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Contenido

Introducción

Parte 1: Fundamentos de la Teología Reformada

1. Dios en el centro

2. Basada solo en la Palabra de Dios

3. Comprometida con la sola fe

4. Comprometida con el Profeta, Sacerdote y Rey

5. Apodo: Teología del Pacto

Parte 2: Los Cinco Puntos de la Teología Reformada

6. La corrupción radical de la humanidad

7. La elección soberana de Dios

8. El sacrificio con propósito de Cristo

9. El llamado eficaz del Espíritu

10. La divina preservación de los santos

Epílogo

Notas
En memoria de

James Montgomery Boice

¿Qué es la Teología Reformada? Comprensión de lo fundamental


Poiema Publicaciones © 2016

Traducido del libro What Is Reformed Theology? Understanding the Basics ©


R. C. Sproul en 1997, publicado por Baker Books, con el debido permiso por
Poiema Publicaciones en 2015. Revisión por Naíme Bechelani de Phillips

Las citas bíblicas han sido tomadas de La Santa Biblia, Nueva Versión
Internacional (NVI) © Copyright 1999 por Biblica Inc. Usadas con permiso.
Todos los derechos reservados. Las citas marcadas con la sigla RVC han sido
tomadas de La Santa Biblia, Versión Reina Valera Contemporánea © Copyright
2011 por Sociedades Bíblicas Unidas. Usadas con permiso. Todos los
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SDG
E
l propósito de este libro es ofrecer una respuesta
sencilla a la pregunta ¿qué es la teología reformada?
No es un libro de texto ni tampoco una exposición

detallada y exhaustiva de cada parte o sección de la


doctrina reformada. Es más bien un compendio, una
introducción resumida a la esencia consolidada de la
teología de la Reforma.

En el siglo XIX, teólogos e historiadores, abocados a


hacer un análisis comparativo de las religiones del
mundo, buscaban destilar la esencia de la religión misma
y así poder reducir el cristianismo a su mínimo
denominador común. El término Wesen (ser o esencia)

hace su aparición en un gran número de estudios


teológicos alemanes, incluyendo el libro de Adolf
Harnack What is Christianity? [¿Qué es el cristianismo?]

Harnack redujo el cristianismo a dos afirmaciones


esenciales: la paternidad universal de Dios y la
hermandad universal del hombre, de las cuales ninguna

se plantea en la Biblia en los términos que propone.1

Una teología, no una religión


Este movimiento que buscaba reducir la religión a su

esencia tuvo un efecto sutil pero dramático. El estudio de


la teología fue suplantado por el estudio de la religión en

el mundo académico. Este cambio fue sutil porque, para


el público común, la religión y la teología eran lo mismo,
por lo que no se percibió ningún impacto drástico.
Incluso en el mundo académico el cambio fue

ampliamente aceptado sin siquiera un quejido.


Hace varios años fui invitado a hablar ante el
profesorado de una reputada universidad del medio
oeste de Estados Unidos, dueña de una rica tradición
cristiana y reformada. La universidad se encontraba sin
rector y el cuerpo académico hacía un auto-estudio para

definir la identidad de la universidad. Me pidieron que


abordara la pregunta “¿cuáles son los rasgos distintivos

de una educación particularmente cristiana?”.


Antes de mi presentación el decano me llevó a hacer
un recorrido por el campus. Al entrar al edificio del
cuerpo de profesores observé una oficina con la siguiente

inscripción en la puerta: Departamento de Religión. Esa

noche, cuando me dirigía a los profesores dije: “Durante

mi recorrido por sus instalaciones me fijé en la puerta de


una oficina que decía ‘Departamento de Religión’. Tengo
una pregunta doble. La primera, ¿ese departamento

siempre se ha llamado Departamento de Religión?”. Mi


pregunta fue recibida con silencio y miradas en blanco.

En un comienzo pensé que nadie podría responder a mi


inquietud.
Finalmente un profesor de trayectoria levantó su
mano y dijo: “No, antes se llamaba ‘Departamento de

Teología’. Se cambió el nombre hace unos treinta años”.


“¿Por qué lo cambiaron?”, pregunté.
Nadie en la sala tenía idea alguna y tampoco parecía
preocuparles. La presunción tácita era: “En realidad no
tiene importancia”.
Les recordé a los académicos que existe una profunda

diferencia entre el estudio de la teología y el estudio de la


religión. Históricamente el estudio de la religión ha

estado incorporado al estudio de la antropología, la


sociología e incluso la psicología. La investigación
académica de la religión ha buscado cimentarse en el

método científico empírico. La razón de esto es bastante

simple. La actividad humana es parte del mundo de los

fenómenos. Su actividad es visible, por lo tanto sujeta al


análisis empírico. La psicología puede no ser una
disciplina tan concreta como la biología, pero la

conducta humana como respuesta a las creencias,


necesidades, opiniones y otros aspectos puede ser

estudiada según el método científico.


Para decirlo de manera más clara, el estudio de la
religión es mayormente el estudio de un cierto tipo de
conducta humana, ya sea bajo la rúbrica de la

antropología, la sociología o la psicología. Por otro lado,


el estudio de la teología es el estudio de Dios. La religión
es antropocéntrica; la teología es teocéntrica. A fin de
cuentas, la diferencia entre religión y teología es la
diferencia entre Dios y el hombre, una diferencia nada
pequeña. Es una diferencia, insisto, de la materia de

estudio. La materia de estudio de la teología


propiamente es Dios; la materia de estudio de la religión

es el hombre.
Puede que inmediatamente surja una objeción a esta
simplificación: ¿acaso el estudio de la teología no incluye

el estudio de lo que los humanos dicen acerca de Dios?

El estudio de la Escritura
Nuestra respuesta a esa pregunta es una palabra:

“parcialmente”. Estudiamos teología de varias maneras.


Primero, es por medio del estudio de la Biblia.

Históricamente, la Biblia fue recibida por la iglesia como


el depósito normativo de la revelación divina. Se
consideraba a Dios mismo como su autor último. Por eso
nos referimos a la Biblia como verbum Dei (palabra de

Dios) o vox Dei (voz de Dios). La Biblia es considerada


como producto de la autorevelación divina. La
información contenida en ella no es el resultado de la
investigación empírica humana o la especulación
humana, sino que llega por revelación sobrenatural. Se le
llama revelación porque nos llega desde la mente de

Dios.
Históricamente, el cristianismo ha afirmado ser y ha

sido recibido como una verdad revelada. No es una


verdad descubierta por medio del ingenio o la percepción
humanos. Pablo comienza su Epístola a los Romanos con
estas palabras: “Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a

ser apóstol, apartado para anunciar el evangelio de Dios”

(Ro 1:1). ¿Qué significa la frase “evangelio de Dios”? La

palabra de, ¿significa “pertenece a” o significa “acerca


de”? ¿Está diciendo Pablo que el evangelio es algo acerca
de Dios o que proviene de Dios? El cristianismo histórico

consideraría esta pregunta como un ejemplo de la falacia


del falso dilema o de la falsa disyuntiva. El cristianismo

clásico dirá que el evangelio es un mensaje tanto acerca


de Dios como desde Dios.
Al mismo tiempo, la iglesia siempre ha reconocido que
la Biblia no fue escrita por el puño y letra de Dios. Dios

no escribió un libro para que la Editorial Celestial lo


publicara y luego lo lanzara en paracaídas hacia la tierra.
La iglesia siempre ha reconocido que las Escrituras
fueron redactadas y escritas por autores humanos.
El tema candente hoy en día es este: esos autores
humanos ¿escribieron sus opiniones y percepciones

personales, o fueron dotados de manera única como


agentes de revelación y por lo tanto escribieron bajo la

inspiración y supervisión de Dios? Si decimos que la


Biblia es solo el producto de la opinión y percepción
humanas, todavía podemos hablar de teología bíblica en

el sentido de que la Biblia contiene enseñanza humana

acerca de Dios, pero ya no podríamos hablar de

revelación bíblica. Si Dios es el autor último de la Biblia,


entonces podemos hablar tanto de revelación bíblica
como de teología bíblica. Si el hombre fuera el autor

último, entonces deberíamos limitarnos a hablar de


teología bíblica o incluso de teologías. Si ese fuera el caso,

solo podríamos considerar a la teología bíblica como una


subdivisión de la religión, como un aspecto del estudio
humano acerca de Dios.

El estudio de la historia
Otra manera de estudiar teología es desde una
perspectiva histórica. La teología histórica es el estudio
de lo que las personas que no son agentes inspirados de
revelación han enseñado acerca de Dios. Se examinan los

concilios históricos, los credos y los escritos de teólogos


como Agustín, Tomás de Aquino, Martín Lutero, Karl

Barth y otros. Se estudian diversas tradiciones teológicas


para aprender cómo ha entendido cada corriente el
contenido de la teología bíblica. Por una parte, esto
podría considerarse como estudio de la religión en el

sentido que estudia el pensamiento religioso.

Puede que nuestra motivación al estudiar la teología

histórica sea simplemente comprender la historia del


pensamiento religioso. En ese contexto, el tema de
estudio es la opinión humana. Por otro lado, puede que

nuestra motivación sea aprender lo que otros han


aprendido acerca de Dios. En este escenario, la materia

de estudio es Dios y las cosas de Dios.


Desde luego, también puede ser que lo que nos motive
a estudiar la teología histórica sea una combinación de
ambas razones, o incluso haya otras. Lo importante es

entender que se puede tener primordialmente un interés


teológico o un interés religioso, siempre y cuando
reconozcamos que no son idénticos.

El estudio de la naturaleza
Hay una tercera manera de estudiar teología y es a través
del estudio de la naturaleza en busca de pistas acerca del

carácter de Dios. A esto lo llamamos teología natural. La


teología natural consiste en información acerca de Dios a
partir de la observación de la naturaleza. Los que
estudian la teología natural lo hacen desde dos ángulos

diferentes. Por un lado, están aquellos que consideran a

la teología natural como un mero producto de la

especulación humana, obtenido a través de la razón que


reflexiona filosóficamente sobre la naturaleza sin ayuda
externa. Por otro lado, están aquellos que, consecuentes

con el enfoque histórico de la teología natural, la


conciben como producto de la revelación natural

cimentada en esta misma. La revelación es algo que Dios


realiza. Es su acto de darse a conocer.
La teología natural es algo que nosotros adquirimos. Es
el resultado de la especulación humana que concibe la

naturaleza como un objeto neutro en sí mismo, o bien la


recepción de la información que el Creador entrega en la
creación y a través de ella. Este segundo enfoque no
considera a la naturaleza como un objeto neutro en sí
mismo ni por lo tanto mudo, sino como un escenario de
la revelación divina donde se entrega información por

medio del orden creado.


Desde el siglo XVI hasta comienzos del siglo XX,

ningún teólogo reformado del que yo sepa negaba la


validez de la teología que deriva de la revelación natural.
El fuerte rechazo que existe hoy hacia la teología que se

base en la especulación humana sin ayuda externa ha

traído como consecuencia un amplio rechazo a toda la

teología natural. Este distanciamiento, que en parte es


una reacción en contra del racionalismo de la
Ilustración, es también un alejamiento de la teología

reformada histórica y de la teología bíblica.


Tanto el catolicismo romano como la teología

reformada histórica han adoptado la teología natural y


han aprendido de la revelación natural. La razón detrás
de este importante consenso es que la Biblia, considerada
por ambas posiciones como revelación especial,

claramente enseña que, junto con lo que Dios nos revela


acerca de Sí mismo en la Escritura, también hay un
ámbito de revelación divina presente en la naturaleza.
La teología clásica hace una clara distinción entre
revelación especial y revelación general. Ambos tipos de
revelación se distinguen por los términos especial y

general debido a la diferencia en el alcance del contenido


y el público al que se dirigen.

La revelación especial es tal porque entrega


información específica acerca de Dios que no se
encuentra en la naturaleza. La naturaleza no nos

comunica el plan de Dios para la salvación, pero la Biblia

sí. Aprendemos muchos más pormenores del carácter y

los actos de Dios en la Biblia de lo que podemos llegar a


aprender de la creación. La Biblia también es
considerada revelación especial porque la información

que contiene es desconocida para aquellos que nunca la


han leído o a quienes nunca se les ha anunciado su

mensaje.
La revelación general es tal porque revela verdades
generales acerca de Dios y porque su público es
universal. Toda persona está expuesta, en algún grado, a

la revelación de la creación. La base más pertinente para


la revelación general o natural es la afirmación de Pablo
en Romanos:

Ciertamente, la ira de Dios viene revelándose desde el cielo contra


toda impiedad e injusticia de los seres humanos, que con su maldad

obstruyen la verdad. Me explico: lo que se puede conocer acerca de

Dios es evidente para ellos, pues él mismo se lo ha revelado. Porque

desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir,

su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a


través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa. A pesar de
haber conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios…

Romanos 1:18-21

Dios expresa Su ira hacia la humanidad porque


reprime la verdad de la revelación natural. Dios puede

ser conocido porque ha “mostrado” lo que se puede


conocer acerca de Él mismo. Esto que Dios ha mostrado o
revelado es “evidente” o claro. Desde la creación misma,

los atributos invisibles de Dios se “perciben claramente”;


es decir, pueden ser vistos por medio de o a través de

todo lo que Dios ha hecho. Esto se entiende, casi


universalmente, como que Dios se revela claramente a Sí
mismo en y por medio de la naturaleza; es decir, se
entiende como que la revelación general o natural existe.
Podemos preguntarnos: ¿esta revelación evidente nos

“llega” a nosotros y nos entrega conocimiento de Dios en


algún grado? Pablo nos responde categóricamente. Dice
que esta revelación divina “se percibe”. Percibir algo es
tener ya un grado de conocimiento de aquello. Pablo
afirma que ellos habían “conocido a Dios”, aclarando que
la revelación natural entrega una teología natural o un
conocimiento natural de Dios. La ira de Dios se revela,
no porque el hombre no logre recibir la revelación
natural, sino porque, habiéndola recibido, el ser humano
no actúa en concordancia. La humanidad se rehúsa a

honrar a Dios o darle gracias. Ellos obstruyen la verdad

de Dios y “estimaron que no valía la pena tomar en

cuenta el conocimiento de Dios” como dice Pablo más


adelante (Ro 1:28).
Las personas rechazan el conocimiento natural que

tienen de Dios. Este rechazo, sin embargo, no anula la


revelación ni el conocimiento como tal. El pecado de la

humanidad es que rehúsa reconocer el conocimiento que


posee. Las personas actúan contra la verdad que Dios
revela y que claramente han recibido.
El creyente que se rinde ante la revelación especial

está entonces capacitado para responder adecuadamente


a la revelación general. En este aspecto, los cristianos
debieran ser los más diligentes estudiantes de la
revelación tanto especial como natural. Nuestra teología
debe estar guiada tanto por la Biblia como por la
naturaleza. Ambas vienen de la misma fuente

reveladora: Dios mismo. Estas dos revelaciones no están


en conflicto sino que ambas reflejan la armonía de lo que

Dios muestra de Sí mismo.


Finalmente, se puede estudiar teología a través de la
teología filosófica especulativa. Este enfoque puede estar

motivado por una confianza previa en la revelación

natural o por un intento consciente de contrarrestar la

revelación natural. La primera motivación es una base


legítima para el cristiano; la segunda constituye un acto
de traición a Dios pues se basa en la pretensión de la

autonomía humana.
En todos estos diversos enfoques puede existir un

estudio de la teología en lugar de un mero análisis de la


religión. Cuando nos embarcamos en la búsqueda de
conocer o entender a Dios, eso es teología. Cuando
nuestra búsqueda se limita a entender las reacciones

humanas ante la teología, eso es religión.

La reina de las ciencias


El estudio de la teología incluye el estudio del ser
humano, pero desde una perspectiva teológica.

Podríamos ordenar nuestra ciencia como lo muestra el


diagrama 0.1. De la teología surgen muchas

subdivisiones; una de ellas es la antropología. El enfoque


moderno es más bien como lo refleja el diagrama 0.2, en
el que la teología es un subconjunto de la antropología.
Estos dos paradigmas grafican la diferencia entre una

visión teocéntrica del hombre y una visión

antropocéntrica de la religión y Dios.

En el currículo clásico, la teología es la reina de las


ciencias y toda otra disciplina es su asistente. En el
currículo moderno, el hombre es rey y la que era reina
ahora es relegada a un lugar insignificante en la

periferia. En su obra monumental No Place for Truth [No


hay lugar para la verdad], David F. Wells dice:

El hecho de que la teología está desapareciendo de la vida de la iglesia

y que esa desaparición ha sido orquestada por algunos de los líderes


de la iglesia hoy es bastante evidente pero, curiosamente, difícil de

probar. Es difícil no advertirla en el mundo evangélico —por ejemplo,

en la adoración vacía que predomina, en que el centro de la atención


ha dejado ser Dios y el foco de la fe es el “yo”, en la predicación

psicologizada que sigue a este cambio de foco, en la erosión de las

convicciones, en su pragmatismo estridente, en su incapacidad de


pensar de manera penetrante acerca de la cultura, en su deleite en lo

irracional.2

Wells, citando a Ian T. Ramsey, habla de la situación


actual como una iglesia sin teología y una teología sin

Dios.3 Una iglesia sin teología o una teología sin Dios


claramente no son opciones para la fe cristiana. Puede
haber religión sin Dios o sin teología, pero no puede

haber cristianismo sin ellos.

Teología y religión en Sinaí


Para ejemplificar mejor la diferencia entre teología y

religión, examinaremos brevemente un famoso


incidente en la historia de Israel. Éxodo 24 dice: “En

cuanto Moisés subió, una nube cubrió el monte, y la


gloria del Señor se posó sobre el Sinaí. Seis días la nube
cubrió el monte. Al séptimo día, desde el interior de la
nube el Señor llamó a Moisés. A los ojos de los israelitas,

la gloria del Señor en la cumbre del monte parecía un


fuego consumidor. Moisés se internó en la nube y subió
al monte, y allí permaneció cuarenta días y cuarenta
noches” (Éx 24:15-18 NVI).
En este episodio, Moisés sube a la misma montaña a la
que había ascendido en medio de humo, truenos y

relámpagos. Había sido llamado a encontrarse con Dios.


La gloria de Dios se manifestaba ante el pueblo de Dios

como un fuego consumidor, pero Dios mismo


permanecía invisible detrás de las nubes.
Moisés se adentra en las nubes. Su misión consistía en
teología pura. Iba en pos de Dios mismo. Ante este

despliegue, debemos asumir que los que se quedaron

abajo no eran ateos. Puesto que eran conscientes de la

realidad de Dios y de Su obra salvadora, no eran ni


liberales ni secularistas. Eran los evangélicos de su
época, receptores de la revelación especial y

participantes del éxodo redentor.


Sin embargo, más adelante en esta narración, nos

enteraremos de un sorprendente cambio en la conducta


de la gente: “Al ver los israelitas que Moisés tardaba en
bajar del monte, fueron a reunirse con Aarón y le
dijeron: ‘Tienes que hacernos dioses que marchen al

frente de nosotros, porque a ese Moisés que nos sacó de


Egipto, ¡no sabemos qué pudo haberle pasado!’” (Éx 32:1).
Lo que vemos a continuación es un acto de apostasía
sin precedentes: la fabricación y la adoración de un
becerro de oro. Esta es una práctica de religión enfocada
en la adoración a una criatura. Cuando fabricaron su

invaluable becerro de última generación, dijeron:


“Israel, ¡aquí tienes a tu dios que te sacó de Egipto!” (Éx

32:4).
Debemos notar que esto es una declaración teológica.
Afirmaban que aquel becerro los había librado de la

esclavitud. Esta era una teología descaradamente falsa.

También es evidencia de que la religión falsa nace de la

teología falsa. El becerro era una imagen idólatra que


cambiaba la verdad de Dios por una mentira y cambiaba
la gloria de Dios por la gloria de una creación artística.

Hay muchas cosas fuera de lugar aquí. En primer


lugar, el toro era la imagen sagrada de los dioses paganos

de Egipto. Al hacerse su propio ídolo taurino, Israel


acomodó su religión según el mundo que los rodeaba. Su
nueva religión ahora era relevante. Ahora tenían un dios
que podían controlar. Puesto que ellos lo habían

fabricado, entonces podían destruirlo o descartarlo.


Aquella vaca no entregaba leyes ni exigía obediencia.
Tampoco había que temer su ira, justicia o santidad. Era
sorda, muda e impotente. Así que al menos no podía
estorbar su diversión ni traerlos a juicio. Esta era una
religión diseñada por hombres, practicada por hombres

y, finalmente, inútil para los hombres. Lo que tenían era


una teología y una religión sin Dios. Poseían los

elementos de la práctica de la religión, pero no adoraban


a Dios. La vacía teología del pueblo había despojado al
verdadero Dios de su verdadero carácter.

Aparece otra ironía en la razón de la demora de Moisés

en bajar de la montaña. Desde el capítulo 24 hasta este

evento en el capítulo 32, Moisés estaba recibiendo


instrucciones detalladas de parte de Dios. Estas
instrucciones se enfocaban en un punto: la verdadera

adoración. Dios estaba entregando mandamientos


específicos en cuanto al tabernáculo, el sacerdocio

Aarónico, la liturgia de la adoración y la santidad del día


de reposo.
Así que mientras Moisés aprendía sana teología, el
primer hombre consagrado como sacerdote, Aarón,

construía un altar a un becerro de oro. Dios estaba


instruyendo a Moisés en la verdadera religión que se
basa en la teología de la verdad.
David F. Wells observa que “en el pasado, el quehacer
teológico incorporaba tres aspectos esenciales tanto en el
mundo académico como en la iglesia: (1) un aspecto

confesional, (2) la reflexión acerca de esta confesión y (3)


cultivar un conjunto de virtudes fundadas en los dos

primeros aspectos”.4
Al hablar de teología reformada lo haremos desde esta
perspectiva histórica. Comenzaremos nuestro estudio

afirmando que la teología reformada es, antes que nada,

teología. Como tal tiene aspectos confesionales,

reflexivos y conductuales.
En el resto del libro examinaremos por qué esta
teología se llama reformada, no sin antes reiterar que es

teología propiamente y no meramente religión sin


teología. Lo que impulsa a esta teología es, sobre todo, su

comprensión del carácter de Dios.


L
a teología reformada es sistemática. La teología
sistemática como disciplina recibe ese nombre

porque busca comprender la doctrina de una manera


coherente y unificada. La meta de la teología sistemática
no es imponer sobre la Biblia un sistema derivado de
alguna filosofía en particular. Más bien, la meta de la

teología sistemática es discernir las interrelaciones de


todo lo que la Biblia enseña. Históricamente, el teólogo
sistemático asumía que la Biblia era la Palabra de Dios y
como tal no estaba llena de conflictos internos ni
confusión. A pesar de la variedad de temas que la Biblia
presenta a través de muchos autores humanos durante

un largo periodo de tiempo, el mensaje que surge se


considera un mensaje divino y por lo tanto coherente y
consistente. En este caso, la consistencia no se percibe
como el hada de las mentes pequeñas. La mente de Dios
en ningún caso es pequeña.
Tabla 1.1
La primera piedra fundacional

1 Dios en el centro

2 Basada solo en la Palabra de Dios

3 Comprometida con la sola fe

4 Comprometida con Jesús

5 Estructurada en torno a tres pactos

En la iglesia actual las presuposiciones del pasado no


siempre están vigentes. Muchos rechazan la inspiración
divina de la Escritura y de paso han rechazado toda

confianza en una revelación unificada. Si uno estudia la


Biblia solo como un documento de hombres, no es
necesario armonizar lo que los diversos autores enseñan.
Desde esta perspectiva, la teología sistemática intenta
explicar lo que la Biblia enseña a la luz y con la guía de

un sistema externo a la Biblia. Otros evitan cualquier


sistema y adoptan una teología que es intencionalmente
relativista y pluralista. Al hacer esto, ponen en
contraposición a los diferentes autores bíblicos y tratan a
la propia Biblia como una colección de teologías
contradictorias. La teología reformada clásica, por otro
lado, sí considera a la Biblia como la Palabra de Dios. Si
bien reconoce que en la Biblia participaron diferentes

autores humanos de diferentes épocas, también cree que

la inspiración divina implica la unidad y coherencia de la

verdad divina. Por lo tanto, la búsqueda de una teología


sistemática desde un ángulo reformado es el intento de
descubrir y definir un sistema de doctrina que surja de la

enseñanza de la Biblia misma.


Puesto que la teología es sistemática, cada doctrina de

la fe influye de alguna manera en cualquier otra


doctrina. Por ejemplo, la forma en que entendamos la
persona de Cristo afectará la forma en que entendamos
Su obra redentora. Si vemos a Jesús solamente como un

gran maestro humano, entonces seremos propensos a


ver Su misión mayormente como una enseñanza de
carácter moral. Si lo consideramos como el Hijo de Dios
encarnado, eso nos daría un nuevo marco para
comprender Su misión. A la inversa, la manera en que
comprendamos la obra de Cristo también afectará

nuestra comprensión de Su persona.


Quizás ninguna doctrina cause más impacto en las

demás doctrinas que la doctrina de Dios. Nuestra


comprensión de la naturaleza y el carácter de Dios
influirá en cómo comprendemos la naturaleza del

hombre, quien está hecho a imagen de Dios; la

naturaleza de Cristo, cuya obra satisface al Padre; la

naturaleza de la salvación, la cual Dios lleva a cabo; la


naturaleza de la ética cuyas normas surgen del carácter
de Dios; y un sinnúmero de otras consideraciones

teológicas que dependen de nuestra comprensión de


Dios.

La teología reformada es, antes que todo, teocéntrica


en lugar de antropocéntrica; es decir, tiene a Dios en el
centro y no al hombre. El hecho de que se centre en Dios
de ninguna manera le quita valor al ser humano. Por el

contrario, eso es algo que reafirma el valor del ser


humano. Con frecuencia se critica a la teología
reformada por tener una opinión pobre del ser humano
al insistir en el hecho de que la humanidad está
completamente caída y corrupta. Lo cierto es que al
tener una visión tan elevada de Dios nos interesa mucho

aquel que fue creado a Su imagen. La teología reformada


toma muy en serio el pecado porque toma a Dios muy en

serio y porque toma a los seres humanos muy en serio. El


pecado ofende a Dios y violenta a los seres humanos.
Ambos hechos son asuntos graves.

La teología reformada mantiene un alto concepto del

valor y dignidad de los seres humanos. En este punto

difiere radicalmente de todas las formas de humanismo


puesto que este último le asigna una dignidad intrínseca
al hombre. La teología reformada, en cambio, considera

la dignidad del hombre como algo extrínseco. En otras


palabras, la dignidad del hombre no es algo inherente;

no existe por sí misma. Nuestra dignidad es algo


derivado, dependiente y recibido. Nuestra naturaleza
pertenece al polvo. Pero Dios nos ha asignado, como
criaturas hechas a Su imagen, un valor y dignidad

altísimos. Él es la fuente de nuestro ser y de nuestra


existencia. Dios nos ha dado vestiduras de valor y
dignidad.
Cada cierto tiempo surgen controversias respecto a la
meta y propósito del plan redentor de Dios. La pregunta
que surge es la siguiente: ¿Es la meta de la redención la

manifestación de la gloria de Dios? ¿O es más bien la


manifestación del valor de la humanidad caída? ¿Es la

meta de la redención teocéntrica o antropocéntrica? Si


estuviéramos obligados a escoger diríamos que primero
se trata de la gloria de Dios. La buena noticia es que no

estamos obligados a tomar una “decisión de Sophie”.

En el plan redentor de Dios, vemos tanto la

preocupación de Dios por Su creación como la intención


de mostrar Su gloria. La gloria de Dios se manifiesta en
Su obra redentora y a través de ella. Incluso se

manifiesta en el castigo del malvado. Dios exhibe, con


una majestad deslumbrante, tanto Su gracia inefable

como Su justo juicio. Incluso al juzgarnos, Dios reafirma


el valor del hombre pues castiga la maldad que
empobrece la vida humana.
Aunque no soy adepto al uso de las paradojas en el

discurso teológico, no me abstendré de plantear una en


esta ocasión. A pesar de que no hay mucho en la teología
reformada acerca de Dios que la diferencie en gran
medida del resto de la teología cristiana, el rasgo más
distintivo es precisamente lo que afirma acerca de Dios.
¿Cómo puede ser verdad esto? A pesar de que la doctrina

reformada acerca de Dios no difiere mucho de otras


declaraciones confesionales, es la manera en que opera

esta doctrina en la teología reformada lo que la hace


única. La teología reformada aplica insistentemente la
doctrina de Dios a todas las demás doctrinas,

transformándola en el elemento regulador de toda la

teología.

Por ejemplo, nunca he conocido a alguien que se


declare cristiano y que no esté dispuesto a afirmar que
Dios es soberano. La soberanía es uno de los atributos

divinos al que se han adherido los cristianos a través de


la historia casi de forma universal. Cuando llevamos la

doctrina de la soberanía divina a otros aspectos de la


teología, sin embargo, el concepto se debilita o
desaparece por completo. A menudo he escuchado decir:
“La soberanía de Dios está limitada por la libertad

humana”. En esa declaración la soberanía de Dios no es


absoluta pues tiene los límites que le impone la libertad
humana.
La teología reformada ciertamente dirá, con
insistencia, que el hombre ha recibido una cuota de
libertad de parte de su creador. Pero esa libertad no es

absoluta y el hombre no es autónomo. Nuestra libertad


está siempre, y en todas partes, limitada por la soberanía

de Dios. Dios es libre y nosotros somos libres. Pero Dios


es más libre que nosotros. Cuando nuestra libertad se
topa con la soberanía de Dios, nuestra libertad debe

ceder. Decir que la soberanía de Dios está limitada por la

libertad del hombre equivale a decir que el hombre es

soberano. Sin duda, puede que la afirmación de que la


soberanía de Dios está limitada por la libertad humana
solo intente expresar que en realidad Dios no violenta esa

libertad. Pero eso ya es otro tema, desde luego. Si Dios


nunca violenta la libertad humana no se debe a que Él

tenga límites para ejercer Su soberanía. Es más bien


porque en Su soberanía ha decretado que no lo hará.
Dios tiene la autoridad y el poder para hacerlo si
quisiera. Cualquier límite será un límite que Dios se

impone a Sí mismo soberanamente y no uno impuesto


por nosotros.
A los ojos de la teología reformada, si Dios no es
soberano sobre todo el orden creado, entonces no es
realmente soberano. La palabra soberanía se puede
transformar fácilmente en una fantasía. Si Dios no es

soberano entonces no es Dios. Ser soberano es algo que le


corresponde por esencia. La manera en que

comprendamos Su soberanía tendrá implicaciones


radicales para la forma en que comprendamos la
doctrina de la providencia, de la elección, de la

justificación y de muchas otras. Lo mismo se aplica a los

otros atributos de Dios, tales como la santidad,

omnisciencia e inmutabilidad, por nombrar algunos.

La teología reformada es católica


En el siglo XVII surgió una disputa al interior de la

comunidad reformada de Holanda. Un grupo de teólogos


se hizo conocido como los “remonstrantes”, debido a que
protestaban (eso significa el nombre) en contra de los
cinco artículos de la teología reformada. Estos cinco

puntos llegaron a ser conocidos más tarde como los


“cinco puntos del Calvinismo” que en inglés se resumen
con el conocido acróstico TULIP. Este acróstico (que
examinaremos en más detalle en la segunda parte)
representa las doctrinas de depravación total, elección
incondicional, expiación limitada, gracia irresistible, y

perseverancia de los santos. El Sínodo de Dort condenó a


los remonstrantes y reafirmó la validez de los cinco

puntos como parte integral de la teología reformada.


Desde aquel sínodo, se ha vuelto cada vez más popular
concebir toda la teología reformada exclusivamente a
través de esos cinco puntos. Es verdad que estos cinco

puntos son centrales para la teología reformada, pero

están muy lejos de resumir la totalidad de dicho sistema

de doctrina. La teología reformada es mucho más que


esos cinco puntos.
La teología reformada no es sólo sistemática sino

también católica, porque tiene mucho en común con


otras tradiciones que son parte del cristianismo

histórico. Los reformadores del siglo XVI no estaban


interesados en crear una religión nueva. Su foco no era
la innovación, sino la renovación. Eran reformadores, no
revolucionarios. Del mismo modo que los profetas del

Antiguo Testamento no rechazaron el pacto original de


Dios con Israel, sino que buscaban corregir aquello que
se apartaba de la fe revelada, los reformadores llamaron
a la iglesia a volver a sus raíces bíblicas y apostólicas.
Si bien los reformadores rechazaron la tradición como
fuente de revelación divina, no por ello rechazaron la

totalidad de la tradición cristiana. Juan Calvino y Martín


Lutero citaban frecuentemente a los Padres de la iglesia,

en particular a Agustín. Ellos pensaban que la iglesia


había aprendido mucho durante su historia y deseaban
conservar aquello que era verdadero de esa tradición.

Por ejemplo, los reformadores adoptaron las doctrinas

expresadas y formuladas en los grandes concilios

ecuménicos a través de la historia de la iglesia,


incluyendo la doctrina de la trinidad formulada en el
Concilio de Nicea en el año 325 y el de Calcedonia en el

año 451.
En el Nuevo Testamento mismo encontramos

ejemplos de conflicto en torno a la tradición. A menudo


Jesús discutía con los fariseos y escribas sobre la
tradición de los rabíes. Jesús no consideraba la tradición
rabínica como intocable. Muy por el contrario, Jesús

reprendió a los fariseos por elevar la tradición humana y


conferirle autoridad divina, lo que terminaba por
comprometer a esta última. Puesto que su reprensión fue
tan terminante, tendemos a evitar los aspectos positivos
de la tradición que se expresan en el Nuevo Testamento.
El término tradición se refiere a aquello que ha sido

“entregado”. Es el deber de cada generación traspasar la


tradición a la generación siguiente. Tal como Israel

entregó a sus hijos las tradiciones que Dios instituyó, la


iglesia debe traspasar la tradición apostólica a cada
generación que se sucede.

En este proceso, no obstante, siempre existe el peligro

de hacer adiciones a la tradición apostólica que van en

contra de la enseñanza original. Es por eso que los


reformadores insistían en que su obra de reformar la
iglesia no estaba completa. La iglesia está llamada a ser

semper reformanda, es decir, estar “siempre


reformándose”. Cada comunidad cristiana crea su propia

subcultura de costumbres y tradiciones. A menudo


cuesta muchísimo abandonar o superar dichas
tradiciones. Aun así, sigue siendo la tarea de cada
generación examinar de forma crítica sus tradiciones

para asegurar que son congruentes con la tradición


apostólica.
Los reformadores tomaban muy en serio la historia de
la iglesia y hoy debemos hacer lo mismo. Yo enseño
teología sistemática en un seminario reformado al que
asisten estudiantes de diversos trasfondos

denominacionales. Muchos de ellos son bautistas.


Cuando enseño sobre los sacramentos soy consciente de

que muchos de mis estudiantes no están de acuerdo con


el bautismo de infantes. Yo les hago ver que a través de
la historia, el bautismo de infantes ha sido la postura

mayoritaria entre la mayoría de las comunidades

cristianas. También les recuerdo que aunque su postura

sea minoritaria históricamente hablando, eso por


ningún motivo significa que sea falsa. De hecho, es muy
posible que a veces, y así ha sido en ocasiones, la minoría

esté en lo correcto. Pero sí les solicito a mis estudiantes


bautistas que examinen la posición de la mayoría para

entender por qué sostienen dicha postura. Asimismo,


insisto que aquellos que están en desacuerdo con la
postura bautista escuchen con atención las razones que
ellos tienen para practicar el bautismo de creyentes.

Hago esto por más de una razón. El tema es causa de


profunda división entre cristianos, todos deseosos de
agradar a Dios pero al menos uno de estos grupos está
equivocado. El bautismo de infantes tiene que estar de
acuerdo o bien en desacuerdo con la voluntad divina.
Alguien está equivocado, pero ambos creen estar en lo

correcto. Al examinar los debates históricos puede que


seamos persuadidos a cambiar de parecer. Si no, por lo

menos tendremos una comprensión más profunda de los


temas en cuestión. Esto ayuda a crear un ambiente de
comprensión mutua incluso estando seriamente en

desacuerdo.

La teología reformada es evangélica


El término evangélico adquiere importancia durante la

Reforma, cuando era prácticamente sinónimo de


protestante. Los historiadores a menudo sugieren que las

dos causas principales de la Reforma fueron el tema de la


autoridad y el tema de la justificación. Con frecuencia se
hace referencia al tema de la autoridad como la causa
formal de la Reforma, mientras que al tema de la

justificación se le denomina la causa material. Con esto


se quiere decir que el tema central era la justificación
mientras que el telón de fondo de la controversia era la
autoridad. Los lemas hermanos de sola scriptura y sola
fide llegaron a ser los gritos de batalla de la Reforma. Los
examinaremos en mayor detalle más adelante. Lo que es

importante decir de momento es que el término


evangélico era un término general que describía a

muchos grupos que, a pesar de estar agrupados en


distintas denominaciones, estaban de acuerdo en estos
dos temas en oposición a la Iglesia Católica Romana.
Al afirmar que la teología reformada es evangélica

entonces queremos decir que la teología reformada

comparte con otros grupos protestantes el compromiso

con la doctrina histórica de sola scriptura y sola fide.


Desde el siglo XVI, el término evangélico ha
experimentado un desarrollo significativo al punto que

hoy es difícil de definir. En el siglo XX, tanto el concepto


bíblico de autoridad como el de justificación por la fe, en

cuanto a su naturaleza y significado, han sido


cuestionados desde el interior de la comunidad de
evangélicos confesantes. Hoy en día ya no se puede
asumir que si una persona se autodenomina evangélica

significa que está comprometida con la idea de sola


scriptura o sola fide.
En un libro publicado recientemente, un escritor
católico romano se describe a sí mismo como un
“católico romano evangélico” y afirma que mantiene la
ortodoxia romanista. El autor se apropia del término

evangélico porque dice creer también en el “evangelio”.


Al menos el autor entiende la raíz del término evangélico.

Los reformadores se autodenominaban evangélicos


porque creían que la justificación solo por la fe es central
y esencial en el evangelio. A partir de la palabra original

evangelio usaron el término evangélico para afirmar su

convicción de que sola fide es el evangelio.

Por supuesto que la Iglesia Católica Romana del siglo


XVI estaba en desacuerdo con los reformadores y
planteaba que hablar de sola fide es una grave distorsión

del evangelio. A la luz del debate histórico, no es de


sorprender que hoy encontremos adherentes en ambos

lados de la controversia que se hagan llamar evangélicos.


Por supuesto, debemos reconocer que hay personas en la
Iglesia Católica Romana que son evangélicas en el sentido
protestante pues creen en la visión reformada del

evangelio y no en la visión católica romana. En todo


caso, cuando digo que la teología reformada es evangélica
lo digo usando el término en su sentido clásico e
histórico. La teología reformada comparte un conjunto
de doctrinas evangélicas comunes con otras tradiciones
cristianas.

Dios es incomprensible
Hemos visto que la teología reformada es sistemática,
católica y evangélica. En todos estos aspectos se plantea
como una doctrina cuyo centro es Dios. Cuando los

teólogos reformados confiesan su fe o enseñan cursos de

teología sistemática, normalmente comienzan su estudio

de la teología con la doctrina de la revelación o la


doctrina de la teología propiamente, es decir, la doctrina
de la naturaleza y el carácter de Dios mismo.

El estudio de la teología como tal comienza con la


incomprensibilidad de Dios. Este término puede

sugerirle al lector que lo que creemos básicamente es que


a Dios no se le puede conocer o comprender. Esto no es
así en absoluto. Creemos que el cristianismo es ante todo
una religión revelada. Estamos comprometidos con la

noción de que Dios se ha dado a conocer lo suficiente


como para que seamos redimidos y para tener comunión
con Él.
La doctrina de la incomprensibilidad de Dios atrae
nuestra mirada hacia la distancia que hay entre un
creador trascendente y Sus criaturas mortales. Uno de

los axiomas principales que Juan Calvino enseñó se


resume en la frase que usaban los reformadores: finitum

non capax infiniti (“lo finito no puede contener lo


infinito”). Puesto que Dios es infinito en Su ser y es
eterno, y dado que nosotros somos finitos y limitados

por el espacio y el tiempo, nuestro conocimiento de Él

nunca será exhaustivo. Disfrutamos de un conocimiento

aprehensivo de Dios, pero no de un conocimiento


exhaustivo.
Para conocer a Dios de forma exhaustiva

necesitaríamos participar de Su atributo de infinitud. La


infinitud de Dios es un atributo adecuadamente llamado

“incomunicable”. Esto quiere decir que Dios no puede


hacernos dioses. Ni siquiera Dios es capaz de crear un
segundo dios. Un segundo dios no sería en realidad dios
pues por definición sería criatura. Un segundo dios

dependería y derivaría del Dios original. Incluso en


nuestra condición glorificada en el cielo, en donde
entenderemos mucho más y mucho mejor acerca de
Dios, tampoco nuestro conocimiento será exhaustivo.
Ser glorificados no significa ser deificados. Seguiremos
siendo criaturas; seguiremos siendo finitos. Incluso en el

cielo se aplica el axioma finitum non capax infiniti.


El carecer de un conocimiento exhaustivo de Dios no

significa que estemos obligados al escepticismo o al


agnosticismo. Sí es posible aprehender verdades acerca
de Dios. La primera iglesia enfrentó una perniciosa

herejía en la forma del llamado gnosticismo. Los

gnósticos, cuyo nombre deriva de la palabra griega gnosis

(conocimiento), creían que no es posible tener


conocimiento real de Dios a través de los medios
normales de aprehensión racional o los sentidos. El

único conducto de este conocimiento sería la intuición


mística que posee solo una élite dotada de “gnostikoi” o

“aquellos que saben”. Los gnósticos aseguraban tener un


nivel o forma de conocimiento superior al de los
apóstoles y con eso ellos pretendían usurpar su
autoridad. El problema con los gnósticos se exacerbó con

la posterior aparición del neoplatonismo.


El neoplatonismo era un esfuerzo premeditado de
plantearse como una filosofía alternativa al cristianismo.
La fe cristiana había derrotado a la filosofía griega
tradicional. El neoplatonismo fue un intento de devolver
a la filosofía griega a un lugar de preeminencia. El

filósofo neoplatónico más importante, Plotino, se refería


a Dios como “el Uno”. Plotino insistía en que es

imposible hacer afirmaciones acerca de Dios pues es


insondable. Podemos andar en círculos en torno a Dios
pero nunca podemos llegar a Dios mismo. Plotino

difundió un método para referirse a Dios llamado “vía

negativa” (via negationis) en el que algo se define

diciendo lo que no es.


La teología cristiana rechaza el escepticismo del
gnosticismo y el neoplatonismo. La vía negativa, sin

embargo, sí se emplea en la teología en ocasiones. Por


ejemplo, podemos hablar de la infinitud e inmutabilidad

de Dios. Decir que Él es inmutable es decir que no


cambia. Así, destacamos aquello en lo que Dios no se
parece a Sus criaturas. Pero si solo hubiera disimilitudes
entre Dios y el hombre no sería posible conocer nada

acerca de Dios.
Se ha puesto de moda referirse a Dios como aquel que
es “completamente otro”. Se acuñó esta frase para
salvaguardar la trascendencia de Dios ante toda forma de
panteísmo que busque circunscribir a Dios dentro del
universo. Si lo tomamos de forma literal, por otro lado,

el término “completamente otro” podría ser fatal para el


cristianismo. Si no hay ningún aspecto en el que Dios y el

hombre sean similares, si no hay analogía alguna entre


Dios y el hombre, entonces no hay ninguna base común
para que haya comunicación entre ambos. Dos seres que

sean completamente disímiles no tienen manera de

dialogar.

La Escritura enseña que fuimos creados a Su imagen y


semejanza, lo que no quiere decir que seamos pequeños
dioses. La imagen no oscurece la diferencia entre Dios y

el hombre, pero sí asegura, por otro lado, que hay un


grado de semejanza que hace posible la comunicación,

por limitada que sea.


Aunque la iglesia a veces se valga de la vía negativa en
sus aseveraciones acerca de Dios, lo que confiesa no está
limitado por este método como es el caso del

neoplatonismo. También usamos la “vía afirmativa” (via


affirmatas) y “la vía eminente” (via eminentia). La vía
afirmativa consiste en afirmaciones positivas acerca de
Dios, tales como “Él es santo, soberano y justo”. La vía
eminente describe a Dios usando categorías aplicadas a
las criaturas pero elevadas a su grado superlativo.

Por ejemplo, estamos familiarizados con las categorías


de poder y conocimiento. Ejercemos poder, pero nuestro

poder es limitado. El poder de Dios sobre Su creación, sin


embargo, no lo es; es absoluto. Por lo tanto, decimos que
Dios es todopoderoso u omnipotente. Asimismo, nuestro

conocimiento es limitado, pero el de Dios no. Entonces

decimos que Dios es omnisciente o lo sabe todo.

El lenguaje que usamos para referirnos a Dios toma en


cuenta tanto las similitudes como las diferencias entre Él
y nosotros. La incomprensibilidad intenta respetar ese

sentido en el que podemos conocer a Dios y el sentido en


el que hay cosas que no son conocibles acerca de Dios.

Martín Lutero distinguía entre el “Dios escondido” (Deus


absconditus) y el “Dios revelado” (Deus revelatus):

Se debe considerar una distinción cuando se discute el conocimiento,


o más precisamente, la persona del Ser Divino. El debate debe ser

acerca del Dios escondido (abscondito) o del Dios revelado (revelato).

Si Él no se ha revelado entonces no es posible ninguna fe, ningún


conocimiento, ni comprensión de Dios.

Lo que está por sobre nosotros no nos compete. Pues los

pensamientos de esta clase, que quieren sondear algo más sublime,


superior, y ajeno a lo que Dios ha revelado, son completamente

diabólicos. No logramos nada con ello excepto lanzarnos a la


destrucción, porque proponen un objeto de estudio que desafía la

investigación, a saber, el Dios no revelado. Dejemos que Dios deje Sus

decretos y misterios escondidos.1


Calvino hacía una distinción similar entre lo que es
posible conocer acerca de Dios y lo que permanece

desconocido para nosotros. “Es verdad que Su esencia es

incomprensible, de tal suerte que Su deidad trasciende

todo sentimiento humano; pero Él ha inscrito en cada


una de Sus obras ciertas notas o señales de Su gloria tan
claras y tan excelsas, que ninguno, por ignorante y rudo

que sea, puede pretender ignorancia”.2


Ya antes Calvino había ensalzado el conocimiento de

Dios que sí tenemos: “Puesto que la felicidad y


bienaventuranza consiste en conocer a Dios, Él, a fin de
que ninguno errase el camino por donde ir hacia esta
felicidad, no solamente plantó la semilla de la religión de

que hemos hablado en el corazón de los hombres, sino


que de tal manera se ha manifestado en esta admirable
obra del mundo”.3
Al plantear la doctrina de la incomprensibilidad de
Dios, tanto Calvino como Lutero intentaban ser fieles a
la enseñanza de las Escrituras afirmando aquello que no

se puede conocer de Dios y aquello que Dios ha revelado:


“Lo secreto le pertenece al Señor nuestro Dios, pero lo

revelado nos pertenece a nosotros y a nuestros hijos para


siempre, para que obedezcamos todas las palabras de esta
ley” (Dt 29:29).

Ya hemos visto que la teología reformada es

teocéntrica, no antropocéntrica, es decir, tiene a Dios

como el centro y no al hombre. Al mismo tiempo,


reconocemos que nuestra comprensión de Dios tiene
implicaciones radicales para nuestra comprensión de la

humanidad, creada a Su imagen. El conocimiento acerca


del hombre y el conocimiento acerca de Dios están

interrelacionados, están entrelazados. En un sentido, al


tomar conciencia de lo que somos tomamos conciencia
de nuestra condición finita y de nuestra condición de
criaturas. Nos damos cuenta de que somos criaturas

dependientes y todo esto apunta a nuestro Creador,


aunque en nuestra naturaleza caída intentemos evitar o
ignorar este claro indicador. En otro sentido, no es sino
cuando entendemos quién es Dios que podemos entender
adecuadamente quiénes somos nosotros. Al comienzo de
su obra clásica, Institución de la Religión Cristiana, Juan

Calvino dice:

Casi toda la suma de nuestra sabiduría, que de veras se deba tener por

verdadera y sólida, consiste en dos puntos: a saber, en el


conocimiento que el hombre debe tener de Dios, y en el conocimiento

que debe tener de sí mismo. Mas como estos dos conocimientos están

muy unidos y enlazados entre sí, no es cosa fácil distinguir cuál


precede y origina al otro, pues en primer lugar, nadie se puede

contemplar a sí mismo sin que al momento se sienta impulsado a la

consideración de Dios, en el cual vive y se mueve; porque no hay


quien dude de que los dones, en los que toda nuestra dignidad
consiste, no sean en manera alguna nuestros. Y aún más; el mismo ser

que tenemos y lo que somos no consiste en otra cosa sino en subsistir

y estar apoyados en Dios.4

Luego Calvino vuelve la mirada al otro lado de la

moneda:

Por otra parte, es cosa evidente que el hombre nunca jamás llega al
conocimiento de sí mismo, si primero no contempla el rostro de Dios

y, después de haberlo contemplado, desciende a considerarse a sí

mismo… porque mientras no miramos más que las cosas terrenas,


satisfechos con nuestra propia justicia, sabiduría y potencia, nos

sentimos muy arrogantes y hacemos tanto caso de nosotros que

pensamos que ya somos medio dioses. Pero al comenzar a poner


nuestro pensamiento en Dios y considerar cuán exquisita es la

perfección de Su justicia, sabiduría y potencia a la cual nosotros


debemos conformar y regular, lo que antes con un falso pretexto de

justicia nos contentaba en gran manera, luego lo abominaremos como

una gran maldad; lo que en gran manera, por su aparente sabiduría,

nos ilusionaba, nos apestará como una extrema locura; y lo que nos

parecía potencia se descubrirá que es una miserable debilidad. Veis,


pues, cómo lo que parece perfectísimo en nosotros mismos, en

manera alguna tiene que ver con la perfección divina.5

Dios es Autosuficiente
La teología reformada pone un gran énfasis en la

autosuficiencia de Dios. Esta característica está


relacionada con la aseidad de Dios, es decir, la noción de
que Dios, y solo Dios, es la base y razón de Su propia

existencia. El ser de Dios no deriva de nada que esté


fuera de Él mismo. Dios es auto-existente. En lenguaje
popular frecuentemente hablamos de Dios como el Ser
Supremo y de nosotros como seres humanos. Usamos el

término ser en ambos casos. Eso nos podría llevar a


pensar que la diferencia fundamental entre Dios y el
hombre está en los adjetivos supremo y humano. En un
sentido, eso es correcto. Pero estos adjetivos apuntan a la
diferencia entre el ser de Dios y el ser del hombre. Sin

embargo, Dios y solo Dios es ser puro. Él es el que es, el


Jehová del Antiguo Testamento. En cambio, nuestro ser
es derivado, dependiente y contingente. Dependemos

completamente del poder del ser de Dios para existir o


para “ser”. Dicho en una palabra, somos criaturas. Por
definición, una criatura le debe su existencia a otro.
Una de mis anécdotas favoritas en relación a la auto-

existencia de Dios es una conversación entre dos niños.

