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TITULO: “EL SUR”

AUTOR: VICTOR ERICE Y ANGEL FERNANDEZ SANTOS

LOCALIDAD: MADRID – AÑO 1.982

FOTOCOPIADORA

CASA: OFIMO

MARCA: NASHUA 1215

Nº 06658

C/ MAESTRO LASALLE, 21

DEPOSITO LEGAL nº M-171831-1982


"EL PENDULO"- OTOÑO DE 1.956
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Una noche serena de otoño de 1.956. En la frontera entre


el campo y las luces cercanas de una ciudad, hay una vieja casa de
dos plantas, muros de piedra, patio y jardín, con lavadero y verjas
que la separan de una pequeña carretera comarcal que lleva a una ciu-
dad castellana amurallada. El edificio, entre casa rural y chalet de
burgueses venidos a menos, tiene aspecto de encontrarse mal cuidado, en
estado próximo al abandono. Paredes desencaladas, sucias; grietas,
yerbas invasoras; tejas arrancadas por el viento. Una veleta desvenci-
jadada chirria sobre el tejado. Se oye a lo lejos el silbido de un tren.
Una leve brisa arrastra las hojas que caen, negras y doradas, de los
árboles.

Dentro de la casa, la única luz procede del exterior. Esta-


mos ahora en la habitación que, con toda evidencia, pertenece a una
muchacha joven, muy joven. Objetos y prendas de vestir desparramadas,
que pertenecen a una adolescente, se mezclan libros,cuadernos y restos
todavía ostensibles de una infancia no totalmente perdida. Juguetes,
dos muñecas. En el lecho, una chica de quince años, Estrella, protegi-
da del frio por gruesas mantas, duerme. Silba fuera, lejano, el tren.
Sobre los cristales de la ventana, las sombras de las ramas de los ár
boles se mueven.

Junto a la cama, sentado en un silloncito, con las manos me-


tidas en el interior de su abrigo, un hombre observa con gesto cansado
y adusto el sueño profundo de Estrella. Es su padre, Agustín. Su ros-
tro sin afeitar, desencajado, es grave y ensimismado. El hombre se po-
ne en pié y se acerca a la cama de su hija. La mira. De uno de los bol-
sillos del abrigo extrae con mucho cuidado un objeto tan pequeño que –
no podemos ver dentro de su mano. Agustín lo introduce cuidadosamente
bajo la almohada donde reposa la cabeza de su hija. La mira intensa,
amargamente, con infinita tristeza, y silenciosamente sale de la habi-
tación.

Horas después, Estrella sigue durmiendo. Fuera, ladra un


perro. A través de la ventana asoma la primera claridad del alba. Hay
ahora ruido en la casa. La muchacha se despierta, poco a poco, y co-
2.-

mienza a captar sonidos y movimientos que la alarman. Subidas y ba-


jadas de escalera. Una voz de mujer – su madre, Julia – que llama
hacia el exterior:

- !Agustín! !Agustín!

El rostro de la muchacha se inquieta a medida que va --


emergiendo de las brumas del sueño. Oye a su madre llamar por telé-
fono. La mujer pregunta alguien si vió a su marido la noche anterior,
si sabe a que hora abandonó la imprenta, que si acudió al cine o al
bar. La voz de la mujer denota ansiedad y cansancio.

Estrella, incorporada en la cama, comienza a vestirse.


Fuera obsesivamente, el perro sigue ladrando. Mientras su madre si-
gue hablando por teléfono, Estrella, con el camisón puesto, unas za-
patillas calzadas y una rebeca sobre los hombros, mira a través de la
ventana. Abajo un perro ladra atado a un arbol en el patio, inquieto,
mirando a la verja de salida. Dentro, la madre, su voz angustiada,
sigue intentando encontrar pistas sobre donde puede encontrarse su
marido.

En el rostro de Estrella hay tristeza cuando sale de su


habitación, pero tambien serenidad, como si de algún modo supiera
el motivo de la desaparición de su padre. Mientras la voz de su ma-
dre inicia otra llamada telefónica, Estrella entra en una pequeña ha
bitación, mitad despacho y mitad dormitorio, desordenada y austera.
Es, desordenada, la habitación de un hombre, y de un hombre que ha
bebido coñac, tal vez mucho, hace pocas horas. Abajo, la voz de la
madre con el teléfono, sube su tono de ansiedad:

- Ha vuelto a las andadas. Sí, esta noche,


mientras dormíamos.... No, no dijo nada...
Se fué con lo puesto, igual que la última
vez..... ¿A la policía? No, claro que no...
Luego acabará apareciendo otra vez, como
siempre, como si volviera de comprar taba-
co... Y yo aquí, otra vez esperando... No
puedo más...

Clarea ya el día, cuando Julia se acerca a su hija.


3.-

- Ya ves, tu padre ha vuelto a irse...


¿Tú le viste anoche?

El rostro de la niña se hace intenso y contesta, proba-


blemente ocultando algo, sin mirar a su madre:

- No, mamá.

- ¿Te has fijado que esta vez no se ha lle-


vado a Simbad?

- Sí. Y además lo ha atado.

- ¿Y si le ha pasado algo, hija? Vistete.


Está amaneciendo y tienes que ir al colegio.

- No iré. Quiero estar aquí cuando vuelva pa-


pá. Quiero hablar con él...

Vuelve a ladrar fuera el perro.

Estrella se dirige al vestíbulo de la casa. En el perche-


ro hay un enorme chaquetón de hombre, que la niña se pone. Sus manos
no llegan a asomar por las bocamangas. Detrás de ella, otra vez la
voz de su madre:

- ¿Por qué no se habrá llevado el perro, si


siempre lo hace?

Estrella abre la puerta de la calle y sale. Está amane-


ciendo. El perro, al verla, se calla y salta alegre. Estrella le
hace una caricia al pasar, pero no se detiene. Va hasta la puerta
de salida del patio: el cerrojo no está echado. Gimen un instante
los goznes oxidados. Estrella abre la puerta y se asoma. La carre-
tera, el campo abierto, las primeras casas de una ciudad provincia-
na en el otoño de la meseta de Castilla.

Estrella cree ver a lo lejos la figura de su padre que


se acerca. Su rostro se ilumina. Simbad vuelve a ladrar. A medida
que la figura se acerca, descubre Estrella que se trata de otro --
4.-

hombre. En su rostro hay decepción. Vuelve sobre sus pasos. El


desvencijado letrero de azulejos sobre la puerta de entrada al
interior, “La gaviota”, está ya iluminado por el sol rasante. Un
gesto de inquitud asoma en el rostro de la muchacha. cuando mi-
ra al rincón del patio donde está el lavadero y allí no hay nada,
solo una esquina vacía. Entra corriendo en la casa.

- Mamá. ¿tu cogiste mi bicicleta?

- No, hija.

- Entonces se la llevó él.

- La escopeta tampoco está

- Entonces se ha ido de caza

- ¿Sin el perro? !Y hace tanto tiempo


que no va a cazar!

Estrella vuelve a su habitación. Comienza a arreglar la


cama y al levantar la almohada descubre bajo ella una pequeña ca-
jita redonda, de laca negra. Es el objeto que colocó allí Agustín
antes de marcharse.El pequeño objeto causa una profunda impresión
en la muchacha. Lo toma en sus manos mientras se sienta en la cama.
Los hombros de Estrella se recogen sobre sí mismos. Abre la caja
y de ella extrae un pequeño péndulo metálico de radiestesia, como
los que usan los zahoríes. Ante la vision de este pequeño y mágico
objeto, Estrella rompe silenciosamente a llorar. Sus ojos se llenan
de lágrimas mientras toma delicadamente el péndulo con los dedos pul
gar e índice y este comienza a oscila adelante... atras.... adelan-
te.... atrás.

Los ojos de Estrella, como hipnotizados, se van cerrando...


y una voz, su voz de mujer adulta nos cuenta su historia, desde hoy,
desde 1.981:
- "Aquel amanecer, cuando encontré su
péndulo debajo de mi almohada, sentí
que él ya no volvería nunca a casa.
Supe que mi padre estaba muerto".
II

LA PRIMERA FRONTERA – PRIMAVERA DE 1.942

La imagen de Estrella va desapareciendo poco a poco,


dando paso a la de Agustín, su padre, catorce años antes, con -
los ojos igualmente cerrados, con el mismo péndulo en la mano,
oscilando adelante... atrás.... adelante.... atrás. Es la imagen
randiante de un hombre en la plenitud de la vida● que contrasta
vivamente con el rostro envejecido y abatido que vimos antes.

Agustín está junto a la cama de su mujer, Julia, emba-


razada en estado ya muy avanzado. El hombre hace oscila el pén-
dulo sobre el vientre abombado de la mujer, mientras esta duerme.
La voz de Estrella, adulta, nos explica tan sorprendente escena:

- “Me contaron que antes de que naciera


mi padre anunció que yo iba a ser una
niña. Eso es lo primero de él que me
viene a la memoria: una imagen muy in-
tensa que en realidad yo no vi”.

Casi mágicas, como todos los recuerdos que no se han vis-


to, sino que son mezcla de cosas que le han sido contadas y de co-
sas inventadas, sin que se pueda adivinar la frontera entre la --
realidad y la ficción, Estrella, con su voz de hoy, nos cuenta su
primera infancia:

Su nacimiento en una aldea gallega, el llanto de su pa-


dre cuando la tuvo, recién nacida, en brazos; su viaje desde Gali-
cia en un desvencijado tren, en los brazos de su madre, hasta una
ciudad castellana amurallada; el rincón melancólico de un rio jun-
to a un viejo puente; la desvencijada puerta de cristales de un -
taller de imprenta que se abre y deja ver, dentro, linotipias, ca-
jas de impresión, una pequeña rotativa, guillotinas, estantes de -
módulos, todo ello cubierto de polvo y telarañas, como si hubiese
estado abandonado durante años.

Mientras tanto nos cuenta:


6.-

"Nací en el Norte de Galicia, en la casa de


los abuelos de mi madre, donde ella misma -
había nacido. Allí debí vivir algunos meses,
hasta que mis padres decidieron trasladarse,
para poner en marcha un pequeña imprenta que
mi abuelo, que había muerto en la cárcel poco
después de terminar la guerra, había fundado
en una ciudad castellana. La imprenta había
permanecido abandonada durante varios años.
Y mi padre, que la guerra había truncado sus
estudios de medicina, la volvió a poner en --
marcha. Se que trabajaron mucho, y que sobre-
vivieron".

La desvencijada imprenta, poco a poco, se ha convertido


en un pequeño taller limpio y ordenado, en el que vemos a Agustín
y a dos jóvenes linotipistas, trabajar laboriosamente.

"Alquilaron una pequeña casa en las afueras


de la ciudad y de ella provienen los primeros
recuerdos propios de mi vida. Tenía un nom-
bre muy bonito, "La gaviota".

Es la misma casa que conocemos, pero su imagen es muy


diferente. Muros recien encalados. El patio reluciente. Las habi-
taciones en perfecto cuidado y orden. Ni un síntoma de decadencia
o abandono. Blancura y limpieza dominan su imagen. Sale humo de la
chimenea. Hay ropa blanca, tendida, Los arbustos del jardín están
podados. Todo da sensación de vida y de plenitud.

OTOÑO DE 1.948
"Se hallaba situada en tierra de nadie, justo
entre el campo y la ciudad. Me estaba prohi-
bido ir sola más allá de esa frontera imagi-
naria. Mi padre era el único que la atravesa-
ba todos los dias, cuando salía hacia su tra-
bajo en la imprenta, y luego por la tarde,
7.-

cuando volvía a casa".

Agustín, un punto a lo lejos se aleja en bicicleta de


la casa. Estrella, encaramada en las tapias del patio de "La gavio-
ta" es ahora una niña de seis años. Observa a su padre hasta que –
desaparece. Desde su atalaya contempla también los alrededores de
la casa: el tren lejano, los carros rurales tirados por mulos, las
gentes que van al trabajo caminando o en bicicleta, el humo de las
hogueras de heno, las casitas rodeadas de huertas de las orillas
del riom un campamento gitano acampado en un baldío rodeado de --
grandes eucaliptos, entre los que corretean niños de piel atezada,
tripul●dos como ardillas, De pronto, comienza a llover.. Primero, go
ta a gota, luego torrencialmente, La cortina de agua borra todos –
los perfiles. Estrella, en su atalaya, se empapa.
En el cuarto de baño de la casa. Antiguo, limpio. Julia
seca a su hija con grandes toallones.

- Hay que ver como te has puesto.

- Hay humo, mamá – dice Estrella olfatean


do el ambiente.

La criada, María, una joven campesina, entra en el baño,


alarmada.

- La chimenea, señora.

Fuera silba el viento, y hace que el humo de la chimenea


del salón retroceda hacia abajo e inunde las estancias. De repente
se hace un ambiente irreal. Los ojos llorosos de la criada que in-
tenta expulsar el humo. Las toses de Julia.

- Nos vamos a asfixiar – dice Estrella


mientras sale de la estancia y toma, escaleras arriba, la dirección
del desván.
Allí, en este pequeño y misterioso lugar de la casa, el
ruido de la tormenta es mucho más intenso. La lluvia cae torrencial-
mente sobre el tejado y la luz exterior penetra por las claraboyas.
Es el lugar 2secreto" de la niña, y en el se siente dueña, feliz y
8.-

aislada del mundo. Pone Estrella recipientes, botes, palanganas,


cajas, en las partes del suelo donde caen las goteras. Hay monto-
nes de frutas colgadas, ristras de ajos, sacos de cereales, embu-
tidos de matanza colgando de las vigas. Una voz interrumpe su so-
ledad mágica. Desde abajo, María, la criada, la llama:

- Estrel|aaaaaaa!

Ahora, Estrella, en una habitación cuya ventana da a la


parte trasera de la casa, está sentada ante una pequeña mesa cami-
lla, y escribe, mientras Julia, su madre, dicta:

- La luna viene de nosotros, coma,


grande, coma, redonda, coma, pura,
punto y seguido....

Chispea fuera, hay un ligero viento, el ambiente está


distendido. La madre, interrumpe el dictado y dice a la niña que
siga copiando ella sola. Luego sale de la habitación, dejando a Es-
trella sola.
Ya no llueve. Estrella ha salido y está a la puerta de la
casa, mirando a la carretera. De pronto, a lo lejos, en el círculo
de luz que marca el punto donde las filas de árboles acaban, surge
una silueta: es un ciclista, que avanza sorteando los charcos.
Estrella agita las manos, saludándolo con inmensa alegria.

- Cada vez que, a la tarde, mi padre


volvía a casa era para mi como si lo
hiciese de un largo y peligroso viaje".
9.-

III

LOS MILAGROS DEL PADRE

Un páramo. Agustín con su péndulo de zahorí en la mano,


camina en zig-zag, lentamente, con la cabeza agachada, y rostro
concentrado sobre la tierra desértica. De cuando en cuando, se
detiene y de nuevo echa a andar. No lejos de él, agrupados, unos
campesinos de rostros sarmentosos le observan. Junto a ellos, un
poco más adelantada, está Estrella.

- Mi padre era capaz de hacer cosas


que los demás veían como milagros,
pero que, a mi, viniendo de él, me
parecían lo más normal del mundo".

Agustín se concentra en un punto del páramo. El péndulo


oscila en el aire, cada vez con mayor intensidad. Agustín levanta
la cabeza y se dirige a los campesinos:

- Aquí.

Los labriegos agarran sus azadas y cavan. Un hilo de


agua surge del hoyo que abren en la seca tierra.

"No entendía porqué los adultos man-


tenían con él una actitud sigilosa,
como si violaran una especie de se-
creto".
"Tardé en saber que era el mismo -el
personaje que casi sin darse cuenta
componía – quien creba esa atmósfera
a su alrededor, ese umbral tan difi-
cil de cruzar."

Estrella, en su casa, se acerca con cautela, por el pa-


sillo en penumbra hacia el "despacho" del padre. Llega ante la
puerta, hace girar el picaporte, pero la puerta no cede. Entonces
10.-

Estrella mira por el ojo de la cerradura al interior del "despacho":


La penumbra reina en el interior. Una madera chirría. La oscuridad
se vuelve contra la niña. Siente miedo y echa a correr.

Estrella se esconde. Suena el teléfono, que coge su madre,

- Agustín, tellaman por teléfono.

- ¿Quién es? - dice Agustín desde su


despacho"
- No lo sé

- Di que no estoy.

Estrella sale de su escondite y vuelve a dirigirse por el


pasillo en penumbra hacia el cuarto de trabajo de su padre. Ahora
percibe luz bajo la puerta. Vuelve a mirar a través de la cerradura.
Ve fragmentos de una biblioteca, un mapa de anatomía colgado de la pa-
red, un esqueleto de estudiante de medicina en pié, con la helada son-
risa de la calavera. Un escalofrio hace conmoverse a la niña. Una --
sombra que se mueve de un lado a otro se proyecta sobre la biblioteca,
sobre el mapa, sobre el esqueleto.

De noche en su habitación, Julia acuesta a su hija. Estrella


se arropa hasta el cuello, mientras su madre se arrodilla junto a la
cama y la besa.

- ¿Por qué no quiere papá que nadie


entre en su despacho?

- Porque allí tiene sus cosas y no


quiere que las toquemos.

- Si las tocamos les pasará algo?

- Se les escaparía la fuerza.

- ¿Por eso cierra con llave?

- Claro, para que no se escape la fuerza.


11.-

- ¿Y entonces el péndulo no serviría?

- No, no serviría.

- ¿De donde saca papá esa fuerza?

- De dentro.

Julia apaga la luz de la lámpara. La penumbra inunda la


habitación.
Ahora brilla en el patio el sol de mediodía. Estrella, de-
jando emtreabierta la puerta del interior sale a él corriendo. Mira
a un lado y a otro misteriosamente, lleva un objeto entre las manos y
esconde bajo unos arbustos del jardin, cubriendolo con tierra.

- !Ya! -grita.

Hay expectación incontenible en sus ojos cuando el padre,


con ademán solemne, excesivo, sin duda fingido. Sale al patio con su
péndulo en la mano.

Estrella corre a sentarse sobre el columpio con un almoha-


dón que lleva una mariposa bordada y que cuelga de una de las ramas –
laterales de la gran higuera del jardín. Mientras tanto, Agustín co-
mienza, en zig-zag a recorrer el patio, haciendo una parodia de sí
mismo en sus prospecciones de zahorí. Se rasca la cabeza, mira aquí
y allá. Finge desesperación por no saber encontrar lo que Estrella
ha escondido.

Estrella bate palmas, cuando un gesto de su padre reclama


su silencio. El péndulo ha comenzado a moverse agitadamente.
Agustín hace un gesto de triunfo. Se dirige hacia los ar-
bustos y de ellos extrae una caracola marina, Hay un gesto de admira-
ción en el rostro de la niña. Su padre se coloca la caracola en el --
oido y cierra los ojos. Llama a Estrella y le coloca la caracola en
su oído.

- !Es el mar!

La veleta del tejado mira hacia el Sur. Estrella cierra


12.-

los ojos y oye el mar.

Los ojos de Estrella siguen cerrados, pero ahora está


en otro lugar, dentro de la casa. La voz de su padre le habla -
muy cerca en susurro, casi al oido.

- No pienses en nada.

Agustín está sentado en un sillón en la sala de la casa.


Tiene las piernas abiertas y entre ellas se cobija Estrella, que
tiene el péndulo entre los dedos.

- No aprietes mucho la cadena. Déjalo que


se mueva libremente. Así, así....

Estrellaabre los ojos. El péndulo, en sus manos, oscila


levemente, Agustín, que tenía dentro de la suya la mano de la niña
la deja sola.

- Despacio, despacio.... - susurra.

Estrella se pone en pié. El péndulo sigue oscilando. Es-


trella avanza, tras los movimientos del péndulo por la estancia.
Se detiene de improviso. El péndulo comienza a girar. Estrella, en-
tusiasmada, casi con voz de miedo, susurra:

- Papá, está girando.

- Quieta, quieta ahí...

Estrella se agacha. Detrás de una cómoda aparador, saca


un osito de lana. En su gesto hay asombro y triunfo. Su padre finge
admirarse con ella. El péndulo, en su manita, sigue girando.
13.-

-IV-

EL LINOTIPISTA

"Sin duda la había cruzado otras veces,


pero mi primer recuerdo nítido del paso
de la frontera a la ciudad, está aso-
ciado a aquella vez que fué por mi Ramiro,
uno de los linotipistas de la imprenta
de mi padre".

Sentada en la barra delantera de una bicicleta que


conduce un muchacho moreno y de aspecto agradable y franco, Estre-
lla descubre sobre la marcha los accesos a la ciudad desde la ca-
rretera de su casa. Cruzan los tesos, los mercadillos campesinos
de la entrada, las grandes murallas, las calles.
En la imprenta reina un suave clima de trabajo, de la-
boriosidad. Allí, Estrella descubre otra dimensión de su padre,
tras las cajas de aspecto medieval de las componedoras. Es un hom-
X bre abstraído y distante, enfrascado en folios y galeradas, que
apenas si se apercibe se su presencia.

"Era allí donde habitualmente trabajaba


mi padre. La imprenta era de mi madre.
La había comprado mi abuelo años antes de
su muerte. Ramiro trabajó allí, con su
padre, desde niño y mi padre volvió a
llevarle cuando la imprenta se abrió –
otra vez después de finalizada la guerra".

"Luego supe que mi padre trabajaba tam-


bién en el gran hospital de la ciudad.
No renunciaba totalmente a su carrera de
medicina, truncada por la guerra, e iba
allí, a las clases prácticas del hospital
clínico, a las que le permitían entrar –
gracias a que él atendía en su imprenta
las necesidades de trabajos de impresión
del hospital. Nunca supe cuales eran allí
sus funciones. Pero un dia pude desubrir
14.-

que, tras las grises paredes de aquel


edificio, él se hundía, sin por ello –
obtener nada a cambio, en un mundo de
dolor, que tal vez le era secretamente
familiar.

Ramiro lleva a Estrella por los pasillos del hospital.


