You are on page 1of 1

si

ciertos malestares no me parecían mortales tomados uno a uno, aunque


creyese en mi muerte, era sólo (más aún que por los engaños de la esperanza)
porque los veía desde el interior, lo mismo que los más convencidos de que ha
llegado su fin se convencen, sin embargo, fácilmente de que si no pueden
pronunciar ciertas palabras, eso no tiene nada que ver con un ataque, con la
afasia, etc., sino que se debe a un cansancio de la lengua, a un estado nervioso
análogo al tartamudeo, al agotamiento subsiguiente a una indigestión. Lo que yo
quería escribir era otra cosa, otra cosa más larga y para más de una persona. Más
larga de escribir. Por el día, lo más que podía hacer era intentar dormir. Si
trabajaba, sería sólo de noche. Pero necesitaría muchas noches, quizá cien, acaso
mil. Y viviría con la ansiedad de no saber si el Árbitro de mi destino, menos
indulgente que el sultán Sheriar, por la mañana, cuando interrumpiera mi relato,
se dignaría aplazar la ejecución de mi sentencia de muerte y permitirme
continuarlo la próxima noche. No es que yo pretendiese volver a hacer, en
ningún aspecto, Las mil y una noches, ni tampoco las Memorias de Saint-Simon,
escritas las dos también de noche, ni ninguno de los libros que me gustaban en
mi inocencia de niño, supersticiosamente apegado a ellos, mis amores, no
pudiendo imaginar sin horror una obra diferente de ellos. Pero, como Elstir
Chardin, sólo renunciando a ello se puede rehacer lo que se ama65. Sería un libro
tan largo como Las
65 Seguramente mis libros, como mi ser de carne, acabarían también un día por

morir. Pero hay que resignarse a morir. Aceptamos la idea de que dentro de diez
años nosotros mismos, dentro de cien años nuestros libros, ya no existirán. Ni a
los hombres ni a los libros se les promete ya la duración eterna. [La edición de
La Pléiade destaca a pie de página este pasaje, esta adición marginal, que, en
lugar señalado en el manuscrito, rompe la ilación. (N. de la T.)]
mil y una noches, pero muy diferente. Desde luego, cuando estamos
enamorados de una obra quisiéramos hacer algo muy parecido, pero tenemos que
sacrificar nuestro amor del momento, no pensar en nuestro gusto, sino en una
verdad que no nos pregunta nuestras preferencias y nos prohíbe pensar en ellas.
Y solamente siguiendo esta verdad se encuentra a veces lo que se ha abandonado
y se escribe, olvidándolos, los «Cuentos árabes» o las «Memorias de Saint-
Simon» de otra época. Pero ¿me quedaría tiempo? ¿No sería demasiado tarde?
No me decía sólo: «¿Me quedará tiempo?», sino: «¿Puedo hacerlo?» La
enfermedad, que, como un inexorable director de conciencia, me hacía morir
para el mundo, me hizo un servicio («pues si la semilla del trigo no muere una
vez sembrada, quedará sola, pero si muere dará muchos frutos»): la enfermedad
que, después de haberme protegido la pereza contra la facilidad, iba quizá a

You might also like