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José Javier Esparza

Curso General de Disidencia


Apuntes para una visión del mundo alternativa

Ediciones El Emboscado/ col. “Metapolítica”.


Madrid, 1997

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Índice
I. Introducción: Curso General de Disidencia.

II. Más allá de la modernidad (y de la posmodernidad)


Qué es una visión del mundo.- La visión del mundo de la modernidad.- Descartes y el
“programa del tiempo nuevo”.- La trilogía ilustrada: libertad, igualdad, fraternidad.- Crisis
de la visión moderna del mundo.- El momento de la posmodernidad.- Un modelo para
después de la posmodernidad.

III. Del sentido de la Historia.


Visiones de la Historia.- La visión moderna de la Historia y sus ideologías.- La muerte del
progresismo.- Elementos para una nueva idea de la Historia: el devenir como esfera.-
Excurso: sobre la representación “trifuncional” de la Historia.

IV. La cuestión de la técnica.


Perspectivas de la técnica.- La técnica no es neutra.- Manifestación del problema de la
técnica.- Reconstrucción: una antropología de la técnica.- Técnica antigua y técnica
moderna.- Crítica metapolítica de la técnica moderna.

V. La trampa del humanismo (excurso a la cuestión de la técnica).


Qué es humanismo.- Humanismo como individualismo.- Humanismo como explotación del
mundo.- El alejamiento del Ser.- Más allá del humanismo.

VI. Por un nuevo modelo de sociedad.


Qué es un modelo social.- El modelo social moderno.- Crisis del modelo social moderno.-
Nuevos modelos de filosofía social.- Comunidad y sociedad.- Construir un nuevo modelo
social.

VII. La sociedad de la información: la influencia social de la TV.


La televisión.- Qué es la comunicación.- El lugar del sujeto.- ¿Es posible otra comunicación
social?- El sentido de la comunicación de masas.

VIII. Principios de una nueva economía política.


Política económica y Economía política.- Génesis de la ideología economicista.- Grandes
modelos economicistas: liberalismo, marxismo, estado del Bienestar.- Centro y periferia.-
Crisis del modelo económico occidental.- Reconstrucción de una economía política.

IX. Ideas sobre la teoría de la Política.


Crisis y críticas del Estado de Derecho.- Términos de la teoría: pueblo, nación, estado, lo
político.- Representación y participación.- Poder presidencial.- Organización territorial.

X. La idea de Nación. Equívocos de la resistencia frente al Estado universal.


Genealogía de la idea de nación.- Un concepto difícil.- La nación como realidad orgánica.-
Nación como proyecto.- La crisis del Estado-nación.- Hacia una redefinición de la Nación.

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XI. España: crisis de la conciencia nacional (excurso a La idea de Nación)
Nación y modernidad.- La nación española.- Muerte de la idea de nación.- ¿Una
reconstrucción?

XII. La Gran Política y el orden del mundo.


La Gran política.- Evolución histórica de los bloques de poder: del Imperio al Nuevo Orden
del Mundo.- El análisis de la política exterior.- La Geopolítica.- El choque de
civilizaciones.- El lugar de España.

XIII. El Nuevo Orden del Mundo.


La construcción del NOM.- Los que mandan en el mundo.- El cosmopolitismo universal.- El
mundo contemporáneo.- El Fin de la Historia.- La tesis de Huntington.- El combate de
nuestro tiempo.

XIV. La barbarie técnica con rostro humano.


La Conferencia de El Cairo sobre población.- La cuestión del aborto.- El problema
demográfico.- Un orden económico injusto.- El mundo de la modernidad técnica.- La
técnica, en su sitio.- Y los derechos de los pueblos.- Dioses contra Titanes.

Procedencia de los textos:

- “La sociedad de la información: la influencia social de la Televisión” fue presentada como


ponencia en los cursos de verano de la Universidad del País Vasco (San Sebastián, 1993).

- “España y la crisis de la conciencia nacional” fue presentada como contribución al


seminario homónimo en los Cursos de Verano de la Universidad Complutense (El Escorial,
Madrid, 1994).

- “La trampa del humanismo” y “La idea de nación” fueron leídos ante la Universidad de
Verano del Proyecto Aurora (Liérganes, Santander, 1994).

- “El nuevo orden del mundo” y “La barbarie técnica con rostro humano” recogen textos de
conferencias pronunciadas en Bilbao, Madrid y Valencia (1994-1995).

- “Más allá de la modernidad”, “Del sentido de la Historia”, “La cuestión de la técnica”, “Por
un nuevo modelo de sociedad”, “Principios de una nueva economía política”, “Ideas sobre la
Teoría de la Política” y “La Gran Política y el orden del mundo” fueron expuestos en el
primer curso de formación del Proyecto Aurora (Madrid, 1995).

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I

Introducción. Curso general de disidencia

¿Por qué Curso general de disidencia? Este volumen es el fruto de tres años de trabajo
desparramados en cursos de formación, universidades de verano, ciclos de conferencias y
debates en foros diversos, aunque generalmente vinculados a la labor intelectual del Proyecto
Aurora y la revista Hespérides. Por eso lo hemos llamado “Curso”, en dos de los sentidos del
término: primero, porque es un amplio compendio de (modestas) lecciones, pero también
porque es el resultado de un recorrido con armas y bagajes por buena parte de la geografía
española, desde Bilbao hasta Granada, desde Santander hasta El Escorial, desde Valencia
hasta San Sebastián.

Su contenido no es monográfico: antes bien, se trata de incursiones en un diverso


abanico temático cuyo único punto en común es la trascendencia de las preguntas formuladas
y el intento de ofrecer a cada una de ellas algunas respuestas que sean coherentes entre sí;
hemos tratado de ver los problemas globalmente y, desde esa globalidad, responder a cada
problema particular. Por eso hemos añadido el calificativo de “General” a nuestro curso:
porque trata de aprehender los elementos comunes de una multitud de problemáticas cuya
pluralidad a veces nos desconcierta.

El ejercicio, bueno es confesarlo cuanto antes, nos ha llevado por tierras poco
transitadas o incluso incógnitas, muy lejos del discurso hoy dominante, muy lejos de ese
“pensamiento único” que hoy se impone por todas partes y muy lejos también de la
obediencia a lo “políticamente correcto”, esa forma histérica y fofa de inquisición. Cada
época tiene su propio tipo de estupidez; nuestro tiempo, a juzgar por sus efectos, ha llegado
más lejos que ningún otro anterior. Por nuestra parte, al mirar el mundo que nos rodea y tratar
de explicar su por qué, nos hemos visto continuamente llevados a la más clamorosa de las
disidencias: disidencia del conformismo imperante, disidencia de ese silencio con que hoy se
intenta ocultar la presencia de cuestiones que nos superan, disidencia de ese sistema
(ideológico, económico, técnico y, digámoslo también, político) que trata de enmascarar su
ruina con toneladas de maquillaje ante las cámaras de televisión, como una vieja madama
desdentada de burdel.

Así pues: Curso general de disidencia.

***

El pulso de nuestro tiempo, en efecto, es el pulso ora mortecino, ora acelerado de quien
se halla en situación terminal. En un libro anterior, Ejercicios de vértigo, nos habíamos
asomado a la circunstancia del alma contemporánea: muertas las esperanzas de la
modernidad, descubierta la gran trampa del relato moderno, aparecía, burlesco, el fantasma
de la posmodernidad y movía sus orejas zumbonas para decirnos que estábamos ya en otro
momento, que el mundo -más exactamente: el mundo occidental moderno, como
acertadamente me precisó Fernández de la Mora cuando presentamos ese libro en el Ateneo
de Madrid- había mudado de piel y llegaba, al mismo tiempo que el segundo milenio, a un

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punto sin retorno.

Ejercicios de vértigo trató de ser la topografía de ese punto de no-retorno a partir de un


paseo por sus pliegues más visibles: la mentalidad apocalíptica, el nomadismo imperante, la
tecnificación de la existencia, el retorno de lo trágico, las nuevas formas políticas y sociales,
etc. Y si aquello fue una topografía, ésto trata de ser una prospección, un descenso a las capas
más profundas de nuestro tiempo y un intento por conocer su verdadera esencia. Pero, a
diferencia de Ejercicios de vértigo, este Curso general de disidencia no se contenta con una
labor descriptiva y crítica de lo que descubre: pretende, además, aportar vías alternativas a lo
descubierto, sugerir líneas de respuesta a la mutación que estamos viviendo. De ahí el
subtítulo escogido para este volumen: “Apuntes para una visión del mundo alternativa”. El
mundo cambia de piel, en efecto -y probablemente también de contenido-; aquí no sólo lo
constatamos, sino que, además, con soberbia inaudita pretendemos aconsejarle el nuevo traje
que debe ir encargando al sastre del devenir.

***

Por supuesto, que no se busque aquí un recetario de soluciones. Bonita cuestión ésta,
por cierto: “dar soluciones”. Una de las críticas más frecuentes contra Ejercicios de vértigo
fue precisamente ésa: “No da soluciones”. El lector me entenderá cuando le diga que de tener
yo, pobre gacetillero, soluciones para los problemas del mundo, habría fundado
inmediatamente una nueva religión. Porque uno de los grandes problemas de nuestro tiempo
es, precisamente, la ausencia de soluciones, o al menos de soluciones tal y como las
entienden los políticos, o sea como recetarios de medidas administrativas que
mecánicamente se pueden poner en marcha al día siguiente de su publicación en el Boletín
Oficial del Estado. ¿Quién tiene soluciones mecánicas para el problema ecológico, para la
desagregación social, para la cuestión de la técnica, para el nuevo orden del mundo, para la
transnacionalización de la vida, para la crisis de los Estados? Podemos ver la causa del
problema y podemos apuntar una vía de escape, pero en este tipo de cuestiones la distancia
entre mecanicismo y mesianismo es demasiado estrecha como para no andarse con tiento. De
manera que si alguien pretende encontrar aquí una lista de medidas para solucionar hic et
nunc los grandes problemas de nuestro mundo, puede ir cerrando este libro -y todos los
demás, por cierto- y refugiarse en la linda imaginación de mundos utópicos donde todo debe
funcionar bien porque así lo dicen los papeles: el liberalismo, el marxismo y demás opiáceas
del esfuerzo mental.

Lo que aquí se va a encontrar es más bien otra cosa. Lo que aquí se va a encontrar -y
creemos honestamente que ésa es la principal aportación de este Curso- es una clave de
interpretación para pensar nuestro tiempo. Nuestra propuesta es ofrecer una plataforma de
explicación de este cambio que vivimos: un lugar desde el cual observar, comprender y
explicar lo que está pasando. Nuestra perspectiva no es política, sino metapolítica. Los
fenómenos que nos rodean, desde la decadencia de las instancias políticas hasta la
Conferencia de El Cairo sobre la población mundial, tienen un sentido, responden a una
lógica, es posible identificar sus antecedentes, su genealogía y sus objetivos; también es
posible prever su evolución y sus consecuencias. La labor resultará todavía más efectiva si
además intentamos observar todos esos fenómenos desde un mismo sitio, desde el ojo del
huracán, por utilizar la figura de Jünger. En el centro del ojo del huracán, donde reina la

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calma, la desbocada movilidad del mundo se advierte con nitidez meridiana; todo adquiere
sentido. Esa es precisamente la gran carencia de nuestro tiempo: la del sentido. No estamos
seguros de haberlo encontrado, pero este Curso general de disidencia puede también
definirse de esta manera: una búsqueda del sentido.

***

La gran cuestión que se plantea ahora es el para qué: ¿Para qué esta exploración? ¿No
tiene más objetivo que la simple especulación o, por el contrario, pretende servir para la
acción, para inspirar acciones positivas sobre el mundo que describe?

Digamos de entrada que sentimos el máximo de los respetos por la reflexión y la


especulación intelectual, que en ningún caso nos parecen “simples”. No hay acción posible
sin una reflexión previa y posterior sobre el sentido de la acción. Por eso Bergson, en una de
sus frecuentes frases felices, definía al hombre completo como “aquel que actúa como
hombre de pensamiento y piensa como hombre de acción”. El trabajo intelectual lo es
esencialmente de reflexión y especulación; sólo después cabe la acción y, desde nuestro
punto de vista, ni siquiera ésta es necesaria para que el pensamiento obtenga su razón de ser:
el conocimiento se basta a sí mismo, reposa sobre sí mismo -porque todo, a su vez, reposa
sobre el conocimiento.

En los años 60 se puso de moda en Europa la figura del intelectual engagé, el


“comprometido”. Naturalmente, sólo se aceptaba tal etiqueta para quien estaba
comprometido con la izquierda; los otros, los comprometidos con la derecha, no eran
“engagés”, sino “lacayos de la burguesía”, y el tercer grupo, el de los no
comprometidos, quedaban bajo sospecha de diletantismo, de inhibición social o de “falsa
conciencia”. Luego se ha visto que la mayor parte de aquellos “engagés” terminaron
haciendo buenos negocios a la sombra de una izquierda que culminó la última gran
revolución burguesa de Occidente, la del capitalismo con preocupación social, como
acertadamente vio Pasolini. Tan triste trayectoria es argumento suficiente para descalificar a
quienes mecánicamente vituperan al “intelectual puro”.

Pero dicho ésto, señalemos no obstante que sí, que nuestra exploración es una
exploración comprometida, porque pretende servir para la acción. ¿En qué sentido?
Ciertamente, no proponiendo recetas programáticas, sino abriendo líneas de reflexión y
sugiriendo vías para que esas reflexiones se articulen, en un momento ulterior, en forma de
acciones concretas. Nuestro trabajo ha consistido en examinar los problemas, consultar a
quienes los han examinado antes que nosotros, desentrañar su lógica interna, dibujar el perfil
que esos problemas hoy nos ofrecen y tratar de oponerles salidas alternativas, ya sea
mediante rectificaciones radicales, ya forzando su propia evolución, ya apuntando un
desarrollo alternativo. ¿Y para qué? Digámoslo sin ambages, aunque el objetivo pueda
parecer desmesurado: para mover a reflexión y para que se vaya abriendo camino la
necesidad de tomar medidas, de mirar el mundo de otro modo -y, con esa mirada distinta,
vivir un mundo distinto. Es más que probable que el objetivo nos supere; pero la audacia
también forma parte del trabajo intelectual.

***

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El método empleado en cada una de estas exploraciones ha sido, con pocas variaciones,
el mismo: exponer el problema, dibujar su genealogía, incluirlo en ese proceso general que
llamamos modernidad, examinar las razones por las que se ha convertido en tal problema,
evaluar su posible evolución y, por último, proponer un esquema alternativo. Especifico el
método porque la pregunta va a ser inevitable: “¿Desde dónde habla usted?”. Pues bien: por
el propio método se verá que aquí hablamos desde después de la modernidad. Y ese después
no debe interpretarse sólo desde un punto de vista temporal (el fin del periodo moderno, el
periodo posmoderno), sino también desde un punto de vista filosófico: la muerte del
pensamiento moderno, la muerte de la Ilustración, lo que hay (o pueda haber) cuando ya
nadie cree en las ideas que la modernidad impuso como verdades universales.

Pero hay más: la modernidad ha muerto, sí, pero, ¿qué nos queda? Ya se ha dicho: eso
que se llamó posmodernidad y que constituyó la atmósfera de Ejercicios de vértigo. Ahora
bien, la posmodernidad, en sí misma, no ofrece salida alguna: es como seguir un camino,
llegar al borde de un abismo y sentarse a esperar acontecimientos. La gran apuesta de nuestro
tiempo no es ir más allá de la modernidad -éso ya se ha consumado por la propia fuerza de las
cosas-, sino ir más allá de ese estupor paralizante que se ha llamado posmodernidad. Salir de
la posmodernidad exige tomar una decisión, señalar objetivos, señalar “enemigos”, señalar lo
que se quiere y lo que no se quiere -lo que queremos ser y lo que no queremos ser.

Aquí, en esta contraposición de opciones, es donde se abre el debate. Volvemos a la


pregunta impertinente: “¿Desde dónde habla usted?”. Pues bien: aquí se habla desde una
cierta tradición de pensamiento que fue premoderna, que ha sido anti-moderna y que ahora ya
no puede ser posmoderna, sino que tiene que ir más allá. La crisis de la modernidad ha
devuelto al primer plano de la escena concepciones y visiones del mundo que nacieron antes
de la modernidad, que han llevado una vida agitada durante estos últimos siglos y que ahora,
cerrado el paréntesis moderno, pueden argüir legítimamente sus razones y reivindicar sus
derechos.

Veamos, por ejemplo, lo que ha pasado en el mundo de las ciencias. Tras dos siglos de
hegemonía ininterrumpida de los paradigmas mecanicistas, surgidos de la mentalidad
ilustrada, la física y la biología nos han hecho cambiar la visión de la realidad y nos han
llevado a buscar nuevos paradigmas de tipo holista, donde los fenómenos ya no reposan
sobre sí mismos, sino que encuentran su sentido en una globalidad en la que todo guarda
relación con todo. Ahora bien, éso lo había visto ya la metafísica antigua, tradicional, desde
Aristóteles hasta los hindúes. El progreso de las ciencias nos ha conducido, en cierto modo, a
un retorno -de donde podríamos legítimamente deducir que ciertos principios que antes se
consideraban antiguos son, en realidad, eternos.

Veamos también lo que ha pasado con la crítica conservadora que emergió en la


Europa de los años veinte y treinta: considerada durante cierto tiempo como una mera
reacción anti-moderna, vituperada por las corrientes neo-ilustradas como embrión de
“fascismo”, la propia evolución de la modernidad las ha devuelto al primer plano de la
escena. Por ejemplo, aquel famoso neoconservadurismo que Jürgen Habermas inscribía en el
polígono Jünger-Schmitt-Heidegger-Lorenz-Gehlen, y al que acusaba de oponerse a la
triunfal marcha de las Luces, se ha convertido ahora en una referencia imprescindible para

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entender la agonía del mundo moderno. Pero es que también otras corrientes nacidas de la
propia modernidad, como la primera Escuela de Frankfurt (la de Adorno, Horkheimer y, si se
nos permite incluirle aquí, Walter Benjamin) está demostrando ser muy rica en sugerencias
para pensar el fracaso de la Ilustración, e incluso es perfectamente posible incorporarlas a un
esfuerzo global para superar la extinción de las Luces.

Tampoco es posible prescindir de otras corrientes que han emergido en los últimos
decenios y que permiten tomar el pulso de los acontecimientos: el análisis de la sociedad del
espectáculo desarrollado por el situacionismo francés entre los años 60 y 70; los
movimientos identitarios que se han levantado en defensa de los arraigos y las
especificidades culturales, contra el viejo proyecto moderno de construir una humanidad
homogénea y uniforme; ese neoespiritualismo difuso que hoy surge, oscilando, es verdad,
entre el esoterismo de bazar y el profundo sentido de la sagrado, pero que en cualquier caso
demuestra la imposibilidad de eliminar la dimensión espiritual del hombre; el trabajo
intelectual de la denominada nueva derecha en Francia y en Italia, que ha formulado las
objeciones más sólidas de los últimos treinta años contra el mundo moderno; la estela trazada
por el pensamiento débil del posmoderno Gianni Vattimo, en busca de una racionalidad que
vaya más allá de la técnica y que ha redescubierto la aportación trascendental de Heidegger;
la escuela anti-utilitarista en las ciencias sociales, que ha dibujado un paradigma alternativo
al economicismo rampante de neo-liberales y post-marxistas; la corriente comunitarista
norteamericana, que ha levantado acta del colapso de la vida social en el mundo capitalista; la
crítica ecologista, que a pesar de sus ocasionales excesos y de sus banalizaciones políticas y
mediáticas ha puesto el dedo en la llaga más lacerante del mundo industrial...

Son sólo algunos ejemplos. Y lo que nos interesa sobre todo retener es el hecho de que
a partir de aquí, a partir de la convergencia de todas estas corrientes, es perfectamente posible
construir una clave de interpretación general y relativamente coherente de los problemas de
nuestro tiempo. Dicho de otro modo: los premodernos y los posmodernos se pueden hoy dar
la mano para pensar el mundo que viene. A pesar de su heterogeneidad evidente, algo está
tomando forma a partir de la conjunción de todas estas líneas de reflexión. El presente Curso
bebe en todas esas fuentes. El resultado no puede ofrecer siempre, claro es, un perfil
homogéneo. Pero quizá pueda ser un primer paso para construir una nueva coherencia frente
a la crisis actual.

***

Esa búsqueda de una cierta coherencia en el análisis de los problemas de nuestro


tiempo permite explicar algunas características de este Curso general. Por ejemplo, la
presencia de determinadas reiteraciones. En efecto, si de lo que se trata es de aportar una
clave general de interpretación, parece lógico esperar que la clave se repita cada vez que se
va a interpretar un hecho. Así, el lector encontrará que un mismo modelo de interpretación
filosófica e histórica se aplica a varios fenómenos diferentes: a la técnica, a la economía, al
modelo social, etc., repitiéndose en todos los casos. Esa reiteración, deliberada, permite al
lector cubrir un triple objetivo: aprehender desde el primer momento el sentido del discurso
en cada exploración concreta; seguir con facilidad la coherencia general de nuestro análisis y,
por último, aplicar ese mismo modelo de interpretación a diversos casos prácticos.

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¿Cuál es esa clave de interpretación que aquí proponemos? En líneas generales,
podemos decir que se trata de una genealogía de los valores y, al mismo tiempo, de una
ideocrítica en el sentido que Manuel de Diéguez da a este concepto. Nada ocurre porque sí.
Las cosas (la economía, la sociedad, la técnica, la política) no se desarrollan por sí mismas,
ajenas a las acciones de los hombres. La forma que el mundo adopta está íntimamente
relacionada con la mirada que el hombre proyecta sobre el mundo. Eso no quiere decir que el
mundo sea siempre lo que el hombre quiere hacer de él; hay una especie de tragedia de la
voluntad que con frecuencia conduce a que los paraísos imaginarios se conviertan en
infiernos reales. Pero sí quiere decir que toda forma concreta que una parcela de la realidad
adopte (una determinada economía, una determinada técnica, una determinada política)
procede de una voluntad humana, una voluntad que a su vez es expresión de una visión del
mundo concreta. Así pues, de lo que se trata es de recorrer el camino en sentido inverso:
partir del hecho para llegar a la idea que lo produjo, tomar apoyo en esa idea para descubrir
de qué visión del mundo procede y, por último, confrontar la visión del mundo en cuestión
con sus frutos reales, con su acción sobre la vida y sobre los hombres. Descubierto el camino,
podemos intentar la exploración de vías alternativas.

En ese sentido, este Curso general de disidencia es tributario, al mismo tiempo


apéndice y anticipación, de otra obra más amplia: Las metamorfosis de Fausto. En efecto, en
esta última, que verá la luz en breve, hemos recorrido el camino de la modernidad a partir de
una interpretación del Fausto de Goethe. Allí nuestra tesis de combate es que el Fausto
goetheano fue una gigantesca metáfora de la historia de Occidente, y que tal carácter
metafórico sigue siendo válido -más aún: lo es especialmente- incluso para aquellos periodos
que Goethe no pudo ver: los siglos XIX y XX. A partir de la narración fáustica, damos un
sentido al devenir de la civilización occidental. Y lo más asombroso es que, desde esta
perspectiva, Goethe puede ser considerado como un verdadero precursor de la crítica
contemporánea a la modernidad. No adelantaremos aquí, por razones obvias, más detalles
sobre el contenido de esta obra, pero sí es preciso decir que la clave de interpretación
propuesta en este Curso general es fruto directo de la larga investigación emprendida en
torno a la problemática moderna del Fausto. Allí se encontrarán las bases de conclusiones
que aquí pueden parecer apresuradas; allí se hallarán desarrollos que aquí apenas quedan
apuntados. Problemas como el de la técnica, que en este Curso es omnipresente pero en el
que se profundiza poco, constituyen la columna vertebral de Las metamorfosis de Fausto. En
general, podemos decir que este Curso es el resultado de la adaptación a temáticas concretas
del esquema de interpretación general allí trazado.

Así pues, los textos reunidos en este Curso son inseparables de su condición de fruto de
una investigación más amplia. Su carácter expositivo y oral condiciona además su estilo y su
estructura. Pero no nos ha parecido apropiado dar forma literaria a textos que fueron
concebidos para la exposición oral. Respecto a la estructura de esta compilación, responde a
esa misma lógica: el fruto de una investigación. Así, el Curso se abre con el planteamiento
del esquema general de interpretación, lo cual nos lleva a proponer una
doble superación: la de la modernidad y la de la posmodernidad. Después,
complementamos lo anterior con una concepción general de nuestro marco histórico,
esbozando una cierta idea de la filosofía de la Historia. A partir de ahí se procede a aplicar el
modelo de interpretación a diferentes temáticas: la técnica (y, en relación con ella, la cuestión
del humanismo), el modelo social, el modelo económico, el modelo político y el orden

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político del mundo. Por el camino, a modo de excursos, nos detenemos en otros aspectos del
mundo contemporáneo: la sociedad de la información (donde se funden las problemáticas de
la técnica y el modelo social), la crisis de la idea de nación o esa barbarie técnica con rostro
humano que supuso la ya mencionada Conferencia de El Cairo.

***

Una disidencia de la agonía moderna. Un recorrido por las grietas de nuestro tiempo.
Una exploración más allá de la parálisis posmoderna. La propuesta de una clave de
interpretación para juzgar la evolución de esta gran crisis. La búsqueda de nuevas
convergencias entre quienes se han acercado críticamente al alma del mundo
contemporáneo... Este Curso general de disidencia pretende ser una pequeña contribución a
todo éso. Si sirve para que alguien tome conciencia de la necesidad de imprimir un giro a
nuestro mundo, no podremos sentirnos más satisfechos.

Y una última nota sobre esta “toma de conciencia” a la que apelamos. En efecto, el gran
problema del momento presente no es que falte vista para percibir la crisis o que falten
respuestas para afrontarla; lo que falta es la voluntad, la osadía, la presencia de ánimo para
salir de este callejón sin salida. Tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, se ha impuesto un
cierto tipo de pensamiento que es a todas luces de una fragilidad infinita, pero cuyas fronteras
nadie osa traspasar: en lo económico, un ultra-liberalismo que ha vuelto a polarizar el mundo
entre ricos y pobres, como en los peores tiempos del capitalismo salvaje; en lo político, una
democracia mínima que ha apartado a los pueblos de la participación en su propio destino y
ha entregado el poder a los grupos de presión y a los aparatos de los partidos; en lo social, una
moralina del individualismo y del pacifismo que bajo la máscara de la “solidaridad” y la
“tolerancia” pretende ocultar la abdicación de todo futuro libre y de todo compromiso real
del sujeto con su comunidad; en lo cultural, una mixtura de instrucción técnica y cultura de
masas que trata de implantar en todo el globo una suerte de cosmopolitismo del sinsentido...
Basta ver una hora de televisión o escuchar el discurso de cualquier opinion-maker para
captar la inverosímil fuerza de esta apología de la banalidad. Es lo que Ignacio Ramonet ha
llamado pensamiento único y lo mismo que Guillaume Faye denominó soft-ideología:
paralizado por la incertidumbre de un mundo en cambio, Occidente se entrega a la repetición
ritual de una letanía ideológica en la que ya nadie cree, que ha sido desacreditada por la
propia evolución cultural y científica, pero que sobrevive porque sigue constituyendo un
refugio seguro frente a un futuro arriesgado.

Figura de la modernidad senil. En otro tiempo, la modernidad se caracterizó por su


osadía para afrontar los riesgos del porvenir. Era aquella deliciosa impresión de
incertidumbre que fascinaba a Ortega, por ejemplo. Pero hoy incluso éso ha desaparecido.
Occidente parece buscar desesperadamente una residencia para quemar en ese modesto retiro
sus últimos años. Occidente, el Occidente moderno, desea poner fin a su historia. Si la tesis
del Fin de la Historia reactualizada por Francis Fukuyama alcanzó tal éxito, no fue por la
solidez de su exposición -sumamente discutible-, sino porque logró conectar con el ánimo
profundo de
un mundo cansado. El “pensamiento único” responde a la misma lógica: es un
pensamiento de la tercera edad.

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Sin duda es más cómodo refugiarse en ciertas convicciones simples, aunque sean
débiles, aunque en el fondo nadie las crea, aunque hagan agua por todas partes... Pero es la
técnica del avestruz. Podemos, sí, entregarnos al pensamiento único, pero la renuncia no va a
aplazar o a atenuar la explosión de una realidad implacable. Hay que buscar caminos nuevos.
Y para éso, lo primero es “tomar conciencia” de que hay que echar a andar. No es verdad que
el futuro esté cerrado. Hoy está más abierto que nunca -porque es más incierto que nunca.
Saltemos, pues.

“El Guijo”, Marzo 1996

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II

Más allá de la modernidad (y de la posmodernidad)

La definición de lo moderno es una tarea de tal envergadura que ha generado millares


de páginas. Hay muchas formas de acercarse a la modernidad: como proceso técnico, como
impulso estético, como evolución filosófica... Aquí vamos a definir lo moderno desde una
perspectiva que engloba a todos esos aspectos: vamos a definir lo moderno como una visión
del mundo.

1. Qué es una visión del mundo.-

Una visión del mundo es el conjunto de valores, creencias, ideas y pre-juicios que dan
sentido a la existencia de un conjunto humano, y en función de los cuales construye ese
conjunto humano su concepción de sí mismo y de cuanto le rodea. Todo producto de un
grupo humano (cultural, civilizacional, técnico o del tipo que fuere) procede de la visión del
mundo de ese grupo. Esa visión o concepción del mundo (Weltanschauung) constituye el
marco de referencia general que orienta todos los aspectos de la vida de un conjunto humano:
la política, la economía, la investigación científica, etc., aportando respuestas coherentes
entre sí a todos y cada uno de los problemas que se plantean.

Esta definición de la visión del mundo como sustrato elemental de la presencia humana
en la tierra implica varias cosas. Implica, por ejemplo, que todo gran cambio político o
económico ha de pasar antes por un cambio de visión del mundo, un cambio de modelo
cultural, es decir, un cambio de valores. Así, por ejemplo, el nacimiento del capitalismo
habría sido imposible sin que desapareciera previamente la vieja concepción -comunitaria,
tradicional, agraria- de la economía como subsistencia y “despilfarro” para ser sustituida por
otra concepción individualista que santificaba el esfuerzo y el ahorro. Ahí hay, previamente,
un cambio de visión del mundo que provoca, a su vez, un cambio en el sistema económico. El
nuevo sistema no habría podido cuajar de no ser considerado previamente “bueno” por una
mayoría relativa de grupos sociales. Otro claro ejemplo es el de la Revolución francesa:
mucho antes de que las ideas ilustradas se materializaran políticamente, la Ilustración ya era
una corriente mayoritariamente aceptada por las elites culturales europeas, que la
proyectaron a su vez sobre el resto del pueblo. Los ilustrados impusieron su visión del mundo
-y a partir de ese momento, la Ilustración se impuso en el mundo. Los cambios políticos o
económicos alteran la legalidad, sí; pero tal alteración no es posible -o, al menos, no de forma
duradera- si previamente no se han sembrado los nuevos valores necesarios para que el
cambio sea aceptado. En otros términos: los cambios en la visión del mundo son los que
proporcionan legitimidad a los cambios en los modelos políticos o económicos.

Durante casi tres siglos, la visión del mundo que ha imperado en el espacio de
Occidente ha sido la de la modernidad. La visión moderna del mundo constituía un marco
compacto de ideas y valores, marco del cual se podían deducir diversas interpretaciones
políticas o económicas. Por ejemplo: el marxismo o el liberalismo son concepciones
aparentemente contrapuestas, pero proceden por igual del marco cultural de la modernidad.
Pues bien: lo que hoy ha entrado en crisis no es tal o cual punto del marxismo o el

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liberalismo, ni ambas concepciones en conjunto, sino, en general, la visión del mundo de la
modernidad. Explicaremos, por tanto, cuál es la visión moderna del mundo y qué rasgos la
definen; por qué ha entrado en crisis; qué visión le ha sustituido (la posmoderna) y cuáles son
sus rasgos; por qué la nueva visión (posmoderna) es insuficiente y, en fin, qué visión del
mundo alternativa podemos nosotros proponer.

2. La visión del mundo de la Modernidad.-

La modernidad es una noción sumamente ambigua. Por convención, aceptaremos


definir la modernidad como el marco cultural que ha dado lugar a la civilización técnica,
nacida de una sobrevaloración del espíritu humano respecto a su entorno natural y
representada en un marco histórico de carácter lineal-progresista. Individualismo,
materialismo y progresismo (entendido como finalismo histórico, como fe en el carácter
lineal de la historia) son los rasgos fundamentales de la modernidad. Por tanto, para
reconstruir la genealogía de la modernidad nos hemos de remontar a las primeras
formulaciones del individualismo y del materialismo, que aparecen en el ámbito cultural
judeocristiano y en la Grecia tardía.

Las primeras formulaciones pre-modernas, que luego darán lugar al desarrollo


ideológico de la modernidad, pueden representarse como una sucesión de escisiones cuyo eje
es el hombre, que se separa progresivamente de la naturaleza, del tiempo y de sí mismo.

Primera ruptura: el hombre se escinde del mundo. En el mundo tradicional, el hombre


se considera uno con la naturaleza, a la que otorga unas vestiduras sagradas: el hombre se
representa a sí mismo como parte de una naturaleza divinizada. La Naturaleza y el hombre
comparten una misma esencia: son, en última instancia, lo mismo. Es un mundo encantado
por el mito, hasta el extremo de que talar un árbol, por ejemplo, exige que el leñador salude
previamente al árbol con un rito religioso. Este género de ritos han sobrevivido en Europa
hasta fechas relativamente recientes. El hombre moderno, por el contrario, considera la
naturaleza como materia inerte puesta a su disposición y que debe ser dominada. Pues bien:
el origen de esta concepción materialista de la naturaleza es bíblico, especialmente hebreo.
Es en la Biblia donde por primera vez se traza una nítida línea entre el mundo del Espíritu,
que es de Dios, y el mundo físico, natural, materia privada de atributos espirituales y
entregada al hombre para que se sirva de ella. A partir de aquí hay vía libre para la
construcción de la civilización técnica contra la naturaleza sin alma. Y así nace el
materialismo.

Segunda ruptura: el hombre se escinde del tiempo. En el mundo antiguo, el hombre se


representa el tiempo de forma cíclica: un círculo eterno, hasta el final de los tiempos. El
tiempo y el hombre fluyen simultáneamente. El hombre antiguo vive una existencia
atemporal. No hay, por otra parte, fe en el futuro. El hombre moderno, por el contrario,
otorga un sentido optimista y ascendente a la historia: el pasado es negativo y el futuro será
por definición positivo. De ese modo, el hombre moderno confiere autonomía al marco
temporal, al otorgarle un sentido inmanente e independiente de la voluntad humana. Aquí
tiene su origen el progresismo.

Tercera ruptura: el hombre se escinde de sí mismo. En el marco europeo, y al menos

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hasta el siglo -VI, no tenía sentido oponer los conceptos de cuerpo y alma. Del mismo modo
que el hombre y la naturaleza compartían un mismo tipo de esencia sagrada, así el cuerpo y el
alma estaban fundidos. Cuerpo y alma son una misma potencia. La ruptura entre cuerpo
(terrestre, caduco, material) y alma (celeste, eterna, espiritual) nace también en el ámbito
judeocristiano. Respecto al mundo europeo, parece que las primeras formulaciones griegas
sobre un alma celeste hay que acercarlas hasta las sectas órficas y el pitagorismo. Pero lo que
en Grecia aparece es, sobre todo, una formulación metafísica de esta escisión: es la
concepción socrática del espíritu en sí, correspondiente al “mundo de las ideas” de Platón.
Así se crean dos mundos humanos: uno, el terrestre, el físico, vital; otro, el ideal, el
metafísico, racional. Razón y vida se separan. Y el hombre padece también esta ruptura: por
un lado, el cuerpo y su caducidad; por otro, el alma y su universalidad. De aquí nacerán tanto
el individualismo, que consagra la subjetividad -el conocimiento subjetivo- como criterio de
verdad, como el racionalismo, que presupone la existencia de una razón universal más allá de
las contingencias materiales.

Tengamos en cuenta estas tres escisiones, porque ellas nos van a servir de guía para
interpretar el devenir de la visión moderna del mundo.

3. Descartes y “el programa del tiempo nuevo”.-

Estas tres escisiones (hombre/mundo, hombre/tiempo, hombre/hombre) van a


permanecer en el ámbito religioso durante mucho tiempo, y concretamente en el ámbito
religioso cristiano. No tiene una traducción en el mundo de la vida práctica o de las
ideologías sociales. La concepción del futuro como promesa de salvación, fruto de la ruptura
hombre/tiempo, se va a circunscribir a lo espiritual: la salvación futura será la resurrección de
las almas. Respecto a la separación del hombre y la naturaleza, quedará atemperada por la
idea de la “solicitud” hacia las cosas: el hombre es el señor de la naturaleza porque Dios le ha
encomendado su cuidado. Del mismo modo, la separación alma/cuerpo tiene también sus
límites: Santo Tomás dice que sólo Dios es más grande que el pensamiento racional, lo cual
equivale a santificar la razón, pero todavía Lutero dirá que la razón es “la mayor prostituta
del diablo”. Esto limita la proyección filosófico-política de la representación pre-moderna.

Sin embargo, llega un momento en que todas estas escisiones, hasta entonces
confinadas en el terreno de lo espiritual, pasan al terreno de lo físico y lo material; abandonan
el continente religioso para desembarcar en los continentes político, económico y social. Este
proceso se llama secularización y arreciará durante el siglo XVIII, pero su principal guía es
del siglo anterior: Descartes. Ortega y Gasset calificó el Discurso del Método de Descartes
como el programa del tiempo nuevo”, es decir, el programa de la modernidad. Marx también
reivindicó a Descartes como “el primer materialista científico”. ¿Por qué? Porque Descartes
traspasa al terreno de lo material todo lo que hasta entonces estaba en el terreno de lo
espiritual.

La obra de Descartes tiene, ante todo, tres ejes:


- El objetivo declarado de convertir al hombre en Amo y Señor de la naturaleza. A
través de la razón, el hombre está destinado a distribuir, clasificar y comprender todo lo que
le rodea -el mundo físico, incluidos los otros hombres y la sociedad- para utilizarlo en su
beneficio. Es, en germen, la justificación de la ideología técnica.

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- El instrumento filosófico para ello es la división radical de todo lo vivo en dos clases
de realidad: Res cogitans/res extensa, es decir, las cosas del pensamiento y las cosas físicas.
La separación entre mundo físico y mundo espiritual/mental, ya avanzada muchos siglos
antes, queda así definitivamente establecida. El resultado es que lo sagrado, lo no-físico,
queda confinado a su vez en un pedazo de espacio distinto al que ocupa el hombre. Por eso
Marx considerará a Descartes como el primer materialista.
- Una conclusión: “Pienso, luego existo”, es decir, que el único criterio para dictaminar
sobre la existencia humana es la autoconciencia del sujeto sobre sí mismo, la existencia
racional -y por tanto, que toda existencia no racional, como la del mundo natural, es una
existencia en grado menor o incluso una no-existencia-. Con Descartes se consagra el
imperio de la razón individual. Una razón que, por otra parte, se supone específica y
exclusivamente humana, y compartida, por tanto, por todos los hombres. El individualismo,
que es uno de los rasgos de la modernidad, se convierte en argumento científico. Y se funde
con el universalismo o cosmopolitismo, en la medida en que se cree que esa razón es común
a todos los seres humanos.

En definitiva, con Descartes se sistematizan por primera vez los grandes vectores
ideológicos de la modernidad: materialismo (secularización de la escisión entre lo espiritual
y lo físico), individualismo (secularización de la autonomía espiritual del hombre respecto a
la naturaleza), racionalismo (secularización de la idea de alma), universalismo
(secularización del carácter universal de Dios)...

4. La trilogía ilustrada: libertad, igualdad, fraternidad.-

La ideología de las Luces (la Ilustración), el primer gran movimiento decididamente


moderno, construye sus tópicos a partir de la filosofía cartesiana. Su trilogía
(libertad-Igualdad-Fraternidad), convertida en divisa filosófico-política con la Revolución
Francesa, procede directamente de esa filosofía.

Veamos, en primer lugar, de dónde viene esta reivindicación de la Libertad. La libertad


se concibe aquí como consecuencia directa del individualismo. Si el sujeto es capaz de
aprehenderse a sí mismo como objeto (la autoconciencia), y si es precisamente esa capacidad
lo que constituye la esencia humana, el sujeto habrá de ser capaz también de dirigirse a sí
mismo conforme a una norma racional. El contenido puro de la libertad ilustrada es ése: el
sujeto empieza y termina en su propia razón; luego la libertad consiste en la capacidad para
“ser individuo”, por encima y más allá de cualquier otro vínculo de lengua, pueblo, raza,
religión o nación. La libertad ilustrada es una libertad entendida como superación, a través de
la razón individual, de los vínculos comunitarios. Esa concepción, por cierto, resulta
especialmente oportuna para la burguesía, que desde el siglo XVII viene tratando de liberar la
actividad económica (esto es, su propia riqueza) de cualquier control político, social o
religioso. Por eso Montesquieu dirá que “el único hombre verdaderamente libre es el
burgués”. Libre, ¿de qué? Precisamente, libre de todos los viejos vínculos.

El segundo término de la trilogía, la igualdad, se halla en estrecha relación con el


anterior. En efecto, esa libertad individual, la libertad del ilustrado, exige la igualdad. ¿Por
qué? Porque si la libertad se basa sobre la capacidad de la razón individual para aprehenderse
a sí misma, y si se considera que esa capacidad es el rasgo fundador de la humanidad, habrá

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de aceptarse que todos los hombres son iguales por naturaleza, como dice la Declaración de
Independencia de los Estados Unidos de América. Hay que subrayar que esta idea de la
igualdad guarda una interesante sintonía con las aspiraciones de la burguesía en tanto que
clase social. La burguesía, en efecto, es la primera que adquiere “conciencia de clase”, la
primera que se ve a sí misma como clase en oposición al conjunto de la comunidad
tradicional, lo cual es un rasgo específicamente moderno. En tanto que clase sometida a otras
(a la nobleza, al clero, etc.), la burguesía considera que los otros estamentos son sus
enemigos. Tanto como un presupuesto filosófico, la idea de igualdad es un instrumento para
romper esa subordinación. Y cuando la realidad demuestre ser ajena al criterio de la igualdad,
éste tratará de imponerse por todos los medios: nacerá así el igualitarismo como práctica
política.

Llegamos al tercer término: la Fraternidad. La idea de fraternidad deriva


inmediatamente de
la libertad y la igualdad, y tiene mucho que ver con la noción ilustrada de
cosmopolitismo. Todos los hombres son libres e iguales en la medida en que todos son
individuos autónomos igualmente dotados de razón; esa autonomía trasciende los viejos
vínculos de religión o de nación, en la medida en que esa razón es universal. Por tanto, habrá
que convenir que la condición humana es una y la misma por todas partes, y que la división
en Estados, reinos, estamentos, etcétera, es una falsa división; el destino de la humanidad es
el de constituir una sola unidad de individuos libres e iguales. La fraternidad, por tanto, no se
interpreta como voluntad de existencia en común (éso ya existía en las comunidades
tradionales, pre-modernas), sino como universalismo y como cosmopolitismo, y exige la
tendencia hacia un gobierno mundial, como queda patente en Kant.

Sobre estos tres vectores: individualismo, igualitarismo, universalismo, se construye la


ideología moderna y la civilización que hoy conocemos.

5. La crisis de la visión del mundo de la modernidad.-

Desde finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, la visión del mundo de la
modernidad ha entrado en crisis. La razón fundamental es que la experimentación científica,
el pensamiento y la realidad social han rebatido los criterios fundamentales de
individualismo-igualitarismo-universalismo, es decir, la aplicación práctica de la trilogía
ilustrada, que deriva a su vez de las viejas escisiones operadas en el mundo pre-moderno.
Esta crisis del modelo moderno se ha articulado en tres movimientos fundamentales; los
veremos a grandes rasgos.

El primer gran golpe contra la hegemonía de la visión ilustrada del mundo fue lo que
Paul Ricoeur ha denominado Escuela de la sospecha: Marx, Nietzsche y Freud, aunque
procedentes todos ellos de la propia matriz moderna, redujeron los grandes ideales abstractos
de la modernidad a interés de clase, moral de esclavos (resentimiento) o complejos psíquicos,
respectivamente. Al margen de la valoración que cada uno de estos autores merezca, su
importancia para nuestro análisis estriba en haber puesto bajo sospecha las certidumbres
modernas.

Después llegaron las revoluciones científicas del siglo XX, tanto en ciencias físicas

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como en ciencias humanas: la física de partículas y subatómica (lo infinitamente pequeño), la
biología (especialmente la genética) y la etología, la psicología experimental y la astronomía;
la etnología, la antropología y la sociología... Todas, como luego tendremos oportunidad de
comprobar, han desmentido la veracidad de los principios individualistas, igualitarios e
universalistas.

Por último, la visión moderna del mundo ha chocado contra la propia realidad social y
política: la insuficiencia de la ideología ilustrada ha producido una complejísima realidad
social en las sociedades modernas, cuya consecuencia ha sido la implantación de un estado
de crisis permanente.

Veremos ahora el impacto de estas crisis en cada uno de los principios de la ideología
moderna. El esquema, a su vez, nos servirá de guía para llevar a cabo el recorrido que nos
hemos propuesto en este curso.

5.1. Crisis de la idea de la historia y muerte del progresismo.

La certidumbre de que el tiempo histórico era una categoría con sentido


predeterminado, dirigida hacia un final feliz, ha caído en nuestro siglo. La modernidad muere
y nace lo que se ha llamado posmodernidad, que es un estado transitorio. Por decirlo así, es el
final de la fe en el futuro. Ya nadie puede creer con fundamento sólido que el futuro vaya a
ser mejor que el pasado o que el presente. A este respecto, las revoluciones científicas han
sido decisivas. La biología, por ejemplo, ha demostrado que la idea de evolución darwiniana
no implica una mejora continua; incluso el propio evolucionismo atraviesa momentos
difíciles. También la astronomía ha confirmado que la expansión del universo no es
constante, progresiva y eterna, sino que está abocada a un brusco final. Por último, la propia
filosofía de la ciencia ha negado que el saber sea progresivo y acumulativo, sino, al contrario,
afirma que unos conocimientos refutan y desmienten los anteriores. Veremos todo esto con
más detalle en el capítulo siguiente.

5.2. Transformación de la idea de libertad. Muerte del individualismo.

También la idea de libertad burguesa, fundada en una sobrevaloración del individuo (el
individualismo), ha sido desmentida por la etología, la antropología y la sociología. Por un
lado, hoy empieza a considerarse que aquellos viejos vínculos que antes se suponían
“ataduras” para la razón individual (la religión, la pertenencia social a un grupo, la
pertenencia política a una comunidad pública, la pertenencia cultural a un pueblo) no sólo no
son tales ataduras, sino que, al contrario, son guías fundamentales para que el individuo
encuentre un punto de referencia conforme al cual orientar su existencia individual. Por otro,
hoy resulta obvio que el estado natural del sujeto no es el individualismo, una existencia de
ente racional autónomo, como Robinson Crusoe (paradigma, por cierto, del individualismo
ilustrado del XIX), sino que el sujeto sólo tiene sentido -sólo existe- en la medida en que
forma parte de un grupo, porque el gupo es la forma natural de estar en el mundo. Por último,
está cada vez más claro que el margen de libertad del individuo no es infinito, sino que en
buena parte está constreñido por impulsos hereditarios de orden biológico.

Todo eso ha conducido a plantear, en términos filosóficos, la necesidad de una nueva

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antropología que vaya más allá del individualismo y del humanismo. A título de sugerencia,
digamos que esa nueva antropología podría ser algo así como un Suprahumanismo (una
versión ampliada y corregida del “sobrehumanismo” de Nietzsche) y partiría del hecho de
que el espacio natural de libertad y de existencia del individuo es su marco cultural,
comunitario e histórico.

5.3. Constatación de las diferencias. Quiebra del igualitarismo.

La idea de la igualdad, que aplicada al terreno de la práctica política dio lugar al


igualitarismo, también ha sido ruidosamente desmentida por las ciencias y por la práctica
social. Desde el punto de vista estrictamente biológico, la igualdad es una simple ilusión: la
genética es la que dicta las diferencias, y esas diferencias son irreductibles. La etología, por
su parte, confirma que en todo grupo humano se trazan inmediatamente unas jerarquías
internas, igual que en cualquier grupo animal. El estado natural del hombre no es la igualdad,
como soñaron los ilustrados, sino la jerarquía. Se puede objetar que la condición humana no
es estrictamente biológica, sino que lo específicamente humano consiste en ser capaz de
elevarse por encima de la naturaleza y construir culturas. Pero es que también aquí, en el
plano cultural, el esquema diferencialista no sólo se reproduce, sino que se acentúa.

Desde el punto de vista cultural, en efecto, la norma no es la igualdad, sino la


diferencia: son diferentes los hombres de una misma cultura y son diferentes las culturas de
una misma humanidad. La antropología ha venido a demostrar que el estado propio del
hombre es precisamente la construcción de diferencias, tanto frente a los grupos ajenos como
frente a los hombres del grupo propio. Más aún: esa diferencia y su respeto en el seno de una
comunidad cualquiera son exigencias básicas para facilitar una convivencia armónica. Si se
niega, el sujeto o el grupo considera que su identidad está puesta en peligro. La psicología
experimental ha confirmado claramente esa tendencia innata a la diferencia, generalmente
manifestada en términos de identidad. Se ha constatado que en las sociedades dominadas por
un proyecto igualitario (tanto en los viejos países comunistas como en las grandes urbes
industriales, igualmente sometidas a un tipo de vida uniforme), crece el número de neurosis
producidas por un deseo de afirmación frente a un medio que, por el contrario, tiende a la
homogeneidad. Esa tensión psicológica entre el deseo individual de diferencia y el proyecto
social igualitario vendría a avalar que la diferencia es una tendencia humana natural.

Por otra parte, la mera observación sociopolítica en absolutamente todos los grupos
humanos ha confirmado que la igualdad (entendida como igualitarismo de hecho) es un
imposible: todas las sociedades construidas sobre el patrón igualitario han creado sus propias
elites y sus propias jerarquías. Del mismo modo, todos los proyectos sociales (educativos,
por ejemplo) encaminados a forzar la igualdad han acabado conduciendo o bien a la injusticia
hacia los mejores, o bien a la frustración de los peores.

5.4. Transformación y disolución del universalismo.

Por último, la idea universalista ha demostrado ser racionalmente falsa, quedando


reducida a una mera justificación de un determinado orden internacional. No hablamos del
concepto metafísico de universalidad, que sigue siendo un instrumento imprescindible para
pensar el mundo, sino de la versión moderna, cartesiana, ilustrada de esa universalidad. La

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razón universal no existe más allá de las constataciones empíricas; incluso en el campo
empírico, es difícil establecer acuerdos sobre la validez universal de las afirmaciones; por
otra parte, la antropología y la etnología nos enseñan que, en el campo humano, lo único
universal es la capacidad de los pueblos para construir particularidades.

El universalismo moderno, entendido como cosmopolitismo (esto es: como afirmación


de que el ser humano responde a una única esencia absoluta, y que las diferencias son meros
obstáculos para la consecución de esa unidad), requería la existencia previa de una razón
universal: todos los hombres habían de estar de acuerdo “por naturaleza” en la verdad de
ciertas afirmaciones de orden filosófico o metafísico. Sin embargo, el estudio comparado de
las culturas ha demostrado que hay, cuando menos, dos formas de racionalidad: una
empírica, material (por ejemplo, las matemáticas), donde sí puede afirmarse una cierta
universalidad (dos y dos son cuatro en todas partes); otra cultural, metafísica, donde la
universalidad no existe, porque cada conjunto humano crea sus propias verdades sobre
cuestiones como la estructura social, el sistema económico, los valores comunitarios,
etcétera. En el plano político y social, la razón no es universal ni hay verdades absolutas, sino
que es particular: los distintos campos de verdad vienen determinados por diversos factores,
y especialmente por la tradición cultural. En ese sentido, la idea de “razón universal”, nacida
en el ámbito de Occidente, no sería sino una manifestación particular de una cierta idea de lo
universal.

Señalemos, por otra parte, que incluso en el campo empírico no es fácil hablar de
“razón universal”. La Física cuántica, y especialmente el Principio de Incertidumbre de
Heisenberg, ha demostrado que los resultados de la observación del mundo subatómico (es
decir, lo infinitamente pequeño) varían en función de la posición del observador. El
observador influye sobre lo observado. Eso significa que en una gran parcela de la realidad
física es imposible asentar criterios objetivos de verdad, esto es, universalmente válidos.
Además, el estudio crítico sobre la experimentación científica demuestra que numerosas
observaciones empíricas venían condicionadas, en realidad, por apriorismos políticos: es el
famoso caso del biólogo soviético Lyssenko, que trató de construir una biología a la medida
del comunismo -hasta el extremo de negar la ciencia genética- y que luego fue ruidosamente
desmentido por la realidad. Así las cosas, la presunta existencia de una razón universal en el
plano científico tampoco puede ser esgrimida como argumento a favor del universalismo o el
cosmopolitismo.

Todo esto explica por qué los hombres y los pueblos, en su acción viva, en su
existencia, construyen particularidades, y no universalismos. En efecto, si existiera una razón
universal, ¿por qué los hombres se comportan como si tal razón no existiera? Precisamente:
porque no existe. La antropología y la etnología, estudiando las culturas humanas, llegan a la
conclusión de que la forma humana de estar en el mundo no es la universalidad, sino la
particularidad. En la vida real, lo único universal es la tendencia a lo particular. Negarlo es
negar la evidencia. Y por tanto, toda tentativa de construir un orden universal homogéneo
está abocada al fracaso.

La visión moderna del mundo ha dejado de tener validez intelectual por todas estas
razones. Ello, naturalmente, no significa que haya desaparecido. Los valores de la
modernidad se incubaron muy lentamente y fueron penetrando en las conciencias muy poco a

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poco. Es de suponer que también tardarán algún tiempo en desaparecer. Lo importante, en
todo caso, es que hoy sabemos que la visión moderna del mundo y sus valores básicos:
individualismo, igualitarismo y universalismo/ cosmopolitismo, han dejado de ser verdad.
Pueden defenderse desde un punto de vista afectivo, como todavía hacen algunos, pero no
desde el rigor intelectual.

6. El momento actual: el modelo de la Posmodernidad.-

El modelo cultural de la modernidad ya no goza de verosimilitud. Sin embargo,


tampoco hay un modelo sustitorio, alternativo, que haya penetrado todavía en las
conciencias. Se genera un choque de fuerzas contradictorias: por una parte, los viejos valores
tratan de mantenerse vivos; por otro, se empiezan a formar valores que permanecen en la
nebulosa de lo desconocido. Jünger lo expresa de esta manera: los viejos valores han muerto,
los nuevos aún no han visto la luz. El resultado es un paisaje contradictorio. Vivimos así una
etapa de interregno, de transición. En cierto modo, estamos ante una nueva edad media. Ese
es el significado de la posmodernidad. Veamos cuáles son esas fuerzas contradictorias que la
alimentan.

En primer lugar, observamos la contraposición entre mundo técnico y fiebre ecológica.


Por una parte, la civilización de la técnica ha alcanzado un desarrollo absoluto: nada escapa
al cálculo técnico; toda la civilización se comporta como una gran máquina; todos vivimos
rodeados por aparatos técnicos que con frecuencia son superfluos, pero sin los cuales ya no
sabríamos imaginarnos la vida. Pero, al mismo tiempo, la constatación de la degradación
ambiental, la certeza del colapso ecológico, despiertan la necesidad de replantear nuestra
relación con la naturaleza. La fuerza del mundo técnico y la angustia ecológica generan una
“histeria verde” que es una de las características de nuestro mundo: hacemos campañas
internacionales para proteger a las ballenas mientras seguimos rompiendo el cielo para
calentarnos en invierno. Y cuanto mayor es el deterioro ecológico, mayor es la histeria verde.
Son dos fuerzas en contradicción, sin que de momento pueda afirmarse solución alguna.

