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Género: Una herramienta teórica para el estudio de la subjetividad masculina.


(Capítulo I del Libro Varones. Género y Subjetividad Masculina, Paidós, 2000.
Mabel Burin e Irene Meler)

El concepto de género atraviesa los límites de las distintas disciplinas, en particular de


las caracterizadas como ciencias humanas, lo cual hace difícil su delimitación o el
“control de fronteras”, de modo que se torna irrelevante la noción de
extraterritorialidad para operar en este campo. Cuando realizamos estudios de género
consideramos interesante fertilizar este concepto con aportes provenientes de la
antropología, la historia, la sociología, la psicología, el psicoanálisis y otras disciplinas.
Con ello consideramos que no sólo enriquecemos la perspectiva de análisis de las
problemáticas que analizamos, sino que además las colocamos en un punto de
encrucijada, expresada hoy en día en el quehacer científico con el término de
interdisciplinariedad. La atmósfera de crisis que en general rodea a los paradigmas
científicos en los últimos años ha tenido sus efectos también sobre la noción de
género. La filosofía neopositivista, expresión obligada en otras épocas del modo de
producción del conocimiento científico, ha dejado de constituir la base epistemológica
necesaria y única para la valoración de los conocimientos producidos actualmente. El
criterio de determinismo estricto, los postulados de simplicidad, los supuestos de
causalidad lineal, constituyen algunos de los fundamentos que se están cuestionando
actualmente por parte de las disciplinas con que operamos para explicar y debatir las
problemáticas del género masculino hoy en día.
Los nuevos criterios que utilizamos para reformular los tradicionales modos de
inscripción genérica descritos habitualmente como pertenecientes a la subjetividad
masculina incluyen, en primer lugar la noción de complejidad. Esta postura requiere
la flexibilidad para utilizar pensamientos complejos, tolerantes de las contradicciones,
capaces de sostener la tensión entre aspectos antagónicos de las conductas y de
abordar, también con recursos complejos, a veces conflictivos entre sí, los problemas
que resultan de este modo de pensar.
El término “género” circula en las ciencias sociales y en los discursos con una acepción
específica y una intencionalidad explicativa. Dicha acepción data de la década del ‘50,
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cuando el investigador John Money (1955) propuso el término "papel de género"


(gender role) para describir el conjunto de conductas atribuidas a los varones y las
mujeres. Desde la perspectiva del análisis de la subjetividad ha sido Robert Stoller
(1968) quien estableció más nítidamente la diferencia conceptual entre sexo y género,
basándose en sus investigaciones sobre niños y niñas que, debido a problemas
anatómicos congénitos, habían sido educados de acuerdo con un sexo que no se
correspondía anatómicamente con el suyo. La idea general mediante la que se
diferencia “sexo” de “género” es que el sexo queda determinado por la diferencia
sexual inscrita en el cuerpo, mientras que el género se relaciona con los significados
que cada sociedad le atribuye. Según lo plantea Gomariz (1992), de manera amplia
podría aceptarse que son reflexiones sobre género todas aquellas que se han hecho a
lo largo de la historia del pensamiento humano acerca de los sentidos y las
consecuencias sociales y subjetivas que tiene pertenecer a uno u otro sexo, por cuanto
esas consecuencias, muchas veces entendidas como "naturales", no son sino
formulaciones de género. Así, podemos hablar de forma amplia de los Estudios de
Género para referirnos al segmento de la producción de conocimientos que se han
ocupado de este ámbito de la experiencia humana: las significaciones atribuidas al
hecho de ser varón o ser mujer en cada cultura y en cada sujeto.
Una de las ideas centrales, desde un punto de vista descriptivo, es que los
modos de pensar, sentir y comportarse de ambos géneros, más que tener una base
natural e invariable, se deben a construcciones sociales y familiares asignadas de
manera diferenciada a mujeres y a hombres. Por medio de tal asignación, a partir de
estadios muy tempranos en la vida de cada infante humano, unas y otros incorporan
ciertas pautas de configuración psíquica y social que dan origen a la feminidad y la
masculinidad. Desde este criterio descriptivo, el género se define como la red de
creencias, rasgos de personalidad, actitudes, valores, conductas y actividades que
diferencian a mujeres y a hombres. Tal diferenciación es producto de un largo proceso
histórico de construcción social, que no sólo produce diferencias entre los géneros
femenino y masculino, sino que, a la vez, estas diferencias implican desigualdades y
jerarquías entre ambos. Los estudios de género utilizan una perspectiva de análisis de
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las diferencias en general, que denuncia la lógica binaria con que se perciben, en este
caso la diferencia sexual.
Mediante esta lógica binaria la diferencia es conceptualizada en términos “o lo uno o
el otro”. El sujeto posicionado en el lugar de Uno ocupa una posición jerárquica
superior, en tanto el Otro queda desvalorizado. Mediante esta operación lógica, en la
que sólo habría lugar para Uno, el Otro ocuparía una posición desjerarquizada. Desde
la perspectiva del análisis de la subjetividad Uno estará en la posición de sujeto,
mientras que el Otro quedará en posición de objeto. Esta lógica de la diferencia es
desconstruida en los Estudios de Género, donde se hace visible que esas oposiciones y
jerarquías no son naturales sino han sido construidas mediante un largo proceso
histórico - social. En este texto analizaremos las marcas que deja el ordenamiento de la
desigualdad entre los géneros, en la construcción de la subjetividad masculina.
Ya hemos señalado en otras oportunidades (Burin, M., y Meler I., 1998) que el género
también puede ser tomado como categoría de análisis y no sólo en términos
descriptivos.
El “género” como categoría de análisis tiene varios rasgos característicos:
1. Es siempre relacional, nunca aparece de forma aislada sino marcando su conexión.
Por ello, cuando nos referimos a los Estudios de Género siempre aludimos a los que
remiten a las relaciones entre el género femenino y el género masculino, así como las
relaciones intragénero. Hasta ahora, en los Estudios de Género se ha puesto énfasis en
que tales relaciones son de poder (para Jane Flax (1990) se trata de relaciones de
dominación). La mayoría de los estudios se han centrado en la predominancia del
ejercicio del poder de los afectos en el género femenino y el poder racional y
económico en el género masculino. Para nuestros fines, nos interesa analizar cómo se
establecen estas relaciones de poder dentro del ámbito familiar y las huellas que dejan
en la construcción de la subjetividad femenina y masculina.
2. Otro rasgo de la categoría género para tener en cuenta es que se trata de una
construcción histórico - social, o sea que se fue produciendo a lo largo del tiempo de
distintas maneras. Algunas historiadoras, como R. Pastor (1994) señalan que el
discurso histórico ha implicado relaciones de subordinación en las significaciones del
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género, con un peso muy importante otorgado a instituciones tales como la religión,
los criterios médicos y científicos, y los aparatos jurídicos.
3. Otro rasgo es que la noción de género suele ofrecer dificultades cuando se lo
considera un concepto totalizador, que vuelve invisible la variedad de determinaciones
con que nos construimos como sujetos: raza, religión, clase social, etcétera. Todos
estos son factores que se entrecruzan durante la constitución de nuestra subjetividad,
por lo tanto, el género jamás aparece en forma pura sino entrecruzado con estos
otros aspectos determinantes de la subjetividad humana.

