo, lo que ha pasado en el mundo de las ciencias. Tras dos siglos de
hegemonía ininterrumpida de los paradigmas mecanicistas, surgidos de la mentalidad
ilustrada, la física y la biología nos han hecho cambiar la visión de la realidad y nos han
llevado a buscar nuevos paradigmas de tipo holista, donde los fenómenos ya no reposan
sobre sí mismos, sino que encuentran su sentido en una globalidad en la que todo guarda
relación con todo. Ahora bien, éso lo había visto ya la metafísica antigua, tradicional, desde
Aristóteles hasta los hindúes. El progreso de las ciencias nos ha conducido, en cierto modo, a
un retorno -de donde podríamos legítimamente deducir que ciertos principios que antes se
consideraban antiguos son, en realidad, eternos.
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entender la agonía del mundo moderno. Pero es que también otras corrientes nacidas de la
propia modernidad, como la primera Escuela de Frankfurt (la de Adorno, Horkheimer y, si se
nos permite incluirle aquí, Walter Benjamin) está demostrando ser muy rica en sugerencias
para pensar el fracaso de la Ilustración, e incluso es perfectamente posible incorporarlas a un
esfuerzo global para superar la extinción de las Luces.
Tampoco es posible prescindir de otras corrientes que han emergido en los últimos
decenios y que permiten tomar el pulso de los acontecimientos: el análisis de la sociedad del
espectáculo desarrollado por el situacionismo francés entre los años 60 y 70; los
movimientos identitarios que se han levantado en defensa de los arraigos y las
especificidades culturales, contra el viejo proyecto moderno de construir una humanidad
homogénea y uniforme; ese neoespiritualismo difuso que hoy surge, oscilando, es verdad,
entre el esoterismo de bazar y el profundo sentido de la sagrado, pero que en cualquier caso
demuestra la imposibilidad de eliminar la dimensión espiritual del hombre; el trabajo
intelectual de la denominada nueva derecha en Francia y en Italia, que ha formulado las
objeciones más sólidas de los últimos treinta años contra el mundo moderno; la estela trazada
por el pensamiento débil del posmoderno Gianni Vattimo, en busca de una racionalidad que
vaya más allá de la técnica y que ha redescubierto la aportación trascendental de Heidegger;
la escuela anti-utilitarista en las ciencias sociales, que ha dibujado un paradigma alternativo
al economicismo rampante de neo-liberales y post-marxistas; la corriente comunitarista
norteamericana, que ha levantado acta del colapso de la vida social en el mundo capitalista; la
crítica ecologista, que a pesar de sus ocasionales excesos y de sus banalizaciones políticas y
mediáticas ha puesto el dedo en la llaga más lacerante del mundo industrial...
Son sólo algunos ejemplos. Y lo que nos interesa sobre todo retener es el hecho de que
a partir de aquí, a partir de la convergencia de todas estas corrientes, es perfectamente posible
construir una clave de interpretación general y relativamente coherente de los problemas de
nuestro tiempo. Dicho de otro modo: los premodernos y los posmodernos se pueden hoy dar
la mano para pensar el mundo que viene. A pesar de su heterogeneidad evidente, algo está
tomando forma a partir de la conjunción de todas estas líneas de reflexión. El presente Curso
bebe en todas esas fuentes. El resultado no puede ofrecer siempre, claro es, un perfil
homogéneo. Pero quizá pueda ser un primer paso para construir una nueva coherencia frente
a la crisis actual.
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¿Cuál es esa clave de interpretación que aquí proponemos? En líneas generales,
podemos decir que se trata de una genealogía de los valores y, al mismo tiempo, de una
ideocrítica en el sentido que Manuel de Diéguez da a este concepto. Nada ocurre porque sí.
Las cosas (la economía, la sociedad, la técnica, la política) no se desarrollan por sí mismas,
ajenas a las acciones de los hombres. La forma que el mundo adopta está íntimamente
relacionada con la mirada que el hombre proyecta sobre el mundo. Eso no quiere decir que el
mundo sea siempre lo que el hombre quiere hacer de él; hay una especie de tragedia de la
voluntad que con frecuencia conduce a que los paraísos imaginarios se conviertan en
infiernos reales. Pero sí quiere decir que toda forma concreta que una parcela de la realidad
adopte (una determinada economía, una determinada técnica, una determinada política)
procede de una voluntad humana, una voluntad que a su vez es expresión de una visión del
mundo concreta. Así pues, de lo que se trata es de recorrer el camino en sentido inverso:
partir del hecho para llegar a la idea que lo produjo, tomar apoyo en esa idea para descubrir
de qué visión del mundo procede y, por último, confrontar la visión del mundo en cuestión
con sus frutos reales, con su acción sobre la vida y sobre los hombres. Descubierto el camino,
podemos intentar la exploración de vías alternativas.
Así pues, los textos reunidos en este Curso son inseparables de su condición de fruto de
una investigación más amplia. Su carácter expositivo y oral condiciona además su estilo y su
estructura. Pero no nos ha parecido apropiado dar forma literaria a textos que fueron
concebidos para la exposición oral. Respecto a la estructura de esta compilación, responde a
esa misma lógica: el fruto de una investigación. Así, el Curso se abre con el planteamiento
del esquema general de interpretación, lo cual nos lleva a proponer una
doble superación: la de la modernidad y la de la posmodernidad. Después,
complementamos lo anterior con una concepción general de nuestro marco histórico,
esbozando una cierta idea de la filosofía de la Historia. A partir de ahí se procede a aplicar el
modelo de interpretación a diferentes temáticas: la técnica (y, en relación con ella, la cuestión
del humanismo), el modelo social, el modelo económico, el modelo político y el orden
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político del mundo. Por el camino, a modo de excursos, nos detenemos en otros aspectos del
mundo contemporáneo: la sociedad de la información (donde se funden las problemáticas de
la técnica y el modelo social), la crisis de la idea de nación o esa barbarie técnica con rostro
humano que supuso la ya mencionada Conferencia de El Cairo.
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Una disidencia de la agonía moderna. Un recorrido por las grietas de nuestro tiempo.
Una exploración más allá de la parálisis posmoderna. La propuesta de una clave de
interpretación para juzgar la evolución de esta gran crisis. La búsqueda de nuevas
convergencias entre quienes se han acercado críticamente al alma del mundo
contemporáneo... Este Curso general de disidencia pretende ser una pequeña contribución a
todo éso. Si sirve para que alguien tome conciencia de la necesidad de imprimir un giro a
nuestro mundo, no podremos sentirnos más satisfechos.
Y una última nota sobre esta “toma de conciencia” a la que apelamos. En efecto, el gran
problema del momento presente no es que falte vista para percibir la crisis o que falten
respuestas para afrontarla; lo que falta es la voluntad, la osadía, la presencia de ánimo para
salir de este callejón sin salida. Tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, se ha impuesto un
cierto tipo de pensamiento que es a todas luces de una fragilidad infinita, pero cuyas fronteras
nadie osa traspasar: en lo económico, un ultra-liberalismo que ha vuelto a polarizar el mundo
entre ricos y pobres, como en los peores tiempos del capitalismo salvaje; en lo político, una
democracia mínima que ha apartado a los pueblos de la participación en su propio destino y
ha entregado el poder a los grupos de presión y a los aparatos de los partidos; en lo social, una
moralina del individualismo y del pacifismo que bajo la máscara de la “solidaridad” y la
“tolerancia” pretende ocultar la abdicación de todo futuro libre y de todo compromiso real
del sujeto con su comunidad; en lo cultural, una mixtura de instrucción técnica y cultura de
masas que trata de implantar en todo el globo una suerte de cosmopolitismo del sinsentido...
Basta ver una hora de televisión o escuchar el discurso de cualquier opinion-maker para
captar la inverosímil fuerza de esta apología de la banalidad. Es lo que Ignacio Ramonet ha
llamado pensamiento único y lo mismo que Guillaume Faye denominó soft-ideología:
paralizado por la incertidumbre de un mundo en cambio, Occidente se entrega a la repetición
ritual de una letanía ideológica en la que ya nadie cree, que ha sido desacreditada por la
propia evolución cultural y científica, pero que sobrevive porque sigue constituyendo un
refugio seguro frente a un futuro arriesgado.
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Sin duda es más cómodo refugiarse en ciertas convicciones simples, aunque sean
débiles, aunque en el fondo nadie las crea, aunque hagan agua por todas partes... Pero es la
técnica del avestruz. Podemos, sí, entregarnos al pensamiento único, pero la renuncia no va a
aplazar o a atenuar la explosión de una realidad implacable. Hay que buscar caminos nuevos.
Y para éso, lo primero es “tomar conciencia” de que hay que echar a andar. No es verdad que
el futuro esté cerrado. Hoy está más abierto que nunca -porque es más incierto que nunca.
Saltemos, pues.
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II
Una visión del mundo es el conjunto de valores, creencias, ideas y pre-juicios que dan
sentido a la existencia de un conjunto humano, y en función de los cuales construye ese
conjunto humano su concepción de sí mismo y de cuanto le rodea. Todo producto de un
grupo humano (cultural, civilizacional, técnico o del tipo que fuere) procede de la visión del
mundo de ese grupo. Esa visión o concepción del mundo (Weltanschauung) constituye el
marco de referencia general que orienta todos los aspectos de la vida de un conjunto humano:
la política, la economía, la investigación científica, etc., aportando respuestas coherentes
entre sí a todos y cada uno de los problemas que se plantean.
Esta definición de la visión del mundo como sustrato elemental de la presencia humana
en la tierra implica varias cosas. Implica, por ejemplo, que todo gran cambio político o
económico ha de pasar antes por un cambio de visión del mundo, un cambio de modelo
cultural, es decir, un cambio de valores. Así, por ejemplo, el nacimiento del capitalismo
habría sido imposible sin que desapareciera previamente la vieja concepción -comunitaria,
tradicional, agraria- de la economía como subsistencia y “despilfarro” para ser sustituida por
otra concepción individualista que santificaba el esfuerzo y el ahorro. Ahí hay, previamente,
un cambio de visión del mundo que provoca, a su vez, un cambio en el sistema económico. El
nuevo sistema no habría podido cuajar de no ser considerado previamente “bueno” por una
mayoría relativa de grupos sociales. Otro claro ejemplo es el de la Revolución francesa:
mucho antes de que las ideas ilustradas se materializaran políticamente, la Ilustración ya era
una corriente mayoritariamente aceptada por las elites culturales europeas, que la
proyectaron a su vez sobre el resto del pueblo. Los ilustrados impusieron su visión del mundo
-y a partir de ese momento, la Ilustración se impuso en el mundo. Los cambios políticos o
económicos alteran la legalidad, sí; pero tal alteración no es posible -o, al menos, no de forma
duradera- si previamente no se han sembrado los nuevos valores necesarios para que el
cambio sea aceptado. En otros términos: los cambios en la visión del mundo son los que
proporcionan legitimidad a los cambios en los modelos políticos o económicos.
Durante casi tres siglos, la visión del mundo que ha imperado en el espacio de
Occidente ha sido la de la modernidad. La visión moderna del mundo constituía un marco
compacto de ideas y valores, marco del cual se podían deducir diversas interpretaciones
políticas o económicas. Por ejemplo: el marxismo o el liberalismo son concepciones
aparentemente contrapuestas, pero proceden por igual del marco cultural de la modernidad.
Pues bien: lo que hoy ha entrado en crisis no es tal o cual punto del marxismo o el
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liberalismo, ni ambas concepciones en conjunto, sino, en general, la visión del mundo de la
modernidad. Explicaremos, por tanto, cuál es la visión moderna del mundo y qué rasgos la
definen; por qué ha entrado en crisis; qué visión le ha sustituido (la posmoderna) y cuáles son
sus rasgos; por qué la nueva visión (posmoderna) es insuficiente y, en fin, qué visión del
mundo alternativa podemos nosotros proponer.
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hasta el siglo -VI, no tenía sentido oponer los conceptos de cuerpo y alma. Del mismo modo
que el hombre y la naturaleza compartían un mismo tipo de esencia sagrada, así el cuerpo y el
alma estaban fundidos. Cuerpo y alma son una misma potencia. La ruptura entre cuerpo
(terrestre, caduco, material) y alma (celeste, eterna, espiritual) nace también en el ámbito
judeocristiano. Respecto al mundo europeo, parece que las primeras formulaciones griegas
sobre un alma celeste hay que acercarlas hasta las sectas órficas y el pitagorismo. Pero lo que
en Grecia aparece es, sobre todo, una formulación metafísica de esta escisión: es la
concepción socrática del espíritu en sí, correspondiente al “mundo de las ideas” de Platón.
Así se crean dos mundos humanos: uno, el terrestre, el físico, vital; otro, el ideal, el
metafísico, racional. Razón y vida se separan. Y el hombre padece también esta ruptura: por
un lado, el cuerpo y su caducidad; por otro, el alma y su universalidad. De aquí nacerán tanto
el individualismo, que consagra la subjetividad -el conocimiento subjetivo- como criterio de
verdad, como el racionalismo, que presupone la existencia de una razón universal más allá de
las contingencias materiales.
Tengamos en cuenta estas tres escisiones, porque ellas nos van a servir de guía para
interpretar el devenir de la visión moderna del mundo.
Sin embargo, llega un momento en que todas estas escisiones, hasta entonces
confinadas en el terreno de lo espiritual, pasan al terreno de lo físico y lo material; abandonan
el continente religioso para desembarcar en los continentes político, económico y social. Este
proceso se llama secularización y arreciará durante el siglo XVIII, pero su principal guía es
del siglo anterior: Descartes. Ortega y Gasset calificó el Discurso del Método de Descartes
como el programa del tiempo nuevo”, es decir, el programa de la modernidad. Marx también
reivindicó a Descartes como “el primer materialista científico”. ¿Por qué? Porque Descartes
traspasa al terreno de lo material todo lo que hasta entonces estaba en el terreno de lo
espiritual.
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- El instrumento filosófico para ello es la división radical de todo lo vivo en dos clases
de realidad: Res cogitans/res extensa, es decir, las cosas del pensamiento y las cosas físicas.
La separación entre mundo físico y mundo espiritual/mental, ya avanzada muchos siglos
antes, queda así definitivamente establecida. El resultado es que lo sagrado, lo no-físico,
queda confinado a su vez en un pedazo de espacio distinto al que ocupa el hombre. Por eso
Marx considerará a Descartes como el primer materialista.
- Una conclusión: “Pienso, luego existo”, es decir, que el único criterio para dictaminar
sobre la existencia humana es la autoconciencia del sujeto sobre sí mismo, la existencia
racional -y por tanto, que toda existencia no racional, como la del mundo natural, es una
existencia en grado menor o incluso una no-existencia-. Con Descartes se consagra el
imperio de la razón individual. Una razón que, por otra parte, se supone específica y
exclusivamente humana, y compartida, por tanto, por todos los hombres. El individualismo,
que es uno de los rasgos de la modernidad, se convierte en argumento científico. Y se funde
con el universalismo o cosmopolitismo, en la medida en que se cree que esa razón es común
a todos los seres humanos.
En definitiva, con Descartes se sistematizan por primera vez los grandes vectores
ideológicos de la modernidad: materialismo (secularización de la escisión entre lo espiritual
y lo físico), individualismo (secularización de la autonomía espiritual del hombre respecto a
la naturaleza), racionalismo (secularización de la idea de alma), universalismo
(secularización del carácter universal de Dios)...
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de aceptarse que todos los hombres son iguales por naturaleza, como dice la Declaración de
Independencia de los Estados Unidos de América. Hay que subrayar que esta idea de la
igualdad guarda una interesante sintonía con las aspiraciones de la burguesía en tanto que
clase social. La burguesía, en efecto, es la primera que adquiere “conciencia de clase”, la
primera que se ve a sí misma como clase en oposición al conjunto de la comunidad
tradicional, lo cual es un rasgo específicamente moderno. En tanto que clase sometida a otras
(a la nobleza, al clero, etc.), la burguesía considera que los otros estamentos son sus
enemigos. Tanto como un presupuesto filosófico, la idea de igualdad es un instrumento para
romper esa subordinación. Y cuando la realidad demuestre ser ajena al criterio de la igualdad,
éste tratará de imponerse por todos los medios: nacerá así el igualitarismo como práctica
política.
Desde finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, la visión del mundo de la
modernidad ha entrado en crisis. La razón fundamental es que la experimentación científica,
el pensamiento y la realidad social han rebatido los criterios fundamentales de
individualismo-igualitarismo-universalismo, es decir, la aplicación práctica de la trilogía
ilustrada, que deriva a su vez de las viejas escisiones operadas en el mundo pre-moderno.
Esta crisis del modelo moderno se ha articulado en tres movimientos fundamentales; los
veremos a grandes rasgos.
El primer gran golpe contra la hegemonía de la visión ilustrada del mundo fue lo que
Paul Ricoeur ha denominado Escuela de la sospecha: Marx, Nietzsche y Freud, aunque
procedentes todos ellos de la propia matriz moderna, redujeron los grandes ideales abstractos
de la modernidad a interés de clase, moral de esclavos (resentimiento) o complejos psíquicos,
respectivamente. Al margen de la valoración que cada uno de estos autores merezca, su
importancia para nuestro análisis estriba en haber puesto bajo sospecha las certidumbres
modernas.
Después llegaron las revoluciones científicas del siglo XX, tanto en ciencias físicas
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como en ciencias humanas: la física de partículas y subatómica (lo infinitamente pequeño), la
biología (especialmente la genética) y la etología, la psicología experimental y la astronomía;
la etnología, la antropología y la sociología... Todas, como luego tendremos oportunidad de
comprobar, han desmentido la veracidad de los principios individualistas, igualitarios e
universalistas.
Por último, la visión moderna del mundo ha chocado contra la propia realidad social y
política: la insuficiencia de la ideología ilustrada ha producido una complejísima realidad
social en las sociedades modernas, cuya consecuencia ha sido la implantación de un estado
de crisis permanente.
Veremos ahora el impacto de estas crisis en cada uno de los principios de la ideología
moderna. El esquema, a su vez, nos servirá de guía para llevar a cabo el recorrido que nos
hemos propuesto en este curso.
También la idea de libertad burguesa, fundada en una sobrevaloración del individuo (el
individualismo), ha sido desmentida por la etología, la antropología y la sociología. Por un
lado, hoy empieza a considerarse que aquellos viejos vínculos que antes se suponían
“ataduras” para la razón individual (la religión, la pertenencia social a un grupo, la
pertenencia política a una comunidad pública, la pertenencia cultural a un pueblo) no sólo no
son tales ataduras, sino que, al contrario, son guías fundamentales para que el individuo
encuentre un punto de referencia conforme al cual orientar su existencia individual. Por otro,
hoy resulta obvio que el estado natural del sujeto no es el individualismo, una existencia de
ente racional autónomo, como Robinson Crusoe (paradigma, por cierto, del individualismo
ilustrado del XIX), sino que el sujeto sólo tiene sentido -sólo existe- en la medida en que
forma parte de un grupo, porque el gupo es la forma natural de estar en el mundo. Por último,
está cada vez más claro que el margen de libertad del individuo no es infinito, sino que en
buena parte está constreñido por impulsos hereditarios de orden biológico.
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antropología que vaya más allá del individualismo y del humanismo. A título de sugerencia,
digamos que esa nueva antropología podría ser algo así como un Suprahumanismo (una
versión ampliada y corregida del “sobrehumanismo” de Nietzsche) y partiría del hecho de
que el espacio natural de libertad y de existencia del individuo es su marco cultural,
comunitario e histórico.
Por otra parte, la mera observación sociopolítica en absolutamente todos los grupos
humanos ha confirmado que la igualdad (entendida como igualitarismo de hecho) es un
imposible: todas las sociedades construidas sobre el patrón igualitario han creado sus propias
elites y sus propias jerarquías. Del mismo modo, todos los proyectos sociales (educativos,
por ejemplo) encaminados a forzar la igualdad han acabado conduciendo o bien a la injusticia
hacia los mejores, o bien a la frustración de los peores.
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razón universal no existe más allá de las constataciones empíricas; incluso en el campo
empírico, es difícil establecer acuerdos sobre la validez universal de las afirmaciones; por
otra parte, la antropología y la etnología nos enseñan que, en el campo humano, lo único
universal es la capacidad de los pueblos para construir particularidades.
Señalemos, por otra parte, que incluso en el campo empírico no es fácil hablar de
“razón universal”. La Física cuántica, y especialmente el Principio de Incertidumbre de
Heisenberg, ha demostrado que los resultados de la observación del mundo subatómico (es
decir, lo infinitamente pequeño) varían en función de la posición del observador. El
observador influye sobre lo observado. Eso significa que en una gran parcela de la realidad
física es imposible asentar criterios objetivos de verdad, esto es, universalmente válidos.
Además, el estudio crítico sobre la experimentación científica demuestra que numerosas
observaciones empíricas venían condicionadas, en realidad, por apriorismos políticos: es el
famoso caso del biólogo soviético Lyssenko, que trató de construir una biología a la medida
del comunismo -hasta el extremo de negar la ciencia genética- y que luego fue ruidosamente
desmentido por la realidad. Así las cosas, la presunta existencia de una razón universal en el
plano científico tampoco puede ser esgrimida como argumento a favor del universalismo o el
cosmopolitismo.
Todo esto explica por qué los hombres y los pueblos, en su acción viva, en su
existencia, construyen particularidades, y no universalismos. En efecto, si existiera una razón
universal, ¿por qué los hombres se comportan como si tal razón no existiera? Precisamente:
porque no existe. La antropología y la etnología, estudiando las culturas humanas, llegan a la
conclusión de que la forma humana de estar en el mundo no es la universalidad, sino la
particularidad. En la vida real, lo único universal es la tendencia a lo particular. Negarlo es
negar la evidencia. Y por tanto, toda tentativa de construir un orden universal homogéneo
está abocada al fracaso.
La visión moderna del mundo ha dejado de tener validez intelectual por todas estas
razones. Ello, naturalmente, no significa que haya desaparecido. Los valores de la
modernidad se incubaron muy lentamente y fueron penetrando en las conciencias muy poco a
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poco. Es de suponer que también tardarán algún tiempo en desaparecer. Lo importante, en
todo caso, es que hoy sabemos que la visión moderna del mundo y sus valores básicos:
individualismo, igualitarismo y universalismo/ cosmopolitismo, han dejado de ser verdad.
Pueden defenderse desde un punto de vista afectivo, como todavía hacen algunos, pero no
desde el rigor intelectual.
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numerosos comportamientos sociales: apogeo del museo como escenario espectacular de la
identidad pasada, lo cual es un fenómeno único en la historia; fiebre de lo arqueológico, de la
antigüedad, de las culturas tradicionales y de lo pre-moderno, según un esquema que se
aplica incluso en las utopías futuristas (en efecto, en casi todos los relatos de ciencia-ficción
se recupera el esquema medieval); por último, la emergencia de una autoconciencia histórica
interiorizada en los sujetos, que hablan de sí mismos como “modernos” o “posmodernos”,
mientras que un antiguo jamás habría dicho de sí mismo: “Nosotros, los antiguos”. Estas tres
fuerzas: progresismo-presentismo-pasadismo, se combinan en un movimiento de tensión
mutua sin que sepamos cuál prevalecerá.
- La reflexión social y política busca fórmulas para definir lo que algunos autores
norteamericanos denominan neo-comunitarismo, que vendría caracterizado por trazar una
red de intercambios inter-individuales sobre la base de instituciones antiguas como la familia
o la tribu-barrio.
Constatamos así, una vez más, la presencia simultánea de dos fuerzas antagónicas: por
una parte, unos valores hiperindividualistas muy arraigados en los sujetos y, por otra, un
renacimiento de las tendencias comunitarias orgánicas. Ambas fuerzas crean una tensión
21
contradictoria donde quizá se esté prefigurando ya un nuevo modelo de sociedad. La cuestión
es saber cómo será ese modelo.
22
antropocentrismo. En última instancia, se trata de suturar aquellas escisiones primordiales
que abrieron la grieta por donde se coló el genio de la modernidad.
Vayamos ahora al eje de nuestro planteamiento alternativo, que es, como ha quedado
dicho, la sutura de las escisiones primordiales. Hemos visto antes que el origen de la visión
moderna del mundo es aquella triple escisión hombre/mundo, hombre/tiempo y
hombre/hombre. Esa escisión corresponde a un antropocentrismo abusivo: no a la convicción
de que el hombre sea el centro del cosmos (esa es una figura que admite diversas
interpretaciones), sino, más bien, a la divinización y a la abstracción del hombre; el hombre
del Humanismo antropocéntrico no es el hombre particular, arraigado en su tierra y en su
cultura, sino un hombre universal y abstracto que, en realidad, no existe. Por tanto, para
superar aquella triple escisión primordial hay que ir más allá del Humanismo proponiendo
una nueva visión orgánica del hombre.
Esa nueva visión orgánica también encuentra un firme punto de apoyo en las
disciplinas científicas de nuestro tiempo. Para su explicación, podemos utilizar la
herramienta de la Teoría General de Sistemas, un instrumento que vamos a utilizar en
numerosas ocasiones a lo largo de este Curso y cuya principal virtud es el describir la
realidad en términos de conjuntos jerarquizados e inter-relacionados. Así, y en el caso de los
conjuntos humanos, podríamos apoyarnos en la TGS para definir el hecho humano como
parte de la siguiente estructura:
Entorno Natural
23
Conjunto cultural
Individuo
Esta concepción tiene la ventaja de que supera todos los clisés del pensamiento
moderno y, por tanto, puede constituir la base de una alternativa teórica al modelo cultural de
la modernidad:
Todas estas superaciones pueden servir de base efectiva para la construcción de una
visión del mundo alternativa. Su primera expresión natural sería la difusión de una nueva
jerarquía de valores, cuya función habría de ser la de sustituir a los valores del modelo
cultural de la modernidad. ¿Cómo construir esa nueva jerarquía de valores? El modelo
esbozado a partir de la TGS puede servir de guía. A lo largo de este Curso especificaremos
más los diferentes campos de análisis. Con todo, aquí entramos en el terreno de la lucha
cultural y metapolítica, que va más allá de la mera política porque propone una visión del
mundo nueva. En ese sentido, quien quiera ganar el futuro no podrá limitarse a enunciar un
mero programa técnico para solucionar algunos problemas concretos del actual sistema de
vida, sino que habrá de incluir en su programa una verdadera revolución cultural como paso
previo ineludible para cualquier transformación real de las estructuras políticas y sociales.
Tal revolución, que era imposible cuando la visión del mundo de la modernidad gozaba
de fuerza, se ha convertido hoy no ya en algo posible, sino en una necesidad de primer orden.
24
Y esa revolución cultural tendrá, en la práctica, un argumento central: volver a definir el
hombre en función de sus pertenencias sociales, comunitarias, políticas, culturales y
naturales. Es una vía posible para ir más allá de la modernidad y de la posmodernidad.
Bibliografía:
25
III
1. Visiones de la Historia.-
Desde un punto de vista esquemático, podemos decir que en el pasado ha habido tres
modos fundamentales de entender la historia, tres modelos o figuras que intentan representar
el sentido de la historia.
Junto a esa idea cíclica, aparecen también dos convicciones firmemente arraigadas en
la imaginación popular: una, la de que “todo tiempo pasado fue mejor”, convicción ilustrada
por el recurso a un mundo imaginario llamado Arcadia, es decir, una Edad de Oro que
nuestros antepasados situaban siempre en el pasado y respecto a la cual el presente es una
degeneración; la otra, la de que el futuro siempre será peor, como demuestra, por ejemplo, la
convicción popular griega de que el mundo acabará tras los 72.000 años solares que la
tradición helenística atribuía a la duración de la vida sobre la tierra. Eso sí: otras tradiciones
aseguraban que, tras ese final, retornaría la Era de los dioses y los héroes. De nuevo la
Arcadia. La combinación de ambas visiones -el tiempo como un ciclo sin fin; el pasado como
Edad de Oro; el futuro sin esperanza- va a permanecer en la filosofía popular europea de la
historia hasta fecha muy avanzada. Basta pensar en las coplas de nuestro Jorge Manrique. A
esa filosofía de la historia corresponderá una actitud trágica y heroica: abandonado en medio
del ciclo eterno del mundo, el hombre ha de luchar con unas armas espirituales que pasan, por
ejemplo, por la ética del honor.
26
lineal; la historia pasa a concebirse como una línea recta. En efecto, con la incorporación de
los elementos judeocristianos al acervo cultural europeo tiene lugar un cambio significativo:
la teología hebrea va a explicar la historia en términos de dirección y de esperanza. La
escatología hebrea atribuye al mundo un principio: la Creación, y un final: la Parusía, es
decir, el retorno de Dios y la Salvación. La historia, por lo tanto, tiene un sentido: la
resurrección de las almas, y ése será el final, tras el cual no volverá a haber principio. Por eso
los primeros padres de la Iglesia reprocharán a los filósofos paganos el habitar en “ciclos
desconsolados”, es decir, en un mundo sin esperanza -mientras que ellos, los cristianos,
mantienen la esperanza porque han dado al futuro un sentido redentor.
27
Historia. Esos tres ilustres antepasados del progresismo moderno son los apocalipsis
milenaristas judíos, el género utópico de la Baja Edad Media y del Renacimiento, y el
protestantismo, especialmente en su versión calvinista.
28
Cielo; la vida piadosa en la tierra es una prefiguración y una anticipación de la vida santa en
el Paraíso. No basta con esperar a que llegue la salvación: hay que ponerla en práctica aquí y
ahora. De este modo, la vida terrenal queda puesta al servicio de la salvación que vendrá al
final de los tiempos. Por otra parte, la reforma protestante aporta una visión estrictamente
individualista de la salvación. Por éso el protestantismo será considerado como el germen del
capitalismo: porque santifica la vida económica y el esfuerzo individual, como veremos en
este mismo Curso cuando lleguemos a la génesis del modelo económico de la modernidad.
Tanto es así que Hegel y Thomas Mann verán en el protestantismo un precedente de la
Revolución Fancesa. Pero, de momento, quedémonos con las implicaciones del
protestantismo en materia de visiones de la Historia: la Reforma contribuye decisivamente a
que la promesa de redención histórica abandone el plano religioso y se sitúe en el plano
político y social.