También es contradictoria la idea que el hombre posmoderno se hace de sí mismo


como ser histórico, el lugar que se atribuye a sí mismo en el devenir histórico e incluso su
propia mirada sobre ese devenir. Esta contradicción en la existencia histórica del hombre
posmoderno tiene tres términos. Por una parte, la vieja fe en el progreso mantiene algunos de
sus tópicos en el nivel vivencial: determinados cambios sociales de aliento más o menos
utópico -matrimonio de homosexuales, supresión de los ejércitos, etc.-, que en realidad son
producto de una simple disolución de valores, pasan a ser interpretados como consecuencias
de un cierto “progreso”; ya nadie cree que vayamos a ningún lado, pero se mantiene la inercia
del futuro como utopía. Pero, al mismo tiempo, desaparece la certidumbre de un futuro mejor
y por todas partes nacen comportamientos sociales de tipo hedonista (instalados en el placer,
en el consumo, en el ocio) que ponen de manifiesto una “reducción al presente” de todas las
expectativas: todo se quiere aquí y ahora; éso es lo que se ha llamado presentismo, tendencia
que entra en contradicción con los últimos restos de futuro como proyecto que todavía
quedaban en el progresismo. Y para completar el cuadro, una tercera fuerza entra en escena y
aumenta la tensión: es el pasadismo, es decir, el culto al pasado y a una historia más o menos
reconstruida en función de las obsesiones presentes, como corresponde a una civilización que
ha llegado, precisamente al final de la Historia. Este pasadismo es perfectamente visible en

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numerosos comportamientos sociales: apogeo del museo como escenario espectacular de la
identidad pasada, lo cual es un fenómeno único en la historia; fiebre de lo arqueológico, de la
antigüedad, de las culturas tradicionales y de lo pre-moderno, según un esquema que se
aplica incluso en las utopías futuristas (en efecto, en casi todos los relatos de ciencia-ficción
se recupera el esquema medieval); por último, la emergencia de una autoconciencia histórica
interiorizada en los sujetos, que hablan de sí mismos como “modernos” o “posmodernos”,
mientras que un antiguo jamás habría dicho de sí mismo: “Nosotros, los antiguos”. Estas tres
fuerzas: progresismo-presentismo-pasadismo, se combinan en un movimiento de tensión
mutua sin que sepamos cuál prevalecerá.

La tercera contradicción esencial de la condición posmoderna afecta al lugar del


individuo como categoría central de la visión del mundo. Es lo que podríamos llamar zozobra
del sujeto: por una parte, el individualismo alcanza su máxima expresión; por otra, surgen
nuevas formas sociales donde el individuo queda desbancado del lugar central que antes
ocupaba. En efecto, el modelo individualista ha llegado a su apogeo en esta modernidad
tardía: todo individuo considera que su interés privado y su conciencia (su razón autónoma,
libre de vínculos sociales o culturales) son los únicos jueces de su existencia. En el plano
ideológico estamos viviendo una época hiperindividualista, y por eso autores como Gilles
Lipovetsky hablan de “revolución individualista” para definir la posmodernidad. Incluso los
compromisos políticos pasan cada vez más al plano privado, y no público: así, en 1995, en la
fiesta de San Patricio, en la comunidad irlandesa de los Estados Unidos, los disturbios no han
enfrentado a protestantes y católicos, como hasta hace poco tiempo, sino a los grupos de gays
y lesbianas irlandeses contra los irlandeses heterosexuales. Es decir, que incluso las apuestas
ideológicas pasan a gravitar sobre rasgos individuales, privados y no sobre los habituales
factores de pertenencia colectiva (la nación, el pueblo, la religión, etc.). Sin embargo,
simultáneamente los sociólogos descubren numerosos comportamientos claramente anti o
post-individualistas, que surgen espontáneamente al margen del Estado y desde la propia
sociedad, mientras la reflexión social acuña nuevas figuras para definir esas nuevas formas
de auto-organización:

- Se ha hablado, por ejemplo, de retorno de las tribus (Maffesoli): la tendencia grupal


humana, que es innata, reaparece con fuerza y crea nuevas formas de convivencia que van
desde el grupo más o menos organizado hasta la tribu juvenil, pasando por la pequeña
comunidad de barrio.

- Se ha descubierto una tendencia espontánea a crear formas de solidaridad orgánica


entre los individuos, especialmente en la periferia socioeconómica de las naciones más
desarrolladas, formas que reproducen los esquemas comunitarios de la edad media.

- La reflexión social y política busca fórmulas para definir lo que algunos autores
norteamericanos denominan neo-comunitarismo, que vendría caracterizado por trazar una
red de intercambios inter-individuales sobre la base de instituciones antiguas como la familia
o la tribu-barrio.

Constatamos así, una vez más, la presencia simultánea de dos fuerzas antagónicas: por
una parte, unos valores hiperindividualistas muy arraigados en los sujetos y, por otra, un
renacimiento de las tendencias comunitarias orgánicas. Ambas fuerzas crean una tensión

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contradictoria donde quizá se esté prefigurando ya un nuevo modelo de sociedad. La cuestión
es saber cómo será ese modelo.

Cuarta contradicción posmoderna: la que afecta a la idea de igualdad. El igualitarismo


como precepto ideológico convive con formas casi patológicas de egoísmo económico. Es
verdad que el igualitarismo como pre-juicio ideológico está fuertemente arraigado en la
mentalidad posmoderna. Con frecuencia, ese igualitarismo llega a deformar la noción
política de justicia o de equidad. Sin embargo, y al mismo tiempo, aparece en escena un
factor íntimamente ligado a la sociedad capitalista: el egoísmo económico, el deseo creciente
de éxito (de performance), originado por el hiperindividualismo. La conjunción de ambas
fuerzas es perceptible en diversos fenómenos cotidianos. Veamos, por ejemplo, cómo se
manifiesta en un fenómeno tan típico de las sociedades occidentales como es el de la
inmigración: por un lado, el pre-juicio igualitario mueve campañas de solidaridad y acogida
(generalmente irreflexivas, por otra parte) hacia los inmigrantes; por otro, el egoísmo
económico crea grandes bolsas de xenofobia económica contra la población inmigrada. La
misma tensión antagónica constatamos en el caso de la educación: por una parte, se tiende a
reducir la dificultad de los planes de estudio para evitar “frustraciones” y para garantizar a
todo el mundo un cierto nivel de escolaridad igualitario; simultáneamente, la competitividad
de la civilización técnica exige al sujeto unos criterios de éxito y de performance que le
llevan hasta la alienación mental. Entre esas dos fuerzas: igualitarismo dogmático y egoísmo
competitivo, se está jugando, sin duda, el perfil de los valores en las próximas décadas. Lo
que es evidente es que juntos no pueden vivir.

Quinta y última contradicción posmoderna (aunque sin duda es posible descubrir


algunas otras): la que afecta a la idea de universalismo. Por así decirlo, el universalismo ha
entrado en su tercera edad. Vemos así como el cosmopolitismo -en el peor de sus sentidos y
en su manifestación más primaria- convive con la resurrección de lo que podríamos llamar
“moda arraigada”. En efecto, el cosmopolitismo, a través de la cultura comercial de masas,
se ha convertido en una realidad: todo el mundo parece dominado por una sóla cultura
universal que dicta las modas, los gustos, las músicas, etcétera. Esa pulsión cosmopolita llega
también al terreno político: es la abdicación de las soberanías nacionales en provecho de un
único orden mundial. Pero esta tendencia cosmopolita tiene también su contrapartida:
simultáneamente, se asiste a una creciente sed de arraigo cultural, una sed que llega incluso a
la moda, y en lo político aparecen por todas partes manifestaciones de resistencia frente al
cosmopolitismo, generalmente bajo la forma de nacionalismo radical. Como en las anteriores
contradicciones, el modelo cultural de la posmodernidad no es capaz de darnos la solución:
se limita exclusivamente a plantearnos el problema.

7. Un modelo para después de la posmodernidad.-

Esa es la situación de nuestro mundo: estamos en un momento de indefinición. La


visión moderna del mundo ha demostrado estar superada por los acontecimientos y por sus
propios errores. El modelo de la posmodernidad, por su parte, es un juego de fuerzas
contradictorias que sólo transmite una certidumbre, a saber: que hay que resolver esas
contradicciones. Por nuestra parte, podemos aportar una serie de consideraciones para
proponer un modelo alternativo a los grandes valores de la modernidad. Ese modelo podría
girar en torno a una doble superación: ir más allá del progresismo e ir más allá del

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antropocentrismo. En última instancia, se trata de suturar aquellas escisiones primordiales
que abrieron la grieta por donde se coló el genio de la modernidad.

La superación del progresismo, de la visión progresista de la Historia, será el objeto de


nuestro próximo capítulo: allí entraremos en profundidad sobre la cuestión. Adelantemos, no
obstante, que esa superación es necesaria porque la visión progresista de la Historia se ha
convertido en una especie de dogma de fe incapaz de solucionar ninguno de los problemas
que el hombre se plantea cuando se piensa a sí mismo como ser histórico. El progresismo
tenía sentido cuando existía la convicción de que se caminaba hacia algún lado, y esa meta
justificaba los cambios sociales; hoy, por el contrario, seguimos manteniendo esa obsesión
por el cambio, pero la meta ya no existe. ¿Qué queda? Sólo el cambio por el cambio, lo cual
es un perfecto absurdo.

Para superar la tensión pasadismo-presentismo-progresismo, que es uno de los rasgos


característicos de la posmodernidad, hay que volver a pensar la situación histórica del
hombre, y repensar al hombre como ser que hace historia. Cuando abordemos la cuestión de
la filosofía de la Historia veremos cómo es posible plantear una alternativa a la concepción
lineal de la Historia e ir simultáneamente más allá de la vieja concepción cíclica, repetitiva,
de los antiguos. ¿Cómo? A través de una concepción esférica, que se representa la historia
como un ovillo: todo gira, gira siempre en el mismo sentido, pero puede girar en diferente
dirección según la acción del hombre. La concepción esférica tiene la ventaja de que permite
integrar en un sólo movimiento al pasado, al presente y al futuro, sin asignar un contenido
ideológico a ninguno de esos estadios (por ejemplo: esa estupidez que consiste en considerar
el pasado como algo necesariamente malo y el futuro como algo necesariamente bueno). En
cierto modo, podemos manejar la tesis del Eterno Presente: el hombre construye, destruye y
reconstruye -y así se construye. Sirva esto de anticipo para nuestra próxima exploración.

Vayamos ahora al eje de nuestro planteamiento alternativo, que es, como ha quedado
dicho, la sutura de las escisiones primordiales. Hemos visto antes que el origen de la visión
moderna del mundo es aquella triple escisión hombre/mundo, hombre/tiempo y
hombre/hombre. Esa escisión corresponde a un antropocentrismo abusivo: no a la convicción
de que el hombre sea el centro del cosmos (esa es una figura que admite diversas
interpretaciones), sino, más bien, a la divinización y a la abstracción del hombre; el hombre
del Humanismo antropocéntrico no es el hombre particular, arraigado en su tierra y en su
cultura, sino un hombre universal y abstracto que, en realidad, no existe. Por tanto, para
superar aquella triple escisión primordial hay que ir más allá del Humanismo proponiendo
una nueva visión orgánica del hombre.

Esa nueva visión orgánica también encuentra un firme punto de apoyo en las
disciplinas científicas de nuestro tiempo. Para su explicación, podemos utilizar la
herramienta de la Teoría General de Sistemas, un instrumento que vamos a utilizar en
numerosas ocasiones a lo largo de este Curso y cuya principal virtud es el describir la
realidad en términos de conjuntos jerarquizados e inter-relacionados. Así, y en el caso de los
conjuntos humanos, podríamos apoyarnos en la TGS para definir el hecho humano como
parte de la siguiente estructura:

Entorno Natural

23
Conjunto cultural

Conjunto político y social

Grupo humano primario

Individuo

Esta concepción tiene la ventaja de que supera todos los clisés del pensamiento
moderno y, por tanto, puede constituir la base de una alternativa teórica al modelo cultural de
la modernidad:

- Supera el individualismo, es decir, la escisión hombre/hombre, porque el individuo ya


no es un ente universal y abstracto, sino que aquí queda concebido como un ser que se
construye sobre la base de sus pertenencias comunitarias: grupales, nacionales, culturales,
ecológicas, etc.
- Por la misma razón, supera el igualitarismo en la medida en que el hombre pasa a
definirse en función de su lugar en la comunidad y de su espacio social respecto a los otros
individuos. El papel de las normas sociales, por su parte, sería asegurar que esos espacios
individuales no se escleroticen, sino que permitan al sujeto un amplio grado de libertad y una
abierta circulación de elites en el interior del grupo.
- Supera también el universalismo/cosmopolitismo, en la medida en que se reconoce al
hecho de la diferencia cultural un papel primordial. El reconocimiento de la diferencia
cultural supone a su vez una dignificación de las diferentes maneras humanas de estar en el
mundo y de construir la propia realidad.
- Supera, en fin, la deformación técnica, la escisión hombre/mundo, en la medida en
que se instaura el entorno natural como punto de referencia último de la existencia humana,
lo cual implica, asimismo, una superación del discurso ecológico actual: en nuestro esquema,
la naturaleza se convierte en “socio” de la presencia humana en la tierra, ya no en mero
“entorno de explotación”.

Todas estas superaciones pueden servir de base efectiva para la construcción de una
visión del mundo alternativa. Su primera expresión natural sería la difusión de una nueva
jerarquía de valores, cuya función habría de ser la de sustituir a los valores del modelo
cultural de la modernidad. ¿Cómo construir esa nueva jerarquía de valores? El modelo
esbozado a partir de la TGS puede servir de guía. A lo largo de este Curso especificaremos
más los diferentes campos de análisis. Con todo, aquí entramos en el terreno de la lucha
cultural y metapolítica, que va más allá de la mera política porque propone una visión del
mundo nueva. En ese sentido, quien quiera ganar el futuro no podrá limitarse a enunciar un
mero programa técnico para solucionar algunos problemas concretos del actual sistema de
vida, sino que habrá de incluir en su programa una verdadera revolución cultural como paso
previo ineludible para cualquier transformación real de las estructuras políticas y sociales.

Tal revolución, que era imposible cuando la visión del mundo de la modernidad gozaba
de fuerza, se ha convertido hoy no ya en algo posible, sino en una necesidad de primer orden.

24
Y esa revolución cultural tendrá, en la práctica, un argumento central: volver a definir el
hombre en función de sus pertenencias sociales, comunitarias, políticas, culturales y
naturales. Es una vía posible para ir más allá de la modernidad y de la posmodernidad.

Bibliografía:

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Buenos Aires, 1970.
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- DESCARTES, René: Discurso del Método, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1937
(última edición en castellano, en Ed. Cátedra).
- DUMONT, Louis: Homo aequalis, Génesis y apogeo de la ideología económica,
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- LORENZ, Konrad: La Etología, Ed. Nuevo Arte Thor, Barcelona, 1983.
- LORENZ, Konrad: Decadencia de lo humano, Plaza y Janés, Barcelona, 1985.
- LYOTARD, Jean-François: La condición post-moderna, Cátedra, Madrid, 1984.
- MAFFESOLI, Michel: El retorno de las tribus, Icaria, Madrid, 1990.
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- VATTIMO, Gianni: E
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- VATTIMO, G. y ROVATTI, Pier-Aldo: El pensamiento débil, Ed. Cátedra, Madrid,
1988.

25
III

Del sentido de la Historia

¿Tiene un sentido la Historia? ¿Realmente significa algo esa sucesión aleatoria de


acontecimientos que parece gobernar la vida de los hombres? Vamos a interesarnos aquí y
ahora por la Filosofía de la Historia, es decir: vamos a tratar de pensar la Historia entendida
como marco temporal en que transcurre la vida de los hombres y los pueblos. Y nos vamos a
acercar a ella porque, según la idea que uno se haga de ese marco temporal, variará su idea
del hombre y del mundo; según entendamos el escenario histórico de un modo u otro,
interpretaremos de tal o cual forma nuestra misión en la vida; según demos a la marcha de la
historia un significado u otro, otorgaremos a nuestra acción en el mundo una u otra función.

1. Visiones de la Historia.-

Desde un punto de vista esquemático, podemos decir que en el pasado ha habido tres
modos fundamentales de entender la historia, tres modelos o figuras que intentan representar
el sentido de la historia.

La primera idea es la tradicional, cíclica. Nuestros antepasados más lejanos


interpretaban la historia como un ciclo sin fin. La historia era circular. Todo moría y renacía
eternamente. Se supone que esta manera de interpretar la historia comienza con las culturas
agrarias del Neolítico: la sucesión eterna de estaciones, de lluvias y sequías, de frío y calor,
de noches y días, sugería la idea de que todo en la vida, en la tierra y fuera de ella, respondía
a un mismo movimiento circular. Incluso en las narraciones religiosas, que tienen un final,
todo lo que moría volvía a nacer -pero para morir de nuevo-. Entre los germanos -y, en
general, entre todos los pueblos indoeuropeos-, el mundo nacía de la guerra entre Dioses y
Titanes; los dioses vencían, pero llegaría el momento en que el mundo volvería a hundirse en
el caos; sin embargo, después de ese caos todo volvería a renacer -para volver a morir-.

Junto a esa idea cíclica, aparecen también dos convicciones firmemente arraigadas en
la imaginación popular: una, la de que “todo tiempo pasado fue mejor”, convicción ilustrada
por el recurso a un mundo imaginario llamado Arcadia, es decir, una Edad de Oro que
nuestros antepasados situaban siempre en el pasado y respecto a la cual el presente es una
degeneración; la otra, la de que el futuro siempre será peor, como demuestra, por ejemplo, la
convicción popular griega de que el mundo acabará tras los 72.000 años solares que la
tradición helenística atribuía a la duración de la vida sobre la tierra. Eso sí: otras tradiciones
aseguraban que, tras ese final, retornaría la Era de los dioses y los héroes. De nuevo la
Arcadia. La combinación de ambas visiones -el tiempo como un ciclo sin fin; el pasado como
Edad de Oro; el futuro sin esperanza- va a permanecer en la filosofía popular europea de la
historia hasta fecha muy avanzada. Basta pensar en las coplas de nuestro Jorge Manrique. A
esa filosofía de la historia corresponderá una actitud trágica y heroica: abandonado en medio
del ciclo eterno del mundo, el hombre ha de luchar con unas armas espirituales que pasan, por
ejemplo, por la ética del honor.

La segunda gran forma de representarse la historia es la judeocristiana, de carácter

26
lineal; la historia pasa a concebirse como una línea recta. En efecto, con la incorporación de
los elementos judeocristianos al acervo cultural europeo tiene lugar un cambio significativo:
la teología hebrea va a explicar la historia en términos de dirección y de esperanza. La
escatología hebrea atribuye al mundo un principio: la Creación, y un final: la Parusía, es
decir, el retorno de Dios y la Salvación. La historia, por lo tanto, tiene un sentido: la
resurrección de las almas, y ése será el final, tras el cual no volverá a haber principio. Por eso
los primeros padres de la Iglesia reprocharán a los filósofos paganos el habitar en “ciclos
desconsolados”, es decir, en un mundo sin esperanza -mientras que ellos, los cristianos,
mantienen la esperanza porque han dado al futuro un sentido redentor.

Con todo, al hablar de la idea judeo-cristiana de la Historia es preciso hacer una


salvedad. En efecto, entre la interpretación judía y la interpretación propiamente cristiana
hay una diferencia muy notable: para los hebreos, el final de la Historia es puramente
material, porque será el triunfo eterno de Israel (es interesante saber que el “cielo” de los
judíos, el Sheol, es simplemente un almacén de almas de paso, oscuro y tenebroso, donde
aguardarán al triunfo final de su pueblo); para los cristianos, por el contrario, el triunfo es
espiritual, el final de la Historia será el retorno de Dios, la resurrección de las almas, y el
Cielo juega el papel de anticipo de la Parusía para los muertos, que gozan ya de la
contemplación de Dios. Esta diferencia permitió que el cristianismo cuajara muy rápido entre
los europeos, cosa que hubiera sido imposible para el hebraísmo. Entre otras cosas porque el
cristianismo, en efecto, mantenía la idea del retorno del Rey después del Apocalipsis, lo cual
entroncaba con determinados aspectos de la tradición anterior, pagana, y especialmente con
el retorno de los dioses después de la última gran batalla.

En cualquier caso, la introducción de la interpretación judeocristiana de la historia


supone el comienzo de la visión “lineal” del tiempo: la historia tiene un principio y un fin. Y
ese fin, además, será mejor que el principio, será la felicidad y la salvación. El mundo
humano y el mundo divino, por otra parte, se divorcian: el mundo terrenal, físico, seguirá
girando en torno a los ciclos fatales de las estaciones y la naturaleza; el mundo divino, por el
contrario, tiene una finalidad precisa, que es la salvación, la construcción de la Ciudad de
Dios, como dice San Agustín.

Y llegamos así a la tercera gran forma de entender la historia: es la visión moderna,


progresista. Esta forma de entender la Historia como un progreso indefinido tiene fuentes
muy claras: para el hombre moderno no era posible contentarse con una salvación limitada al
Más Allá. No era posible ofrecer al hombre la posibilidad de una felicidad absoluta en la vida
eterna y, al mismo tiempo, negarle la posibilidad de esa misma felicidad en la vida
contingente, terrenal. Era preciso materializar, terrenalizar la promesa de la salvación. Así,
también el mundo de los hombres pasará a estar dominado por esa visión lineal y ascendente
de la Historia; también habrá, al final de los tiempos, una salvación para las cosas de la tierra.
De aquí nacerá lo que hoy llamamos progresismo, que no es, al cabo, sino una secularización
de la escatología judeocristiana, y que es la visión característica del ciclo de la modernidad
que hoy se cierra.

En esta tentativa de secularizar la redención hay tres elementos fundamentales,


consecutivos entre sí, que conviene explorar con cierto detalle para entender en qué consistió
exactamente esta enorme revolución cultural que fue la aparición de la visión lineal de la

27
Historia. Esos tres ilustres antepasados del progresismo moderno son los apocalipsis
milenaristas judíos, el género utópico de la Baja Edad Media y del Renacimiento, y el
protestantismo, especialmente en su versión calvinista.

Veamos qué fue el Milenarismo. Los movimientos milenaristas nacieron en el ámbito


hebreo, como ha demostrado Norman Cohn, y de ahí pasarán al cristianismo. Su tesis
fundamental era la siguiente: el retorno del Mesías no será sólo un acontecimiento de carácter
espiritual -o sea, la resurrección de las almas-, sino que significará también un transtorno
político y social; la salvación de los creyentes se materializará a través de una revolución
contra los poderosos del mundo; el Final de la Historia será el triunfo, la apoteosis de los
creyentes y su Dios. La Iglesia terminará prohibiendo el milenarismo, que se había
convertido en un verdadero “bolchevismo medieval”, pero parece que su filosofía siguió viva
en amplias capas populares, especialmente en Centroeuropa. De hecho, uno de sus más
notorios herederos será el teólogo protestante Thomas Munzer, considerado por el filósofo
judeo-marxista Ernst Bloch como “el teólogo de la revolución”. Nótese, en todo caso, cuál es
la importancia del Milenarismo: por primera vez, alguien considera que la trayectoria lineal y
ascendente de la Historia no se limita al dominio de las almas, sino también al de los cuerpos
-y, consiguientemente, al de la estructura social-. Los abuelos de los progresistas actuales son
estos movimientos milenaristas.

El segundo vector que influirá en el nacimiento de la ideología del progreso va a ser el


fenómeno utópico europeo de los siglos XVI y XVII. Los ejemplos más prototípicos del
pensamiento utópico son bien conocidos: Tomas Moro (el autor, precisamente, de La isla de
Utopía), Campanella, Bacon, Gott... Su motor fundamental es muy semejante al de los
milenaristas: se trata de hacer posible la salvación de los hombres en este mundo. El
cristianismo había instaurado un divorcio entre el mundo divino y el mundo humano: aquél
era el lugar de la salvación, éste era el lugar de la perdición. Para los utópicos, sin embargo, el
mundo de los hombres también puede ser lugar de salvación, y para ello imaginarán
sociedades perfectas situadas en un tiempo ajeno (el futuro) y un espacio remoto (una isla, un
país ideal). Otros autores, muchos siglos antes, también habían imaginado sociedades
perfectas: ahí está Platón con su República. Pero Platón no confía al futuro sus aspiraciones,
Platón no cree que la “salvación” vaya a venir como producto de la marcha del tiempo, más
aún: no encontraría sentido en el propio concepto de “salvación”. Los utópicos, por el
contrario, sí. Y en sus páginas se refleja además un rasgo muy revelador. ¿Cuál es el proyecto
final del utópico? Que el hombre viva “según la naturaleza”, tópico que se encuentra
absolutamente en todos ellos. ¿Y cuál es esa naturaleza? No la del “buen salvaje” que más
tarde imaginará Rousseau, sino una naturaleza que pueda interpretarse en términos de
dominación técnica, es decir, una naturaleza ya por fin dominada, y a este respecto es crucial
otro jalón del itinerario utópico: La Nueva Atlántida de Bacon. Este matiz dominador es de
una gran importancia, porque aquí vemos cómo por primera vez la promesa de redención del
hombre gracias a la historia va a pasar por el dominio técnico. A partir de este momento,
progresismo y civilización técnica van a andar de la mano.

Y llegamos así al tercer antepasado que podemos atribuir a la visión progresista de la


Historia, que es el Protestantismo. Los autores fundamentales que han estudiado la reforma
protestante (Max Weber, Werner Sombart, Louis Dumont) coinciden en señalar que el
protestantismo supone un esfuerzo por hacer bajar a la tierra lo que el catolicismo limitaba al

28
Cielo; la vida piadosa en la tierra es una prefiguración y una anticipación de la vida santa en
el Paraíso. No basta con esperar a que llegue la salvación: hay que ponerla en práctica aquí y
ahora. De este modo, la vida terrenal queda puesta al servicio de la salvación que vendrá al
final de los tiempos. Por otra parte, la reforma protestante aporta una visión estrictamente
individualista de la salvación. Por éso el protestantismo será considerado como el germen del
capitalismo: porque santifica la vida económica y el esfuerzo individual, como veremos en
este mismo Curso cuando lleguemos a la génesis del modelo económico de la modernidad.
Tanto es así que Hegel y Thomas Mann verán en el protestantismo un precedente de la
Revolución Fancesa. Pero, de momento, quedémonos con las implicaciones del
protestantismo en materia de visiones de la Historia: la Reforma contribuye decisivamente a
que la promesa de redención histórica abandone el plano religioso y se sitúe en el plano
político y social.

2. La visión moderna de la Historia y sus ideologías.-

A partir de estos tres elementos (el milenarismo, el utopismo y la reforma protestante)


se crea una visión de la historia donde la promesa de salvación al final de los tiempos,
inicialmente circunscrita al plano religioso y espiritual, se traslada al plano de la vida terrena.
El progresismo, por tanto -e insistimos en ello porque la idea es importante-, es una
secularización de la escatología judeocristiana: la salvación deja de ser divina y pasa a ser
humana. Si hay que citar a un autor de referencia, éste debe ser Condorcet (1743-1794), autor
de Esbozo para un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, que es el catecismo
ilustrado del progresismo.

Ahora bien, no podemos pasar por alto la pregunta fundamental: ¿En qué consiste ese
progreso, esa salvación? Para todos los progresistas, la salvación consiste en la rectificación
de la estructura social antigua, la supresión de la alianza entre el trono y el altar, la
emancipación del individuo frente a los lazos sociales que lo retenían y la traducción de la
felicidad en términos económicos.

En esta trayectoria hay dos nombres que conviene retener: Comte y Hegel. Augusto
Comte divide la historia universal en tres etapas o estadios: el primero, Teológico, se
caracteriza por permanecer atado a las explicaciones religiosas del universo, y se le supone
ignorante de las leyes físicas; el segundo, Metafísico, significa el paso desde lo religioso a lo
filosófico, pero sin que se haya llegado a comprender la historia natural y la ciencia física;
por último, el estadio Positivo es el momento en que gracias a la observación empírica se
formulan leyes matemáticas sobre la naturaleza.

Hegel también divide la Historia en tres, y el protagonista de esa historia es la


conciencia individual, la afirmación progresiva del sujeto a través de la Historia: la
subjetividad comienza a implantarse con la Reforma protestante (subjetividad frente a Dios),
avanza con la Ilustración (subjetividad frente al conocimiento) y culmina con la Revolución
Francesa (subjetividad frente al poder). Hegel dibuja la Historia universal como una historia
de amor entre el hombre -concebido como individuo- y la razón. La vida humana es un
permanente empeño por apoderarse de la Razón. Todo el sentido de la Historia es ése. Por
tanto, en el momento en que el hombre tome conciencia de la razón, cuando tome la razón en
sus manos, habrá tomado también las riendas de su destino. Esa operación significará el Final

29
de la Historia, y éso adviene con la Revolución Francesa. Esta forma de entender la historia
va a ser el motor de las dos ideologías determinantes de los siglos XIX y XX: el liberalismo y
el marxismo.

El liberalismo había acuñado sus conceptos fundamentales antes de Hegel y al margen


de esa corriente de pensamiento, pero su esquema general de interpretación es muy
semejante a lo propuesto por Hegel y Comte. El liberalismo, en efecto, considera la historia
como un movimiento lineal cuya meta es la progresiva emancipación de lo económico. El
sentido de la historia está guiado por una “mano invisible” (secularización de la vieja idea de
Providencia Divina) que libera a los agentes económicos (la redención) y que los orienta
hacia la consecución de un gran mercado libre (trasposición económica del Paraíso).

Del mismo modo, el marxismo interpreta la historia como un movimiento lineal y


ascendente destinado a la liberación del género humano. Pero aquí la dinámica no reposa
sobre la progresiva emancipación de lo económico, sino que reside en la lucha permanente
entre los poseedores de los instrumentos de producción y los esclavos de los poseedores. El
final de la historia vendrá cuando los esclavos, los desposeídos, se conviertan a su vez en
poseedores y beneficiarios. Éso es el paraíso de la “sociedad sin clases” -cuyo modelo, por
cierto, no es el comunismo tal y como lo conocemos, sino una “sociedad universal de
contables”, según se retrata en el Libro III de El Capital-.

El marxismo inaugura una etapa que desde Hegel estaba ya dibujada: la filosofía de la
historia deja lugar a la Filosofía de la praxis. Es decir: puesto que ya sabemos cuál es el
sentido de la historia y hacia dónde se dirige, puesto que ya hemos tomado posesión de la
historia, ha llegado el momento de llevar a la práctica el paraíso laico. ¿Cómo se hace éso?
Fundamentalmente, a través del trabajo, a través del esfuerzo técnico: el socialismo
revolucionario se propone movilizar las energías sociales para materializar el paraíso sobre la
tierra. El arma es la técnica. Pero no sólo el socialismo revolucionario va a llevar a la práctica
el viejo sueño del Paraíso terrenal; también el liberalismo considera llegado el momento de
hacerlo. Cuando autores como Fukuyama o Popper hablan de “Final de la Historia” o de “el
mejor mundo posible”, se están refiriendo al “ensayo general con todo” para materializar el
viejo sueño liberal del gran mercado planetario. Y una vez más, la técnica es el arma
privilegiada para esta tarea.

Ahora bien: ¿Y si la certidumbre del Paraíso desaparece? ¿Y si el mito del progreso


deja de ser creíble? ¿Y si ya nadie cree en la salvación? Entonces sólo nos quedaríamos con
el arma: la técnica, pero sin saber para qué sirve. La civilización entera sería como una
máquina sin dirección. Pues bien: éso es lo que ha pasado en las últimas décadas.

3.- La muerte del progresismo.-

En efecto, una de las grandes revoluciones de nuestro tiempo ha sido la muerte de la fe


en el progreso constante y ascendente del mundo. Dicho de otro modo: la visión lineal de la
historia, lentamente incubada y triunfante con la modernidad, ha demostrado ser falsa porque
no lleva a ninguna parte. Para explicar este proceso de descrédito podemos recurrir a dos
tipos de argumentos: uno, las razones teóricas que han llevado a la muerte de la fe moderna;
el otro, las razones empíricas que han hecho imposible seguir pensando que la historia posea

30
en sí misma dirección alguna.

Veamos primero los argumentos de tipo empírico. A partir de la observación científica


elemental de la existencia humana, nada permite pensar que cualquier tiempo futuro vaya a
ser mejor que el presente. La interpretación de la historia como una línea recta y ascendente
que nos liberará a través del conocimiento, la técnica y la ciencia ha demostrado ser falsa.
Desde el punto de vista científico, en el siglo XX hemos asistido a una verdadera marea que
ha anegado por completo las pretensiones del discurso progresista. Y la primera de esas
mareas nos vino, como en muchos otros aspectos, de la microfísica, que revolucionó los
conceptos de la física clásica. Esa revolución conceptual hizo que desde el campo de la
filosofía de la ciencia se plantearan muchas dudas sobre la supuesta naturaleza progresiva del
conocimiento científico.

En efecto, uno de los puntos de apoyo fundamentales del progresismo era la presunción
de que todo conocimiento y todo saber son acumulativos, es decir, que se suman unos a otros
en un movimiento constante y eterno de perfección. Es el tópico: “Cada vez sabemos más”.
Pues bien: los filósofos de la ciencia contemporáneos han terminado rompiendo con esa vieja
visión. Los conocimientos no se acumulan progresivamente. Toda nueva teoría no completa
o afina la anterior, sino que con frecuencia rechaza la teoría precedente, porque las nuevas
definiciones y conceptos suelen tener un significado distinto o contrario a los anteriores. La
microfísica aportó un ejemplo muy claro: el concepto de “masa”, en Newton, era una
constante, pero para Einstein dejó de serlo. Aquí no hay evolución ni acumulación. Lo que
hay es refutación. Por eso autores como Thomas S. Kuhn (La estructura de las revoluciones
científicas) o Paul K. Feyerabend (Contra el método) sostienen que el progreso científico es
una falsedad.

Otra de las grandes refutaciones científicas de la idea progresista ha venido del mismo
campo que en su día sirvió para alimentarla: la evolución biológica. En efecto, hasta hace
poco tiempo el progresismo buscaba su fundamento en la teoría darwiniana de la evolución:
la ley básica de la vida sería un movimiento continuo de perfección de las estructuras vitales;
ese movimiento de perfección avalaría la tesis según la cual la regla general del mundo es el
progreso “hacia lo mejor”. Pues bien: todo éso ha sido desmentido categóricamente por la
biología actual. Dentro del propio paradigma evolucionista, es decir, dentro de los propios
seguidores de Darwin, todos los cálculos estadísticos sobre el devenir de las especies
demuestran que es imposible fijar el sentido y la dirección de las mutaciones genéticas. Hay
evolución, pero esa evolución no es progresiva. En realidad estamos en una interacción
permanente entre elementos “de cambio” (mutación, adaptación) y elementos “de
conservación” (por ejemplo, las estructuras genéticas). De manera que no hay progreso,
porque no se puede fijar de antemano la dirección de los cambios en las estructuras vivas.
Como dice el premio Nobel de Medicina Konrad Lorenz (en Decadencia de lo humano), la
evolución es aleatoria e imprevisible. En la vida natural no hay progreso: hay azar y, con
frecuencia, milagro y tragedia. Más clara es aún la refutación biológica del progresismo si
salimos del paradigma darwiniano y vamos a los nuevos paradigmas de tipo organicista
como el que ha expuesto Roberto Fondi, donde se contesta la propia idea de evolución: en
este caso, la famosa línea de la historia no aparece por ninguna parte.

Y otro de los grandes argumentos progresistas que han chocado contra la realidad

31
empírica es la presunción de que el devenir del cosmos obedecía también a una regla de
expansión constante y uniforme. Es el llamado “expansionismo”, basado en los cálculos de
Hubble, astrónomo que había descubierto que el alejamiento de las galaxias no se producía al
azar, sino organizado en uniforme expansión. Esa expansión obedecía a una medida, a una
constante: la “constante de Hubble”. Ahora bien, desde los años setenta se sabe, entre otras
cosas, que esa “constante” no es constante. Es verdad que en el cosmos hay movimiento, pero
no es sólo un movimiento expansivo, sino también contractivo. Las estrellas no se abren en
una progresión eterna, sino que por la dinámica de la gravedad, como señaló Fred Hoyle,
llegará a cerrarse sobre sí mismo. Según Paul Davies (El universo desbocado), la
inevitabilidad del fin del mundo está inscrita en las leyes de la naturaleza, y ese fin no será la
apoteosis de la felicidad, sino una catástrofe de fuego. De nuevo nos encontramos al genio de
lo trágico inscrito en el núcleo mismo del cosmos, exactamente igual que pensaban ya
nuestros antepasados.

Todos estos argumentos de carácter científico han transformado seriamente la


conciencia filosófica. Hoy ya nadie cree seriamente que la historia vaya hacia lado alguno, y
menos aún que ese “final” esté predeterminado. El Fin de la Historia ha demostrado no ser
más que un dogma de fe civil. Por la misma razón, no hay por qué aceptar que el camino
“natural” de la historia sea la emancipación de la conciencia individual o la consecución de
un orden económico de dimensiones planetarias. Y entramos así en el otro grupo de
argumentos que podemos utilizar para la refutación del progresismo: las razones teóricas,
filosóficas.

La crítica del progresismo -o, más concretamente, de la visión lineal de la Historia- ha


sido uno de los temas permanentes del pensamiento durante este siglo. Para no complicar el
análisis, podemos decir que su punto de referencia elemental es La decadencia de Occidente,
de Oswald Spengler. Por otra parte, a lo largo de este Curso nos remitimos continuamente a
las fuentes de la crítica teórica a la modernidad, de manera que no nos extenderemos
demasiado sobre este punto concreto. Pero sí nos parece importante hacer referencia a un
argumento que puede tomarse como punto de partida para ulteriores análisis. Se trata del
razonamiento de Karl Löwith: Buscar el sentido de la historia en la propia historia es como
naufragar y agarrarse a las olas. Es decir: la historia es el marco vital de la existencia humana,
las olas en las que navega el hombre; por lo tanto, si convertimos la propia historia en el
sentido último de nuestra vida, estaremos convirtiendo a las olas en la única razón del viaje.
Dicho de otro modo: es como si en un cuadro no admiráramos la tela, sino el marco; como si
en una obra teatral no escucháramos a los actores, sino al propio escenario. En estas
condiciones, la vieja fe en un sentido lineal y ascendente de la Historia ha dejado de ser
presentable intelectualmente. Éso es lo que se ha llamado posmodernidad.

El vasto y heteróclito movimiento de ideas que se ha dado en llamar posmodernidad


significa el momento en que el pensamiento occidental, que había desplegado su reflexión a
partir de la fe en la visión lineal de la historia, pierde esa fe. La modernidad deja de tener
sentido. Por éso se habla de “post”: estamos en otro tiempo. Es algo que ya vio muy bien
Ortega cuando se definía como “nada moderno y muy siglo XX”. La modernidad no es más
que una forma secularizada de la fe religiosa en la salvación espiritual, a la que suplantó. Y
ahora ha corrido la misma suerte: la modernidad mató a la fe y ahora se mata a sí misma. Más
allá de la banalización de lo posmoderno (moda, música, arte más o menos popular, etc), el

32
verdadero significado de nuestro tiempo es la ruptura general con la filosofía de la
modernidad. En cierto modo es verdad que estamos en un “Fin de la Historia”. Pero lo que ha
terminado no es la historia en general ni las aspiraciones humanas, sino un cierto modo de
entender la Historia. La puerta está abierta a nuevas aportaciones.

Frente a este estado de cosas, la propia modernidad ha reaccionado. El discurso


moderno ha levantado acta de la muerte de su fe histórica, pero trata de ofrecer a cambio una
nueva fe “vivencial”: “Es verdad -se nos dice- que la historia no es lineal, que la promesa de
una redención al final de la historia era falsa (una estafa) y que el progreso no está inscrito en
las leyes de la naturaleza, pero la idea era buena, de manera que tratemos de vivir como si
estuviéramos ya en el Paraíso, como si ya hubiéramos llegado al final, como si hubiéramos
ganado el combate contra el tiempo”.

Este progresismo descafeinado está detrás de todas y cada una de las iniciativas
sociales del sistema: disolución de los criterios políticos en beneficio de los económicos,
renuncia a la idea de comunidad política (por la vía del “patriotismo constitucional”),
supresión de los deberes sociales (insumisión, objeción), fractura de las instituciones clásicas
(el caso más relevante es el de la familia), apología de los derechos individuales (pero
reducidos a
términos de consumo y bienestar material), respeto pseudorreligioso hacia la opinión
del sujeto (fragmentación de las viejas religiones), etcétera.

El punto débil de esta concepción es que carece de un proyecto social constructivo. Por
decirlo así, el nuevo progresismo deja las grandes decisiones políticas en manos de
“aparatos” técnicos y económicos (la burocracia estatal, los grandes bancos, la finanza
internacional) y se limita a predicar una revolución íntima, una revolución en el ámbito de la
vida privada individual. Es lo que André Gorz, teórico en otro tiempo del socialismo
revolucionario, ha llamado “la revolución de la vida cotidiana”. Pero es también lo que
podríamos denominar, en palabras del filósofo español Javier Muguerza, como una “razón
sin esperanza”. Este neoprogresismo reaccionario ya no es capaz de explicar por qué hay que
llevar a la práctica la “micro-revolución”. Sólo nos pide fe. ¿Pero fe en qué? ¿En la
inevitabilidad de un determinado tipo de sociedad? ¿Y dónde queda la voluntad del hombre?
¿Hay que creer ahora que el hombre ya no puede crear? El neoprogresismo sostiene la tesis
de que “es peligroso” que el hombre cree su propio destino. El neoprogresismo es una
filosofía del cansancio. Por eso puede ser considerado como una ideología de la tercera edad.

Frente a esto, queda la puerta abierta para crear nuevas ideas de la historia y nuevos
proyectos de destino. La posmodernidad no es sólo un fin, la imagen de un crepúsculo; es
también el anuncio inevitable de un nuevo principio, la imagen de una aurora. Muerta la
historia como finalidad, puede volver a nacer la historia como voluntad -una voluntad que al
mismo tiempo reconozca sus limitaciones en un mundo que es el que es y no puede ser otro.

4. Elementos para una nueva idea de la Historia: el devenir como esfera.-

Ya hemos visto que toda concepción del mundo tiene tras de sí una concepción de la
historia. Hemos visto también que la interpretación lineal de la historia ha muerto: el
progresismo, que ha guiado los grandes movimientos ideológicos del mundo en los últimos

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siglos, ha demostrado ser una falsa ilusión. Nos queda la otra concepción clásica: la del ciclo
eterno, la historia circular. Pero la concepción del ciclo también es, a su modo, lineal, porque
presupone un principio y un final determinados. Entre ambas visiones, el lugar del hombre
queda sepultado. Nosotros, sin embargo, tenemos razones para creer en la capacidad
humana, tanto individual como colectiva, para imprimir su sello a los acontecimientos.
Necesitamos, por tanto, una nueva visión de la historia.

Es verdad que la historia es un permanente devenir, una línea en perpetua mutación.


Pero esa línea no es recta ni va siempre hacia arriba. También es verdad que las cosas se
repiten, que las virtudes y los vicios humanos no han cambiado en miles de años: el hombre y
el mundo son siempre los mismos. Pero esa permanencia no implica que el hombre no pueda
actuar libremente en cada momento. De algún modo, la línea recta y el círculo conviven y
actúan al mismo tiempo.

A partir de estas constataciones, Nietzsche tuvo la intuición del Eterno Retorno:


“Eternamente gira el anillo del ser”, dice Zaratustra. Esta idea se considera como el punto de
partida de una nueva concepción de la historia: ya no lineal o cíclica, sino esférica, según
señala Alain de Benoist. La historia sería como una bola en torno a la cual gira eternamente el
hombre, pero pudiendo alterar permanentemente el sentido del giro. La vida nos constriñe
siempre, pero la libertad humana es una realidad radical. Tomemos otra imagen: la de un
ovillo de lana en torno al cual gira siempre el hilo -y no puede sino girar-, pero cambiando
siempre de dirección. Es una visión de la historia dinámica, no como la del ciclo eterno, que
es estática; y es una visión de la historia realista, no como la de la línea recta, que es
dogmáticamente optimista.

Para el hombre contemporáneo, que puede seguir creyendo en su capacidad de acción


para crear destinos nuevos, pero que no puede ya hacerse ilusiones sobre el supuesto Fin de la
Historia ni sobre la creación del Paraíso en la tierra, el devenir podría responder exactamente
a esa imagen: la de la esfera, la del ovillo.

¿Y no es la Historia, al fin y al cabo, el escenario de nuestro combate vital? En ésto


podemos recoger la herencia de Ortega, que ya había hablado del hombre como ser histórico,
es decir, como ser que se realiza en la historia aportando sus obras. Desde ese punto de vista,
la historia es nuestro escenario, nuestro marco vital; un marco y un escenario que
construimos y reconstruimos eternamente. La historia no tiene ideales inmanentes, ideales
que habiten en la propia historia, como creían los progresistas; más bien la historia es el
escenario sobre el que los hombres proyectan sus ideales -los cuales, a su vez, protagonizarán
un nuevo conflicto: el que se establece entre los proyectos de los hombres y las propias
constantes del mundo. La Historia está abierta. Ese es su carácter esencial: la apertura. Y en
ese sentido, la Historia debe ser considerada como el escenario –un escenario arriesgado,
azaroso, incierto, indeterminado- de los trabajos y los afanes humanos.

Quien se sienta ajeno a los valores y a los principios de la modernidad, no puede


sentirse afectado por ese fenómeno actual que es la pérdida de la fe en la historia. El gran
desengaño sólo afecta a quienes hayan caído y permanecido en la ilusa fe del progresismo
liberal y del mesianismo socialista, que veían la historia como una traducción terrena de la
salvación celeste.

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No tiene sentido dotar a las categorías temporales de un contenido moral o ideológico.
Es un error sacralizar el pasado, entre otras cosas porque eso nos condena a un perpetuo
lamento por la virtud perdida; es un error sacralizar el futuro, porque eso significa aceptar la
superchería de que todo cambio será inevitablemente para mejor; es un error sacralizar el
presente, porque el presente, en sí mismo, no es nada más que un momento transitorio.

La superación de la actual visión lineal de la Historia sólo puede realizarse si llegamos


a ser capaces de integrar los tres momentos -pasado, presente y futuro- en un sólo
movimiento; si logramos sentir simultáneamente las tres dimensiones del tiempo histórico.
Dicho de otro modo: si conseguimos aunar la memoria que nos lega el pasado, la identidad
que nos otorga el presente y el proyecto que lanzamos hacia el futuro. Giorgio Locchi llamó
a esto Eterno Presente.

Excurso: sobre la representación trifuncional de la Historia.-

¿Qué sentido podemos dar nosotros a la historia, con qué herramientas podemos
interpretarla? ¿Significa realmente algo? ¿Nos dice algo el devenir?

A este respecto, y a título de hipótesis instrumental, puede servirnos de gran ayuda la


división tradicional de funciones que concibieron nuestros antepasados, desde los panteones
de los pueblos indoeuropeos hasta los filósofos griegos, pasando por el orden social del
medievo y la estructura estamental del mundo antiguo. Esa división de funciones estructura
el mundo como un todo orgánico, compacto, articulado en torno a tres potencias:

- Primera función: en la cúspide, la soberanía religiosa, judicial y política, los viejos


dioses-padres de los indoeuropeos, la “cabeza” de la República de Platón, los oratores del
medievo, cuyo cometido es guiar a la comunidad y ponerla en relación con lo sagrado, y que
por lo tanto engloba a todas las demás funciones.

- Segunda función: después, la fuerza guerrera y el coraje militar, los viejos dioses y
santos de la guerra, el “pecho” de la sociedad en la República platónica, los bellatores de la
Edad Media, cuya misión es proteger y defender al conjunto.

- Tercera función: en la base, la función productora y las fuerzas de la fecundidad, los


dioses del campo cultivado y de la Naturaleza virgen, el “vientre” de la comunidad platónica,
los laboratores del Medievo, que tienen por cometido asegurar la supervivencia material del
conjunto.

Es muy interesante notar que esta visión del orden social ha imperado en todos los
pueblos de Europa, quizás inconscientemente (no es ahora el momento de entrar en esta
discusión), desde el alba de los tiempos históricos hasta la Revolución Francesa, es decir,
durante más de tres milenios.

Si trasplantamos esta estructura ideológica al devenir histórico, veremos cómo la


historia de nuestro mundo ha sido, en buena medida, una lenta degradación desde el imperio

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de la primera función hacia el dominio tiránico de la tercera función. Hoy, en efecto, los
valores imperantes en nuestra sociedad son casi exclusivamente de orden económico,
productivo, hasta el extremo de que puede definirse a la civilización contemporánea como un
conjunto de estructuras encaminadas únicamente a la satisfacción de las necesidades
materiales. Se trata de un proceso general de pérdida de la dimensión soberana y sagrada en
beneficio de la dimensión utilitaria y económica, como percibió perfectamente Ortega en su
Interpretación de la Historia Universal. La historia moderna y contemporánea sería la historia
del triunfo de la tercera función, mientras que la historia antigua venía definida por el imperio
de la primera función.

El esquema también sirve para explicar nuestra historia reciente. ¿Qué fueron los
movimientos fascistas en toda Europa? Es curioso, pero lo único que tienen en común el
nacionalsindicalismo, el fascismo y el nacionalsocialismo, por ejemplo, es su pregonado
sentido aristocrático de la vida social (aunque su práctica política pueda en otros casos ser
definida como un avatar de la sociedad de masas), su repudio absoluto de los valores
burgueses y su objetivo de introducir la fuerza del trabajo y del capital dentro de un orden
más amplio, así como la suspensión del proyecto lineal-progresista de la modernidad (aunque
ciertos autores defiendan, con buenas razones, que no es sino una prolongación del propio
genio moderno).

Por polémica que resulte la disección filosófica de los fascismos, sí podemos


interpretarlos como una movilización general para cerrar el paréntesis abierto por el triunfo
de la tercera función. Pero no pensemos que sólo los llamados “fascismos” caben aquí: buena
parte de los movimientos nacionalistas del XIX, así como diversas familias socialistas de
entresiglos, comparten muchos de esos afanes, al igual que otros movimientos
revolucionarios que han puesto el acento en la movilización militar de la sociedad entera. Del
mismo modo, hoy podríamos mirar hacia las revoluciones islámicas. En efecto, todos esos
movimientos han sido, desde esta perspectiva histórica que estamos esbozando aquí,
resistencias ideológicas contra el triunfo de la tercera función, de la concepción económica
de la vida.

Ahora bien, los fascismos murieron: se vieron envueltos en una guerra que acabó con
ellos. ¿Por qué fracasó este intento de cerrar el paréntesis abierto con el triunfo de la tercera
función? Siguiendo nuestra hipótesis, podríamos explicarlo diciendo que los fascismos, en
realidad, eran resistencias contra la tercera función, sí, pero desde la segunda función, desde
lo guerrero, es decir, desde una visión que sigue siendo tan parcial como la de la tercera
función y que, por tanto, no basta por sí misma para aprehender la totalidad de las
dimensiones de la vida. Como vemos, el esquema de interpretación de la Historia a partir de
las tres funciones clásicas puede dar mucho de sí.

En este sentido, y si estamos de acuerdo en que uno de los grandes males de nuestra
civilización es el intento de uniformar el mundo en torno a los valores de la producción
económica, en torno a los valores de la tercera función, podemos perfectamente defender la
tesis de que lo que haría falta, más bien, sería una nueva concepción del mundo que gravitara
en torno a una lógica de primera función. Porque la primera función, la función soberana y
religiosa, ha demostrado ser históricamente la única capaz de integrar en un sólo movimiento
a las otras dos funciones: tanto el trabajo, la riqueza y la fecundidad como los valores

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guerreros vienen a ser puestos al servicio de la comunidad en su conjunto, respetando su
cualidad particular y otorgándoles una dignidad específica. Por el contrario, las ideologías de
la modernidad son incapaces de aprehender esta naturaleza global de las comunidades
humanas: el liberalismo y el marxismo, porque son ideologías de lo económico que reducen
toda la realidad social a su mera dimensión utilitaria; los fascismos, porque la reducen a una
existencia de carácter militar.

La crisis de la visión moderna de la Historia ha devuelto legitimidad al anhelo de


construir un orden social orgánico y global, donde todas las potencias humanas encuentren su
sitio. Un anhelo que, además, entronca con la tradición filosófica más antigua de nuestros
pueblos. Ese linaje nos autoriza a forjar una representación ideológica de la historia y a
atribuirnos un objetivo dentro de esa representación. Así, podría adquirir carta de naturaleza
histórica el objetivo de cerrar definitivamente el paréntesis abierto por las revoluciones de la
ideología económica, sin caer en otro tipo de reduccionismos, para construir un orden nuevo
donde la soberanía política y religiosa, el coraje guerrero y la fuerza de la producción
material vuelvan a formar un todo armónico.

¿Una hipótesis arriesgada? Sea como fuere, esta interpretación de la historia -que,
insistimos, aportamos aquí a título de simple hipótesis de trabajo- tiene la ventaja de
ofrecernos un marco explicativo general del devenir de los valores en nuestra historia.

Bibliografía:

- BENOIST, Alain de: La nueva derecha, Planeta, Barcelona, 1982.


- BURY, John: La idea del progreso, Alianza Ed., Madrid, 1971.
- CIORAN, Emil: La caída en el tiempo, Tusquets Ed., Barcelona, 1992; Contra la
historia, Tusquets, Barcelona, 1983.
- DUMEZIL, Georges: Mito y Epopeya, Seix-Barral, Barcelona, 1977; Los dioses de
los germanos, Siglo XXI Ed., México, 1973.
- ELIADE, Mircea: El mito del eterno retorno, Planeta-Agostini, Barcelona, 1984.
- ESPARZA, José Javier: Ejercicios de Vértigo, Barbarroja, Madrid, 1994.
- FUKUYAMA, F.: El fin de la historia y el último hombre, Planeta, Barcelona, 1992.
- HORIA, Vintila: Viaje a los centros de la tierra, Nuevo Arte Thor, Barcelona, 1987.
- HORKHEIMER, Max: Historia, metafísica y escepticismo, Alianza, Madrid, 1982.
- LYOTARD, Jean-François: La posmodernidad explicada a los niños, Ed. Gedisa,
Barcelona, 1987.
- ORTEGA Y GASSET, José: Sobre la razón histórica, Alianza Ed., Madrid, 1980;
Una interpretación de la historia universal, Revista de Occidente Ed., Madrid, 1966; Historia
como sistema, Sarpe, Madrid, 1984.
- PATOCKA, Jan: Ensayos heréticos, Península, Barcelona, 1988.
- ROUGIER, Louis: Del paraíso a la utopía, Fondo de Cultura Económica, México,
1984.
- SPENGLER, Oswald: Decadencia de Occidente (I y II), Ed. Espasa-Calpe, Madrid,
1989.
- VATTIMO, Gianni: El fin de la modernidad, Gedisa, Barcelona, 1986.

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38
IV

La cuestión de la técnica

Inclinarse sobre la cuestión de la técnica es inclinarse sobre la columna vertebral de


nuestro mundo. Vivimos en una civilización técnica; estamos en la Era de la Técnica.
Nuestra vida es inexplicable sin la técnica. Pero, al mismo tiempo, la técnica es también
responsable de los mayores problemas de nuestro tiempo, y basta pensar en la cuestión
ecológica. De manera que si pretendemos aportar una respuesta global a los grandes temas de
nuestro tiempo, es imprescindible incluir el fenómeno técnico dentro del análisis.

1. Perspectivas de la técnica.-

Básicamente, podemos decir que hay dos maneras fundamentales de acercarse al


problema técnico: una de ellas es considerar la técnica como algo neutro en sí mismo, un
producto de los hombres que la hacen; otra es pensar que la técnica tiene su propia esencia, su
propia vida autónoma.

¿Qué se quiere decir con que la técnica es neutra? La mayor parte de las ideologías
dominantes -cada vez más reductibles a una sola ideología- coinciden en considerar el
fenómeno técnico como un hecho neutro. La técnica sería simplemente un instrumento; será
buena o mala según el uso que el hombre haga de ella. De ese modo, un uso “bueno”
convertirá a la técnica en “buena”. Una técnica puesta al servicio del progreso humano, por
ejemplo, será buena; por el contrario, una técnica puesta al servicio del exterminio físico de
los ciudadanos de Nagasaki, sería mala. Ahora bien, el hecho es que la potencialidad de la
técnica está siempre ahí y le es indiferente el discurso ideológico: así, los ciudadanos de
Nagasaki pudieron ser exterminados en nombre del progreso humano y en nombre de la paz.
Esa coincidencia de poder mortífero y discurso moral no puede estar vacía, no puede ser una
broma; debe querer decir algo. Por otra parte, nadie ha conseguido impedir, desde la
perspectiva de la neutralidad, el uso perverso de la técnica, y ello a pesar de que la cuestión se
ha planteado desde hace ya varios decenios. El hecho de estar guiada por discursos morales o
humanitarios no ha impedido que la técnica, supuestamente “neutra”, produzca efectos
negativos. Lo cual deja pensar que el desarrollo técnico posee, por utilizar esta expresión,
una especie de alma propia, es decir, que no es neutro, que tiene un significado en sí mismo,
irreductible a los discursos o justificaciones que los hombres despliegan para darle sentido.

La alternativa consiste, precisamente, en pensar que la técnica posee una esencia


propia, un sentido en sí misma, al margen del sentido que los hombres quieran darle en un
determinado momento histórico. Esa esencia podría definirse como un permanente esfuerzo
por dominar y controlar todo lo vivo. La esencia de la técnica residiría en el poder material
puro y desnudo, que se basta a sí mismo. En tal sentido, y si aceptamos esta hipótesis
esencialista, la obligación del hombre sería tratar de controlar el desarrollo técnico,
someterlo a un orden, sin pensar que el desarrollo técnico en sí mismo sea un factor de
“progreso”. Desde la perspectiva de la hipótesis neutralista, la técnica puede extenderse sin
traba alguna; por el contrario, la hipótesis esencialista implica poner barreras a la técnica.

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2. La técnica no es neutra.-

La mejor prueba de que la técnica no es neutra es precisamente el hecho de que se haya


convertido en una ideología en sí misma. Hoy, en efecto, vemos cómo los criterios de
eficacia técnica se convierten en el horizonte común -y casi único-de los discursos
dominantes. No es un fenómeno nuevo: de hecho, toda la ideología de la modernidad puede
ser definida como una ideología de la técnica.

