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EL ATAUD DE EBANO Un vivo puede prescindir de botas, pero un muerto no puede vivir sin su atatd. Alexander Pushkin “El fabricante de atatides” Cualquiera que hubiese visto a los dos hombres, bochornosa noche de abril, arrastrar el atauid a lo | la calle desierta, habrfa pensado que se trataba de herma- Nos que, cansados de esperar uno de los carros de recolec- cién de difuntos, habfan decidido Hevat ellos mismos los restos de algtin familiar al Cementerio del Sur para darles cristiana sepultura. Sin embargo, aquellos individuos no iban hacia el ce- menterio, sino que se alejaban de él. La peste asolaba Buenos Aires: un atatid valfa su peso en oro, aquella argo de Eusebio Sosa y Rufino Vega habian trabajado durante horas al amparo de la oscuridad, y ahora, después de desen- terrar el atatid, abrirlo y dispersar sobre las tumbas cercanas los restos de su legitimo ocupante, lo arrastraban Por turnos, trando de la soga atada a la parte més estrecha de la caja. Sosa debia de tener unos treinta afios. Era enorme, de ojos bovinos, frente abombada, y le quedaba una sola 79. — oreja; la otra la habia perdido en la batalla de so aa borrada por una bala de Enfield paraguay cna 1 de la soga con la mano derecha. El atauid era solido, cons- truido en buena madera de cedro, y se deslizaba sobre la calle con dificultad, encajndose 0 golpeando contra las piedras, dejando tras de s{ un rastro poco profundo y cru- jiendo al mismo tiempo como si se quejase. De tanto en tanto, Sosa interrump/a la marcha para recobrar el alien- to v aplastar contra sus sienes unos mechones de pelo empapados de sudor. Eusebio Sosa era lelo, obcecado, Le costaba comprender las cosas mds elementales y se expresaba en un lenguaje muy basico, repitiendo pala- bras o frases enteras con una lentitud exasperante. Veja cosas extrafias, escuchaba voces. Vivia aterrorizado con la posibilidad de que los espiritus de la gente que habia asesinado volvieran desde el otro mundo para vengarse. ‘Tenia una multitud de manfas y de cabalas, y pasaba la mayor parte del tiempo poniendo a punto una complica da red de gestos y movimientos cuya funcidn era contra- rrestar los diferentes peligros que, segtin crefa, lo acechaban por todas partes. Al salir del cementerio con el atatid r0- bado, por ejemplo, Sosa habia decidido que, para librar- se de la ira del desalojado, debja alisarse el pelo contra las sienes, diez veces del lado derecho y diez del inquiet- do, cada cincuenta pasos. Si asi no lo hacfa, algo terrible podia suceder. 80 Rufino Vega era mds joven que Sosa, pero quizds a causa de la barba que le llenaba la cara y del indigente es- tado de su dentadura, parecfa mayor. Tenfa la nariz torci- da, resultado de una fractura infringida en una pelea, y aquella desviacién del tabique nasal, junto a los ojitos rasgados y negros, le daba un aspecto taimado y cruel. En su cuerpo no sobraba un pliegue de grasa, y estaba siem- pre alerta y a punto de saltar como un gato desconfiado. Cansado de las continuas interrupciones de su amigo, Vega le arrancé Ia soga de la mano y apuré el paso. A di- ferencia de Sosa, él tiraba de la soga con la mano izquier- _ da. Era zurdo para todo, menos para usar el cuchillo. Para esos menesteres, se declaraba ambidiestro. Presumfa de haber matado a cinco hombres manejando el pufial con la a, y a tres sosteniendo el arma con la izquierda, y decir que, si la suerte y el destino lo favorecfan, no pasar la ocasién de emparijar aquel asunto. E] ulti- probado la habilidad de su zurda fue un