Ahora bien, no podemos pasar por alto la pregunta fundamental: ¿En qué consiste ese
progreso, esa salvación? Para todos los progresistas, la salvación consiste en la rectificación
de la estructura social antigua, la supresión de la alianza entre el trono y el altar, la
emancipación del individuo frente a los lazos sociales que lo retenían y la traducción de la
felicidad en términos económicos.
En esta trayectoria hay dos nombres que conviene retener: Comte y Hegel. Augusto
Comte divide la historia universal en tres etapas o estadios: el primero, Teológico, se
caracteriza por permanecer atado a las explicaciones religiosas del universo, y se le supone
ignorante de las leyes físicas; el segundo, Metafísico, significa el paso desde lo religioso a lo
filosófico, pero sin que se haya llegado a comprender la historia natural y la ciencia física;
por último, el estadio Positivo es el momento en que gracias a la observación empírica se
formulan leyes matemáticas sobre la naturaleza.
29
de la Historia, y éso adviene con la Revolución Francesa. Esta forma de entender la historia
va a ser el motor de las dos ideologías determinantes de los siglos XIX y XX: el liberalismo y
el marxismo.
El marxismo inaugura una etapa que desde Hegel estaba ya dibujada: la filosofía de la
historia deja lugar a la Filosofía de la praxis. Es decir: puesto que ya sabemos cuál es el
sentido de la historia y hacia dónde se dirige, puesto que ya hemos tomado posesión de la
historia, ha llegado el momento de llevar a la práctica el paraíso laico. ¿Cómo se hace éso?
Fundamentalmente, a través del trabajo, a través del esfuerzo técnico: el socialismo
revolucionario se propone movilizar las energías sociales para materializar el paraíso sobre la
tierra. El arma es la técnica. Pero no sólo el socialismo revolucionario va a llevar a la práctica
el viejo sueño del Paraíso terrenal; también el liberalismo considera llegado el momento de
hacerlo. Cuando autores como Fukuyama o Popper hablan de “Final de la Historia” o de “el
mejor mundo posible”, se están refiriendo al “ensayo general con todo” para materializar el
viejo sueño liberal del gran mercado planetario. Y una vez más, la técnica es el arma
privilegiada para esta tarea.
30
en sí misma dirección alguna.
En efecto, uno de los puntos de apoyo fundamentales del progresismo era la presunción
de que todo conocimiento y todo saber son acumulativos, es decir, que se suman unos a otros
en un movimiento constante y eterno de perfección. Es el tópico: “Cada vez sabemos más”.
Pues bien: los filósofos de la ciencia contemporáneos han terminado rompiendo con esa vieja
visión. Los conocimientos no se acumulan progresivamente. Toda nueva teoría no completa
o afina la anterior, sino que con frecuencia rechaza la teoría precedente, porque las nuevas
definiciones y conceptos suelen tener un significado distinto o contrario a los anteriores. La
microfísica aportó un ejemplo muy claro: el concepto de “masa”, en Newton, era una
constante, pero para Einstein dejó de serlo. Aquí no hay evolución ni acumulación. Lo que
hay es refutación. Por eso autores como Thomas S. Kuhn (La estructura de las revoluciones
científicas) o Paul K. Feyerabend (Contra el método) sostienen que el progreso científico es
una falsedad.
Otra de las grandes refutaciones científicas de la idea progresista ha venido del mismo
campo que en su día sirvió para alimentarla: la evolución biológica. En efecto, hasta hace
poco tiempo el progresismo buscaba su fundamento en la teoría darwiniana de la evolución:
la ley básica de la vida sería un movimiento continuo de perfección de las estructuras vitales;
ese movimiento de perfección avalaría la tesis según la cual la regla general del mundo es el
progreso “hacia lo mejor”. Pues bien: todo éso ha sido desmentido categóricamente por la
biología actual. Dentro del propio paradigma evolucionista, es decir, dentro de los propios
seguidores de Darwin, todos los cálculos estadísticos sobre el devenir de las especies
demuestran que es imposible fijar el sentido y la dirección de las mutaciones genéticas. Hay
evolución, pero esa evolución no es progresiva. En realidad estamos en una interacción
permanente entre elementos “de cambio” (mutación, adaptación) y elementos “de
conservación” (por ejemplo, las estructuras genéticas). De manera que no hay progreso,
porque no se puede fijar de antemano la dirección de los cambios en las estructuras vivas.
Como dice el premio Nobel de Medicina Konrad Lorenz (en Decadencia de lo humano), la
evolución es aleatoria e imprevisible. En la vida natural no hay progreso: hay azar y, con
frecuencia, milagro y tragedia. Más clara es aún la refutación biológica del progresismo si
salimos del paradigma darwiniano y vamos a los nuevos paradigmas de tipo organicista
como el que ha expuesto Roberto Fondi, donde se contesta la propia idea de evolución: en
este caso, la famosa línea de la historia no aparece por ninguna parte.
Y otro de los grandes argumentos progresistas que han chocado contra la realidad
31
empírica es la presunción de que el devenir del cosmos obedecía también a una regla de
expansión constante y uniforme. Es el llamado “expansionismo”, basado en los cálculos de
Hubble, astrónomo que había descubierto que el alejamiento de las galaxias no se producía al
azar, sino organizado en uniforme expansión. Esa expansión obedecía a una medida, a una
constante: la “constante de Hubble”. Ahora bien, desde los años setenta se sabe, entre otras
cosas, que esa “constante” no es constante. Es verdad que en el cosmos hay movimiento, pero
no es sólo un movimiento expansivo, sino también contractivo. Las estrellas no se abren en
una progresión eterna, sino que por la dinámica de la gravedad, como señaló Fred Hoyle,
llegará a cerrarse sobre sí mismo. Según Paul Davies (El universo desbocado), la
inevitabilidad del fin del mundo está inscrita en las leyes de la naturaleza, y ese fin no será la
apoteosis de la felicidad, sino una catástrofe de fuego. De nuevo nos encontramos al genio de
lo trágico inscrito en el núcleo mismo del cosmos, exactamente igual que pensaban ya
nuestros antepasados.
32
verdadero significado de nuestro tiempo es la ruptura general con la filosofía de la
modernidad. En cierto modo es verdad que estamos en un “Fin de la Historia”. Pero lo que ha
terminado no es la historia en general ni las aspiraciones humanas, sino un cierto modo de
entender la Historia. La puerta está abierta a nuevas aportaciones.
Este progresismo descafeinado está detrás de todas y cada una de las iniciativas
sociales del sistema: disolución de los criterios políticos en beneficio de los económicos,
renuncia a la idea de comunidad política (por la vía del “patriotismo constitucional”),
supresión de los deberes sociales (insumisión, objeción), fractura de las instituciones clásicas
(el caso más relevante es el de la familia), apología de los derechos individuales (pero
reducidos a
términos de consumo y bienestar material), respeto pseudorreligioso hacia la opinión
del sujeto (fragmentación de las viejas religiones), etcétera.
El punto débil de esta concepción es que carece de un proyecto social constructivo. Por
decirlo así, el nuevo progresismo deja las grandes decisiones políticas en manos de
“aparatos” técnicos y económicos (la burocracia estatal, los grandes bancos, la finanza
internacional) y se limita a predicar una revolución íntima, una revolución en el ámbito de la
vida privada individual. Es lo que André Gorz, teórico en otro tiempo del socialismo
revolucionario, ha llamado “la revolución de la vida cotidiana”. Pero es también lo que
podríamos denominar, en palabras del filósofo español Javier Muguerza, como una “razón
sin esperanza”. Este neoprogresismo reaccionario ya no es capaz de explicar por qué hay que
llevar a la práctica la “micro-revolución”. Sólo nos pide fe. ¿Pero fe en qué? ¿En la
inevitabilidad de un determinado tipo de sociedad? ¿Y dónde queda la voluntad del hombre?
¿Hay que creer ahora que el hombre ya no puede crear? El neoprogresismo sostiene la tesis
de que “es peligroso” que el hombre cree su propio destino. El neoprogresismo es una
filosofía del cansancio. Por eso puede ser considerado como una ideología de la tercera edad.
Frente a esto, queda la puerta abierta para crear nuevas ideas de la historia y nuevos
proyectos de destino. La posmodernidad no es sólo un fin, la imagen de un crepúsculo; es
también el anuncio inevitable de un nuevo principio, la imagen de una aurora. Muerta la
historia como finalidad, puede volver a nacer la historia como voluntad -una voluntad que al
mismo tiempo reconozca sus limitaciones en un mundo que es el que es y no puede ser otro.
Ya hemos visto que toda concepción del mundo tiene tras de sí una concepción de la
historia. Hemos visto también que la interpretación lineal de la historia ha muerto: el
progresismo, que ha guiado los grandes movimientos ideológicos del mundo en los últimos
33
siglos, ha demostrado ser una falsa ilusión. Nos queda la otra concepción clásica: la del ciclo
eterno, la historia circular. Pero la concepción del ciclo también es, a su modo, lineal, porque
presupone un principio y un final determinados. Entre ambas visiones, el lugar del hombre
queda sepultado. Nosotros, sin embargo, tenemos razones para creer en la capacidad
humana, tanto individual como colectiva, para imprimir su sello a los acontecimientos.
Necesitamos, por tanto, una nueva visión de la historia.
34
No tiene sentido dotar a las categorías temporales de un contenido moral o ideológico.
Es un error sacralizar el pasado, entre otras cosas porque eso nos condena a un perpetuo
lamento por la virtud perdida; es un error sacralizar el futuro, porque eso significa aceptar la
superchería de que todo cambio será inevitablemente para mejor; es un error sacralizar el
presente, porque el presente, en sí mismo, no es nada más que un momento transitorio.
¿Qué sentido podemos dar nosotros a la historia, con qué herramientas podemos
interpretarla? ¿Significa realmente algo? ¿Nos dice algo el devenir?
- Segunda función: después, la fuerza guerrera y el coraje militar, los viejos dioses y
santos de la guerra, el “pecho” de la sociedad en la República platónica, los bellatores de la
Edad Media, cuya misión es proteger y defender al conjunto.
Es muy interesante notar que esta visión del orden social ha imperado en todos los
pueblos de Europa, quizás inconscientemente (no es ahora el momento de entrar en esta
discusión), desde el alba de los tiempos históricos hasta la Revolución Francesa, es decir,
durante más de tres milenios.
35
de la primera función hacia el dominio tiránico de la tercera función. Hoy, en efecto, los
valores imperantes en nuestra sociedad son casi exclusivamente de orden económico,
productivo, hasta el extremo de que puede definirse a la civilización contemporánea como un
conjunto de estructuras encaminadas únicamente a la satisfacción de las necesidades
materiales. Se trata de un proceso general de pérdida de la dimensión soberana y sagrada en
beneficio de la dimensión utilitaria y económica, como percibió perfectamente Ortega en su
Interpretación de la Historia Universal. La historia moderna y contemporánea sería la historia
del triunfo de la tercera función, mientras que la historia antigua venía definida por el imperio
de la primera función.
El esquema también sirve para explicar nuestra historia reciente. ¿Qué fueron los
movimientos fascistas en toda Europa? Es curioso, pero lo único que tienen en común el
nacionalsindicalismo, el fascismo y el nacionalsocialismo, por ejemplo, es su pregonado
sentido aristocrático de la vida social (aunque su práctica política pueda en otros casos ser
definida como un avatar de la sociedad de masas), su repudio absoluto de los valores
burgueses y su objetivo de introducir la fuerza del trabajo y del capital dentro de un orden
más amplio, así como la suspensión del proyecto lineal-progresista de la modernidad (aunque
ciertos autores defiendan, con buenas razones, que no es sino una prolongación del propio
genio moderno).
Ahora bien, los fascismos murieron: se vieron envueltos en una guerra que acabó con
ellos. ¿Por qué fracasó este intento de cerrar el paréntesis abierto con el triunfo de la tercera
función? Siguiendo nuestra hipótesis, podríamos explicarlo diciendo que los fascismos, en
realidad, eran resistencias contra la tercera función, sí, pero desde la segunda función, desde
lo guerrero, es decir, desde una visión que sigue siendo tan parcial como la de la tercera
función y que, por tanto, no basta por sí misma para aprehender la totalidad de las
dimensiones de la vida. Como vemos, el esquema de interpretación de la Historia a partir de
las tres funciones clásicas puede dar mucho de sí.
En este sentido, y si estamos de acuerdo en que uno de los grandes males de nuestra
civilización es el intento de uniformar el mundo en torno a los valores de la producción
económica, en torno a los valores de la tercera función, podemos perfectamente defender la
tesis de que lo que haría falta, más bien, sería una nueva concepción del mundo que gravitara
en torno a una lógica de primera función. Porque la primera función, la función soberana y
religiosa, ha demostrado ser históricamente la única capaz de integrar en un sólo movimiento
a las otras dos funciones: tanto el trabajo, la riqueza y la fecundidad como los valores
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guerreros vienen a ser puestos al servicio de la comunidad en su conjunto, respetando su
cualidad particular y otorgándoles una dignidad específica. Por el contrario, las ideologías de
la modernidad son incapaces de aprehender esta naturaleza global de las comunidades
humanas: el liberalismo y el marxismo, porque son ideologías de lo económico que reducen
toda la realidad social a su mera dimensión utilitaria; los fascismos, porque la reducen a una
existencia de carácter militar.
¿Una hipótesis arriesgada? Sea como fuere, esta interpretación de la historia -que,
insistimos, aportamos aquí a título de simple hipótesis de trabajo- tiene la ventaja de
ofrecernos un marco explicativo general del devenir de los valores en nuestra historia.
Bibliografía:
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38
IV
La cuestión de la técnica
1. Perspectivas de la técnica.-
¿Qué se quiere decir con que la técnica es neutra? La mayor parte de las ideologías
dominantes -cada vez más reductibles a una sola ideología- coinciden en considerar el
fenómeno técnico como un hecho neutro. La técnica sería simplemente un instrumento; será
buena o mala según el uso que el hombre haga de ella. De ese modo, un uso “bueno”
convertirá a la técnica en “buena”. Una técnica puesta al servicio del progreso humano, por
ejemplo, será buena; por el contrario, una técnica puesta al servicio del exterminio físico de
los ciudadanos de Nagasaki, sería mala. Ahora bien, el hecho es que la potencialidad de la
técnica está siempre ahí y le es indiferente el discurso ideológico: así, los ciudadanos de
Nagasaki pudieron ser exterminados en nombre del progreso humano y en nombre de la paz.
Esa coincidencia de poder mortífero y discurso moral no puede estar vacía, no puede ser una
broma; debe querer decir algo. Por otra parte, nadie ha conseguido impedir, desde la
perspectiva de la neutralidad, el uso perverso de la técnica, y ello a pesar de que la cuestión se
ha planteado desde hace ya varios decenios. El hecho de estar guiada por discursos morales o
humanitarios no ha impedido que la técnica, supuestamente “neutra”, produzca efectos
negativos. Lo cual deja pensar que el desarrollo técnico posee, por utilizar esta expresión,
una especie de alma propia, es decir, que no es neutro, que tiene un significado en sí mismo,
irreductible a los discursos o justificaciones que los hombres despliegan para darle sentido.
39
2. La técnica no es neutra.-
A este elemento materialista del pensamiento moderno hay que añadir otro
concepto-clave: el de progreso. Para el hombre moderno, en efecto, el despliegue de la
dominación técnica se justifica en tanto que es el medio para alcanzar mayores cotas de
bienestar y prosperidad. Es un camino ascendente cuya meta consiste en la felicidad material
absoluta. Y los avances de la técnica son la principal manifestación de ese progreso. Así, el
progreso llega a identificarse con el desarrollo técnico, y viceversa. Cuando se habla de
países o de civilizaciones “avanzadas” o “atrasadas”, se hace en función de su mayor o menor
grado de desarrollo técnico. De ese modo, la técnica va a ser considerada durante mucho
tiempo en el espacio occidental como sinónimo de felicidad, y esto ha venido siendo así hasta
una fecha relativamente reciente.
40
justificaban el desarrollo técnico a cualquier precio prácticamente han desaparecido, pero el
desarrollo técnico sigue su camino, y lo que es más importante: sigue adelante sin necesidad
de nuevas coartadas ideológicas, sin necesidad de un discurso que lo justifique, que le de
sentido.
Esta supervivencia del desarrollo técnico por encima de los discursos ideológicos que
lo justificaban demuestra que la técnica posee una esencia propia, una vida autónoma. Marx
lo explicaba utilizando una vieja metáfora: la del brujo que conjura ciertas fuerzas, las hace
aparecer y luego no es capaz de controlarlas. Con la técnica ha ocurrido lo mismo: la
modernidad la hizo aparecer, creyó utilizarla para moldear el mundo, pero ha terminado
siendo la técnica la que intenta moldear el mundo a su imagen y semejanza -a imagen y
semejanza de la máquina. Así, la cuestión de la técnica se ha convertido en uno de los
grandes puntos de quiebra del discurso moderno: éste no puede seguir defendiéndola, porque
la técnica ha demostrado que no es el soñado instrumento de emancipación; pero tampoco
puede detener su avance, porque la técnica es ya la esencia misma del pensamiento moderno,
y éste no podría negarla sin negarse a sí mismo. La ideología dominante se encuentra ante un
callejón sin salida.
Cuando decimos que estamos en una civilización de la técnica queremos decir que la
técnica se ha convertido en el eje absoluto de toda la organización de nuestras vidas: el
principio rector de las relaciones entre los individuos, de sus aspiraciones íntimas, etc. Al
igual que ha habido épocas religiosas o guerreras, hoy vivimos en una época técnica. Y eso
significa que la técnica es el criterio orientador de toda actividad en cualquier aspecto de la
vida.
41
política porque las grandes decisiones de los estadistas ya no conciernen al destino colectivo,
ni responden tampoco a actitudes filosóficas o éticas ante la vida pública, sino que giran en
torno a los conceptos de eficacia, prosperidad, crecimiento, desarrollo y bienestar, que son
criterios económicos y por tanto, como acabamos de ver, sometidos ya al principio técnico.
Hoy la política no consiste en impulsar empresas audaces, y mucho menos en hallar la
fórmula del buen gobierno, como dicen los tratadistas clásicos, sino que el único objetivo de
la política consiste en gestionar de un modo eficaz los mecanismos del Estado, y esa gestión
eficaz pretende pasar por encima de cuestiones políticas tan elementales como la
independencia de los pueblos. La tecnocracia es el ejemplo más acabado de la tecnificación
de la política.
Pues bien: en ese mismo momento en que la técnica explota y extiende su dominio
sobre todos los aspectos de la vida, surge también la conciencia de que la técnica encierra
graves peligros, amenazas decisivas. No es preciso, por conocida, repetir la letanía de
umbrales de crisis donde la técnica nos ha situado: catástrofes nucleares, manipulaciones
genéticas, etc. Lo que aquí nos interesa retener es sobre todo el siguiente hecho: temores que
hasta hace poco tiempo sólo eran compartidos por unos pocos, se han convertido ahora en
convicción general.
42
momento. Pero no es sólo un tópico. Es innegable que el desarrollo técnico está alterando
nuestras condiciones biológicas de supervivencia de un modo irreversible. Esa constatación
ha sepultado la vieja fe que hacía del progreso técnico un sinónimo de felicidad humana
universal.
De igual manera, se han constatado los efectos del mundo técnico en la psicología
individual y colectiva: la aparición de patologías de la civilización (stress, ansiedad,
depresiones, etc.), características de un mundo donde los criterios de eficacia técnica han
sustituido a todos los demás valores, lleva a los psicólogos a preguntarse cuánto más es
posible “estirar” el equilibrio psicológico individual y colectivo para adaptarlo a las
exigencias del mundo técnico.
Por último, se ha hecho patente el grave desajuste entre el desarrollo técnico (cultural)
y el desarrollo biológico del ser humano. La técnica se mueve más deprisa que nuestra
evolución como especie, como ha explicado abundantemente Konrad Lorenz. Lo que pueda
salir de ahí es todavía un enigma, pero las perspectivas no son nada positivas.
Nuestra reconstrucción partirá del escalón más elemental: el papel que juega la técnica
en la adaptación de la especie humana a su entorno. Haremos, pues, una antropología de la
técnica, y desde ahí iremos cubriendo etapas, interpretando el camino de la técnica moderna,
tratando de sacar a la luz su contenido profundo, hasta desembocar en una metapolítica de la
técnica.
Empecemos por decir que la técnica no es una adquisición tardía del hombre, o una
maldición o una desviación. La técnica, en sí misma, es un fenómeno consustancial a la
propia existencia de la especie humana. Tanto Arnold Gehlen como Konrad Lorenz han
explicado que el ser humano, desde un punto de vista biológico, es un animal desprovisto por
completo de instintos acabados, a diferencia de los otros animales superiores. Por eso el
hombre se puede adaptar prácticamente a cualquier medio, desde Alaska hasta el Sahara:
precisamente porque carece de especialización adaptativa, algo que los demás animales sí
r poseen. De modo que el hombre es un animal incompleto. Ahora bien: esas carencias
fisiológicas son sustituidas por un desarrollo único de su capacidad intelectiva. Y dentro de
esa capacidad intelectiva se halla la aptitud de utilizar instrumentos y servirse de ellos para
adaptarse al medio. Eso es la técnica. Por lo tanto, y desde este punto de vista antropológico,
la técnica no es algo ajeno a la naturaleza, sino todo lo contrario: la técnica es la naturaleza
específica del hombre.
43
Por la misma razón, la mera existencia del ser humano sobre la tierra es imposible sin
técnica. No existe ni un solo grupo humano que no haya desarrollado tal o cual forma de
técnica, desde el hacha de silex hasta el cohete espacial, pasando por las pirámides y la
pólvora. Esta constatación invalida las tesis apresuradas acerca de la maldad de toda técnica o
de la técnica en sí misma. Incluso aunque se volviera a una existencia semejante a la del
Neolítico, con armas rudimentarias y útiles domésticos primarios, eso seguiría siendo
técnica. La técnica es nuestra naturaleza; es la forma humana de estar en el mundo; sin
técnica, no hay humanidad propiamente dicha.
Pero, si la técnica es la naturaleza del hombre, ¿por qué hoy la técnica es la principal
amenaza contra la propia naturaleza? ¿Acaso la naturaleza del hombre es incompatible con la
naturaleza de las demás especies? Hoy parece que así ocurre. Y sin embargo, durante
milenios no ha sido así. ¿Por qué este cambio? Aquí entramos en una de las cuestiones
fundamentales de nuestra reconstrucción, que es el paso de la técnica antigua a la técnica
moderna.
Básicamente, podemos decir que la técnica antigua se caracterizaba por poseer grandes
connotaciones religiosas. En el mundo antiguo, la tierra, la materia, poseía un alma. Hoy
todavía es posible ver cómo en ciertos lugares del mundo se reza antes de cortar un árbol. Por
nuestros historiadores sabemos que los pueblos europeos practicaban ciertos ritos antes de
abrir una mina o saludaban a la tierra antes de arar un campo. La tierra poseía una sacralidad.
Ese era el motivo de que no fuera posible adoptar hacia la tierra una actitud de “explotación
de recursos”, como se dice hoy. Una tierra sacralizada posee alma; en consecuencia, no es
posible penetrar en ella sin respeto. La técnica antigua no es una técnica de explotación y de
rendimiento, sino una técnica de adaptación y de convivencia. Y es que en la visión antigua
del mundo todo guarda relación con todo, el mundo es una unidad, y no se puede alterar uno
de los elementos del conjunto -la tierra- sin alterar al conjunto mismo -la vida-.
Por el contrario, la técnica moderna parte de otros principios. Desde el momento en que
se ve la tierra como materia inerte puesta a disposición del hombre, nada prohíbe penetrar en
ella y obtener el máximo rendimiento posible. El mundo deja de ser una unidad, un conjunto,
para pasar a ser una “cosa”. El hombre, al alterar la materia, no tiene conciencia de estar
rompiendo ningún equilibrio ni ningún conjunto, puesto que ignora la existencia de éste. La
técnica moderna es una técnica donde sólo cuenta el hombre y sus deseos inmediatos de
satisfacción de necesidades y de acumulación de recursos. A partir de ese momento -y sólo a
44
partir de ahí-, la técnica se convierte en una amenaza. Este proceso de transformación, este
paso de la técnica antigua a la técnica moderna, no debió de ser evidente a ojos de todo el
mundo. En realidad, hasta el siglo XIX la técnica no se convierte en un mito expresamente
llamado con ese nombre: técnica. Sin embargo, sus consecuencias son ya visibles: se han
levantado las viejas barreras para aplicar inmediatamente cualquier conocimiento adquirido.
Antes, la adquisición de un conocimiento no implicaba en modo alguno el desarrollo de una
técnica; por ejemplo, sabemos que los griegos conocían la fuerza del vapor, pero a nadie se le
ocurrió hacer máquinas. Hoy, sin embargo, es prácticamente imposible que un nuevo
conocimiento en cualquier rama de la ciencia (la genética, la termodinámica, la energía
nuclear) no sea transformado en técnica.
Por último, la fase terminal del problema técnico adviene cuando empieza a ponerse en
cuestión la legitimidad de una técnica concebida como fin en sí misma y como destino
necesario de toda la humanidad. En primer lugar, porque la técnica pertenece sólo a un
espacio concreto de civilización: el occidental, de manera que su pretensión planetaria,
incluso cuando adopta aires filantrópicos, no deja de ocultar una forma evolucionada de
colonialismo. En segundo lugar, y quizá sobre todo, porque dos ramas concretas de la
aplicación técnica (la genética y lo nuclear) han planteado por primera vez la posibilidad real
de modificar o de suprimir la vida, lo cual supone un “salto cualitativo” en el problema
técnico.
45
modernidad. En esas condiciones, es imposible seguir hablando de la técnica como criterio
de destino, y esa imposibilidad implica también la negación de los grandes valores
(progresistas y materialistas) que han amparado la expansión del dominio técnico sobre todo
lo vivo. La fase terminal del problema técnico reclama la instauración de unos nuevos
valores capaces de someter a la técnica desencadenada.
Después, no hay que perder de vista que el fondo del problema técnico no es político,
económico o administrativo (y mucho menos técnico), sino que estamos ante un problema
filosófico, en la medida en que es producto de una determinada manera de ver el mundo. La
técnica es un desafío filosófico. Y por eso el problema de la técnica nos obliga hoy a pensar
de nuevo los grandes tópicos del pensamiento moderno: el materialismo, el individualismo,
el progresismo... en suma, el discurso de la Ilustración, que ha actuado como máscara de la
expansión universal de la técnica. Hay que pensar otra vez nuestra situación en el mundo más
allá del humanismo y más allá del nihilismo.
Esta tarea significa, en el orden práctico, sustituir la actual escala de valores por unos
valores nuevos. ¿Cuáles son esos valores nuevos? Ese es el gran problema de nuestro tiempo
-y la cuestión de fondo de este Curso-, pero podemos apuntar algunas vías que habrá que
explorar: frente al individualismo de masas, que produce una concepción económica de la
existencia, la reivindicación de una comunidad formada por personas singulares; frente al
cosmopolitismo planetario, que favorece la expansión universal de la técnica, la defensa del
arraigo y las identidades; frente al materialismo economicista, que obliga a todos los grupos
humanos a vivir en torno a los criterios de la producción y la explotación, una nueva
46
espiritualidad que sea capaz de integrar a la naturaleza en su visión del mundo. Forjar tal
concepción no es misión de los políticos; pero ninguna política podrá acercarse con una
visión alternativa al problema de la técnica moderna si no parte de estos supuestos.
Desde esa nueva antropología y desde esa nueva filosofía, se puede aspirar a
reconstruir un orden capaz de someter el fenómeno técnico. Volvemos a recurrir a los
patrones de la Teoría General de Sistemas para recomponer una visión del mundo
jerarquizada que incluya a la técnica. Desde esa perspectiva, el orden sería el siguiente:
La técnica sólo tiene sentido si está integrada dentro de un orden que la supera y que le
confiere significado. La técnica es un producto de la civilización y la civilización es un
producto de la cultura, es decir, del conjunto de valores de un grupo humano concreto en un
medio físico concreto. Ese grupo se proyecta en la historia y se otorga un destino a través de
lo político. Todos estos elementos (ecológicos, culturales y políticos) han de ser previos a
cualquier decisión de orden técnico. Y sólo entonces podremos decir que hemos domado al
dragón.
Bibliografía:
47
V
1. Qué es humanismo.-
En ese sentido, si queremos superar la idea del hombre derivada del pensamiento
ilustrado, hemos de explorar la cuestión del humanismo y hemos de preguntarnos por dónde
podemos superarlo.
48
En el contexto de la modernidad, “humanismo” equivale a condición universal del
hombre. Para el pensamiento ilustrado, el hombre es un ser individual igual a los otros
hombres. El humanismo, en esta lógica, es una forma más del individualismo moderno. No
obstante, esta forma de individualismo se legitima a través del recurso a otras concepciones
filosóficas que, en la antigüedad, pusieron el acento sobre la existencia del sujeto. Pero un
breve recorrido histórico nos permitirá comprobar cómo el humanismo antiguo y el
humanismo moderno son, en rigor, contradictorios. El humanismo antiguo incluía en el
término “humano” todo lo que rodea a la existencia terrenal y espiritual del sujeto, y además
hacía referencia sólo a unos hombres, los sabios, y en el contexto de unos pueblos donde la
categoría de “hombre” tenía una significación muy limitada. El humanismo moderno, por el
contrario, elude las implicaciones intelectuales, étnicas e históricas del término y se
identifica con el paradigma individualista de la modernidad, que ha separado radicalmente
hombre y mundo, como hemos visto anteriormente.
Otros pretenden encontrar una fuente del humanismo moderno en el Derecho Romano,
y especialmente en el concepto de Persona. Es probable que en el plano de las hipótesis
genealógicas, que son siempre tan etéreas, pueda hallarse tal cosa. Sin embargo, lo cierto es
que el concepto de Persona, en el Derecho Romano, no es más que una herramienta jurídica
para regular las relaciones dentro de la sociedad, y de ella no se deduce, en absoluto, una
voluntad de antropocentrismo filosófico ni de individualismo social.