El joven linotipista ba a entregar un gran paquete de
impresos a la admiministración del centro médico. En una gran encru-
cijada de pasillos, con bancos adosados a las paredes blancas, Ra-
miro dice a Estrella que se siente y le espere. La niña obedece.
Le atrae, en la gran escalinata de marmol, un extraño
y enorme cuadro que muestra el gabinete de un hombre de ciencia,
de mediana edad, sobre una mesa muy baja reposa el cuerpo de una
hermosa joven, cuyo rostro apacible tiene la palidez de la muerte.
El hombre del cuadro la mira ensimismado, mientras levanta un pico
del sudario y deja al descubierto los hermosos senos de la joven.

Estrella contempla intrigada, fascinada incluso el me-


lancólico lienzo, cuando algo atrae su atención en el corredor -
X del piso de arriba. Por el pasillo, un enfermero transporta una
camilla con un cuerpo humano cubierto por una sábana.Al llegar a
su altura, el enfermero se detiene:

-¿Qué haces, pequeña?

- Mi padre está aquí.....

- ¿Es médico?

- No sé.

- ¿Es un enfermo?

- No.

- ¿Cómo se llama?

- Agustín Arenas.

- Ah, si. Está en la cátedra, ahí


enfrente. Pero no se te ocurra en-
trar. Espérale aquí. ¿Lo prometes?
15.-

- Sí.

El enfermero se aleja. La puerta blanca que el enfermero le


ha indicado está entreabierta. Estrella no puede resistir la atracción
que le produce, y se acerca. A través de la rendija de la puerta ve
X una enorme sala de azulejos blancos. Al fondo, formando un corro al-
rededor de una mesa, hay un grupo de jovenes vestidos con batas blan-
cas que rodean a un anciano de aspecto noble, inclinado sobre un cuer-
X po humano, que solo se entrevee. Allí está, atento, Agustín, casi de -
espaldas a su hija. El viejo médico hace observaciones sobre los --
efectos de la muerte en un cuerpo sano. Describe las peculiaridades
del rigor mortis, los escasos y retardados efectos de descomposición.
Agustín se inclina, junto con los otros, a observar un detalle del –
cadaver. Por debajo de sus blancas cinturas, Estrella ve el brazo des-
nudo del cadaver: es un brazo joven, de piel tersa y blanca. Le in-
quieta y fascina el rojo color de las uñas pintadas de la mano de la
muerta.
Y oye una voz tras de sí: es Ramiro, que desde abajo, le
llama:
- Ven aquí, Estrellita. Si te ve te tu pa-
dre ahí, me reñirá.

De noche, en la casa, Estrella desnuda su brazo con temblor.


Agustín toma en sus manos una pequeña plumilla brillante, de acero,
y la hunde en un frasquito que contiene un líquido verde.

- No te dolerá, verás. Y podrás reirte


de la viruela.

- ¿Mata la viruela?

- A quienes no se ponen la vacuna, sí.

Julia observa como Agustín saca la plumilla impregnada de


líquido verde y la lleva al brazo de Estrella. El padre hace una cruz
sobre la piel. Brota la sangre. Estrella muerde los labios, pero
no suelta ni un solo quejido.

- Una niña valiente, dice Agustín.

- Papá, ¿qué se siente cuando se está muerto?


16.-

- Nada, hija, se duerme.

- He visto un cuadro en el hospital.

- Si, ya me dijo Ramiro que te llevó.


¿Te gustó?

- No lo sé. Tu que crees que la mujer del


cuadro está muerta o está dormida.

- Dormida, probablemente.

- No, no duerme. Se hace la muerta, disi-


mula.

- Por qué lo crees?

- Porque tiene miedo

- ¿De qué?

X - Del hombre que la vigila. Espera q que se


vaya para resucitar. Papá, ¿tú sabes
quien es ese hombre?

- No. pero me enteraré. Echaté ahora.

Estrella se tiende en la cama, mientras su padre toma


su brazo y le obliga a hacer flexiones por el codo.

X - Muevelo, que circule la sandre.

Estrella, sobre el lecho, cierra los ojos. Se hace


la muerta. Agustín limpia la herida de la vacuna con un algodón.

Ahora, noche profunda, Estrella duerme y sueña.


Sueña que se levanta de la cama y camina por el pasillo que
conduce al "despacho" de su padre. Mira por la cerradura: den-
tro están los dos personajes del extraño cuadro, en idéntica
posición que en el lienzo. La única diferencia es que, en esta
ocasión, el hombre del cuadro tiene en su mano el péndulo de su
padre y explora con él el cuerpo de la hermosa muerta. Bajo el
influjo del péndulo la joven se levanta, guiada por una fuerza
invisible. La joven, en pié, avanza hacia la puerta, No tiene
rasgos en el rostro. Estrella retrocede contra la pared y la
puerta se abre ante ella. El hermoso cuerpo, sin rostro, se di-
17.-

X rig●rige hacia ella. Una mano suya se apoya en el picaporte.


Entonces descubrimos que lleva las uñas pintadas de un rojo in-
tenso. Estrella, en su cama, llora agitadamente. Despierta.

Una mano enorme coje ahora su pequeña mano y le hace


estirar un dedo. Otra mano igual coje su otra mano y hace la –
misma operación. La mano grande lleva el dedo de Estrella hacia
una tecla negra donde se lee la letra E. luego, la misma opera-
ción sobre otra letra donde pone la letra S. Ramiro, sentado an-
te la linotipia, tiene entre sus piernas abiertas, el cuerpeci-
llo de la niña. Cada impulo del dedo de Estrella pone en marcha
un complejo mecanismo de poleas que conducen a la formación de
un plomo que se desprende de la máquina para ir a parar a un molde.

- Ahora la R, la E otra vez, ahora la


L, otra L y una A. !Y ya está!

En un rincón de la imprenta, su madre observa la escena


y sonríe.

Ramiro extrae el plomo y se lo enseña a la niña.

- Ese es tu nombre. Si pasas tinta por


el plomo, puedes ponerlo donde quieras.
"Ramiro veneraba a mi madre. Era para él
la hija del hombre que había alimentado
durante años a toda su familia y se cono-
cían desde niños. El la miraba con la ado-
ración de algo inalcanzable y tal vez tras
su mirada limpia había algo más que nunca
se atrevió a confesarle y que años después
se llevó a la tumba".

Una manita, sobre un papel, apoya el plomo y lo levanta.


En el papel, en grandes caracteres de imprenta, se ha estampado
el nombre de la niña. Un dedo de ella recorre la palabra. Se oye
su voz, que susurra.

- ES-TRE-LLA.
18.-

-V-
"Mi madre fué una de las maestras
represaliadas después de la guerra
civil. Ella me enseñó a leer y escri
bir....

En el cuarto de estar, Julia da lecciones de escritura a


Estrella. La niña, sentada ante la mesa, tiene una pluma en la mano
de su madre gula, con una mano cubriendo la de su hija, los despla-
zamientos de la pluma sobre el cuaderno de caligrafia. La madre de
suaves y pacientes instrucciones a la hija y, en un momento de su
clase, deja la mano de hija libre... que sigue escribiendo sola.

Es primavera.

Vemos a la madre, evocada por su hija, cosiendo a la luz


de la ventana, regando las flores del jardín, barnizado en el pa-
tio un viejo mueble, arrodillada ante un confesionario en la igle-
sia. en el interior de una librería comprando novelas y, en la no-
che, sentada junto a la cama de Estrella acostada.

En esta noche, Julia lee un poema a su hija. Es un poe-


ma escrito en una lengua dulce y extraña, su lengua gallega mater-
na. Los escos musicales de un hermoso poema de Rosalía de Castro,
adormecen a la niña.

-VI-

En el desván, bajo la claraboya, Estrella – pelo más lar-


go, recogido en coletas, un ligero cambio en los rasgos – con un
libro entre las rodillas, ve pasar las nubes otoñales.

"A medida que pasaba el tiempo, mi


madre pensó que yo vivía demasiado
aislada....
así que al regreso de unas vacacio-
nes decidió que estudiara en la ciu-
dad y me matriculó en un colegio de
monjas".
19.-

Julia preparó a su hija el uniforme del colegio, los


útiles escolares, la carterita de escuela, antes de que llegue al
gran dia de su incorporación.

Vestida con su flamante uniforme, ese dia llega.

Estrella, conmovida, busca a su padre en el cuarto de


baño, donde se está afeitando, para comunicarle que se va al cole-
gio.
El padre, fingiendo seriedad, da instrucciones a la niña, y
le dice confidencialmente casi con complicidad, escondiendo sus pa-
labras de los oidos de la madre:

- Cuidado con las monjas. Yo las conoz-


co. Son un poco brujas.

La madre llama a Estrella. Toda nerviosa, la niña corre


hacia la nueva aventura.

- "A pesar de que no era un hombre re-


ligioso, mi padre aceptó la decisión.
Creo que obraba así, porque yo era
una niña".

Madre e hija, carretera adelante, de la mano, se alejan


hacia la ciudad,

-VII-

Estrella hace un inventario íntimo de su geografía fami-


liar. Vemos con ella la casa gallega de sus bisabuelos, donde nacií.
Los familiares de la madre, los lugares donde transcurrió su primera
infancia. Evoca a su abuelo Antonio, el impresor, el fundador de la
imprenta donde su padre ahora se gana la vida y que murió en la car-
cel poco después de terminada la guerra civil.

"Los orígines de mi padre, en cambio,


fueron para mi en ese tiempo, un mis-
20.-

terio.... Nunca me hablaba de su fami-


lia...."

Mientras nos cuenta el misterio de los orígenes de su


padre, vemos a Agustín, lleno de vida, en su ajetreo cotidiano -
dentro de la casa. Vemos como se baña en una alberca helada como
cuida el huerto del corral trasero de la casa.

Y llega la nueva, el duro invierno de la meseta castella-


na. Julia habla a su hija del Sur:

- Allí casi nunca nieva.

- ¿No sabes qué es la nieve?

- Lo saben, pero muchos no la han visto


nunca.

- ¿Y por qué nosotros nunca vamos allí?

- Tu padre se fué muy joven...

- Por qué?

- Nunca se llevó bien con tu abuelo. Tu


padre hizo algo, no se que fué, que al
abuelo no le gustó. Tuvieron una pelea
muy grande.

Ayudado por su hija, Agustín va llenando poco a poco


de heno unos pantalones viejos, un corpiño, una ridícula chaque-
tilla, que poco a poco va tomando formas casi humanas. Es la fan-
tástica y teatral creación de un espantapájaros. Padre e hija le
dibujan los rasgos de la cara y bromean sobre su parecido.

- Había uno igualito que este en los breva-


les de una huerta que tenía mi padre, en
Carmona.

El rostro de Agustín se ha extravíado unos segundos en


el recuerdo y su hija capta la fuga.
21.-

"fué la primera vez que oí a mi padre


hablar de su tierra. Algo muy grave, que
no lograba aclarar, le hizo salir de --
ella, para no volver nunca".

-VIII-

El carámbano de hielo que cuelga de la veleta, se va desha-


ciendo. Desaparece. El aire es azul y luminoso. Otra vez la primave-
ra. Agustín se encarama en a higuera del patio y allí, sobre las ra-
mas altas, observado desde la claraboya del desvan por su hija, ins-
tala el espantapájaros.

A lo lejos se oye el motor dd un coche.

"Desde el sur, una tarde de mayo, la


víspera del dia de mi primera comunión,
llegaron dos mujeres..."

Un automovil, un viejo Citroen conducido por un hombre de


mediana edad, trae a dos mujeres de aspecto bien diverso. Una anciana
alta, de aspecto elegante y lejano. Y una mujer de mediana edad, gor-
da, bajita, rotunda y de aspecto extrovertido. Son Doña Rosario, la
madre de Agustín, y Milagros, la Tata, la eterna guardiana de la fa-
milia.
Estrella ve a venir el coche carretera adelante y las dos
mujeres que se bajan del automovil ante la casa. Y baja hacia el in-
terior.

- !Mamá, ya han llegado!

- A ver como te portas. ¿Y papá, donde


está?

- En la higuera.

La llegada de las dos mujeres rompe los esquemas y las


coordenadas de aquella apacible vida. La madre de Agustín y, sobre
todo, la criada, Milagros, actuan como un torbellino y llenan la ca-
sa de otros aires, otros acentos, otros sonidos.
22.-

Estrella, tras el recibimiento – la emoción de Agustín,


contenida y un poco amarga, ante el encuentro con su madre, y su
alegría casi contagiosa ante la presencia de Milagros – toma por
primera vez en su vida contacto material con el mundo de su padre,
con los protagonistas o testigos del misterio de su huida del Sur.

Milagros y Estrella intiman rapidamente. La niña lleva a


la mujer al cuarto de costura y la muestra su traje de primera co-
munión. La niña y la mujer no se separan. Es un acuerdo mutuo, una
amistad pura, originada en la arrolladora simpatía de la mujer, en
su inafable condición de niña grande.

Los dos dias que pasan ambas mujeres en "La Gaviota" corren
veloces, entre gozosos acontecimientos íntimos, al mismo tiempo peque-
ños e inabarcables para Estrella.

Y es Milagros la primera que abre el misterio del Sur a


los ojos abiertos de la niña.

- Tu padre no quiere ya asomarse nunca a


la casa donde nació.

- Ya lo sé.

- ¿Qué sabes tu, criatura?

En un lenguaje pintoresco, irresistible, Milagros cuenta


a la niña una de las inifinitas pequeñas tragedias derivadas de la
guerra civil: la enconada enemistad de un padre y un hijo por culpa
de sus ideas políticas contrarias, sembradas por la muerte y los --
campos de batalla. Las palabras de Milagros son, para Estrella, una
revelación: su primer contacto con una realidad que no alcanzaba, la
del país en que vive, la de una tragedia histórica sin precedentes,
que apenas entrevé. El lenguaje directo y contagioso de Milagros po-
ne a la niña en las huellas de la verdad sobre la tragedia personal
de su padre.
23.-

Este conocimiento surge el mismo dia de su gran fiesta


de primera comunión. Es la primera vez que Estrella ve a su pa-
dre en la gilesia. Algo diafano – lo que un poeta llamó la luz
de los domingos – hace de a2qel dia algo distinto de todos los -
que Estrella ha conocido. Y no solo por su comunión, sino por la
magnética presencia de esa pequeña mujer del sur.

"Milagros tenía una manera de ser distinta


de todo cuanto yo había conocido. Desde --
entonces, cuantas veces evocara el Sur, su
imagen aparecería ante mi, luminosa, inol-
vidable...."

Tras la comunión, Milagros viste a Estrella de andaluza.


Baila con ella por sevilanas. Se respira el aire de un milagro en
la fiesta, que reune por vez primera a las dos familias. Y las lá-
grimas asoman a los ojos de Estrella cuando despide, mientras el
coche se aleja por la carretera, a aquel fugaz aire del Sur que ha
psado por su vida.

-IX-

Una madrugada, meses más tarde, padre e hija salieron


juntos al campo de excursión. Remontaron cuestas de la carretera.
Salieron de ella por veredas misteriosas hasta parajes que a Es-
trella le parecieron remotos. Llegaron a una zona del rio no soña-
da por ella. Atravesaron el rio saltando de piedra en piedra.
Comieron a la sombra del – bosque. Descansaron y siguieron ascen-
diendo hacia la montaña. Al llegar la noche, levantaron la tienda
de campaña y junta a ella, con la hoguera encendida y la cena cre-
pitando contemplaron la puesta del sol, Y se hizo la noche,Las som-
bras amenazantes, al lado de su padre, eran confortables. Durmie-
ron juntos, muy cerca el uno del otro bajo el calorcillo de los –
sacos de dormir y las mantas. Y hablaron hasta dormirse, de cuando
él era niño, de la guerra .... y del misterio del Sur, que Agus-
tín evade con palabras suaves. Oyen ruidos misteriosos, el silbi-
do extraño de la lechuza. Los ecos del bosque.
Nunca olvidaría Estrella aquella experiencia de pleni-
tud.
24.-

Se sintió más cerca de su padre que en aquella noche en que él


le abrió la puerta a algunos misterios primordiales de la vida
y de la naturaleza.

-X-

"Creo que fué por aquellos dias


cuando descubrí que en la imagina-
ción de mi padre había otra mujer".

Una tarde de aquel invierno, al buscar en un cajón de


la mesa de trabajo de su padre, se encuentra un sobre ya usado,
en cuyo reverso, junto a un pequeño dibujo a lapiz del rostro de
una mujer, la mano de su padre ha escrito una y otra vez el mis-
mo nombre: Irenio Rios, Irene Rios...

¿Quién podía ser aquella mujer? El descubrimiento des-


pierta la curiosidad de la niñas
/, que indaga a su madre aquella
misma noche.

- Oye, mamá. ¿tú conoces a Irene


Rios?

- ¿Irene Rios? No ¿Es amiga tuya?

- No, bueno, todavía no. Es una ni-


ña nueva...

"Mentí por primera vez en mi vida. La


ignorancia de mi madre hizo crecer en mi
la sospecha de que detras de aquel nom-
bre mi padre guardaba algo que yo desco-
nocía... Un par de meses más tarde,
cuando yo casi lo había olvidado, ocu-
rrió algo extraordinario: comprobé que
Irene Rios existía de verdad".

Fué una tarde del invierno, a la salida del colegio....


al pasar, como de costumbre, ante la puerta del cine Arcadia y
25.-

pararse a ver -era todo un ritual de los niños- la cartelera de la


película que daban aquel día.

Se anunciaba en colores el estreno de una película es-


pañola titulada "Flor en la sombra". En el cartel anunciador figu-
raba en tercer lugar el de Irene Rios. Estrella sintió una emoción
ambigua ante el descubrimiento.

A la salida del colegio, todas las tardes, coincidiendo


con el comienzo de la sesión del cine Arcadia Estrelle vigila las
colas ante la taquilla, esperando descubrir a su padre en ellas. La
película no era tolerada para menores, así que a la niña le fué
imposible desubrir en vivo el rostro de aquella mujer.
Pero supo quién era, a través de las carteleras, en las
que quedaban fotografiadas dos mujeres, una de las cuales, morena
y de aspecto altivo y distante, fue identificada como Irene Rios –
por referencia al cartel dibujado, en el que ese nombre estaba ba-
jo el busto coloreado de una figura similar. Para cerciorarse, Es-
trella preguntó a la taquilla, quien le dijo un poco perpleja que,
en efecto, Irene Rios era "la mala".
Agustín, en efecto, una tarde llegó al Arcadia, compró
una entrada y, casi furtivamente, penetró en el cine. En el inte-
rior de la sale, casi vacía, Agustín contempló unas imágenes en
las que Irene Rios, en la cubierta de un trasatlántico, ella de
gran gala y su galań de smoking, tienen un duo de amor y de muerte.
El la mata, y ella, al final, reclinada sobre los brazos del galán,
se despide elegantemente del mundo. Cierra los ojos y expira.
Al terminar esta escena, Agustín se levanta. Sale del --
cine. En la calle, su hija, desde una esquina, le observa. Agustín
se dirige al café Oriental, que está en la otra esquina del cine,
al otro lado de donde su hija le mira. Entra en el local, se sienta
en una mesa y se pone a escribir. Es una carta, en efecto, a una –
mujer llamada Laura, que evidentemente es también Irene Rios. Una
carta amable y humorística, en la que trasluce un incontenible
y oculto sentido de nostalgia...
Estrella cruza la calle y se acerca a la ventana del ca-
fé Oriental. Pegada al cristal observa a su padre durante unos ins-
tantes, esperando a que él levante la cabeza para verla, pero él si-
26.-

gueensimismado sobre el papel en el que escribe.


Finalmente. Estrella golpea el cristal con los nudi-
llos; Agustín alza la cabeza sobresaltado, como el niño a quien
han pillado haciendo una trastada. Pero al ver a su hija sonrie.
Estrella le devuelve la sonrisa.

"Nunca olvidaré la cara de mi padre cuando


levantó los ojos de las cuartillas y me vió
al otro lado del cristal....
Ahora puedo comprender su reacción, pero –
entonces fuí incapaz de darme cuenta..."

Ahora es ya otro dia. En la mañana, Agustín está sen-


tado en el mismo sitio que su hija la descubrió. Un hombre afina
el piano del local. A Agustín le sirven un café y, cuando queda
solo, extrae del bolsillo una carta...

"Tardaría siete años -dice la voz interior


de Estrella- no solo en descubrir el nom-
bre de quien iba dirigida la carta y la –
respuesta que mi padre obtuvo de ella, si-
no también el motivo de la íntima turba-
ción de mi padre aquella tarde lejana.."

Agustín lee la carta. Es una contestación de la mujer


llamada Laura, a quien él escribió. Agustín evoca el rostro de
Laura, mientras escribe estas palabras que ahora lee Agustín:
es, en efecto, el rostro de Irene Rios, algo envejecida, hermo-
sa y siempre distante.

Laura habla con Agustín de los tiempos pasados, de su


juventud juntos en Carmona, de su vida durante los años que no
se han visto. Le anuncia que ya no se dedica al cine, que Ire-
ne Rios ha muerto.

Del rostro de Laura volvemos al de Agustín. Se diría


que están frente a frente mirándose.
Sin embargo Agustín está solo, el el vacío café de
27.-

la mañana.

-XI-

"Un dia de abril, a través del teléfono,


llegó hasta nosotros la voz angustiada
de la abuela Rosario. Don Pedro, su mari-
do, se moría. Aquel abuelo terrible que
nunca llegué a conocer, agonizaba en un –
hospital de Sevilla, y pedia ver a su hi-
jo. Y mi padre, después de dieciocho años
de ausencia, volvió al Sur".

Desde su cuarto, a través de la ventana, Estrella ve a su


padre marchar. Un taxi le espera. El automovil se aleja, carretera
adelante.
"Demasiado tarde. El abuel murió a media-
noche sin haber logrado ver a su hijo".

En la noche, bajo la lluvia, los faros de un coche se acer-


can. Dentro de él, en la parte trasera de otro taxi, van Agustín, Ju-
lia y Estrella, camino de su casa. Agustín lleva una corbata negra,
como único signo de luto. Y dice:
- No pudimos hablarnos. Cuando llegué ya
estaba muerto.
Casi no era él. Le habían puesto su há-
bito de nazareno.