Algunas críticas que desde la perspectiva del género se hacen a las disciplinas que
enfocan la construcción de la subjetividad se refieren a los principios esencialistas,
biologistas, ahistóricos e individualistas. Esencialistas son las respuestas a la pregunta
"¿quién soy?" y "¿qué soy?", suponiendo que existiera algo sustancial e inmutable que
respondiera a tales inquietudes. Esta pregunta podría formularse mejor para lograr
respuestas más enriquecedoras, por ejemplo "¿quién voy siendo?", con un sentido
constructivista. Los criterios biologistas responden a estos interrogantes basándose en
el cuerpo, y así asocian fundamentalmente al sujeto varón a la capacidad sexuada. Este
criterio biologista supone que ser varón es tener cuerpo masculino, del cual se
derivarían supuestos instintos tales como la agresividad y el impulso a la lucha
entendidos como efecto de sus masas musculares, o de hormonas como la
testosterona. Los principios ahistóricos niegan que a lo largo de la historia los géneros
hayan padecido notables cambios, en su posición social, política, económica, e
implicado profundas transformaciones en su subjetividad; por el contrario, suponen la
existencia de un rasgo eterno prototípico, inmutable a través del tiempo. Los criterios
individualistas aíslan a los sujetos del contexto social, y suponen que cada uno, por
separado y según su propia historia individual, puede responder acerca de la
construcción de su subjetividad.
Si bien nos centraremos sobre cómo incide la perspectiva del género en las diversas
configuraciones vinculares, y sobre la construcción de la subjetividad masculina, no
deberíamos dejar de mencionar que la perspectiva del género está ligada a otros
campos de aplicación, por ejemplo, la educación, la legislación, las prácticas médicas,
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lo cual nos permitirá ampliar la perspectiva de dónde y cómo poner a operar los
conocimientos de género en las diversas disciplinas.
Por lo general siempre se destaca que los antecedentes a los Estudios de Género se
encuentran en los Estudios de la Mujer, que sistematizaron en el campo académico las
investigaciones y denuncias realizadas por las mujeres sobre sus condiciones de vida
opresivas, y su exclusión y discriminación del campo social, político, económico. A
partir de aquellos primeros avances del feminismo los hombres han ido
interrogándose y reflexionando acerca de sus propias condiciones de vida, ampliando
el campo de los estudios al género masculino.
Haremos algunas referencias con respecto a los antecedentes de los Estudios de
Género; diversos autores han hecho criteriosos relevamientos que permiten señalar
ciertas periodizaciones. Entre ellos, Gomariz (1992) afirma que los primeros
antecedentes de estos estudios se refieren a la condición social de las mujeres. Ya
habían surgido los enunciados de Platón y de Aristóteles acerca de la “inferioridad”
femenina en contraposición a la “superioridad” masculina, pero fue a partir de la
Revolución Francesa y de la Ilustración (siglos XVII y XVIII) cuando aparecieron con
énfasis en Europa, y más adelante en Estados Unidos, los valores de la modernidad,
explicitados en los términos “Igualdad, Libertad y Fraternidad”. A partir de esos
principios, las mujeres comenzaron a reclamar sus derechos como ciudadanas, con
variada suerte, ya que alrededor del siglo XX tales principios se les revelan esquivos,
especialmente a partir del imperio de la rígida moral victoriana predominante en
Europa a partir de mediados del siglo pasado, con implicaciones políticas, religiosas, y
científicas. La incidencia de los valores victorianos en su época fue de tal alcance, que
llevaron a representaciones sociales de las mujeres como madres, esposas, vírgenes (a
partir de la concepción marianista, imperante desde mediados del siglo pasado) o
frágiles y proclives a la enfermedad (por ejemplo, en los estudios sobre la histeria
iniciados en el siglo XIX). Como modo de resistencia a semejante posición social y
familiar de las mujeres surgen algunas figuras femeninas que, integradas a los
movimientos obreros, reclaman participación social y económica igualitaria y sostienen
el derecho a la educación igualitaria para ambos sexos (como Flora Tristán en
Sudamérica). También aparecen mujeres que tienen peso y visibilidad en el mundo
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cultural, en la literatura y las ciencias, pero a menudo deben esconderse detrás de


nombres masculinos para dar a conocer su producción, como fue el caso de George
Sand, cuyo nombre era Aurora Dupin.
Hacia comienzos de este siglo, el clima intelectual fue haciéndose más permeable a la
idea de la igualdad de derechos de las mujeres, y fue adquiriendo peso el movimiento
sufragista que se había iniciado a fines del siglo anterior y que reclamaba el derecho al
voto para las mujeres. Junto con ese movimiento surge otro contrario, que insiste en
confirmar a la mujer en el contexto familiar, y asociarla a la maternidad y al rol de
esposa y de ama de casa. Esta posición fue refrendada por algunas de las ciencias
sociales que comenzaron en esa época a analizar la diferencia sexual (Sociología,
Pedagogía, Antropología). La Segunda Guerra Mundial impulsa los movimientos de las
mujeres, y crea coyunturas favorables contra la discriminación por razones de raza,
religión o sexo. Con este impulso se extiende el derecho femenino al voto al resto de
los países occidentales que aún no lo había conseguido, incluidos los países del
hemisferio sur, entre ellos la Argentina. También hacia los años ‘60 surge en los países
anglosajones la llamada "segunda ola del movimiento feminista" (la primera había sido
la de las sufragistas), con algunos antecedentes importantes como las reflexiones de
Simone de Beauvoir (1957) en El segundo sexo. Las primeras críticas de aquellas
feministas se orientaban, en buena parte, a lo que consideraban rasgos de la opresión
patriarcal, en particular sobre la sexualidad femenina enclaustrada en la esfera familiar
y de la función reproductora, y consideraban a las mujeres factores de estabilidad o
inestabilidad social a través de su inserción en la familia. Por esta época, los trabajos
de Lévi Strauss (1974, 1979) sugieren que la división sexual del trabajo es un producto
cultural para provocar la dependencia entre los sexos.
Hacia mediados de los años ‘60 surgen nuevos movimientos sociales, especialmente en
Estados Unidos, que tienden a la crítica antiautoritarista y al incremento de
oportunidades educativas con mayores posibilidades de prosperidad económica.
Dentro de estos movimientos sociales se destacan el de los hippies (pacifista), el de
lucha contra la discriminación racial (negros) y religiosa (judíos), y el de las feministas.
Este último logra avanzar en sus luchas contra la desigualdad social, beneficiado por el
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progreso de las técnicas anticonceptivas, que lograron separar en el imaginario social