sar- los esteros de Tuyutf, en Paraguay, quiso mpiar las letrinas durante una semana segui- fa, cuando Vega protesté diciendo que se ie hizo. Vega le hundié el clillé junto al agoni el infeliz se iba er wr hasta que otros soldados lo redujeron y |g a aid misma noche, Eusebio Sos ron en una celda. st de tee heat abrié | al centinela que custodiaba a su amigo, abri palos de fiandubay y ambos desertaron, Desde entonces habian andado juntos, en | yen las malas. Durante algunos meses robaron Corrientes. Luego bajaron a Entre Rios, de donde huye. ron poco después, una noche en que Sosa, pasado de alco. hol, intenté violar ala hija de un pulpero. De ally saltaron a Rosario y se dedicaron a desvalijar casas, En esas incurs siones tuvieron que asesinar a alguno que se habfa desper- tado inoportunamente, Peto ese tipo de incidente era, Para ellos, apenas un contratiempo menor que el muerto podria haberles evitado quedandose en la cama, Algunos meses mds tarde, cuando las primeras noticias sobre la epidemia ganaron el interior, resolvieron bajar a Buenos Aires. En realidad, fue Vega el que tomé la decisién, ha- ciéndole creer a Sosa que lo hacian entre los dos. Y, hasta el momento, tan mal no les habja ido. La ciudad apestada ofrecfa numerosas posibilidades. De hecho, en pocas se manas habian ganado mas que en el tiltimo aio. Al iu menso aumento de los beneficios que habfan conch aligerando de alfombras, cuadros, vajilla y otros objet E fe valor las viviendas abandonadas con preapian agregaba ahora el Negocio de los atatides. Repartidos ¢ a faja y otros Tecovecos de su vestimenta, Vega <8" echa a degollg a jaula de as buenas Sanado en 82 unos tres mil pesos, sin contar las alhajas, que Ilevaba apar- te, envueltas en un trapo y ocultas junto a los genitales. Vega apreciaba la docilidad, la fiel mansedumbre de su amigo. Sin embargo, el asunto de los atatides lo habia trastornado aun mas, y conyencerlo de aceptar la nueva ocupacién no fue sencillo. Vega tuvo que armarse de pa- ciencia, utilizar todo su poder de persuasion. Y, aun asf, le llevé tres dias arrancarle una especie de consentimien- to forzado. Desde entonces, los terrores que asolaban a su amigo, sus cdbalas y manfas, se habjan multiplicado a tal punto que, en ocasiones, Vega tenia la sensacién de vivir con un desquiciado. Pero se sentfa en deuda con Sosa y; si continuaba soportandolo, era porque sabia que, sin su oportuna intervencién, alld arriba, en el Paraguay, él, Ru- fino Vega, ya formaria parte de ese ejército de espiritus que el otro tanto temia. Ast, tirando de la soga por turnos y pasdndose de ma- no en mano una botella de cafia, avanzaban a lo largo de la calle desierta. Del interior del atatid brotaba el tintineo de las palas que habfan utilizado para cavar. Aquel soni- do inquietaba a Sosa como si se tratase de un mal presa- gio. A Vega, por el contrario, el ruido le hacia pensar en monedas. —Cincuenta, a lo sumo cincuenta y cinco pesos —pen- sé Vega en voz alta. — Eh? —pregunté Sosa, que venfa rezagado. 83 que el miserable de Corvalén no va a quere, —Digo pesos por el caj6n... Pero Por me. pagar mds de cincuenta ee nos de doscientos no se lo dejo. Era el tercer atatid que robaban para el tal Corvalgn un ebanista que tenia su comercio a unos pasos de |a ile. sia de San Ignacio. Su clientela habitual ~atistocraticgs familias portefias y embajadores europeos— no Patecia por aquellos dias muy interesada en adquirir Muebles La mayorfa habia emigrado a Montevideo, o se haba desplazado a sus quintas de Belgrano y San Isidro duran. te el primer o segundo