Para empezar, Dios se concibe como algo diferente al mundo. Para los judíos, Dios no
está en el mundo. Lo crea desde fuera y como un acto de graciosa voluntad. No hay
49
sacralidad en las cosas terrenales, no son en sí mismas santas. Por el contrario, los dioses de
los otros pueblos tradicionales -por ejemplo, los indoeuropeos- habitaban en la tierra, la tierra
se hallaba encantada por lo sagrado.
Como consecuencia de las dos premisas anteriores, el hombre se escinde del mundo. El
mundo ya no es santo, ya no está encantado. Su única finalidad es ser dominado con trabajo y
sufrimiento porque Dios lo manda. Del mismo modo, el hombre no lleva en sí a la divinidad,
sino que ha de orientar su vida a encaminarse hacia ella a través de un camino de muerte y
miedo: son los desiertos de Midbar y Chemama. La ciudad, Ur, queda condenada. El hombre
hebreo, por tanto, flota sin vínculos que lo unan a una tierra, a un mundo sagrado, ni a una
comunidad, a una forma de organización civil.
50
paraíso político, había una curiosa clase social que era la de los esclavos.
Pero el Renacimiento sí aporta una novedad significativa: será a partir de aquí cuando
humanismo e individualismo empiecen a significar lo mismo. Y no por los humanistas del
renacimiento, sino por los comerciantes genoveses o venecianos, que beben en las fuentes
clásicas y las deforman hasta reducirlas a manuales de conducta individual. Y después,
gracias a los frailes protestantes, que con su libre interpretación de las Escrituras descubren
cómo la condición del hombre en la tierra es la de un ser escindido, puesto en relación directa
con Dios al margen de su Ciudad, de su comunidad de pertenencia. Puede sostenerse que las
viejas escisiones operadas en el mundo hebreo resurgen aquí, con el protestantismo.
Una vez más, el mundo queda condenado. La diferencia es que ahora ya no habrá que
abandonarlo, sino que se trata de dominarlo y explotarlo. Como vio Max Weber, con el
protestantismo nace el capitalismo... para mayor gloria de Dios.
Aquí el humanismo deja de ser lo que era entre los griegos y entre los renacentistas y se
convierte en una máscara de la explotación técnica del mundo. La guinda filosófica la pone
Descartes, que, como ya hemos indicado páginas atrás, distingue entre “res cogitans” y “res
extensa”. ¿Qué es la res cogitans? La mente, el alma, la individualidad del sujeto, que es
infinita -pero la res cogitans también es Dios. ¿Y qué es la res extensa? La tierra, el mundo,
ahora simplemente materia, desposeída de su divinidad y convertida en una simple
acumulación de espacio medible.
51
industriales. Los alquimistas conocían muchas propiedades químicas de la materia, pero lo
que buscaban era la clave para el conocimiento del mundo; en los siglos XVIII y XIX, la
química se convierte en una industria más. Todavía Newton o Leibniz se consideraban a sí
mismos más teólogos que físicos; Alfred Nobel compondrá el TNT y luego creará el premio
Nobel de la Paz, Einstein fabricará la bomba atómica y se convertirá en uno de los ídolos de
Occidente. El individualismo, la visión moderna del mundo, que es la matriz del humanismo,
condena de hecho a la tierra y crea las condiciones espirituales, interiores, para un desarrollo
pasmoso de la técnica.
Y esto es lo más trágico del asunto: la técnica, creada por el hombre moderno, termina
levantando la mano contra su creador, como dijo Spengler. La máquina se ha vuelto loca y ya
no hay manera de pararla. Nos amenaza a todos con un colapso inmediato. Y como toda
nuestra vida gira ya en torno a la máquina, como no podemos prescindir de ella, nos
convertimos en esclavos de la técnica, esclavos de algo que habíamos creado para ponerlo a
nuestro servicio. Es así como el humanismo moderno, lejos de conseguir la emancipación
individual, la conciencia absoluta del yo, termina convirtiéndonos en esclavos de algo que ya
ni siquiera es divino o natural, sino mero artificio humano.
Quizá desde este punto de vista, desde esta descripción histórica, se entenderá mejor lo
que quería Nietzsche cuando hablaba del superhombre. En el mundo de Nietzsche, el hombre
se había convertido ya en un ser desligado del mundo, de la vida, apabullado por el peso de su
propio cerebro, como en el poema de Gottfried Benn. Lo que Nietzsche propone es un
superhombre -sería mucho más correcto traducir el término orginal como “sobrehombre”-
que vaya más allá del humanismo moderno y que reconquiste la vida. Es la primera andanada
contra la concepción moderna del hombre universal.
Con todo, quien pone en relación el humanismo con la civilización técnica y quien hace
que esta superación del humanismo sea una operación consciente es Martin Heidegger, en
quien nos hemos inspirado ampliamente a la hora de desarrollar este tema. Heidegger cree
que el camino de la filosofía occidental ha sido un progresivo alejamiento del Ser. Desde las
escisiones de Sócrates, que se había hecho eco de las escisiones hebreas antes explicadas,
toda la trayectoria de la metafísica occidental habría sido una progresiva separación de
esferas: separar a los hombres de los dioses, separar a los dioses de la tierra, separar a los
hombres de la tierra... Heidegger interpreta que el propio Nietzsche es el punto decisivo de
esta trayectoria, porque, en efecto, Nietzsche, con su teoría de la voluntad de poder, estaría
descubriendo el verdadero impulso de la civilización occiental: ni humanismo, ni
emancipación del sujeto, ni gaitas. Poder, poder puro y desnudo. Pero esa concepción sólo
cabe cuando se han roto los viejos vínculos. La palabra de Zaratustra, para Heidegger, sería la
última palabra del pensamiento occidental. Ahora de lo que se trataría es de volver al punto
de partida, antes de Sócrates; volver a pensar lo que pensaron los griegos de una forma aún
más griega -y reencontrar el Ser.
Es interesante reseñar el camino que describe Heidegger, porque nos puede ayudar a
reconstruir todo lo que hemos dicho hasta ahora y lo que luego vamos a decir. Son
fundamentalmente cuatro pasos:
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- El humanismo moderno, concebido como individualismo, nace como oposición a la
sacralidad de la existencia terrenal. Destierra a los dioses, desacraliza la tierra y la convierte
en mero territorio de caza para un individuo infinito.
- Aquí nace la técnica moderna, que es la forma que adopta el impulso humano por
adueñarse del entorno que le rodea y explotarlo. Expulsados los dioses, ya no hay barreras. El
hombre queda solo y fuerte ante el mundo. Por eso la técnica moderna es fruto del
humanismo.
- La técnica, por su propio devenir, que es la voluntad de poder material, termina
deshumanizando al hombre, convirtiéndolo en esclavo de su propia creación. El mundo que
nos rodea, el mundo del triunfo del humanismo, ya no es humano, sino técnico.
- En consecuencia, una superación de la civilización de la técnica sólo puede pasar por
una superación del humanismo. Hemos de ir más allá de aquella concepción según la cual el
individuo es omnipotente, libre de todo vínculo con la tierra y con los otros individuos,
porque eso, que es el humanismo moderno, ha acabado conduciéndonos a un mundo donde el
ser humano ya no es nada.
Desde mi punto de vista, éste es el combate más importante que podemos proponer
para construir una visión del mundo alternativa: transportar una nueva manera de entender
las cosas de forma tal que podamos superar la crisis a la que el humanismo moderno nos ha
conducido. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo ir más allá del humanismo? Eso implica reflexionar
sobre las viejas escisiones y suturarlas de forma que nuestro mundo pueda volver a vivir.
- Hay que suturar la escisión del hombre respecto al mundo. Eso implica acudir a una
antropología realista que nos muestre que el hombre es un animal, pero que es también un
creador de culturas, y lo es en el mundo. El hombre y el mundo son lo mismo.
-Hay que suturar la escisión del hombre respecto a lo sagrado. Una idea completa del
hombre tiene que partir del hecho de que el hombre no puede existir sin lo sagrado, y que ese
elemento sagrado está también presente en el mundo. Hay que reencantar nuestras
existencias y reencantar la naturaleza.
- Hay que suturar la escisión del hombre respecto a sus comunidades de pertenencia,
que es una de las consecuencias prácticas de la mencionada escisión hombre/mundo. El
hombre es un ser social, pertenece a algo, algo que es lo que le da vida más allá de su Ego, de
su Yo. Hay que arraigarse.
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- Hay que suturar la escisión que nos ha hecho perder el control sobre la técnica, sobre
nuestra propia civilización. Y hay que hacerlo en los términos de la Gelassenheit, de la
serenidad, de una nueva jerarquía donde los productos materiales estén sometidos a los
criterios de una visión del mundo vertical.
Son vías que podemos explorar para ir más allá del humanismo y plantear una
alternativa a la idea moderna del hombre.
Bibliografía:
54
VI
La idea del modelo social es una de las traducciones principales y más fácilmente
visibles de cualquier planteamiento filosófico-político. Cuando uno piensa el mundo que le
rodea, lo primero que percibe es la necesidad de organizarlo, y esa organización es siempre,
de un modo u otro, social. Por eso detrás de toda filosofía política hay una sociología.
No obstante, no todas las filosofías se acercan con el mismo espíritu a esa vertiente
sociológica de su reflexión. En rigor, puede decirse que hay dos maneras de afrontar la tarea
de la organización social: una, la de quienes creen que la sociedad es como una materia
moldeable e informe, “cera virgen” que el hombre puede modelar a su antojo; otra, la de
quienes creen que en todo conjunto humano hay una serie de constantes predeterminadas,
constantes que vienen impuestas por la propia naturaleza humana, por la tradición o por la
cultura, y que la tarea de organizar la sociedad no puede ignorar esas constantes
pre-existentes.
La primera de estas concepciones sociales -la que ve los conjuntos humanos como
“cera virgen”- puede ser denominada Ingeniería social. La ingeniería social es la creación ex
novo y ex nihilo de una sociedad ideal, es decir, la construcción con materiales abstractos
(una idea preconcebida del individuo, una idea preconcebida de la justicia, etcétera) de una
realidad social determinada. Es la filosofía del “deber ser” puro. A partir de unos supuestos
ideológicos no demostrados, pero en los que se cree con fe, se trata de construir una sociedad
coherente con esos supuestos. Esta es la mecánica de todas las utopías, que imaginan cómo
debería ser la sociedad ideal y tratan de manejar la realidad para que encaje en ese molde
ideal. En general, la sociología desplegada por las ideologías modernas pueden definirse
como “ingenierías sociales”. En las últimas décadas, los teóricos ultraliberales (von Hayek,
por ejemplo) han tratado de reconvertir el concepto de ingeniería social para aplicarlo a
aquellos gobiernos que intentan intervenir en el mercado. Pero no dejemos que las palabras
nos engañen: el propio liberalismo, en la medida en que parte de una antropología
imaginaria, con unos conceptos abstractos del hombre y de las reglas sociales, es una
auténtica ingeniería social.
55
ejemplo. Las formas tradicionales de organización social, así como buena parte de las ideas
sociológicas posmodernas, corresponden a este campo.
La primera gran versión del modelo social moderno es la sociedad liberal, que toma al
individualismo como concepto-clave, como punto de referencia ideológico, y que se
corresponde con el esquema clásico del capitalismo. Aquí vamos a denominar a esta versión
doctrina del “Yo social”.
56
social, pues, que se caracteriza por poner el acento sobre el Individualismo, sobre el Yo.
Ahora bien, en días anteriores hemos visto cómo el Individualismo sería incoherente
sin otro de los grandes principios de la filosofía moderna: el igualitarismo. En efecto, para
sacralizar el derecho del individuo hay que aceptar acto seguido que todos los individuos
tienen iguales derechos (si no, caemos en una evidente injusticia). Sin embargo, el desarrollo
del modelo social individualista/capitalista a partir de los siglos XVIII y XIX dio lugar a una
situación de gran desigualdad social. A partir de ese momento “se activó” el segundo
principio, el del Igualitarismo, que estaba en germen en toda la literatura utópica y en la
propia filosofía ilustrada. Nace así otro submodelo social, siempre dentro del modelo social
de la modernidad, que pone el acento en la condición igual de todos los hombres -y,
naturalmente, reduce todo proyecto social a la obtención de esa igualdad, identificada con la
justicia-. Es lo que aquí vamos a llamar doctrina de los “Yoes iguales”.
La fase actual del modelo social de la modernidad proviene de ese fin de la “guerra
entre dos modelos de sociedad”, que en realidad era una oposición entre dos variantes del
modelo social moderno. Esa “guerra” se ha intentado solucionar mediante el recurso expreso
a un tercer elemento característico de la ideología de la modernidad: el cosmopolitismo, es
decir, la presunción de que el Individuo es un “Yo” puro que debe romper todos sus vínculos
de carácter histórico, tradicional, étnico, cultural, etcétera, considerados como obstáculo para
la libertad. Estamos, pues, ante una tercera variante: la doctrina de los “Yoes puros”.
57
3. La crisis del modelo social moderno.-
Hemos hablado de causas prácticas de la crisis del modelo social moderno. Eso quiere
decir que el modelo social moderno ha demostrado no ser viable en ninguna de sus tres fases:
capitalista, socialista y cosmopolita. Dicho de otro modo: la fuerza de los hechos ha
demostrado que la propia realidad social escapa al molde en que la ideología moderna trató
de encajarlo. Véamos paso a paso por qué.
Lo que aquí hemos llamado doctrina del “Yo social”, es decir, la fase liberal-capitalista
del modelo moderno, ha degenerado en “ley de la jungla”. El submodelo primario, que es el
de la santificación del interés individual (aquel de “vicios privados, virtudes públicas”), ya
demostró en su momento que sólo conducía a una situación de injusticia extrema. El siglo
XIX vivió el horror de la explotación y el siglo XX vivió el horror de la revolución, mera
reacción de masas frente a un modelo social insoportable. Entre uno y otro, el submodelo
individualista ha provocado más millones de muertos que ninguna otra catástrofe a lo largo
de la historia. Hoy, cuando la modernidad entra en crisis, aparece un nuevo fenómeno
pendular que consiste en volver al modelo primario: es el neo-liberalismo norteamericano,
apuntado en la “era Reagan” y acentuado a partir de 1994 con la nueva mayoría republicana
en el Congreso. Este movimiento de péndulo encuentra su justificación en el hecho de que el
modelo alternativo a éste, el igualitario, ha demostrado ser ineficaz. Ahora bien, la eficacia
real del modelo individualista queda por demostrar. El mejor ejemplo es la propia sociedad
norteamericana, donde crecen a velocidad exponencial grandes bolsas de marginación
socioeconómica. Lo mismo ocurre en otros países de Europa. Y lo más notable es que, frente
a esta realidad radical, el neo-individualismo pretende resolver el problema diciendo que lo
mejor es no intentar resolverlo.
Hay que decir que esta renovación de la fractura social es del todo coherente con la
58
visión individualista: en la lógica neo-liberal, si un individuo de una sociedad libre no
consigue defender su interés económico, es porque, de hecho, está renunciando a ser
individuo, con lo cual se convierte no en víctima, sino en culpable. El problema es que este
planteamiento es absolutamente indefendible desde una óptica que no sea exclusivamente
económica. En primer lugar, porque renuncia a la noción de justicia social, que es un criterio
central en la política de las sociedades complejas; en segundo lugar, porque es una bomba de
relojería: si se deja a la periferia crecer sin medida, entregada a su propia suerte, terminará
volviéndose contra el centro.
No obstante, hay que ser conscientes de que si este “pendulazo” neo-liberal ha sido
posible, ello se debe sobre todo al fracaso del modelo social igualitario, que ha generado unos
sistemas políticos y económicos que, lejos de obtener los ansiados resultados de igualdad
universal, no han producido sino jerarquías más discutibles -la del terror policial, por
ejemplo- y grandes frustraciones personales. El igualitarismo social ha degenerado en “ley
del rebaño”.
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puede dar el sistema es que ese “algo” es el propio sistema, es decir, una serie de mecanismos
económicos que garantizan un mínimo bienestar. Eso hace depender la cohesión social del
mayor o menor éxito del sistema económico, lo cual, a la larga, significa que una sociedad
planteará más o menos problemas de cohesión según sea menos o más rica. Por otra parte,
como el criterio del bienestar es fundamentalmente individual, la sociedad cosmopolita va
desagregándose lentamente, porque dejan de existir las instituciones tradicionales que antes
organizaban el conjunto social: la familia, el grupo profesional, etcétera. De esa manera, la
sociedad cosmopolita termina aunando tanto los defectos del modelo individualista como los
del modelo igualitario. Dicho de otro modo, el modelo cosmopolita es el “rostro humano” de
los errores sociológicos de la modernidad, pero no resuelve ninguno de los problemas
planteados.
Hemos visto hasta aquí las causas prácticas de la quiebra del modelo social moderno,
esa doctrina del Yo social. Pero a estas causas prácticas hay que sumar también los
numerosos estudios que han venido a converger en una amplia refutación teórica de ese
mismo modelo social. En este aspecto, como en muchos otros, el jaque mate a la filosofía
moderna lo han dado las ciencias y los estudiosos. Y en el caso concreto del modelo social, el
principal vector de crítica ha venido de la Etología, es decir, el estudio comparado de los
comportamientos animal y humano, que ha demostrado cómo el carácter social del hombre
es inseparable de determinadas pulsiones instintivas, y cómo el modelo social moderno es
contrario a esas pulsiones naturales. Aunque ya hemos visto algunas de estas críticas en días
anteriores, no vendrá mal volver a ponerlas sobre la mesa.
60
aportaciones de culturas diferentes, pero, precisamente, para que tales intercambios y
aportaciones sean posibles es necesario que existan culturas distintas y autónomas, que las
identidades se mantengan. Digámoslo así: yo no puedo intercambiar nada con Otro si yo no
sé quién soy yo. Una cultura es abierta en la medida en que guarda su identidad. Cuando esa
identidad no existe, el grupo se disuelve y la cultura desaparece -y con ella, el arraigo, que
pasa a buscarse en otro tipo de criterios sustitutivos: formas de vida, pautas de consumo, etc.,
pero incluso en este caso sigue existiendo la necesidad de arraigarse, aunque sea en instancias
de rango menor.
Así las cosas, el modelo social moderno se enfrenta hoy a una crisis sin precedentes. En
buena medida, la mayor parte de los problemas sociales que vemos a nuestro alrededor
pueden reconducirse hacia esta crisis general de la ideología social moderna. De manera que
en este punto, como en otros, la solución no puede limitarse a una serie de medidas de
ingeniería social capaces de solucionar tal o cual problema, sino que hay que ir al fondo de la
cuestión y esbozar un modelo social nuevo, capaz de pensar la sociedad de otro modo.
Antes vimos cómo había dos formas de pensar la sociología: como ingeniería o como
organización filosófico-política de una realidad pre-existente. El modelo social de la
modernidad ha sido el de la ingeniería: concebir una “sociedad ideal” y tratar de que la
realidad encaje a golpes en la idea. A nosotros, por el contrario, nos corresponde más bien
proponer el otro camino: el de pensar la realidad social a partir de ella misma y, sobre esa
base, buscar vías de organización política (de la polis) que proyecten a la sociedad en la
historia.
Por otro lado, esa vía de la organización o auto-organización social está siendo la más
explorada por la sociología de nuestros días. La sociedad posmoderna, en efecto, parece
caminar espontáneamente hacia formas nuevas que ya no se pueden entender con los criterios
sociales modernos. En días anteriores hemos visto cómo la sociedad posmoderna estaba
gobernada por un conjunto de valores en contradicción: narcisismo e igualitarismo,
hedonismo y solidaridad primaria, etcétera. El sociólogo más abierto hacia esta nueva
realidad es el francés Michel Maffesoli. A su juicio, la sociedad posmoderna vendría a
caracterizarse por las siguientes características:
- Retorno del tribalismo. Reencantamiento del mundo e ideal comunitario. Desde hace
unos años venimos percibiendo un fenómeno antes inexistente: la aparición de tribus, que no
son (sólo) las tribus urbanas, sino que son cualquier tipo de agrupación con sentimientos
comunes. Ese tribalismo se expresa, ante todo, por la creación de una sensibilidad -no
racional, no política, no técnica- común y por la voluntad de formar parte del grupo. Por
ejemplo: la peña de un equipo de fútbol, la asociación informal de lectores de tal o cual
escritor, etc.
61
cuando está solo que cuando está en grupo. Lo que hoy estaríamos viendo es un creciente
gusto por comportarse conforme al patrón del grupo. Esas subjetividades, por otro lado, no se
expresan a través de opiniones comunes o de filiaciones semejantes, sino mediante unas
“emociones” o “vibraciones” compartidas. Volvemos al ejemplo de la peña de fútbol, pero
también al de los amantes de la música celta, por ejemplo. A ello hay que añadir el hecho del
resurgimiento de los localismos: frente a unas sociedades cada vez más masificadas y donde
se borra la distinción entre el pueblo y la ciudad, la gente tiende a crear sus propias
estructuras de socialidad a escala local, y ese fenómeno es tanto mayor cuanto más
desarrollada técnicamente es la ciudad donde se mueve.
La sociedad que estamos viendo nacer se guía más por estos principios que por los de la
modernidad -individualismo, racionalismo, etc-.
Por otra parte, en los últimos años se ha desarrollado, sobre todo en los Estados Unidos,
una corriente crítica altamente interesante frente al modelo social de la modernidad. Se trata
de los llamados comunitaristas (Etzioni, Sandel, Taylor, MacIntyre, etc.). Los puntos
centrales del comunitarismo son los siguientes:
Los comunitaristas deben ser situados dentro del ámbito intelectual norteamericano,
hoy dominado por el enfrentamiento entre liberales (social-liberales) y libertaristas
(ultraliberales). Son categorías muy alejadas de la realidad intelectual europea; de hecho, los
comunitaristas no podrían encajar exactamente en ninguno (de los movimientos de ideas que
aquí conocemos. Pero su interés es evidente, en la medida en que han planteado una crítica
radical al modelo social moderno en el mismo escenario donde más ha arraigado ese modelo
social.
62
A todo ello hay que añadir que las disciplinas científicas y la reflexión contemporáneas
están proporcionando nuevos modelos teóricos que pueden servir de base o de patrón para
apuntalar la nueva idea de lo social. El modelo teórico de la idea social moderna era el
mecanicismo, metodología de moda en los siglos XVII y XVIII, y que explicaba los
fenómenos mediante un esquema simple de causa-efecto y de relaciones mecánicas entre los
cuerpos (y también entre los hombres, entre esos Yoes aislados que supuestamente
componen la sociedad). Hoy las cosas han cambiado, se camina hacia un nuevo paradigma
científico y, por tanto, parece lógico pensar que de ahí nacerán instrumentos útiles para
pensar la realidad social. En el caso concreto que estamos estudiando, los nuevos modelos
teóricos son sobre todo tres: la Teoría General de Sistemas, el neo-organicismo y el Holismo.
63
reduccionista) de la realidad, donde ningún objeto de análisis puede ser estudiado con
independencia absoluta del conjunto (o el sistema, o el órgano) al que pertenece; más aún: el
objeto sólo tiene sentido en la medida en que forma parte de algo, de ese sistema, de ese
órgano. Sin embargo, la filosofía de fondo de estas concepciones no es nueva, sino tan
antigua como la sabiduría tradicional: se llama Holismo (del griego holon, “Todo”) y se
puede reducir al siguiente lema: “Todo está relacionado con Todo”. Así, si un elemento del
conjunto varía, el Todo se ve afectado. En el caso concreto de la filosofía social, esto
significa que no es posible pensar al sujeto, a la organización, al partido o a la familia como
entes individuales y autónomos, sino que han de ser pensados dentro de su contexto. Un
hombre en un conjunto político no es sólo un hombre, un número en el censo que vota cada
cuatro años, sino un ciudadano, y eso implica una serie de derechos y de deberes que ponen a
ese hombre en relación con los demás y consigo mismo. El Holismo es la forma científica
tradicional de pensar la globalidad.
5. Comunidad y Sociedad.-
Hay, por tanto, dos formas de considerar la realidad social: o como agregado de
individuos (Yoes) intercambiables entre sí, según quiere el pensamiento moderno, o como
conjunto estructurado de individuos, organizaciones e instituciones, lo cual incluye la
relación entre todos estos elementos. Las nuevas tendencias metodológicas y la sabiduría
tradicional se dan la mano hoy, porque, desde el Holismo hasta la Teoría General de
Sistemas, todo apunta hacia una reconsideración de la globalidad, la totalidad. En la historia
de la Sociología, este cambio de paradigma ha de ser puesto en relación con uno de los
episodios fundamentales del devenir del pensamiento sociológico: la distinción hecha por
Ferdinand Tönnies entre Comunidad (Gemeinschaft) y Sociedad (Gesellschaft).
Todos los cambios en nuestra concepción de la sociedad -todos esos fenómenos que
acabamos de ver: el tribalismo, el comunitarismo, etc.- deben ser puestos en relación con esta
vieja polémica entre Comunidad y Sociedad. Así, veremos que las formas sociales que hoy
surgen no son societarias, es decir, modernas, sino comunitarias, esto es, pre-modernas o
posmodernas. Y veremos también que toda superación del modelo social de la modernidad
pasa por una reconsideración del viejo modelo de la Comunidad, que parece mucho más apto
para el nuevo marco que hoy se dibuja.
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Veamos ahora cómo aplicaríamos el esquema Sociedad vs. Comunidad en tres
ejemplos concretos que constatamos todos los días en nuestra vida cotidiana: el aborto, la
inmigración y la insumisión.
Tomemos, en primer lugar, el caso del aborto. El aborto (entendido como el derecho
“libre y gratuito” a la interrupción artificial del embarazo) trata de justificarse mediante el
argumento de que la mujer tiene derecho a elegir sobre lo que hace con su propio cuerpo.
Ahora bien, ese argumento sólo tiene sentido si consideramos los hechos sociales desde un
punto de vista estrictamente individualista (moderno), es decir, si convertimos a la voluntad
individual de una mujer concreta en única instancia de decisión. Por el contrario, desde una
lógica comunitaria ese argumento no tendría sentido, porque en el hecho del aborto o del
alumbramiento no intervendría sólo una voluntad, y ni siquiera sólo dos voluntades (la de la
mujer y la del feto), sino también el interés social, los deberes de la comunidad hacia ese niño
no-nato, los deberes de esa mujer hacia la comunidad, etcétera. Por eso el argumento del
aborto libre y gratuito, hoy esgrimido por la izquierda, es en realidad un argumento
individualista y burgués, y por eso es tan difícil ponerle freno desde la propia lógica del
modelo social de la modernidad. Por el contrario, el argumento comunitario pone un
obstáculo insuperable: la decisión sobre una cuestión que afecta a otro miembro de la
comunidad no puede ser sólo una decisión individual.
Algo muy semejante ocurre con la integración (es decir, la laminación) cultural de los
inmigrantes. Desde el punto de vista del modelo social moderno, que es individualista, no
hay obstáculo alguno para que las poblaciones inmigradas sean obligadas a abrazar nuestro
ordenamiento legal, nuestra lengua y nuestra religión: al fin y al cabo, se trata de individuos
que, como tales, han de aceptar las mismas condiciones que todos los demás individuos, y
nosotros, por nuestra parte, tenemos que aceptarlo así, porque para eso son individuos como
nosotros. Ahora bien, si en lugar de ver al inmigrante como a un individuo
universal-y-abstracto exactamente igual a cualquier otro individuo universal-y-abstracto, lo
vemos como a un sujeto vinculado a un ámbito cultural determinado, con unas aspiraciones
socioeconómicas concretas, con una identidad específica no intercambiable por otra y, por
consiguiente, como un miembro sólo provisional de la comunidad, en ese caso el criterio
abusivo de la integración tendrá que ser revisado y sustituido por otro que reconozca su
dignidad, pero que no atente contra su identidad.
65
modernidad. Sin embargo, desde el punto de vista comunitario la insumisión no tiene
sentido, al contrario: se considera como un “atentado social”. ¿Por qué? Porque supone una
ruptura unilateral de la relación comunitaria, relación que es previa al propio sujeto. Otra
cosa sería la objeción de conciencia: la comunidad puede aceptar que uno de sus miembros
rehúse cumplir ciertos deberes, siempre y cuando se obligue (o se deje obligar) a cumplir
otros. En todo caso, en el esquema comunitario la conciencia individual nunca gozará de la
categoría de valor absoluto y único de Verdad.
A través de las ideas expuestas hemos visto cuál es la situación del modelo social en
nuestro tiempo. ¿Qué alternativa se puede plantear? Ante todo, hay que huir del error de
hacer “ingeniería social”, tan común en todas las políticas de la modernidad. Nadie
conseguirá jamás que el hombre sea bueno, o que sea igual a todos los hombres, o que sea
eternamente dichoso, o que todos los niños tengan la inteligencia de Goethe, como decía
Trotski que ocurriría cuando llegara el comunismo, ni que los mares manen limonada, como
llegó a decir Fourier en sus peores delirios. Más bien, la alternativa tiene que levantar acta de
la realidad social, conocer bien sus constantes para no violentarla, mantener una idea global
(holística) del todo comunitario y defender su cohesión. El objetivo principal habrá de ser
organizar armónicamente el conjunto para que sea fiel a sí mismo (a su identidad) y para que
pueda proyectarse en la historia, y garantizar la circulación de las legítimas aspiraciones
individuales en el interior de la comunidad, donde cada cual pueda cumplir su función en el
conjunto (holismo).
