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Escuela de Literatura Creativa

Literatura Occidental I

Maria Isidora Campano

01/12/2022

Josefa Miquel

La mujer en la literatura clásica: la tragedia griega

La figura de la mujer en el mundo griego está marcada por la marginación y el rechazo. Así
como también por la explotación de este rechazo, o más bien el conocimiento de esta
desventaja en todo ámbito social y económico. El espacio por excelencia de su figura es el
hogar, lo íntimo, la familia. En contraposición al del hombre; lo público, la política, la
guerra, los héroes y la fama.

En la tragedia griega se aborda la idea del individuo frente a la sociedad. La mujer aquí no
está frente a la sociedad, no se refleja en ella ni hay un diálogo. Se trata de una relación
marcada por la violencia, por el enfrentamiento y el dolor. La mujer está por lo tanto contra
la sociedad.

A partir de ciertos personajes, es posible visualizar una tendencia hacia esta “violencia por
doble partida”. Por doble partida porque la violencia que reciben estos personajes de parte
de la sociedad (el exilio, la traición, la prohibición, el abandono) viene a ser devuelta en su
misma forma primaria: la sangre. Derraman sangre ya sea contra sí mismas, su casta o sus
enemigos. Por eso hablamos aquí de una desventaja, pero se trata de una desventaja
“funcional”.

Antígona, por ejemplo, es un caso muy claro. Está exiliada en Tebas, sometida a la tiranía
de Creonte. Su calidad de extranjera no es casual: esa no es su tierra ni esas sus costumbres,
ahí no está su sangre ni tampoco sus raíces. Por eso su extrañeza ante la falta de espacio
político, ante el orden imperante, ante el poder hegemónico. Además está sola, sin apoyos
concretos (excepto por Hemón, y su mejor arma es su propia muerte). No tiene por lo tanto
nada que perder. De ahí la “desventaja funcional”. Quien no tienen nada que perder lo
arriesga todo, incluso la vida. Teniendo en cuenta además que esa muerte, al ser un
suicidio, es en la tragedia griega el acto de voluntad por excelencia, la revelación ante el
destino inexorable, tal como en el caso de Yocasta, al darse cuenta de la cruel maquinación
de su vida renuncia a esta y decide así quebrantar ese círculo de acciones. Por eso también
Antígona se consagra como heroína ante el pueblo una vez muerta. Su desacato,
inicialmente particular, sobre la necesidad de enterrar a su hermano, sobre la importancia
de la sangre es en este primer momento relativo a ese espacio: lo privado, el hogar. No es
raro que Antígona tenga algo que decir sobre eso en su rol de mujer. La divergencia
empieza cuando esa desobediencia toma tintes públicos, cuando se hace extrapolable a
otras injusticias y descontentos. Entonces Antígona es un símbolo. Pero no sólo es rebelión
desde la anarquía y el desgobierno. Si bien la interpretación inicial más común sobre la
obra era desde la óptica hegeliana -Antígona como una oposición “pre política” versus el
orden ético y universal que embiste Creonte gracias a un orden estatal (Butler 17)-, hoy su
interpretación se da de lleno como figura política. Como posibilidad real, con las
limitaciones propias de la ficción, así como lo más evidente: referente feminista. Si bien
actualmente se da una cierta “sobre interpretación” respecto de las heroínas femeninas, no
es posible concebir a la protagonista sin considerarla una amenaza real al orden imperante.
Sin embargo, no se debe confundir con una representación panfletaria o de mera presencia
femenina, eso es rebajar el papel de Antígona a su sola existencia, quitándole su liderazgo
político. Sobre ello Butler dice:

“De hecho, no es que, como ficción, el carácter mimético o representativo de Antígona se


ponga en cuestión, sino que, como figura política apunta más allá, no a la política como
cuestión de representación, sino a esa posibilidad política que surge cuando se muestran los
límites de la representación y la representatividad.” (16)