mes de epidemia, luego de ente. rrar a buena parte de sus congéneres en lujosos atatides de cedro, de esos que ya no se encontraban, Con el pa so de las semanas y los entierros, se hizo dificil adquirir cualquier tipo de féretro. Hasta los mds burdos y frdgiles aquellos construidos con delgadas tablas de Pino, cha a esa altura de los acontecimientos, una curiosidad es. tética. Corvaldn habia agotado tiempo atrds todas sus existencias de madera. Incluso las mds tefinadas, con- vertidas por su mano en banales cofres oblongos, debyan estar pudriéndose bajo tierra. Cuando el ebanista pensa- ba en toda esa exquisita madera malgastada, una sombra de tristeza le nublaba los ojos. Luego se decia que, al fin y al cabo, habfa trabajado menos y ganado mucho més construyendo esos cajones que fabricando muebles. la demanda de féretros, sin embargo, seguia en aumento, 84 y hasta la mala madera era escasisima. Algunos desespe- rados venfan a verlo con puertas iy: persianas arrancadas a sus propias casas para que él les construyera algo con for- ma de caja donde enterrar a sus muertos. Al cabo de un tiempo, Corvalan Ilegé a la conclusién de que, si que- rfa seguir vendiendo atatides, debfa encontrar la forma de procurarselos. Habfa oido decir que ciertos carpinte- ros estaban recurriendo a inescrupulosos que los robaban en los cementerios, para reacondicionarlos y revenderlos luego. Corvaldn pensé que la idea no era mala, y que lo que él no se atreviera hacer, otro lo harfa. De manera que sélo le restaba hallar a la gente idénea para la tarea. No tuvo que buscar mucho. Ese mismo dia, el patron de la Pulperia del Bajo le presenté a Vega y a Sosa. Con sélo verlos, el ebanista supo que esos dos infelices eran lo que andaba precisando. La calle de tierra parecia interminable. Vega tenia la ominosa sensacién de que, con cada paso que daba, el atatid aumentaba de peso. Todavia estaban muy lejos del centro de la ciudad, en los suburbios, zona de descampa- dos y de ranchos. Sobre algunas puertas podfan distin- guirse cruces trazadas con cal o brea, sefiales inequivocas de que la peste, como un pajaro aciago, empollaba allf sus huevos. Sin dejar de arrastrar el atatid, Vega gird la cabeza. Sosa se habia detenido de nuevo para cumplir con sus 85 -euales, y Rufino aproveché para descansar unos instan- rituales, 4 derecha, junto aun terreno baldio, vio una verja tes. Hacia es hierro. Detrds, mas alld del jardin, una cagq de Smits dela penumbra. Era un caserén de tres une con techo de tejas y chimenea de piedra. Las ce. losias delanteras estaban cerradas, pero ninguna cry tiznaba la construccién. Un sendero discurria desde k, verja hasta los tres escalones que llevaban a la puerta di entrada. q Mientras aguardaba a su compafiero, Vega pensé entrar a echar un vistazo. Poco después, lento, pesado, deandose a cada paso como un barco mal estibado, § leg junto a él y se le unié en la contemplacién de la -Entremos —propuso Vega. Sosa negé con la cabeza, levanté la mano der sus dedos dibujaron en el aire unos signos invisibl ese instante, sucedié algo inesperado: la puerta de la se abrid. Bajo el umbral brillé una luz remota, y sona, con ademanes imperativos, les ordené avanzar. ga achicé los ojos, procurando desentrafiar si la si borrosa era un hombre o a una mujer. Dio un pas lante, pero la mano de Sosa lo retuvo. —Mejor nos vamos... —susurré el lelo. La lucecita se agrandé en la oscuridad. Vega tan cuchillo, pero sus dedos atin no hab/an llegado @ 107 empufiadura cuando, como si hubiese salvado lad 86 que la separaba de la calle en