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ALGUNAS PUNTUALIZACIONES SOBRE LOS MOMENTOS INICIALES EN LA CONSTITUCIÓN

DEL APARATO PSÍQUICO.

Fase Oral

Bibliografía

En las páginas que siguen se procura aislar algunas de las numerosas variables
que constituyen el edificio conceptual del psicoanálisis. Se las examina a lo largo
de un breve pero fundamental período de la vida: los dos o tres primeros años.
Como resulta inevitable se dejan fuera muchas cuestiones básicas, pero su
tratamiento excedería el propósito de este trabajo.
Desde el punto de vista psicoanalítico puede afirmarse que el hombre no renuncia
jamás totalmente a nada. Cada uno de los momentos constitutivos del aparato
psíquico, cada una de las configuraciones desiderativo–defensivas permanece y
hasta puede resurgir en circunstancias particulares. Freud apela en “El malestar
en la cultura" a una metáfora que ilustra esta afirmación. Ocurre, explica, como si
en una ciudad de larga historia –Roma, por ejemplo- pudiera observarse
simultáneamente cada una de las sucesivas configuraciones urbanas. Según
como el observador dirigiera su mirada o modificara su punto de observación,
haría surgir las imágenes correspondientes a los edificios que ocupaban cada
lugar en los distintos momentos históricos y que fueron siendo reemplazados unos
por otros.
Junto con el concepto de resignificación (reinscripción o reorganización del
material mnémico, al que se le asigna nuevo sentido en función de experiencias
ulteriores), el concepto de la conservación del material psíquico como regla -a
menos, claro está, que medie lesión de la sustancia nerviosa- es indispensable
para entender la cuestión de la evolución del aparato psíquico. Es necesario
articular ambos conceptos para evitar una idea errónea que reduzca el proceso de
constitución del aparato a una mera progresión lineal.
Tomando estos recaudos, es posible internarse en la reconstrucción de esa
historia, tarea que implica ordenar según una secuencia cronológica los estados
del aparato psíquico que se han ido develando a partir, en primer lugar, del
análisis de las neurosis. Cuanto más cercanos al comienzo, tanto mas
especulativos serán los momentos de esta construcción.
Puede entonces concebirse un punto de partida inicial indiscriminado, en los
primeros momentos de la vida, cuando el Yo (en el sentido de sentimiento de sí, lo
que el sujeto considera como su mismidad) no ha reconocido aún a un otro, un
mundo, un “no–Yo”. Freud establece una primera localización, a la que apenas
correspondería denominar psíquica, que se funda sobre la comprobación de que
ciertos estímulos son discontinuos (el niño asocia su desaparición con los
movimientos que realiza con su cuerpo), mientras que otros mantienen constante
su presión, por más que se realicen movimientos; es decir, no resulta posible
apartarse de ellos. 
Para comprender esta cuestión es necesario recordar que el psicoanálisis parte de
conceptualizar a la sustancia nerviosa, y en principio al aparato psíquico por ella
soportado, como un dispositivo destinado al apartamiento de estímulos, de
acuerdo con el Principio de Constancia que tiende a mantener en todo momento la
excitación en el nivel más bajo posible. Por esa razón adquiere particular
importancia la posibilidad de suprimir estímulos mediante la fuga, la que comienza
siendo un reflejo. El Yo Real primitivo, que se funda en la discriminación arriba
señalada, comienza por circunscribir un lugar (antecedente de lo interior) como
sede de lo inevitable. Por fuera queda un incipiente exterior, que en principio será
aquello que puede ser suprimido, de lo que es posible fugarse, es decir, lo
indiferente.
Las exigencias provenientes del soma rompen una y otra vez la tendencia original
al apartamiento total de estímulos. La madre (en tanto función) cumple para el
pequeño el papel de asegurar la satisfacción de las necesidades que él, en la más
total inermidad, es aún incapaz de reconocer más que como urgencias sin
nombre. Estas primeras experiencias de satisfacción dejan sus huellas, primeras
marcas mnémicas (o sea, de memoria), sobre las que irá a fundarse, con toda su
complejidad, la delicada armazón del aparato psíquico.
Estas primeras huellas inauguran el polo del placer de lo que será después la
serie placer-displacer. Son estas primeras investiduras, estas primeras
transformaciones de cantidad en cualidad, los basamentos del narcisismo
primitivo; el punto de partida de la representación del Yo, así como, al mismo
tiempo, de la del objeto deseado.
Se va constituyendo así un incipiente aparato capaz de procesar la cantidad de
excitación que llega desde las fuentes somáticas. Este rudimentario proceso
psíquico consiste en la reactivación de las huellas mnémicas por vía de la
alucinación. Esta es un intento de repetir la experiencia que había sido