Ahí reside su poder, en esa posibilidad de ser otra cosa. Otro líder, otro proyecto político,
otro tipo de justicia y de sistema democrático. A partir de ello debilita a Creonte y termina
por condenarlo después de muerta, gracias a la culpa por el hijo muerto. Así es como logra
vencerlo. Porque al igual que Jasón y Edipo, el destino de Creonte no es morir, si no vivir
con la culpa de la muerte que lo rodea.
La libertad de acción de Antígona (al no tener nada) también se aprecia en comparación
con los actos de su hermana Ismena, la prudente: “Tú has preferido vivir, yo en cambio, he
escogido morir” (Sófocles 15). Se trata de dos posibilidades políticas (el reaccionario
versus el pasivo, desinteresado o temeroso de las leyes y del poder estatal) pero también de
dos opciones de lo femenino. La mujer rebelde, la mujer sumisa. No por casualidad las
hermanas encarnan extremos opuestos de personalidad, la intención de Sófocles es destacar
esa diferencia.

Incluso aunque se trate de una casta maldita, Ismena no desprecia su vida, busca
conservarla, a pesar de que más tarde acepte la culpabilidad como cómplice de Antígona.
Su duda ante la osadía de su hermana nos muestra un apego a la existencia y a las leyes,
una resignación a ese destino trágico de dolor. Ambas, en realidad, son conscientes de su
origen y de su sangre, de hecho ello es un punto cardinal en la obra. Butler sostiene que la
obra plantea ambas problemáticas: Si puede existir la familia sin el apoyo del Estado (se
habla de parentesco, no necesariamente familia) y en contraposición, si acaso el Estado
puede existir sin la familia como un elemento de relación y apoyo en sí mismo ¿Qué pasa
cuando ambos se oponen? He ahí el conflicto de la obra (20).

Medea, por otro lado, es tal vez el ejemplo más extremo de la marginación como mujer.
Exiliada, traicionada, sola y rodeada de enemigos. Se desenvuelve en un mundo hostil, que
la rechaza y la abandona. El problema de Medea es que está casada con un traidor, y esa
elección fue un error que pesa sobre su casta. Casta que por lo tanto también está maldita,
porque porta el gen de la traición. Al asesinar a sus hijos, por un lado Medea castiga a Jasón
dejándolo sin descendencia, algo impropio de un héroe, pero también se castiga a sí misma
por esa elección, mientras que al mismo tiempo pone fin a ese legado.

Ante la traición de Jasón, Medea se ve obligada a reaccionar, porque ha dejado su tierra por
él y se ha convertido en una extranjera. Porque Jasón no sólo la ha humillado, si no que ha
causado su expulsión, rebajando y cuestionando así su areté, su nobleza. Ella, hija de Eetes,
rey de la Cólquida y nieta del propio Sol. Por algo los dioses le responden en vez de a
Jasón. Es ella quien se ve recompensada y no castigada por el dolor sufrido, por eso es
invitada a vivir entre ellos. Así Medea demuestra que su nobleza es mayor que la de Jasón,
que además al romper su promesa pasa de héroe a traidor.
Al igual que Antígona, Medea como actor social sale desde el espacio privado, el hogar. Su
conflicto se origina ahí, y, como Clitemnestra, su cólera enfrenta un estigma: “Porque la
mujer es siempre tímida, cobarde en la lucha y sin ánimo para mirar tranquilamente el
acero: pero cuando la injuria que recibe afecta a su tálamo conyugal, no hay nadie más
cruel” (Eurípides 97). Son palabras de la propia Medea. Sarcasmo o no, el mensaje es claro:
La furia de la mujer se encuentra en lo relativo al hogar. Hijos y marido. La única forma de
que su descontento se encause es a través de uno de estos conflictos. El patrón se repite en
todas las tragedias analizadas: Antígona por su hermano, Medea por su marido,
Clitemnestra por su hija muerta en sacrificio. La diferencia es que en el torbellino de esa
furia, mientras que Medea y Clitemnestra participan en el origen de la tragedia, Antígona se
encuentra en el otro extremo, el del final, el de las consecuencias. Ella no es quien se
equivocó ni quien contribuyó a originar la maldición, si no que la lleva en la sangre y ello
define sus acciones y su enfrentamiento con la sociedad.