la sexualidad de la maternidad.
Hacia los años “70 algunos sectores feministas radicalizados sostienen que las mujeres
son un grupo social que padece condiciones significativas de opresión en la sociedad
patriarcal. Una autora de esa década, Kate Millet (1970), en su libro Política sexual,
establece que el patriarcado es un sistema político que tiene como fin la subordinación
de las mujeres. La familia sería la encargada de esta tarea, cuando la política estatal no
es suficiente. También en esta década surge el llamado "feminismo de la diferencia"
(Luce Irigaray, Annie Leclerc, H. Cixous, Julia Kristeva) que sostiene que ser diferente es
lo que enaltece a las mujeres: su irracionalidad, su sensibilidad y su sensualidad se
ubicarían por encima de los valores masculinos. También defiende la maternidad y la
ética diferente de las mujeres ("ética de los cuidados"). Es durante esta década que
comienzan a instalarse en la estructura académica de diversos países del hemisferio
norte los primeros seminarios y departamentos de Estudios de la Mujer, que
institucionalizan la producción teórica y las investigaciones relativas a las mujeres. En
sus comienzos, los Estudios de la Mujer se proponían responder a los siguientes
interrogantes: a) ¿cómo entender la diferencia entre los sexos, sus orígenes, sus
implicaciones sociales?; b) ¿las teorías vigentes permiten comprender esas diferencias,
o meramente reproducen los prejuicios y los estereotipos culturales?; c) en una cultura
donde la producción de conocimientos ha estado predominantemente a cargo de los
hombres, ¿llevaría esta situación a una visión parcial y sesgada acerca de las mujeres?;
d) si las mujeres hubieran participado en la construcción del conocimiento, ¿cuáles
serían sus supuestos básicos, sus criterios de cientificidad, sus lógicas, sus
metodologías? En Buenos Aires, la creación del Centro de Estudios de la Mujer, en
1979, hizo de las preguntas anteriores sus principios fundantes. Para quienes fuimos
sus protagonistas, los Estudios de Mujer significaron una revolución del conocimiento,
y hemos asistido a la presencia numerosa y activa de una cantidad cada vez mayor de
académicas preocupadas por estas problemáticas. Su impacto se produjo en nuestro
medio básicamente en el campo humanístico y de las ciencias sociales, focalizándose
más en disciplinas tales como Psicología, Sociología, Antropología, Derecho, Letras y
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otras. Desde sus comienzos se definió como una corriente interdisciplinaria que
utilizaba de modo heterogéneo diversos marcos teóricos y metodológicos.
Hacia la década del ‘80, ciertas corrientes de los Estudios de la Mujer, en sociedades
industrializadas, demostraron tener limitaciones inherentes a la perspectiva
unidireccional con que encaraban su objeto de estudio. Una de estas limitaciones
consistía en que enfocar exclusivamente el problema de las mujeres lleva a no tener
una visión de conjunto, ya que el Otro no es pensado, significado ni deconstruido. Sin
embargo, a pesar de que esta situación produjo movimientos críticos, igualmente se
reconocen entre sus logros: haber hecho visible lo que no se veía en la sociedad,
poniendo en descubierto la marginación social de las mujeres; desmontar la
pretendida naturalización de la división sexual del trabajo, revisando la exclusión de las
mujeres del ámbito público y su sujeción en lo privado, etcétera.
En los años ‘80 comienza a perfilarse una corriente más abarcadora e incluyente que
busca nuevas formas de construcciones de sentido, tratando de avanzar en las
relaciones entre mujeres y varones, con lo cual surgen los Estudios de Género. De
forma paralela un número aún reducido de hombres comenzó a cuestionarse sobre la
"condición masculina", esto es cómo la cultura patriarcal deja sus marcas en la
construcción de la masculinidad, afectando sus modos de pensar, de sentir y de actuar.
Algunos de estos estudios dan lugar a la llamada "nueva masculinidad”.
Los Estudios de Género aspiran a ofrecer nuevas construcciones de sentido para que
hombres y mujeres perciban su masculinidad y su feminidad, y reconstruyan los
vínculos entre ambos en términos que no sean los tradicionales opresivos y
discriminatorios, todo ello basado en que el análisis de los conflictos de los nuevos
vínculos entre los géneros contribuirá a establecer condiciones de vida más justas y
equitativas para ambos.
Estos proyectos, si bien loables, se encuentran dentro de contextos culturales a veces
muy tensionados por sus conflictos, que en el momento actual se describen de modo
muy general como "conflictos de la Posmodernidad". A menudo se relacionan los
Estudios de Género con la llamada "cultura posmoderna", en tanto que los Estudios de
la Mujer, y muy particularmente el feminismo, se asocian al ingreso de las mujeres en
la modernidad. Esta aparece en el siglo XVIII a partir de la Revolución Francesa, con los
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ideales de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, y la propuesta de incorporar a todos los