*
Bibliografía:
66
VII
La sociedad de la información:
el problema de la influencia social de la televisión
1. La televisión.
Pero esta constatación lleva aparejada una pregunta: ¿Qué hace, mientras tanto, el
sujeto? El individuo -se presume- sigue siendo un ser dotado de libertad de decisión, lo cual
le haría capaz de arbitrar la influencia de la televisión en uno u otro sentido. Mientras exista
un dedo índice dispuesto para apagar el receptor, siempre será posible desviar o detener la
influencia de la televisión; mientras el sujeto siga siendo un ser autónomo, siempre podrá
decidir si ha de obedecer a los mensajes publicitarios (también series como Sensación de
vivir son mensajes publicitarios) o ignorarlos; en definitiva, y al menos desde un punto de
67
vista teórico, mientras el sujeto tenga voluntad siempre será posible optar entre vivir
conforme a lo que la televisión prescribe o vivir conforme a lo que el propio sujeto decide en
cada instante.
Esta disyuntiva nos conduce a un nuevo interrogante: ¿Es posible separar instrumento
(televisión) y contenido (programación)? El contenido de nuestra televisión, ¿es
necesariamente el que es ahora o podría ser otro distinto? Si así fuera, si el contenido de
nuestra televisión pudiera ser otro, habría que mirar hacia aquellos que son responsables de
los contenidos de la televisión, esto es, hacia los programadores, pues en manos de los
programadores estaría la decisión de hacer televisión de uno u otro modo. ¿Qué lleva a los
programadores a hacer un tipo de televisión cada vez más definido, basado en los concursos,
la publicidad, los reality shows, etcétera? ¿Estamos ante un caso de maldad extrema por parte
de un determinado sector de profesionales? ¿O es que acaso el propio instrumento televisivo
exige ese lenguaje, ese contenido? ¿Qué criterios utilizan los programadores para decidir la
programación con que nos obsequian? ¿Existen unos baremos determinados? Nuestra tesis es
que sí: el propio medio impone esos criterios de programación, porque esos criterios son los
que rigen en el ámbito de la comunicación de masas.
Así las cosas, nos encontraríamos con el siguiente paisaje: disponemos de un medio de
comunicación que no podemos controlar desde su interior. Sólo hay una forma de controlar
la televisión: haciendo que la televisión refleje a posteriori la cultura social. Pero lo que
tenemos es más bien lo contrario, a saber, un instrumento que está definiendo y produciendo
en todo momento esa misma cultura social, un producto que se ha convertido en productor.
¿Es posible variar las cosas? Ello significaría tanto como hacer borrón y cuenta nueva,
definir ex novo el papel de la televisión en nuestras sociedades, y hacerlo no desde posturas
próximas al propio medio, sino desde fuera de él. A enunciar esa definición se dirige el
siguiente texto.
2. Qué es la comunicación.
68
materializa mediante actos-señales por los que un ser vivo comunica a otro sus intenciones.
Esos actos-señales se han llamado, en Etología, displays, según el término acuñado por
Huxley (2). El cortejo del somormujo o los aullidos de un lobo son actos de display. Y nótese
cuál es la función del display: introducir una nueva información en el comportamiento social,
ya se trate de una colmena de abejas o de una colonia de orangutanes. Todo acto de
comunicación, por elemental que sea, tiene una influencia social inmediata. Y si esto ocurre
entre las especies animales más primarias, cuánto más no ocurrirá en el hombre, que ha
creado la estructura social más densa y compleja de todas cuantas existen en la naturaleza.
Toda comunicación crea pautas nuevas de conducta. Por tanto, es lógico suponer que
aquella comunicación capaz de encontrar un canal de recepción masivo tendrá una influencia
aún mayor. El receptor podrá hacer caso omiso del mensaje o podrá actuar en consecuencia;
lo mismo da. El hecho es que el mero término “comunicación” implica un cambio inmediato
en la conducta social: un lobo nunca volverá a comportarse igual después de haber sido
acobardado por los gruñidos de un macho más fuerte, del mismo modo que un vascón del
siglo VIII empezaría a comportarse de un modo completamente distinto cuando supo que se
acercaban los árabes. Toda comunicación implica un cambio de conducta; toda
comunicación social, implica un cambio de conducta social.
69
hubiese desarraigado la representación del mundo y la hubiese liberado, por lo menos
parcialmente, de los lazos que antaño la unían al medio natural y social” (3).
José Luis Pinillos dice que “La televisión ha conseguido lo que habría maravillado a un
Aristóteles, a saber: manejar la forma de las cosas, sin su materia, jugar con la pura similitud
de lo real” (4). En efecto, estamos ante una multiplicación hasta el infinito de la forma y la
apariencia. Pero la gran pregunta, ahora, es saber cómo reacciona el sujeto ante esta nueva
forma de comunicación. Todo parece indicar que reacciona de un modo diferente a como
reaccionaba en el marco de la comunicación verbal, ya fuera oral o escrita. Y, desde luego, no
reacciona de forma positiva. Con la técnica audiovisual, el sujeto cambia de lugar en la
relación comunicacional. Según Mario Perniola, el efecto de los medios de comunicación de
masas es disolver la subjetividad del espectador, alejarle del mundo de imágenes y
representaciones que hasta ahora era el suyo, “arrebatarle su condición de actor y convertirlo
en cosa” (5).
¿Por qué ocurre todo esto? Porque el sujeto se ve desvalido ante un cúmulo de
informaciones que no puede digerir con la suficiente soltura. Cohen-Séat y Fougeyrollas
sugieren que la imagen produce el impacto sobre nuestro cerebro sin que nos haya dado
tiempo a activar los mecanismos de control necesarios (6). Según esa tesis, lo verbal
–insistimos: tanto oral como escrito- afectaría en primer lugar a los centros superiores y a los
mecanismos ya “instalados” de nuestra vida intelectual y psíquica; lo verbal atraviesa los
filtros del raciocinio, y sólo raramente alcanzaría la sensibilidad neurovegetativa, lo cual
limita sus efectos. Por el contrario, la acumulación de imágenes llamativas y en rápida
sucesión haría que la intuición y la afectividad entraran en juego antes de que las instancias
de control de la personalidad hayan llegado a estar en condiciones de captar los mensajes
intencionales. La televisión actúa sobre el instinto, no sobre el raciocinio. Es como si la
televisión atacara por la espalda a nuestro sistema de defensa, a los dispositivos protectores
de nuestro entendimiento. De ese modo, el individuo ya no puede ejercer sobre la imagen el
mismo control que ejercía sobre la información verbal. El premio Nobel de Medicina Konrad
Lorenz lo expresa de este modo: “La excitación instintiva reprime el comportamiento
70
racional, el hipotálamo bloquea el córtex” (7).
Ahora bien, lo único que resulta de ahí es que los individuos, al perder las referencias
colectivas tradicionales, flotan sin ancla en ese nuevo mundo de imágenes. El sujeto, que en
la lógica moderna era un ser libre y consciente en plena auto-construcción, se convierte en
una suerte de Narciso que busca un vínculo sólido al mundo consumiendo una tras otra todas
las imágenes de la pantalla, pero que, precisamente por la profusión de esas imágenes,
termina desechándolas. Así explica Lipovetski el narcisismo contemporáneo: “Una forma
inédita de apatía hecha de sensibilización epidérmica al mundo a la vez que de profunda
indiferencia hacia él: paradoja que se explica parcialmente por la plétora de informaciones
que nos abruman y la rapidez con que los acontecimientos mass-mediatizados se suceden,
impidiendo cualquier emoción duradera” (8).
71
prescindir de ella, como no podríamos prescindir de otros muchos logros de la técnica, desde
los automóviles hasta los ordenadores. Eso otorga una especial relevancia a la función de las
personas e instituciones que tienen bajo su responsabilidad la programación de los
contenidos televisivos, porque se convierten en prisioneros del medio que creen dominar.
Los programadores tienen en sus manos un producto cuyo alcance psicológico (casi
diríamos antropológico) no siempre conocen con la profudidad que sería deseable. No hay
que olvidar esto: el programador, quizá muy a pesar suyo, se ha convertido en un creador de
cultura social. Retomando una idea de Abraham Moles, podríamos decir que el programador
es una especie de intermediario entre el hombre y su entorno. Como señala Pinillos, “las
motivaciones, el pensamiento, la imaginación de nuestro tiempo se hallan en manos de la
medioklatura. La pantalla del televisor es el púlpito desde el que se predica a todas horas una
imagen del mundo y de la vida de la que está empapada nuestra mente. Yo sigo siendo Yo y
mi circunstancia, desde luego, pero mi circunstancia está dejando de ser mía, porque me la
componen los mass media” (10).
Entonces, ¿por qué todo el mundo se queja de la televisión? ¿Por qué nos programan
tanta cosa infumable? ¿Acaso los programadores son seres torvos que buscan ante todo el
dinero sin importarles la salud mental del espectador? No, nada de eso. Los programadores se
encuentran atenazados por la propia naturaleza de la comunicación de masas. Todo el mundo
se queja de la televisión, sí, pero los índices de audiencia constatan que los programas más
vistos son precisamente aquellos que más críticas levantan. Los “culebrones”, los “reality
shows” o los concursos para analfabetos funcionales son generalmente criticados por su
vacuidad, pero el hecho es que son la mejor fórmula para conseguir audiencia. ¿Por qué
ocurre ésto? Por la naturaleza piramidal de la cultura en cualquier sociedad. Los argumentos
complejos, las piezas musicales más perfectas, los cuadros más audaces o los libros más ricos
son, salvo casos excepcionales, cuestión de minorías, las llamadas “minorías cultas”, que
están en la cúspide de la pirámide. Por el contrario, las mayorías menos cultas, la base de la
pirámide, incapaces de entender un matiz en tal o cual pasaje de un cuento de Borges,
devoran con avidez lo último de Isabel Pantoja, se emocionan con La dama de rosa o se ríen
con Ozores y Esteso. Estas últimas cosas están al alcance de todos, de los cultos y de los
incultos; por eso su éxito está asegurado. Y la cultura de masas, precisamente por ser de
masas, ha de dirigirse a la base de la pirámide. Es algo que está en su naturaleza misma.
Ahora bien: todo el mundo sabe que la cultura de masas, que nació con el propósito de
extender la cultura a la base de la pirámide, presenta muchos aspectos nocivos. Como ha
explicado Christopher Lasch, la cultura de masas de las sociedades modernas,
homogeneizada como es, no engendra en modo alguno una mentalidad ilustrada e
independiente, sino al contrario, genera la pasividad intelectual, la confusión y la amnesia
colectiva (11). Y entonces, ¿por qué no hay una televisión para los cultos? ¿Por qué las
programaciones están pensadas exclusivamente para la base de la pirámide? Porque hacer
una programación para la base de la pirámide es una garantía de audiencia, y eso, en un
régimen de competencia comercial, es una garantía de dinero a través de la publicidad. El
programador, en efecto, se encuentra atenazado entre la naturaleza piramidal de la cultura y
la lógica comercial de nuestras sociedades. Y, como el náufrago que puede optar entre hacer
un poema al mar furioso o agarrase al salvavidas y flotar, el programador, por supuesto, opta
por lo segundo. Por eso Juan Cueto dice que “el discurso sobre la televisión es una
72
permanente lucha contra la naturaleza de la televisión” (12). En efecto, parece que no hay
salida.
¿Qué pueden hacer las instituciones responsables de la televisión para invertir esta
corriente? Por desgracia, sólo pueden hacer una cosa: arriesgarse a perder dinero. Y eso, en
nuestro mundo, es pecado.
Miremos ahora la televisión: vemos que este aparato, mero producto, se ha convertido
en productor y reproductor de nuestra visión del mundo. Es decir: el nivel técnico ha
invadido el espacio del nivel cultural. En consecuencia, el problema central de la televisión, y
en general todo el problema de la cultura de masas, queda así reducido a esto: los productos
se han convertido en productores; la creación se ha convertido en creadora, pero un producto
no puede producir porque carece de alma, carece de sentido, y esa es la razón del aparente
sinsentido que nos asalta cuando permanecemos una hora delante de la televisión.
73
de la televisión en nuestras sociedades habría de pasar por restaurar el equilibrio perdido. La
televisión debería estar sujeta a la esfera cultural. Debería reproducir las representaciones
que están arraigadas en nuestra visión del mundo, y no esa suerte de cosmovisión flotante y
sin raíces que hoy se nos muestra. Eso no va a impedir que se sigan produciendo los efectos
negativos del instrumento técnico; quizá tampoco barrerá todos los inconvenientes de la
cultura de masas. Pero, al menos, no nos convertirá en espectadores pasivos de la disolución
del mundo.
Notas:
74
VIII
Principios de una nueva economía política
Dentro del contexto que aquí estamos desarrollando, nos interesarán especialmente las
relaciones entre lo económico y lo político. A este respecto, conviene hacer previamente,
aunque sea de forma somera, una delimitación de dos conceptos básicos: el de Política
económica y el de Economía política.
Por así decirlo, en la política económica prima el factor económico sobre el político,
mientras que en la Economía política prevalecen las concepciones políticas, que ponen a la
economía a su servicio.
En los últimos años, y a medida que se imponía el modelo económico hoy vigente, ha
tomado cuerpo la idea de que sólo hay una política económica posible para asegurar unas
cotas aceptables de bienestar y de riqueza; de hecho, las distintas políticas económicas de los
países ricos son muy semejantes, y las diferencias tienen que ver más con lo social que con lo
propiamente económico. Este argumento, frecuentemente utilizado por los tecnócratas,
conduce a la creencia, ya implícita en el discurso liberal -el discurso fundador de la economía
actual-, de que la economía debe funcionar sola, con las menores interferencias posibles de
los agentes no económicos. Hechos recientes como el de la independencia de los bancos
centrales han de ser interpretados dentro de esta corriente.
Ahora bien, lo que una perspectiva de Economía Política contestaría a esto es que esa
“única política económica posible” sólo es tal desde una cierta forma de ver el mundo, desde
una ideología determinada; en efecto, para la ideología dominante (cosmopolita,
individualista, igualitaria) sólo hay una política económica capaz de universalizar los
mercados y proporcionar unos niveles altos de consumo individual al mismo tiempo que
unos mínimos aceptables de igualdad (al menos sobre el papel). Pero si nuestros objetivos no
son esos, sino, por ejemplo, la soberanía nacional, o la protección del medio ambiente o el
75
reequilibrio Norte-Sur, entonces la política económica tendrá que ser diferente. Así las cosas,
lo que hay que definir a la hora de plantear una alternativa no es una política económica -un
conjunto de decisiones técnicas-, sino una Economía política entendida como una filosofía de
la economía dentro de una filosofía política general, porque la Economía Política siempre
precede a la política económica.
76
anti-materialista.
Las cosas cambian cuando la economía se emancipa del conjunto de las normas
sociales y pasa poco a poco a convertirse en una visión del mundo en sí misma. Es difícil
saber en qué momento exacto se produce la emergencia de la categoría económica como
función autónoma. Pero la cuestión es importante, porque puede considerarse que a partir de
aquí comienza el mundo moderno. Por otra parte, hay razones para pensar que el fenómeno
nació de una forma más o menos brusca, hacia el siglo XV y especialmente en la península
italiana, tras la conjunción de factores muy diversos. ¿Cuáles son esos factores? Entre la
abundante literatura que se ha ocupado de este fenómeno, hay que citar a Max Weber,
Werner Sombart y Louis Dumont. A partir de sus estudios, podemos reconstruir el siguiente
escenario.
Al final de la Edad Media se produce, en Europa, una explosión del poder. En el siglo
XV, la idea de imperio es ya sólo un recuerdo. Por doquier aparecen nuevos poderes locales
que se independizan del antiguo binomio emperador-papado. Las ciudades-Estado italianas o
las nuevas urbes comerciales son un buen ejemplo de estos poderes de nuevo cuño. Ahora
bien: tales poderes, al carecer de legitimidad histórica -puesto que ya no se remontan a la
herencia de Roma o al derecho divino-, han de procurarse por sí mismos los recursos para
sobrevivir frente a otras potencias mayores, y eso exige gastos cada vez mayores. La vía para
ello será el comercio. El capitalismo nace en pequeñas ciudades-Estado -no en grandes
reinos-, con mucha frecuencia portuarias y con gran ritmo comercial: Génova, Venecia, las
ciudades de la Liga de la Hansa en el Norte de Europa, etc. El tráfico comercial potencia el
crecimiento de pequeñas burguesías locales, que se convierten en el principal apoyo de los
nuevos poderes, los nuevos príncipes. El capitalismo inicial cumple así el objetivo de
cimentar un poder precario tras la muerte de la idea imperial europea.
En este contexto tiene lugar la aparición de una nueva ética económica, inseparable del
cambio en la filosofía social que el Renacimiento trae consigo. Generalmente se contempla el
Renacimiento bajo el prisma de la “recuperación” del pensamiento greco-latino por parte de
los humanistas. Sin embargo, y como hemos visto ya anteriormente, la realidad es bastante
distinta: quienes recuperaron a los clásicos no fueron los filósofos, sino los burgueses, y lo
hicieron bajo la forma de recetas de “buena administración” cuyo denominador común era
recomendar prudencia. Así aparece el término santa economicidad, muy extendido en la
época. De manera que el primer fruto directo del renacimiento fue la aparición de una ética
77
económica que ya no giraba sobre la función de la riqueza en el seno de la comunidad, como
querían los tratadistas antiguos, sino que lo hacía en torno a la actitud individual frente a la
riqueza misma. Así se pasa de la reflexión sobre la relación entre hombres, característica del
mundo antiguo, a la reflexión sobre la relación entre hombre y cosas, concebida en términos
de apropiación, riqueza e interés.
Todos estos factores determinan que entre los siglos XV y XVI, y en el ámbito de la
Europa occidental, lo económico emerja como categoría autónoma, cuya libertad es
necesaria para el poder de los príncipes y que, por otra parte, se basta a sí misma para facilitar
la santidad a quien la practica. De aquí nacerá el capitalismo moderno. Queda claro, por
tanto, que el capitalismo no es una regla necesaria de cualquier economía en cualquier
civilización ni en cualquier momento histórico, sino que es un producto directo de una
determinada evolución política y cultural en el ámbito concreto de la civilización europea
moderna.
A partir de este momento, lo económico deja de ser una función social integrada en un
orden que la absorbe y pasa a ser, cada vez más, el criterio dominante de la vida política y
social. Grosso modo, podemos explicar el proceso a través de los siguientes pasos.
En un primer momento, y como hemos visto, los nuevos poderes se encuentran con que
necesitan cada vez más dinero para sus gastos políticos y militares, con el objetivo de
garantizar el equilibrio en el escenario internacional. Ese dinero se lo facilita la burguesía,
que con su actividad comercial y con la invención del crédito constituye una permanente
fuente de ingresos. De este modo, la burguesía se convierte en el sector decisivo para
78
cualquier país, porque de ella depende la fluidez del mercado -y del poder.
Tal posición protagonista hace que la burguesía vaya tomando poco a poco conciencia
de clase (hecho único hasta entonces en la historia) y comience a plantear reivindicaciones de
orden político y jurídico. Esas reivindicaciones se apoyan en una nueva ideología que
consagra el interés individual y el derecho a la riqueza como únicos criterios verdaderos de la
justicia. El objetivo de la economía ya no será cimentar el poder del reino, sino hacer que la
propia economía circule, porque se estima que en el librecambio entre los individuos, sin
injerencias políticas o de otro orden, reside la felicidad individual. El liberalismo clásico
aparece en este momento.
El mundo en que hoy vivimos es producto de esta tendencia, iniciada hace quinientos
años. Desde entonces la filosofía social ha vivido constreñida por el peso de lo económico,
hasta el extremo de que las dos grandes teorías políticas que han dominado durante los
últimos doscientos años, el liberalismo y el socialismo, son en realidad meras aplicaciones al
campo político de unas teorías de matriz económica. Esa reducción a lo económico de todo
pensamiento se llama economicismo y es una de las características centrales del discurso
dominante en el mundo moderno.
En efecto, desde el punto de vista de la historia de las ideas podemos decir que el
acontecimiento fundamental de la modernidad es el paso de la filosofía de la Historia a la
filosofía de la praxis. Recordemos que la filosofía de la modernidad es incomprensible si no
tenemos en cuenta que se trata, ante todo, de una filosofía de la Historia: es el permanente
camino de perfección del ser humano (el progreso), en su empeño por apoderarse de su razón
y ordenar el mundo conforme a ese criterio. Ese “ser humano” es, evidentemente, el burgués
europeo del siglo XVIII -en sesiones anteriores hemos explicado ya este proceso. Pues bien:
la Revolución Francesa va a ser percibida como el momento en que tiene lugar el descenso
casi divino de la Razón sobre la Tierra; la razón se encarna en la revolución, que significa el
triunfo de las Luces sobre la oscuridad; el burgués toma la razón histórica en sus manos. En
ese instante, la Historia puede darse ya por concluida, como decía Hegel. Corresponderá
79
ahora al movimiento de las Luces llevar a cabo el segundo momento del proyecto moderno,
que es dar forma al mundo: la praxis.
La filosofía de la praxis se identifica así con la explosión del dominio técnico sobre el
mundo: ese “dar forma” significa, sobre todo, dominar, imponer un orden, una racionalidad a
la vida humana sobre la tierra. Y quienes han de imponer tal orden son las mismas elites
económicas que habían conducido a la revolución, al advenimiento de la Razón encarnada en
la Historia. Las grandes revoluciones industriales, que comienzan a finales del siglo XVIII y
que se aceleran sin cesar, expresan de forma gráfica ese esfuerzo. Toda la cuestión estará
entonces en saber cuál es el factor más importante en la praxis moderna: si el capital, cuya
circulación genera riqueza por el mero hecho de circular, o si el trabajo, que incorpora a
grandes masas humanas a ese mismo proceso de dominación técnica. El liberalismo pone el
acento en el capital; el socialismo, en el trabajo.
3.1. El liberalismo.
El liberalismo es un conjunto de doctrinas que aparece en Europa entre los siglos XVI y
XIX. Esta ascendencia polimorfa provoca que haya casi tantos liberalismos como personas
que se dicen liberales, pero, en líneas generales, las grandes familias del pensamiento liberal
comparten los siguientes principios:
80
impolíticas) para que el propio mercado, que según los liberales tiende espontáneamente al
orden, sea el que fije la circulación de la moneda. Esta corriente neoliberal tiene tres
exponentes fundamentales: la “escuela de Chicago” -de hecho, la fundadora del
neoliberalismo-, representada entre otros por Milton Friedman; la “escuela de Viena”, donde
cabe citar a Hayek y a von Mises, y los “nuevos economistas” franceses. Su lema podría
resumirse así: Los defectos del capitalismo se corrigen con más capitalismo. Esta escuela ha
pasado hoy a formar parte del acervo doctrinal de la derecha y el centro políticos en todo
Occidente -y también en numerosas políticas socialdemócratas. El resultado es un modelo
liberal que podríamos retratar en los siguientes principios:
3.2. El marxismo.
81
El orden liberal demostró bien pronto que el provecho individual era en realidad el
provecho de los individuos de una clase: la burguesía. La reivindicación de libertad del
capital suponía la marginación de otro factor esencial en el proceso de producción: el trabajo.
Y el trabajo, sin embargo, era la única potencia realmente visible, palpable, humana en el
proceso de producción. Frente al capital, que seguía dominado por una suerte de esencia
mágica, el trabajo nos devolvía a la realidad del sistema económico. El socialismo nació
como respuesta -absolutamente necesaria y justa, aunque igualmente reduccionista- a esta
situación.
Inicialmente, el marxismo sólo era una corriente más dentro de la familia socialista. Sin
embargo, terminaría convirtiéndose en el único socialismo que realmente se llevó a la
práctica. Al hablar del marxismo es preciso hacer dos precisiones. En primer lugar, que la
obra de Marx no constituye un todo homogéneo y lineal, sino que tiene, grosso modo, dos
segmentos: el primero, el del “joven Marx”, permanece muy vinculado al pensamiento
comunitario del romanticismo alemán; el segundo, a partir de su relación con Engels y sobre
todo desde El manifiesto comunista, significa ya la formulación directa del materialismo
histórico. La otra precisión es que la obra de Marx, frente a la de otros teóricos, es
simultáneamente una economía política y una política económica; una teoría y una praxis, y a
ello debió, sin duda, su fuerza movilizadora.
- Materialismo histórico. El liberalismo pensaba que una mano invisible regía la vida
del mercado. Esa mano invisible era, de hecho, el motor de la historia. Marx afina esta idea y
dice que los hechos económicos son la causa determinante de todos los fenómenos históricos.
Pero el protagonista de este proceso económico no es el capitalista en sí mismo, ni tampoco
el mercado, sino el modo de producción, que determina todos los comportamientos
individuales y colectivos (políticos, morales, intelectuales, etc). El modo de producción es la
infraestructura de la vida humana; todo lo demás es supraestructura, productos de la
infraestructura. Así, el modo de producción y las relaciones de propiedad que éste marca se
convierten en la clave que permite reconstruir la historia entera de la humanidad.
- Lucha de clases y materialismo dialéctico. Esa historia no se desarrolla de un modo
pacífico, sino de modo polémico, y su agente no es el individuo, sino la clase, definida en
función del lugar que cada individuo ocupe en el proceso de producción. Hegel había
descrito la historia humana como la lucha del individuo por el reconocimiento. Marx no
niega en ningún momento -salvo en sus primeros escritos- el carácter esencial del concepto
de individuo -rasgo típicamente moderno-, pero reconduce la condición del sujeto a su
condición de clase, y convierte la lucha individual por el reconocimiento en lucha de clases
por la posesión de los medios de producción.
- Mesianismo progresista. El análisis de la historia humana en términos de lucha de
clases por la posesión de los medios de producción es el secreto “científico” para llegar a la
construcción de una sociedad sin clases, limpia de injusticias y donde habrá desaparecido la
gran mancha del capitalismo: la apropiación de la plusvalía (excedente generado por el
82
trabajador) por parte del propietario. La clase obrera adquiere el papel de mesías que habrá de
llevar a cabo la revolución, la emancipación universal del género humano. Por cierto que el
género humano viene a ser equivalente de la clase obrera, igual que el liberalismo había
identificado al género humano con el burgués. Por otra parte, cuando Marx imagina este
paraíso sin clases lo hace como “un paraíso universal de contables”; una imagen muy
semejante a la del paraíso liberal del mercado planetario.
- Dirección absoluta de la economía por parte del Estado, identificado con el partido y,
por tanto, con la clase obrera como vanguardia revolucionaria histórica (”dictadura del
proletariado”). Ese predominio del Estado permitió desarrollos espectaculares en
determinadas áreas de la economía pública (la sanidad en Cuba, la astronáutica en la URSS),
pero también significó, de hecho, la imposibilidad de tomar decisiones económicas en
ninguna escala fuera del aparato estatal, lo cual condujo al gigantismo burocrático y a la nula
flexibilidad del aparato productivo.
- Persecución obstinada de cualquier estructura social previa (familia, credos
religiosos, propiedad privada, etc.), identificadas como supervivencias del modo de
producción capitalista. Eso condujo a un feroz totalitarismo policial en absolutamente todos
los países marxistas y, al mismo tiempo, a una cierta frustración del proyecto
económico-político del Estado, porque esas viejas estructuras no desaparecieron jamás. De
hecho, la pequeña propiedad terminó siendo autorizada en casi todas partes.
- Dogmatismo igualitario en la distribución de la riqueza. El objetivo del socialismo era
la supresión de las desigualdades económicas y, por tanto, el acceso obligatorio de todos y
cada uno de los ciudadanos a un puesto de trabajo remunerado, al margen del esfuerzo
individual. Sin embargo, el hecho es que todos los modelos marxistas generaron sus propias
elites políticas, en condiciones de vida notablemente superiores a la media. El dogmatismo
igualitario, no obstante, sobrevivió hasta el final, si bien bajo un aspecto ciertamente
insospechado: la militarización de la existencia social, rasgo que en el modelo asiático
(chino, camboyano, etc.) alcanzó grados extremos mediante la uniformización física de la
población.
83
La crítica del marxismo como praxis de política económica no necesita de grandes
refutaciones: la propia marcha de los acontecimientos se ha encargado de demostrar la
invalidez de un orden económico basado en la dirección totalitaria, la planificación absoluta
y la proscripción de la acción individual. Ahora bien: el marxismo no es sólo una política
económica, sino también y sobre todo una economía política, una filosofía del lugar de la
economía en la vida humana. Y hay razones para pensar que, contra lo que sostienen los
marxistas, el verdadero error del marxismo no está tanto en sus políticas económicas -mero
reflejo de la teoría- como en la teoría misma, basada en una serie de apriorismos muy poco
científicos, así como en diversos errores de carácter filosófico y antropológico.
84
revoluciones proletarias en países desarrollados -de hecho, tales revoluciones sólo fueron
posibles en países pobres- condujo a la aparición de escisiones moderadas en el movimiento
socialista. Esa es la historia de la Internacional Obrera, que no vamos a desarrollar aquí. Pero
así tomaron auge en las naciones más industrializadas diversos grupos de carácter
socialdemócrata cuyas características básicas eran las siguientes: renuncia a la dictadura del
proletariado como método de transformación social y aceptación del marco político
liberal-burgués, pero defensa de la intervención del sector público en una economía
fundamentalmente dirigida a conseguir la igualdad social y la distribución igualitaria de la
riqueza, sin abandonar los patrones básicos del materialismo histórico. Toda la
socialdemocracia europea que hoy conocemos tiene su origen aquí.
A fecha de hoy, con el marxismo arruinado en la práctica, puede decirse que las dos
grandes corrientes de la economía occidental han terminado por converger: el liberalismo y
la socialdemocracia han conducido a una suerte de social-liberalismo que, con muy pocas
diferencias, domina en todo el mundo desarrollado. Toda polémica se reduce a los diferentes
grados de intervención del Estado. Es una cuestión que no carece de importancia, pero no
puede decirse que estemos ante una dialéctica de modelos; el modelo es el mismo.