En sesiones anteriores hemos visto cuál es la operación central del pensamiento


moderno: la separación radical entre el mundo físico y el mundo mental o espiritual.
Generalmente se dice que esta operación empieza con Descartes y su oposición res
cogitans/res extensa. Es el inicio del materialismo. En realidad, como vimos también, tal
dicotomía puede remontarse a los filósofos post-socráticos y al pensamiento bíblico. Y
añadamos otro dato importante: la técnica moderna surge y crece exclusivamente en el
ámbito geográfico del Occidente cristiano, y de ahí dedujo Lynn White su tesis sobre el
origen religioso del problema técnico. Luego volveremos sobre ello, cuando tratemos de
reconstruir el camino de la técnica moderna para plantear una alternativa. De momento, y
desde este punto de vista histórico, lo que nos interesa retener es el hecho siguiente: a partir
de un cierto momento, la tierra, que antes estaba sacralizada, empieza a considerarse como
una extesión inanimada de materia puesta al servicio del hombre para que éste la domine y la
explote en beneficio propio.

La primera consecuencia de esta nueva perspectiva es que el mundo físico se convierte


en territorio de caza para la razón. Y el instrumento de esa caza es, naturalmente, la técnica.
El impulso humano de supervivencia encuentra en la técnica su manifestación primordial. Y
más aún: la técnica se convierte en el eje de la nueva visión del mundo -porque la técnica es el
medio físico, material, visible, a través del cual el hombre despliega sobre el mundo su
dominio.

A este elemento materialista del pensamiento moderno hay que añadir otro
concepto-clave: el de progreso. Para el hombre moderno, en efecto, el despliegue de la
dominación técnica se justifica en tanto que es el medio para alcanzar mayores cotas de
bienestar y prosperidad. Es un camino ascendente cuya meta consiste en la felicidad material
absoluta. Y los avances de la técnica son la principal manifestación de ese progreso. Así, el
progreso llega a identificarse con el desarrollo técnico, y viceversa. Cuando se habla de
países o de civilizaciones “avanzadas” o “atrasadas”, se hace en función de su mayor o menor
grado de desarrollo técnico. De ese modo, la técnica va a ser considerada durante mucho
tiempo en el espacio occidental como sinónimo de felicidad, y esto ha venido siendo así hasta
una fecha relativamente reciente.

Hoy no es fácil seguir interpretando el desarrollo de la técnica como sinónimo de


“felicidad” o de “progreso”. El mensaje según el cual la expansión de la técnica daría lugar a
un progreso sin límites del espíritu -y, por tanto, a la felicidad- ya no es verosímil. Entre otras
cosas, porque hoy somos plenamente conscientes de que la técnica crea al menos tanto
problemas como los que resuelve, y para constatarlo basta con mirar los sucios ríos de
nuestras ciudades. Sin embargo, el camino de la técnica es imparable. Los valores que

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justificaban el desarrollo técnico a cualquier precio prácticamente han desaparecido, pero el
desarrollo técnico sigue su camino, y lo que es más importante: sigue adelante sin necesidad
de nuevas coartadas ideológicas, sin necesidad de un discurso que lo justifique, que le de
sentido.

Esta supervivencia del desarrollo técnico por encima de los discursos ideológicos que
lo justificaban demuestra que la técnica posee una esencia propia, una vida autónoma. Marx
lo explicaba utilizando una vieja metáfora: la del brujo que conjura ciertas fuerzas, las hace
aparecer y luego no es capaz de controlarlas. Con la técnica ha ocurrido lo mismo: la
modernidad la hizo aparecer, creyó utilizarla para moldear el mundo, pero ha terminado
siendo la técnica la que intenta moldear el mundo a su imagen y semejanza -a imagen y
semejanza de la máquina. Así, la cuestión de la técnica se ha convertido en uno de los
grandes puntos de quiebra del discurso moderno: éste no puede seguir defendiéndola, porque
la técnica ha demostrado que no es el soñado instrumento de emancipación; pero tampoco
puede detener su avance, porque la técnica es ya la esencia misma del pensamiento moderno,
y éste no podría negarla sin negarse a sí mismo. La ideología dominante se encuentra ante un
callejón sin salida.

3. Manifestación del problema técnico.

En absoluto estamos ante un problema menor, o simplemente teórico, que sólo


concierna a los filósofos. Para hacerse una idea de la magnitud de la cuestión basta con mirar
alrededor, en todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida. Veremos así como la técnica
es el factor determinante de nuestras existencias. Y acto seguido, veremos cómo la técnica
desbocada se ha convertido simultáneamente en la principal amenaza del género humano.

Cuando decimos que estamos en una civilización de la técnica queremos decir que la
técnica se ha convertido en el eje absoluto de toda la organización de nuestras vidas: el
principio rector de las relaciones entre los individuos, de sus aspiraciones íntimas, etc. Al
igual que ha habido épocas religiosas o guerreras, hoy vivimos en una época técnica. Y eso
significa que la técnica es el criterio orientador de toda actividad en cualquier aspecto de la
vida.

Por ejemplo, la técnica se ha apoderado por completo de la actividad económica. Eso


no quiere decir sólo que en la actividad económica se utilicen aparatos técnicos, sino, sobre
todo, que la propia concepción de la economía se ha tecnificado, y ello en perjuicio de los
factores más directamente humanos. La economía antigua era una economía de
supervivencia, ahorro y gasto, orientada a la subsistencia del grupo. El capitalismo temprano
cambió mucho las cosas, pero el crecimiento en sí mismo seguía sin tener sentido si no
repercutía directamente en el sujeto. Por el contrario, la economía moderna es una economía
técnica porque toda la actividad del sistema se pone al servicio exclusivo del esfuerzo de
producción. En la economía actual no se produce para satisfacer necesidades; se produce
para producir más, para mantener el aparato en funcionamiento. Nadie se pregunta para qué
se produce; la única pregunta es cuánto se produce y cómo se puede producir más. Y por eso
decimos que la economía ha acabado completamente subyugada por la técnica.

Otro tanto ha ocurrido en la esfera de lo político. La técnica se ha apoderado de la

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política porque las grandes decisiones de los estadistas ya no conciernen al destino colectivo,
ni responden tampoco a actitudes filosóficas o éticas ante la vida pública, sino que giran en
torno a los conceptos de eficacia, prosperidad, crecimiento, desarrollo y bienestar, que son
criterios económicos y por tanto, como acabamos de ver, sometidos ya al principio técnico.
Hoy la política no consiste en impulsar empresas audaces, y mucho menos en hallar la
fórmula del buen gobierno, como dicen los tratadistas clásicos, sino que el único objetivo de
la política consiste en gestionar de un modo eficaz los mecanismos del Estado, y esa gestión
eficaz pretende pasar por encima de cuestiones políticas tan elementales como la
independencia de los pueblos. La tecnocracia es el ejemplo más acabado de la tecnificación
de la política.

Y, por supuesto, la técnica se ha apoderado también de la ciencia. Originalmente, la


ciencia era el conocimiento y la técnica era la aplicación de ese conocimiento. La técnica, por
así decirlo, era un movimiento posterior y subordinado al conocimiento científico. El propio
Ortega consideraba todavía que la técnica podía reivindicar el noble linaje de hija de la
ciencia. Hoy, por el contrario, quienes deciden los programas de investigación científica son
los burócratas del Estado (del sistema) que piensan, sobre todo, en la inmediata rentabilidad
técnica de esas investigaciones. Quien explore en un campo poco dado a la rentabilidad, se
encontrará con obstáculos sin fin. Todo conocimiento no traducible directamente a una
aplicación técnica queda fuera de juego. Ese es uno de los motivos por los que la
investigación en Humanidades, por ejemplo, está llamada a desaparecer de los planes de
inversión científica, pero lo mismo podríamos decir de ramas enteras de las propias ciencias
físicas, como ha lamentado René Thom.

Señalemos, finalmente, que esta omnipotencia contemporánea de la técnica no se


limita al gobierno de nuestros cuerpos, sino que se extiende también al gobierno de nuestras
almas. La técnica se ha convertido en el nuevo motor de los mitos sociales en la civilización
urbana. Desde los fenómenos de irracionalidad colectiva (los Ovnis, por ejemplo) hasta las
utopías futuristas (la ciencia-ficción), el elemento técnico es imprescindible en la
configuración de los mitos sociales de nuestro siglo, del alma de nuestro tiempo. Cabe
extender esta característica a los mitos “científicos”, vendidos en forma de vulgata por los
medios de comunicación, que siguen viendo en cada nuevo avance técnico un paso más hacia
un paraíso redentor. Existen, ciertamente, contrautopías que denuncian la técnica (desde el
Brave new world de Huxley hasta los escenarios apocalípticos de Mad Max), pero esto
también constituye un rasgo de la omnipresencia de la técnica en el imaginario colectivo de
nuestra civilización.

Pues bien: en ese mismo momento en que la técnica explota y extiende su dominio
sobre todos los aspectos de la vida, surge también la conciencia de que la técnica encierra
graves peligros, amenazas decisivas. No es preciso, por conocida, repetir la letanía de
umbrales de crisis donde la técnica nos ha situado: catástrofes nucleares, manipulaciones
genéticas, etc. Lo que aquí nos interesa retener es sobre todo el siguiente hecho: temores que
hasta hace poco tiempo sólo eran compartidos por unos pocos, se han convertido ahora en
convicción general.

¿Quién no ha oído hablar todavía de la problemática ecológica? La certidumbre de que


la técnica está produciendo un grave daño a la naturaleza es uno de los grandes tópicos del

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momento. Pero no es sólo un tópico. Es innegable que el desarrollo técnico está alterando
nuestras condiciones biológicas de supervivencia de un modo irreversible. Esa constatación
ha sepultado la vieja fe que hacía del progreso técnico un sinónimo de felicidad humana
universal.

De igual manera, se han constatado los efectos del mundo técnico en la psicología
individual y colectiva: la aparición de patologías de la civilización (stress, ansiedad,
depresiones, etc.), características de un mundo donde los criterios de eficacia técnica han
sustituido a todos los demás valores, lleva a los psicólogos a preguntarse cuánto más es
posible “estirar” el equilibrio psicológico individual y colectivo para adaptarlo a las
exigencias del mundo técnico.

Por último, se ha hecho patente el grave desajuste entre el desarrollo técnico (cultural)
y el desarrollo biológico del ser humano. La técnica se mueve más deprisa que nuestra
evolución como especie, como ha explicado abundantemente Konrad Lorenz. Lo que pueda
salir de ahí es todavía un enigma, pero las perspectivas no son nada positivas.

La confrontación de estas dos realidades: la técnica como eje de nuestra vida y la


técnica como amenaza global, confiere a nuestra civilización un carácter claramente
esquizofrénico. Es como si sólo pudiéramos sobrevivir tomando una medicina que, no
obstante, sabemos que nos matará en breve plazo. La angustia del hombre contemporáneo se
sitúa en esa contradicción. Y éso es exactamente lo que nos obliga a replantear de un modo
general el problema, reconstruyendo desde el inicio la cuestión de la técnica y tratando de
resolver esta contradicción aparentemente irresoluble.

4. Reconstrucción: Antropología de la técnica.-

Nuestra reconstrucción partirá del escalón más elemental: el papel que juega la técnica
en la adaptación de la especie humana a su entorno. Haremos, pues, una antropología de la
técnica, y desde ahí iremos cubriendo etapas, interpretando el camino de la técnica moderna,
tratando de sacar a la luz su contenido profundo, hasta desembocar en una metapolítica de la
técnica.

Empecemos por decir que la técnica no es una adquisición tardía del hombre, o una
maldición o una desviación. La técnica, en sí misma, es un fenómeno consustancial a la
propia existencia de la especie humana. Tanto Arnold Gehlen como Konrad Lorenz han
explicado que el ser humano, desde un punto de vista biológico, es un animal desprovisto por
completo de instintos acabados, a diferencia de los otros animales superiores. Por eso el
hombre se puede adaptar prácticamente a cualquier medio, desde Alaska hasta el Sahara:
precisamente porque carece de especialización adaptativa, algo que los demás animales sí
r poseen. De modo que el hombre es un animal incompleto. Ahora bien: esas carencias
fisiológicas son sustituidas por un desarrollo único de su capacidad intelectiva. Y dentro de
esa capacidad intelectiva se halla la aptitud de utilizar instrumentos y servirse de ellos para
adaptarse al medio. Eso es la técnica. Por lo tanto, y desde este punto de vista antropológico,
la técnica no es algo ajeno a la naturaleza, sino todo lo contrario: la técnica es la naturaleza
específica del hombre.

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Por la misma razón, la mera existencia del ser humano sobre la tierra es imposible sin
técnica. No existe ni un solo grupo humano que no haya desarrollado tal o cual forma de
técnica, desde el hacha de silex hasta el cohete espacial, pasando por las pirámides y la
pólvora. Esta constatación invalida las tesis apresuradas acerca de la maldad de toda técnica o
de la técnica en sí misma. Incluso aunque se volviera a una existencia semejante a la del
Neolítico, con armas rudimentarias y útiles domésticos primarios, eso seguiría siendo
técnica. La técnica es nuestra naturaleza; es la forma humana de estar en el mundo; sin
técnica, no hay humanidad propiamente dicha.

Pero, si la técnica es la naturaleza del hombre, ¿por qué hoy la técnica es la principal
amenaza contra la propia naturaleza? ¿Acaso la naturaleza del hombre es incompatible con la
naturaleza de las demás especies? Hoy parece que así ocurre. Y sin embargo, durante
milenios no ha sido así. ¿Por qué este cambio? Aquí entramos en una de las cuestiones
fundamentales de nuestra reconstrucción, que es el paso de la técnica antigua a la técnica
moderna.

5. Técnica antigua y técnica moderna.-

Páginas atrás hemos recordado la aparición del materialismo, definitiva para el


surgimiento de lo que hoy llamamos técnica. Sin embargo, esa no es la única técnica que ha
conocido el hombre. Todavía hoy es posible encontrar en otros pueblos formas técnicas
perfectamente integradas en el entorno natural. De modo que cabe concluir que hubo antes
una técnica que no se consideraba como algo opuesto a la naturaleza, y que esa vieja técnica,
la técnica antigua, desapareció en un momento determinado para dejar paso a la técnica
moderna. El problema de la técnica antigua ha generado miles de páginas. No es fácil
explicar en su totalidad este concepto. Por nuestra parte, aquí nos ceñiremos a una
explicación general del fenómeno.

Básicamente, podemos decir que la técnica antigua se caracterizaba por poseer grandes
connotaciones religiosas. En el mundo antiguo, la tierra, la materia, poseía un alma. Hoy
todavía es posible ver cómo en ciertos lugares del mundo se reza antes de cortar un árbol. Por
nuestros historiadores sabemos que los pueblos europeos practicaban ciertos ritos antes de
abrir una mina o saludaban a la tierra antes de arar un campo. La tierra poseía una sacralidad.
Ese era el motivo de que no fuera posible adoptar hacia la tierra una actitud de “explotación
de recursos”, como se dice hoy. Una tierra sacralizada posee alma; en consecuencia, no es
posible penetrar en ella sin respeto. La técnica antigua no es una técnica de explotación y de
rendimiento, sino una técnica de adaptación y de convivencia. Y es que en la visión antigua
del mundo todo guarda relación con todo, el mundo es una unidad, y no se puede alterar uno
de los elementos del conjunto -la tierra- sin alterar al conjunto mismo -la vida-.

Por el contrario, la técnica moderna parte de otros principios. Desde el momento en que
se ve la tierra como materia inerte puesta a disposición del hombre, nada prohíbe penetrar en
ella y obtener el máximo rendimiento posible. El mundo deja de ser una unidad, un conjunto,
para pasar a ser una “cosa”. El hombre, al alterar la materia, no tiene conciencia de estar
rompiendo ningún equilibrio ni ningún conjunto, puesto que ignora la existencia de éste. La
técnica moderna es una técnica donde sólo cuenta el hombre y sus deseos inmediatos de
satisfacción de necesidades y de acumulación de recursos. A partir de ese momento -y sólo a

44
partir de ahí-, la técnica se convierte en una amenaza. Este proceso de transformación, este
paso de la técnica antigua a la técnica moderna, no debió de ser evidente a ojos de todo el
mundo. En realidad, hasta el siglo XIX la técnica no se convierte en un mito expresamente
llamado con ese nombre: técnica. Sin embargo, sus consecuencias son ya visibles: se han
levantado las viejas barreras para aplicar inmediatamente cualquier conocimiento adquirido.
Antes, la adquisición de un conocimiento no implicaba en modo alguno el desarrollo de una
técnica; por ejemplo, sabemos que los griegos conocían la fuerza del vapor, pero a nadie se le
ocurrió hacer máquinas. Hoy, sin embargo, es prácticamente imposible que un nuevo
conocimiento en cualquier rama de la ciencia (la genética, la termodinámica, la energía
nuclear) no sea transformado en técnica.

La técnica arrastra tras de sí a todos los productos de la civilización, y acaba


arrastrando al propio hombre. Este proceso, que hoy ha llegado a su límite, ha atravesado por
diversas fases, desde la insurrección del fenómeno técnico con la revolución industrial hasta
el imperio de la técnica como nuevo nihilismo.

Podemos hablar de insurrección de la técnica, en efecto, a partir de las primeras


revoluciones industriales, sobre todo entre los siglos XVIII y XIX. La burguesía ya
dominante encuentra en la técnica su mejor aliado para una expansión sin límites del
crecimiento económico. Y como el crecimiento económico -la acumulación de riqueza
mediante la explotación cada vez mayor de los recursos naturales- se considera bueno en sí
mismo, nadie tiene autoridad moral para detener el proceso. La técnica ha de ir adelante pase
lo que pase, lo cual significa que el proceso queda fuera de control. Spengler lo expresa con
una metáfora sugestiva: “La criatura levanta la mano contra su creador”.

La insurrección de la técnica pone de relieve un rasgo característico de nuestro tiempo:


la técnica se convierte en un fin en sí misma; todas los energías sociales que la técnica
moviliza no tienen más objetivo que acelerar el crecimiento de la propia técnica. De ese
modo, la técnica se instala en el corazón de nuestras sociedades como eje absoluto de los
objetivos comunes. Por así decirlo, la técnica se convierte en destino: toda la estructura
social, política y económica se orienta hacia el avance técnico, identificado con el progreso
humano. Y en este momento es ya imposible seguir arguyendo que la técnica es “neutra”
respecto a los valores sociales; no sólo no es neutra, sino que ella misma se convierte en
valor.

Por último, la fase terminal del problema técnico adviene cuando empieza a ponerse en
cuestión la legitimidad de una técnica concebida como fin en sí misma y como destino
necesario de toda la humanidad. En primer lugar, porque la técnica pertenece sólo a un
espacio concreto de civilización: el occidental, de manera que su pretensión planetaria,
incluso cuando adopta aires filantrópicos, no deja de ocultar una forma evolucionada de
colonialismo. En segundo lugar, y quizá sobre todo, porque dos ramas concretas de la
aplicación técnica (la genética y lo nuclear) han planteado por primera vez la posibilidad real
de modificar o de suprimir la vida, lo cual supone un “salto cualitativo” en el problema
técnico.

En efecto, a partir de este momento la técnica se convierte en un elemento de negación


de la vida, de destrucción y, por tanto, en el exponente más claro del nihilismo inherente a la

45
modernidad. En esas condiciones, es imposible seguir hablando de la técnica como criterio
de destino, y esa imposibilidad implica también la negación de los grandes valores
(progresistas y materialistas) que han amparado la expansión del dominio técnico sobre todo
lo vivo. La fase terminal del problema técnico reclama la instauración de unos nuevos
valores capaces de someter a la técnica desencadenada.

6. Crítica metapolítica de la técnica moderna.-

En estas condiciones, abordar el problema de la técnica es un desafío que va mucho


más allá de las posibilidades de un partido político de nuestros días, por ejemplo. La
superación de la técnica moderna es una apuesta metapolítica, en el sentido de que apela al
mundo de los valores y no sólo al mundo de la acción administrativa. Sin embargo, eso no
significa que los criterios políticos -en el más amplio sentido del término- estén fuera de
lugar. De hecho, autores como Arnold Gehlen, que han estudiado en profundidad la cuestión
de la técnica, sostienen la necesidad de que una nueva élite, política y espiritual al mismo
tiempo, tome en sus riendas el problema. ¿Qué perspectiva debería adoptar esa nueva elite
para dar una respuesta adecuada a la cuestión? Desde nuestro punto de vista, sostenemos que
esa nueva perspectiva pasa por los siguientes elementos.

Ante todo, una nueva antropología. La técnica moderna es el resultado de una


desviación antropológica. Es preciso partir de una antropología nueva, más realista, diferente
a la que ha engendrado la técnica moderna. En esa nueva antropología, la técnica ha de ser
considerada como parte de la naturaleza humana y, por tanto, como un hecho inscrito en un
orden ecológico, en una cadena vital: la técnica materializa la adaptación humana al entorno,
luego la adopción de toda técnica ha de ser previamente evaluada en función de sus
repercusiones sobre ese entorno. Eso significa, de hecho, abandonar la óptica
antropocéntrica, según la cual el hombre era el eje del universo, y adoptar otra perspectiva
donde la afirmación del hecho humano no signifique la negación o la sumisión del mundo
físico, natural.

Después, no hay que perder de vista que el fondo del problema técnico no es político,
económico o administrativo (y mucho menos técnico), sino que estamos ante un problema
filosófico, en la medida en que es producto de una determinada manera de ver el mundo. La
técnica es un desafío filosófico. Y por eso el problema de la técnica nos obliga hoy a pensar
de nuevo los grandes tópicos del pensamiento moderno: el materialismo, el individualismo,
el progresismo... en suma, el discurso de la Ilustración, que ha actuado como máscara de la
expansión universal de la técnica. Hay que pensar otra vez nuestra situación en el mundo más
allá del humanismo y más allá del nihilismo.

Esta tarea significa, en el orden práctico, sustituir la actual escala de valores por unos
valores nuevos. ¿Cuáles son esos valores nuevos? Ese es el gran problema de nuestro tiempo
-y la cuestión de fondo de este Curso-, pero podemos apuntar algunas vías que habrá que
explorar: frente al individualismo de masas, que produce una concepción económica de la
existencia, la reivindicación de una comunidad formada por personas singulares; frente al
cosmopolitismo planetario, que favorece la expansión universal de la técnica, la defensa del
arraigo y las identidades; frente al materialismo economicista, que obliga a todos los grupos
humanos a vivir en torno a los criterios de la producción y la explotación, una nueva

46
espiritualidad que sea capaz de integrar a la naturaleza en su visión del mundo. Forjar tal
concepción no es misión de los políticos; pero ninguna política podrá acercarse con una
visión alternativa al problema de la técnica moderna si no parte de estos supuestos.

Desde esa nueva antropología y desde esa nueva filosofía, se puede aspirar a
reconstruir un orden capaz de someter el fenómeno técnico. Volvemos a recurrir a los
patrones de la Teoría General de Sistemas para recomponer una visión del mundo
jerarquizada que incluya a la técnica. Desde esa perspectiva, el orden sería el siguiente:

Mundo físico. Naturaleza


Grupos humanos (Culturas)
Estructuras sociopolíticas
Actividad económica
Instrumentos técnicos

La técnica sólo tiene sentido si está integrada dentro de un orden que la supera y que le
confiere significado. La técnica es un producto de la civilización y la civilización es un
producto de la cultura, es decir, del conjunto de valores de un grupo humano concreto en un
medio físico concreto. Ese grupo se proyecta en la historia y se otorga un destino a través de
lo político. Todos estos elementos (ecológicos, culturales y políticos) han de ser previos a
cualquier decisión de orden técnico. Y sólo entonces podremos decir que hemos domado al
dragón.

Bibliografía:

- COLLI, Giorgio: Después de Nietzsche, Anagrama, Barcelona, 1978.


- DESCARTES, René: Discurso del método (op. cit.).
- FETSCHER, Iring: Condiciones de supervivencia de
la humanidad, Laia/Alfa, Barcelona, 1988.
- GEHLEN, Arnold: El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, Ed. Sígueme,
Salamanca, 1987; Antropología filosófica, Paidós, Barcelona, 1993.
- HEIDEGGER, Martin: Serenidad, Ed. del Serbal, Barcelona, 1988; “La pregunta por
la técnica”, en Conferencias y artículos, Ed. del Serbal, Barcelona, 1995.
- LORENZ, Konrad: Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, Plaza y
Janés, Barcelona, 1984; Decadencia de lo humano, Plaza y Janés, Barcelona, 1985.
- ORTEGA Y GASSET, José: Meditación de la técnica (y otros ensayos), Revista de
Occidente/Alianza Editorial, Madrid, 1982.
- SPENGLER, Oswald: El hombre y la técnica, Espasa-Calpe, Madrid, 1967.
- VV.AA.: “La cuestión de la técnica”, en revista Hespérides (Madrid), 7, primavera
1995.
- VV.AA.: “Crisis ecológica: caminos para la alternativa”, en Hespérides, 6, otoño
1994.

47
V

La trampa del Humanismo


(Excurso a la cuestión de la Técnica)

El término humanismo goza en nuestro siglo de una excelente fama. Cualquier


atrocidad, por abominable que sea, parece más dulce si se envuelve en la palabra
“humanismo”. ¿Por qué? No tanto por el significado concreto del concepto, que es en sí
bastante difuso, como por las connotaciones que lo envuelven: humanitarismo, amor al
prójimo, derechos humanos, amor a las creaciones del espíritu humano, piedad, etc. Todos
conocemos a alguien que, encontrándose en un impasse ideológico, ha optado por escapar
por la fácil vía de “descubrir el humanismo”, lo cual, en la práctica, se ha traducido por un
inmediato aburguesamiento. Y no sin motivo: porque el humanismo es, de hecho, uno de los
rostros más protéicos, mas maleables y mudables y poliédricos del individualismo, que es la
matriz de la ideología de la modernidad.

1. Qué es humanismo.-

Sin embargo, cuando empleamos la palabra “humanismo” estamos corriendo un grave


riesgo de contradicción. ¿Qué es lo humano? Todos sabemos lo que decía de Maistre:
“Conozco franceses, ingleses y hasta persas, pero el Hombre, no lo he visto en mi vida”. El
hombre, lo humano, con mayúscula, no es un concepto que diga nada en sí mismo.

La humanidad es un hecho biológico: es humano quien pertenece a la especie humana.


Ahora bien, el aspecto biológico sólo es un aspecto de la condición humana, y ni siquiera es
su aspecto más importante, porque lo que define la forma humana de estar en el mundo no es
su naturaleza, su animalidad, sino su cultura, su capacidad para construir cosas, ideas,
mundos a su alrededor.

Cuando se habla de humanismo se está sugiriendo la existencia de una condición


humana universal, equivalente en todas partes y en todo momento. Así lo dice la ideología de
la Ilustración: todos los hombres son lo mismo por pertenecer a la especie humana, lo cual les
hace compartir una determinada razón, que es la razón universal. Ahora bien, éso es una
visión muy reduccionista. En realidad, en lo único en que los hombres son iguales es,
precisamente, en su aspecto menos humano, o sea, en su estructura biológica. Cuando
miramos los aspectos propiamente humanos de la humanidad -el pensamiento, la ciencia, las
lenguas, las distintas formas de estar en el mundo-, vemos que la humanidad es, por
definición, no universal, sino plural. Lo que nos hace humanos es justamente lo mismo que
impide hablar de una única humanidad.

En ese sentido, si queremos superar la idea del hombre derivada del pensamiento
ilustrado, hemos de explorar la cuestión del humanismo y hemos de preguntarnos por dónde
podemos superarlo.

2. Humanismo como individualismo.-

48
En el contexto de la modernidad, “humanismo” equivale a condición universal del
hombre. Para el pensamiento ilustrado, el hombre es un ser individual igual a los otros
hombres. El humanismo, en esta lógica, es una forma más del individualismo moderno. No
obstante, esta forma de individualismo se legitima a través del recurso a otras concepciones
filosóficas que, en la antigüedad, pusieron el acento sobre la existencia del sujeto. Pero un
breve recorrido histórico nos permitirá comprobar cómo el humanismo antiguo y el
humanismo moderno son, en rigor, contradictorios. El humanismo antiguo incluía en el
término “humano” todo lo que rodea a la existencia terrenal y espiritual del sujeto, y además
hacía referencia sólo a unos hombres, los sabios, y en el contexto de unos pueblos donde la
categoría de “hombre” tenía una significación muy limitada. El humanismo moderno, por el
contrario, elude las implicaciones intelectuales, étnicas e históricas del término y se
identifica con el paradigma individualista de la modernidad, que ha separado radicalmente
hombre y mundo, como hemos visto anteriormente.

La primera fuente a la que se suele remontar el humanismo es la de los sabios de los


viejos pueblos indoeuropeos. En la India aparece una figura de sabio sumamente original: el
sannyasin o Renunciante, que se marcha de la ciudad y se dedica al conocimiento de sí
mismo. Lo dirá otro sabio de Grecia: “Conócete a ti mismo”. En Grecia, los estoicos
inauguran la era de los sabios que se apartan del mundanal ruido para abrirse al
conocimiento. Ahora bien: ninguno de ellos condena a la Ciudad por obstaculizar su
emancipación individual. El sabio griego o romano no es en absoluto individualista. Cuando
a Sócrates, ya condenado, se le ofrece la oportunidad de huir y escapar así a la cicuta, el
filósofo se niega porque considera que “no hay vida moral fuera de la Ciudad”. Del mismo
modo, el humanismo de un Demócrito, para quien “el hombre es la medida de todas las
cosas”, no implica que el individuo sea superior al grupo ni que el hombre sea universal. Y a
mayor abundamiento, digamos que en el humanismo antiguo la idea de hombre es
inseparable de la idea de comunidad y de la idea de lo sagrado; para los griegos antiguos
(hasta Sócrates, precisamente, pero también después de él), lo humano, lo terreno y lo divino
son una y la misma cosa. El humanismo moderno, por el contrario, se va a definir contra la
sociedad y contra lo sagrado.

Otros pretenden encontrar una fuente del humanismo moderno en el Derecho Romano,
y especialmente en el concepto de Persona. Es probable que en el plano de las hipótesis
genealógicas, que son siempre tan etéreas, pueda hallarse tal cosa. Sin embargo, lo cierto es
que el concepto de Persona, en el Derecho Romano, no es más que una herramienta jurídica
para regular las relaciones dentro de la sociedad, y de ella no se deduce, en absoluto, una
voluntad de antropocentrismo filosófico ni de individualismo social.

No. El humanismo en su acepción moderna aparece en realidad en otra tradición, que


es la hebrea, y de allí pasará, en efecto, al pensamiento griego. En la tradición hebrea se
producen tres escisiones conceptuales que van a ser determinantes a la hora de concebir el
individualismo. Las hemos visto antes, a propósito de la visión del mundo de la modernidad.
La cuestión es tan fundamental que merece la pena insistir en ella, aunque ahora nos vamos a
limitar a la dialéctica hombre/Dios desde el punto de vista de la tradición judeocristiana.

Para empezar, Dios se concibe como algo diferente al mundo. Para los judíos, Dios no
está en el mundo. Lo crea desde fuera y como un acto de graciosa voluntad. No hay

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sacralidad en las cosas terrenales, no son en sí mismas santas. Por el contrario, los dioses de
los otros pueblos tradicionales -por ejemplo, los indoeuropeos- habitaban en la tierra, la tierra
se hallaba encantada por lo sagrado.

Simultáneamente, y siempre en la tradición hebrea, el hombre se concibe como algo


radicalmente distinto de Dios. Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, pero no está en
él o con él, sino fuera de él, y el hombre, especialmente a partir del pecado original, se verá
permanentemente perseguido por la cólera divina. Los indoeuropeos superponían la imagen
de lo divino a unas fuerzas naturales dotadas de vida, que gobernaban los hechos, pero no
dictaban una moral distinta a la de la comunidad. El Dios hebreo, por el contrario, dicta una
moral que está por encima de toda contingencia terrena.

Como consecuencia de las dos premisas anteriores, el hombre se escinde del mundo. El
mundo ya no es santo, ya no está encantado. Su única finalidad es ser dominado con trabajo y
sufrimiento porque Dios lo manda. Del mismo modo, el hombre no lleva en sí a la divinidad,
sino que ha de orientar su vida a encaminarse hacia ella a través de un camino de muerte y
miedo: son los desiertos de Midbar y Chemama. La ciudad, Ur, queda condenada. El hombre
hebreo, por tanto, flota sin vínculos que lo unan a una tierra, a un mundo sagrado, ni a una
comunidad, a una forma de organización civil.

Ahí es donde nace -desde el punto de vista teórico- la primera concepción


individualista. Se supone que algunas de estas ideas pasarán a Grecia, especialmente a
Sócrates. De ahí procederá esa otra escisión antes mencionada: el hombre se escinde de sí
mismo, cuerpo y alma se divorcian, nace el espíritu en sí. Por eso Nietzsche habla de
“inversión socrática” cuando explica la decadencia del pensamiento griego. Con todo, y
aunque es verdad que en Sócrates, Platón o Aristóteles encontramos un atisbo de concepción
autónoma del individuo y algunos ecos de estas escisiones hebreas, la verdad es que ningún
filósofo griego, ni Sócrates, ni Platón ni Aristóteles proponen jamás la condena de la Ciudad
o del mundo, más bien todo lo contrario. Y cuando el cristianismo herede la tradición judía,
estará tan influido por el pensamiento griego -especialmente el neoplatónico- que muchos de
estos conceptos apenas si se harán patentes. San Agustín es quizás el único en quien se
encuentran ecos de estos conceptos hebreos, con su condena de la ciudad (Babilonia, ciudad
terrestre, frente a Jerusalén, ciudad celeste), su distinción entre el alma y el cuerpo
(respectivamente “el caballero y el caballo” en el sistema del de Hipona) y su llamada a la
introspección: “No salgas fuera, en tu interior reside la verdad”. Pero es el mismo San
Agustín el que predica una concepción sumamente respetuosa hacia la naturaleza: una
“divina solicitud” hacia las cosas que Dios ha puesto a disposición del hombre. Las
escisiones prosiguen, en efecto, pero están muy atemperadas. Si no hubiera sido así, San
Francisco de Asís jamás habría podido ser canonizado.

El individualismo reaparece en el Renacimiento. El discurso hoy dominante sostiene


que es aquí cuando nace en realidad una concepción moderna del individuo. Los
“humanistas” y los “utópicos” habrían redescubierto a los griegos y habrían “resucitado” el
individualismo -un individualismo que, en el fondo nunca existió. Pero todo eso no es así. El
humanismo renacentista propiamente dicho, como el griego, no intenta sino dignificar la
condición de los hombres dentro de la Ciudad, y a la propia Ciudad. Tampoco esa
dignificación será válida para todos los hombres: en la Utopía de Tomás Moro, ejemplo de

50
paraíso político, había una curiosa clase social que era la de los esclavos.

Pero el Renacimiento sí aporta una novedad significativa: será a partir de aquí cuando
humanismo e individualismo empiecen a significar lo mismo. Y no por los humanistas del
renacimiento, sino por los comerciantes genoveses o venecianos, que beben en las fuentes
clásicas y las deforman hasta reducirlas a manuales de conducta individual. Y después,
gracias a los frailes protestantes, que con su libre interpretación de las Escrituras descubren
cómo la condición del hombre en la tierra es la de un ser escindido, puesto en relación directa
con Dios al margen de su Ciudad, de su comunidad de pertenencia. Puede sostenerse que las
viejas escisiones operadas en el mundo hebreo resurgen aquí, con el protestantismo.

Una vez más, el mundo queda condenado. La diferencia es que ahora ya no habrá que
abandonarlo, sino que se trata de dominarlo y explotarlo. Como vio Max Weber, con el
protestantismo nace el capitalismo... para mayor gloria de Dios.

3. Humanismo como explotación del mundo.-

Aquí el humanismo deja de ser lo que era entre los griegos y entre los renacentistas y se
convierte en una máscara de la explotación técnica del mundo. La guinda filosófica la pone
Descartes, que, como ya hemos indicado páginas atrás, distingue entre “res cogitans” y “res
extensa”. ¿Qué es la res cogitans? La mente, el alma, la individualidad del sujeto, que es
infinita -pero la res cogitans también es Dios. ¿Y qué es la res extensa? La tierra, el mundo,
ahora simplemente materia, desposeída de su divinidad y convertida en una simple
acumulación de espacio medible.

Esta teoría materialista del mundo está en la base de la filosofía de la Ilustración. El


ilustrado piensa en términos burgueses, es decir, individualistas y económicos. Descartes
también había deshecho el mundo convirtiéndolo en un pedacito de materia, como dice
Giorgio Colli, y había divinizado a la razón individual. Y es muy interesante constatar que, a
partir de este momento, a partir del momento en que ya no hay nada que una al hombre con el
mundo a través de un vínculo sagrado, comienza la verdadera explosión de la técnica
moderna. Los antiguos saludaban a la tierra cada vez que iban a hacer agujeros; es el mismo
espíritu con que muchos de nuestros campesinos llevan sus animales a la iglesia para que el
cura los bendiga en el día de San Antonio Abad. Pero el hombre moderno, el hombre técnico,
ve las cosas de otro modo. Para el hombre técnico la tierra no es más que un objeto
inanimado, y se la puede abrir, se la puede explotar, se la puede quemar... lo que sea, si da un
beneficio material, un progreso. Lo que importa está en la mente del hombre, en su “Yo”, que
es infinito. O eso decía Kant, uno de los hitos fundamentales en este camino que estamos
recorriendo.

La versión moderna del humanismo, que es individualista y materialista, acaba


derribando los obstáculos santos, sagrados, que impedían la explotación técnica e indefinida
del entorno natural. Herón de Alejandría, muchos años antes de Cristo, conocía la fuerza del
vapor, pero no se le ocurrió inventar un mecanismo para arar más deprisa; la máquina de
vapor la inventó Newcomen a comienzos del XVIII. La pólvora era conocida en Europa
desde el siglo X, pero los guerreros desdeñaban su uso; el uso bélico de la pólvora se
generaliza en los siglos XVI y XVII, y a partir del XVIII es un elemento común para usos

51
industriales. Los alquimistas conocían muchas propiedades químicas de la materia, pero lo
que buscaban era la clave para el conocimiento del mundo; en los siglos XVIII y XIX, la
química se convierte en una industria más. Todavía Newton o Leibniz se consideraban a sí
mismos más teólogos que físicos; Alfred Nobel compondrá el TNT y luego creará el premio
Nobel de la Paz, Einstein fabricará la bomba atómica y se convertirá en uno de los ídolos de
Occidente. El individualismo, la visión moderna del mundo, que es la matriz del humanismo,
condena de hecho a la tierra y crea las condiciones espirituales, interiores, para un desarrollo
pasmoso de la técnica.

Y esto es lo más trágico del asunto: la técnica, creada por el hombre moderno, termina
levantando la mano contra su creador, como dijo Spengler. La máquina se ha vuelto loca y ya
no hay manera de pararla. Nos amenaza a todos con un colapso inmediato. Y como toda
nuestra vida gira ya en torno a la máquina, como no podemos prescindir de ella, nos
convertimos en esclavos de la técnica, esclavos de algo que habíamos creado para ponerlo a
nuestro servicio. Es así como el humanismo moderno, lejos de conseguir la emancipación
individual, la conciencia absoluta del yo, termina convirtiéndonos en esclavos de algo que ya
ni siquiera es divino o natural, sino mero artificio humano.

Quizá desde este punto de vista, desde esta descripción histórica, se entenderá mejor lo
que quería Nietzsche cuando hablaba del superhombre. En el mundo de Nietzsche, el hombre
se había convertido ya en un ser desligado del mundo, de la vida, apabullado por el peso de su
propio cerebro, como en el poema de Gottfried Benn. Lo que Nietzsche propone es un
superhombre -sería mucho más correcto traducir el término orginal como “sobrehombre”-
que vaya más allá del humanismo moderno y que reconquiste la vida. Es la primera andanada
contra la concepción moderna del hombre universal.

4. El alejamiento del Ser.-

Con todo, quien pone en relación el humanismo con la civilización técnica y quien hace
que esta superación del humanismo sea una operación consciente es Martin Heidegger, en
quien nos hemos inspirado ampliamente a la hora de desarrollar este tema. Heidegger cree
que el camino de la filosofía occidental ha sido un progresivo alejamiento del Ser. Desde las
escisiones de Sócrates, que se había hecho eco de las escisiones hebreas antes explicadas,
toda la trayectoria de la metafísica occidental habría sido una progresiva separación de
esferas: separar a los hombres de los dioses, separar a los dioses de la tierra, separar a los
hombres de la tierra... Heidegger interpreta que el propio Nietzsche es el punto decisivo de
esta trayectoria, porque, en efecto, Nietzsche, con su teoría de la voluntad de poder, estaría
descubriendo el verdadero impulso de la civilización occiental: ni humanismo, ni
emancipación del sujeto, ni gaitas. Poder, poder puro y desnudo. Pero esa concepción sólo
cabe cuando se han roto los viejos vínculos. La palabra de Zaratustra, para Heidegger, sería la
última palabra del pensamiento occidental. Ahora de lo que se trataría es de volver al punto
de partida, antes de Sócrates; volver a pensar lo que pensaron los griegos de una forma aún
más griega -y reencontrar el Ser.

Es interesante reseñar el camino que describe Heidegger, porque nos puede ayudar a
reconstruir todo lo que hemos dicho hasta ahora y lo que luego vamos a decir. Son
fundamentalmente cuatro pasos:

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- El humanismo moderno, concebido como individualismo, nace como oposición a la
sacralidad de la existencia terrenal. Destierra a los dioses, desacraliza la tierra y la convierte
en mero territorio de caza para un individuo infinito.
- Aquí nace la técnica moderna, que es la forma que adopta el impulso humano por
adueñarse del entorno que le rodea y explotarlo. Expulsados los dioses, ya no hay barreras. El
hombre queda solo y fuerte ante el mundo. Por eso la técnica moderna es fruto del
humanismo.
- La técnica, por su propio devenir, que es la voluntad de poder material, termina
deshumanizando al hombre, convirtiéndolo en esclavo de su propia creación. El mundo que
nos rodea, el mundo del triunfo del humanismo, ya no es humano, sino técnico.
- En consecuencia, una superación de la civilización de la técnica sólo puede pasar por
una superación del humanismo. Hemos de ir más allá de aquella concepción según la cual el
individuo es omnipotente, libre de todo vínculo con la tierra y con los otros individuos,
porque eso, que es el humanismo moderno, ha acabado conduciéndonos a un mundo donde el
ser humano ya no es nada.

Heidegger explora varias vías para superar el humanismo. Podemos resumirla en lo


antes dicho: volver a ser griegos, pero más todavía. Es decir, pensar otra vez los vínculos que
religan la tetramería primordial: los hombres y los dioses, el cielo y la tierra, de tal modo que
vuelvan a quedar bien soldados. Respecto a la técnica, Heidegger recomienda lo que él llama
Gelassenheit, y que podemos resumir como “Serenidad para con las cosas”: podemos utilizar
los instrumentos técnicos, pero sólo a condición de ser capaces de prescindir de ellos;
podemos usar las creaciones de nuestra civilización, pero sólo a condición de reponer la
jerarquía que los hacía depender de la cultura, de los valores, de los principios, y no dejar que
los instrumentos técnicos reposen sobre sí mismos. En definitiva, se trata de instaurar una
nueva jerarquía.

5. Más allá del humanismo.-

Desde mi punto de vista, éste es el combate más importante que podemos proponer
para construir una visión del mundo alternativa: transportar una nueva manera de entender
las cosas de forma tal que podamos superar la crisis a la que el humanismo moderno nos ha
conducido. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo ir más allá del humanismo? Eso implica reflexionar
sobre las viejas escisiones y suturarlas de forma que nuestro mundo pueda volver a vivir.

- Hay que suturar la escisión del hombre respecto al mundo. Eso implica acudir a una
antropología realista que nos muestre que el hombre es un animal, pero que es también un
creador de culturas, y lo es en el mundo. El hombre y el mundo son lo mismo.
-Hay que suturar la escisión del hombre respecto a lo sagrado. Una idea completa del
hombre tiene que partir del hecho de que el hombre no puede existir sin lo sagrado, y que ese
elemento sagrado está también presente en el mundo. Hay que reencantar nuestras
existencias y reencantar la naturaleza.
- Hay que suturar la escisión del hombre respecto a sus comunidades de pertenencia,
que es una de las consecuencias prácticas de la mencionada escisión hombre/mundo. El
hombre es un ser social, pertenece a algo, algo que es lo que le da vida más allá de su Ego, de
su Yo. Hay que arraigarse.

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- Hay que suturar la escisión que nos ha hecho perder el control sobre la técnica, sobre
nuestra propia civilización. Y hay que hacerlo en los términos de la Gelassenheit, de la
serenidad, de una nueva jerarquía donde los productos materiales estén sometidos a los
criterios de una visión del mundo vertical.

Son vías que podemos explorar para ir más allá del humanismo y plantear una
alternativa a la idea moderna del hombre.

Bibliografía:

- DUMONT, Louis: Ensayos sobre el individualismo, Alianza, Madrid, 1987.


- HEIDEGGER, Martin: Carta sobre el humanismo, Ediciones del 80, Buenos Aires,
1988; Serenidad, Ed. del Serbal, cit.
- HIPONA, San Agustín de: Confesiones, Espasa Calpe, Madrid, 1954.
- NIETZSCHE, Friedrich: El nacimiento de la tragedia, Alianza, Madrid, 1973.
- ROUGIER, Louis: Del paraíso a la utopía, FCE, cit.
- SEVERINO, Emanuele: La filosofía antigua, Ariel, Barcelona, 1986.

54
VI

Por un nuevo modelo de sociedad

La idea del modelo social es una de las traducciones principales y más fácilmente
visibles de cualquier planteamiento filosófico-político. Cuando uno piensa el mundo que le
rodea, lo primero que percibe es la necesidad de organizarlo, y esa organización es siempre,
de un modo u otro, social. Por eso detrás de toda filosofía política hay una sociología.

1. Qué es “modelo social”.-

No obstante, no todas las filosofías se acercan con el mismo espíritu a esa vertiente
sociológica de su reflexión. En rigor, puede decirse que hay dos maneras de afrontar la tarea
de la organización social: una, la de quienes creen que la sociedad es como una materia
moldeable e informe, “cera virgen” que el hombre puede modelar a su antojo; otra, la de
quienes creen que en todo conjunto humano hay una serie de constantes predeterminadas,
constantes que vienen impuestas por la propia naturaleza humana, por la tradición o por la
cultura, y que la tarea de organizar la sociedad no puede ignorar esas constantes
pre-existentes.

La primera de estas concepciones sociales -la que ve los conjuntos humanos como
“cera virgen”- puede ser denominada Ingeniería social. La ingeniería social es la creación ex
novo y ex nihilo de una sociedad ideal, es decir, la construcción con materiales abstractos
(una idea preconcebida del individuo, una idea preconcebida de la justicia, etcétera) de una
realidad social determinada. Es la filosofía del “deber ser” puro. A partir de unos supuestos
ideológicos no demostrados, pero en los que se cree con fe, se trata de construir una sociedad
coherente con esos supuestos. Esta es la mecánica de todas las utopías, que imaginan cómo
debería ser la sociedad ideal y tratan de manejar la realidad para que encaje en ese molde
ideal. En general, la sociología desplegada por las ideologías modernas pueden definirse
como “ingenierías sociales”. En las últimas décadas, los teóricos ultraliberales (von Hayek,
por ejemplo) han tratado de reconvertir el concepto de ingeniería social para aplicarlo a
aquellos gobiernos que intentan intervenir en el mercado. Pero no dejemos que las palabras
nos engañen: el propio liberalismo, en la medida en que parte de una antropología
imaginaria, con unos conceptos abstractos del hombre y de las reglas sociales, es una
auténtica ingeniería social.

La otra visión, en la medida en que no parte de conceptos abstractos previos, sino de


realidades constantes y ajenas (o, por lo menos, previas) a la voluntad humana, no es una
ingeniería, sino una tarea de organización de la realidad social. Se trata de levantar acta de las
constantes de la realidad social, sin ideas preconcebidas. A partir de esa realidad, que incluye
tanto las pulsiones elementales del individuo como las tendencias naturales de los grupos y
sus formas de auto-organización, se formula una filosofía política que tratará de organizar la
realidad social para que funcione del modo más armonioso posible. Naturalmente, el
organizador podrá orientar el conjunto social hacia unos objetivos determinados, en función
de las necesidades del grupo y de los proyectos colectivos, y ahí entra el papel de la política;
pero lo que nunca hará será caer en la tentación de intentar crear un “hombre nuevo”, por

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ejemplo. Las formas tradicionales de organización social, así como buena parte de las ideas
sociológicas posmodernas, corresponden a este campo.

A partir de esta división de conceptos, la Sociología (concebida como la disciplina que


estudia el comportamiento grupal humano) se convierte en un campo de batalla ideológico.
Habrá una Sociología hecha a la medida de la ingeniería social, para justificarla, y habrá otra
Sociología pensada con el objetivo más modesto, pero más realista, de organizar
políticamente la realidad social sin violentarla. Es importante saber que, hoy en día, la
ingeniería social ha entrado en crisis; de hecho, y desde el punto de vista sociológico, la
ingeniería social está acusada de propiciar el totalitarismo, y eso incluye también a la
ingeniería social desarrollada en los ámbitos capitalistas y democráticos.

2. El modelo social moderno.-

El modelo social moderno es un reflejo directo de los presupuestos filosóficos de la


modernidad, examinados en las charlas anteriores. Los principios de individualismo,
igualitarismo y cosmopolitismo adquieren forma social y construyen una sociología
determinada. A partir de esos principios -que son, insistimos, ideológicos, no sociológicos-,
toman cuerpo diferentes interpretaciones del mismo modelo, cuya única diferencia es que
pondrán el acento en uno u otro de sus elementos, de sus principios: en el individualismo, en
el igualitarismo o en el cosmopolitismo. Pero el modelo básico, la matriz de la que proceden,
es idéntica.

Modelo social moderno:


Submodelo individualista: doctrina del Yo social (liberalismo)
Submodelo igualitario: doctrina de los Yoes iguales (socialismo)
Submodelo cosmopolita: doctrina del Yo puro (mundialismo)

La primera gran versión del modelo social moderno es la sociedad liberal, que toma al
individualismo como concepto-clave, como punto de referencia ideológico, y que se
corresponde con el esquema clásico del capitalismo. Aquí vamos a denominar a esta versión
doctrina del “Yo social”.

El eje de este modelo es el interés del individuo. El individuo y su interés -entendido,


evidentemente, como interés económico- se convierten en fuerza primaria de la vida en
sociedad. La que impulsa este modelo es la burguesía de los siglos XVII y XVIII. El burgués,
sometido a reglas políticas (aranceles, aduanas, etcétera) que limitan el beneficio económico
y a una organización social que le margina en beneficio de los otros estamentos dominantes,
imagina una sociedad perfecta en la que el derecho al beneficio no tendría límites, y trata de
justificar esa ambición mediante la santificación de los dos elementos principales de su
discurso: la santificación del individuo y la santificación de su interés. Así se llega, por
ejemplo, a formulaciones como la de La fábula de las abejas de Mandeville, según el cual
“Los vicios privados son virtudes públicas”, es decir que la avaricia y el egoísmo del
individuo revierten positivamente en el conjunto de la sociedad, en la medida en que
estimulan la competitividad, la libertad y la prosperidad. Son exactamente los mismos
argumentos que tratan hoy de legitimar el nuevo capitalismo internacional. Y es que es aquí
donde nace el modelo social del capitalismo, que ha llegado hasta nuestros días. Un modelo

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social, pues, que se caracteriza por poner el acento sobre el Individualismo, sobre el Yo.

Ahora bien, en días anteriores hemos visto cómo el Individualismo sería incoherente
sin otro de los grandes principios de la filosofía moderna: el igualitarismo. En efecto, para
sacralizar el derecho del individuo hay que aceptar acto seguido que todos los individuos
tienen iguales derechos (si no, caemos en una evidente injusticia). Sin embargo, el desarrollo
del modelo social individualista/capitalista a partir de los siglos XVIII y XIX dio lugar a una
situación de gran desigualdad social. A partir de ese momento “se activó” el segundo
principio, el del Igualitarismo, que estaba en germen en toda la literatura utópica y en la
propia filosofía ilustrada. Nace así otro submodelo social, siempre dentro del modelo social
de la modernidad, que pone el acento en la condición igual de todos los hombres -y,
naturalmente, reduce todo proyecto social a la obtención de esa igualdad, identificada con la
justicia-. Es lo que aquí vamos a llamar doctrina de los “Yoes iguales”.

La principal aplicación práctica del submodelo social igualitario ha sido el socialismo,


tanto en su vertiente autoritaria como en su vertiente democrática. Así se decantaron en su
momento dos modelos que prácticamente monopolizaron la oferta política. De hecho, entre
los años cincuenta y setenta el debate ideológico/político se centró en “una guerra entre dos
modelos de sociedad”: a un lado, el de la libertad, el individualismo, identificado sobre todo
con la derecha liberal; al otro, el de la igualdad, el socialista, identificado con la izquierda. El
hundimiento posterior del bloque comunista no ha afectado sustancialmente al modelo
igualitario, pero sí ha llevado a la reducción de ese doble frente (individualismo contra
igualitarismo) a un sólo modelo de sociedad: el social-liberal.

La fase actual del modelo social de la modernidad proviene de ese fin de la “guerra
entre dos modelos de sociedad”, que en realidad era una oposición entre dos variantes del
modelo social moderno. Esa “guerra” se ha intentado solucionar mediante el recurso expreso
a un tercer elemento característico de la ideología de la modernidad: el cosmopolitismo, es
decir, la presunción de que el Individuo es un “Yo” puro que debe romper todos sus vínculos
de carácter histórico, tradicional, étnico, cultural, etcétera, considerados como obstáculo para
la libertad. Estamos, pues, ante una tercera variante: la doctrina de los “Yoes puros”.

De hecho, el consenso sobre el actual “modelo de sociedad” sólo tiene sentido si se


acepta que todos los hombres, por definición, son individuos libres e iguales, y por tanto les
corresponde una sociedad universal sin diferencias de ningún tipo. La extensión de una
cultura mundial de masas basada en pautas de consumo homogéneas y en la difusión de un
mismo “imaginario” (es decir, una misma representación del mundo, con los mismos
“buenos”, los mismos “malos” y las mismas historias y relatos) es el principal vehículo para
materializar hoy la fase actual del modelo social de la modernidad, que pone el acento no ya
en el individualismo o en el igualitarismo, sino en el universalismo -o, si se prefiere, en el
mundialismo. Por eso es tan frecuente escuchar hoy, en la sociología cotidiana de los medios
de comunicación, cómo los sucesos que ocurren en países lejanos o en civilizaciones
distintas se interpretan, sin embargo, con los mismos criterios que se usan en Occidente. Por
la misma razón, se tiende a pensar -y ese es el nuevo dogma de fe del modelo social moderno,
del mismo modo que antes lo fue la santidad del interés individual o el carácter sagrado de la
igualdad- que todos los pueblos han de caminar hacia un sólo y único modelo social.
Entramos así en la fase crepuscular del modelo social moderno.

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3. La crisis del modelo social moderno.-

Como en otros aspectos, el modelo social de la modernidad ha entrado en crisis. Las


causas son tanto prácticas como teóricas. En general, podemos decir que hoy asistimos a la
convicción de que el modelo social de la modernidad no era la “forma natural de
organización” del género humano, como se ha creído durante más de dos siglos, sino que era,
simplemente, el producto de una determinada ideología, y que esa ideología ha chocado con
la propia realidad social.

Hemos hablado de causas prácticas de la crisis del modelo social moderno. Eso quiere
decir que el modelo social moderno ha demostrado no ser viable en ninguna de sus tres fases:
capitalista, socialista y cosmopolita. Dicho de otro modo: la fuerza de los hechos ha
demostrado que la propia realidad social escapa al molde en que la ideología moderna trató
de encajarlo. Véamos paso a paso por qué.

Lo que aquí hemos llamado doctrina del “Yo social”, es decir, la fase liberal-capitalista
del modelo moderno, ha degenerado en “ley de la jungla”. El submodelo primario, que es el
de la santificación del interés individual (aquel de “vicios privados, virtudes públicas”), ya
demostró en su momento que sólo conducía a una situación de injusticia extrema. El siglo
XIX vivió el horror de la explotación y el siglo XX vivió el horror de la revolución, mera
reacción de masas frente a un modelo social insoportable. Entre uno y otro, el submodelo
individualista ha provocado más millones de muertos que ninguna otra catástrofe a lo largo
de la historia. Hoy, cuando la modernidad entra en crisis, aparece un nuevo fenómeno
pendular que consiste en volver al modelo primario: es el neo-liberalismo norteamericano,
apuntado en la “era Reagan” y acentuado a partir de 1994 con la nueva mayoría republicana
en el Congreso. Este movimiento de péndulo encuentra su justificación en el hecho de que el
modelo alternativo a éste, el igualitario, ha demostrado ser ineficaz. Ahora bien, la eficacia
real del modelo individualista queda por demostrar. El mejor ejemplo es la propia sociedad
norteamericana, donde crecen a velocidad exponencial grandes bolsas de marginación
socioeconómica. Lo mismo ocurre en otros países de Europa. Y lo más notable es que, frente
a esta realidad radical, el neo-individualismo pretende resolver el problema diciendo que lo
mejor es no intentar resolverlo.