sujetos sociales a la construcción de una sociedad orientada hacia un futuro de
progreso. Sus valores incluían el culto a la razón, la dominación de la naturaleza por
parte del hombre, el desarrollo industrial y tecnológico, etcétera. En este proyecto no
participaron las mujeres; no fueron sujetos diseñadores de esos valores sino sus
auxiliares, mediante la configuración de una sociedad que delimitaba claramente, a
partir de la Revolución Industrial, el espacio público para los hombres y el espacio
privado para las mujeres. De esta manera se diferenciaban claramente dos áreas de
poder: para los hombres, el poder racional y económico; para las mujeres, el poder de
los afectos en el ámbito de la vida doméstica y de la familia nuclear. Esta división de
áreas de poder entre hombres y mujeres tuvo efectos de largo alcance en la
constitución de su subjetividad, que iremos analizando a lo largo de este texto. En el
caso de las mujeres, su subjetividad se hizo frágil, vulnerable, hasta llegar a
caracterizarse como el "sexo débil", para dar cuenta de la representación social acerca
de la feminidad, como efecto de aquella política de exclusiones. Dentro de este
contexto de la modernidad, surgen los grupos de mujeres descritos anteriormente,
que denuncian su exclusión social y se propusieron incorporarse de forma igualitaria a
los espacios extra - familiares (por ejemplo las sufragistas). En ese proyecto de la
modernidad, las primeras luchas de mujeres apuntaban a cierta narrativa acerca de la
emancipación y la liberación de sus condiciones de opresión. Esto se producía dentro
del contexto de las grandes narrativas de la modernidad, que suponían que la
humanidad marchaba hacia la emancipación universal, y que valores tales como el
progreso y la igualdad eran comunes a todos. También era propio de este discurso
social, la noción de un sujeto universal, unitario, que se dirige hacia un fin único. En el
caso de las mujeres, sus movimientos consideran que semejante proyecto de la
modernidad quedó inconcluso, mal logrado, pleno de fallas y en situación de crisis. Los
nuevos estudios sobre la condición masculina también denuncian esta situación crítica,
y será motivo reiterado en este libro el análisis del malestar de los varones.
Los actuales estudios de género hacen algunas críticas a aquella concepción moderna
acerca de la construcción del género, y abandonan el proyecto de una gran teoría
explicativa sobre las condiciones femenina y masculina. Se centran cada vez más en
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investigaciones concretas y específicas, con metas más limitadas. A partir de los años
‘80 los estudios de género han criticado las suposiciones de la dependencia femenina
universal y su confinamiento a la esfera doméstica que constituirían extrapolaciones
no siempre ciertas a partir de la experiencia con mujeres blancas, de sectores medios,
de medios urbanos. Los estudios de género centrados en las problemáticas de la
masculinidad también han criticado las hipótesis modernas a partir de la experiencia
de los varones en posiciones de poder y autoridad, extrapolando la construcción de la
subjetividad masculina a partir de los hombres de raza blanca, de sectores medios y de
medios urbanos. Esto ha llevado a que quienes se ocupan de hipótesis del género
actualmente tienen un interés menor en las teorías sociales abarcadoras, y los estudios
se han vuelto más localizados y orientados temáticamente. Estos principios serían
acordes con la idea posmoderna acerca del fin de las grandes narrativas explicativas de
problemáticas universales. Sin embargo, los Estudios de Género conservan para sí la
poderosa base de crítica social con que se iniciaron los primeros estudios acerca de la
condición femenina, especialmente la denuncia de las condiciones de desigualdad y de
marginación de mujeres y/o de hombres en determinadas áreas de poder donde
podrían desplegar su subjetividad.