estado de levitacidn, la nifia se detuvo frente a ellos. No debfa tener mas de doce afios. La cabellera negra y ensortijada apenas le rozaba los hom- bros, y la cara redonda, de piel blanquisima, hacia pensar en una luna Ilena, en un pan atin sin hornear. Ojos azu- les, boca pequefia, nariz respingada. En la mejilla dere- cha, tenfa un lunar del tamafio y la forma de una gota. Estaba vestida como si acabara de salir de una fiesta: un vestido blanco con volados, zapatitos negros y guantes de terciopelo verde. Detras de la lumbre de la palmatoria, la criatura obser- vaba a los dos hombres inmévil, sin parpadear, con una fi- jeza peculiar que el azul de sus ojos acentuaba. Vega esboz6 una sonrisa. Sosa, por su parte, se incliné para mirarla de cerca. ~Ya era tiempo de que llegaran. ;Y el otro atatid? jPensé que habfa quedado claro que debian ser dos! —gri- t6 la nifia, del otro lado de la verja, con una voz tan estri- dente que, en el silencio de la noche, resoné casi como un aullido-. Ya me explicaran mds tarde. Siganme, es por aqui... La nifia empujé la puerta de la reja, dio media vuelta y avanz6 hacia la casa. Pero, al advertir que los hombres no se habfan movido de su sitio, se detuvo y, esta vez, los increpé en tono autoritario, como el de alguien acostum- brado a que lo obedezcan de inmediato, sin vacilaciones: ~Vamos, muévanse! : Vega arqued las cejas y observd asu ae que ya se alejaba trotando como hipnotizado tras los pasos de | aye atatid? —dijo ella. Piensa dejarlo en la calle? Sosa volvié sobre sus pasos, pasd junto a su compafiero sin siquiera mirarlo, aferré la soga y siguié a la nifia, arras- trando el atatid sobre el sendero. Vega permanecié inmévil. ;Qué se proponfa aquel imbécil? En ese instante, Sosa le hizo una sefia. O eso cre- y6 Vega. Fue un gesto desganado, un breve movimiento de cabeza, que Vega interpreté como una promesa. Esbo- 26 una sonrisa, sorprendido de que aquel apocado hubie- se tenido el oportuno reflejo de sacar partido de la situacién, y sintié un poco de pena por la criatura. Sabia que, en ocasiones, Sosa podfa llegar a limites de crueldad_ inenarrables. Después de echar una mirada furtiva a am bos lados de la calle, Vega avanzé hacia la casa detrds atatid, de Eusebio Sosa y de la nifia. La vela lanzé un escueto circulo de luz, cuyo dest alcanzé a iluminar los confines del salén en el que ban de entrar. Crujié el piso de parquet y, en la pem bra, a cierta distancia del suelo, los hombres adi una segunda superficie, blanca y ondulante, e® 88 Jas sdbanas que Se ee cubrian los muebles. Los cuadros y los es- ba ambién cegados con retazos de tela, segufan ocu- bons su sitio en las paredes. Un poco mis lejos, hacia la lerecha, asomaban los peldafios de una escalera. Debajo del olor a encierro que inundaba la casa, detrds, incluso, de unas esporddicas rachas de perfume, Vega detects el antiguo hedor de la putrefaccin. —Mi padre y mi hermana se encuentran arriba —susu- rr6 ella, y empezé a subir. Intentando adaptarse a la deliberada lentitud de sus Vega y Sosa la siguieron. El roce de la tela de su onaba en el silencio como un aleteo. A medi- el aire se iba enrareciendo. Cada esca- yectaba hacia el interior de de flores, dulzén y em- 0 de escale- pasos, vestido s da que ascendian, [én que dejaban atras los pro una nube de perfume, un aroma briagador. Sin embargo, en el ultimo tram 1a las flores se eclipsaban para dar paso al opresivo olor de la corrupcién. Vega y Sosa se taparon la nariz y la bo- cacon la mano; a la nifia, en cambio, la fetidez no pare- cfa turbarla. Llegaron