Uno de los niños pregunta: “¿De dónde vienen los

árboles?”.
El otro niño responde: “Dios hizo los árboles”.
“¿De dónde venimos nosotros?”.

“Dios nos hizo”.


“Entonces”, preguntó el primer niño, “¿de dónde vino

Dios?”.
De inmediato, el otro niño responde: “Dios se hizo a Sí
mismo”.
Las primeras dos respuestas del segundo niño son

correctas. Pero su tercera respuesta lo lanzó a peligrosas


aguas teológicas. Dios no se hizo a Sí mismo. Ni siquiera
Dios podría haberse hecho a Sí mismo pues eso hubiese
requerido que ya existiera para realizar el acto de
crearse. El principal punto de la aseidad es que Dios no es
creado. No tiene una causa anterior. Por su aseidad, su

auto-existencia, Dios es eterno. Nunca hubo un


momento en el que no existiera. Dentro de Él está el

poder de ser, de existir. Él no solo posee ser, Él es el Ser.


Una de las confesiones reformadas, La Confesión de Fe
de Westminster, dice: “Dios posee en y por Sí mismo toda

vida, gloria, bondad y bienaventuranza; es suficiente en

todo, en Sí mismo y respecto a Sí mismo, no teniendo

necesidad de ninguna de las criaturas que Él ha hecho, ni


derivando ninguna gloria de ellas, sino que solamente
manifiesta Su propia gloria en ellas, por ellas, hacia ellas

y sobre ellas. Él es la única fuente de todo ser, de quien,


por quien y para quien son todas las cosas”.6

Dios es Santo
La teología reformada le atribuye gran importancia al

Antiguo Testamento y lo considera muy relevante para


la vida cristiana. Una de las riquezas del Antiguo
Testamento es su abundante revelación acerca del
carácter de Dios. Dado que la teología reformada hace
tanto énfasis en la doctrina de Dios, no es de sorprender
entonces que le preste mucha atención al Antiguo

Testamento. Por cierto, toda la Escritura nos revela el


carácter de Dios. Con todo, el Antiguo Testamento nos

entrega un cuadro muy vívido de la majestad y santidad


de Dios.
La santidad de Dios apunta a dos ideas distintas pero
relacionadas. Primero, el término santo destaca la

“alteridad” de Dios, en el sentido de que Él es diferente a

lo que somos nosotros y mucho más de lo que somos.

También subraya Su grandeza y Su gloria trascendente.


El segundo aspecto del significado de la santidad tiene
que ver con la pureza de Dios. La perfección de su

justicia se muestra en Su santidad.


Al repasar las obras de grandes teólogos como Agustín,

Tomás de Aquino, Martín Lutero, Juan Calvino, John


Owen y Jonathan Edwards, se aprecia la presencia del
gran tema de la majestad de Dios. Estos hombres
contemplaron con asombro la santidad de Dios. Esta

actitud de reverencia y adoración está presente a través


de las páginas de toda la Escritura. Calvino dijo:

De aquí procede aquel horror y espanto con el que, según dice muchas
veces la Escritura, los santos han sido afligidos y abatidos siempre que

sentían la presencia de Dios. Porque vemos que cuando Dios estaba


alejado de ellos, se sentían fuertes y valientes; pero en cuanto Dios

mostraba Su gloria, temblaban y temían, como si se sintiesen

desvanecer y morir. De aquí se debe concluir que el hombre nunca

sentirá su bajeza hasta que se vea frente a la majestad de Dios.

Muchos ejemplos tenemos de este desvanecimiento y terror en el


libro de los Jueces y en los profetas, de modo que esta manera de

hablar era muy frecuente en el pueblo de Dios: ´moriremos porque

vimos al Señor´ (Jue 13:22; Is 6:5; Ez 1:28; 3:14; Job 9:4; Gn 18:27; 1R

19:18).7

No conozco otra declaración breve como esta que


resuma tan bien la importancia central de la doctrina de
Dios para la teología. Se dice que la pasión que impulsaba

a la teología de Calvino y su trabajo en la iglesia era


librar a la iglesia de toda forma de idolatría. Calvino

comprendía que la idolatría no se limita a expresiones


burdas o primitivas como las que encontramos en
religiones animistas o totémicas. Se daba cuenta de que
la idolatría puede llegar a ser sutil y sofisticada. La

esencia misma de la idolatría consiste en distorsionar el


carácter de Dios.
Tal como Pablo le declaraba a los Romanos, la
idolatría consiste en cambiar la gloria de Dios por una
mentira, exaltando a la criatura y menospreciando al
Creador. Pablo dice: “Aunque afirmaban ser sabios, se

volvieron necios y cambiaron la gloria del Dios inmortal


por imágenes que eran réplicas del hombre mortal, de las

aves, de los cuadrúpedos y de los reptiles. Por eso Dios


los entregó a los malos deseos de sus corazones, que
conducen a la impureza sexual, de modo que degradaron

sus cuerpos los unos con los otros. Cambiaron la verdad

de Dios por la mentira, adorando y sirviendo a los seres

creados antes que al Creador, quien es bendito por


siempre. Amén” (Ro 1:22-25).
Cuando Calvino denomina al corazón como una

fábrica de ídolos (fabricum idolarum), lo que hace es


enfatizar que la tendencia a la idolatría está

profundamente arraigada en el corazón pecaminoso del


ser humano. Cambiamos la verdad acerca de Dios por
una mentira cada vez que aceptamos que una distorsión
acerca del carácter de Dios penetre (ya sea lenta o

rápidamente) en nuestra teología. Es algo que debemos


cuidar con gran celo. Calvino afirma:

Pero aunque Dios nos represente con cuanta claridad sea posible, en
el espejo de Sus obras, tanto a Sí mismo, como a Su reino perpetuo,

nosotros somos tan rudos que nos quedamos atontados y no nos


aprovechamos de testimonios tan claros… sino que somos muy

semejantes y nos parecemos en que todos… apartándonos de Dios nos

entregamos a monstruosos desatinos… casi cada hombre se ha

inventado su dios. Pues, porque la temeridad y el atrevimiento se

unieron con la ignorancia y las tinieblas, apenas ha habido alguno que


no se haya fabricado un ídolo a quien adorar en lugar de Dios. En

verdad, igual que el agua suele bullir y manar de un manantial grande

y abundante, así ha salido una infinidad de dioses de los hombres,


según que cada cual se toma la licencia de imaginarse vanamente en

Dios una cosa u otra.8

Los cristianos hemos sido llamados a predicar,


enseñar y creer todo el consejo de Dios. Cualquier

distorsión del carácter de Dios envenena el resto de


nuestra teología. La mayor forma de idolatría es el
humanismo, pues este considera al hombre como la
medida de todas las cosas. El hombre es el centro del

interés, el foco central, el motivo dominante en todas las


formas de humanismo. Su influencia es tan fuerte y
penetrante que intenta infiltrarse en la teología cristiana
en cada aspecto. Solo a través de una rigurosa devoción y
estudio de la doctrina bíblica acerca de Dios podremos

evitar probar y tragar tan nocivo brebaje.


A menos que se me convenza por la Sagrada Escritura o
por alguna razón evidente, no me retractaré. Mi conciencia
está cautiva a la palabra de Dios, y actuar en contra de la

conciencia es incorrecto y peligroso. Fue Martín Lutero


quien pronunció estas inmortales palabras en la Dieta de
Worms. Se encontraba bajo juicio, con riesgo de muerte,
ante las autoridades de la iglesia y del Estado, acusado de

graves herejías. Al ser amenazado a retractarse de su


doctrina de la justificación por fe, insistió en que su
doctrina se basaba en la Biblia. En previos debates con
prominentes teólogos católico romanos, Lutero había
sido empujado a admitir que consideraba posible que el

Papa y los concilios de la iglesia se podrían equivocar.


Tabla 2.1
La segunda piedra fundacional

1 Dios en el centro

2 Basada solo en la Palabra de Dios

3 Comprometida con la sola fe

4 Comprometida con Jesús

5 Estructurada en torno a tres pactos

A menudo, los historiadores han explicado la Reforma


protestante describiendo su causa material y su causa
formal. La causa material fue la disputa acerca de la

doctrina de la justificación solo por fe (sola fide); la causa


formal fue la disputa acerca de la autoridad de la Biblia
(sola Scriptura). El principio de sola scriptura permanecía
en un segundo plano durante el debate acerca de la
justificación. Cuando Lutero rehúsa retractarse en

Worms, el tema de la autoridad bíblica salta a primer


plano. Desde ese momento, sola scriptura se transforma
en un grito de guerra para los protestantes.
El término sola Scriptura declaraba la idea de que
solamente la Biblia tiene autoridad para atar las
conciencias de los creyentes. Los protestantes sí
reconocían otras formas de autoridad, como las
autoridades de la iglesia, los magistrados civiles, los

credos de la iglesia y las confesiones de fe. Pero todas

estas autoridades eran consideradas como subordinadas

a la autoridad de Dios y derivadas de la misma. Ninguna


de estas autoridades secundarias podía ser absoluta, pues
todas son susceptibles de error. Una autoridad falible no

puede atar las conciencias de forma absoluta; ese


derecho está reservado para la Palabra de Dios

solamente.
Un malentendido frecuente es que los reformadores
creían en la autoridad infalible de la Escritura mientras
que la Iglesia Católica Romana creía solo en la autoridad

infalible de la iglesia y su tradición. Esto es una


distorsión de la controversia. Durante el periodo de la
Reforma, ambos lados reconocían la autoridad infalible
de la Biblia. La pregunta era la siguiente: “¿Es la Biblia la
única fuente de revelación especial?”.
Los católicos romanos enseñaban que había dos

fuentes infalibles de revelación especial: la Escritura y la


tradición. Dado que le asignaban a la tradición ese nivel

de autoridad, no permitían que cualquier persona


interpretara la Biblia de una manera contraria a dicha
tradición. Eso es precisamente lo que hizo Lutero, lo que

le valió la excomunión y la condena de su doctrina.

Los reformadores concordaban en que había dos tipos

de revelación: general y especial. La revelación general, a


veces llamada revelación natural, se refiere a lo que Dios
revela de Sí mismo en la naturaleza. El apóstol Pablo

declara en Romanos: “Ciertamente, la ira de Dios viene


revelándose desde el cielo contra toda impiedad e

injusticia de los seres humanos, que con su maldad


obstruyen la verdad. Me explico: lo que se puede conocer
acerca de Dios es evidente para ellos, pues Él mismo se lo
ha revelado. Porque desde la creación del mundo las

cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y


su naturaleza divina, se perciben claramente a través de
lo que Él creó, de modo que nadie tiene excusa” (Ro 1:18-
20).
Como hemos visto, esta revelación se llama “general”
tanto por su contenido como por sus destinatarios.

Todas las personas reciben la revelación de Dios en la


naturaleza; no todos han leído la Escritura (la revelación

especial) ni han oído su enseñanza. La revelación general


no revela la historia de la redención o la persona y obra
de Jesucristo; pero la revelación especial sí lo hace.

Aunque los reformadores distinguían entre revelación

general y especial, insistían en que hay solo una fuente

escrita de revelación especial que es la Biblia. De ahí la


sola de sola scriptura. La razón principal para colocar la
palabra sola es la convicción de que la Biblia fue

inspirada por Dios mientras que los credos de la iglesia y


sus declaraciones son obras humanas. Estas obras de

segunda categoría pueden ser precisas y estar


brillantemente desarrolladas, expresando los mejores
pensamientos de los eruditos, pero no son la Palabra de
Dios inspirada.

La inspiración de la Escritura
Los reformadores tenían un alto concepto de la
inspiración de la Biblia. La Biblia es la palabra de Dios, el
verbum Dei, o la voz de Dios, vox Dei. Juan Calvino

escribe:

Pues cuando se tiene como fuera de duda que lo que se propone es

Palabra de Dios, no hay ninguno tan atrevido, a no ser que sea del
todo insensato y se haya olvidado de toda humanidad, que se atreva a

desecharla como cosa a la que no se debe dar crédito alguno. Pero

puesto que Dios no habla cada día desde el cielo, y que no hay más que
las solas Escrituras en las que Él ha querido que Su verdad fuese

publicada y conocida hasta el fin, ellas no pueden lograr entera

certidumbre entre los fieles por otro título que porque ellos tienen
por cierto y seguro que han descendido del cielo, como si oyesen en

ellas a Dios mismo hablar por Su propia boca.1

“Como si” no quiere decir que Calvino creyera que la


Biblia cayó del cielo directamente o que Dios mismo

escribió las palabras en las páginas de la Escritura. Más


bien “como si” hace referencia al peso de la autoridad
divina que hay en las Escrituras. Esta autoridad está
basada y fundada en el hecho de que la Escritura fue

entregada bajo inspiración divina. Esta afirmación


concuerda con lo que la Biblia misma dice acerca de la
autoridad “Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil
para enseñar, para reprender, para corregir y para
instruir en la justicia, a fin de que el siervo de Dios esté
enteramente capacitado para toda buena obra” (2Ti 3:16-

17).
La declaración de Pablo acerca de la inspiración de la

Escritura se refiere a su origen. Pablo usa la palabra


griega theopneust, que quiere decir “exhalada por Dios”.
Aunque la palabra normalmente se traduce como

inspirada (que quiere decir “inhalada”), es más exacto

decir “exhalada”. Pablo subraya el hecho de que la

Escritura fue exhalada por Dios. Esto no es simple


sutileza del lenguaje. Es obvio que para que haya
inhalación (inspiración) debe haber exhalación. Exhalar

debe preceder a inhalar (inspirar). El punto es que la


obra de la inspiración divina se logra por la exhalación

divina. Puesto que Pablo afirma que la Escritura es


exhalada por Dios, entonces el origen de la Escritura es
Dios mismo.
Cuando Calvino y otros hablan de la inspiración de la

Escritura, se refieren a la manera en que Dios capacitó a


los autores humanos de la Biblia para que escribieran
cada palabra bajo la superintendencia divina. La
doctrina de la inspiración declara que Dios capacitó a los
escritores humanos de la Biblia para que fueran agentes
de revelación divina, de modo que lo que escribieran no

fueran solo sus palabras sino, en un sentido superior,


fueran la mismísima Palabra de Dios. El origen del

contenido de la Escritura finalmente es Dios mismo.


Se ha debatido intensamente cuál fue el modo o
método preciso de esta inspiración divina. Algunos han

postulado una inspiración mecánica, es decir, dictada, lo

que reduce a los autores humanos a máquinas robóticas

o taquígrafos pasivos que se limitan a escribir lo que Dios


les dicte.
Pero la Biblia no hace tal afirmación. No se especifica

el modo preciso o la manera en que ocurrió esta


inspiración. El punto central de lo que la Biblia afirma

respecto a su autoridad es que Dios es la fuente que


exhala Su palabra. Queda en evidencia al estudiar la
Biblia misma que se preservaron los estilos individuales
de cada autor. La inspiración de la Biblia tiene que ver

con la superintendencia divina en la Escritura, evitando


que se introduzca el factor de error humano. La
inspiración significa que Dios preservó Su Palabra a
través de las palabras de autores humanos.

La infalibilidad de la Escritura
Dado que el origen de la Biblia es Dios y que Él mismo

supervisó su formación por medio de la inspiración, los


reformadores estaban convencidos de que la Biblia es
infalible. La infalibilidad se refiere a que es imposible
que contenga fallas o errores. Le atribuimos a Dios y a Su

obra el carácter de infalible dada Su naturaleza y

carácter. En cuanto a Su naturaleza, Dios es omnisciente.

En cuanto a Su carácter, Dios es Santo y completamente


recto.
Teóricamente, es posible concebir un ser que sea recto

pero limitado en su conocimiento. Tal ser podría


cometer errores en lo que dijera, no por ánimo de

engañar o defraudar, sino debido a su falta de


conocimiento. Serían errores accidentales. A nivel
humano aceptamos que sea posible que alguien diga algo
que sea falso sin que esté mintiendo. La diferencia entre

una mentira y un simple error radica en la intención. Por


otro lado, es posible concebir un ser que sea omnisciente
pero malvado. Dicho ser no podría cometer errores por
falta de conocimiento pero sí podría mentir, lo que
implicaría una intención malévola. Dado que Dios es
tanto omnisciente como moralmente perfecto es incapaz

de mentir o cometer un error.


Al decir que la Biblia es infalible en su origen,

simplemente afirmamos que se origina en un Dios que es


infalible. Eso no quiere decir que los escritores bíblicos
eran intrínsecamente infalibles. Eran humanos que,

como cualquier persona, eran la prueba del principio

errare humanum est, “errar es humano”. Precisamente

porque los seres humanos son dados al error es que sus


autores humanos requerían ayuda en su tarea para que la
Biblia fuera la Palabra de Dios.

Hoy en día se cuestiona la inspiración de la Escritura.


En este tema, algunos teólogos han tratado de quedarse

con el oro y el moro; es decir, por un lado afirman que la


Biblia es inspirada pero al mismo tiempo niegan su
infalibilidad. Plantean que la Biblia, a pesar de su
inspiración divina, sí contiene error. La idea de un error

divinamente inspirado es difícil de concebir. Nos


horroriza la idea de que Dios pueda inspirar un error.
Decir que Dios inspira error implica que Dios no es
omnisciente o que es malvado.
Quizás lo que se está planteando en esta noción de
error inspirado sea que tal inspiración, aunque proceda

de un Dios bueno y omnisciente, finalmente es


inoperante. Es decir, no cumple con Su cometido. En ese

caso, estaríamos abandonando otro atributo de Dios, Su


omnipotencia, pues estaríamos diciendo que finalmente
Dios es incapaz de dirigir el proceso de escritura de la

Biblia con suficiente poder como para superar la

tendencia al error de los autores humanos.

Me parece que tendría más sentido negar de plano la


inspiración que tratar de hacerla convivir con el error.
Claro está, muchos de los que cuestionan la infalibilidad

de la Biblia atacan con sus hachas las raíces del árbol y


niegan cualquier inspiración. Esto al menos parece un

enfoque más honesto y lógico. Evita la irreverencia de


negar los atributos fundacionales de Dios mismo.
Examinemos brevemente la fórmula que en estos
tiempos ha ganado terreno: “La Biblia es la Palabra de

Dios, la cual yerra”. Ahora quitemos las palabras “La


Biblia es”, para que diga: “La Palabra de Dios, la cual
yerra”. Ahora borremos “La palabra de Dios” y “la cual”.
Lo que queda es “Dios yerra”. Decir que la Biblia es la
Palabra de Dios con errores es caer en un irreverente
doble estándar. Si es la Palabra de Dios no puede errar. Si

yerra no es la Palabra de Dios. Por cierto, es posible tener


una palabra acerca de Dios que esté en error, pero no

podemos tener una palabra procedente de Dios que esté


en error.
La Biblia afirma reiteradamente que la Escritura se

origina en Dios. Un ejemplo que ya hemos visto es el que

está en la Epístola de Pablo a los Romanos. Pablo se

presenta como “siervo de Jesucristo, llamado a ser


apóstol, apartado para anunciar el evangelio de Dios” (Ro
1:1). En la frase “el evangelio de Dios” la palabra de es un

genitivo que indica posesión. Pablo no está hablando


solamente de un evangelio que es acerca de Dios, sino de

un evangelio que le pertenece a Dios. Es posesión de Dios


y viene de Él. Dicho más claramente, Pablo está
declarando que el evangelio que predica no proviene de
hombres ni es invento humano; es revelación divina.

Toda la controversia en torno a la inspiración y la


infalibilidad de la Biblia es básicamente una controversia
acerca de la revelación sobrenatural. La teología
reformada cree sin vacilar que el cristianismo es una fe
revelada, una fe que no descansa en percepciones
humanas sino en información que Dios mismo nos

entrega.

La inerrancia de la Escritura
Junto con afirmar la infalibilidad de la Biblia, la teología
reformada describe a la Biblia diciendo que es inerrante.

La infalibilidad significa que no puede contener error

mientras que la inerrancia afirma que no contiene error.

La infalibilidad alude al potencial; describe algo que no


puede ocurrir. La inerrancia describe el potencial
realizado, lo que es.

Por ejemplo, yo podría obtener 100% en un examen de


ortografía. En esa limitada experiencia yo sería

“inerrante”. No cometí ningún error en el examen. Eso


no significa que se puede llegar a la conclusión de que,
por lo tanto, soy infalible. Los seres humanos,
susceptibles a errar, no siempre yerran. Una persona

infalible nunca erraría porque dicha infalibilidad


simplemente impide la sola posibilidad de error.
En los últimos años algunos eruditos han escogido
afirmar que la Biblia es infalible pero no inerrante. Esto
causa una confusión no menor. Como hemos visto,
infalible es el más fuerte de los dos términos.

¿Por qué entonces habrán preferido la palabra infalible


estos eruditos? La respuesta probablemente se encuentra

en el campo de las emociones. El término inerrancia es


mal visto en ciertos círculos académicos. Está cargado de
nociones peyorativas. A menudo se asocia el término con

algunos tipos de fundamentalismo carentes de erudición.

Por otro lado, el término infalibilidad tiene una historia

de pedigrí académico, especialmente entre eruditos


católicos romanos. Algunos rechazan el concepto
católico romano de infalibilidad, pero no se lo asocia con

teología retrógrada. Los jesuitas, por ejemplo, no son


víctimas de ser considerados eruditos sin sofisticación.

Para evitar la culpa por asociación con círculos anti-


intelectuales, algunos se han distanciado del término
inerrancia y se han refugiado en el término infalibilidad.
Si durante el proceso se redefine infalibilidad para que

signifique algo inferior a inerrancia, entonces tal cambio


es una evasiva deshonesta.
Si bien ambos términos, inerrancia e infalibilidad, han
sido integrales en la teología reformada histórica, la
controversia moderna acerca de la confiabilidad de la
Biblia ha llevado a algunos a plantear que el concepto de

inerrancia en realidad no era algo que los maestros de la


Reforma plantearan. Más bien, dirán, se originó entre

teólogos escolásticos o racionalistas del siglo XVII.


Aunque es correcto decir que el término inerrancia entró
en uso más tarde, en absoluto es correcto afirmar que el

concepto estuviera ausente en las obras de los

reformadores del siglo XVI. Debemos poner atención a

algunas afirmaciones de Lutero:

El Espíritu Santo mismo y Dios, el Creador de todas las cosas, es el

autor de este libro.2 La Escritura, aunque escrita por hombres, no

proviene de hombres sino de Dios.3 Aquel que no lea estos relatos en

vano debe afirmar con seguridad que la Santa Escritura no es

sabiduría humana sino divina.4 La palabra de Dios permanece pues


no puede mentir; y el cielo y la tierra pasarán antes de que la más

insignificante letra o título de su palabra quede sin cumplir.5 No nos

gloriaremos en nada excepto la Santa Escritura, y estamos seguros de


que el Espíritu Santo no puede oponerse ni contradecirse a Sí

mismo.6 San Agustín dice en la carta a San Jerónimo… “He

aprendido que solo debo considerar a la Santa Escritura como

inerrante”.7 En los libros de San Agustín uno encuentra muchos


pasajes que son dichos por sangre y carne. En cuanto a mí mismo

también debo confesar que cuando hablo aparte de mi ministerio, en


casa, sentado a la mesa, o en cualquier otro lugar, digo muchas

palabras que no son la Palabra de Dios. Por eso es que San Agustín,

escribiendo a San Jerónimo, ha establecido un valioso principio, que

solo la santa Escritura debe considerarse inerrante.8

Queda claro que el concepto de inerrancia no es una


invención posterior. Está presente en la antigüedad a
través de hombres como San Agustín e Ireneo. Lutero

claramente aprueba la opinión de Agustín. Encontramos

el mismo grado de aprobación en los escritos de Calvino.

Claro está, la inerrancia y la infalibilidad no se aplican


a las copias o traducciones de la Escritura. La teología
reformada restringe la inerrancia a los manuscritos

originales de la Biblia o autógrafos. Los autógrafos, es


decir, las primeras obras de los escritores de la Biblia, no

están disponibles en el presente.


Por esta razón, muchos se burlan de la doctrina de la
inerrancia diciendo que es un punto irrelevante ya que
no se puede verificar su verdad o falsedad dado que no

tenemos acceso a los manuscritos originales. Tal crítica


malentiende el punto completamente. No defendemos la
inspiración de los copistas o traductores. La
preocupación central de la doctrina de la inerrancia es la
revelación original. Aunque no poseemos los autógrafos
como tal, sí podemos reconstruirlos con notable

precisión. La ciencia de la crítica textual demuestra que


los textos existentes son notablemente puros y altamente

confiables.
Imaginemos que la vara de medición estándar que está
guardada en la Oficina Nacional de Normalización

(National Bureau of Standards)9se perdiera producto de un

incendio. ¿Significaría eso que ya no podríamos

determinar el largo de un metro o un pie sin exactitud?


Puesto que hay multitud de copias disponibles podrías
reconstruir la medida original con perfecta precisión.

Restringir la inerrancia a los documentos originales


equivale a poner atención a la fuente de la revelación

bíblica, es decir, las personas que fueron inspiradas por


Dios para recibir esta revelación y escribirla.
La teología reformada no hace defensa de la
infalibilidad de las traducciones. Los que leemos,

interpretamos o traducimos la Biblia somos falibles. La


Iglesia Católica Romana añade otro elemento de
infalibilidad al aseverar que la interpretación que la
iglesia hace de la Escritura, especialmente cuando el
Papa habla ex cathedra (“desde el sillón” de San Pedro) es
infalible. Aunque esto añade otra capa de infalibilidad, a

cada persona católica romana aún le queda la tarea de


interpretar la interpretación infalible de la Biblia

infalible, y en eso pueden ser falibles. Mientras que los


protestantes se enfrentan a la interpretación falible de la
interpretación falible que la iglesia hace de la Biblia

infalible, los católicos asumen un doble nivel de

infalibilidad.

¿Qué significa la infalibilidad de la Biblia para el


cristiano promedio que desea ser guiado por la
Escritura? Si la fase final de recepción de la Escritura

descansa en nuestra comprensión falible ¿por qué es tan


importante la infalibilidad de los textos originales? Es

una pregunta práctica con enormes implicaciones para la


vida cristiana.
Supongamos que dos personas leen la misma porción
de la Escritura y no se pueden poner de acuerdo sobre su

significado. Es obvio que uno o ambos están entendiendo


mal el texto. El debate entre ellos es un debate entre
personas falibles.
Supongamos, por otro lado, que el texto es claro y no
hay disputa respecto al significado. Si uno de los dos está
convencido de que el texto es la revelación infalible de

Dios, entonces ya está respondida la pregunta de si acaso


debe someterse al texto. Si el otro está convencido de que

el texto mismo (en su forma original) es falible, entonces


no sentirá ninguna obligación moral de obedecer.

La autoridad de la Escritura
Toda la discusión acerca de la inspiración e infalibilidad
de la Biblia se resume en el tema de la autoridad. Un
popular adhesivo o pegatina para autos dice así: “Dios lo

dice. Yo lo creo. Caso cerrado”. ¿Tiene algo de malo esa


afirmación? Le añade un elemento que no es sano.

Sugiere que el tema de la autoridad bíblica no es un caso


cerrado sino cuando la persona cree en la Biblia. El
eslogan debiera decir “Dios lo dice. Caso cerrado”. Si
Dios revela algo, esa revelación lleva el peso de su

autoridad. No hay autoridad más alta que la de Dios. Una


vez que Dios abre Su santa boca, el caso queda cerrado.
Esto es axiomático para la teología reformada.
El tema de sola Scriptura es fundamentalmente un
tema de autoridad. Aquí la autoridad suprema descansa
en la Biblia, no en la iglesia; en Dios, no en el hombre.

Esto me quedó claro en un debate con un compañero de


habitación en la universidad. Habíamos perdido el

contacto y no nos habíamos visto durante veinte años


hasta que nos encontramos en una conferencia teológica
donde me correspondía hablar acerca del tema de la
autoridad bíblica. Después de la reunión cenamos juntos

y mi amigo me dijo: “R. C., yo ya no creo en la

infalibilidad de la Escritura”.

Le pregunté qué seguía creyendo de aquello que sí


creíamos en nuestros viejos tiempos. Me respondió:
“Sigo creyendo en Jesús como mi Señor y Salvador”.

Le expresé que eso me alegraba pero luego procedí a


preguntarle: “¿De qué manera ejerce Jesús Su señorío

sobre tu vida?”.
Mi amigo, perplejo ante mi pregunta, dijo: “¿qué
quieres decir?”.
“Si Jesús es tu Señor, entonces eso quiere decir que

ejerce autoridad sobre ti. ¿Cómo sabes de qué manera


quiere que vivas si no es a través de la Biblia?”.
“Por la enseñanza de la iglesia”, respondió.
Ahí tenía a un “protestante” que había olvidado lo que
protestaba. Había dado una vuelta completa, echando
por la borda la sola Scriptura y reemplazándola con la

autoridad de la iglesia. Colocaba a la iglesia por sobre la


Escritura. Eso no es muy diferente de lo que ocurría en

Roma. Aunque Roma no negaba la infalibilidad de la


Escritura como hizo mi amigo, en un sentido concreto y
crucial subordinaba la Biblia a la iglesia.

La subordinación de la Escritura era un tema candente

entre los reformadores. Juan Calvino dijo: “Ha crecido

entre muchos un error muy perjudicial, y es pensar que


la Escritura no tiene más autoridad que la que la Iglesia
de común acuerdo le concediere; como si la eterna e

inviolable verdad de Dios estribase en la fantasía de los


hombres. Porque he aquí la cuestión que suscitan, no sin

gran escarnio del Espíritu Santo: ¿Quién nos podrá hacer


creer que esta doctrina [de la autoridad de la Escritura]
ha procedido del Espíritu Santo?”.10
Calvino luego le recuerda al lector que la Escritura

misma (Ef 2:20) declara que la iglesia se establece sobre el


fundamento de los apóstoles y profetas. Luego añade:
“Así que es un gran desvarío decir que la Iglesia tiene
autoridad para juzgar, de la Escritura, de tal suerte que
lo que los hombres hayan determinado se deba tener por
Palabra de Dios o no. Y así, cuando la Iglesia recibe y

admite la Santa Escritura y con su testimonio la aprueba,


no la hace auténtica, como si antes fuese dudosa y sin

crédito; sino que porque reconoce que ella es la verdad


misma de su Dios, sin contradicción alguna la honra y
reverencia conforme al deber de piedad.11

Calvino apunta aquí al debate acerca del canon de la

Biblia. Los sesenta y seis libros de la Biblia en su

conjunto comprenden el canon de la Escritura. El


término canon quiere decir “regla” o “medida”. Los
reformadores no reconocían los libros apócrifos (escritos

durante el período intertestamentario) como parte del


canon. Roma sí incluía los libros apócrifos. La primera

iglesia ya había debatido sobre qué libros debían ser


incluidos en el canon. Finalmente, la iglesia reconoció
los libros que hoy componen el Nuevo Testamento.
Dado que la iglesia participó en este proceso, algunos

plantean que la Biblia recibe su autoridad de la iglesia y


por lo tanto está subordinada a la autoridad de la iglesia.
Este es el punto que Calvino debate con tanto vigor. Él
afirma que la iglesia “no le puede otorgar autenticidad a
algo que antes era dudoso o controvertido” sino que lo
reconoce como verdad de Dios. Calvino argumenta que

hay una gran diferencia entre que la iglesia reconozca la


autoridad de la Biblia y que la iglesia le otorgue

autoridad a la Biblia. La iglesia usaba el término en latín


recipimus, que quiere decir “recibimos”, para reconocer
que los libros de la Biblia son lo que siempre fueron en sí

mismos, la Palabra de Dios.

En la misma línea de Calvino, Lutero escribió en

relación a la autoridad de la Biblia y la autoridad de la


iglesia diciendo: “La Palabra de Dios no es tal porque la
iglesia lo diga; más bien, puesto que la Palabra de Dios

pudo ser expresada, la iglesia llega a existir. La iglesia no


hace la Palabra, sino que la Palabra la hace a ella”.12

Luego añade Lutero: “La iglesia no puede darle a un libro


más autoridad o confiabilidad que la que ya tiene, tal
como aprueba y recibe los escritos de los padres, pero
con eso no los autoriza ni los mejora”.13

Los católicos romanos consideran el canon como una


colección infalible de libros infalibles. Los protestantes
lo consideramos como una colección falible de libros
infalibles. Roma opina que la iglesia fue infalible al
determinar qué libros debían componer el Nuevo
Testamento. Los protestantes creemos que la iglesia

actuó recta y acertadamente en este proceso, pero no


infaliblemente.
Tabla 2.2

El canon bíblico
Canon bíblico Libros de la Biblia

Concepto
Infalible Infalible
católico romano

Concepto protestante Falible Infalible

Esto no significa que la teología reformada dude del


estatus canónico de los libros incluidos en el canon del

Nuevo Testamento. Algunos teólogos protestantes creen


que una obra especial de la providencia divina libró de
error a la iglesia en este tema, sin que eso signifique que
la iglesia posea alguna infalibilidad inherente o

permanente.
La doctrina reformada de la sola Scriptura, por lo
tanto, afirma que la Biblia es la única autoridad escrita
para la fe y la vida del pueblo de Dios. Respetamos y nos
sometemos a autoridades eclesiásticas menores, pero no

estamos obligados a obedecerlas de forma absoluta como


sí lo estamos en el caso de la autoridad bíblica. Esta es la
base para el principio reformado de semper reformanda

que describe a la reforma de la iglesia como un proceso


constante. Siempre estamos llamados a buscar más y
más con tal de que nuestra fe y práctica se conformen a
la Palabra de Dios.

La interpretación de la Escritura
Un gran legado de la Reforma es el principio de la
interpretación privada. En la práctica, la Reforma puso

la Biblia en las manos de los laicos. Esto se logró a un alto


costo, pues algunos de los que tradujeron la Biblia al

idioma vernáculo lo pagaron con la vida. El derecho a la


interpretación privada significa que cada cristiano tiene
derecho a leer e interpretar la Biblia por sí mismo. Eso
no le concede al individuo el derecho de distorsionar o

interpretar mal la Biblia. La Biblia no es como una nariz


de cera que se pueda torcer o acomodar según el gusto de
cada uno. El derecho a la interpretación privada va
acompañado de la responsabilidad de usar la Biblia con
cuidado y precisión. En ningún caso sugiere tampoco que
los maestros, los comentarios y otros sean innecesarios o

no ayuden. Dios no ha dotado a maestros para su iglesia


en balde.

La Biblia no se debe interpretar arbitrariamente. Se


deben seguir reglas fundamentales de interpretación
para evitar interpretaciones subjetivas o caprichosas,
reglas que nacen de la ciencia de la hermenéutica. El

término hermenéutica tiene su raíz etimológica en

Hermes, el dios griego. Hermes era el mensajero de los

dioses, el equivalente griego de Mercurio, el dios


romano. En la mitología, Mercurio es descrito a menudo
como un ser con alas en su calzado, lo que le ayuda a

entregar mensajes con rapidez.


La hermenéutica regula el proceso por el cual se debe

interpretar un mensaje. La Reforma estableció reglas


hermenéuticas claves para interpretar la Biblia. Quizás la
más importante de esas reglas sea la regla de la analogía
de la fe. Esta regla establece que la Escritura se interpreta

a sí misma (Sacra Scriptura sui interpres). Debemos


interpretar la Escritura con la misma Escritura. Si la
Biblia es la Palabra de Dios, entonces es coherente y
consistente en sí misma. Dios no es autor de confusión.
Él no se contradice a Sí mismo. Por lo tanto, no debemos
poner una parte de la Escritura contra otra. Lo que es

poco claro o difícil de entender en una parte puede ser


aclarado o comprendido con la ayuda de otra parte.

Debemos interpretar lo oscuro a la luz de lo que sí es


claro, lo implícito a la luz de lo explícito, y la narrativa a
la luz de lo didáctico.

A nivel técnico, la ciencia de la hermenéutica llega a

ser bastante compleja. El erudito bíblico debe aprender a

reconocer las diferentes formas literarias comprendidas


en la Biblia (análisis de género literario). Por ejemplo,
algunas partes de la Biblia tienen forma de narrativa

histórica y otras se encuentran en forma de poesía. La


interpretación de la poesía difiere de la interpretación de

la narrativa. La Biblia usa metáforas, símiles,


proverbios, parábolas, hipérboles, paralelismos y
muchos otros recursos literarios que se deben tomar en
cuenta para cualquier trabajo serio de interpretación.

Uno de los principales logros de la Reforma fue el


concepto de la interpretación literal de la Escritura. Este
concepto ha sido objeto de graves malos entendidos,
incluso llegando a ser comparado con una forma de
literalismo rígido. Este concepto, llamado sensus literalis,
plantea que la Biblia debe ser interpretada según la

forma en que fue escrita. Al hablar de literal nos


referimos a la forma literaria. Lutero comenta al

respecto:
Ninguna conclusión ni lenguaje figurativo debe admitirse para

modificar la Escritura, a menos que así lo requieran las circunstancias

textuales evidentes o la presencia de algo absurdo que sea


evidentemente contrario a algún artículo de fe. Más bien, en todo

lugar debemos adherir al significado simple, puro y natural de las

palabras. Esto concuerda con las reglas de la gramática y el uso del


lenguaje (usus loquendi) que Dios le ha dado al hombre. Porque si a
cada cual se le permite inventar conclusiones y figuras del lenguaje a

su antojo… no se podría determinar ni probar nada con certeza en


relación a ningún artículo de fe al cual los hombres no pudiesen
encontrarle alguna falta mediante alguna figura del lenguaje. En
lugar de eso, debemos evitar, como al veneno más letal, cualquier

lenguaje figurado que la Escritura misma no nos imponga.14

El principio de la interpretación literal buscaba poner


fin al método de la cuadriga, popular en la Edad Media.
La cuadriga era un método de interpretación en el cual se
buscaban, de cada texto, cuatro significados distintos: el
literal, el moral, el alegórico y el análogo. Esto llevaba a

una excesiva alegorización y complicación del texto. El


sensus literalis, al contrario, fue diseñado para encontrar
el sentido llano de la Escritura, enfocándose de esa
manera en un solo significado. Aunque un texto pueda
tener numerosas aplicaciones, tiene un solo significado
correcto.
El principio del sensus literalis está estrechamente
relacionado con el método de interpretación histórico

gramatical. Este método se enfoca en el contexto

histórico en el que fue escrita la Biblia y pone gran

atención a la estructura gramatical del texto bíblico. En


términos generales, este método implica que la Biblia se
debe interpretar como cualquier otro libro. Su

naturaleza reveladora no lo hace diferente a otros libros


en ese aspecto. Debe ser leído como cualquier otro libro.

En la Biblia los verbos son verbos y los sustantivos son


sustantivos. Funciona con la estructura normal de la
literatura. Una vez más, Lutero comenta:

El Espíritu Santo es el escritor y orador más claro en el cielo y en la

tierra. Por lo tanto, Sus palabras no pueden tener más que un solo
significado evidente. A esto llamamos el sentido literal o natural. Pero

que aquello que el sentido llano de su Palabra llana significa también

que pueda tener otros significados posteriores, es algo que va más allá
de las palabras o lenguajes. Pues esto se aplica a todas las cosas, más

allá de la Biblia, pues todas las obras y las criaturas de Dios son
señales y palabras vivas de Dios, tal como enseñan San Agustín y

otros maestros. Pero nada de eso nos puede llevar a decir que la

Palabra de Dios tenga más de un significado.15


L
a doctrina de la justificación solo por fe (sola fide)
es la afirmación central del evangelicalismo

histórico. Es una doctrina que la teología reformada


comparte con muchas otras tradiciones cristianas.
Aunque esta doctrina no es exclusiva de la teología
reformada, no habría teología reformada sin ella.

Durante la Reforma, Martín Lutero solía decir que es “el


artículo de fe según el cual la iglesia permanece o se
derrumba” (articulus stantis et cadentis ecclesiae).1 Si
Lutero estaba en lo correcto, entonces su afirmación se
aplica no solo a la iglesia luterana, sino a cualquier

iglesia.
Lutero afirmaba lo siguiente acerca de la justificación
solo por fe: “Esta doctrina es la cabeza y la piedra
angular. Por sí sola engendra, nutre, edifica, preserva y
defiende a la iglesia de Dios; sin ella la iglesia no puede
sobrevivir ni siquiera por una hora”.2
Lutero también agrega: “La doctrina de la justificación

es el amo y príncipe, el señor, gobernante y juez sobre

toda clase de doctrina; preserva y gobierna toda la

doctrina de la iglesia y eleva nuestras conciencias ante


Dios. Sin esta doctrina el mundo es completa oscuridad y
muerte. Ningún error es tan malvado, tan torpe, tan

trillado como para no ser sumamente placentero a la


razón humana y para seducirnos si es que no tenemos el

conocimiento y la comprensión de esta doctrina”.3La


doctrina de la justificación se ocupa de aquello que
quizás sea el más profundo de los problemas
existenciales que el ser humano pueda enfrentar. ¿Cómo

puede un pecador, una persona injusta, tener alguna


posibilidad de resistir el juicio de un Dios justo y santo?
Como lo expresa el salmista “Si Tú, Señor, tomaras en
cuenta los pecados, ¿quién, Señor, sería declarado
inocente?” (Sal 130:3). La pregunta es claramente
retórica. Ninguno podría ser declarado inocente porque

ninguno de nosotros es justo. Para que una persona que


no es justa se pueda presentar delante de Dios esa

persona primero debe ser justificada.


Tabla 3.1
La tercera piedra fundacional

1 Dios en el centro

2 Basada solo en la Palabra de Dios

3 Comprometida con la sola fe

4 Comprometida con Jesús

5 Estructurada en torno a tres pactos

a Reforma se enfoca en esta pregunta: ¿cómo puede ser


justificada una persona? Es claro que la justificación
requiere un pronunciamiento legal de parte de Dios, que

Dios declare que somos justos. Entonces la pregunta


candente es: ¿con qué base o por qué razón Dios
declararía a alguien justificado? ¿Debemos primero
llegar a ser inherentemente justos antes de que Dios nos
declare como tal? ¿O es que Dios nos puede declarar

justos antes de que lleguemos a ser efectivamente justos?


Juan Calvino da la siguiente respuesta:

Se dice que es justificado delante de Dios el que es reputado por justo


delante del juicio divino y acepto a su justicia. Porque como Dios
abomina la iniquidad, el pecador no puede hallar gracia en Su

presencia en cuanto es pecador, y mientras es tenido por tal. Por ello,

dondequiera que hay pecado, allí se muestra la ira y el castigo de Dios.


Así pues, llama justificado a aquel que no es tenido por pecador, sino

por justo y con ese título aparece delante del tribunal de Dios, ante el

cual todos los pecadores son confundidos y no se atreven a


comparecer… De esta manera afirmamos nosotros en resumen, que

nuestra justificación es la aceptación con que Dios nos recibe en Su

gracia y nos tiene por justos. Y decimos que consiste en la remisión de

los pecados en la imputación de la justicia de Cristo.4

Podemos ver algunos términos claves en esta cita de


Calvino: reputado por, tiene por. Decir que somos tenidos
por o reputados como justos ante los ojos de Dios es decir
que somos considerados, tratados o contados como

justos para Él. Esto quiere decir que Dios nos trata, como
observa Calvino, “como si” fuéramos justos.

Justificación forense
La doctrina reformada de la justificación suele llamarse

justificación forense. A menudo se escucha el término


forense en juicios penales. En esos casos se presenta
evidencia forense y se habla de medicina forense. La
palabra forense hace referencia a declaraciones legales.

La justificación forense significa que Dios nos declara


justos en el sentido legal. La base de esta declaración
legal es que Dios nos imputa la justicia de Cristo.
Lutero resume la idea de justificación forense con su

famosa frase en latín, simul iustus et peccator, “justo y

pecador al mismo tiempo (simultáneamente)”. Lutero no

estaba afirmando algo contradictorio. Ambas


afirmaciones, justo y pecador, se refieren a la misma
persona, al mismo tiempo, pero no en la misma relación.

La persona en cuestión sigue siendo pecadora, no


obstante y al mismo tiempo, la persona, por virtud de la

imputación de la justicia de Cristo, es considerada justa a


los ojos de Dios.
Este concepto ha sido fuertemente criticado por los
católicos romanos por considerarlo una “ficción legal”.

Ellos afirman que ensombrece la integridad de Dios


porque significa que Él declara a alguien como justo
cuando en realidad no lo es. Que Dios trate la ficción
como hecho implica que Dios se involucre en una especie
de fraude. Para Roma, Dios puede declarar que alguien es
justo solo si esa persona primero llega a ser justa y por lo

tanto efectivamente lo es. Cualquier inferior a esto es


ficción.

Si Roma tuviera la razón en este tema, entonces


Lutero y los reformadores dirían que el evangelio mismo
es ficción. De hecho, si Dios declarara a una persona

como justa cuando esa persona no tiene ningún rasgo de

justicia, entonces Dios estaría siendo partícipe de un

fraude. Roma está en lo correcto al insistir en que la


persona justificada debe poseer justicia. La pregunta es,
¿cómo puede un pecador llegar a poseer la justicia

necesaria? Este es el corazón de la controversia de la


Reforma.

La Iglesia Católica Romana ha condenado de forma


enfática y reiterada la antigua herejía pelagiana (aunque
muchos teólogos reformados han opinado que Roma
nunca se libró de esa herejía). Pelagio negaba la doctrina

del pecado original y afirmaba que el pecado de Adán lo


afectó a él solamente. Pelagio planteaba que el hombre
puede llegar a ser justo sin la ayuda divina. Aceptaba que
la gracia podía “facilitar” el camino a la justicia, pero que
no era necesaria para alcanzarla. Según Pelagio, se puede
llegar a ser justo y recto sin la gracia, aunque la gracia

puede ayudar, si queremos hacer uso de ella. Al condenar


a Pelagio, Roma insistía en que no podemos alcanzar la

justicia sin la gracia.


Para Roma, la gracia necesaria para la justificación
tiene dos aspectos. En el primero, se requiere expiación

del pecado para cumplir con lo que la justicia penal de

Dios demanda. Esa expiación la realiza Cristo por gracia.

En la cruz, Cristo pagó la deuda de nuestro pecado. Para


que todos los beneficios de la obra de Cristo se apliquen a
nosotros, se necesita algo más. Para que nosotros seamos

justificados, primero debemos ser hechos justos. La idea


de “ser hecho” justo está vinculada a la palabra latina

iustificare.
Entonces ¿cómo somos hechos justos? La doctrina
católica romana de la justificación es compleja. Hagamos
un resumen. La justificación comienza con el bautismo,

la “causa instrumental” de la justificación. Por medio de


este sacramento, la gracia de la justicia de Cristo es
directamente traspasada al alma de la persona. El
bautizado queda limpio del pecado original y se
encuentra desde ese momento en un estado de gracia. El
individuo debe cooperar con la gracia transmitida por

medio de su consentimiento. Esta gracia de la


justificación no es permanente. Se puede perder al

cometer pecado mortal.


Roma distingue entre pecado mortal y pecado venial. El
venial sigue siendo pecado pero es de menor gravedad. El

mortal recibe ese nombre porque mata la gracia

justificadora en el alma de la persona. La persona puede

seguir teniendo fe genuina y aun así no ser justificada.


Cuando alguien comete pecado mortal y pierde la gracia
justificadora del bautismo, puede volver a un estado de

justificación por medio del sacramento de la penitencia.


Este sacramento es descrito por Roma como “la segunda

tabla de justificación para aquellos que han hecho


naufragar sus almas”. El pecador debe confesar su
pecado a un sacerdote, realizar actos de contrición,
recibir la absolución y luego llevar a cabo “obras de

satisfacción” para volver a un estado de gracia.