El proceso es básicamente el siguiente. Hasta el siglo XX, el modelo social capitalista


creó una sociedad dividida en ricos y pobres; todas las gigantescas convulsiones
sociopolíticas del primer tercio del siglo provienen, en buena parte, de esta fractura. Y por
eso, a partir del fin de la segunda guerra mundial, la sociedad de consumo trató de eliminar
las diferencias integrando a los pobres dentro del conjunto, es decir, trató de borrar la
marginación o, por lo menos, estableció la “conveniencia política” de intentar borrar esas
zonas de marginación, extendiendo a la periferia social la prosperidad del centro. Pero hoy
resulta que esas zonas de marginación, esa periferia social, no sólo no se ha integrado, sino
que además ha crecido por la dinámica económica del capitalismo. Lo que se propone
entonces es, simplemente, abdicar de la intención de integrar la marginación, renunciar a
integrar la periferia en el centro socioeconómico. Y eso es lo que estamos viviendo hoy.

Hay que decir que esta renovación de la fractura social es del todo coherente con la

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visión individualista: en la lógica neo-liberal, si un individuo de una sociedad libre no
consigue defender su interés económico, es porque, de hecho, está renunciando a ser
individuo, con lo cual se convierte no en víctima, sino en culpable. El problema es que este
planteamiento es absolutamente indefendible desde una óptica que no sea exclusivamente
económica. En primer lugar, porque renuncia a la noción de justicia social, que es un criterio
central en la política de las sociedades complejas; en segundo lugar, porque es una bomba de
relojería: si se deja a la periferia crecer sin medida, entregada a su propia suerte, terminará
volviéndose contra el centro.

No obstante, hay que ser conscientes de que si este “pendulazo” neo-liberal ha sido
posible, ello se debe sobre todo al fracaso del modelo social igualitario, que ha generado unos
sistemas políticos y económicos que, lejos de obtener los ansiados resultados de igualdad
universal, no han producido sino jerarquías más discutibles -la del terror policial, por
ejemplo- y grandes frustraciones personales. El igualitarismo social ha degenerado en “ley
del rebaño”.

En efecto, el igualitarismo es, en su raíz, contrario a la naturaleza humana, porque se


fija unas metas y unos objetivos completamente imaginarios. El resultado ha sido que todas
las políticas sociales igualitarias han conducido o bien a la violencia -la figura del “lecho de
Procusto”, característica del socialismo comunista- o bien a generar pasividad social –porque
se ha suprimido el requisito del esfuerzo personal y porque se penaliza la excelencia-, como
ha ocurrido en las políticas socialdemócratas. Las socialdemocracias europeas, que son el
ejemplo más acabado de igualitarismo contemporáneo, han producido unas sociedades
donde todo individuo considera que tiene derecho a esperarlo todo del Estado -o sea de los
impuestos de los demás individuos-, y que desde su nacimiento posee tantos derechos como
los demás. El problema aparece cuando el individuo aspira a determinados derechos no
escritos (por ejemplo, el estatus económico, el éxito académico, la fama, etc.) que son
producto del esfuerzo personal o del mérito individual. Ahí se produce un fenómeno de
frustración de expectativas. Y a medida que la sociedad se hace más compleja y las
expectativas crecen, más difícil resulta satisfacerlas, de modo que mayor es la frustración. El
modelo social igualitario trata de resolver el problema obligando a la gente a aceptar ese
requisito de igualdad como un “bien social”, pero en realidad no logra sino instaurar un
estado de injusticia permanente hacia los mejores. Ese patrón se reproduce en la educación,
en las relaciones laborales, en la política fiscal, etc. Si el modelo individualista (neo-liberal)
ha instituido la ley de la jungla, el modelo igualitario (socialdemócrata) ha instituido la ley
del rebaño. Ahora bien, el hombre, que no es un lobo, tampoco es un cordero: es un hombre.

Respecto al cosmopolitismo, que es el rostro actual del modelo social moderno, ha


degenerado en disolución colectiva. El cosmopolitismo social trataba de ofrecer una
respuesta a los problemas anteriores: el esfuerzo individual ha de ser recompensado en su
justa medida; al mismo tiempo, han de mantenerse unas ciertas cotas de igualdad social para
evitar conflictos internos. Sin embargo, el cosmopolitismo social tiene un punto débil: la
incapacidad de decidir al servicio de qué hay que poner ese esfuerzo individual y esa
igualdad mínima. El cosmopolitismo hace hincapié en el universalismo. Desde ese punto de
vista, todo valor social autónomo y toda identidad colectiva particular deben desaparecer
para dejar paso a un mundo único. Ahora bien, la gente pone sus esfuerzos al servicio de algo.
Ese “algo” es lo que da cohesión social a un conjunto humano. Y la única respuesta que

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puede dar el sistema es que ese “algo” es el propio sistema, es decir, una serie de mecanismos
económicos que garantizan un mínimo bienestar. Eso hace depender la cohesión social del
mayor o menor éxito del sistema económico, lo cual, a la larga, significa que una sociedad
planteará más o menos problemas de cohesión según sea menos o más rica. Por otra parte,
como el criterio del bienestar es fundamentalmente individual, la sociedad cosmopolita va
desagregándose lentamente, porque dejan de existir las instituciones tradicionales que antes
organizaban el conjunto social: la familia, el grupo profesional, etcétera. De esa manera, la
sociedad cosmopolita termina aunando tanto los defectos del modelo individualista como los
del modelo igualitario. Dicho de otro modo, el modelo cosmopolita es el “rostro humano” de
los errores sociológicos de la modernidad, pero no resuelve ninguno de los problemas
planteados.

Hemos visto hasta aquí las causas prácticas de la quiebra del modelo social moderno,
esa doctrina del Yo social. Pero a estas causas prácticas hay que sumar también los
numerosos estudios que han venido a converger en una amplia refutación teórica de ese
mismo modelo social. En este aspecto, como en muchos otros, el jaque mate a la filosofía
moderna lo han dado las ciencias y los estudiosos. Y en el caso concreto del modelo social, el
principal vector de crítica ha venido de la Etología, es decir, el estudio comparado de los
comportamientos animal y humano, que ha demostrado cómo el carácter social del hombre
es inseparable de determinadas pulsiones instintivas, y cómo el modelo social moderno es
contrario a esas pulsiones naturales. Aunque ya hemos visto algunas de estas críticas en días
anteriores, no vendrá mal volver a ponerlas sobre la mesa.

a) El instinto grupal. En primer lugar, el individualismo es absolutamente falso. Antes


al contrario, el estado natural del ser humano, del individuo, es el grupo. Desde que el
hombre es hombre, los humanos han formado grupos para hacer frente al medio exterior. Y
cuando ese medio natural ha dejado de ser hostil, los hombres han seguido formando grupos
para organizar su vida en común. La sociedad no se construye sobre un Yo, sino sobre un
Nosotros. No hay ni un sólo ejemplo de sociedad humana verdaderamente individualista. El
individuo sólo se define en tanto que existen los otros y en tanto que forma parte de algo.

b) El instinto jerárquico. Del mismo modo, el igualitarismo es un falso mito. En todo


grupo humano se crea inmediatamente una jerarquía en función de criterios diversos y
específicos: la edad, la sabiduría, la combatividad, etc. No hay ningún ejemplo histórico de
sociedad verdaderamente igualitaria. Incluso las civilizaciones que practicaban una suerte de
colectivismo agrario -por ejemplo, algunas sociedades amerindias primitivas- mantenían sin
embargo una fuerte jerarquía en otros campos ajenos al estrictamente alimenticio: la
posesión de mujeres, la conducción de la caza, etc. El igualitarismo no existe. El individuo
forma siempre parte de un grupo, y en ese grupo tiende siempre a buscar su propio lugar.

c) El instinto arraigado. Otro tanto ocurre con el cosmopolitismo, que es un mero


prejuicio ideológico sin base real alguna. Desde sus inicios, todo grupo humano tiende a
buscar instancias de identidad y de arraigo. En los animales primarios -y también en el
hombre-, la primera instancia de identidad y de arraigo es el territorio. En los grupos
humanos más evolucionados, esa territorialidad se traslada también a la cultura, es decir, a
los rasgos que forman la identidad colectiva. Esto no quiere decir que las culturas hayan de
ser como cajas cerradas, al contrario: toda cultura se construye con intercambios y con

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aportaciones de culturas diferentes, pero, precisamente, para que tales intercambios y
aportaciones sean posibles es necesario que existan culturas distintas y autónomas, que las
identidades se mantengan. Digámoslo así: yo no puedo intercambiar nada con Otro si yo no
sé quién soy yo. Una cultura es abierta en la medida en que guarda su identidad. Cuando esa
identidad no existe, el grupo se disuelve y la cultura desaparece -y con ella, el arraigo, que
pasa a buscarse en otro tipo de criterios sustitutivos: formas de vida, pautas de consumo, etc.,
pero incluso en este caso sigue existiendo la necesidad de arraigarse, aunque sea en instancias
de rango menor.

Así las cosas, el modelo social moderno se enfrenta hoy a una crisis sin precedentes. En
buena medida, la mayor parte de los problemas sociales que vemos a nuestro alrededor
pueden reconducirse hacia esta crisis general de la ideología social moderna. De manera que
en este punto, como en otros, la solución no puede limitarse a una serie de medidas de
ingeniería social capaces de solucionar tal o cual problema, sino que hay que ir al fondo de la
cuestión y esbozar un modelo social nuevo, capaz de pensar la sociedad de otro modo.

4. Nuevos modelos de filosofía social.-

Antes vimos cómo había dos formas de pensar la sociología: como ingeniería o como
organización filosófico-política de una realidad pre-existente. El modelo social de la
modernidad ha sido el de la ingeniería: concebir una “sociedad ideal” y tratar de que la
realidad encaje a golpes en la idea. A nosotros, por el contrario, nos corresponde más bien
proponer el otro camino: el de pensar la realidad social a partir de ella misma y, sobre esa
base, buscar vías de organización política (de la polis) que proyecten a la sociedad en la
historia.

Por otro lado, esa vía de la organización o auto-organización social está siendo la más
explorada por la sociología de nuestros días. La sociedad posmoderna, en efecto, parece
caminar espontáneamente hacia formas nuevas que ya no se pueden entender con los criterios
sociales modernos. En días anteriores hemos visto cómo la sociedad posmoderna estaba
gobernada por un conjunto de valores en contradicción: narcisismo e igualitarismo,
hedonismo y solidaridad primaria, etcétera. El sociólogo más abierto hacia esta nueva
realidad es el francés Michel Maffesoli. A su juicio, la sociedad posmoderna vendría a
caracterizarse por las siguientes características:

- Retorno del tribalismo. Reencantamiento del mundo e ideal comunitario. Desde hace
unos años venimos percibiendo un fenómeno antes inexistente: la aparición de tribus, que no
son (sólo) las tribus urbanas, sino que son cualquier tipo de agrupación con sentimientos
comunes. Ese tribalismo se expresa, ante todo, por la creación de una sensibilidad -no
racional, no política, no técnica- común y por la voluntad de formar parte del grupo. Por
ejemplo: la peña de un equipo de fútbol, la asociación informal de lectores de tal o cual
escritor, etc.

- Aparición de la subjetividad de masas frente a la subjetividad individual, ya saturada.


El sujeto que forma parte de ese grupo tribal ya no es un individuo que decide ser parte de
algo, sino que alcanza su subjetividad desde el momento en que ha entrado a formar parte del
conjunto. Todos los sociólogos y los psicólogos saben que el sujeto no se comporta igual

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cuando está solo que cuando está en grupo. Lo que hoy estaríamos viendo es un creciente
gusto por comportarse conforme al patrón del grupo. Esas subjetividades, por otro lado, no se
expresan a través de opiniones comunes o de filiaciones semejantes, sino mediante unas
“emociones” o “vibraciones” compartidas. Volvemos al ejemplo de la peña de fútbol, pero
también al de los amantes de la música celta, por ejemplo. A ello hay que añadir el hecho del
resurgimiento de los localismos: frente a unas sociedades cada vez más masificadas y donde
se borra la distinción entre el pueblo y la ciudad, la gente tiende a crear sus propias
estructuras de socialidad a escala local, y ese fenómeno es tanto mayor cuanto más
desarrollada técnicamente es la ciudad donde se mueve.

- Principio de relación frente a principio de individuación. Hasta ahora la sociología


partía del individuo como hecho básico de lo social; eso era el llamado “principio de
individuación”. Ahora empieza a considerarse -por otra parte, con toda lógica- que el hecho
básico no es el individuo, sino la capacidad relacional del individuo con el grupo y viceversa,
es decir, el “principio de relación”, que no se agota en el sujeto. En ese sentido, la situación
del sujeto frente al grupo deja de ser meramente racional, como correspondía al modelo
moderno del cálculo individual, y pasa a ser, sobre todo, emotiva, afectiva.

La sociedad que estamos viendo nacer se guía más por estos principios que por los de la
modernidad -individualismo, racionalismo, etc-.

Por otra parte, en los últimos años se ha desarrollado, sobre todo en los Estados Unidos,
una corriente crítica altamente interesante frente al modelo social de la modernidad. Se trata
de los llamados comunitaristas (Etzioni, Sandel, Taylor, MacIntyre, etc.). Los puntos
centrales del comunitarismo son los siguientes:

- El hombre es, antes que sujeto, un animal político y social.


- El hombre en sociedad no es un Yo. La vida en sociedad debe ser entendida desde el
paradigma del Yo y Nosotros (I & We paradigm).
- Los derechos del sujeto no son atributos universales y abstractos, sino la expresión de
los valores propios de una colectividad o de un grupo diferenciado.
- La justicia estriba en adoptar un tipo de existencia caracterizado por los conceptos de
solidaridad, reciprocidad y bien común.
- El Estado no es un mal, sino la expresión colectiva y organizada de esas aspiraciones.
- Todo ser humano está inscrito en una red de circunstancias naturales y sociales que
van más allá de la individualidad.
- La comunidad es la sustancia ética (Hegel) de la vida del sujeto. Por tanto, reducir la
ciudadanía a una pertenencia económica y a un voto político cada cuatro años es una forma
de arruinar la vida individual.

Los comunitaristas deben ser situados dentro del ámbito intelectual norteamericano,
hoy dominado por el enfrentamiento entre liberales (social-liberales) y libertaristas
(ultraliberales). Son categorías muy alejadas de la realidad intelectual europea; de hecho, los
comunitaristas no podrían encajar exactamente en ninguno (de los movimientos de ideas que
aquí conocemos. Pero su interés es evidente, en la medida en que han planteado una crítica
radical al modelo social moderno en el mismo escenario donde más ha arraigado ese modelo
social.

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A todo ello hay que añadir que las disciplinas científicas y la reflexión contemporáneas
están proporcionando nuevos modelos teóricos que pueden servir de base o de patrón para
apuntalar la nueva idea de lo social. El modelo teórico de la idea social moderna era el
mecanicismo, metodología de moda en los siglos XVII y XVIII, y que explicaba los
fenómenos mediante un esquema simple de causa-efecto y de relaciones mecánicas entre los
cuerpos (y también entre los hombres, entre esos Yoes aislados que supuestamente
componen la sociedad). Hoy las cosas han cambiado, se camina hacia un nuevo paradigma
científico y, por tanto, parece lógico pensar que de ahí nacerán instrumentos útiles para
pensar la realidad social. En el caso concreto que estamos estudiando, los nuevos modelos
teóricos son sobre todo tres: la Teoría General de Sistemas, el neo-organicismo y el Holismo.

La Teoría General de Sistemas explica toda realidad como una relación de


apoyo/conflicto permanente entre los diversos componentes de un conjunto. La lógica
mecanicista era binaria y lineal: las fuerzas o se atraían o se repelían, los objetos eran lo que
eran y no podían ser otra cosa. Por el contrario, la lógica sistémica es plural y circular: los
objetos y las fuerzas actuarán de un modo u otro en función del lugar que ocupen en el
sistema; un mismo objeto podrá ser contradictorio con el conjunto en función del lugar que
ocupe y en función del lugar que ocupen los otros objetos. Un individuo en un conjunto
social ya no será sólo un individuo (principio de individuación) sino que será un ciudadano
español residente en Laredo, casado y con tres hijos, padre de familia y profesional de la
metalurgia, y su función social es inseparable de todas esas características. Ese mismo
individuo, en otra situación distinta, ya no sería ese individuo.

El neo-organicismo incide en ese carácter inevitablemente relacional de toda realidad


singular. Tras un notable éxito científico a principios de nuestro siglo, el organicismo ha
vuelto a aparecer con cierta fuerza en el campo biológico. Básicamente, podemos definirlo
así: el organicismo consiste en admitir que el sistema de todos los seres vivos (pasados,
presentes y futuros) constituye una unidad orgánica donde cada elemento obtiene sus razones
de ser más íntimas de todo lo que le rodea. La naturaleza, por ejemplo, no nos muestra sólo
mecanismos de predación y de selección, sino también de interdependencia, de mutualismo,
de complementariedad y de cooperación armoniosa. Por ejemplo: un lobo se come a un
cordero; al hacerlo no sólo está cumpliendo una función de regulación de la población de
corderos y de la población de lobos, sino que también desencadena muchos otros
mecanismos naturales que son, a la larga, los que dan la razón de existir al lobo. Vayamos a la
sociedad humana: un hombre tiene un hijo. Al hacerlo no sólo está garantizando la
continuidad de su linaje individual, sino que está manteniendo la población escolar, está
asegurando nuevos reclutas para el ejército, facilitará la continuidad de la cultura social,
añadirá nueva mano de obra al mercado de trabajo, etc., y cada uno de estos subsistemas, a su
vez, actuarán sobre los que le rodean. Organicismo es aquella concepción según la cual cada
acción forma parte de un orden; en lo social, el organicismo social será aquella concepción
según la cual cada acción del sujeto alcanza su verdadero sentido en la medida en que actúa
sobre y a través de los órganos constitutivos de la sociedad.

En la base de todas estas concepciones hallamos ecos de lo que se denomina Holismo.


En el fondo, en efecto, Teoría General de Sistemas y organicismo son interpretaciones de la
realidad muy semejantes. Ambas se basan en una concepción global (esto es, no

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reduccionista) de la realidad, donde ningún objeto de análisis puede ser estudiado con
independencia absoluta del conjunto (o el sistema, o el órgano) al que pertenece; más aún: el
objeto sólo tiene sentido en la medida en que forma parte de algo, de ese sistema, de ese
órgano. Sin embargo, la filosofía de fondo de estas concepciones no es nueva, sino tan
antigua como la sabiduría tradicional: se llama Holismo (del griego holon, “Todo”) y se
puede reducir al siguiente lema: “Todo está relacionado con Todo”. Así, si un elemento del
conjunto varía, el Todo se ve afectado. En el caso concreto de la filosofía social, esto
significa que no es posible pensar al sujeto, a la organización, al partido o a la familia como
entes individuales y autónomos, sino que han de ser pensados dentro de su contexto. Un
hombre en un conjunto político no es sólo un hombre, un número en el censo que vota cada
cuatro años, sino un ciudadano, y eso implica una serie de derechos y de deberes que ponen a
ese hombre en relación con los demás y consigo mismo. El Holismo es la forma científica
tradicional de pensar la globalidad.

5. Comunidad y Sociedad.-

Hay, por tanto, dos formas de considerar la realidad social: o como agregado de
individuos (Yoes) intercambiables entre sí, según quiere el pensamiento moderno, o como
conjunto estructurado de individuos, organizaciones e instituciones, lo cual incluye la
relación entre todos estos elementos. Las nuevas tendencias metodológicas y la sabiduría
tradicional se dan la mano hoy, porque, desde el Holismo hasta la Teoría General de
Sistemas, todo apunta hacia una reconsideración de la globalidad, la totalidad. En la historia
de la Sociología, este cambio de paradigma ha de ser puesto en relación con uno de los
episodios fundamentales del devenir del pensamiento sociológico: la distinción hecha por
Ferdinand Tönnies entre Comunidad (Gemeinschaft) y Sociedad (Gesellschaft).

La Sociedad, para Tönnies, es la forma social propia de la modernidad y se caracteriza,


fundamentalmente, por el hecho de que el sujeto abraza consciente e individualmente su
pertenencia a un grupo, previo cálculo de su interés personal. Es lo que Durkheim llama
“solidaridad mecánica”. La estructura física de la Sociedad podría obedecer al siguiente
esquema: Sociedad=Individuo+Individuo+x.

La Comunidad, por el contrario, es la forma social propia del mundo antiguo y se


caracteriza por el hecho de que el sujeto es parte de ella desde el mismo momento de su
nacimiento. El sujeto no tiene opción: forma parte de la Comunidad, que le impone sus
deberes y, a su vez, le protege; y forma parte de la Comunidad a través de instituciones
intermedias como la familia, el gremio, etc. Es lo que Durkheim llama “Solidaridad
orgánica”. Su esquema sería el siguiente: Comunidad=Individuo+ Familia+ Gremio+
antepasados+vecinos+x.

Todos los cambios en nuestra concepción de la sociedad -todos esos fenómenos que
acabamos de ver: el tribalismo, el comunitarismo, etc.- deben ser puestos en relación con esta
vieja polémica entre Comunidad y Sociedad. Así, veremos que las formas sociales que hoy
surgen no son societarias, es decir, modernas, sino comunitarias, esto es, pre-modernas o
posmodernas. Y veremos también que toda superación del modelo social de la modernidad
pasa por una reconsideración del viejo modelo de la Comunidad, que parece mucho más apto
para el nuevo marco que hoy se dibuja.

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Veamos ahora cómo aplicaríamos el esquema Sociedad vs. Comunidad en tres
ejemplos concretos que constatamos todos los días en nuestra vida cotidiana: el aborto, la
inmigración y la insumisión.

Tomemos, en primer lugar, el caso del aborto. El aborto (entendido como el derecho
“libre y gratuito” a la interrupción artificial del embarazo) trata de justificarse mediante el
argumento de que la mujer tiene derecho a elegir sobre lo que hace con su propio cuerpo.
Ahora bien, ese argumento sólo tiene sentido si consideramos los hechos sociales desde un
punto de vista estrictamente individualista (moderno), es decir, si convertimos a la voluntad
individual de una mujer concreta en única instancia de decisión. Por el contrario, desde una
lógica comunitaria ese argumento no tendría sentido, porque en el hecho del aborto o del
alumbramiento no intervendría sólo una voluntad, y ni siquiera sólo dos voluntades (la de la
mujer y la del feto), sino también el interés social, los deberes de la comunidad hacia ese niño
no-nato, los deberes de esa mujer hacia la comunidad, etcétera. Por eso el argumento del
aborto libre y gratuito, hoy esgrimido por la izquierda, es en realidad un argumento
individualista y burgués, y por eso es tan difícil ponerle freno desde la propia lógica del
modelo social de la modernidad. Por el contrario, el argumento comunitario pone un
obstáculo insuperable: la decisión sobre una cuestión que afecta a otro miembro de la
comunidad no puede ser sólo una decisión individual.

Algo muy semejante ocurre con la integración (es decir, la laminación) cultural de los
inmigrantes. Desde el punto de vista del modelo social moderno, que es individualista, no
hay obstáculo alguno para que las poblaciones inmigradas sean obligadas a abrazar nuestro
ordenamiento legal, nuestra lengua y nuestra religión: al fin y al cabo, se trata de individuos
que, como tales, han de aceptar las mismas condiciones que todos los demás individuos, y
nosotros, por nuestra parte, tenemos que aceptarlo así, porque para eso son individuos como
nosotros. Ahora bien, si en lugar de ver al inmigrante como a un individuo
universal-y-abstracto exactamente igual a cualquier otro individuo universal-y-abstracto, lo
vemos como a un sujeto vinculado a un ámbito cultural determinado, con unas aspiraciones
socioeconómicas concretas, con una identidad específica no intercambiable por otra y, por
consiguiente, como un miembro sólo provisional de la comunidad, en ese caso el criterio
abusivo de la integración tendrá que ser revisado y sustituido por otro que reconozca su
dignidad, pero que no atente contra su identidad.

Tercer “ejemplo de campo”: la insumisión. El concepto de la insumisión es distinto al


de la objeción de conciencia, pero su origen es el mismo (la autonomía absoluta de la
conciencia individual que predicaba el calvinista Hugo Grocio) y puede decirse que la
insumisión es, simplemente, una radicalización de la objeción. La objeción forma parte
también del acervo ideológico moderno y se basa en la presunta superioridad absoluta de la
conciencia individual sobre las exigencias sociales o comunitarias: sólo en la conciencia
individual -se nos dice- reside la moral. Por tanto, el individuo tiene derecho a oponerse
(objetar) a determinadas obligaciones. La insumisión lleva éste planteamiento hasta el
extremo: la conciencia individual tiene derecho a objetar cualquier obligación que se
considere disconforme con la propia moral, con la propia conciencia. Este planteamiento es
absolutamente irreprochable si consideramos la sociedad como un mero agregado de
individuos movidos por el cálculo racional, como presume el modelo social de la

65
modernidad. Sin embargo, desde el punto de vista comunitario la insumisión no tiene
sentido, al contrario: se considera como un “atentado social”. ¿Por qué? Porque supone una
ruptura unilateral de la relación comunitaria, relación que es previa al propio sujeto. Otra
cosa sería la objeción de conciencia: la comunidad puede aceptar que uno de sus miembros
rehúse cumplir ciertos deberes, siempre y cuando se obligue (o se deje obligar) a cumplir
otros. En todo caso, en el esquema comunitario la conciencia individual nunca gozará de la
categoría de valor absoluto y único de Verdad.

6. Construir un nuevo modelo social.-

A través de las ideas expuestas hemos visto cuál es la situación del modelo social en
nuestro tiempo. ¿Qué alternativa se puede plantear? Ante todo, hay que huir del error de
hacer “ingeniería social”, tan común en todas las políticas de la modernidad. Nadie
conseguirá jamás que el hombre sea bueno, o que sea igual a todos los hombres, o que sea
eternamente dichoso, o que todos los niños tengan la inteligencia de Goethe, como decía
Trotski que ocurriría cuando llegara el comunismo, ni que los mares manen limonada, como
llegó a decir Fourier en sus peores delirios. Más bien, la alternativa tiene que levantar acta de
la realidad social, conocer bien sus constantes para no violentarla, mantener una idea global
(holística) del todo comunitario y defender su cohesión. El objetivo principal habrá de ser
organizar armónicamente el conjunto para que sea fiel a sí mismo (a su identidad) y para que
pueda proyectarse en la historia, y garantizar la circulación de las legítimas aspiraciones
individuales en el interior de la comunidad, donde cada cual pueda cumplir su función en el
conjunto (holismo).

*
Bibliografía:

- BALANDIER, Georges: El desorden. La teoría del caos y las ciencias sociales,


Gedisa, Barcelona, 1989.
- BENOIST, Alain de y FAYE, Guillaume: Las ideas de la nueva derecha, Nuevo Arte
Thor (cit.).
- DUMONT, Louis: Homo Hierarchicus, Ed. Aguilar, Madrid, 1971; Ensayos sobre el
individualismo, Alianza (cit.).
- MAFFESOLI, Michel: El retorno de las tribus, Ed. Icaria (cit.).
- MULHALL, Stephen y SWIFT, Adam: El individuo frente a la comunidad, Ed.
Temas de Hoy, Madrid, 1996.
- SIMMEL, Georg: Sociología (I y II), Revista de Occidente, Madrid, 1977.
- SOLÉ, Carlota: Ensayos de teoría sociológica. Modernización y postmodernidad,
Paraninfo, Madrid, 1987.
- TÖNNIES, Ferdinand: Comunidad y sociedad, Península, Barcelona, 1990.
- WEBER, Max: Sobre la teoría de las ciencias sociales, Península, Barcelona, 1971.
- WINKLER, E. y SCHWEIKHARDT, J.: El conocimiento del hombre. Expedición
por la antropología, Planeta, Barcelona, 1985.

66
VII

La sociedad de la información:
el problema de la influencia social de la televisión

No es posible imaginar la vida actual sin la presencia de la televisión. Los datos de


Ecotel y del Estudio General de Medios en los últimos años estiman que la cifra de españoles
que se ponen diariamente delante del televisor se sitúan entre 25 y 30 millones de personas.
Encuestas oficiales (por ejemplo, la del Ministerio de Cultura) señalan que en el 96% de los
hogares españoles hay al menos un aparato de televisión.

1. La televisión.

La televisión se ha convertido en la reina de la comunicación en todos los países


desarrollados. En los hogares, ha ocupado el lugar del fuego como punto central de la vida
doméstica; en la sociedad, se ha convertido en el escenario principal de la vida comunitaria.
Los padres dicen que sus niños deben ver televisión para no “aislarse” de sus compañeros;
los intelectuales, por su parte, tratan de aparecer lo más posible en la pequeña pantalla para
publicitar mejor sus obras y sus ideas; los políticos han hecho del control de la televisión uno
de sus objetivos primordiales, y los comerciantes, a su vez, han descubierto que la publicidad
televisiva no es sólo un magnífico instrumento de venta, sino también un poderoso medio de
control de la información. Toda nuestra vida gira, cada vez más, alrededor de la televisión.

En estas condiciones, es difícil dudar de la enorme influencia del medio televisivo. Es


un hecho que la televisión influye, cada vez en mayor medida, en los comportamientos
sociales: no sólo en la decisión de comprar uno u otro producto o de votar a uno u otro
partido, sino también en nuestra forma de vestir, en nuestra forma de hablar y en las
referencias de la vida cotidiana. Los personajes de la televisión son tema común de
conversación en los bares o en los mercados (¿quién no conoce a Raffaella Carra o a Loles
León?), los niños adornan sus juegos con las músicas de los anuncios (”Hoy me siento
Flex”), el último capítulo de un culebrón es capaz de detener la vida de un país (así sucedió
con el caribeño Cristal), las gentes construyen su visión de la historia a partir de los
argumentos de los relatos televisivos (quiénes son los buenos, quiénes los malos) y un hecho
televisivo (por ejemplo, el intempestivo empeño de Francisco Umbral en que se hablara de su
último libro en un determinado programa) puede alimentar las charlas de los comunicadores
durante varias semanas y, más aún, permanecer en la memoria colectiva durante más tiempo
todavía. Sí, sin ninguna duda: la televisión influye en los comportamientos sociales.

Pero esta constatación lleva aparejada una pregunta: ¿Qué hace, mientras tanto, el
sujeto? El individuo -se presume- sigue siendo un ser dotado de libertad de decisión, lo cual
le haría capaz de arbitrar la influencia de la televisión en uno u otro sentido. Mientras exista
un dedo índice dispuesto para apagar el receptor, siempre será posible desviar o detener la
influencia de la televisión; mientras el sujeto siga siendo un ser autónomo, siempre podrá
decidir si ha de obedecer a los mensajes publicitarios (también series como Sensación de
vivir son mensajes publicitarios) o ignorarlos; en definitiva, y al menos desde un punto de

67
vista teórico, mientras el sujeto tenga voluntad siempre será posible optar entre vivir
conforme a lo que la televisión prescribe o vivir conforme a lo que el propio sujeto decide en
cada instante.

La cuestión, sin embargo, es saber si el sujeto es capaz de huir de la televisión. ¿Es


posible vivir al margen de la televisión? ¿Es posible vivir fuera de los cauces de
comportamiento que la televisión instituye? Eso significa preguntarse si es posible esperar
una reacción colectiva mediante la cual la mayoría de la sociedad, de común acuerdo, decida,
por ejemplo, que la televisión está bien para entretenerse, pero que no debe influir a la hora
de adoptar pautas de comportamiento, remitiendo éstas a otros factores como la tradición, la
cultura autóctona, la religión, los libros, una ideología, etcétera. Ahora bien: ¿De verdad es
posible encauzar, controlar una dinámica como la de la comunicación de masas, en cuya
misma esencia hallamos una clara vocación de universalidad técnica? ¿Es posible utilizar la
televisión sólo como instrumento, con independencia de la naturaleza misma y de la
vocación de ese instrumento? ¿Es posible hacer las cosas de modo que la televisión no nos
influya?

Esta disyuntiva nos conduce a un nuevo interrogante: ¿Es posible separar instrumento
(televisión) y contenido (programación)? El contenido de nuestra televisión, ¿es
necesariamente el que es ahora o podría ser otro distinto? Si así fuera, si el contenido de
nuestra televisión pudiera ser otro, habría que mirar hacia aquellos que son responsables de
los contenidos de la televisión, esto es, hacia los programadores, pues en manos de los
programadores estaría la decisión de hacer televisión de uno u otro modo. ¿Qué lleva a los
programadores a hacer un tipo de televisión cada vez más definido, basado en los concursos,
la publicidad, los reality shows, etcétera? ¿Estamos ante un caso de maldad extrema por parte
de un determinado sector de profesionales? ¿O es que acaso el propio instrumento televisivo
exige ese lenguaje, ese contenido? ¿Qué criterios utilizan los programadores para decidir la
programación con que nos obsequian? ¿Existen unos baremos determinados? Nuestra tesis es
que sí: el propio medio impone esos criterios de programación, porque esos criterios son los
que rigen en el ámbito de la comunicación de masas.

Así las cosas, nos encontraríamos con el siguiente paisaje: disponemos de un medio de
comunicación que no podemos controlar desde su interior. Sólo hay una forma de controlar
la televisión: haciendo que la televisión refleje a posteriori la cultura social. Pero lo que
tenemos es más bien lo contrario, a saber, un instrumento que está definiendo y produciendo
en todo momento esa misma cultura social, un producto que se ha convertido en productor.
¿Es posible variar las cosas? Ello significaría tanto como hacer borrón y cuenta nueva,
definir ex novo el papel de la televisión en nuestras sociedades, y hacerlo no desde posturas
próximas al propio medio, sino desde fuera de él. A enunciar esa definición se dirige el
siguiente texto.

2. Qué es la comunicación.

La televisión es un instrumento para la comunicación. ¿Y qué es la comunicación?


Empecemos por los niveles más elementales. La comunicación es una de las actividades
primarias de los animales superiores. El etólogo W. John Smith la define como “cualquier
intercambio de información de cualquier fuente” (1). Ese intercambio, esa comunicación se

68
materializa mediante actos-señales por los que un ser vivo comunica a otro sus intenciones.
Esos actos-señales se han llamado, en Etología, displays, según el término acuñado por
Huxley (2). El cortejo del somormujo o los aullidos de un lobo son actos de display. Y nótese
cuál es la función del display: introducir una nueva información en el comportamiento social,
ya se trate de una colmena de abejas o de una colonia de orangutanes. Todo acto de
comunicación, por elemental que sea, tiene una influencia social inmediata. Y si esto ocurre
entre las especies animales más primarias, cuánto más no ocurrirá en el hombre, que ha
creado la estructura social más densa y compleja de todas cuantas existen en la naturaleza.

Toda comunicación crea pautas nuevas de conducta. Por tanto, es lógico suponer que
aquella comunicación capaz de encontrar un canal de recepción masivo tendrá una influencia
aún mayor. El receptor podrá hacer caso omiso del mensaje o podrá actuar en consecuencia;
lo mismo da. El hecho es que el mero término “comunicación” implica un cambio inmediato
en la conducta social: un lobo nunca volverá a comportarse igual después de haber sido
acobardado por los gruñidos de un macho más fuerte, del mismo modo que un vascón del
siglo VIII empezaría a comportarse de un modo completamente distinto cuando supo que se
acercaban los árabes. Toda comunicación implica un cambio de conducta; toda
comunicación social, implica un cambio de conducta social.

Pero, en nuestro siglo, la comunicación de masas, y especialmente la información


audiovisual, ha variado mucho las cosas. No es que la televisión no influya, al contrario; lo
que pasa es que la televisión influye de un modo nuevo. Y no se trata de una cuestión
cuantitativa (un medio más poderoso con mayor capacidad de acción), sino que estamos
hablando, fundamentalmente, de un cambio cualitativo. Cuando el somormujo lavanco
obedece a un display, o cuando el vascón del siglo VIII se arma al conocer que los árabes
asoman la punta de la nariz por la Rioja, ambos están respondiendo a un estímulo que
procede de su medio más directo. En sus aspectos básicos, el proceso no es muy diferente del
que se produce cuando Goethe se entera de que el joven Gerard de Nerval ha traducido
Fausto al francés. En todos estos casos, por dispares que nos puedan parecer, la mecánica es
la misma: la comunicación se establece dentro de un mundo de referencias común, un mundo
de representaciones compartidas. Toda comunicación ejerce una influencia, porque la
comunicación funciona en el interior de un mundo concreto, con representaciones
compartidas por todos los actores. Por así decirlo, toda esa información circula en un mismo
escenario.

Ahora bien: la información audiovisual ha roto el escenario. Con la televisión, la


información deja de estar vinculada a un mundo de representaciones comunes. Gilbert
Cohen-Séat y Pierre Fougeyrollas sostienen que los medios audiovisuales han desarraigado
la representación del mundo: “Antes de la aparición de los medios audiovisuales, el
conocimiento que recibían los individuos provenía, en primer lugar, de su medio ambiente
inmediato, y en segundo lugar, de los enunciados, dichos o escritos, que desempeñaban el
papel de mediadores entre este medio ambiente y el resto del mundo que podía relacionarse
con él. Hoy el cine, la televisión y las imágenes que de ellas resultan, distribuyen a las masas,
cada vez más numerosas y densas, materiales informativos que no son en la mayoría de los
casos -o, por lo menos, no necesariamente- ni extraídos de su medio ambiente próximo, ni de
nada que, a primera vista, se relacione con él, y que no han sido formulados según los
términos del grupo (...) Es como si la evolución de la información de lo verbal a lo visual

69
hubiese desarraigado la representación del mundo y la hubiese liberado, por lo menos
parcialmente, de los lazos que antaño la unían al medio natural y social” (3).

La televisión, por consiguiente, no es sólo un medio más, un mero instrumento. La


televisión crea una determinada forma de entender la realidad, una forma de percepción
desconocida hasta ahora. Por eso Cohen-Séat y Fougeyrollas creen que el hombre, con las
técnicas de comunicación de imágenes a las masas, se ha convertido en algo distinto a lo que
era antes, se ha convertido en otro tipo de hombre. A ese tipo nuevo de hombre le
corresponde un nuevo tipo de realidad: una realidad desarraigada, flotante, sin vínculos con
un medio ambiente específico o con una cultura concreta.

¿Qué realidad es ésa? Obviamente, se trata de la realidad de la técnica: una realidad


cambiante, universal, sujeta a transformaciones contínuas, separada de los mundos de
valores que habíamos conocido hasta ahora. La televisión, en efecto, influye, pero no (o no
sólo) porque sea capaz de llegar a mucha gente, sino, sobre todo, porque llega de un modo
nuevo e inapelable. Con la televisión aparece un nuevo tipo de realidad. Y esa es la realidad
de nuestro mundo.

3. El lugar del sujeto.

José Luis Pinillos dice que “La televisión ha conseguido lo que habría maravillado a un
Aristóteles, a saber: manejar la forma de las cosas, sin su materia, jugar con la pura similitud
de lo real” (4). En efecto, estamos ante una multiplicación hasta el infinito de la forma y la
apariencia. Pero la gran pregunta, ahora, es saber cómo reacciona el sujeto ante esta nueva
forma de comunicación. Todo parece indicar que reacciona de un modo diferente a como
reaccionaba en el marco de la comunicación verbal, ya fuera oral o escrita. Y, desde luego, no
reacciona de forma positiva. Con la técnica audiovisual, el sujeto cambia de lugar en la
relación comunicacional. Según Mario Perniola, el efecto de los medios de comunicación de
masas es disolver la subjetividad del espectador, alejarle del mundo de imágenes y
representaciones que hasta ahora era el suyo, “arrebatarle su condición de actor y convertirlo
en cosa” (5).

¿Por qué ocurre todo esto? Porque el sujeto se ve desvalido ante un cúmulo de
informaciones que no puede digerir con la suficiente soltura. Cohen-Séat y Fougeyrollas
sugieren que la imagen produce el impacto sobre nuestro cerebro sin que nos haya dado
tiempo a activar los mecanismos de control necesarios (6). Según esa tesis, lo verbal
–insistimos: tanto oral como escrito- afectaría en primer lugar a los centros superiores y a los
mecanismos ya “instalados” de nuestra vida intelectual y psíquica; lo verbal atraviesa los
filtros del raciocinio, y sólo raramente alcanzaría la sensibilidad neurovegetativa, lo cual
limita sus efectos. Por el contrario, la acumulación de imágenes llamativas y en rápida
sucesión haría que la intuición y la afectividad entraran en juego antes de que las instancias
de control de la personalidad hayan llegado a estar en condiciones de captar los mensajes
intencionales. La televisión actúa sobre el instinto, no sobre el raciocinio. Es como si la
televisión atacara por la espalda a nuestro sistema de defensa, a los dispositivos protectores
de nuestro entendimiento. De ese modo, el individuo ya no puede ejercer sobre la imagen el
mismo control que ejercía sobre la información verbal. El premio Nobel de Medicina Konrad
Lorenz lo expresa de este modo: “La excitación instintiva reprime el comportamiento

70
racional, el hipotálamo bloquea el córtex” (7).

Esta alteración psicológica produce a su vez nuevos cambios en la naturaleza de


nuestra cultura y de nuestro comportamiento social. Una cultura es una imposición de
formas: un grupo mira alrededor de sí e interpreta el mundo de un modo determinado, le
otorga unas formas para aprehenderlo. La información visual, que es pura forma, suplanta
esta operación colectiva y la somete al arbitrio de la reproducción técnica de imágenes. De
ese modo, las culturas tienden a perder su especificidad en el mundo de la imagen técnica. En
efecto, como explican Cohen-Séat y Fougeyrollas, grupos e individuos “difieren
principalmente en sus representaciones intelectuales, en su afectividad consciente y en sus
representaciones biográficas”. Recordemos lo antes dicho acerca de la cultura como
instancia fundamental de la naturaleza humana. Pues bien: la imagen, que según hemos visto
trastorna las instancias superiores del psiquismo, trastorna también esos mecanismos de
diferenciación. Por eso la imagen tiende a uniformar las diferencias y a alterar la jerarquía de
lo superior y lo inferior.

Ahora bien, lo único que resulta de ahí es que los individuos, al perder las referencias
colectivas tradicionales, flotan sin ancla en ese nuevo mundo de imágenes. El sujeto, que en
la lógica moderna era un ser libre y consciente en plena auto-construcción, se convierte en
una suerte de Narciso que busca un vínculo sólido al mundo consumiendo una tras otra todas
las imágenes de la pantalla, pero que, precisamente por la profusión de esas imágenes,
termina desechándolas. Así explica Lipovetski el narcisismo contemporáneo: “Una forma
inédita de apatía hecha de sensibilización epidérmica al mundo a la vez que de profunda
indiferencia hacia él: paradoja que se explica parcialmente por la plétora de informaciones
que nos abruman y la rapidez con que los acontecimientos mass-mediatizados se suceden,
impidiendo cualquier emoción duradera” (8).

Nuestras mentes se mueven ya en un mundo nuevo. Es ese mundo fluido, líquido e


inaprehensible que se ha llamado Iconosfera, a saber: el imperio de las imágenes, cada vez
más numerosas, pero cada vez más insignificantes. Esta tiranía icónica se convierte en una
permanente amenaza para nuestro psiquismo, se convierte en un elemento de vulnerabilidad
humana. Eso es especialmente perpectible en los niños. Como escriben Faye y Rizzi, “El
niño es abandonado, en un contexto permisivo, solo y ‘libre’ frente a los medias y los
aparatos electrónicos. Aparece errante entre una jungla de signos que puede ‘comprender’
técnicamente, pero de donde no obtiene ningún sentido. Se convierte en un ser neo-primitivo.
Drogado por los media, ve continuamente cómo se alza una pantalla artificial entre él y el
mundo... Es de temer que las generaciones así educadas ya no sean capaces de valorar la
realidad, de descodificar el mundo exterior: la pasividad colectiva nace del embrutecimiento
individual” (9).

4. ¿Es posible otra comunicación social?

Todas estas reflexiones acerca de la televisión, formuladas desde la psicología y desde


la sociología, nos conducen a una conclusión clara: el problema de la televisión no está en los
programas que emite; el problema de la televisión está en ella misma. Eso, de todas formas,
no quiere decir que sea banal la pregunta acerca de cuáles deben ser los contenidos
televisivos. Una de las características esenciales de la televisión es que no podemos

71
prescindir de ella, como no podríamos prescindir de otros muchos logros de la técnica, desde
los automóviles hasta los ordenadores. Eso otorga una especial relevancia a la función de las
personas e instituciones que tienen bajo su responsabilidad la programación de los
contenidos televisivos, porque se convierten en prisioneros del medio que creen dominar.

Los programadores tienen en sus manos un producto cuyo alcance psicológico (casi
diríamos antropológico) no siempre conocen con la profudidad que sería deseable. No hay
que olvidar esto: el programador, quizá muy a pesar suyo, se ha convertido en un creador de
cultura social. Retomando una idea de Abraham Moles, podríamos decir que el programador
es una especie de intermediario entre el hombre y su entorno. Como señala Pinillos, “las
motivaciones, el pensamiento, la imaginación de nuestro tiempo se hallan en manos de la
medioklatura. La pantalla del televisor es el púlpito desde el que se predica a todas horas una
imagen del mundo y de la vida de la que está empapada nuestra mente. Yo sigo siendo Yo y
mi circunstancia, desde luego, pero mi circunstancia está dejando de ser mía, porque me la
componen los mass media” (10).

Entonces, ¿por qué todo el mundo se queja de la televisión? ¿Por qué nos programan
tanta cosa infumable? ¿Acaso los programadores son seres torvos que buscan ante todo el
dinero sin importarles la salud mental del espectador? No, nada de eso. Los programadores se
encuentran atenazados por la propia naturaleza de la comunicación de masas. Todo el mundo
se queja de la televisión, sí, pero los índices de audiencia constatan que los programas más
vistos son precisamente aquellos que más críticas levantan. Los “culebrones”, los “reality
shows” o los concursos para analfabetos funcionales son generalmente criticados por su
vacuidad, pero el hecho es que son la mejor fórmula para conseguir audiencia. ¿Por qué
ocurre ésto? Por la naturaleza piramidal de la cultura en cualquier sociedad. Los argumentos
complejos, las piezas musicales más perfectas, los cuadros más audaces o los libros más ricos
son, salvo casos excepcionales, cuestión de minorías, las llamadas “minorías cultas”, que
están en la cúspide de la pirámide. Por el contrario, las mayorías menos cultas, la base de la
pirámide, incapaces de entender un matiz en tal o cual pasaje de un cuento de Borges,
devoran con avidez lo último de Isabel Pantoja, se emocionan con La dama de rosa o se ríen
con Ozores y Esteso. Estas últimas cosas están al alcance de todos, de los cultos y de los
incultos; por eso su éxito está asegurado. Y la cultura de masas, precisamente por ser de
masas, ha de dirigirse a la base de la pirámide. Es algo que está en su naturaleza misma.

Ahora bien: todo el mundo sabe que la cultura de masas, que nació con el propósito de
extender la cultura a la base de la pirámide, presenta muchos aspectos nocivos. Como ha
explicado Christopher Lasch, la cultura de masas de las sociedades modernas,
homogeneizada como es, no engendra en modo alguno una mentalidad ilustrada e
independiente, sino al contrario, genera la pasividad intelectual, la confusión y la amnesia
colectiva (11). Y entonces, ¿por qué no hay una televisión para los cultos? ¿Por qué las
programaciones están pensadas exclusivamente para la base de la pirámide? Porque hacer
una programación para la base de la pirámide es una garantía de audiencia, y eso, en un
régimen de competencia comercial, es una garantía de dinero a través de la publicidad. El
programador, en efecto, se encuentra atenazado entre la naturaleza piramidal de la cultura y
la lógica comercial de nuestras sociedades. Y, como el náufrago que puede optar entre hacer
un poema al mar furioso o agarrase al salvavidas y flotar, el programador, por supuesto, opta
por lo segundo. Por eso Juan Cueto dice que “el discurso sobre la televisión es una

72
permanente lucha contra la naturaleza de la televisión” (12). En efecto, parece que no hay
salida.

¿Qué pueden hacer las instituciones responsables de la televisión para invertir esta
corriente? Por desgracia, sólo pueden hacer una cosa: arriesgarse a perder dinero. Y eso, en
nuestro mundo, es pecado.

5. El sentido de la comunicación de masas.

¿Estamos ante un problema sin solución? ¿Realmente es imposible convertir el


potencial de la televisión en algo positivo? El subtítulo del tema que hoy nos ocupa alude al
sentido de la influencia de la televisión sobre los comportamientos sociales. Y, ciertamente,
de sentido se trata, aunque no de un sentido entendido como dirección, sino del sentido en
tanto que significado. No podemos luchar contra la naturaleza de la televisión, pero quizá sí
podemos atribuirle un nuevo papel. ¿Qué papel queremos atribuir a la televisión?

Vamos a reconocer en la televisión aquello que realmente es: un producto técnico, o


mejor dicho, un producto de la civilización técnica que ha llegado a poseer una suerte de
alma propia y que se nos quiere imponer interiormente. Ahora bien, un producto no es más
que un producto, esto es: reclama la existencia de un productor. Y conviene no olvidar que
ese productor, en última instancia, es el hombre.

Podríamos tratar de aprehender el problema aplicando someramente un enfoque


basado en la Teoría General de Sistemas. Si aprehendemos la naturaleza humana desde ese
punto de vista sistémico, veremos que el hecho humano es una composición de diferentes
niveles interrelacionados entre sí. Tenemos, en primer lugar, un nivel biológico que nos lleva
a comunicar y que nos asemeja al resto de los seres vivos; en este nivel, pocas cosas nos
separan de aquel somormujo lavanco que citábamos al principio. Pero después tenemos un
nivel cultural -el específicamente humano- que nos lleva a crear representaciones del mundo
e imágenes de nuestra situación en la vida; son esas representaciones las que constituyen la
esencia de la condición humana. Y en tercer lugar tenemos un nivel que podríamos llamar
técnico o nivel de la civilización, y que está constituido por los distintos productos de las
diversas culturas humanas, desde una determinada forma de Gobierno hasta un arado,
pasando por un aparato como la televisión.

Miremos ahora la televisión: vemos que este aparato, mero producto, se ha convertido
en productor y reproductor de nuestra visión del mundo. Es decir: el nivel técnico ha
invadido el espacio del nivel cultural. En consecuencia, el problema central de la televisión, y
en general todo el problema de la cultura de masas, queda así reducido a esto: los productos
se han convertido en productores; la creación se ha convertido en creadora, pero un producto
no puede producir porque carece de alma, carece de sentido, y esa es la razón del aparente
sinsentido que nos asalta cuando permanecemos una hora delante de la televisión.

Desde este punto de vista, el problema de la televisión se nos plantea como un


problema de jerarquía. La cultura (y no nos referimos aquí a los “productos culturales”, sino
a ese conjunto de valores y usos que conforman la especificidad de un grupo humano) ha
perdido la conexión con el instrumento técnico. En consecuencia, una redefinición del papel

73
de la televisión en nuestras sociedades habría de pasar por restaurar el equilibrio perdido. La
televisión debería estar sujeta a la esfera cultural. Debería reproducir las representaciones
que están arraigadas en nuestra visión del mundo, y no esa suerte de cosmovisión flotante y
sin raíces que hoy se nos muestra. Eso no va a impedir que se sigan produciendo los efectos
negativos del instrumento técnico; quizá tampoco barrerá todos los inconvenientes de la
cultura de masas. Pero, al menos, no nos convertirá en espectadores pasivos de la disolución
del mundo.

El destino de la televisión, en definitiva, debería estar determinado por el destino de


nuestras culturas, y no al revés. Tal vez sólo así podremos mantener a la “bicha” dentro de un
cierto control. Para ello, por supuesto, hará falta que seamos capaces de volver a dar un
sentido a nuestra propia cultura. Pero eso, como decía Kipling, es otra historia.

Notas:

(1) SMITH, John W.: Etología de la comunicación, Fondo de Cultura Económica,


México, 1977, pag. 25.
(2) HUXLEY, J.: “The courtship habits of the great crested grebe”, 1914, cit. en
SMITH, op. cit., pag. 18.
(3) COHEN-SEAT, Gilbert, y FOUGEYROLLAS, Pierre: La influencia del cine y la
televisión, Fondo de Cultura Económica, México, 1967, pag. 12.
(4) PINILLOS, José Luis: La mente humana, Ed. Temas de Hoy, Madrid, 1991, p.245.
(5) PERNIOLA, Mario: “El espectador-cosa”, en REVISTA DE OC
DCIDENTE, 71, Abril de 1987.
(6) COHEN-SEAT, G., y FOUGEYROLLAS, P.: Op. cit., pag. 35.
(7) LORENZ, Konrad: Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, Plaza y
Janés, Barcelona, 1984, pag. 88.
(8) LIPOVETSKY, Gilles: La era del vacío, Anagrama, Barcelona, 1986.
(9) FAYE, G., y RIZZI, P.: “Vers la mediatisation totale”, en NOUVELLE ECOLE,
39, Otoño de 1992.
(10) PINILLOS, J.L.: Op. cit., pag. 246.
(11) LASCH, Christopher: “Mass Culture Reconsidered”, en DEMOCRACY, 1, 4,
Octubre de 1981.
(12) CUETO, Juan: “El caso de la Televisión”, EL PAIS, 24-4-1987.

74
VIII
Principios de una nueva economía política

La economía es el rasgo característico de nuestro tiempo: vivimos en una civilización


económica; el mundo moderno es un mundo esencialmente económico, y ello por la misma
razón por la que es un mundo esencialmente técnico: porque la modernidad es una
civilización del poder material. Por consiguiente, ninguna visión actual del mundo puede
estar completa si carece de una perspectiva determinada sobre lo económico, si renuncia a
integrar el hecho económico dentro de una concepción general de la existencia.

1. Política económica y Economía política.

Dentro del contexto que aquí estamos desarrollando, nos interesarán especialmente las
relaciones entre lo económico y lo político. A este respecto, conviene hacer previamente,
aunque sea de forma somera, una delimitación de dos conceptos básicos: el de Política
económica y el de Economía política.

- Política Económica es el conjunto de decisiones técnicas concretas adoptadas por la


autoridad política para cumplir unos objetivos económicos determinados: la mayor o menor
cantidad de dinero que circula en el mercado, el desarrollo de tal o cual sector industrial, las
reglamentaciones comerciales, la fiscalidad...
- Economía Política, término que proviene del marxismo, quiere definir el conjunto de
orientaciones básicas que guían las decisiones económicas: una cierta idea de la propiedad,
una concepción determinada del papel del Estado, de la igualdad, de la prosperidad, etc.

Por así decirlo, en la política económica prima el factor económico sobre el político,
mientras que en la Economía política prevalecen las concepciones políticas, que ponen a la
economía a su servicio.

En los últimos años, y a medida que se imponía el modelo económico hoy vigente, ha
tomado cuerpo la idea de que sólo hay una política económica posible para asegurar unas
cotas aceptables de bienestar y de riqueza; de hecho, las distintas políticas económicas de los
países ricos son muy semejantes, y las diferencias tienen que ver más con lo social que con lo
propiamente económico. Este argumento, frecuentemente utilizado por los tecnócratas,
conduce a la creencia, ya implícita en el discurso liberal -el discurso fundador de la economía
actual-, de que la economía debe funcionar sola, con las menores interferencias posibles de
los agentes no económicos. Hechos recientes como el de la independencia de los bancos
centrales han de ser interpretados dentro de esta corriente.

Ahora bien, lo que una perspectiva de Economía Política contestaría a esto es que esa
“única política económica posible” sólo es tal desde una cierta forma de ver el mundo, desde
una ideología determinada; en efecto, para la ideología dominante (cosmopolita,
individualista, igualitaria) sólo hay una política económica capaz de universalizar los
mercados y proporcionar unos niveles altos de consumo individual al mismo tiempo que
unos mínimos aceptables de igualdad (al menos sobre el papel). Pero si nuestros objetivos no
son esos, sino, por ejemplo, la soberanía nacional, o la protección del medio ambiente o el

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reequilibrio Norte-Sur, entonces la política económica tendrá que ser diferente. Así las cosas,
lo que hay que definir a la hora de plantear una alternativa no es una política económica -un
conjunto de decisiones técnicas-, sino una Economía política entendida como una filosofía de
la economía dentro de una filosofía política general, porque la Economía Política siempre
precede a la política económica.

2. Génesis de la ideología economicista.

El modelo económico vigente en el espacio occidental no es, por tanto, el único


posible, ni siquiera el mejor de los posibles, ni es tampoco un modelo estrictamente técnico,
“limpio” de consideraciones históricas, religiosas o culturales. El modelo económico vigente
es el producto de una cierta evolución en el espacio cultural europeo, cuyo resultado directo
ha sido precisamente el nacimiento de una civilización económica. De hecho, podemos
definir a la ideología occidental moderna como una “ideología económica”. Merece la pena
detenerse en el proceso de surgimiento de esta ideología económica, cuya historia debemos
poner en relación con el proceso antes explicado a la hora de hablar de la técnica moderna.
Una genealogía complementa a la otra.