frente a una puerta entornada. En el cuarto, tendido sobre una cama y cubierto por una sdbana, repo- saba un cuerpo. -Es mi padre dijo la nifia, acariciar la frente del difunto y susurrar al ma que ninguno de los dos alcanz6 a comprender. y descorrié el lienzo para go en un idio- 89 . to se habian retirado y adherido a Los labios del muerto jecra’ TiN dura como moluscos a una piedra. La nariz, ins6- bas desproporcionada, parecia husmear la eternidad, ee tics asu amigo con la mirada. Sosa no se ha- bia eefido a entrar y aguardaba bajo el umbral de la puerta. Cuando giré la cabeza, el muerto habia vuelto a desaparecet bajo la sdbana y la luz de la bujfa brillaba en el extremo opuesto del cuarto. La nifia se encontraba aho- ra junto a una cama més pequefia, encastrada en un ni- cho abierto en la pared. Alli habia un segundo cadaver, cubierto, al igual que el otro, por una sdbana. Vega avan- 26 unos pasos, pero de pronto se detuvo, sorprendido por el repentino ataque de furia que se apoderé de la nifia. —jHace tres dias que estoy esperando! ;Por qué han tardado tanto? —grité la criatura, fuera de si, retorciéndo- se las manos-. ;Y dénde estd el atatid para mi hermana Espero que tengan una buena explicacién. Maintenant, suban el atatid de una vez, no quiero més retrasos. ;Subat el atatid, stibanlo, stibanlo...! | Sosa se precipité hacia el salon y Vega cortié tras ty echando furtivas miradas por encima de su hombro. Unt vez abajo, Vega intent interrogar a su compafiero, de qué manera pensaba proceder. Pero Sosa, ocupado BI manipular el féretro, no lo escuchaba, y sélo atinabaat petir “hay que subir el cajén, hay que subir el cajon mo si hubiese entrado en trance. 90 _—_—< Cuando volvieron al cuarto cargando el atatid emba- rrado, la nifia se paseaba por la habitacién manipulando un frasquito de cristal en forma de pez. Con movimien- tos bruscos, la criatura rociaba el perfume del frasco so- bre las sdbanas que ocultaban los cuerpos. El renovado aroma de las flores suavi26 apenas el hedor, pero la nifia dio por concluida la tarea, deslizé el pez de cristal bajo el escote de su vestido y se acercé a examinar el atatid. Al re- parar en el estado calamitoso del féretro, estallé en un nuevo ataque de ira. Giraba alrededor del ataid agitando os brazos y chillando como un péjaro. Sosa, el cefto frun- cido, desviaba la mirada hacia los rincones. La paraferna- lia de movimientos rituales que solfa ejecutar habia cesado como por arte de magia, y Vega no le quitaba los ojos de encima. La nifia, por fin, logré serenarse. Les ordend trans- portar el féretro al jardin delantero; ella les llevaria ense- guida los elementos necesarios para limpiarlo y dejarlo en condiciones. Minutos mds tarde, Vega y Sosa aguardaban junto al atatid, al pie de la escalinata de piedra que con- ducfaa la puerta de entrada de la casa. —Bueno, desembuché de una vez... lo apremié Vega, mientras Sosa, cruzado de brazos y mirando el suelo, se refa entre dientes. La nifia aparecié de pronto, sin que ninguno de los dos hombres escuchara algdn ruido que anticipara su 91 fie cindelabro, cepillos, retazos de 1 sain, Después de dejar todo sobre la es a volvié a desaparecer. a ‘puso manos a la obra. Girando en torno al " arrancaba antiguos terrones de tierra, vertia chorritos , frotaba la madera, cepillaba los flancos y murmi cumplidos al atatid, como si estuviese acicalando a une ballo. —:Vas vos 0 voy yo? —lo apuré Vega. Sosa se limité a levantar los ojos y continué con su, tarea. : —Estd bien, yo me encargo... dijo Vega, y desenvainé _ el puted La puerta