Estas obras de satisfacción subyacen a gran parte de la
controversia que se dio en el siglo XVI. La obras de
satisfacción5 obtienen para el penitente meritum de
congruo (mérito de congruo o mérito imperfecto). El
mérito de congruo no es lo mismo que meritum de

condigno (mérito de condigno o mérito perfecto), es


decir, mérito tan digno que un Dios justo se ve obligado a

recompensarlo. El mérito de congruo descansa en la


gracia y no tiene tanta virtud como para obligar a Dios.
Es más bien adecuado o congruente que Dios recompense

este tipo de mérito. Martín Lutero rechazó firmemente

el concepto de mérito de congruo:

Estos argumentos de los escolásticos acerca del mérito de congruo y


de condigno (de merito congrui et condigni) no son más que vanos

delirios y especulaciones fantasiosas de gente ociosa sobre temas


inútiles. No obstante, forman la base del papado, y sobre ellos
descansa hasta el día de hoy. Porque esto es lo que imagina cualquier
monje: si observo las reglas sagradas de mi orden me puedo ganar la
gracia de congruo, pero por las obras que haga después de haber

recibido esta gracia puedo acumular un mérito tan grande que

alcanzaría para llevarme a la vida eterna y me sobraría para vender o

regalar.6

La vehemencia de Lutero respecto a este tema es

comprensible dado el trasfondo de la lucha de la


Reforma. Cabe decir que todo el incendio fue inflamado
por un aspecto del sacramento de penitencia. La
controversia sobre las indulgencias que causó las
famosas noventa y cinco tesis de Lutero se centraba en el
concepto de las obras de satisfacción, un concepto al
centro de la noción de penitencia. Una de las obras de
satisfacción que un penitente puede realizar es dar
limosna. Claro está, la limosna debe ser entregada con la
actitud adecuada para que surta efecto.

En el siglo XVI, Roma se embarcó en un enorme

proyecto de construcción: la Basílica de San Pedro. El

papa puso a disposición de la gente indulgencias


especiales para aquellos que dieran limosna o
contribuciones para apoyar este proyecto. El papa posee

“el poder de las llaves”, lo que incluye el poder de


otorgar indulgencias a quienes se encuentren en el

purgatorio por carecer del mérito suficiente para entrar


al cielo. El papa puede hacer uso del tesoro de méritos
acumulado por los santos. Los santos no solo lograron
suficiente mérito como para asegurar su entrada al cielo,

sino que lograron un excedente para aquellos que no


tuvieran suficiente. Este superávit de mérito se logra
realizando obras de supererogación, es decir, obras que
van más allá del llamado del deber, como por ejemplo el
martirio.
Juan Tetzel escandalizó a Lutero con su burdo método

(autorizado por Roma) de vender indulgencias. Tetzel


promovía las indulgencias con este eslogan: “En cuanto

suena en el cesto la moneda, el alma del purgatorio se


eleva”. Con eso generaba en los campesinos la idea de
que se podía comprar la salvación de los parientes y

amigos fallecidos con el solo hecho de dar limosna, fuese

o no con actitud penitente. A esas alturas, Lutero mismo

estaba muy interesado en estas indulgencias. Se


lamentaba de que sus padres estuvieran aún vivos pues
eso le impedía asegurar su entrada al cielo comprando

indulgencias. A cambio, Lutero dio limosna en nombre


de sus abuelos.

Cuando Lutero cuestionó los métodos de Tetzel,


también comenzó a revaluar todo el sistema de
indulgencias, incluyendo el sacramento de penitencia.
Lutero atacó todo el sistema y puso especial atención al

concepto de obras de mérito de cualquier clase, ya sea de


congruo o de condigno. Insistió en que el único mérito
que puede valer para la justificación del pecador es el
mérito de Cristo.
Roma concordaba en que el mérito de Cristo es
necesario para la salvación. Del mismo modo, Roma

insistía en la necesidad de la gracia y la fe para la


justificación. A menudo, la diferencia entre el punto de

vista romano y el punto de vista protestante se expresa


de forma inadecuada. Algunos afirman que Roma cree en
la justificación por mérito y que los protestantes creen

en la justificación por la gracia; que Roma cree en la

justificación por obras mientras que los protestantes

creen en la justificación por medio de Cristo. Si lo


expresamos de esta manera estamos distorsionando
completamente la disputa y somos culpables de grave

calumnia en contra de Roma.


La Iglesia Católica Romana cree que la gracia, la fe y

Cristo son necesarios para la justificación del pecador.


Todas son condiciones necesarias pero no son
condiciones suficientes. Si bien la gracia es necesaria para
la justificación, no es suficiente. El mérito (al menos de

congruo) debe acompañar a la gracia.


Roma afirma que la fe es necesaria para la
justificación. La fe es llamada fundamento
(fundamentum) y raíz (radix) de la justificación. Sin
embargo, para que haya justificación, las obras deben
acompañar a la fe. Asimismo, la justicia de Cristo es

necesaria para la justificación. La justicia debe ser


transmitida al alma por medio del sacramento. El

pecador debe colaborar con su asentimiento, de modo


que la verdadera rectitud llegue a ser algo inherente a la
persona para que sea justificada.

Lo que está ausente de la formula católica romana de

la justificación es la palabra solo. No estoy exagerando si

afirmo que el ojo del huracán de la Reforma era esta


pequeña palabra. Los reformadores insistieron en que la
justificación es solo por gracia (sola gratia), solo por fe

(sola fide) y solo por Cristo (soli Christo).

Justificación solo por fe


Para comprender el tema de la justificación en su
totalidad, debemos prestar atención al significado de la

doctrina reformada de justificación solo por fe. Por un


lado Roma afirma que el bautismo es la causa
instrumental de la justificación, pero los reformadores
insistían en que la causa instrumental es la fe. “Causa
instrumental” quiere decir “el medio por el cual” algo
ocurre. Por ejemplo, cuando un escultor crea una estatua

la causa instrumental de la obra de la escultura es el


cincel del escultor. El cincel es el medio por el cual el

escultor esculpe Su obra en la piedra.


En nuestra justificación, la fe es el medio por el cual
somos unidos a Cristo y recibimos los beneficios de su
obra salvadora. Por fe se nos transfiere o se nos imputa

la justicia de Cristo. La fe no solo es una condición

necesaria, sino que es condición suficiente para que la

justicia de Cristo se aplique a nosotros. La fe, la


verdadera fe, es todo lo que se requiere para ser
justificado por la justicia de Cristo. La fe confía en una

justicia que no es nuestra y se aferra a esa justicia.


La “justificación solo por fe” es la abreviación de

“justicia solo por la justicia de Cristo”. Su mérito, y solo


Su mérito, es suficiente para satisfacer lo que la justicia
de Dios demanda. Es precisamente este mérito lo que
recibimos por fe. Cristo es nuestra justicia. Dios viste a

Sus inmundas criaturas con la ropa de la justicia de


Cristo. Este es el corazón mismo del evangelio, como lo
comunica tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento.
Para ser justificados debemos poseer justicia. La
pregunta es ¿la justicia de quién nos puede justificar?
¿Somos justificados por alguna justicia inherente a

nosotros o por la justicia de alguien más que se traspasa a


nosotros? Lutero y los reformadores insistían en que

somos justificados por una justicia que no es nuestra,


sino externa (extra nos). Lutero dijo lo siguiente:

El cristiano es justo y santo por medio de una santidad ajena o extraña


—la llamo así con el fin de instruir—, es decir, el cristiano es justo por
misericordia y gracia de Dios. Esta misericordia y gracia no son

humanas; no es algún tipo de actitud o cualidad en el corazón. Es una


bendición divina que se recibe a través del verdadero conocimiento
del evangelio al creer o saber que nuestro pecado ha sido perdonado

por la gracia y mérito de Cristo… ¿No es acaso ajena esta justicia?


Consiste completamente en la dispensación de otro y es un regalo de
Dios quien nos muestra Su misericordia y favor por causa de Cristo…
Por lo tanto, el cristiano no es justo en un sentido formal; no es justo

en sustancia o cualidad…7

La “justicia ajena” de la que habla Lutero se refiere a la


justicia de Cristo. Esta justicia no está en nosotros, sino
que es obtenida para nosotros. Los reformadores
concordaban en que Cristo habita en el creyente como
también el Espíritu Santo. Pero la base de nuestra
justificación no es esta realidad de Su presencia en

nosotros, sino el mérito de Cristo operado en Él mismo,


no en nosotros. Es por medio de la aplicación legal de Su
justicia a nosotros que somos declarados justos. Esto no
es una ficción legal porque es una justicia real que se
aplica efectivamente. No hay nada ficticio acerca de la
justicia de Cristo.
La imputación está al centro de la fe cristiana. Si la

imputación es ficción, la expiación también lo es. La cruz

de Cristo fue real y el castigo que recibió en nuestro

lugar también lo fue. Él fue el Cordero de Dios que cargó


con nuestro pecado. ¿Cómo lo hizo? Tal como en los
símbolos del Antiguo Testamento, nuestros pecados se

traspasaron a Cristo por imputación (transferencia), no


por infusión. Dios consideró los sufrimientos de Cristo

como satisfacción suficiente por nuestra culpa.


Nuestra salvación no descansa solo en la muerte
expiatoria de Cristo, sino también en Su vida de perfecta
y activa obediencia. Si para asegurar nuestra redención

Cristo solo necesitaba hacer expiación por nuestros


pecados, podría haber bajado directamente desde el cielo
a la cruz. Pero Él también tuvo que cumplir toda justicia
sometiéndose, en cada paso, a la ley de Dios. Por medio
de Su vida sin pecado, Cristo logró un mérito que es
traspasado a todos los que ponen su confianza en Él.

Cristo no solo murió por nosotros; también vivió por


nosotros.

La disputa entre la justificación por la infusión o la


imputación de la justicia de Cristo no es una tormenta en
un vaso de agua. Hay un mundo de diferencia entre que

el fundamento de mi justificación radique en mí, o que

sea alcanzado para mí. Cristo cumplió la ley por mí y

obtuvo el mérito necesario para mi justificación. Esta es


la base y razón de mi justificación, y asimismo es la
seguridad de mi salvación. Si tengo que esperar hasta

que yo coopere con la rectitud de Cristo infundida en mi


interior, al punto de lograr una justicia inherente,

entonces tiendo a desesperarme porque no sé si llegue a


alcanzar salvación. Eso no es evangelio o “buenas
noticias”; son malas noticias.
Yo amo la iglesia. Es el cuerpo de Cristo. Ella nutre mi

alma y me asiste en mi santificación. Pero la iglesia no


puede redimirme. Cristo y solo Cristo puede salvarme.
Los sacramentos son valiosos para mí. Me edifican y
fortalecen, pero no pueden justificarme.

Fe salvadora
Cuando Martín Lutero declaró que la justificación es solo

por fe, surgieron profundas preguntas respecto a la


naturaleza de la fe salvadora. Roma apelaba a Santiago
2:24 para rechazar la doctrina reformada: “Como pueden
ver, a una persona se le declara justa por las obras, y no

solo por la fe”.

A primera vista, pareciera que con estas palabras la

Biblia no podría estar más claramente en contra de la


doctrina reformada de la justificación. Entonces
encontramos las palabras de Pablo en Romanos:

“¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida. ¿Por


cuál principio? ¿Por el de la observancia de la ley? No,

sino por el de la fe. Porque sostenemos que todos somos


justificados por la fe, y no por las obras que la ley exige”
(Ro 3:27-28).
Por un lado, Santiago dice que un hombre es

justificado por obras y no solo por la fe. Por otro lado,


Pablo dice que somos justificados por la fe y no por las
obras de la ley. El problema se exacerba cuando
observamos que tanto Santiago como Pablo apelan a
Abraham para apoyar su argumento.
Aunque ambos, Pablo y Santiago, usan el mismo

término griego para “justificar”, no lo usan en el mismo


sentido. Están hablando de temas distintos. Pablo

claramente está exponiendo la doctrina de la


justificación, aclarando que es por fe, no por obras. Pablo
apela a Génesis 15, donde Abraham es tenido por justo al

momento de creer. Pablo argumenta que Abraham es

justificado antes de realizar obras de obediencia.

Santiago apela a Génesis 22, donde Abraham ofrece en


sacrificio a Isaac, sobre el altar. Aquí Abraham es
“justificado”, pero en otro sentido. La pregunta que

Santiago trata es la que aparece antes en el capítulo 2:


“Hermanos míos, ¿de qué le sirve a uno alegar que tiene

fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarlo esa fe?” (Stg


2:14).
Santiago está preguntando qué clase de fe es la que
salva. Deja claro que nadie es justificado solo por hacer

una profesión de fe. Cualquiera puede decir que tiene fe.


Pero decirlo y tenerla no es lo mismo. La fe verdadera
siempre se expresa en obras. Si la fe no va acompañada
de obras, entonces dicha fe está “muerta” y es inútil.
Abraham demostró su fe con sus obras. “Mostró” que
tenía fe verdadera, “justificando” así su profesión de fe.

La profesión de fe de Abraham es vindicada por la


demostración de esa fe en Génesis 22.

Pablo plantea que Abraham ya estaba justificado ante


Dios en Génesis 15 porque tenía fe verdadera. Abraham
no tuvo que probar la autenticidad de su fe ante Dios.

Dios es capaz de mirar el corazón; nosotros no. La única

manera que yo tengo de ver la fe de alguien es

observando sus obras. Juan Calvino comenta:

Si queremos que Santiago esté de acuerdo con toda la Escritura y

consigo mismo, es necesario tomar la palabra “justificar” en otro


sentido del que la toma san Pablo. Porque san Pablo llama justificar
cuando, borrado el recuerdo de nuestra justicia, somos reputados
justos. Si Santiago quisiera decir esto, hubiera citado muy fuera de

propósito lo que dice Moisés: creyó Abraham a Dios, y esto le fue

imputado por justicia. Porque él enhebra su razonamiento como


sigue: Abraham, por sus obras alcanzó justicia; y de esta manera se

cumplió la Escritura que dice: creyó Abraham a Dios y le fue


imputado a justicia. Si es cosa absurda que el efecto sea primero que

la causa, o Moisés afirma falsamente en este lugar que la fe le fue

imputada a Abraham por justicia, o él no mereció su justicia por su


obediencia a Dios al aceptar sacrificar a Isaac… ¿Qué quiso decir

entonces? Claramente se ve que habla de la declaración y

manifestación de la justicia, y no de la imputación; como si dijera: los


que son justos por la verdadera fe dan prueba de su justicia con la

obediencia y las buenas obras, y no con una apariencia falsa soñada de

fe. En resumen: él no discute la razón por la que somos justificados,


sino que pide a los fieles una justicia no ociosa, que se manifieste en
las obras. Y así como san Pablo pretende probar que los hombres son

justificados sin ninguna ayuda de las obras, del mismo modo en este

lugar Santiago niega que aquellos que son tenidos por justos no hagan
buenas obras.8

Lo que está en discusión aquí es el tema de la fe


auténtica. Los reformadores enseñaron que “la

justificación es solo por fe, pero no por una fe que va


sola”. La verdadera fe nunca está sola. Siempre se
expresa en obras. Las obras que fluyen de la fe, no

obstante, no constituyen la base para nuestra


justificación. No aportan mérito ante Dios. La única base
o razón para nuestra justificación es el mérito de Cristo.
Tampoco es la fe en sí misma una obra meritoria o la

base para la justificación. La fe es el don de la gracia de


Dios, así que no posee mérito en sí misma.
Al igual que Santiago, Lutero se oponía al
antinomianismo. La fe salvadora no es muerta. Es una fe
vital, viva (fides viva). Una fe viva produce obras reales.

Si no hay obras que acompañen a nuestra profesión de fe


entonces nuestra fe no está viva, sino que es lo que
Calvino llama “una semejanza imaginaria”.
La frase de Lutero simul iustus et peccator se puede
prestar para malentendidos si no se explica con claridad.
Aunque somos justificados y considerados justos antes de
ser justos internamente y mientras aún somos
pecadores, somos, no obstante, pecadores en el proceso

de llegar a ser justos. Nuestra santificación comienza en

el momento en que tenemos fe y somos justificados.

Debemos recordar que una persona justificada es una


persona cambiada. Alguien que tiene una fe real es
regenerado y el Espíritu Santo habita en él. El efecto de

este cambio no es tan solo necesario e inevitable, sino


inmediato. Si no va acompañado de fruto, entonces no

hay fe. Si no hay fe, entonces no hay justificación.


Para Roma la justificación es el resultado de la fe más
las obras. En la teología reformada la justificación es el
resultado de la fe solamente, una fe que siempre produce

obras. El antinomianismo enseña la justificación por fe


menos las obras. La teología reformada rechaza tanto la
postura romana como la antinomianista.
Los primeros teólogos reformados habitualmente
distinguían entre varios elementos o aspectos de la fe
que salva. En general, distinguían entre tres aspectos

principales conocidos como notitia, assensus y fiducia.


Notitia se refiere al contenido de la fe salvadora. La fe

tiene un objeto, un contenido. No es fe vacía o fe en


nada. El cristianismo rechaza la frase “no importa lo que
creas mientras seas sincero”. Aunque la sinceridad es

una virtud, es posible estar sinceramente equivocado y

poner la fe en algo o alguien que no puede salvar. La

gente puede adorar o tener fe en ídolos sinceramente.


Tal fe le repugna a Dios y no puede salvar. Se debe
conocer cierta información, entenderla y creerla para

tener fe salvadora. Por ejemplo, debemos creer en Dios y


en la persona y obra de Jesús para ser salvos. Esta es la

información (notae) de la fe. Si no creemos lo esencial del


cristianismo, la fe salvadora está ausente.
Junto con esta información o contenido, debe haber
un asentimiento o aceptación (assensus) de esta verdad o

información. La fe salvadora asiente intelectualmente la


verdad de la deidad de Cristo, la expiación, la
resurrección, etc. No pensamos que lo que creemos sea
un mito. Si rechazamos lo que el evangelio dice que es
verdad, no podemos ser justificados.
La presencia de notitia y assensus sigue siendo

insuficiente para la justificación. Incluso el diablo posee


estos elementos. Satanás es consciente de la información

del evangelio y está más seguro que nosotros de que es


cierta. Aun así, odia y desprecia la vedad de Cristo. Él no
confiará en Cristo o en Su justicia porque es enemigo de

Cristo. Los elementos de notitia y assensus son

condiciones necesarias (no podemos ser justificados sin

ellas), pero no son condiciones suficientes. Hay un tercer


elemento que debe estar presente antes de que tengamos
una fe que justifica.

Ese elemento es fiducia, una confianza personal en


Cristo y solo en Él para mi justificación. La fiducia

también incluye las emociones. Por el poder del Espíritu


Santo el creyente ve, abraza y se rinde a la ternura y
belleza de Cristo. La fe salvadora ama el objeto de esa fe,
Jesús mismo. Este elemento es crucial para el debate

acerca de la justificación. Si un creyente confía en sus


propias obras o en una mezcla entre su propia justicia y
la de Cristo, entonces no está confiando en el evangelio.

Justificación sintética
La doctrina reformada de la justificación ha sido llamada
“justificación sintética”; la doctrina católica romana,

“justificación analítica”. Una afirmación analítica es


verdad por definición. Es una tautología. “Un soltero es
un hombre que no se ha casado” es verdad por definición
o por análisis porque la noción de “hombre no casado”

está incluida en la palabra soltero. El predicado no añade

nada que ya no esté presente en el sujeto. Lo mismo es

cierto de la proposición “un triángulo es una figura de


tres lados” y de la ecuación 2+2=4.
Una afirmación sintética, por otro lado, sí aporta

información en el predicado que no está presente en el


sujeto. En la afirmación “el soltero es calvo”, calvicie es

información nueva. Aunque todos los solteros son


hombres no casados, no todos los solteros son calvos.
Aquí se añade una idea en el predicado que no está
presente en el sujeto.

¿Cómo se aplica esto a la teología? Cuando decimos


que la doctrina católica romana de la justificación es
“analítica” queremos decir que Dios declara a la persona
justa porque, tras el análisis, la persona es justa. Dios
solo justifica a aquellos que han llegado a ser justos. Dios
declara justos solo a aquellos que son justos. Claro está,

algo se ha agregado, la trasmisión de gracia de la justicia


de Cristo. Esta adición no produjo la justicia, solo la hizo

posible con la cooperación del creyente.


En la postura reformada, algo se añade en el predicado
que no está presente en el sujeto. Hay “síntesis” debido a

la adición de la justicia de Cristo en la imputación. Dios

no declara al pecador como justo porque el pecador en sí

mismo lo sea. Dios lo considera justo debido a lo que se


traspasa a su cuenta, el mérito de la justicia de Cristo.
Aunque la justificación es por fe, desde otro ángulo se

puede decir que en realidad la justificación es por obras.


En última instancia, la justificación es por obras en el

sentido de que somos justificados por las obras de Cristo.


Aquí la palabra por tiene un sentido diferente.
Normalmente la palabra por se refiere a la causa
instrumental de la justificación que es la fe. Es por la fe

que recibimos el mérito de Cristo. Cuando decimos que


somos justificados “por” obras, entonces por se refiere a
las obras de Cristo que son la base meritoria o causa de
nuestra justificación. Podemos combinar ambos
conceptos diciendo que somos justificados por fe en las
obras llevadas a cabo por Cristo en nuestro lugar.

La remisión de pecados
La justificación involucra el perdón y remisión de
nuestros pecados. Comúnmente usamos la palabra
remisión en dos sentidos. Cuando un tumor canceroso se

reduce o desaparece, decimos que el cáncer está en

remisión. Cuando pagamos una cuenta podemos decir

que está remitida. La raíz de la palabra remisión significa


“enviar". De ahí deriva la palabra misión o misionero (las
palabras misiva y misil provienen de la misma raíz). En su

sentido fundamental la remisión de pecados significa


enviar los pecados lejos. Es una especie de eliminación de

los pecados desde nuestra cuenta. En la remisión de


pecados Dios borra nuestras transgresiones del registro
divino y aleja de nosotros los pecados. Esta remisión es
esencial para el perdón divino.

Juan Calvino dijo: “La justicia de la fe es una


reconciliación con Dios, que consiste en la remisión de
los pecados…Porque si quienes el Señor ha reconciliado
consigo son estimados por sus obras se verá que todavía
siguen siendo pecadores; y sin embargo tienen que estar
totalmente puros y libres de pecado. Se ve, pues,

claramente que quienes Dios recibe en Su gracia, son


hechos justos únicamente porque son purificados, en

cuanto sus manchas son borradas al perdonarles Dios sus


pecados; de suerte que esta justicia se puede llamar, en
una palabra, remisión de pecados”.9 Pablo enfatiza este

aspecto de la justificación:

En realidad, si Abraham hubiera sido justificado por las obras, habría


tenido de qué jactarse, pero no delante de Dios. Pues ¿qué dice la
Escritura? “Le creyó Abraham a Dios, y esto se le tomó en cuenta
como justicia”. Ahora bien, cuando alguien trabaja, no se le toma en

cuenta el salario como un favor, sino como una deuda. Sin embargo,
al que no trabaja, sino que cree en el que justifica al malvado, se le
toma en cuenta la fe como justicia. David dice lo mismo cuando habla

de la dicha de aquel a quien Dios le atribuye justicia sin la mediación


de las obras: “¡Dichosos aquellos a quienes se les perdonan las

transgresiones y se les cubren los pecados! ¡Dichoso aquel cuyo

pecado el Señor no tomará en cuenta!”.


Romanos 4:2-8

Aquí el apóstol explica claramente la relación entre la

remisión del pecado y la imputación. Habla de la


bendición que significa que Dios traspase la justicia de
Cristo al creyente. También habla de la bendición de que
Dios no impute algo, es decir, nuestro pecado. Ese es el
aspecto negativo. Al justificarnos Dios imputa algo (la
justicia de Cristo) y no imputa algo (nuestro pecado).
Lutero resume la noción de la remisión de pecados:
El cristiano es santo y pecador al mismo tiempo; es malvado y piadoso

simultáneamente. Porque en lo que concierne a nuestra persona,

estamos en pecado y somos pecadores a nombre nuestro. Pero Cristo


nos trae otro nombre, en el cual hay perdón de pecados para que los

pecados sean remitidos por Su causa. Así que ambas afirmaciones son

verdaderas. Hay pecados pues el antiguo Adán aún no está totalmente


muerto; pero los pecados no están ahí. La razón es esta: por causa de
Cristo Dios no quiere verlos. Yo los veo y los siento con claridad. Pero

ahí está Cristo quien ordena que se me diga que me debo arrepentir,
reconocer que soy pecador y creer en el perdón de pecados en Su
nombre. Puesto que el arrepentimiento, el pesar por el pecado y el
conocimiento del pecado son necesarios pero no suficientes, se debe
agregar fe en el perdón de pecados en el nombre de Cristo. Pero donde

existe tal fe, Dios ya no ve pecado; pues uno está delante de Dios en el

nombre de Cristo y no en el propio. Cristo nos adorna con Su gracia y


justicia, aunque a nuestros ojos seamos pobres pecadores, llenos de

debilidades e incredulidad.10

La remisión de pecados está ligada a la obra expiatoria


de Cristo. La expiación involucra también la

propiciación. La propiciación se refiere a que Cristo


satisface la justicia de Dios, haciendo “propicio” que Dios
nos perdone. La propiciación puede verse como el acto
vertical de Cristo dirigido al Padre. Al mismo tiempo,
Cristo es la expiación de nuestros pecados, quitando o
cargando todos nuestros pecados, lejos de nosotros.
Como el Cordero de Dios, Jesús es quien carga el pecado,
llevándolo en nuestro lugar. En la cruz, Cristo cumple lo

que simboliza el cordero sacrificado del Antiguo

Testamento y el chivo expiatorio sobre el cual se

transfieren los pecados del pueblo. El chivo expiatorio no


era sacrificado, sino que era enviado al desierto para que
se llevara los pecados lejos del pueblo. Esta acción

simbolizaba la remisión de pecados.

El evangelio de Cristo
La controversia sobre la doctrina de la justificación en el
siglo XVI se enfocaba en la naturaleza del evangelio

mismo. Ambos lados comprendían que algo esencial al


cristianismo estaba en juego. La iglesia siempre debe
luchar contra el error pero, esta controversia
involucraba un punto que es tanto central como esencial
para el evangelio. El apóstol Pablo con frecuencia
reprende e instruye a los cristianos a no ser divisivos o

violentos. Pablo exalta las virtudes como la paciencia, la


caridad, la tolerancia. Sin embargo, cuando se trataba

del evangelio mismo, Pablo no tranzaba. Él consideraba


ciertas cosas como completamente intolerables, y una de
esas es la distorsión del evangelio. Escribió a la iglesia en
Galacia:

Me asombra que tan pronto estén dejando ustedes a quien los llamó
por la gracia de Cristo, para pasarse a otro evangelio. No es que haya

otro evangelio, sino que ciertos individuos están sembrando


confusión entre ustedes y quieren tergiversar el evangelio de Cristo.
Pero aun si alguno de nosotros o un ángel del cielo les predicara un

evangelio distinto del que les hemos predicado, ¡que caiga bajo
maldición! Como ya lo hemos dicho, ahora lo repito: si alguien les
anda predicando un evangelio distinto del que recibieron, ¡que caiga
bajo maldición! ¿Qué busco con esto: ganarme la aprobación humana

o la de Dios? ¿Piensan que procuro agradar a los demás? Si yo buscara

agradar a otros, no sería siervo de Cristo.


Gálatas 1:6-10

Aquí el apóstol usa un lenguaje fuerte para condenar la


perversión del evangelio. Insiste en que no hay otro

evangelio. El evangelio que explica con vehemencia en


su carta a los Gálatas es el evangelio de la justificación
por fe. Los judaizantes corrompían ese evangelio al
añadirle obras. Dos veces Pablo pronuncia una maldición
apostólica sobre esta distorsión, usando la palabra griega
de donde proviene el término castellano anatema.
En el concilio católico romano de Trento, en el siglo
XVI, Roma condenó la doctrina reformada de la
justificación solo por la fe y la declaró anatema. Lo

hicieron porque estaban convencidos de que la doctrina

reformada era “otro evangelio”, una distorsión del

evangelio bíblico. Los reformadores creían que al


condenar la justificación solo por la fe, la iglesia romana
estaba de hecho condenando el evangelio bíblico mismo.

Si la justificación solo por la fe es de hecho el evangelio


bíblico, entonces al condenarlo Roma se condenó a sí

misma. Aunque Roma ha mantenido un fuerte


compromiso con muchas verdades esenciales de la fe
cristiana, en Trento rechazó el punto respecto al cual la
iglesia permanece o se derrumba, y por lo tanto Roma se

derrumbó como iglesia.


En la tabla 3.2 se enumeran las diferencias entre la
doctrina de la justificación reformada y la católica
romana. La lista no es exhaustiva pero demuestra que los
enfoques no solo son diferentes, sino sistémicos. Todo el
concepto de salvación, incluyendo el rol que desempeña

Cristo y el rol que desempeñamos nosotros, es diferente.


Las dos visiones son fundamentalmente diferentes e

incompatibles. Los intentos por conciliarlas están


destinados a fracasar desde un comienzo.
La doctrina de la justificación solo por la fe es

relativamente fácil de comprender con la mente. Pero

para que llegue hasta la médula de nuestros huesos y

circule por nuestra sangre debemos estar siempre


vigilantes. Es fácil olvidarla o permitir que se nuble la
claridad. Martín Lutero hizo la siguiente observación:

Somos pocos los que conocemos y entendemos esta doctrina, y la


menciono una y otra vez porque temo mucho que cuando nosotros
descansemos sea olvidada y desaparezca nuevamente… La verdad es

que no logramos comprender del todo a Cristo, la Justicia eterna, con

un solo sermón o pensamiento; pues aprender a apreciarle es una


lección perpetua que no concluiremos ni en esta vida ni en la

venidera.11

Tabla 3.2

La justificación
Postura católica romana
Postura reformada

Causa instrumental: Causa instrumental:

el bautismo la fe

Justicia infundida Justicia imputada/transferida

Justicia inherente Justicia ajena

Justificación analítica Justificación sintética

Gracia más mérito Solo por gracia

Fe más obras Solo por fe

La justicia de Cristo Solo la justicia

más la nuestra de Cristo

Sin seguridad de salvación Con seguridad de salvación


T
al como la teología reformada comparte un
fundamento común con el cristianismo católico

en cuanto a la doctrina de Dios, también comparte


creencias en cuanto a la persona y obra de Cristo. Los
grandes concilios cristológicos del siglo IV y V, el
Concilio de Nicea (325) y el Concilio de Calcedonia (451)

forman la base histórica de la cristología reformada.


Tabla 4.1
La cuarta piedra fundacional

1 Dios en el centro

2 Basada solo en la Palabra de Dios

3 Comprometida con la sola fe

4 Comprometida con Jesús

5 Estructurada en torno a tres pactos

En los primeros siglos, la relación del Hijo de Dios con


Dios el Padre era tema de acaloradas disputas. El
monoteísmo es de tal importancia en el Antiguo

Testamento que era importante para la iglesia poder


confesar su fe en la deidad de Cristo sin comprometer el
monoteísmo histórico.
Surgieron graves herejías que amenazaron la
confesión de la iglesia sobre la deidad de Cristo. Hubo

dos grandes herejías que se basaban en el concepto de


monarquianismo. En nuestro idioma, el término
monarca alude a la realeza. Sin embargo, originalmente
la palabra estaba más directamente vinculada a su origen
griego. La palabra monarca es un híbrido compuesto por
un prefijo y una raíz. El prefijo mono significa “uno”; la
raíz arc quiere decir “principio” o “jefe, gobernante”. Al
combinarlos, mono-arc o monarca significa “un solo jefe o

gobernante”. El concepto de monarquianismo, por lo

tanto, hace referencia a Dios como el único que gobierna.

El primer tipo de monarquianismo se llamó


monarquianismo modalista. Este concepto se vinculaba a
una antigua forma de panteísmo que concibe todo el

mundo o la realidad como un nivel del ser de Dios. Esta


idea era popular en el gnosticismo y el neoplatonismo. El

hereje Sabelio planteaba que Cristo compartía la esencia


de Dios, pero era un modo de ser menor a Dios mismo.
Como los rayos del sol comparten la misma esencia o
sustancia con el sol pero son diferentes al sol mismo, así

Cristo comparte la misma esencia con Dios, pero no es


Dios.
En este esquema modalista, se puede decir que cada
cosa es una parte de la esencia de Dios. Su ser “emana”
del centro de su ser puro. A medida que esa emanación se
aleja del centro, menos pura es su manifestación de Dios.

La materia inerte como por ejemplo las rocas está


distante del centro del ser divino, mientras que los

ángeles, demiurgos y otros seres espirituales están más


cerca del núcleo del ser divino. Jesús es un ser espiritual
o demiurgo, cercano al núcleo del ser divino, de la

misma esencia del ser divino, irradiando y emanando del

ser divino, pero no es el ser divino. Jesús participa de la

“divinidad” pero no es realmente Dios.


En el Concilio de Antioquía en el año 267, la iglesia
rechazó a Sabelio y su fórmula de que Jesús es homo-

ousios con el Padre. Homo-ousios quiere decir “de la


misma sustancia, del mismo ser o de la misma esencia”,

por lo cual Sabelio declaraba que Jesús es de la misma


esencia que Dios, pero en una categoría menor que Dios
en el orden modalista del ser. En lugar de homo-ousios, la
iglesia declaró que Jesús era homoi-ousios, “de sustancia

similar o semejante”. La iglesia rechazó el término homo-


ousios porque estaba cargado de ideas gnósticas
modalistas.

El Concilio de Nicea
En el siglo IV, la iglesia enfrentó una nueva herejía
vestida con una forma diferente de monarquianismo,

llamado monarquianismo dinámico. Se llamaba


“dinámico” porque involucraba movimiento o cambio.
En este planteamiento, Jesús no era Dios eterno, sino
que “se hizo” Dios a través de la adopción. Esta postura

fue defendida por el hereje Arrio, quien había recibido la

influencia de la enseñanza de Pablo de Samosata y

Luciano de Antioquía.
Arrio buscaba asiduamente preservar el monoteísmo.
Consideraba a Cristo como a la criatura más exaltada, de

hecho la primera criatura creada por Dios. Cristo, según


él, fue creado primero y luego Él habría creado al resto

del mundo. Arrio apelaba a textos bíblicos que hacen


referencia a Cristo como “engendrado” y “primogénito
de toda creación”. En griego, el término “engendrado”
significa “ser, llegar a ser, suceder”. En términos

biológicos, ser engendrado implica un comienzo en el


tiempo. Si Cristo fue engendrado entonces debe haber
tenido un comienzo en el tiempo y no es eterno. Y si no
es eterno, no puede ser Dios.
Para Arrio, Jesús es excelso y exaltado, pero en Su
origen no era Dios. Fue adoptado, incorporado en la

divinidad por medio de Su perfecta obediencia con la que


demostró “ser uno” con el Padre. Él es “uno con el Padre

en propósito y misión pero no en ser”. Arrio aceptó la


formula desarrollada previamente en Antioquía, que
decía que Jesús era homoi-ousios con Dios, es decir, es

“como” Dios.

Arrio y sus seguidores fueron condenados como

herejes por el Concilio de Nicea en el año 325. El Credo


de Nicea declara que Jesús fue “engendrado, no creado”.
Con eso se entiende que Jesús es eternamente

engendrado del Padre. La palabra griega para engendrado


no se usaba en su sentido biológico ni en ningún sentido

que implicara que Cristo hubiera tenido comienzo en el


tiempo. Más bien el término engendrado se usaba en un
sentido filial, poniendo atención a la relación exclusiva
del Hijo con el Padre. El Nuevo Testamento se refiere al

Hijo como el “unigénito” del Padre, el monogenēs, un


término que enfatiza el carácter único, una vez para
siempre, de la relación entre el Hijo y el Padre.
Uno de los desarrollos más irónicos en Nicea es la
confirmación del concilio del término homo-ousios como
la marca de ortodoxia cristiana. Nicea declaró que Cristo

era coeterno y consustancial con el Padre usando el


término homo-ousios. Con esto la iglesia declaraba que

Jesús no solo es parecido en esencia al Padre, sino que es


exactamente de la misma esencia o sustancia que el
Padre.

A primera vista podría parecer que la iglesia hubiera

retrocedido a la postura de Sabelio y hubiera caído en la

antigua herejía gnóstica. Nada podría estar más lejos de


la verdad. Al afirmar el homo-ousios, la iglesia no estaba
adhiriendo a la herejía modalista que había condenado el

año 267. En lugar de ello, estaba decidida a proclamar la


plena deidad de Cristo al punto de asumir los riesgos

implícitos en la fórmula del homo-ousios. A esas alturas


la amenaza del sabelianismo había disminuido y la
amenaza del arrianismo era tan fuerte que la iglesia
escogió usar un término que antes había rechazado para

detener, de una vez por todas, al arrianismo. La doctrina


de la Trinidad estaba en juego. Con la fórmula homo-
ousios la iglesia claramente afirmaba tanto el carácter
trino como la unidad de la Divinidad. El concilio afirmó
que tanto el Padre como el Hijo y el Espíritu eran
coeternos y co-esenciales.

El Concilio de Calcedonia
Hacia el siglo V, la iglesia tuvo que enfrentar una nueva
herejía. El Concilio de Calcedonia tuvo que combatir la
herejía en dos frentes. La deidad y la humanidad plenas

de Cristo estaban bajo el ataque de Eutiques1 y Nestorio.

Eutiques desarrolló lo que se conoció como la herejía

monofisita. El término griego monofisita viene de


monofisis que quiere decir “una sustancia o una
naturaleza”. Eutiques planteó que Cristo es una persona

con una naturaleza. Con eso atacó la idea de que Jesús es


una persona con dos naturalezas, una divina y una

humana.
Para Eutiques, Jesús no tenía ni una naturaleza
puramente divina ni una naturaleza puramente humana,
sino más bien una naturaleza teantrópica, es decir, una

naturaleza divina humanizada o una naturaleza humana


deificada. Era una mezcla de ambas, deidad y
humanidad, que en realidad no era ninguna de las dos.
Por otro lado, Nestorio planteó que para que haya dos
naturalezas debe haber dos personas. Por lo tanto,
sostuvo que Jesús en realidad era dos personas. Lo que

Eutiques unió, Nestorio lo separó en dos naturalezas y en


dos personas distintas.

En el Concilio de Calcedonia (451) la iglesia declaró que


Jesús era verdaderamente hombre y verdaderamente
Dios (vere homo, vere Deus). Sus dos naturalezas no

estaban mezcladas, ni confundidas, ni separadas ni

divididas. Estas cuatro negaciones colocaban los límites

que protegían de la herejía. Con esto se rechazaba tanto


la herejía monofisita de Eutiques como la herejía de la
separación de Nestorio.

El concilio añadió a estas cuatro negaciones una


afirmación crucial que ha servido de base para mucha

controversia teológica desde entonces. Dicha afirmación


sostiene que cada naturaleza conserva Sus atributos, lo
cual quiere decir que en la encarnación la naturaleza
divina de Cristo retuvo todos Sus atributos divinos a la

vez que Su naturaleza humana retuvo los atributos


humanos.
Desde el siglo V todas las ramas ortodoxas del
cristianismo han suscrito a la fórmula del Concilio de
Calcedonia. La teología reformada histórica ha adherido
estrictamente a la cristología de Calcedonia. Lo que

dijimos antes respecto a la aplicación consistente de la


teología reformada de la doctrina de Dios también es

verdad respecto a la cristología.


Tabla 4.2

Concilios cristológicos
Concilio
de Antioquía
Concilio
de Nicea
Concilio
de Calcedonia

Año 267 325 451

Teólogo Eutiques,
Sabelio Arrio
hereje Nestorio

Teología Monarquismo Monarquismo Cristología


hereje modalista dinámico monofisita

Jesús es
Jesús es Jesús es verdaderamente
Decisión del
homoiousios con homoousios con hombre
Concilio
el Padre el Padre y verdaderamente

Dios.

Reformados versus luteranos


Una de las grandes tragedias de la Reforma fue la
incapacidad de los teólogos reformados y luteranos de
mantener una unidad duradera en áreas importantes de
la teología. La división entre Martín Lutero y Juan
Calvino y entre sus seguidores se enfocó en desacuerdos

acerca de la doctrina de la Cena del Señor. Si


examináramos este debate con detención, rápidamente
nos daríamos cuenta de que la raíz del tema no es tanto
una cuestión sacramental, sino cristológica.
Tanto Lutero como Calvino rechazaban la postura

católica romana de la Cena del Señor, la doctrina

romana de la transubstanciación. Esta doctrina enseña

que en el milagro de la misa, el pan y el vino se


transforman, de forma sobrenatural, en el cuerpo y la
sangre de Cristo. No obstante, esta transformación es

única. No es completa porque el pan y el vino cambian


pero todavía lucen como pan y vino, saben como pan y

vino y huelen como pan y vino. Para los sentidos no hay


cambio aparente. Sin embargo, la iglesia afirma que el
pan y el vino son verdaderamente el cuerpo y la sangre
de Cristo.

La hostia consagrada se guarda en el tabernáculo en el


altar y los participantes reconocen su presencia al hacer
genuflexión. En ocasiones, los participantes elevan la
hostia y hacen reverencia.
Para explicar la disonancia entre la apariencia y la
realidad, Roma usa el concepto de la transubstanciación.

Roma toma prestada una categoría metafísica usada por


Aristóteles para distinguir entre la sustancia de la

entidad y sus accidens (accidentes), es decir, las


propiedades externas y perceptibles de un objeto. Estas
propiedades indican lo que algo parece ser en la

superficie. Bajo la superficie o más allá del plano físico

está la sustancia real del objeto, su esencia misma.

Para Aristóteles, los accidentes de un objeto siempre


fluyen de su esencia. Un árbol siempre tiene los
accidentes de un árbol porque los accidentes fluyen de su

esencia o condición de árbol. No se puede tener la


sustancia de un árbol y los accidentes de un elefante.

La misa efectivamente implica un doble milagro. La


sustancia del pan y el vino cambian a la sustancia del
cuerpo y la sangre de Cristo mientras que los accidentes
de pan y vino permanecen. La sustancia del cuerpo y la

sangre de Cristo ahora está presente sin los respectivos


accidentes de Su cuerpo y sangre mientras que los
accidentes de pan y vino están presentes sin la sustancia
del pan y del vino.
Lutero objetó esto considerando que el doble milagro
es algo frívolo e innecesario. Lutero insistía en que el

cuerpo y la sangre de Cristo están verdaderamente


presentes, pero sobrenaturalmente, en, bajo y a través

del pan y del vino. El pan y el vino permanecen tanto en


sustancia como en accidentes. A Lutero todavía le
quedaba el problema de que los accidentes del cuerpo y

la sangre de Cristo permanecen ocultos a los sentidos. La

postura luterana es que Cristo está presente “con” los

elementos del pan y el vino. Este planteamiento a


menudo se denomina consustanciación, aunque muchos
teólogos luteranos rechazan este término.

Calvino también insistió en la presencia real de Cristo


en el sacramento de la Cena del Señor. Al debatir con

aquellos que reducían el sacramento a un mero símbolo


(una señal desnuda), Calvino insistía en la presencia
“sustancial” de Cristo. Al debatir con luteranos, sin
embargo, Calvino permanentemente evitaba el término

sustancial para evitar que se entendiera como algo


“físico”. Calvino usaba el término sustancial para decir
“real”, pero lo descartaba si se refería a algo “físico”.
Para Calvino, el asunto era cristológico. Rechazaba la
idea de la presencia física y localizada de Cristo en la
Cena del Señor, puesto que cuerpo y sangre pertenecen a

Su naturaleza humana y no a Su naturaleza divina. Para


que el cuerpo y la sangre físicos de Cristo estén presentes

en más de un lugar a la vez, Su cuerpo físico tendría que


ser omnipresente. La Cena del Señor se celebra al mismo
tiempo en muchas partes del mundo. ¿Cómo entonces

pueden estar presentes el cuerpo y la sangre de Jesús

simultáneamente en Ginebra, Ciudad de México y

Buenos Aires?
Calvino creía que la persona de Cristo puede ser y es
omnipresente. Pero Su omnipresencia está en Su

naturaleza divina, pues la omnipresencia es un atributo


divino. Los reformadores creían que Cristo ya no está

presente entre nosotros en Su forma física (Su cuerpo


está en el cielo), pero en Su divinidad nunca está
ausente. El Nuevo Testamento relata la partida de Jesús,
cuando se va de entre nosotros y asciende al cielo, y no

obstante, también declara que Él siempre está con


nosotros hasta el fin del mundo.
Cuando revisamos la doctrina de la
incomprensibilidad de Dios, mencionamos el principio
de Calvino finitum non capax infiniti, “lo finito no puede
contener lo infinito”. El término capax se puede traducir

como “captar” o “contener”. Si nos referimos a la


incomprensibilidad de Dios, el término apunta a

“captar”. Si lo aplicamos a la encarnación de Cristo, el


término se refiere a “contener”.
Calvino creía que en la encarnación, la segunda

persona de la Trinidad asumió la naturaleza humana. Su

naturaleza divina, aunque unida a una naturaleza

humana, no podía ser contenida dentro de los límites


finitos de la naturaleza humana. El cuerpo humano de
Jesús ocupaba espacio y tenía límites o dimensiones

medibles. No debemos pensar que en la encarnación Dios


se despojó del atributo divino de la omnipresencia. La

plenitud del ser de Dios no estaba contenida dentro de


los límites finitos del cuerpo de Jesús. Eso significaría
una mutación radical de la naturaleza misma de Dios.
La Iglesia Católica Romana ya había debatido el tema

de la “ubicuidad”. El término ubicuidad, sinónimo de


omnipresencia, se deriva del latín ubi (“donde”) y equos
(“igual”). Literalmente significa “igual ubicación”. Parte
del debate se centraba en cómo el cuerpo de Jesús podía
estar en más de un lugar a la vez. La respuesta fue la
“comunicación de atributos” (communicatio idiomata),

una doctrina que afirma que en la encarnación algunos


de los atributos divinos le fueron comunicados a la

naturaleza humana de Cristo. Aunque la naturaleza


humana en sí no es omnipresente, se puede hacer
omnipresente debido a la comunicación de este atributo

divino.

Tomas de Aquino planteó una idea similar respecto al

conocimiento de Jesús. Tomás lidiaba con la declaración


que hizo Jesús a Sus discípulos respecto al día y la hora
de Su regreso: “Pero en cuanto al día y la hora, nadie lo

sabe, ni siquiera los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino


solo el Padre” (Mr 13:32). Jesús afirma que el Padre sabe

algo que Él no sabe, el día y la hora de Su regreso.


Tomás planteaba que Jesús sí sabía el día y la hora
porque como Hijo de Dios poseía el atributo de la
omnisciencia. Las dos naturalezas de Cristo están tan

perfectamente unidas que lo que la naturaleza divina


sabe la naturaleza humana lo debe saber también. La
explicación de las palabras de Jesús a Sus discípulos,
según Tomás, es la teoría de la “acomodación”. Jesús se
habría acomodado al decir que no sabía algo que en
realidad sí sabía, porque el conocimiento en cuestión era

demasiado alto o demasiado profundo o demasiado


secreto como para que Sus discípulos lo supieran.

El patente problema con el planteamiento de Tomás es


que Jesús habría dicho algo que no era verdad. Quizás se
podría justificar estirando el principio y diciendo que la

verdad debe ser dicha solo a aquellos que les corresponde

escucharla (un principio que se usó para justificar la

mentira para proteger a personas inocentes en la guerra,


como lo hiciera Rahab). Pero no era necesario que Jesús
mintiera para mantener el tema en secreto. Bastaba con

que dijera que no les correspondía saber.


La explicación de Tomás quizás preservaba su

concepto de la encarnación pero dejaba a la iglesia con


un serio problema en cuanto a la integridad de Cristo.
Claro está, Tomás no llegó a la conclusión de que Jesús
pecara mintiendo, pero es difícil evitar esta conclusión si

es que Jesús distorsionó la verdad de manera deliberada.


A diferencia de Tomás, los reformadores no tuvieron
problemas con los límites de Jesús en cuanto a su
naturaleza humana. En ocasiones Jesús (al igual que los
profetas) mostraba conocimiento sobrenatural. Sin duda
Él siempre dijo la verdad. Era infalible pero no

omnisciente. La naturaleza divina puede comunicarle


información a la naturaleza humana, y de hecho así

ocurrió, pero no puede comunicarle atributos.


Lo que está en discusión en ambos debates (los límites
del conocimiento de Jesús en relación con Su naturaleza

humana, y Su presencia física limitada) es la cuestión de

la encarnación según como fue formulada en Calcedonia.

Calcedonia quiso evitar cualquier confusión o mezcla de


las dos naturalezas que tuviera como resultado la
divinización de la naturaleza humana o la humanización

de la naturaleza divina. Hablar de que el cuerpo físico de


Jesús está presente en más de un lugar a la vez tiene

sabor a herejía monofisita, pues apunta a una especie de


deificación de la naturaleza humana. Hablar de
comunicación de atributos divinos a la naturaleza
humana es deificar la naturaleza humana.

Según Calcedonia, “cada naturaleza conserva sus


propios atributos”. Para Calvino esto significaba que la
naturaleza divina permanecía divina en todo aspecto y la
naturaleza humana permanecía humana en todo
aspecto. Ser humano implica estar limitado en el tiempo
y el espacio. Aquellos que adoptan la idea de la

comunicación de atributos de la naturaleza divina hacia


la naturaleza humana sostienen que en el traspaso esta

última nada pierde, sino que algo se le añade. Queda sin


responder la pregunta de cómo es que lo añadido a la
naturaleza humana evita que las dos naturalezas se

mezclen o confundan, como Calcedonia había

condenado.

Juan Calvino consideró que la postura de Lutero


acerca de la Cena del Señor era una forma sutil de
monofisismo. Los teólogos luteranos respondieron a esta

objeción de Calvino diciendo que no aceptar la


comunicación de atributos significaba caer en el

nestorianismo, la separación y división de las dos


naturalezas.
Calvino no tenía ninguna intención de separar las dos
naturalezas de Cristo. No quería separarlas, sino

distinguirlas. Cuando el Nuevo Testamento menciona


que Cristo lloró o tuvo hambre, vemos manifestaciones
de la naturaleza humana de Jesús. Cuando lloró o tuvo
hambre, seguía en perfecta unidad con Su naturaleza
divina, pero las lágrimas y el hambre no eran divinos.
Dios no llora ni siente hambre. El Dios-hombre sí lloró,

pero lo hizo en Su humanidad, no es Su divinidad.