Ahora bien, cabe preguntarse si acaso la rebeldía de Antígona existiría de no ser Edipo su
padre. Probablemente no. Antígona acepta su origen y no reniega de él. Ella misma, en la
reescritura de Zambrano, les recrimina a sus hermanos ya muertos ese rechazo: “No
seríamos. Queréis el poder, el trono que os venía de él, de ella, ése sí lo quisisteis; el poder
sí, mientras que del ser renegáis” (96). Su origen constituye por lo tanto parte de su destino,
y se define a sí misma a partir de esa tragedia.

Por último, el pecado de Clitemnestra es contra su cónyuge, mientras que el de Orestes es


contra su sangre, como bien recalcan las Euménides, y sin embargo sale impune. Podría
decirse que el juicio que se desarrolla en este último libro es un juicio sobre la misoginia.
La propia Atenea le reconoce la razón a Orestes sosteniendo con desprecio que “(…)
porque no he tenido madre que me haya hecho nacer y, en todo, aparte las nupcias, me
inclino por el hombre con todo ardor y estoy de parte del padre en absoluto; y así, no tendré
en cuenta la suerte de una mujer que mató a su marido, el guardián de su casa” (Esquilo
179). Sin mencionar que la muerte de Casandra ni siquiera se menciona, aparece en la obra
como una consecuencia incidental de la ira de Clitemnestra, que en todo caso está
vengando su sangre. Agamenón no duda en sacrificar a su hija ante los dioses para calmar
la tempestad al volver de la guerra. Vuelve entonces como héroe y es muerto en el baño por
su esposa. ¿Pero quién vela por la hija muerta a manos del padre? Sólo la madre y ese es su
pecado. Eso y la infidelidad. La figura de Egisto la ubica como tirana, al despreciar a su
hija Electra y “cambiar” un hombre por otro.

Así como Medea, Clitemnestra también se ha casado con un traidor y paga un precio por
ello. La vida de su hija y una casta maldita que terminará por matarla.

En el caso de Orestes, al igual que Electra y Antígona, se trata de “héroes” trágicos que se
definen a sí mismos en relación a las desgracias que arrastran. En el caso de los hermanos
es evidente: su reencuentro se da junto a la tumba del padre muerto, idealizado como héroe
de guerra y líder del pueblo aqueo. Es aquello que Saavedra denomina como “principio de
alteridad”, es decir, el reconocimiento del individuo en base al otro (233), una base
fundamental en el pensamiento griego. Orestes se construye a sí mismo frente a su madre
como la serpiente profética de sueños que mamará de su pecho y terminará por matarla,
como el vengador de su padre. De ahí que una vez cumplida la venganza aparezcan las
Euménides. La justicia lo está buscando, pero también la culpa, ahora que no tiene a
Clitemnestra al frente para probar su deseo de venganza, el matricidio pesa sobre sus
hombros.

Así, la marginación en lo privado de las mujeres aparece como un castigo con cierta
funcionalidad en las situaciones de violencia. La tragedia griega retrata mujeres que no
dudarán en dejar caer sangre cuando de sus mundos privados se trata. La familia y el hogar
se defienden. La guerra es para los hombres. Es, por supuesto, un estigma injusto, pero a
cambio estas protagonistas están dotadas de un nivel de violencia, venganza y valentía que
se extingue con la Edad Media.
Bibliografía

Butler, Judith. El grito de Antígona. 2001. Barcelona. Edit. Roure.

Esquilo, La Orestíada. Ed. Edad. Madrid, 1989.

Eurípides, Medea. En: Tragedias. Ed. Gredos. Madrid, 1991.

Saavedra Mayorga. Juan Javier. Las ideas sobre el hombre en la Grecia antigua. Pdf.

Sófocles, Antígona. En: Obras Completas. Buenos Aires. Ed. El Ateneo, 1957.

______ Edipo Rey. En: Obras Completas. Buenos Aires. Ed. El Ateneo, 1957.

Zambrano, María. La tumba de Antígona.

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