principal —por la cual poco antes habfan entrado y vuelto a salir— estaba ahora cerrada con lave. Vega rodeé la casa. En la parte trasera, dio con otra puet ta. Atravesé la cocina, un cuarto atiborrado de inst mentos musicales, un pasillo, y continué avanzando la oscuridad, adivinando los ciegos rectingulos de ventanas, las puertas que se sucedian como si, de p a casa hubiese aumentado de tamajio. Por fin, vi bré una claridad amarillenta. Vega apreté la empt ra del cuchillo. Una mano cayé sobre su hombro. girar, se topé con Sosa, que lo haba seguido y ahort buceaba algo incomprensible, los ojos a punto de le de las érbitas, Vega logré desasirse y, con Un 92 7 _ Dio apenas dos pasos ¥ S€ descubrié impulso, irrumpio f a istal erizada fi ardaba. detuvo. Baj Ja mesa servic: _Tomen asiento» caballeros. Vega bajo la vista: ‘6 de pronto un objeto sin utili luz y el lujo: & sus ribetes y M0- también, villeras de hilo bordado, los platos con nogramas dorados, las copas de cristal, los cubiertos y !aS bandejas de plata, Jos botellones: la fuente central rebo- sante de frutas Y de flores, aquella profusion de objetos que guardaban entre sf distancias regulares y precisas, Y cu- ya funcién especifica, en ciertos casos, 4 Vega se le esca- paba por completo. Antes que nada —dijo ella, su lugar-, les debo una disculpa: me he ee desagradable, es verdad, pero tengan ‘as a, nifa j Aueli sos un eens ‘age bordado de la manga y Siew pees Lucette Brettigny: Pueden lla- nalmente, prefiero a, mademoiselle Brettigny. Perso- mademoiselle Brettigny, pero €s° lo dejo una vez que Vega ocup6 comportado de en cuenta 93 se citerio. apie caballeros, atin ie .. Su nombre? i a, Sosa... : i usted se llama? ~{Yo? -pregunté Vega. Eleonor torcié la cabeza y dijo: -No niego la posible existencia de es) bargo, en este momento, no veo a nadie sentado de ese lado de la mesa. Su nombr ~Vega —dijo Vega de mal modo. ~Imagino que no han cenado Prosi Serian tan amables de alcanzarme sus, dumbre, como suele suceder en los 1 ha preferido eludir sus responsabili uyeron, Eleonor retiré la tapa de una so) rén, sirvid en los platos el cald vino, les ofrecié todajas de un pan horneado Y volvié a sentarse en la c manos sobre el mantel, los labios ay adusto, a Hacfa tiempo que Vega y Sosa no te. Inclinados, sorbfan la Sopa con avidez al mismo tiempo con trozos de pan y baj do con vino, Mas tarde, Eleonor les § atroz con leche, Ella no probé bocado. 94 Jos observaba comer, renovando los alimentos cuando | necesario. Con la nariz casi adentro de su segundo plato de arroz con leche, Eusebio Sosa miraba de reojo a la nifia con una inocultable mezcla de alegria y aprensién. Vega, por el contratio, procuraba ignorarla. Repantigado sobre la sila, hurgaba entre sus dientes con la ufia del dedo mefiique. Se preguntaba por qué, en vez de degollar a la mocosa co- mo era su intencién al irrumpir en la casa, se habia senta- do décilmente a la mesa. Se preguntaba por qué no la carneaba ahora. Se preguntaba cudnto dinero le reportarfa aquel lugar, una vez que se deshicieran de la nifia —por- que, tarde o temprano, lo harian-, y revendieran los mue- bles y enseres. Se preguntaba por qué Sosa observaba a la nifia con esa deferencia que rozaba la adoracién. —Pongamos las cosas en claro —dijo Eleonor en un momento-. He cometido un error, lo sé. Cuando los vi en la calle, pensé que era Gonzalez quien los enviaba... ~Quién es Gonzdlez? -grufid Vega. —Un sinvergiienza al que compré los atatides para mi padre y mi hermana —respondié ella-. Estoy segura de eee volveré a verlo, nia él, nial dinero. Un arnaqueur, wild tour, Afortunadamente, la Providencia los ha envia- Wea lo siguiente: les compraré el atatid. pe ot ber de dénde lo sacaron, o lo que han hecho guirlo... LPI —Ese cajén ya tiene duefio ~afirmé Vega, apoy, negativa con una sontisa de desprecio. ‘ Tenia duefto, presumo —dijo ella, contrariada_ Cs Nese y déjeme terminar... a Pero Vega ya estaba de pie, dando por terminada | cena y la conversacin. 