Es casi un monólogo, solo interrumpido por el ruido rítmi-


co del limpia parabrisas, abriendo su semicircunferencia en el cris-
tal batido por la lluvia. El rostro de Agustín, en la penumbra,
acentúa su expresión ensimismada y ausente.

"A raiz de aquel viaje, mi padre cambió.


Ya nunca volvió a ser el mismo. Algo muy
grave, que yo no lograba entender, le ha-
bía vuelto a suceder, una vez más, en el
Sur".
28.-

La niña apoya su cara en el regazo de su padre.

-XII-

Aquel hombre, omnipresente en la vida familiar, comen-


zó un dia a ausentarse intimamente de todo.

Mediodía. La mesa, en el comedor, servida y con tres


cubiertos. Solo Estrella y Julia estan frente a los suyos. El si-
tio de Agustín, está vacío.

- Anda, come -dice la madre-

- ¿Y papá, no viene a comer?

- Ya vendrá, si le da la gana.

En el rostro de la madre hay un rictus de preocupación.

Cuatro de la tarde. Un taxi se detiene frente a la casa.


Llega Agustín. Llueve a cántaros. Cubriéndose la cabeza con la --
gabardina, el hombre atraviesa el patio y entra en la casa. Viene
ostensiblemente borracho y trae un bulto bajo la gabardina.Es un
cachorro de perro.
Padre e hija sonrien.
A la mañana siguiente. Estrella bautiza al perro. De un
montón de botellas de coñac vacías, Estrella saca una y la llena
de agua en el grifo del lavadero. Coge el perro contra su pecho
y le derrama agua sobre la cabeza.

- Yo te bautizo, Simbad, en el nombre del Padre,


del Hijo y del Espíritu Santo

Por la noche, apenas dormida, Estrella es desvelada por


una sorda conversación de sus padres, que atraviesa los muros de
la casa.

- Julia, escúchame....

- !No quiero saber nada! !No quiero que me


cuentas nada!. Si quieres hablar
con ella, hazlo, pero a mi no me lo
29.-

digas. !No quiero que me digas nada!

- Te equivocas, Julia.

Los pasos de su padre se alejan. Después, silencio.


Hay una luz de alarma en los ojos de la niña.

"Cierta idea que hasta entonces había


tenido de mi padre, comenzó a cambiar.
Fué como abrir los ojos y descubrir que
nada sabía de él

-XIII-
En el cuarto de costura, madre e hija deshacen juntas
una madeja de lana.

-Mamá, ¿qué le pasa a papá?

- ¿Por qué lo preguntas?

- Está muy raro, me riñe por cualquier


cosa. ¿No lo has notado?.

- Si, me he dado cuenta. Pero no se qué


puede ser.

- Es desde que volvió de Sevilla.

- Debe ser la muerte del abuelo.

- Pero si él no quería al abuelo.

- No digas eso, ¿Tu que puedes saber


de eso?

- Claro que lo se !y tú también!

Un gesto de furia asoma al rostro infantil. La niña


tira al suelo la madeja y sale corriendo del cuarto. Julia, aban-
donada, a punto de llorar, mira la madeja arrojada.
30.-

-XIV-

A la luz de una vela, Estrella extrae de un libro un


trozo de periódico recortado. Es el anuncio de una película.:
“Flor en la sombra”. Una frase de propaganda o ¿Qué se escondía
de trás de aquella pasión irresistible? Y un nombre Irene Rios.
Estrella quema el papel. Ve el fuego como abrasa la efigie de
una mujer morena y distante. Los ojos de la niña miran hipnoti-
zados las llamas.

-XV-

Es noche alta. Las luces de la casa se encienden. Ju-


lia llega hasta la habitación de su hija. Parece enloquecida. La
niña se despierta. La madre abraza a la hija y estalla en sollo-
zos:

-Se ha ido, papá se ha ido....

"en el abraz0 de mi madre percibí aquella


noche un miedo muy grande. Era la primera
vez que papá se iba de casa sin decir nada
a nadie".

Los andenes de la vieja y destartalada estación de


ferrocarril están casi desiertos. Apenas si hay luz. Las vias
emergen de la penumbra, quedan momentaneamente iluminadas bajo
la marquesina de hierro y cristal y se hunden de nuevo en las –
tinieblas.

Agustín entra en el vestíbulo de la estación. No lleva


equipaje alguno. Su rostro está tenso. Golpea con los nudillos
una taquilla. De dentro le contestan: "Está cerrada, caballero".
Agustín sale a los andenes, tras informarse de que el primer tren
a Madrid llegará varias horas después. Al fondo del andén ve un
pequeño edificio donde hay un cartel: Hotel Terminus.

Un astroso vagabundo le sale al paso, cuando se sienta


en uno de los bancos de la estación. Comparte con él un cigarri-
llo y los tragos de una sucia botella que el vagabundo se saca
de su viejo capote raido.
31.-

A la luz de la lamparita de la mesilla de una de las ha-


bitaciones del hotel, Agustín con la gabardina aún puesta, escribe:
"Querida Julia". Incapaz de añadir una sola palabra más, arruga el
papel con su mano y lo tira a un rincón de la triste y desolada ha-
bitación.

Julia, en su casa, con las manos entrelazadas bajo la bar-


billa mira al vacío, espera. Estrella junto a ella, duerme con el
cachorro Simbad entre los brazos.

En la habitación del Hotel Terminus, Agustín se ha echado


vestido sobre la cama, boca arriba. En la penumbra, la punta de su
cigarrillo se ilumina ritmicamente, De los andanes llega el ruido de
una vieja locomotora de vapor. El cigarrillo vuelve a iluminarse so-
bre su cara.

Agustín duerme dos horas más tarde. La luz del amanecer


entra por la angosta ventana del cuarto. Alguien golpea con los nudi-
llos en la puerto: "Es la hora, señor..." Agustín abre los ojos, pe-
ro sigue inmóvil.

Julia, Estrella y Simbad duermen en la misma cama.


Del andén le llega a Agustín el ruido chirriante de un
tren que parte. Se incorpora de repente en un solo impulso y salta
hacia la ventana. El tren, su tren, va abandonando poco a poco el
anden y se sumerge en la penumbra lechosa del amanecer. El rostro
del hombre, sin afeitar, con los ojos enrojecidos, es casi trágico.
Recoge su gabardina y sus cigarrillos del suelo y se sienta en la –
cama. Levanta la cabeza y se topa con su mirada, que le observa
con enorme tristeza, desde el otro lado del espejo del armario.
Ya ha salido el sol cuando Agustín, furtivamente, entra por
la puerta trasera en la Gaviota, María, la criada, ya levantada, le
ve llegar. Agustín entra en el cuarto de baño. Estrela le ha oido
y sale de la habitación con Simbad en la mano. La criada le hace
señas de donde está. Estrella oye apoyando su oido sobre la puerta
del baño. Y vuelve a la habitación. Se echa junto a su madre y le
despierta:
- Mamá, mamá. Papá ha vuelto.
32.-

-XVI-

"Una mañana de finales de abril de


aquel año, cuando Ramiro fué a abrir, co-
mo de costumbre -era él siempre quien lo
hacía- la imprenta, no prestó atención a
un coche oscuro que, aparcado no lejos de
allí, vigilaba la entrada del taller".

Cuando, una hora más tarde. Agustín llega a la imprenta,


el coche oscuro está aparcando ante ella. Hay un hombre al volante y,
a través de las cristaleras del taller, otros dos, dentro, registran
meticulosamente las planchas.

Agustín en un movimiento instintivo sigue de largo y lle-


ga hasta un bar cercano, desde donde observa todo. Allí hay un telé-
fono y llama.
Julia, al otro lado del hilo, percibe pronto tensión y ur-
gencia en las palabras de su marido. La criada y Estrella, que desa-
yunan, antes de que Estrella vaya al colegio, vuelven la cabeza alar-
madas por el tono de voz de Julia.

- Julia, ayer llevé un paquete y le colo-


que en la alacena de la entrada. No me
preguntes nada, ve a ver si sigue allí.

Julia lo comprueba y vuelve al teléfono.

- Sí, ahí está. ¿Qué es?

- No me lo preguntes. No lo sé. Ramiro


me pidió que se lo guardase. Ahora es-
cúchame bien. Coge ese paquete, lleva-
ló al horno del tejer y quémalo. No de-
jes ni rastro.

- ¿Que pasa, Agustín?

- La policía está registrando en la im-


prenta. Están buscando planchas y tal
vez encuentren algo...
33.-

-¿Qué pueden encontrar?

- No lo sé bien, Julia. Pero Ramiro me


pidió la semana pasada horas extras
e intuyo para qué lo hizo.

- !Dios mio!

- Ahora voy a entrar en la imprenta.


Seguro que irán a registrar ahí. Da-
te prisa

Con un gesto de autodominio Julia se dirige hacia la


cocina, donde están la criada y Estrella:

- María -rordena a la criada- vaya a


la tiende de ultramarinos y compro to-
do lo que le dije anoche.

- ¿No es pronto, señora? Aún no ne ter-


minado de hacer el desayundo para la –
niña.

- Yo lo terminaré. !Vaya, le digo!

La criada sale de la casa y solo vuando la cancela de la


puerta ha sonado, Julia se moviliza. Coge a su hija, con tensión
y cariño, por ambos lados de la cara, y ñe dice:

- Estrella, hija mia. Ve al huerto, co-


ge la carretilla y una azada y ponlas
delante de la puerta. Anda, date pri-
sa.

Julia corre a abrir la alacena que su marido le indicó.


Allí en efecto, hay un gran paquete atado con cuerdas.
En la ciudad, Agustín sale del bar donde acaba de llamar
por teléfono. Respira hondo y camina calle adelante hacia la im-
prenta.
34.-

ante la mirada inexpresiva del conductor del coche aparcado


ante la puerta. Un hombre le espera en la entrada.

- ¿Es usted el dueño de este estableci-


miento?

En la mano del hombre hay unos papeles impresos.


Agustín ve al fondo a Ramiro, rodeado de dos policías de pai-
sano, que le mira serio, hondo, triste.

- Si, yo soy – contesta Agustín.

Julia con una navaja, rompe las cuerdas que rodean


el paquete. Su peso es enorme y casi no puede arrastrarlo, por
lo que decide llevar el contenido a la carretilla poco a poco,
a brazadas. Son hojas de tamaño cuartilla, escritas a impren-
ta. No se detiene a leerlas. Va llenando apresuradamente la --
carretilla ante la mirada tensa y asustada de Estrella.
Después, con una manta, tapa el cajón de la carreti-
lla lleno y echa la azada encima de la manta. Julia, seguida
de Estrella, sale de la casa, llevando la carretilla, atravie-
sa la carretera y entra en un descampado. Al fondo de este hay
un montículo negruzco, de cuyo picacho sale humo: es un horno de
tejas, encendido. Julia detiene la carretilla junto a un –
montón de tierra que hay adosado a uno de los laterales del –
pequeño montículo. Toma la azada y cava en él. Pronto aparece
n boquete negro, que despide calor y deja ver llamas al fondo.
Por el agujero, febrilmente, la mujer va echando puñados de
papeles. El sudor la invade.
En la cocina, Julia y Estrella, fingiendo tranqui-
lidad, desayunan, cuando fuera se oye el motor de un coche.
Julia sale a la puerta y, tras ella, Estrella, casi escondida
en sus faldas. Se bajan tres hombres del coche. En medio, con
las manos esposadas, está Agustín. Los hierros brillantes que
atan las manos de su padre, estremecen a Estrella. Junto a
coche, boquiabierta, aparece la criada, con un cestillo de
la compra lleno.
Julia abre la puerta a los policías, que entran
35.-

en la casa y se disponen a registrar. Llama a la criada y le


dice que lleve a la niña al colegio. Estrella, de la mano de
la muchacha, se aleja de la casa. Vuelve la cabeza de cuando
en cuando, intentando descubrir qué estará ocurriendo ahora
tras las paredes de su casa.
Cuando entra en la clase. Estrella cree que todas
las miradas convergen sobre ella. Y luegom más tarde, sola, se
encierra en el baño del colegio, y de su pecho saca un papel
de tamaño de una cuartilla, como los que su madre había quema-
do. Mira a un lado y a otro, y lee, susurrando:

-Vi...va...el...primero...de.....ma...
yo.

La niña mira al frente sin comprender. Hace pedazos


el papel y tira del agua de la taza del retrete, que se traga
el extraño mensaje.
Es extraña para Estrella la vida en la Gaviota sin
la presencia de su padre. Algo flota, una ausencia, mientras
su madre mira con la mirada perdida, a través de una ventana,
hacia el campo. Julia llora, silenciosamente.

"Tardé algun tiempo en saber que mi


madre no estaba llorando por mi padre aque-
lla tarde. Primero fueron rumores, luego
voces dichas de paso en una esquina, casi –
sin detenerse, luego un si con la cabeza,
triste, lento. Ramiro, el buen Ramiro, ha-
bía muerto".

La puerta de la verja del jardín se abre y, pálido


y demacrado aparece Agustín, con barba de varios dias. Entra
en ña casa. Se cruza con su mujer. Ella acude a apoyarse en
su hombro. perp él se detiene solo un instante y sigue su ca-
mino hacia el despacho, donde taciturno, hundido, se encierra.

"Se había tirado de cabeza por la ven-


tana de la sala de interrogatorios, después
de tres dias y tres noches. Fué de madruga-
36.-

da. No le sacaron ni una sola palabra.


Nadie pudo acusar a mi padre de nada, pero
ahora se que la muerte de Ramiro gravitó –
sobre él, voló como un cuervo sobre su pre-
sa y solo le dió cuando salió de la carcel,
una libertad aparente".

-XVII-

"Aquel verano nos quedamos sin salir de


la casa y pasamos en ella las vacaciones..."

Domingo, 2 de Julio de 1.950. Primeras horas de la


tarde. Una ola de calor sofocante invade España. En Corea se
ha declarado la guerra, pero la atención de los españoles está
en Rio de Janeiro, en el Estadio de Maracaná, donde las seleccio-
nes de futbol de España e Inglaterra se van a enfrentar en un
partido decisivo del campeonato del mundo de Brasil.
En los alrededores de la Gaviota, asolados por el –
calor, no hay ni un solo síntoma de vida, ni una brisa se mue-
ve.
En la alberca de detrás de la casa, Estrella se zam-
bulle una y otra vez. Simbad dormita. En la penumbra del salón,
Agustín, en pijama, sin afeitar, duerma la siesta tumbado en
un butacón. Tiene un pié escayolado, que reposa sobre un cojín
instalado frente a él en un taburete. Julia duerme en su habi-
tación.

Estrella sale del agua y entra en la casa. Ve a su


padre dormido. Se acerca a él. Pone en su oido, en broma, una
vieja caracola marina. El sigue durmiendo. Entonces escurre
sus cabellos empapados sobre el rostro del hombre. La niña son-
ríe. El entreabre los ojos y mira a su hija inexpresivamente,
secamente, como si saliera de las brumas de una borrachera in-
hóspita. La sonrisa se hiela en los labios de Estrella.
37.-

Estrella, ya vestida, sale corriendo de la casa,


agarra una pequeña bicicleta y monta en ella, hacia la carretera,
hacia la ciudad.

"Recuerdo muy bien esos dias porque


fué entonces cuando me compraron la pri-
mera bicicleta y pude, así, por fin, atra
vesar a mi antojo, yo sola, la Frontera".

Pasa Estrella ante una casa, al lado de la carretera,


y hace sonar el timbre de la bicicleta. Una niña aparece con otra
bicicleta y se una a Estrella carretera adelante. En un cruce se
les añaden otra niña y otro niño que les están esperando. Los cua-
tro marchan hacia la ciudad.

A causa del calor y de la retransmisión del partido


de futbol, las calles están desiertas. En casas, bares, terra-
zas, apiñados alrededor de aparatos de radios, la gente oye en
silencio una lejana y conocida voz que, desde el otro lado del –
mundo, relata con velozmente una centinela de nombres míticos.
Este relato es un sonido de fondo, casi un murmullo, unas veces
lejano y otras cercano, durante toda la travesía por la ciudad
de los cuatro niños.

Las bicicletas están apoyadas en un banco de la pla-


ceta.
Sentados en el bordillo de la acerca, Estrella y sus
amigos comen un helado. En la acera de enfrente, un cartelista
arranca viejos carteles de películas, superpuestos uno sobre
otro, para dejar hueco en el que poner uno nuevo. Pasan ante la
mirada de Estrella rostros de actores y actrices muy conocidos,
fragmentos de títulos, un ojo de Humphrey Bogart, la mitad de
la cara de Henry Fonda. Estrella busca algo, un título, un ros-
tro que no llega: Irene Rios y "Flor en la sombra".
En ese instante una canción general inunda las calles:
!Gooool!.... brota de los aparatos de radio y se transmite como
un eco a miles de voces, a traves de las ventanas, de puertas,
38.-

mientras en las aceras hay gente que sale haciendo extraños ges-
tos de alborozo, agitando las manos extendidas y brincando.

Ante los ojos de Estrella, solo el cartelista ha per-


manecido impasible ante aquella conmoción general, mientras --
acaba de dar los últimos toques a un nuevo cartel flamante, en
el que miran a Estrella los ojos verdes de una mujer llamada
"Laura" Gene Tierney.

-XVIII-

Estrella entra con su bicicleta en el patio de la


Gaviota. Dentro suena la máquina de coser. Agustín sobre una –
tumbona, en la terraza, dormita junto a un libro y una botella
de ginebra a medio terminar. Agustín tiene en su mano el péndu-
lo de radiestesista. A sus espaldas, Estrella le observa. El pén-
dulo, inerte, no gira. Agustín mira ensimismado las inutiles os-
cilaciones, recoge bruscamente el péndulo y lo guarda en una ca-
jita de laca negra. Luego se inclina hacia la botella de gine-
bra, echa liquido en un vaso y lo bebe de un trago. Cierra los
ojos. Estrella, a espaldas de su padre, retrocede.

En la planta baja, Julia cose a máquina. De algún


rincón de la casa llega el sonido de un serial radiofónico: el
apasionado y rocambolesco diálogo de amor de un hombre y una mu-
jer.

En la cocina, mientras se prepara la merienda, Maria,


la criada, oye, absorbe el serial, hundida sobre la mesa de plan
cha. Fuera, el calor y el silencio, solo roto por la radio letó-
nica y el runrun de la maquina de coser de Julia.

En la terraza, Agustín tiene ahora su escopeta de ca-


za en la mano, desmontada. Con la ayuda de una banqueta, limpia
el cañón. Desde abajo llegan, pálidos, los ecos del serial radio-
fónico y la máquina de coser.

En la cocina, el melodrama está llegando a su punto


de máxima tensión. Estrella y María están espectantes. El ruido
39.-

de la máquina de coser de Julia se interrumpe un instante.

En la terraza, Agustín acaba de terminar el montaje


de la escopeta y la deposita a su lado, junto a la tumbona.
Bebe otro trago de ginebra mientras su mirada se fija en el viejo
espantapájaros que asoma sobre la copa de la higuera. El viejo --
fantoche de trapo y paja parece mirarle irónicamente.. Agustín son-
ríe -y hay un deje amargo en su gesto- cuando descubre que varios
gorriones están enmarcados en el espantapájaros.

De pronto suena un disparo. Julia, sobresaltada, salta


de la máquina de coser y sae corriendo. María, en la cocina, baja
el volumen de la radio, y escucha tensa. Julia sube velozmente --
las escaleras, hacia la terraza, abre la puerta, y mira:

Agustín sigue sentado, un poco de perfil, y sostiene –


entre sus manos la escopeta. Al oir a Julia, se vuelve. Sus mira-
das se encuentran. En los ojos de la mujer hay una pregunta angus-
tiada, un hondo reproche, y una sospecha. Agustín no puede soste-
ner esa mirada interrogativa y desvia la suya hacia la copa de
la higuera.

Allí, sobre las últimas ramas, el espantapájaros está


despanzurrado por el impacto y aun humea.

-XIX-

"Una tarde, no recuerdo ahora el


motivo concreto, ahogada por el ambiente
que se respiraba en mi casa, quise protes-
tar a mi manera y me escondí debajo de una
cama, dispuesta a no salir de allí".

El espacio que hay bajo la cama está iluminado por una


luz lateral procedente de una ventana. Otra luz lateral, proceden-
te del otro lado, proviene de una puerta que se abre de vez en --
cuando e ilumina igualmente el ámbito situado bajo la cama, donde
Estrella, echada boca abajo, se esconde.
40.-

A su escondite llegan los ruidos más o menos cercanos,


de la búsqueda de la niña. Voces de la madre y de María: "!Estre-
llaaa!". Fuera y dentro de la casa. Los pasos de su padre, ran-
queante aún, con su garrota que avanzan por el pasillo y llegan –
hasta el despacho, situado sobre la habitación donde Estrella se
ha escondido. Allí se detienen.

La puerta lateral que se abre y aparecen los pies de


Maria y de Julia, que la buscan. Y Estrella, que se recoge hacia
el fondo en la penumbra, conteniendo el aliento. Es un crescendo
de voces, ruidos e imágenes, sostenido e hilado por el rostro de
Estrella, de bruces contra el suelo. Y es Simbad, el cachorro, -
quien la descubre, y se queda con ella.

"al echarme en falta, mi madre y


María empezaron a buscarme por todas par-
tes. Desde mi escondite yo las desafiaba
con mi silencio, sintiendo que sus idas
y venidas se hacían cada vez más nervio-
sas. Poco a poco fué llegando la noche".

En su despacho, sentado junto a la ventana, de espaldas,


Agustín sigue desde lejos las incidencias de la búsqueda de su hi-
ja. De cuando en cuando, siempre con la misma cadencia, sostenien-
do su garrota con los dedos, la deja caer suavemente sobre el sue-
lo. La punta de goma del bastón rebota en los maderos del piso y
vuelve a caer, por su propia inercia. Se producen así, sobre el
suelo del despacho de Agustín y sobre el techo de la habitación –
donde Estrella está escondida, una especie de ruidos que recuerdan
al "morse", un alfabeto sonoro e indescifrable, que solo padre e
hija parecen poseer. Los ecos del ruido del bastón del padre vibran
sobre el techo del cuarto donde está Estrella.