85
Sin embargo, estamos muy lejos de haber encontrado ese “modelo neutro de gestión
ideal” con que soñaba el liberalismo clásico. La reducción del mercado mundial en 1981,
después de la crisis del petróleo en 1973, vino a demostrar que no era posible una expansión
permanente, y eso a su vez afectó a los niveles de bienestar en Occidente, que era el motor de
la economía mundial y que ya no es capaz de garantizar el mismo grado de prosperidad a sus
ciudadanos. Hoy se habla de crisis del Estado del Bienestar y se recomienda un retorno a los
principios del liberalismo clásico, con la reducción consiguiente de gastos sociales, es decir,
dejando de nuevo a la periferia entregada a su suerte y retornando, por tanto, a las líneas
generales del primer liberalismo; pero al mismo tiempo, nadie puede aplicar esa supuesta
política liberal sin tener que hacer frente a problemas sociales muy serios. Así el modelo
económico occidental ha entrado en crisis.
Lo más importante en las sucesivas crisis que está viviendo el modelo económico
occidental es el hecho de que no se trata de problemas locales o parciales, que puedan
arreglarse con ajustes aquí y allá, sino que son problemas globales, que afectan al conjunto
del sistema y que, por tanto, requieren una solución global. Aquí los examinaremos desde un
punto de vista doble: por un lado, los problemas en el interior del propio sistema; por otro, los
problemas creados por el sistema en su relación con factores exteriores a él.
En el interior del propio sistema económico occidental está apareciendo cada vez con
mayor nitidez un primer factor de crisis: el provocado por la naturaleza abstracta del capital.
El permanente recurso a la especulación financiera para hacer circular la riqueza ha
conducido a un verdadero espejismo sobre nuestra situación económica. Marx decía: “El oro
circula porque tiene valor; el dinero tiene valor porque circula”. Es decir: la verdadera
riqueza del capitalismo se basa en la ficción de una riqueza que sólo es tal en la medida en
que se mueve. Eso significa que una moneda en permanente circulación, moviéndose
libremente, puede generar fortunas fabulosas sin que haya ninguna riqueza material por
medio. Ahora bien: los obreros de una fábrica, los contables de una empresa o el
equipamiento de una industria son entes reales, materiales, cuya vida depende de objetos
producidos, vendidos y comprados, y no de un valor de cambio. En España tenemos
ejemplos muy claros de esto: la circulación libre del capital genera un aumento del precio del
dinero que es completamente artificial, porque no responde a bienes que circulen con la
misma intensidad. El resultado es que en un país puede llegar a haber más riqueza que bienes
materiales, como ocurre en España. Y eso significa, a medio plazo, que la gran masa de
consumidores no va a poder consumir más, lo cual revertirá en el descenso de la producción
y, finalmente, en el colapso del tejido económico. La única opción, en ese caso, será reducir
desde el Estado la cantidad de dinero en circulación o, por el contrario, abaratar su precio,
dirigiendo en cualquier caso la economía nacional hacia nuevos objetivos; pero eso implica
salirse de la ortodoxia liberal.
86
del mercado, un agente económico como los demás. Ahora bien, en nuestras sociedades, cada
vez más complejas, es imposible la supervivencia sin un poder central, aunque sólo sea a
título de reglamentador, o precisamente: porque es necesario sentar cada vez más reglas.
Nace así una formidable burocracia estatal completamente desprovista de autoridad política
y directiva, pero saturada de responsabilidades reglamentarias: controles fiscales, gestiones
administrativas de importación y exportación, etc. Esta burocratización, inevitable, supone
una carga enorme para el sector público, obligado a mantener unas estructuras políticamente
inútiles pero administrativamente necesarias, sin que a cambio reciba la facultad de organizar
nada; y es además una carga para el sector privado, que la ve como a un peligroso enemigo
que obstaculiza la libre iniciativa. Es la contradicción absoluta.
Pero un sistema económico no es autosuficiente, no existe sólo para sí mismo, sino que
se halla también en necesaria relación con otros elementos: los hombres y sus sociedades, el
entorno natural, las relaciones políticas entre los agentes del sistema... En la terminología que
aquí estamos utilizando, éstos serían los factores externos del sistema. Pues bien: también en
ese aspecto, el sistema económico occidental manifiesta graves síntomas de crisis.
87
conflictuales, estrategias personales, etc., y eso también se extiende al terreno económico.
Por otra parte, la presunción de que el individuo seguirá consumiendo siempre que pueda es
errónea, porque en los últimos años estamos viendo en todo el mundo desarrollado cómo
surge una periferia económica a la que no es posible recuperar para el sistema. La
conformación de esa periferia obedece a dos fuerzas: una, la lógica de la exclusión de los no
aptos, típico dogma del credo neoliberal que está acumulando ghettos en los suburbios del
sistema económico; otra, la extensión de una mentalidad de “consumidor asistido” según la
cual el individuo tiene derecho a percibir del sistema (el “Estado”) trabajo, vivienda,
seguridad, etc., típico producto de las políticas socialdemócratas que crece paralelamente al
enquistamiento de un paro estructural en todos los países desarrollados. La confluencia de
ambas fuerzas hará que el consumo se reduzca, porque literalmente no habrá capacidad de
consumo real a largo plazo. El resultado es una patología social en el interior mismo del
modelo económico vigente.
Y tercer vector de crisis: el desorden planetario que el actual sistema económico lleva
consigo. En efecto, el sistema económico internacional se basa sobre la atribución de ramos
de producción especializados a los países dependientes (el “Sur” del sistema económico). Al
no poder procurarse la autosuficiencia en materia productiva, estos países se ven abocados a
políticas incapaces de satisfacer a sus grandes poblaciones, por otra parte crecientes. Es un
hecho que la depauperación del Tercer Mundo crece exponencialmente desde la
descolonización. El orden económico internacional es el principal responsable de las
catástrofes que se viven en Africa desde los años setenta, por ejemplo. Eso produce grandes
olas migratorias de los países pobres hacia los ricos. Y las migraciones suponen, a su vez, la
alteración de los mercados de los países de acogida, que en tiempos de recesión sólo pueden
aceptar nueva mano de obra a cambio de mantener inactiva (y subsidiada) a buena parte de la
población propia. Es una situación social -y mundial- insostenible.
Hemos visto cuál es el camino que nos ha conducido hasta el modelo económico
vigente, cuáles son sus bases ideológicas, cuáles son sus principios económicos y cuáles son
sus consecuencias reales. Deliberadamente hemos dejado de lado las diversas corrientes no
economicistas del pensamiento económico: la escuela histórica alemana, la corriente
organicista, las críticas de estudiosos como Maurice Allais, los modelos de “espacios
autocentrados”, la alternativa sistémica, etc. Lo que nos interesa, ante todo, es mostrar el
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fundamento del orden económico vigente y demostrar su error. Y a partir de ahí, tratar de
esbozar un modelo alternativo de economía política.
En efecto, ¿cuál es la base del modelo vigente? Esa base es común al liberalismo y al
socialismo:
Sin embargo, lo que las ciencias sociales -y la mera observación- nos dicen hoy es todo
lo contrario:
- El individuo no es solo un homo oeconomicus, sino que es, sobre todo y al mismo
tiempo, homo ludens, zoon politikon, homo faber... El hombre rara vez se comporta como un
ser racional guiado por su cálculo utilitario. Reducir lo humano a la dimensión económica es
castrar la condición humana.
- La sociedad tampoco es una instancia fundamentalmente económica. La economía es
una parte de las funciones sociales, pero no es la que determina el conjunto de los
comportamientos sociales ni los relatos comunes que se otorga una comunidad. Las reglas
sociales provienen de estructuras mucho más complejas. Por otra parte, una sociedad
reducida a su dimensión económica es una sociedad incompleta, donde la vida comunitaria
queda desprovista de objetivo histórico.
- Por último, las necesidades de los individuos no son las mismas en todas partes ni en
todas las épocas. Las necesidades individuales vienen dictadas por factores culturales y
antropológicos. Por eso es tan difícil -hasta el día de hoy, imposible- imponer modelos de
producción homogéneos en todo el mundo sin causar trastornos incontrolables.
Así las cosas, es conveniente reconstruir un marco en el que sea posible concebir una
economía diferente. Ese marco debe partir de constataciones que ya no es posible seguir
dejando de lado. Y desde esas constataciones, pueden sentarse los principios de una nueva
economía política.
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En esa misma lógica, hemos de pensar que la economía no puede sobrevivir como
función independiente, y menos aún sepultando a las demás, sino que ha de estar integrada en
el conjunto de la actividad del grupo humano y puesta al servicio de la acción del grupo en su
marco vital. Por lo tanto, los grandes objetivos de la economía deben estar sometidos a unos
criterios políticos (en sentido amplio) de orientación general, porque éstos son, como hemos
apuntado en sesiones anteriores, los que permiten a una comunidad otorgarse un destino y
proyectarse en la historia. La economía ha de estar al servicio de los proyectos de los
hombres y sus comunidades, no a la inversa.
Hay otro elemento capital que antes hemos examinado como factor externo de la crisis
del sistema: el contexto mundial de la economía. En efecto, en el mundo actual es impensable
una actividad económica desligada del entorno geográfico directo. La autarquía en un sólo
país es una utopía regresiva, tanto más en el momento en que todos los grandes problemas se
planetarizan; hoy es imposible vivir al margen de los demás. Ahora bien, es un error pensar
90
que la globalización de la economía supone una forma “más solidaria” de hacer dinero: antes
bien, la experiencia demuestra que la globalización sólo ha servido para imponer en
continentes enteros formas de actividad económica que les son ajenas y, de paso, les ha
empobrecido hasta niveles insostenibles. Veremos todo esto en detalle en próximas jornadas,
cuando hablemos del llamado Nuevo Orden del Mundo. Adelantemos que, por nuestra parte,
pensamos que la solución más juiciosa es la enunciada por economistas como Perroux o
Grjebine: una suerte de desarrollo autocentrado, de hecho una autarquía de grandes espacios,
que limite la competencia al interior de mercados culturalmente homogéneos y dentro de
unos objetivos comunes de carácter político.
A partir de estos principios, podrá ser posible empezar a construir una verdadera
alternativa al modelo económico vigente.
Bibliografía:
91
1981.
- VV.AA.: “La crisis del modelo económico”, en HESPÉRIDES, 3, Invierno 1993-94.
- WEBER, Max: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Ed. Península,
Barcelona, 1969.
92
IX
Ideas sobre la teoría de la política
Teóricamente, Estado de Derecho puede ser todo aquel Estado donde la práctica
política está sometida a unas normas jurídicas dictadas por un poder ajeno al propio poder
político. Se exige, por tanto, la separación de poderes. Un Estado donde “la voluntad del
caudillo es ley” no es un Estado de Derecho; un Estado donde la ley emana de la voluntad del
poder legislativo (sea elegido democráticamente o no) es un Estado de Derecho. Esta es la
clave del asunto: el Estado de Derecho es aquél donde el poder acepta de antemano que el
Derecho constituye una instancia suprema que ni siquiera el propio poder pueda franquear,
ignorar o someter.
En ese sentido, cualquier Estado no democrático, pero donde las leyes las dicte alguien
ajeno al poder ejecutivo y con potestades legislativas reconocidas como tales, puede ser
perfectamente Estado de Derecho, cosa que parecen ignorar los políticos actuales. El
régimen de Franco, por ejemplo, trató de comportarse en todo momento (y al menos desde
1942) como Estado de Derecho mediante la construcción, desde las Cortes, de un aparato
jurídico que el Gobierno debía acatar y respetar en su acción. Que lo consiguiera o no, es
cuestión que no vamos a examinar aquí. Lo importante es dejar claro que Estado de Derecho
no equivale a democracia.
¿Por qué ha entrado en crisis el Estado de Derecho? Para responder a esta pregunta
hemos de dibujar, aunque sea someramente, la trayectoria de este tipo de Estado, que
podemos aprehender a través de tres momentos:
93
hacen la ley (poder legislativo) han de ser distintos a quienes la ejecutan (poder ejecutivo) y
distintos también a quienes la administran (poder judicial). Estamos en el Estado liberal de
Derecho.
b) Representación de los legislados. El segundo momento adviene cuando empieza a
considerarse que los legisladores han de ser representantes de la voluntad ciudadana
democráticamente expresada. Así se otorga el voto, primero, a los ciudadanos más señalados
(sufragio censatario) y luego, a los ciudadanos en su conjunto (sufragio universal), pero
simultáneamente se arbitra la representación a través de partidos políticos. Nace así el Estado
democrático y liberal de Derecho.
c) Monopolio de la representación por los partidos. Por último, los partidos políticos se
convierten en las únicas estructuras de representación y terminan dictando las leyes (poder
legislativo por mayorías parlamentarias), ejecutándolas desde el gobierno (poder ejecutivo
elegido por la mayoría parlamentaria) y eligiendo incluso a los rectores de los
administradores de la justicia (designación por mayoría parlamentaria del poder judicial).
Así, al final del proceso, hemos pasado del Estado liberal de Derecho al Estado Partitocrático
de Derecho.
A esta evolución de las estructuras políticas hemos de sumar otras dos evoluciones que
en los dos últimos siglos han contribuido a configurar la actual crisis del Estado de Derecho.
En primer lugar, la evolución económica desde una economía de supervivencia más o menos
dirigida, a otra de producción y consumo que tiende a emanciparse de cualquier control
político. El resultado de esta emancipación de lo económico ha sido el surgimiento de
grandes poderes en torno al trabajo y al capital. Esos poderes, decisivos en la sociedad
moderna, terminan pesando más que los propios partidos a la hora de adoptar decisiones
políticas. Aparece así una política de lobbies o grupos de presión al estilo norteamericano,
hoy generalizada en todo Occidente. Los grupos de poder económico ingresan en el
escenario político por la puerta trasera, convirtiéndose en agentes privilegiados por encima
de los ciudadanos e incluso de los partidos.
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todos ellos circula la misma elite partitocrática, cooptada entre sí misma.
- La representatividad de los partidos es otra ficción, porque sus tomas de postura
vienen determinadas por la acción y los intereses de los grupos de presión.
- Todo proyecto político real desaparece, porque ya no hay más objetivo que el
mantenimiento de ese mismo estado de cosas para garantizar el equilibrio del sistema. La
tecnocracia surge como respuesta no democrática a las insuficiencias de una partitocracia
que tampoco es democrática.
Este estado de crisis -insistimos, reconocido por todos- se ha convertido en uno de los
grandes temas del debate politológico durante este siglo y ha suscitado críticas desde diversas
instancias. En realidad, toda la historia de la Ciencia Política de este siglo podría escribirse
como la historia del debate sobre el Estado de Derecho. Pretender un tratamiento exhaustivo
de las diferentes posiciones al respecto nos exigiría un ejercicio enciclopédico, de manera
que vamos a limitarnos a señalar, aún a riesgo de resultar sumarios, tres grandes frentes de
crítica.
Y tenemos, por último, la crítica alternativa, cuya base teórica general puede explicarse
así: como el problema fundamental del sistema es que ha producido un divorcio entre el
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Estado y la comunidad, propiciando un sistema de gobierno enmascaradamente oligárquico,
hay que sustituir ese modelo de Estado por otro. Nosotros podemos suscribir aquí una crítica
de carácter alternativo, pero, naturalmente, no existe una sola teoría alternativa, sino que su
contenido dependerá del significado que se atribuya a los distintos términos de la propuesta:
qué se entiende por “pueblo”, por “comunidad”, por “nación”, por “Estado”, etcétera, y
después, habrá que ofrecer un conjunto de canales prácticos que permitan materializar la
propuesta y convertirla en un modelo sólido. Aquí vamos a entregarnos a ese trabajo previo:
la redefinición de los términos y el tanteo de nuevas vías.
Toda teoría política parte de una atribución previa de significados a los elementos
fundamentales de esa teoría. No hay unos significados universalmente válidos, precisamente
porque los elementos son parte de la teoría. Veamos el ejemplo del elemento pueblo: al
pueblo concebido como “clase social” le corresponderá una teoría del Estado distinta a la del
pueblo concebido como “conjunto de la comunidad”. Por tanto, debemos fijar los términos
de la teoría para sustentar nuestra explicación. Utilizaremos para ello una estructura
piramidal, partiendo de los elementos no estrictamente políticos, o metapolíticos (que no se
agotan en una definición de carácter político, sino que van más allá), para llegar a los
puramente políticos.
2.1. El Pueblo.
Otra forma clásica de concebir el término pueblo es como masa de los individuos
menos favorecidos por la distribución de la riqueza. Es la visión típicamente marxista. En
esta concepción, el pueblo adquiere existencia histórica cuando se constituye en clase.
Entonces el pueblo tendrá que tomar las riendas de su destino destronando a las clases
privilegiadas e implantando un sistema igualitario (el socialismo). El problema viene cuando
ese socialismo constituye a su vez una nueva elite de poder, como ha ocurrido en todas las
repúblicas socialistas. Ese efecto elitista demuestra los límites de la concepción del pueblo
como clase.
Y una tercera concepción es aquella que define el pueblo como un conjunto humano
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que comparte unos rasgos comunes relativamente estables en un periodo histórico dado y en
un determinado espacio geográfico. A partir de aquí, el pueblo se define en tanto que
comunidad, es decir, como identidad puesta en común. Aquí el pueblo es la instancia
primordial de existencia de la persona. Esta concepción, que es la nuestra, puede hacerse
corresponder con la concepción clásica del pueblo (por ejemplo, el “pueblo romano”), y a
ella corresponde una estructura política originada en factores previos al interés individual o a
la clase: la religión, la lengua, la ley, el mantenimiento de una tierra, etc. Son precisamente
esos elementos, puestos en común, los que fundan la comunidad: un mismo origen étnico,
una misma lengua, una religión compartida, una vinculación familiar o tribal (todo grupo
humano se estructura inicialmente en clanes, como es el caso en la historia de Europa), una
larga alianza para la supervivencia, un espacio común, unas condiciones geográficas dadas,
etc.
- primero, que los pueblos no son entes cerrados, sino abiertos, con variaciones a lo
largo de su historia, luego no es posible considerarlos como una esencia absoluta. Hay
diferentes pueblos con diferentes historias. Y si hay una pluralidad de pueblos, no puede
haber una pluralidad de absolutos, porque el absoluto es, por definición, singular;
- segundo, que no existe necesariamente correspondencia entre un pueblo concreto y
una unidad política dada. Al contrario, lo que la historia nos enseña más bien es que hay
unidades políticas que comprenden pueblos diversos, o un sólo pueblo que crea diversas
unidades políticas, e incluso “pueblos de pueblos” como el pueblo español. El pueblo es una
categoría de carácter cultural, metapolítico, no estrictamente de carácter político.
2.2. La Nación.
Vayamos ahora al segundo escalón en nuestro recorrido piramidal por las categorías de
lo político: la Nación. El concepto de Nación es uno de los más etéreos e inaprehensibles de
la teoría política. En su origen, en la Edad Media, el término “nación” significaba tan sólo
lugar de nacimiento, lugar de origen. Luego, entre los siglos XVIII y XIX, aparecen las dos
concepciones que van a ser clásicas en la teoría política: la francesa -Nación como pueblo,
como Tercer Estado (social), luego ampliada al consenso social sobre la convivencia (el
“plebiscito cotidiano” de Renan)- y la alemana -nación como expresión política de un pueblo
culturalmente homogéneo-.
97
La asunción de estos conceptos por las ideologías modernas ha generado un caos
teórico considerable, porque terminan vaciando de sentido el propio concepto de nación. Así,
por ejemplo, para la ideología liberal, que entiende el pueblo como conflicto o coalición de
intereses individuales, la nación termina por no ser más que un aparato intermedio que
permite la convivencia política, de modo que el concepto de nación tiende a confundirse con
el de Estado. Como el objetivo final de la ideología liberal es la libre circulación de
mercancías y capitales en un mundo sin aduanas -proyecto que sigue hoy vigente, quizá más
que nunca-, la nación termina convirtiéndose en un obstáculo absurdo que debe
progresivamente desaparecer. El liberalismo es cosmopolita. Sin embargo, la construcción
del “nuevo orden del mundo” levanta por doquier reacciones nacionalistas, a veces muy
violentas. Eso demuestra que la nación no es una ficción, sino una realidad.
Asimismo, para la ideología marxista la nación no es sino una superestructura que trata
de mantener un determinado orden social (naturalmente, un orden injusto), de manera que
debe desaparecer igualmente. El marxismo, en teoría, es internacionalista. Sin embargo, el
curso de la historia forzó la aparición de socialismos nacionalistas (el “socialismo en un sólo
país”). Desde nuestro punto de vista, ello se debe a que la nación no es una superestructura de
intereses, sino una categoría más importante que la clase, en la medida en que es una
instancia de identidad.
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características en la medida en que es una entidad de carácter espiritual que construye una
instancia de identidad política colectiva. Cuando una nación determinada deja de garantizar a
su pueblo (o a sus pueblos) esa proyección política en la historia, la nación deja de tener
sentido, desaparece y tiende a ser reemplazada por otras formas sustitutorias (por ejemplo,
los micronacionalismos), porque esa proyección política es siempre necesaria. El caso de
España es claro ejemplo de ese proceso de sustitución, donde los micronacionalismos
periféricos han sustituido la proyección de la nación general.
2.3. El Estado.
La tesis del Estado mínimo o Estado-árbitro sostiene que la única función del Estado es
regular la competencia de los agentes económicos y sociales dentro de un país dado,
limitando sus atribuciones a la protección física (militar y diplomática) del conjunto. Es la
opción neo-liberal pura. Su principal inconveniente reside en que los agentes económicos y
sociales, carentes de dirección política, terminan creando centros de poder autónomos
(llamados neo-feudalidades por los politólogos actuales) que actúan por cuenta propia, al
margen del interés común y enfrentándose entre sí, lo cual exige nuevas intervenciones del
Estado para impedir una “guerra civil de baja intensidad”. Incluso en los países más
identificados con la ideología liberal pura (por ejemplo, los anglosajones) se hace inevitable
el recurso al Estado, que se convierte así en un árbitro con atribuciones crecientes a medida
que aumenta la complejidad social. Eso aproxima este modelo de Estado-mínimo al siguiente
modelo que ahora veremos, el asistencial o Estado-Providencia.
A estos dos modelos cabe añadir una tercera categoría histórica de concepción del
Estado: lo que podemos llamar Estado Total, definido muy temprano, desde los años veinte,
99
por autores como Carl Schmitt y cuya fórmula recogía la experiencia de aquellos países
donde el Estado había pasado a ser el eje absoluto de la vida política. El caso más notorio es,
evidentemente, el de la Unión Soviética, que mediante la identificación Partido = Estado =
Pueblo inauguró el periodo de los Estados Totalitarios. También los fascismos trataron de
convertir al Estado en eje de la vida política de la nación, al hacer de él encarnación de la
voluntad histórica de la comunidad. Sin entrar aquí en el debate acerca de los totalitarismos,
nos limitaremos a señalar que el modelo prototípico de Estado total es más el comunista que
el fascista, sin olvidar que, por otra parte, numerosos autores sostienen que el Estado
democrático actual ha entrado desde hace tiempo en esa misma dinámica de totalización.
Por nuestra parte, consideramos que el Estado no debe ser más que un aparato técnico
al servicio de la nación. Por tanto, el Estado no es un fin en sí mismo, sino tan sólo un medio,
un instrumento. Nosotros vemos el Estado como un instrumento variable en función de los
proyectos políticos de la nación: si hoy nuestro proyecto político es extender la soberanía
económica de la nación, el aparato del Estado tendrá que incidir especialmente en esa
parcela; si mañana nos vemos envueltos en una guerra, el Estado tendrá que aportar toda su
fuerza para que salgamos bien librados; si la principal apuesta política es combatir la
colonización cultural extranjera, el Estado tendrá que emplearse a ello. Nuestro modelo de
Estado no es sólo económico o sólo social, no es sólo árbitro o sólo enfermera, sino que es un
Estado político, un Estado rector. Eso exige el mantenimiento de un aparato estatal ágil,
flexible, “delgado pero musculoso”, capaz de ser puesto al servicio de la voluntad política de
la nación.
2.4. Lo político.
Lo político es la decisión o conjunto de decisiones con las que una nación se proyecta
como tal en la historia junto y frente a otras naciones.
Aquí retomamos tanto el criterio clásico de lo político (el gobierno de la polis) como
los conceptos modernos de decisión (Freund) y distinción amigo/enemigo (Schmitt).
Debemos incorporar también los desarrollos actuales acerca de la política como regla de
organización del sistema. Lo fundamental es que no se pierda de vista el núcleo del proceso:
100
la base de lo político no es sólo un acto (la decisión), ni sólo una normativa (la organización),
sino la proyección de la nación en la historia, es decir, la elección de un destino colectivo.
Eso significa que toda decisión colectiva, a través de los canales o las personas que las
tomen y las ejecuten, es una decisión política. Aquí debemos señalar una distinción
semántica entre lo político como categoría y la política como práctica. Nosotros nos
referimos en todo momento a la categoría de lo Político, que es, por otra parte, el único
asidero sólido para que la política deje de ser un baile de máscaras. Dicho de otro modo: la
política debe estar al servicio de lo Político. Todo el aparato formal de reglas, elecciones,
leyes, instituciones representativas, etc., tiene por única función facilitar la proyección
histórica colectiva (política) de la nación, permitir que sus decisiones se lleven a la práctica y
que, por tanto, esa nación siga existiendo como tal. Si lo político desaparece y es sustituido
por lo económico, como tiende a suceder hoy, la soberanía colectiva se extingue. Por tanto, lo
político es la piedra sobre la que descansa toda la vida de la comunidad. Ese es también el
principio que guía nuestra exploración por las diferentes propuestas de estructura alternativa
del Estado.
101
comunidad. En el segundo, el de los modernos, el ciudadano tiene derecho a ser representado
sólo por existir. Los males de la democracia antigua ya fueron suficientemente puestos de
relieve por Platón y Aristóteles: la tendencia a la tiranía, el gobierno de los peores, etcétera.
Los males de la democracia moderna son de todos conocidos: los aparatos de representación
(los partidos) terminan monopolizando lo político y el papel del ciudadano queda reducido a
lo que se ha llamado “democracia del segundo”, que es el tiempo que se tarda en
introducir la papeleta en la urna.
102
especialmente relevantes:
MODELO MADARIAGA
Ciudadanos selectos
Concejales (Ayuntamientos)
Diputaciones regionales
ESTADO
Trabajadores (Obreros manuales,
Función Económica administrativos y técnicos)
(dirección de la producción
y la distribución) Consejo de Corporación
(de propiedad mixta o privada)
Madariaga no es partidario de prohibir los partidos políticos, pero cree que deben
tender a desaparecer progresivamente, para dejar paso a la unanimidad, limitando la
discrepancia a la cuestión instrumental y práctica. Por otra parte, Madariaga es liberal y
escribe en los años 20/30, de ahí que conceda tanta importancia a la propiedad y disponga
103
una cámara específica para representar a la función económica. Recordemos que, en aquel
momento, la “revolución proletaria” era una perspectiva bien cercana.
MODELO ZAMPETTI
GOBIERNO
I Cámara II Cámara
o de los representantes o de la programación
(sistema de garantías) (sistema de intervenciones)
CONVENCIONES
PERMANENTES
Mecanismos de enlace
CIUDADANOS TRABAJADORES
(electores genéricos) (electores específicos)
PARTIDOS ABIERTOS
(partidos de electores)
INDIVIDUOS
(derechos políticos)
Las teorías de democracia orgánica aquí esbozadas dejan sin resolver un problema: las
104
atribuciones necesarias de quien está en la cúspide. Al margen de cuál fuere el mecanismo de
elección, es importante subrayar que todas las crisis recientes de las democracias europeas se
han saldado siempre con un reforzamiento del poder presidencial, incluso en aquellas
repúblicas como Italia o Alemania donde el poder presidencial está muy limitado. A este
respecto, vale la pena recordar el sistema de democracia plebiscitaria impulsado por el
general De Gaulle en la V República francesa: otorgar a la presidencia poderes excepcionales
por encima de los partidos y someterlos a rúbrica popular. Por nuestra parte, debemos incidir
en que el poder presidencial ha de ser capaz de mantener una continuidad en la defensa de la
soberanía -esto es, en materia militar y diplomática-, así como en la dirección de las líneas
generales de la política económica.
Sobre este particular es preciso hacer algunas consideraciones. En primer lugar, hay
que recordar que el modelo clásico de organización territorial en la tradición política
española es el modelo foral, con una autoridad soberana central muy fuerte y unas potestades
legislativas muy amplias en los diversos territorios del imperio. Curiosamente, España
dominó el mundo con esta fórmula imperial/foral, y empezó a decaer hasta niveles
vergonzosos cuando centralizó su estructura territorial.
105
tenía tanto una finalidad de organización territorial como una finalidad de control social:
erradicar los privilegios sociales de la nobleza. Son los grandes monarcas absolutos del siglo
XVII, especialmente en Francia, quienes instauran una política deliberadamente centralista.
Más tarde, durante la Revolución Francesa, los jacobinos multiplicarían por mil el modelo, y
por eso jacobinismo suele utilizarse como sinónimo de centralismo. El hecho es que su
adopción como modelo de organización territorial ha creado unos estados absurdos donde
una sola ciudad alberga todos los centros de decisión. Conviene saber que ni siquiera en
Francia funciona. Por otra parte, su adopción en España, a partir del decreto de Nueva Planta
y de las leyes de 1836, coincidió con la desaparición de un gran proyecto nacional -una
misión-. El resultado ha sido la multiplicación de los nacionalismos periféricos. Lejos de
unificar nada, el centralismo sólo consigue generar desconfianza en las diversas
comunidades que constituyen la nación. El centralismo no es solución para el problema de la
decadencia nacional.
Desde diferentes lugares se ha propuesto para España una solución de tipo federal: de
ese modo se cerraría el proceso de desmembración autonómica del Estado, manteniendo una
estructura plural y un poder soberano bien visible. A este respecto, conviene señalar que el
federalismo o el confederalismo no son, en sí mismos, ninguna solución, porque hay tantos
sistemas federales como estados: la República Federal Alemana y los Estados Unidos de
América funcionan de un modo completamente diferente; la Confederación Helvética no
tiene nada que ver con la vieja Confederación germánica. Cuando surge la discusión sobre
los modelos federales, hay que recordar que previamente es preciso llenar de contenido los
términos que se emplean: cada pueblo tiene su propia tradición federal; no hay un modelo
federal o confederal universalmente válido, ni un canon del federalismo.