2.1. La función económica tradicional.

En la Europa antigua, como en todo el mundo tradicional, lo económico es sólo una de


las funciones sociales. Ya hemos señalado en otras ocasiones hasta qué extremo la “ideología
social” de los pueblos indoeuropeos era precisa a la hora de situar las funciones sociales
dentro de un todo orgánico. Basta recordar la estructura de la República que enuncia Sócrates
y recoge Platón: en la cabeza, la función rectora, jurídica y sacerdotal; en el pecho, las
potencias de la guerra y las armas; en el vientre, la fecundidad, la riqueza, la alimentación. Y
esa estructura, como sabemos, concuerda con la del panteón religioso pagano y se prolongará
durante la Edad Media cristiana.

Aquí lo económico no es en modo alguno una categoría independiente. Está incluida


dentro de un orden social y ni siquiera ocupa un lugar especialmente relevante. Estamos ante
una economía de necesidad y subsistencia, identificada con el mantenimiento del hogar y del
reino. Todos los grandes pensadores, hasta el siglo XV, jamás abordarán lo económico en sí
mismo, sino siempre puesto en relación con el “buen gobierno” y la justicia, es decir, con
unos criterios de ética económica. Importa sobre todo la relación hombre-hombre en el
interior de la comunidad, y no la relación de apropiación que se establece con el objeto, la
relación hombre-cosas.

Respecto al pueblo, se caracteriza por unos comportamientos del todo


anti-económicos: todavía en el siglo XVI, los humanistas españoles reprocharán a los
campesinos el que trabajen como bestias durante un año para luego quemarlo todo en unas
fiestas patronales. Es la lógica del “despilfarro” en el sentido en que la describió Bataille,
inseparable de sus hondas implicaciones religiosas y común a casi todas las culturas
pre-modernas. Esa faceta religiosa-sacrificial es esencial para interpretar la economía en la
Antigüedad. Así, la moneda es un símbolo de la equivalencia universal, de ese hilo que une a
todo con todo. En Grecia la moneda se acuña en el templo de Delfos. Está claro el error de
quienes insisten en una visión materialista de la historia. La economía de la antigüedad es

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anti-materialista.

2.2. Emergencia de la categoría económica.

Las cosas cambian cuando la economía se emancipa del conjunto de las normas
sociales y pasa poco a poco a convertirse en una visión del mundo en sí misma. Es difícil
saber en qué momento exacto se produce la emergencia de la categoría económica como
función autónoma. Pero la cuestión es importante, porque puede considerarse que a partir de
aquí comienza el mundo moderno. Por otra parte, hay razones para pensar que el fenómeno
nació de una forma más o menos brusca, hacia el siglo XV y especialmente en la península
italiana, tras la conjunción de factores muy diversos. ¿Cuáles son esos factores? Entre la
abundante literatura que se ha ocupado de este fenómeno, hay que citar a Max Weber,
Werner Sombart y Louis Dumont. A partir de sus estudios, podemos reconstruir el siguiente
escenario.

Al final de la Edad Media se produce, en Europa, una explosión del poder. En el siglo
XV, la idea de imperio es ya sólo un recuerdo. Por doquier aparecen nuevos poderes locales
que se independizan del antiguo binomio emperador-papado. Las ciudades-Estado italianas o
las nuevas urbes comerciales son un buen ejemplo de estos poderes de nuevo cuño. Ahora
bien: tales poderes, al carecer de legitimidad histórica -puesto que ya no se remontan a la
herencia de Roma o al derecho divino-, han de procurarse por sí mismos los recursos para
sobrevivir frente a otras potencias mayores, y eso exige gastos cada vez mayores. La vía para
ello será el comercio. El capitalismo nace en pequeñas ciudades-Estado -no en grandes
reinos-, con mucha frecuencia portuarias y con gran ritmo comercial: Génova, Venecia, las
ciudades de la Liga de la Hansa en el Norte de Europa, etc. El tráfico comercial potencia el
crecimiento de pequeñas burguesías locales, que se convierten en el principal apoyo de los
nuevos poderes, los nuevos príncipes. El capitalismo inicial cumple así el objetivo de
cimentar un poder precario tras la muerte de la idea imperial europea.

Simultáneamente, el proceso de descomposición del viejo orden y la adopción de


nuevas formas (entre ellas, las nuevas formas económicas) provoca la transformación de las
antiguas categorías sociales. Durante el Medievo, la economía se había mantenido dentro del
orden comunitario a través de los gremios de artesanos. Éstos prolongaban la forma
económica tradicional, basada en la subsistencia y en la familia (el hogar) como unidad de
producción. A partir de ahora, las nuevas exigencias de poder y la apertura de nuevos
mercados van a cambiar la función de la economía, que ya no es la subsistencia, sino la
acumulación de riqueza, y también la unidad de producción, que ya no es el hogar/familia,
sino el taller y el oficio.

En este contexto tiene lugar la aparición de una nueva ética económica, inseparable del
cambio en la filosofía social que el Renacimiento trae consigo. Generalmente se contempla el
Renacimiento bajo el prisma de la “recuperación” del pensamiento greco-latino por parte de
los humanistas. Sin embargo, y como hemos visto ya anteriormente, la realidad es bastante
distinta: quienes recuperaron a los clásicos no fueron los filósofos, sino los burgueses, y lo
hicieron bajo la forma de recetas de “buena administración” cuyo denominador común era
recomendar prudencia. Así aparece el término santa economicidad, muy extendido en la
época. De manera que el primer fruto directo del renacimiento fue la aparición de una ética

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económica que ya no giraba sobre la función de la riqueza en el seno de la comunidad, como
querían los tratadistas antiguos, sino que lo hacía en torno a la actitud individual frente a la
riqueza misma. Así se pasa de la reflexión sobre la relación entre hombres, característica del
mundo antiguo, a la reflexión sobre la relación entre hombre y cosas, concebida en términos
de apropiación, riqueza e interés.

La reforma protestante va a incidir de forma muy particular en este surgimiento de una


ética económica. La sociedad europea de la Edad Media seguía siendo tan anti-económica
como la de la Antigüedad, con el despilfarro instalado entre los ritos sociales y con una
enorme tendencia a la ostentación y el gasto, en la medida en que la riqueza se ponía al
servicio de consideraciones no económicas. La moral del hidalgo, por ejemplo, es
profundamente antieconómica. Es bien conocido el caso de aquel noble español que,
obligado por el Rey a acoger en su castillo a un viejo enemigo de la patria, se vio atrapado
entre la desobediencia al rey y la desobediencia a su código del honor, de manera que optó
por quemar su propio castillo. Otro ejemplo es el código popular de la hospitalidad, que
insistía en que el anfitrión debía ofrecer siempre más de lo que los invitados pudieran
consumir -de hecho, aún sigue siendo así en la Europa rural-. Citemos por último, en Francia,
la obra de Rabelais, que atestigua hasta qué extremo estaba difundida en la Europa del siglo
XVI una ética del derroche absolutamente dionisiaca. Todo esto es incomprensible desde la
lógica utilitaria. Y la reforma protestante, entre otras cosas, va a incidir en la crítica de estos
comportamientos, juzgados como inmorales. Lutero definirá al dinero como la “puta del
diablo”. Y en su lugar propondrá una ascesis basada en el ahorro, la austeridad y el trabajo
confiado en manos de Dios. Calvino llevará el argumento hasta el extremo. Así el
protestantismo favorecerá el desarrollo del capitalismo: al condenar la ostentación y el
derroche, y al predicar que la riqueza sólo se justifica si se pone en manos de Dios, extenderá
una moral burguesa donde el beneficio queda santificado.

Todos estos factores determinan que entre los siglos XV y XVI, y en el ámbito de la
Europa occidental, lo económico emerja como categoría autónoma, cuya libertad es
necesaria para el poder de los príncipes y que, por otra parte, se basta a sí misma para facilitar
la santidad a quien la practica. De aquí nacerá el capitalismo moderno. Queda claro, por
tanto, que el capitalismo no es una regla necesaria de cualquier economía en cualquier
civilización ni en cualquier momento histórico, sino que es un producto directo de una
determinada evolución política y cultural en el ámbito concreto de la civilización europea
moderna.

2.3. Triunfo de la ideología económica.

A partir de este momento, lo económico deja de ser una función social integrada en un
orden que la absorbe y pasa a ser, cada vez más, el criterio dominante de la vida política y
social. Grosso modo, podemos explicar el proceso a través de los siguientes pasos.

En un primer momento, y como hemos visto, los nuevos poderes se encuentran con que
necesitan cada vez más dinero para sus gastos políticos y militares, con el objetivo de
garantizar el equilibrio en el escenario internacional. Ese dinero se lo facilita la burguesía,
que con su actividad comercial y con la invención del crédito constituye una permanente
fuente de ingresos. De este modo, la burguesía se convierte en el sector decisivo para

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cualquier país, porque de ella depende la fluidez del mercado -y del poder.

Tal posición protagonista hace que la burguesía vaya tomando poco a poco conciencia
de clase (hecho único hasta entonces en la historia) y comience a plantear reivindicaciones de
orden político y jurídico. Esas reivindicaciones se apoyan en una nueva ideología que
consagra el interés individual y el derecho a la riqueza como únicos criterios verdaderos de la
justicia. El objetivo de la economía ya no será cimentar el poder del reino, sino hacer que la
propia economía circule, porque se estima que en el librecambio entre los individuos, sin
injerencias políticas o de otro orden, reside la felicidad individual. El liberalismo clásico
aparece en este momento.

Finalmente, la burguesía, autoidentificada con el pueblo en su conjunto, desplaza a los


estamentos que tradicionalmente ostentaban el poder y toma las riendas de ese mundo que
ella misma había creado: las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa significan la
asunción total del poder por la burguesía y el triunfo absoluto de la ideología económica.

El mundo en que hoy vivimos es producto de esta tendencia, iniciada hace quinientos
años. Desde entonces la filosofía social ha vivido constreñida por el peso de lo económico,
hasta el extremo de que las dos grandes teorías políticas que han dominado durante los
últimos doscientos años, el liberalismo y el socialismo, son en realidad meras aplicaciones al
campo político de unas teorías de matriz económica. Esa reducción a lo económico de todo
pensamiento se llama economicismo y es una de las características centrales del discurso
dominante en el mundo moderno.

3. Grandes modelos economicistas.

Los dos grandes modelos economicistas son, en efecto, el liberalismo y el socialismo,


que con el transcurrir del tiempo han dado lugar a diversas evoluciones. Pero no estamos tan
sólo ante sendos cuadros de “recetas” económicas. Liberalismo y socialismo no son sólo
“políticas económicas”, sino verdaderas economías políticas, en la medida en que son
producto a su vez de una determinada visión del mundo: la filosofía de la modernidad, cuyo
exponente más acabado va a ser la ideología de la Ilustración, y dentro de la cual se produce
un acontecimiento capital que es el paso de la filosofía de la Historia a la filosofía de la
praxis. Detengámonos brevemente en este tránsito, porque nos permitirá entender la lógica
interna que preside el desarrollo de la ideología moderna.

En efecto, desde el punto de vista de la historia de las ideas podemos decir que el
acontecimiento fundamental de la modernidad es el paso de la filosofía de la Historia a la
filosofía de la praxis. Recordemos que la filosofía de la modernidad es incomprensible si no
tenemos en cuenta que se trata, ante todo, de una filosofía de la Historia: es el permanente
camino de perfección del ser humano (el progreso), en su empeño por apoderarse de su razón
y ordenar el mundo conforme a ese criterio. Ese “ser humano” es, evidentemente, el burgués
europeo del siglo XVIII -en sesiones anteriores hemos explicado ya este proceso. Pues bien:
la Revolución Francesa va a ser percibida como el momento en que tiene lugar el descenso
casi divino de la Razón sobre la Tierra; la razón se encarna en la revolución, que significa el
triunfo de las Luces sobre la oscuridad; el burgués toma la razón histórica en sus manos. En
ese instante, la Historia puede darse ya por concluida, como decía Hegel. Corresponderá

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ahora al movimiento de las Luces llevar a cabo el segundo momento del proyecto moderno,
que es dar forma al mundo: la praxis.

La filosofía de la praxis se identifica así con la explosión del dominio técnico sobre el
mundo: ese “dar forma” significa, sobre todo, dominar, imponer un orden, una racionalidad a
la vida humana sobre la tierra. Y quienes han de imponer tal orden son las mismas elites
económicas que habían conducido a la revolución, al advenimiento de la Razón encarnada en
la Historia. Las grandes revoluciones industriales, que comienzan a finales del siglo XVIII y
que se aceleran sin cesar, expresan de forma gráfica ese esfuerzo. Toda la cuestión estará
entonces en saber cuál es el factor más importante en la praxis moderna: si el capital, cuya
circulación genera riqueza por el mero hecho de circular, o si el trabajo, que incorpora a
grandes masas humanas a ese mismo proceso de dominación técnica. El liberalismo pone el
acento en el capital; el socialismo, en el trabajo.

3.1. El liberalismo.

El liberalismo es un conjunto de doctrinas que aparece en Europa entre los siglos XVI y
XIX. Esta ascendencia polimorfa provoca que haya casi tantos liberalismos como personas
que se dicen liberales, pero, en líneas generales, las grandes familias del pensamiento liberal
comparten los siguientes principios:

- Providencialismo. Una “mano invisible” guía los comportamientos individuales y las


existencias económicas; el mercado, máxima manifestación de la vida social, presenta una
tendencia natural y espontánea al orden, sin necesidad de intervenciones (por ejemplo,
políticas) exteriores a él. Así, el estado ideal de la humanidad es configurar un gran mercado
planetario sin trabas para el librecambio.
- Individualismo. La base de cualquier vida social es el individuo, definido como
agente racional que sólo persigue su propio interés utilitario; el hombre se convierte en homo
oeconomicus. La libertad individual consistirá en la ausencia de coacciones para perseguir el
propio interés. El egoísmo individual concuerda con el interés general de la sociedad. Por eso
Mandeville dirá que “Los vicios privados son virtudes públicas”.
- Progresismo materialista. Existen leyes neutras y objetivas que guían la existencia
económica (leyes naturales del mercado). La tarea del conocimiento humano es llegar a
aprehender esas leyes para orientar los comportamientos según sus preceptos, y alcanzar así
los máximos niveles de prosperidad. El progreso en la Historia consistirá en ir desvelando
esas “reglas naturales” para llegar a construir un gran paraíso universal regido por el
librecambio.

El liberalismo en estado puro (clásico) predominó en los países más desarrollados


industrialmente hasta bien entrado nuestro siglo. Es verdad que la gran crisis de 1929 y el
surgimiento de modelos alternativos llevó a algunas escuelas liberales a propugnar ciertos
grados de intervención estatal y de control sobre el mercado: fue el keynesianismo, que está
en el origen del llamado “Estado del Bienestar”, como luego veremos. Sin embargo, hoy ha
terminado predominando un nuevo modelo de liberalismo puro: el neoliberalismo o
monetarismo. El monetarismo se basa en la presunción de que las fluctuaciones económicas
dependen de la cantidad de dinero que circule en el mercado en un momento dado, y
recomienda políticas neutras (esto es, de no intervención, de inhibición política: políticas

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impolíticas) para que el propio mercado, que según los liberales tiende espontáneamente al
orden, sea el que fije la circulación de la moneda. Esta corriente neoliberal tiene tres
exponentes fundamentales: la “escuela de Chicago” -de hecho, la fundadora del
neoliberalismo-, representada entre otros por Milton Friedman; la “escuela de Viena”, donde
cabe citar a Hayek y a von Mises, y los “nuevos economistas” franceses. Su lema podría
resumirse así: Los defectos del capitalismo se corrigen con más capitalismo. Esta escuela ha
pasado hoy a formar parte del acervo doctrinal de la derecha y el centro políticos en todo
Occidente -y también en numerosas políticas socialdemócratas. El resultado es un modelo
liberal que podríamos retratar en los siguientes principios:

- La finalidad última de todo hombre y de todo conjunto humano es la obtención del


máximo grado de bienestar material individual con el menor esfuerzo posible. El único tipo
humano que se reconoce es el homo oeconomicus. Cualquier consideración de otro género es
una carga o un obstáculo para la libertad del sujeto.
- El escenario básico de las relaciones entre los pueblos y entre los hombres es el
mercado, que es esencialmente justo porque es impersonal y neutro. El patrón del mercado
guía tanto la vida en el interior de una sociedad como las relaciones a escala internacional. La
política se pone al servicio del beneficio mercantil.
- Los poderes de naturaleza no económica (políticos, religiosos, sociales, etc.) son
percibidos como obstáculos para la libre circulación de intereses y mercancías. De ahí que
sólo se justifiquen si están sujetos al imperativo general del máximo provecho individual y
máxima libertad en el mercado.
- Las diferencias ideológicas no tienen más función que encontrar dialécticamente el
modo ideal de gestión, “neutra e ilustrada”, de la sociedad y del mercado. Cualquier modelo
alternativo de sociedad no es sino una amenaza para el mercado y para la libertad individual.
Hay que caminar, por tanto, hacia la configuración de un sistema eficiente ante todo. La
eficacia -dentro, por supuesto, del marco liberal- se convierte en el criterio elemental de toda
apuesta política.

El liberalismo se ha convertido hoy en credo indiscutible en todo el ámbito del


Occidente desarrollado; sin embargo, sus principios son tan endebles que es difícil encontrar
una filosofía social más expuesta a la crítica. En efecto, el liberalismo, tanto en su forma
original como en sus modelos actuales, se basa en una consideración de orden mágico, a
saber: el funcionamiento espontáneo y naturalmente benéfico del mercado, la existencia de
un “orden natural” en la circulación de bienes y mercancías, circunstancia que jamás ha
podido ser demostrada por nadie. La primera consecuencia de esta fe irracional en los
mecanismos del mercado es la obligatoria inhibición de las instancias políticas en el
funcionamiento de la economía; de ese modo, cualquier proyecto social que no sea
estrictamente mercantil queda proscrito. Las implicaciones de este planteamiento en materia
de defensa nacional, por ejemplo, son obvias. Por otro lado, el liberalismo parte de una
antropología absolutamente imaginaria basada en la afirmación de una entidad abstracta -el
individuo racional y calculador- como eje absoluto de la vida humana. En suma, la economía
política del liberalismo es un sistema basado en dogmas de fe cuyo carácter positivo resulta
ya indefendible.

3.2. El marxismo.

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El orden liberal demostró bien pronto que el provecho individual era en realidad el
provecho de los individuos de una clase: la burguesía. La reivindicación de libertad del
capital suponía la marginación de otro factor esencial en el proceso de producción: el trabajo.
Y el trabajo, sin embargo, era la única potencia realmente visible, palpable, humana en el
proceso de producción. Frente al capital, que seguía dominado por una suerte de esencia
mágica, el trabajo nos devolvía a la realidad del sistema económico. El socialismo nació
como respuesta -absolutamente necesaria y justa, aunque igualmente reduccionista- a esta
situación.

Inicialmente, el marxismo sólo era una corriente más dentro de la familia socialista. Sin
embargo, terminaría convirtiéndose en el único socialismo que realmente se llevó a la
práctica. Al hablar del marxismo es preciso hacer dos precisiones. En primer lugar, que la
obra de Marx no constituye un todo homogéneo y lineal, sino que tiene, grosso modo, dos
segmentos: el primero, el del “joven Marx”, permanece muy vinculado al pensamiento
comunitario del romanticismo alemán; el segundo, a partir de su relación con Engels y sobre
todo desde El manifiesto comunista, significa ya la formulación directa del materialismo
histórico. La otra precisión es que la obra de Marx, frente a la de otros teóricos, es
simultáneamente una economía política y una política económica; una teoría y una praxis, y a
ello debió, sin duda, su fuerza movilizadora.

Desde un punto de vista genealógico, la teoría marxista es al mismo tiempo una


prolongación y una rectificación de la teoría liberal. Frente a los otros socialismos del siglo
XIX, de carácter premoderno o antimoderno, el de Marx es un socialismo que entronca
directamente con la filosofía de la Ilustración. Simplemente, Marx desplaza el acento desde
la Historia hacia la Praxis, y especialmente hacia el Trabajo. Veamos sus puntos esenciales:

- Materialismo histórico. El liberalismo pensaba que una mano invisible regía la vida
del mercado. Esa mano invisible era, de hecho, el motor de la historia. Marx afina esta idea y
dice que los hechos económicos son la causa determinante de todos los fenómenos históricos.
Pero el protagonista de este proceso económico no es el capitalista en sí mismo, ni tampoco
el mercado, sino el modo de producción, que determina todos los comportamientos
individuales y colectivos (políticos, morales, intelectuales, etc). El modo de producción es la
infraestructura de la vida humana; todo lo demás es supraestructura, productos de la
infraestructura. Así, el modo de producción y las relaciones de propiedad que éste marca se
convierten en la clave que permite reconstruir la historia entera de la humanidad.
- Lucha de clases y materialismo dialéctico. Esa historia no se desarrolla de un modo
pacífico, sino de modo polémico, y su agente no es el individuo, sino la clase, definida en
función del lugar que cada individuo ocupe en el proceso de producción. Hegel había
descrito la historia humana como la lucha del individuo por el reconocimiento. Marx no
niega en ningún momento -salvo en sus primeros escritos- el carácter esencial del concepto
de individuo -rasgo típicamente moderno-, pero reconduce la condición del sujeto a su
condición de clase, y convierte la lucha individual por el reconocimiento en lucha de clases
por la posesión de los medios de producción.
- Mesianismo progresista. El análisis de la historia humana en términos de lucha de
clases por la posesión de los medios de producción es el secreto “científico” para llegar a la
construcción de una sociedad sin clases, limpia de injusticias y donde habrá desaparecido la
gran mancha del capitalismo: la apropiación de la plusvalía (excedente generado por el

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trabajador) por parte del propietario. La clase obrera adquiere el papel de mesías que habrá de
llevar a cabo la revolución, la emancipación universal del género humano. Por cierto que el
género humano viene a ser equivalente de la clase obrera, igual que el liberalismo había
identificado al género humano con el burgués. Por otra parte, cuando Marx imagina este
paraíso sin clases lo hace como “un paraíso universal de contables”; una imagen muy
semejante a la del paraíso liberal del mercado planetario.

Tras el autodesplome del bloque soviético, a partir de 1989, no puede hablarse de un


modelo actual de marxismo. Los sistemas supervivientes (Cuba, Corea del Norte, etc.)
oscilan entre la apertura indiscriminada de mercados y la economía de guerra. Por otro lado,
los grandes ejemplos de economía marxista (URSS, China) se hallan en plena evolución y es
imposible saber si conducirán a nuevas formas de “capitalismo pobre” o si, por el contrario,
mantendrán determinados criterios de índole socialista. No obstante, y en líneas generales,
podemos decir que el modelo de la economía marxista se caracterizaba por los siguientes
elementos:

- Dirección absoluta de la economía por parte del Estado, identificado con el partido y,
por tanto, con la clase obrera como vanguardia revolucionaria histórica (”dictadura del
proletariado”). Ese predominio del Estado permitió desarrollos espectaculares en
determinadas áreas de la economía pública (la sanidad en Cuba, la astronáutica en la URSS),
pero también significó, de hecho, la imposibilidad de tomar decisiones económicas en
ninguna escala fuera del aparato estatal, lo cual condujo al gigantismo burocrático y a la nula
flexibilidad del aparato productivo.
- Persecución obstinada de cualquier estructura social previa (familia, credos
religiosos, propiedad privada, etc.), identificadas como supervivencias del modo de
producción capitalista. Eso condujo a un feroz totalitarismo policial en absolutamente todos
los países marxistas y, al mismo tiempo, a una cierta frustración del proyecto
económico-político del Estado, porque esas viejas estructuras no desaparecieron jamás. De
hecho, la pequeña propiedad terminó siendo autorizada en casi todas partes.
- Dogmatismo igualitario en la distribución de la riqueza. El objetivo del socialismo era
la supresión de las desigualdades económicas y, por tanto, el acceso obligatorio de todos y
cada uno de los ciudadanos a un puesto de trabajo remunerado, al margen del esfuerzo
individual. Sin embargo, el hecho es que todos los modelos marxistas generaron sus propias
elites políticas, en condiciones de vida notablemente superiores a la media. El dogmatismo
igualitario, no obstante, sobrevivió hasta el final, si bien bajo un aspecto ciertamente
insospechado: la militarización de la existencia social, rasgo que en el modelo asiático
(chino, camboyano, etc.) alcanzó grados extremos mediante la uniformización física de la
población.

La supervivencia del modelo económico marxista ya ha dejado de ser una realidad en


el terreno de los hechos. Sin embargo, permanece en el terreno de la teoría (esa “vigencia
como método de análisis” a la que todavía se refieren los marxistas recalcitrantes): la
interpretación economicista de los hechos históricos, la explicación de los cambios sociales
en términos de lucha de clases y la descripción de la “mejor sociedad posible” como aquella
en la que haya desaparecido toda desigualdad, siguen siendo mitos teóricos activos en el
panorama intelectual.

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La crítica del marxismo como praxis de política económica no necesita de grandes
refutaciones: la propia marcha de los acontecimientos se ha encargado de demostrar la
invalidez de un orden económico basado en la dirección totalitaria, la planificación absoluta
y la proscripción de la acción individual. Ahora bien: el marxismo no es sólo una política
económica, sino también y sobre todo una economía política, una filosofía del lugar de la
economía en la vida humana. Y hay razones para pensar que, contra lo que sostienen los
marxistas, el verdadero error del marxismo no está tanto en sus políticas económicas -mero
reflejo de la teoría- como en la teoría misma, basada en una serie de apriorismos muy poco
científicos, así como en diversos errores de carácter filosófico y antropológico.

En primer lugar, el marxismo, como el liberalismo, parte de un claro reduccionismo


económico: la economía es el motor elemental de la historia. Ahora bien, esa presunción es
insostenible desde el momento en que incorporamos al análisis otras perspectivas como las
de la psicología (individual y colectiva), la etología (que ha demostrado la “naturalidad” de
los comportamientos de jerarquía y territorialidad) o la antropología (que demuestra el
carácter determinante de los patrones culturales en las formas políticas de un conjunto
humano dado). Todos esos factores, que el marxismo clásico desdeñaba como simples
superestructuras, han demostrado ser las verdaderas infraestructuras de la vida humana en
sociedad. Por otra parte, el marxismo, como el liberalismo, reduce la condición del sujeto a
su posición en el sistema económico, y de ahí se deducen una serie de consecuencias (lucha
de clases, pulsión de apropiación de plusvalías, etc.) que en realidad sólo pueden aplicarse a
una determinada época de la historia, y no a toda la historia en general ni mucho menos a
cualquier sociedad de cualquier época. En fin, el marxismo sigue atado al esquema mesiánico
del paraíso laico al final de la Historia, lo cual entra ya en el terreno de la magia, y no de la
ciencia.

Así, el gran problema del marxismo es que, pretendiendo ser un socialismo


“científico”, ha terminado por demostrar que de “científico” no tiene nada. Es simplemente
un credo laico travestido de terminología científica.

3.3. El liberalismo del bienestar. El centro y la periferia.

Antes hemos hablado, en escorzo, de la evolución “keynesiana” del liberalismo, que le


condujo a introducir elementos heterodoxos en su doctrina, en la medida en que admitía -e
incluso recomendaba- la intervención de las instituciones públicas en la actividad de los
agentes privados, y ello incluía el control sobre la circulación de la moneda, pecado de leso
liberalismo para los ortodoxos. En realidad, el sistema de Keynes no era sino una respuesta
inteligente a la catastrófica situación producida por el descontrol del mercado financiero,
cuyo primer gran colapso tuvo lugar en 1929. Ese descontrol había conducido, además, a un
estado de insoportable tensión social. De manera que el keynesianismo se terminaría
convirtiendo en una tabla de salvación para el capitalismo, en la medida en que mantuvo los
aspectos básicos del sistema y además permitió introducir serias correcciones en materia
social, devolviendo al Estado parte de los cometidos que le había arrancado el capitalismo
primario. Por eso es tan frecuente que los socialdemócratas actuales reivindiquen a Keynes
-y no siempre, por cierto, con razón-.

También el marxismo tuvo su evolución. La incapacidad de llevar a la práctica

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revoluciones proletarias en países desarrollados -de hecho, tales revoluciones sólo fueron
posibles en países pobres- condujo a la aparición de escisiones moderadas en el movimiento
socialista. Esa es la historia de la Internacional Obrera, que no vamos a desarrollar aquí. Pero
así tomaron auge en las naciones más industrializadas diversos grupos de carácter
socialdemócrata cuyas características básicas eran las siguientes: renuncia a la dictadura del
proletariado como método de transformación social y aceptación del marco político
liberal-burgués, pero defensa de la intervención del sector público en una economía
fundamentalmente dirigida a conseguir la igualdad social y la distribución igualitaria de la
riqueza, sin abandonar los patrones básicos del materialismo histórico. Toda la
socialdemocracia europea que hoy conocemos tiene su origen aquí.

Estas corrientes terminaron confluyendo después de la segunda guerra mundial. Los


países que cayeron en la esfera de influencia norteamericana abrazaron los valores del libre
cambio. Pero al mismo tiempo, la desolación de las economías europeas tras la guerra fue el
pretexto para una política de reconstrucción que se otorgó el objetivo -más o menos
socializante- de democratizar la prosperidad.

El liberalismo de la preguerra se había caracterizado por perseguir la riqueza como un


fin en sí misma y convertirla en el objetivo de la vida social, lo cual suponía, de hecho, que
sólo los poseedores de la riqueza tenían derecho a la existencia social. El centro de la
sociedad eran los propietarios; todo el resto era periferia. Frente a eso, no había más
alternativa que la revolución de los excluidos, los proletarios. Es importante subrayar que,
ante este estado de cosas, las políticas económicas de los fascismos consiguieron introducir a
todo el conjunto social en una política de desarrollo, lo cual explica su éxito entre las masas
obreras, del mismo modo que, pocas décadas antes, habían sido los paternalismos
conservadores (desde Bismarck hasta Maura) quienes habían creado los primeros servicios
de protección social.

El liberalismo de la posguerra no podía cometer el mismo error que su antepasado más


directo (marginar a la periferia social), de modo que su esquema social cambió: el objetivo
del sistema económico sería ahora integrar a la periferia en el centro, extendiendo la
prosperidad a todo el mundo. Es decir: el trabajo seguiría siendo un factor sometido al
capital, pero los beneficios del capital ya no irían sólo a las manos de un reducido grupo de
propietarios. Ello requería una enorme capacidad de producción y, al mismo tiempo, una
gran capacidad de consumo. La “primera sociedad de consumo”, en torno a los años sesenta,
nace en este momento. Junto a ella, comienza a desarrollarse el llamado “Estado del
Bienestar”, donde las instituciones públicas se van a encargar de mantener un mínimo de
igualdad distributiva que haga soportables las fluctuaciones económicas, la inflación y la
explosión permanente del mercado, con la consiguiente mundialización de los intercambios.

A fecha de hoy, con el marxismo arruinado en la práctica, puede decirse que las dos
grandes corrientes de la economía occidental han terminado por converger: el liberalismo y
la socialdemocracia han conducido a una suerte de social-liberalismo que, con muy pocas
diferencias, domina en todo el mundo desarrollado. Toda polémica se reduce a los diferentes
grados de intervención del Estado. Es una cuestión que no carece de importancia, pero no
puede decirse que estemos ante una dialéctica de modelos; el modelo es el mismo.

85
Sin embargo, estamos muy lejos de haber encontrado ese “modelo neutro de gestión
ideal” con que soñaba el liberalismo clásico. La reducción del mercado mundial en 1981,
después de la crisis del petróleo en 1973, vino a demostrar que no era posible una expansión
permanente, y eso a su vez afectó a los niveles de bienestar en Occidente, que era el motor de
la economía mundial y que ya no es capaz de garantizar el mismo grado de prosperidad a sus
ciudadanos. Hoy se habla de crisis del Estado del Bienestar y se recomienda un retorno a los
principios del liberalismo clásico, con la reducción consiguiente de gastos sociales, es decir,
dejando de nuevo a la periferia entregada a su suerte y retornando, por tanto, a las líneas
generales del primer liberalismo; pero al mismo tiempo, nadie puede aplicar esa supuesta
política liberal sin tener que hacer frente a problemas sociales muy serios. Así el modelo
económico occidental ha entrado en crisis.

4. La crisis del modelo económico occidental.

Lo más importante en las sucesivas crisis que está viviendo el modelo económico
occidental es el hecho de que no se trata de problemas locales o parciales, que puedan
arreglarse con ajustes aquí y allá, sino que son problemas globales, que afectan al conjunto
del sistema y que, por tanto, requieren una solución global. Aquí los examinaremos desde un
punto de vista doble: por un lado, los problemas en el interior del propio sistema; por otro, los
problemas creados por el sistema en su relación con factores exteriores a él.

4.1. Crisis en el interior del sistema.

En el interior del propio sistema económico occidental está apareciendo cada vez con
mayor nitidez un primer factor de crisis: el provocado por la naturaleza abstracta del capital.
El permanente recurso a la especulación financiera para hacer circular la riqueza ha
conducido a un verdadero espejismo sobre nuestra situación económica. Marx decía: “El oro
circula porque tiene valor; el dinero tiene valor porque circula”. Es decir: la verdadera
riqueza del capitalismo se basa en la ficción de una riqueza que sólo es tal en la medida en
que se mueve. Eso significa que una moneda en permanente circulación, moviéndose
libremente, puede generar fortunas fabulosas sin que haya ninguna riqueza material por
medio. Ahora bien: los obreros de una fábrica, los contables de una empresa o el
equipamiento de una industria son entes reales, materiales, cuya vida depende de objetos
producidos, vendidos y comprados, y no de un valor de cambio. En España tenemos
ejemplos muy claros de esto: la circulación libre del capital genera un aumento del precio del
dinero que es completamente artificial, porque no responde a bienes que circulen con la
misma intensidad. El resultado es que en un país puede llegar a haber más riqueza que bienes
materiales, como ocurre en España. Y eso significa, a medio plazo, que la gran masa de
consumidores no va a poder consumir más, lo cual revertirá en el descenso de la producción
y, finalmente, en el colapso del tejido económico. La única opción, en ese caso, será reducir
desde el Estado la cantidad de dinero en circulación o, por el contrario, abaratar su precio,
dirigiendo en cualquier caso la economía nacional hacia nuevos objetivos; pero eso implica
salirse de la ortodoxia liberal.

El segundo vector de crisis en el interior del sistema es la galopante burocratización.


Liberalismo y socialdemocracia coinciden en despojar al Estado de cualquier atributo
soberano en la dirección de la economía. El Estado no sería más que una instancia reguladora

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del mercado, un agente económico como los demás. Ahora bien, en nuestras sociedades, cada
vez más complejas, es imposible la supervivencia sin un poder central, aunque sólo sea a
título de reglamentador, o precisamente: porque es necesario sentar cada vez más reglas.
Nace así una formidable burocracia estatal completamente desprovista de autoridad política
y directiva, pero saturada de responsabilidades reglamentarias: controles fiscales, gestiones
administrativas de importación y exportación, etc. Esta burocratización, inevitable, supone
una carga enorme para el sector público, obligado a mantener unas estructuras políticamente
inútiles pero administrativamente necesarias, sin que a cambio reciba la facultad de organizar
nada; y es además una carga para el sector privado, que la ve como a un peligroso enemigo
que obstaculiza la libre iniciativa. Es la contradicción absoluta.

Y un tercer elemento de crisis en el interior del modelo económico es la tendencia a la


creación de oligopolios. La necesidad de incrementar la producción sin cesar, en ramos cada
vez más especializados y en el marco de un mercado con un creciente número de
concurrentes, exige unas inversiones cada vez mayores que sólo se pueden acometer desde
grandes unidades de producción, para abaratar costes. Esa dinámica conduce a la fusión de
grandes empresas y a la absorción de las pequeñas empresas por las grandes. Es un proceso
que estamos viviendo en la banca, en el automóvil y, en general, en todos los grandes
sectores del mundo económico. Así nacen los llamados “oligopolios”. Ahora bien, los
oligopolios, que son consecuencia inevitable del modelo liberal (supervivencia frente a la
extrema competencia), contradicen al mismo tiempo el modelo liberal, porque limitan de
hecho la cantidad de agentes en el mercado (reducción de la competencia). Y en la lógica
liberal, la reducción de la competencia conduce al descenso de la producción y de la calidad
de esa producción. Por otra parte, los oligopolios tienen unas consecuencias graves desde el
punto de vista político y social, porque constituyen feudalidades cimentadas sobre su poder
incontestado en el sector que dominan y terminan actuando completamente al margen del
interés general y, por supuesto, de las orientaciones políticas que puedan emanar del Estado,
haciendo imposible la administración coherente de los recursos.

La especulación producida por la abstracción del capital, la creciente burocratización y


la creación de oligopolios son los tres vectores fundamentales de crisis en el interior del
sistema económico occidental.

4.2. Crisis en el exterior del sistema.

Pero un sistema económico no es autosuficiente, no existe sólo para sí mismo, sino que
se halla también en necesaria relación con otros elementos: los hombres y sus sociedades, el
entorno natural, las relaciones políticas entre los agentes del sistema... En la terminología que
aquí estamos utilizando, éstos serían los factores externos del sistema. Pues bien: también en
ese aspecto, el sistema económico occidental manifiesta graves síntomas de crisis.

Primer vector de crisis en el exterior del sistema: el acelerado aumento de las


patologías sociales. Todo el sistema económico está basado sobre la presunción de que el
individuo se comportará como un agente económico racional, tanto en el aspecto de la
producción como en el del consumo. Ahora bien, lo que se está produciendo en el interior del
sistema social es algo muy distinto. Por una parte, y como saben todos los sociólogos, el
individuo rara vez es racional, sino que generalmente se mueve por impulsos estéticos,

87
conflictuales, estrategias personales, etc., y eso también se extiende al terreno económico.
Por otra parte, la presunción de que el individuo seguirá consumiendo siempre que pueda es
errónea, porque en los últimos años estamos viendo en todo el mundo desarrollado cómo
surge una periferia económica a la que no es posible recuperar para el sistema. La
conformación de esa periferia obedece a dos fuerzas: una, la lógica de la exclusión de los no
aptos, típico dogma del credo neoliberal que está acumulando ghettos en los suburbios del
sistema económico; otra, la extensión de una mentalidad de “consumidor asistido” según la
cual el individuo tiene derecho a percibir del sistema (el “Estado”) trabajo, vivienda,
seguridad, etc., típico producto de las políticas socialdemócratas que crece paralelamente al
enquistamiento de un paro estructural en todos los países desarrollados. La confluencia de
ambas fuerzas hará que el consumo se reduzca, porque literalmente no habrá capacidad de
consumo real a largo plazo. El resultado es una patología social en el interior mismo del
modelo económico vigente.

Segundo vector de crisis externa: el deterioro ambiental. El factor ecológico se ha


convertido ya en una frontera de hecho para el sistema económico. La necesaria explotación
incesante de recursos provoca que todos los recursos se hagan escasos. Pero el problema no
se agota aquí -nuevas fuentes de energía podrían paliar la amenaza-. Hay que sumar, además,
el hecho de que los países en vías de desarrollo también necesitan materias primas y, por otra
parte, no poseen capacidad para invertir en la investigación de fuentes energéticas
alternativas. Ese es el problema que se planteó en la Cumbre de Río: los países en vías de
desarrollo, para responder al reto que les lanza el orden económico internacional, necesitan
impulsar sus economías, lo cual es imposible si no recurren a energías contaminantes, pero
eso, a su vez, pone en jaque al orden económico internacional, porque le enfrenta a la
posibilidad de una catástrofe ambiental. La contradicción es prácticamente irresoluble.

Y tercer vector de crisis: el desorden planetario que el actual sistema económico lleva
consigo. En efecto, el sistema económico internacional se basa sobre la atribución de ramos
de producción especializados a los países dependientes (el “Sur” del sistema económico). Al
no poder procurarse la autosuficiencia en materia productiva, estos países se ven abocados a
políticas incapaces de satisfacer a sus grandes poblaciones, por otra parte crecientes. Es un
hecho que la depauperación del Tercer Mundo crece exponencialmente desde la
descolonización. El orden económico internacional es el principal responsable de las
catástrofes que se viven en Africa desde los años setenta, por ejemplo. Eso produce grandes
olas migratorias de los países pobres hacia los ricos. Y las migraciones suponen, a su vez, la
alteración de los mercados de los países de acogida, que en tiempos de recesión sólo pueden
aceptar nueva mano de obra a cambio de mantener inactiva (y subsidiada) a buena parte de la
población propia. Es una situación social -y mundial- insostenible.

5. Reconstrucción de una economía política.

Hemos visto cuál es el camino que nos ha conducido hasta el modelo económico
vigente, cuáles son sus bases ideológicas, cuáles son sus principios económicos y cuáles son
sus consecuencias reales. Deliberadamente hemos dejado de lado las diversas corrientes no
economicistas del pensamiento económico: la escuela histórica alemana, la corriente
organicista, las críticas de estudiosos como Maurice Allais, los modelos de “espacios
autocentrados”, la alternativa sistémica, etc. Lo que nos interesa, ante todo, es mostrar el

88
fundamento del orden económico vigente y demostrar su error. Y a partir de ahí, tratar de
esbozar un modelo alternativo de economía política.

En efecto, ¿cuál es la base del modelo vigente? Esa base es común al liberalismo y al
socialismo:

- El individuo es considerado como homo oeconomicus: un ser que persigue siempre y


únicamente su interés utilitario tras un cálculo racional.
- La sociedad es considerada como instancia económica: un mercado o un escenario de
producción, cuyo funcionamiento sólo se entiende si consideramos las relaciones
económicas como las únicas relaciones sociales verdaderas.
- La moral de las necesidades: lo que guía los comportamientos del ser humano en
todos los aspectos de su vida y en todas las épocas de su historia es la satisfacción de sus
necesidades (no sólamente de las necesidades vitales), y esas necesidades son siempre las
mismas en todas partes.

Sin embargo, lo que las ciencias sociales -y la mera observación- nos dicen hoy es todo
lo contrario:

- El individuo no es solo un homo oeconomicus, sino que es, sobre todo y al mismo
tiempo, homo ludens, zoon politikon, homo faber... El hombre rara vez se comporta como un
ser racional guiado por su cálculo utilitario. Reducir lo humano a la dimensión económica es
castrar la condición humana.
- La sociedad tampoco es una instancia fundamentalmente económica. La economía es
una parte de las funciones sociales, pero no es la que determina el conjunto de los
comportamientos sociales ni los relatos comunes que se otorga una comunidad. Las reglas
sociales provienen de estructuras mucho más complejas. Por otra parte, una sociedad
reducida a su dimensión económica es una sociedad incompleta, donde la vida comunitaria
queda desprovista de objetivo histórico.
- Por último, las necesidades de los individuos no son las mismas en todas partes ni en
todas las épocas. Las necesidades individuales vienen dictadas por factores culturales y
antropológicos. Por eso es tan difícil -hasta el día de hoy, imposible- imponer modelos de
producción homogéneos en todo el mundo sin causar trastornos incontrolables.

Así las cosas, es conveniente reconstruir un marco en el que sea posible concebir una
economía diferente. Ese marco debe partir de constataciones que ya no es posible seguir
dejando de lado. Y desde esas constataciones, pueden sentarse los principios de una nueva
economía política.

En primer lugar, es preciso redefinir el lugar de la economía. Al igual que en la teoría


clásica organicista, a nosotros nos parece más sensato pensar las sociedades humanas como
conjuntos vivos integrados por diferentes sujetos y por diferentes funciones que interactúan
permanentemente entre sí, y no como mecanismos racionales unidimensionales. Eso implica
aceptar que la economía es una parte de la vida social y que el comportamiento económico es
una parte de la conducta habitual del hombre, pero que en modo alguno puede considerarse
como la única dimensión. La visión que aquí proponemos es antirreduccionista y pluralista.

89
En esa misma lógica, hemos de pensar que la economía no puede sobrevivir como
función independiente, y menos aún sepultando a las demás, sino que ha de estar integrada en
el conjunto de la actividad del grupo humano y puesta al servicio de la acción del grupo en su
marco vital. Por lo tanto, los grandes objetivos de la economía deben estar sometidos a unos
criterios políticos (en sentido amplio) de orientación general, porque éstos son, como hemos
apuntado en sesiones anteriores, los que permiten a una comunidad otorgarse un destino y
proyectarse en la historia. La economía ha de estar al servicio de los proyectos de los
hombres y sus comunidades, no a la inversa.

Esa sumisión de lo económico a lo político y a lo comunitario no puede hacerse a costa


de sepultar a su vez a la función económica (eso significaría caer en otro reduccionismo, éste
de signo contrario). La función económica debe seguir siendo una función integrada en el
conjunto. Por consiguiente, el Estado no puede hacerse cargo de la intervención global de la
economía. Preferiremos una economía privada, pero políticamente dirigida, para que actúe
en beneficio de los objetivos generales de la comunidad, antes que una economía estatalizada
que actúe en función de criterios de beneficio a corto plazo o según dogmas ideológicos de
ambición totalizante. El papel de lo político no es suplantar a lo económico: es otorgarle un
cauce, una dirección y un objetivo.

A este respecto merece la pena detenerse en el papel de la propiedad, que es


probablemente el aspecto más específicamente humano de toda problemática económica.
Tenemos razones para estar convencidos de que toda vida económica reposa sobre unos
principios básicos que no son propiamente económicos, sino antropológicos, y que forman
parte de la estructura elemental de la cultura humana hasta el punto de poder ser considerados
como instituciones necesarias. Uno de esos principios/instituciones es el de la propiedad, que
no es sólo aquello que se adquiere y se posee o se disfruta, sino que es también, y sobre todo,
aquello que se transmite. Una nueva economía política ha de partir del reconocimiento de la
propiedad como una pulsión elemental del individuo; en ese sentido, siempre será preferible
una sociedad formada por modestos propietarios antes que otra constituida por consumidores
a crédito o de alquiler. La propiedad es una proyección inmediata del sujeto en su medio, en
su futuro y en su linaje. Es un principio inviolable -porque es un principio humano.

Con la misma intensidad hemos de reparar en el papel del trabajo. Si la propiedad es lo


que permite al sujeto proyectarse más allá de sí mismo, el trabajo es lo que le proyecta en su
relación cotidiana con la comunidad. No es, por tanto, un factor más de la ecuación
económica -como el capital, por ejemplo-, sino que es la esencia misma de la actividad
económica, el primer vínculo económico entre el sujeto y su entorno comunitario. Desde ese
punto de vista, el trabajo no es sólo un derecho, sino que es, sobre todo, un deber. Y las cosas
han de organizarse de modo que ese deber sea vivido como tal por el trabajador. En ese
sentido, la participación del trabajador en los beneficios de su trabajo es una reivindicación
que no puede dejar de ser desatendida.

Hay otro elemento capital que antes hemos examinado como factor externo de la crisis
del sistema: el contexto mundial de la economía. En efecto, en el mundo actual es impensable
una actividad económica desligada del entorno geográfico directo. La autarquía en un sólo
país es una utopía regresiva, tanto más en el momento en que todos los grandes problemas se
planetarizan; hoy es imposible vivir al margen de los demás. Ahora bien, es un error pensar

90
que la globalización de la economía supone una forma “más solidaria” de hacer dinero: antes
bien, la experiencia demuestra que la globalización sólo ha servido para imponer en
continentes enteros formas de actividad económica que les son ajenas y, de paso, les ha
empobrecido hasta niveles insostenibles. Veremos todo esto en detalle en próximas jornadas,
cuando hablemos del llamado Nuevo Orden del Mundo. Adelantemos que, por nuestra parte,
pensamos que la solución más juiciosa es la enunciada por economistas como Perroux o
Grjebine: una suerte de desarrollo autocentrado, de hecho una autarquía de grandes espacios,
que limite la competencia al interior de mercados culturalmente homogéneos y dentro de
unos objetivos comunes de carácter político.

Y por último, es imprescindible hacer una referencia específica al problema ecológico.


En días anteriores hemos visto cómo el sistema natural es el sistema de sistemas, aquel que
nos engloba y que, por tanto, debe ser considerado en primer lugar a la hora de construir un
nuevo orden de las cosas. Ninguna actividad económica puede ser desarrollada al margen del
equilibrio ecológico. La Naturaleza es el suprasistema que engloba a todos los demás
subsistemas (al social, al político, al económico); como tal debe ser integrada en el análisis de
una economía política nueva, lo cual tiene que llevar necesariamente a la propuesta de
medidas de protección y conservación del medio ambiente, pero no sólo “para que dure
más”, como señalan los tecnócratas del Club de Roma, sino también y sobre todo porque la
supervivencia de la Naturaleza ha de contar como factor prioritario de cualquier equilibrio
económico.

A partir de estos principios, podrá ser posible empezar a construir una verdadera
alternativa al modelo económico vigente.

Bibliografía:

- BATAILLE, Georges: La parte maldita, Edhasa, Barcelona, 1974.


- DUMONT, Louis: Homo Aequalis. Génesis y apogeo de la ideología económica,
Taurus, Madrid, 1982; Ensayos sobre el individualismo, Alianza, Madrid, 1987.
- FAYE, Guillaume: Contre l’economisme, Labyrinthe, Paris, 1983.
- MARX, Karl: Manuscritos: Economía y filosofía, Alianza, Madrid, 1968; Elementos
fundamentales para la crítica de la economía política, Siglo XXI, Madrid, 1972-76; El
Capital, Siglo XXI, Madrid, 1975-81 (5 vols.).
- NAREDO, José Manuel: La economía en evolución, Siglo XXI, Madrid, 1988.
-SHELL, Marc: Dinero, lenguaje y pensamiento, Ed. Fondo de Cultura Económica,
México, 1985.
- SOMBART, Werner: El burgués, Alianza, Madrid, 1972; Lujo y capitalismo,
Alianza, Madrid, 1979.
- SPENGLER, Oswald: La decadencia de Occidente (cf. vol II, cap. V: “El mundo de
las formas económicas”), Espasa-Calpe (cit.).
- VELARDE, Juan: El libertino y el nacimiento del capitalismo, Ed. Pirámide, Madrid,

91
1981.
- VV.AA.: “La crisis del modelo económico”, en HESPÉRIDES, 3, Invierno 1993-94.
- WEBER, Max: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Ed. Península,
Barcelona, 1969.

92
IX
Ideas sobre la teoría de la política

El Estado contemporáneo se define como “Estado liberal y democrático (o


democrático y social) de Derecho”, y es prácticamente unánime el consenso sobre su bondad.
Sin embargo, también prácticamente todo el mundo está de acuerdo en que el Estado de
Derecho ha entrado en crisis. Aquí nos proponemos hacer un recorrido por algunas de las
diferentes bases teóricas y prácticas que desde distintos puntos de vista se han planteado para
construir una alternativa al modelo de Estado y a la teoría política hoy dominantes. Veremos,
por tanto, por qué ha entrado en crisis el Estado de Derecho contemporáneo, qué críticas se le
formulan y desde dónde se puede construir conceptualmente una alternativa al modelo
vigente.

1. Crisis y críticas del Estado de Derecho.

Teóricamente, Estado de Derecho puede ser todo aquel Estado donde la práctica
política está sometida a unas normas jurídicas dictadas por un poder ajeno al propio poder
político. Se exige, por tanto, la separación de poderes. Un Estado donde “la voluntad del
caudillo es ley” no es un Estado de Derecho; un Estado donde la ley emana de la voluntad del
poder legislativo (sea elegido democráticamente o no) es un Estado de Derecho. Esta es la
clave del asunto: el Estado de Derecho es aquél donde el poder acepta de antemano que el
Derecho constituye una instancia suprema que ni siquiera el propio poder pueda franquear,
ignorar o someter.

En ese sentido, cualquier Estado no democrático, pero donde las leyes las dicte alguien
ajeno al poder ejecutivo y con potestades legislativas reconocidas como tales, puede ser
perfectamente Estado de Derecho, cosa que parecen ignorar los políticos actuales. El
régimen de Franco, por ejemplo, trató de comportarse en todo momento (y al menos desde
1942) como Estado de Derecho mediante la construcción, desde las Cortes, de un aparato
jurídico que el Gobierno debía acatar y respetar en su acción. Que lo consiguiera o no, es
cuestión que no vamos a examinar aquí. Lo importante es dejar claro que Estado de Derecho
no equivale a democracia.

Y es que la base ideológica del Estado de Derecho no es democrática, sino liberal: lo


importante es que los poderes estén separados; sólo así se garantiza que el individuo no sea
víctima de abusos por parte del poder. El individuo tiene sus derechos y el Estado se fija por
meta actuar conforme a esos derechos. El Estado de Derecho se contempla a sí mismo como
un árbitro de los intereses individuales, un regulador que asiste como notario al contrato entre
los sujetos. El hecho de que los que hacen la ley (los legisladores) sean elegidos por el pueblo
es una cuestión distinta.

¿Por qué ha entrado en crisis el Estado de Derecho? Para responder a esta pregunta
hemos de dibujar, aunque sea someramente, la trayectoria de este tipo de Estado, que
podemos aprehender a través de tres momentos:

a) Separación de poderes. En un primer momento se sienta el principio de que quienes

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hacen la ley (poder legislativo) han de ser distintos a quienes la ejecutan (poder ejecutivo) y
distintos también a quienes la administran (poder judicial). Estamos en el Estado liberal de
Derecho.
b) Representación de los legislados. El segundo momento adviene cuando empieza a
considerarse que los legisladores han de ser representantes de la voluntad ciudadana
democráticamente expresada. Así se otorga el voto, primero, a los ciudadanos más señalados
(sufragio censatario) y luego, a los ciudadanos en su conjunto (sufragio universal), pero
simultáneamente se arbitra la representación a través de partidos políticos. Nace así el Estado
democrático y liberal de Derecho.
c) Monopolio de la representación por los partidos. Por último, los partidos políticos se
convierten en las únicas estructuras de representación y terminan dictando las leyes (poder
legislativo por mayorías parlamentarias), ejecutándolas desde el gobierno (poder ejecutivo
elegido por la mayoría parlamentaria) y eligiendo incluso a los rectores de los
administradores de la justicia (designación por mayoría parlamentaria del poder judicial).
Así, al final del proceso, hemos pasado del Estado liberal de Derecho al Estado Partitocrático
de Derecho.

A esta evolución de las estructuras políticas hemos de sumar otras dos evoluciones que
en los dos últimos siglos han contribuido a configurar la actual crisis del Estado de Derecho.
En primer lugar, la evolución económica desde una economía de supervivencia más o menos
dirigida, a otra de producción y consumo que tiende a emanciparse de cualquier control
político. El resultado de esta emancipación de lo económico ha sido el surgimiento de
grandes poderes en torno al trabajo y al capital. Esos poderes, decisivos en la sociedad
moderna, terminan pesando más que los propios partidos a la hora de adoptar decisiones
políticas. Aparece así una política de lobbies o grupos de presión al estilo norteamericano,
hoy generalizada en todo Occidente. Los grupos de poder económico ingresan en el
escenario político por la puerta trasera, convirtiéndose en agentes privilegiados por encima
de los ciudadanos e incluso de los partidos.

La segunda gran transformación de los últimos tiempos ha sido la inducida por la


evolución social desde unas sociedades relativamente unificadas hasta otras de carácter
fragmentario, sociedades que exigen un perpetuo equilibrio entre los agentes más poderosos
para mantener el equilibrio social. En ese juego de equilibrios, la prioridad ya no es dar
cumplimiento a la voluntad de la mayoría, sino tratar de mantener el sistema -o sea, mantener
el propio equilibrio-. La finalidad del sistema es únicamente la autoconservación del aparato
de decisión técnica y económica, incluso si para ello es preciso hurtar determinadas áreas de
decisión a los ciudadanos y a sus instituciones representativas. Se genera así una tendencia a
la autocracia en favor de una nueva elite anónima del poder, elite cuya función es
esencialmente técnica -la conservación y autorreproducción del sistema- y que no se
considera sometida a las exigencias de una política democrática. La llamada tecnocracia es
una de las posibles formas que adopta este proceso.

La conjunción de todas estas evoluciones (política, económica y social) ha llevado hoy


a una crisis general del Estado democrático, liberal y partitocrático de derecho, crisis que
todos los autores reconocen:

- La separación de poderes ha terminado convirtiéndose en una ficción, porque en

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todos ellos circula la misma elite partitocrática, cooptada entre sí misma.
- La representatividad de los partidos es otra ficción, porque sus tomas de postura
vienen determinadas por la acción y los intereses de los grupos de presión.
- Todo proyecto político real desaparece, porque ya no hay más objetivo que el
mantenimiento de ese mismo estado de cosas para garantizar el equilibrio del sistema. La
tecnocracia surge como respuesta no democrática a las insuficiencias de una partitocracia
que tampoco es democrática.

Este estado de crisis -insistimos, reconocido por todos- se ha convertido en uno de los
grandes temas del debate politológico durante este siglo y ha suscitado críticas desde diversas
instancias. En realidad, toda la historia de la Ciencia Política de este siglo podría escribirse
como la historia del debate sobre el Estado de Derecho. Pretender un tratamiento exhaustivo
de las diferentes posiciones al respecto nos exigiría un ejercicio enciclopédico, de manera
que vamos a limitarnos a señalar, aún a riesgo de resultar sumarios, tres grandes frentes de
crítica.