Asimismo, el Dios-hombre murió en la cruz, pero Su

naturaleza divina no murió. Si Dios hubiese muerto en la


cruz, el universo mismo habría dejado de existir. Aun
cuando Calcedonia rechazó cualquier separación de las

dos naturalezas de Cristo, ciertamente afirmó la

distinción entre ellas. Quizás la diferencia más

importante que debemos hacer es justamente aquella


entre distinción y separación.
En cuanto a la Cena del Señor, Calvino insistía en que

Cristo, el Dios-hombre, efectivamente es ubicuo y está


verdadera y sustancialmente presente, pero está

presente en Su naturaleza divina. Tampoco es que la


naturaleza divina rompa su unidad con la naturaleza
humana cuando se hace presente de esta forma. La
naturaleza humana de Cristo ahora está en el cielo. Sigue

estando perfectamente unida a la naturaleza divina.


Aunque la naturaleza humana está restringida a Su
presencia local en el cielo, la naturaleza divina no tiene
esa restricción porque no puede ser contenida por lo
finito.
Imagina un vaso con una capacidad de doscientos

mililitros. ¿Podría contener un volumen infinito de


agua? No, el vaso solo puede contener doscientos

mililitros. Claro está, Cristo no es un vaso. La plenitud


de Dios habita en Él de manera corpórea, pero esa
plenitud de ninguna manera está contenida dentro de la

vasija humana, ni limitada por ella.

Calvino tampoco quiso sugerir que en la Cena del

Señor podamos tener comunión solo con parte de Cristo,


con Su naturaleza divina. Cuando esta naturaleza está
presente, la persona de Cristo está presente. Cuando nos

encontramos con Su naturaleza divina, nos encontramos


con Él. Al tener comunión con Su naturaleza divina,

tenemos comunión con la totalidad de Cristo, porque Su


naturaleza divina sigue unida a Su naturaleza humana.
La brecha de espacio es cubierta, no porque la naturaleza
humana se proyecte hacia nosotros, sino porque la unión

de la naturaleza divina con la naturaleza humana


permite que tengamos comunión con Él.

Cristo como Profeta


En el siglo XVII, la Confesión de Fe de Westminster

declaraba que “Agradó a Dios en Su eterno propósito


escoger y ordenar al Señor Jesús, Su unigénito Hijo, para

ser el Mediador entre Dios y el hombre, el Profeta,


Sacerdote y Rey, la Cabeza y Salvador de Su Iglesia, el
Heredero de todas las cosas y Juez del mundo: a Quien,
desde toda la eternidad, Dios le dio un pueblo para ser Su

simiente; y para que en el tiempo lo redimiera, llamara,

justificara, santificara y glorificara”.2

En esta breve declaración, los teólogos de Westminster


resumían la función mediadora de Cristo. Tal como
Moisés fue el mediador del Antiguo Pacto, así Jesús es el

mediador del Nuevo Pacto. Un mediador es un


intermediario entre dos o más partes. En nuestra cultura

comúnmente pensamos en mediadores cuando se trata


de disputas laborales. Su rol es terminar el conflicto,
lograr paz cuando hay algún tipo de desacuerdo. En una
palabra, la principal tarea del mediador es lograr la

reconciliación cuando ha habido desacuerdo.


El drama bíblico de la redención se enfoca en la
reconciliación, en ponerle fin a la separación entre Dios
y Su pueblo. El estado natural de la humanidad caída es
enemistad con Dios. Nuestra rebeldía en contra de Su
gobierno divino nos coloca en oposición a Dios. Con eso

provocamos Su ira, y Su juicio se manifiesta en nuestra


contra. Necesitamos desesperadamente ser

reconciliados. A Dios el Padre le plació tomar la


iniciativa para terminar este peligroso alejamiento y
para eso designó a Cristo como nuestro Mediador.

Aunque afirmamos que Moisés fue el mediador del

Antiguo Pacto, su obra mediadora no traía una

reconciliación definitiva. Su principal rol mediador,


como vocero de Dios, fue entregar la ley al pueblo de
Dios cuando Él los constituye como nación en el Sinaí.

De hecho, Moisés no fue el único mediador de este


pacto. Otros cumplieron ese rol en un grado menor.

Existían tres oficios mediadores: el oficio de profeta, el


oficio de sacerdote y el oficio de rey. Aquellos que
desempeñaban estos roles eran ungidos por Dios para
dichas funciones.

El concepto de “unción” va adquiriendo mayor


relevancia en la historia bíblica en tanto que el Antiguo
Testamento prevé a aquel que sería el supremo
“Ungido”. El título Cristo quiere decir “el que es ungido”.
Aquellos que ocupaban estos oficios de profeta,
sacerdote y rey eran intermediarios. Dios los elegía para

ser representantes. El profeta representaba a Dios,


hablaba al pueblo de parte de Dios, como mediador de la

palabra hacia el pueblo. El sacerdote representaba al


pueblo y hablaba a Dios de parte del pueblo. (Muchas
liturgias le asignan al ministro una combinación del rol

profético y del sacerdotal. Cuando lee las Escrituras y

predica un sermón cumple un rol profético. Cuando ora

por la gente, desempeña un rol sacerdotal).


El oficio del rey también era mediador. El rey no era
autónomo ni soberano absoluto. Debía representar el

gobierno de Dios hacia el pueblo. El rey de Israel estaba


bajo la ley de Dios. Debía rendir cuentas a Dios por su

conducta como rey. Los frecuentes conflictos en el


Antiguo Testamento entre profetas y reyes se debían a la
corrupción de los reyes que querían deshacerse de las
limitaciones que les imponía la ley. Los profetas traían

mensajes de parte de Dios a esos reyes para llamarlos a


arrepentirse y someterse al Rey supremo.
Juan Calvino desarrolló la doctrina reformada del
triple oficio de Cristo al que más tarde haría referencia la
Confesión de Fe de Westminster. Este triple oficio (munus
triplex) apunta a que los roles del Antiguo Testamento de

profeta, sacerdote y rey se consolidan en la persona de


Cristo. En Cristo, el oficio de profeta alcanza su zenit.

Cristo sobrepasa a cualquier profeta que haya venido


antes de Él. Cristo es tanto el sujeto como el objeto de la
profecía bíblica. Para los profetas del Antiguo

Testamento, el principal tema era la venida de Cristo.

Ellos anunciaron Su nacimiento, ministerio y muerte

expiatoria. Esperaban expectantes al Mesías que sería el


rey ungido por Dios y el Salvador de Su pueblo.
Jesús también cumplió el rol de profeta. En Su

bautismo, Jesús fue ungido por el Espíritu Santo. Luego


Dios anunció desde el cielo que Jesús era Su Hijo amado

y que el pueblo debía escuchar Su voz. Él habló la palabra


profética de Dios, declarando que no decía nada por Su
cuenta, sino únicamente lo que el Padre le había enviado
a decir.

Jesús usó frecuentemente las fórmulas que usaban los


profetas del Antiguo Testamento para entregar Su
mensaje. Por ejemplo, oráculos proféticos, que eran
pronunciamientos divinos de bendición o maldición.
Cuando Jesús acusa a los escribas, normalmente
comienza con las palabras “Ay de ustedes”. Cuando

pronunciaba el favor y la misericordia de Dios usaba las


palabras “bienaventurados son”, como en el Sermón del

Monte. Los “ayes” y “bienaventuranzas” de Jesús


apuntaban a los oráculos de los profetas del Antiguo
Testamento.

El primer sermón de Jesús que se registra (Lc 4:18-21),

anunciado en una sinagoga, se basó en un texto

profético. Jesús leyó Isaías 61:1-2, luego comenzó Su


sermón: “Hoy se cumple esta Escritura en presencia de
ustedes”. Jesús también realizó predicciones proféticas,

como el anuncio de la destrucción de Jerusalén (Mt 24:1-


28).

Si analizáramos el contenido de las declaraciones


proféticas de Jesús, veríamos que gran parte de este
concierne a Jesús mismo. El tema principal y central de
Su enseñanza profética era, no obstante, la inminencia

del reino de Dios. La mayoría de sus parábolas se enfocan


en este tema. Al comienzo de Su ministerio terrenal,
Jesús hace eco de la predicación de Juan el Bautista
respecto a la venida del reino, el cual requería una nueva
clase de arrepentimiento. El largamente esperado y
anunciado reino ahora estaba cerca y la gente no estaba

preparada; era un pueblo impuro.


El ministerio de Juan el bautista causó escándalo

porque no llamaba meramente a los gentiles, sino a los


israelitas a que se bautizaran, con lo cual indicaba que
Israel también era un pueblo impuro. Juan llamaba al

pueblo a prepararse para la venida de su rey. Su función

era la del heraldo de ese Rey y anunció su llegada con el

agnus Dei: “¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el


pecado del mundo!” (Jn 1:29).

Cristo como Sacerdote


Junto con cumplir Su función de profeta, Cristo también
cumplió el oficio veterotestamentario de sacerdote. Aquí
también Jesús era el sujeto y el objeto del ministerio
sacerdotal. El trabajo del sacerdote en el Antiguo

Testamento se centraba mayormente en dos funciones:


ofrecer sacrificios y oraciones en nombre del pueblo.
Jesús asume ambas tareas y las lleva a su cúspide. Como
el gran Sumo Sacerdote, Jesús ofrece un sacrificio tan
eficaz que se presenta una vez para siempre. No debe
repetirse. No necesita repetirse porque es perfecto en

cuanto a su eficacia. Repetirlo sería arrojar una sombra


negativa sobre su valor.

Cuando decimos que Jesús es el sujeto del sacerdocio


queremos decir que activamente ofreció sacrificio por los
pecados de Su pueblo. Jesús ofreció el sacrificio supremo
en nuestro lugar. El Nuevo Testamento subraya la

importancia de entender que Jesús hiciera este sacrificio

de forma voluntaria. Aunque fue ejecutado por las

autoridades, estas no tenían poder sobre Él excepto el


que Él quisiera darles. Jesús subrayó que nadie podía
quitarle la vida, sino que Él la entregaba por sus ovejas.

Jesús es también el objeto de Su obra sacerdotal. La


ofrenda que ofreció no fue un toro o una cabra, sino Él

mismo. Los sacrificios animales del Antiguo Testamento


no tenían valor intrínseco para lograr la expiación. No
eran más que sombras o símbolos representando el
sacrificio final que sería ofrecido por Cristo. Solo Su

sangre y nada más que Su sangre, no la sangre de toros o


cabras, podía satisfacer las demandas de la justicia de
Dios. El suyo fue el sacrificio perfecto, el sacrificio del
cordero sin mancha. En Su condición sin pecado Jesús
cumplió los requisitos que Dios exigía para la
propiciación.

Jesús no ofreció Su sacrificio en el templo. Su sangre


no fue rociada sobre el propiciatorio terrenal. No entró

al Lugar Santísimo en Jerusalén. Por el contrario, fue


ejecutado fuera de la ciudad, más allá de los límites del
templo herodiano. Sin embargo, entregó Su ofrenda

coram Deo, “ante el rostro de Dios”, y fue recibido en el

santuario celestial. Él roció Su sangre en la cruz, pero el

sacrificio de sangre fue recibido en el Lugar Santísimo


celestial y allí fue aceptado como perfecta expiación por
el pecado.

El hecho de que Jesús cumpliera el rol de sumo


sacerdote fue algo que desconcertó a los judíos del

primer siglo. Ellos concebían al sumo sacerdote


estrictamente en términos del Antiguo Testamento, el
sacerdocio levítico. Dado que Jesús no era de la tribu de
Leví, ¿cómo podía estar calificado para el rol de sumo

sacerdote? Para responder esta pregunta, el autor de


Hebreos apela a un Salmo: “El Señor ha jurado y no
cambiará de parecer: ‘Tú eres sacerdote para siempre,
según el orden de Melquisedec’” (Sal 110:4).
El autor de Hebreos recuerda el episodio donde
Abraham se encuentra con Melquisedec, el enigmático

personaje que es identificado como sacerdote de Salén. El


nombre Melquisedec significa “rey de justicia” y Salén se

deriva de la palabra hebrea que quiere decir “paz”.


Melquisedec recibe los diezmos de Abraham y pronuncia
una bendición sobre el patriarca.

El autor de Hebreos plantea que, según la costumbre

judía, el menor es bendecido por el mayor y el mayor

recibe los diezmos del menor. Esto quiere decir que


Melquisedec es mayor que Abraham. Luego el autor nos
recuerda que Abraham fue el padre de Isaac, quien fue el

padre de Jacob, quien fue el padre de Leví. Nuevamente,


en términos judíos el padre es “mayor” que el hijo, lo que

hace a Abraham más grande que su bisnieto Leví. Si


Melquisedec es más grande que Abraham, eso implica
que Melquisedec es más grande que Leví. Todo esto
demuestra que el Antiguo Testamento tenía dos

sacerdocios y el mayor de ellos era el de Melquisedec.


Cuando Dios designó a Jesús como Sumo Sacerdote, lo
hizo sacerdote, no según la orden de Leví, sino según la
orden de Melquisedec, como había profetizado el
salmista.
Al cumplir Su oficio sacerdotal, Jesús no solo ofreció

el supremo sacrificio expiatorio por el pecado, sino que


además intercede por Su pueblo. En el Nuevo

Testamento podemos apreciar un extraño contraste


entre la suerte de Judas y la de Pedro. Ambos eran
discípulos de Cristo. Ambos lo traicionaron la noche

previa a Su muerte y Jesús había predicho ambos actos

de traición. Al anunciar la traición de Judas, Jesús

simplemente le dijo “Lo que tengas que hacer, hazlo


pronto” (Jn 13:27). Cuando predijo que Pedro lo negaría,
le dijo a Pedro: “Pero Yo he orado por ti, para que no

falle tu fe. Y tú, cuando te hayas vuelto a Mí, fortalece a


tus hermanos” (Lc 22:32). No había duda del futuro

arrepentimiento y restauración de Pedro. Esto había sido


asegurado por la oración intercesora de Jesús hacia
Pedro. Judas no recibe el mismo beneficio. En Su oración
sumo sacerdotal Jesús dijo: “Mientras estaba con ellos,

los protegía y los preservaba mediante el nombre que me


diste, y ninguno se perdió sino aquel que nació para
perderse, a fin de que se cumpliera la Escritura” (Jn
17:12). El que nació para perderse (o “hijo de perdición”)
claramente se refiere a Judas.
El autor de Hebreos cita el ministerio sacerdotal de

intercesión de Jesús: “Por lo tanto, ya que en Jesús, el


Hijo de Dios, tenemos un gran sumo sacerdote que ha

atravesado los cielos, aferrémonos a la fe que


profesamos. Porque no tenemos un sumo sacerdote
incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino

uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que

nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos

confiadamente al trono de la gracia para recibir


misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el
momento que más la necesitemos” (Heb 4:14-16). El

ministerio sacerdotal de Cristo no solo incluía Su


ofrenda de Sí mismo como perfecto sacrificio por

nuestros pecados y como perfecta expiación para


satisfacer la justicia divina, sino que también incluye sus
oraciones:

Tampoco Cristo se glorificó a Sí mismo haciéndose sumo sacerdote,

sino que Dios le dijo: “Tú eres Mi hijo; hoy mismo te he engendrado”.
Y en otro pasaje dice: “Tú eres sacerdote para siempre, según el orden

de Melquisedec”. En los días de Su vida mortal, Jesús ofreció

oraciones y súplicas con fuerte clamor y lágrimas al que podía


salvarlo de la muerte, y fue escuchado por Su reverente sumisión.

Aunque era Hijo, mediante el sufrimiento aprendió a obedecer; y


consumada Su perfección, llegó a ser autor de salvación eterna para

todos los que le obedecen, y Dios lo nombró sumo sacerdote según el

orden de Melquisedec.

Hebreos 5:5-10
La obra intercesora de Cristo no terminó con Su
ministerio terrenal, sino que continúa perpetuamente en

el cielo. Cuando ascendió, Jesús fue elevado al rol de Rey

ubicado a la diestra del Padre, y en Su lugar a la diestra

del Padre Jesús continúa intercediendo por nosotros


diariamente.

Cristo como Rey


En cuanto rey, Cristo cumple las profecías del Antiguo
Testamento acerca del reinado eterno de David y su
simiente. En Cristo, el pabellón caído de David es
restaurado. En la teología reformada, el reino de Dios no

es algo pospuesto para el futuro. Aunque el reino aún no


ha sido consumado, ya ha sido inaugurado y es una
realidad presente. Ahora es invisible para el mundo.
Pero Cristo ya ascendió, ya ha sido coronado e investido.
En este preciso momento reina como Rey de reyes y
Señor de Señores.

Jesús está en Su trono a la diestra del Padre y ha


recibido toda autoridad y poder en el cielo y en la tierra.

Que Cristo ocupe el asiento supremo de autoridad


cósmica es una profunda realidad política. Los reyes de
este mundo y todos los gobiernos seculares pueden
ignorar esta realidad pero no la pueden cambiar. El

universo no es una democracia, sino una monarquía en

la que Dios mismo designó a Su amado Hijo como Rey

supremo. Jesús no gobierna producto de un referendo,


sino por derecho divino. En el futuro, toda rodilla se
doblará ante Él, de buena gana o de mala gana. Aquellos

que rehúsen hacerlo sufrirán la fractura de sus rodillas


con vara de hierro.

En el presente, el reinado de Cristo es invisible. Los


cristianos somos un poco como Robin Hood y sus alegres
compañeros del bosque de Sherwood. Robin y su
compañía habían sido alienados por el Príncipe Juan.

Pero Juan era un usurpador. El trono le pertenecía a


Ricardo Corazón de León, quien se encontraba fuera del
reino en una cruzada espiritual. No queremos forzar la
analogía ni queremos identificar la condición de la
iglesia en este mundo con un mito o una leyenda.
Nuestro rey no está presente en Su dominio en forma

visible, pero Su reino es real. Ningún usurpador se lo


puede quitar de las manos. Vivimos en este mundo como

marginados, pero debemos permanecer leales a nuestro


rey, quien se encuentra en un país lejano. Esperamos Su
retorno en gloria, tratando de mostrar su realidad en su

ausencia. Nuestra misión es dar testimonio de su reino,

pues esa fue Su instrucción momentos antes de partir.

Juan Calvino planteaba que la tarea de la iglesia es


hacer que el reino invisible de Cristo se haga visible. La
esencia del ministerio del testimonio es hacer evidente lo

que está oculto a los ojos de los hombres. Nuestro Rey es


también Profeta y Sacerdote y así cumple de forma

perfecta el rol de mediador del Nuevo Pacto que fue


sellado con Su sangre.
L
a teología reformada ha recibido el apodo de
“Teología del Pacto”, lo que la distingue del

dispensacionalismo. La teología dispensacionalista


originalmente sostenía que la clave para la
interpretación bíblica es “dividir correctamente” la
Biblia en siete dispensaciones, definidas en la Biblia de

Referencia Scofield1 original. Se trataría de siete períodos


de prueba específicos. El dispensacionalismo buscó una
llave que abriera una estructura apropiada de
interpretación.
Tabla 5.1
La quinta piedra fundacional

1 Dios en el centro

2 Basada solo en la Palabra de Dios

3 Comprometida con la sola fe

4 Comprometida con Jesús

5 Estructurada en torno a tres pactos

Cada documento escrito tiene una estructura o


formato que define cómo se organiza. Los párrafos
tienen temas y los capítulos tienen puntos focales. La

teología reformada considera que la estructura primaria


de la revelación bíblica es la del pacto. Esta es la
estructura con la que se desarrolla toda la historia de la
redención.
A mediados del siglo XX, George Mendenhall, de la

Universidad de Michigan, publicó una pequeña


monografía titulada Law and Covenant in Israel and the
Ancient Near East [Ley y pacto en Israel y en el Antiguo
Oriente Cercano]. En ella, Meldenhall escribió acerca del
sorprendente descubrimiento arqueológico de
documentos de la antigua nación Hitita. Estos
documentos contienen tratados que regulan la relación
entre ciertos reyes (suzerain, señores) y sus vasallos.

Estos “tratados señoriales” mostraban un formato que

Meldenhall encontró en documentos de otras naciones

del Medio Oriente, incluidas las Escrituras de Israel.2


Posteriormente, Meredith G. Kline hizo un análisis
exhaustivo del formato de estos tratados en dos libros,

Treaty of the Great King [Tratado del Gran Rey] y By Oath


Consigned [Asignado por juramento].3

Uno de estos antiguos tratados de pacto comenzaba con un

preámbulo seguido de un prólogo histórico. Luego se enumeraban los

términos o estipulaciones, incluyendo las sanciones. El tratado se


sellaba con los respectivos votos y se ratificaba con un rito “cortante”.

Se depositaban copias del tratado en un lugar seguro y público, y

periódicamente se renovaba y actualizaba el tratado. Le daremos un


breve vistazo a la forma en que esta estructura se manifiesta en el

Antiguo Testamento.

Preámbulo
Al igual que la constitución de las naciones modernas, el
antiguo tratado de pacto comienza con un preámbulo. El
preámbulo identifica al soberano del tratado. Al entregar
el Decálogo a Israel, Dios dijo “Yo soy el Señor tu Dios…”
(Éx 20:2). Dios se identifica a Sí mismo usando el nombre
sagrado que le había revelado a Moisés desde el arbusto

ardiente en el desierto: “Yo soy el que soy —respondió

Dios a Moisés—. Y esto es lo que tienes que decirles a los

israelitas: ‘Yo Soy me ha enviado a ustedes’. Además,


Dios le dijo a Moisés: —Diles esto a los israelitas: ‘El
Señor, el Dios de sus antepasados, el Dios de Abraham,

de Isaac y de Jacob, me ha enviado a ustedes’. Este es Mi


nombre eterno; este es Mi nombre por todas las

generaciones” (Éx 3:14-15).


El nombre sagrado, Yahweh en Hebreo, aparece aquí
por primera vez y opera como el nombre de Dios para el
pacto. Él es el mismo Dios que se apareció ante Abraham,

Isaac y Jacob e hizo un pacto con ellos:

En otra ocasión, Dios habló con Moisés y le dijo: “Yo soy el Señor. Me

aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob bajo el nombre de Dios

Todopoderoso, pero no les revelé Mi verdadero nombre, que es el


Señor. También con ellos confirmé Mi pacto de darles la tierra de

Canaán, donde residieron como forasteros. He oído además el gemir

de los israelitas, a quienes los egipcios han esclavizado, y he


recordado Mi pacto”.
Éxodo 6:2-5
Prólogo histórico
Después de que el suzerain o señor se presentaba en el

preámbulo de un tratado hitita, se proseguía a presentar

un resumen de la historia de la relación entre él y su


vasallo. En ese resumen se repasaban los beneficios que
concedía el suzerain. Del mismo modo, en el Antiguo

Testamento, cuando Dios promulga Su pacto con el


pueblo o cada vez que se renueva el pacto, hace mención

de sus obras previas entre ellos. En Sinaí, Dios dijo: “Yo


soy el Señor tu Dios. Yo te saqué de Egipto, del país

donde eras esclavo” (Éx 20:2).


Se debe poner atención en dos cosas en este preámbulo
y en el prólogo a los pactos que Dios hizo con Su pueblo.
Primero, Dios tiene un nombre. Es un ser personal, no es
una fuerza abstracta ni un poder superior amorfo. No

solo es un ser supremo, sino que también es un ser


personal que inicia una relación personal con Su pueblo.
En segundo lugar, actúa en beneficio de Su pueblo. Él
es “el Dios que…”. En Sinaí se presenta como el Dios que
liberó a Israel de la esclavitud con el acto portentoso del
éxodo de Egipto. El Dios del pacto actúa en la historia y
tiene una historia de relación con Su pueblo. No es un
ídolo sordo y mudo, sino que el mismísimo Señor de la
creación, y Él interviene en la historia humana con Su

historia redentora.

Condiciones y sanciones
Las estipulaciones de los tratados señoriales antiguos

explicaban los términos del acuerdo entre el rey y sus


vasallos. Hoy en día, en los contratos laborales se

especifican las responsabilidades del empleado junto con


los beneficios y compensaciones que debe entregar el
empleador. Tanto el empleador como el empleado deben
cumplir sus obligaciones. El señor o rey hitita prometía

usar su ejército para proteger a sus vasallos y el vasallo


por su parte acordaba pagar tributos en dinero.
En el Antiguo Testamento, las condiciones son las
leyes que Dios le entrega a Su pueblo. El Decálogo, por
ejemplo, contiene las estipulaciones del pacto hecho en
Sinaí. Es importante que el cristiano entienda que el

contexto de la ley de Dios es el pacto. La ley no es una


lista abstracta de reglas morales. Su ley llega a nosotros

en el contexto de un pacto de gracia que el Dios de gracia


hace con nosotros. Su pueblo debe obedecer la ley
porque es lo que define una relación personal entre Dios
y el pueblo. Esto es el anticipo de las palabras de Jesús a

sus discípulos: “Si ustedes me aman, obedecerán mis

mandamientos” (Jn 14:15). El pacto de Dios con nosotros

tiene su raíz en Su amor. Nosotros a su vez mostramos


nuestro amor hacia Él al obedecer las condiciones y las
leyes de Su pacto. Al estudiar la ley debemos verlo a Él

como el autor y obedecerla por nuestro compromiso


personal hacia Él.

Los tratados del Antiguo Medio Oriente contenían


estipulaciones de dos clases: incluían promesas de
beneficios para los que cumplían las estipulaciones del
tratado y prescribían penas para los que las violaran. Las

sanciones de los pactos del Antiguo Testamento se


expresaron como bendiciones y maldiciones, tal como
vemos en Deuteronomio:

Si realmente escuchas al Señor tu Dios, y cumples fielmente todos


estos mandamientos que hoy te ordeno, el Señor tu Dios te pondrá

por encima de todas las naciones de la tierra. Si obedeces al Señor tu

Dios, todas estas bendiciones vendrán sobre ti y te acompañarán


siempre: “Bendito serás en la ciudad y en el campo. Benditos serán el

fruto de tu vientre, tus cosechas, las crías de tu ganado, los terneritos

de tus manadas y los corderitos de tus rebaños. Benditas serán tu


canasta y tu mesa de amasar. Bendito serás en el hogar y en el

camino. El Señor te concederá la victoria sobre tus enemigos.

Avanzarán contra ti en perfecta formación, pero huirán en


desbandada. El Señor bendecirá tus graneros, y todo el trabajo de tus

manos. El Señor tu Dios te bendecirá en la tierra que te ha dado”.

Deuteronomio 28:1-8

En contraste con las bendiciones prometidas por la


obediencia, se prometían maldiciones si desobedecían:

Pero debes saber que, si no obedeces al Señor tu Dios ni cumples

fielmente todos sus mandamientos y preceptos que hoy te ordeno,


vendrán sobre ti y te alcanzarán todas estas maldiciones: “Maldito

serás en la ciudad y en el campo. Malditas serán tu canasta y tu mesa

de amasar. Malditos serán el fruto de tu vientre, tus cosechas, los


terneritos de tus manadas y los corderitos de tus rebaños. Maldito

serás en el hogar y en el camino. El Señor enviará contra ti maldición,


confusión y fracaso en toda la obra de tus manos, hasta que en un

abrir y cerrar de ojos quedes arruinado y exterminado por tu mala

conducta y por haberme abandonado”.


Deuteronomio 28:15-20

Juramentos y votos
Los tratados del mundo antiguo se promulgaban
haciendo votos y juramentos. Vemos algo parecido
cuando hay una ceremonia de bodas que incluye
promesas y se sella con votos sagrados. Esos votos son
presenciados por testigos y personas de autoridad, como

la familia, amigos y la autoridad civil. Antes que todo,

sin embargo, estos votos son hechos ante Dios mismo

como testigo. Los testigos son necesarios para que los


votos sean públicos, no meramente privados, y para
cumplir con el solemne ritual del pacto del matrimonio.

En los pactos bíblicos, los votos son de especial


importancia. Deben hacerse ante Dios como testigo.

Jurar por algo menor que Dios mismo es algo prohibido


y se considera un acto de idolatría. La Confesión de Fe de
Westminster considera los votos sagrados como algo tan
importante para la verdadera fe que dedica un capítulo

entero a este tema. La confesión dice:

Un juramento lícito es parte de la adoración religiosa. Por medio del

él, una persona, en una ocasión justa, al jurar solemnemente, invoca a

Dios como testigo de lo que afirma o promete; y para que le juzgue


según la verdad o falsedad de lo que jura. Las personas deben jurar

únicamente por el nombre de Dios, el cual debe ser usado con toda

reverencia y santo temor. Por lo tanto, jurar en vano o


precipitadamente por este nombre glorioso y terrible, o jurar en
alguna manera por cualquier otra cosa, es pecaminoso y debe ser

detestado.4
El mandamiento que prohíbe tomar el nombre de Dios
en vano apunta principalmente al hecho de hacer votos

falsos y frívolos en Su nombre. Del mismo modo, jurar

por cualquier otra cosa es abominable porque en el fondo

es una sutil idolatría. Jurar por la tumba de la madre,


por ejemplo, es atribuirle propiedades divinas a aquel
lugar. La tumba no tiene oídos ni ojos para presenciar el

voto y no tiene capacidad alguna de traer juicio contra


los que no cumplen. Jurar por Dios es invitarlo a ser

testigo de la promesa y a ejercer Su juicio sobre todos los


que quebrantan el voto.
La Escritura toma el juramento de votos muy en serio
porque toma los pactos muy en serio. La base misma de

nuestra relación con Dios es un pacto. La principal


diferencia moral entre Dios y nosotros es que nosotros
somos transgresores del pacto mientras que Dios es fiel a
Su pacto. Vivimos con esperanza y confianza porque
Dios nos ha hecho promesas que ha sellado con Su
propio voto.

Esto lo vemos con gran claridad en el pacto que Dios


hace con Abraham: “Cuando el sol se puso y cayó la

noche, aparecieron una hornilla humeante y una


antorcha encendida, las cuales pasaban entre los
animales descuartizados. En aquel día el Señor hizo un

pacto con Abram. Le dijo: ‘A tus descendientes les daré

esta tierra, desde el río de Egipto hasta el gran río, el

Éufrates’” (Gn 15:17-18).


Este extraño texto relata un momento crucial en la
historia redentora. Luego de que Dios le ha prometido

bendiciones, Abraham pregunta: “¿Cómo sabré que voy


a poseerla?”(Gn 15:8). Abraham ya le creía a Dios, pero le

pregunta buscando certeza. Dios le indica que corte


varios animales y ubique los trozos en el suelo. Luego
hace caer a Abraham en profundo sueño y aparece algo
como un horno humeante y como una antorcha ardiente

que se mueve entre los trozos de los animales. ¿Qué


significa esto?
Con este ritual Dios mismo hace un juramento. Se
aparece por la teofanía de los objetos ardientes que se
pasean entre los trozos de los animales. El simbolismo es
claro: si Dios no cumple Su promesa, será partido como

los animales. Dios está diciendo: “Si dejo de cumplir la


promesa que te hice, entonces que Mi ser inmutable

sufra mutación, que Mi gloria eterna y Mi divinidad se


destruyan”. Dios jura por lo más alto que hay: Él mismo.
Este suceso de Génesis se menciona en Hebreos:

Cuando Dios hizo su promesa a Abraham, como no tenía a nadie


superior por quien jurar, juró por sí mismo, y dijo: “Te bendeciré en

gran manera y multiplicaré tu descendencia”. Y así, después de


esperar con paciencia, Abraham recibió lo que se le había prometido.
Los seres humanos juran por alguien superior a ellos mismos, y el

juramento, al confirmar lo que se ha dicho, pone punto final a toda


discusión. Por eso Dios, queriendo demostrar claramente a los
herederos de la promesa que Su propósito es inmutable, la confirmó
con un juramento. Lo hizo así para que, mediante la promesa y el

juramento, que son dos realidades inmutables en las cuales es

imposible que Dios mienta, tengamos un estímulo poderoso los que,


buscando refugio, nos aferramos a la esperanza que está delante de

nosotros. Tenemos como firme y segura ancla del alma una esperanza
que penetra hasta detrás de la cortina del santuario, hasta donde

Jesús, el precursor, entró por nosotros, llegando a ser sumo sacerdote

para siempre, según el orden de Melquisedec.


Hebreos 6:13-20

Ratificación y seguridad
En el mundo antiguo, una vez hechos los juramentos, se
ratificaba el pacto con un rito de corte. El drama de

Génesis 15 incluye este rito precisamente. La


circuncisión que sirvió para ratificar el pacto entre Dios
y Abraham es otro ejemplo. La circuncisión consistía en
cortar parte del prepucio del varón. Esto apuntaba a

estipulaciones positivas y negativas. Simbolizaba la

bendición de Abraham y sus descendientes al ser

consagrados, separados de la mayoría de la humanidad


caída para ser el pueblo escogido de Dios. La circuncisión
también era una representación viva de la consecuencia

de romper el pacto. El judío decía: “Si dejo de cumplir mi


juramento del pacto, que yo sea separado de las

bendiciones de Dios así como mi prepucio ha sido


separado de mi cuerpo”.
El rito último de ratificación de un pacto fue la
ratificación del Nuevo Pacto con la sangre de Cristo.

Jesús instituyó este pacto en el aposento alto durante la


Última Cena, luego lo ratificó al día siguiente
derramando Su sangre en la cruz.
Tal como se depositaban copias de un tratado señorial
hitita en un lugar público para su preservación, Dios
instruyó a Israel que colocara las tablas de piedra en el

propiciatorio, que primero se encontraba en el


tabernáculo y posteriormente en el templo. El arca del

pacto, donde se guardaban las tablas de la ley, también se


llamaba el arca del testimonio: “Coloca el propiciatorio
encima del arca, y pon dentro de ella la ley que voy a

entregarte. Yo me reuniré allí contigo en medio de los

dos querubines que están sobre el arca del pacto. Desde

la parte superior del propiciatorio te daré todas las


instrucciones que habrás de comunicarles a los
israelitas” (Éx 25:21-22).

Cada cierto tiempo, Dios renovaba el pacto con Israel,


como ocurre en Moab tras la muerte Moisés, y en

Siquén, con la muerte de Josué. En estas ocasiones, se


actualizaba el prólogo histórico, repasando recientes
actos redentores de Dios a favor de Su pueblo.

Tabla 5.2

La estructura de los pactos


de la antigüedad
1 Preámbulo
2 Prólogo histórico
3 Estipulaciones
4 Sanciones
5 Votos
6 Ratificación

Pacto de redención
El primer pacto que se considera en el campo de la
teología reformada no incluye directamente a los seres
humanos, pero es de suma importancia, no obstante. El

pacto de redención involucra a las partes que trabajan


juntas para lograr la redención del ser humano: el Padre,

el Hijo y el Espíritu Santo. Este pacto tiene su raíz en la


eternidad. El plan de redención de Dios no fue una
ocurrencia tardía para reparar una creación descarriada.
Dada la eterna omnisciencia de Dios, no existe un “plan
B”. Dios pensó en Su plan de redención antes de la

creación y antes de la caída, aunque concibió el plan a la


luz de la caída del hombre y diseñó el modo de redimirlo
de esa caída.
El pacto de redención demuestra la armonía dentro de
la Trinidad. Contrario a las teorías que buscan
contraponer a las personas de la Trinidad, el pacto de
redención enfatiza el total acuerdo entre el Padre, el Hijo
y el Espíritu Santo en el plan de salvación. Este pacto
define los roles de las personas de la Trinidad en la
redención. El Padre envía al Hijo y al Espíritu Santo. El

Hijo entra al escenario de este mundo por medio de la

encarnación voluntariamente. Él no es un Redentor

reacio. El Espíritu Santo aplica en nosotros la obra de


Cristo para nuestra salvación. El Espíritu no se irrita por
las órdenes del Padre. El Padre se complace en enviar al

Hijo y al Espíritu a este mundo y ellos se complacen en


llevar a cabo sus respectivas misiones.

Juan 3:16 declara que Dios amó tanto al mundo que


envió a Su único Hijo al mundo. La iniciativa de la
redención le pertenece al Padre. El Hijo voluntariamente
se subordina para ser enviado. Se deleita haciendo la

voluntad del Padre. Durante Su ministerio terrenal,


Jesús habló a menudo de Su disposición para cumplir los
propósitos de Su Padre. Dijo que hacer la voluntad de Su
Padre era Su “alimento” (Jn 4:34), y a Cristo le consume
el celo por la casa de Su Padre (Jn 2:17). Le prometió a los
discípulos que heredarían el reino que el Padre había

preparado para ellos desde el principio (Mt 25:34).


Todo esto señala hacia atrás, a la eternidad, a la

unidad de propósito de los tres miembros de la Trinidad.


Tal como la obra de creación fue un acto trinitario, así
también la obra redentora es trinitaria: el Padre envía al

Hijo y al Espíritu, el Hijo cumple la obra mediadora de la

redención, en nuestro lugar, y el Espíritu Santo aplica en

nosotros la obra de Cristo. Todas estas acciones son


necesarias para cumplir los términos de la redención,
acordados desde la eternidad.

Pacto de Obras
El primer pacto que Dios hizo con la humanidad fue un
pacto de obras. Este pacto, según la Confesión de Fe de
Westminster, “… fue un pacto de obras, en el cual se le

prometió la vida a Adán y en él, a su posteridad, bajo la


condición de obediencia perfecta y personal”.5 Es
importante destacar que este primer pacto lleva una
“condición”. La condición es perfecta obediencia
personal. Esta es la condición de las obras y esta es la
principal cláusula del pacto. Promete vida como

recompensa por la obediencia, cumpliendo la condición


del pacto.

La cláusula de obediencia indica claramente que este


pacto no es incondicional. Dios no ha dado una promesa
general de que todos los hombres disfrutarán de
felicidad eterna, sin importar cómo respondan a la ley.

La Ley se entrega desde el comienzo y la obediencia

requerida es la cláusula que hay que cumplir para tener

la bendición del pacto.


La Confesión de Fe de Westminster asevera que la
observancia que exige este pacto debe ser personal y

perfecta. Queda excluida la idea de que la obediencia


pueda ser parcial o imperfecta. El hombre está creado a

la imagen de Dios y recibe la capacidad y el deber de


reflejar el carácter santo de Dios. No hay lugar para la
más mínima transgresión.
En Edén, el castigo por violar los términos del pacto

fue la muerte. Este castigo no se limitaba a la muerte


espiritual, ni se dilataría la ejecución del castigo. La
muerte debía imponerse el mismo día que ocurriera la
transgresión. El hecho de que Adán y Eva no hayan
muerto físicamente el día de su primer pecado ya nos
muestra la misericordia y la gracia de Dios.

Más tarde, en la historia del Antiguo Testamento, Dios


define una lista de pecados que requieren la pena capital.

Desde la perspectiva del Nuevo Testamento, este código


de justicia puede parecer severo, pues exige castigos
inusuales y crueles. A la luz del pacto de obras, sin

embargo, el código penal del Antiguo Testamento es

bastante misericordioso. Originalmente, todo pecado era

una ofensa capital. Cada pecado es un acto de traición


cósmica que afrenta el derecho de Dios de gobernar e
insulta Su gloria y perfección. El mandato original es

claro: “El alma que peque, morirá”.


Puesto que vivimos en un mundo caído donde el

pecado es universal, olvidamos fácilmente las


condiciones originales que nos entregó el Creador.
Lanzamos frases como “nadie es perfecto” y “todos
tienen derecho a equivocarse”. Esta última es la máxima

expresión de exigencia de derechos ficticios. Dios nunca


le ha dado al hombre el derecho a pecar. Aun si Dios le
hubiese dado a cada uno un segundo intento espiritual o
moral, ya lo habríamos agotado hace tiempo. Tampoco
debemos tomar el pecado tan livianamente que lo
consideremos un mero “error”. Es moralmente

repugnante para Dios, un acto de indecible arrogancia


que cualquier mortal se sitúe en oposición a la voluntad

soberana de Dios.
Cuando la Confesión de Fe de Westminster dice que
nuestra obediencia debe ser personal, no está haciendo

una diferencia entre personal e impersonal. Lo

impersonal no tiene capacidad para la obediencia moral.

Un ser moral es por definición un ser personal, con la


capacidad de actuar volitivamente. Las rocas y los
troncos no quebrantan el pacto de Dios porque no son

seres personales.
La obediencia personal se refiere a la obediencia

individual. El pacto de obras no permite la obediencia


vicaria o, dicho de otro modo, la obediencia a la ley de
Dios de una persona en nombre de otro. Ese aspecto se
incorpora en el pacto de gracia, donde la obediencia

vicaria está en el centro mismo.


Los nombres de los dos pactos, uno de obras y otro de
gracia, puede llevar a error. Los nombres pueden dar la
idea de que el pacto original carece de gracia. El hecho de
que Dios nos haya creado y dado el don de la vida ya es
un acto de gracia. Dios no tenía ninguna obligación de

crear a nadie. Una vez creados, no tenemos derecho a


exigirle a Dios que haga un pacto con nosotros. La

promesa de Dios de dar vida con la condición de que


seamos obedientes tiene su origen en Su gracia. Aun en
el pacto de obras, la recompensa prometida por la

obediencia es de pactio. La recompensa se da, no porque

en sí mismas las obras, por su valor intrínseco, obliguen

a Dios a recompensarlas, sino porque Dios en Su gracia


ofreció dicha recompensa como parte de un acuerdo. En
teoría, Dios podría, en toda justicia y rectitud, imponer

sobre las criaturas la obligación de obedecer la ley sin


ninguna promesa. Es el deber intrínseco de la criatura

obedecer a su Creador, con o sin la expectativa de una


recompensa.

Pacto de Gracia
La Confesión de Fe de Westminster declara lo siguiente
acerca del pacto de gracia: “Por su caída, el hombre se
hizo a sí mismo incapaz de la vida mediante aquel pacto,
por lo que agradó a Dios hacer un segundo pacto,
comúnmente llamado el pacto de gracia, en el cual Dios,

por medio de Jesucristo, ofrece gratuitamente la vida y


la salvación a los pecadores, requiriéndoles fe en Él para

que sean salvos, y prometiendo dar su Santo Espíritu a


todos aquellos que están ordenados para vida eterna, a
fin de darles la voluntad y capacidad de creer”.6
Quizás la principal diferencia entre el pacto de gracia y

el primer pacto, y la razón por la que se llama pacto de

gracia, es que este pacto es entre Dios y pecadores. El

pacto de obras fue entre Dios y sus criaturas no caídas.


Una vez que el pacto fue roto y ocurrió la caída, la única
esperanza de la humanidad descansaba totalmente en la

gracia.
Aunque el pacto de gracia es diferente del pacto de

obras, no puede estar totalmente desconectado de este.


El pacto de obras permanece intacto en un sentido
importante. Dios ejerce Su justo juicio sobre los
transgresores. El segundo pacto se añade al primero. No

anula al primero. En ocasiones el pacto de obras es


llamado pacto de la creación, lo que afirma que el primer
pacto no se limitaba a Adán y Eva. El primer pacto se
hizo con ellos y su progenie. Todos los seres humanos
estaban incluidos en el pacto de la creación. Podemos
ignorar o rechazar el pacto, pero no podemos escapar de

él. Todos estamos bajo las condiciones del pacto de obras


y necesitamos desesperadamente un pacto de gracia.

También es importante recordar que, a pesar del


segundo pacto, el camino a la salvación sigue vinculado
al primer pacto. El pacto de gracia, lejos de destruir el

pacto original, hace posible que se cumpla el pacto de

obras. Aunque la doctrina de la justificación por fe y por

gracia es la esencia del evangelio, no debemos olvidar


que nuestra salvación finalmente se logra cuando se
cumple el pacto de obras. Esto lo consigue el segundo

Adán, Cristo mismo, quien con Su perfecta obediencia


personal cumplió con los requisitos del pacto de obras.

Lo que subraya el pacto de gracia es que Dios acepta la


obediencia de Cristo al pacto de obras en nuestro lugar.
Él hace por nosotros lo que éramos incapaces de hacer
por nuestra cuenta. Dios acepta una obediencia vicaria

allí donde nosotros no hemos sido personalmente


obedientes. La obediencia personal de Cristo se acepta
como sustituto de nuestra obediencia personal, y esto
revela que el pacto de gracia es precisamente eso.

Tabla 5.3

Tres Pactos
Pacto
de Redención
Pacto
de obras
Pacto
de gracia

Dios y los seres


Padre, Hijo y Dios y los seres
Las partes humanos
Espíritu Santo humanos
pecadores

Iniciador Dios el Padre Dios Dios

En la eternidad Después de la
Tiempo En la creación
pasada caída

Perfecta
Condición Fe en Cristo
obediencia

Recompensa Vida Vida espiritual

Muerte Muerte
Castigo
inmediata espiritual

El pacto de gracia se revela en pactos específicos que


Dios establece, como el que hace con Abraham, Moisés y
David. Esos pactos son la ampliación del pacto de gracia.

La Confesión de Fe de Westminster comenta:

Este pacto fue administrado de modo diferente en el tiempo de la ley y

en el del evangelio: bajo la ley se administraba mediante promesas,

profecías, sacrificios, la circuncisión, el cordero pascual y otros tipos

y ordenanzas entregados al pueblo judío. Todo lo cual señalaba, de


antemano, al Cristo que había de venir; y para aquel tiempo, a través
de la operación del Espíritu Santo, eran suficientes y eficaces para

instruir y edificar a los elegidos en fe en el Mesías prometido, por

quien tenían la plena remisión de pecados y la salvación eterna. Este


pacto se denomina el Antiguo Testamento… Por lo tanto, no hay dos

pactos de gracia que difieran en sustancia, sino uno y el mismo bajo

diversas dispensaciones.7

Es interesante que la Confesión de Fe de Westminster,

escrita en el siglo XVII, hable de “dispensaciones”. Esto


fue antes de la aparición del sistema doctrinal llamado
dispensacionalismo. En la confesión, la palabra

dispensación se refiere a un tipo de administración, muy


diferente del uso que se le da en el dispensacionalismo
clásico. La teología reformada no distingue diferentes
períodos redentores para Israel y la iglesia.

La Confesión de Fe de Westminster deja claro que en la


teología reformada el camino a la salvación en el Antiguo
Testamento es fundamentalmente el mismo que en el
Nuevo Testamento. La redención siempre es a través de
la gracia por fe. En el Antiguo Testamento, la fe

apuntaba hacia la futura promesa de un Redentor,


mientras que en el Nuevo Testamento, la fe señala hacia
el pasado, a la obra redentora de Cristo que se cumplió
en la historia.
L
a depravación total es el primero de los famosos
cinco puntos del calvinismo. Es un poco

desafortunado que la doctrina se llame “depravación


total” porque ese nombre puede llevar a confusión. El
nombre ha permanecido porque se amolda al conocido
acróstico en inglés TULIP para los cinco puntos, donde

corresponde a la letra T. El término es confuso porque da


la idea de que la condición moral es de depravación
completa. Depravación absoluta significa que la persona
ha alcanzado su máxima capacidad de maldad. Hablar de
absoluta sugiere que la corrupción es total y completa,

carente incluso de virtud civil.

Tabla 6.1

El primer pétalo del "TULIP"


1 Depravación total La corrupción radical de la humanidad
2 Elección incondicional La elección soberana de Dios
3 Expiación limitada El sacrificio con propósito de Cristo
4 Gracia irresistible El llamado eficaz del Espíritu
5 Perseverancia de los santos La divina preservación de los santos

La doctrina de depravación total, sin embargo, no


enseña que el hombre es todo lo malo de lo que es capaz.

Por ejemplo, Adolf Hitler, quien sirve como paradigma


de la maldad humana, con toda probabilidad tenía algún

patrón de conducta que no era completamente malo.


Quizás Hitler amaba a su madre e incluso haya sido

amable con ella (una hipótesis que quizá no se ajuste a


personas como Nerón).
El término depravación total, diferente a depravación
absoluta, se refiere al efecto del pecado y la corrupción
en la totalidad de la persona. Ser totalmente depravado

significa sufrir de una corrupción que invade la totalidad


de la persona. El pecado afecta cada aspecto de nuestro
ser: el cuerpo, el alma, la mente, la voluntad, etc. La
persona total está corrompida por el pecado. No queda ni
una “isla de rectitud” vestigial sin ser afectada por la

caída. El pecado penetra cada aspecto de nuestra vida,


sin dejar restos de una virtud aislada.
Quizás un mejor término para la doctrina de la
depravación total sería corrupción radical (el único
rechazo que me provoca es que en inglés se puede

abreviar con las iniciales R. C.). La palabra radical deriva

del latín radix que significa “raíz”. Decir que la raza

humana es radicalmente corrupta implica que el pecado


penetra a la raíz o el centro de nuestro ser. El pecado no
es tangencial o periférico, sino que surge desde el centro

de nuestro ser. Fluye desde lo que la Biblia llama


“corazón”, que no es el músculo que bombea sangre a

nuestro cuerpo, sino al “núcleo” de nuestro ser.


Jesús describe con frecuencia este estado con
imágenes tomadas de la naturaleza. Tal como un árbol
enfermo produce fruto enfermo, así también el pecado

fluye de una naturaleza humana corrupta. No somos


pecadores porque pecamos; pecamos porque somos
pecadores. Desde la caída, la naturaleza humana ha
estado corrompida. Nacemos con una naturaleza de
pecado. Nuestros actos de pecado fluyen de esta
naturaleza corrupta. El apóstol Pablo, citando el Antiguo

Testamento, resume la condición universal de pecado:

¿A qué conclusión llegamos? ¿Acaso los judíos somos mejores? ¡De

ninguna manera! Ya hemos demostrado que tanto los judíos como los
gentiles están bajo el pecado. Así está escrito:

“No hay un solo justo, ni siquiera uno;

no hay nadie que entienda,


nadie que busque a Dios.

Todos se han descarriado,

a una se han corrompido.


No hay nadie que haga lo bueno;
¡no hay uno solo!” [Sal 14:1-3; 53:1-3; Ec 7:20].