Sea como fuere, lo que debe quedar claro es que el colapso de los sistemas políticos
dominantes sólo podrá superarse si somos capaces de redefinir el papel de lo político en la
vida de los pueblos y si alcanzamos a instaurar nuevas vías para la participación y la
representación de los ciudadanos, incluidas sus comunidades más cercanas: territoriales,
municipales, etc., imperativo éste que debe necesariamente compaginarse con un
reforzamiento de las instancias soberanas, decisoras, de la comunidad política.
Bibliografía básica:
106
orgánica, Plaza y Janés, Barcelona, 1985; El Estado de Obras, Doncel, Madrid, 1976; La
partitocracia, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977.
- HELLER, Agnes y FEHER, Ferenc: Políticas de la posmodernidad, Península,
Barcelona, 1989.
v- LUHMANN, Niklas: Teoría política en el Estado de Bienestar, Alianza Editorial,
Madrid, 1994.
- MADARIAGA, Salvador de: Anarquía o Jerarquía, Aguilar, Madrid, 1970.
- MICHELS, Roberto: Los partidos políticos, Amorrortu, Madrid, 1991.
- SCHMITT, Carl: Sobre el parlamentarismo, Tecnos, Madrid, 1990; El concepto de lo
político, Alianza Ed., Madrid, 1991.
- TENZER, Nicolas: La sociedad despolitizada, Paidos, Barcelona, 1992.
- VV.AA.: “La crisis del modelo político contemporáneo”, en Hespérides (Madrid),
4/5, Primavera-Verano, 1994.
- ZAMPETTI, Pier Luigi: La participación popular en el poder, Epesa, Madrid, 1977.
107
XI
España y la crisis de la conciencia nacional
(Excurso a “La idea de Nación”)
El presidente del Gobierno vasco, José Antonio Ardanza, ha venido a decir en fecha
reciente (verano de 1994) que España no es una nación, pero que Euskadi sí lo es. La idea ha
hecho algún ruido, aunque no es nueva y aunque se trate, además, de algo que también dicen
los catalanes: “Somos una nación”. Desde varios puntos de vista, es preciso decir que
Ardanza tiene razón. Y tiene razón porque la nacionalidad de España es un difícil asunto. Lo
es ahora y lo ha sido siempre.
1. Nación y modernidad.
En el momento actual, muy poca gente se atreve a hablar de nación española, y menos
aun de patria. Nuestros políticos, de derechas o de izquierdas, prefieren hablar de “este país”
o del “Estado español”. Este extraño fenómeno obedece sin duda, al menos en gran parte, a
causas fácilmente deducibles del proceso político que vivió España desde 1975 y que quedó
plasmado en la Constitución de 1978. Pero tal desafección hacia lo nacional-español obedece
también a causas más generales, que hay que conectar con la ideología imperante en la
civilización occidental quizá desde 1945, pero sobre todo desde la caída del Muro de Berlín.
Esa ideología echa sus raíces en la ideología ilustrada kantiana del cosmopolitismo universal,
y predica la condena del hecho nacional por cuanto constituiría un obstáculo para la
emancipación del individuo, un individuo que se presume independiente de vínculos
materiales con los otros hombres e igual por todas partes. El hecho nacional, en esta lógica,
queda así condenado como generador de nacionalismo, entendiéndose por tal una actitud
violenta que alienaría al individuo en nombre de unos vínculos de historia, de lengua, de
suelo o de sangre donde se diluye la libertad del sujeto. La crisis de la idea nacional es, por
consiguiente, un típico fenómeno ideológico arraigado en la filosofía de la modernidad.
Lo más chocante, sin embargo, es que la propia idea de nación también es una idea
moderna. Es en el siglo XVIII cuando el término nación adquiere un significado político
autónomo. La nación se identifica con el Pueblo. Aun así, lo nacional, esta nación-pueblo, va
a presentar una ambigüedad irreductible en función del ámbito cultural desde donde se
enuncie. Insistamos sobre ello. En el ámbito de la ilustración revolucionaria francesa, en
Siéyes por ejemplo, Nación quiere decir Pueblo, Pueblo quiere decir Tercer Estado y Tercer
Estado quiere decir Cuerpo de la Nación. Lo nacional se identifica con la suma de los
individuos adscritos a un determinado sector social, liderado por la burguesía, y que se define
por oposición al rey, los nobles y el clero, que no son la nación (y por eso hay que
destruirlos). Sin embargo, en el ámbito alemán, por ejemplo en Fichte, Herder o Schlegel,
surge una idea distinta de Nación. La Nación es el Pueblo (Volk), pero el Volk no es una
suma social de individuos, sino un aliento que trasciende a los sujetos, que va más allá de
ellos y que echa sus raíces en la pertenencia a un ámbito de sangre -entendido como
participación de una herencia cultural e histórica común- cuyo vehículo será la lengua -y,
especialmente, la lengua alemana-.
108
Al margen de otras consideraciones históricas, podemos decir que ambas concepciones
se han sucedido de forma alternativa en distintos países -pero sobre todo en el ámbito de la
civilización europea- hasta nuestros días, en que ha terminado por prevalecer la primera idea,
la idea individualista y voluntarista de la nación, creada por la ilustración francesa. Quizás el
último intento por construir una identidad nacional romántica en Europa fue el del general De
Gaulle -paradójicamente en Francia, la madre de la Ilustración-, mediante la identificación
-recurrente en el discurso del general- entre soberanía nacional y tradición histórica. Por lo
demás, el resto de las identidades nacionales europeas se han construido hoy sobre la idea
individualista.
2. La nación española.
En el caso de España, sin embargo, las cosas ocurren de modo distinto. España se
configuró como estado-nación antes de que el concepto de nación fuera autónomo. Aquí la
nación era el estado, y el estado eran la Corona, la Fe y, en nuestros mejores momentos, los
Fueros. Algo similar ocurrió en Francia, por ejemplo. Pero, a diferencia de Francia, nosotros
no tuvimos una revolución burguesa, una revolución del Tercer Estado, de modo que
tampoco pudo existir una identificación entre nación y pueblo. El ascenso de la burguesía se
produce de forma irregular y poco uniforme a lo largo del siglo XIX, y rara vez traduce una
voluntad de emancipación política, porque la cultura social predominante impulsa a la
burguesía a asimilarse con la aristocracia, y los escasos intentos de transformación burguesa
de la política española se saldaron con considerables fracasos. Eso dio lugar a una extraña
mezcla de monarquismo político, catolicismo social, liberalismo formal y jacobinismo
territorial cuyo mejor exponente es quizás Espartero.
Entre los siglos XIX y XX, ni la derecha ni la izquierda fueron capaces de consolidar
una conciencia nacional moderna. La izquierda, porque padecía una notable fobia a lo
nacional (o al menos a lo nacional-español) desde fecha muy temprana. La derecha, porque
su concepto de nación seguía absolutamente vinculado a la idea tradicional de la monarquía
católica y a los sectores sociales aristocráticos. Por otra parte, en toda esta trayectoria
histórica hay un momento culminante: 1898. No es ningún tópico. Y nunca se insistirá
bastante sobre ello. En 1898 perece la última razón que justificaba la existencia de España, o
109
al menos que la justificaba desde el punto de vista con que lo había venido haciendo hasta ese
momento: una España inicialmente configurada como nación de naciones, que había
encontrado en su proyección exterior un motivo para existir. En 1898, la proyección exterior
de España desaparece psicológicamente. La crisis de la conciencia nacional es muy aguda.
En torno a esa fecha -y el dato es importantísimo- adquieren carta de naturaleza los
nacionalismos vasco y catalán, que desde ese momento y hasta hoy van a levantar acta de esa
pérdida de justificación de España y van a presentarse como referencias alternativas para
construir una nueva vida en común en sus respectivos ámbitos territoriales, y sobre la base
-otro dato importante- de una conciencia nacional entendida al modo étnico e histórico, algo
que en España acababa de morir. Pero ésa, 1898, es también la fecha del Regeneracionismo,
que en este contexto podemos definir como el intento por hacer nacer en España una nueva
justificación de sí misma, una nueva conciencia que alumbre razones para seguir existiendo.
¿Qué suerte correrá, en el aspecto político y nacional, el regeneracionismo? En mi opinión, y
si exceptuamos el efímero episodio de Maura y algunas realizaciones técnicas del general
Primo de Rivera, una suerte muy poco agradable.
Desde mi punto de vista, en efecto, el único intento político que pudo haber
consolidado una conciencia nacional moderna en España fue el de don Antonio Maura, que
era burgués (o sea, no aristócrata), mallorquín (o sea, periférico) y moderno (o sea, no
nostálgico). Pero Maura, que en ese sentido podría haber protagonizado una auténtica
revolución conservadora, concitó sobre sí el odio de la Corona, la aristocracia y los líderes
marxistas, en un extravagante contubernio que quizá merecería mayores desarrollos, pero
que no podemos tratar aquí. Lo que aquí importa retener es que todos los intentos por asentar
en España una conciencia nacional moderna fracasaron. Fracasaron en el inmenso caos de la
II República y fracasaron en el inmenso aburrimiento de la Era de Franco. El concepto de lo
nacional de los gobiernos de Franco era decimonónico, o sea, monárquico, católico y
jacobino (o centralista), de manera que no resolvió ninguno de los problemas heredados de la
difícil nacionalidad española: la identificación de la unidad nacional con la Corona, la
identificación de la historia nacional con el proyecto misionero y la absoluta inhibición sobre
la verdadera textura de nuestro país, que es, insisto, una nación de naciones, un ente plural
que se hurta a la ingeniería política del centralismo moderno. Franco, eso sí, dio impulso a un
desarrollo económico incontestable que terminó generando una gran masa burguesa. Y esa
masa burguesa, como ha ocurrido en todo el occidente desarrollado, ha traído consigo un
espectacular aumento de las reivindicaciones individuales; ha creado, en definitiva, las
condiciones para que creciera aquí el estilo individualista e ilustrado de la conciencia
nacional.
110
padres” es en que la conciencia nacional moderna, que a nivel estatal se había desarrollado en
términos de reivindicación individual, en los niveles locales -especialmente en Euskadi y
Cataluña- y desde 1898 se había desarrollado en los términos del nacionalismo étnico (si se
me permite, en los términos del modelo del romanticismo alemán), que era precisamente lo
que no había en España.
En otros términos: España no tenía una conciencia nacional étnica y popular; Euskadi y
Cataluña, sí la iban teniendo. Por eso Ardanza tiene razón. Y así llegamos a donde estamos
hoy: una España-nación que se disuelve al mismo ritmo y por las mismas razones que se
disuelve la conciencia nacional de los países occidentales (”los países de nuestro entorno”,
como dice la pedantería política contemporánea), y una España-nación que se disuelve
porque la conciencia étnica e histórica de los pueblos periféricos ha sido más fuerte y más
constante que la de España en su conjunto. ¿Hay o no hay razones para hablar de crisis de la
conciencia nacional?
¿Por qué muere nuestra nación? Uno de los conceptos más bellos que había alumbrado
la tradición política europea era el de Patria. Entre los siglos XIX y XX, ese concepto de
Patria se funde con el Nación. Hoy la nación empieza a llevar una vida problemática y la
Patria, por su parte, está enferma de muerte. Muerte: Max Weber decía que la Política tenía
un arcano que la acerca a la religión, y es su dominio sobre el impulso de muerte. Uno muere
por su Patria y eso significa que muere por algo que está mucho más allá de sí mismo. Tal
cosa, sin embargo, es imposible en la fase actual de nuestros estados, donde las sociedades se
definen por la protección de los derechos individuales más allá de cualquier pertenencia
comunitaria a nación alguna. Pocos españoles dirán hoy en una encuesta que están dispuestos
a morir por Ceuta y Melilla, aun cuando tenemos la certidumbre de que sí hay alguien
dispuesto a matar por ellas. Es un fenómeno inseparable del individualismo contemporáneo y
de esa crisis de lo nacional que se está viviendo en la Europa occidental, y muy notablemente
en España.
111
grado de patriotismo para seguir viviendo juntos. La existencia política de una comunidad
exige sacrificios y compromisos colectivos, y esos sacrificios y compromisos se están
poniendo muy caros en unas sociedades fundamentadas en la sacralización del derecho
individual. Por eso, y en la mente de autores como Jürgen Habermas, ha surgido últimamente
la tesis del patriotismo constitucional: el patriotismo antiguo sería malo, porque ha dado
lugar a guerras y tiranías, pero como el patriotismo sigue siendo necesario, es menester
definirlo en los términos aparentemente pacíficos e inocuos del ordenamiento legal vigente.
No quiero extenderme sobre la refutación del patriotismo constitucional, entre otras cosas
porque debo ir concluyendo. Baste decir, en todo caso, que si la Constitución no ha sido
capaz de inspirar patriotismo hasta ahora, no veo por qué habría de inspirarlo a partir de
Habermas. Por otro lado, uno puede entender que haya que morir por su familia, por la tierra
de sus antepasados, por su cultura, por su lengua, por el futuro de sus hijos, por la
independencia de la comunidad a la que pertenece... Pero es más difícil morir por una cosa
que puede cambiar mañana si dos tercios o tres quintos de la elite política del país lo pacta de
modo satisfactorio. El patriotismo constitucional, en definitiva, no parece que vaya a ser
capaz de sustituir a ese poderoso creador de deber y sacrificio que era el patriotismo antiguo.
Y basta ver las cifras de insumisos y objetores para asegurar que en España, a fecha de hoy, el
patriotismo constitucional sólo es una ilusión de aquellos que parecen satisfechos con la
circunstancia presente.
4. ¿Una reconstrucción?
Después, habrá que afirmar todas estas ideas con un acto de voluntad política que nos
entronque con nuestra historia y que nos proyecte hacia el futuro como una comunidad de
destino, según quería Frobenius. Cuando ese acto de voluntad política suscite la adhesión
sentimental e intelectual, espontánea en todo caso, de la gran mayoría de los españoles,
entonces podremos hablar de reconstrucción de la conciencia nacional.
¿Qué ideas pueden guiar esa reconstrucción? Creo que ése es el norte que debe guiar
nuestro debate. A mí se me ocurre proponer algunas: la decidida voluntad de reconocernos en
nuestra historia; la defensa con uñas y dientes de nuestra identidad cultural en el arte, el cine
o la televisión, esos nuevos escenarios de la legitimidad; la consideración de los derechos
individuales como contrapartida de los deberes sociales; la confianza en unas autoridades
112
políticas que realmente sean capaces de exhibir y sostener nuestra soberanía (por ejemplo, en
los caladeros del Norte), y no lo que tenemos ahora, esa diplomacia cagueta y claudicante
ante “los países de nuestros entorno”. Pero, al mismo tiempo, también es necesaria la
suficiente capacidad de evolución para ir más allá del nacionalismo entendido en los
términos jacobinistas de nuestro siglo XIX, ser capaces de volver a pensar España como
unidad de entes diversos, como nación de naciones si es preciso. Dicho de otro modo: nos
resulta imprescindible aprender que lo que hay que salvaguardar es la identidad y la
voluntad, no la estructura del Estado, que siempre es secundaria y posterior.
Por supuesto, no es preciso decir que ni la derecha ni la izquierda están ahí. Ambas
están comprometidas con la construcción del orden planetario que predica “el marido de la
señora Clinton”, según feliz expresión del profesor Dalmacio Negro. Pero gracias a César
Alonso de los Ríos hemos descubierto que hay en España una izquierda capaz de pensar en
términos nacionales. Si nuestra derecha se desprende de sus fantasmas, sus complejos y sus
servilismos, quizás el paisaje pueda ser interesante.
Tenemos ante nosotros dos expectativas: una es la del nuevo orden del mundo, la
desaparición de las naciones o su transformación en meros aparatos estatales, la disolución
de las identidades en el zurriburri del nuevo orden planetario y, en definitiva, el Fin de la
Historia, que es la culminación del proyecto ilustrado, del programa cosmopolita establecido
por Imanuel Kant. La otra es la contraria: el comienzo eterno de la Historia, el
redescubrimiento de nuestras identidades y nuestras almas propias, el reconocimiento en
nuestras patrias, que quizás habría que empezar a definir en términos de Matrias, lo que nos
ha hecho nacer, lo que permanece, lo que funda... en fin, la voluntad de seguir siendo
nosotros mismos. A mí, personalmente, me parece más sugestiva la segunda opción. Por lo
menos, me parece que es la única desde la que podemos operar una reconstrucción positiva
de nuestra conciencia nacional.
113
XII
La Gran Política y el Orden del Mundo
Una visión del mundo no es un juego de abstracciones; contiene también, entre otras
cosas, una idea concreta del orden que debe poseer el mundo vivo, el de los hombres y sus
grupos.
1. La Gran Política.
Para nosotros, la política exterior, definida en estos términos, es la Gran Política pura
en el mismo sentido en que la entendía Nietzsche: aquella que crea destino y que, por tanto,
justifica por sí sola la existencia de la nación más allá de los cambios coyunturales e
ideológicos que la nación experimente.
114
español en nuestros días.
La idea de un orden del mundo (aquel Nomos de la Tierra del que habla Carl Schmitt)
nace exclusivamente en el ámbito cultural e histórico de la civilización europea, al que
nosotros pertenecemos. El punto de partida de ese orden es el Imperio Romano. El imperio
atraviesa por dos fases bien definidas:
a) La Roma imperial pagana, que basa su orden universal en la figura del emperador y
que funda la idea política de Europa;
La bicefalia del Imperio acentúa la crisis de la idea imperial desde la Baja Edad Media,
porque instala una guerra permanente entre la autoridad espiritual y el poder temporal. Las
célebres guerras entre güelfos y gibelinos arrancan de ahí. Pero cuando el sistema se rompe
definitivamente es a partir del Renacimiento, cuando surge el Estado soberano moderno, y
donde el papel de España es crucial. De hecho, el imperio español de los Austrias va a ser el
último intento viable de prolongar un orden imperial para Europa a partir de un Estado
moderno que se atribuye esa misión. Las guerras de la Reforma arruinarán esa idea.
a) El sistema europeo de Estados, que nace en la Paz de Westfalia (1648). Europa deja
de identificarse con la Cristiandad: desde el protestantismo ya no hay una sola fe cristiana;
por otra parte, la evangelización ha cristianizado territorios no europeos. A partir de ahora el
orden del mundo gira en torno a unos Estados soberanos celosos de su independencia. Con
todo, existe una armonía entre esos intereses, y esa armonía se debe a tres factores: un
derecho público común, que ejerce de vínculo normativo; un equilibrio de poder entre las
potencias y una diplomacia permanente.
115
c) La sociedad de Estados civilizados. El orden del mundo hasta el siglo XIX era, de
hecho, eurocéntrico, porque las nuevas naciones de América prolongaban el ámbito de la
civilización europea. Pero la situación cambia a mediados del siglo XIX, cuando las
potencias europeas comienzan a firmar tratados políticos y comerciales con los estados
asiáticos y africanos. Antes había existido un derecho común de convivencia con el Islam,
Turquía, etc., pero no se consideraba que estos Estados pertenecieran al orden del mundo. Sin
embargo, la modernización -y, especialmente, el desarrollo de los transportes- incluirá al
Oriente en la esfera política de Occidente.
Desde el punto de vista jurídico, esta evolución supone una evidente tendencia a incluir
progresivamente a todos los Estados en el derecho internacional, es decir, en el orden del
mundo. Sin embargo, desde el punto de vista de la realidad política, el camino no ha sido el
de una progresiva emancipación del mundo no-europeo, sino el de una progresiva extensión
de la hegemonía occidental: la verdad es que la ampliación del campo del Derecho
Internacional se ha realizado a base de cañonazos.
Por otra parte, la existencia internacional ha seguido siendo polémica, e incluso más
polémica que antes, desde el momento en que existen más actores que en el escenario
anterior. Las apuestas de poder de los nuevos bloques internacionales no han desaparecido;
más aún, tras el aparente universalismo del moderno Nomos de la Tierra se esconden en
realidad las distintas políticas exteriores de las naciones más poderosas, que han seguido
fieles a sí mismas. De hecho, las diversas fases por las que ha atravesado la “sociedad
mundial” siguen mostrando esta gran competencia de poder a escala planetaria.
a) Fase Monista. Las potencias vencedoras de la primera guerra mundial se alían frente
a un único enemigo: las tentaciones imperiales de Alemania, que pretendería crear un orden
mundial distinto al establecido en Versalles.
b) Fase Dualista. Derrotada Alemania, las potencias modernas se enfrentan entre sí por
el dominio mundial. La división de campos opone, por un lado, a la esfera de influencia
norteamericana, identificada con el mundo capitalista-liberal, y por otro, a la esfera de
influencia soviética, identificada con el modelo económico-político socialista.
116
c) Fase Pluralista. A partir de la Conferencia de Bandung (1955), con la consiguiente
toma de conciencia política de los países no-alienados, Schmitt preveía la aparición de una
fase pluralista donde el orden internacional tendría que aceptar la existencia de distintos
destinos nacionales autónomos.
117
origen han identificado su proyecto histórico con la implantación de un Estado Mundial. En
efecto, los padres fundadores de los Estados Unidos, como Thomas Jefferson y John Quincy
Adams, habían definido el proyecto nacional de los Estados Unidos como “la construcción
de una república pura y virtuosa cuyo destino es gobernar el globo e introducir la perfección
del hombre”. El NOM no es, en realidad, sino la expresión más radical del proyecto nacional
norteamericano.
¿Puede dictarse una norma general, una ley sobre las conductas políticas de los Estados
en materia internacional? Dicho de otro modo: ¿Es posible extraer unas consecuencias
objetivas de las transformaciones de las relaciones de poder en el globo y, a partir de ellas,
dictar leyes que nos ayuden a prever de forma positiva la política exterior, igual que es
posible extraer unas consecuencias de los cambios físicos en la materia y, a partir de ellas,
formular leyes científicas? Si así fuera, podría decirse que la política exterior obedece a unas
leyes y a unos criterios inmutables, pero también podría ocurrir que esas leyes nos mostraran
unas tendencias “naturales” en el orden político del mundo.
A lo largo del siglo XX, diversas escuelas y un gran número de autores han intentado
formular leyes o cuadros teóricos generales para aprehender la política internacional y las
relaciones mundiales de poder. Aquí no nos detendremos en todos ellos, pero, muy grosso
modo, podemos clasificar estas teorías en tres grupos:
Es la teoría clásica del poder en la cultura europea y gira en torno a la noción de razón
de Estado. Sus primeros ejemplos conocidos son la Historia de la guerra del Peloponeso del
griego Tucídides (s. V a.C.) y el Artha-Sastra hindú (s. IV a.C.). Una cita de Tucídides
resume perfectamente su espíritu: “Por su naturaleza, que es inmutable, los dioses y los
hombres imperan siempre sobre aquellos a quienes superan en poder. Nosotros no hemos
inventado esta ley ni la hemos aplicado los primeros, sino que la hemos encontrado ya
existente y habrá de subsistir por siempre, y cualquier otro que alcanzase nuestro poder haría
lo mismo (...) A ojos de tus aliados, la seguridad no está en la amistad que les profesas, sino
en que tengas una gran seguridad militar”.
Así, el poder, entendido como conjunto de recursos materiales o de otro tipo que le
permiten a uno imponer su decisión, se convierte en criterio principal -de hecho, único- de
toda política exterior: se trata de poseerlo, mantenerlo, manifestarlo y, si es posible,
aumentarlo. La buena política será la que no menoscabe nunca el propio poder. Esta
concepción se prolongará hasta nuestros días. Maquiavelo y nuestro gran Álamos de
Barrientos la profesarán sin reparos. En nuestro siglo, el mayor teórico del realismo político
118
aplicado al escenario internacional es el norteamericano Hans J. Morgenthau, que construye
su teoría sobre dos principios:
119
orienten la política exterior. El caso del presidente norteamericano Carter es representativo:
una política exterior guiada por prejuicios ideológicos que entró en conflicto con el interés
político inmediato de la nación. Eso significa que el poder puede ser un criterio general, pero
no una ley universalmente válida. Al mismo tiempo, estos autores reprochan a las teorías
cuantitativo-matemáticas el menospreciar otros factores igualmente determinantes: los
factores filosóficos, que determinan incluso los propios postulados científicos.
Es importante señalar que los estudios de nuestro siglo sobre política internacional han
demostrado la importancia de los factores sociales, étnicos, culturales o históricos; han
señalado la eventualidad de que, en casos excepcionales, el político actúe según criterios
ajenos al concepto de interés nacional, así como han establecido la posibilidad de crear
artificialmente escenarios ideales de decisión en función de criterios determinados. Pero
ninguna de estas corrientes actuales ha logrado refutar la concepción esencial del realismo
político, a saber: que el juego de poder es la médula de la vida internacional, que ese poder
depende de la capacidad de decisión sobre los propios recursos y, en fin, que la renuncia al
poder significa un perjuicio para el interés de la nación. Así las cosas, sólo nos queda volver
los ojos hacia los únicos dos criterios que realmente parecen capaces de mediatizar y
condicionar la acción exterior -el poder- de un Estado: la geografía, que determina la
posición del Estado en el espacio, y la civilización, que determina la posición de la nación en
la historia y frente a sí misma.
4. La geopolítica.
La geopolítica obedece a una constatación muy simple: “La política de los Estados está
en su geografía”, decía Napoleón. La proyección histórico-política de una nación está en
función de su situación en el espacio.
120
concreto- está en función del espacio que ese país ocupe. A partir de ahí, se enuncia una serie
de principios:
a) Una “Isla Central del Mundo” que comprende Eurasia y Africa. Dentro de esta Isla
Central hay un Corazón Territorial (Heartland) que esá situado en Rusia y una serie de zonas
de contacto (Rimlands) que son Europa, China y el mundo árabe.
b) Una “Isla Periférica” que comprende el continente americano.
En los últimos años, otros desarrollos geopolíticos han desplazado el centro geográfico
del mundo (el Corazón) hacia Europa, al añadir factores de tipo social y cultural. Europa, en
efecto, ofrece la mayor densidad de población técnicamente capacitada del planeta.
121
geográficamente abocadas a una existencia terrestre, continental, y otras abocadas a una
existencia marítima, las llamadas “Talasocracias”. Carl Schmitt dedicó una de sus obras a
glosar las diferentes características de ambos tipos de Estados. En líneas generales, y
recogiendo diferentes aportaciones, podemos esbozar el carácter de cada uno de estos
pueblos del siguiente modo:
a) El Estado marítimo, oceánico, busca ante todo crear una red de influencia comercial
a través de su dominio de los mares (Talasocracia: poder en el agua), lo cual le empuja a una
incesante mejora de sus medios de transporte y, por lo tanto, a una gran labor de creatividad
técnica, esencial para mantener su poder. Su civilización es técnica y comercial. Rara vez
perderá tiempo en ocupar territorios y gobernarlos. El ejemplo clásico de Talasocracia es
Cartago; en los tiempos modernos, Inglaterra y, después, los Estados Unidos. Su figura
mítica es la ballena Behemoth.
b) El Estado terrestre, continental, persigue un dominio efectivo sobre la tierra y una
extensión de su civilización. Su objetivo es imponer un determinado orden en el mundo
mediante el control de grandes espacios y su mantenimiento, lo cual le lleva a generar
estructuras de poder y cultura muy conservadoras, poco dadas al desarrollo técnico. El
ejemplo clásico de potencia terrestre es Roma. En los tiempos modernos, el primer gran
imperio terrestre fue el español, que gastó sus esfuerzos en ordenar sus posesiones
ultramarinas. Hasta hace poco, la última potencia terrestre ha sido la Unión Soviética, cuya
proyección geopolítica era continuación directa de la Rusia zarista. En nuestros días, sólo
Europa estaría en condiciones de jugar ese papel.
Hay quien reprocha a esta división Tierra/Mar su nula adaptación a una nueva imagen
del mundo donde ha entrado en juego el aire como factor de proyección geopolítica. Con
todo, lo cierto es que no es imaginable una potencia exclusivamente aérea, porque la primera
regla del poder es que sea duradero, y eso exige una ocupación material, ya sea de grandes
espacios terrestres o ya sea de grandes espacios aeronavales, con lo cual volvemos a la
división Tierra/Mar. Por otra parte, esta división no se agota en las modalidades de control
militar, sino que refleja, sobre todo, tipos concretos de poder y de civilización. También en
ese sentido la división sigue siendo válida.
5. El choque de civilizaciones.
122
- África negra: todo el subcontinente africano.
- Japón y su proyección insular.
Asimismo, hay que señalar la fragilidad de los espacios de civilización que Huntington
dibuja: España y Portugal tienen más que ver con Iberoamérica que con los Estados Unidos o
Australia, aunque Huntington los incluye en el mismo espacio de civilización; por otra parte,
aparecen zonas de fricción como Grecia (al mismo tiempo occidental y ortodoxa) o Turquía,
cuyo estatuto no es fácil de definir. Estas zonas de fricción estarían llamadas a protagonizar
los próximos conflictos de poder, pero nada se dice sobre los intereses geopolíticos concretos
de cada una de estas zonas.
Desde nuestro punto de vista, hay que reconocer en el análisis de Huntington una
aportación interesante a la hora de establecer constantes en el juego mundial de fuerzas. El
factor “civilización” o “cultura” puede, efectivamente, decidir tal o cual política de alianzas
con ciertas garantías de continuidad histórica. Pero no es posible separar este análisis de los
intereses geográficos concretos.
6. El lugar de España.
¿Cómo podría definirse una política exterior para España? A tenor de lo expuesto,
podríamos definirla en función de los siguientes parámetros:
123
6.1. Constantes desde el punto de vista geopolítico.
6.3. Apuestas.
124
militar suficiente y una capacidad de decisión propia.
c) El gran campo de influencia de España es el mundo iberoamericano, porque los
lazos de civilización nos permiten ejercer sobre él una influencia considerable, la cual habrá
de ser utilizada a su vez para reforzar nuestra posición frente a los aliados militares y
económicos del espacio occidental y europeo. Desde ese punto de vista, España puede
compartir con Iberoamérica, además de su pasado, un mismo interés futuro en escapar a la
hegemonía mundial de los Estados Unidos, que es hoy el principal problema tanto de los
europeos como de los iberoamericanos.
d) Todo ello exige, naturalmente, no renunciar en ningún momento a ejercer el poder, y
eso pasa a su vez por mantener la suficiente cantidad de recursos propios tanto en materia
económica como en materia militar. El error de las políticas recientes ha sido pensar que las
apuestas políticas nacionales habían desaparecido en el magma mercantil del NOM.