Tenemos, por ejemplo, la crítica reaccionaria, que se puede reducir a un argumento


central: el Estado de Derecho no puede funcionar mientras las leyes estén sujetas a la
decisión de los hombres, que son mudables. Las leyes deben estar en consonancia con la ley
de Dios, que es inmutable y permanente. El problema que tiene esta crítica es que, por un
lado, se ve obligado a demostrar que Dios existe (o, en su defecto, que existe un Derecho
Natural universalmente válido), y además tendría que convencer bruscamente de ello a todo
el mundo, lo cual es poco viable; por otra parte, habría que demostrar que se puede organizar
un Estado de Derecho divino sin recurrir a una forma de teocracia. La postura reaccionaria
nos devuelve a la problemática de los siglos XVIII y XIX.

El segundo frente de crítica es el que podríamos llamar reformista, es decir, el de


aquellos que aceptan la crisis del sistema pero no quieren renunciar a él. En general, la crítica
reformista coincide en pedir una profundización en uno o varios de los principios básicos del
sistema: un mayor reconocimiento del individuo, un mayor control del poder ejecutivo, una
reforma de las vías de representación (partitocrática), una mejora de los mecanismos de
organización del sistema o una sacralización del consenso. Todas estas críticas son las únicas
que hoy acepta el propio sistema, porque su objetivo no es cambiarlo, sino mejorarlo.
Aunque cada propuesta reformista merece una respuesta particular, aquí podemos esgrimir
un único argumento para todas ellas: si el principal problema del actual modelo de Estado es
que fomenta la fragmentación social y la atomización del conjunto, no tiene ningún sentido
proponer una mayor insistencia en tal o cual factor de fragmentación. Cabe decir, no
obstante, que ciertas críticas lanzadas desde el campo reformista (véanse, por ejemplo, las de
los populistas o los comunitaristas americanos) pueden contribuir a solucionar problemas
como el de la feudalización del poder en manos de los grupos de presión económicos o el de
la tecnocracia. Ahora bien, tales críticas sólo son viables si reconocemos previamente que el
poder en las sociedades democráticas ha de ser autónomo y superior a las instancias
económicas y técnicas; eso implica una rectificación general de la estructura social que pocos
en el actual sistema están dispuestos a afrontar.

Y tenemos, por último, la crítica alternativa, cuya base teórica general puede explicarse
así: como el problema fundamental del sistema es que ha producido un divorcio entre el

95
Estado y la comunidad, propiciando un sistema de gobierno enmascaradamente oligárquico,
hay que sustituir ese modelo de Estado por otro. Nosotros podemos suscribir aquí una crítica
de carácter alternativo, pero, naturalmente, no existe una sola teoría alternativa, sino que su
contenido dependerá del significado que se atribuya a los distintos términos de la propuesta:
qué se entiende por “pueblo”, por “comunidad”, por “nación”, por “Estado”, etcétera, y
después, habrá que ofrecer un conjunto de canales prácticos que permitan materializar la
propuesta y convertirla en un modelo sólido. Aquí vamos a entregarnos a ese trabajo previo:
la redefinición de los términos y el tanteo de nuevas vías.

2. Los términos de una teoría alternativa.

Toda teoría política parte de una atribución previa de significados a los elementos
fundamentales de esa teoría. No hay unos significados universalmente válidos, precisamente
porque los elementos son parte de la teoría. Veamos el ejemplo del elemento pueblo: al
pueblo concebido como “clase social” le corresponderá una teoría del Estado distinta a la del
pueblo concebido como “conjunto de la comunidad”. Por tanto, debemos fijar los términos
de la teoría para sustentar nuestra explicación. Utilizaremos para ello una estructura
piramidal, partiendo de los elementos no estrictamente políticos, o metapolíticos (que no se
agotan en una definición de carácter político, sino que van más allá), para llegar a los
puramente políticos.

2.1. El Pueblo.

El pueblo es precisamente el término básico de cualquier teoría política, porque se halla


en el origen de todos los demás, y ello sin ser un elemento político en sí mismo. Hay diversas
maneras de concebir el término Pueblo. Una de ellas es el pueblo como suma de los
individuos que constituyen un conjunto humano. Es la visión típicamente liberal/moderna,
donde la base del “pueblo” es la cualidad individual de los sujetos; el pueblo es la resultante
de la suma simple de los individuos; el conjunto gravita en torno a la categoría individual. A
partir de aquí, sólo cabe concebir la estructura política sobre dos ejes: o bien la violencia, con
la victoria de aquellos individuos más fuertes (por ejemplo, la dialéctica amo/esclavo de
Hegel), o bien el contrato, para garantizar la paz social. La civilización capitalista asume, con
más o menos matices, esta concepción. El problema surge cuando la supervivencia del
conjunto exige llamar a la conciencia de los ciudadanos más allá de su interés individual (por
ejemplo, en una guerra). Eso demuestra los límites de la concepción individualista del
pueblo.

Otra forma clásica de concebir el término pueblo es como masa de los individuos
menos favorecidos por la distribución de la riqueza. Es la visión típicamente marxista. En
esta concepción, el pueblo adquiere existencia histórica cuando se constituye en clase.
Entonces el pueblo tendrá que tomar las riendas de su destino destronando a las clases
privilegiadas e implantando un sistema igualitario (el socialismo). El problema viene cuando
ese socialismo constituye a su vez una nueva elite de poder, como ha ocurrido en todas las
repúblicas socialistas. Ese efecto elitista demuestra los límites de la concepción del pueblo
como clase.

Y una tercera concepción es aquella que define el pueblo como un conjunto humano

96
que comparte unos rasgos comunes relativamente estables en un periodo histórico dado y en
un determinado espacio geográfico. A partir de aquí, el pueblo se define en tanto que
comunidad, es decir, como identidad puesta en común. Aquí el pueblo es la instancia
primordial de existencia de la persona. Esta concepción, que es la nuestra, puede hacerse
corresponder con la concepción clásica del pueblo (por ejemplo, el “pueblo romano”), y a
ella corresponde una estructura política originada en factores previos al interés individual o a
la clase: la religión, la lengua, la ley, el mantenimiento de una tierra, etc. Son precisamente
esos elementos, puestos en común, los que fundan la comunidad: un mismo origen étnico,
una misma lengua, una religión compartida, una vinculación familiar o tribal (todo grupo
humano se estructura inicialmente en clanes, como es el caso en la historia de Europa), una
larga alianza para la supervivencia, un espacio común, unas condiciones geográficas dadas,
etc.

En ese sentido, los diferentes tipos de pueblo pueden clasificarse en función de su


mayor o menor densidad: un pueblo tendrá una densidad alta cuando los elementos comunes
(lengua, etnia, religión, espacio, etc.) sean muy numerosos; por el contrario, tendrá una
densidad baja cuando los elementos comunes sean escasos. El problema viene cuando el
pueblo se concibe como una esencia absoluta -es decir, cerrada en sí misma- y,
paralelamente, cuando la cohesión del pueblo pretende reducirse a un sólo elemento: la
lengua, la raza, el espacio, etc. Entonces caemos fácilmente en el reduccionismo -es decir, en
una mutilación del significado global del término pueblo- y en una forma radical y primaria
de nacionalismo. Para escapar de este riesgo es preciso subrayar que el pueblo no es sólo una
entidad política, sino sobre todo antropológica y cultural; lo político es un aspecto, entre
otros, del pueblo. Cabe, pues, defender con vehemencia el derecho de cada pueblo a
mantener su identidad, pero siendo conscientes en todo momento de dos hechos
fundamentales:

- primero, que los pueblos no son entes cerrados, sino abiertos, con variaciones a lo
largo de su historia, luego no es posible considerarlos como una esencia absoluta. Hay
diferentes pueblos con diferentes historias. Y si hay una pluralidad de pueblos, no puede
haber una pluralidad de absolutos, porque el absoluto es, por definición, singular;
- segundo, que no existe necesariamente correspondencia entre un pueblo concreto y
una unidad política dada. Al contrario, lo que la historia nos enseña más bien es que hay
unidades políticas que comprenden pueblos diversos, o un sólo pueblo que crea diversas
unidades políticas, e incluso “pueblos de pueblos” como el pueblo español. El pueblo es una
categoría de carácter cultural, metapolítico, no estrictamente de carácter político.

2.2. La Nación.

Vayamos ahora al segundo escalón en nuestro recorrido piramidal por las categorías de
lo político: la Nación. El concepto de Nación es uno de los más etéreos e inaprehensibles de
la teoría política. En su origen, en la Edad Media, el término “nación” significaba tan sólo
lugar de nacimiento, lugar de origen. Luego, entre los siglos XVIII y XIX, aparecen las dos
concepciones que van a ser clásicas en la teoría política: la francesa -Nación como pueblo,
como Tercer Estado (social), luego ampliada al consenso social sobre la convivencia (el
“plebiscito cotidiano” de Renan)- y la alemana -nación como expresión política de un pueblo
culturalmente homogéneo-.

97
La asunción de estos conceptos por las ideologías modernas ha generado un caos
teórico considerable, porque terminan vaciando de sentido el propio concepto de nación. Así,
por ejemplo, para la ideología liberal, que entiende el pueblo como conflicto o coalición de
intereses individuales, la nación termina por no ser más que un aparato intermedio que
permite la convivencia política, de modo que el concepto de nación tiende a confundirse con
el de Estado. Como el objetivo final de la ideología liberal es la libre circulación de
mercancías y capitales en un mundo sin aduanas -proyecto que sigue hoy vigente, quizá más
que nunca-, la nación termina convirtiéndose en un obstáculo absurdo que debe
progresivamente desaparecer. El liberalismo es cosmopolita. Sin embargo, la construcción
del “nuevo orden del mundo” levanta por doquier reacciones nacionalistas, a veces muy
violentas. Eso demuestra que la nación no es una ficción, sino una realidad.

Asimismo, para la ideología marxista la nación no es sino una superestructura que trata
de mantener un determinado orden social (naturalmente, un orden injusto), de manera que
debe desaparecer igualmente. El marxismo, en teoría, es internacionalista. Sin embargo, el
curso de la historia forzó la aparición de socialismos nacionalistas (el “socialismo en un sólo
país”). Desde nuestro punto de vista, ello se debe a que la nación no es una superestructura de
intereses, sino una categoría más importante que la clase, en la medida en que es una
instancia de identidad.

Por nuestra parte, entendemos la nación como la proyección política de un pueblo o un


conjunto de pueblos en el marco de la historia. Cuando uno o más pueblos se organizan para
actuar políticamente, entonces surge la nación. Antes hemos definido el pueblo como una
realidad dotada de diversas dimensiones (cultural, territorial, histórica, política, etc); la
nación sería el término clave de la dimensión política del pueblo -pero sólo de ella. Esta
concepción incluye y supera las dos definiciones clásicas de la Nación, ambas formuladas en
siglos pasados, al mismo tiempo que levanta acta de la realidad radical del hecho nacional: no
se puede negar que la nación existe; si se niega, el fenómeno se dispara.

Se nos puede reprochar que esta actitud conduce al nacionalismo., es decir, a la


violencia. Ahora bien, la experiencia nos enseña que lo que provoca el nacionalismo violento
no es el reconocimiento de que las naciones existen, sino la negación de su existencia. El
ejemplo de la vieja Yugoslavia es suficientemente ilustrativo. Por otro lado, nuestra
concepción de la nación no es la de un absoluto, sino una concepción abierta. Tampoco es
una concepción material de aparato político (eso es el Estado, como luego veremos), sino
espiritual, en la medida en que entendemos la nación como una proyección de la voluntad
colectiva (hacia el futuro) y como una instancia de identidad (desde el pasado).

Resumamos, pues, cuál es nuestra perspectiva sobre la teoría de la Nación. En primer


lugar, la definimos como la proyección política de uno o varios pueblos en la historia.
Cuando una comunidad se organiza para actuar políticamente, entonces surge la nación, con
independencia de la forma política concreta que adopte. La nación como proyección
histórico-política puede estar constituida por uno o varios pueblos, e incluso por una o varias
naciones -el imperio-. No hay una correspondencia necesaria entre pueblo, nación y Estado,
como creían los nacionalistas de los siglos XIX y XX. Y es que el núcleo de la categoría de
nación no es sólo físico, étnico o territorial, sino que agrupa y supera a todas estas

98
características en la medida en que es una entidad de carácter espiritual que construye una
instancia de identidad política colectiva. Cuando una nación determinada deja de garantizar a
su pueblo (o a sus pueblos) esa proyección política en la historia, la nación deja de tener
sentido, desaparece y tiende a ser reemplazada por otras formas sustitutorias (por ejemplo,
los micronacionalismos), porque esa proyección política es siempre necesaria. El caso de
España es claro ejemplo de ese proceso de sustitución, donde los micronacionalismos
periféricos han sustituido la proyección de la nación general.

2.3. El Estado.

La tercera categoría esencial en la estructura de lo político es el Estado. El concepto de


Estado ha evolucionado mucho a lo largo de la historia, desde la vieja ciudad-estado griega
hasta el estado moderno renacentista o el “estado de derecho” actual. Por eso no hay una
definición canónica y universalmente válida del término. Desde un punto de vista puramente
práctico, podemos decir que hoy prevalecen dos concepciones del Estado: una definición
minimalista y otra asistencial.

La tesis del Estado mínimo o Estado-árbitro sostiene que la única función del Estado es
regular la competencia de los agentes económicos y sociales dentro de un país dado,
limitando sus atribuciones a la protección física (militar y diplomática) del conjunto. Es la
opción neo-liberal pura. Su principal inconveniente reside en que los agentes económicos y
sociales, carentes de dirección política, terminan creando centros de poder autónomos
(llamados neo-feudalidades por los politólogos actuales) que actúan por cuenta propia, al
margen del interés común y enfrentándose entre sí, lo cual exige nuevas intervenciones del
Estado para impedir una “guerra civil de baja intensidad”. Incluso en los países más
identificados con la ideología liberal pura (por ejemplo, los anglosajones) se hace inevitable
el recurso al Estado, que se convierte así en un árbitro con atribuciones crecientes a medida
que aumenta la complejidad social. Eso aproxima este modelo de Estado-mínimo al siguiente
modelo que ahora veremos, el asistencial o Estado-Providencia.

La tesis del Estado asistencial, también llamado Estado-Providencia y


Estado-enfermera, estima que el Estado no debe limitarse a la regulación de la competencia
entre agentes económicos libres, sino que debe encargarse, además, de administrar el
bienestar ciudadano, identificado con las conquistas de las clases trabajadoras.
Generalmente, este modelo de Estado se presenta como una aportación de la
socialdemocracia. Sin embargo, conviene insistir en que grandes avances como la seguridad
social no se debieron a políticas socialistas, sino a nacionalismos conservadores: Bismarck
en Alemania, Maura en España. En su evolución, este modelo ha llegado a lo que hoy se
denomina Estado del Bienestar, que se enfrenta a una grave crisis porque el número de
ciudadanos protegidos crece sin parar, mientras disminuye el de cotizantes: no hay suficiente
dinero. Con todo, no parece que ningún país esté dispuesto realmente a prescindir de este
modelo. En todo caso, se disminuirá la participación estatal en beneficio de la gestión privada
del bienestar, lo cual terminará aproximando el modelo de Estado-Providencia al modelo de
Estado-mínimo.

A estos dos modelos cabe añadir una tercera categoría histórica de concepción del
Estado: lo que podemos llamar Estado Total, definido muy temprano, desde los años veinte,

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por autores como Carl Schmitt y cuya fórmula recogía la experiencia de aquellos países
donde el Estado había pasado a ser el eje absoluto de la vida política. El caso más notorio es,
evidentemente, el de la Unión Soviética, que mediante la identificación Partido = Estado =
Pueblo inauguró el periodo de los Estados Totalitarios. También los fascismos trataron de
convertir al Estado en eje de la vida política de la nación, al hacer de él encarnación de la
voluntad histórica de la comunidad. Sin entrar aquí en el debate acerca de los totalitarismos,
nos limitaremos a señalar que el modelo prototípico de Estado total es más el comunista que
el fascista, sin olvidar que, por otra parte, numerosos autores sostienen que el Estado
democrático actual ha entrado desde hace tiempo en esa misma dinámica de totalización.

Por nuestra parte, consideramos que el Estado no debe ser más que un aparato técnico
al servicio de la nación. Por tanto, el Estado no es un fin en sí mismo, sino tan sólo un medio,
un instrumento. Nosotros vemos el Estado como un instrumento variable en función de los
proyectos políticos de la nación: si hoy nuestro proyecto político es extender la soberanía
económica de la nación, el aparato del Estado tendrá que incidir especialmente en esa
parcela; si mañana nos vemos envueltos en una guerra, el Estado tendrá que aportar toda su
fuerza para que salgamos bien librados; si la principal apuesta política es combatir la
colonización cultural extranjera, el Estado tendrá que emplearse a ello. Nuestro modelo de
Estado no es sólo económico o sólo social, no es sólo árbitro o sólo enfermera, sino que es un
Estado político, un Estado rector. Eso exige el mantenimiento de un aparato estatal ágil,
flexible, “delgado pero musculoso”, capaz de ser puesto al servicio de la voluntad política de
la nación.

2.4. Lo político.

Si las definiciones de Pueblo, Nación y Estado se prestan de por sí a la polémica, el


concepto de lo político es quizás el más complicado e inaprehensible de la propia teoría
política. ¿Qué es lo político? ¿Una forma de organización? ¿Una descripción de la lucha por
el poder? En general, las teorías modernas consideran lo político como una maldición,
porque interfiere en la libertad de los agentes económicos. Así se “diaboliza” lo político,
identificado tan pronto con la imposición de deberes sociales (las “coacciones políticas sobre
la economía”, por ejemplo) como con la sórdida lucha por el poder (por ejemplo, la
recurrente acusación de “instrumentalizar políticamente las decisiones judiciales”). Lo
político, en la ideología dominante, siempre es “malo”.

En ese paisaje, y para escapar a la confusión terminológica, lo mejor es formular un


concepto alternativo de lo político, un concepto que guarde coherencia con los conceptos
aquí esbozados sobre el pueblo, la nación y el Estado. En ese sentido, podríamos proponer la
siguiente fórmula para alcanzar una definición de lo político:

Lo político es la decisión o conjunto de decisiones con las que una nación se proyecta
como tal en la historia junto y frente a otras naciones.

Aquí retomamos tanto el criterio clásico de lo político (el gobierno de la polis) como
los conceptos modernos de decisión (Freund) y distinción amigo/enemigo (Schmitt).
Debemos incorporar también los desarrollos actuales acerca de la política como regla de
organización del sistema. Lo fundamental es que no se pierda de vista el núcleo del proceso:

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la base de lo político no es sólo un acto (la decisión), ni sólo una normativa (la organización),
sino la proyección de la nación en la historia, es decir, la elección de un destino colectivo.

Eso significa que toda decisión colectiva, a través de los canales o las personas que las
tomen y las ejecuten, es una decisión política. Aquí debemos señalar una distinción
semántica entre lo político como categoría y la política como práctica. Nosotros nos
referimos en todo momento a la categoría de lo Político, que es, por otra parte, el único
asidero sólido para que la política deje de ser un baile de máscaras. Dicho de otro modo: la
política debe estar al servicio de lo Político. Todo el aparato formal de reglas, elecciones,
leyes, instituciones representativas, etc., tiene por única función facilitar la proyección
histórica colectiva (política) de la nación, permitir que sus decisiones se lleven a la práctica y
que, por tanto, esa nación siga existiendo como tal. Si lo político desaparece y es sustituido
por lo económico, como tiende a suceder hoy, la soberanía colectiva se extingue. Por tanto, lo
político es la piedra sobre la que descansa toda la vida de la comunidad. Ese es también el
principio que guía nuestra exploración por las diferentes propuestas de estructura alternativa
del Estado.

3. Los canales de una política alternativa.

A partir de estas nociones sobre el Pueblo, la Nación, el Estado y lo Político, podemos


acercarnos a una reflexión sobre los canales prácticos para llevar a cabo nuestra propuesta
alternativa. Eso implica examinar unos criterios generales de representación de la comunidad
y de organización territorial del Estado. Dejamos fuera otras cuestiones igualmente
importantes, como son la política exterior, la política económica, la teoría social o las
relaciones entre la política y las estructuras de la civilización técnica, todas ellas tratadas en
otras sesiones. Aquí nos vamos a limitar a enunciar una serie de principios en esas dos facetas
-fundamentales- de la Teoría del Estado que son la representación y la organización.

3.1. ¿Representación o participación?

Partimos de la base de que el concepto de democracia, en sí mismo, nos parece el más


apto para definir un modelo de representación y participación. Entre otras razones, porque no
podemos fundamentar nuestra teoría política sobre la noción de pueblo (recordemos: la
comunidad que se proyecta políticamente en la historia a través de la nación) y, al
mismo tiempo, negar toda validez a aquel sistema político que se basa, precisamente, en la
soberanía del pueblo. Dicho esto, es preciso hacer algunas precisiones sobre el significado
concreto del concepto “democracia”.

Históricamente, en el ámbito de la cultura europea, ha habido dos maneras igualmente


aceptables e igualmente válidas de entender la democracia. Una es la democracia de los
antiguos (el modelo griego), basado en la idea de participación: el ciudadano, en tanto que
miembro de la ciudad, participa directamente en las decisiones de su comunidad. La otra es la
democracia de los modernos (el modelo actual), basado en la idea de representación: el
ciudadano, que lo es en tanto que individuo, existe políticamente a través del voto que otorga
a otro ciudadano para que le represente.

En el primer modelo, el griego, el ciudadano participa porque forma parte de la

101
comunidad. En el segundo, el de los modernos, el ciudadano tiene derecho a ser representado
sólo por existir. Los males de la democracia antigua ya fueron suficientemente puestos de
relieve por Platón y Aristóteles: la tendencia a la tiranía, el gobierno de los peores, etcétera.
Los males de la democracia moderna son de todos conocidos: los aparatos de representación
(los partidos) terminan monopolizando lo político y el papel del ciudadano queda reducido a
lo que se ha llamado “democracia del segundo”, que es el tiempo que se tarda en
introducir la papeleta en la urna.

Por otra parte, en el modelo antiguo el ciudadano participa porque lo merece, y


participa en tanto que es parte de la comunidad, de la ciudad, porque cumple en ella una
función: estamos ante una concepción orgánica. En el modelo moderno, por el contrario,
cualquiera puede estar representado, sean cuales fueren sus méritos o sus faltas, sin más
requisito que el carné de identidad: es una concepción inorgánica. Desde un punto de vista
estrictamente democrático, el modelo antiguo es mucho más justo que el moderno. Nosotros
estamos por la democracia clásica, participativa, orgánica: la democracia del ciudadano. No
obstante, el modelo clásico tiene un inconveniente muy claro: a partir de cierto grado de
complejidad social, es materialmente imposible llevarlo a la práctica, porque sería preciso
hacer una especie de asamblea permanente de todos los ciudadanos, lo cual es irrealizable.
Por eso se han estudiado diversas formas de representación ponderada como cauce para
ejercer la participación. ¿Qué significa representación “ponderada”? Significa que un mismo
ciudadano es representado en función de sus diversos ámbitos de proyección pública (social,
laboral, municipal, etc), y esos representantes, que el ciudadano puede nombrar o revocar con
frecuencia, ejercen la participación de modo directo.

Así, ¿cuáles son los ámbitos de proyección pública de un ciudadano cualquiera? El


municipio, el ramo de producción, el grupo familiar -si todavía es posible contar con este
ámbito-, la comunidad vecinal, etc. Nadie es individuo universal y absoluto, pero todo el
mundo es padre o madre, trabajador o empresario, campesino o urbano... En consecuencia, el
ciudadano participaría directamente en el gobierno de estos ámbitos, y los representantes
designados en cada ámbito participarían a su vez en la elección de los rectores supremos del
país. Esta representación ponderada ha sido denominada también democracia orgánica, y
aunque en nuestro país siempre ha sido abusivamente identificada con el franquismo, la
verdad es que su fuente doctrinal no procede de la derecha histórica, sino de los teóricos
krausistas de izquierdas, como ha demostrado Fernández de la Mora.

La “democracia orgánica” viene a consistir en esto: uno tiene derecho a participar en la


medida en que presta un servicio a la comunidad en uno o más ámbitos públicos. Es
interesante notar que esta forma de democracia está todavía inédita -lo que en España adoptó
ese nombre, insistimos, dejaba mucho que desear en cuanto a participación real del
ciudadano-, aunque algunos de sus conceptos han empezado a aplicarse recientemente en
naciones como Austria, y que desde el punto de vista teórico es completamente inatacable si
se materializa correctamente. Pero la dificultad estriba, precisamente, en organizar
eficazmente los mecanismos de participación y representación ponderada para que el Estado
no se convierta en una tertulia permanente y para que los poderes políticos posean suficiente
capacidad de decisión en las cuestiones más vinculadas con la soberanía. A este respecto, y
además del modelo clásico español ya conocido y nunca bien realizado (representación en
tercios por familia, municipio y sindicato), podemos aportar otros dos modelos

102
especialmente relevantes:

a) El modelo Madariaga. Salvador de Madariaga (1886-1978), en Anarquía y


Jerarquía, esbozó un modelo de democracia orgánica (más exactamente: “democracia
orgánica unánime”, la llamaba él) que influyó mucho en el pensamiento español de los años
treinta. Es importante insistir en que las fuentes donde bebe Madariaga no son
tradicionalistas o conservadoras, sino vinculadas al krausismo izquierdista. También
conviene recordar que Madariaga participó en el célebre Contubernio de Munich contra
Franco y que su retorno a España fue una de las grandes operaciones de propaganda de la
transición. Y si insistimos en estos detalles no es para procurarnos un pedigrí “limpio” y
“políticamente correcto”, sino para hacer ver que el sistema orgánico de
representación/participación democrática puede defenderse tanto desde la derecha como
desde la izquierda..

MODELO MADARIAGA

Ciudadanos selectos

Concejales (Ayuntamientos)

Diputaciones regionales

Función Política Parlamento


(decisiones soberanas)
Gobierno (4 años)

ESTADO
Trabajadores (Obreros manuales,
Función Económica administrativos y técnicos)
(dirección de la producción
y la distribución) Consejo de Corporación
(de propiedad mixta o privada)

Consejo nacional de cada


corporación

Congreso Nacional Corporativo

Consejo Económico Nacional


(9 miembros, elegidos por
el Gobierno a propuesta del CNC)

Madariaga no es partidario de prohibir los partidos políticos, pero cree que deben
tender a desaparecer progresivamente, para dejar paso a la unanimidad, limitando la
discrepancia a la cuestión instrumental y práctica. Por otra parte, Madariaga es liberal y
escribe en los años 20/30, de ahí que conceda tanta importancia a la propiedad y disponga

103
una cámara específica para representar a la función económica. Recordemos que, en aquel
momento, la “revolución proletaria” era una perspectiva bien cercana.

b) El Modelo Zampetti. Otra aportación interesante -por lo reciente- es la del


catedrático italiano Pier Luigi Zampetti, que en su libro La participación popular en el poder
(1976) desarrolla un sistema mixto de democracia participativa y democracia representativa.
Es interesante tener en cuenta que Zampetti, muy vinculado a la órbita vaticana, interviene
con frecuencia en coloquios internacionales y es muy respetado en ámbitos muy diferentes.

MODELO ZAMPETTI

GOBIERNO

I Cámara II Cámara
o de los representantes o de la programación
(sistema de garantías) (sistema de intervenciones)

CONVENCIONES
PERMANENTES

Sufragio universal Sufragio universal


indiferenciado diferenciado
(según las opiniones) (según las funciones)

Mecanismos de enlace

CIUDADANOS TRABAJADORES
(electores genéricos) (electores específicos)

PARTIDOS ABIERTOS
(partidos de electores)

INDIVIDUOS
(derechos políticos)

El “Modelo Zampetti” presenta, a nuestro juicio, el inconveniente de seguir girando en


torno a una definición individualista de los derechos de participación y de mantener pese a
todo los partidos políticos (como el sistema actual, pero con mayores garantías de moralidad
y representatividad). En el fondo, es un sistema de representación corregido. Pero es notable
por lo que tiene de síntoma: el propio sistema empieza a considerar viable la introducción de
mecanismos de participación y democracia orgánica dentro de sí mismo.

3.2. Sobre el poder presidencial.

Las teorías de democracia orgánica aquí esbozadas dejan sin resolver un problema: las

104
atribuciones necesarias de quien está en la cúspide. Al margen de cuál fuere el mecanismo de
elección, es importante subrayar que todas las crisis recientes de las democracias europeas se
han saldado siempre con un reforzamiento del poder presidencial, incluso en aquellas
repúblicas como Italia o Alemania donde el poder presidencial está muy limitado. A este
respecto, vale la pena recordar el sistema de democracia plebiscitaria impulsado por el
general De Gaulle en la V República francesa: otorgar a la presidencia poderes excepcionales
por encima de los partidos y someterlos a rúbrica popular. Por nuestra parte, debemos incidir
en que el poder presidencial ha de ser capaz de mantener una continuidad en la defensa de la
soberanía -esto es, en materia militar y diplomática-, así como en la dirección de las líneas
generales de la política económica.

Como conclusión, cabe decir que la adopción de formas de democracia orgánica y


participativa es inevitable si no queremos que nuestro sistema político se convierta en un
caos de neofeudalidades partidistas y económicas, y que al mismo tiempo es preciso
garantizar la capacidad de decisión de quien encarne la soberanía nacional. En ambos
sentidos, nuestra propuesta puede presentarse como un alegato en favor de una mayor
autenticidad de la participación popular en un poder definido en términos políticos de
soberanía real.

3.3. Criterios de organización territorial.

La escasa viabilidad del Estado de las Autonomías creado en España por la


Constitución de 1978 ha puesto de manifiesto la necesidad de una forma de organización
territorial que cumpla estas dos funciones: por una parte, ha de garantizar la capacidad de
autogobierno de las comunidades (descentralización), cada vez más necesaria a medida que
avanza la burocratización y la complejidad de la maquinaria estatal; por otra y
simultáneamente, ha de garantizar la soberanía nacional, cada vez más amenazada por la
globalización de los intercambios económicos y la pretensión de instaurar un único poder
mundial.

El modelo actual (el autonómico) se ha convertido en un permanente tira y afloja que


está siempre al borde de romper el equilibrio. Además, tampoco ha cumplido sus funciones.
En lugar de servir para descentralizar la toma de decisiones, el autogobierno local ha caído en
manos de pequeñas oligarquías periféricas, las cuales han creado una especie de centralismo
a pequeña escala. A pesar de ello, la realidad es que el centro de las decisiones en la vida
económica, industrial, social y política sigue siendo, de hecho, Madrid. Ahora bien, ese poder
central carece de capacidad objetiva para impulsar ningún proyecto colectivo de soberanía
nacional.

Sobre este particular es preciso hacer algunas consideraciones. En primer lugar, hay
que recordar que el modelo clásico de organización territorial en la tradición política
española es el modelo foral, con una autoridad soberana central muy fuerte y unas potestades
legislativas muy amplias en los diversos territorios del imperio. Curiosamente, España
dominó el mundo con esta fórmula imperial/foral, y empezó a decaer hasta niveles
vergonzosos cuando centralizó su estructura territorial.

¿Cuándo empieza la centralización del poder? Inicialmente, el modelo centralista no

105
tenía tanto una finalidad de organización territorial como una finalidad de control social:
erradicar los privilegios sociales de la nobleza. Son los grandes monarcas absolutos del siglo
XVII, especialmente en Francia, quienes instauran una política deliberadamente centralista.
Más tarde, durante la Revolución Francesa, los jacobinos multiplicarían por mil el modelo, y
por eso jacobinismo suele utilizarse como sinónimo de centralismo. El hecho es que su
adopción como modelo de organización territorial ha creado unos estados absurdos donde
una sola ciudad alberga todos los centros de decisión. Conviene saber que ni siquiera en
Francia funciona. Por otra parte, su adopción en España, a partir del decreto de Nueva Planta
y de las leyes de 1836, coincidió con la desaparición de un gran proyecto nacional -una
misión-. El resultado ha sido la multiplicación de los nacionalismos periféricos. Lejos de
unificar nada, el centralismo sólo consigue generar desconfianza en las diversas
comunidades que constituyen la nación. El centralismo no es solución para el problema de la
decadencia nacional.

Desde diferentes lugares se ha propuesto para España una solución de tipo federal: de
ese modo se cerraría el proceso de desmembración autonómica del Estado, manteniendo una
estructura plural y un poder soberano bien visible. A este respecto, conviene señalar que el
federalismo o el confederalismo no son, en sí mismos, ninguna solución, porque hay tantos
sistemas federales como estados: la República Federal Alemana y los Estados Unidos de
América funcionan de un modo completamente diferente; la Confederación Helvética no
tiene nada que ver con la vieja Confederación germánica. Cuando surge la discusión sobre
los modelos federales, hay que recordar que previamente es preciso llenar de contenido los
términos que se emplean: cada pueblo tiene su propia tradición federal; no hay un modelo
federal o confederal universalmente válido, ni un canon del federalismo.

En todo caso, si la forma tradicional de organización territorial en España ha sido la


estructura foral (un poder central que se reserva las decisiones de soberanía y unos poderes
periféricos con amplias competencias en gestión cotidiana, negociadas con el poder central y
distintas en cada caso), no termina de verse por qué España habría de buscar un modelo
federal o centralista extranjero para resolver sus problemas. En ese sentido, sería interesante
elaborar una teoría de la reactualización de los Fueros. En la práctica, ese modelo foral podría
aplicarse mediante la inclusión de instancias de representación regional en el sistema de
participación orgánica antes esbozado.

Sea como fuere, lo que debe quedar claro es que el colapso de los sistemas políticos
dominantes sólo podrá superarse si somos capaces de redefinir el papel de lo político en la
vida de los pueblos y si alcanzamos a instaurar nuevas vías para la participación y la
representación de los ciudadanos, incluidas sus comunidades más cercanas: territoriales,
municipales, etc., imperativo éste que debe necesariamente compaginarse con un
reforzamiento de las instancias soberanas, decisoras, de la comunidad política.

Bibliografía básica:

- FERNANDEZ DE LA MORA, G: Los teóricos izquierdistas de la democracia

106
orgánica, Plaza y Janés, Barcelona, 1985; El Estado de Obras, Doncel, Madrid, 1976; La
partitocracia, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977.
- HELLER, Agnes y FEHER, Ferenc: Políticas de la posmodernidad, Península,
Barcelona, 1989.
v- LUHMANN, Niklas: Teoría política en el Estado de Bienestar, Alianza Editorial,
Madrid, 1994.
- MADARIAGA, Salvador de: Anarquía o Jerarquía, Aguilar, Madrid, 1970.
- MICHELS, Roberto: Los partidos políticos, Amorrortu, Madrid, 1991.
- SCHMITT, Carl: Sobre el parlamentarismo, Tecnos, Madrid, 1990; El concepto de lo
político, Alianza Ed., Madrid, 1991.
- TENZER, Nicolas: La sociedad despolitizada, Paidos, Barcelona, 1992.
- VV.AA.: “La crisis del modelo político contemporáneo”, en Hespérides (Madrid),
4/5, Primavera-Verano, 1994.
- ZAMPETTI, Pier Luigi: La participación popular en el poder, Epesa, Madrid, 1977.

107
XI
España y la crisis de la conciencia nacional
(Excurso a “La idea de Nación”)

El presidente del Gobierno vasco, José Antonio Ardanza, ha venido a decir en fecha
reciente (verano de 1994) que España no es una nación, pero que Euskadi sí lo es. La idea ha
hecho algún ruido, aunque no es nueva y aunque se trate, además, de algo que también dicen
los catalanes: “Somos una nación”. Desde varios puntos de vista, es preciso decir que
Ardanza tiene razón. Y tiene razón porque la nacionalidad de España es un difícil asunto. Lo
es ahora y lo ha sido siempre.

1. Nación y modernidad.

En el momento actual, muy poca gente se atreve a hablar de nación española, y menos
aun de patria. Nuestros políticos, de derechas o de izquierdas, prefieren hablar de “este país”
o del “Estado español”. Este extraño fenómeno obedece sin duda, al menos en gran parte, a
causas fácilmente deducibles del proceso político que vivió España desde 1975 y que quedó
plasmado en la Constitución de 1978. Pero tal desafección hacia lo nacional-español obedece
también a causas más generales, que hay que conectar con la ideología imperante en la
civilización occidental quizá desde 1945, pero sobre todo desde la caída del Muro de Berlín.
Esa ideología echa sus raíces en la ideología ilustrada kantiana del cosmopolitismo universal,
y predica la condena del hecho nacional por cuanto constituiría un obstáculo para la
emancipación del individuo, un individuo que se presume independiente de vínculos
materiales con los otros hombres e igual por todas partes. El hecho nacional, en esta lógica,
queda así condenado como generador de nacionalismo, entendiéndose por tal una actitud
violenta que alienaría al individuo en nombre de unos vínculos de historia, de lengua, de
suelo o de sangre donde se diluye la libertad del sujeto. La crisis de la idea nacional es, por
consiguiente, un típico fenómeno ideológico arraigado en la filosofía de la modernidad.

Lo más chocante, sin embargo, es que la propia idea de nación también es una idea
moderna. Es en el siglo XVIII cuando el término nación adquiere un significado político
autónomo. La nación se identifica con el Pueblo. Aun así, lo nacional, esta nación-pueblo, va
a presentar una ambigüedad irreductible en función del ámbito cultural desde donde se
enuncie. Insistamos sobre ello. En el ámbito de la ilustración revolucionaria francesa, en
Siéyes por ejemplo, Nación quiere decir Pueblo, Pueblo quiere decir Tercer Estado y Tercer
Estado quiere decir Cuerpo de la Nación. Lo nacional se identifica con la suma de los
individuos adscritos a un determinado sector social, liderado por la burguesía, y que se define
por oposición al rey, los nobles y el clero, que no son la nación (y por eso hay que
destruirlos). Sin embargo, en el ámbito alemán, por ejemplo en Fichte, Herder o Schlegel,
surge una idea distinta de Nación. La Nación es el Pueblo (Volk), pero el Volk no es una
suma social de individuos, sino un aliento que trasciende a los sujetos, que va más allá de
ellos y que echa sus raíces en la pertenencia a un ámbito de sangre -entendido como
participación de una herencia cultural e histórica común- cuyo vehículo será la lengua -y,
especialmente, la lengua alemana-.

108
Al margen de otras consideraciones históricas, podemos decir que ambas concepciones
se han sucedido de forma alternativa en distintos países -pero sobre todo en el ámbito de la
civilización europea- hasta nuestros días, en que ha terminado por prevalecer la primera idea,
la idea individualista y voluntarista de la nación, creada por la ilustración francesa. Quizás el
último intento por construir una identidad nacional romántica en Europa fue el del general De
Gaulle -paradójicamente en Francia, la madre de la Ilustración-, mediante la identificación
-recurrente en el discurso del general- entre soberanía nacional y tradición histórica. Por lo
demás, el resto de las identidades nacionales europeas se han construido hoy sobre la idea
individualista.

Ahora bien: esa idea individualista de la Nación porta en sí el germen de la destrucción


de la Nación. ¿Por qué? Porque aquí la nación surge como protesta del individuo y su
autoconciencia histórica frente al poder coercitivo de los reyes. La nación francesa moderna
no surge como apología del ser francés, sino como apología del pueblo-suma de individuos
frente y contra las constricciones políticas y sociales impuestas por el poder. Así se
constituye una nación-pueblo que, sin embargo, para seguir existiendo políticamente
también necesita crear a su vez nuevas constricciones políticas y sociales. Esas nuevas
constricciones podrán juzgarse más legítimas que las anteriores, pero no por ello dejan de
entrar en contradicción con el norte del paradigma ideológico ilustrado, que es,
recordémoslo, la emancipación individual. Así, la Nación termina por convertirse en un
obstáculo para el mismo impulso que la hizo nacer. Por eso debe desaparecer. Y por eso hoy
tiende a considerarse que un gobierno universal de gestores técnicos y asistentes sociales es
mejor, más coherente con la ideología moderna, que los “viejos” Estados nacionales. La
conciencia nacional es un hecho de modernidad. La crisis de la conciencia nacional, también.

2. La nación española.

En el caso de España, sin embargo, las cosas ocurren de modo distinto. España se
configuró como estado-nación antes de que el concepto de nación fuera autónomo. Aquí la
nación era el estado, y el estado eran la Corona, la Fe y, en nuestros mejores momentos, los
Fueros. Algo similar ocurrió en Francia, por ejemplo. Pero, a diferencia de Francia, nosotros
no tuvimos una revolución burguesa, una revolución del Tercer Estado, de modo que
tampoco pudo existir una identificación entre nación y pueblo. El ascenso de la burguesía se
produce de forma irregular y poco uniforme a lo largo del siglo XIX, y rara vez traduce una
voluntad de emancipación política, porque la cultura social predominante impulsa a la
burguesía a asimilarse con la aristocracia, y los escasos intentos de transformación burguesa
de la política española se saldaron con considerables fracasos. Eso dio lugar a una extraña
mezcla de monarquismo político, catolicismo social, liberalismo formal y jacobinismo
territorial cuyo mejor exponente es quizás Espartero.

Entre los siglos XIX y XX, ni la derecha ni la izquierda fueron capaces de consolidar
una conciencia nacional moderna. La izquierda, porque padecía una notable fobia a lo
nacional (o al menos a lo nacional-español) desde fecha muy temprana. La derecha, porque
su concepto de nación seguía absolutamente vinculado a la idea tradicional de la monarquía
católica y a los sectores sociales aristocráticos. Por otra parte, en toda esta trayectoria
histórica hay un momento culminante: 1898. No es ningún tópico. Y nunca se insistirá
bastante sobre ello. En 1898 perece la última razón que justificaba la existencia de España, o

109
al menos que la justificaba desde el punto de vista con que lo había venido haciendo hasta ese
momento: una España inicialmente configurada como nación de naciones, que había
encontrado en su proyección exterior un motivo para existir. En 1898, la proyección exterior
de España desaparece psicológicamente. La crisis de la conciencia nacional es muy aguda.
En torno a esa fecha -y el dato es importantísimo- adquieren carta de naturaleza los
nacionalismos vasco y catalán, que desde ese momento y hasta hoy van a levantar acta de esa
pérdida de justificación de España y van a presentarse como referencias alternativas para
construir una nueva vida en común en sus respectivos ámbitos territoriales, y sobre la base
-otro dato importante- de una conciencia nacional entendida al modo étnico e histórico, algo
que en España acababa de morir. Pero ésa, 1898, es también la fecha del Regeneracionismo,
que en este contexto podemos definir como el intento por hacer nacer en España una nueva
justificación de sí misma, una nueva conciencia que alumbre razones para seguir existiendo.
¿Qué suerte correrá, en el aspecto político y nacional, el regeneracionismo? En mi opinión, y
si exceptuamos el efímero episodio de Maura y algunas realizaciones técnicas del general
Primo de Rivera, una suerte muy poco agradable.

Desde mi punto de vista, en efecto, el único intento político que pudo haber
consolidado una conciencia nacional moderna en España fue el de don Antonio Maura, que
era burgués (o sea, no aristócrata), mallorquín (o sea, periférico) y moderno (o sea, no
nostálgico). Pero Maura, que en ese sentido podría haber protagonizado una auténtica
revolución conservadora, concitó sobre sí el odio de la Corona, la aristocracia y los líderes
marxistas, en un extravagante contubernio que quizá merecería mayores desarrollos, pero
que no podemos tratar aquí. Lo que aquí importa retener es que todos los intentos por asentar
en España una conciencia nacional moderna fracasaron. Fracasaron en el inmenso caos de la
II República y fracasaron en el inmenso aburrimiento de la Era de Franco. El concepto de lo
nacional de los gobiernos de Franco era decimonónico, o sea, monárquico, católico y
jacobino (o centralista), de manera que no resolvió ninguno de los problemas heredados de la
difícil nacionalidad española: la identificación de la unidad nacional con la Corona, la
identificación de la historia nacional con el proyecto misionero y la absoluta inhibición sobre
la verdadera textura de nuestro país, que es, insisto, una nación de naciones, un ente plural
que se hurta a la ingeniería política del centralismo moderno. Franco, eso sí, dio impulso a un
desarrollo económico incontestable que terminó generando una gran masa burguesa. Y esa
masa burguesa, como ha ocurrido en todo el occidente desarrollado, ha traído consigo un
espectacular aumento de las reivindicaciones individuales; ha creado, en definitiva, las
condiciones para que creciera aquí el estilo individualista e ilustrado de la conciencia
nacional.

La transición política desde 1975, en efecto, puede interpretarse como la consagración


definitiva en España del modelo nacional moderno: individualista, laico y democrático.
Dicho de otro modo: una conciencia nacional cuya tendencia contemporánea es la disolución
de lo nacional. Por otra parte, en los discursos oficiales desaparece toda alusión a un proyecto
nacional español autónomo: el único proyecto visible es el de la Comunidad Europea,
entendida como “homologación con los países de nuestro entorno”. Pero hay más: por el
delicado equilibrio político de los años setenta, los primeros gobiernos de la Corona (y
también los últimos, pero esto es otra historia) se creyeron obligados a estirar la estructura del
Estado mediante concesiones a las oligarquías locales de la periferia. Es la desdichada
ocurrencia del “café para todos” de Martín Villa. En lo que no cayeron nuestros “primeros

110
padres” es en que la conciencia nacional moderna, que a nivel estatal se había desarrollado en
términos de reivindicación individual, en los niveles locales -especialmente en Euskadi y
Cataluña- y desde 1898 se había desarrollado en los términos del nacionalismo étnico (si se
me permite, en los términos del modelo del romanticismo alemán), que era precisamente lo
que no había en España.

En otros términos: España no tenía una conciencia nacional étnica y popular; Euskadi y
Cataluña, sí la iban teniendo. Por eso Ardanza tiene razón. Y así llegamos a donde estamos
hoy: una España-nación que se disuelve al mismo ritmo y por las mismas razones que se
disuelve la conciencia nacional de los países occidentales (”los países de nuestro entorno”,
como dice la pedantería política contemporánea), y una España-nación que se disuelve
porque la conciencia étnica e histórica de los pueblos periféricos ha sido más fuerte y más
constante que la de España en su conjunto. ¿Hay o no hay razones para hablar de crisis de la
conciencia nacional?

3. La muerte de la idea nacional.

Y bien: ¿Qué va a pasar ahora? Podemos intentar un pequeño análisis de anticipación.


En primer lugar, parece probado que en las actuales circunstancias sociales, económicas y,
sobre todo, ideológicas, los nacionalismos de carácter étnico-histórico terminan derivando
insensiblemente hacia nacionalismos individualistas-burgueses, de modo que la presunta
emancipación catalana o vasca, si es que algún día se materializa, difícilmente llegará a
constituir algo más que un área temporal de inversión para los intereses económicos
alemanes, dentro de una Europa políticamente neutralizada a través del Mercado Unico.
Respecto al conjunto de España, estamos en los mismo que otros países europeos: por un
lado, la universalización de los comportamientos y las culturas; por otro, la individualización
de los intereses; la conjunción de ambos está haciendo que dejen de existir razones para vivir
juntos, bajo un sólo poder político, con un sólo Ejército, una lengua oficial, unas fronteras,
etc., e incluso una flota pesquera bien protegida. Nuestros gobiernos españoles, por otra
parte, parecen haberse entregado a esta tarea con una vehemencia que no comparten otros
gobiernos europeos.

¿Por qué muere nuestra nación? Uno de los conceptos más bellos que había alumbrado
la tradición política europea era el de Patria. Entre los siglos XIX y XX, ese concepto de
Patria se funde con el Nación. Hoy la nación empieza a llevar una vida problemática y la
Patria, por su parte, está enferma de muerte. Muerte: Max Weber decía que la Política tenía
un arcano que la acerca a la religión, y es su dominio sobre el impulso de muerte. Uno muere
por su Patria y eso significa que muere por algo que está mucho más allá de sí mismo. Tal
cosa, sin embargo, es imposible en la fase actual de nuestros estados, donde las sociedades se
definen por la protección de los derechos individuales más allá de cualquier pertenencia
comunitaria a nación alguna. Pocos españoles dirán hoy en una encuesta que están dispuestos
a morir por Ceuta y Melilla, aun cuando tenemos la certidumbre de que sí hay alguien
dispuesto a matar por ellas. Es un fenómeno inseparable del individualismo contemporáneo y
de esa crisis de lo nacional que se está viviendo en la Europa occidental, y muy notablemente
en España.

El problema aparece cuando la elite gobernante constata que es preciso un mínimo

111
grado de patriotismo para seguir viviendo juntos. La existencia política de una comunidad
exige sacrificios y compromisos colectivos, y esos sacrificios y compromisos se están
poniendo muy caros en unas sociedades fundamentadas en la sacralización del derecho
individual. Por eso, y en la mente de autores como Jürgen Habermas, ha surgido últimamente
la tesis del patriotismo constitucional: el patriotismo antiguo sería malo, porque ha dado
lugar a guerras y tiranías, pero como el patriotismo sigue siendo necesario, es menester
definirlo en los términos aparentemente pacíficos e inocuos del ordenamiento legal vigente.
No quiero extenderme sobre la refutación del patriotismo constitucional, entre otras cosas
porque debo ir concluyendo. Baste decir, en todo caso, que si la Constitución no ha sido
capaz de inspirar patriotismo hasta ahora, no veo por qué habría de inspirarlo a partir de
Habermas. Por otro lado, uno puede entender que haya que morir por su familia, por la tierra
de sus antepasados, por su cultura, por su lengua, por el futuro de sus hijos, por la
independencia de la comunidad a la que pertenece... Pero es más difícil morir por una cosa
que puede cambiar mañana si dos tercios o tres quintos de la elite política del país lo pacta de
modo satisfactorio. El patriotismo constitucional, en definitiva, no parece que vaya a ser
capaz de sustituir a ese poderoso creador de deber y sacrificio que era el patriotismo antiguo.
Y basta ver las cifras de insumisos y objetores para asegurar que en España, a fecha de hoy, el
patriotismo constitucional sólo es una ilusión de aquellos que parecen satisfechos con la
circunstancia presente.

4. ¿Una reconstrucción?

Repitamos la pregunta: ¿Qué va a pasar ahora? Parece, de momento, que lo


fundamental es contestar a la pregunta de si deseamos que España continúe existiendo como
nación en su configuración presente. Y si la respuesta es afirmativa, entonces debemos
aportar ideas para reconstruir una identidad nacional nueva. Esa identidad nacional nueva,
por otra parte, no puede anclarse en el paradigma moderno de la nación, que está haciendo
agua. Esa identidad nacional nueva ha de ser capaz de superar los obstáculos que plantea la
naturaleza pluricultural de España y la descomposición de la conciencia nacional en el
occidente desarrollado. Nada podemos esperar de un nacionalismo reactivo y regresivo,
entendido como simple reacción de defensa, patriotera y estéril, frente a un proceso que le
supera por todas partes. Y ésto que decimos sobre el nacionalismo vale tanto para el
nacionalismo de la periferia (vasco o catalán) como para el nacionalismo españolista, el
nacionalismo del centro. Es imposible no conceder que José Antonio Primo de Rivera tenía
toda la razón del mundo cuando definió el nacionalismo como “el egoísmo de los pueblos”.

Después, habrá que afirmar todas estas ideas con un acto de voluntad política que nos
entronque con nuestra historia y que nos proyecte hacia el futuro como una comunidad de
destino, según quería Frobenius. Cuando ese acto de voluntad política suscite la adhesión
sentimental e intelectual, espontánea en todo caso, de la gran mayoría de los españoles,
entonces podremos hablar de reconstrucción de la conciencia nacional.

¿Qué ideas pueden guiar esa reconstrucción? Creo que ése es el norte que debe guiar
nuestro debate. A mí se me ocurre proponer algunas: la decidida voluntad de reconocernos en
nuestra historia; la defensa con uñas y dientes de nuestra identidad cultural en el arte, el cine
o la televisión, esos nuevos escenarios de la legitimidad; la consideración de los derechos
individuales como contrapartida de los deberes sociales; la confianza en unas autoridades

112
políticas que realmente sean capaces de exhibir y sostener nuestra soberanía (por ejemplo, en
los caladeros del Norte), y no lo que tenemos ahora, esa diplomacia cagueta y claudicante
ante “los países de nuestros entorno”. Pero, al mismo tiempo, también es necesaria la
suficiente capacidad de evolución para ir más allá del nacionalismo entendido en los
términos jacobinistas de nuestro siglo XIX, ser capaces de volver a pensar España como
unidad de entes diversos, como nación de naciones si es preciso. Dicho de otro modo: nos
resulta imprescindible aprender que lo que hay que salvaguardar es la identidad y la
voluntad, no la estructura del Estado, que siempre es secundaria y posterior.

Por supuesto, no es preciso decir que ni la derecha ni la izquierda están ahí. Ambas
están comprometidas con la construcción del orden planetario que predica “el marido de la
señora Clinton”, según feliz expresión del profesor Dalmacio Negro. Pero gracias a César
Alonso de los Ríos hemos descubierto que hay en España una izquierda capaz de pensar en
términos nacionales. Si nuestra derecha se desprende de sus fantasmas, sus complejos y sus
servilismos, quizás el paisaje pueda ser interesante.

Tenemos ante nosotros dos expectativas: una es la del nuevo orden del mundo, la
desaparición de las naciones o su transformación en meros aparatos estatales, la disolución
de las identidades en el zurriburri del nuevo orden planetario y, en definitiva, el Fin de la
Historia, que es la culminación del proyecto ilustrado, del programa cosmopolita establecido
por Imanuel Kant. La otra es la contraria: el comienzo eterno de la Historia, el
redescubrimiento de nuestras identidades y nuestras almas propias, el reconocimiento en
nuestras patrias, que quizás habría que empezar a definir en términos de Matrias, lo que nos
ha hecho nacer, lo que permanece, lo que funda... en fin, la voluntad de seguir siendo
nosotros mismos. A mí, personalmente, me parece más sugestiva la segunda opción. Por lo
menos, me parece que es la única desde la que podemos operar una reconstrucción positiva
de nuestra conciencia nacional.

113
XII
La Gran Política y el Orden del Mundo

Una visión del mundo no es un juego de abstracciones; contiene también, entre otras
cosas, una idea concreta del orden que debe poseer el mundo vivo, el de los hombres y sus
grupos.

En sesiones anteriores hemos definido lo político como el conjunto de decisiones que


la nación adopta para materializar su proyección histórica. Nuestra idea de nación, en efecto,
surge cuando un pueblo se organiza para proyectarse en la historia, esto es, cuando se
atribuye un destino. Lo político es la forma de organizar tal proyección. Y el marco de esa
proyección histórica es siempre y necesariamente universal. Por universal no entendemos
universalista, es decir, un movimiento abocado al dominio del planeta (imperialismo) o a la
disolución en una civilización planetaria (cosmopolitismo), sino que por universal
entendemos una doble superación espacial y temporal:

a) Superación de las fronteras materiales de la nación, porque la proyección histórica se


define por relación (ora pacífica, ora polémica, pero siempre conflictual) con las otras
naciones. Más allá de cualquier sueño pacifista o aislacionista, la realidad es que la política es
siempre conflicto, y el escenario de ese conflicto es universal.

b) Superación de la circunstancia temporal concreta en beneficio de una concepción


continua en la historia del proyecto nacional. La continuidad en la historia es lo que otorga
identidad permanente a la nación: los objetivos básicos de la política exterior de los zares
eran los mismos que los de la URSS; los de De Gaulle, los mismos que los de Napoleón; los
de Bismarck, los mismos que los de Kohl. Cambian las circunstancias materiales y la
evaluación de los medios, pero no los fines y objetivos últimos. Por eso la política exterior de
una nación ha de estar más allá de las ideologías.

1. La Gran Política.

A partir de aquí, podemos entender que política exterior es el conjunto de decisiones


específicamente encaminadas a materializar la proyección histórica y universal de la nación,
esto es, su proyección respecto a las otras naciones y más allá de las circunstancias
temporales concretas. Y por eso la política exterior es la forma más completa, pura y radical
de política.

Para nosotros, la política exterior, definida en estos términos, es la Gran Política pura
en el mismo sentido en que la entendía Nietzsche: aquella que crea destino y que, por tanto,
justifica por sí sola la existencia de la nación más allá de los cambios coyunturales e
ideológicos que la nación experimente.

A continuación, y para verificar el carácter permanente de la política exterior, veremos


cuál ha sido la marcha histórica de los grandes bloques de poder internacionales y cuáles han
sido sus constantes; repasaremos los métodos científicos de análisis de la política exterior y
fijaremos los criterios geopolíticos básicos; por último, traspasaremos estos datos al caso

114
español en nuestros días.

2. Evolución histórica de los bloques de poder.

La idea de un orden del mundo (aquel Nomos de la Tierra del que habla Carl Schmitt)
nace exclusivamente en el ámbito cultural e histórico de la civilización europea, al que
nosotros pertenecemos. El punto de partida de ese orden es el Imperio Romano. El imperio
atraviesa por dos fases bien definidas:

a) La Roma imperial pagana, que basa su orden universal en la figura del emperador y
que funda la idea política de Europa;

b) La Christianitas medieval (Res publica christiana), que, tras la caída de Roma y la


cristianización del viejo imperio, trata de reencontrar la unidad perdida a partir del doble
poder del papa y del emperador, y donde el protagonismo pasa, sobre todo, a los pueblos
germánicos.