7 ale agradecerfa que yuelva a tomar asiento Y escuche mi propuesta -sugirié Eleonor. ~Yo no tengo nada mas que escuchar —grité Vega, di- tigiéndose hacia la puerta. —Seiscientos pesos por el atatid y cien més si me ayu- dan a enterrar a mi padre... : Vega se detuvo. Luego de reflexionar unos instantes di- jo, desafiante: —Ochocientos por el cajén, doscientos por la ayuda. ~Trato hecho. —A ver la plata... ~Tendré el dinero a su debido tiempo —afirmé Eleo- nor-. Deberdn conseguir también un segundo atatid, més Pequefio, para mi hermana. Grande o chico es el mesmo precio... —Como guste. ‘ —Ochocientos por el segundo atatid y doscientos ™* por la ayuda: mil mds mil son dos mil pesos ~resum? Vega. —Compruebo que sabe contar, don Rufino. ‘ando h 96 Sosa, que seguia las tratativas devorando el postre, logré reprimir una risita, y rocié el mantel con granos arroz y una constelacién de gotitas de leche. Vega lo ful miné con la mirada. Estaba a punto de mandarlo al dia- blo, cuando cayé en la cuenta de que la nifia acababa de llamarlo por su nombre de pila. -:Cémo sabés vos que me llamo Rufino? —pregunté Vega, achicando los ojos. —Usted mismo acaba de decirmelo. Yo dije que me llamaba Vega, sdlo Vega, eso di- jem -No, usted dijo Rufino Vega —insistié ella~. No soy adivina. Vega la observé con desconfianza, mientras se acati- ciaba el bigote. Quiero la plata, ahora la quiero —dijo de pronto, ol- vidando la discusién anterior. —Les pagaré a su debido tiempo. No voy a cometer el mismo error que con monsieur Gonzalez. Recibiran mil pesos después de cada entierro. Vega se acercé a la mesa, manoted un botellén de vi- no, bebié del gollete y se limpié la boca con el dorso de la mano, ~¢De acuerdo? —pregunté Eleonor, poniéndose de pie Yalisando la falda de su vestido. Vega asintid. 97 —Bien, ahora debo retirarme. Si desean descansar uns horas, pueden hacerlo aqui, en el sal6n. Saldremos hacia cementerio antes del amanecer. Vega se despreocupé de su amigo y recortié solo las habi- taciones de la planta baja. No encontré dinero ni joyas como habja esperado, lo cual, pensd, no queria decir que en Ia casa no los hubiera. Tal vez estaban ocultos arriba, en alguna de las habitaciones. De todas maneras, habia hecho un detallado inventario mental del mobiliario y los objetos de valor en esa parte de la casa. Satisfecho, fue rumbeando de regreso al salon, pensando que seria nece- EB -sario conseguir una carreta para cargar con todo. Ya antes de llegar, escuché los ronquidos de Sosa; el imbécil dor- nfa acurrucado sobre un sillén. Vega se disponfa a cont pyar la inspeccién en el segundo piso, pero de repente s¢ tid muy cansado y se dejé caer en otro sofa. Se imag Subiendo las escaleras y recorriendo los cuartos Y briendo Pequefios cofres rebosantes de billetes y mom ol pesmi negras que salian "4 a espertd oan : ee P erdian en la noc nA ee 0; la nifia lo observaba- : 6 Eleonor, Set ste Vega ya no'supo bm rm 98 Subieron el atatid a la primera planta y, bajo las diree tivas de la nifia, acomodaron dentro el cadaver del hom bre. Eleonor se arrodillé unos momentos junto al murmuré una plegaria, cubrié la cara del