Episodios como el de las querellas pesqueras -y los que vendrán- nos demuestran que tales
apuestas no han desaparecido, y que es preciso mantener una importante potencia propia para
negociar en buenas condiciones.
Bibliografía:
125
XIII
El Nuevo Orden del Mundo
¿Qué es el Nuevo Orden del Mundo? Podemos decir que el Nuevo Orden del Mundo es
el Espíritu de nuestro tiempo, el aire que respiramos, la atmósfera política e ideológica que
envuelve nuestras vidas, tanto colectivas como individuales. Y podemos decir tal cosa por
dos razones: una, porque eso, el NOM, es lo que estamos viendo surgir con fuerza en las
numerosas conferencias internacionales que vienen desarrollándose en los últimos meses; la
otra, porque ese proyecto, el proyecto del NOM, no es algo que haya nacido ahora, sino que
está detrás de todas y cada una de las acciones diplomáticas, políticas, militares e ideológicas
de las potencias modernas desde hace dos siglos.
Carlos Marx decía que la función del intelectual era “ser capaz de escuchar cómo crece
la hierba”. Vamos a prestar oído. Aunque, en este caso, la hierba hace demasiado ruido, tanto
que es imposible no darse cuenta de lo que está pasando bajo nuestros pies.
Todos hemos oído hablar de la “Cumbre de Río de Janeiro”, celebrada hace unos años
para armonizar las políticas ecológicas de todo el mundo. Su objetivo consistía en que los
países en vías de desarrollo dejaran de utilizar recursos y procesos industriales nocivos para
el medio ambiente. Loable intención que no sería sospechosa si no proviniera de los países
desarrollados, ésos países que no tuvieron empacho en utilizar esos mismos procesos
tecnológicos para su propio desarrollo. La “cumbre” terminó sin resultado conocido. A
priori, parece que los países en vías de desarrollo van a seguir utilizando esos procesos
industriales contaminantes, pero todos se han comprometido a participar en la construcción
de un “nuevo orden ecológico” patrocinado, por cierto, por los Estados Unidos. ¿A quién
beneficia esta “Cumbre”?
El pasado mes de enero se reunió en la ciudad suiza de Davos, como todos los años, el
World Economic Forum (Foro Económico Mundial). Se trata de una reunión de los
principales financieros y políticos del mundo entero con el objetivo de “coordinar” todas las
economías del planeta. Su fin último es crear un único mundo en torno a los “valores” del
mercado. A esta última reunión acudieron ya los ministros de Economía de Polonia y Rusia,
que cantaron himnos al mercado libre y manifestaron su sumisión a la gran finanza
internacional. La nota entregada a la prensa por el propio Foro Económico Mundial decía:
“El nuevo orden económico internacional supone la globalización, el aumento de la
competencia, una continua adaptación de las estructuras y la desaparición del Estado del
Bienestar” (Efe, 1-2-94). Globalización, ¿de qué?: de la economía. Adaptación, ¿de qué
126
estructuras?: de las estructuras políticas. Se trata de construir una economía transnacional
donde los Estados no tengan ya capacidad para decidir sobre su propia política económica.
¿A quién beneficia esto?
Todas estas “cumbres” tienen un punto en común que resulta de la mayor importancia,
porque arroja luz sobre un hecho completamente nuevo: por primera vez, los gobiernos de
todo el mundo desarrollado, las instancias financieras internacionales y la Organización de
las Naciones Unidas van al mismo paso. Todos ellos han aceptado con gusto el compromiso
de construir un Nuevo Orden del Mundo. Y el que marca el paso en este desfile es el gobierno
de los Estados Unidos de América. Los que mandan en el mundo no son unos oscuros grupos
de señores que actúan como “mano invisible”, según querría una reaccionaria visión
conspirativa de la Historia. Los que mandan en el mundo son los gobiernos de los países
occidentales, las instituciones internacionales y las instancias financieras, que actúan
conforme a un programa determinado y que han aceptado el liderazgo de los Estados Unidos
para construir un determinado orden universal fijado de antemano.
Durante muchos años, tanto la Unión Soviética como los países “no alineados” o
potencias nacionales como Francia se habían opuesto a que la ONU fuera dirigida por los
intereses de la política norteamericana. Todos recordamos las graves crisis en el seno de la
Unesco, por ejemplo, que llegó a oponerse a lo que entonces se llamó “nuevo orden
económico mundial”, así como al “nuevo orden informativo”. Hoy, sin embargo, esas
barreras han desaparecido. Todos marchamos al paso que nos marca Washington. Y parece
que no hay otra opción, o mejor dicho: nadie quiere plantear otra opción.
No olvidemos este punto fundamental: el proyecto del NOM es, en este momento, un
proyecto fundamentalmente norteamericano, pero sumisamente aceptado por el resto de
Occidente. Tras la caída de los regímenes del Este, los Estados Unidos proclamaron
solemnemente el advenimiento de un Nuevo Orden. Tanto el republicano Bush como el
demócrata Clinton han rubricado de buena gana ese proyecto, y las sucesivas intervenciones
bélicas, desde Irak hasta Haití, no tienen otro objetivo que ese: que nadie escape a la
127
dimensión universal del orden nuevo. Un orden que no es sólo político o económico, sino que
aspira a ser el molde de una civilización universal: un mundo único pensando, actuando y
viviendo del mismo modo. Lo decía Milan Kundera: “La unidad de la humanidad sólo
significa, en el fondo, que nadie pueda escapar a ninguna parte”.
Ahora bien: esta idea del mundo no es nueva, ni la han inventado los Estados Unidos.
El NOM no es sólo una cuestión política o económica. La historia de las ideas nos enseña que
el proyecto del NOM es consustancial a las ideologías de la modernidad, y lo es desde el
mismo nacimiento de la filosofía de la Ilustración. Si eso no se entiende, no entenderemos la
verdadera dimensión del momento que estamos viviendo.
La idea de una humanidad unida bajo un solo poder es tan vieja como la idea de
imperio en Europa. Como decía Spengler, “el hombre noble, el patricio, aspira a ordenación
y ley”, y así los pueblos europeos, mientras estuvieron vertebrados en torno a los valores de
una aristocracia de la sangre, la guerra y los dioses, una aristocracia al estilo antiguo,
aspiraron a dar al mundo un carácter único. El Imperio Romano es el mejor ejemplo de una
tentativa por unificar el orbe -el orbe romano-. Y los Imperios posteriores, desde el Sacro
Imperio Romano Germánico hasta nuestro Imperio donde no se ponía el Sol, siguieron
alimentados por esa idea religiosa y política a la vez, aunque ahora el Dios fuera otro. El
europeo antiguo tiene la convicción de que, bajo la diversidad del mundo, reposa una cierta
unicidad. De ahí procederán las primeras formulaciones del Derecho Internacional, el Ius
Publicum AEuropeum, que trata de otorgar un Nomos, un orden a un mundo diverso y en
permanente conflicto.
Pero aquel Antiguo orden del mundo no tiene nada que ver con el presente. En primer
lugar, allá, entre nuestros antepasados, el principio del orden es espiritual, y por eso cualquier
orden ha de pasar por el Emperador, aún cuando el poseedor de la corona imperial fuera
menos poderoso que otros reyes vecinos. Por otra parte, no puede decirse que el Viejo Orden
del Mundo tuviera una ambición planetaria o de dominio efectivo universal: en la teoría del
Imperio no hay una voluntad expresa de exterminio del enemigo o de aniquilación de la
“alteridad”, aniquilación de lo que es diferente a uno. En el mundo antiguo, la existencia del
enemigo es parte de la vida; de ahí la necesidad de las guerras, pero también la eventualidad
de las treguas; nuestras más crueles guerras serán guerras exclusivamente de religión, y
cuando un Emperador (como el alemán Federico II Hohenstauffen o el español Felipe II)
pretenda actuar por su cuenta, ya estrechando lazos con el enemigo, ya encarnando
directamente la autoridad espiritual, sufrirá la hostilidad del Papa.
128
burocrático o de un dominio administrativo a todo el orbe. Y después porque, en el mundo
antiguo, el concepto de humanidad no es el mismo que hoy: los términos Humanidad o
Universal, entre nuestros antepasados, equivalen a los pueblos que han abrazado la Pax
Romana o, después, a aquellos otros que han hecho lo propio con la fe cristiana; de manera
que aquí nos estamos moviendo en un mundo limitado –voluntariamente- por razones
políticas o religiosas. La conclusión es evidente: en un orden así concebido, el “otro”, el que
no es como uno, tiene derecho a seguir siendo diferente.
Por el contrario, todas las ideas de aniquilación física del enemigo aparecerán –por
supuesto, convenientemente moralizadas- en la modernidad, a partir del siglo XVII y, sobre
todo, en el siglo XVIII. Es el momento en que los Ilustrados y sus predecesores, los utópicos,
empiezan a imaginar la sociedad humana como fruto de un contrato, al mismo tiempo que se
empieza a pensar que todo el mundo, todos los hombres, son sustancialmente idénticos, e
igualmente sometidos, por tanto, a la regla supuestamente natural del contrato. Y no se
tardará en aplicar esa figura del contrato al orden internacional, a la existencia polémica de
las naciones.
Aquí encontramos también el origen de la visión liberal, economicista, que piensa que
todo en la vida funciona como un intercambio de mercancías, y que es preciso dejar que ese
intercambio circule libremente, sin “interferencias” políticas. Siguiendo esta lógica del
contrato, no sólo cambia la idea del orden social, sino que también cambia la idea del orden
del mundo. En la Europa antigua, el principio del orden era espiritual y tenía límites políticos
y espirituales -en una época en que la política y el espíritu iban de la mano-; en la Europa de
la Ilustración, por el contrario, ese principio será económico y moral, y no reconocerá límites
territoriales porque la economía, como la moral abstracta, se cree con derecho a extender su
manto sobre todo lo vivo.
Hay muchos nombres en esta tentativa ilustrada: Emerico Crucé, Sully, el Abate de
Saint-Pierre (véase su Proyecto de paz perpetua en Europa, fechado en 1713)… Pero el
verdadero teórico del nuevo orden del mundo, el gran filósofo de un universo cosmopolita es
Imanuel Kant, que expuso sus tesis, sobre todo, en dos obras: Ideas para una Historia
Universal en clave cosmopolita y La Paz Perpetua. Kant, más que Hegel, es el verdadero
inspirador de la filosofía de la Historia de la Ilustración, cuna de las diversas ideologías de la
Modernidad. Kant cree que la Historia es una marcha del género humano hacia su
moralización; esa moralización significa una cosa: la emancipación absoluta del individuo.
Emancipación, ¿de qué? De todos los vínculos que en el mundo antiguo le retenían: la
comunidad, la religión, los reyes, la tradición... Sólo un hombre libre de esos enojosos
vínculos llegará a ser verdaderamente libre, verdaderamente “moral”. Y, liberado, podrá
marchar hacia el futuro del género humano, que es el de un mundo unificado bajo los valores
de la emancipación individual, la civilización moderna, la libertad del mercado...
Ese es el proyecto cosmopolita de Kant. Para Kant, el primer gran paso hacia ese nuevo
orden ha sido la Revolución francesa, que define como Entusiasmo. Hay, no obstante, un
enemigo en el horizonte: el Imperio austríaco, síntesis del trono y el altar y metáfora, por
tanto, de esos viejos vínculos que el nuevo hombre moral debe abandonar. Sólo la guerra
contra Austria podrá liberar a la entera humanidad. Y cuando esté liberada, habrá de caminar,
primero, hacia una Federación de Estados, y luego, por fin, hacia un Estado Mundial; un
129
Estado Mundial que se considera como el supremo bien.
Nótese cuál es el punto de partida de Kant: existe una aspiración natural de los hombres
hacia una existencia moral. Kant define lo moral a su manera, pero no demuestra ni que él
tiene razón, ni que ésa es la aspiración “natural” de todos los hombres. Kant parte de un
prejuicio ideológico -la identificación entre existencia moral y libertades burguesas- y
además recurre a un truco muy común en todo el pensamiento ilustrado: identificar al
burgués ilustrado europeo del siglo XVIII con el género humano en su conjunto; identificar
los intereses del burgués liberal con los intereses de todo ser humano. Dicho de otro modo:
Kant justifica moralmente -y ésa es su perversidad, si se me permite el término- la imposición
de las ideologías de la modernidad en todo el mundo, de buen grado o por la fuerza.
Y por eso está también legitimada la guerra de exterminio contra los obstáculos con
que se topa la modernidad. Kant coge el viejo argumento de la “guerra justa” y lo manipula a
su manera. La “guerra justa”, para nuestros antepasados, era toda guerra contra el enemigo de
la comunidad; luego, fue la guerra contra los enemigos de la Cristiandad; pero, a partir de
Kant, “guerra justa” será la guerra contra los enemigos de la Modernidad. Y de ese
planteamiento -aunque en este caso la paternidad kantiana es más discutible- nacerá otro
argumento muy característico de las ideologías modernas: el de “la guerra que pondrá fin a
todas las guerras”. Toda guerra queda justificada si se hace contra los enemigos de la
modernidad y con la pretensión de que, aniquilando por completo al enemigo, sea la última
guerra. No es un azar si volvemos a encontrar ese argumento en todas las guerras libradas por
las potencias modernas (Francia, Inglaterra y, sobre todo, los Estados Unidos) desde el siglo
XIX hasta nuestros días.
“ Pero todo esto son sólo filosofías”, se me dirá. Sí, son filosofías, pero no cometamos
el error de infravalorar el poder de las ideas. El propio Kant habla expresamente de la
posibilidad de incluir un artículo secreto en los tratados internacionales donde quedara dicho
que los estadistas seguirían las ideas de los filósofos (en el sobreentendido, por supuesto, de
que todos los filósofos pensarían lo mismo que Kant). No vamos a defender aquí la
extravagante tesis de que los políticos de los dos últimos siglos han obedecido a Kant y han
incluido en sus tratados ese “artículo secreto”; nos basta con constatar que todos esos tratados
han seguido las consignas universalistas o cosmopolitas señaladas por Kant y por los que
pensaban como él. Por otra parte, las cosas están clarísimas: basta ver la evolución reciente
del orden del mundo para comprobar hasta qué extremo Kant supo captar la vocación, el
destino del mundo moderno. El mundo está caminando exactamente en la dirección que Kant
marcó, Estado Mundial incluido. ¿Puede ser casualidad? No, no lo es: acabamos de ver cómo
nace la ideología que hoy intenta imponerse en todo el mundo; estamos describiendo el
camino de un mismo proceso. Y es importante saber de dónde viene cada cual.
130
enemigo, un enemigo que primero fue Austria -como decía Kant- y luego, en 1914 y en 1939,
Alemania. A partir de 1945 se inaugura otra fase, la Dualista, marcada por la “Guerra Fría” y
por la partición del mundo en dos bloques: el capitalista y el comunista. Pero a raíz de la
descolonización, en los años cincuenta, cabía imaginar una tercera fase: la Pluralista,
marcada por la competencia entre las nuevas potencias emergentes. Schmitt escribía influido
por el movimiento de los “no alineados” y la Conferencia de Bandung, en 1955. Luego
volveremos a hablar de ello. Retengamos de momento esta tripartición, estas tres fases,
porque el viejo Carl Schmitt nunca hablaba a humo de pajas.
En 1944, cuando parecía ya inevitable que la fase Monista del orden del mundo se
transformara en una fase distinta, las potencias aliadas -y aquí la iniciativa es especialmente
anglosajona- pergeñan dos tratados: uno es la “Carta Atlántica”, que supone la extinción de
los viejos imperios ultramarinos y que dará lugar a esa gran trampa de la descolonización;
otro es el de la Conferencia de Bretton Woods, que se acaba de conmemorar en Madrid y que
significa el nacimiento del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial. Toda
esta operación responde a una meta claramente definida de la política del presidente
americano, Roosevelt: la creación de un One World, un único mundo. El objetivo de esas
instituciones es regentar, gestionar, dirigir la vida económica del planeta. Ambos
acontecimientos son de una gran trascendencia para lo que aquí estamos diciendo: a partir de
ese momento, las potencias aliadas, y sobre todo los Estados Unidos, ponen los medios para
construir un nuevo orden del mundo, de ambición planetaria y talante económico, legitimado
a través de la presunta superioridad moral de su sistema de convivencia (libertad individual,
democracia, etc.); exactamente tal y como lo había deseado Kant. La semilla del actual NOM
ya está plantada.
La política del FMI tuvo una consecuencia inmediata: la vieja división del mundo entre
Metrópolis imperiales y Colonias, herencia de los siglos anteriores, es sustituida por la
división entre países pobres y países ricos. No olvidemos que uno de los puntos
fundamentales del programa kantiano era acabar con los imperios; como por azar, eso era
también lo que pedían los liberales, porque era más cómodo y barato comerciar directamente
con burguesías locales, que hacerlo a través de grandes y costosos aparatos militares y
políticos. A partir del fin de la segunda guerra mundial, la estructura imperial-colonial
desaparece; sólo habrá países ricos y países pobres.
No creamos, sin embargo, que un manto de libertad se extiende por el planeta. Los
países pobres, sí, están ya políticamente emancipados, pero esa independencia es tan sólo el
pretexto moral para dar paso a una absoluta sujeción económica. Es natural: en una óptica
universalista, la independencia no puede consistir en una libertad real para fijar los objetivos
autónomos de una comunidad soberana, porque eso significaría dar jaque al universalismo.
Todo lo contrario: en el proyecto cosmopolita, la emancipación política sólo es un paso
previo para que la comunidad recién emancipada ingrese en el orden del mundo.
131
los países pobres, obligados a producir en masa uno o dos productos básicos, pierden la
posibilidad real de automantenerse, de autoabastecerse, y quedan obligados a depender de las
compras extranjeras y de los créditos internacionales para la producción. La mayor parte de
África ha corrido este destino: convertirse en países miserables, obligados a depender
eternamente de las compras extranjeras. Para abastecerse, no les queda más remedio que
endeudarse... en dólares, por supuesto, porque ésa es la moneda-patrón desde Bretton
Woods. Es otra forma de esclavitud. Eso sí, con una gran diferencia: ahora, esos pueblos son
nominalmente libres, democráticos, están “emancipados”. “La moral”, decía Kant.
La propaganda política de posguerra hará que nadie escape a esa confrontación. Una
especie de terror helado se extiende por todo el planeta, que empieza a vivir agobiado por la
amenaza de una guerra nuclear. La hostilidad entre una potencia y otra es tan radical, tan
hondo el conflicto y la conciliación tan difícil, que se diría que la guerra es inevitable. Sin
embargo, en algo sí estarán de acuerdo ambas potencias: en que nadie pueda marchar por una
tercera vía. Los no-alineados en 1955, Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968... Todos
ellos intentaron escapar a la bipolaridad USA-URSS, pero los dos monstruos impedirán
cualquier escapatoria. Por eso puede hablarse, objetivamente y más allá de la “Guerra Fría”,
de un condominio americano-soviético.
Esa era la situación del mundo cuando, súbitamente y sin que los analistas oficiales se
enteraran, el bloque soviético se derrumba. Gorbachov liquida los restos del imperio ruso;
revueltas populares más o menos amañadas derriban a los dictadores marxistas; cae el Muro
de Berlín y la relación de poder en el mundo deja de ser dualista para volver a ser Monista.
Pero vayamos por partes. ¿Por qué cae el comunismo? La causa directa es la
132
imposibilidad de seguir la frenética carrera de tecnología militar impuesta por los Estados
Unidos de Reagan. Pero la causa profunda es la incapacidad de una filosofía utópica, ficticia
-la del marxismo-, para organizar el mundo sin recurrir a la represión permanente. El hecho
es que, derrumbado el comunismo -”víctima de sus propias contradicciones”, como diríamos
en la jerga marxista-, sólo queda un poder que encarne el proyecto unificador de la
modernidad: los Estados Unidos y su ámbito de influencia, lo que se llama “Occidente”.
No caigamos en el error de juzgar el fracaso del comunismo como una victoria del
capitalismo. Un ensayista francés, Pascal Bruckner, ha escrito un libro muy revelador, La
melancolía democrática, donde las cosas se ponen en su sitio: la verdad es que el comunismo
no ha caído porque la democracia liberal sea mejor sistema o porque la presión política de
Occidente haya mermado la capacidad de reacción comunista; el comunismo ha caído,
simplemente, por sus propios errores, porque era un sistema ineficaz. El enemigo del
capitalismo se ha suicidado. No hay victoria.
Sin embargo, el capitalismo se atribuye esa victoria y al día siguiente de la caída del
Telón de Acero declara su intención de crear un Nuevo Orden del Mundo. Hemos llegado,
por fin, al momento cumbre soñado por Kant y que nunca había dejado de estar ausente del
programa ideológico de la modernidad. Los estalinistas rusos empiezan a ser llamados
“conservadores”; la vieja URSS empieza a ser definida como el último imperio -¿no huele a
Kant? Y ahora, muerto el último imperio, la humanidad puede caminar hacia el Estado
Mundial con un líder indiscutido: los Estados Unidos.
En esa tesitura, aparece un nuevo referente intelectual que va a tratar de dar cuenta de la
situación en un tono declaradamente apologético: el ensayo de Francis Fukuyama sobre El
Fin de la Historia. A pesar de lo mucho que se ha escrito y hablado sobre este hombre y su
tesis, no parece que se haya entendido demasiado bien lo que quería decir: ¿Que la Historia
se termina? ¿Es el apocalipsis? Pero no, no se trata de eso. Fukuyama no está diciendo
ninguna estupidez. Y lo entenderemos mejor si vemos que lo que Fukuyama llama “Fin de la
Historia” equivale a lo que Kant llamaba “Estado Mundial”. Seguimos moviéndonos en la
lógica de la Ilustración, de la visión cosmopolita de la Historia, de la Historia entendida como
un movimiento guiado por un finalismo moral.
133
la Historia no significa otra cosa: los últimos imperios, los últimos obstáculos para la victoria
de la ideología moderna han desaparecido. Por consiguiente, el sueño de Kant y Hegel se ha
realizado ya.
134
implantación de democracias liberales en todos los países, sea cual fuere su estructura social
o cultural. Recordemos que, en la óptica ilustrada, democracia liberal equivale a política
moral. Pero en Argelia, un partido político opuesto al NOM, el Frente Islámico de Salvación,
ganó limpiamente unas elecciones. Y el NOM patrocinó, con un vergonzoso consenso
internacional, un golpe de Estado contra los nuevos gobernantes de Argelia. Los miembros
del FIS fueron apartados del poder, perseguidos, encarcelados e incluso ejecutados. ¿Por
qué? Porque no querían el NOM. Ni una sola voz oficial del resto del mundo se alzó contra
ese atropello. Tanto derechas como izquierdas, de acuerdo en mantener este orden
internacional y los valores que lo sustentan, saludaron la intervención militar auspiciada por
los gobiernos occidentales. Y ahora nos escandalizamos, horrorizados, porque determinados
grupúsculos fundamentalistas andan por ahí en plena locura, degollando extranjeros. El
terror, sí, engendra terror, y el de la Argelia de los años 90 ha alcanzado cumbres espantosas.
Pero ese terror no lo comenzaron ellos: lo comenzó el NOM.
Para legitimar ese injustificable estado de cosas, el NOM goza de un arma mucho más
poderosa que la bomba atómica: los medios de comunicación, y especialmente la televisión
internacional. La televisión bombardea todos los días a todos los hombres del mundo, sean
cuales fueren sus culturas de origen, sus creencias y sus tradiciones, con los mismos
mensajes. “Todos los hombres poseen la misma aspiración natural”, decía Kant. Eso no es
verdad. Pero sí es verdad que la televisión implanta en todo el mundo las mismas
aspiraciones: el lujo, el consumo, el placer de una existencia hedonista... Series como
“Dallas” o “Falcon Crest” no se emiten sólo en el espacio occidental: llenan también las
pantallas en Kenia o el Senegal. Y esas series son mucho más eficaces que unos
informativos, porque, a través de esos productos, se va construyendo una universalización de
las formas de vida que constituye, de hecho, la mayor empresa de colonización espiritual
jamás emprendida por potencia alguna. Así se extienden de modo uniforme unas amplias
expectativas que contribuyen a consolidar un determinado sistema social y económico. La
gente ve ahí, en la pantalla, que puede ser feliz; se lo cree y comienza a imitar los
comportamientos que la pantalla le muestra; después, tras la adopción de las pautas de
conducta, se imponen también los valores, unos valores ajenos a los del individuo en
cuestión. Es lo que Iring Fetscher ha llamado “democratización de la satisfacción”: todos
deben asumir como propia la opulencia del sistema.
Entramos así en un tercer aspecto del NOM: el ideológico, lo que podríamos llamar la
Bomba “i”, que es peor que la Bomba “H”. Ningún sistema puede mantenerse en el poder si
no tiene una visión del mundo, un discurso, un relato, un conjunto de ideas que lo muestre
como el sistema más indicado. Del mismo modo, el sistema moderno, el NOM, ofrece un
relato legitimador a sus súbditos; ese relato es, en distintos niveles, el de la ilustración, y lo
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podríamos reducir a los siguientes tópicos:
1- El hombre es igual en todas partes y en todas partes tiene las mismas aspiraciones;
esas aspiraciones son, fundamentalmente, económicas. Por tanto, el orden natural del mundo
será el de un Estado Mundial construido sobre criterios económicos.
2- Esa igualdad radical se ve obstaculizada por las culturas autóctonas, los valores y las
creencias heredadas, siempre y cuando sean ajenas o irreductibles al cuadro de valores de la
modernidad. Por consiguiente, es legítimo eliminar esas barreras.
3- Dado que la igualdad es universal y moral, todo obstáculo político o de otro tipo
debe ser desarraigado. Así, por ejemplo, queda condenado el nacionalismo como delito
mayor de nuestro tiempo.
4- La historia es un proceso de carácter finalista, con un sentido determinado, y ese
sentido es el de construir un mundo homogéneo, la convergencia de todos los pueblos y todas
las culturas en el modelo occidental. Quien se oponga a eso, se opone a la marcha de la
Historia.
Podríamos añadir otros desarrollos, pero estos son, grosso modo, los dogmas
fundamentales del NOM. Centenares de escritores, profesores e intelectuales, apoyados por
fundaciones privadas o centros oficiales y publicitados por los medios de comunicación,
construyen y divulgan día a día esta ideología, con el objetivo de que todos los hombres la
asuman como propia. Y quien no rubrique sus presupuestos, queda marginado, condenado
como “peligroso” o “fascista”. Esta es la fe de nuestro tiempo.
¿Y cómo nos afecta todo esto? Está claro. En esta tesitura, está claro el papel que el
NOM nos tiene reservado: va a desaparecer nuestra identidad cultural, va a desaparecer
nuestra soberanía política y va a desaparecer nuestra independencia económica. Mirémonos:
los españoles somos españoles, somos europeos y somos hispanoamericanos. Pero Europa se
está convirtiendo en el esclavo predilecto del NOM, Hispanoamérica se convierte poco a
poco en un mercado seguro para la finanza internacional y España misma empieza a dejar de
existir para abandonarse a la dulce extinción de su ser en el magma blando e inodoro del
NOM. Si no reaccionamos, nuestra suerte está echada.
¿Todo está perdido? No. Al menos, no todavía. El NOM se está construyendo a pasos
agigantados, pero hay muchos obstáculos. Y, del mismo modo que le ocurrió al comunismo,
el principal obstáculo que encuentra el NOM no es un poder extranjero, sino sus propios
fundamentos, sus propios cimientos ideológicos, que chocan frontalmente contra la realidad.
La ideología ilustrada -aquella de Kant- nos dice que el mundo es homogéneo, que la razón
es universal y que las aspiraciones de los hombres son las mismas en todas partes. Pero, ¿y si
eso no fuera verdad? En ese caso, todo el aparato filosófico del NOM caería por su propio
peso. El NOM dejaría de ser verdad. Si las culturas fueran elementos irreductibles, si
realmente en ellas se contiene una visión del mundo -y por tanto una visión del orden
económico y político-, las culturas se convertirían en obstáculos imposibles de vencer,
porque dejaría de ser evidente que el destino natural del globo es la convergencia en el
modelo de la modernidad occidental. Pues bien: eso es lo que está pasando ahora: que todo
eso ha dejado de ser evidente.
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Ya hemos hablado anteriormente de un notable intelectual de la Universidad
norteamericana, Samuel Huntington, que ha expuesto todo este problema en un ensayo que
es una especie de anti-Fukuyama. Ese ensayo se llama “¿Choque de civilizaciones?” y su
tesis es la siguiente: el mundo no camina hacia la unificación, sino que las civilizaciones,
producto de culturas en muchos casos milenarias, van a terminar eligiendo sus propias vías
de desarrollo, al margen del modelo occidental. Huntington evalúa los datos económicos y
políticos, y concluye que es inevitable la partición del mundo en grandes zonas
caracterizadas por compartir una misma civilización. Esas zonas -las repetimos- son las
siguientes: Occidente (que para Huntington abarca desde los Estados Unidos hasta la Europa
de la UE, pasando por Australia), el mundo eslavo (Rusia y su cinturón centroeuropeo), el
área confuciana (liderada por China), el Japón, la India, el Islam, el África Negra y el espacio
Iberoamericano.
Podemos pensar que esta partición es discutible: por razones históricas, culturales y
políticas, España está más cerca de Rumanía y de la Argentina que del Canadá. No obstante,
y sin perjuicio de que esta cuestión pueda ser debatida posteriormente, creo que hay que
valorar el ensayo de Huntington en sus justos términos: por primera vez, uno de los
laboratorios del NOM reconoce que el sueño de la convergencia universal es imposible, que
las civilizaciones (las culturas) son más fuertes que las economías y, por tanto, que la verdad
del NOM ha dejado de ser verdad.