anteriormente ocasión del descenso de la cantidad de excitación, dado que
proveyó la satisfacción adecuada. Ese movimiento psíquico prefigura las
posteriores identificaciones; pero por el momento, en tanto el Yo no se diferencia
de su objeto, la identificación es indistinguible de la investidura de objeto, o aún
del deseo. No existe todavía un otro, un no–Yo definido. Se origina en estos
momentos iniciales la polaridad afectiva amor–indiferencia.
A partir de lo señalado, se concluye que operan simultáneamente dos tendencias
distintas: a) una orientación realista inicial cuyo fundamento es biológico, reflejo; y
b) una tendencia a la repetición imaginaria de la experiencia de satisfacción. 
De la interacción de estos principios organizativos surge un nuevo nivel: el Yo-
placer purificado, lo que incrementa la estabilidad de la estructura yoica. En esta
nueva forma del Yo, éste queda identificado con el polo de lo placiente, mientras
que lo displaciente es proyectado al exterior. El borde yoico prefigurado en el Yo
Real Primitivo (es decir, el borde que separa lo evitable mediante la fuga de lo no
evitable) es ahora utilizado con un nuevo sentido. Comienza a surgir un No-Yo, un
exterior ahora no indiferente en torno al Yo, constituído por lo odiado, lo
relacionado con el dolor y el displacer, aquello de lo cual procura fugarse el Yo
una vez descubierta la posibilidad de la fuga. La polaridad afectiva no es más
“amor–indiferencia”, sino, a partir de este momento, amor–odio. El primer
sentimiento destinado a un objeto reconocido como exterior es, entonces, el odio;
y, en una aparente paradoja, ese objeto exterior es primordialmente el interior del
propio cuerpo, en tanto que es asiento de las sensaciones displacientes. Queda
ahora completada la serie placer–displacer que se superpone con “Yo-no Yo”. Las
representaciones–cosa que constituyen el núcleo del Yo son también las del
objeto amado; o mejor las del objeto fusionado con las partes del cuerpo propio
con las que entra en contacto (como, por ejemplo, boca y pezón, que forman un
continuo). Obsérvese que no hay aún posibilidad alguna para el niño de establecer
una distinción entre Yo y objeto amado. En este sentido el Yo es, ante todo un Yo
corporal, en la medida en que partes de la superficie del cuerpo han sido
significadas libidinalmente (investidas) por la madre, en el curso de la alimentación
y el cuidado del bebé.
Este Yo ahora configurado, omnipotente en su capacidad de reproducir al objeto
satisfaciente mediante el recurso alucinatorio apenas se establece la tensión de
necesidad, es el lugar de lo “bueno absoluto”. Se constituye así un Yo Ideal cuyo
rastro se hallará más tarde en la construcción del Ideal del Yo.
A lo largo de todos estos momentos constitutivos, los procesos de carga de las
representaciones–cosa van excediendo la mera alucinación y dan lugar a formas
primitivas de pensamiento como transferencia de carga entre dichas
representaciones. Tal pensamiento es aún inconsciente ya que las huellas
mnémicas son en sí inconscientes y carecen de signos de cualidad perceptibles
por la conciencia, salvo en el caso que se reactualice su percepción, o sea
alucinatoriamente. Este primer pensamiento inconsciente se ejemplifica con el “
pensamiento reproductor “ que Freud describe en el Proyecto de una psicología
para neurólogos. Paulatinamente, las primitivas representaciones aisladas en un
principio e independientes de sus relaciones mutuas, comienzan a vincularse entre
sí, constituyendo una trama representacional cada vez más compleja. Este camino
conduce a la inhibición de los procesos primarios y la instalación del Juicio de
Realidad.
Un nuevo nivel de complejidad se produce con el acceso a la palabra, que surge
apoyándose sobre el llanto que invocaba a la madre: el pensamiento, hasta
entonces inconsciente, adquiere la posibilidad de consciencia dado el enlace de
las huellas mnémicas de cosa con las de palabra. Se constituye así el proceso
preconsciente y se enriquece extraordinariamente la capacidad de procesamiento
de cantidades de excitación. Este nuevo nivel de funcionamiento mental conduce
a la implementación de la acción específica por parte del Yo, lo que permite
obtener satisfacciones de manera más autónoma.
La instalación del Juicio de Realidad, que marca el final del Yo de Placer
Purificado, se establece por imperio de la necesidad. Hasta ese momento –es
decir, durante el predominio del Yo Placer Purificado-, la demora que el sistema
interponía en el camino de la descarga vía acción inespecífica (llanto, movimientos
espontáneos, alteraciones internas, etc.), era aún muy pequeña. El Yo, en tanto
sede omnipotente del bien, que fabricaba alucinatoriamente su objeto cada vez
que la tensión aumentaba, podía mantenerse escaso tiempo. La urgencia corporal
insistía exigiendo la reducción de tensión y terminaba por desarticular esa ilusión.