Como resultado de críticas de las teorías feministas de la década del 60 y del 70, en los
años 80 muchas investigadoras y estudiosos con perspectiva de género han
abandonado el proyecto de una gran teoría social, dedicándose a investigaciones más
concretas, con metas más limitadas. Simultáneamente, se ha venido produciendo en
muchos países una institucionalización de los estudios de género, un aumento de
investigadoras e investigadores con una fuerte inspiración feminista y una acumulación
cada vez de mayor información concreta. Además, en los años 80 las mujeres de
sectores populares, las de color, las lesbianas, y otras han formulado sus objeciones
contras las teorías feministas que no tienen en cuenta sus problemas específicos. De
modo similar se han incorporado a los estudios de género las experiencias
diferenciales de “los otros” hombres: los que no son de raza blanca, ni heterosexuales,
ni de sectores medios y otros de variados intereses e inscripciones genéricas.
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Tanto las investigadoras N. Fraser y L. Nicholson como algunas otras que las
acompañan en el libro Feminismo/Posmodernismo (1992), así como las autoras que
junto con S. Benhabib y D. Cornell han publicado Teoría feminista y teoría crítica, así
como el texto escrito por J. Flax, Thinking Fragments. Psychoanalysis, Feminism and
Postmodernism in the Contemporary West (1990) coinciden en postular algunas
articulaciones hacia la construcción de un feminismo posmoderno. Allí también se
podrían ubicar algunos estudios actuales sobre la masculinidad (Kimmel, 1992; Bonino,
L, 1992) La premisa básica para las articulaciones se afirmaría en combinar la
incredulidad posmoderna en cuanto a los grandes relatos narrativos con la poderosa
base de crítica social del feminismo. Podríamos formular, a partir del debate crítico,
algunas precisiones sobre las propuestas que realizan sobre cómo construir
herramientas teóricas y prácticas desde una perspectiva de género, de acuerdo a las
necesidades de este cambio de siglo. Algunas de tales precisiones son:
A) Por lo general se afirma que las teorías de género deben sostener sus principios
originales de crítica social. Los principios orientadores fundantes de las teorías y
prácticas feministas se han enraizado en urticantes críticas hacia aquellos procesos
sociales, políticos, económicos, históricos, por los cuales las mujeres han ocupado
posiciones de desigualdad en la mayoría de las culturas estudiadas. La actitud de
crítica social se ha mantenido como nexo común a todas las investigadoras feministas,
cualquiera sea el campo de estudio o de acción en que se desarrolla. Esta posición
sostenida y persistente es uno de los factores que han permitido el avance y
despliegue del feminismo en sociedades muy diversas, y es uno de los poderosos
motores que ponen en marcha los estudiosos de la condición masculina para proponer
condiciones sociales de transformación.
B) Coinciden en tomar el concepto de género como categoría de análisis: 1) el género
femenino como género oprimido (“marginalizado”, “invisibilizado” etc.) buscando
establecer parámetros similares para los modos de opresión del género masculino; 2)
las relaciones entre los géneros como relaciones de poder. Si bien coincidimos con
que actualmente es necesario complejizar la noción de género tal como fuera
formulado inicialmente, sin embargo, se trata de una categoría de análisis que aún
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mantiene su vigencia. Los esfuerzos actuales están dirigidos a poner en tensión y/o
buscar articulaciones del concepto de género con el de clase social, raza, grupo étnico.
C) Proponen hacer una transformación de las relaciones sociales. En concepto de
transformación de las relaciones sociales sigue manteniendo su vigencia, desde sus
primeras formulaciones. También se recalca la necesaria transformación de las
relaciones sociales en términos socioeconómicos a través del análisis de la posición
desigual de las mujeres en relación con la distribución de los bienes económicos, de las
oportunidades de trabajo. Desde esta perspectiva se analiza el fenómeno de la
“feminización de la pobreza” y de las problemáticas de la precarización del empleo y
de los altísimos índices de desempleo.
D) Denuncian “lo omitido, “lo invisible”, “lo marginal”, “lo ausente”, “lo silenciado”, en
el discurso social. (Owens, 1985 Harstock, 1992). Esta denuncia propone no sólo hacer
visible la presencia de las mujeres y hacer audible su voz en el campo social, sino que a
la vez, en muchos casos se propone una exacerbación de esos procesos con la finalidad
de revertir aquella condición desfavorable. En el campo de la participación política de
las mujeres, así como en el de las condiciones de trabajo femenino, esta característica
podría englobarse dentro de las propuestas de la así llamada “discriminación positiva
hacia las mujeres”.
E) Sugieren tomar como punto de partida el análisis de las prácticas de la vida
cotidiana, de lo personal, de las subjetividades. Estos aspectos que remiten a la
configuración de identidades sociales a partir de los modos de percepción que han
caracterizado a las mujeres, predominantemente en la cultura patriarcal (su
sensibilidad a las problemáticas de la vida cotidiana, de lo íntimo y personal de los
vínculos, de la subjetividad) son algunos de los desarrollos actuales y sostenidos para
la articulación del feminismo con el postmodernismo. Los estudios del género
masculino han hecho suyas las premisas iniciales del feminismo de que “lo personal es
político” y procuran comprender con esos mismos parámetros la subjetividad
masculina.
F) Realizan una crítica de los relatos o discursos de la modernidad: 1) por ser dualistas
(dividen el universo que estudian en sistemas o-o); 2) por tener principios autoritarios
y hegemónicos (“definir un sujeto de la historia”, “estudiar al sujeto varón”, “ofrecer
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una voz diferente”, tal como lo formulara Gilligan (1982); 3) porque son esencialistas y
a - históricos. 4) porque son universalistas y totalizantes.
G) Hacen una crítica a las teorías feministas que reproducen los discursos de la
modernidad. En este sentido es ilustrativa la crítica a teorías feministas tales como las
de C. Gilligan (1982) y N. Chodorow (1984).
H) Ofrecen una crítica al conocimiento científico de base positivista y su apoyo al
conocimiento construido: 1) desde los mismos sujetos; 2) desde las prácticas sociales.
I) Proponen revisar los conceptos de justicia: “justicia de género” tal como lo plantea
B. Majors (1990) en su estudio sobre género, justicia y derecho personal; otro aporte a
una reevaluación de este concepto a través del término “justicia de multiplicidades” es
el realizado por N. Fraser y L. Nicholson en el texto ya mencionado.
J) Admiten la noción acerca de las crisis de las representaciones sociales. Estas crisis
por su amplio desarrollo y profundidad merecen un estudio específico. Probablemente
sean necesarias investigaciones que aborden concienzudamente esta problemática.
En este libro expondremos un análisis de la crisis en la representación social de los
varones como sujetos proveedores económicos de la clásica familia nuclear y algunas
reflexiones sobre la especificidad del concepto de crisis en la construcción de la
masculinidad.
K) Insisten en afirmar la construcción de las teorías feministas sobre el paradigma de la
complejidad, en lugar del paradigma de la simplicidad. Algunos rasgos que denotan
los principios de la complejidad son 1) necesidad de asociar al objeto con su entorno y
de establecer las leyes de su interacción (por ejemplo autonomía - dependencia); 2)
necesidad de unir el objeto a su observador/a (problemáticas de la objetividad desde
el sujeto; problemáticas de la representación, de la subjetividad, de lo ideológico); 3) el
objeto ya no es solamente un objeto si es que está organizado, y sobre todo si es
organizante (viviente, social), si es un sistema productor de sentidos; 4) no existen
elementos simples sino complejos, que tienen entre sí relaciones de
complementariedad, de antagonismo, de contradicción, etc.; 5) enfrentar las
contradicciones de lo complejo con criterios no binarios (“superadores”, de síntesis)
sino con criterios ternarios (tercer término) que no “superen” sino que transgredan
(desorden). Si bien el paradigma de la complejidad nos recuerda no olvidar ningún
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término, esto no impide concentrarse en uno sólo de sus términos, pero debe lograrse
articular sus relaciones con el resto, con los otros términos con los cuales pueden
tener relaciones de tensión, complementariedad, contradicción, etc. Algunos rasgos
que denotan los principios de la simplicidad consisten en: 1) disyunción (el objetivo
buscado es aislar las partes de un conjunto complejo); 2) reducción (se propone
reducir un todo complejo a las partes elementales consideradas como “esenciales”);
3) generalización (consiste en tomar una parte por la totalidad). Estos rasgos permiten
lograr que un fenómeno sea mensurable; permiten la medición, la cuantificación. Son
principios que se identifican con un orden determinista universal, que no tiene en
cuenta las singularidades, salvo como “desviaciones”
L) Sostiene las nociones de pluralidad, la diversidad y la heterogeneidad en el abordaje
teórico y de las prácticas de los sujetos que se estudian. Cuando se refiere a la
diversidad apunta a la gama infinita de identidades genéricas posibles, tanto como
personas existen, formadas en la múltiple articulación de los elementos valorados en
positivo o en negativo que distinguen a unos sujetos de otros.
Los elementos mencionados abarcan las condiciones y las situaciones de género, edad,
clase, nación, etnia, lengua, preferencia erótica, filiación política, capacidad
económica, escolaridad, ocupación, conyugalidad, fe religiosa, y todas las demás
posibles. La combinación está limitada sólo por la variedad de situaciones concretas, y
cada caso queda marcado por la muy particular forma en que cada sujeto, en cada
momento de su vida, introyecta en su cotidianeidad la cultura, el desideratum
genérico, y cada uno de los elementos articulados de manera específica y única entre
ellos.
M) Sugieren construir nuevos conocimientos sobre otras bases epistemológicas: el
pragmatismo, la falibilidad, la historicidad, la subjetividad, etc.
N) Coinciden en la necesidad de la participación social y política de las mujeres y
varones para cambiar las relaciones de poder, teniendo en cuenta los actuales
principios acerca de la ciudadanía.
O) Proponen establecer redes y alianzas entre las diversas corrientes feministas y con
otros movimientos sociales (por ejemplo con grupos ecologistas, con grupos
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preocupados por la calidad de vida, con grupos interesados en la defensa de los


derechos humanos, etc.).
P) Insisten en la necesidad de repensar la dimensión ética de nuestra cultura, no sólo
de los valores patriarcales sino también en la construcción de los valores post
patriarcales (Flax, Yeatman)
Q) Varias autoras del feminismo posmoderno están considerando la incorporación de
los varones a los análisis de la problemática de la opresión de género y al
cuestionamiento de la construcción de la subjetividad masculina. Nosotras
consideramos que actualmente se están planteando ciertos avances sobre los factores
considerados opresivos para el género masculino; nos han interesado en particular los
aportes de algunos autores iberoamericanos (Bonino, Corsi, Ortiz Colon).
R) También debe señalarse las tendencias a la interdisciplina, a las “conversaciones”
entre las distintas disciplinas respecto de un objeto de estudio. Las “conversaciones”
no tienden a concluir, sino a continuar mediante acuerdos y desacuerdos: no se
proponen conclusiones ni síntesis sino puntos de llegada abiertos con nuevos
interrogantes.
Algunas autoras denominan post feministas a quienes intentan positivizar la diferencia
como expresión de un sujeto social minoritario, enfatizando la discusión entre quienes
afirman o niegan las esencialidades como forma de entender la oposición masculino -
femenina (Tubert, S. 1996). El feminismo de la diferencia propone una mayor
participación de las mujeres como consecuencia de estratos más evolucionados del
progreso de la sociedad tecnológica, en sus modos de construcción de bienes
simbólicos y de subjetividades, desde otra subjetividad y con otro posicionamiento de
la realidad. Se busca legitimar subjetividades construidas sobre la base de la
indagación en la “otra” corporeidad en la palabra de mujer, en su imaginario, con el
objeto de resignificar los viejos significados patriarcales.