La bicefalia del Imperio acentúa la crisis de la idea imperial desde la Baja Edad Media,
porque instala una guerra permanente entre la autoridad espiritual y el poder temporal. Las
célebres guerras entre güelfos y gibelinos arrancan de ahí. Pero cuando el sistema se rompe
definitivamente es a partir del Renacimiento, cuando surge el Estado soberano moderno, y
donde el papel de España es crucial. De hecho, el imperio español de los Austrias va a ser el
último intento viable de prolongar un orden imperial para Europa a partir de un Estado
moderno que se atribuye esa misión. Las guerras de la Reforma arruinarán esa idea.

2.1. Del Imperio a la sociedad mundial.

Tras la crisis de la idea imperial, los bloques de poder internacionales van a ir


transformándose hasta llegar a la actual situación. El derecho internacional irá a compás de
esas transformaciones de las relaciones de poder. Siguiendo a Truyol y Serra, y por
convención académica, podemos estructurar esa gran transformación en las siguientes fases:

a) El sistema europeo de Estados, que nace en la Paz de Westfalia (1648). Europa deja
de identificarse con la Cristiandad: desde el protestantismo ya no hay una sola fe cristiana;
por otra parte, la evangelización ha cristianizado territorios no europeos. A partir de ahora el
orden del mundo gira en torno a unos Estados soberanos celosos de su independencia. Con
todo, existe una armonía entre esos intereses, y esa armonía se debe a tres factores: un
derecho público común, que ejerce de vínculo normativo; un equilibrio de poder entre las
potencias y una diplomacia permanente.

b) El sistema de Estados de civilización cristiana. La progresiva independencia de las


colonias -la primera es la de los Estados Unidos de América, en 1776- hace que el orden
internacional deje de ser exclusivamente europeo. Cuando España y Portugal pierdan
también sus colonias americanas, nacerá un nuevo mundo político en ese continente. El
nuevo escenario pasa a definirse en función de los rasgos comunes a ambos lados del
Atlántico: la civilización cristiana.

115
c) La sociedad de Estados civilizados. El orden del mundo hasta el siglo XIX era, de
hecho, eurocéntrico, porque las nuevas naciones de América prolongaban el ámbito de la
civilización europea. Pero la situación cambia a mediados del siglo XIX, cuando las
potencias europeas comienzan a firmar tratados políticos y comerciales con los estados
asiáticos y africanos. Antes había existido un derecho común de convivencia con el Islam,
Turquía, etc., pero no se consideraba que estos Estados pertenecieran al orden del mundo. Sin
embargo, la modernización -y, especialmente, el desarrollo de los transportes- incluirá al
Oriente en la esfera política de Occidente.

d) La sociedad mundial. Tras la primera guerra mundial, y especialmente desde la


Conferencia de Paris (1919-1920), los estados no europeos entran en el derecho
internacional. La descolonización acentúa el proceso. Así se llega la llamada sociedad
mundial.

Desde el punto de vista jurídico, esta evolución supone una evidente tendencia a incluir
progresivamente a todos los Estados en el derecho internacional, es decir, en el orden del
mundo. Sin embargo, desde el punto de vista de la realidad política, el camino no ha sido el
de una progresiva emancipación del mundo no-europeo, sino el de una progresiva extensión
de la hegemonía occidental: la verdad es que la ampliación del campo del Derecho
Internacional se ha realizado a base de cañonazos.

Por otra parte, la existencia internacional ha seguido siendo polémica, e incluso más
polémica que antes, desde el momento en que existen más actores que en el escenario
anterior. Las apuestas de poder de los nuevos bloques internacionales no han desaparecido;
más aún, tras el aparente universalismo del moderno Nomos de la Tierra se esconden en
realidad las distintas políticas exteriores de las naciones más poderosas, que han seguido
fieles a sí mismas. De hecho, las diversas fases por las que ha atravesado la “sociedad
mundial” siguen mostrando esta gran competencia de poder a escala planetaria.

2.2. Las fases de la sociedad mundial.

En efecto, la sociedad mundial no ha sido -ni está siendo- un camino de rosas. La


primera guerra mundial consagró un sistema internacional donde todo el poder pasaba a los
Estados más identificados ideológicamente con los principios de la modernidad: democracia
liberal y liberalismo económico. A partir de este momento, el objetivo del orden mundial será
impedir que aparezcan fórmulas alternativas de poder capaces de competir con los designios
de esa ideología. El resultado ha sido una nueva dinámica que Carl Schmitt estructuró en las
siguientes fases:

a) Fase Monista. Las potencias vencedoras de la primera guerra mundial se alían frente
a un único enemigo: las tentaciones imperiales de Alemania, que pretendería crear un orden
mundial distinto al establecido en Versalles.

b) Fase Dualista. Derrotada Alemania, las potencias modernas se enfrentan entre sí por
el dominio mundial. La división de campos opone, por un lado, a la esfera de influencia
norteamericana, identificada con el mundo capitalista-liberal, y por otro, a la esfera de
influencia soviética, identificada con el modelo económico-político socialista.

116
c) Fase Pluralista. A partir de la Conferencia de Bandung (1955), con la consiguiente
toma de conciencia política de los países no-alienados, Schmitt preveía la aparición de una
fase pluralista donde el orden internacional tendría que aceptar la existencia de distintos
destinos nacionales autónomos.

Schmitt no se ha equivocado en su diagnóstico, pero el desplome del imperio soviético


ha abierto una fase nueva, de carácter fundamentalmente reactivo, donde las potencias
“occidentalistas” tratan de mantener su hegemonía absoluta tras el hundimiento del sistema
bi-polar. Así, podríamos actualizar el análisis de Schmitt con un nuevo elemento:

d) Fase neo-monista. Tras la desaparición del comunismo, el mundo capitalista-liberal


se propone asumir el liderazgo en la construcción de un Nuevo Orden del Mundo (NOM)
caracterizado por la extensión universal de los principios ideológicos, políticos y económicos
de Occidente. Para ello ha de someter a las potencias menores, que desde la Fase Pluralista
habían tratado de actuar como agentes soberanos en el Nomos de la Tierra. La oposición del
futuro, por tanto, ya no estará entre potencias territoriales, sino entre modelos diversos de
organización política y económica.

2.3. El nuevo escenario: el NOM.

Desde este punto de vista, es evidente que no podemos interpretar la moderna


“sociedad mundial” como un Nomos continuador del viejo imperio universal. Más bien
debemos pensar que la sociedad mundial, materializada hoy en el proyecto del NOM, es la
consecuencia lógica de un doble proceso: por una parte, la dinámica de la civilización técnica
y económica, que tiende hacia la homogeneización del mundo en un mercado planetario; por
otra, el proyecto expreso de la ideología que ha sustentado esa civilización económica, la
ideología ilustrada, que tiende, por definición, a una forma de universalismo entendida como
cosmopolitismo: la desaparición de todas las diferencias en el seno de un Estado Mundial.

La idea de un imperio universal es clásica en la tradición europea, pero es de esencia


metafísica: el poder político se funde con el poder espiritual en un solo designio. Por el
contrario, la genealogía del NOM es específicamente moderna y su base ya no es metafísica
ni religioso-política, sino esencialmente económica, del mismo modo que sus agentes ya no
son los Estados o los pueblos, sino -al menos teóricamente- los individuos.

El NOM, en efecto, sólo es posible si los individuos abandonan sus pertenencias de


tipo nacional o étnico, y si los grupos humanos sustituyen las apuestas de poder en beneficio
de una concepción exclusivamente mercantil de la vida. Sólo así, sin naciones, sin pueblos y
sin política, puede nacer un Estado Mundial. Y esa utopía es propiamente moderna. De
hecho, el antepasado más ilustre del NOM es aquel “Estado Mundial” soñado por Immanuel
Kant: un sólo macroestado planetario construido sobre la base del libre juego de intereses
entre unos individuos definidos como seres radicalmente iguales y que comparten una sola
razón universal.

El NOM no es sino la fórmula contemporánea que ha adoptado el proyecto de dominio


planetario de las potencias occidentales, y especialmente de los Estados Unidos, que desde su

117
origen han identificado su proyecto histórico con la implantación de un Estado Mundial. En
efecto, los padres fundadores de los Estados Unidos, como Thomas Jefferson y John Quincy
Adams, habían definido el proyecto nacional de los Estados Unidos como “la construcción
de una república pura y virtuosa cuyo destino es gobernar el globo e introducir la perfección
del hombre”. El NOM no es, en realidad, sino la expresión más radical del proyecto nacional
norteamericano.

3. El análisis de la política exterior.

Hasta aquí hemos visto la transformación de las relaciones mundiales de poder en el


transcurso de la historia. Naturalmente, esas transformaciones no son el producto de una
“mano invisible” o de un “destino manifiesto”, sino que obedecen a causas concretas y
varias: las grandes revoluciones espirituales e ideológicas, los cambios técnicos, los azares
climáticos... y, por supuesto, la voluntad política de los actores, esto es de los Estados.

¿Puede dictarse una norma general, una ley sobre las conductas políticas de los Estados
en materia internacional? Dicho de otro modo: ¿Es posible extraer unas consecuencias
objetivas de las transformaciones de las relaciones de poder en el globo y, a partir de ellas,
dictar leyes que nos ayuden a prever de forma positiva la política exterior, igual que es
posible extraer unas consecuencias de los cambios físicos en la materia y, a partir de ellas,
formular leyes científicas? Si así fuera, podría decirse que la política exterior obedece a unas
leyes y a unos criterios inmutables, pero también podría ocurrir que esas leyes nos mostraran
unas tendencias “naturales” en el orden político del mundo.

A lo largo del siglo XX, diversas escuelas y un gran número de autores han intentado
formular leyes o cuadros teóricos generales para aprehender la política internacional y las
relaciones mundiales de poder. Aquí no nos detendremos en todos ellos, pero, muy grosso
modo, podemos clasificar estas teorías en tres grupos:

3.1. La escuela tradicional: el realismo político.

Es la teoría clásica del poder en la cultura europea y gira en torno a la noción de razón
de Estado. Sus primeros ejemplos conocidos son la Historia de la guerra del Peloponeso del
griego Tucídides (s. V a.C.) y el Artha-Sastra hindú (s. IV a.C.). Una cita de Tucídides
resume perfectamente su espíritu: “Por su naturaleza, que es inmutable, los dioses y los
hombres imperan siempre sobre aquellos a quienes superan en poder. Nosotros no hemos
inventado esta ley ni la hemos aplicado los primeros, sino que la hemos encontrado ya
existente y habrá de subsistir por siempre, y cualquier otro que alcanzase nuestro poder haría
lo mismo (...) A ojos de tus aliados, la seguridad no está en la amistad que les profesas, sino
en que tengas una gran seguridad militar”.

Así, el poder, entendido como conjunto de recursos materiales o de otro tipo que le
permiten a uno imponer su decisión, se convierte en criterio principal -de hecho, único- de
toda política exterior: se trata de poseerlo, mantenerlo, manifestarlo y, si es posible,
aumentarlo. La buena política será la que no menoscabe nunca el propio poder. Esta
concepción se prolongará hasta nuestros días. Maquiavelo y nuestro gran Álamos de
Barrientos la profesarán sin reparos. En nuestro siglo, el mayor teórico del realismo político

118
aplicado al escenario internacional es el norteamericano Hans J. Morgenthau, que construye
su teoría sobre dos principios:

- El concepto de interés definido en términos de poder.


- El concepto de sociedad internacional entendida como pluralidad de Estados y de
intereses que sólo puede ser concebida en términos de equilibrio de poder.

3.2. Las teorías científicas-cuantitativas.

El inconveniente del realismo político es que no ofrece la posibilidad de formular leyes


sólidas sobre la conducta exterior de los Estados. El realismo se basa en la presunción de que
la acción exterior de los Estados pivotará siempre sobre las categorías inmutables del poder y
del equilibrio. Ahora bien, basta con que un jefe de Estado o un simple diplomático decida
actuar un día en función de intereses distintos a los del interés nacional, para que el realismo
pierda toda su fuerza normativa. Lo que haría falta -se arguye- sería un conjunto de métodos
empíricos para poder reglar y prever la política exterior. En esa línea ha habido varios
intentos:

a) Teorías cuantitativo-matemáticas. Buscan establecer leyes tan eficaces como las de


las ciencias físico-naturales, prescindiendo de los factores éticos, históricos, ideológicos o
estéticos. Para ello se requiere poder cuantificar las distintas variables que influyen en la
acción política -por ejemplo, la producción de armamentos en unas circunstancias
determinadas-. El problema es la cuantificación de las decisiones personales, que se hurtan a
cualquier tipo de cálculo de probabilidades rígido: la astucia, por ejemplo, no es
cuantificable.
b) Teoría general de sistemas y Teoría de Modelos. La TGS concibe la relación de
fuerzas internacionales como un sistema compuesto por diferentes variables. Para examinar
la relación entre las variables hay que fabricar previamente una serie de “moldes” teóricos
que den razón de circunstancias reales: una situación de equilibrio de poder, una situación de
bipolaridad flexible, etc. Después, una vez creado el “molde”, hay que dictar reglas capaces
de predecir cuál será la decisión de cada actor en una situación determinada. A ese efecto se
han construido juegos de simulación que podrían indicar cuál será la decisión de un Estado
ante un problema concreto y en unas condiciones determinadas.

Las teorías cuantitativo-matemáticas conocieron un gran desarrollo a lo largo de los


años setenta y ochenta, con el eficaz apoyo de la revolución informática. Sin embargo, ni uno
sólo de los modelos o de los simuladores existentes consiguió prever el hecho más
importante en las relaciones de poder del último medio siglo: el hundimiento del comunismo.
Ese fracaso permite dudar de la viabilidad real de las teorías cuantitativas en política exterior.
Sin duda se trata de una herramienta útil en determinadas circunstancias, pero no parece que
se pueda construir sobre ella una filosofía general de las relaciones internacionales.

3.3. La teoría sociológica.

Ciertos autores (por ejemplo, Raymond Aron) reprochan a la corriente realista el


utilizar los conceptos de “equilibrio de poder” y de “interés nacional” como categorías
inmutables, cuando en realidad pueden variar en función de los valores e ideologías que

119
orienten la política exterior. El caso del presidente norteamericano Carter es representativo:
una política exterior guiada por prejuicios ideológicos que entró en conflicto con el interés
político inmediato de la nación. Eso significa que el poder puede ser un criterio general, pero
no una ley universalmente válida. Al mismo tiempo, estos autores reprochan a las teorías
cuantitativo-matemáticas el menospreciar otros factores igualmente determinantes: los
factores filosóficos, que determinan incluso los propios postulados científicos.

Así surge la llamada “Escuela Sociológica”, cuya base es considerar la sociedad


internacional como un conjunto sociológico, con reglas de carácter interno y con variables
fijas (los distintos sistemas internacionales conocidos, la naturaleza de las fuerzas en
presencia, la estructura de poder en cada unidad política, la cultura política de cada unidad y,
por supuesto, las ideologías).

El gran inconveniente de la teoría sociológica es que renuncia a formular predicciones:


se limita deliberadamente al estudio de las condiciones en un momento determinado, sin
aportar tampoco conclusiones de carácter normativo. En realidad, y al margen de su
indudable interés intelectual, sólo es útil en la medida en que aporta información sobre los
límites y condiciones del ejercicio del realismo político.

3.4. Conclusión: la realidad del poder.

Es importante señalar que los estudios de nuestro siglo sobre política internacional han
demostrado la importancia de los factores sociales, étnicos, culturales o históricos; han
señalado la eventualidad de que, en casos excepcionales, el político actúe según criterios
ajenos al concepto de interés nacional, así como han establecido la posibilidad de crear
artificialmente escenarios ideales de decisión en función de criterios determinados. Pero
ninguna de estas corrientes actuales ha logrado refutar la concepción esencial del realismo
político, a saber: que el juego de poder es la médula de la vida internacional, que ese poder
depende de la capacidad de decisión sobre los propios recursos y, en fin, que la renuncia al
poder significa un perjuicio para el interés de la nación. Así las cosas, sólo nos queda volver
los ojos hacia los únicos dos criterios que realmente parecen capaces de mediatizar y
condicionar la acción exterior -el poder- de un Estado: la geografía, que determina la
posición del Estado en el espacio, y la civilización, que determina la posición de la nación en
la historia y frente a sí misma.

4. La geopolítica.

La geopolítica obedece a una constatación muy simple: “La política de los Estados está
en su geografía”, decía Napoleón. La proyección histórico-política de una nación está en
función de su situación en el espacio.

4.1. Qué es la geopolítica.

Aunque se considera que su precursor fue el alemán Ratzel (1844-1904), el término


geopolítica se debe al sueco Rudolf Kjellen (1864-1922). La invención es recogida por el
británico McKinder (1861-1947) y por el alemán Haushofer (1869-1946). Su punto de
partida es que toda política exterior de un país -esto es, todo juego internacional de poder

120
concreto- está en función del espacio que ese país ocupe. A partir de ahí, se enuncia una serie
de principios:

a) El Estado no puede ser analizado independientemente del medio natural en que se


incluye.
b) Los factores que intervienen en la vida de los Estados son de dos tipos:
- Constantes (clima, localización, fauna, flora, relieve, red hidrográfica, extensión de
las costas, capacidad de relaciones exteriores a través del mar, permeabilidad de las fronteras,
etc.)
- Variables (evolución demográfica, afinidades espirituales, características culturales,
riqueza, potencial de recursos, capacidad de exportación, etc.)
- La confrontación de los factores constantes y los variables determinará la capacidad
de adaptación de un Estado o grupo de estados en relación con su medio. De esta adaptación
dependerá la situación geopolítica a la que un Estado deberá hacer frente.

La contribución de la geopolítica ha sido poco reconocida por sus implicaciones


ideológicas, al hacer depender las relaciones internacionales de criterios del todo ajenos a la
clase, la ideología o el derecho, que son los criterios de la ideología moderna. Sin embargo,
ha sido de una gran importancia para la comprensión de las reglas de la disuasión nuclear y
las relaciones mundiales durante los últimos años: los métodos cartográficos, la importancia
de los recursos naturales, el sistema de relaciones entre estrategia política y estrategia militar,
etc.

4.2. El orden del mundo según la Geopolítica.

En lo que respecta a las relaciones mundiales, el marco geográfico que dibuja la


Geopolítica, especiamente debido a McKinder, es el siguiente:

a) Una “Isla Central del Mundo” que comprende Eurasia y Africa. Dentro de esta Isla
Central hay un Corazón Territorial (Heartland) que esá situado en Rusia y una serie de zonas
de contacto (Rimlands) que son Europa, China y el mundo árabe.
b) Una “Isla Periférica” que comprende el continente americano.

En los últimos años, otros desarrollos geopolíticos han desplazado el centro geográfico
del mundo (el Corazón) hacia Europa, al añadir factores de tipo social y cultural. Europa, en
efecto, ofrece la mayor densidad de población técnicamente capacitada del planeta.

Por otra parte, la perspectiva geopolítica concreta de cualquier Estado o grupo de


estados varía en función de su propia posición. Cada espacio tiene su centro geopolítico. Lo
que no cambia es el marco general de la geopolítica, cuya principal enseñanza es que quien
domine el Corazón dominará la Isla Central, y quien domine la Isla Central dominará el
mundo.

4.3. Tierra y Mar.

Otro elemento de gran importancia en materia Geopolítica es la división de los estados


en función de dos elementos mayores: Tierra y Mar. Hay, en efecto, naciones

121
geográficamente abocadas a una existencia terrestre, continental, y otras abocadas a una
existencia marítima, las llamadas “Talasocracias”. Carl Schmitt dedicó una de sus obras a
glosar las diferentes características de ambos tipos de Estados. En líneas generales, y
recogiendo diferentes aportaciones, podemos esbozar el carácter de cada uno de estos
pueblos del siguiente modo:

a) El Estado marítimo, oceánico, busca ante todo crear una red de influencia comercial
a través de su dominio de los mares (Talasocracia: poder en el agua), lo cual le empuja a una
incesante mejora de sus medios de transporte y, por lo tanto, a una gran labor de creatividad
técnica, esencial para mantener su poder. Su civilización es técnica y comercial. Rara vez
perderá tiempo en ocupar territorios y gobernarlos. El ejemplo clásico de Talasocracia es
Cartago; en los tiempos modernos, Inglaterra y, después, los Estados Unidos. Su figura
mítica es la ballena Behemoth.
b) El Estado terrestre, continental, persigue un dominio efectivo sobre la tierra y una
extensión de su civilización. Su objetivo es imponer un determinado orden en el mundo
mediante el control de grandes espacios y su mantenimiento, lo cual le lleva a generar
estructuras de poder y cultura muy conservadoras, poco dadas al desarrollo técnico. El
ejemplo clásico de potencia terrestre es Roma. En los tiempos modernos, el primer gran
imperio terrestre fue el español, que gastó sus esfuerzos en ordenar sus posesiones
ultramarinas. Hasta hace poco, la última potencia terrestre ha sido la Unión Soviética, cuya
proyección geopolítica era continuación directa de la Rusia zarista. En nuestros días, sólo
Europa estaría en condiciones de jugar ese papel.

Hay quien reprocha a esta división Tierra/Mar su nula adaptación a una nueva imagen
del mundo donde ha entrado en juego el aire como factor de proyección geopolítica. Con
todo, lo cierto es que no es imaginable una potencia exclusivamente aérea, porque la primera
regla del poder es que sea duradero, y eso exige una ocupación material, ya sea de grandes
espacios terrestres o ya sea de grandes espacios aeronavales, con lo cual volvemos a la
división Tierra/Mar. Por otra parte, esta división no se agota en las modalidades de control
militar, sino que refleja, sobre todo, tipos concretos de poder y de civilización. También en
ese sentido la división sigue siendo válida.

5. El choque de civilizaciones.

La última gran teoría que ha afectado a la concepción del juego de fuerzas


internacionales es la formulada por el profesor de Yale Samuel Huntington en su artículo
“¿Choque de civilizaciones?”. Este artículo ha sido crucial por un motivo: hace depender el
orden del mundo de los distintos tipos de civilización que existen en el globo, con lo cual
aporta nuevos criterios fijos (constantes) para analizar el equilibrio de poder.

Huntington divide el mundo en ocho grandes espacios de civilización:


- Occidental cristiana: Norteamérica, Europa Occidental y Australia.
- Eslava ortodoxa: Rusia y su ámbito de influencia.
- Islámica: el gran cinturón de países musulmanes.
- Hindú: la India y su esfera de influencia.
- Iberoamericana: Centro y Suramérica.
- Confuciana: China y su ámbito de influencia.

122
- África negra: todo el subcontinente africano.
- Japón y su proyección insular.

La aportación de Huntington es interesante porque deshace el sueño occidental de


construir un solo mundo y devuelve importancia a los factores culturales, que serían la
verdadera infraestructura de la civilización. Pero, por otra parte, se ha visto en el análisis de
Huntington un argumento a favor del intento por señalar enemigos concretos a una
diplomacia tan poco dada a ello como la norteamericana, que con frecuencia sucumbe a su
sueño de imponer por vía mercantil aquel “dominio del globo” del que hablaban los “padres
fundadores” de los Estados Unidos. En ese sentido, el nuevo objetivo de la política exterior
norteamericana sería arruinar las culturas autóctonas como paso previo a cualquier política
de dominio.

Asimismo, hay que señalar la fragilidad de los espacios de civilización que Huntington
dibuja: España y Portugal tienen más que ver con Iberoamérica que con los Estados Unidos o
Australia, aunque Huntington los incluye en el mismo espacio de civilización; por otra parte,
aparecen zonas de fricción como Grecia (al mismo tiempo occidental y ortodoxa) o Turquía,
cuyo estatuto no es fácil de definir. Estas zonas de fricción estarían llamadas a protagonizar
los próximos conflictos de poder, pero nada se dice sobre los intereses geopolíticos concretos
de cada una de estas zonas.

Desde nuestro punto de vista, hay que reconocer en el análisis de Huntington una
aportación interesante a la hora de establecer constantes en el juego mundial de fuerzas. El
factor “civilización” o “cultura” puede, efectivamente, decidir tal o cual política de alianzas
con ciertas garantías de continuidad histórica. Pero no es posible separar este análisis de los
intereses geográficos concretos.

6. El lugar de España.

De todo lo visto hasta el momento, se deduce que la política exterior de un Estado


(aquella proyección histórica universal de una nación de la que hablábamos al principio) está
en función de constantes geográficas y culturales. Estos rasgos apenas cambian -por eso son
constantes-, de manera que es posible formular una política exterior continua a lo largo de la
historia. La única condición necesaria para ello es que el Estado en cuestión no renuncie en
ningún momento a ejercer su poder. En el caso de España, y especialmente a partir del siglo
XVIII, ha habido pocas políticas exteriores conscientes de todos estos elementos. Lo más
frecuente, en los tres últimos siglos, ha sido una suerte de repliegue sobre sí mismo en busca
de una política de carácter aislacionista. El error ha sido pensar que tal aislacionismo era
posible en un país con muchos kilómetros de costa, una formidable proyección transatlántica
de su civilización y una evidente función de “tapón” del Mediterráneo. Por otra parte, es
interesante constatar que ese auto-repliegue viene a coincidir con la decadencia del país, es
decir, con su renuncia a ejercer el poder. Ahora bien: sin ejercicio exterior del poder no hay
proyección histórica, y sin proyección histórica no hay supervivencia de la nación. En gran
medida, ese está siendo el problema de España en los últimos cien años.

¿Cómo podría definirse una política exterior para España? A tenor de lo expuesto,
podríamos definirla en función de los siguientes parámetros:

123
6.1. Constantes desde el punto de vista geopolítico.

- La constante geopolítica de España es la de una península situada en el extremo


suroccidental de la península europea. Somos el Rimland principal del corazón del mundo.
Eso nos convierte en flanco de la principal apuesta geográfica de poder. Los rusos y los
alemanes lo vieron muy claro durante nuestra guerra civil. Los Estados Unidos, después,
también, y la política exterior de Franco fue consciente de ello en todo momento.
- Por otra parte, somos el “tapón” del Mediterráneo, puerta de acceso al mar más
poblado del mundo. La pérdida de Gibraltar y la internacionalización de Rota han disminuido
nuestra capacidad de acción en este terreno, pero seguimos jugando un papel clave.
- Mantenemos una capacidad de proyección ultramarina importante, especialmente
hacia el Atlántico Sur.

6.2. Constantes desde el punto de vista de la civilización.

- Nuestro marco de civilización es Europa. No es imaginable una política exterior


española ajena a esta realidad. Por consiguiente, también nuestra proyección futura pasa por
la coordinación con las proyecciones de los países europeos.
- Simultáneamente, gozamos de una proyección extraordinaria hacia Iberoamérica,
zona en la que entramos en conflicto con el otro gran poder de la zona: los Estados Unidos.
Nuestra proyección allá depende de que seamos capaces de imponernos a la proyección
norteamericana.
- Por otro lado, somos frontera con otro gran espacio de civilización: el Islam. A
medida que vaya creciendo la conciencia de unidad política del mundo islámico, más
importante será nuestro papel como frontera occidental de un eventual conflicto.

6.3. Apuestas.

Sentadas estas constantes, no es difícil imaginar una serie de reglas generales de la


política exterior española desde el punto de vista del poder:

a) Geopolíticamente, somos absolutamente necesarios para Europa, que no puede


perder el flanco occidental de su Rimland. Nuestro interés en la Unión Europea, por tanto, no
es esencialmente económico, sino geopolítico. Una Europa cohesionada en materia exterior y
defensiva nos proporcionaría la seguridad suficiente para acometer los otros objetivos
geopolíticos: el eventual conflicto con el Islam y el cierre militar del Mediterráneo. Ello
exige, evidentemente, que nosotros no renunciemos a nuestra capacidad de decisión en
materia política y militar. El error de las políticas europeas de la II Restauración ha sido
enfocar la relación con Europa como un paso más hacia la disolución de la nación en el
marco supranacional del continente, en lugar de enfocarla desde un punto de vista prioritario
de interés nacional.
b) Asimismo, mantenemos una relación polémica inevitable con el mundo islámico. En
ese sentido, no pueden perderse de vista las eventuales alteraciones del mapa político
islámico. Pero, precisamente por eso, estamos obligados a encontrar vías de equilibrio con el
mundo islámico, sea cual fuere el interés de nuestros actuales aliados. Nuestra obligación es
mantener siempre tranquilo ese flanco -pase lo que pase. Para ello nos es precisa una potencia

124
militar suficiente y una capacidad de decisión propia.
c) El gran campo de influencia de España es el mundo iberoamericano, porque los
lazos de civilización nos permiten ejercer sobre él una influencia considerable, la cual habrá
de ser utilizada a su vez para reforzar nuestra posición frente a los aliados militares y
económicos del espacio occidental y europeo. Desde ese punto de vista, España puede
compartir con Iberoamérica, además de su pasado, un mismo interés futuro en escapar a la
hegemonía mundial de los Estados Unidos, que es hoy el principal problema tanto de los
europeos como de los iberoamericanos.
d) Todo ello exige, naturalmente, no renunciar en ningún momento a ejercer el poder, y
eso pasa a su vez por mantener la suficiente cantidad de recursos propios tanto en materia
económica como en materia militar. El error de las políticas recientes ha sido pensar que las
apuestas políticas nacionales habían desaparecido en el magma mercantil del NOM.
Episodios como el de las querellas pesqueras -y los que vendrán- nos demuestran que tales
apuestas no han desaparecido, y que es preciso mantener una importante potencia propia para
negociar en buenas condiciones.

Al margen de las eventuales alianzas económicas y militares, España debe mantener la


suficiente capacidad de decisión sobre sus propios recursos materiales para otorgarse una
política acorde con su especial situación geopolítica. Si renuncia a ella, la propia existencia
de España perderá cualquier fundamento sólido.

Bibliografía:

- ALAMOS DE BARRIENTOS, Baltasar: Aforismos al Tácito español (2 vols.),


Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1987.
- de BENOIST, Alain: La geopolítica, Ed. Alternativa, col. “Cuadernos Políticos”, nº 9,
Barcelona, 1985.
- ESCALANTE, Manuel F.: Alamos de Barrientos y la teoría de la razón de Estado en
España, Fontamara, Madrid, 1975.
- SCHMITT, Carl: El Nomos de la Tierra, Centro de Estudios Constitucionales,
Madrid, 1979; Tierra y Mar, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1952; Diálogos,
Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1962.
- TRUYOL I SERRA, Antonio: Historia y Teoría de las Relaciones Internacionales,

125
XIII
El Nuevo Orden del Mundo

¿Qué es el Nuevo Orden del Mundo? Podemos decir que el Nuevo Orden del Mundo es
el Espíritu de nuestro tiempo, el aire que respiramos, la atmósfera política e ideológica que
envuelve nuestras vidas, tanto colectivas como individuales. Y podemos decir tal cosa por
dos razones: una, porque eso, el NOM, es lo que estamos viendo surgir con fuerza en las
numerosas conferencias internacionales que vienen desarrollándose en los últimos meses; la
otra, porque ese proyecto, el proyecto del NOM, no es algo que haya nacido ahora, sino que
está detrás de todas y cada una de las acciones diplomáticas, políticas, militares e ideológicas
de las potencias modernas desde hace dos siglos.

El Espíritu de Nuestro Tiempo es ese: la tentativa, y ya no sólo la tentativa ideológica,


sino el proyecto expreso de construir un único mundo, bajo la forma de un Estado Mundial,
sobre los cimientos de un único tipo de civilización y en torno a unos únicos valores: los de la
modernidad técnica. En esas condiciones, sólo cabe una actitud para aquellos que se sienten
comprometidos con la vida de su nación, de su comunidad, de su pueblo: examinar los
acontecimientos y tomar posición.

1.- La construcción del NOM.

Carlos Marx decía que la función del intelectual era “ser capaz de escuchar cómo crece
la hierba”. Vamos a prestar oído. Aunque, en este caso, la hierba hace demasiado ruido, tanto
que es imposible no darse cuenta de lo que está pasando bajo nuestros pies.

Todos hemos oído hablar de la “Cumbre de Río de Janeiro”, celebrada hace unos años
para armonizar las políticas ecológicas de todo el mundo. Su objetivo consistía en que los
países en vías de desarrollo dejaran de utilizar recursos y procesos industriales nocivos para
el medio ambiente. Loable intención que no sería sospechosa si no proviniera de los países
desarrollados, ésos países que no tuvieron empacho en utilizar esos mismos procesos
tecnológicos para su propio desarrollo. La “cumbre” terminó sin resultado conocido. A
priori, parece que los países en vías de desarrollo van a seguir utilizando esos procesos
industriales contaminantes, pero todos se han comprometido a participar en la construcción
de un “nuevo orden ecológico” patrocinado, por cierto, por los Estados Unidos. ¿A quién
beneficia esta “Cumbre”?

El pasado mes de enero se reunió en la ciudad suiza de Davos, como todos los años, el
World Economic Forum (Foro Económico Mundial). Se trata de una reunión de los
principales financieros y políticos del mundo entero con el objetivo de “coordinar” todas las
economías del planeta. Su fin último es crear un único mundo en torno a los “valores” del
mercado. A esta última reunión acudieron ya los ministros de Economía de Polonia y Rusia,
que cantaron himnos al mercado libre y manifestaron su sumisión a la gran finanza
internacional. La nota entregada a la prensa por el propio Foro Económico Mundial decía:
“El nuevo orden económico internacional supone la globalización, el aumento de la
competencia, una continua adaptación de las estructuras y la desaparición del Estado del
Bienestar” (Efe, 1-2-94). Globalización, ¿de qué?: de la economía. Adaptación, ¿de qué

126
estructuras?: de las estructuras políticas. Se trata de construir una economía transnacional
donde los Estados no tengan ya capacidad para decidir sobre su propia política económica.
¿A quién beneficia esto?

El pasado mes de septiembre se reunió en El Cairo la Conferencia Internacional sobre


Población y Desarrollo, bajo los auspicios de la ONU. Su objetivo: que los países pobres
controlen drásticamente sus tasas de natalidad, para evitar una explosión demográfica que
podría causar un grave desequilibrio económico en el planeta. Esta Conferencia se había
convocado a instancias de los países ricos, y en ella se constató la oposición de los países
pobres, que veían cómo los poderosos del planeta querían influir incluso en la vida sexual de
los pueblos subdesarrollados. ¿A quién beneficiaría esta intervención?

Acaban de reunirse en Madrid el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial,


que han celebrado su aniversario entre las unánimes bendiciones de los gobiernos del mundo
desarrollado, socialistas incluidos. En esta reunión hemos vuelto a escuchar los mismos
argumentos de Davos: globalización de la economía, renuncia a la intervención política
–incluso en lo social-, coordinación de las políticas económicas para introducir a los países
pobres en la dinámica financiera de los ricos... ¿A quién benefician todas estas orientaciones?

2.- Los que mandan en el mundo.

Todas estas “cumbres” tienen un punto en común que resulta de la mayor importancia,
porque arroja luz sobre un hecho completamente nuevo: por primera vez, los gobiernos de
todo el mundo desarrollado, las instancias financieras internacionales y la Organización de
las Naciones Unidas van al mismo paso. Todos ellos han aceptado con gusto el compromiso
de construir un Nuevo Orden del Mundo. Y el que marca el paso en este desfile es el gobierno
de los Estados Unidos de América. Los que mandan en el mundo no son unos oscuros grupos
de señores que actúan como “mano invisible”, según querría una reaccionaria visión
conspirativa de la Historia. Los que mandan en el mundo son los gobiernos de los países
occidentales, las instituciones internacionales y las instancias financieras, que actúan
conforme a un programa determinado y que han aceptado el liderazgo de los Estados Unidos
para construir un determinado orden universal fijado de antemano.

Durante muchos años, tanto la Unión Soviética como los países “no alineados” o
potencias nacionales como Francia se habían opuesto a que la ONU fuera dirigida por los
intereses de la política norteamericana. Todos recordamos las graves crisis en el seno de la
Unesco, por ejemplo, que llegó a oponerse a lo que entonces se llamó “nuevo orden
económico mundial”, así como al “nuevo orden informativo”. Hoy, sin embargo, esas
barreras han desaparecido. Todos marchamos al paso que nos marca Washington. Y parece
que no hay otra opción, o mejor dicho: nadie quiere plantear otra opción.

No olvidemos este punto fundamental: el proyecto del NOM es, en este momento, un
proyecto fundamentalmente norteamericano, pero sumisamente aceptado por el resto de
Occidente. Tras la caída de los regímenes del Este, los Estados Unidos proclamaron
solemnemente el advenimiento de un Nuevo Orden. Tanto el republicano Bush como el
demócrata Clinton han rubricado de buena gana ese proyecto, y las sucesivas intervenciones
bélicas, desde Irak hasta Haití, no tienen otro objetivo que ese: que nadie escape a la

127
dimensión universal del orden nuevo. Un orden que no es sólo político o económico, sino que
aspira a ser el molde de una civilización universal: un mundo único pensando, actuando y
viviendo del mismo modo. Lo decía Milan Kundera: “La unidad de la humanidad sólo
significa, en el fondo, que nadie pueda escapar a ninguna parte”.

Ahora bien: esta idea del mundo no es nueva, ni la han inventado los Estados Unidos.
El NOM no es sólo una cuestión política o económica. La historia de las ideas nos enseña que
el proyecto del NOM es consustancial a las ideologías de la modernidad, y lo es desde el
mismo nacimiento de la filosofía de la Ilustración. Si eso no se entiende, no entenderemos la
verdadera dimensión del momento que estamos viviendo.

3.- El cosmopolitismo universal.

La idea de una humanidad unida bajo un solo poder es tan vieja como la idea de
imperio en Europa. Como decía Spengler, “el hombre noble, el patricio, aspira a ordenación
y ley”, y así los pueblos europeos, mientras estuvieron vertebrados en torno a los valores de
una aristocracia de la sangre, la guerra y los dioses, una aristocracia al estilo antiguo,
aspiraron a dar al mundo un carácter único. El Imperio Romano es el mejor ejemplo de una
tentativa por unificar el orbe -el orbe romano-. Y los Imperios posteriores, desde el Sacro
Imperio Romano Germánico hasta nuestro Imperio donde no se ponía el Sol, siguieron
alimentados por esa idea religiosa y política a la vez, aunque ahora el Dios fuera otro. El
europeo antiguo tiene la convicción de que, bajo la diversidad del mundo, reposa una cierta
unicidad. De ahí procederán las primeras formulaciones del Derecho Internacional, el Ius
Publicum AEuropeum, que trata de otorgar un Nomos, un orden a un mundo diverso y en
permanente conflicto.

Pero aquel Antiguo orden del mundo no tiene nada que ver con el presente. En primer
lugar, allá, entre nuestros antepasados, el principio del orden es espiritual, y por eso cualquier
orden ha de pasar por el Emperador, aún cuando el poseedor de la corona imperial fuera
menos poderoso que otros reyes vecinos. Por otra parte, no puede decirse que el Viejo Orden
del Mundo tuviera una ambición planetaria o de dominio efectivo universal: en la teoría del
Imperio no hay una voluntad expresa de exterminio del enemigo o de aniquilación de la
“alteridad”, aniquilación de lo que es diferente a uno. En el mundo antiguo, la existencia del
enemigo es parte de la vida; de ahí la necesidad de las guerras, pero también la eventualidad
de las treguas; nuestras más crueles guerras serán guerras exclusivamente de religión, y
cuando un Emperador (como el alemán Federico II Hohenstauffen o el español Felipe II)
pretenda actuar por su cuenta, ya estrechando lazos con el enemigo, ya encarnando
directamente la autoridad espiritual, sufrirá la hostilidad del Papa.

Serán precisamente las grandes guerras de religión -y especialmente las derivadas de la


reforma protestante- las que darán al traste con la idea de la Paz Imperial, cuando la autoridad
espiritual y el poder temporal demuestran su incapacidad para detener la guerra civil en
Europa. Pero insistimos: en la teoría del Imperio -y, por lo general, en la práctica imperial- no
se contempla el proyecto de un dominio efectivo sobre todo el globo terráqueo mediante la
aniquilación espiritual o física del enemigo. ¿Por qué? Primero, porque el de Imperio no es
un concepto de poder inmediato y físico, sino que es político sólo y en la medida en que es
espiritual; el Imperio es una metafísica del poder que no exige la extensión de un aparato

128
burocrático o de un dominio administrativo a todo el orbe. Y después porque, en el mundo
antiguo, el concepto de humanidad no es el mismo que hoy: los términos Humanidad o
Universal, entre nuestros antepasados, equivalen a los pueblos que han abrazado la Pax
Romana o, después, a aquellos otros que han hecho lo propio con la fe cristiana; de manera
que aquí nos estamos moviendo en un mundo limitado –voluntariamente- por razones
políticas o religiosas. La conclusión es evidente: en un orden así concebido, el “otro”, el que
no es como uno, tiene derecho a seguir siendo diferente.

Por el contrario, todas las ideas de aniquilación física del enemigo aparecerán –por
supuesto, convenientemente moralizadas- en la modernidad, a partir del siglo XVII y, sobre
todo, en el siglo XVIII. Es el momento en que los Ilustrados y sus predecesores, los utópicos,
empiezan a imaginar la sociedad humana como fruto de un contrato, al mismo tiempo que se
empieza a pensar que todo el mundo, todos los hombres, son sustancialmente idénticos, e
igualmente sometidos, por tanto, a la regla supuestamente natural del contrato. Y no se
tardará en aplicar esa figura del contrato al orden internacional, a la existencia polémica de
las naciones.

Aquí encontramos también el origen de la visión liberal, economicista, que piensa que
todo en la vida funciona como un intercambio de mercancías, y que es preciso dejar que ese
intercambio circule libremente, sin “interferencias” políticas. Siguiendo esta lógica del
contrato, no sólo cambia la idea del orden social, sino que también cambia la idea del orden
del mundo. En la Europa antigua, el principio del orden era espiritual y tenía límites políticos
y espirituales -en una época en que la política y el espíritu iban de la mano-; en la Europa de
la Ilustración, por el contrario, ese principio será económico y moral, y no reconocerá límites
territoriales porque la economía, como la moral abstracta, se cree con derecho a extender su
manto sobre todo lo vivo.

Hay muchos nombres en esta tentativa ilustrada: Emerico Crucé, Sully, el Abate de
Saint-Pierre (véase su Proyecto de paz perpetua en Europa, fechado en 1713)… Pero el
verdadero teórico del nuevo orden del mundo, el gran filósofo de un universo cosmopolita es
Imanuel Kant, que expuso sus tesis, sobre todo, en dos obras: Ideas para una Historia
Universal en clave cosmopolita y La Paz Perpetua. Kant, más que Hegel, es el verdadero
inspirador de la filosofía de la Historia de la Ilustración, cuna de las diversas ideologías de la
Modernidad. Kant cree que la Historia es una marcha del género humano hacia su
moralización; esa moralización significa una cosa: la emancipación absoluta del individuo.
Emancipación, ¿de qué? De todos los vínculos que en el mundo antiguo le retenían: la
comunidad, la religión, los reyes, la tradición... Sólo un hombre libre de esos enojosos
vínculos llegará a ser verdaderamente libre, verdaderamente “moral”. Y, liberado, podrá
marchar hacia el futuro del género humano, que es el de un mundo unificado bajo los valores
de la emancipación individual, la civilización moderna, la libertad del mercado...

Ese es el proyecto cosmopolita de Kant. Para Kant, el primer gran paso hacia ese nuevo
orden ha sido la Revolución francesa, que define como Entusiasmo. Hay, no obstante, un
enemigo en el horizonte: el Imperio austríaco, síntesis del trono y el altar y metáfora, por
tanto, de esos viejos vínculos que el nuevo hombre moral debe abandonar. Sólo la guerra
contra Austria podrá liberar a la entera humanidad. Y cuando esté liberada, habrá de caminar,
primero, hacia una Federación de Estados, y luego, por fin, hacia un Estado Mundial; un

129
Estado Mundial que se considera como el supremo bien.

Nótese cuál es el punto de partida de Kant: existe una aspiración natural de los hombres
hacia una existencia moral. Kant define lo moral a su manera, pero no demuestra ni que él
tiene razón, ni que ésa es la aspiración “natural” de todos los hombres. Kant parte de un
prejuicio ideológico -la identificación entre existencia moral y libertades burguesas- y
además recurre a un truco muy común en todo el pensamiento ilustrado: identificar al
burgués ilustrado europeo del siglo XVIII con el género humano en su conjunto; identificar
los intereses del burgués liberal con los intereses de todo ser humano. Dicho de otro modo:
Kant justifica moralmente -y ésa es su perversidad, si se me permite el término- la imposición
de las ideologías de la modernidad en todo el mundo, de buen grado o por la fuerza.

Y por eso está también legitimada la guerra de exterminio contra los obstáculos con
que se topa la modernidad. Kant coge el viejo argumento de la “guerra justa” y lo manipula a
su manera. La “guerra justa”, para nuestros antepasados, era toda guerra contra el enemigo de
la comunidad; luego, fue la guerra contra los enemigos de la Cristiandad; pero, a partir de
Kant, “guerra justa” será la guerra contra los enemigos de la Modernidad. Y de ese
planteamiento -aunque en este caso la paternidad kantiana es más discutible- nacerá otro
argumento muy característico de las ideologías modernas: el de “la guerra que pondrá fin a
todas las guerras”. Toda guerra queda justificada si se hace contra los enemigos de la
modernidad y con la pretensión de que, aniquilando por completo al enemigo, sea la última
guerra. No es un azar si volvemos a encontrar ese argumento en todas las guerras libradas por
las potencias modernas (Francia, Inglaterra y, sobre todo, los Estados Unidos) desde el siglo
XIX hasta nuestros días.

“ Pero todo esto son sólo filosofías”, se me dirá. Sí, son filosofías, pero no cometamos
el error de infravalorar el poder de las ideas. El propio Kant habla expresamente de la
posibilidad de incluir un artículo secreto en los tratados internacionales donde quedara dicho
que los estadistas seguirían las ideas de los filósofos (en el sobreentendido, por supuesto, de
que todos los filósofos pensarían lo mismo que Kant). No vamos a defender aquí la
extravagante tesis de que los políticos de los dos últimos siglos han obedecido a Kant y han
incluido en sus tratados ese “artículo secreto”; nos basta con constatar que todos esos tratados
han seguido las consignas universalistas o cosmopolitas señaladas por Kant y por los que
pensaban como él. Por otra parte, las cosas están clarísimas: basta ver la evolución reciente
del orden del mundo para comprobar hasta qué extremo Kant supo captar la vocación, el
destino del mundo moderno. El mundo está caminando exactamente en la dirección que Kant
marcó, Estado Mundial incluido. ¿Puede ser casualidad? No, no lo es: acabamos de ver cómo
nace la ideología que hoy intenta imponerse en todo el mundo; estamos describiendo el
camino de un mismo proceso. Y es importante saber de dónde viene cada cual.

4.- El mundo contemporáneo.

Veamos ahora la evolución del mundo contemporáneo, la evolución de las relaciones


de poder. Como ya hemos visto, un gran estudioso de la Teoría del Estado, el alemán Carl
Schmitt, describió en los años cincuenta la trayectoria del Nomos, el orden de la Tierra, y lo
hizo en los siguientes términos. Desde el siglo XIX, el mundo había vivido una fase Monista,
en la que un solo poder real -en este caso, el Occidente moderno- se enfrentaba a un sólo

130
enemigo, un enemigo que primero fue Austria -como decía Kant- y luego, en 1914 y en 1939,
Alemania. A partir de 1945 se inaugura otra fase, la Dualista, marcada por la “Guerra Fría” y
por la partición del mundo en dos bloques: el capitalista y el comunista. Pero a raíz de la
descolonización, en los años cincuenta, cabía imaginar una tercera fase: la Pluralista,
marcada por la competencia entre las nuevas potencias emergentes. Schmitt escribía influido
por el movimiento de los “no alineados” y la Conferencia de Bandung, en 1955. Luego
volveremos a hablar de ello. Retengamos de momento esta tripartición, estas tres fases,
porque el viejo Carl Schmitt nunca hablaba a humo de pajas.

En 1944, cuando parecía ya inevitable que la fase Monista del orden del mundo se
transformara en una fase distinta, las potencias aliadas -y aquí la iniciativa es especialmente
anglosajona- pergeñan dos tratados: uno es la “Carta Atlántica”, que supone la extinción de
los viejos imperios ultramarinos y que dará lugar a esa gran trampa de la descolonización;
otro es el de la Conferencia de Bretton Woods, que se acaba de conmemorar en Madrid y que
significa el nacimiento del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial. Toda
esta operación responde a una meta claramente definida de la política del presidente
americano, Roosevelt: la creación de un One World, un único mundo. El objetivo de esas
instituciones es regentar, gestionar, dirigir la vida económica del planeta. Ambos
acontecimientos son de una gran trascendencia para lo que aquí estamos diciendo: a partir de
ese momento, las potencias aliadas, y sobre todo los Estados Unidos, ponen los medios para
construir un nuevo orden del mundo, de ambición planetaria y talante económico, legitimado
a través de la presunta superioridad moral de su sistema de convivencia (libertad individual,
democracia, etc.); exactamente tal y como lo había deseado Kant. La semilla del actual NOM
ya está plantada.

La política del FMI tuvo una consecuencia inmediata: la vieja división del mundo entre
Metrópolis imperiales y Colonias, herencia de los siglos anteriores, es sustituida por la
división entre países pobres y países ricos. No olvidemos que uno de los puntos
fundamentales del programa kantiano era acabar con los imperios; como por azar, eso era
también lo que pedían los liberales, porque era más cómodo y barato comerciar directamente
con burguesías locales, que hacerlo a través de grandes y costosos aparatos militares y
políticos. A partir del fin de la segunda guerra mundial, la estructura imperial-colonial
desaparece; sólo habrá países ricos y países pobres.

No creamos, sin embargo, que un manto de libertad se extiende por el planeta. Los
países pobres, sí, están ya políticamente emancipados, pero esa independencia es tan sólo el
pretexto moral para dar paso a una absoluta sujeción económica. Es natural: en una óptica
universalista, la independencia no puede consistir en una libertad real para fijar los objetivos
autónomos de una comunidad soberana, porque eso significaría dar jaque al universalismo.
Todo lo contrario: en el proyecto cosmopolita, la emancipación política sólo es un paso
previo para que la comunidad recién emancipada ingrese en el orden del mundo.

Estamos asistiendo desde este momento a la condena a muerte de vastas extensiones


del planeta. ¿Por qué? Porque la política de los vencedores, plasmada en las
“recomendaciones” del FMI y del Banco Mundial, consiste en dividir el mundo en grandes
“zonas de producción”: los países pobres van a aportar sus economías a la civilización
universal, y lo van a hacer especializándose en productos determinados. De ese modo, todos

131
los países pobres, obligados a producir en masa uno o dos productos básicos, pierden la
posibilidad real de automantenerse, de autoabastecerse, y quedan obligados a depender de las
compras extranjeras y de los créditos internacionales para la producción. La mayor parte de
África ha corrido este destino: convertirse en países miserables, obligados a depender
eternamente de las compras extranjeras. Para abastecerse, no les queda más remedio que
endeudarse... en dólares, por supuesto, porque ésa es la moneda-patrón desde Bretton
Woods. Es otra forma de esclavitud. Eso sí, con una gran diferencia: ahora, esos pueblos son
nominalmente libres, democráticos, están “emancipados”. “La moral”, decía Kant.

Pero sigamos con el Nomos de la Tierra desde 1945. Simultáneamente a


Bretton-Woods, una nueva ruptura parece adueñarse del mundo: es la oposición entre los
Estados Unidos y la Unión Soviética, los vencedores de 1945, que compiten ahora entre sí
por el dominio del planeta. Es importante señalar que ambas potencias proceden,
ideológicamente, del mismo mundo: las ideologías de la modernidad, y su objetivo es el
mismo: instaurar un orden universal regido ya por el libre mercado (el caso americano), ya
por la dictadura del proletariado (el caso soviético -y recordemos una vez más, por cierto, que
Marx veía la dictadura del proletariado como una simple etapa transitoria: su objetivo final
era la instauración de un “paraíso universal de contables”, como dice el III Tomo de El
Capital).

La propaganda política de posguerra hará que nadie escape a esa confrontación. Una
especie de terror helado se extiende por todo el planeta, que empieza a vivir agobiado por la
amenaza de una guerra nuclear. La hostilidad entre una potencia y otra es tan radical, tan
hondo el conflicto y la conciliación tan difícil, que se diría que la guerra es inevitable. Sin
embargo, en algo sí estarán de acuerdo ambas potencias: en que nadie pueda marchar por una
tercera vía. Los no-alineados en 1955, Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968... Todos
ellos intentaron escapar a la bipolaridad USA-URSS, pero los dos monstruos impedirán
cualquier escapatoria. Por eso puede hablarse, objetivamente y más allá de la “Guerra Fría”,
de un condominio americano-soviético.

Y es en ese momento cuando empieza a hacerse patente la verdadera naturaleza del


conflicto de nuestro siglo: la verdadera guerra no es la que se libra entre capitalismo y
comunismo, entre Occidente y Oriente, sino la que opone, de un lado, a los partidarios del
Dualismo, del condominio americano-soviético, y por otro, a los partidarios del Pluralismo,
de las identidades nacionales y populares. La revolución islámica en Irán tendrá la virtud de
aclarar la situación: por encima de la enemistad USA-URSS, y pese a los discursos oficiales
que pretendían someter a todo el mundo a esa bipartición de campos, ambas potencias,
Washington y Moscú, eran aliados objetivos en el mantenimiento de un cierto statu quo
internacional; y la única forma de romper ese statu quo será apelar a la identidad de los
pueblos, a su raíz más profunda y al derecho de cada pueblo a ser él mismo.

Esa era la situación del mundo cuando, súbitamente y sin que los analistas oficiales se
enteraran, el bloque soviético se derrumba. Gorbachov liquida los restos del imperio ruso;
revueltas populares más o menos amañadas derriban a los dictadores marxistas; cae el Muro
de Berlín y la relación de poder en el mundo deja de ser dualista para volver a ser Monista.

Pero vayamos por partes. ¿Por qué cae el comunismo? La causa directa es la

132
imposibilidad de seguir la frenética carrera de tecnología militar impuesta por los Estados
Unidos de Reagan. Pero la causa profunda es la incapacidad de una filosofía utópica, ficticia
-la del marxismo-, para organizar el mundo sin recurrir a la represión permanente. El hecho
es que, derrumbado el comunismo -”víctima de sus propias contradicciones”, como diríamos
en la jerga marxista-, sólo queda un poder que encarne el proyecto unificador de la
modernidad: los Estados Unidos y su ámbito de influencia, lo que se llama “Occidente”.

No caigamos en el error de juzgar el fracaso del comunismo como una victoria del
capitalismo. Un ensayista francés, Pascal Bruckner, ha escrito un libro muy revelador, La
melancolía democrática, donde las cosas se ponen en su sitio: la verdad es que el comunismo
no ha caído porque la democracia liberal sea mejor sistema o porque la presión política de
Occidente haya mermado la capacidad de reacción comunista; el comunismo ha caído,
simplemente, por sus propios errores, porque era un sistema ineficaz. El enemigo del
capitalismo se ha suicidado. No hay victoria.

5.- El Fin de la Historia.

Sin embargo, el capitalismo se atribuye esa victoria y al día siguiente de la caída del
Telón de Acero declara su intención de crear un Nuevo Orden del Mundo. Hemos llegado,
por fin, al momento cumbre soñado por Kant y que nunca había dejado de estar ausente del
programa ideológico de la modernidad. Los estalinistas rusos empiezan a ser llamados
“conservadores”; la vieja URSS empieza a ser definida como el último imperio -¿no huele a
Kant? Y ahora, muerto el último imperio, la humanidad puede caminar hacia el Estado
Mundial con un líder indiscutido: los Estados Unidos.

En esa tesitura, aparece un nuevo referente intelectual que va a tratar de dar cuenta de la
situación en un tono declaradamente apologético: el ensayo de Francis Fukuyama sobre El
Fin de la Historia. A pesar de lo mucho que se ha escrito y hablado sobre este hombre y su
tesis, no parece que se haya entendido demasiado bien lo que quería decir: ¿Que la Historia
se termina? ¿Es el apocalipsis? Pero no, no se trata de eso. Fukuyama no está diciendo
ninguna estupidez. Y lo entenderemos mejor si vemos que lo que Fukuyama llama “Fin de la
Historia” equivale a lo que Kant llamaba “Estado Mundial”. Seguimos moviéndonos en la
lógica de la Ilustración, de la visión cosmopolita de la Historia, de la Historia entendida como
un movimiento guiado por un finalismo moral.

Kant había dado a la Historia una dirección determinada y concreta: la consecución de


una unificación universal bajo los valores de la modernidad, cuyo eje es la razón universal y
la emancipación individual (en términos actuales: democracia liberal y capitalismo mundial).
En ese misma lógica, Hegel considera que la Historia es una lucha por conseguir esa
emancipación universal, identificada con el triunfo de la Razón Ilustrada, la razón universal,
en todo el globo; por consiguiente, cuando la Razón Ilustrada se imponga, cuando ya no haya
enemigos, el mundo nacerá a un nuevo orden y la Historia habrá terminado. Lo que
Fukuyama hace es bucear en la ideología moderna, actualizar los planteamientos de Kant y
Hegel y aplicarlos a la situación contemporánea. Y Fukuyama, con toda lógica, llega a la
conclusión de que ese Fin de la Historia se ha producido ya, desde el momento en que nadie
parece que vaya a detener el triunfo de la Modernidad, justamente identificada con la victoria
del libre mercado, las democracias liberales y la hegemonía de los Estados Unidos. El Fin de

133
la Historia no significa otra cosa: los últimos imperios, los últimos obstáculos para la victoria
de la ideología moderna han desaparecido. Por consiguiente, el sueño de Kant y Hegel se ha
realizado ya.