“Su garganta es un sepulcro abierto;


con su lengua profieren engaños” [Sal 5:9].
“¡Veneno de víbora hay en sus labios!” [Sal 140:3].
“Llena está su boca de maldiciones y de amargura” [Sal 10:7].
“Veloces son sus pies para ir a derramar sangre;

dejan ruina y miseria en sus caminos,

y no conocen la senda de la paz” [Is 59:7-8].


“No hay temor de Dios delante de sus ojos” [Sal 36:1].

Romanos 3:9-18

Aquí el apóstol habla de nuestra situación “bajo el


pecado”. Usamos lenguaje figurado para describir la
condición humana. Podemos decir que alguien está “en

la cima” de su carrera para describir su éxito. Por otro


lado, decimos que estar “debajo” de algo es estar bajo su
control. Cuando Pablo dice que estamos bajo el pecado,

está usando ese tipo de lenguaje. Estar bajo el pecado es


estar bajo el control de nuestra naturaleza de pecado. El
pecado es un peso o una carga que aplasta el alma.
La Escritura lleva a toda la raza humana ante el

tribunal de Dios y nos condena a todos sin excepción,

salvo a Jesús. Dice: “No hay un solo justo, ni siquiera

uno”. La frase calificativa “ni siquiera uno” deja en claro


que el juicio universal no es una hipérbole. Es una
proposición universal negativa de la que nadie queda

excluido. La ausencia de excepciones no es técnicamente


absoluta si tomamos en cuenta que Jesús no tiene

pecado. Claro está, este texto no está tomando en cuenta


la cualidad moral única de Jesús. Más bien está haciendo
una evaluación de toda la humanidad aparte de Jesús. El
texto luego avanza de una manera notable de lo general a

lo específico. No solo dice que no hay ni uno justo, sino


que dice que no hay ninguno que haga lo bueno, ni
siquiera uno. No se nos considera injustos porque la
escoria del pecado esté mezclada con nuestra bondad. El
veredicto es más radical: en nuestra corrupta humanidad
nunca hacemos nada bueno.

¿Cómo se debe entender esto? ¿Acaso no vemos a


diario que personas paganas realizan muchas obras

buenas? Los reformadores lucharon con esta pregunta y


reconocieron que los pecadores son capaces, aun en su
condición caída, de realizar obras de “virtud civil” como

las denominaban los reformadores. Virtud civil se refiere

a obras que exteriormente se conforman a la ley de Dios.

Los pecadores caídos pueden abstenerse de robar y hacen


obras de caridad, pero estas obras no se consideran
buenas en un sentido absoluto. Cuando Dios evalúa las

acciones de las personas no solo considera el acto


externo en sí mismo, sino también la motivación detrás

del acto. El motivo supremo que se requiere en todo lo


que hacemos es el amor de Dios. Si una acción se ajusta
exteriormente a la ley de Dios pero procede de un
corazón alejado de Él, Dios no la considera una buena

obra. La totalidad de la acción, incluida la inclinación del


corazón de la persona, es puesta bajo el escrutinio de
Dios y resulta insatisfactoria.
Jonathan Edwards dijo que la virtud civil es motivada
por el “interés propio ilustrado”. Tales actos externos de
virtud están motivados por un deseo de proteger los

propios intereses y no por un deseo de honrar a Dios.


Descubriremos, por ejemplo, que hay circunstancias en

las que el crimen no paga. Puede que obedezcamos el


límite de velocidad para evitar una multa. La ley, la
cultura y la posibilidad de conflicto con otros pecadores

nos llevan a evitar el máximo potencial de nuestro

pecado. En el lado positivo, puede que realicemos obras

“virtuosas”, pero motivados por el aplauso de la gente.


Aquí opera la presunción contraria, de que ciertas
“virtudes” traen beneficios. Lo que está ausente en

ambos casos es el amor a Dios.

Pecado original
El estado de corrupción radical, o depravación total, es el
estado caído conocido como pecado original. La doctrina

del pecado original no se refiere al primer pecado


cometido por Adán, sino al resultado de ese primer
pecado. El pecado original es la corrupción que afecta a
la progenie de nuestros primeros padres como castigo
por su transgresión original. Prácticamente, toda iglesia
cristiana tiene alguna doctrina sobre el pecado original.

Aunque la teología liberal, fuertemente influida por


supuestos humanistas, a menudo rechaza el pecado

original, todas las confesiones históricas incluyen esta


doctrina. Claro está que el tema del grado de corrupción
que significa el pecado original es un debate permanente
entre los teólogos. No obstante, el consenso del

cristianismo histórico es que la descripción bíblica de la

caída nos lleva a reconocer el concepto del pecado

original.
Una de las más encendidas controversias del siglo IV
concernía a la doctrina del pecado original. Los

contendientes fueron Aurelio Agustín (el famoso obispo


de Hipona) y el monje Pelagio. Pelagio se sintió ofendido

por la famosa oración de Agustín: “Dame lo que me pides


y pídeme lo que quieras”.1 Pelagio estaba en desacuerdo
con que Dios de alguna manera tenga que “dar” lo que
pide. Pelagio asumía que la responsabilidad moral

siempre implica capacidad moral. Sería injusto que Dios


pida a sus criaturas que hagan lo que en realidad no
pueden hacer por sí mismos. Si Dios exige perfección
moral es porque la humanidad es capaz de alcanzar esa
perfección. Además, Pelagio argumentaba que aunque la
gracia facilite nuestra búsqueda de perfección moral, la

gracia no es necesaria para lograrla.


Agustín planteaba que la gracia no solo facilita

nuestros esfuerzos de obedecer a Dios, sino que, dado


que somos criaturas caídas, esa gracia es necesaria. Antes
de la caída, el requisito de perfección moral ya estaba

presente. La caída no cambió el requisito, sino que nos

cambió a nosotros. Lo que una vez fue posible llegó a ser,

sin la gracia, una imposibilidad moral. La opinión de


Agustín tiene su raíz en la doctrina del pecado original
que sostenía.

Cuando escaló el debate, Pelagio apuntó sus armas a


esta doctrina. Pelagio negó la noción del pecado original

y planteó que la naturaleza humana no solo fue creada


buena, sino incontrovertiblemente buena. La naturaleza
humana se puede modificar, pero las modificaciones son
solo “accidentales”, no “esenciales”. Esta terminología

nuevamente refleja categorías aristotélicas en las que la


palabra accidental no significa “involuntario”, sino que
se refiere a un cambio que solo afecta la superficie de
algo y no su más profunda esencia. Así que, según
Pelagio, el pecado no cambia nuestra naturaleza (esencia)
moral. En otras palabras, podemos pecar, pero

permanecemos “básicamente buenos”.


Quiero hacer un paréntesis y mencionar que la idea de

la bondad básica del ser humano es un postulado


fundamental de la filosofía humanista. Esta idea también
permea el evangelicalismo moderno en Estados Unidos si

es que las encuestas recientes son precisas. En una

encuesta Gallup la gran mayoría de los evangélicos

profesos estaban de acuerdo con la proposición de que


las personas son “básicamente buenas”.
Al centro de la preocupación de Pelagio en su debate

con Agustín estaba el deseo de salvaguardar la noción del


libre albedrío. El hombre obedece a Dios o peca en contra

de Él según la actividad de una voluntad libre. Adán


recibió libre albedrío y ese albedrío no resultó afectado
por la caída. Tampoco se traspasó corrupción o culpa a la
descendencia de Adán. Según Pelagio, el pecado de Adán

afectó solo a Adán. No habría ningún estado de


corrupción heredado que se llame pecado original. La
voluntad o albedrío del hombre sigue siendo
completamente libre y conserva la capacidad de ser
indiferente, es decir, no está predispuesto o inclinado
hacia la maldad. Todos los hombres nacen libres de

cualquier inclinación a pecar. Todos nacemos en la


misma condición moral que Adán disfrutaba antes de la

caída.
Por su parte, Agustín planteaba que el pecado es
universal y que la humanidad es una “masa de pecado”

(massa peccati). El hombre es incapaz de alcanzar el bien

sin la obra de la gracia de Dios. No podemos volver a

Dios así como es imposible que una vasija vacía se llene a


sí misma de agua. Agustíns es conocido por su distinción
entre varios estados morales del hombre antes de la

caída y después de ella. Antes de la caída Adán habría


tenido la capacidad de pecar (posse peccare) y la

capacidad de no pecar (posse non peccare). No poseía la


incapacidad de pecar (non pose peccare) o la incapacidad
de no pecar (non posse non peccare).
No es fácil manejar este lenguaje sobre todo porque el

último estado, que describe la postura de Agustín sobre


el pecado original, se expresa con una doble negación,
non posse non pecare. Decir que el hombre caído es
incapaz de no pecar es decir que solo somos capaces de
pecar. Simplemente, somos incapaces de vivir sin pecar.
Pecamos por una necesidad moral porque actuamos

según nuestra naturaleza caída. Hacemos cosas


corruptas porque somos personas corruptas. Esta es la

esencia de la condición de criaturas caídas.


Juan Calvino acompañó a Agustín en su concepto de
corrupción humana: “Esta es la corrupción que por

herencia nos viene y que los antiguos llamaron pecado

original entendiendo la palabra “pecado” la depravación

de la naturaleza que antes era buena y pura… Mas como


se le convencía, con evidentes testimonios de la
Escritura, de que el pecado había descendido del primer

hombre a toda su posteridad, argüía que había


descendido por imitación, y no por generación. Por esta

razón, aquellos santos varones, especialmente san


Agustín, se esforzaron cuanto pudieron para demostrar
que nuestra corrupción no proviene de la fuerza de los
malos ejemplos que en los demás hayamos podido ver,

sino que salimos del mismo seno materno con la


perversidad que tenemos”.2
El tema de la corrupción innata dio a luz a la
controversia entre Pelagio y Agustín. Pelagio fue
condenado en el Sínodo de Cartago el año 418. Concilios
posteriores reafirmaron la doctrina del pecado original y

rechazaron la enseñanza de Pelagio. Aun el Concilio de


Trento, en el siglo XVI, dejó en claro que el pelagianismo

es una grave distorsión del concepto bíblico de la caída.


En cuanto al pecado original, Martín Lutero escribió:
“Según el apóstol y la simple percepción de aquel que

está en Cristo Jesús, no es solo la ausencia de calidad en

la voluntad ni la falta de luz en el intelecto o de fuerza en

la memoria. Más bien es una completa carencia de


rectitud y de todas las capacidades del cuerpo, del alma y
de todo el ser interior y exterior. Junto con esto, es una

inclinación a la maldad, un desagrado por lo bueno, un


rechazo de la luz y la sabiduría; es el amor por lo falso,

un alejamiento de las buenas obras, un desprecio de


ellas, y una atracción por lo que es malo…”.3

Tabla 6.2

Agustín y la capacidad humana


Antes de la caída
Después de la caída

La capacidad de pecar
La incapacidad de no pecar
y la capacidad de no pecar

El apóstol del que habla Lutero es Pablo. Quizá Lutero

tenía Romanos en mente al hacer esta declaración. En


Romanos 3:11, Pablo declara: “No hay ni uno que busque

a Dios”. En la superficie es una sentencia sorprendente.


La Biblia con frecuencia exhorta a las personas a que
busquen a Dios. Sin embargo, enseña que en nuestra
condición caída ninguno de nosotros busca a Dios. La

actitud básica del hombre no regenerado es la de un


prófugo. Nuestra inclinación natural es huir de Dios. El
primer pecado en Edén provocó la primera huida, un
escape para esconderse de la presencia de Dios y Su
escrutinio. La sensación de desnudez estaba ligada a la
primera conciencia de culpa. Adán y Eva intentaron

cubrir su vergüenza buscando un escondite. Este fue el


primer episodio humano de encubrimiento, un
verdadero “Edengate”*.
Con frecuencia escuchamos a creyentes evangélicos
que dicen que sus amigos no cristianos están “buscando”
a Dios. ¿Por qué decimos esto si la Escritura enseña que
ninguna persona no regenerada busca a Dios? Tomás de

Aquino comentó que las personas buscan felicidad, paz,

alivio de la culpa, realización personal y otros beneficios

parecidos. Sabemos que estas cosas solo las podemos


encontrar en Dios. Inferimos que, porque las personas
buscan aquello que solo Dios puede proveer, entonces

deben estar buscando a Dios mismo. Este es nuestro


error. Deseamos los beneficios que solo Dios puede

otorgar, pero no lo queremos a Él. Queremos los dones


sin el Dador, los beneficios sin el Benefactor.
Romanos 3:12 afirma que todos se han “desviado” o “se
han ido por mal camino”. Los pecadores son personas

descaminadas. Antes de que los creyentes fueran


llamados “cristianos” (un término despectivo) ellos se
autodenominaban “los del Camino”. Jesús también
habló de diferentes “caminos”, uno que lleva a la vida y
otro a destrucción (Mt 7:13-14) Ya que nadie busca a Dios
mientras no haya sido regenerado, no es de sorprender

que todos nos hayamos desviado o extraviado.


Nosotros no encontramos a Dios; Él nos encuentra a

nosotros. La búsqueda de Dios no acaba cuando nos


convertimos; comienza cuando nos convertimos. Es el
convertido el que genuina y sinceramente busca a Dios.

Jonathan Edwards destacó que buscar a Dios es la

principal actividad de la vida cristiana.

Idolatría
Romanos 3:18 concluye con un veredicto sobre la
humanidad caída: “No hay temor de Dios delante de sus

ojos”. Quizá este sea el efecto más devastador del pecado


original. Nosotros que hemos sido creados para adorar y
reverenciar al Creador hemos perdido la capacidad de
santa reverencia ante Él. Nada es más ajeno a nuestra

condición caída que la adoración auténtica. Esto no


quiere decir que no adoremos nada. Más bien nos hemos
convertido en idólatras; hemos dejado de adorar a Dios
para adorar algo del orden creado. Pablo dice:

Ciertamente, la ira de Dios viene revelándose desde el cielo contra

toda impiedad e injusticia de los seres humanos, que con su maldad


obstruyen la verdad. Me explico: lo que se puede conocer acerca de
Dios es evidente para ellos, pues Él mismo se lo ha revelado. Porque

desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir,

Su eterno poder y Su naturaleza divina, se perciben claramente a


través de lo que Él creó, de modo que nadie tiene excusa. A pesar de

haber conocido a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron

gracias, sino que se extraviaron en sus inútiles razonamientos, y se les


oscureció su insensato corazón. Aunque afirmaban ser sabios, se

volvieron necios y cambiaron la gloria del Dios inmortal por

imágenes que eran réplicas del hombre mortal, de las aves, de los
cuadrúpedos y de los reptiles. Por eso Dios los entregó a los malos
deseos de sus corazones, que conducen a la impureza sexual, de modo

que degradaron sus cuerpos los unos con los otros. Cambiaron la
verdad de Dios por la mentira, adorando y sirviendo a los seres
creados antes que al Creador, quien es bendito por siempre. Amén.
Romanos 1:18-25

Esta sección de Romanos describe la práctica universal


de la idolatría. El trasfondo para este veredicto es que
Dios se muestra claramente en la naturaleza, y la
consecuencia de eso es que la humanidad sabe que Dios

existe. Pero la respuesta universal a esta revelación es


reprimir esta verdad y cambiarla por una mentira.
Cambiamos la gloria de Dios por la gloria de las cosas
creadas. La esencia de la idolatría consiste en erigir un
altar a un dios alternativo. El temor de Dios del que

Pablo habla no es el temor servil o el pavor ante un


enemigo, sino el asombro que llena el corazón con
reverencia y lleva al alma a adorar a Dios. Los pecadores
no adoran a Dios por naturaleza. Por naturaleza somos
hijos de ira que llevamos en nuestro corazón una

hostilidad fundamental hacia Dios.

Estar en un estado de pecado original es estar en el

estado que la Escritura llama “la carne”. Esto no se


refiere primordialmente a lo físico, sino a un estado de
corrupción moral. En la carne no somos capaces de

agradar a Dios. De hecho, ni siquiera tenemos el deseo de


complacerle. Nos encontramos alejados y alienados de

Dios.
Si les preguntamos a los no creyentes si odian a Dios
probablemente lo nieguen rotundamente. Sin embargo,
la Escritura es clara en afirmar que en el corazón y el

alma de la persona no regenerada reside un profundo


odio hacia Dios. Amar a Dios no es algo natural en
nosotros. Incluso habiendo sido redimidos nuestras
almas se enfrían y sentimos indiferencia hacia Él.
Cuando oramos nuestra mente divaga y nos entregamos
a soñar despiertos. En medio de la adoración

congregacional nos aburrimos y nos pasamos mirando el


reloj. Qué distinta es nuestra conducta cuando estamos

en compañía de aquellos que más amamos.


Nuestra natural falta de amor por Dios se confirma
con nuestra natural falta de deseo por Él. Cuando joven

tuve que memorizar el Catecismo Menor de Westminster.

Para mí fue una tarea pesada. La primera pregunta del

catecismo es: “¿Cuál es el fin principal de la existencia


del hombre?”. La respuesta dice: “El fin principal de la
existencia del hombre es glorificar a Dios, y gozar de Él

para siempre”. Esto no tenía sentido para mí. Entendía


que había alguna conexión entre glorificar a Dios y

obedecerle. Lo que no lograba comprender era el vínculo


entre todo esto y “gozar” de Dios. Si el principal
propósito de mi existencia era gozar de Dios, entonces yo
no estaba cumpliendo el propósito de mi existencia.

Deseché todo esto considerándolo como un lenguaje


religioso arcaico e irrelevante para mi vida diaria.
Claramente no me interesaba buscar mi gozo en Dios.
Más tarde comprendí mis emociones al leer la
respuesta de Lutero a la pregunta "¿amas a Dios?”.
Lutero respondió (antes de su conversión): “¿Amar a

Dios? ¡En ocasiones lo odio!”. Es raro que las personas


admitan algo así. Incluso la franca respuesta de Lutero

no era totalmente honesta. Si hubiera dicho toda la


verdad, habría dicho que odiaba a Dios siempre.

Capacidad moral
Como dijimos antes, gran parte de la controversia entre
Pelagio y Agustín se enfocaba en el tema del libre
albedrío. Pelagio creía que la doctrina del pecado original

era un ataque a la libertad del hombre y la


responsabilidad humana. Si Agustín evaluó

correctamente el pecado y no tenemos la capacidad de no


pecar (non posse non peccare) ¿Qué pasa entonces con el
libre albedrío? La Confesión de Fe de Westminster declara:
“El hombre, mediante su caída en el estado de pecado, ha

perdido totalmente toda capacidad para querer algún


bien espiritual que acompañe a la salvación; de tal
manera que, un hombre natural, siendo completamente
opuesto a aquel bien, y estando muerto en pecado, es
incapaz de convertirse, o prepararse para ello, por su
propia fuerza”.4

Si alguna vez la doctrina reformada de la depravación


total se resumió en una sola declaración breve es

precisamente esta. La incapacidad moral del hombre


caído es el concepto nuclear de la doctrina de la
depravación total o corrupción radical. Si uno adopta
este aspecto del primero de los cinco puntos —la T de

TULIP— los otros cuatro puntos se siguen de forma

lógica. No es posible adoptar el primer punto y rechazar

alguno de los restantes si somos consecuentes.


Analicemos este sucinto resumen del concepto
reformado de incapacidad moral. Primero, la Confesión

dice que como resultado de la caída, el hombre “ha


perdido totalmente toda capacidad para querer algún

bien espiritual que acompañe a la salvación”. No es solo


que algo se perdió sino que se perdió completamente, en
su totalidad. No es una pérdida parcial o una
disminución de la capacidad. Es una pérdida completa y

radical. Con todo, esto no implica que el hombre haya


perdido completamente su capacidad de decidir. Lo que
se perdió es la capacidad de “querer algún bien espiritual
que acompañe a la salvación”.
Ya hemos discutido la capacidad del pecador para
hacer obras de virtud civil. Estas acciones son conforme

a la ley de Dios en lo externo pero no están motivadas


por un amor a Dios. La capacidad moral que se perdió

con el pecado original no es la capacidad de ser “moral”


exteriormente sino la capacidad de querer hacer lo que a
Dios le agrada. En la dimensión espiritual estamos

moralmente muertos.

La confesión declara que el hombre natural “está

completamente opuesto a aquel bien, y muerto en


pecado”. Esto condensa la descripción bíblica del
hombre caído. Pablo describe esta condición así:

En otro tiempo ustedes estaban muertos en sus transgresiones y


pecados, en los cuales andaban conforme a los poderes de este
mundo. Se conducían según el que gobierna las tinieblas, según el

espíritu que ahora ejerce su poder en los que viven en la

desobediencia. En ese tiempo también todos nosotros vivíamos como


ellos, impulsados por nuestros deseos pecaminosos, siguiendo nuestra

propia voluntad y nuestros propósitos. Como los demás, éramos por

naturaleza objeto de la ira de Dios. Pero Dios, que es rico en


misericordia, por Su gran amor por nosotros, nos dio vida con Cristo,

aun cuando estábamos muertos en pecados. ¡Por gracia ustedes han


sido salvados!

Efesios 2:1-5

En este texto, Pablo habla de la obra del Espíritu al


“vivificarnos” o regenerarnos desde nuestra condición
caída. Pablo habla de que “nos dio vida”. Esto contrasta
completamente con nuestra condición previa cuando
estábamos “muertos” en delitos y pecados. El pecador no
está muerto biológicamente. En efecto, el hombre

natural está muy vivo. Los cadáveres no pecan. La

muerte en cuestión es claramente una muerte espiritual.

Pablo habla de que los muertos caminan. Andan según


un cierto camino que el apóstol llama el camino de este
mundo. Este camino es diametralmente opuesto al

camino del cielo. Seguir ese camino es andar según el


príncipe de este mundo. Es obvio que Pablo se refiere a

Satanás, por lo tanto, en nuestra condición natural,


somos discípulos voluntarios de Satanás. Estar muerto
espiritualmente es estar diabólicamente vivo.
En nuestro estado anterior, con gusto complacíamos

los deseos de la carne y de la mente, comportándonos


como criaturas que (debido al pecado original) son hijos
de ira por naturaleza. Cuando Pablo dice que somos hijos
de ira “por naturaleza”, clava una estaca en el corazón
del Pelagianismo. En este texto él presenta un sombrío y
gráfico retrato del hombre natural.

Estar muerto en pecado es estar en un estado de


esclavitud moral y espiritual. Por naturaleza somos

esclavos al pecado. Esto no significa que la caída haya


destruido o erradicado la voluntad humana. El hombre
caído sigue teniendo la capacidad de elegir. Seguimos

teniendo una mente y una voluntad. El problema no es

que no podamos escoger. El hombre natural escoge todo

el tiempo. El problema es que, en nuestra condición


caída, nuestra elección siempre es pecaminosa. Nuestras
decisiones son libres. Pecamos precisamente porque

queremos pecar, y somos capaces de escoger justamente


lo que queremos escoger.

¿Dónde, pues, reside nuestra incapacidad? La


Confesión dice que el hombre natural es incapaz de
“convertirse a sí mismo o prepararse para ello”. Si aún
poseemos voluntad, ¿por qué somos incapaces de

convertirnos a nosotros mismos o siquiera de


prepararnos para la conversión? La respuesta simple es
esta: porque no queremos. No tenemos deseo alguno de
la justicia de Dios, y la libre elección, por definición,
implica escoger lo que deseamos.

Libre albedrío
En cierto sentido, es porque nuestra voluntad es libre
que estamos en un estado de incapacidad moral. El tema
complicado del libre albedrío está ligado a la manera en
que funciona nuestra voluntad. En su debate con Pelagio,

Agustín insistía en que el hombre caído conserva su libre

voluntad (liberum arbitrium). No obstante, Agustín

insistía en que a través del pecado original el hombre


pierde la libertad (libertas) que tenía antes de la caída. En
primera instancia, pareciera que Agustín está jugando

con las palabras. ¿Cómo puede alguien tener libre


albedrío y no tener libertad? Esta debe ser una distinción

sin una diferencia. La distinción, sin embargo, es tanto


real como importante. El hombre aun posee la capacidad
de elegir y en ese sentido es libre. Pero carece de la
capacidad de ejercer lo que la Biblia llama “libertad

regia”, la libertad de obedecer espiritualmente.


Calvino adoptó una postura similar a la de Agustín:
“Esta libertad es compatible con nuestra depravación,
con ser siervos del pecado, capaces de no hacer otra cosa
que pecar. De este modo, pues, se dice que el hombre
posee libre albedrío, no porque tenga libertad para

escoger entre el bien y el mal, sino porque actúa


voluntariamente y no por compulsión. Esto es

totalmente cierto, pero, ¿a qué fin atribuir un título tan


arrogante a una cosa tan intrascendente? ¡Qué admirable
libertad! El hombre no está obligado a ser siervo del

pecado, pero sí es, no obstante, ethelodoulos (un esclavo

voluntario); su voluntad está atada por las cadenas del

pecado.5
Aunque Calvino afirmó que somos capaces de escoger
lo que queremos, consideró que el término libre albedrío

era un tanto grandilocuente. Se preguntaba: “¿A qué fin


atribuir un título tan arrogante a una cosa tan

intrascendente?”. El título de hecho nace del orgullo


humano. Nos agrada pensar que poseemos una mayor
capacidad moral de la que tenemos. Pensamos que
nuestra voluntad no está afectada por el pecado original.

Este es el punto cardinal del humanismo. La visión


humanista y pagana del libre albedrío es que la voluntad
actúa desde una posición indiferente. Con indiferente nos
referimos a que la voluntad no se inclina ni al bien ni al
mal, sino que existe en un estado de neutralidad moral.
La mente del hombre caído no tiene sesgo ni

predisposición a la maldad. Esta visión del libre albedrío


está en abierto conflicto con la visión bíblica de pecado.

Jonathan Edwards definió la voluntad como “la mente


que escoge”. Edwards no negaba que existiera una
importante distinción entre mente y voluntad. Son

facultades diferentes. Aunque la mente y la voluntad

sean diferentes no se les puede separar. Los actos

morales implican decisiones racionales. Una elección sin


la mente no es una elección moral. Las plantas pueden
dirigir sus raíces hacia el agua por diversas causas físicas.

Pero eso no lo consideraríamos un acto de virtud o de


vicio. Esas son acciones involuntarias. Nosotros también

realizamos acciones involuntarias. Nosotros no


decidimos que nuestro corazón bombee sangre a través
del sistema circulatorio. Esa es una acción involuntaria.
El cerebro puede participar en este proceso desde un

ángulo fisiológico, pero no desde la perspectiva de una


decisión consciente.
Cuando Edwards habla de la voluntad como la “mente
que escoge” quiere decir que cuando elegimos lo
hacemos pesando en lo que nos parece mejor según las
opciones que tenemos por delante. Edwards llegó a la

conclusión de que siempre escogemos según la


inclinación más fuerte del momento. Esta es una

comprensión crucial respecto a la voluntad. Nuestras


elecciones no son “espontáneas”, de la nada. Hay una
razón para cada decisión que tomamos. En un sentido

reducido, cada decisión que tomamos está determinada.

Decir que nuestras decisiones o elecciones están

“determinadas” suena mucho a determinismo. El


determinismo significa que nuestras decisiones están
controladas por fuerzas externas. Esto implica algún tipo

de coerción que anula nuestro libre albedrío. Lo que


Edwards tiene en mente es diferente. Nuestras

decisiones están determinadas en el sentido de que


tienen una causa. Esta causa es la inclinación de nuestra
voluntad. Esta es la auto-determinación, la esencia del
libre albedrío. Si yo determino lo que escojo, entonces no

es determinismo, sino un tipo de determinación. Cuando


tenemos un fuerte impulso a hacer algo, podemos decir:
“Estoy determinado a hacer esto”. Eso describe un fuerte
deseo o inclinación de la voluntad para moverse en cierta
dirección.
Cuando Edwards dice que siempre escogemos según

nuestra inclinación más fuerte del momento quiere decir


que no solo puede que escojamos lo que más queremos en

el momento, sino que debemos escogerlo. De hecho, así es


precisamente como escogemos. Intenta pensar en una
decisión que hayas tomado que no fuera según tu mayor

deseo del momento. A veces, nos confundimos porque

nos asalta una gran variedad de inclinaciones que

cambian de intensidad de un momento a otro.


Por ejemplo, luego de terminar una abundante cena,
es fácil decidir comenzar una dieta. Con el estómago

lleno decidimos reducir la ingesta de calorías. Después de


algunas horas, sin embargo, sentimos hambre de nuevo

y el deseo de comer aumenta. Si llegamos al punto en


que queremos más un trozo de pastel que lo que
queremos bajar de peso, escogeremos el pastel antes que
la dieta. En condiciones normales, puede que queramos

bajar de peso, que tengamos un verdadero deseo de estar


delgados. Pero ese deseo choca con nuestro deseo por los
placeres culinarios. El problema es que las condiciones
no siempre son normales.
Otro ejemplo es el que vemos en una actuación del
comediante Jack Benny, que se enfrenta a un ladrón que

le dice: “La bolsa o la vida”.


Benny se queda pasmado, contemplando la situación.

El ladrón impaciente le dice: “Ya pues, decide: la bolsa


o la vida”.
Benny responde: “Estoy pensando, estoy pensando”.

Esta historia subraya que las circunstancias no

siempre son “normales” cuando escogemos. El asaltante

limita las opciones de la víctima a dos: la bolsa con el


dinero o la vida. En condiciones normales, la víctima no
tiene deseo de donar su dinero al ladrón. No obstante,

cuando la muerte es una amenaza, los deseos se alteran.


La víctima tiene más deseo de seguir vivo que de

conservar su billetera, así que la entrega. Sin duda, hay


un elemento de coerción en esta situación, pero la
coerción no es absoluta. Es extrema pero no definitiva.
La decisión sigue ahí, pagar o morir. Puede que alguien

sienta tal repudio por el robo que prefiera morir. Es


capaz de gritar: “libertad o muerte”, pero sabe que
aunque muera como mártir por su causa, el ladrón se
quedará con el dinero de todos modos.
El punto de la ilustración es que escogemos según el
mayor deseo del momento. Debemos entender esto en la

medida que buscamos crecer en nuestra obediencia a


Dios. Cada vez que peco, lo hago porque en el momento

prefiero el pecado a la obediencia. Puede que tenga un


deseo real en mi corazón de ser obediente, pero este
deseo entra en conflicto con mis deseos pecaminosos.

Este es el dilema que expresa el apóstol Pablo:

No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que


aborrezco. Ahora bien, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo en
que la ley es buena; pero, en ese caso, ya no soy yo quien lo lleva a
cabo, sino el pecado que habita en mí. Yo sé que en mí, es decir, en mi

naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo


bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero,
sino el mal que no quiero.

Romanos 7:15-19

Pablo está describiendo el conflicto que enfrentamos


entre inclinaciones rivales, unas hacia el mal y otras
hacia el bien. “Aunque deseo hacer lo bueno, no soy
capaz de hacerlo”, dice Pablo. Esto no anula lo que

plantea Edwards cuando dice que seguimos nuestro


deseo más fuerte. Los cristianos tienen el deseo de hacer
lo bueno. Pero no siempre hacemos lo bueno. A veces
nos rendimos al deseo de hacer lo malo. No lo hacemos
porque no lo deseamos con suficiente intensidad o
fuerza. Todo el proceso de santificación implica esta
lucha. Pablo la compara con una guerra, un batalla
titánica entre el espíritu y la carne.
La lucha entre el espíritu y la carne es la lucha de la

persona regenerada. El no regenerado, el hombre

natural no vive este conflicto. Es esclavo del pecado y

actúa según la carne, vive según la carne y escoge según


la carne. Escoge según el deseo dominante en el
momento y este deseo nunca es el deseo de honrar a Dios

producto del amor por Él. Los deseos de la persona no


regenerada son continuamente malvados. Esta es la

esclavitud o muerte espiritual de la que habla la doctrina


del pecado original.

Capacidad natural
Edwards hace otra importante distinción entre la
capacidad natural y la capacidad moral. La capacidad
natural es la que el Creador le concede a la criatura. Por
ejemplo, las aves tienen la capacidad natural de volar sin
la ayuda de máquinas; los seres humanos no. Como los

peces, nosotros tenemos la capacidad natural de nadar


en el mar. A diferencia de los peces, no podemos vivir en

el mar sin la ayuda de un equipo artificial. Dios da


branquias y aletas a los peces, plumas y alas a las aves,
pero a nosotros no nos ha dotado con esos elementos.
Los seres humanos, por otra parte, tenemos la

capacidad natural de escoger. Para eso hemos recibido lo

necesario. Tenemos una mente que puede procesar la

información y comprender las obligaciones que nos


impone la ley de Dios. Tenemos una voluntad que nos
capacita para escoger lo que queremos hacer. Antes de la

caída también teníamos deseos buenos que nos


permitían escoger lo bueno. Es precisamente esa

inclinación a lo bueno lo que se perdió en la caída. El


pecado original no destruye nuestra humanidad o
nuestra capacidad de escoger. La capacidad natural
permanece intacta. Lo que se perdió fue la buena

inclinación, el deseo recto de obedecer. La persona no


regenerada no se inclina a obedecer a Dios. No tiene un
amor por Dios que estimule su voluntad para escoger a
Dios. Sería capaz de escoger las cosas de Dios si las
quisiera, pero no las quiere. Nuestra voluntad está en un
estado tal que no podemos escoger libremente lo que no

deseamos escoger. La pérdida esencial de desear a Dios es


el corazón del pecado original.

La falta de deseo por las cosas de Dios nos deja


moralmente incapaces de escoger lo bueno. Esto es lo
que Edwards quiere decir cuando distingue entre la

capacidad natural y la capacidad moral. El hombre caído

tiene la capacidad natural de escoger a Dios (las

facultades necesarias para escoger), pero carece de la


capacidad moral para hacerlo. La capacidad de tomar
decisiones morales rectas requiere deseos e inclinaciones

rectos. Sin una inclinación recta hacia lo bueno, nadie


puede escoger lo bueno. Nuestras elecciones van en pos

de nuestros deseos o inclinaciones. Para que el hombre


pueda escoger las cosas de Dios primero debe estar
inclinado a escogerlas. Dado que la carne no tiene
espacio para las cosas de Dios, se requiere la gracia para

que seamos capaces de escogerlas. La persona no


regenerada primero debe ser regenerada para que tenga
algún deseo de Dios. El que está espiritualmente muerto
primero debe recibir vida del Espíritu Santo para que
tenga algún deseo de Dios.

Jesús dijo: “El Espíritu da vida; la carne no vale para nada. Las

palabras que les he hablado son espíritu y son vida. Sin embargo, hay

algunos de ustedes que no creen”. Es que Jesús conocía desde el

principio quiénes eran los que no creían y quién era el que iba a
traicionarlo. Así que añadió: “Por esto les dije que nadie puede venir a

Mí, a menos que se lo haya concedido el Padre”. Desde entonces

muchos de sus discípulos le volvieron la espalda y ya no andaban con


Él. Así que Jesús les preguntó a los doce: “¿También ustedes quieren

marcharse?”. “Señor —contestó Simón Pedro—, ¿a quién iremos? Tú

tienes palabras de vida eterna”.


Juan 6: 63-68

En esta ocasión, Jesús habló de la impotencia moral de

la carne. Les enseñó a los discípulos que la carne “no vale


para nada”. Quizás Su comentario más sorprendente es
este: “Nadie puede venir a Mí, a menos que se lo haya
concedido el Padre”. Esta afirmación es una proposición

universal negativa. Afirma incapacidad universal. La


palabra puede no describe permiso, sino poder o
capacidad. Decir que nadie puede hacer tal o cual cosa es
decir que todos son incapaces de hacerlo. La dura verdad
que Jesús expresa es que nadie tiene la capacidad de
venir a Cristo por sí solo. Para que alguien pueda venir a

Cristo, primero se le tiene que conceder el venir a Cristo.


Dios tiene que hacer algo para que podamos vencer
nuestra incapacidad moral de venir a Cristo. No
podemos recibir a Cristo en la carne. Sin la ayuda del
Espíritu Santo no podemos venir a Cristo.
La declaración de Jesús acerca de nuestra incapacidad
de venir a Él es fuerte y radical. Es tan fuerte como la

postura de Agustín, Calvino, Lutero y Edwards. Todos

estos teólogos fueron influidos por estas palabras de

Jesús. Las personas reaccionaron fuertemente a la


enseñanza de Jesús, muchos de sus seguidores lo
dejaron. Supongo que lo dejaron para unirse a las filas de

los pelagianos de la época. El teólogo bautista Roger


Nicole comentó en una ocasión: “Todos somos

pelagianos por naturaleza”. Tendemos a pensar en


categorías pelagianas y nos cuesta salir de ahí. Ni
siquiera la conversión a Cristo nos cura de esta tendencia
en forma instantánea. El pelagianismo sigue vivo en la

casa evangélica. Debido a nuestra depravación y los


efectos del pecado original, solo podemos encontrar
liberación por la gracia de Dios. La Confesión de Fe de
Westminster dice lo siguiente:

Cuando Dios convierte a un pecador y lo traslada al estado de gracia,

lo libera de su esclavitud natural bajo el pecado, y solo por Su gracia


lo capacita para querer y hacer libremente aquello que es
espiritualmente bueno; pero a pesar de aquello, debido a la

corrupción que aún queda en él, este no obra perfectamente, ni desea

solamente lo que es bueno, sino que desea también lo que es malo.


Solamente en el estado de gloria la voluntad del hombre es hecha

perfecta e inmutablemente libre para hacer únicamente lo que es

bueno.6

La Confesión entiende que una persona que está

inclinada solo en una dirección, hacia la bondad o la


maldad, sigue siendo libre en cierto sentido. Por

ejemplo, Dios es completamente libre; sin embargo, es


incapaz de pecar. Esta incapacidad tiene su raíz en el
carácter de Dios, Su rectitud interior por la que nunca
desea pecar. Él es libre, pero libre solo para la bondad.

Esta falta de deseo por lo malo no disminuye la libertad


de Dios, sino que la aumenta.
Del mismo modo, en nuestro estado glorificado en el
cielo seremos incapaces de pecar porque todos los
residuos del pecado original y deseos de pecar serán
quitados. Seguiremos siendo libres de escoger lo que

queramos, pero escogeremos solo lo bueno porque será


lo único que desearemos. Esta es la libertad que Agustín
describía como libertad en su grado máximo.

*El autor usa el sufijo "gate" como sinónimo de escándalo político o


corrupción, haciendo referencia al escándalo Watergate que tuvo lugar en
Estados Unidos en la década de 1970.
C
uando alguien menciona el término calvinismo, la
respuesta habitual es: “¿Te refieres a la doctrina

de la predestinación?”. Esta asociación de calvinismo


con predestinación es tan extraña como real y extendida.
Ciertamente, el calvinismo incluye y afirma la doctrina
bíblica de la predestinación. La noción reformada de la

doctrina está en el centro del calvinismo histórico.


Prácticamente, todo lo que encontramos en la
perspectiva de Juan Calvino sobre la predestinación ya
había sido planteado por Martín Lutero y, antes de él,
por Agustín (y posiblemente por Tomás de Aquino).

Lutero escribió más sobre el tema que Calvino. Calvino


desarrolla la idea de la predestinación en su famosa obra
Institución de la Religión Cristiana pero es breve en
comparación a otras doctrinas.
Tabla 7.1

El segundo pétalo del "TULIP"


1 Depravación total La corrupción radical de la humanidad
2 Elección incondicional La elección soberana de Dios
3 Expiación limitada El sacrificio con propósito de Cristo
4 Gracia irresistible El llamado eficaz del Espíritu
5 Perseverancia de los santos La divina preservación de los santos

Prácticamente, toda iglesia ha desarrollado alguna


versión de la doctrina de la predestinación simplemente

porque la Biblia enseña la predestinación. La


predestinación es una palabra bíblica y un concepto

bíblico. Si se quiere desarrollar una teología bíblica no se


puede evitar la doctrina de la predestinación. El apóstol

Pablo hace un uso generoso de la palabra predestinación o


predestinado:

Alabado sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha


bendecido en las regiones celestiales con toda bendición espiritual en

Cristo. Dios nos escogió en Él antes de la creación del mundo, para

que seamos santos y sin mancha delante de Él. En amor nos


predestinó para ser adoptados como hijos suyos por medio de

Jesucristo, según el buen propósito de Su voluntad, para alabanza de


Su gloriosa gracia, que nos concedió en Su Amado. En Él tenemos la

redención mediante Su sangre, el perdón de nuestros pecados,

conforme a las riquezas de la gracia que Dios nos dio en abundancia


con toda sabiduría y entendimiento. Él nos hizo conocer el misterio

de su voluntad conforme al buen propósito que de antemano

estableció en Cristo, para llevarlo a cabo cuando se cumpliera el

tiempo: reunir en Él todas las cosas, tanto las del cielo como las de la
tierra. En Cristo también fuimos hechos herederos, pues fuimos
predestinados según el plan de aquel que hace todas las cosas

conforme al designio de Su voluntad, a fin de que nosotros, que ya

hemos puesto nuestra esperanza en Cristo, seamos para alabanza de


Su gloria.

Efesios 1:3-12

Pablo enseña que los creyentes son predestinados


según la voluntad de Dios. Entonces, la pregunta no es
¿enseña la Biblia sobre la predestinación? Más bien la

pregunta es ¿qué significa exactamente el concepto


bíblico de predestinación? En su sentido más básico, la
predestinación tiene que ver con la cuestión del destino.
El destino es un punto en el futuro hacia el cual nos

movemos, pero que todavía no hemos alcanzado.


Cuando reservamos un boleto de avión, no lo reservamos
a ninguna parte. Tenemos un destino en mente, un lugar
al que queremos llegar.
Cuando le añadimos el prefijo pre a la palabra destino,

entonces estamos hablando de algo que ocurre antes del


destino. Pre en predestinación tiene que ver con el
tiempo. Según las categorías bíblicas, la predestinación

claramente ocurre, no solo antes de que creamos en


Cristo, y no solo antes de que nazcamos, sino desde la
eternidad, antes de que el universo fuera creado.
El agente de la predestinación es Dios. En Su

soberanía, Él predestina. Los seres humanos son el

objeto de Su predestinación. En resumen, la

predestinación tiene que ver con el plan soberano de


Dios para los seres humanos, los que Él decreta desde la
eternidad. Debemos añadir, sin embargo, que el

concepto de predestinación incluye más que el destino


futuro de los seres humanos. También incluye todo lo

que acontece en el tiempo y el espacio. A menudo se usa


el término elección como sinónimo de predestinación.
Técnicamente eso es incorrecto. El término elección se
refiere a un aspecto de la predestinación divina: que Dios

escoge a ciertas personas para salvación. El término


elección tiene una connotación positiva y se refiere a la
predestinación bondadosa que tiene como efecto la
salvación de aquellos que son elegidos. La elección
también tiene un lado negativo, llamado “reprobación”,
lo que implica la predestinación de aquellos que no son

elegidos.
En resumen, podemos definir la predestinación, en

términos generales, de esta manera: desde toda la


eternidad Dios decidió salvar a algunos miembros de la
raza humana y permitir que el resto de la humanidad

perezca. Dios hizo una elección: Él eligió a algunos

individuos para ser salvos para bendición eterna en el

cielo y escogió pasar por alto a otros, permitiendo que


sufran las consecuencias de sus pecados, el castigo eterno
en el infierno.

¿Condicional o incondicional?
¿Tienen nuestras vidas como individuos algún impacto
en la decisión de Dios? Este es un tema difícil que
requiere un tratamiento cuidadoso. Aunque Dios nos

escoge antes de que nazcamos, sabe todo acerca de


nosotros y nuestras vidas antes de que ocurran. ¿Toma
Dios en cuenta ese conocimiento previo acerca de
nosotros al escoger? La manera en que respondamos esta
pregunta revelará si entendemos la predestinación como
los reformadores o no. La cuestión es la siguiente: ¿en

qué basa Dios Su decisión de elegir a algunos y a otros


no?

El segundo de los cinco puntos de TULIP es “elección


incondicional”. La palabra incondicional distingue la
doctrina reformada de la predestinación de la de otras
teologías. Durante la Guerra Civil de los Estados Unidos,

el general Ulysses S. Grant recibió el apodo de

“Rendición Incondicional” Grant, que en inglés coincide

con las iniciales U. S. de su nombre. En la guerra, la


rendición incondicional implica que no hay negociación.
No hay lugar para “yo haré esto si tú haces esto otro”. La

rendición es total y absoluta. El enemigo derrotado lo


entrega todo, mientras que el ganador no entrega nada.

Este tipo de rendición, que ocurrió a bordo del acorazado


USS Missouri, puso fin a la Segunda Guerra Mundial. El
término incondicional quiere decir “sin condiciones de
ninguna clase”.

Muchas iglesias no reformadas enseñan que la elección


es condicional: Dios elige a ciertas personas para
salvación pero solo si cumplen ciertas condiciones. Eso
no quiere decir que Dios espera que esas condiciones se
cumplan antes de ser escogido. La elección condicional
normalmente se basa en el conocimiento previo que Dios

tiene de los actos humanos y sus reacciones. Esto a


menudo recibe el nombre de presciencia de la elección o

predestinación. El concepto de presciencia consiste en


que Dios mira, desde la eternidad, por el túnel del
tiempo y sabe con anticipación quién responderá

positivamente al evangelio y quién no. Él sabe de

antemano quién tendrá fe y quién no. Basado en este

conocimiento previo es que Dios escoge a algunos. Él los


escoge porque sabe que ellos responderán con fe. Él ya
sabe quiénes cumplirán las condiciones para ser elegidos

y sobre esa base los elige.


El texto favorito para respaldar la idea de la elección

por presciencia está en Romanos: “Porque a los que Dios


conoció de antemano, también los predestinó a ser
transformados según la imagen de Su Hijo, para que Él
sea el primogénito entre muchos hermanos. A los que

predestinó, también los llamó; a los que llamó, también


los justificó; y a los que justificó, también los glorificó”
(Ro 8:29-30).
En este texto observamos que la presciencia de Dios
antecede a la predestinación. Aquellos que abogan por la
predestinación por presciencia asumen que, dado que el

conocimiento previo antecede a la predestinación, ese


conocimiento previo es la razón de la predestinación.

Pablo no está diciendo eso. Lo que está diciendo es que


Dios predestinó a aquellos que ya conocía de antemano.
¿A quién más podría predestinar si no es a quienes ya

conoce? Antes de que Dios pueda escoger a alguien por la

razón que sea, primero debe tenerlos en Su mente como

objeto de Su elección. El hecho de que Pablo vincule la


predestinación con el conocimiento previo no dice nada
respecto a si tal conocimiento implica que la persona

cumple algún requisito para ser elegida.


En realidad, Romanos 8:29-30 juega en contra de la

elección por presciencia. Pablo comienza con la


presciencia y luego avanza por la “cadena de oro” de la
salvación, pasando por la predestinación, el llamado, la
justificación y la glorificación. Aquí, la cuestión crucial

es la relación entre el llamado y la justificación. La


cadena dice que aquellos a los que Dios conoció de
antemano también los predestinó. El texto es elíptico: no
incluye el término todos pero tácitamente incluye esa
palabra (muchas traducciones de la Biblia la incluyen). El
sentido del texto es que a quienes Dios conoció de

antemano (en cualquier sentido), los predestinó. Y a


todos los que predestinó, los llamó. Y a todos los que

llamo, los justificó, y a todos los que justificó, los


glorificó. La cadena es: conocimiento previo -
predestinación - llamado - justificación - glorificación.
Es significativo que a todos los que llamó también los
justificó. ¿Qué quiere decir Pablo con “llamó”? En

teología se distingue entre dos clases de llamado divino:


el llamado externo y el llamado interno. Vemos el

llamado externo de Dios en la predicación del evangelio.


Todo el que oye la predicación del evangelio es llamado a

venir a Cristo. Pero no todos responden positivamente a


ese llamado externo. Algunos lo ignoran y otros lo

rechazan de plano. A veces, el evangelio cae en oídos


sordos. La Escritura es clara en decir que no todo el que
oye el evangelio exteriormente es automáticamente
justificado. La justificación no es por oír el llamado, sino
por responder al llamado. Así que, en un sentido, hay

algunos (de hecho muchos) que son llamados pero no


escogidos. Muchos oyen el llamado externo del
evangelio, pero nunca son justificados. Sin embargo, en
la cadena de oro Pablo dice que los que son llamados por
Dios también son justificados por Él. A menos que uno

sea universalista, entendemos que no se refiere


simplemente al llamado externo.
La teología también habla del llamado interno de Dios,
que no todos reciben. La teología reformada lo llama el
llamado eficaz (lo analizaremos en mayor detalle en el

capítulo 9). Todos los que reciben este llamado están

entre los que son justificados. Una vez más, esto supone

que el texto implica que todos los que son llamados son
justificados. El texto no lo dice explícitamente. Es posible
interpretarlo como que algunos de los que son llamados

son justificados. Pero si se usa el término algunos


tendríamos que aplicarlo a cada parte de la cadena. En

ese caso, el texto estaría diciendo que a algunos de los


que Dios conoció de antemano, los predestinó, a algunos
de los que predestinó los llamó, a algunos de los que
justificó, glorificó. Eso le quita todo el sentido a las

palabras de Pablo. Se refiere a todos; eso no es ni vago ni


incierto, sino que está claramente implícito en la
redacción del texto.

El orden de la salvación
Aquí estamos abordando el orden de la salvación (ordo
salutis). Hemos observado que la predestinación

antecede al llamado. Si el llamado antecediera a la


predestinación entonces podríamos hablar de elección
por presciencia. Entonces podríamos asumir que la
predestinación se basa en el llamado y no el llamado en

la predestinación (aunque la diferencia entre el llamado

externo y el interno seguiría siendo un problema).