Problemas sobre el concepto de identidad de género

Como parte de la tensión existente entre los conflictos planteados por las teorías de la
modernidad y las nuevas perspectivas aportadas por las hipótesis postmodernas,
16

podemos considerar interesante el debate acerca de la así llamada identidad de


género, femenina o masculina. Si tomamos como puntos de partida los criterios con
que se establecieron hipótesis acerca de la construcción de los sujetos en la
modernidad, el concepto de identidad ha sido fundante para comprender tal
construcción, y ha sido aplicada a muy diversos grupos humanos. Así, se han descripto
la identidad femenina, la identidad adolescente, la identidad negra, la identidad de la
clase obrera, y tantas otras, desde muy diversas disciplinas tales como el psicoanálisis,
la sociología, las ciencias de la educación, la antropología y otras. En la actualidad, el
debate acerca de la identidad de género requiere una revisión, dado que está siendo
cuestionada una suposición de coherencia unificante que nuclearía a todos los sujetos
pertenecientes a un mismo género por igual. A pesar de que el debate es amplio y
complejo, en este libro hemos optado por suponer que los sujetos varones han
incorporado a su subjetividad modos de ser, de pensarse y de sentirse que responden
a la identidad de género masculina. Procuramos comprender el derrotero histórico,
social, político y económico que ha determinado el posicionamiento subjetivo de los
varones en su género, y el efecto que esto ha producido sobre su subjetividad e incluso
sobre sus modos de padecer malestar. Sin embargo, deberíamos tener en cuenta que
la variedad y diversidad actual de los distintos modos de posicionamiento en su
género para los varones nos coloca ante la necesidad de revisar la categoría de género
con nuevas precisiones. Esto es así porque se trata de una categoría que opera sobre la
base de una lógica binaria que divide no sólo a los géneros en femenino y masculino,
sino que, dentro de esa misma lógica, coloca a los sujetos del mismo género dentro de
posiciones superior - inferior, dominador - dominado, reproduciendo las relaciones de
poder al interior del mismo género. Como se puede apreciar, si las hipótesis de la
modernidad apelaban a la noción de identidad como ordenadora y clarificadora de la
posición social y subjetiva que cada sujeto ocupaba, en la actual situación de debate la
noción de identidad de género pasa a considerarse una categoría que impone
condiciones de opresión a quienes se inscriben en su género con pretensiones de
orden y claridad. El debate actual sugiere posiciones genéricas críticas, no
conformistas, afirmada en experiencias complejas, y utilizando recursos también
complejos para reflexionar y operar dentro de una inscripción genérica determinada.
17

Como afirma J. Butler (1992) la fijeza de la identificación de género, su supuesta


invariabilidad cultural, su status como una causa interior e íntima, puede muy bien ser
útil para establecer una serie de factores comunes transhistóricos entre los miembros
de un mismo género - aunque esta autora se refiere en particular al género femenino
- pero debemos considerar que se trata de una narrativa construida sobre la base de
identidades mucho más complejas. En su análisis sobre las narrativas psicoanalíticas
acerca de la identidad genérica, señala que:

“El lenguaje psicoanalítico que intenta describir la fijeza interior de nuestras identidades como mujeres
o varones funciona para reforzar una cierta coherencia y para impedir convergencias de identidades de
género y todo tipo de disonancia de género, o cuando existen, para relegarlas a los primeros estadios de
una historia del desarrollo, y por lo tanto normativa”.

Propone entonces revisar radicalmente las normas de coherencia discursiva acerca de


la identidad de género, así como las estrategias narrativas que se utilizan para
localizar y articular tales identidades. La noción de complejidad sería acertada para
estos fines cuando se trata de comprender la producción de los géneros, aunque esta
autora sugiere que, en cualquier caso,

“Parece crucial resistirse al mito de los orígenes interiores, comprendidos ya sea como naturales o

fijados por la cultura”.

Solamente entonces podrá comprenderse la coherencia del género como una ficción
reguladora, más que como punto en común para un proceso liberador de las
condiciones opresivas de existencia.

A pesar de la desestabilización del concepto de género, y de los debates planteados en


este libro acerca de cómo reconsiderar una noción tan compleja, conservamos una
premisa que guía nuestras reflexiones y orienta nuestros modos de operar: que
nuestros conocimientos habrán de aportar para proyectos de transformación de
vínculos humanos injustos e inequitativos. En el caso del género masculino, el
malestar de los varones como efecto de las relaciones de poder intergénero e
18

intragénero implicadas en la cultura patriarcal nos ha llevado a que los aportes que
podamos ofrecer apunten a transformar tales relaciones de poder en vínculos cuya
humanidad dependa de otros valores tales como la solidaridad, la equidad, la justicia y
los cuidados de los otros, y no sólo debido a cuestiones centradas en las necesidades e
intereses de los grupos involucrados. Esta noción estará presente a lo largo de todos
los capítulos de este libro.

Debates actuales acerca del concepto de género


La creación del concepto de género ha proporcionado una herramienta teórica de
indudable valor, tanto para los psicoanalistas, u otros expertos en el estudio de la
subjetividad, como para los demás científicos sociales. Esto no excluye que se planteen
debates en el interior del campo de estudios de género, que dan cuenta de la
complejidad de las cuestiones estudiadas, así como de la existencia de un esfuerzo
constante para refinar el tratamiento conceptual de las mismas.
En muchos casos, las discusiones se estructuran en torno de antinomias, tal como fue
planteado por Jane Flax (1990). Los pares antitéticos tales como Naturaleza - Cultura, o
Innato - Adquirido, derivan del recurso al método analítico, que al fragmentar los
temas con el objeto de hacer más accesible su estudio, en ocasiones genera una
pérdida de la noción de su unidad originaria. Se trata entonces de escisiones, procesos
disociativos que se producen en el nivel cognitivo, pero que en muchos casos no son
ajenos a connotaciones políticas referidas a las ideologías en pugna sobre las
relaciones sociales entre mujeres y varones.
Plantearemos algunas de estas oposiciones dicotómicas, con el objetivo de superar la
lógica binaria, que tal como lo expresaron diversos autores, es característica de la
perspectiva androcéntrica (Irigaray, 1974; Fernández, 1993).
Hemos seleccionado dentro de un universo más amplio las siguientes falsas
antinomias, debido a que nos parecen especialmente significativas: Innato vs.
Adquirido; Psicoanálisis vs. Sociología; Deseo vs. Poder; Género vs. Diferencia sexual
simbólica. Estos pares contrapuestos mantienen estrechos vínculos entre sí, y tal vez
podemos considerarlos como formas diversas de plantear una misma tensión
conceptual. En términos generales, las posturas biologistas e individualistas, que
19