"Yo sabía que mi padre estaba en


casa. Esperé a que me llamara, o me bus-
cara, porque él sabía donde estaba yo,
pero no lo hizo. A mi silencio respondió
con el suyo y comprendí que seguia mi
41.-

juego y aceptaba ki reto, para demos-


trarme que su dolor era mucho más gran-
de que el mio".

Vencida, agotada por el cansancio, ya de noche, Estre-


lla deja escapar a Simbad, que tiene hambre. Oculta su rostro en-
tre los brazos y rompe a llorar. Es así como Julia, guiada por --
Simbad, la descubre. Julia se agacha junto a la cama y mira a su
hija.

- ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás llorando?

- !Me gusta llorar!

Y Estrella, sin salir debajo de la cama, sigue llorando,


inmovil, como si deseara quedarse allí para siempre. El rostro
alarmado de su madre, intuye algo, sin entender del todo.

"Creo que fué aquella noche, cuando


por primera vez en mi vida me sentí to-
talmente sola".

-XX-

Por la carretera, recta, franqueada por una doble hile-


ra de grandes árboles, cuyas ramas se unen en la cima formando una
bóveda vegetal, Estrella marcha en direccion a la ciudad montada
en su pequeña bicicleta.
Pedalea rápidamente, como si escapara de algo, con la
leve torpeza de una niña de ocho años. Simbad, el cachorrillo, la
sigue con sus agudos ladridos inexpertos. Luego, el animalito, ja-
deando, se queda parado, mirando al frente y vuelve sobre sus pasos
hacia la casa. Estrella se aleja poco a poco... hasta convertirse
en un punto lejano.

"Empecé a desear con todas mis fuer-


zas, crecer y crecer, hacerme mayor de –
repente, poder huir de allí".
42.-

La misma imagen: la carretera recta franqueada por gran-


des árboles cuyas ramas se unen en la cima formando una cupula.
Pero no es, como antes, una cúpula verde. No es ya verano, sino –
otro tiempo. Las hojas tienen ahora el dorado del otoño.

Lejos, al fondo de la carretera, surge un punto. Es al-


guien que viene hacia nosotros en una bicicleta.

Es una muchacha muy joven, de unos quince años de edad.


Tras de nosotros se oye el vigoroso ladrido de un perro adulto. Un
hermoso perro corre hacia la muchacha, que hace sonar el timbre de
su bicileta, saludando al animal, que da saltos al compas de ella,
mientras avanza.

Son Estrella y Simbad, siete años más tarde.

"No se hizo el milagro. Crecí


más o menos como todo el mundo, acostrumbran-
dome a estar sola y a no pensar demasiado en
la felicidad".

Reconocemos en la Estrella de quince años a la niña que


fué. Se baja de la bicicleta y se dispone a entrar en la casa. En
la entrada de esta, dos de los mosaicos que componían el nombre de
la Gaviota, están rotos. Estrella abre el buzón del correo y recoge
la correspondencia. Entre las cartas hay una que retiene su atención.
Viene dirigida a ella y procede de Carmona, Sevilla. Es de Milagros.
Seguida por Simbad, entra en la ´Gaviota. En el patio de la casa ob-
servamos síntomas de abandono. El jardín está sin cuidar, los arbus-
tos secos o abatidos. Yerbas crecen entre las grietas de las losas
del patio.

Estrella abre la carta, se sienta en el viejo columpio


de su infancia, bajo la higuera y avidamente la lee.

La voz de Milagros es, aun en letras, el eco de ese Sur


misterioso que de cuando en cuando asalta la vida de Estrella. Mi-
lagros en su carta, apenas si dice cosas concretas, pero su tono
es una llamada para Estrella.
43.-

Estrella, después de haber leido la carta, entra en


la casa. Todo, también dentro, está cambiado, deteriorado por un
imperceptible abandono. En la vieja cocina hay una mujer. Es otra
criada, que aquella María de la infancia. Se llama Casilda y la –
vimos ya en la primera escena de la película, donde esta historia
retrospectiva arranca.

La niña y la sirvienta hablan de un cartelito puesto


en la entrada, en el que hay una estrella dibujada y un "te quie-
ro" debajo. No es, por lo visto, la primera vez que aparece por
allí una pintada de esta especie. Ambas saben quien es su autor
y hablan solapadamente de ello.

En otro lugar de la casa, Julia, más vieja, delgada,


con pérdida de luz en sus grandes ojos, convalece echada en la
cama de una enfermedad. Estrella entra a ver a su madre. Las dos
mantienen una conversación distante, trivial, como si Estrella
estuviera muy lejos de todo cuanto ocurre en la casa, desintere-
sada de ella. Hay una ligera alusión a su padre:

JULIA.- No esperes a tu padre. Vendrá


tarde.

Abajo, en el salón, Casilda ha cogido el teléfono.


Un amigo -ambas saben quien es- quiere hablar con Estrella. Pe-
ro esta obliga a la sirvienta a decir que no está en casa. Y sa-
le fuera, mientras Casilda despacha al muchacho.

-XXI-

En un punto de la tapia de la Gaviota alguien ha tra-


zado con tiza blanca una estrella y junto a ella ha escrito: "Te
quiero".
Agustín, el padre de Estrella, a la entrada del edifi-
cio, con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones
de pana, contempla el grafiti sin inmutarse.

Vemos a Agustín siete años más viejo. Este paso del


44.-

tiempo que ha hecho crecer a su hija y ha templado a su mujer,


en él ha tenido un efecto más devastador. Está mucho más viejo,
tal como le vimos al comienzo, viste descuidadamente y se diría
que el abandono general que destila su casa es una emanación de él.

Agustín sigue caminando hacia la casa.

Estrella, que acaba de atildarse en el cuarto de baño,


baja las escaleras y en ellas se cruza con su padre. Por las pa-
labras que se cruzan padre e hija, por la índole misma del encuen-
tro, se diría que se trata casu de dos desconocidos. Tan leve es
su encuentro, tan trivial y superficial, que contrasta cin el calor
tierno de sus encuentros años antes. Una mirada triste y sin alma
asoma en los ojos de Agustín viendo como su hija sale alegremente
de la casa, coge la bicicleta tras haber puesto sus libros de es-
tudios en el soporte, y se va, carretera adelante, hacia la ciudad.

-XXII-

En la carretera, Estrella pedalea con su bici bajo ella.


En una encrucijada, un chico también en bicicleta se añade a su --
carrera.

- Hola, Estrella...

- Hola, Miguel...

Entran pedaleando en sus bicis en la ciudad. Unas compa-


ñeras de clase que caminan por la acera, les observan y murmuran de
Estrella. No les gusta a estas chicas el éxito de su compañera con
los muchachos, su rara desenvoltura, su capacidad para enamorar sin
comprometerse con ellos, como si tuviera un consumado arte en man-
tener intacta la parte más honda de sus sentimientos, que no aflo-
ran y quedan guardados de todo asalto exterior.

La manótona vida de los estudiantes del Instituto pasa


por la vida de Estrella también, en cierta manera, resbalándola.
Se diría que algunas circunstancias de su vida han dado a esta mu-
chacha una fuerte piel, para que todo circule a su alrededor, sin
penetrar demasiado en élla. Signos de hermatismo, que pueden ser
45.-

un síntoma de ternura no consumada, de percepción de la propia


fragilidad profunda de su situación emocional.

"Por las tardes, a la salida de


clase, me gustaba mucho andar sola, sin
prisas, por las calles de la ciuddd".

Atardece en la ciudad. Hay signos de ella de un cambio


en estos siste años: nuevas músicas ambientales procedentes de
los todadiscos de los bares, otro aire en los vestidos de las --
gentes, otros rostros de otros actores en las carteleras del cine
Arcadia,

"Nunca llegué a olvidar a Irene Rios..


.. Seguí buscándola en las carteleras de
los cines, pero jamás volví a encontrarla.
Era como si de repente se la hubiera tra-
gado la tierra".

Estrella entra en una iglesia y cerca de la pila de agua


bendita, un muchacho delgado serio, muy distinto del que la acom-
pañó en bicicleta, se acerca a ella y le ofrece en sus dedos moja-
dos el agua de la pila. En silencio, mirándose ambos fíjamente,
Estrella acepta el ofrecimiento. Estrella sale. El muchacho se que-
da mirándola fíjamente mientras se aleja.

Estrella llega caminando hasta el rio, pero en lugar


de pasar por el puente, baja hasta la ribera, donde dos muchachos,
subidos en una barca, parecen esperarla. Estrella sube en la bar-
ca. Los chicos cogen los remos y cruzan a Estrella el rio, deján-
dola en la otra orilla.

Estrella sube otra vez a las calles de la ciudad y en-


tra en el viejo edificio de la academia Goya, de artes y oficios,
donde recibe clases de dibujo.

Un viejo pintor, heteróclito y con pinta bohemia, re-


genta la academia. El hombre va dando instrucciones uno por uno a
46.-

sus alumnos. Uno de estos cruza intensas miradas con Estrella.

Ya es de noche cuando en el parque de la ciudad, Es-


trella y el muchacho de la academia, en la semipenumbra, se mi-
ran. El muchacho cierra los ojos y se inclina sobre el rostro de
Estrella, besándola en los labios suavemente. Los ojos de Estre-
lla, mientras esto ocurre, permanecen siempre abiertos. El mucha-
cho se desespera por la distancia y la frialdad de su amiga. Sue-
na un trueno, más tarde la luz de un relámpago y otro trueno más
cercano. Rompe a llover torrencialmente.

El muchacho cubre a Estrella con su gabardina y esta


echa a correr con la prenda de su amigo puesta, bajo la lluvia
torrencial.

-XXIII-

Por la carretera, todavía lloviendo y todavía cubierta


con la gabardina de su amigo, Estrella llega a su casa. La tormen-
ta ha producido un corte general de energía eléctrica y todo está
a oscuras en la casa y sus alrededores.

En el comedor, sentado ante la mesa e iluminado por un


quinqué de gas, está Agustín. Oye que llaman a la puerta de la –
calle y acude a abrir. Cuando llega, Casilda ya ha abierto la --
puerta y dejado entrar, empapada hasta los huesos, a Estrella.

Agustín ve a su hija en aquel estado, con una extraña


gabardina puesta, y se inquieta.

- ¿De quién es esa gabardina?

- De un amigo.

A la luz del quinqué el encuentro entre padre e hija


adquiere una rara apariencia violenta, contenida. Es un raro en-
cuentro frio y misterioso entre dos personas que un dia se comu-
nicaron sin fronteras y ahora parece que nada tienen que decirse.
47.-

En su cama, Estrella escribe sus experiencias del dia


en un diario. Fuera, sigue lloviendo.

´ -XXIV-

"Al día siguiente, mi padre fué a


buscarle al Instituto. Nunca antes lo ha-
bía hecho". En la ciudad había tres luga-
res que me habían fascinado desde niña: el
cine Arcadia, el Café Oriental y el Gran –
Hotel. Conocía los dos primeros, pero jamás
había traspasado las puertas del Gran Hotel.
Fué allí donde mi padre me llevó a comer
aquel mediodía de otoño".

Tras entrar en el viejo y elegante comedor y ser aten-


didos por el "maitre", padre e hija están sentados frente a fren-
te, en una mesa del restaurante, que está casi vacío.

Hay, no obstante un flujo de camareros que va al salón


contiguo, donde un conjunto grande de bulliciosos comensales en-
tre risas y músicas, celebran un banquete de bodas.
La algarabía del comedor contiguo, cuyo interior nun-
ca vemos, contrasta con el silencio y el vacío del que ocupan pa-
dre e hija.
La accidentada comida de al lado jalona la conversa-
ción entre padre e hija, mientras comen. Camareros en continuo
tránsito, los músicos que entran para amenizar la boda e iniciar
en ella el baile, bandejas y más bandejas, invitados que salen
y entran y cruzan el enorme y vacío salón.

Padre e hija hablan largamente, pero como si rezaran


las cosas, como si algo les impidiera abrirse recíprocamente.
Hay en la muchacha como una armadura pudorosa frente al padre
y en este una mirada angustiada, que no puede ocultar tras su
sonrisa mecánica, como si en sus palabras tuviera plena concien-
cia de que su hija está irremisiblemente lejos de él, del mun-
48.-

do que compartieron apasionadamente hace unos años tan sola.

AGUSTIN: Esta mañana te ci...

ESTRELLA: ¿Dónde?

AGUSTIN: Pasabas delante del Oriental


con un chico...

Luego, el momento de intimidad se pierde en observa-


ciones triviales que contrastan con la intensidad de la mirada
del padre y el gesto huidizo de la hija.

ESTRELLA: ¿Te das cuenta de que no podemos


hablar en serio?

AGUSTIN: Y yo tengo la culpa, claro.

ESTRELLA: Pues sí, seguro que sí.

AGUSTIN: ¿Puedo pedir otra cosa?

De pronto, los papeles entre padre e hija parecen


haberse invertido.
ESTRELLA: ¿Por que tienes que beber siem-
pre que se habla de algo?

AGUSTIN: ¿Me vas a reñir?

ESTRELLA: Solo era una pregunta. Por mi


ya sabes que puedes hacer lo que
quieras... ¿Por qué me has traido
a comer aquí?

Nuevamente, Agustín se desconcierta. Quiere hablar


con su hija pero no tiene cauces para ello y anda balbuciente,
perdido.
ESTRELLA: ¿Seguro que no querías preguntar-
me nada?

AGUSTIN: No, Creo que no...

ESTRELLA: A mi, en cambio, me gustaría


49.-

preguntarte tantas cosas...

AGUSTIN: Pregunta.

Estrella mueve la cabeza, como apartando una idea. Aga-


cha la cabeza, pero de repente, respirando hondo, como tomando --
fuerzas, alza la mirada y dice:

ESTRELLA: ¿Quién era Irene Rios?

Comienza en ese instante, como una ayuda inesperada


para Agustín, la música en el comedor del banquete de bodas. El
hombre respira, gana tiempo.

AGUSTIN: ¿Irene Rios?

ESTRELLA: La artista... Tu la conocías, ¿no?

Domina como puede el hombre su perplejidad.

AGUSTIN: ¿A Irene Rios? No, no... Conocí una


vez a una mujer que se parecía mucho
a ella

ESTRELLA: Entonces, ¿por qué escribias tantas


veces su nombre?

AGUSTIN: ¿Yo hacía eso?

ESTRELLA: Si. ¿No te acuerdas?

AGUSTIN: No.

Su rostro se ha vuelto repentinamente sombría. Se pone


en pié y sale del comedor, camino de los lavabos.

Estrella se queda pensativa. Tiene la impresión de que


su padre ha querido así romper esta conversación. La muchacha co-
ge, del florero de la mesa, una flor y la huele.

En los lavabos, mientras tanto, Agustín se refresca la


50.-

cara y se seca con una toalla. Se mira al espejo. Una enorme


desolación llena su rostro.

Estrella coge la flor que tiene entre los labios y la


guarda en uno de sus libros de estudio que ha puesto en una de –
las sillas no ocupadas que flanquean la mesa.
En ese momento, Agustín vuelve del lavabo.

ESTRELLA: Tengo que irme.

AGUSTIN: ¿Ya? ¿De que es la clase?

ESTRELLA: De francés.

AGUSTIN: ¿Por qué no la dejas para otro día?

ESTRELLA: ¿Quieres que me quede sin ir a


clase?. No lo entiendo.

AGUSTIN: ¿Y cuando eras pequeña me enten-


días?

ESTRELLA: Papá, no es lo mismo.

En el salón de baile, tocan otra música.

AGUSTIN: Escucha. ¿Te acuerdas de ese pa-


sodoble?. Se llama "En er mundo".
Lo bailamos juntos.

ESTRELLA: El dia de mi primera comunión...

Padre e hija se miran. Un malestar profundo invade a


Estrella. Una sonrísa triste hay en la cara del padre cuando a su
hija se levanta para marcharse a clase.

"Lo dejé allí, sentado junto a la ven-


tana, escuchando a su suerte". "¿Pude hacer
por él más de lo que en ese momento hice?
Es lo que siempre me he preguntado, porque
esa fué la última vez que hablé con él.

Solo, en el gran salón comedor, el rostro de Agustín es


51.-

el rostro de un naufrago.

Ese mismo dia, ya casi de noche, mientras Estrella


sale de su clase en la academia de dibujo, ve a su padre, le-
jos en la misma acera por donde ella camina. Sale de un bar.
Agustín no ve a su hija y se detiene en medio de la acera, ob-
sevado por Estrella. Aprieta un cigarrillo entre sus dientes
e intenta parsimoniosamente encender una cerilla en el hueco
de sus manos. Una vez, dos, tres, veces, inutilmente. El vien-
to y la torpeza de sus movimientos, se lo impiden. Está esten-
siblemente borracho. Y su hija, con mirada amarga, se apercibe
de ello y queda inmovilizada, tras de él, en la acera. Agustín,
finalmente, pide fuego a un transeunte que pasa a su lado. El
transeunte le alarga su cigarrillo. Agustín prende fuego tamba-
leándose ligeramente y devuelve el cigarrillo. Echa a andar. Al
llegar a la esquina cruza la calle, donde hay otro bar. Estrella
le sigue un instante. Ve como su padre empuja la puerta del bar.
De espaldas a ella, con la cabeza grande, el paso inseguro y una
tristeza inevitable en su figura, Agustín entra en el bar y de-
saparece de la vista de Estrella. Ella, más tarde, muchos años
después, nos lo cuenta así:

"La última imagen que conservo de mi


padre es nocturna. Yo estoy al borde de la –
calzada y al otro lado de la calle, a punto
de entrar en un bar. Veo como empuja la puer-
ta y desaparece".

-XXV-

La Gaviota, tal como la vimos en la primera imagen


de la película. Estrella, con el péndulo en la mano, acaba de
vocar los recuerdos de su padre, cuando aquel amanecer ella in-
tuye que nunca más volverá a verle vivo. Mientras sigue, tal co-
mo la vimos al principio, con el péndulo oscilando en sus manos,
vemos las riberas del rio, abandonadas a estas horas de la ma-
drugada. Los chiringuitos cerrados, las barcas fondeadas. El si-
lencio y la niebla del amanecer inicial.
52.-

Apoyada en un arbol está la bicicleta de estrella y,


poco más allá, arrodillado, con el cuerpo hacia adelante y el
rostro sobre la tierra, yace Agustín, muerto. La escopeta asoma
bajo su cuerpo inerte. Los pantalones, ligeramente alzados de-
jan ver una ridícula y atroz equivocación: lleva puesto en el –
pié izquierdo un calcetín rojo y en el otro pie uno verde. Las
ojas, a su alrededor, están salpicadas de sangre.

"Fue a morir montado en mi bicicle-


ta. Antes de salir de casa vació sus bolsi-
llos".

Sobre una mesa, un llavero, una agenda, una pluma


estilográfica, un monadientes, un botón, billetes, monedas, un
caramelo de menta, un recibo de una conferencia telefónica...

"Entre las cosas que dejó resuel-


tas en el interior de un cajón encontré un
pequeño recibo de una conferencia telefóni-
ca. Así descubrí que aquella misma noche –
había llamado a Carmona, a un número de te-
léfono que yo no conocía. Cogí aquel papel
y lo guardé sin decir nada a nadie".

-XXVI-

La veleta gira sobre el tejado de la casa. De las


ramas de los árboles caen hojas doradas, mansamente. Simbad, el
perro, deambula sin de un lado a otro del jardín. Gime.
En uno de los laterales del patio, apoyada en el muro, vemos la
bicicleta de Estrella, que su padre llevó a la muerte. De su
manillar cualga un precimto en el que figura el sello del Juz-
gado de Guardia de la ciudad y un número escrito a mano sobre
el papel. Desde una ventana de la casa, Estrella mira ensimisma-
da la bicicleta.

Dentro de la habitación, Estrella se vuelve de la


ventana. Vemos que está en el cuarto que fué de su padre. Se
53.-

dirige hacia la cama y se sienta en ella. Está hecha, nadie ha


dormido la última noche en ella. A sus pies están las zapati-
llas de su padre. Estrella tiene en la mano el recibo de la con-
ferencia telefónica que su padre puso a Carmona la última noche
de su vida. Lo lee una vez más:

CTNE

LOCUTORIO PZA. DE SAN FRANCISCO, 4

CABINA 6

LOCALIDAD: CARMONA, SEVILLA

Nº 70

DURACION 9 MINUTOS

IMPORTE 35 PESETAS

Estrella, poco a poco, se tumba en la cama de su pa-


dre.

-XXVII-

El cementerio civil está situado en un angulo del ce-


menterio católico de la ciudad. Un muro de piedra les separa.
La puerta, de vieja madera, pintada de almagra, se abre y deja
paso a cuatro funcionarios del juzgado que llevan un ataud. Van
de prisa, hablan alto, con cierta descortesía. Su comportamien-
to concuera con las características desoladoras de este corral
de mudrtos sin cuidar, invadido de malas hierbas, sin árboles,
ni flores. No hay apenas lápidas. La mayoría de los muertos son
anónimos. El dia es desapacible.
Tras el féretro, van Julia y Casilda, enlutadas, y
dos o tres personas más. Los sepultureros terminan de cavar
la fosa. Los funcionarios del juzgado ponen el féretro en el
suelo.
Julia, con un ramo de flores en la mano, pasa delan-
te de la fosa que están acabando de cavar y se dirige a un án-
gulo del desolado corral sin cruces, el corral de los muertos
innombrables.

Su mirada busca entre las yerbas y logra descubrir


una pequeña lápida de marmol, pegada al suelo y casi oculta.
54.-

Aparta las yerbas con la mano y aparece sobre la lápida un


nombre:

Ramiro López Peña.

Es la tumba del linotipista. Julia coge unas cuentas


flores y las deposita sobre la lápida. El dolor de su rostro se
acentúa unos instantes.

Los sepultureros se mueven, tienen prisa en acabar.


Con la ayuda de una soga, entre voces, introducen el féretro en
la fosa. Luego cogen las palas y se disponen a echar tierra en-
cima. Pero Julia con un gesto les interrmmpe. Los hombres, des-
concertados, se detienen. Julia se arrodilla, echa las flores so-
bre el ataud, y reza...

