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Carta para quien no quiso ser el amor de mi vida

“Hola, amor”, así me llamabas, “amor”. Porque eso era para ti, algo tan sencillo y tan complicado.

Recuerdo muy bien el día que nos conocimos, me gustaste mucho, mucho. No sabía quién eras, y tú dijiste haberme visto alguna vez y
escuchar hablar de mi, sin conocer mi nombre; cuando coincidimos la pregunta del millón, inevitable, por tu oficio, “¿tiene familia?”
No evadiste, respondiste si. En ese momento, mi corazón se rompió sin darme cuenta. Pasó tiempo y sin darnos tanto cuenta, ya te
había dicho si. En ocasiones, pronunciamos palabras torpes, frases vagas, sin aparente importancia, sin imaginar lo que podrán
significar en el futuro. Dicen que algo tan simple y delicado como el aleteo de una mariposa puede provocar un tifón al otro lado del
mundo. Eso fue conocerte, en mi mundo.

Hablar se convirtió en nuestra actividad favorita. Podíamos pasar horas y horas sin aburrirnos. Y eso nos atrapó. Ah, lo olvidaba,
llevarnos la contraria también era algo que podíamos hacer durante mucho tiempo.

Había algo especial en ti, que aunque no sabía exactamente qué era, sí quería dedicarme a descubrirlo. Necesitaba saber por qué cada
vez que te pasabas a mi lado se sentía como llegar a mi hogar; por qué mi corazón latía tan fuerte con un roce de tu tacto; por qué
mirarte a los ojos se sentía como ver al sol nacer cada día.

Eran muchas cosas las que me llamaban la atención de ti. Pero jamás entendí la razón, sólo lo dejé suceder. Dejé que me enamorara de ti. Jamás
podré olvidar la sensación de tu mano en la mía, ni el sabor de ese primer beso a escondidas, sin testigos, como dos niños que no quieren ser
descubiertos. Ni esa risa nerviosa, ni las miradas sugerentes. Todo continúa intacto aquí, en el recuerdo.
Te convertiste en una parte de mí, que guardé como el más preciado tesoro. Podía conocerte, así fuera a tientas, reconocer el ritmo de
tu respiración, saber cómo eran tus risas sinceras o aquellas en las que ocultabas tu tristeza, y adivinar tu pose favorita para mentir.
Pero también recuerdo las lágrimas. Los falsos “te quiero”. Y todas las veces que te perdoné sin que te disculparas.

Cada despedida se convertía en un nuevo comienzo y en todos mi corazón se cerraba un poco más. Volver a ti una y otra vez se
convirtió casi en una adicción. Cada vez te quería más, pero me enamoraba menos. Aunque el tiempo es relativo, porque la felicidad
sólo dura un instante, y a veces hay momentos que duran toda la vida. Pero cada momento junto a ti se volvía más corto y difuso.

Siempre fui tan tuya, que permití compartirte con otras almas que no eran la mía. A pesar de ir y venir tantas veces, en un juego en el
que sólo perdía yo, todo siempre se sentía como la primera vez. Como el primer beso, como el primer abrazo donde tu corazón latía
con tanta fuerza que resultaba imposible no notarlo, como las mismas mariposas al verte, como el primer te quiero, como la primera
aventura, como el primer secreto, como el primer corazón roto.

El día en que supe que te amaba, estábamos distantes, y descubrí que lo que siempre quería de ti, era esa sonrisa torpe y disimulada
que no puedes ocultar cuando haces las cosas que en verdad te gustan. Nunca pude saber lo que significaba en tu historia. Si alguna
vez me llegaste a visualizar en un lugar de tu futuro. No lo sé. Sólo sé que te quise con tanta fuerza en el mío que terminé por perderte.

Decir que te amaba se quedaba corto. O quizás era incierto. Pero puedo decirte que quería darte mis días y mis noches. Y que no había
instante de mi vida en el que no deseara que estuvieras aquí. Pero no fue así. Si te fuiste o te obligué a irte son parte de las
interrogantes que hoy no quiero responder. Me cansé de esperar esos “por qué” que nunca tenían respuesta.

Aquí estoy, donde ya no puedes estar tú. Y tú, te quedas allí, incierto, lejano y, sobre todo, en mi imaginación.
MARÍA

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