enfatizan la trascendencia de las determinaciones innatas de la conducta sexuada,


coinciden en minimizar la importancia de los aspectos socio simbólicos en la
conformación de las subjetividades diferenciadas por género así como en el
establecimiento de las relaciones entre los géneros. Las connotaciones político
sexuales de tales opiniones son en general conservadoras. Una excepción a esta
tendencia se encuentra en las producciones del denominado “neo esencialismo”,
postura que funda la diferencia sexual simbólica y política sobre la base de la
diferencia sexual anatómica, y que propone una revalorización del “eterno femenino”
así remozado. Pero en términos generales, el recurso a la Naturaleza o a la biología, ha
servido como caución ideológica para la defensa de arreglos tradicionales que se desea
presentar como las únicas formas posibles para una subjetividad saludable, o como los
únicos modos de relacionamiento adecuado. Debido a la secularización cultural, la
referencia a lo sagrado no goza de aceptación generalizada, pese a algunos rebrotes
religiosos contemporáneos. Por ese motivo, la Naturaleza ha sido erigida como una
deidad alternativa durante la Modernidad. En tiempos postmodernos, no nos queda
siquiera esa ilusión. Es necesario entonces enfrentar el carácter convencional de
numerosos arreglos que orientan nuestra existencia, sabiendo que su potencialidad
para modificarse no excluye que tengan un poderoso rol estructurante de la
subjetividad, que no debemos minimizar.

Innato versus Adquirido


Respecto de lo que se ha llamado “identidad sexual”, denominación algo reificante,
que hoy preferimos reemplazar por una referencia más dinámica a los procesos
identificatorios que se producen a lo largo del ciclo vital, existe un debate que siempre
retorna, acerca del vínculo existente entre las determinaciones corporales y la fuerza
de la creencia de los padres o cuidadores acerca de lo que el infante es. Natura y
Nurtura continúan su pugna por la hegemonía, a través de los más diversos ropajes.
Robert Stoller, a partir de estudios realizados por John Money, destacó la prioridad
que en nuestra especie adquiere el otro significativo por sobre la constitución
anatómica (Dio Bleichmar, 1998). Cuando el cuerpo biológico no concuerda con la
percepción o el proyecto identificatorio que los padres elaboran respecto del infante,
20

es el deseo parental lo que prevalece. El sentimiento de ser mujer o de ser varón, se


establece a mediados del segundo año de vida, mucho antes de que se configure la
representación de la diferencia genital. Lo que Stoller denomina “gender core”, o
núcleo de la identidad de Género, y Jessica Benjamin (1997) prefiere llamar
“identificación genérica nominal”, para resaltar el rol estructurante de la
denominación asignada, remite a la percepción de los padres o cuidadores, que es una
fuerza poderosa para construir la subjetividad sexuada. Los casos de transexualismo
ilustran de forma dramática esta situación, pero no hacen más que exacerbar un
proceso general, que opera en la identificación por género de todas las personas.
En muchos casos, el afán por destacar el carácter adquirido y relacional de la sexuación
subjetiva, condujo a minimizar la importancia del cuerpo, y en especial de la
erogeneidad corporal, aspecto central según la perspectiva psicoanalítica, para la
construcción del psiquismo.
¿Cómo resolver la oscilación entre un cuerpo imaginado como pre - simbólico y una
subjetividad desencarnada? El desafío es crear un marco teórico que articule de modo
significativo cuerpo biológico, vínculos primarios, prácticas reiteradas y
representaciones colectivas para comprender la sexuación subjetiva y las relaciones de
género.
Un investigador social puede ofrecernos herramientas para pensar, y será nuestra
tarea articular sus aportes con el marco teórico del psicoanálisis. Robert Connell
(1987), sociólogo experto en Género y dedicado al estudio de la masculinidad,
cuestiona el supuesto muy extendido acerca de que la constitución biológica es la
“base”, o el “fundamento” de las relaciones sociales de Género. Considera que existen
dos versiones principales de la doctrina de la diferencia natural: una ubica a la
sociedad como un epifenómeno respecto de la naturaleza, mientras que la otra
consiste en una conceptualización aditiva acerca de su relación.
Ejemplos de la primera concepción se encuentran en el pensamiento sociobiológico,
que considera que la organización social debe responder a necesidades naturales
universales, y que en el logro de esa adecuación reside el éxito de los arreglos o
instituciones culturales. Los argumentos socio - biológicos ignoran el hecho de que las
acciones humanas están constituidas de modo colectivo y que los desenlaces sociales
21

observados responden más al efecto de la interacción social que a la expresión de


tendencias individuales heredadas. El autor refuerza este argumento relatando
recientes investigaciones acerca de la influencia de las hormonas en el
comportamiento de los niños, que demuestran que si bien existen efectos adjudicables
a las mismas, éstos son sutiles. Los eventos sociales de la crianza infantil constituyen
claramente la influencia de mayor importancia. Las teorías socio - biológicas son
entonces, teorías pseudo – biológicas, que construyen una biología imaginaria para
sacralizar posturas sociales conservadoras.
La concepción aditiva supone que existe una elaboración cultural de la distinción entre
los sexos. Las teorías sociológicas acerca de los roles sexuales se basan sobre ese
supuesto. Aún algunos desarrollos progresistas, que abogan por una modernización de
los roles sexuales, suponen que existe una diferencia de base, que no es considerada
como opresiva puesto que es natural. Pero ocurre que, cuando los teóricos de los roles
sociales tratan de oponerse al biologismo, aparece como un efecto no buscado la
tendencia a minimizar la importancia del cuerpo. Sin embargo, dice Connell, la
experiencia vital de los seres humanos asigna mucha importancia a aspectos tales
como la seducción, la excitación sexual, el contacto corporal, el parto y la lactancia.
Dentro de esta tendencia teórica, el énfasis en la variabilidad y el potencial de cambio
de los roles sociales para ambos sexos, o roles de Género, ha llevado entonces, a una
toma de distancia respecto de las experiencias corpóreas cuya importancia fue
destacada por el Psicoanálisis.
Una objeción acerca de estas teorías aditivas se refiere que la asignación de Género es
dicotómica y polarizada, y que esto ya constituye una operación ideológica que resulta
naturalizada, o en otros casos, atribuida a un orden simbólico sustentado en la
estructura del lenguaje. Un estudio histórico de Thomas Laqueur (1994) nos
demuestra cómo han variado las representaciones sociales acerca del sexo, y la forma
en que estas representaciones configuraron la investigación, el avance en los
conocimientos y los aspectos ignorados acerca de la biología humana. En el contexto
del Mundo Antiguo, existía la representación de un sexo único, cuya versión plena
estaba representada por los varones, mientras que las mujeres eran consideradas
como el resultado de un déficit temporario en la potencia paterna. Sin embargo, pese
22