Reza en gallego, en voz alta, en la misma lengua que


recitaba a Julia en la oración. Los hombres se quitan sus gorras
de funcionarios. Silba el viento.

-XXVIII-

Julia y la criada, de vuelta del entierro, entran en


la Gaviota. La madre llama a Estrella, pero nadie la contesta.
Llama más fuertemente. Nuevo silencio.

Julia abre el cuarto de Estrella. No hay nadie.

Entra ahora en el cuarto donde dormía su marido. Los


postigos de las ventanas están cerrados. Reina la penumbra. Pero
en la cama Julia ve a su hija metida en la cama de su marido, el
cuerpo tapado con las mantas y la cara vuelta hacia la pared.

Julia va a la ventana y abre los postigos. La luz en-


tra en la habitación pero Estrella no se mueve.

La mujer se acerca al pequeño lecho, se inclina sobre


su hija y la llama suavemente.

JULIA: Estrella. ¿Cómo te has acostado


aquí?
55.-

ESTRELLA: Tenía frio.

JULIA: ¿Por que no vas a tu cama?

ESTRELLA: Está sin hacer...

JULIA: Yo te la prepararé...

ESTRELLA: No, dejame...

Julia, sale del cuarto. Cuando está fuera, pega el


oido a la puerta. Nada oye, ni un movimiento. La mujer, abatida,
cierra los ojos.

En el interior del cuarto, Estrella vuelve los ojos


hacia la ventana. Llueve ahora, sobre los cristales.
Julia entra en la habitación de su hija, coge enérgi-
camente la ropa de la cama y en brazos la saca del cuarto. Sale
al patio, con la ropa en loz brazos. Llueve ahora intensamente.
Entra en el lavadero e introduce el montón de ropa en un cesto –
de mimbre.
Es entonces cuando, en un rincón del lavadero, descu-
bre un saco precintado, con la etiqueta y el sello del Juzgado.
Junto a él, apoyada en la pared, está la escopeta con que Agustín
se suicidó. Del gatillo cuelga también un precinto con un número.
Julia abre el saco: una gabardina, pantalones... dos
calcetines, uno de color rojo y otro verde. Su barbilla tiembla.
La mujer aprieta los dientes y arroja la ropa a la pila del la-
vadero. Pero entonces su mirada queda fija en la escopeta. El
temblor en la barbilla reaparece. Los ojos se llenan de lágrimas.
De pronto, agachándose con un gesto rápido, agarra el
arma y sale con ella del lavadero. La lluvia la inunda. Titubea.
Y obedeciendo a un impulso repentino, toma la escopeta por el
cañón, la levanta sobre su cabeza con las dos manos y la deja
caer con todas sus fuerzas sobre el crocel de la alberca. La cu-
lata salta por los aires, pero la mujer, entre gemidos, sigue –
golpeando una y otra vez. Sofocada, se detiene. Chorros de lluvia
caen por el rostro y se confunden con sus lágrimas.
Desde la ventana del pequeño cuarto del padre, Estre-
lla mira a su madre. Luego cierra lentamente los postigos de la
ventana.
56.-

+XXIX-

Al dia siguiente, Julia abre la imprenta. Un resto


de entereza hace que todo en esta mujer se oriente hacia que
la vida siga adelante.
En la Gaviota, más tarde, acompaña a su hija, cuando
esta va a reincorporarse al estudio. Observa algo en su hija –
que la inquieta.

JULIA: ¿No te llevas la bici...

ESTRELLA: No...

Julia calla.
Estrella camina, carretera adelante, hacia la ciudad.
En el Instituto la clase ya ya empezado.
Estrella entra en la casa. Todas sus compañeras gi-
ran la cabeza hacia ella. Se le hace largo a la muchacha el pa-
sillo hasta su pupitre vacío. Estrella se siente. La clase con-
tinúa. Estrella bajo los ojos.
Más tarde, en la biblioteca, tal vez porque se sien-
te sola, Estrella puede volver a levantar la mirada. Su imagi-
nación está perdida en laberintos que no entiende y que se re-
flejan en un estraño dibujo, sin sentido, que hace sobre un --
bloc de trabajo.
Suenan las horas pausadas del reloj de la biblioteca.
Hay un intenso silencio.

Otra vez en clase, Estrella ha vuelto a replegarse


sobre sí misma. Ha sacado un libro de su cartera y lo pone so-
bre el pupitre. Lo abre, y en las páginas abiertas aparece una
flor aplastada: es la que cogió del florero de la mesa del Gran
Hotel el dia que comió allí con su padre.
Estrella hunde la cabeza entre los hombros. Su cabe-
za se inclina. Cree ver ante sus ojos, tal como lo tenía fren-
te a si misma en la comida del Gran Hotel, el rostro de su pa-
dre. Poco a poco, las lagrimas van aflorando a los ojos de la
muchacha.

Sus compañeras se alarman. El llanto de Estrella es


hondo y silencioso. La profesora la acompaña, lentamente, fuera
del aula.
57.-

-XXX-

Estrella quedó postrada a partir de encontes y


hubo que meterla en cama. El abatimiento de la niña alarmó
a su madre y tuvieron que llamar a un médico.

Y un dia, del Sur, llegó la voz de Milagros en su


ayuda. Invitaba a ir a Estrella -ya no había impedimento al-
guno- a pasar una temporada con la abuela Rosario. Los ojos –
de la muchacha se animaron cuando oyó, a través ddl auricular
del teléfono, el ofrecimiento.

La víspera de la partida hacia Carmona, Estrella


no pudo dormir. Poco a poco fué llenando su maleta. Poco antes
de cerrarla y salir fuera de la casa, metió en ella su vieja
colección de postales andaluzas, el papel de recibo de la con-
ferencia con un numero telefónico de Carmona y la cajita de la-
ca negra en la que su padre guardaba el péndulo de zaharí.

Su madre la llevo en un taxi a la estación de ferro-


carril. Estrella miró por la ventanilla de atrás del taxi su
casa, su vieja casa, que se alejaba entre los charcos de la --
carretera.

Miró fijamente a su madre antes de que el tren arran-


cara, a traves del cristal. Detrás de Julia estaba el Hotel Tér-
minus.
58.-

En su compartimento, sentada junto a la ventanilla,


Estrella mira el paisaje.

Atrás va quedando la meseta castellana.

Luego, una frontera: Despeñaperros.

Tierras de Jaén: Olivares.

El Río: El Guadalquivir.

El río, que va haciendo suyos los nombres de los pue-


blos desparramados por sus riberas: Villa del Río, Almodóvar del Río,
Palma del Río... Y finalmente, Lora del Río, ya en el campo
sevillano, mediada la tarde, bajo el sol del otoño.

En la estación de Lora del Río, a unos veinte kilóme-


tros de Carmona, Milagros espera a Estrella. Está acompañada
por un personaje que ya conocemos: Carmelo, el chófer gitano, que
la ha llevado hasta allí en su coche.

Milagros apenas ha cambiado en estos años pasados; su


aspecto físico, y, sobre todo, su vitalismo característico, si-
guen siendo los mismos. En el andén, moviéndose inquieta de un –
lado a otro, Milagros parece bastante preocupada: no está segu-
ra de reconocer a Estrella.

Afortunadamente son pocos los viajeros que descienden


del tren. Y de todas formas, es Estrella la que, desde la ven-
tanilla de su compartimento, llama a Milagros, haciéndose ver.
Cuando, por fín, se abrazan, una sombra oscurece por un momento
la alegría de Milagros: el recuerdo de la muerte de Agustín.
Ella no fué al entierro, no la avisaron con el tiempo suficiente,
aunque, en cualquier caso, no habría podido asistir: los años
pesan ya demasiado para la abuela Rosario, y no puede dejarla
sola.

A causa de una progresiva arterioesclerosis, el cere-


bro de doña Rosario no funciona muy bien. Sabe que su hijo ha
muerto, pero desconoce por completo las circunstancias, le han
hecho creer que ha fallecido en un accidente.
59.-

Carmelo coloca el equipaje de Estrella en el coche.


En la parte trasera toman asiento Milagros y Estrella. El co-
che se pone en marcha.
Cae la tarde.
El coche avanza rápido por una carretera de segundo
orden, atravesando el campo. Vemos los trigalos llenos de ras-
trojos, los jirones de cal de los caseríos, las pardas filas de
los olivares.... Después, una vega muy fértil, y un pueblo arri-
ba, en lo alto de una loma, rodeado de murallas.

Milagros exclama: "Mira, Estrella: !allí está Carmona!".


En el rostro de Estrella se dibujan, de forma muy te-
nue, la emoción y el asombro.

El coche entra en el pueblo por una puerta romana,


abierta en la muralla: La Puerta de Sevilla.

Se suceden las calles estrechas, las plazas, las ca-


sonas...
El coche se detiene ante una puerta: es la entrada de
la casa de la familia de los Arenas, el lugar donde nació Agus-
tín, el padre de Estrella.

La casa es muy amplia, pero sin llegar a alcanzar el


tamaño y las proporciones de las casonas y palacios que abundan
en el pueblo. Se halla unida, a derecha e izquierda, a otras dos
viviendas. Con toda probabilidad, en su origen, las tres forma-
ron parte de un mismo cuerpo arquitectónico, dividido posterior-
mente.

Mientras Pepi, una criadita muy joven, se hace cargo


del equipaje, Estrella y Milagros penetran en el interior. Atra-
viesan el apeadero; la cancela, con su reja plateresca, que dá
paso al patio. Desde allí, una escalera conduce a la primera –
planta.

Una galería encristalada rodea el patio interior. Los


muebles y adornos son austeros. El ambiente, muy silencioso, casi
60.-

resulta conventual, solo en parte paliado por la exuberancia de


plantas y flores.
La luz del crepúsculo penetra suavemente por las ven-
tanas de la pequeña sala de estar donde la abuela Rosario se
encuentra. Ha envejecido mucho en estos últimos años. Vestida
de negro, aparece sentada en un sillón de orejas. en la penum-
bra. Se ha quedado dormida, esperando, con un rosario de cuen-
tas de cristal entre las manos. A su lado, apoyado en el sillón,
un bastón de empuñadura de plata. En un rincón, una pequeña urna
portatil, de esas que circulan de casa en casa, dedicada al cul-
to de las Animas; junto a ella, una lamparilla en cuyo aceite –
flota una llamita, y que nos recuerda que estamos justo en el –
mes de las Animas Benditas.

Milagros, que ha informado a Estrella sobre el preca-


rio estado de salud de la abuela, se detiene en el umbral. Al
ver a doña Rosario dormida, Milagros dice a la joven que espere
allí un momento, que ella va a despertarla con cuidado, despa-
cito, porque se suele asustar mucho cuando se la despierta brus-
camente.

Milagros se acerca al sillón paso a paso. Se inclina so


bre Doña Rosario, coge sus manos entre las suyas, y las frota
un poco, como para darles calor. Doña Rosario va abriendo lenta-
mente los ojos. Lo primero que ve -sim comprender todavía del
todo- es el rostro de Milagros muy próximo al suyo.

Milagros acerca sus labis al oido de la anciana y


dice: "Ha llegado Estrellita... Estrellita..." Se diría que –
doña Rosario no entiende. "Su nieta",insiste Milagros.

Estrella, que no se ha movido del umbral de la puer-


ta, contempla la escena un poco tensa, sin saber qué hacer. Mi-
lagros la llama con una seña, añadiendo: "Estrella, ven..."

Estrella se acerca. Doña Rosario la mira. Es eviden-


te que no reconoce a la joven. Estrella, haciendo un esfuerzo,
logra sonreir.
61.-

Milagros coge una de las manos de Estrella y la


une a las de su abuela. Estrella la besa, y luego se agacha,
para que la anciana pueda verla mejor a la luz de la ventana.
sin tener que levantar la mirada. Milagros dice: "Mire, mire
qué guapa está".

Doña Rosario, ahora sí, sonríe con mucha dulzura, y


musita: "Estrella..." Después, sus ojillos se hacen más vivos
cuando pregunta: "Y yu padre ¿no ha venido contigo?"

VOZ INTERIOR DE ESTRELLA:


"El estado de mi abuela, me impresionó mu-
cho. A pesar de la presencia de Milagros, me –
sentí deprimida. Me preguntaba por qué estaba
yo allí".

Milagros conduce a Estrella a su habitación. Al do-


blar una esquina de la galería, señala una puerta que hay al
fondo de un pasillo: "Mira, aquél era el cuarto de tu padre...
Un cuarto muy chico, pero le gustaban tanto los rincones que
se empeñó en meterse ahí..."

En su habitación, al quedarse sola, Estrella abre


la maleta. Lo primero que saca es su diario; después, el pén-
dulo. Cuando va a tomar, por último, las postales, éstas se –
caen. Las recoge. Las mira un momento, ensimismada: !Qué le-
jos, de pronto, han quedado aquellas primeras imágenes del Sur
de la infancia! Luego, las deja encima de una mesa. En el ex-
terior, unos ruidos. Se asoma al patio en sombras. Juan, el
guardés de la casa, padre de Pepi, está echando los cerrojos de
la puerta de la calle, cumpiiendo el ritual vespertino. En-
ciende el farol de la entrada. Es la hora, temprana, de la re-
cogida.

Por la galería en penumbra, Milagros acompaña a do-


ña Rosario hasta su dormitorio. Lz lleva cogida del brazo. Do-
ña Rosario camina muy despacio, ayudándose con el bastón. En
62.-

En algún lugar de la casa, un reloj comienza a dar las horas.

Ese reloj est'a en el comedor. Estrella está cenando


sola. Frente a ella, el plato y los cubiertos de Milagros, que
ha tenido que levantarse para llevar a doña Rosario al dormito-
rio. estrella, es evidente, no tiene hambre. A sus piés, un ga-
to, sentado sobre sus cuartos traseros, maulla. Estrella lo co-
ge, y empieza a acariciarlo. En ese momento, entra Milagros y se
sienta junto a Estrella, preguntando: "¿No vas a comer más?" -
"No, no tengo hambre", responde la chica. "Ay, !Cómo vienes, Es-
trellita, cómo vienes... Pero como me llamo Milagros que aquí te
pones bien... !Ya lo verás!", afirma Milagros.

Después de cenar, en la pequeña sala de estar donde


sigue encencida la lamparilla de la urna de las Animas. Estre-
lla y Milagros, solas.

El retrato enmarcado de un hombre de edad madura;


un rostro enérgico, pómulos altos, cejas pobladas, bigotes gran-
des y blancos que le dan un aire patriarcal; su mirada, fija
en el objetivo de la cámara, es un tanto fría.

El retrato está en las manos de Estrella. A su lado,


Milagros hace ganchillo mientras habla: el hombre de la foto es
el abuelo, don Pedro, fallecido siete años antes, al que Estre-
lla nunca conoció.

Otra foto: la de un hombre joven, de unos 25 a 30


años, sonriente, vestido con el traje de vuelo de aciador, en
el que lleva prendidas las insignias de capitán. La foto está
tomada en el aeródromo de Tablada (Sevilla), en 1.937. Es Peri-
co, el hermano de Agustín, héroe de la aviación nacionalista –
durante la Guerra Civil, muerto en combate en el frente del Ebro.

Milagros habla de la familia Arenas. Del abuelo, de


su difícil carácter, de su orgullo quebrado por el paso de los
años y la pérdida de sus dos únicos hijos (Agustín, que se mar-
63.-

chó de casa para siempre; Perico; muerto en la guerra); de la


decadencia del negocio familiar, la fábrica de corcho que te-
nían en Sevilla, desbancada, progresivamente por la aparición
del plástico, mal dirigida, y finalmente cerrada; de la soledad
de doña Rosario, que ha visto cómo iban desapareciendo uno tras
otro todos sus hombres; de la instalación definitiva en Carmona,
a raíz del fallecimiento de Don Pedro (antes solo pasaban allí
los veranos) Milagros, dejando el ganchillo, conmovida por tan-
tos recuerdos, se interroga finalmente: "¿Qué será de esta casa
cuando tu abuela muera?".

Solo queda en la casa una luz encendida. La de Es-


trella, que, metida en la cama, escribe en su diario, antes de
dormir: "Me asomé a la habitación de papá, pero no había luz, y
no pude ver nada".

Estrella se ha despertado inquieta, en medio de la


noche. Sale del cuarto de baño. Va a regresar a su habitación,
pero se detiene en la galería. De la sala de estar, a través
de la puerta abierta, brota el amarillo resplandor de la llama
de la lamparita encendida junto a la urna de las Animas. Atraí-
da por ese resplandor, Estrella se asoma al interior de la sa-
lita. La llama oscila, se debilita a punto de consumirse. Es-
trella se acerca, coge una lamparita nueva y enciende su cabo.
Con mucho cuidad la deposita en el vaso de aceite.
64.-

La casa en la primera hora de la mañana siguiente.

Las campanas de iglesias y conventos del pueblo lla-


man a misa.

El día es soleado, muy hermoso.


El jardín de la casa.
El patio.
La galería. Estrella sale de su habitación. Un rumor
en la cocina le hace dirigirse hacia allí. En su interior, Pepi-
ta está fregando unos platos. Dice a Estrella que va a prepararle
el desayuno, que Milagros y la abuela fueron a misa.

Estrella entra en la sala, y se sienta. Entonces se dá


cuanta de que, a su lado, está el teléfono. Lo mira, pensativa,
un momento. Después descuelga el auricular, y se lo lleva al oído.
Una voz femenina la sorprende: "Diga... diga... ¿qué numero quie-
re?". Los teléfonos en el pueblo funcionan mediante operadora.
Estrella, que no lo esperaba, queda un poco desconcertada, pero –
reacciona enseguida, instintivamente, pidiendo un número que se
sabe ya de memoria: el que figuraba en el recibo de la conferen-
cia que su padre puso la última noche de su vida.

El timbre del teléfono, llamando, suena una y otra vez,


con su cadencia característica, en el oído de Estrella. Al otro
lado del hilo, en una casa cercana seguramente, tardan en acudir
a la llamada. Por fin lo hacen. Es una voz de mujer: "Dígame..."
Estrella no responde. La voz insiste: "Dígame.... diga... ¿quién
llama?". Estrella guarda silencio. Finalmente, al otro lado, la
desconocida cuelga.
Estrella se queda pensativa, con el auricular en la ma-
no.

Estrella ha entrado en el cuarto que en tiempos fué de


su padre. El ambiente de interior -que contemplamos después de que
la joven abra los postigos de su única ventana- es de una desnudez
casi total; la desnudez del abandono que crea la ausencia, y que
recuerda un poco al de la celda de un monje.
65.-

Sobre la cama, no hay sábanas ni mantas, solo el colchón,


En el armario, nada, las perchas colgando.

Junto a la ventana, un pequeño pupitre, muy antiguo, de


superficie inclinada, con un tintero empotrado, de loza blanca, en
cuyo fondo hay un poso de tinta reseca; también una franja hueca
donde dejar las plumas, Estrella se sienta junto al pupitre. En su
superficie, viejas manchas de tinta, surcos, dibujos (uno, de una
cara muy tosca, realizada con un seis y un cuatro -"hago la cara de
tu retrato" – unidos), y dos iniciales (A.A. las iniciales del pa-
dre de Estrella) trazadas con algún objeto punzante.

En el umbral de la puerta, silenciosamente, ha aparecido


Milagros. Mira a Estrella durante unos segundos, sin que ésta se dé
cuenta. Milagros percibe el estado emocional en que se encuentra.
Así que se deja oir, acercándose alegre a la joven, preguntándola –
cómo está allí metida, con el buen día que hace; confirma que en ese
pupitre estudiaba Agustín de pequeño.

Para alejar a Estrella de esta atmósfera un tanto mórbi-


da, Milagros la coge de la mano y la saca de la habitación: "Ven,
ven conmigo, a la terraza, que voy a tender ropa... Ayúdame..."

Entre Milagros y Estrella suben a la terraza un cesto


grande de mimbre lleno de ropa blanca recién lavada. Desde allí se
puede contemplar una vista muy amplia y hermosa del pueblo: los te-
jados de la Carmona antigua, sus calles, sus plazas... las torres
de sus iglesias /San Pedro, Santa María), las puertas (la de Sevi-
lla, la de Córdoba), la necrópolis ("el cementerio de los romanos",
precisa Milagros), el Alcázar de arriba... Al fondo, la vega, y más
lejos todavía, las canteras de donde los romanos traían la piedra
para sus construcciones.

Milagros va señalando todos esos lugares a Estrella ani-


madamente, con el mismo entusiasmo de una niña, como si ella también
descubriera ese paisaje por vez primera....
66.-

Corre un viento que hace oscilar las sábanas cuando


Milagros y Estrella las van tendiendo. Una de ellas se escurre
de sus manos, antes de que las pinzas la sujeten, y vuela en el
aire unos instantes para caer luego al jardín, acompañada por -
las risas de Milagros y Estrella.

Milagros y Estrella han acabado la faena y abandonan


la terraza. Bajan los peldaños, muy gastados, de una escalera de
madera. Estrella va delante, con el cesto de mimbre en la mano.
A sus espaldas, frente a una puerta que hay en un rellano. Mila-
gros se detiene de pronto, como recordando algo. La llama: "Es-
trella, ven, que te voy a enseñar una cosa...".

Milagros abre la puerta, Al otro lado, hay un desván


iluminado por un par de claraboyas, poblado de las mil y una
cosas que se suelen guardar en estos lugares: muebles y tratos
viejos, en mezcla más o menos heterogénea, pero cuidadosamente
dispuestos, ordenados incluso, para aprovechar bien el espacio.

Milagros lleva a Estrella hasta un rincón donde hay un


armario bastante grande, con un espejo que en parte ha perdido
su azogue. Allí ha guardado algunas cosas de Agustín –las más –
personales-, las que dejó en su cuarto al marcharse de casa, pa-
ra siempre, cuando tenía diecinueve años, a raíz de una violenta
discusión con el abuelo. Milagro las recogió para salvarlas de
la furia de don Pedro, conservándolas en aquel armario, pensando
en devolvérselas un día a Agustín. Siempre esperó que esa ocasión
se presentara, para así poder decir: "Toma, Agustín, tus cosas.
Mira qué bien guardadas las tenía la Tata..." Ahora, cuando esa
esperanza se ha ido, quiere que Estrella las vea, y, si le inte-
resan, se las lleve.