La realización alucinatoria estallaba en una explosión de displacer, la angustia
automática o cuantitativa, que sigue el modelo de la reacción ante el nacimiento y
desarticula al incipiente aparato psíquico.
Tal angustia solo cesaba cuando el auxiliar externo -la madre– acudía a
proporcionar una nueva experiencia de satisfacción. La reiteración de estas
frustraciones obliga al Yo a desarrollar un dispositivo que inhiba las grandes
transferencias de cantidad de excitación que constituyen el proceso primario. Para
que esa inhibición del proceso primario sea posible –o sea, para que se instale el
proceso secundario- es necesario que se produzca la complejización de la trama
representacional, lo que permite atenuar la cantidad de carga que inviste a la
huella mnémica de la cosa. En otros términos: el Yo logra reprimir la reproducción
alucinatoria del objeto deseado, ya que ese camino (la Identidad de Percepción)
demostró terminar ocasionando displacer. Comienza a actuar el Principio de
Realidad, el que en última instancia está al Servicio del Principio del Placer y lo
perfecciona, ya que su finalidad es, precisamente, evitar el displacer.
Este procedimiento por el cual el Yo logra evitar la repercepción alucinatoria de la
satisfacción es llamado por Freud, en el Proyecto de una psicología para
neurólogos, “Defensa Primaria”. Permite el pasaje de la Identidad de Percepción
(alucinación primitiva) a la búsqueda de Identidad de Pensamiento (rodeos
mentales necesarios para alcanzar efectivamente la satisfacción) o, en otras
palabras, discrimina la percepción del recuerdo.
El Yo se defiende así de la sensación de displacer que sobreviene a la frustración
y se asegura algunas formas de actuar en el mundo exterior para lograr la
satisfacción real. Por esta razón es que, si bien el Principio de Realidad parece
contrariar al de Placer, oponiéndose a la realización alucinatoria que es el intento
de obtener placer sin demora, en realidad lo perfecciona, poniéndose a su
servicio. El Yo que logra esta doma no es más en principio que un sistema de
representaciones investidas libidinalmente, que retiene en esa trama
representacional una cantidad de energía suficiente como para asegurar su
eficacia. Las ideas que lo forman se estructuran alrededor de la representación de
objeto. Como se dijo más arriba, esa representación primitiva de objeto es, a la
vez, representación del Yo mismo. El núcleo del Yo es esa identificación primaria.
De su objeto –al principio no reconocido como tal- aprende el Yo su capacidad
discriminadora, habilidad que le resultará imprescindible en el progresivo dominio
de la realidad. Este aprendizaje se produce, precisamente, como consecuencia de
la identificación. El otro y su perspectiva están incluidos en el Yo desde el
comienzo de la constitución psíquica.
Este proceso lleva a que el Yo logre al fin diferenciarse de manera estable de su
objeto. Antes, la inmediata producción alucinatoria con que se intentaba cancelar
todo aumento de tensión impedía esta discriminación. Si el Yo reproducía el objeto
a voluntad, éste era entonces parte de aquél: precisamente su parte más valiosa.
Pero desde el momento en que el objeto se reconoce como externo, el Yo debe
tolerar el doloroso aprendizaje de que esas partes valiosas de sí mismo se
encuentran, en realidad, fuera de él. En otras palabras: el Yo debe comenzar a
aprender a esperar. Es decir, deberá aplazar los movimientos de descarga
(acciones específicas) hasta que haya comprobado los signos de realidad que
aseguran que se ha reencontrado afuera el objeto deseado.
De modo que lo “bueno” absoluto se fractura; el amor al Yo y el odio al objeto son
ya insostenibles. Si parte de lo bueno está afuera, en el No-Yo, y parte de lo malo
es propio del Yo, la ambivalencia afectiva se torna inevitable. Los sentimientos
hacia el objeto -y también hacia el Yo- consistirán en una mezcla de amor y odio.
Así como en la etapa anterior la principal exigencia planteada al incipiente aparato
psíquico había sido la cualificación de las cantidades de excitación, ahora se hace
imperativo el dominio del objeto. Por imposición de la realidad el Yo se vio
obligado a separarse de él, pero al hacerlo, el objeto arrastró consigo algunas de
las pertenencias más valiosas del Yo. Este último queda entonces marcado, para
el resto de su historia, por la tendencia perpetuamente insatisfecha a recuperar lo
perdido, reincorporando el objeto. Es cierto que la anterior forma de buscar el
placer, vía realización alucinatoria, terminaba siendo frustrante; pero es
particularmente difícil renunciar a las ilusiones. El Yo deberá soportar en adelante
la nostalgia de un objeto perdido que en realidad nunca poseyó. El mantenimiento
de la defensa primaria, que permite el ejercicio del juicio de realidad, representa