La teología reformada asume que la cadena de oro


plantea que Dios predestina a algunos para recibir un
llamado divino que otros no reciben. Solo los

predestinados, o los escogidos, reciben este llamado y


solo los que reciben este llamado son justificados. Aquí

claramente hay un proceso de selección. No todos son


predestinados a recibir este llamado, el cual trae como
consecuencia la justificación. Es igualmente claro que
solo los que son predestinados son justificados. Puesto

que la justificación es por fe, se entiende que solo los


predestinados tendrán esa fe. La noción de
predestinación por presciencia sostiene que somos
elegidos porque tendremos fe. La visión reformada
plantea que somos elegidos para tener fe y ser
justificados. La fe es condición necesaria para la

salvación, pero no para la elección. La noción de


presciencia coloca a la fe como condición para ser

escogido. La teología reformada ve la fe como un


resultado de ser elegido. Esta es la diferencia
fundamental entre la elección condicional y la elección

incondicional, entre todas las formas de

semipelagianismo y agustinianismo, entre arminianismo

y calvinismo.
Los teólogos reformados conciben la cadena de oro de
la siguiente forma: desde toda la eternidad, Dios conoció

de antemano a sus escogidos. Ya tenía en mente la


identidad de ellos antes de crearlos. Los conoció de

antemano solo en el sentido de saber quiénes serían, es


decir Su identidad, pero también en el sentido de
amarlos de antemano. Cuando la Biblia se refiere a
“conocer” a menudo distingue entre la mera percepción

mental y el amor íntimo de una persona. La visión


reformada enseña que todos aquellos a los que Dios
conoció de antemano también los predestinó para ser
llamados (interiormente), justificados y glorificados.
Dios soberanamente efectúa la salvación de sus escogidos
y solo de sus escogidos:

La Confesión de Fe de Westminster declara:

Por el decreto de Dios, y para la manifestación de Su gloria, algunos


seres humanos y ángeles son predestinados y preordenados para vida

eterna, y otros pre-ordenados para muerte eterna. Estos ángeles y

seres humanos así predestinados y pre-ordenados están particular e


inmutablemente designados, y su número es tan cierto y definido que

no se puede aumentar ni disminuir. A aquellos de la humanidad que

están predestinados para vida, Dios, según Su eterno e inmutable


propósito, y el consejo secreto y beneplácito de Su voluntad, los ha
escogido en Cristo para gloria eterna, antes que fueran puestos los

fundamentos del mundo, por Su pura y libre gracia y amor, sin la


previsión de la fe o buenas obras, o la perseverancia en ninguna de
ellas, o de cualquier otra cosa que haya en las criaturas, como
condiciones o causas que lo movieran a ello, y todo para la alabanza

de la gloria de Su gracia.1

La Confesión explica lo que significa la elección


incondicional. La razón de la elección no es algo que Dios
ve por anticipado en nosotros, sino que es el beneplácito
de Su soberana voluntad. Aquí la soberanía de Dios no
solo se refiere a Su poder y autoridad, sino también a Su

gracia. Esto resuena con lo que Pablo declara


enfáticamente en Romanos:

También sucedió que los hijos de Rebeca tuvieron un mismo padre,


que fue nuestro antepasado Isaac. Sin embargo, antes de que los
mellizos nacieran, o hicieran algo bueno o malo, y para confirmar el

propósito de la elección divina, no en base a las obras, sino al llamado

de Dios, se le dijo a ella: “El mayor servirá al menor”. Y así está


escrito: “Amé a Jacob, pero aborrecí a Esaú”. ¿Qué concluiremos? ¿Es

Dios injusto? ¡De ninguna manera! Es un hecho que a Moisés le dice:

“Tendré clemencia de quien yo quiera tenerla, y seré compasivo con


quien yo quiera serlo”. Por lo tanto, la elección no depende del deseo

ni del esfuerzo humano, sino de la misericordia de Dios.

Romanos 9:10-16

Pablo les recuerda a los romanos lo que Dios le dijo a


Moisés: “Tendré clemencia de quien yo quiera tenerla, y

seré compasivo con quien yo quiera serlo”. El principio


es el de la soberanía de la misericordia y la gracia de

Dios. Por definición, la gracia no es algo que Dios esté


obligado a mostrar. Es Su soberana prerrogativa darla o
retenerla. Si la gracia fuera una deuda no sería gracia. La
justicia obliga pero la gracia, por esencia, es libre y
voluntaria.

La razón por la que Dios escoge a los objetos de Su


misericordia es solamente el buen propósito de Su
voluntad. Pablo lo deja muy claro. “Alabado sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido
en las regiones celestiales con toda bendición espiritual
en Cristo. Dios nos escogió en Él antes de la creación del
mundo, para que seamos santos y sin mancha delante de
Él. En amor nos predestinó para ser adoptados como
hijos suyos por medio de Jesucristo, según el buen
propósito de Su voluntad…” (Ef 1:3-5).

Que Dios escoja según el buen propósito de Su

voluntad no quiere decir que Su decisión sea arbitraria.

Una decisión arbitraria no responde a ninguna razón.


Aunque la teología reformada insiste en afirmar que Dios
escoge sin basarse en lo que sabe que vendrá en las vidas

de las personas, no quiere decir que Su decisión no


responda a ninguna razón. Simplemente afirma que la

razón no es algo que Dios vea en nosotros. En Su


voluntad misteriosa e inescrutable, Dios escoge por
razones que solo Él conoce. Él escoge como le plazca
porque es Su derecho divino. Su placer se conoce como

Su beneplácito o buen propósito. Si algo le place a Dios,


debe ser bueno. No hay placer malo en Dios.
En todas las versiones del semipelagianismo, a fin de
cuentas el fundamento de la decisión de Dios
inevitablemente radica en las acciones de los hombres.
Ahí es donde vemos la invasiva influencia del

pelagianismo en la iglesia moderna. Pablo afirma


enfáticamente que la razón de la decisión de Dios al

escoger a Jacob en lugar de Esaú no tuvo que ver con las


acciones de ninguno de los dos. Lo primero que vemos en
la afirmación del apóstol es que se refiere a individuos.

Algunos plantean que Pablo se está refiriendo a naciones

o grupos y que la elección no tiene que ver con

individuos. Aparte del hecho de que las naciones están


compuestas de individuos, el punto a destacar es que
Pablo explica la elección citando como ejemplos de la

elección soberana de Dios a dos individuos reales,


históricos. Estos individuos eran sumamente cercanos,

no solo eran hermanos, sino que eran mellizos.


Pablo señala que el decreto de elección de Dios se dio a
conocer antes de que los mellizos hubieran nacido o
hecho algo, ya sea bueno o malo. ¿Por qué dice esto el

apóstol? ¿Cuál es el propósito literario o didáctico al


decir que los mellizos aún no habían hecho nada bueno
ni malo? La postura de la elección condicional por
presciencia está de acuerdo con que la elección de Dios
ocurrió antes de que los mellizos hubieran nacido y antes
de que hubieran hecho algo, bueno o malo. Pero eso es

hablar de lo que es obvio. La postura de la elección por


presciencia procede a afirmar que el decreto de Dios se

basó en las futuras acciones y decisiones de los mellizos.


Pero el apóstol no dice eso en ninguna parte. Si Pablo
hubiese querido enseñar la postura de la presciencia, lo

hubiera dicho claramente. Pero lo que tenemos aquí es

más que un argumento a partir del silencio. Pablo afirma

con claridad que no fueron las acciones de Jacob o Esaú


las que definieron la decisión soberana de Dios entre
Jacob y Esaú: “Por lo tanto, la elección no depende del

deseo ni del esfuerzo humano, sino de la misericordia de


Dios”.

En el arminianismo, el factor decisivo en la elección de


Dios es la disposición del creyente. ¿De qué otra manera
podría el apóstol dejar más claro que así no funciona que
diciendo que “no depende del deseo ni del esfuerzo

humano”? Los arminianos y los semipelagianos


finalmente basan su comprensión de la elección en el
deseo o esfuerzo del individuo y no en la soberana gracia
de Dios. La visión de la presciencia no es tanto una
explicación de la doctrina bíblica de la elección, sino una
flagrante negación de esta doctrina bíblica.

La elección y la justicia de Dios


En Romanos, Pablo hace una pregunta retórica. “¿Qué
concluiremos? ¿Acaso es Dios injusto?”. ¿Por qué hace
Pablo esta pregunta? Pablo era un maestro por

excelencia. Se anticipa a las objeciones que surgirían

ante su planteamiento y las ataca de frente. ¿Qué

objeción tiene en mente cuando hace la pregunta acerca


de la justicia de Dios?
Primero, consideremos la perspectiva de la elección

por presciencia. ¿Qué objeciones incluyen la acusación


de que Dios es injusto? Ninguna. La noción de la elección

condicional está diseñada para proteger dos frentes: por


un lado, una idea particular acerca de la libertad
humana, y por otro lado, una idea particular acerca de
Dios. Se busca proteger a Dios de la acusación de que es

injusto, arbitrario, porque escoge personas para


salvación sin tomar en cuenta sus propias decisiones. En
resumen, oponerse a la noción arminiana o
semipelagiana de la elección no implica poner en duda la
justicia de Dios. Si Pablo estuviera sosteniendo la postura
de la presciencia difícilmente estaría anticipándose a una

objeción al respecto.
La objeción a la que Pablo se anticipa es algo que los

calvinistas escuchan constantemente: que la doctrina


calvinista de la elección arroja una sombra de duda sobre
la justicia de Dios. La queja que se hace oír ruidosa y

frecuentemente es que la elección incondicional

involucra a Dios en una forma de injusticia. Deduzco que

Pablo se anticipó a todas las objeciones que enfrentan los


calvinistas porque enseñaba la misma doctrina de la
elección que enseñan los calvinistas. Cuando nuestra

doctrina de la elección es atacada, me conforta saber que


estamos bien acompañados, con Pablo mismo, al

enfrentar los reparos de los que se oponen a la elección


incondicional.
La idea de que podría haber injusticia en Dios tiene
que ver con el hecho de que Dios escoge a algunos para

salvación y a otros no. No pareciera ser justo o


“correcto” que Dios otorgue gracia a algunos y no a
otros. Si la decisión de bendecir a Jacob en lugar de Esaú
fue tomada antes de que nacieran o hicieran algo, bueno
o malo, y si la decisión no tuvo que ver con sus acciones
o reacciones futuras, entonces la pregunta obvia es ¿por

qué uno recibió la bendición y el otro no? Pablo responde


apelando a las palabras de Dios a Moisés: “Tendré

clemencia de quien yo quiera tenerla”. Es la prerrogativa


de Dios dispensar Su gracia como mejor le parezca. No
les debía ni a Jacob ni a Esaú ninguna medida de gracia.

Si no hubiese escogido a ninguno de los dos no habría

violado ningún precepto de justicia o rectitud.

Sigue pareciendo que si Dios le otorga gracia a una


persona “debería”, en aras de la justicia, darle la misma
gracia a otros. Es precisamente este “deber” el que es

ajeno al concepto bíblico de gracia. De entre toda la


humanidad caída, de todos los culpables de pecado ante

Dios que están expuestos a Su justicia, nadie tiene


derecho a exigir la misericordia de Dios. Si Dios escoge
tener misericordia de algunos de ese grupo, eso no lo
obliga a hacer lo mismo con el resto.

Sin duda, Dios tiene el poder y la autoridad para


otorgar Su gracia salvadora a toda la humanidad. Pero es
claro que no ha optado por ello. No todos los hombres
serán salvos a pesar del hecho de que Dios tiene el poder
y el derecho a salvarlos a todos si le place. Es igualmente
claro que no todos se pierden. Dios podría haber

escogido no salvar a ninguno. Él tiene el poder y la


autoridad para ejecutar Su recta justicia sin salvar a

nadie. En la realidad, Él escoge a algunos y a otros no.


Aquellos que son salvos son los beneficiarios de Su
soberana gracia y misericordia. Aquellos que no son

salvos no son víctimas de su crueldad o injusticia; son

receptores de Su justicia. Nadie recibe castigo de la mano

de Dios sin merecerlo. Algunos reciben gracia de Su


mano sin merecerlo. Que le plazca tener misericordia no
quiere decir que el resto “merezca” lo mismo. Si la

misericordia fuera merecida, entonces en realidad no


sería misericordia, sino justicia.

La historia bíblica deja en claro que aunque Dios


nunca es injusto con nadie, no trata a todos de la misma
manera. Por ejemplo, Dios en Su gracia llamó a Abraham
y lo sacó del paganismo en Ur de los caldeos, e hizo un

pacto de gracia con él que no hizo con otros paganos.


Dios se reveló a Moisés de una manera que no lo hizo con
el faraón. Dios le dio a Saulo de Tarso una bendita
revelación de la majestad de Cristo que no le dio a Pilato
o Caifás. Puesto que Dios tuvo tanta gracia con Pablo aun
cuando era un violento perseguidor de los cristianos,

¿estaba entonces obligado a beneficiar con la misma


revelación a Pilato?

¿O acaso Saulo tenía alguna cualidad virtuosa que


hiciera que Dios se inclinara por él en lugar de Pilato?
Podríamos actualizar la pregunta y plantear hoy algo

similar. Los que somos creyentes debemos preguntarnos

por qué es que hemos llegado a la fe cuando muchos de

nuestros amigos no. ¿Pusimos nuestra fe en Cristo


porque somos más inteligentes que ellos? Si fuera así,
¿de dónde vino esa inteligencia? ¿Es algo que nos

ganamos o merecemos? ¿O fue la inteligencia misma un


regalo que recibimos del Creador? ¿Respondimos

positivamente al evangelio porque somos más virtuosos


o mejores que nuestros amigos?
Todos sabemos las respuestas a estas preguntas. No
puedo dar una explicación adecuada de por qué yo llegué

a tener fe en Cristo y algunos de mis amigos no. Solo


puedo mirar hacia la gloria de la gracia que Dios tuvo
conmigo, una gracia que no merecí entonces y no
merezco ahora. Aquí llegamos al meollo del asunto, y nos
damos cuenta de si acaso estamos albergando un orgullo
secreto, creyendo que merecemos la salvación más que

otros. Eso sería un gran insulto a la gracia de Dios y un


monumento a la arrogancia. Es un retroceso a la peor

forma de legalismo, donde ponemos nuestra confianza


en nuestro esfuerzo.

La elección y la capacidad moral


Aquellos que prefieren hablar de una elección
condicional o algún tipo de presciencia como razón para
la elección enfrentan graves dificultades. Están obligados

a suponer que las personas caídas son moralmente


capaces de responder positivamente al evangelio. Esa es

una suposición semipelagiana porque presupone que el


pecado original debilita la voluntad, pero no la deja
incapacitada moralmente para volverse hacia Dios.
Significa que a pesar del pecado original se conserva

alguna capacidad espontánea, en la carne, que se puede


inclinar hacia las cosas espirituales. Dijimos antes que si
uno acepta la doctrina de la total depravación, el
siguiente punto del acróstico TULIP, la elección
incondicional, se sigue necesariamente. Si uno es
incapaz de cumplir con las condiciones entonces la

elección tiene que ser incondicional. Si el concepto


reformado del pecado original es correcto, entonces Dios

sabe que ninguna criatura escogerá seguir a Cristo en el


futuro. Dios ya sabría desde la eternidad que, sin ayuda,
las personas caídas no escogerán a Cristo. Como hemos
visto, el evangelio de Juan nos enseña que Cristo abordó

el tema de la siguiente manera:

Jesús dijo: “Sin embargo, hay algunos de ustedes que no creen”. Es


que Jesús conocía desde el principio quiénes eran los que no creían y
quién era el que iba a traicionarlo. Así que añadió: “Por esto les dije
que nadie puede venir a Mí, a menos que se lo haya concedido el

Padre”. Desde entonces muchos de Sus discípulos le volvieron la


espalda y ya no andaban con Él. Así que Jesús les preguntó a los doce:
“¿También ustedes quieren marcharse?”. “Señor —contestó Simón

Pedro—, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”.


Juan 6:64-68

Jesús enseña que nadie puede venir a Él si el Padre no


se lo concede. Juan conecta esto con el comentario de
que Jesús sabía desde un comienzo quiénes no creerían y
lo traicionarían. Una vez más, la reacción ante la
enseñanza de Jesús es reveladora: muchos de sus
discípulos lo abandonaron. ¿Por qué se ofendieron con

las palabras de Jesús? Si miramos las palabras con un


lente arminiano, no encontramos motivo para
ofenderse. Pero cuando entendemos que Jesús está
enseñando acerca de la incapacidad moral y la completa
dependencia de la gracia de Dios, también se entiende
por qué se ofendieron. La doctrina de la incapacidad
moral ha ofendido a muchos, y muchos han rechazado la

teología reformada precisamente por ella.

Igualmente interesante es la reacción de Pedro a las

palabras de Jesús. Jesús le pregunta a Pedro: “¿Tú


también te quieres ir?”. “Señor, ¿a quién iremos?”,
responde Pedro. “Tú tienes palabras de vida eterna”.

Esta respuesta sugiere que Pedro no estaba del todo


contento con la enseñanza de Jesús. Quizás estaba

diciendo: “No me gusta esta doctrina más de lo que les


gusta a los que se fueron, pero ¿adónde más podemos ir?
Tú eres nuestro maestro, en quien confiamos. Tú tienes
palabras de vida eterna, así que me quedaré contigo

aunque enseñes cosas difíciles”.


Anteriormente, en el evangelio de Juan, Jesús dice
algo similar en cuanto a la incapacidad moral: “Dejen de
murmurar —replicó Jesús—. Nadie puede venir a Mí si
no lo atrae el Padre que me envió, y yo lo resucitaré en el
día final”(Jn 6:43-44). La palabra clave aquí es atrae.

¿Qué implica esta atracción? La explicación que he


escuchado a menudo es que, para que una persona venga

a Cristo, Dios el Espíritu Santo primero debe seducirla o


estimularla a venir. No obstante, es posible que la
persona se resista o rechace la estimulación. Aunque este

estímulo es una condición necesaria para venir a Cristo,

no es condición suficiente. Es necesaria, pero no obliga.

No podemos venir a Cristo sin ser estimulados, pero ese


estímulo no garantiza que vengamos a Cristo.
Estoy convencido de que esa explicación es incorrecta,

pues violenta el texto de la Escritura, en particular el


significado bíblico de atraer. La palabra griega es elkō.

Gerhard Kittel, en su Theological Dictionary of the New


Testament, lo define como “obligar por medio de una
superioridad irresistible”. Lingüística y
lexicográficamente, la palabra significa “compeler”.2

“Compeler” es mucho más fuerte que “estimular”. Para


entender la fuerza de este verbo, examinemos dos textos
del Nuevo Testamento donde se usa elkō. El primero es
Santiago 2:6: “¡Pero ustedes han menospreciado al
pobre! ¿No son los ricos quienes los explotan a ustedes y
los arrastran [elkō] ante los tribunales?”. Si cambiamos

la palabra arrastrar por estimular o atraer diría: “¿No


son los ricos quienes los explotan a ustedes y los atraen

ante los tribunales?


El segundo texto es Hechos 16:19: “Cuando los amos de
la joven se dieron cuenta de que se les había esfumado la

esperanza de ganar dinero, echaron mano a Pablo y a

Silas y los arrastraron [elkō] a la plaza, ante las

autoridades. Sería ridículo decir que Pablo y Silas fueron


estimulados o atraídos a las autoridades. Una vez que los
habían tomado por la fuerza, no podían ser atraídos. El

texto indica claramente que fueron compelidos a ir ante


las autoridades.

En una ocasión me pidieron que participara en un


debate formal sobre el tema de la elección en un
seminario arminiano. Mi oponente era jefe del
departamento de estudios del Nuevo Testamento. En un

momento clave del debate nos centramos en la acción del


Padre al “atraer” a las personas a Cristo. Mi oponente
aludió a Juan 6:44 para respaldar su argumento diciendo
que Dios “atrae” a los hombres a Cristo, pero que nunca
los compele. Insistió en que la influencia divina sobre el
hombre caído se restringe a atraer, lo que él interpretaba

como “estimular”.
En ese momento lo remití a Kittel y a los demás textos

del Nuevo Testamento que traducen la palabra elkō como


arrastrar. El profesor estaba preparado. Citó un ejemplo
de la tragedia griega en la que se usa la misma palabra

para describir la acción de sacar agua de un pozo. Me

miró y dijo: “Bien, profesor Sproul, ¿acaso uno arrastra

el agua de un pozo?”. Inmediatamente el público estalló


en risas por este uso de la palabra griega. Cuando
pasaron las risas, le respondí: “No, señor. Admito que no

se arrastra el agua del pozo, pero ¿cómo sacamos el agua


del pozo? ¿La estimulamos? ¿Nos paramos al borde del

pozo y gritamos: ‘Aquí agua, ven aquí, ven’?”.


Es tan necesario que Dios nos vuelva hacia Cristo
como es necesario que subamos el balde para beber agua
del pozo. El agua no saldrá sola, por mucho que le

roguemos.
El tema de atraer o estimular requiere mayor examen.
Cuando los arminianos hablan del estímulo del Espíritu
¿están diciendo que la acción del Espíritu es externa o
interna en la persona? ¿Es la atracción simplemente un
tirón externo de la predicación de la Palabra? ¿O es que

el Espíritu Santo de alguna forma penetra en el alma y


luego hace Su obra de convencimiento? ¿Es un intento

de persuasión interna? Si ese es el caso, entonces la


acción del Espíritu es externa al alma, puesto que no
hace nada que compela al alma.

En este punto, los arminianos tienen otras preguntas

difíciles de responder. Dos importantes cuestiones son

las siguientes: (1) ¿Atrae Dios a todos de la misma


manera? (2) ¿Por qué es que algunos responden
favorablemente al estímulo del Espíritu?

En cuanto a la primera pregunta, si Dios no atrae a


todos de la misma manera, entonces todas las objeciones

al concepto reformado de elección incondicional son


pertinentes aquí también. ¿Acaso Dios no atrae a todos
los hombres por igual dado que algunos tienen más
capacidad de responder que otros? El que es arminiano

puede responder que Dios atrae solo a aquellos que sabe


que responderán favorablemente. Si es así, entonces
Dios ni siquiera atrae a los que nunca llegan a la fe. Muy
pocos arminianos están dispuestos a afirmar eso.
La segunda pregunta es: ¿por qué algunos responden
favorablemente al estímulo del Espíritu Santo en lugar

de rechazar ese estímulo? Si decimos que la respuesta


está en la intensidad de la atracción (es decir, que el

Espíritu Santo estimula a algunos más que a otros)


entonces volvemos a toparnos con el problema de la
elección soberana. Si decimos que algunos responden

favorablemente al estímulo por algo que hay en ellos,

entonces la raíz última de la salvación es la obra

humana. ¿Es que algunos responden positivamente


debido a una mayor inteligencia o mayor virtud? Si es
así, entonces tenemos de qué jactarnos.

Cuando planteo esta pregunta a amigos arminianos,


rápidamente se dan cuenta del dilema e intentan evitarlo

diciendo: “Ciertamente no es un tema de alguna virtud


superior inherente en aquellos que responden
positivamente. Los que responden lo hacen porque ven
su necesidad de Cristo con mayor claridad”. Con esta

réplica se enredan aún más en la trampa. Esa respuesta


solo posterga el problema un paso más.
¿Por qué algunos ven su necesidad de Cristo con
mayor claridad? ¿Han recibido mayor iluminación de
parte del Espíritu Santo? ¿Son más inteligentes? ¿Están
menos prejuiciados y más abiertos al llamado de Cristo,

lo que sería en sí una virtud? No importa cuánto


dilatemos el tema, tarde o temprano debemos enfrentar

la pregunta sobre la mayor o menor virtud inherente.


Siguiendo lo que plantea Pablo en Efesios, la teología
reformada enseña que la fe es un regalo dado a los

elegidos pues Dios mismo crea la fe en el corazón del

creyente. Dios cumple la condición necesaria para la

salvación y lo hace sin condición. Veamos nuevamente


las palabras de Pablo: “Porque por gracia ustedes han
sido salvados mediante la fe; esto no procede de ustedes,

sino que es el regalo de Dios, no por obras, para que


nadie se jacte. Porque somos hechura de Dios, creados en

Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso


de antemano a fin de que las pongamos en práctica” (Ef
2:8-10).
Se ha generado un considerable debate en torno al

significado de la primera oración ¿Cuál es el antecedente


de esto? ¿Gracia, salvados, o fe? Las reglas de la sintaxis
griega requieren que el antecedente de esto sea la palabra
fe. Pablo está afirmando lo que toda persona reformada
afirma, que la fe es un regalo de Dios. La fe no es algo que
generemos por nuestro propio esfuerzo o el resultado de

la voluntad de la carne. La fe es el resultado de la obra


soberana del Espíritu que regenera a la persona. No es

casualidad que esta afirmación concluya con un texto


que comienza con la declaración de Pablo de que se nos
“dio vida” mientras estábamos en un estado de muerte

espiritual.

¿Doble predestinación?
Cada vez que surge el tema de la predestinación, viene la

pregunta “¿la predestinación es simple o doble?”.


Normalmente detrás de esta pregunta acecha

solapadamente el tema del infralapsarianismo o el


supralapsarianismo. Dado que el tema es algo arcaico, no
lo tocaremos aquí. El tema de fondo es cómo se relaciona
la reprobación con la elección. La reprobación es la otra

cara de la moneda, el lado oscuro del tema que tanto


preocupa. En torno a esta doctrina de la reprobación se
generó el nombre de “decreto terrible”. Una cosa es
hablar de que Dios predestina, por gracia, para elección,
pero otra muy diferente es hablar de que Dios decrete,
desde la eternidad, que ciertas personas desventuradas

sean destinadas a la condenación.


Algunos defensores de la predestinación plantean la

predestinación simple. Ellos sostienen que aunque


algunos son predestinados a ser elegidos, nadie es
predestinado a la condenación o reprobación. Dios
escoge a algunos a quienes definitivamente salvará, pero

deja abierta la opción para la salvación del resto. Dios se

asegura con esto que algunos se salven, ayudándolos de

manera especial, pero el resto de la humanidad sigue


teniendo una oportunidad de salvarse. De alguna manera
pueden llegar a ser elegidos al responder positivamente al

evangelio.
Esta noción se basa más en los sentimientos que en la

lógica o en la exégesis. Es claramente evidente que


algunos son elegidos y otros no, entonces la
predestinación tiene dos caras. No basta con hablar de
Jacob, también debemos considerar a Esaú. A menos que

la predestinación sea universal (ya sea elección universal


o reprobación universal), tiene que ser doble, en algún
sentido.
Dado que la Biblia enseña tanto la elección como el
particularismo, no podemos evitar el tema de la doble
predestinación. La pregunta no es si la predestinación es

doble, sino cómo. Una de las alternativas es tan


aterradora que muchos rehúyen completamente el

término doble predestinación. Esta temible noción se


llama finalidad igualitaria y se basa en una visión
simétrica de la predestinación. Esta postura ve una

simetría entre la obra de Dios en la elección y Su obra en

la reprobación. Busca un equilibrio exacto entre ambas.

Tal como Dios interviene en las vidas de los elegidos para


crear fe en sus corazones, asimismo interviene en los
corazones de los réprobos para poner incredulidad. Esto

último se infiere de textos bíblicos que dicen que Dios


endurece el corazón de ciertos individuos.

La teología reformada clásica rechaza la doctrina de la


finalidad igualitaria. Aunque algunos han llamado a esta
doctrina “hiper-calvinismo” yo prefiero llamarla “sub-
calvinismo” o, para ser más preciso, “anti-calvinismo”.

Aunque el calvinismo sí afirma cierta forma de doble


predestinación, no plantea la finalidad igualitaria. La
visión reformada hace una distinción clave entre los
decretos positivos y negativos. Dios decreta positivamente
la elección de algunos y decreta, negativamente, la
reprobación de otros. La diferencia entre positivo y

negativo no se refiere al resultado (aunque el resultado


efectivamente es positivo o negativo), sino a la manera

en que Dios ejecuta sus decretos en la historia.


El aspecto positivo es la intervención activa de Dios en
la vida de los elegidos para producir fe en el corazón de

ellos. Lo negativo se refiere a que Dios pasa por alto a los

réprobos y retiene de ellos Su gracia regeneradora. No se

refiere a que Dios ponga incredulidad en sus corazones.


Calvino comenta al respecto: “Ahora bien, si de verdad
no nos avergonzamos del evangelio, necesariamente

debemos reconocer aquello que se declara abiertamente:


que Dios, por Su eterna buena voluntad (que no tiene

otra causa que Su propio propósito), designó a quienes le


plació para salvación, rechazando a los demás. Y a
aquellos que bendijo con Su libre adopción para ser Sus
hijos también los iluminó por Su Santo Espíritu para que

puedan recibir la vida que se les ofrece en Cristo;


mientras que a otros, que continúan en incredulidad por
voluntad propia, quedan destituidos de la luz de la fe, en
total oscuridad”.3
Para Calvino y otros reformadores, Dios pasa por alto
a los réprobos, dejándolos en su condición. No los obliga

a pecar ni pone maldad en sus corazones. Los deja en su


condición natural, siguiendo sus deseos, y siempre

escogen rechazar el evangelio.


Tabla 7.2

Predestinación de los elegidos (PE) y de los réprobos


(PR)
Calvinismo ortodoxo
Hiper-calvinismo

PE es positiva PE es positiva

PR es negativa PR es positiva

PE y PR son asimétricas PE y PR son simétricas

La finalidad de PE y la finalidad de La finalidad de PE y la finalidad de


PR no son igualitarias PR son igualitarias

PR: Dios produce incredulidad


PR: Dios pasa por alto el réprobo
en el corazón del réprobo

Una vez escuché al rector de un seminario


presbiteriano responder una pregunta sobre la

predestinación y dijo: “No creo en la predestinación


porque no creo que Dios arrastre a las personas, gritando
y pateando, en contra de su voluntad, hacia su reino,
mientras que le niega la entrada a aquellos que sí quieren
estar ahí”. Su respuesta me sorprendió, no solo porque la
respuesta del rector, desestimando la predestinación, es

una violación flagrante de sus votos de ordenación en la


iglesia presbiteriana, sino también porque mostraba una
clara falta de comprensión de una doctrina que debía
haber conocido bien.
La teología reformada no enseña que Dios arrastre a
los elegidos, “gritando y pateando, en contra de su
voluntad”, hacia Su reino. Más bien enseña que Dios

obra de tal modo en los corazones de los elegidos que

ellos deciden venir a Cristo. Vienen a Cristo porque

quieren. Quieren venir porque Dios ha creado en ellos un


deseo por Cristo. Asimismo, los réprobos no quieren
venir a Cristo. No tienen deseo alguno por Cristo y

huyen de Él.
La tabla 7.2 describe la diferencia entre el calvinismo

ortodoxo y lo que se conoce como hiper-calvinismo. En


esta tabla vemos el esquema positivo-negativo del
calvinismo, en el cual Dios obra activamente en la vida y
el corazón de los elegidos, mientras que pasa por alto a

los réprobos o los deja en su estado natural. Es


importante recordar que en Su decreto de elección, Dios
considera a toda la humanidad como criaturas caídas.
Escoge redimir a algunos de este estado y dejar al resto
en ese mismo estado. Interviene en las vidas de los
elegidos y no interviene en las vidas de los réprobos. Un

grupo recibe misericordia y el otro recibe justicia.


El concepto de justicia involucra todo lo que es justo.

El concepto de no justicia incluye todo lo que está afuera


del concepto de justicia: la injusticia que viola la justicia
es malvada; y la misericordia que no viola la justicia no es

malvada. Dios tiene misericordia con algunos y deja el

resto a la justicia. Nadie es tratado con injusticia. Nadie

puede acusar a Dios de ser injusto.


Cuando Pablo habla de que Dios amó a Jacob y
aborreció a Esaú (Ro 9:13), este “aborrecer” divino no es

comparable al odio humano. Es un odio santo (ver Sal


139:22). El odio divino nunca es malicioso. Retiene el

favor. Dios está “a favor” de los elegidos de una manera


especial y despliega Su amor por ellos. Aleja Su rostro de
los malvados que no son el objeto de Su gracia especial.
Aquellos a quienes ama con Su “amor de complacencia”

reciben Su misericordia. Aquellos a quienes Dios “odia”


reciben Su justicia. Nadie es tratado de forma injusta.
Concluimos que la elección de la que habla la Biblia es
incondicional. Ninguna acción prevista de los elegidos
puede ser la causa de su elección. El creyente
efectivamente cumple los requisitos para la salvación o

justificación, pero lo hace porque Dios cumple estas


condiciones por él por Su gracia soberana. Calvino lo

resumió de esta manera:


No todos admiten lo que hemos dicho; hay muchos que se oponen y

principalmente a la elección gratuita de los fieles. Comúnmente, se

piensa que Dios escoge de entre los hombres a uno u otro conforme ha
previsto que habían de ser los méritos de cada uno y así adopta por

hijos a los que ha previsto que no serán indignos de Su gracia; mas a

los que sabe que han de inclinarse a la malicia e impiedad los deja en
su condenación. Esta gente hace de la presciencia de Dios como un
velo con el que no solamente oscurecen Su elección sino incluso

hacen creer que su origen lo tiene en otra parte.4


E
l axioma primordial de toda la teología reformada
es: “La salvación es del Señor”. La salvación es

una obra divina. Es diseñada y ordenada por el Padre,


cumplida o completada por el Hijo y aplicada por el
Espíritu Santo. Las tres personas de la Trinidad están en
un eterno acuerdo acerca del plan de redención y su

ejecución. En cuanto a la diferencia entre la teología


reformada y la teología arminiana, J. I. Packer escribió:

La diferencia entre ambas no es el énfasis, sino el contenido. Una


afirma que Dios salva; la otra dice que Dios capacita al hombre para

que se salve a sí mismo. Una plantea los tres grandes actos de la Santa

Trinidad para recuperar a la humanidad perdida: el Padre elige, el


Hijo redime, el Espíritu Santo llama. Estos actos están dirigidos hacia

el mismo grupo de personas y aseguran su salvación de forma


infalible. La otra le da a cada acto una referencia diferente (el objeto

de la redención es toda la humanidad, el llamado, para los que oyen el

evangelio, y la elección, para los que oyendo responden) y niega que


la salvación de alguien sea segura por alguno de estos actos. Estas dos

teologías comprenden el plan de salvación de formas muy diferentes.

Una plantea que la salvación depende de la obra de Dios, la otra que

depende de la obra del hombre.1

En ese mismo ensayo, Packer dice que el concepto


arminiano, tal como fue discutido en el Sínodo de Dort
en 1618, declara que “la muerte de Cristo no asegura la

salvación de nadie, porque ella no asegura el don de la fe


para nadie (no hay tal don); lo que hizo fue más bien

crear la posibilidad de salvación para todo el que cree”.2

Tabla 8.1

El tercer pétalo del "TULIP"


1 Depravación total La corrupción radical de la humanidad
2 Elección incondicional La elección soberana de Dios
3 Expiación limitada El sacrificio con propósito de Cristo
4 Gracia irresistible El llamado eficaz del Espíritu
5 Perseverancia de los santos La divina preservación de los santos

La pregunta que la doctrina de la expiación limitada


busca responder es esta: ¿es Cristo un salvador real o

meramente un salvador “potencial”? La doctrina de la


expiación (tercer punto del acróstico) es quizás la más

controvertida de las cinco. La noción de que la expiación


sea “limitada” llega al meollo del asunto. La pregunta en

otras palabras es: “¿Cristo murió para expiar los pecados


de cada ser humano, o murió para expiar los pecados de
los elegidos solamente?
Claramente, las opciones son que la expiación de
Cristo es limitada o ilimitada. No hay otra alternativa,

no hay un tertium quid. Si es ilimitada, en un sentido


absoluto, entonces ya se han expiado los pecados de cada
persona. Cristo entonces ya ha hecho propiciación por
los pecados de todos y los expió también.
Si eso es así, nos lleva a concluir entonces que la

salvación es universal. No obstante, la mayoría de los


arminianos, dispensacionalistas y otros semipelagianos
que rechazan la expiación limitada también rechazan el
universalismo. El arminianismo histórico adopta el
particularismo: no todos son salvos, solo un número

particular lo es. Ese grupo en particular de los salvados

son aquellos que responden con fe al ofrecimiento del

evangelio. Solo aquellos que creen reciben los beneficios


del sacrificio salvífico de Cristo. La persona que no
responde con fe a la obra salvífica de Cristo queda con

sus pecados sin expiar, sin la propiciación de la cruz y sin


satisfacer la justicia de Dios.

En esta perspectiva, la fe no solo es una condición para


la redención, sino que es también la razón de la
redención. Si la expiación no es eficaz sin la fe, entonces
la fe tiene que ser necesaria para satisfacer la justicia

divina. Aquí la fe se transforma en una obra


trascendental, puesto que su presencia o ausencia en el
pecador va a determinar la eficacia de la obra de
satisfacción de Cristo por la persona.
Ya puedo escuchar los alaridos de los partidarios de
Arminio. Insistentemente repudian la idea de que la fe

añada algún “valor” a la obra completa de Cristo o la


eficacia de la obra satisfactoria de Cristo. La fórmula que

normalmente usan es que la expiación de Cristo es


suficiente para todos, pero eficaz para algunos solamente.
Los teólogos reformados no cuestionan que el valor de

la expiación de Cristo sea suficiente para cubrir los

pecados de toda la humanidad caída. El valor de Su

sacrificio es ilimitado. Su mérito es suficiente para


cubrir la falta de mérito de todos los que pecan. También
concordamos en que la expiación es eficiente solo para

algunos, algo que se encuentra al centro de la doctrina de


la expiación limitada.

Cuando hablamos de la suficiencia de la expiación, no


obstante, tenemos que hacernos una pregunta: ¿es ella
una satisfacción suficiente de la justicia divina? Si es
suficiente para satisfacer a Dios en lo que demanda en Su

justicia, entonces nadie tendría razón para preocuparse


de algún castigo futuro. Si Dios acepta que una persona
pague por la deuda moral de otro, ¿le cobrará el pago a
esa misma persona después? Obviamente la respuesta es
no.
Esto quiere decir que si Cristo cumplió, de manera real

y objetiva, con lo que demanda la justicia de Dios para


todos, entonces todos deberían ser salvos. Una cosa es

estar de acuerdo con que la fe es condición necesaria


para recibir los beneficios (salvación y sus frutos) de la
obra salvífica de Cristo. Otra distinta es decir que la fe es

una condición necesaria para satisfacer a la justicia

divina. Si la fe es una condición para cumplir con lo que

la justicia de Dios demanda, entonces la expiación en sí


misma no es suficiente para satisfacer esas demandas. De
hecho, la expiación no sería “suficiente” para nadie,

mucho menos para todos. La satisfacción completa no se


lograría hasta que la persona aporte su fe a la expiación.

Nuevamente, se oirá la protesta de los arminianos


diciendo que ellos en realidad no hacen de la fe una obra
de satisfacción. La fe es una condición necesaria, dicen,
no una obra de satisfacción. Pero eso no elimina el

dilema: ¿se efectúa la satisfacción divina sin fe? Si la


respuesta es sí, entonces no queda satisfacción para
imponerle al pecador no arrepentido. Si la respuesta es
no, entonces la fe claramente es necesaria para la
satisfacción y eso es algo que el pecador debe aportar.
El gran teólogo puritano John Owen dijo:

Primero, si la deuda completa de todos fue pagada eliminando toda

obligación, ¿cómo es que ocurre que tantos están encerrados en una

prisión eterna, nunca libres de su deuda? Segundo, si el Señor, tal


como un acreedor, debe eliminar toda obligación y cesar todo litigio

en contra de los deudores cuyas deudas han sido pagadas, ¿de dónde

surge la ira que humea en contra de algunos por la eternidad? Que


nadie me diga que es porque ellos no son dignos del beneficio

otorgado porque no ser digno es parte de la deuda que ya ha sido

pagada por completo puesto que…la deuda pagada son todos nuestros
pecados. Tercero, ¿es probable que Dios requiera de alguien un
segundo pago por aquellos que por Su propia admisión Cristo ya ha

pagado de forma completa y suficiente?3

Quiero analizar el beneficio de la expiación de Cristo


para mí. Yo soy un creyente en Cristo. Hoy disfruto del
beneficio de la expiación que se hizo por mí hace siglos.

Ese sacrificio expiatorio, ¿satisfizo todo lo que Dios


requiere como pago por mis pecados? Si lo hizo,
entonces pagó todo el castigo de mi pecado por mi
pasada incredulidad. ¿Ese pago fue hecho antes de que
yo creyera? ¿O es que el sacrificio de Cristo no estuvo

completo hasta que yo tuve fe? ¿Cubrió Su muerte mi


incredulidad o no? Si lo hizo, ¿por qué entonces esa
expiación no cubre la incredulidad de los incrédulos? Esa
expiación cubre mi incredulidad pasada pero no la
incredulidad actual de los incrédulos. Los que abogan
por una expiación ilimitada plantean que el pecado de
incredulidad no es cubierto hasta que la persona tiene fe.
Entonces eso hace que la fe logre que el sacrificio de

Cristo sea eficaz para mí.

Si la expiación necesita de la fe, entonces la obra de

Cristo en realidad es mera potencialidad. En sí misma no


salva a nadie. Solo hace posible la salvación.
Teóricamente hablando, debemos hacer una pregunta

obvia. ¿Qué pasaría con la obra de Cristo si nadie


creyera? Al menos tiene que ser una posibilidad teórica.

En ese caso, Cristo habría muerto en vano. Habría sido


un salvador potencial para todos pero un salvador real
para nadie.
“Eso no es más que especulación”, dirá el arminiano.

La realidad es que muchos han tenido y tienen fe en


Cristo. Cristo es un genuino Salvador. Su obra
verdaderamente salva a las personas. Además, cuando
nuestro Dios omnisciente envió a Cristo al mundo para
expiar los pecados, sabía que no sería un trabajo inútil.
El Padre sabía que estaría satisfecho con la obra de Su

Hijo. También el Hijo vería el esfuerzo de Su propia alma


y estaría satisfecho.

Esta satisfacción divina, sin embargo, sería limitada.


Si Dios envió a Cristo al mundo para salvar a todos,
entonces debería estar eternamente insatisfecho con los

resultados. Aunque el Hijo pueda obtener satisfacción al

saber que algunos han podido beneficiarse de Su

expiación, dicha satisfacción debería ser parcial, dado


que muchos no han disfrutado del beneficio.
Esto plantea un punto cardinal de la doctrina de la

expiación limitada. La pregunta final tiene que ver no


tanto con suficiencia o eficiencia de la expiación, sino

con su designio. ¿Cuál fue el propósito original o la


intención de Dios al enviar a Su Hijo al mundo? ¿El plan
divino era hacer de la redención una posibilidad o una
certeza?

Si Dios planeó redimir a todos, ¿falló Su plan? ¿Sabía


Dios de antemano quiénes creerían y quiénes no? ¿Era
parte de este plan la fe de los creyentes?
Las respuestas a estas preguntas dependerán de
nuestra comprensión del carácter de Dios, de Su
soberanía y omnisciencia.

La voluntad de Dios y la redención


La Biblia dice que Dios “no quiere que ninguno se
pierda” (2P 3:9, RVC). ¿Qué significa ese texto? Hay al
menos cuatro maneras de interpretar este texto y no es

posible que todas sean correctas. El primer problema es

el significado de la palabra querer —Su voluntad. La

Biblia describe la voluntad de Dios de varias maneras. El


uso más frecuente se refiere a (1) Su voluntad decretiva,
(2) Su voluntad preceptiva, y (3) Su voluntad de

disposición
Su voluntad decretiva en ocasiones se llama la voluntad

soberana y eficaz de Dios, lo que significa que aquello


que Él decrete debe ocurrir con seguridad. Si Dios
decreta soberanamente que algo suceda, sucederá con
toda certeza. Su voluntad decretiva es irresistible.

La voluntad preceptiva se refiere a los preceptos o


mandamientos de Dios, las leyes que manda cumplir a
sus criaturas. Es posible que nosotros violemos Su
voluntad preceptiva. Es decir, somos capaces de pecar,
de desobedecer Su ley. No podemos hacerlo y quedar
impunes, pero tenemos la capacidad de desobedecer.

Aquí se presenta la diferencia entre poder y permitir.


Poder se refiere a la capacidad de algo, permitir se refiere

a tener el permiso, la posibilidad de hacer algo.


Tabla 8.2

La voluntad de Dios

La voluntad soberana
Voluntad decretiva No se puede resistir
y eficaz de Dios

Los preceptos,
Voluntad preceptiva Se puede resistir
mandamientos de Dios

Voluntad Aquello que a Dios


Se puede resistir
de disposición le place y deleita

La voluntad de disposición, mencionada en la Escritura,


se refiere a aquello que a Dios le complace o deleita. Si

aplicamos estos diferentes conceptos de la voluntad de


Dios a 2 Pedro 3:9, obtenemos resultados diferentes:
1. Dios no quiere (es Su voluntad en el sentido
soberano, decretivo) que ninguno se pierda. Esto
implicaría que cada persona será redimida, que ninguna

persona perecerá. Esta interpretación dice más de lo que


el arminiano o semipelagiano quiere decir, pues afirma
el universalismo y eso sitúa al texto en directa
contraposición con todo lo que la Biblia enseña sobre el
particularismo.
2. Dios no quiere (no es Su voluntad en un sentido
preceptivo) que ninguno se pierda. Eso quiere decir que
Dios prohíbe, en un sentido moral, que alguien se pierda.

Perderse sería un acto de desobediencia o pecado. Ahora

bien, es cierto que cualquiera que se pierda lo hace por

quebrantar la ley y es culpable de múltiples actos de


desobediencia. Es posible interpretar el texto de esta
manera, pero es una alternativa improbable. Es un golpe

a la lógica decir que el texto meramente quiere decir que


Dios no “permite” que ninguno se pierda.

3. Dios no quiere (no es Su voluntad en el sentido de


Su disposición) que ninguno se pierda. Esto significa
prácticamente lo mismo que otros textos que dicen que
Dios no se deleita en la muerte del pecador. Esto describe

la gracia común y el amor general o benevolencia hacia


la humanidad que Dios tiene. Un juez humano no
disfruta de su tarea al tener que condenar a un culpable a
prisión. No se alegra de impartir castigo, pero aun así
realiza su tarea a fin de preservar la justicia. Sabemos
que Dios no rebosa de alegría cuando muere un malvado,

pero de alguna manera sí está de acuerdo con la muerte


de esa persona. Esto tampoco quiere decir que Dios haga

algo que en realidad no quiere hacer. Dios quiso que Su


Hijo muriera en la cruz. Él lo dispuso, fue Su voluntad, y
lo ordenó. En un sentido, a Dios le plació herir a Su Hijo.

Su placer divino no se origina en la descarga de Su ira

sobre Su amado Hijo, sino en lograr la redención. De las

tres alternativas, esta es la que mejor se ajusta al


contexto global de la Escritura.
Es necesario que le demos atención especial a la

palabra ninguno. Ninguno puede referirse a (1) ninguno


dentro de una categoría universal o (2) ninguno en una

categoría limitada de personas. Aparentemente, el texto


no hace referencia a un grupo específico de personas. Es
por esto que muchos llegan a la conclusión de que
ninguno se refiere a los seres humanos en un sentido

general y universal (aunque de algún modo eso ya es una


categoría restringida puesto que excluye a ángeles y
animales).
El texto completo, sin embargo, sí contiene un
término que da un sentido limitado: “El Señor… nos
tiene paciencia y no quiere que ninguno se pierda, sino

que todos se vuelvan a Él” (2P 3:9). La palabra que define


o restringe es nos (nosotros). Ninguno entonces quiere

decir “ninguno de nosotros”. Esto no resuelve el


problema de una vez puesto que nos podría referirse los
seres humanos (universalmente) o a un grupo específico

de nosotros. Puesto que 2 Pedro fue escrita por un

creyente, cristiano, para creyentes cristianos, entonces

es probable que nos se refiera a los creyentes cristianos.


John Owen escribió:

¿Quiénes son estos de los que escribe el apóstol? Aquellos que habían
recibido “preciosas y grandísimas promesas” (2P 1:4), a quienes llama
“amados” (2P 3:1); a quienes distingue de los “burladores” de “los

últimos días” (2P 3:3); a quienes el Señor tiene en consideración al


disponer aquellos días; de quienes se dice que son “escogidos” (Mt

24:22). Ahora bien, decir que porque Dios no permite que ninguno de

ellos perezca sino que todos vengan al arrepentimiento significa que


esa es Su voluntad para todos los demás en el mundo (incluso a

aquellos que nunca se les revela Su voluntad, ni son llamados al

arrepentimiento, y nunca oyen de la salvación) verdaderamente

resulta ser poco menos que locura y necedad extremas.4

Owen explica que no se refiere a los escogidos por

Dios, de modo que Él no quiere que ninguno de sus


elegidos perezca. En dicho caso, el texto está hablando de
la voluntad de Dios en el sentido decretivo. Dios
soberanamente decreta que ninguno de sus escogidos
perezca. El resultado final es que la meta de la elección
queda asegurada. Todos los escogidos llegan al
arrepentimiento. Todos los escogidos llegan a la fe.

Todos los elegidos son salvos. Ninguno de los elegidos

perece. Este es precisamente el propósito mismo de la

elección, y ese propósito no se ve frustrado.


El decreto de la elección divina es un decreto
soberano. Es completamente eficaz. Dios soberanamente

lleva a cabo todo lo necesario para que los escogidos sean


salvos.

La omnisciencia de Dios
La omnisciencia de Dios quiere decir que Dios conoce

completamente todas las cosas, reales y potenciales. Dios


conoce no solo todo lo que es, sino lo que podría llegar a
ser. Un jugador experto de ajedrez puede ser un ejemplo
de esta clase de omnisciencia, aunque está limitado por
las opciones que ofrece el juego. Él sabe que su rival
puede mover A, B, C o D, y así sucesivamente. Cada

posible jugada genera ciertas contrajugadas. Mientras


más jugadas pueda anticipar el experto, más control

tiene sobre el destino de su partida de ajedrez. Mientras


más alternativas y contra-alternativas se consideren,
más complejo y difícil será el razonamiento requerido.
En la práctica, ningún ajedrecista es omnisciente. Dios

no solo conoce todas las opciones posibles, sino cuáles

realmente ocurrirán. Él conoce el fin antes del comienzo.