De un clavo que hay en una viga, cuelgan varias llaves.


Milagros coge una y abre con ella el armario. En el interior, -
unas cuantas prendas de vestir y diversidad de objetos (entre
otros, un tablero de ajedrez, bastantes libros, revistas, cua-
67.-

dernos, algún pequeño cuadro, pinturas, etc...) que representan


una época de la juventud del padre de Estrella.

"Libros -precisa Milagros-, antes había muchos, pero


la mayoría se perdieron en la guerra".

Milagros cierra el armario, y entrega la llave a Es-


trella: "Toma, para tí." La joven se la guarda en uno de los bol-
sillos de su falda.

Voz interior de Estrella: "Desde ese momento, llevé con-


migo a todas partes aquella llave. Cada vez que la sentía en el
fondo de mi bolsillo, recordaba el desván y las cosas de mi padre
encerradas dentro del armario. Entonces, a pesar de la belleza de
todo lo que Milagros me iba enseñando, yo deseaba regresar a la –
casa cuanto antes".

Estrella ha ido con Milagros a hacer las compras. El


Mercado es un edificio muy hermoso, construido a mediados del XIX,
sobre los restos de un antiguo convento (el convento de Santa Catali-
na), lleno de un colorido y una animación que recuerdan al de los
zocos árabes. Son muchas las mujeres que recorren los puestos,
llenos de frutas y verduras, charlando animadamente.

Con frecuencia, Milagros es el centro de ese tipico in-


tercambio de saludos y parabienes, llenos de un humor y una alegria
que contagian a Estrella, alejándola, siquiera por unos momentos,
de sus obsesiones. Al amparo de Milagros, es acogida con afecto
en todas partas; en uno de los puestos, una mujer muy simpática –
la hace probar unas aceitunas aliñadas.

A pesar de todo, de vez en cuando la mano de Estrella


se sumerge casi inconscientemente, en uno de los bolsillos de su –
falda para encontrar allí, una vez más, la pequeña llave del arma-
rio.
68.-

VOZ INTERIOR DE ESTRELLA:


"Aquella tarde, después de comer, subí
enseguida al desván".

Estrella abre el armario. Del espejo brota un reflejo


de luz. Desde el interior, vemos cómo la joven se acerca a las –
cosas allí guardadas. Se fija en los libros: "Los secretos de la
Radiestesia", "Mis mejores partidas" de Capablanca, que dan --
cuenta de dos de las aficiones más íntimas de Agustín. Más libros,
de Tolstoi, Kropotkin ("La conquista del pan", "Palabras de un re-
belde"), Julio Verne, Barbusse, H.G. Bells, Balzac, Galdós, Pío
Baroja. Cervantes, Bécquer, A. Machado, J.R. Jiménez, Maiakowski,
Verlaine...

A la luz de una de las claraboyas, sentada en una vie-


ja silla de enea, Estrella tiene en su regazo, sobre la falda, unas
cartas y unos cuadernos que ha sacado del armario.

Las cartas tienen todas un mismo remite: Laura Quintana,


Plaza Nueva, l. Carmona.

Un cuaderno de tapas de cartón, páginas de la caligra-


fía de Agustín, notas y apuntes personales que no llegaron a cua-
jar en forma de Diario, y que datan de la misma época (1.931-1.933)

Estrella pasa revista a las dos cosas de una manera


rápida, superficial, que se va haciendo más nerviosa a medida que
se dá cuenta de la importancia de su contenido. El descubrimien-
to la llena de ansiedad. Reune las cartas y el cuaderno y después
de cerrar el armario, se las lleva consigo.

Es de noche. En la casa reina un silencio total. En su


habitación, Estrella está metida en la cama. Sobre la colcha, las
cartas y el cuaderno de su padre.

Las cartas tienen todas idéntico encabezamiento ("Mi


69.-

querido Agustín"...") y están firmadas por la misma persona. Son,


evidentemente, en su mayor parte, cartas de amor.

En el cuaderno, entre sus hojas, hay una foto, olvidada


quizás: Agustín, con diez años, al lado de Milagros. Es la prime-
ra imagen que Estrella vé de su padre cuando era niño.

En el cuaderno, una página llama especialmente su aten-


ción, En ella, cuando tenía diecinueve años, Agustín escribió lo
siguiente:

Oímos el texto en la voz -en "off"- de Agustín:

"Hoy, después de comer, fuí a casa de Laura.


Hacía mucho calor. Todo el mundo debía de estar echando
la siesta.
Al asomarme al jardín, ví a Laura. Se había quedado dor-
mida a la sombra de los eucaliptos mientras leía. El li-
bro, abierto, se hallaba a su lado, caído en el suelo.
Me acerqué hasta ella despacio, procurando no hacer rui-
do, para no despertarla. Nunca la había visto así. En su
rostro tenía una expresión muy tierna, como de niña, to-
talmente nueva para mí. Entonces, no sé por qué, pensé
que ella era la primera mujer a la que yo había amado en
mi vida, y que lo sería siempre, pasara lo que pasase.
Como si acabara de hacer un descubrimiento, sentí una emo
ción muy grande que, sin embargo, poco a poco me fué lle-
vando de la alegría inicial a una cierta tristeza. Algo
me decía que nunca volvería a ver a Laura como la estaba
viendo en ese momento, abandonada al sueño en el jardín
donde tantas horas felices hemos vivido juntos. Jamás he
deseado tanto que no pasar el tiempo".

Acompañados por la voz de Agustín-joven, vemos unas imá-


genes en movimiento de las calles de Carmona, la fachada de una
casona (que figuraba en una de las fotos), la puerta de entrada,
el apeadero, el patio...

Conducida por las palabras de su padre ("Cuando llegué a


70.-

su casa..."), Estrella ha penetrado hasta el interior del patio


de estilo mudéjar, donde una parra muy grande se estira hasta el
tejado. Todo el conjunto -muros, puertas y ventanas- dá una sen-
sación de abandono.

Una cancela entreabierta al jardín. Cuando Estrella la


empuja ("Al asomarse al jardín....") chirrían sus goznes enmohe-
cidos.

En el primer piso de la casa, en su habitación, tumba-


do encima de la cama, Octavio, un chico de la misma edad que Es-
trella (en realidad, un año menos), está leyendo "El libro de -
las Tierras Vírgenes", de Kipling.

La habitación, muy acogedora, no es grande. Tiene algo


que recuerda vagamente al camarote de un barco. Su ambientación
revela en algunos detalles la presencia de una mano adulta, pero
todo el conjunto resulta muy juvenil y auténtico, fruto de esa
acumulación espontánea de objetos que producen el paso de los --
años. Tanto el estudio como el juego se halla representados, aun-
que hay más elementos del segundo que del primero. Muchos libros
de viajes y aventuras; novelas cuentos y tebeos. Algún juguete
emblema de una infancia que todavía está ahí, presente entre los
signos de una recién inagurada adolescencia.

Octavio, que hasta hace poco usaba todavía pantalón


corto, es delgado, de aspecto simpático y mirada inteligente.
Al oir el ruido de la cancela, levanta los ojos del libro, escu-
cha un momento pensativo, y se levanta.
Octavio va hasta la ventana, que se halla entornada,
la abre del todo, y se asoma al jardín. Es así como descubre a
Estrella..

El encuentro entre los dos chicos se produce cuando


Octavio, después de darse a conocer a través de la ventana, baja
al jardín. Ambos, sin saber muy bien por qué, se sienten turbados.
Observan juntos las estatuas, pasean entre los árboles, charlan.
Estrella dice que es la primera vez en su vida que vé naranjos,
nunca había estado en el sur.
71.-

OCTAVIO: ¿Nunca has estado aquí?


ESTRELLA: Nunca.

OCTAVIO: ¿No nos hemos visto antes?

Hay una leve duda en Estrella esta vez.

ESTRELLA: Creo que no.

OCTAVIO: ¿seguro?

Estrella tarda en contestar. Octavio explica.

Octavio: Es que yo tampoco soy de Carmona

.... Y tu cara me suena... Te pareces a al-


guien que conozco...

Octavio lanza por fín la pregunta que estaba deseando


hacer desde el principio.

OCTAVIO: 8Por qué querías ver el jardín?

ESTRELLA: Por mi padre. El venía mucho por


esta casa...

OCTAVIO: ¿Cuándo?

ESTRELLA: Cuando era joven....

OCTAVIO: ¿Hace mucho?

ESTRELLA: Sí... Lo menos veinte años...

OCTAVIO: ¿El es de aquí?

Estrella vacila un instante. ¿Va a decir que su padre


ha muerto hace poco? No, no lo dice. Se limita a responder en voz
baja.

ESTRELLA: Sí...

OCTAVIO: Entonces seguro que mi tío le cono-


ce.

Cambiando de tema, y recordando el texto de su padre.


Estrella pregunta.

ESTRELLA: ¿Qué ha pasado de los eucaliptos?


72.-

La pregunta desconcierta un poco a Octavio.

OCTAVIO: No sé. Yo nunca los he visto aquí...

Estrella se acerca a un grifo y lo abre: nada, está seco.

OCTAVIO: Ahí no hay agua... ¿Tienes sed?

ESTRELLA: Sí, bastante...

OCTAVIO: Ven conmigo...

Los dos atraviesan la cancela. Es Octavio el que conduce.


Atraviesan el patio y suben unas escaleras.

OCTAVIO:
Yo me llamo Octavio. ¿Y tú?

ESTRELLA: Estrella.

OCTAVIO: Por aquí...

Octavio y Estrella entran en un salón de atmósfera deca-


dente, lleno de libros, muebles y cuadros. La luz del atardecer
penetra por unos cuantos ventanales, tamizada por unas persianas –
trenzadas de esparto.

De pronto, suena una carcajada tremenda, muy rara, casi


espectral. Estrella muestra su sorpresa, un poco asustada. Octavio
la tranquiliza, sonriendo: "Es el Capitán Flint... Mi loro..."

En efecto, un loro bastante grande, de aspecto muy severo


cuando oermanece callado, está encerrado en una jaula colgada de uno
de los venanales.
Estrella y Octavio observan de cerca al Capitán Flint.

OCTAVIO: Ten cuidado... No hay que fiarse de


él... Es un pirata. Fíjate en su cara... ¿Ver
dad que tiene pinta de malo?

ESTRELLA: Muy bueno no parece.

OCTAVIO: Es malísimo. Pero a mí me gustan


los malos. Los buenos son siempre un poco
tontos... Lo único que pasa es que tienen
73.-

más suerte que los malos....

ESTRELLA: ¿Cuantos años tiene?

OCTAVIO: Ni se sabe... Seguro que más de


cincuenta....

ESTRELLA: ¿Tantos?

OCTAVIO: Cincuenta o más. Estos bichos


no se mueren nunca. Yo lo tengo desde –
hace cuatro....

ESTRELLA: ¿Y cómo la has conseguido?

OCTAVIO: Me lo regaló mi tío. El se lo


compró al cocinero de un barco. Por eso
sabemos que ha dado dos veces la vuelta
al mundo... El cocinero se lo ganó a -
las cartas a un boxeador negro que lle-
vaba al loro a todos los combates porque
decía que le daba suerte....
¿Te imaginas las cosas que habrá visto?
Lo malo es que no cuenta nada... No ha-
bla.

ESTRELLA: A lo mejor, como ha viajado


tanto se hace un lío con los idiomas...

OCTAVIO: +Que vá! Lo que pasa es que no


le dá la gana... Es un bandido...

En ese momento, el loro suelta un par de carcajadas


terroríficas.

ESTRELLA: !Cómo se ríe! Dá miedo....

OCTAVIO: Sí... eso es lo mejor que tiene


... La risa.... ¿Verdad que parece la de
un demonio?

ESTRELLA: Casi...

OCTAVIO: Cuando lo compramos, había


perdido hasta el nombre... pero mi tio y
74.-

yo le bautizamos. Ahora es el Capitán


Flint....

ESTRELLA: Flint....

OCTAVIO: Sí... ¿Tú no has leido "la isla


del Tesoro?".

ESTRELLA: No.

OCTAVIO: ¿Que no la has leido?

ESTRELLA: He visto la película...

OCTAVIO: Te
/ienes que leerla. Te la puedo
prestar... Vas a ver lo que es bueno...
Flint es el loro de John Silver... No sé
si te acuerdas... el pirata....

ESTRELLA: Sí, me acuerdo... el de la pata


de palo...

OCTAVIO: Ese... Bueno, voy a buscarte el


agua.... Espera aquí un momento.

Octavio dale. Es entonces cuando Estrella se mueve un poco


por el salón, lanzando una mirada distraída aquí y allá. Encima de una
mesita hay una foto de una mujer muy bella, que atrae de inmediato su
atención. Estrella se acerca y coge la foto. La mira:

VOZ INTERIOR DE ESTRELLA:


"Un retrato de mujer llamó mi atención.
Su rostro me era familiar. ¿Dónde la había
visto antes? Lo recordé de pronto: en las
carteleras de un cine en el que ese día me
estaba prohibida la entrada. La mujer era
Irene Rios, la misteriosa actriz".

El descubrimiento causa a Estrella una fuerte impresión.


Irene Ríos está allí, es sin duda alguien que ha vivido o sigue vivien-
do en la casa. Casi de inmediato, la joven piensa: Irene Rios y Laura
Quintana pueden ser la misma persona.
75.-

Por el pasillo, Octavio regresa de la cocina con un


vaso grande de agua en la mano. Al pasar por delante de una habi-
tación, vé una luz encendida, y abre la puerta. Al otro lado, el
gabinete de trabajo, lleno de libros y papeles, de Alvaro, el tío
de Octavio.

Alvaro Quintana tiene unos cuarenta y tantos años. Es


licenciado en Filosofía y Letras, y forma parte del claustro de
profesores del Instituto de Enseñanza Media "Maese Rodrigo", de
Carmona. Está trabajando, sentado a una mesa, con los postigos de
la ventana completamente cerrados, aunque sea de día. A la luz
de un flexo, que dá directamente sobre sus manos, vemos que escri-
be con la izquierda; la derecha parece enfundada en un fino guan-
te de cuero negro, (ocultando probablemente una herida, protegién-
dola del frio), que destaca sobre la blancura del folio en que to-
ma notas, mientras corrige los exámenes de sus alumnos.

Octavio se disculpa por la interupción. En ese momento,


en el salón cercano se produce un ruido: algún objeto cae al sue-
lo, se rompe, y el loro chilla. Octavio deja el vaso de agua encima
de la primera superficie que encuentra y sale corriendo, ante el –
asombro de su tío.

Cuando Octavio entra de nuevo en el salón, vé cómo Es-


trella está agitando su mano derecha: el loro le ha dado un fuerte
picotazo en el dedo. En el suelo, un jarrón roto, flores y agua
desparramadas... La jaula del loro se balancea en el aire mientras
el bicho sigue chillando.

Unas gotas de sangre brotan del dedo de Estrella. Octa-


vio saca un pañuelo blanco del bolsillo y se lo ofrece a la chi-
ca: "Ya te he dicho que es un demonio..." Octavio detiene el vai-
ven de la jaula. El capitán Flint suelta una de sus tremendas car-
cajadas, como para rubricar su violenta reacción. Los dos jóvenes
no tienen más remedio que echarse a reir. "Qué bandido!".

Octavio se agacha y empieza a recoger los restos del


76.-

jarrón.
Estrella se inclina, disculpándose: "Lo siento, pero me dió un
buen susto..." "No importa. Total, en esta casa todos los días
se rompe algo... Voy a por un trapo".

En el umbral de la puerta, llevando el plato con el


vaso de agua, está el tío Alvaro, un poco perplejo. Al entrar ha
visto a su sobrino agachado en el suelo, tratando de reunir los
fragmentos de un jarrón, y a una chica desconocida a su lado, que,
al parecer, se ha herido en la mano.

Antes de salir, al cruzarse con él, Octavio le aclara de


pasada, sin detenerse, a propósito del vaso de agua: "Es para ella".
Alvarp dá unos pasos en dirección a la chica. Esta se acerca tam-
bién, y coge el vaso.

ESTRELLA: Gracias.

Estrella empieza a beber. Alvaro indica el dedo encuel-


to con el pañuelo, ligeramente ensangrentado.

ALVARO: Vaya, te has cortado...

Estrella, sin dejar de beber, apurando el vaso, mueve


la cabeza en sentido negativo. Justo en ese momento, el loro suel-
ta una carcajada. Alvaro señala al Capitán Flint; Estrella asiente.
Alvaro hace un gesto de contrariedad, y se aproxima a la jaula.

OCTAVIO: Capitán, creo que nos debe


usted una explicación...

El loro, esta vez, se limita a chillar brevemente.

ALVARO: ¿Eso es todo?

Una pausa. Estrella se situa al lado de Alvaro. El loro


no añade nada.

ALVARO:

Entonces, se acabó...

Alvaro cubre la jaula con un trapo grande,negro, casti-


gando al animal.
77.-

Explica a Estrella:

ALVARO: Es un loro pirata. Nunca ha te-


nido buenas compañías... Y así ha salido
... Le gusta el Mal y disfruta haciéndo-
lo... A ver ese dedo...

Estrella le muestra el dedo.

ALVARO:

Un buen picotazo... sí, señor... ¿Duele?

ESTRELLA: Un poco. Fué solo un momento...


Lo peor es que me asusté y tiré el jarrón…

ALVARO: ¿Eres amiga de Octavio?

ESTRELLA: Sí... Bueno le acabo de cono-


cer.

Octavio entra llevando en las manos una bayeta, un frasco


de alcohol y un paquetito de algodón. Enseguida advierte que su tío
ha tapado al loro.

OCTAVIO: Le has tapado...

ALVARO: S'i, lo he mandado a la bodega,


a ver si escarmienta.

OCTAVIO: ¿Este? Jamás...

Octavio va a recoger el agua. Estrella se sienta en un


tresillo. El tío interviene, cogiendo del brazo a su sobrino.

ALVARO: Deja eso, hombre... Trae... Atien


de a esta amiga tut
/ya... ¿Cómo te llamas?

ESTRELLA: Estrella...

ALVARO (A su sobrino) Está herida....

Alvaro se limita a extender la bayeta, cuidadosamente,


eso sí, sobre el charco de agua. Después, sale en busca de algo.

Octavio se sienta al lado de la chica, con el frasco de


alcohol y el paquetito de algodón, dispuesto a curar la herida.
78.-

Estrella se quita el pañuelo del dedos y se lo ofre-


ce.
OCTAVIO ¿No lo necesitas?
ESTRELLA: Ya, no.

Octavio se guarda el pañuelo en un bolsillo. El re-


trato de Irene Ríos está en una mesita cercana, casi a su mis-
ma altura. Estrella lo mira un tiempo, para que Octavio se dé
cuenta, y pregunta sin darle importancia:

ESTRELLA: ¿Quién es?

Octavio sigue la mirada a Estrella un segundo, mien-


tras quita el corcho al frasco. Contesta rápido.

OCTAVIO: Mi madre.

Acto seguido comienza a empapar de alcohol un trozo


de algodón.

OCTAVIO: Esto te va a doler un poco...


Déjame ver...

Estrella vuelve a mirar el retrato.

ESTRELLA: ¿Cómo se llama?

OCTAVIO: ¿Quién?

ESTRELLA: Ella...

OCTAVIO: Laura...

Octavio dá alcohol al lado de la chica.

OCTAVIO: Escuece?

ESTRELLA: Un poco.

Octavio retira el algodón, y se levanta.

OCTAVIO: Ya está...

En ese momento regresa Alvaro con un jarrón lleno


de agua en la mano.

ALVARO:

?Cómo va eso?
79.-

OCTAVIO: Muy bien.... Ya está curada....

Octavio se dirige a guardar en un pequeño armarito


el frasco de alcohol y el algodón; al cruzarse con su tío, di-
ce:

OCTAVIO: Seguro que tú conoces al padre


de Estrella...

Alvaro recoge las flores y las va metiendo una a una


en el nuevo jarrón; parece concentrado en esta tarea, así que
ni siquiera levanta la vista cuando pregunta:

ALVARO: ¿Cómo se llama?

Estrella dude. Luego, contesta.

ESTRELLA: Agustín Arenas...

En el rostro de Alvaro surge de pronto una expresión


de gravedad. Hace una pausa en su tarea; después, termina de -
meter la última flor. Octavio, a sus espaldas, pregunta en voz
alta, desde un ángulo del salón:

OCTAVIO: ¿Le conoces?

Alvaro se vuelve. Sus ojos tropiezan con los de Es-


trella. Contesta en voz baja.

ALVARO: Sí... Claro, Agustín... Le conoz-


co...

VOZ INTERIOR DE ESTRELLA:


"Alvaro Quintana me miró a los ojos. Enseguida
comprendí que él sabía que mi padre había muer-
to".
80.-

Estrella regresa a su casa. En la cocina, está Mila-


gros, preparando la cena: pela patatas, bate huevos, etc... sin
dejar por ello de hablar, haciendo una pausa en sus acciones para
destacar un detalle de lo que cuenta, siempre de una manera ex-
presiva.

Estrella dice que ha estado visitando la casa de los


Quintana. Ello dá pié a Milagros para que hable de Laurita, la
única novia que tuvo Agustín en el pueblo.

MILAGROS: Una cara bonita y una cabeza loca, ea.


Figúrate que haste le dió una temporada
por meterse artista... Ahora, no. Ahora
dicen que ha cambiado mucho... Pero an-
tes... !Cuántas veces la he visto yo,
cuando ella era todavía una cría, salir
a la calle vestida como si fuera carna-
val! Y Laurita, nada. tan tranquila.
Claro que en esa familia siempre hubo
alguien tocao de aquí... (Hace un ges-
to característico).

Milagros continúa luego relatando la historia de los


últimos miembros de la familia. Habla de dos Ricardo, el padre
de Alvaro y Laura, hombre de ideas republicanas, expulsado de
su cátedra de Historia a raíz de la guerra, gran amante del tea-
tro.

MILAGROS: Le gustaba las comedias a rabiar. No


habia año, por Feria, Todos los Santos
o Navidad que no diera en su casa algu-
na función. En el patio se armaba el –
escenario. Y allí tenía que trabajar –
todo el mundo. Hasta tu padre dió la –
cara y se lució haciendo el Tenorio...