un tensionamiento constante que el Yo debe esforzarse por sostener; sólo
prescinde de él en esa profunda transformación que experimenta cada noche,
cuando se entrega al reposo, y las alucinaciones oníricas reinstalan un primitivo
modo de procesar los deseos.
Desde el punto de vista económico ese esfuerzo se explica como el
mantenimiento, dentro de la trama representacional yoica, de una cantidad de
energía psíquica que se sustraerá a la descarga, oponiéndose a la tendencia más
elemental del sistema, que era, como se recordará, a la descarga sin demora y lo
más completa posible.
Es claro, entonces, que si no puede reincorporar el objeto perdido deberá procurar
dominarlo por cuanto medio disponga. Esta es, precisamente, la edad del dominio
muscular y también de los caprichos. En tanto manifestación de la pulsión de
dominio, éstos tienen por finalidad imponer el objeto que se aleja una conducta
determinada por los propios deseos. Es también la edad del sadismo, porque en el
sufrimiento del otro, ocasionado por el Yo, se manifiestan la voluntad del dominio y
la ambivalencia afectiva. Por ese camino se llega a un desenlace paradójico: el
mayor dominio posible consiste en la destrucción del objeto y, por lo tanto, su
pérdida definitiva.
De esta dramática comprobación parte también la primera gran renuncia por amor:
el control de esfínteres. Para retener el amor, inseparable aún de la presencia
corporal del objeto, el Yo renuncia a su placer y a su producto.
La angustia experimenta en esta etapa una gran transformación. Si antes puede
considerarse que era producto de una invasión de cantidad de excitación, que
excedía las posibilidades metabolizadoras de la estructura yoica (y por lo tanto,
destruía momentáneamente al Yo) ahora será en cambio, anticipación. El Yo,
advertido de la posibilidad de perder a su objeto, anticipará las condiciones de su
pérdida: separado de su objeto, quedaría nuevamente expuesto a las invasiones
de cantidad. Es que el tipo de vínculo que puede establecer con un objeto
conserva aun mucho del modo de enlace identificatorio narcisista. El Yo construye
su objeto a su semejanza y mantiene con él una relación de prolongación y apoyo.
Se dice que se trata de una elección objetal–narcisista. La pérdida del objeto
implica, necesariamente, un desgarro vivido como irreparable en el Yo.
A través de los avatares de esta creación del mundo, el Yo encuentra en la
realidad obstáculos para el desarrollo de su sadismo (la educación por parte de los
padres, el control de esfínteres) que determinan la actuación de su forma reflexiva:
el masoquismo; retorno autoerótico de la pulsión que implica la recuperación de un
modo narcisista de satisfacción. El Yo se identifica con el objeto de la pulsión
sádica produciendo un pasaje de la actividad a la pasividad, polaridad que
impregna todos los vínculos que se establecen en esta etapa. 
El antecedente de la pulsión de dominio es el esfuerzo del Yo por dominar las
cantidades de excitación que afluyen del cuerpo, asignándoles cualidad; esto es,
enlazándolas a la representación de objeto y elaborando la serie placer–displacer,
según la cual se establece un adentro y un afuera en el sentido de lo propio–
amado, y lo ajeno–odiado, respectivamente. Después se tratará de dominar el
objeto mismo, dominio que se apoya en el anhelo subyacente de desobjetalizarlo;
es decir, reincorporarlo al Yo. Lo que en el momento de la constitución yoica
denominando Yo-placer Purificado se plantea en términos de oposición adentro–
afuera se reeditará luego como activo–pasivo, dominador–dominado, sádico–
masoquista. De esta polaridad tomará sus materiales la posterior diferencia fálico-
castrado, sobre la que se apoya masculino–femenino.
Pero el Yo de la etapa sádica no reconoce aún tales diferencias o, por lo menos,
no les asigna mayor significación; el objeto es, ante todo, igual al Yo. Más tarde,
cuando la comprobación de las diferencias sexuales se haga inevitable,
comenzará a ponerse en escena el drama edípico.
Si se articulan los conceptos antes desarrollados con las etapas de evolución de la
libido, puede diseñarse el siguiente cuadro sinóptico, en el que la defensa primaria
ocupa una zona de transición. Debe hacerse la salvedad de que constituye una
esquematización de procesos que no reconocen límites rígidos, y que,
necesariamente, omite una gran cantidad de variables; su interés es apenas
ilustrativo. 

FASE ORAL

FASE ORAL FASE SÁDICO-ANAL


Identidad de percepción Búsqueda de identidad de pensamiento
Ser = tener Ser =/= tener
Enlace identificatorio Elección de objeto narcisista
Defensa
Cualificación de las cantidades Primaria Dominio del objeto
Angustia automática Angustia de pérdida de objeto
Indiferencia yo-objeto Diferencia yo-objeto
Acción específica frente a los signos de
Acción inespecífica
realidad

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