La omnisciencia de Dios excluye la necesidad de


aprender o la posibilidad de la ignorancia. Si existiera la
ignorancia en la mente de Dios, entonces la omnisciencia

divina sería una frase vacía, en realidad fraudulenta. El


aprendizaje siempre supone cierto nivel de ignorancia.

Sencillamente no se puede aprender lo que ya se sabe.


Para Dios no existe curva de aprendizaje. Él no tiene
nada que aprender porque no hay lagunas en Su
conocimiento.

Decir que sabemos lo que ocurrirá mañana implica


adivinar a partir de la contingencia. Si le dijera a un
amigo: “¿Qué harás mañana?”, él puede responder:
“Depende”. Esa palabra es un reconocimiento de que hay
eventualidades, y lo que ocurra dependerá de ellas.
Se dice que Dios conoce todas las eventualidades, pero

ninguna de manera contingente. Dios nunca dirá


“depende”. Nada es una eventualidad para Él. Dios

conoce todo lo que ocurrirá porque ordena todo lo que


efectivamente ocurre. Esto es crucial para entender la
omnisciencia de Dios. No es que conozca todo lo que

ocurrirá producto de un excelente trabajo de deducción o

suposición acerca de eventos futuros. Él los conoce con

certeza porque Él los ha decretado.


La Confesión de Fe de Westminster asevera: “Dios, desde
toda la eternidad, por el sapientísimo y santísimo

consejo de Su propia voluntad, ordenó libre e


inmutablemente todo lo que acontece”.5

Esta afirmación se refiere a la eterna e inmutable


voluntad decretiva de Dios. Se aplica a todo lo que
ocurre. ¿Quiere decir esto que todo lo que ocurre es la
voluntad de Dios? Sí. Agustín matizó esta respuesta

añadiendo las palabras “en cierto sentido”. Es decir, Dios


ordena “en algún sentido” todo lo que ocurre. Nada de lo
que ocurre escapa del ámbito de Su voluntad soberana.
El movimiento de cada molécula, el desarrollo de cada
planta, la caída de cada estrella, las decisiones de cada
criatura volitiva, todo esto está sujeto a Su voluntad

soberana. No hay moléculas rebeldes sueltas por el


universo, fuera del control del Creador. Si existiera una

molécula así, podría aguar la eterna fiesta. Tal como un


pequeño guijarro en el riñón de Oliver Cromwell cambió
el curso de la historia de Inglaterra, una molécula

rebelde podría destruir cada promesa que Dios haya

hecho sobre el final de la historia.

Ese “cierto sentido” del que hablaba Agustín a menudo


se describe como la distinción entre la voluntad decretiva
y la voluntad permisiva de Dios. Esta distinción es válida

si se usa debidamente pero está plagada de peligros.


Sugiere una falsa dicotomía. La distinción no es

absoluta: Él decreta permitir aquello que permite. Por


ejemplo, en cualquier momento de mi vida Dios tiene el
poder y la autoridad de irrumpir providencialmente y
restringir mis acciones. En una palabra, Él puede evitar

que yo peque si así lo quisiera. Si no decide evitarlo,


claramente ha elegido “permitir” que yo peque. Este acto
de permitir no equivale a un permiso para que yo peque.
Simplemente quiere decir que Él ha escogido permitir
que eso ocurra en lugar de irrumpir y evitarlo. Puesto
que escoge dejar que ocurra, en cierto sentido lo ordena

o planea así.
Esto manifiesta el decreto pasivo de Dios, que es activo

en relación a Su intención, pero pasivo en cuanto a Su


acción. Esto lo vemos en la doctrina de la concurrencia
providencial: las intenciones de dos partes, Dios y el

hombre, confluyen en un mismo evento. El ejemplo

bíblico más claro que vemos está en la narrativa sobre

José y sus hermanos. La traición de los hermanos no


escapó al ordenamiento divino y soberano. José les dijo a
sus hermanos: “Es verdad que ustedes pensaron hacerme

mal, pero Dios transformó ese mal en bien para lograr lo


que hoy estamos viendo: salvar la vida de mucha gente”

(Gn 50:20).
La Confesión de Fe de Westminster, luego de hablar de
que Dios ordena todo lo que acontece, añade: “Pero de tal
manera que Él no es el autor del pecado, ni violenta la

voluntad de las criaturas, ni quita la libertad o


contingencia de las causas secundarias, sino que más
bien las establece”.6
Las “causas secundarias”, como tales, dependen de una
causa primaria para su potencia. Dios y solo Dios es la
causa primaria en el universo. Él no solo es la primera

causa, en el sentido aristotélico del primero en una larga


cadena de causas. Él es el fundamento de todo poder

causal. La Escritura declara que en Dios “vivimos, nos


movemos y existimos” (Hch 17:28). Dios es la base de
todo ser, toda la vida, todo movimiento. Sin Su poder

para crear y sustentar la vida, ninguna vida es posible.

Sin Su poder de ser, nada podría ser o existir. Sin Su

poder de movimiento (causalidad primaria), nada puede


moverse, cambiar, actuar o provocar efectos. Dios no es
como el primer motor inmóvil de Aristóteles. Will Durant

en una ocasión comparó el dios de Aristóteles con el Rey


de Inglaterra: reina pero no gobierna. Dios no solo reina,

sino que gobierna y lo hace soberanamente.


Las causas secundarias, sin embargo, no son
imaginarias o impotentes. Ejercen un poder causal real.
Nosotros tomamos decisiones reales. No obstante, una

causa secundaria siempre depende de una causa primaria


para su eficacia, que es Dios mismo.
Dios lleva a cabo Su soberana voluntad a través de o
por medio de causas secundarias. “Por medio de” es otra
manera de decir que Dios ordena tanto el fin como los
medios para ese fin.

La doctrina de la expiación limitada descansa en el


propósito o fin específico por el cual Cristo fue a la cruz.

John Owen comenta: “Al hablar del fin de la muerte de


Cristo, nos referimos en general tanto a… lo que el Padre
y Cristo mismo planearon, como a… aquello que

efectivamente se logró y cumplió con Su muerte”.7

La meta de la expiación era salvar a los perdidos.

Cristo amó a Su iglesia y se entregó por ella. Murió para


salvar a sus ovejas. Su propósito era lograr la
reconciliación y redención para Su pueblo.

El propósito último del Padre fue salvar a los


escogidos. Él planificó la expiación que haría el Hijo para

cumplir la meta o fin de la redención. Todo arminiano


estaría de acuerdo con eso. La cuestión es la siguiente:
¿Fue el propósito de Dios hacer de la salvación algo
posible para todos, o hacer de la salvación una certeza

para los escogidos? El objetivo último del plan de


redención de Dios fue redimir a sus escogidos. Para
lograr este fin, estableció los medios. Uno de esos medios
fue la expiación que hizo el Hijo. Otro fue la aplicación
que hace el Espíritu Santo de la expiación en los
escogidos. Dios provee a los escogidos de todo lo

necesario para la salvación, incluyendo el regalo de la fe.


Una vez que hemos comprendido la doctrina de la

depravación total sabemos que nadie se inclina por sí


solo hacia la fe en la obra expiatoria de Cristo. Si Dios no
provee los medios para recibir los beneficios de la

expiación, es decir, la fe, entonces la potencial redención

de todos acabaría en la redención de ninguno.

La intercesión de Cristo
La expiación de Cristo es Su principal obra como nuestro
Sumo Sacerdote, pero no es Su única tarea sacerdotal. Él

también vive como nuestro intercesor ante el Padre. Su


intercesión es otro medio para el fin o propósito que es la
redención de los escogidos. Cristo no solo muere por sus
ovejas, sino que también ora por ellos. Su especial obra

de intercesión tiene un propósito específico. En Su


oración sumosacerdotal Jesús dice:

A los que me diste del mundo les he revelado quién eres. Eran Tuyos;
Tú me los diste y ellos han obedecido Tu palabra. Ahora saben que

todo lo que me has dado viene de Ti... Ruego por ellos. No ruego por
el mundo, sino por los que me has dado, porque son tuyos. Todo lo

que Yo tengo es Tuyo, y todo lo que Tú tienes es Mío; y por medio de

ellos he sido glorificado… Padre santo, protégelos con el poder de Tu

nombre, el nombre que me diste, para que sean uno, lo mismo que

nosotros. Mientras estaba con ellos, los protegía y los preservaba


mediante el nombre que me diste, y ninguno se perdió sino aquel que
nació para perderse, a fin de que se cumpliera la Escritura.

Juan 17:6-12

Jesús intercede a favor de aquellos que el Padre le ha


dado. Es sumamente claro que esto no incluye a toda la

humanidad. El Padre le dio a Cristo un número limitado


de personas. Es por ellos que Jesús ora. Es también por
ellos que Cristo murió. Jesús no ora por todo el mundo.

Lo dice de forma directa y clara. Él ora específicamente


por aquellos que le fueron dados, los escogidos.

Previamente en el Evangelio de Juan, Jesús dice:


“Todos los que el Padre me da vendrán a Mí; y al que a
Mí viene, no lo rechazo. Porque he bajado del cielo, no
para hacer Mi voluntad, sino la del que me envió. Y esta
es la voluntad del que me envió: que Yo no pierda nada

de lo que Él me ha dado, sino que lo resucite en el día


final” (Jn 6:37-39). No hay nada incierto aquí. La obra
redentora lograda por Cristo es nuestra seguridad y no
una mera posibilidad o potencialidad. Es una certeza.
Los semipelagianos de todo tipo niegan que Cristo no
ore por todo el mundo y que Cristo no haya muerto por
todo el mundo. El principal texto al que apelan se
encuentra en la Primera Epístola de Juan: “…si alguno
peca, tenemos ante el Padre a un intercesor, a Jesucristo,
el Justo. Él es el sacrificio por el perdón de nuestros

pecados, y no solo por los nuestros, sino por los de todo

el mundo” (1Jn 2:1-2). A primera vista, este texto parece

deshacer el concepto de expiación limitada al decir


explícitamente que Cristo es la propiciación por los
pecados de “todo el mundo”. Todo el mundo aparece en

contraposición con el “nuestros”. Debemos hacernos


esta pregunta: ¿Qué significa nuestros aquí y qué

significa todo el mundo?


Nuestros podría referirse a los cristianos para
distinguirlos de los no cristianos, creyentes versus no
creyentes. Si esta interpretación es correcta, entonces

Cristo es la propiciación no solo por los pecados de los


creyentes, sino por los de cada persona en todo el
mundo.
Por otro lado, nuestros podría referirse
específicamente a los creyentes judíos. Uno de los temas
centrales en el periodo formativo de la primera iglesia

era el siguiente: ¿Quién debe ser incluido en la


comunidad del Nuevo Pacto? El Nuevo Testamento

insiste en este punto diciendo que el cuerpo de Cristo no


solo incluye a judíos de raza, sino también a samaritanos
y gentiles. La iglesia está compuesta de personas de toda

tribu y nación, de personas provenientes de todo el

mundo, no solo del mundo de Israel.

Existe abundante evidencia que indica que el término


mundo en el Nuevo Testamento a menudo no se refiere a
todo el orbe ni a todos los que viven en el planeta. Por

ejemplo, vemos en Lucas: “Por esos días, Augusto César


promulgó un edicto en el que ordenaba levantar un

censo de todo el mundo” (Lc 2:1 RVC). Sabemos que este


censo no incluyó a los habitantes de China ni
Sudamérica, por lo que “todo el mundo” no se refiere a
cada persona en todo el mundo. Este uso de mundo es

común en la Escritura.
Los semipelagianos también apelan a 2 Corintios
donde Pablo dice que “en Cristo, Dios estaba
reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole
en cuenta sus pecados y encargándonos a nosotros el
mensaje de la reconciliación” (2Co 5:19). Pablo dice que

Cristo “reconcilia al mundo” con Dios, en el modo


indicativo. Luego de eso cambia del modo indicativo al

imperativo: “Reconcíliense con Dios” (2Co 4:20 RVC).


¿Es un mandato para que seamos lo que ya somos?
Claro está, la propiciación de Cristo en la cruz es

ilimitada en su suficiencia o valor. En ese sentido, Cristo

hace expiación por todo el mundo. Pero la eficacia de esa

expiación no se aplica a todo el mundo, ni tampoco su


diseño final.
El propósito último de la obra expiatoria se halla en el

propósito último o la voluntad de Dios. El propósito o


designio no incluye a la totalidad de la raza humana. Si

así fuera, ciertamente toda la raza humana sería


redimida.
E
l concepto de gracia irresistible (el cuarto punto
del acróstico TULIP) está estrechamente ligado a

la doctrina de la regeneración y del llamado eficaz.


Cuando John H. Gertsner era estudiante universitario,
tomó un curso de teología con John Orr, uno de los más
instruidos y connotados académicos estadounidenses de

principios del siglo XX. Durante una de las clases, Orr


escribió en la pizarra en letras grandes: la regeneración
antecede a la fe. Esto dejó a Gerstner aturdido. Estaba
seguro que el profesor había cometido un error y sin
querer había invertido el orden de las palabras al

escribir. ¿Acaso hay algún cristiano que no sepa que la fe


es el prerrequisito para la regeneración, que uno debe
creer en Cristo para nacer de nuevo?

Tabla 9.1
El cuarto pétalo del "TULIP"
1 Depravación total La corrupción radical de la humanidad
2 Elección incondicional La elección soberana de Dios
3 Expiación limitada El sacrificio con propósito de Cristo
4 Gracia irresistible El llamado eficaz del Espíritu
5 Perseverancia de los santos La divina preservación de los santos

Este fue el primer encuentro de John Gerstner con la


teología reformada, y lo remeció. Nunca había

considerado la posibilidad de que la regeneración viniera


antes de la fe y no después o como resultado de la fe. Una

vez que hubo escuchado el convincente argumento de su


profesor, Gerstner se convenció y su vida tomó un

rumbo totalmente distinto.


Esto suele ser algo así como un patrón común en los
calvinistas. Roger Nicole declaró: “Todos nacemos
pelagianos”. Al convertirnos a Cristo, nuestras
tendencias pelagianas no se curan instantáneamente.

Desde los primeros días de nuestra conversión, nuestro


pelagianismo es reforzado por varios flancos. Lo
acarreamos al salir del paganismo, y el mundo secular
alrededor lo refuerza con la visión humanista de la
libertad humana y la bondad inherente. En la iglesia

estamos ampliamente expuestos al arminianismo, el cual


ha tenido dominado al evangelicalismo estadounidense
desde la época de Charles Finney.
Durante el debate sobre la justificación en el siglo XVI,
Martín Lutero escribió una controvertida obra llamada

La cautividad babilónica de la iglesia. Este libro compara a

la Iglesia Católica Romana con la Babilonia pagana de la

antigüedad. Si Lutero estuviera vivo hoy, sospecho que


escribiría un libro con el título La cautividad pelagiana de
la iglesia. Aunque el arminianismo en rigor es una clase

de semipelagianismo, el elemento “semi” es una capa


muy delgada. El semipelagianismo conserva la esencia

del pelagianismo, y se traspasó al arminianismo y, hasta


cierto grado, se incorporó al dispensacionalismo.
En el ensayo introductorio a una edición reciente de
La esclavitud de la voluntad aparece la pregunta: ¿Qué

debería hacer el lector moderno al leer el clásico de


Lutero?

Estará presto, sin duda, a admitir que es una actuación brillante y


estimulante, una obra maestra del difícil arte de la controversia. Pero

ahora viene la pregunta, ¿es parte de la verdad de Dios lo que plantea


Lutero? Si es así, ¿tiene algún significado para los cristianos hoy en

día? Sin duda al lector le parecerá extraño y desconocido el camino

por el que lo lleva Lutero, un enfoque que muy probablemente el

lector nunca había considerado antes, una manera de pensar que

normalmente tildaría de “calvinista” y pasaría por alto sin demora.


Eso es lo que ha hecho la ortodoxia luterana; y el cristiano evangélico

actual (que lleva algo de semipelagianismo en la sangre) se inclinará a

hacer lo mismo. Pero si dejáramos hablar a la historia y la Escritura,

nos aconsejarían lo contrario.1

Desde la perspectiva del siglo XX, pareciera que el

tema central de la Reforma fue la doctrina de la


justificación. Hasta cierto punto eso es correcto. Pero

más allá de la doctrina de la justificación subyacía una


preocupación más profunda respecto al rol de la gracia
en nuestra salvación, la cual es obra de Dios

completamente y no un logro del hombre.

Históricamente, es simplemente un hecho que Lutero, Calvino y, para


el caso, Zwinglio, Bucer, y todos los teólogos protestantes destacados

de la primera época de la Reforma, tuvieron precisamente la misma

postura. Puede que en otros puntos difirieran, pero cuando se trataba


de explicar la incapacidad del hombre debido al pecado y la soberanía

de Dios en la gracia, estaban totalmente unánimes. Para todos ellos,

estas doctrinas eran la vida misma de la fe cristiana. Un editor actual


de la gran obra de Lutero subraya este hecho: “Cualquiera que acabe

este libro sin haberse dado cuenta de que la teología evangélica se


sostiene o se derrumba con la doctrina de la esclavitud de la voluntad,

lo habrá leído en vano”.2

El solo hecho de que un teólogo, incluso uno de gran


reputación, declare que la teología evangélica “se
sostiene o se derrumba” dependiendo del concepto de la
voluntad humana no lo convierte en una verdad. Aquel
teólogo puede estar usando una hipérbole, como la

proverbial vara en la cabeza de la mula, para atraer

nuestra atención. La hipérbole implica el uso de una

intencionada exageración.
Aquí no hay hipérbole. Según la opinión de los
reformadores magisteriales, la visión que tengamos

acerca de la voluntad y su estado de esclavitud es


absolutamente vital para comprender toda la fe

cristiana. Lutero mismo dijo:

Este es el punto sobre el que descansa el tema crucial que debatimos;


nuestra meta es simplemente investigar qué capacidad tiene el “libre

albedrío”, en qué sentido es el objeto de la acción divina, y cómo se

relaciona con la gracia de Dios. Si no entendemos nada de este tema,


¡en realidad no entendemos nada acerca del cristianismo y estaremos

peor que el resto de las personas en el planeta! Aquel que esté en


desacuerdo con esto debe reconocer que en realidad no es

cristianismo, y aquel que ridiculice o que se burle de esto debe darse

cuenta de que es el mayor enemigo del cristianismo. Puesto que si yo


ignoro la naturaleza, el alcance o los límites de lo que puedo y debo

hacer en cuanto a Dios, también seré ignorante respecto a la

naturaleza, el alcance y los límites de lo que Dios puede hacer en mí —


aunque en realidad Dios obra todo en todos (cf. 1Co 12:6). Ahora bien,

si desconozco las obras y el poder de Dios, entonces desconozco a Dios

mismo; y si no conozco a Dios, no puedo adorarle, alabarle,


agradecerle o servirle, puesto que no sé cuánto de lo que ocurre se

debe a Dios o se debe a mí. Por lo tanto, necesitamos tener en mente

una clara distinción entre el poder de Dios y el nuestro, entre la obra

de Dios y la nuestra, para poder vivir una vida piadosa.3

A menudo se asume que el tema central de la Reforma


fue la justificación. Lutero lanzó sus dardos contra toda
forma de mérito humano. Los reformadores en su

conjunto vieron claramente el vínculo entre la doctrina


de la justificación y la prioridad de la gracia.

La doctrina de la justificación por fe era importante para ellos porque

resguarda el principio de la gracia soberana. Sin embargo, para ellos

en realidad la justificación solo expresaba un aspecto de dicho


principio y no el más profundo. La soberanía de la gracia halló

expresión en el pensamiento de ellos a un nivel aún más profundo, en

la doctrina de la regeneración monergista, es decir, en la doctrina que


afirma que la fe que recibe a Cristo para ser justificado es en sí misma

un regalo del Dios soberano, concedido mediante la regeneración

espiritual en el acto del llamado eficaz. Para los reformadores, la


pregunta clave no era simplemente si Dios justifica al creyente sin las

obras de la ley. Era la pregunta más amplia de si los pecadores en


realidad son totalmente incapaces de salir del pecado, y si se debe

pensar que Dios los salva por medio de la gracia gratuita,

incondicional e invencible. Es decir que no solo los justifica por causa

de Cristo cuando vienen a la fe, sino que también los levanta de la

muerte del pecado por el actuar del Espíritu vivificante para llevarlos
a la fe.4

Para los reformadores era de tal importancia el tema


de nuestra completa dependencia de la gracia para la

salvación, que consideraban cualquier forma de


semipelagianismo como una grave amenaza para el
evangelio:

¿Es nuestra salvación algo que proviene completamente de Dios o


finalmente depende de algo que nosotros hacemos? Aquellos que

afirman esto último (como posteriormente hicieron los arminianos)


niegan la completa incapacidad de salir del pecado y afirman que

después de todo alguna forma de semipelagianismo es cierta. No es de

extrañar entonces, que la teología reformada posterior condenara el


arminianismo por ser en principio un regreso a Roma (porque de

hecho transforma a la fe en una obra meritoria) y una traición a la

Reforma (porque de hecho niega la soberanía de Dios en la salvación


de los pecadores, que era el principio teológico y religioso más

profundo en el pensamiento de los reformadores). A los ojos de la

Reforma, el arminianismo era un abandono del cristianismo


neotestamentario a favor del judaísmo neotestamentario. Esto,

porque confiar en uno mismo para la fe en principio no se diferencia


de confiar en uno mismo en cuanto a las obras. Cada uno es tan no

cristiano y anti-cristiano como el otro.5

Regeneración monergista
La doctrina de la justificación solo por fe fue tema de
debate durante la Reforma en el nivel más profundo de

la regeneración monergista. Debemos explicar este

término. El término monergismo se forma al añadir un

prefijo a una raíz. El prefijo mono se usa con frecuencia


para indicar algo que está solo o es único. La raíz en este
caso viene del verbo “trabajar”. De hecho, la partícula

erg se introduce en nuestro idioma en la palabra energía.


Al anteponer el prefijo a la raíz obtenemos monergia o

monergismo. El monergismo es algo que actúa por sí solo,


es la acción de una sola parte activa.
Monergismo es lo opuesto a sinergismo. El sinergismo
comparte la raíz de monergismo, pero lleva un prefijo

distinto. El prefijo sin proviene del griego y significa


“con”. El sinergismo es un trabajo de cooperación, una
operación conjunta de dos o más partes.
Al conectar el término monergismo con la palabra
regeneración, el resultado es una frase que describe el
acto por el cual el Espíritu Santo actúa en el ser humano

sin la ayuda o cooperación de este último. La gracia de la


regeneración se conoce como gracia operativa. La gracia

cooperativa por otro lado, es la gracia que Dios extiende a


los pecadores y que pueden aceptar o rechazar,
dependiendo de la actitud del pecador.

La regeneración monergista es exclusivamente un acto

divino. El hombre no tiene el poder creativo que Dios

tiene. Solo Dios puede dar vida a alguien que está


espiritualmente muerto. Un cadáver no puede resucitar
por sí solo. Ni siquiera puede cooperar en el proceso.

Solo es capaz de responder después de haber recibido


vida. Más aun, no solo puede responder entonces, sino

que por cierto debe responder. En la regeneración, el


alma del hombre es completamente pasiva hasta que
Dios le da vida. No aporta en nada para revivir, aunque
una vez revivida tiene el poder para actuar y responder.

Quizás un buen ejemplo del poder vivificador


monergista sea la resurrección de Lázaro, historia que
Juan nos relata en su evangelio:

Conmovido una vez más, Jesús se acercó al sepulcro. Era una cueva
cuya entrada estaba tapada con una piedra. “Quiten la piedra”,

ordenó Jesús. Marta, la hermana del difunto, objetó: “Señor, ya debe

oler mal, pues lleva cuatro días allí”. “¿No te dije que si crees verás la
gloria de Dios?”, le contestó Jesús. Entonces quitaron la piedra.

Jesús, alzando la vista, dijo: “Padre, te doy gracias porque me has

escuchado. Ya sabía Yo que siempre me escuchas, pero lo dije por la


gente que está aquí presente, para que crean que Tú me enviaste”.

Dicho esto, gritó con todas Sus fuerzas: “¡Lázaro, sal fuera!”. El

muerto salió, con vendas en las manos y en los pies, y el rostro


cubierto con un sudario. “Quítenle las vendas y dejen que se vaya”,

les dijo Jesús. Muchos de los judíos que habían ido a ver a María y que

habían presenciado lo hecho por Jesús, creyeron en Él. Pero algunos


de ellos fueron a ver a los fariseos y les contaron lo que Jesús había
hecho.

Juan 11:38-46

Lázaro estaba muerto, no estaba gravemente enfermo


o agonizante. Ya era un cadáver en descomposición. El
mal olor de su cuerpo descompuesto le provocó asco a su
hermana Marta. El milagro de su resurrección fue

posible sin ayuda, es decir, sin ungüentos,


medicamentos, etc. El único poder que Cristo usó fue el
poder de Su voz. Él dio una orden; no fue una invitación
o una petición para que saliera de la tumba. Esta fue una
resurrección completamente monergista. Lázaro no

aportó en nada pues estaba completamente muerto.


Algunos pueden sugerir que aunque Cristo proveyó el
poder al comienzo de la resurrección, luego Lázaro tuvo

que responder y salir de la tumba al escuchar la orden de


Jesús de que saliera. ¿No sería eso una obra de
cooperación, de sinergia entre Cristo y Lázaro? Es en este
punto que surge gran parte de la confusión. Es obvio que

Lázaro responde pues sale de la tumba obedeciendo el

mandato de Jesús. Una vez que la vida nueva entró en el

cuerpo de Lázaro, se volvió activo.


La regeneración monergista no tiene que ver con todo
el proceso de redención, sino que se circunscribe al

primer paso hacia la fe. Es cierto que Lázaro actuó.


Respondió. Salió de la tumba. El punto clave es que

ninguna de estas cosas ocurrió mientras seguía muerto.


No respondió al llamado de Cristo sino cuando recibió
vida. Su resurrección antecedió a su salida de la tumba.
Recibió vida antes de responder.

Los arminianos no aprecian esta analogía y reclaman


que estamos comparando peras con manzanas. Es obvio
que en el caso de la muerte física un cadáver no es capaz
de responder o cooperar. Pero hay una diferencia entre
la muerte física y la muerte espiritual. Una persona
muerta físicamente no puede hacer nada físico o

espiritual. Una persona viva físicamente sigue


funcionando biológicamente. Dicha persona es capaz de

actuar, trabajar, reaccionar, tomar decisiones, etc. Puede


asentir a la gracia o no.
Aquí llegamos al último punto de separación entre el

semipelagianismo y el agustinianismo, entre el

arminianismo y el calvinismo, entre Roma y la Reforma.

Es aquí que descubrimos si es que dependemos


completamente de la gracia para la salvación o si es que,
estando en la carne, seguimos esclavos del pecado y

seguimos muertos en pecados, si somos capaces de


cooperar con la gracia de un modo tal que afecte nuestro

destino eterno.
En el concepto reformado, la obra de la regeneración
es algo que hace Dios, y solo Él. El pecador es
completamente pasivo al recibir esta acción. La

regeneración es así un ejemplo de gracia operativa.


Cualquier cooperación que logremos ocurre solo después
de que la regeneración ha sido completada. Nuestra
respuesta es similar a la de Lázaro cuando sale de la
tumba luego de haber sido liberado.
Del mismo modo, nosotros damos un paso fuera de

nuestra tumba espiritual. Nosotros también


respondemos al escuchar el llamado de Cristo. Nuestra

regeneración no excluye esa respuesta, sino que está


diseñada para que nuestra respuesta no solo sea posible,
sino que sea segura. El punto es, sin embargo, que, a

menos que recibamos la gracia de la regeneración, no

responderemos al evangelio en forma positiva, no

podemos hacerlo. Para que respondamos positivamente,


con fe, primero debe ocurrir la regeneración.
El arminianismo revierte el orden de la salvación pues

ubica a la fe antes de la regeneración. El pecador, que


está muerto en pecado y es esclavo del pecado, debe de

alguna manera librarse de sus cadenas, revivir


espiritualmente y ejercer fe para poder nacer de nuevo.
De manera muy concreta entonces, en este esquema la
regeneración no es un regalo, sino una recompensa por

haber respondido a la oferta de la gracia. El arminiano


dirá que en este esquema en realidad la gracia está
primero, puesto que Dios toma la iniciativa y la ofrece
para la regeneración. Dios hace la primera jugada, da el
primer paso. Pero en realidad no es un paso decisivo ya
que este paso se puede ver frustrado por el pecador

mismo. Si el pecador rehúsa cooperar o no asiente a esta


gracia que se le ofrece, entonces la gracia en realidad no

tiene utilidad alguna.


Gracia resistible
Hay una diferencia crucial entre el pelagianismo puro y

el semipelagianismo. En el pelagianismo puro, la gracia

facilita la salvación, pero de ninguna manera es


necesaria. Alguien podría salvarse sin necesidad de la
gracia, ya sea operativa o cooperativa. En el

semipelagianismo, la gracia no solo es útil, sino


necesaria. El pecador necesita la ayuda de la gracia para

poder responder positivamente y acercarse a Dios. Así, la


gracia es necesaria, pero no es eficaz necesariamente

pues es posible resistirla.


A fin de cuentas, el semipelagianismo se deshace del
odioso problema del pelagianismo, pero solo lo aleja un
paso. El semipelagianismo celebra la necesidad de la
gracia, pero al examinar con cuidado, es posible

preguntarse si la diferencia entre el pelagianismo y el


semipelagianismo es en realidad una distinción sin
diferencia.
El problema es el siguiente: Si la gracia es necesaria
pero no eficaz, ¿qué hace que funcione? Es la respuesta
del pecador, aún en la carne, lo que hace que funcione.
¿Por qué es que un pecador responde a la oferta de la
gracia positivamente y otro negativamente? ¿La
diferencia en la respuesta radica en la fuerza de la

voluntad humana, o en alguna medida extra de gracia?

¿Ayuda la gracia al pecador para que coopere, o el

pecador coopera por la fuerza de la carne solamente? Si


es lo último, entonces es pelagianismo puro. Si es lo
primero, sigue siendo pelagianismo puesto que la gracia

solo facilita la regeneración y la salvación.


El semipelagiano dirá “no, no, no”. “Sproul, no has

entendido el punto. El semipelagianismo rechaza al


pelagianismo puro al decir que la gracia es necesaria para
la salvación, no simplemente útil”.
Es verdad, sabemos que eso es lo que dice el

semipelagianismo, pero, ¿cómo funciona esto en la


práctica, según su perspectiva de la regeneración? Si la
carne puede, por sí sola, inclinarse a la gracia ¿qué
necesidad hay de la gracia? Si la gracia de la
regeneración es un mero ofrecimiento y su eficacia
depende de la respuesta del pecador, ¿qué logra la gracia

que ya no esté presente en el poder de la carne?


Lo que la persona no regenerada necesita

desesperadamente para llegar a la fe es la regeneración.


Esa es la gracia necesaria. Es el sine qua non de la
salvación. A menos que Dios cambie la disposición de mi

corazón pecador, nunca escogeré cooperar con la gracia

para recibir a Cristo, con fe. La carne se niega a esto. Si

Dios solo ofrece cambiar mi corazón, ¿qué va a conseguir


eso mientras mi corazón siga enemistado con Él? Si me
ofrece gracia mientras soy esclavo del pecado y estoy en

la carne, ¿de qué me sirve ese ofrecimiento? La gracia


salvadora no es un mero ofrecimiento de regeneración,

de hecho regenera. Esa es la naturaleza generosa de la


gracia: Dios, de manera unilateral y monergista, hace
por nosotros lo que no podemos hacer por nuestra
cuenta.

La frase gracia irresistible, al igual que las demás frases


que componen el acróstico TULIP, puede inducir a error.
Las frases del acróstico son: depravación total, elección
incondicional, expiación limitada, gracia irresistible y
perseverancia de los santos. Si ajustáramos estas frases
con el fin de ser más precisos, tendríamos algo así:

corrupción radical, elección soberana, expiación


definida, gracia eficaz, y preservación de los santos. De

esto resulta el acróstico CEEGP. Pero para no


desperdiciar la referencia a los tulipanes, nos
quedaremos con el original TULIP y nos esforzaremos

por hacer las aclaraciones necesarias.

La gracia irresistible no es tal en el sentido de que el

pecador sea incapaz de resistirla. Aunque el pecador esté


espiritualmente muerto, biológicamente sigue vivo.
Como dice la Escritura, el pecador siempre se resiste al

Espíritu Santo. Es tal nuestra oposición a la gracia de


Dios que haremos todo lo posible para resistir. Gracia

irresistible quiere decir que la resistencia del pecador a la


gracia de la regeneración no puede frustrar el propósito
del Espíritu. La gracia de la regeneración es irresistible
en el sentido de que es invencible.

Puesto que la gracia de la regeneración es monergista y


no requiere de nuestra cooperación, su eficacia está en
ella misma y no en nosotros. No podemos hacer nada
para que sea eficaz; ni tampoco para que sea ineficaz.
Somos tan pasivos al respecto como lo fue Lázaro en su
resurrección o como lo fue el universo en la creación. No

fuimos agentes que cooperásemos en nuestra concepción


biológica o génesis original, ni somos agentes activos en

nuestra regeneración.
La doctrina de la gracia irresistible tiene ese nombre
por su acción monergista y su eficacia. Históricamente

ha recibido el nombre de llamado eficaz.

El llamado eficaz
La Confesión de Fe de Westminster dedica un capítulo

completo a la doctrina del llamado eficaz. Comienza


diciendo:

A todos aquellos a quienes Dios ha predestinado para vida, y a ellos

solamente, le agrada en Su tiempo señalado y aceptado, llamar

eficazmente por Su palabra y Espíritu, del estado de pecado y muerte


en que están por naturaleza, a la gracia y salvación por Jesucristo;

iluminando espiritual y salvíficamente su entendimiento, a fin de que

comprendan las cosas de Dios; quitándoles el corazón de piedra y


dándoles uno de carne; renovando sus voluntades y por Su potencia

todopoderosa, determinándolos hacia aquello que es bueno, y

atrayéndolos eficazmente a Jesucristo; de tal manera que ellos vienen


con absoluta libertad, habiendo recibido por la gracia de Dios la

voluntad de hacerlo.6

El llamado eficaz es tal porque en él, y por medio de él,


Dios logra precisamente lo que se propone: dar vida a las
almas espiritualmente muertas. El llamado se refiere a la
acción interior o secreta del Espíritu Santo en el alma. La
metáfora que usa la Confesión acerca del cambio de un

corazón de piedra a uno de carne proviene directamente

de la Escritura, pero puede ser un poco confusa dado el

uso positivo de la palabra carne.


En la Biblia, carne normalmente se refiere a la
naturaleza que contrasta con el Espíritu. En esta imagen,

sin embargo, la carne no se contrapone al espíritu, sino a


la piedra. En ambos conjuntos de imágenes está en

consideración el mismo concepto, a saber, el paso de


muerte a vida. Sin la regeneración, el corazón o el alma
de la persona es como una piedra cuando se trata de las
cosas de Dios; inerte, incapaz de responder o sentir;

solidificado y calcificado. Es de piedra porque es


moralmente duro. El corazón de piedra es también un
corazón oscuro, sin vida y sin luz. La gracia de la
regeneración transforma el corazón o el alma de algo
frío, duro y sin vida en algo vivo, latiendo, con vida y
capacidad de responder. El corazón cobra vida para las

cosas de Dios. Calvino cita a Agustín diciendo: “Esta


gracia que es impartida en secreto a los corazones de los

hombres, ningún corazón duro la recibe; puesto que la


razón de que esta gracia actúe es para quitar primero la
dureza del corazón. Por lo tanto, cuando la voz de Dios es

oída en el interior, Él mismo quita el corazón de piedra y

pone uno de carne en su lugar. De esa manera nos hace

hijos de la promesa y vasijas de misericordia preparados


para la gloria”.7
El llamado de Dios es efectivo a través de la Palabra y

del Espíritu. Es importante notar cómo la Palabra y el


Espíritu se unen como dos factores vitales en la

regeneración. El Espíritu Santo no actúa aparte de la


Palabra o en contra de la Palabra, sino con la Palabra.
Tampoco la Palabra opera sola, sin la presencia o poder
del Espíritu.

Cuando hablamos del llamado eficaz, no se trata del


llamado externo del evangelio que cualquiera puede
escuchar a través de la predicación. El llamado en
cuestión es el llamado interior, el llamado que penetra y
traspasa el corazón, dándole vida espiritual. Oír el
evangelio ilumina la mente, pero no despierta el alma

hasta que el Espíritu Santo la ilumina y la regenera. El


paso del oído al alma es obra del Espíritu Santo. En ese

proceso se cumple el propósito de Dios y se aplican los


beneficios de la obra de Cristo a los escogidos.
La Confesión de Fe de Westminster habla de cómo el

Espíritu, por Su gran poder, renueva la voluntad y la

determina hacia lo que es bueno. Así es la omnipotencia

de Dios. No es un mero estímulo. El llamado eficaz de


Dios al alma del hombre surge de la fuente de la
omnipotencia. Es el mismo poder que creó el mundo de

la nada y que ahora actúa para nuestra redención. Así


como Dios llama al mundo a la existencia de la nada, nos

llama a la fe salvadora “de la nada”, llamando a los que


no tenemos ninguna virtud espiritual.
La Confesión habla de la determinación de Dios. Esto
no se debe confundir con un determinismo ciego del

destino, o de fuerzas físicas mecánicas. Es la


determinación de un Ser santo y omnipotente decidido a
salvar a Sus escogidos. Dios está determinado a cumplir
Su plan y eso es precisamente lo que hace según la
determinación de Su consejo.
En la frase llamado eficaz el énfasis está en la palabra

eficaz. La Confesión enseña que Dios atrae al pecador a


Cristo, empleando la palabra bíblica “atraer”, pero

modificándola con el adverbio eficazmente. El Espíritu


Santo atrae a la persona de forma eficaz y por lo tanto
siempre logra Su propósito.

El efecto de este llamado interior en el pecador es real.

La regeneración y el llamado eficaz logran un cambio

auténtico en la persona. No es un cambio que


simplemente induce a una cierta conducta que de otro
modo no tendría. La regeneración produce un cambio

real y sustantivo en la naturaleza del individuo. Su


voluntad es renovada y liberada. Queda libre de la

esclavitud del pecado original. La persona recibe una


nueva disposición hacia las cosas de Dios y la fe
salvadora actúa en su corazón. A consecuencia de esta
regeneración, la persona llega a ser una nueva criatura.

La regeneración y el dispensacionalismo
Poco tiempo después de la publicación del libro de John
H. Gerstner, Wrongly Dividing the Word of Truth,8 recibí
consultas de amigos dispensacionalistas que se sintieron

perturbados por lo incisivo de su crítica y por las


acusaciones de que la teología dispensacionalista era

“dudosamente” evangélica. Gertsner se esforzó por


demostrar que el supuesto calvinismo del
dispensacionalismo es en realidad espurio. Él insistió en
el antinomianismo inherente a la noción

dispensacionalista de la gracia y la ley. También,

enfatizó las deficiencias de la doctrina dispensacionalista

de la santificación, que ha generado mucha controversia


en cuanto al señorío de Cristo. Yo había escrito el
prefacio al libro de Gertsner y eso pareció perturbar a

mis amigos más que el libro mismo.


Un amigo que enseña en el Seminario Teológico de

Dallas me llamó por teléfono y me preguntó de manera


muy cortés y sincera cuál pensaba yo que era la cuestión
más seria que separaba a la teología reformada de la
dispensacionalista. Respondí que la diferencia más

importante, al menos en su impacto a largo plazo en la


teología eran, quizás, las diferentes visiones acerca de la
regeneración. Según el dispensacionalismo, cuando el
Espíritu Santo regenera a alguien, en realidad no ocurre
ningún cambio de fondo en la naturaleza de esa persona.
En la visión dispensacionalista, el Espíritu Santo

habita en el creyente pero no necesariamente cambia la


naturaleza del creyente. El creyente tiene que cooperar

con el Espíritu que habita en él para que se logren los


cambios que van de la mano de la santificación. Esto
permite que el creyente esté en un estado de gracia y siga

siendo un “cristiano carnal”, es decir, que ha recibido a

Jesús como Salvador, pero no como Señor. Aunque el

creyente debería recibir a Cristo como Salvador y Señor,


es posible que se someta a Cristo sólo como Salvador.
Existe un debate interno entre los dispensacionalistas

sobre este punto. Algunos plantean que el creyente


inevitablemente se someterá a Cristo como Señor, pero

puede que eso no ocurra de inmediato. El individuo


puede que siga siendo, al menos por un tiempo, carnal.
Para esto apelan al Nuevo Testamento donde Pablo
mismo se denomina carnal y donde a veces los creyentes

son llamados carnales. Ser carnal es actuar según los


deseos de la antigua naturaleza y no según la nueva.
El tema de fondo no es si los cristianos pecan o a veces
actúan de manera carnal. El tema de fondo es si alguien
puede ser completamente carnal y al mismo tiempo estar
regenerado. Algunos dispensacionalistas creen que uno

puede ser completamente carnal y aun así ser cristiano.


Esto supone que la regeneración no implica un cambio

en la naturaleza de la persona. Hay algo que se añade a la


naturaleza humana, a saber la presencia del Espíritu
Santo morando en el interior. Pero el Espíritu puede

cohabitar con el pecador sin cambiar su naturaleza. El

pecador puede seguir siendo completamente carnal, sin

que cambie en nada su esencia.


La crítica de la teología reformada a esta teoría
dispensacionalista sobre el cristiano carnal se basa en la

doctrina reformada de la regeneración. Lo que se re-


genera es la naturaleza de la persona. El corazón del

pecador verdaderamente cambia. Antes de la


regeneración la persona es esclava del pecado, pero
ahora ha sido libertada para una vida nueva. El fruto de
obediencia es inevitable y necesario; es inmediato. Claro

que de ningún modo esa obediencia es perfecta ni


contribuye en algo a la causa de nuestra justificación. La
ausencia de obediencia, por otra parte, señala la ausencia
de regeneración. Una persona completamente carnal es
una persona no regenerada, y una persona no
regenerada es una persona no salvada.

Con frecuencia, en el fondo de esta disputa acecha una


idea semipelagiana acerca de la salvación. Aunque los

dispensacionalistas aseguran ser calvinistas “de cuatro


puntos”, la verdad es que algunos rechazan, junto con la
expiación limitada, la idea de la gracia irresistible.

Analicemos brevemente la enseñanza

dispensacionalista de Zane C. Hodges, quien ha estado en

el centro de esta controversia en torno a Jesús como


Señor y Salvador. En su libro Absolutely Free, Hodges
afirma: “Es un testimonio consistente del Nuevo

Testamento que la Palabra de Dios en el evangelio es lo


que produce el milagro de la regeneración. Ella —y solo

ella— es la poderosa semilla vivificante que echa raíz en


el corazón humano cuando la Palabra se recibe con fe”.9
Hodges deja claro que la regeneración es un milagro.
Es el poder de Dios el que la lleva a cabo, no la fuerza

humana. La pregunta, sin embargo, es ¿cuándo ocurre


este milagro? Según Hodges, ocurre cuando la Palabra es
recibida con fe, por lo que la fe antecede a la
regeneración y es condición necesaria. Esto sitúa a
Hodges de lleno en el lado semipelagiano. Luego Hodges
añade: “¿Qué sucede con aquellos que reciben el agua ['el

agua de vida']? ¿Qué sucede con aquellos que creen en la


invitación ['el que quiera, tome gratuitamente del agua

de la vida' (Ap 22:17)]? A ellos les ocurre un milagro.


Nacen de nuevo. Reciben nueva vida. Al poseer esa vida,
poseen también al Hijo de Dios (1 Jn 5:12). Él es esa vida

(1Jn 5:20c), en efecto, y de ese modo Él mismo vive en

ellos (Col 1:27)”.10 Hodges resume así su planteamiento:

¿Qué le ocurre realmente a alguien cuando cree en la Palabra


salvadora del evangelio? Hay numerosas respuestas a esta pregunta…

Pero al menos hay dos cosas absolutamente fundamentales que jamás


deben olvidarse. Una, es que ocurre un milagroso nuevo nacimiento
en el creyente, por medio del cual recibe la vida misma de Dios. Lo

otro es que el creyente sabe que posee esa vida.11

No cabe duda de que Hodges considera la regeneración


como una consecuencia o resultado de la fe, por lo tanto
la regeneración ocurre a causa de la fe. Para Hodges, la fe
antecede a la regeneración. De esta forma, no solo se

aleja del concepto de gracia irresistible, sino también de


la depravación total. Puesto que describe a la persona no
regenerada como capaz de responder al evangelio con fe,
es imposible que suscriba la doctrina de la incapacidad
moral que es central en la noción reformada de la
corrupción radical o depravación total. Por este motivo,
Gerstner afirma que Hodges y otros que se definen
dispensacionalistas abrazan una forma “espuria” de
calvinismo.
Al hablar del orden de la salvación (ordo salutis), la

teología reformada siempre insistirá en que la

regeneración antecede a la fe. La regeneración antecede

a la fe porque es condición necesaria para la fe. De


hecho, es el sine qua non de la fe. Es importante
comprender que el orden de la salvación se refiere al

orden lógico y no necesariamente al orden temporal. Por


ejemplo, cuando decimos que la justificación es por fe,

no estamos diciendo que la fe es lo primero en ocurrir y


que somos justificados después. Creemos que en el
mismo momento en que la fe se hace presente ocurre la
justificación. No hay un lapso de tiempo entre la fe y la

justificación; ocurren de forma simultánea. Entonces,


¿por qué decimos que la fe antecede a la justificación? La
fe antecede a la justificación en un sentido lógico, no en
un sentido temporal. Desde la lógica, la justificación
depende de la fe y no la fe de la justificación. No es que
tengamos fe porque somos justificados; somos

justificados porque tenemos fe.


De forma similar, cuando la teología reformada dice

que la regeneración antecede a la fe, se refiere a la


prioridad lógica y no temporal. No podemos ejercer una
fe salvadora mientras no hayamos sido regenerados, por

lo que decimos que la fe depende de la regeneración, no

la regeneración de la fe. Hodges, y todos los

semipelagianos, plantean que la regeneración es el


resultado de la fe y por lo mismo depende de ella. Esto
supone que la persona que aún no ha sido regenerada es

capaz de tener fe salvadora.


Nuevamente volvemos a la pregunta sobre el alcance

del pecado original. Si el pecado original implica


incapacidad moral, como aseguran Agustín y los
reformadores, entonces la fe solo puede estar presente
como resultado de la regeneración, y la regeneración

solo puede ocurrir como resultado de la gracia eficaz o


irresistible. Decir que la gracia de la regeneración es
irresistible simplemente equivale a decir que esta gracia,
tan vital para nuestra salvación, es soberana.
Dios entrega esta gracia de forma soberana y libre. Así
es verdaderamente gracia, sin que se mezcle con mérito

humano alguno. Por medio de esta gracia, los cautivos


quedan libres y los muertos en el pecado resucitan con

vida nueva. Esta es la obra visible de la gran misericordia


de Dios, quien se inclina para rescatar a sus hijos del
pecado y la muerte y, tal como lo hizo en la obra de la

creación, toma trozos de barro espiritualmente inertes y

exhala en ellos el aliento que les da vida.

La regeneración es una obra sobrenatural, monergista,


que efectúa lo que Dios pretende. Es la obra sobrenatural
de la re-creación por medio de la cual los muertos

resucitan a un estado de fides viva, una fe viva, y


mediante la cual son salvos y adoptados en la familia de

Dios.
E
l quinto punto del acróstico TULIP es la doctrina
de la perseverancia de los santos. Al igual que los

otros puntos del acróstico, el término perseverancia


puede ser poco claro pues sugiere que el creyente logra
continuar en fe y obediencia por sí solo. Si bien es cierto
que el creyente logra perseverar en fe y obediencia, esto

se debe a la gracia de Dios que actúa en su favor. Es más


exacto hablar de preservación en lugar de perseverancia.
Nosotros podemos perseverar porque Dios nos preserva.
Si solo dependiera de nosotros, nadie lograría
perseverar. Es solo porque Dios nos preserva por Su

gracia que somos capaces de perseverar.

Tabla 10.1

El quinto pétalo del "TULIP"


1 Depravación total La corrupción radical de la humanidad
2 Elección incondicional La elección soberana de Dios
3 Expiación limitada El sacrificio con propósito de Cristo
4 Gracia irresistible El llamado eficaz del Espíritu
5 Perseverancia de los santos La divina preservación de los santos

Una manera sencilla de recordar la esencia de la


doctrina de la perseverancia es aprender este eslogan:

“Si se tiene, nunca se pierde. Si se pierde, nunca se


tuvo”. Esta es una manera ingeniosa de afirmar que un

verdadero cristiano es incapaz de llegar a la apostasía


total y final. Otra manera breve de expresar esta

doctrina es el aforismo “una vez salvo, siempre salvo”.


Esto es lo que en ocasiones se describe como la seguridad
eterna, puesto que pone la atención en el poder duradero
de la salvación efectuada por nosotros y en nosotros por
medio de la obra de Cristo.