Don Ricardo pasó toda la guerra encerrado en su casa,


vigilado. Murió al poco tiempo.

Estrella cita luego a Octavio, el hijo de Laurita,


81.-

Dice que le ha conocido y que es muy simpático. Milagros opina:

MILAGROS: !Pobrecillo! Menuda cruz tiene...


Toda la vida sin un padre como --
Dios manda....

ESTRELLA: ¿Qué le pasó?

MILAGROS: A saber... Siempre se ha dicho


que murió antes de que él naciera,
pero hay algunos que dicen que no,
que de morirse nada, que vive aún,
pero que es un calavera que no ha
querido saber nada del chiquillo...
Decires hay para todos los gus-
tos.... que también algunos juran
que la culpa de todo la tiene ella,
Laurita, que se empeñó en ser ma-
dre soltera... A saber lo que hay
ahí...

Luego le toca el turno a Alvaro Quintana.

MILAGROS: Era amigo de tu padre, sí... Un se-


ñorito muy fino, muy educao... pero
lo que es la vida, no ha tenido
más remedio que ponerse a trabajar
como su hermana. Me han dicho que
está de profesor en el Instituto...
Tuvo muy mala suerte ese muchacho.
Cuando la guerra le llevaron al –
frente a la fuerza, como a tantí-
sima gente, y allí se conoce que
le pudo el miedo, y entonces él
mismo, para no tener que luchar,
cogió y... !Pum! (hace un gesto
muy expresivo usando el tenedor de
madera que sostiene en la mano en
ese momento).... se hizo migas la
mano. El contó que estaba limpiando
82.-

el fusil y que se le había disparao, pero


si no llega a ser por tu tío Perico le man-
dan derechito al paredón...

Milagros acaba:

MILAGROS: Total: que en esa casa anocheció y aún no


ha amanecido.. Ya ves qué desgracia de fa-
milia. Casi igualita que ésta... Pero bue-
no, ya basta de hablar de cosas tan negras,
que te vas a poner aún más triste... No sé
por qué las cuento.... la sinhueso, que no
sabe estar parada... ¿te gusta la sopa de
picadillo? Toma, pruebala....

Milagros ofrece a Estrella una cucharada de sopa.

MILAGROS: Cuidadito, que quema... ¿te gusta?

ESTRELLA: Mucho.

MILAGROS: Le falta un poco de hierbabuena, que se me


ha terminao... ¿Quieres ir tú a buscarla?

ESTRELLA: ¿A dónde?

MILAGROS: Abajo, al jardín, ¿Sabes qué planta es?

ESTRELLA: Sí. A mi padre le gustaba tener siempre


hierba buena en casa...

Milagros levanta los ojos al cielo, junta las manos.

MILAGROS: !Ay! Agustinillo, lo que has hecho a tu ta-


ta... Ya estarás contento, cabezón.... que
de aquí no tenías que haberte movido nunca...

Milagros se echa a llorar. Estrella le pasa un brazo por


los hombros.

ESTRELLA: Milagros... anda, no llores...

MILAGROS: !Qué cabezón era, qué cabezón era...


83.-

Se seca las lágrimas con una punta del delantal,


sentada en una silla baja.

MILAGROS: Corre, hija.... corre a buscar la


hierbabuena, que se va a enfriar la
sopa....

Estrella sale de la cocina. Milagros se queda senta-


da, con la cuchara de madera en la mano, ensimismada.
84.-

Los últimos momentos del atardecer. Todavía el cielo conserva un


cierto resplandor. Antes de la cena, Estrella ha subido a la terraza, a reco
ger un camisón que había colgado a secar. Contempla un momento el pueblo...
y la casa de los Quintana al fondo, en esa placita que parece un claro en me-
dio del laberinto de calles: dos de sus ventanas están iluminadas.

Al bajar de la terraza, sin poder resistir la tentación, Estrella


ha entrado en el desván. Es la segunda vez que acude sola. Bajo la débil luz
que penetra a través de las claraboyas, el lugar adquiere un ambiente distinto,
más fantástico si cabe, un poco más sombrío, como si ocultara algún peliggro.

Como no hay luz electrica, Estrella ha encendido una vela. Abre el


armario, sumergiéndose casi en su interior, reparando en las pequeñas cosas
contenidas en sus rincones: un cortaplumas, un monedero, una insignia, unas
gafas de sol rotas, más papeles... Estrella, en realidad, busca más cartas, pero,
al parecer, no las hay. Vé un sobre un poco más grande de lo normal: está lleno
de fotografías. Es un nuevo hallazgo.

Noche cerrada. En su habitación, Estrella mira las fotos. Casi


todas pertenecen a la misma época, la comprendida entre los dieciseis y los
diecinueve años de Agustín. En algunas, se halla acompañado de Laura Quintana.

Vemos a Laura y Agustín en el jardín de los Quintana. Bajo los


arboles; al pié, una nota: "Verano, 1.932". En bicibleta, por una carretera.
Sentados bajo las gradas del Anfiteatro Romano de Itálica. En el patio de la
casa. En una representación de"Don Juan Tenorio"; Laura interpreta a Doña Inés.
Imágenes que reproducen la misma historia de amor contenida en las cartas.
Basta mirarlas para pensar: "Estos dos, se quieren."

Otras fotos, de Laura, sola: en el parque sevillano de María Luisa,


sentada junto al monumento dedicado al poeta Gustavo Adolfo Bécquer; en la
Feria de Abril, vestida de gitana... Hay que examinar atentamente el rostro
de Laura Quintana para comprobar que allí están los mismos rasgos que, diez
años después, bajo el artificio de maquillaje y los adornos, marcados por el
paso del tiempo, configurarán la imagen, un tanto sofisticada, de "mujer fatal",
de la actriz Irene Ríos.
85.-

Sin embargo, la foto que esta noche Estrella vuelve a observar


una y otra vez, ya la conocemos. En ella Agustín aparece con once años de
edad, más o menos, en compañía de Milagros.

Estrella está tratando de explusar la oscura intuición que anida


en el interior de sí misma desde hace unas horas. No lo logra. Por el contrario,
su presentimiento se hace más intenso, crece y crece hasta adquirir los per-
files definidos de la certidumbre: los rasgos de Agustín-niño, son muy parecidos
a los de Octavio.

Surgiendo del presente, y arrastrandola hacia el pasado, a la memo-


ria de Estrella acuden atropelladamente los recuerdos: las palabras recientes
de Milagros, esa tarde, en la cocina, a propósito de Octavio ("Toda la vida
sin un padre como Dios manda..."), la ausencia en la casa de los Quintana de
toda referencia a una posible figura paterna, el último dialogo con Agustín
("Irene Rios? No, no... conmcí a una mujer que se parecía mucho a ella, pero
a Irene Ríos, no...")

Aquella tarde lejana, en el Gran Hotel, la mentira de su padre fué


una verdad a medias. Pero no es ésto lo más importante. Lo esencial es que
Estrella, de pronto, vé dotada de sentido una parte fundamental del drama de
su padre: sus fugas nocturnas, su ensimismamiento, su amargura, sus impulsos
de autodestrucción, sus silencios...

¿Por qué no puede estar allí la explicación de todo, insinuada sen-


cillamente en aquellas fotos?. Una pareja de novios, una separación, un amor
que se hace oculto, un niño... Una historia como tantas otras, casi vulgar.

Estrella mira una vez más el rostro de Agustín-niño. Luego, observa


su dedo, donde queda la huella del picotazo del capitán Flint. Acariciando
suavemente la pequeña herida, casi sonríe... En sus pensamientos, la somba de una
duda: su intuición ¿será cierta?

Octavio, en pijama, a punto de acostarse, está colgando la jaula


del Capitán Flint de un soporte situado en un angulo de su habitación, cúmpliendo
así un rito que mantiene desde hace años. Levanta un momento el trapo negro que
cubre la jaula, como si recordara algo. El loro aparece insomne, completamente
86.-

inmóvil, las plumas de la cola muy revueltas, y una expresión adusta y un


tanto enigmática en la mirada. Octavio dice a modo de despedida: "Cada día
estás más loco..." Y vuelve a cubrir al animal.

Octavio se mete en la cama. Sobre la mesita, doblado, está su


pañuelo. Lo coge y desdobla lentamente. Vemos su blancura salpicada de manchas:
es la sangre de Estrella. Octavio se queda mirándola.

A la mañana siguiente, Estrella coge el teléfono y pide a la


operadora que marque ese número que ya se sabe de memoria. En el auricular
surge la voz de Octavio. Estrella certifica así que, en efecto, su padre llamó
a casa de los Quintana la última noche de su vida: algo de lo que estaba ya
plenamente convencida.

Sin embargo, lo que ahora importa más de esa voz alegre que está
repitiendo al otro lado del hilo: ¿Quien es? Estrella se identifica. ¿Qué
tal la herida" "¿Que tal el Capitán?" "Sigue a oscuras, en la bodega... creo
que hoy no subirá a cubierta..." El humor de Octavio hace sonreir a Estrella.
Se citan.

Octavio enseña a Estrella sus lugares favoritos: rincones del


pueblo desperdigados aquí y allá, la mayoria solitarios. Recreados desde que
era niño, en su imaginación, Octavio los ha ido convirtiendo en los escenarios
de sus fantasias y juegos predilectos. Juegos y fantasias inspirados, entre
otras cosas, por una serie de mitos en los que se dan cita los viajes, la
aventura, el combate contra el Mal, la amistad, el valor, etc... y que le han
ayudado, sobre todo, a trascender su soledad. Ese mundo suyo tan particular,
autosuficiente, feliz en cierto modo, está a punto de cambiar. Octavio vé con
tristeza cómo su infancia se aleja. Pero de pronto, empieza a ocurrir algo: no
está tan solo como creía. Incluso parece capaz de abrir a otra persona su
mundo más íntimo. ¿Que es lo que está pasando?. Chiss... Alguien se acerca:
se llama Estrella.
87.-

Octavio y Estrella están en la Necrópoilis romana.

Esta tarde, en cuanto ha salido del Instituto, tras acudir a


la cita que establecieron por teléfono, Octavio ha llevado a Estrella a
otro de sus lugares favoritos, del cual ya habló el día anterior.

Los senderos laberíndicos discurren entre geranios y arrayanes


alrededor de más de trescientas tumbas. Octavio conduce a la chica hasta
la tumba que considera más hermosa, quizá la más grande de todas: la de
Servilia, la patricia romana que, según la historia, murió siendo muy joven.
Su estatua se halla en un ángulo de la cripta.

Octavio conoce muy bien el lugar. Lo ha frecuentado mucho. Al


principio guiado por su tío Alvaro; y después,solo. La atmósfera de esa
tumba le atrae mucho, sin saber muy bien porqué. Quizá se deba un poco a
la presencia de la estatua, bellísima, que humaniza radicalmente todo el
conjunto.

Octavio y Estrella contemplan la estatua de Servilia y su


sarcrófago.

A la puerta de la tumba hay dibujado un pájaro multicolor con


una ramita en el pico. Según el tío Alvaro -cuenta Octavio-, el pájaro está
allí porque en esos tiempos se creía que el alma abandonaba el cuerpo del
hombre en forma de pájaro, o quizás llevada por un pájaro.

La atmósfera de la tumba impresiona vivamente a Estrella. Los


dos jóvenes abandonan lentamente, casi en completo silencio, la Necrópolis.
En el umbral de la puerta, Octavio dice que, para él, esta visita ha sido
muy distinta a todas, y además le pasó algo extraño: en la cripta, casi a
oscuras, al quedarse un momento solo, sintió de pronto un leve roce en la
frente, casi como un pájaro, surgiendo asustado de las tinieblas, le hubie
se tocado con sus alas.
88.-

Dentro del pueblo, la geografía particular de Octavio incluye


además de la Necrópolis, la antigua estación de ferrocarril, abandonada en
la actualidad. Es otro de sus lugares favoritos. Allí lleva a Estrella, al
salir de la Necrópolis.

Las hierbas crecen muy altas entre las vías. El reloj de la


estación ha desaparecido; solo queda, suspendido en el aire, el cerco re-
dondo de su marco. Las pizarras de avisos ya no anuncian las llegadas y
las salidas de los trenes; los chavales las han ido llenando de dibujos e
inscripciones de todo tipo. Ventanas y puertas aparecen, en su mayor parte,
clausuradas. Sin embargo, en el interior del principal edificio, vive una
persona: un viejo ferroviario, ya juvilado, encargado no obstante del ser
vicio de mantenimiento.

Bajo la marquesina, ya apenas sin cristales, sentados en el


borde del andén, las piernas colgando sobre las vías, como si del muelle
de un puerto se tratara, Estrella y Octavio conversan. Su confianza va en
aumento. En su charla se deslizan las confidencias, sobre todo por parte
de Octavio, que fuma un cigarro rubio con pretendida desenvoltura.

OCTAVIO: Oye, ¿tú no estudias?

ESTRELLA: Sí, no mucho, pero estudio...

OCTAVIO: ¿Con algún profesor particular?

ESTRELLA: No. Yo también voy a un Instituto...

OCTAVIO: ¿Y ya os han dado las vacaciones? Díme donde está


que me apunto.

Estrella sonríe.

ESTRELLA: No nos han dado las vacaciones... Todavía... no...

OCTAVIO: Entonces tú has venido aquí por las buenas...a des-


cansar...

Lo ha dicho en broma, pero en seguida advierte que en reali-


dad ha acertado y Estrella se los toma en serio.
89.-

ESTRELLA: Sí... y a ver a mi abuela...

El tono de Octavio, en consecuencia,cambia, se hace más serio,


pero por poco tiempo, como veremos.

OCTAVIO: ¿Has estado enferma?

ESTRELLA: Sí, un poco... ¿No se me nota la pinta de anémia?

Y añade, con doble sentido.

OCTAVIO: Yo te veo muy bien...

Estrella lo capta. Los dos sonríen. Octavio lanza humo como


una chimenea.

ESTRELLA: Pues lo estoy...Te lo juro...

OCTAVIO: No te quejes... que tienes mucha suerte... No es


facil viajar como tú, sola...

ESTRELLA:Lo sé. Y yo es la primera vez que lo hago...

OCTAVIO: Pero tus padres te dejan ¿no?

Estrella vacila antes de contestar.

ESTRELLA: Mi madre,sí...

Octavio pregunta un tanto extrañado:

OCTAVIO: Y tu padre ¿no?

Estrella no dice nada, mueve muy lentamente la cabeza en senti-


do negativo, mirando al suelo. Hay una pausa, Octavio pregunta con timidez.

OCTAVIO:¿No vive contigo?

Estrella se decide a hablar de una vez:


90.-

ESTRELLA: Sí... Vivía... Murió hace quince días...

Un silencio más prolongado que los otros.

OCTAVIO: Perdona... No lo sabía.

Estrella se vuelve hacía Octavio.

ESTRELLA:¿Me das un cigarro?

Octavio saca con toda rapidez que puede un paquete de "Ches-


terfield". Como le estorba, tira la colilla que mantenía entre los labios.
Pasa un cigarrillo a Estrella y luego enciende una cerilla. El viento se
la apaga. Enciende una segunda: lo mismo. Una tercera (se acordará el es-
pectador de la imagen -una de las últimas- de Agustín, en la noche, solo,
en medio de una acera, tratando inútilmente de encen der una cerilla?).
Octavio lo consigue, al fin. Estrella dá unas chupadas como puede y ya es
tá encendido el cigarrillo.

ESTRELLA: Es la tercera vez que fumo en mi vida...


¿Tú fumas mucho?

OCTAVIO: A veces... Cuando le cojo algún paquete a mi tío...


El lo sabe, pero no le importa.

Estrella empieza a toser.

OCTAVIO: ¿Te pica?

Estrella continua tosiendo, así que la respuesta es obvia. No


obstante...

ESTRELLA: Sí...

OCTAVIO: ¿Pero tú te tragas el humo?


91.-

Por un momento, Octavio ha llegado a pensar que Estrella es


capaz de hacer algo que él no hace.

ESTRELLA: Creo que no... No sé cómo se hace...

Nueva racha de tos. Estrella mira a Octavio y le muestra el


cigarro.

ESTRELLA: ¿Lo tiro?

OCTAVIO: Sí, tíralo...

Estrella arroja el cigarrillo con fuerza, a las vías.

Octavio, de pronto, retoma un tema, como si no puediera ya


guardar silencio por más tiempo.

OCTAVIO: ¿Sabes una cosa?

ESTRELLA: Qué...

OCTAVIO: Mi padre también murió...

Estrella no dice nada. Hay una pausa. Estrella casi se vé


obligada a preguntar algo:

ESTRELLA: ¿Hace mucho?

OCTAVIO: Sí...

ESTRELLA: ¿En la guerra?

OCTAVIO: No. Después... Yo acababa de nacer...


Pero nunca le ví.

ESTRELLA: ¿Nunca?

OCTAVIO: Nunca. Y él tampoco a mí... Mi madre me lo contó


todo... El era marino y pasaba mucho tiempo em-
barcado. Se puso enfermo y le tuvieron que dejar
en una isla... Allí murió. Está muy lejos... pero
yo pienso ir alguna vez...
92.-

Estrella y Octavio guardan silencio. En ese momento, la hierba


muy seca que se extiende alrededor de las vías, justo enfrente de donde se
encuentran sentados los dos, empieza a arder. El cigarrillo encendido tira-
do por la chica poco antes, ha debido ser el causante. En unos instantes,se
alzan las llamas.

Estrella se asusta. Coge, primero, el brazo de Octavio; luego


su mano. Así, cogidos de la mano, se ponen en pié.

Octavio, cuyo primer impulso había sido lanzarse a las vías


para tratar de apagar el fuego, al notar la mano de Estrella se ha queda-
do quieto, muy quieto. Mira fascinado crecer y crecer las llamas. Lo mis-
mo le pasa a Estrella.

De pronto, Octavio siente que la mano de Estrella, en el


interior de la suya, está temblando. Octavia la aprieta, pero el tem-
blor no cesa. A pesar del calor que despide el fuego, Estrella tiembla de
piés a cabeza. Octavio mira el rostro de la muchacha, que se halla de per
fil:

Estrella está llorando.

OCTAVIO: Estrella...

Lo ha dicho en voz baja. Es igual, en cualquier caso ella no


puede oírle, concentrada en las llamas, como hipnotizada: sin duda, está
pensando en alguien...

OCTAVIO: Estrella...

La mano izquierda de Octavio sube al rostro de Estralla, a


tapar sus ojos húmedos de llanto: frágil caricia que pretende libertarlos
de la atración irresistible de las llamas y los recuerdos dolorosos. Cuan-
do esa mano cubre, en efecto, la mirada de Estralla, el encantamiento del
fuego cesa.
93.-

Estrella, entonces, mira a Octavio; es como si lo viese por vez primera,


tan solo y frágil como ella. Le abraza.

Están allí los dos, abrazados, de pié en el andén de esa es-


tación abandonada, junto a las vías invadidas por el fuego. El viento se
lleva el humo hacia el horizonte donde el sol está cayendo. Desde la puer
ta de la que en tiempos fué Sala de Espera y hoy es su único hogar, un -
viejo, el ferroviario jubilado, muy nervioso grita:

FERROVIARIO: ¿Qué habéis hecho, chavales?¿No véis que vamos


a arder todos?

Octavio y Estrella no parecen haber oído al pobre viejo. Y sin


embargo, sus palabras tienen algo de oráculo.

Estrella dá unos pasos hacia Octavio. Están en el "Picacho",


una atalaya natural en la que se alza una torre vigía medio arruinada.
Desde este lugar se divisa el inmenso panorama de la vega (El "Mar de la
Vega", como la llaman en Carmona.) A sus espaldas, las casas del pueblo.

ESTRELLA: Es cierto, parece el mar...

OCTAVIO: !Claro! Y eso que no la has visto cuando


el trigo está verde y sopla la marea...
¿Sabes a qué llaman la marea?

ESTRELLA: Ni idea.

OCTAVIO: A este vientecillo que corre... Cuando sopla la marea,


y el trigo está verde, toda la vega parece el mar de
verdad... No tiene nada de raro porque antes llegaba
hasta aquí...

ESTRELLA: ¿Hace mucho?

OCTAVIO: Sí, Miles de años. Mi tío dice que todo está


lleno de fósiles marinos...

Una pausa. Estrella vuelve a contemplar el paisaje.


ESTRELLA: Es un sitio muy bonito.

OCTAVIO: A mí es de los que más me gustan... Vengo aquí


siempre... Te voy a enseñar una cosa.
94.-

Octavio se sitúa enfrente de Estrella.

OCTAVIO: Cierra los ojos...

Estrella sonríe.

ESTRELLA: ¿Para qué?

OCTAVIO: Tú, cierralos...

Estrella cierra los ojos.

OCTAVIO: No, no los cierres del todo...


Un poco menos...

Estrella los habre levemente.

OCTAVIO: Así... Ahora mira al frente...

Octavio se coloca ahora a la misma altura que la chica de ca


ra a la vega, la mirada perdida en el horizonte.

OCTAVIO: Díme, qué ves...

ESTRELLA: El mar...

OCTAVIO: Qué más...

ESTRELLA: Caminos...

Octavio, un poco impaciente.

OCTAVIO: Sí, pero que más...

ESTRELLA: Cortijos...

Octavio decididamente impaciente.

OCTAVIO: Al fondo del todo...

ESTRELLA: Montañas...
95.-

Octavio exclama, los ojos entrecerrados.

OCTAVIO: !Islas!

Se vuelve hacia Estrella

OCTAVIO: Estrella... Son Is-las!

Estrella mueve ligeramente la cabeza, dudando, los ojos abiertos.

OCTAVIO: No, no abras los ojos... Fíjate bien.

Estrella cierra ligeramente, de nuevo, sus ojos. Una pausa. Lue


go va diciendo lentamente:

ESTRELLA: Sí... es verdad... parecen islas.

Octavio sonríe abiertamente, satisfecho.

OCTAVIO: Cuando en la vega hay un poco de niebla no necesitas


cerrar los ojos para verlas...

Atardece. Octavio y Estrella,juntos, miran el mar y las islas.