difunto con sdbana que le servia de mortaja y ordené que clavaran | tapa. Luego, Vega y Sosa cargaron el cajén y bajaron la calera. En los fondos de la casa, a un costado del aljibe medio oculto por las ramas caidas de un gomero, é traron un carro sobre el cual dispusieron el atatid. Cuan do emprendieron el camino hacia el cementerio, adn n amanecia. Eleonor Brettigny abrfa el cortejo. Detrds, cada c 1 tirando de una de las varas, los dos hombres arrastraban el carro como bueyes alucinados. Hacia el horizonte, el cielo iba virando al naranja. El silencio que pesaba sobre la ciudad sélo era roto espora- dicamente por el canto de los gallos. La brisa sacudia las copas de los drboles, disgregando al mismo tiempo el hu- mo del alquitran, utilizado como desinfectante, que ardia en las esquinas. Las calles —ya fuera por lo temprano de la hora o por la amplitud del panico— estaban desiertas. El inico movimiento perceptible provenfa de las lejanas jaurfas de perros cimarrones que recorrian los suburbios. Al cabo de un rato de marcha, los hombres se fueron quedando rezagados. Eleonor, con palabras destempladas, los apremiaba. Vega parecia a punto de perder la paciencia; 99 Sosa, mds voluntarioso y fuerte que su compafeero, congj nuaba tirando del carro con una sonrisa en los labios, —;De qué mierda te rais? —mascullé Vega en un mo. mento. _Es una santa —murmuré Sosa—. Una santa, un _Se te renblandicieron los sesos a vos —resoplé Vega, aliento cortado por el esfuerzo. “La santita alvirtié que yo era un grande peca Rufino, y yo ya no voy a hacer mds prejuicios ni di pues tengo que risponder de mis muchos pecados, de dos los dafios que he hecho, eso dijo la santita, Rufi porque ella puede hablar con los espiritus de todos | pobrecitos que desgacié, los dijuntos, y por eso yo NO’ a hacer mds prejuicios ni dafios ni dismanes... No estés giieno de la cabeza... Sosa se encogié de hombros y no volvieron a hal Ya en el cementerio, los acontecimientos se des llaron con precipitacién: los enterradores levantal } atatid del carro, avanzaron luego sobre un sendero queado de monticulos de tierra y cal y tumbas abie Ilegaron al muro del fondo y allf, en un hueco poce fundo, depositaron el féretro. Mientras caian paladas cal dentro del pozo, un viejo atravesé la nube blanca | atin flotaba en el aire, se acercé a Vega lapiz y P4 mano y pregunté: 100 —{Quién es el muerto? El padre de la nifia ~tespondid Vega, deando. —{Nifia? Qué nifia? Vega dio media vuelta. Eleonor y Sosa ya no estaban alli. Nombre del difunto? —insistié el viejo. Estirando el cuello, girando la cabeza, Vega los busca- ba entre las tumbas. ~,El nombre? —repitid, impaciente, el anciano. Pero Vega ya no lo escuchaba. El viejo garabated algo sobre el papel y se alejé del lugar. Vega se interné entre las tumbas, maldiciendo. Se sentfa un imbécil. ;Cémo habfa podido dejarse engafiar asi? Pero regresaria a la casa y, una vez alli, harfa lo que deberia haber hecho desde un principio. Y si, para eso, tenfa que despachar también al retardado de Sosa, peor Para él. Después de todo, se lo habfa buscado. Salié del cementerio dispuesto a regresar a la casa, pero después se dijo que no habia apuro. Mejor volver por la noche. Amanecfa, Deambulé por la ciudad, cansado, abati- 0. Mas tarde, se encontré frente a la Pulperia del Bajo y €ntrd. Acodado detrds del mostrador, el patrén dormita- # Junto @él) un muchacho escudlido fregaba vasos con Un trapo, Vega pidié cafia y se senté a rumiar su odio en un rincdn. todavia ja- 101

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