La doctrina de la perseverancia se trata de la


permanencia de nuestra salvación. El verbo salvar se
ocupa en la Biblia en diversos tiempos gramaticales:
hemos sido salvados, estamos siendo salvados, seremos
salvos. Existe una dimensión pasada, presente y futura

de la salvación. Nuestra salvación comenzó en la


eternidad, se cumple en el tiempo, y espera la vida
eterna. El Nuevo Testamento nos llama mantenernos
firmes hasta el fin, prometiendo que “el que se mantenga
firme hasta el fin será salvo” (Mt 24:13). Esto se puede

entender como una condición para la salvación o como

una velada promesa de salvación eterna. Perseverar en la

fe es una condición para la salvación futura. Solo los que


perseveren en fe serán salvos eternamente.
Obviamente esto plantea la pregunta, ¿hay alguien

que tenga fe y no persevere hasta el fin y por lo tanto no


sea salvo? La respuesta semipelagiana es sí. El

semipelagianismo enseña que la persona puede tener fe


verdadera, auténtica y salvífica, y aun así alejarse de la fe
y perder su salvación. Esto mismo es lo que enseña la
Iglesia Católica Romana. El sistema teológico

sacramental católico romano establece la penitencia, la


restauración de la salvación de aquellos que han caído.
La penitencia se denomina la “segunda tabla de
salvación para aquellos que han naufragado en la fe”.
Roma prescribe la penitencia para aquellos que han
cometido pecado mortal después de haber recibido la

gracia de la justificación. Este pecado se llama “mortal”


porque mata la gracia de la justificación. Roma distingue

entre pecado mortal y pecado venial. El pecado venial es


real pero no tan serio como para destruir la gracia de la
justificación. Por otro lado, el pecado mortal es tan grave

y atroz que causa que la persona pierda su salvación. Esa

persona puede recuperar su salvación y ser restaurada a

un estado de justificación por medio del sacramento de la


penitencia. Para Roma, como para toda forma de
semipelagianismo, nadie puede tener seguridad absoluta

de que perseverará, excepto unos pocos santos que


reciben una revelación especial al respecto.

La doctrina de la seguridad de la salvación es diferente


a la doctrina de la perseverancia de los santos, pero está
íntimamente ligada a ella. No son iguales pero son
inseparables y la teología reformada cree en ambas.

La seguridad de la salvación
La Confesión de Fe de Westminster declara:

Aunque los hipócritas y las personas no regeneradas vanamente se

engañen con falsas esperanzas y presunciones carnales de estar en el


favor de Dios, y aunque crean que están en el estado de salvación
(cuya esperanza perecerá), quienes verdaderamente creen en el Señor

Jesús y le aman con sinceridad, procurando caminar en buena

conciencia delante de Él, en esta vida pueden estar ciertamente


seguros de que están en el estado de gracia, y pueden regocijarse en la

esperanza de la gloria de Dios, esperanza que nunca los avergonzará.1

La Confesión reconoce que existe la falsa seguridad


que se deriva de un concepto erróneo de salvación o de

supuestos erróneos acerca de la fe individual. La


posibilidad de que haya una seguridad falsa no elimina la

posibilidad de que sí haya una seguridad auténtica. El


apóstol Pedro exhorta a los creyentes a que busquen la
seguridad que promete el evangelio: “Por lo tanto,

hermanos, esfuércense más todavía por asegurarse del


llamado de Dios, que fue quien los eligió. Si hacen estas
cosas, no caerán jamás, y se les abrirán de par en par las
puertas del reino eterno de nuestro Señor y Salvador

Jesucristo. Por eso siempre les recordaré estas cosas, por


más que las sepan y estén afianzados en la verdad que
ahora tienen” (2P 1:10-12).
El llamado del apóstol es a que busquemos esa
seguridad con esfuerzo. Es la seguridad de nuestra

elección la que nos lleva a tener seguridad de nuestra


salvación. Todos los elegidos son salvos, lo que significa
que si podemos estar seguros de que hemos sido elegidos,
entonces estaremos seguros de nuestra salvación. Si es
así, ¿con qué fin nos exhorta el apóstol a que hagamos de
nuestra elección algo seguro? “Si hacen estas cosas”, dice

él, “no caerán jamás”.

¿Qué quiere decir esto? ¿Significa que si logramos

obtener seguridad acerca de la elección nunca


tropezaremos ni pecaremos? Claro que no. La Biblia está
repleta de ejemplos de personas elegidas y salvas que

caen en pecado. La seguridad no es garantía de


perfección. Entonces, ¿en qué sentido es verdad que la

seguridad implica que nunca caeremos? Esto no tiene


una respuesta fácil. ¿Se está refiriendo Pablo a un
tropiezo grave que pueda significar perder la salvación?
Quizás. ¿O es que el apóstol está enfatizando el rol de la

seguridad en el camino constante y seguro hacia la


santificación? Quizás sea esto a lo que Pedro se refiere
entonces cuando habla de jamás y quizás se trate de una
hipérbole apostólica. No lo sé con seguridad.
Algo sí es seguro. Hay un vínculo definitivo entre
nuestra seguridad y nuestra santificación. Aquel que no

tiene seguridad de salvación es vulnerable a miles de


amenazas para su crecimiento personal. El cristiano

seguro de su salvación está libre del temor paralizante


que puede coartar el crecimiento personal. Esto porque
sin la seguridad seremos asaltados por la duda y la

incertidumbre acerca de las promesas de Dios, promesas

que operan como un ancla para nuestras almas.

Por eso es de suma importancia que los nuevos


creyentes tengan seguridad de su salvación personal. Tal
seguridad es un estímulo potente para el crecimiento en

la fe hacia la madurez. La Confesión de Fe de Westminster


añade:

Esta certeza no es una simple persuasión conjetural y probable,

basada en una esperanza falible. Es, más bien, una seguridad infalible

de fe, fundada en la verdad divina de las promesas de salvación, en la


evidencia interna de aquellas gracias a las cuales estas promesas se

refieren, en el testimonio del Espíritu de adopción que testifica a

nuestro espíritu de que somos hijos de Dios: Espíritu que es las arras
de nuestra herencia y con el cual somos sellados para el día de la

redención.2

Esta parte de la Confesión está llena de contenido


teológico vital. Primero, veamos el contraste entre la

conjetura y la certeza. La certeza de nuestra seguridad


descansa en una base infalible, y dicha base no es nuestra
infalibilidad, sino la de Aquel que la otorga. Se basa en
una verdad que es divina, una verdad que proviene de
Dios mismo y que descansa en las “promesas de

salvación”. Sabemos que todos los seres humanos por

naturaleza rompemos pactos, rompemos promesas,

rompemos juramentos y dejamos votos sin cumplir.


Todos somos capaces y culpables de tales violaciones de
la santidad de la verdad. Pero, a diferencia de la

humanidad caída, Dios siempre cumple Su pacto. Él es


incapaz de mentir, nunca rompe un voto, un juramento

o una promesa. Nadie es capaz de cumplir promesas


como Él. Sus promesas fueron registradas con claridad
en la sagrada Escritura, y esas promesas son
corroboradas y confirmadas internamente por el

testimonio veraz y seguro del Espíritu Santo mismo,


quien no solo es santo, sino que ciertamente es el
Espíritu de Verdad.
La Confesión alude a dos afirmaciones que aparecen
en el Nuevo Testamento en cuanto a la obra del Espíritu
Santo en nuestras vidas: Él es las arras (garantía o

depósito) de nuestra herencia y nos sella para el día de la


redención. El término arras viene del ámbito comercial.

En la actualidad, en el caso de comprar una vivienda o


una propiedad, pagamos una garantía o depósito para
demostrar que estamos dispuestos a pagar el total de la

deuda.

Hay ocasiones en que aquel que ha pagado un depósito

o garantía rompe el acuerdo y no paga el resto de la


deuda. Ese acto desmiente su promesa inicial de pagar.
Pero el Espíritu Santo de Verdad jamás se puede

retractar de una promesa. Cuando Dios nos da la


garantía de Su Espíritu es porque promete que terminará

lo que ha comenzado. Su promesa de completar el


acuerdo en el futuro no fallará. Cuando Dios da Su
garantía nada puede anularla.
Junto con recibir “las arras de nuestra herencia”

somos “sellados” por el Espíritu. Este concepto viene de


la antigua costumbre de sellar los documentos especiales
del rey. La autenticidad de un documento se probaba
colocando el sello del anillo del rey en cera o lacre,
dejando una marca indeleble que señalaba la propiedad y
autorización del rey. De cierto modo, el Espíritu cumple

ese rol de sello del Rey divino. Él deja una marca


indeleble en nuestras almas que indica que le

pertenecemos. También se podía usar un sello para


prohibir la entrada; por eso fue que sellaron la tumba de
Cristo para evitar que los ladrones la profanaran. Del

mismo modo, nosotros somos sellados para evitar que el

maligno nos arrebate de los brazos de Cristo.

Estas promesas de Dios, el testimonio interno del


Espíritu Santo, la garantía del Espíritu y el sello del
Espíritu, forman en conjunto la sólida base en la que se

afirma la completa seguridad de salvación del creyente.

Seguridad y santificación
La Confesión de Fe de Westminster agrega:

Esta seguridad infalible no pertenece a la esencia de la fe. Así, pues,

puede ser que un verdadero creyente tenga que esperar por mucho
tiempo y luchar con muchas dificultades antes de ser partícipe de esta

seguridad. Sin embargo, estando capacitado por el Espíritu Santo

para conocer las cosas que Dios le da gratuitamente, el creyente puede


obtenerlas por el uso correcto de los medios ordinarios, sin una

revelación extraordinaria. Por lo tanto es deber de cada uno poner


toda diligencia para asegurar su llamamiento y elección, para que así

su corazón se ensanche de gozo y paz en el Espíritu Santo, en amor y

gratitud a Dios, y en fortaleza y alegría en los deberes de la

obediencia, que son los frutos propios de esta seguridad; pues está

muy lejos de inducir a los seres humanos a la negligencia.3


Los teólogos que redactaron la Confesión dejaron claro
que la seguridad de salvación no es una condición

necesaria para la salvación. No tenemos que saber que

somos salvos para serlo. Esto es lo que la Confesión

quiere decir cuando menciona que la seguridad de


salvación “no pertenece a la esencia de la fe”. La
seguridad es fruto de la fe y puede, de hecho debe, ir

junto con la fe. Pero la seguridad no es esencial para la fe


salvífica puesto que podemos ser salvos sin tener

seguridad. Por otro lado, la confianza personal en Cristo


es esencial en la fe salvífica. Cualquier tipo de fe que no
incluya esta confianza no es fe salvífica porque le falta
este elemento esencial.

Aunque la seguridad no es esencial en la fe, sí es


extremadamente importante. Aquí nos puede ayudar la
antigua distinción entre el ser o esse de algo, y el estar
bien o bene esse de algo. La seguridad de la salvación no
pertenece a la esencia o ser (esse) de la vida cristiana,
pero sí pertenece al estar bien (bene esse) o bienestar de la

vida cristiana. La seguridad de salvación es importante


porque está vinculada a nuestro crecimiento en

santificación.
La completa seguridad no es un fruto automático de la
conversión ni tampoco es, necesariamente, un fruto

inmediato. El creyente puede estar en un estado de

gracia salvífica por mucho tiempo antes de tener

seguridad. No obstante, tener esa seguridad no es una


posibilidad lejana; es totalmente alcanzable y
ciertamente deseable. La seguridad de salvación significa

un gran beneficio para el creyente; no obstante, es


también un deber buscarla. La Confesión alude a la

instrucción apostólica de hacer de nuestra elección y


llamado algo seguro.
El creyente debe ir en pos de la seguridad “para que así
su corazón se ensanche de gozo y paz en el Espíritu

Santo, en amor y gratitud a Dios, y en fortaleza y alegría


en los deberes de la obediencia”, tal como lo declara la
Confesión. La seguridad está conectada al fruto del
Espíritu Santo y dicho fruto es la esencia misma de
nuestra santificación. Por lo tanto, tener esa seguridad
no nos lleva a una falsa confianza en Sion, ni a una

espiritualidad arrogante, ni mucho menos a una vida


licenciosa. Más bien promueve cosas como el amor y la

gratitud hacia Dios. Estos dos elementos, amor y


gratitud, son la motivación de la obediencia cristiana. G.
C. Berkouwer, profesor mío de posgrado, comentó una

vez en clase: “La esencia de la teología es la gracia; la

esencia de la ética es la gratitud”. Berkouwer aludía a la

inseparable relación entre la obediencia cristiana y la


gratitud por haber sido salvado por gracia.
La Confesión concluye diciendo:

La seguridad de la salvación de los verdaderos creyentes puede ser


sacudida de diferentes maneras, disminuida e interrumpida debido a
la negligencia para preservarla, por caer en algún pecado específico

que hiere la conciencia y contrista al Espíritu; o por una tentación

repentina y vehemente, porque Dios les retira la luz de Su rostro,


permitiendo, inclusive, que los que le temen caminen en tinieblas y

no tengan luz. Sin embargo, los verdaderos creyentes nunca son

totalmente destituidos de la simiente de Dios, y de la vida de la fe, de


aquel amor de Cristo y de los hermanos, de aquella sinceridad de

corazón y conciencia del deber, de las cuales, esta seguridad puede ser
revivida a su debido tiempo, por medio de la operación del Espíritu

que, mientras tanto, sostiene a los verdaderos creyentes para no caer

en total desesperación.4

Esta sección revela con claridad que los teólogos de la

Confesión no separan la teología de la vida cristiana y


con sus palabras muestran una gran comprensión de las
múltiples tentaciones que enfrenta el cristiano común y
corriente. Ellos reconocen que la seguridad no es algo

grabado en cemento, incapaz de aumentar o disminuir,

pues nuestra seguridad puede verse fácilmente afectada

y remecida; puede ser incluso intermitente pues es


vulnerable al pecado especialmente.
¿Qué cristiano no ha pasado por lo que Lutero llama el

Anfectung, el “desenfrenado ataque” de Satanás? A


diario nos enfrentamos a muchas tentaciones, algunas de

ellas muy graves en naturaleza e intensidad, y a menudo


sucumbimos a ellas. El pecado es el gran enemigo de la
seguridad, y cuando pecamos nos preguntamos: “¿Cómo
puede hacer algo así un cristiano verdadero?”. En ese

momento debemos correr a Cristo en confesión y


arrepentimiento, pidiendo Su perdón y buscando
nuestro solaz en el Consuelo de Israel. Solo Él nos puede
devolver el gozo de la salvación y la seguridad de esa
salvación.
Cuando nuestra conciencia ha sido gravemente

herida, puede que caigamos en lo que los santos de


antaño han llamado “la oscura noche del alma”. Esta

condición es indeciblemente horrible para el creyente y


no va acompañada de un glorioso sentido de la presencia
de Dios, sino por una terrible sensación de Su ausencia.

Podemos sentirnos totalmente abandonados por Dios y

nuestro espíritu se puede acercar al borde del abismo del

infierno. Ahí experimentamos lo que describe Pablo:

Pero tenemos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan

sublime poder viene de Dios y no de nosotros. Nos vemos atribulados


en todo, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados;
perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos.
Dondequiera que vamos, siempre llevamos en nuestro cuerpo la

muerte de Jesús, para que también Su vida se manifieste en nuestro

cuerpo. Pues a nosotros, los que vivimos, siempre se nos entrega a la


muerte por causa de Jesús, para que también Su vida se manifieste en

nuestro cuerpo mortal. Así que la muerte actúa en nosotros, y en


ustedes la vida. Escrito está: “Creí, y por eso hablé”. Con ese mismo

espíritu de fe también nosotros creemos, y por eso hablamos. Pues

sabemos que aquel que resucitó al Señor Jesús nos resucitará también
a nosotros con Él y nos llevará junto con ustedes a Su presencia. Todo

esto es por el bien de ustedes, para que la gracia que está alcanzando a

más y más personas haga abundar la acción de gracias para la gloria


de Dios. Por tanto, no nos desanimamos. Al contrario, aunque por

fuera nos vamos desgastando, por dentro nos vamos renovando día

tras día.
2 Corintios 4:7-16

Pablo habla de verse atribulado en todo, pero no


abatido; perplejo, pero no desesperado. Cuando pasamos
por la oscura noche del alma, nos acercamos mucho a la

desesperación. Al tener alguna seguridad de salvación, a

ella nos aferraremos con dientes y uñas. La

desesperación se agolpa sobre nosotros pero al final no


logra consumirnos. Aunque la luz de la presencia de Dios
se encuentre atenuada, no se ha apagado por completo.

El Espíritu siempre guarda un rayo de esperanza para


nuestra atribulada alma, no importa lo débil que parezca

ese rayo en el momento. El cristiano puede sentir que su


corazón desmaya, pero finalmente no pierde el ánimo
del todo. Aunque el hombre exterior va pereciendo, el
hombre interior se renueva día a día.

El ancla del santo es su experiencia de la gran


misericordia de Dios cada mañana. Aunque la seguridad
se desplome por un tiempo, el Espíritu Santo la revive
una y otra vez. Aun cuando entristezcamos al Espíritu
Santo y seamos disciplinados por el Padre, el Espíritu no
es vengativo, sino que expresa pesar por nuestro pecado

sin destruirnos ni abandonarnos al infierno. El Padre


corrige a quienes ama y los trae a la plenitud de la

salvación.
Los puritanos tenían una profunda preocupación
respecto a la seguridad y su relación con la vida

cristiana. Ellos hacían eco de lo que plantea la Confesión

de Fe de Westminster. Rehusaban plantear la justificación

como algo que dependa de la seguridad, sino que en lugar


de eso insistían en una relación orgánica entre la fe que
justifica y la seguridad. Joel. R Beeke escribió en su

maravillosa obra Assurance of Faith:

Esta distinción entre fe y seguridad tuvo profundas implicancias

doctrinales y pastorales para los puritanos. Plantear que la

justificación depende de la seguridad implicaría empujar al creyente a


confiar en algo subjetivo en lugar de confiar en la suficiencia de un

Dios trino para la salvación. Esa clase de confianza no solo no es sana


doctrina, sino que provoca efectos pastorales adversos. Dios no

requiere de nosotros una fe perfecta y completa, sino una fe “no

fingida”. El cumplimiento de las promesas de Dios depende de la


justicia de Cristo y no del grado de seguridad del que cree. John

Downame comenta que si la salvación dependiera de la absoluta

seguridad de la fe, muchos se desesperarían por el hecho de que la


“paralítica mano de la fe no recibiría a Cristo”. Felizmente, la

seguridad de la salvación no reside en la seguridad que el creyente

tiene de su salvación puesto que “no todos los creyentes tienen la


misma seguridad de la gracia y el favor de Dios, ni tampoco la tienen
todo el tiempo”. Desde una perspectiva pastoral, es vital entender que

la fe que justifica y la experiencia de la duda a menudo coexisten.5


La perseverancia en la salvación
Ya hemos visto el estrecho vínculo entre la seguridad de

la salvación y la perseverancia en la vida cristiana.

También debemos recordar que no debemos


confundirlas ni tratarlas como lo mismo. Es importante
diferenciarlas sin separarlas. La seguridad es nuestra

confianza subjetiva en la salvación presente y, por lo


tanto, en la salvación futura.

Algunos creen que el creyente puede tener seguridad


acerca de su estado actual, pero no tener seguridad

acerca de su estado futuro. La persona puede sentirse


confiada de que en determinado momento se halla en un
estado de gracia, pero no tiene seguridad de que
permanecerá en ese estado. Entonces hay quienes creen
que es posible caer de la gracia y perder la salvación que

uno disfruta en el presente.


La fe reformada cree que sí podemos tener seguridad,
no solo de nuestro estado actual de salvación, sino
también de permanecer en ese estado. Esa seguridad en
cuanto al futuro descansa en la doctrina de la
perseverancia de los santos. La Confesión de Fe de
Westminster declara:
A quienes Dios ha aceptado en Su Amado, y que han sido llamados

eficazmente y santificados por Su Espíritu, no pueden caer ni total ni

definitivamente del estado de gracia, sino que ciertamente han de

perseverar en Él hasta el fin, y serán salvados eternamente.6

Nosotros somos aceptados en “el Amado”, que


obviamente se refiere a Cristo. La razón de nuestra
justificación es el mérito de gracia que no es un mérito

de mero valor pasajero, sino un mérito de un valor y


eficacia eternos que persevera en nuestro lugar.

Asimismo, nuestra elección es en Cristo, por lo que no


hay absolutamente ningún peligro o posibilidad de que
Él pierda lo que ha elegido. Porque, ¿perderá Él a
aquellos que Dios ha elegido en Él y con Él?

La Confesión afirma que los elegidos (aquellos que


Dios ya ha aceptado en Cristo) no pueden caer o alejarse
del estado de la gracia, de forma total y definitiva. El
término pueden se refiere a la capacidad, por lo que tal
afirmación significa que es imposible que los escogidos
se alejen de la gracia de manera absoluta. Pero sí es

posible que el creyente experimente una caída grave. En


la Escritura vemos numerosos ejemplos de creyentes que

cayeron en graves pecados, como David y Pedro. Aunque


su caída fue terrible, en ningún caso fue total ni
definitiva. Ambos fueron restaurados al arrepentimiento

y la gracia. Los creyentes pueden experimentar caídas

radicales, pero estas serán temporales y pasajeras.

Todos conocemos casos de personas que alguna vez


profesaron fe en Cristo y mostraron gran celo por Él, y
luego rechazaron su fe y se alejaron de Cristo. ¿Qué

hacemos con esos casos? Hay dos posibilidades.


La primera posibilidad es que su profesión de fe no fue

auténtica, pues confesaron a Cristo con sus bocas y luego


cayeron en una real apostasía de esa confesión. Son
como la semilla que cayó en suelo poco profundo, la
semilla germinó rápido, pero se marchitó y murió (Mt

13:5-6). La semilla nunca echó raíces realmente. Hubo


algunas señales externas de conversión, pero esta no fue
genuina. Estas personas son como los que honraban a
Cristo con sus bocas, pero sus corazones estaban lejos de
Él (Mt 15:7-8). Su fe fue espuria desde un comienzo.
En esta categoría claramente podemos ubicar a Judas

(Jesús declaró que él había sido del diablo desde un


comienzo), y a aquellos de quienes Juan dice:
Aunque salieron de entre nosotros, en realidad no eran de los

nuestros; si lo hubieran sido, se habrían quedado con nosotros. Su

salida sirvió para comprobar que ninguno de ellos era de los nuestros.
Todos ustedes, en cambio, han recibido unción del Santo, de manera

que conocen la verdad. No les escribo porque ignoren la verdad, sino

porque la conocen y porque ninguna mentira procede de la verdad.


¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Es el
anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo no

tiene al Padre; el que reconoce al Hijo tiene también al Padre.


Permanezca en ustedes lo que han oído desde el principio, y así
ustedes permanecerán también en el Hijo y en el Padre. Esta es la
promesa que Él nos dio: la vida eterna.
1 Juan 2:19-25

Juan reconoce que algunos efectivamente se alejaron

de los creyentes y eran apóstatas. Pero Juan asegura que


no eran “de nosotros”. Su partida dejó al descubierto su
realidad y eso contrasta con los que son ungidos por
Dios, aquellos en quienes habita la Palabra. Si la Palabra
verdaderamente habita en alguien, esa persona

permanecerá en Cristo y recibe la promesa de la vida


eterna.
La segunda explicación posible respecto a aquellos que

hacen una profesión de fe, dan muestras externas de


conversión y luego rechazan la fe, es que en realidad son
creyentes que han caído en seria apostasía pero en algún
momento, antes de morir, se arrepentirán de su pecado y

serán restaurados. Si llegaran a persistir en su apostasía

hasta el momento de morir, entonces su caída de la

gracia fue total y definitiva, lo que demuestra que nunca


fueron verdaderos creyentes.
La postura semipelagiana plantea una tercera opción:

que tales personas se convirtieron verdaderamente,


tuvieron verdadera fe y fueron salvos y luego se alejaron

de la fe y finalmente se perdieron. Esta noción niega la


doctrina de la perseverancia de los santos pues abre la
posibilidad de que personas que de verdad recibieron la
salvación la pierdan total y definitivamente.

La perseverancia y la preservación
La Confesión de Fe de Westminster también agrega:

Esta perseverancia de los santos no depende de su propio libre

albedrío, sino de la inmutabilidad del decreto de elección, que fluye


del amor gratuito e inmutable de Dios el Padre; de la eficacia del
mérito e intercesión de Cristo Jesús, de la permanencia del Espíritu y

de la simiente de Dios dentro de ellos; y de la naturaleza del Pacto de

Gracia. De todo esto, surge también la certeza e infalibilidad de la


perseverancia.7

La perseverancia de los santos también se puede


describir, y quizás con mayor precisión, como la

preservación de los santos, según aclara la afirmación de


los teólogos de Westminster. El creyente no persevera
por la fuerza de su sola voluntad. La gracia preservadora

de Dios hace de nuestra perseverancia una posibilidad y


un hecho. Aun el individuo regenerado, con una
voluntad liberada, seguirá siendo vulnerable al pecado y
la tentación y, dado que el poder residual del pecado

sigue siendo tan fuerte, con toda probabilidad el


creyente caería si no fuera por la ayuda de la gracia. Pero
el decreto de Dios es inmutable y Su propósito soberano
de salvar a Sus escogidos desde la fundación del mundo
no se ve frustrado por nuestra debilidad.

Aunque la Biblia no dijera nada respecto a la


perseverancia, lo que sí dice respecto a la gracia de Dios
en la elección bastaría para convencernos acerca de la
doctrina de la perseverancia. Pero la Biblia no guarda
silencio en estos temas, pues declara claramente y con
frecuencia que Dios terminará lo que ha comenzado en
nosotros y para nosotros. Por ejemplo, Pablo asegura:
“Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de

ustedes. En todas mis oraciones por todos ustedes,

siempre oro con alegría, porque han participado en el

evangelio desde el primer día hasta ahora. Estoy


convencido de esto: el que comenzó tan buena obra en
ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo

Jesús” (Fil 1:3-6).


Notemos que Pablo pone el acento en Dios y no en el

hombre al decir que “el que comenzó tan buena obra en


ustedes la irá perfeccionando”. Lo que Dios comienza, lo
termina. Su obra no queda suspendida como si fuera una
sublime sinfonía inconclusa. Cristo es el autor y

consumador de nuestra redención y nosotros somos la


obra de Sus manos. Como un experto artesano, jamás
necesita destruir o desechar alguna parte de Su obra
espiritual por causa de alguna imperfección.
La realidad de que Dios preserva a Sus santos no se
basa en alguna deducción abstracta de Su decreto de

elección, sino que descansa en Su amor libre e


inmutable; un amor duradero, un amor de complacencia

que nada puede disolver. Nuevamente Pablo nos


recuerda:

¿Qué diremos frente a esto? Si Dios está de nuestra parte, ¿quién


puede estar en contra nuestra? El que no escatimó ni a Su propio Hijo,
sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos

generosamente, junto con Él, todas las cosas? ¿Quién acusará a los
que Dios ha escogido? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará?
Cristo Jesús es el que murió, e incluso resucitó, y está a la derecha de

Dios e intercede por nosotros. ¿Quién nos apartará del amor de


Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, la persecución, el hambre, la
indigencia, el peligro, o la violencia? Así está escrito: “Por tu causa
siempre nos llevan a la muerte; ¡nos tratan como a ovejas para el
matadero!”. Sin embargo, en todo esto somos más que vencedores por

medio de aquel que nos amó. Pues estoy convencido de que ni la

muerte ni la vida, ni los ángeles ni los demonios, ni lo presente ni lo


por venir, ni los poderes, ni lo alto ni lo profundo, ni cosa alguna en

toda la creación, podrá apartarnos del amor que Dios nos ha

manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor.


Romanos 8:31-36

La lista de Pablo de todo lo que podría amenazar o


poner en riesgo el amor de Cristo por Sus ovejas es un

ejemplo, no es una lista exhaustiva. Pablo está


ampliando su afirmación general de que nada puede
separarnos del amor de Dios que es nuestro en Cristo
Jesús. Este amor es duradero y permanente; nosotros
perseveramos en la gracia porque Dios persevera en Su
amor hacia nosotros.
Tampoco existe límite para el mérito de la gracia que

Dios nos regala, ni para la perpetua intercesión que

Cristo hace por nosotros. Quizás la mayor fuerza que nos

capacita para perseverar sea la obra de intercesión de


nuestro Sumo Sacerdote por nosotros. El Espíritu Santo
también contribuye a nuestra preservación, pues Él

permanece en nosotros como nuestro sello y garantía, la


semilla de Dios plantada en nuestra alma, y por último la

naturaleza misma del pacto de gracia, por medio del cual


las promesas de Dios están absolutamente garantizadas.
Todas estas garantías tienen su raíz en la idea detrás
de la expresión latina Deus pro nobis, “Dios por

nosotros”. El apóstol lo plantea como una pregunta


retórica: “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra
nosotros?”. La verdad es que hay muchos en nuestra
contra. Nuestra expectativa es que seremos odiados
permanentemente, pues así nos advirtió nuestro Señor.
Satanás y sus secuaces nos detestan. Todos ellos están en

nuestra contra, ya que todos los que son del Anticristo


son anticristianos (entiéndase anti como “contrario a”).

Entonces, cuando Pablo pregunta “¿quién contra


nosotros?”, lo que quiere decir es que nada ni nadie
podrá prevalecer en nuestra contra. El resultado de la

preservación de Dios es que nos transformamos en “más

que vencedores”. Esta frase de tres palabras es la

traducción de una palabra griega, hypernikon (en latín


supervincemus). El prefijo hyper (y super) eleva la idea de
vencedor a su máxima expresión.

Así como la Confesión de Fe de Westminster plantea la


posibilidad de que el creyente pierda su seguridad de

salvación de forma temporal, también la Confesión


reconoce que la perseverancia no siempre es un proceso
sostenido, ascendente, de santificación sin serios
deslices. Los verdaderos cristianos pueden tener graves y

serias caídas, pero no pueden caer definitivamente de la


gracia. La Confesión declara:

Sin embargo, puede ser que los santos caigan en pecados graves,
mediante las tentaciones de Satanás y del mundo, el predominio de la

corrupción que aún queda en ellos, y el olvido de los medios de su


preservación; y que por un tiempo continúen en sus graves pecados:

por lo cual incurren en el desagrado de Dios y contristan Su Santo

Espíritu, llegan a ser, en alguna medida, privados de sus gracias y

privilegios, sus corazones pueden endurecerse y sus conciencias

pueden herirse, pueden herir y escandalizar a otros y traer juicios


temporales sobre ellos mismos.8

Como parte del proceso de santificación, la


perseverancia es una obra sinérgica. Esto quiere decir

que es un esfuerzo compartido entre Dios y nosotros.


Nosotros perseveramos y Dios nos preserva. Podemos
hacer una analogía con los niños. Pensemos en un padre

y su hijo que caminan de la mano por un sendero


peligroso. Hay dos maneras en que pueden tomarse de la
mano. Una es que el niño se aferre de la mano de su
padre. Si se suelta se puede caer. La otra es que el padre

sostenga con firmeza la mano del niño. Solo si el padre lo


suelta se podría caer el niño. En el primer caso la
seguridad del niño depende de la firmeza y constancia
con la que se aferre a su padre. En el segundo caso la
seguridad del niño depende de la firmeza y la constancia

con la que el padre lo sostenga.


Si estiramos la analogía un poco más y decimos que
cuando el niño se suelte de la mano del padre, puede que
el padre lo deje tropezar y se raspe las rodillas. Aunque
con esto el hijo provoque el disgusto del padre, el padre
no lo soltará del todo, y evitará que el niño caiga a un
abismo.
Aunque Dios nos sostiene, nosotros debemos al mismo

tiempo aferrarnos de Él. Somos capaces de soltarnos y de

hecho así ocurre. Por la misma razón tenemos la

responsabilidad de seguir aferrados con toda nuestra


fuerza, aun cuando tenemos la seguridad de que el padre
no dejará de sostenernos. El Nuevo Testamento con

frecuencia nos exhorta a hacer esto y nos advierte de las


consecuencias de soltarnos. Podemos alejarnos de la

gracia, pero no por completo. En ocasiones la Escritura


pareciera prohibir aquello que no es posible y pareciera
ordenar que hagamos lo que también es imposible. Por
ejemplo, nos llama a ser perfectos como nuestro Padre es

perfecto (Mt 5:48). Nadie es capaz de lograr ese nivel de


perfección. ¿Entonces por qué la Escritura habla de esta
manera? Lutero llama a esto el “uso evangélico de la
ley”. Con esto quiere decir que el evangelio nos llama a
esforzarnos con diligencia para cumplir el estándar de la
ley. Este esfuerzo tendrá como resultado que

dependamos cada vez más de la gracia.

El problema de Hebreos
Quizás el texto más debatido en cuanto a la
perseverancia de los santos es uno que se encuentra en el

libro de Hebreos: “Es imposible que renueven su

arrepentimiento aquellos que han sido una vez

iluminados, que han saboreado el don celestial, que han


tenido parte en el Espíritu Santo y que han
experimentado la buena palabra de Dios y los poderes del

mundo venidero, y después de todo esto se han apartado.


Es imposible, porque así vuelven a crucificar, para su

propio mal, al Hijo de Dios, y lo exponen a la vergüenza


pública” (Heb 6:4-6).
El apóstol advierte que algunas personas no podrán
recuperar la salvación luego de ciertas conductas. La

primera pregunta que surge es, ¿de qué clase de personas


está hablando? ¿Son cristianos o no cristianos? A
primera vista pareciera obvio. Se trata de personas que
han sido iluminadas, han gustado del don celestial y han
participado del Espíritu Santo, por lo cual se trata de
creyentes.

Pero hay al menos otra posibilidad que se debe


investigar. El Antiguo Testamento deja claro que no

todos los que estaban en Israel eran de Israel. Es decir,


algunos de los que estaban en la comunidad del pacto no
tenían fe verdadera. También Cristo dijo que en Su

iglesia la cizaña crecería junto al trigo (Mt 13:24-25). Por

esta razón, siempre ha existido una distinción entre los

que pertenecen a la iglesia visible y los que son parte de


la iglesia invisible. Como Agustín sugirió, la iglesia
invisible, el cuerpo de creyentes escogidos, existe

sustancialmente en la iglesia visible. Se llama “invisible”


porque solo Dios puede ver la verdadera condición del

corazón. Para nosotros el alma es invisible.


Todo lo que dice Hebreos 6 se aplica a los que son
miembros de la iglesia visible pero no son verdaderos
creyentes, excepto en un solo caso. En un sentido, todos

los miembros de la iglesia visible han sido iluminados y


han gustado del don celestial. Pero, ¿podemos decir que
un miembro incrédulo se haya arrepentido? La frase
“renueven su arrepentimiento” presupone que al menos
una vez en el pasado sí hubo arrepentimiento. Si el
arrepentimiento es, como lo plantea la teología

reformada, el fruto de la regeneración, entonces el autor


de Hebreos estaría describiendo a personas ya

regeneradas. ¿Será que su arrepentimiento fue espurio


como el de Esaú? Si fuera un arrepentimiento espurio no
tendría sentido, pues no habría razón alguna para

renovar un arrepentimiento de esa clase. Esa referencia

al arrepentimiento me lleva a la conclusión de que el

autor está hablando de cristianos regenerados.


Una conclusión así me deja solo con dos opciones: (1)
es posible que un cristiano regenerado caiga de forma

permanente y eso implica que debemos olvidarnos de la


doctrina de la perseverancia de los santos, o (2) la

advertencia en Hebreos 6 es un ejemplo de lo que Lutero


llama “el uso evangélico de la ley”.
El tema se debe zanjar permitiendo que la Escritura
interprete a la Escritura en lugar de poner un texto en

contraposición a otro. Si el resto de la Escritura es clara


en cuanto a la perseverancia (y creo que lo es), entonces
debemos interpretar lo que es ambiguo a la luz de lo que
no es ambiguo en el resto de la Biblia. Lo implícito
siempre debe ser interpretado a partir de lo explícito, lo
que no es claro a partir de lo que sí es claro. El autor de

Hebreos en ninguna parte asegura que un verdadero


creyente realmente haga aquello que él advierte que no

se debe hacer.
Si ningún creyente puede hacer aquello que él
advierte, ¿qué sentido tiene la advertencia? Aquí

debemos proceder con extremo cuidado. ¿Se trata de una

advertencia real o más bien del planteamiento de un

argumento? Con frecuencia, en el Nuevo Testamento


vemos ejemplos de lo que se conoce como argumento ad
hominem, es decir, un argumento en contra del hombre.

Existen dos tipos de argumento ad hominem, uno válido y


otro no válido. El llamado ad hominem abusivo es el que

ataca a la persona en lugar de la idea. El argumento ad


hominem válido se llama reductio ad absurdum y es el que
toma la premisa del otro y la lleva hasta su conclusión
lógica, que es un absurdo. Pablo usa este tipo de

argumento en 1 Corintios, por ejemplo. El argumento


sigue un patrón de razonamiento con la fórmula “si…
entonces”: “Si Cristo no ha resucitado, [entonces] la fe de
ustedes es ilusoria” (1Co 15:17).
Sería útil si supiéramos quién escribió Hebreos, a
quién le escribió y más importante aún la razón por la

que escribe. No tenemos certeza acerca de cuál es la


situación que amenazaba a los creyentes hebreos. Si el

tema es la herejía judaizante que presentaba una seria


amenaza a la primera iglesia, entonces un argumento ad
hominem tendría sentido. La herejía judaizante empujaba

a los creyentes a volver a las obligaciones que imponía la

ley del Antiguo Pacto, lo que implicaba colocarse

nuevamente bajo la maldición que Cristo ya había


terminado. Esto significaría una forma de repudio tácito
de la expiación de Cristo y crearía la necesidad de un

sacrificio nuevo, una re-crucifixión, pero eso es


imposible. Si alguien realmente volviera al estatus

antiguo, se quedaría sin ningún medio de salvación.


Creo que el autor está planteando precisamente este
caso y no está planteando que un verdadero creyente
pueda en realidad cometer dicho pecado. La afirmación

que el autor hace a continuación refuerza esta


interpretación:

En cuanto a ustedes, queridos hermanos, aunque nos expresamos así,


estamos seguros de que les espera lo mejor, es decir, lo que atañe a la

salvación. Porque Dios no es injusto como para olvidarse de las obras


y del amor que, para Su gloria, ustedes han mostrado sirviendo a los

santos, como lo siguen haciendo. Deseamos, sin embargo, que cada

uno de ustedes siga mostrando ese mismo empeño hasta la realización

final y completa de su esperanza. No sean perezosos; más bien, imiten

a quienes por su fe y paciencia heredan las promesas.


Hebreos 6:9-12

Notemos que el autor dice “aunque…”. Aunque es un

modificador de peso: “Aunque nos expresamos así,


estamos seguros de que les espera lo mejor, es decir, lo

que atañe a la salvación”. El comentario en cuanto a la


forma de expresarse nos debe alertar que es peligroso
adelantar conclusiones sin sustento. Toda esta

advertencia está dada en una cierta “forma de


expresarse”. El autor expresa confianza de que aquellos a
los que él se dirige no harán las cosas sobre las que él
advierte, sino que actuarán conforme a su salvación.

Esta confianza se sitúa en el centro de la doctrina de la


perseverancia de los santos. El Dios que ha comenzado la
buena obra en nosotros la completará hasta el final, es
decir, de forma completa y definitiva, cuando la cadena
de oro de la redención llegue a su último eslabón

decretado.
¡Ay! ¿Mi Salvador sangró?
¿Dio Su vida el Soberano?
¿Entregó Su rostro santo
Por mí, que soy gusano?

¿Gimió Él sobre el madero

por delitos que Yo cometí?


¡Piedad y gracia nunca oídas!

¡Amor profundo y sin medida!

El sol se ocultó en tinieblas

Y allí escondió Su hermosura,


Al morir el Creador poderoso

por el pecado del hombre, la criatura.

Así se oculte mi rostro sonrojado

Cuando aparezca Su cruz amada;


Mi corazón se deshaga en gratitud,
Y mis ojos se fundan en lágrimas.

Pero el llanto nunca pagará


Todo el amor que debo;

Aquí, Señor, te doy mi ser,

Otra cosa hacer no puedo.


Introducción
1. Adolf Harnack, What Is Christianity? [¿Qué es el cristianismo?] trad.
Thomas Bailey Saunders (1901; reimp, Nueva York: Harper & Row, 1957).

2. David Wells, No Place for Truth: or, Whatever Happened to Evangelical


Theology? [No hay lugar para la verdad. O, ¿qué pasa con la teología
evangélica?] (Grand Rapids: Eerdmans, 1993), 95. Traducción solo para este
libro.

3. Wells, No Place for Truth, 97. Ver Ian Ramsey, Models for Divine Activity
[Modelos de la actividad divina] (Londres: SCM, 1973), 1

4. Wells, No Place for Truth, 98.


1. Dios en el centro
1. Martin Luther, What Luther Says: An Anthology [Lo que dijo Lutero: una
Antología], ed. Ewald M. Plass, 3 Vols (St. Louis: Concordia, 1959), 2:551.
Traducción solo para este libro.

2. Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2 Vols., Sexta Edición


(Barcelona: FELIRE, 2006), 1.5.1.

3. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.5.1.

4. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.1.1.

5. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.1.2.

6. Confesión de Fe de Westminster, 2.2.

7. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.1.3.

8. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.5.12-13.


2. Basada solo en la Palabra de Dios
1. Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2 Vols., Sexta Edición
(Barcelona: FELIRE, 2006), 1.7.1

2. Martin Luther, What Luther Says: An Anthology [Lo que dijo Lutero: una
Antología], ed. Ewald M. Plass, 3 Vols (St. Louis: Concordia, 1959), 1:62.
Traducción solo para este libro.

3. Luther, What Luther Says, 1:63. Traducción solo para este libro.

4. Luther, What Luther Says, 1:67. Traducción solo para este libro.

5. Luther, What Luther Says, 1:68. Traducción solo para este libro.

6. Luther, What Luther Says, 1:72. Traducción solo para este libro.

7. Luther, What Luther Says, 1:87. Traducción solo para este libro.

8. Luther, What Luther Says, 1:88. Traducción solo para este libro.

9. National Bureau of Standards es la oficina federal en Estados Unidos que


establece la norma para las unidades de medida de las propiedades físicas de
los elementos. Nota del traductor.

10. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.7.2.

11. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 1.7.3.

12. Luther, What Luther Says, 1:87. Traducción solo para este libro.

13. Luther, What Luther Says, 1:88. Traducción solo para este libro.

14. Luther, What Luther Says, 1:93. Traducción solo para este libro.

15. Luther, What Luther Says, 1:91–92. Traducción solo para este libro.
3. Comprometida con la sola fe
1. Martin Luther, What Luther Says: An Anthology [Lo que dijo Lutero: una
Antología], ed. Ewald M. Plass, 3 Vols (St. Louis: Concordia, 1959), 2:704,
número 5. Traducción solo para este libro.

2. Luther, What Luther Says, 2:704. Traducción solo para este libro.

3. Luther, What Luther Says, 2:703. Traducción solo para este libro.

4. Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2 Vols., Sexta Edición


(Barcelona: FELIRE, 2006), 3.11.2

5. También “satisfacción de obra”. Nota del traductor.

6. Luther, What Luther Says, 2:921. Traducción solo para este libro.

7. Luther, What Luther Says, 2:710. Traducción solo para este libro.

8. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 3.17.12

9. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2:57 (3.11.21).

10. Luther, What Luther Says, 1:522. Traducción solo para este libro.

11. Luther, What Luther Says, 2:714–15. Traducción solo para este libro.
4. Comprometida con el Profeta, Sacerdote y Rey
1. En algunos textos es nombrado como Eutico. Nota del traductor.

2. Confesión de Fe de Westminster, 8.1


5. Apodo: Teología del Pacto
1. Scofield, ed., Scofield Reference Bible [Biblia de referencia Scofield] (Nueva
York: Oxford University, 1909).

2. George Mendenhall, Law and Covenant in Israel and the Ancient Near East
[Ley y pacto en Israel y el Antiguo Cercano Oriente] (Pittsburgh: Biblical
Colloquium, 1955).

3. Meredith Kline, Treaty of the Great King: The Covenant Structure of


Deuteronomy: Studies and Commentary [Tratado del Gran Rey: la estructura
pactual de Deuteronomio. Estudios y comentario] (Grand Rapids, Mich.:
Eerdmans, 1963); By Oath Consigned: A Reinterpretation of the Covenant Signs
of Circumcision and Baptism [Asignado por juramento: una reinterpretación de
las señales pactuales de la circuncisión y el bautismo] (Grand Rapids, Mich.:
Eerdmans, 1968).

4. Confesión de Fe de Westminster, 22.1–2.

5. Confesión de Fe de Westminster, 7.2.

6. Confesión de Fe de Westminster, 7.3.

7. Confesión de Fe de Westminster, 7.5-6.


6. La completa corrupción de la humanidad
1. Adolf Harnack, History of Dogma [Historia de la dogmática], (1898, Nueva
York: Dover, 1961), 168-169. De Agustín, On the Gift of Perseverance [Sobre el
don de la perseverancia] (a.d. 428), 53. Traducción solo para este libro.

2. Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2 Vols., Sexta Edición


(Barcelona: FELIRE, 2006), 2.1.5.

3. Martin Luther, What Luther Says: AnAnthology [Lo que dijo Lutero: una
Antología], ed. Ewald M. Plass, 3 vols (St. Louis: Concordia, 1959), 3:1300–
1301. Traducción solo para este libro.

4. Confesión de Fe de Westminster, 9.3.

5. Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2.2.6-7.

6. Confesión de Fe de Westminster, 9.4-5.


7. La elección soberana de Dios
1. Confesión de Fe de Westminster, 3.3-5.

2. Albrecht Oepke, “Elkō”, en Gerhard Kittel, ed., Theological Dictionary of


the New Testament [Diccionario teológico del Nuevo Testamento], ed. y trad.
Geoffrey Bromiley, vol. 2 (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 1964), 503.

3. John Calvin, "A Treatise on the Eternal Predestination of God" ["Sobre la


predestinación eterna de Dios"], trad. Henry Cole, en Calvin’s Calvinism [El
calvinismo de Calvino] (Grand Rapids, Mich.: Eerdmans, 1950), 31.
Traducción solo para este libro.

4. Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana, 2 Vols., Sexta Edición


(Barcelona: FELIRE, 2006), 3.22.1.
8. El sacrificio con propósito de Cristo
1. J. I. Packer, “Introductory Essay” ["Ensayo Introductorio"], en John
Owen, The Death of Death in the Death of Christ: A Treatise in Which the Whole
Controversy about Universal Redemption Is Fully Discussed [La muerte de la
muerte en la muerte de Cristo: un ensayo en el cual todo el debate acerca de la
redención universal es ampliamente explicado] (1852; reimp., Londres: Banner
of Truth, 1959), 4. Traducción solo para este libro.

2. Packer, "Introductory Essay", en Owen, The Death of Death. Traducción


solo para este libro.

3. Owen, The Death of Death, 161. Traducción solo para este libro.

4. Owen, The Death of Death, 236. Traducción solo para este libro.

5. Confesión de Fe de Westminster, 3.1.

6. Confesión de Fe de Westminster, 3.1.

7. Owen, The Death of Death, 45. Traducción solo para este libro.
9. El llamado eficaz del Espíritu
1 J. I. Packer & O. R. Johnston, “Historical and Theological Introduction”
["Introducción histórica y teológica"], en Martin Luther, The Bondage of the
Will [La esclavitud de la voluntad], trad. J. I. Packer y O. R. Johnston
(Cambridge: James Clarke / Westwood: Revell, 1957), 57–58. Traducción
solo para este libro.

2. Packer & Johnston, “Historical and Theological Introduction”, 58. Ver


Martin Luther, Vom unfreien Willen [La esclavitud de la voluntad], ed. H. J.
Iwand (1954), 253. Traducción solo para este libro.

3. Luther, The Bondage of the Will, 78. Traducción solo para este libro.

4. Packer & Johnston, “Historical and Theological Introduction”, 58–59.


Traducción solo para este libro.

5. Packer & Johnston, “Historical and Theological Introduction”, 59.


Traducción solo para este libro.

6. Confesión de Fe de Westminster, 10.1.

7. John Calvin, Institutes of the Christian Religion [Institución de la Religión


Cristiana], 2 vols., trad. Henry Beveridge (1845; reimp, Grand Rapids:
Eerdmans, 1964), 2:240 (3.24.1). De Agustín, On the Predestination of the
Saints [Sobre la predestinación de los santos], trad. R. E. Wallis, en Basic
Writings of Saint Augustine [Escritos fundamentales de San Agustín], ed.
Whitney Oates, 2 vols. (1948; reimp, Grand Rapids: Baker, 1992), 1:790
(capítulo 13). Traducción solo para este libro.

8. John H. Gerstner, Wrongly Dividing the Word of Truth: A Critique of


Dispensationalism [La división errónea de la Palabra de Verdad: una crítica al
dispensacionalismo] (Brentwood: Wolgemuth&Hyatt, 1991). Traducción solo
para este libro.

9. Zane C. Hodges, Absolutely Free! A Biblical Reply to Lordship Salvation


[¡Totalmente libre! Una respuesta bíblica a la salvación del Señor] (Grand
Rapids: Zondervan, 1989), 48. Traducción solo para este libro.

10. Hodges, Absolutely Free!, 49.

11. Hodges, Absolutely Free!, 51-52.


10. La divina preservación de los santos
1. Confesión de Fe de Westminster, 18.1.

2. Confesión de Fe de Westminster, 18.2.

3. Confesión de Fe de Westminster, 18.3.

4. Confesión de Fe de Westminster, 18.4.

5. Joel Beeke, "Assurance of Faith: Calvin, English Puritanism, and the


Dutch Second Reformation" ["La seguridad de la fe: el puritanismo inglés y
la segunda Reforma holandesa"], American University Studies: Theology and
Religion, serie 7, vol. 89 (Nueva York: Lang, 1991), 143. Traducción solo para
este libro.

6. Confesión de Fe de Westminster, 17.1.

7. Confesión de Fe de Westminster, 17.2.

8. Confesión de Fe de Westminster, 17.3.

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