Ya desde los años cincuenta, algunos economistas de la Unesco (como Perroux, Partant
o Grjebine) habían advertido que el modelo impuesto en Bretton Woods era absurdo, porque,
por así decirlo, expandía un aire que no servía para todos los pulmones. Y estos economistas
proponían aplicar un modelo de desarrollo autocentrado: dividir el mundo en grandes zonas
137
de producción y consumo que mantuvieran la soberanía sobre sus propias economías,
grandes espacios autárquicos definidos, precisamente, en función de criterios culturales. El
África negra podría constituir uno de esos espacios; el Magreb, otro; Europa, otro, etcétera.
Lo que era evidente a ojos de todos es que el modelo de desarrollo mundial único era
insostenible, porque estaba llevando al mundo pobre a la ruina. Aún no hace muchos años,
una joven economista camerunesa, Axelle Kabou, escribió un libro importantísimo titulado
así: ¿Y si Africa rechazara el desarrollo? Lo que esta señorita proponía era algo tan simple y
tan de sentido común como lo siguiente: dejadnos encontrar nuestra propia vía para el
desarrollo económico; dejadnos que seamos nosotros quienes juzguemos en qué consiste el
desarrollo, cómo hemos de entenderlo y qué medios hemos de utilizar para conseguirlo. Por
mucho que Camerún sea de cultura francesa, por mucho que las elites camerunesas se hayan
formado en las universidades de Paris y por mucho que la televisión bombardee con “Dallas”
a los pobres cameruneses, nunca se conseguirá impedir que los elementos más lúcidos usen
el cerebro. Y lo que el cerebro dice es que una cultura, un arraigo, una identidad, siempre es
más fuerte que una Balanza de Pagos.
¿Os acordáis de Carl Schmitt? El había dicho que la fase Dualista del Nomos de la
Tierra terminaría llevando a una fase Pluralista. Schmitt, ya lo veis, nunca hablaba a humo de
pajas. Lo que estamos viendo en el análisis de Huntington es el surgimiento de lo mismo que
intuía Schmitt: no el nuevo Monismo de Fukuyama, sino otra cosa completamente distinta.
El mundo es plural, y la realidad del mundo, la pluralidad, es más poderosa que el proyecto
técnico, la utopía técnica y económica del cosmopolitismo moderno. Las identidades
culturales, las raíces, los arraigos pugnan por detener la utópica imaginación del NOM.
Mientras haya pueblos conscientes de serlo, no habrá Nuevo Orden del Mundo, porque no
será posible el Estado Mundial.
En estas condiciones, se dibujan dos campos con toda nitidez. Por una parte, el
cosmopolitismo del NOM: los que creen que el mundo debe ser sólo uno, que ese único
mundo ha de estar regido por los criterios del capitalismo financiero, que las culturas, las
tradiciones y las raíces son negativas, obstáculos que hay que eliminar por la fuerza si es
preciso. En el campo opuesto, los partidarios de la Identidad: aquellos que creen -que
creemos- que el mundo es plural y que ésa es su riqueza; que no se puede obligar a todos los
pueblos, sea cual fuere su metabolismo espiritual, a marchar al mismo paso; que cada cual
debe elegir la vía que le resulte más propia; que las culturas, las raíces y las tradiciones son no
sólo positivas, sino necesarias, porque ellas constituyen lo que nos hace específicamente
humanos, lo que define nuestra forma de estar en el mundo.
138
culturas, y en eso pueden coincidir los viejos náufragos de un cierto socialismo, los restos
dormidos de un cierto conservadurismo y los nuevos intelectuales que fundamentan su
reflexión en la crítica de la civilización técnica, en la senda de Ortega, Jünger o Heidegger.
Gane quien gane en esta guerra, nadie puede permanecer indiferente. Estamos ante el
combate decisivo de nuestro tiempo. Porque lo que nos estamos jugando es el aspecto que
ofrecerá el mundo dentro de veinte años, el mundo en que vivirán nuestros hijos. Hace más
de medio siglo, Oswald Spengler escribió: “Ahí están los dados del terrible juego. ¿Quién se
atreve a echarlos?”. Hay que atreverse.
139
XIV
La barbarie técnica con rostro humano
(A propósito de la Conferencia de El Cairo)
1. La Conferencia de El Cairo.
Presentado así el asunto, la verdad es que caben pocas discusiones: o paramos el ritmo
de crecimiento demográfico, o esto se va a poner difícil, especialmente en aquellos países
que tienen dificultades para procurarse sus propios recursos. No diré lo que un colega mío,
140
que amenazaba a su audiencia con el argumento de que “Dentro de poco no vamos a caber en
el mundo” (la verdad es que la capacidad periodística para la estupidez es infinita, y me
incluyo en ese reproche). Pero, sin llegar a esos extremos, sí que parecía haber razones para
la preocupación. En esa lógica, también parecía justificado incluso el recurso a métodos de
contracepción radicales, como el aborto. Y de ahí, entre otras cosas, surgieron esas grandes y
radicales oposiciones entre los discursos religiosos y los laicos que hemos visto a propósito
de la mencionada Conferencia, pero que son permanentes en nuestra sociedad. Dado que el
control de la población parecía ser una exigencia del progreso de la humanidad, éstos, los
laicos, parecían defender la razón y el progreso frente a los primeros, los religiosos, que se
mantenían en posturas “retardatarias”. Puede decirse que ése es el paisaje creado por los
medios de comunicación a propósito de la Conferencia de El Cairo: la luz de la razón contra
las tinieblas del oscurantismo; el progreso y el desarrollo técnico contra el hacinamiento y la
pobreza.
Todas estas preguntas son las sombras que se proyectan sobre la Conferencia de El
Cairo. Y me parece importante dedicar unos minutos a demostrar que las respuestas no están
en absoluto claras. Y ello no por razones técnicas -a los problemas técnicos sólo caben
soluciones técnicas-, sino por razones estrictamente filosóficas, que son, desde mi punto de
vista, las más importantes. En efecto, el gran problema de la Conferencia de El Cairo no es
que plantee soluciones técnicas discutibles, sino que plantea soluciones técnicas a problemas
que no son técnicos, sino humanos, y por tanto filosóficos. Vamos a ver las dos cuestiones: la
cuestión técnica y la cuestión filosófica, pasando previamente por los puntos más polémicos
del problema.
En primer lugar, no es verdad que se pueda identificar el discurso laico con el discurso
del control de la población. Dicho de otro modo: un discurso racional no conduce
necesariamente a la adopción de medidas anti-natalistas. Veamos el caso del aborto, por
ejemplo. Uno puede oponerse perfectamente al aborto libre (y mucho más al aborto
impuesto) en virtud de argumentos civiles, sociales, no necesariamente morales, o no al
menos desde el punto de vista de una moral revelada. No es preciso creer que existe un alma
en una vida no-nata (ése es el fundamento de la postura cristiana) para oponerse a la
destrucción de esa vida. Basta con creer que, para una sociedad, es sumamente peligroso
otorgar a un individuo el derecho a prescindir de otro individuo. Desde un punto de vista
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social, la comunidad no puede renunciar a su obligación de proteger a todos sus miembros, y
con más razón a sus miembros más desprotegidos, que son los que todavía no pueden valerse
por sí mismos. Y ello sin entrar en la consideración de que, para una sociedad, es
imprescindible garantizar su supervivencia, y esa supervivencia no queda garantizada si no
se protegen los nacimientos. Por lo tanto, y desde el punto de vista de una filosofía social,
laica, civil, no teológica, el aborto libre significaría una dejación de responsabilidad
absolutamente injustificable.
Otra cosa sería si consideráramos la sociedad no como un todo, no como algo con
entidad propia, sino como una suma arbitraria y aleatoria de individuos, sin más vínculos
entre sí que el azar. En ese caso, evidentemente, el derecho individual tenderá a ser siempre
mayor, más importante, que el derecho colectivo, el derecho de la comunidad. Y eso es lo que
pasa en casi todas las ideologías de la modernidad: que son individualistas. Aquí sí, en efecto,
el discurso laico se inhibe sobre cualquier consideración de tipo social o comunitario. Si la
sociedad es sólo una suma aleatoria de individuos, no hay impedimentos de carácter general
que impidan un aborto, por ejemplo; todo el problema se reconducirá hacia la voluntad del
individuo, sin más obstáculos que su propia conciencia.
Ahora bien, y esto me parece especialmente importante: no todo discurso laico lleva
necesariamente a esa conclusión; sólo aquellos discursos laicos nacidos de las ideologías
individualistas pueden otorgar a la conciencia individual el derecho a decidir sobre una cosa
así. Por consiguiente, no es verdad lo que nos ha dicho el “discurso de El Cairo”; no hay
necesariamente oposición entre discurso laico y discurso religioso. La oposición es otra: lo
que hay es una oposición entre el discurso individualista, moderno, y el discurso
comunitario, tradicional, ya revista éste una forma laica o una forma religiosa. Conviene
tener esto en cuenta.
3. El problema demográfico.
Por otra parte, en el mundo desarrollado hay zonas de una densidad demográfica
exagerada que no padecen problemas de miseria. Es el caso del Japón, pero también es el
caso del Benelux. La densidad demográfica del Benelux llega al extremo de que, en los
planes del viejo Ejército Rojo para invadir Europa, atravesar el Benelux costaba cerca de dos
días, y no por la oposición de un hipotético ejército contrario, sino por la dificultad de
moverse a través de esa enmarañada red de ciudades y pueblos pegados unos a otros, que
forman una tremenda barrera artificial desde la desembocadura del Rhin hasta las montañas
suizas. Es otro dato ilustrativo: el mundo rico está muy lejos de aquellos tiempos en que a
cada europeo le hubiera correspondido un bosque para él solo. En todas partes cuecen habas,
142
aunque nuestra pirámide de población sea francamente regresiva. Sin embargo, las
recomendaciones de la Conferencia de El Cairo no se dirigían a Japón o al Benelux, sino a los
países pobres. ¿Por qué? ¿Acaso esos países no podrían soportar la presión que soportan
otros? “Es que son pobres”, se nos dirá. Pero, ¿por qué son pobres? “Porque no tienen
recursos”. ¿Y entonces? Bastaría en ese caso con que fueran capaces de procurarse sus
propios recursos y organizar su propia vida económica, ¿no es así?
Llegamos así a la tercera pregunta: ¿Es verdad que hay grandes masas de población
condenadas a no poder procurarse jamás sus propios recursos? ¿Por qué? Para contestar a
esta pregunta deberíamos mirar a otra Conferencia internacional reciente, celebrada esta vez
en Madrid: la reunión del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, que son los
principales responsables de que haya países incapaces de procurarse sus propios recursos. En
1944, las potencias anglosajonas, ya prácticamente vencedoras en la segunda guerra civil
europea de este siglo, organizan el planeta en torno a dos ejes: uno es la Carta Atlántica,
donde se prefigura el proceso de descolonización; otro es la conferencia de Bretton Woods,
donde se crea el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para gestionar el nuevo
orden del mundo. El resultado de ambas acciones es el siguiente: el mundo entero -y con la
excepción, sólo parcial, del área de influencia soviética- pasa a organizarse según una
economía globalizada cuyo patrón será el dólar.
Las naciones recién descolonizadas también se integrarán en ese orden -para eso
precisamente se hizo la descolonización-; para ello, para integrarlas, habrán de especializarse
en determinados productos de fácil salida y que contribuyan al desarrollo económico
internacional. “¿Que tiene usted un magnífico cacao? Excelente: a mí me falta cacao.
Especialícese usted en el cacao, que de lo demás ya nos encargamos nosotros”. Sin embargo,
esa especialización significa que los países pobres pierden toda capacidad para
autoabastecerse: todo lo que necesiten tendrán que comprarlo en el mercado internacional –o
sea, en los países ricos-, y para ello se les concede créditos en dólares disfrazados de ayuda al
desarrollo. “Usted haga sólo cacao. ¿Que necesita además caucho y acero? Cómprelo. ¿No
tiene usted dinero? Yo se lo presto, y se lo voy a prestar en dólares, porque eso me ayuda
además a mantener fuerte mi divisa; pero luego usted, claro, me lo tiene que devolver”. Tal
coyuntura exige a los países pobres una gran capacidad de organización económica para
adaptarse al mercado internacional, una capacidad de organización que es inherente al tipo de
economía capitalista. Ahora bien, esas naciones no han tenido capitalismo en su vida: no
saben lo que es, no lo entienden, no tiene nada que ver con sus tradiciones ni con su estructura
social. Son incapaces de desarrollar una estructura capitalista que pueda hacer frente a las
exigencias internacionales. Resultado: los países pobres quedan endeudados, arruinados y
sin capacidad para sobrevivir por sí mismos.
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Todo el mundo sabe que, cuando una sociedad es pobre, los hijos son como inversiones, a los
que hay que mantener cinco o seis años, pero que luego empiezan a dar sus frutos y empiezan
a colaborar en la economía doméstica. Basta mirar las barriadas marginales de nuestras
ciudades -cada vez más amplias, por cierto-, para constatar ese hecho. Cuando la muerte está
a un paso, los nacimientos son la única esperanza. Un sociobiólogo diría que se trata de una
pulsión instintiva de conservación de la especie. Sea como fuere, lo cierto es que la gran tasa
de natalidad del Tercer Mundo no es producto de la ignorancia acerca de los métodos
anticonceptivos, como pretende hacernos creer la opinión progresista, sino un modo
elemental de no morir. En esas condiciones, ¿quién está autorizado para exigir a los pueblos
pobres que dejen de parir? ¿Y para qué?
¿Qué es esta enormidad vestida de moral progresista? ¿Ante qué estamos? Estamos
ante el imparable impulso de la civilización técnica. El hombre, ser incompleto, ser
necesitado de apoyos e instrumentos -recordemos lo que decía Eibl-Eibesfeldt-, ha creado la
técnica para adaptarse al mundo. Pero, en un determinado momento, la técnica se ha vuelto
contra su creador y, como decía Spengler, le ha levantado la mano, la criatura ha levantado la
mano a su creador. Antes la técnica era una mera herramienta; por el contrario, en el mundo
moderno el hombre se ha convertido en herramienta del proyecto de la civilización técnica, y
a él debe someterse.
¿Cuál es ese proyecto? Lo explicó Heidegger con una frase muy gráfica: convertir todo
lo que existe en una gigantesca gasolinera. Para la visión del mundo de la civilización
técnica, que es la que hoy impera, todo lo que existe sobre la Tierra es susceptible de
transformarse en objeto de explotación, en recurso natural, en un simple problema técnico.
Ésa visión incluye al hombre. Por eso Heidegger decía que la ingeniería genética era peor que
la bomba de hidrógeno: la ingeniería genética pretende convertir al hombre en puro recurso
material, materia cuyo secreto va a ser desentrañado con fines que no tienen por qué ser
positivos. Y es que el problema no son los fines: el problema es si es legítimo entrar en la
esencia de un ser humano. Pero, para la modernidad técnica, ese problema no existe. La
modernidad técnica sostiene que el hombre debe plegarse a las exigencias del nuevo
Zeitgeist, del nuevo Espíritu del Tiempo: el robot. El gran robot ha hecho sus planes, ha
calculado sus cifras, ha programado el desarrollo. Y si la cifra de humanos sobre el planeta no
se adapta al cálculo del robot, lo que habrá que hacer es variar la cifra de humanos, nunca
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modificar el cálculo del robot. Eso es lo que se nos ha dicho en El Cairo.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cómo es posible que los hombres pasen a ser
considerados materia prima? Antes, a propósito del aborto, nos hemos referido a las
ideologías de la modernidad y a su matriz individualista. También acabamos de evocar,
hablando de la pobreza de los pobres, el Nuevo Orden del Mundo. Ahora nos hemos topado
con la civilización técnica. Pues bien: individualismo, Nuevo Orden del Mundo y
civilización técnica responden al mismo impulso: el impulso nihilista de la modernidad.
El Nuevo Orden del Mundo tiene la misma matriz. Concretamente es Kant quien lo
pergeña en La paz perpetua e Ideas para una Historia Universal en clave cosmopolita. Kant -y
permítanme que aquí simplifique- cree que la razón ilustrada es universal. Por tanto, todos
los hombres tiene las mismas aspiraciones. ¿Cuáles son esas aspiraciones? La libertad
entendida en los términos en que la entiende el individualismo. Eso obliga a romper con los
viejos vínculos tradicionales allá donde todavía existan. La función de la política ilustrada
será construir un mundo en torno a esos valores individualistas, Yoístas. Y el estadio final de
ese proyecto será un Estado Mundial regido por la filosofía de la emancipación del Yo.
Ahora bien, ¿cómo se entiende ese Yo? En términos económicos. Lo que Kant está
haciendo es legitimar ideológicamente las aspiraciones políticas y económicas de la
burguesía de su tiempo. En la mente de estas gentes, el mundo todo gira en torno a una
concepción mercantil de la existencia. La suprema felicidad es la libre circulación de bienes.
Toda la tierra debe ser abierta al comercio, al mercado. Todo es susceptible de ser entendido
mediante un cálculo de costes y beneficios. Y en esa misma época aparece el factor
determinante de nuestro tiempo: la explosión de la civilización técnica. Entre los siglos
XVIII y XX, la técnica se desarrolla a una velocidad que jamás había conocido. Y ese
desarrollo tiene lugar en el mismo espacio que había alumbrado la ideología de la ilustración
y el sueño del Estado Mundial, es decir, la Europa que terminará en la revolución de 1789.
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¿Es un azar semejante coincidencia? No: son gestos distintos de un mismo rostro.
Heidegger decía que la técnica es el último escalón del humanismo, entendido como
individualismo, como Yoísmo. Lo que el humanismo occidental hace es desvincular al
hombre de todo lo que tiene alrededor: la tierra, la tradición, los otros hombres... y los dioses.
Sólo existe el hombre. En una tierra así, sin alma, sin existencia propia, todo está a nuestra
merced. En esa mentalidad late ya el desarrollo de la técnica, porque no hay nada que
obstaculice la empresa de depredación racional del entorno. El discurso ilustrado de la
emancipación individual dará una justificación moral a esa empresa. Del mismo modo, la fe
en el progreso, entendido en términos de mero progreso material, abre la veda para la técnica.
Por eso el humanismo acaba trayendo consigo la técnica, y ésta, después, da el golpe de
gracia al humanismo, porque el hombre se convierte en un mero apéndice de la máquina. Es
lógico: si pensamos que la civilización de la máquina es producto del progreso y de la
libertad individual, tendremos que acabar reconociendo que nuestra función es mantener a la
máquina. Así estamos: somos esclavos de nuestra propia creación.
Pido perdón si este desarrollo ha parecido demasiado extenso, pero es que de aquí ha
nacido el mundo en el que estamos, y del cual la Conferencia de El Cairo es una muestra
patente. ¿Ante qué estamos? Estamos ante la tentativa de imponer en el mundo un único
orden. Ese orden ya no pertenece al mundo del espíritu, como el Orbe romano o la vieja idea
del Imperio Cristiano, sino que el Nuevo Orden del Mundo reposa sobre la técnica. Por eso
nos dicen que el progreso de la humanidad exige que haya un sólo modelo de desarrollo, que
el Tercer Mundo controle su natalidad, que nosotros mismos debemos hacerlo y que entonces
seremos felices, porque todos tendremos mucho bienestar material y pocos competidores
para repartirlo. Aunque la vida se haya convertido en una simple carrera en pos del último
gadget aparecido en el mercado.
Ahora bien, ¿qué sería un mundo dominado por la técnica? ¿Qué sería un mundo donde
el papel del hombre se reduce a mantener la máquina, alimentarla, cuidarla para que no deje
de funcionar? Sería un mundo absurdo, un mundo de esclavos convencidos de que son libres,
que es la peor de las esclavitudes.
6. La técnica, en su sitio.
Parece lógico, por tanto, buscar vías de salida. Y quizá lo primero que habría que hacer
es preguntarnos si este orden técnico que nos hemos fabricado tiene algún sentido. ¿Qué es la
técnica? Un artificio humano. ¿Y cómo puede ser que ahora el hombre se haya convertido en
un artificio técnico? Porque se ha invertido una cierta jerarquía. En varias ocasiones hemos
explicado nuestro punto de vista sobre esto valiéndonos de la Teoría General de Sistemas,
que es una herramienta muy eficaz. Si miramos a nuestro alrededor, veremos que nosotros,
los hombres, nos hacemos nuestra composición del mundo a partir de una cierta estructura
jerárquica. Por ejemplo: sin una Naturaleza, no habría vida humana; sin vida humana, no
existirían culturas ni civilizaciones; sin esas culturas tampoco habría comunidades,
sociedades, y sin ellas no habría política, que es la forma de organizar la vida de la
comunidad, ni economía, que es la forma de organizar las relaciones de subsistencia en el
seno de una comunidad determinada. Lo que podemos hacer con la Teoría General de
Sistemas es concebir todo esto como una superposición de esferas, de sistemas y subsistemas
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que se engloban unos a otros jerárquicamente: el mundo natural, el gran sistema, engloba a
los hombres, a las comunidades; el subsistema comunidad engloba a su vez al subsistema
cultura, que es la creacón específica de esa comunidad, su forma de estar en el mundo; y este
subsistema cultura engloba a su vez a subsistemas más pequeños, la política o la economía.
El conjunto de todo eso en un momento histórico determinado podemos llamarlo
civilización. Y de la civilización nace una determinada gama de herramientas utilitarias para
adaptarse al medio que nos rodea, que es la técnica. Eso es la técnica: sólo una herramienta.
Está claro que estamos en los antípodas de la visión moderna, ilustrada, la visión
individualista, la visión del Yo. Por eso se ha dicho con alguna frecuencia que la Teoría
General de Sistemas, pese a su génesis moderna, es una versión actualizada del viejo
pensamiento organicista, que veía los conjuntos humanos como un todo.
Vayamos a la otra cuestión a la que nos hemos referido como una de las “sombras” de
la Conferencia de El Cairo: el problema de los recursos naturales, los modelos de desarrollo y
el Nuevo Orden Mundial. Hemos visto que cada grupo humano construye de un modo
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diferente y específico su forma de adaptarse al mundo. Eso es una cultura. Todos los hombres
sienten que lo que tienen alrededor es sagrado, y por eso todos tienen religión, pero cada
cultura lo interpreta de un modo, y por eso hay distintas religiones y distintas formas de
sacralidad. De esa cultura, de ese conjunto de ideas y valores con que los hombres se adaptan
al mundo, nacen distintas formas de entender la relación entre el hombre y el mundo. Nacen
instituciones distintas, y nacen también distintas economías, distintas maneras de asegurarse
la subsistencia, siempre en función de esos valores a los que nos referíamos antes. En ese
sentido, imponer un único modelo de economía a todo el mundo es tanto como ignorar que
los pueblos son distintos y que sus culturas son distintas. Es decir: imponer por todas partes el
modelo de desarrollo económico occidental es tanto como amputar la realidad, ignorar
deliberadamente la diversidad de las formas humanas de estar en el mundo.
¿De verdad puede creer alguien que cualquier persona de cualquier civilización puede
o debe comportarse como un honesto comerciante? No. Parece más lógico pensar que cada
pueblo encontrará sus formas propias de asegurarse un desarrollo económico, y que ese
desarrollo será entendido de uno u otro modo en función del pueblo, la cultura en que
estemos. Hubo economistas que en los años cincuenta vieron que el orden económico
internacional, el de Bretton-Woods, chocaba frontalmente con la realidad étnica del planeta,
y por eso propusieron que naciones diferentes, pero unidas por una cultura semejante,
constituyeran espacios autocentrados, grandes zonas de desarrollo semiautárquico. François
Perroux, François Partant, André Grjebine... No les hicieron caso, evidentemente. Sin
embargo, ésta sigue siendo una de las reivindicaciones fundamentales de las mentes más
lúcidas de Africa, como el Nobel Wole Soyinka o como la economista camerunesa Axelle
Kabou, que en un libro llamado ¿Y si Africa rechazara el desarrollo? planteaba las cosas con
toda claridad: dejadnos decidir nuestra propia vía económica, dejadnos decidir qué
entendemos por desarrollo y cómo queremos alcanzarlo de un modo que esté en consonancia
con nuestra forma de ser. Desde este punto de vista, seguir pretendiendo que el destino del
mundo es el de una inevitable convergencia de todo el planeta sobre Occidente, en un
proceso guiado por un Estado Mundial, es un perfecto absurdo. Parece mucho más lógico
pensar que cada pueblo habrá de encontrar su propio camino conforme a su metabolismo
espiritual; en el caso que nos ocupa, que habrá de ser cada pueblo quien decida sobre su cifra
de natalidad conforme a sus creencias y sus valores.
A este respecto, por cierto, se han producido en fecha reciente algunos estudios muy
interesantes. Me refiero sobre todo al análisis de Samuel Huntington llamado “¿Choque de
civilizaciones?”, que ya hemos tenido oportunidad de destripar en otra sede y donde se nos
dice que el paisaje hacia el que va el mundo no es el de un planeta homogéneo, unificado en
torno a los valores del mercado transnacional, sino que será un mundo dividido en grandes
zonas que vendrán definidas, precisamente, por su civilización, por su idea del mundo y de la
vida. Algunos consideran esto una amenaza. A mí, personalmente, me parece tranquilizador:
al menos da por sentado que las diferencias culturales existen, lo cual no es poca cosa en la
presente coyuntura.
Pero vayamos ahora al tercero de los puntos que me he permitido considerar centrales:
el de la técnica, la imposición uniforme de una civilización técnica planetaria. ¿Qué es la
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técnica? Ya lo hemos visto: un producto. Un producto de la cultura, o sea, de los hombres.
Pero nosotros hemos creado una civilización exclusivamente basada sobre factores de
posesión material individual, y por eso la técnica se ha convertido en la dueña del mundo.
Fíjense ustedes: nunca, en miles de años, ha sentido el hombre la necesidad de aplicar
inmediatamente todos sus conocimientos; el mecanismo del vapor lo descubrió Herón de
Alejandría bastantes años antes de nuestra era, y no le ocurrió hacer máquinas para arar, no:
sólo hizo relojes. Nuestra civilización, por el contrario, es la única que se cree obligada a
aplicar inmediatamente todo nuevo conocimiento, o sea, a convertir en técnica toda ciencia.
Desde nuestro punto de vista, eso ha ocurrido porque hemos perdido el sentido de la
jerarquía, de esa jerarquía de niveles que antes hemos enunciado.
Todo El Cairo, toda su problemática, que no es técnica, sino filosófica, está aquí.
Podemos seguir pensando que el individuo tiene derecho a decidir sobre las vidas de otros
individuos, que la aspiración natural de los hombres es desprenderse de sus culturas y sus
raíces e integrarse en una economía mundial; podemos seguir pensando que el desarrollo
técnico y económico puede guiar las vidas de los hombres, regular su cifra y regular sus
vidas, como números de un cuidadoso cálculo. En ese caso, estaremos apostando por el
reinado de la civilización técnica y por la muerte de los hombres.
Por el contrario, podemos pensar que el individuo no es nada sin su comunidad, y que
por eso no puede decidir libremente sobre las vidas de otros miembros de esa comunidad;
podemos pensar que la aspiración natural de los hombres y de los pueblos es ser ellos
mismos, vivir conforme a sus creencias, sus ideas y sus valores, tener raíces y saber dónde
están; y podemos pensar, en fin, que la bestia de la técnica debe ser domada, que el desarrollo
es sólo un medio, no un fin, y que ningún cálculo técnico vale el sacrificio de una vida. En
este caso, estaremos apostando -y yo apuesto por ello- por el reino del hombre y de su
espíritu, y por la destrucción de este abominable imperio de la técnica.
¿Por qué? En otro lugar -y perdón por la autocita- he escrito lo que, a mis ojos, significa
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esta tentativa de imponer el imperio planetario de la técnica: coger a la vida por el cuello y
golpearla hasta que entre en los márgenes de un cuaderno de cálculo. ¿Y si la vida se resiste?
Entonces, se prescinde de parte de ella. ¿Saben ustedes quién era Procusto? Procusto era un
bandido griego que tenía un lecho; Procusto asaltaba a la gente, la raptaba y colocaba a sus
víctimas sobre el lecho; si la víctima era más grande que el lecho, mutilaba la parte que
sobrara; si la víctima, por el contrario, era más pequeña, la estiraba hasta que diera el mismo
tamaño del lecho. Todas estas cosas de El Cairo son un poco lo mismo: nos ponen a todos en
el lecho de Procusto, el lecho de El Cairo, y nos dicen cuántos hemos de ser y cómo hemos de
ser. Nos mutilan y nos estiran. Y nos dicen que lo hacen en nombre del progreso de la
humanidad. Me parece que va siendo hora de acabar ya con esta superchería de la técnica.
Bien: ¿Qué cosas? El filósofo Eugenio Trías mantiene últimamente la tesis de que nos
acercamos a un cambio de referentes: dejamos la época de la técnica para pasar a la época del
espíritu. En el fondo, es lo que pedía Heidegger cuando decía que sólo un Dios puede
salvarnos, y también lo mismo que decía Jünger cuando nos contaba que en nuestra época ha
empezado de nuevo la eterna lucha entre los Dioses y los Titanes, entre el Espíritu y la
Potencia elemental. Esa potencia elemental es la técnica, que se ha desencadenado. Se ha
desencadenado hasta el extremo de que alguien, en El Cairo, ha pensado que la cifra de seres
humanos es mudable o variable en función de los criterios económicos del desarrollo
internacional.
Creo que a medida que el imperio de la técnica se vaya haciendo más opresivo, a
medida que vayamos sintiéndonos más y más agobiados, veremos con más claridad esta gran
confrontación que nos ha tocado vivir: el impulso material del hombre contra el impulso
espiritual del hombre. Hölderlin decía que allá donde está el peligro, allí nace lo que salva.
Esperemos que este peligro de la técnica, cada vez mayor, nos ayude a abrir los ojos en busca
de una salvación.
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