Sentada al volante de un viejo Citroen (un "once ligero"), de


color negro, una mujer de aire elegante, vé a través del parabrisas a Oc
tavio y Estrella, caminando por la carretera: es Laura Quintana.

Octavio marcha tan enredado en la conversación que no se dá


cuenta de la presencia del coche. Laura se sitúa a su altura y toca el
claxon un par de veces. Octavio, entonces, se vuelve. Laura detiene el co
che, pero deja al ralentí el motor.
96.-

OCTAVIO: Hola, mamá...

LAURA: Hola...

Laura ha dicho su "hola" mirando hacia Estrella que se ha que


dado de pié, en la cuneta, alejada unos metros, sin saber muy bién que ha-
cer. Octavio capta la dirección de la mirada de su madre, y hace una seña
a la chica.

OCTAVIO: Estrella, ven...

Estrella se acerca. Laura, ahora sí, quita el contacto, paran


do el motor, abre la puerta y sale al encuentro de la muchacha. La besa en
las mejillas, aparentemente con afecto. Estrella, sin embargo apenas reaccio
na; quizá se haya demasiado sorprendida; pero hay en su actitud una cierta
frialdad, y, en su mirada, un atisbo de dureza.

LAURA: ¿Cómo estás?

ESTRELLA: Bien...

LAURA: Me dijeron que estabas aquí...

Estrella no dice nada. Laura, un poquito desconcertada, pre-


gunta:

LAURA: ¿Sabes quién soy?

Estrella asiente primero con la cabeza, ratificando luego con


viva voz, como queriendo dar a entender que sí, que lo sabe de sobra, que
lo sabe todo.

ESTRELLA: Sí.

Afortunadamente, en ese instante, surge Octavio:

OCTAVIO: Vamos a casa... ¿Nos llevas?


97.-

LAURA: Claro... Anda, Estrella, sube...

En un primer momento, Laura piensa que alguno de los dos va


a sentarse a su lado, pero Octavio, muy decidido, sin pensárselo siquiera,
cierra la portezuela delantera de golpe. De algún modo, Laura es sensible
a ese gesto repentino de su hijo, poco habitual en él. Toma asiento al vo
lante y así puede observar a través del espejo retrovisor, situado en el
centro del coche, que Octavio está abriendo la portezuela de atrás para
dar paso a Estrella. La chica entra. Parece que Octavio va a seguirla, pe
ro no es así, ya que cierra la puerta. ¿Se irá a sentar ahora junto a su
madre? No. Octavio dá la vuelta a la parte trasera del coche, abre la pri
mera portezuela que encuentra, y se sienta justo detrás de su madre, y al
lado de Estrella. Desde luego, no cabe duda de que Octavio está nervioso.
El coche arranca.

En el espejo retrovisor, Estrella acaba de descubrir los ojos


de Irene Ríos. Un sentimiento de irrealidad la invade. Cree durante unos
segundos que está soñando, pero, naturalmente, no es así. De momento Ire-
ne Ríos es solo un par de ojos, muy hermosos todavía, que la miran con al-
go más de curiosidad; pero allí está, conduciendo el coche, la mujer que
encarnó uno de los misterios de su infancia. !Cuántas imágenes acuden en
estos instantes a la memoria de Estrella! Demasiadas. Aquél primer hallaz-
go: un sobre, con un dibujo y un nombre trazados por la mano de su padre:
"Irene Ríos, Irene Ríos, Irene Ríos..." Su rostro en las carteleras de un
cine; su rostro en un programa de mano, ardiendo...

En Estrella, Laura ha reconocido los rasgos del hombre que un


día amó. Está viendo no sólo a la hija de Agustín; está viendo también, por
vez primera, simultáneamente, a Octavio y su hermana juntos (pero ésto úl-
timo, todavia no lo saben los espectadores; pueden sospecharlo, como Estrella,
pero en realidad no lo saben con seguridad) La ambigüedad invade la escena.
Se hace un silencio.
98.-

Octavio, que no entiende muy bien lo que pasa, vuelve a inter-


venir, aliviando la tensión. Ya en las calles del pueblo, Estrella dice que
quiere bajar, que se ha hecho un poco tarde y la estrrán esperando, que su
abuela se acuesta muy temprano. Ni Laura ni Octavio insisten en que les
acompañe.

Laura, al despedirse, se esfuerza en mostrarse afectuosa.

LAURA: Ven a casa cuando quieras...

Estrella baja del coche. Octavio lo hace tambien.

OCTAVIO: Nos vemos mañana?

ESTRELLA: Todavia no sé lo que haré...

OCTAVIO: Yo te llamo. ¿Quieres?

ESTRELLA: Bueno...

Octavio abre la puerta delantera y se sienta, ahora sí, al lado


de su madre. El coche parte.

Estrella camina unos metros y entra en la casa.

Desde una de las ventanas, Milagros la ha visto llegar. En su


rostro se dibuja una cierta preocupación.
99.-

Octavio y Estrella están de nuevo juntos, pero esta vez en el


jardín de la casa de Arenas, al día siguiente.

OCTAVIO: Mi madre no es lo que parece. Si la conocieras un poco,


te darías cuenta enseguida... Nadie imagina que fué actriz...
Y además muy buena... En mi casa todos han hecho de ac-
tores alguna vez.

ESTRELLA: Lo sé. Me lo ha dicho Milagros.

OCTAVIO: ¿Te habló de las comedias que hacia el abuelo?

ESTRELLA: Sí, ella se acuerda de todo muy bien... No se perdía


una...

OCTAVIO: Te imaginas mi casa llena de gente?¿Por qué no se podrá


nacer cuando uno quiera? Siempre nos perdemos lo mejor...

Estrella sonrie.

OCTAVIO: ¿De qué te ríes?

ESTRELLA: De nada

OCTAVIO: Te reías de algo, seguro.

ESTRELLA: Me reía porque yo he pensado muchas veces lo mismo...

OCTAVIO: Y ahora ¿no?

ESTRELLA: No sé... ahora me importa menos.

OCTAVIO: Pues a mi no... En serio, mi abuelo debió ser un tipo


increible... Fíjate que lo que más le gustaba era ver
a toda su familia haciendo teatro... Los disfrazaba a
todos... Ya no hay personas así. Mi tío tiene fotos de
esas funciones. Son muy divertidas.
100.-

ESTRELLA: He visto algunas. No sé si serán las mismas...

OCTAVIO: Donde las has visto?

ESTRELLA: Aqui. Las tiene guardadas Milagros.

OCTAVIO: Oye, a ver si me las enseñas...

ESTRELLA: ¿Tu madre trabajó en el cine?

OCTAVIO: Trabajó sobre todo en el teatro, pero sí, sí hizo cine.


Cuatro películas: "La luna vale un millón", "El sobre
lacrado", "Vidas cruzadas" y "Flor en la sombra"...

ESTRELLA: De esa me acuerdo...

OCTAVIO: ¿De cual?

ESTRELLA: DE "Flor en la sombra".

OCTAVIO: Seguro que no era mala... Mi madre dice que todas sus
películas eran malísimas, pero ella siempre exagera...
La pena es que nunca pude ver una... no eran toleradas...
En el teatro sí vi trabajar a mi madre... Era muy peque-
ño y no entendia las obras, pero me gustaba mucho como
actuaba ella... Viviamos en Barcelona... Y nací allí...

ESTRELLA: ¿Y por qué tu madre dejó de ser actriz?

OCTAVIO: No lo sé muy bien. Ella nunca habla de eso... En el


teatro, al principio, todos parece que se quieren mucho...
!pero menuda rivalidad hay! Tambien hay cosas buenas.
Yo me lo pasaba muy bien. Veía la función detras del
escenario. Ver a los actores de cerca es muy divertido...
A mí madre no le gustaba lo que hacía. Pocas veces es-
taba contenta, aunque la gente aplaudía... Ella es
así, quiere hacerlo todo muy bien, y si no sale a su gus
101.-

OCTAVIO: to, enseguida se desanima... Siempre estaba diciendo


que ella no valía para nada, que se había equivocado...
y que no queria andar de un lado para otro como una
maleta... Querá estar más tiempo conmigo... Y cuando
a mi madre se le mete una idea en la cabeza... Uf!.
Pero era una actriz muy buena... Casi nadie lo sabe.
Entonces usaba un nombre distinto, como hacen muchas
artistas... Se llamaba Irene...

ESTRELLA: ... Ríos...

OCTAVIO: ¿Cómo lo sabes?

Estrella sonríe enigmática.

OCTAVIO: Seguro que te lo ha dicho alguien...

Estrella no responde.

OCTAVIO: Milagros...

Sigue el silencio de Estrella.

OCTAVIO: Tu abuela...

ESTRELLA: Mi abuela, la pobre, no sabe donde tiene la mano


derecha...

OCTAVIO: Entonces...

ESTRELLA: Lo adiviné yo.

OCTAVIO: Venga, en serio...

ESTRELLA: De verdad, lo adiviné... Con ésto...


102.-

Estrella saca del bolsillo la cajita de laca negra. La abre.


Y saca el péndulo.

OCTAVIO: ¿Qué es eso?

ESTRELLA: ¿No lo vés? Un péndulo...

El péndulo oscila colgado de su cadenita.

ESTRELLA: Con él se pueden descubrir muchas cosas, pero hay


que tener unos poderes claro...

OCTAVIO: ¿Tú los tienes?

ESTRELLA: Todos, no. Solo algunos.

En medio del jardín, entre los árboles, Estrella inicia a Oc-


tavio en el manejo del péndulo, tal como su padre hizo con ella un día ya
muy lejano.

Milagros, al notar que las conversaciones entre los dos jóvene s


han cesado, piensa que algo sucede. Baja al jardín y los busca en silencio también.
De pronto, se detiene. Escucha:

ESTRELLA: Así... la mano suelta... despacito...


Como si estuviera muerta...

La expresión de milagros es inenarrable.


103.-

SINTESIS DE LO QUE SUCEDE A CONTINUACION


EN LA PELICULA

La historia de amor entre Estrella y Octavio, cree ante los ojos


inquietos de los adultos.

Estrella, a su pesar, es cómplice de los adultos. Guarda res


pecto a Octavio algunos silencios básicos, aunque trata poco a poco de rom
perlos: sugiriendo, haciendo ver sin decir explícitamente, revelando las
cosas sin nombrarlas. Así, inicia a Octavio en el manejo del péndulo; lle-
ga incluso -por azar- a bailar con él "En er mundo", el pasodoble favorito
de su madre. Estrella, pues, se debate en medio sw una contracción fun-
damental: siente que Octavio es su hermano, aunque no está del todo segu-
ra, y, al mismo tiempo, determinado momento, entre la atracción y el re-
chazo, el acercamiento y la huída: para desesperación del Octavio. Estre-
lla necesita saber la verdad, pero teme descubrirla.

Octavio es, en cierto modo, el inocente. Estrella es para


él su primer amor, con todo lo que eso entraña; la persona de la cuál sa-
le de la infancia. La historia de la muerte de su padre, narrada por Lau-
ra, fué para él, primero,la verdad; después, una ficción poética; ahora...
Necesita, de algún modo, seguir aferrado a ella; alimentar la esperanza
de poder ir un día a esa isla donde -dicen- está enterrado.

De niño, Octavio espiába sin tregua los retratos diseminados


por las habitaciones de su casa, preguntándose cuál de aquellos varones tan
serios podría ser sy padre: no vió marino alguno; le extrañó, pero no dijo
nada a nadie. Cuando comenzó a ir a la escuela, al pasar lista, reparó por
primera que llevaba el apellido de su madre en primer lugar. Al parecer, el
marino no le había dejado nada. Octavio buscaba en los mapas el lugar don-
de, según el relato materno, había muerto. Pensaba: "Algún día iré a visi-
tar su tumba". En el fondo ¿qué deseaba? Certificar que la historia era ver
dad. Eso lo comprendió después, al crecer, cuando, de pronto, apareció Es-
trella.
104.-

Laura es, sin duda, el personaje al que los acontecimientos in-


quietan y afectan más. Ha ocultado la verdad durante tanto tiempo... que
ha convertido al marinero en una estatua de sal. Y sin embargo, al inven
tar la historia, no hubo en esta mujer el más leve rasgo de premeditación
o cálculo. Todo surgió de la manera más simple y espontánea, una tarde,
cuando ella y Octavio vivian solos en Barcelona. El niño, que apenas te-
nía entonces tres años, estaba jugando en el suelo con su juguete favori-
to. A su lado,.Laura trataba de aprender los diálogos de una función que
debía ensayar el día siguiente. Octavio, sin abandonar del todo su entre
namiento, preguntó de pronto. "Y papá ¿dónde está?"... Lo volvió a pregun
tar otra vez, insistiendo, enérgico, hasta que ella dejó la lectura de
aquella comedia de"teléfonos blancos". Laura, un poco desconcertada, em-
pezo a hablar. Miraba a Octavio y, al mismo tiempo, veía el juguete que
estaba a sus piés. Acaso fue aquél juguete el origen de todo. Era de
madera, y representaba un barco mercante con chimenez; en el puente de
mando, su barbado capitán empuñaba el timón; cuatro ruedas -de madera tam
bién- lo hacían apto para navegar por el asfalto de la ciudad; al girar,
dotaban de vida al cuerpo del capitán, que movía la cabeza con energia,
afirmando nunca sabía muy bien qué. El barco tenía escrito en la proa un
nombre: "Nautilus". Pero como no era un submarino, Laura nunca estuvo se-
gura de si el capitán era Nemo; Octavio, en cambio, jamás lo dudó. En cual
quier caso, así surgió la historia del marinero, a la manera de esos cuen-
tos infantiles que madres e hijos suelen recrear juntos.

Ese barco de madera, con su capitán barbado, sigue estando en la


habitación de Octavio. El no es consciente de lo que en ese juguete se en
cierra -como Estrella no sabe todo lo que el péndulo es capaz de hacer-,
pero sigue conservándolo. A su lado, han ido apareciendo con los años otras
imágenes. Destacan dos: un retrato de Robert Louis Stevenson, el escritor
preferido de Octavio, y, probablemente, también de su tío Alvaro; una foto
de la familia Stevenson (la madre del escritor, su esposa, su hijastro, él
mismo), sentados en el porche de su casa de Samoa, rodeados de nativos de
recio aspecto.
105.-

Octavio siempre la ha considerado en su interior como la imagen de la


familia ideal, y está muy claro que le hubiese encantado retratarse con
ella.

Alvaro Quintana es cómplice de su hermana; al igual que Estre


lla, por la fuerza de las circunstancias sobre todo. En no pocos aspec-
tos, él ha formado a Octavio, aproximándole todo lo que ha podido a su
propia imagen de niño. Alvaro ha tratado de recuperar a través de su so
brino aquella edad de la vida -la única- con la que todavía cree poder
reconciliarse. El revés de esa tentativa es su mano enguantada, en la que
se esconde una cicatriz: la herida -el más puro horror- que él mismo se
hizo, aplicándose toda la violencia contenida en un conflicto civil
-la guerra- que, por circunstancias, le obliga a una elección, a un com
bate, que no eran suyos. A Alvaro le obsesionaba una cosa: no hacer da-
ño a nadie, pero¿cómo lograrlo?

Es Laura, pues, quien actúa, quien se enfrenta a Estrella. Lau


ra cree saber, pero en realidad, no sabe. Cree que Agustín murió en un
accidente -es la versión que Milagros ha puesto en circulación, acaso la
única que conoce la buena mujer-, pero no sabe que se suicidó. Estrella
se lo dice. Entonces, Laura se derrumba. ¿Y aquella llamada de teléfono,
la última noche? Nada, una de las que él hacía de vez en cuando. Conmo-
vida radicalmente -comprende que siempre amó a Agustín- Laura ofrece a
Estrella el relato de la única historia de amor de su vida.

Laura cuenta su encuentro con Agustín en aquél verano de 1.942,


en Madrid. No se habian visto desde 1.936.

Agustín trataba de encontrar un trabajo y al mismo tiempo, bus-


caba la forma de continuar sus estudios interrumpidos de medicina. Se había
casado, y Julia, su mujer, acababa de dar a luz en una aldea de Galicia.

Laura había abandonado Carmona -donde permaneció durante toda la


guerra – y había iniciado una carrera de actriz . Al cabo de dos semanas,se
separaron de mala manera.
106.-

Agustín decidió regresar a Galicia, con su mujer y su hija. Y


Laura se fué de Barcelona, donde tenía un contrato con una compañía de
comedias.

Fruto de aquél encuentro, nació Octavio.

Pero Laura jamás dijo a Agustín una sola palabra. Solamente


su hermano Alvaro supo la historia.

Durante años no se vieron. Un día,Laura recibió una carta de


Agustín; acababa de verla en una película. Tres meses después, Aguustín
fué a Sevilla al entierro de su padre. Hizo una visita a Carmona y vió
a Laura y también, por azar, vió a un niño: Octavio. Agustín intuyó en
un instante lo que había sucedido, pero era demasiado tarde. Laura "se
habia hecho mayor", como ella misma decía en broma.

Alvaro, comentando la actitud de su hermana, dijo: "Fué tu me


jor interpretación".

Estrella ha completado la historia de su padre, que, de algún mo


do, es la suya también. Ya puede partir. Pero ¿y Octavio?¿Le dirá a alguien
la verdad? ¿Quién? ¿Laura, Alvaro, ella misma? La reclaman ya del Norte:
debe regresar junto a su madre. Quizás nunca vuelva al Sur.

Estrella trata de rehuir la despedida de Octavio; pero éste,


salvando todos los obstáculos, la encuentra. Y de pronto, en ese momento
crucial del adiós, Estrella cree intuir algo nuevo: Octavio la está reco-
nociendo como hermana suya, sin decir una sola frase explícita, casi en
silencio, con el roce de sus manos, de su mirada, del último beso. Ha com
prendido al fin, por sí solo. Los fantasmas se han ido. Y la infancia tam
bién:

Octavio se toca la frente y recuerda aquél pájaro lleno de miedo


que le rozó en la tumba de Servilia, al levantar el cuelo. Era su infancia,
alejándose, la que movía sus alas.
107.-

Estrella mira uno de sus dedos, justo allí donde puede verse aún
la huella del primer saludo rotundo que el Capitán Flint -viejo loco- le
dedicara.

La mano enguantada de Alvaro Quintana está posada sobre la cuar


tilla en blanco, como un pájaro negro. De una radio surge un viejo fox-
trot: "I want to be in the South" ("Quisiera estar solo en el Sur").

En la habitación de Octavio, sentada en una silla baja, en la


penumbra, Laura mira un juguete de su hijo que casi había olvidado: un
barco de madera, provisto de cuatro ruedas -que tanto rodaron, recuer-
da, por las Ramblas-, con su capitán barbado aferrado al timón: ¿Nemo?

Milagros deposita en la maleta de Estrella, para Julia, los


aromas y sabores de la tierra: alfajores, chirimoyas, menbrillos...

En un rincón de la casa de los Quintana, el Capitán Flint –


suelta una de sus estrepitosas carcajadas. Luego, se calla y cierra los
ojos: sabe Dios cuál de sus cien vidas está recordando.

Octavio ha traido a la última cita un libro para Estrella. Su


título: "Islas del Sur". Su autor: Robert Louis Stevenson.

Estrella le corresponde con otro regalo: una cajita negra de


laca, en la que hay un péndulo.

Estrella y Octavio se despiden. Y ahora ¿qué les queda? Senci-


llamente, la vida.

En el tren, marchando hacia el Norte, Estrella abre el libro.


En su primera página, está la firma de Alvaro Quintana, y una fecha,
1.920. Estrella pasa las hojas. Casi al comienzo, hay unas líneas subraya
das al lápiz.
108.-

En la voz de Alvaro Quintana, en "off", escuchamos el texto de


Stevenson subrayado:

"Hay en el mundo unas islas que ejercen sobre los via-


jeros una irresistible y misteriosa fascinación. Po-
cos son los hombres que la abandonan después de haber
las conocido; la mayoría dejan que sus cabellos se –
vuelvan blancos en los mismo lugares donde desembar-
caron; hasta el día de su muerte, a la sombra de las
palmeras, bajo los vientos alisios, algunos acarician
el sueño de un regreso al país natal que jamás cumpli
rán. Esas islas son las Islas del Sur. Cuentan que en
ellas estuvo en tiempos el Paraíso."

Presididas por esa voz, hemos ido viendo simultáneamente unas -


cuantas imágenes.

Estrella, ya en el Norte, al día siguiente de su llegada, coge


por primera vez su bicicleta – la misma en que su padre pedaleó hacia la
muerte-, monta, y, perseguida por el fiel Simbad, se dirige al comentario
civil. Sobre la tumba de Agustín, Estrella deposita un ramo de flores.

Allá, en el Sur, vemos los lugares favoritos de Octavio, que son


ya, para siempre, los mismos de sus encuentros con Estrella: La Necrópo-
lis y la tumba de Servelia; la estación abandonada donde todavía se apre
cian, entre las vías, las huellas de un incendio reciente...

Finalmente, El Picacho.
Allí está Octavio, en el atardecer, mirando, una vez más, el
"Mar de la Vega". En su mano aprieta una cajita negra con un péndulo. Cie
rra los ojos levemente. ¿Que vé? Sin duda: el mar y las islas.

Poco a poco, ese mar y esas islas interiores van cambiando de co


lor. El trigo mecido por el viento, deviene agua salada. Las montañas se
desvanecen y retornan más pobladas de vegetación. Surge una isla. En su
cima más alta, a cuatro mil metros sobre el nivel del mar, hay una tumba.
En su lápida, cincelados, a modo de epitafio, se leen estos versos:
109.-

Bajo el inmenso y estrellado cielo,


cavad mi fosa y dejadme yacer.
Alegre he vivido y alegre muero,
pero al caer quiero haceros un ruego.

Que pongáis sobre mi tumba este verso:


Aquí yace donde quiso yacer;
de vuelta del mar está el marinero,
de vuelta del monte está el cazador .

Under the wide and starry sky,


Dig the grave and let me lie.
Glad did I live and gladly die,
And I laid me down with a will.

This be the verse you grave for me:


Here he li-es where he longed to be;
Home is the sailor, home from sea,
And the hunter from the hill.

F I N

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