Conviene entender la tesis de Fukuyama como lo que es: un discurso de legitimación


del nuevo status quo internacional, del mismo modo que los discursos de Kant y Hegel eran
legitimaciones de las revoluciones burguesas. Y podrá sonarnos más o menos extraño, pero
la verdad es que los mismos que gobiernan el mundo, los miembros de esas instituciones que
hemos mencionado al principio de esta exposición, comparten el análisis de Fukuyama y
creen, como él, que hemos llegado al mejor mundo posible, y que toda oposición a este
estado de cosas debe ser ahogada antes de que nazca. La casta dirigente del planeta vive,
mentalmente, espiritualmente, en el Fin de la Historia y en el Estado Mundial.

De este modo se van dibujando los contornos de un programa: el de la aplicación


práctica del NOM, una aplicación que debe ejecutarse ya, puesto que el último gran enemigo
ha sido vencido. Y una mera ojeada a los distintos aspectos de nuestra vida colectiva nos
permitirá ver cómo el programa del NOM empieza ya a aplicarse en todos los terrenos. El
NOM, evidentemente, lleva ya muchos años aplicándose en el campo económico, que es
siempre la vanguardia de la ideología ilustrada. ¿Cómo se está aplicando? Siguiendo
religiosamente las recomendaciones del FMI y el Banco Mundial. Unas recomendaciones
que ahora se extienden por primera vez a la China continental y a los viejos países del Este de
Europa. Se trata de implantar en todas partes la libre circulación de mercancías y, sobre todo,
de capitales: ese es el dogma de fe del NOM. Las Conferencias Internacionales, como
las que antes hemos citado, sirven para dar orientaciones, armonizar, coordinar las
políticas económicas de todos los países y siempre, siempre, advertir a los Gobiernos que es
inútil oponerse a “la naturaleza libre del dinero”. Por lo demás, la partición en “zonas de
producción” instaurada en 1944 -y de la que hemos hablado anteriormente- sigue
manteniéndose: a pesar del fracaso del sistema, patente en las hambrunas y las catástrofes
que están asolando África y Asia en los últimos decenios, el NOM insiste en que ése es el
único sistema posible, y si el hombre no se adapta al sistema, el hombre tendrá que
desaparecer, como dijo, refiriéndose a África, el sociólogo Daniel Bell. Es lo mismo de la
conferencia de El Cairo: si los hombres no respetan las cifras previstas por el sistema,
reduzcamos la cifra de hombres: nada de variar los cálculos del sistema. En esa espantosa
pretensión, disfrazada de filantropía moral, descubrimos el verdadero rostro del NOM: la
ambición de someter la vida humana, la vida de los pueblos, a las exigencias de la
civilización técnica; agarrar a la vida por el cuello y golpearla hasta que entre en los
márgenes de un cuaderno de cálculo. Es la mayor opresión que jamás ha vivido el espíritu
humano.

Al servicio de esa aspiración titánica, en la terminología de Jünger, se despliega toda la


política del NOM. Porque el NOM se está aplicando ya en el terreno político. ¿Cómo?
Mediante la coalición internacional frente a los hipotéticos enemigos del Estado Mundial,
aquéllos que por razones religiosas, políticas o intelectuales quieren mantener una cierta
preferencia nacional o, simplemente, rehúsan someterse a los criterios económicos y
culturales de una civilización mundial. El mejor ejemplo es el del Islam. Toda potencia
islámica se ha convertido en un enemigo declarado del Estado Mundial, del NOM. Y el caso
más claro no es el de Irak, sino el de Argelia. Uno de los criterios básicos del NOM es la

134
implantación de democracias liberales en todos los países, sea cual fuere su estructura social
o cultural. Recordemos que, en la óptica ilustrada, democracia liberal equivale a política
moral. Pero en Argelia, un partido político opuesto al NOM, el Frente Islámico de Salvación,
ganó limpiamente unas elecciones. Y el NOM patrocinó, con un vergonzoso consenso
internacional, un golpe de Estado contra los nuevos gobernantes de Argelia. Los miembros
del FIS fueron apartados del poder, perseguidos, encarcelados e incluso ejecutados. ¿Por
qué? Porque no querían el NOM. Ni una sola voz oficial del resto del mundo se alzó contra
ese atropello. Tanto derechas como izquierdas, de acuerdo en mantener este orden
internacional y los valores que lo sustentan, saludaron la intervención militar auspiciada por
los gobiernos occidentales. Y ahora nos escandalizamos, horrorizados, porque determinados
grupúsculos fundamentalistas andan por ahí en plena locura, degollando extranjeros. El
terror, sí, engendra terror, y el de la Argelia de los años 90 ha alcanzado cumbres espantosas.
Pero ese terror no lo comenzaron ellos: lo comenzó el NOM.

Para legitimar ese injustificable estado de cosas, el NOM goza de un arma mucho más
poderosa que la bomba atómica: los medios de comunicación, y especialmente la televisión
internacional. La televisión bombardea todos los días a todos los hombres del mundo, sean
cuales fueren sus culturas de origen, sus creencias y sus tradiciones, con los mismos
mensajes. “Todos los hombres poseen la misma aspiración natural”, decía Kant. Eso no es
verdad. Pero sí es verdad que la televisión implanta en todo el mundo las mismas
aspiraciones: el lujo, el consumo, el placer de una existencia hedonista... Series como
“Dallas” o “Falcon Crest” no se emiten sólo en el espacio occidental: llenan también las
pantallas en Kenia o el Senegal. Y esas series son mucho más eficaces que unos
informativos, porque, a través de esos productos, se va construyendo una universalización de
las formas de vida que constituye, de hecho, la mayor empresa de colonización espiritual
jamás emprendida por potencia alguna. Así se extienden de modo uniforme unas amplias
expectativas que contribuyen a consolidar un determinado sistema social y económico. La
gente ve ahí, en la pantalla, que puede ser feliz; se lo cree y comienza a imitar los
comportamientos que la pantalla le muestra; después, tras la adopción de las pautas de
conducta, se imponen también los valores, unos valores ajenos a los del individuo en
cuestión. Es lo que Iring Fetscher ha llamado “democratización de la satisfacción”: todos
deben asumir como propia la opulencia del sistema.

Evidentemente, la realidad frustra una y otra vez esas expectativas, especialmente en


los países pobres. Sin embargo, los mensajes de la comunicación mundial de masas no
responsabilizarán de esa frustración al sistema que la ha engendrado, sino que dirigirán sus
críticas al pasado, a la barbarie, a las tradiciones, que se convierten en obstáculos para que el
ciudadano de Mauritania llegue a ser como J.R. Ewing. Así se cierra el círculo. El recurso a la
tradición, a la identidad, queda proscrito. El hombre ya no sabe a dónde mirar... Y se contenta
con lo que tiene: la televisión, pero también lo que hay dentro de ella, ese mundo que la
televisión le muestra y que se convierte en el mundo ideal.

Entramos así en un tercer aspecto del NOM: el ideológico, lo que podríamos llamar la
Bomba “i”, que es peor que la Bomba “H”. Ningún sistema puede mantenerse en el poder si
no tiene una visión del mundo, un discurso, un relato, un conjunto de ideas que lo muestre
como el sistema más indicado. Del mismo modo, el sistema moderno, el NOM, ofrece un
relato legitimador a sus súbditos; ese relato es, en distintos niveles, el de la ilustración, y lo

135
podríamos reducir a los siguientes tópicos:

1- El hombre es igual en todas partes y en todas partes tiene las mismas aspiraciones;
esas aspiraciones son, fundamentalmente, económicas. Por tanto, el orden natural del mundo
será el de un Estado Mundial construido sobre criterios económicos.
2- Esa igualdad radical se ve obstaculizada por las culturas autóctonas, los valores y las
creencias heredadas, siempre y cuando sean ajenas o irreductibles al cuadro de valores de la
modernidad. Por consiguiente, es legítimo eliminar esas barreras.
3- Dado que la igualdad es universal y moral, todo obstáculo político o de otro tipo
debe ser desarraigado. Así, por ejemplo, queda condenado el nacionalismo como delito
mayor de nuestro tiempo.
4- La historia es un proceso de carácter finalista, con un sentido determinado, y ese
sentido es el de construir un mundo homogéneo, la convergencia de todos los pueblos y todas
las culturas en el modelo occidental. Quien se oponga a eso, se opone a la marcha de la
Historia.

Podríamos añadir otros desarrollos, pero estos son, grosso modo, los dogmas
fundamentales del NOM. Centenares de escritores, profesores e intelectuales, apoyados por
fundaciones privadas o centros oficiales y publicitados por los medios de comunicación,
construyen y divulgan día a día esta ideología, con el objetivo de que todos los hombres la
asuman como propia. Y quien no rubrique sus presupuestos, queda marginado, condenado
como “peligroso” o “fascista”. Esta es la fe de nuestro tiempo.

¿Y cómo nos afecta todo esto? Está claro. En esta tesitura, está claro el papel que el
NOM nos tiene reservado: va a desaparecer nuestra identidad cultural, va a desaparecer
nuestra soberanía política y va a desaparecer nuestra independencia económica. Mirémonos:
los españoles somos españoles, somos europeos y somos hispanoamericanos. Pero Europa se
está convirtiendo en el esclavo predilecto del NOM, Hispanoamérica se convierte poco a
poco en un mercado seguro para la finanza internacional y España misma empieza a dejar de
existir para abandonarse a la dulce extinción de su ser en el magma blando e inodoro del
NOM. Si no reaccionamos, nuestra suerte está echada.

6.- La zozobra: la tesis de Huntington.

¿Todo está perdido? No. Al menos, no todavía. El NOM se está construyendo a pasos
agigantados, pero hay muchos obstáculos. Y, del mismo modo que le ocurrió al comunismo,
el principal obstáculo que encuentra el NOM no es un poder extranjero, sino sus propios
fundamentos, sus propios cimientos ideológicos, que chocan frontalmente contra la realidad.
La ideología ilustrada -aquella de Kant- nos dice que el mundo es homogéneo, que la razón
es universal y que las aspiraciones de los hombres son las mismas en todas partes. Pero, ¿y si
eso no fuera verdad? En ese caso, todo el aparato filosófico del NOM caería por su propio
peso. El NOM dejaría de ser verdad. Si las culturas fueran elementos irreductibles, si
realmente en ellas se contiene una visión del mundo -y por tanto una visión del orden
económico y político-, las culturas se convertirían en obstáculos imposibles de vencer,
porque dejaría de ser evidente que el destino natural del globo es la convergencia en el
modelo de la modernidad occidental. Pues bien: eso es lo que está pasando ahora: que todo
eso ha dejado de ser evidente.

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Ya hemos hablado anteriormente de un notable intelectual de la Universidad
norteamericana, Samuel Huntington, que ha expuesto todo este problema en un ensayo que
es una especie de anti-Fukuyama. Ese ensayo se llama “¿Choque de civilizaciones?” y su
tesis es la siguiente: el mundo no camina hacia la unificación, sino que las civilizaciones,
producto de culturas en muchos casos milenarias, van a terminar eligiendo sus propias vías
de desarrollo, al margen del modelo occidental. Huntington evalúa los datos económicos y
políticos, y concluye que es inevitable la partición del mundo en grandes zonas
caracterizadas por compartir una misma civilización. Esas zonas -las repetimos- son las
siguientes: Occidente (que para Huntington abarca desde los Estados Unidos hasta la Europa
de la UE, pasando por Australia), el mundo eslavo (Rusia y su cinturón centroeuropeo), el
área confuciana (liderada por China), el Japón, la India, el Islam, el África Negra y el espacio
Iberoamericano.

Podemos pensar que esta partición es discutible: por razones históricas, culturales y
políticas, España está más cerca de Rumanía y de la Argentina que del Canadá. No obstante,
y sin perjuicio de que esta cuestión pueda ser debatida posteriormente, creo que hay que
valorar el ensayo de Huntington en sus justos términos: por primera vez, uno de los
laboratorios del NOM reconoce que el sueño de la convergencia universal es imposible, que
las civilizaciones (las culturas) son más fuertes que las economías y, por tanto, que la verdad
del NOM ha dejado de ser verdad.

Insisto: quien dice esto no es un “tercerista” o un no-alineado, sino una Universidad


que funciona como laboratorio del NOM. De hecho, en los Estados Unidos y en Gran
Bretaña la polémica ha sido notable. Vale la pena citar, a título de ejemplo, la agria respuesta
que el sociólogo Daniel Bell ha dispensado a Huntington: el choque de civilizaciones es
imposible -dice Bell-, porque la economía, la política y la cultura responden a lógicas
diferentes. Es el viejo discurso ilustrado. Ahora bien: lo que está en cuestión es precisamente
esa “diferencia de lógicas”, y está en cuestión porque nadie ha conseguido demostrar jamás
que eso que dice Bell sea verdad. Más bien al contrario: cuanto más avanza la sociología, más
patente queda que cultura, economía y política no son lógicas diferentes, sino que unas se
conectan con otras jerárquicamente, tal y como hemos expuesto aquí utilizando el modelo de
la Teoría General de Sistemas. A una cultura determinada -esto es, a una forma determinada
de entender la realidad-, le corresponde una forma concreta de organizarla, o sea, una
política, y a esta política particular -que viene configurada por una cultura particular- le
corresponde una economía particular. A una cultura como la occidental, que a partir del siglo
XVII -y aún antes- consagró el individualismo y el esfuerzo técnico, le corresponde
necesariamente una política burguesa, y de esa política burguesa se deduce por fuerza una
economía que es el libre mercado. A una cultura como la islámica, que es comunitaria y
tradicionalista, le corresponde una política definida en términos de religión, y por tanto, una
economía donde el bienestar individual no tiene el mismo valor que aquí, en el occidente
burgués.

Ya desde los años cincuenta, algunos economistas de la Unesco (como Perroux, Partant
o Grjebine) habían advertido que el modelo impuesto en Bretton Woods era absurdo, porque,
por así decirlo, expandía un aire que no servía para todos los pulmones. Y estos economistas
proponían aplicar un modelo de desarrollo autocentrado: dividir el mundo en grandes zonas

137
de producción y consumo que mantuvieran la soberanía sobre sus propias economías,
grandes espacios autárquicos definidos, precisamente, en función de criterios culturales. El
África negra podría constituir uno de esos espacios; el Magreb, otro; Europa, otro, etcétera.
Lo que era evidente a ojos de todos es que el modelo de desarrollo mundial único era
insostenible, porque estaba llevando al mundo pobre a la ruina. Aún no hace muchos años,
una joven economista camerunesa, Axelle Kabou, escribió un libro importantísimo titulado
así: ¿Y si Africa rechazara el desarrollo? Lo que esta señorita proponía era algo tan simple y
tan de sentido común como lo siguiente: dejadnos encontrar nuestra propia vía para el
desarrollo económico; dejadnos que seamos nosotros quienes juzguemos en qué consiste el
desarrollo, cómo hemos de entenderlo y qué medios hemos de utilizar para conseguirlo. Por
mucho que Camerún sea de cultura francesa, por mucho que las elites camerunesas se hayan
formado en las universidades de Paris y por mucho que la televisión bombardee con “Dallas”
a los pobres cameruneses, nunca se conseguirá impedir que los elementos más lúcidos usen
el cerebro. Y lo que el cerebro dice es que una cultura, un arraigo, una identidad, siempre es
más fuerte que una Balanza de Pagos.

¿Os acordáis de Carl Schmitt? El había dicho que la fase Dualista del Nomos de la
Tierra terminaría llevando a una fase Pluralista. Schmitt, ya lo veis, nunca hablaba a humo de
pajas. Lo que estamos viendo en el análisis de Huntington es el surgimiento de lo mismo que
intuía Schmitt: no el nuevo Monismo de Fukuyama, sino otra cosa completamente distinta.
El mundo es plural, y la realidad del mundo, la pluralidad, es más poderosa que el proyecto
técnico, la utopía técnica y económica del cosmopolitismo moderno. Las identidades
culturales, las raíces, los arraigos pugnan por detener la utópica imaginación del NOM.
Mientras haya pueblos conscientes de serlo, no habrá Nuevo Orden del Mundo, porque no
será posible el Estado Mundial.

7.- Conclusión: el combate de nuestro tiempo.

En estas condiciones, se dibujan dos campos con toda nitidez. Por una parte, el
cosmopolitismo del NOM: los que creen que el mundo debe ser sólo uno, que ese único
mundo ha de estar regido por los criterios del capitalismo financiero, que las culturas, las
tradiciones y las raíces son negativas, obstáculos que hay que eliminar por la fuerza si es
preciso. En el campo opuesto, los partidarios de la Identidad: aquellos que creen -que
creemos- que el mundo es plural y que ésa es su riqueza; que no se puede obligar a todos los
pueblos, sea cual fuere su metabolismo espiritual, a marchar al mismo paso; que cada cual
debe elegir la vía que le resulte más propia; que las culturas, las raíces y las tradiciones son no
sólo positivas, sino necesarias, porque ellas constituyen lo que nos hace específicamente
humanos, lo que define nuestra forma de estar en el mundo.

Para quienes interpretamos el NOM como un monstruoso intento de arrasar el mundo y


entregarlo a una civilización sin alma, a la civilización técnica; para quienes queremos seguir
siendo lo que somos, el combate de hoy se plantea en esos términos. Es un combate nuevo
donde muchas viejas fronteras -por ejemplo, la frontera entre derecha e izquierda- se
deshacen. Ahora las apuestas son otras. En lo político, la apuesta consiste en defender la
soberanía de nuestras naciones, y en eso pueden coincidir una cierta derecha, una cierta
izquierda y aquellos que jamás se han sentido ni de izquierdas ni de derechas. En lo
intelectual, la apuesta consistirá en defender el pluralismo del mundo y la identidad de las

138
culturas, y en eso pueden coincidir los viejos náufragos de un cierto socialismo, los restos
dormidos de un cierto conservadurismo y los nuevos intelectuales que fundamentan su
reflexión en la crítica de la civilización técnica, en la senda de Ortega, Jünger o Heidegger.

Gane quien gane en esta guerra, nadie puede permanecer indiferente. Estamos ante el
combate decisivo de nuestro tiempo. Porque lo que nos estamos jugando es el aspecto que
ofrecerá el mundo dentro de veinte años, el mundo en que vivirán nuestros hijos. Hace más
de medio siglo, Oswald Spengler escribió: “Ahí están los dados del terrible juego. ¿Quién se
atreve a echarlos?”. Hay que atreverse.

139
XIV
La barbarie técnica con rostro humano
(A propósito de la Conferencia de El Cairo)

Hace algunos años, cuando me encargaba de la información cultural en el diario ABC,


en Madrid, tuve la grata oportunidad de entrevistar al profesor Irenäus Eibl-Eibesfeldt,
director del Instituto Max Planck, discípulo del Nobel Konrad Lorenz, profundo estudioso de
la Etología (la comparación de los comportamientos animal y humano) y autor, entre otros
libros de éxito, de El hombre pre-programado, donde se nos dice que el hombre es un animal
provisto de insitintos, como los otros animales, pero que se trata de unos instintos
inacabados, imperfectos, y por eso el hombre los completa con la cultura, los valores, el
espíritu. Dicho de otro modo: lo que nos hace específicamente humanos es precisamente la
imperfección de nuestros instintos. Pues bien: Eibl-Eibesfeldt me dijo algo que entonces me
hizo pensar mucho y que todavía hoy sigo pensando, a saber: que el principal problema de las
sociedades humanas va a ser la superpoblación.

Si tenemos en cuenta las muy lúcidas páginas que Eibl-Eibesfeldt ha dedicado a la


crítica de la sociedad de masas y de nuestras desmesuradas ciudades, acusadas de crear una
forma inhumana de existencia, es imposible no darle la razón. Nuestras grandes ciudades, en
efecto, han creado una forma de vida donde el hombre no tiene espacio vital para su
desarrollo etológico -dicho de otro modo: para su comportamiento natural-, donde la
excesiva proximidad hace que uno se vea constantemente amenazado, hostilizado por un
entorno que, por su masificación, supone un permanente conflicto. Quizá los
comportamientos extremos que a todas horas vemos en nuestras ciudades -los fenómenos de
marginación social deliberada, como, por ejemplo, las tribus urbanas- tengan mucho que ver
con esto. Recordemos lo escrito por José Luis Pinillos acerca de la psicopatología de la gran
ciudad. Pero la opinión de Eibl-Eibesfedt me viene siempre a la cabeza cuando se plantean
las grandes cuestiones acerca de la demografía o la superpoblación. En efecto, hay un
problema, la superpoblación es un problema, pero, ¿por qué lo es? ¿Porque hay demasiada
gente para unos recursos escasos? ¿O quizá porque el tipo de vida impuesto por nuestra
civilización, la civilización técnica, obliga a que esas masas humanas vivan apiñadas en
hormigueros artificiales, según un patrón de existencia profundamente inhumano? ¿Somos
demasiados, o es que vivimos de un modo en que es imposible no molestarnos unos a otros?
En cierto modo, ésa es la gran cuestión.

1. La Conferencia de El Cairo.

Acaba de celebrarse, hace apenas un mes, la Conferencia de El Cairo sobre Población y


Desarrollo. Allí tienen las ideas muy claras: hay demasiada gente y pocos recursos; dentro de
unos años, habrá todavía más gente y, por tanto, todavía menos recursos. Por consiguiente,
de lo que se trata es de evitar que haya más gente. ¿Qué hacer? Controlar la natalidad.

Presentado así el asunto, la verdad es que caben pocas discusiones: o paramos el ritmo
de crecimiento demográfico, o esto se va a poner difícil, especialmente en aquellos países
que tienen dificultades para procurarse sus propios recursos. No diré lo que un colega mío,

140
que amenazaba a su audiencia con el argumento de que “Dentro de poco no vamos a caber en
el mundo” (la verdad es que la capacidad periodística para la estupidez es infinita, y me
incluyo en ese reproche). Pero, sin llegar a esos extremos, sí que parecía haber razones para
la preocupación. En esa lógica, también parecía justificado incluso el recurso a métodos de
contracepción radicales, como el aborto. Y de ahí, entre otras cosas, surgieron esas grandes y
radicales oposiciones entre los discursos religiosos y los laicos que hemos visto a propósito
de la mencionada Conferencia, pero que son permanentes en nuestra sociedad. Dado que el
control de la población parecía ser una exigencia del progreso de la humanidad, éstos, los
laicos, parecían defender la razón y el progreso frente a los primeros, los religiosos, que se
mantenían en posturas “retardatarias”. Puede decirse que ése es el paisaje creado por los
medios de comunicación a propósito de la Conferencia de El Cairo: la luz de la razón contra
las tinieblas del oscurantismo; el progreso y el desarrollo técnico contra el hacinamiento y la
pobreza.

No obstante, la cosa se complica un poco cuando empezamos a hacernos algunas


preguntas: ¿Es verdad que el discurso laico lleva necesariamente al control de la población
por cualquier método? ¿Qué entendemos por “discurso laico”? ¿Es que sólo cabe un discurso
laico? ¿Y sólo una actitud religiosa? ¿Es verdad que la actitud religiosa implica
necesariamente una actitud “retardataria”? Por otra parte, ¿de verdad la situación
demográfica es tan desesperada? ¿Es verdad que hay grandes masas de población
condenadas a no poder procurarse jamás sus propios recursos? ¿Por qué? ¿Es verdad que el
control de la población del Tercer Mundo es necesario para el progreso de la humanidad?
Incluso: ¿De verdad existe el progreso? Y la pregunta fundamental: ¿Pueden los poderosos
del mundo organizar la vida del planeta hasta en sus mínimos detalles? ¿Y desde qué
criterios?

Todas estas preguntas son las sombras que se proyectan sobre la Conferencia de El
Cairo. Y me parece importante dedicar unos minutos a demostrar que las respuestas no están
en absoluto claras. Y ello no por razones técnicas -a los problemas técnicos sólo caben
soluciones técnicas-, sino por razones estrictamente filosóficas, que son, desde mi punto de
vista, las más importantes. En efecto, el gran problema de la Conferencia de El Cairo no es
que plantee soluciones técnicas discutibles, sino que plantea soluciones técnicas a problemas
que no son técnicos, sino humanos, y por tanto filosóficos. Vamos a ver las dos cuestiones: la
cuestión técnica y la cuestión filosófica, pasando previamente por los puntos más polémicos
del problema.

2. La cuestión del aborto.

En primer lugar, no es verdad que se pueda identificar el discurso laico con el discurso
del control de la población. Dicho de otro modo: un discurso racional no conduce
necesariamente a la adopción de medidas anti-natalistas. Veamos el caso del aborto, por
ejemplo. Uno puede oponerse perfectamente al aborto libre (y mucho más al aborto
impuesto) en virtud de argumentos civiles, sociales, no necesariamente morales, o no al
menos desde el punto de vista de una moral revelada. No es preciso creer que existe un alma
en una vida no-nata (ése es el fundamento de la postura cristiana) para oponerse a la
destrucción de esa vida. Basta con creer que, para una sociedad, es sumamente peligroso
otorgar a un individuo el derecho a prescindir de otro individuo. Desde un punto de vista

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social, la comunidad no puede renunciar a su obligación de proteger a todos sus miembros, y
con más razón a sus miembros más desprotegidos, que son los que todavía no pueden valerse
por sí mismos. Y ello sin entrar en la consideración de que, para una sociedad, es
imprescindible garantizar su supervivencia, y esa supervivencia no queda garantizada si no
se protegen los nacimientos. Por lo tanto, y desde el punto de vista de una filosofía social,
laica, civil, no teológica, el aborto libre significaría una dejación de responsabilidad
absolutamente injustificable.

Otra cosa sería si consideráramos la sociedad no como un todo, no como algo con
entidad propia, sino como una suma arbitraria y aleatoria de individuos, sin más vínculos
entre sí que el azar. En ese caso, evidentemente, el derecho individual tenderá a ser siempre
mayor, más importante, que el derecho colectivo, el derecho de la comunidad. Y eso es lo que
pasa en casi todas las ideologías de la modernidad: que son individualistas. Aquí sí, en efecto,
el discurso laico se inhibe sobre cualquier consideración de tipo social o comunitario. Si la
sociedad es sólo una suma aleatoria de individuos, no hay impedimentos de carácter general
que impidan un aborto, por ejemplo; todo el problema se reconducirá hacia la voluntad del
individuo, sin más obstáculos que su propia conciencia.

Ahora bien, y esto me parece especialmente importante: no todo discurso laico lleva
necesariamente a esa conclusión; sólo aquellos discursos laicos nacidos de las ideologías
individualistas pueden otorgar a la conciencia individual el derecho a decidir sobre una cosa
así. Por consiguiente, no es verdad lo que nos ha dicho el “discurso de El Cairo”; no hay
necesariamente oposición entre discurso laico y discurso religioso. La oposición es otra: lo
que hay es una oposición entre el discurso individualista, moderno, y el discurso
comunitario, tradicional, ya revista éste una forma laica o una forma religiosa. Conviene
tener esto en cuenta.

3. El problema demográfico.

Vayamos a la segunda pregunta: ¿De verdad la situación demográfica es tan


desesperada? Aquí hay que matizar muchísimo. Un cálculo reciente señala que toda la
población del mundo, con una casita y su pequeño jardín, no ocuparía más que el territorio de
Texas, que es aproximadamente como España más buena parte de Francia. Evidentemente,
es verdad que hay anchas zonas del planeta que resultan inhabitables (incluso en Texas),
como es verdad que una concentración de ese género terminaría asolando el lugar en el curso
de unas pocas generaciones, sobre todo si se aplica un tipo de vida industrial. Con todo, el
cálculo es interesante por lo que tiene de ilustrativo: la Tierra todavía da de sí.

Por otra parte, en el mundo desarrollado hay zonas de una densidad demográfica
exagerada que no padecen problemas de miseria. Es el caso del Japón, pero también es el
caso del Benelux. La densidad demográfica del Benelux llega al extremo de que, en los
planes del viejo Ejército Rojo para invadir Europa, atravesar el Benelux costaba cerca de dos
días, y no por la oposición de un hipotético ejército contrario, sino por la dificultad de
moverse a través de esa enmarañada red de ciudades y pueblos pegados unos a otros, que
forman una tremenda barrera artificial desde la desembocadura del Rhin hasta las montañas
suizas. Es otro dato ilustrativo: el mundo rico está muy lejos de aquellos tiempos en que a
cada europeo le hubiera correspondido un bosque para él solo. En todas partes cuecen habas,

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aunque nuestra pirámide de población sea francamente regresiva. Sin embargo, las
recomendaciones de la Conferencia de El Cairo no se dirigían a Japón o al Benelux, sino a los
países pobres. ¿Por qué? ¿Acaso esos países no podrían soportar la presión que soportan
otros? “Es que son pobres”, se nos dirá. Pero, ¿por qué son pobres? “Porque no tienen
recursos”. ¿Y entonces? Bastaría en ese caso con que fueran capaces de procurarse sus
propios recursos y organizar su propia vida económica, ¿no es así?

4. Un orden económico injusto.

Llegamos así a la tercera pregunta: ¿Es verdad que hay grandes masas de población
condenadas a no poder procurarse jamás sus propios recursos? ¿Por qué? Para contestar a
esta pregunta deberíamos mirar a otra Conferencia internacional reciente, celebrada esta vez
en Madrid: la reunión del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, que son los
principales responsables de que haya países incapaces de procurarse sus propios recursos. En
1944, las potencias anglosajonas, ya prácticamente vencedoras en la segunda guerra civil
europea de este siglo, organizan el planeta en torno a dos ejes: uno es la Carta Atlántica,
donde se prefigura el proceso de descolonización; otro es la conferencia de Bretton Woods,
donde se crea el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para gestionar el nuevo
orden del mundo. El resultado de ambas acciones es el siguiente: el mundo entero -y con la
excepción, sólo parcial, del área de influencia soviética- pasa a organizarse según una
economía globalizada cuyo patrón será el dólar.

Las naciones recién descolonizadas también se integrarán en ese orden -para eso
precisamente se hizo la descolonización-; para ello, para integrarlas, habrán de especializarse
en determinados productos de fácil salida y que contribuyan al desarrollo económico
internacional. “¿Que tiene usted un magnífico cacao? Excelente: a mí me falta cacao.
Especialícese usted en el cacao, que de lo demás ya nos encargamos nosotros”. Sin embargo,
esa especialización significa que los países pobres pierden toda capacidad para
autoabastecerse: todo lo que necesiten tendrán que comprarlo en el mercado internacional –o
sea, en los países ricos-, y para ello se les concede créditos en dólares disfrazados de ayuda al
desarrollo. “Usted haga sólo cacao. ¿Que necesita además caucho y acero? Cómprelo. ¿No
tiene usted dinero? Yo se lo presto, y se lo voy a prestar en dólares, porque eso me ayuda
además a mantener fuerte mi divisa; pero luego usted, claro, me lo tiene que devolver”. Tal
coyuntura exige a los países pobres una gran capacidad de organización económica para
adaptarse al mercado internacional, una capacidad de organización que es inherente al tipo de
economía capitalista. Ahora bien, esas naciones no han tenido capitalismo en su vida: no
saben lo que es, no lo entienden, no tiene nada que ver con sus tradiciones ni con su estructura
social. Son incapaces de desarrollar una estructura capitalista que pueda hacer frente a las
exigencias internacionales. Resultado: los países pobres quedan endeudados, arruinados y
sin capacidad para sobrevivir por sí mismos.

En esas condiciones, la cuarta pregunta, aquélla que planteaba la necesidad de que el


Tercer Mundo controle su población para que la humanidad progrese, adquiere un color más
bien oscuro, y digámoslo con claridad: bastante cínico. ¿Qué progreso? El orden económico
del mundo implantado en 1944 pretendía extender el progreso técnico y económico a todo el
planeta, convertido así en un gran mercado. El resultado ha sido la catástrofe. Y en una
situación semejante, la existencia de muchos hijos es para el pobre una tabla de salvación.

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Todo el mundo sabe que, cuando una sociedad es pobre, los hijos son como inversiones, a los
que hay que mantener cinco o seis años, pero que luego empiezan a dar sus frutos y empiezan
a colaborar en la economía doméstica. Basta mirar las barriadas marginales de nuestras
ciudades -cada vez más amplias, por cierto-, para constatar ese hecho. Cuando la muerte está
a un paso, los nacimientos son la única esperanza. Un sociobiólogo diría que se trata de una
pulsión instintiva de conservación de la especie. Sea como fuere, lo cierto es que la gran tasa
de natalidad del Tercer Mundo no es producto de la ignorancia acerca de los métodos
anticonceptivos, como pretende hacernos creer la opinión progresista, sino un modo
elemental de no morir. En esas condiciones, ¿quién está autorizado para exigir a los pueblos
pobres que dejen de parir? ¿Y para qué?

Llegamos así a la última pregunta, la que yo considero la pregunta fundamental:


¿Desde qué criterios quieren organizar el mundo los poderosos, los poderes económicos y
técnicos que hoy dominan el planeta? Con frecuencia he contado cómo el sociólogo Daniel
Bell, ese maleducado, le dijo una vez a mi compañero Torres Murillo, en El Correo, que los
pueblos africanos, si no se acoplaban al desarrollo técnico, tendrían que desaparecer. Es
abominable, pero en la simpleza brutal de esa opinión se esconde toda la verdad acerca del
Nuevo Orden del Mundo. De lo que se trata es de crear un universo homogéneo, modelado
según el patrón del mercado, y bajo cuyos imperativos tiene que someterse absolutamente
todo lo que existe en la tierra, seres humanos incluidos. Ese mundo homogéneo, ese gran
mercado universal se identifica con el progreso; todo lo que se le oponga, se opone también
al progreso. Por lo tanto, debe adaptarse o desaparecer.

5. El mundo de la modernidad técnica.

¿Qué es esta enormidad vestida de moral progresista? ¿Ante qué estamos? Estamos
ante el imparable impulso de la civilización técnica. El hombre, ser incompleto, ser
necesitado de apoyos e instrumentos -recordemos lo que decía Eibl-Eibesfeldt-, ha creado la
técnica para adaptarse al mundo. Pero, en un determinado momento, la técnica se ha vuelto
contra su creador y, como decía Spengler, le ha levantado la mano, la criatura ha levantado la
mano a su creador. Antes la técnica era una mera herramienta; por el contrario, en el mundo
moderno el hombre se ha convertido en herramienta del proyecto de la civilización técnica, y
a él debe someterse.

¿Cuál es ese proyecto? Lo explicó Heidegger con una frase muy gráfica: convertir todo
lo que existe en una gigantesca gasolinera. Para la visión del mundo de la civilización
técnica, que es la que hoy impera, todo lo que existe sobre la Tierra es susceptible de
transformarse en objeto de explotación, en recurso natural, en un simple problema técnico.
Ésa visión incluye al hombre. Por eso Heidegger decía que la ingeniería genética era peor que
la bomba de hidrógeno: la ingeniería genética pretende convertir al hombre en puro recurso
material, materia cuyo secreto va a ser desentrañado con fines que no tienen por qué ser
positivos. Y es que el problema no son los fines: el problema es si es legítimo entrar en la
esencia de un ser humano. Pero, para la modernidad técnica, ese problema no existe. La
modernidad técnica sostiene que el hombre debe plegarse a las exigencias del nuevo
Zeitgeist, del nuevo Espíritu del Tiempo: el robot. El gran robot ha hecho sus planes, ha
calculado sus cifras, ha programado el desarrollo. Y si la cifra de humanos sobre el planeta no
se adapta al cálculo del robot, lo que habrá que hacer es variar la cifra de humanos, nunca

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modificar el cálculo del robot. Eso es lo que se nos ha dicho en El Cairo.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cómo es posible que los hombres pasen a ser
considerados materia prima? Antes, a propósito del aborto, nos hemos referido a las
ideologías de la modernidad y a su matriz individualista. También acabamos de evocar,
hablando de la pobreza de los pobres, el Nuevo Orden del Mundo. Ahora nos hemos topado
con la civilización técnica. Pues bien: individualismo, Nuevo Orden del Mundo y
civilización técnica responden al mismo impulso: el impulso nihilista de la modernidad.

¿Cómo nació el individualismo? El individualismo nació cuando alguien consideró que


la esencia real del hombre, su único ser, era su Yo. Estamos en la ideología de la Ilustración.
El Yo. Todo lo demás sobra. Los viejos vínculos como la religión, la patria, la comunidad, la
propia cultura... todo eso no eran sino obstáculos para el Yo moderno. Para que el Yo fuera
libre, para que el Yo se emancipara, era preciso romper con esos viejos vínculos: reducir la
religión a espiritualidad personal desacralizada, abandonar la patria en provecho de un
universo cosmopolita, romper con la comunidad y acceder a una existencia libre de
obligaciones, ir más allá de la propia cultura, la propia tradición, y renegar de ella en nombre
del progreso. Eso ha sido la modernidad. Y quien la llevó a cabo fue el burgués europeo del
siglo XVIII. Montesquieu dijo que el burgués era “el hombre libre por excelencia”. Libre,
¿de qué? Libre, exactamente, de esos vínculos que antes le retenían y que se juzgaban
opresivos. Así mueren las sociedades tradicionales, que eran todas ellas, sin excepción,
comunitarias, holísticas, como señala el antropólogo Louis Dumont. Este individuo, este Yo
convertido en único horizonte de sí mismo es algo exclusivo de las sociedades occidentales.
Y de ahí nace un nuevo tipo de sociedad dominada por los intereses individuales, que acaban
de ser identificados con la libertad, la moral y el progreso. El discurso que fundamenta la vida
en común se convierte en una mera justificación de egoísmos. Por eso Flaubert, en su
Diccionario de tópicos, llamaba burgués a “todo aquel que piensa bajamente”.

El Nuevo Orden del Mundo tiene la misma matriz. Concretamente es Kant quien lo
pergeña en La paz perpetua e Ideas para una Historia Universal en clave cosmopolita. Kant -y
permítanme que aquí simplifique- cree que la razón ilustrada es universal. Por tanto, todos
los hombres tiene las mismas aspiraciones. ¿Cuáles son esas aspiraciones? La libertad
entendida en los términos en que la entiende el individualismo. Eso obliga a romper con los
viejos vínculos tradicionales allá donde todavía existan. La función de la política ilustrada
será construir un mundo en torno a esos valores individualistas, Yoístas. Y el estadio final de
ese proyecto será un Estado Mundial regido por la filosofía de la emancipación del Yo.

Ahora bien, ¿cómo se entiende ese Yo? En términos económicos. Lo que Kant está
haciendo es legitimar ideológicamente las aspiraciones políticas y económicas de la
burguesía de su tiempo. En la mente de estas gentes, el mundo todo gira en torno a una
concepción mercantil de la existencia. La suprema felicidad es la libre circulación de bienes.
Toda la tierra debe ser abierta al comercio, al mercado. Todo es susceptible de ser entendido
mediante un cálculo de costes y beneficios. Y en esa misma época aparece el factor
determinante de nuestro tiempo: la explosión de la civilización técnica. Entre los siglos
XVIII y XX, la técnica se desarrolla a una velocidad que jamás había conocido. Y ese
desarrollo tiene lugar en el mismo espacio que había alumbrado la ideología de la ilustración
y el sueño del Estado Mundial, es decir, la Europa que terminará en la revolución de 1789.

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¿Es un azar semejante coincidencia? No: son gestos distintos de un mismo rostro.

Heidegger decía que la técnica es el último escalón del humanismo, entendido como
individualismo, como Yoísmo. Lo que el humanismo occidental hace es desvincular al
hombre de todo lo que tiene alrededor: la tierra, la tradición, los otros hombres... y los dioses.
Sólo existe el hombre. En una tierra así, sin alma, sin existencia propia, todo está a nuestra
merced. En esa mentalidad late ya el desarrollo de la técnica, porque no hay nada que
obstaculice la empresa de depredación racional del entorno. El discurso ilustrado de la
emancipación individual dará una justificación moral a esa empresa. Del mismo modo, la fe
en el progreso, entendido en términos de mero progreso material, abre la veda para la técnica.
Por eso el humanismo acaba trayendo consigo la técnica, y ésta, después, da el golpe de
gracia al humanismo, porque el hombre se convierte en un mero apéndice de la máquina. Es
lógico: si pensamos que la civilización de la máquina es producto del progreso y de la
libertad individual, tendremos que acabar reconociendo que nuestra función es mantener a la
máquina. Así estamos: somos esclavos de nuestra propia creación.

Pido perdón si este desarrollo ha parecido demasiado extenso, pero es que de aquí ha
nacido el mundo en el que estamos, y del cual la Conferencia de El Cairo es una muestra
patente. ¿Ante qué estamos? Estamos ante la tentativa de imponer en el mundo un único
orden. Ese orden ya no pertenece al mundo del espíritu, como el Orbe romano o la vieja idea
del Imperio Cristiano, sino que el Nuevo Orden del Mundo reposa sobre la técnica. Por eso
nos dicen que el progreso de la humanidad exige que haya un sólo modelo de desarrollo, que
el Tercer Mundo controle su natalidad, que nosotros mismos debemos hacerlo y que entonces
seremos felices, porque todos tendremos mucho bienestar material y pocos competidores
para repartirlo. Aunque la vida se haya convertido en una simple carrera en pos del último
gadget aparecido en el mercado.

Ahora bien, ¿qué sería un mundo dominado por la técnica? ¿Qué sería un mundo donde
el papel del hombre se reduce a mantener la máquina, alimentarla, cuidarla para que no deje
de funcionar? Sería un mundo absurdo, un mundo de esclavos convencidos de que son libres,
que es la peor de las esclavitudes.

6. La técnica, en su sitio.

Parece lógico, por tanto, buscar vías de salida. Y quizá lo primero que habría que hacer
es preguntarnos si este orden técnico que nos hemos fabricado tiene algún sentido. ¿Qué es la
técnica? Un artificio humano. ¿Y cómo puede ser que ahora el hombre se haya convertido en
un artificio técnico? Porque se ha invertido una cierta jerarquía. En varias ocasiones hemos
explicado nuestro punto de vista sobre esto valiéndonos de la Teoría General de Sistemas,
que es una herramienta muy eficaz. Si miramos a nuestro alrededor, veremos que nosotros,
los hombres, nos hacemos nuestra composición del mundo a partir de una cierta estructura
jerárquica. Por ejemplo: sin una Naturaleza, no habría vida humana; sin vida humana, no
existirían culturas ni civilizaciones; sin esas culturas tampoco habría comunidades,
sociedades, y sin ellas no habría política, que es la forma de organizar la vida de la
comunidad, ni economía, que es la forma de organizar las relaciones de subsistencia en el
seno de una comunidad determinada. Lo que podemos hacer con la Teoría General de
Sistemas es concebir todo esto como una superposición de esferas, de sistemas y subsistemas

146
que se engloban unos a otros jerárquicamente: el mundo natural, el gran sistema, engloba a
los hombres, a las comunidades; el subsistema comunidad engloba a su vez al subsistema
cultura, que es la creacón específica de esa comunidad, su forma de estar en el mundo; y este
subsistema cultura engloba a su vez a subsistemas más pequeños, la política o la economía.
El conjunto de todo eso en un momento histórico determinado podemos llamarlo
civilización. Y de la civilización nace una determinada gama de herramientas utilitarias para
adaptarse al medio que nos rodea, que es la técnica. Eso es la técnica: sólo una herramienta.

Está claro que estamos en los antípodas de la visión moderna, ilustrada, la visión
individualista, la visión del Yo. Por eso se ha dicho con alguna frecuencia que la Teoría
General de Sistemas, pese a su génesis moderna, es una versión actualizada del viejo
pensamiento organicista, que veía los conjuntos humanos como un todo.

Pero veamos el problema que estamos examinando, el de la población y el desarrollo,


desde esta perspectiva, la perspectiva de la Teoría General de Sistemas o, si ustedes lo
prefieren –y a mí no me molesta el calificativo-, la perspectiva de un “nuevo organicismo” de
corte ya no pre-moderno o moderno, sino propiamente posmoderno.

Vamos a ver la primera gran cuestión: la del derecho absoluto de la conciencia


individual a determinarse a sí misma, la absoluta omnipotencia del Yo. Desde un punto de
vista biológico -el primer, el gran sistema-, eso es perfectamente absurdo: no existe el Yo
absoluto. Lo que existe es un ser abandonado en medio de un entorno hostil, y ese ser, por
tanto, se ve obligado a agruparse con otros iguales que él y a construir una cultura a su
alrededor para dominar el ambiente y que no lo devore. ¿Y qué pasa en este nuevo nivel, el
nivel cultural? ¿Existe el Yo absoluto? El Yo absoluto de la modernidad es sin duda un fruto
de la cultura, pero, por mucho que lo intente, jamás conseguirá desprenderse de esa cultura.
El Yo absoluto es un invento del Occidente moderno. No es un hecho universal, como
pensaba Kant. No se puede presumir que los demás Yoes también se tomen a sí mismos por
Yoes absolutos. Dicho de otro modo: estamos ante una imaginación individual, fruto de unas
determinaciones sociales y culturales. De manera que ese Yo no es tan absoluto como él cree;
al contrario, sigue ligado a una comunidad, a una visión del mundo determinada y a un
determinado orden del espíritu. No tiene sentido pensar que ese Yo se emancipa realmente de
los vínculos que le retienen. El Yo absoluto es una entelequia. El idividualismo, por tanto, es
una entelequia. El hombre está ligado, vinculado a su comunidad, hacia la que tiene deberes y
obligaciones, y que le dispensa derechos.

No quiero meterme en el debate acerca de sí existe o no una razón universal o un


derecho natural. Lo que me parece incontrovertible es que la conciencia individual no puede
considerarse jamás ajena a lo que tiene alrededor, o pensar que es una proyección de sí
misma, que sólo sobre sí misma reposa. Si aplicamos esto a la cuestión del aborto lo veremos
con toda nitidez: un Yo no basta para suprimir otro Yo. El individualismo absoluto, que es el
individualismo al que conduce la ideología moderna, no sólo es nocivo para la existencia
social, sino que es un error: solipsismo en estado puro.

Vayamos a la otra cuestión a la que nos hemos referido como una de las “sombras” de
la Conferencia de El Cairo: el problema de los recursos naturales, los modelos de desarrollo y
el Nuevo Orden Mundial. Hemos visto que cada grupo humano construye de un modo

147
diferente y específico su forma de adaptarse al mundo. Eso es una cultura. Todos los hombres
sienten que lo que tienen alrededor es sagrado, y por eso todos tienen religión, pero cada
cultura lo interpreta de un modo, y por eso hay distintas religiones y distintas formas de
sacralidad. De esa cultura, de ese conjunto de ideas y valores con que los hombres se adaptan
al mundo, nacen distintas formas de entender la relación entre el hombre y el mundo. Nacen
instituciones distintas, y nacen también distintas economías, distintas maneras de asegurarse
la subsistencia, siempre en función de esos valores a los que nos referíamos antes. En ese
sentido, imponer un único modelo de economía a todo el mundo es tanto como ignorar que
los pueblos son distintos y que sus culturas son distintas. Es decir: imponer por todas partes el
modelo de desarrollo económico occidental es tanto como amputar la realidad, ignorar
deliberadamente la diversidad de las formas humanas de estar en el mundo.

7. Y los derechos de los pueblos.-

¿De verdad puede creer alguien que cualquier persona de cualquier civilización puede
o debe comportarse como un honesto comerciante? No. Parece más lógico pensar que cada
pueblo encontrará sus formas propias de asegurarse un desarrollo económico, y que ese
desarrollo será entendido de uno u otro modo en función del pueblo, la cultura en que
estemos. Hubo economistas que en los años cincuenta vieron que el orden económico
internacional, el de Bretton-Woods, chocaba frontalmente con la realidad étnica del planeta,
y por eso propusieron que naciones diferentes, pero unidas por una cultura semejante,
constituyeran espacios autocentrados, grandes zonas de desarrollo semiautárquico. François
Perroux, François Partant, André Grjebine... No les hicieron caso, evidentemente. Sin
embargo, ésta sigue siendo una de las reivindicaciones fundamentales de las mentes más
lúcidas de Africa, como el Nobel Wole Soyinka o como la economista camerunesa Axelle
Kabou, que en un libro llamado ¿Y si Africa rechazara el desarrollo? planteaba las cosas con
toda claridad: dejadnos decidir nuestra propia vía económica, dejadnos decidir qué
entendemos por desarrollo y cómo queremos alcanzarlo de un modo que esté en consonancia
con nuestra forma de ser. Desde este punto de vista, seguir pretendiendo que el destino del
mundo es el de una inevitable convergencia de todo el planeta sobre Occidente, en un
proceso guiado por un Estado Mundial, es un perfecto absurdo. Parece mucho más lógico
pensar que cada pueblo habrá de encontrar su propio camino conforme a su metabolismo
espiritual; en el caso que nos ocupa, que habrá de ser cada pueblo quien decida sobre su cifra
de natalidad conforme a sus creencias y sus valores.

A este respecto, por cierto, se han producido en fecha reciente algunos estudios muy
interesantes. Me refiero sobre todo al análisis de Samuel Huntington llamado “¿Choque de
civilizaciones?”, que ya hemos tenido oportunidad de destripar en otra sede y donde se nos
dice que el paisaje hacia el que va el mundo no es el de un planeta homogéneo, unificado en
torno a los valores del mercado transnacional, sino que será un mundo dividido en grandes
zonas que vendrán definidas, precisamente, por su civilización, por su idea del mundo y de la
vida. Algunos consideran esto una amenaza. A mí, personalmente, me parece tranquilizador:
al menos da por sentado que las diferencias culturales existen, lo cual no es poca cosa en la
presente coyuntura.

Pero vayamos ahora al tercero de los puntos que me he permitido considerar centrales:
el de la técnica, la imposición uniforme de una civilización técnica planetaria. ¿Qué es la

148
técnica? Ya lo hemos visto: un producto. Un producto de la cultura, o sea, de los hombres.
Pero nosotros hemos creado una civilización exclusivamente basada sobre factores de
posesión material individual, y por eso la técnica se ha convertido en la dueña del mundo.
Fíjense ustedes: nunca, en miles de años, ha sentido el hombre la necesidad de aplicar
inmediatamente todos sus conocimientos; el mecanismo del vapor lo descubrió Herón de
Alejandría bastantes años antes de nuestra era, y no le ocurrió hacer máquinas para arar, no:
sólo hizo relojes. Nuestra civilización, por el contrario, es la única que se cree obligada a
aplicar inmediatamente todo nuevo conocimiento, o sea, a convertir en técnica toda ciencia.
Desde nuestro punto de vista, eso ha ocurrido porque hemos perdido el sentido de la
jerarquía, de esa jerarquía de niveles que antes hemos enunciado.

La técnica no es un fin en sí misma. La técnica es una herramienta. En una civilización


mejor ordenada, la técnica debería ser tan sólo un instrumento y los hombres deberían ser
quienes le pusieran el alma; en la nuestra, por el contrario, los instrumentos somos nosotros y
el alma la pone la propia técnica. El resultado es que el factor humano deja de ser tal, y pasa
a convertirse en un elemento más de la civilización técnica. Por eso se explica que alguien,
como ha ocurrido en El Cairo, considere que las previsiones del sistema económico
internacional son más importantes que la cifra de seres humanos. ¿Qué hay que hacer?
Domar a la técnica. Carl Schmitt decía que eso, domar la técnica, es el nuevo challenge, el
nuevo desafío de nuestro tiempo. ¿Y cómo se hace eso, cómo se doma la técnica?

Heidegger proponía una solución: lo que él llamaba Gelassenheit, Serenidad, serenidad


hacia las cosas, hacia los objetos que tenemos a nuestro alrededor. Podemos seguir viviendo
con instrumentos técnicos y podemos seguir valiéndonos de ellos, pero mirándolos como lo
que son, como simples instrumentos, sin dejarnos dominar por ellos, sin que una cifra de una
tabla demográfica sea más importante que el hombre concreto de carne y hueso.

Todo El Cairo, toda su problemática, que no es técnica, sino filosófica, está aquí.
Podemos seguir pensando que el individuo tiene derecho a decidir sobre las vidas de otros
individuos, que la aspiración natural de los hombres es desprenderse de sus culturas y sus
raíces e integrarse en una economía mundial; podemos seguir pensando que el desarrollo
técnico y económico puede guiar las vidas de los hombres, regular su cifra y regular sus
vidas, como números de un cuidadoso cálculo. En ese caso, estaremos apostando por el
reinado de la civilización técnica y por la muerte de los hombres.

Por el contrario, podemos pensar que el individuo no es nada sin su comunidad, y que
por eso no puede decidir libremente sobre las vidas de otros miembros de esa comunidad;
podemos pensar que la aspiración natural de los hombres y de los pueblos es ser ellos
mismos, vivir conforme a sus creencias, sus ideas y sus valores, tener raíces y saber dónde
están; y podemos pensar, en fin, que la bestia de la técnica debe ser domada, que el desarrollo
es sólo un medio, no un fin, y que ningún cálculo técnico vale el sacrificio de una vida. En
este caso, estaremos apostando -y yo apuesto por ello- por el reino del hombre y de su
espíritu, y por la destrucción de este abominable imperio de la técnica.

8. Dioses contra Titanes.

¿Por qué? En otro lugar -y perdón por la autocita- he escrito lo que, a mis ojos, significa

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esta tentativa de imponer el imperio planetario de la técnica: coger a la vida por el cuello y
golpearla hasta que entre en los márgenes de un cuaderno de cálculo. ¿Y si la vida se resiste?
Entonces, se prescinde de parte de ella. ¿Saben ustedes quién era Procusto? Procusto era un
bandido griego que tenía un lecho; Procusto asaltaba a la gente, la raptaba y colocaba a sus
víctimas sobre el lecho; si la víctima era más grande que el lecho, mutilaba la parte que
sobrara; si la víctima, por el contrario, era más pequeña, la estiraba hasta que diera el mismo
tamaño del lecho. Todas estas cosas de El Cairo son un poco lo mismo: nos ponen a todos en
el lecho de Procusto, el lecho de El Cairo, y nos dicen cuántos hemos de ser y cómo hemos de
ser. Nos mutilan y nos estiran. Y nos dicen que lo hacen en nombre del progreso de la
humanidad. Me parece que va siendo hora de acabar ya con esta superchería de la técnica.

Precisamente, una de las grandes conmociones de este siglo ha sido la pérdida de la fe


en el
progreso. Ya nadie puede creer seriamente que el progreso técnico, económico,
material, es el objetivo de la vida humana sobre la tierra, y que en él reside la felicidad. Por
eso surgió, hace aún pocos años, una gran polémica entre pesimismo o nihilismo: si todo esto
no va a ninguna parte, ¿qué hacer? ¿Mover la cabeza, compadecerse de la marcha del mundo
y esperar con resignación el final de todo esto, tratando de que sea lo más dulce posible? Eso
sería el pesimismo. ¿O bien rebelarse, romperlo todo, empezar desde cero o, simplemente, no
empezar, fabricándonos un pequeño apocalipsis doméstico como el de las películas de
temática post-nuclear? Eso sería el nihilismo. Ambas opciones son incapaces de dar un
sentido a la vida. Quizá por eso hemos visto en los últimos años cómo se extiende una especie
de optimismo desengañado, cómo nos sometemos a la máquina, como si aún creyéramos en
ella, pero con la íntima certidumbre de que no hay nada que hacer. Desde mi punto de vista,
ése es el espíritu de El Cairo: un optimismo desengañado, una voluntad blanda -o, mejor, una
abulia- que nos induce a seguir sometiéndonos al imperio de la técnica, pero llenándonos la
boca con discursos sobre la emancipación individual, por ver si así conjuramos al monstruo.
Pero eso tampoco es solución. Hay que hacer otras cosas.

Bien: ¿Qué cosas? El filósofo Eugenio Trías mantiene últimamente la tesis de que nos
acercamos a un cambio de referentes: dejamos la época de la técnica para pasar a la época del
espíritu. En el fondo, es lo que pedía Heidegger cuando decía que sólo un Dios puede
salvarnos, y también lo mismo que decía Jünger cuando nos contaba que en nuestra época ha
empezado de nuevo la eterna lucha entre los Dioses y los Titanes, entre el Espíritu y la
Potencia elemental. Esa potencia elemental es la técnica, que se ha desencadenado. Se ha
desencadenado hasta el extremo de que alguien, en El Cairo, ha pensado que la cifra de seres
humanos es mudable o variable en función de los criterios económicos del desarrollo
internacional.

Creo que a medida que el imperio de la técnica se vaya haciendo más opresivo, a
medida que vayamos sintiéndonos más y más agobiados, veremos con más claridad esta gran
confrontación que nos ha tocado vivir: el impulso material del hombre contra el impulso
espiritual del hombre. Hölderlin decía que allá donde está el peligro, allí nace lo que salva.
Esperemos que este peligro de la técnica, cada vez mayor, nos ayude a abrir los ojos en busca
de una salvación.

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