a esta teoría monosexual, el comportamiento esperado para ambos géneros y los


supuestos acerca de su subjetividad, estaban rígidamente pautados de forma
dicotómica.
El reclamo contemporáneo acerca de una asignación definida de sexo para los estados
intersexuales, asignación que se produce mediante recursos quirúrgicos y hormonales,
así como los reclamos de los sujetos transexuales, que solicitan como un derecho la
posibilidad de someterse a mutilaciones genitales con el fin de adecuar sus cuerpos a
su identidad subjetiva, responde a este ordenamiento dicotómico de los géneros, que
no es biológico sino simbólico.
El campo de estudios denominado “queer theory”, que toma como objeto la
experiencia homosexual, aporta interesantes contribuciones respecto de este tema,
que se deben tanto a la solvencia académica de algunas autoras, tales como Judith
Butler, como a su particular postura subjetiva respecto del Género, que las habilita
para sustraerse al sentido común hegemónico. Butler (1993) considera que el Género
es un arreglo “performativo”, aludiendo a un desempeño cuasi teatral, que se
reproduce cotidianamente a través de un proceso de “citacionalidad”. Con este
término se refiere al hábito de citar referencias bibliográficas. Cuando se cita, se
adjudica legitimidad al discurso, pero esta legitimidad no es previa sino que se
construye en el acto mismo de citar. De este modo se construyen deseos, pero
también es posible ir construyendo un horizonte simbólico alternativo, que permita el
despliegue del deseo homosexual superando su tradicional destino de patología o
marginalidad. La radicalidad de esta propuesta enfatiza la construcción social y
subjetiva de la subjetividad sexuada y del deseo, minimizando los factores biológicos y
descalificando los argumentos que aluden a prácticas “contra Natura”.
Retornando a la propuesta de Connell, una vez que este autor analiza de modo crítico
las concepciones sociobiológicas y las teorías aditivas, afirma que lo social es
radicalmente antinatural, pero que esto no implica desconexión con respecto de la
naturaleza. La relación entre naturaleza y sociedad es definida por el autor como de
“relevancia práctica”, no de causalidad.
23

“Las prácticas sociales que construyen relaciones de Género no expresan patrones


naturales, y tampoco los ignoran, más bien los niegan en una transformación práctica”.

El concepto de transformación a través de las prácticas está inspirado en la postura de


Gordon Childe, historiador que destacó la forma en que la especie humana transforma
la naturaleza a través del trabajo. La estereotipia de Género, que es un “trabajo
cultural” en sí misma, niega las amplias similitudes existentes entre mujeres y varones
y destaca la polaridad desconociendo la gran variabilidad que existe al interior de cada
subconjunto genérico.
La argumentación de Connell es muy útil para los psicoanalistas, por que reconoce e
integra la importancia de la erogeneidad corporal, punto focal del pensamiento
psicoanalítico, evitando la creación de un universo de vínculos sin cuerpos. Las
prácticas sociales tejen una estructura simbólica de interpretación alrededor de las
diferencias naturales, que con frecuencia las distorsiona y exagera. Más aún, el
erotismo y la agresión son plasmados, construidos a través de prácticas tales como la
moda, los deportes, las peleas rituales. Los cuerpos son sexuados y también
construidos por otras determinaciones. El género, la clase, la etnia y la edad, se
entrecruzan para construir subjetividad. Connell considera que nuestros cuerpos
crecen y trabajan, florecen y decaen, en situaciones sociales que producen efectos
corporales. Por ejemplo, nuestro sistema social produce desnutrición entre los pobres
y obesidad entre los ricos, quienes luego se esfuerzan por bajar de peso, debido a la
importancia paradójica que adquiere la esbeltez como emblema de distinción. Los
pobres, por su parte, se parecen hoy a los ricos del medioevo, quienes ostentaban su
robustez como emblema del hecho de que estaban a salvo del hambre. Las distrofias
producidas por el exceso de ingestión de harinas, simulan hoy en los sectores
populares una pseudo abundancia. En cuanto a los géneros, se cultiva la fuerza en los
varones y la gracia en las mujeres, aunque nuestras jóvenes tornean sus cuerpos en
los gimnasios, lejos ya de la languidez victoriana.
El cuerpo nunca está por fuera de la historia y la historia nunca está libre de la
presencia corporal o de la producción de efectos sobre los cuerpos. Las dicotomías
tradicionales que subyacen a los enfoques reduccionistas deben ser reemplazadas por
24

un relato más adecuado y complejo acerca de las relaciones sociales en que transcurre
el interjuego entre los aspectos corporales y sociales.
A partir de estos aportes, podemos considerar superadas las posturas que postulaban
una femineidad o una masculinidad preformada a partir de la diferencia sexual
anatómica.
En síntesis: las experiencias corporales asociadas con la diferencia sexual anatómica
ejercen un efecto mediado, transformado, resignificado, por complejos arreglos
culturales que son variables a través de la historia, aunque algunos aspectos, tales
como la polarización entre los géneros y la jerarquía asimétrica a favor de los varones,
han insistido a lo largo del tiempo. El aparato psíquico debe adueñarse del cuerpo así
como lo hace con el mundo, y ese proceso está mediatizado por las actitudes y por el
discurso de los cuidadores primarios. Estos, a su vez, integran una familia que emerge
de una estructura social más amplia, y que constituye el principal recurso para plasmar
subjetividades adecuadas para la reproducción social, reproducción que no excluye en
las sociedades móviles, un proceso continuo de innovación.

Psicoanálisis versus. Sociología

Un obstáculo muy frecuente que surge cuando se entabla un diálogo entre


psicoanalistas de formación clásica y psicoanalistas con perspectiva de género,
consiste en que los primeros niegan a los segundos su pertenencia al campo del
psicoanálisis. Consideran que el objeto de los estudios psicoanalíticos se limita al
estudio de lo inconsciente, y en algunos casos reconocen legitimidad al análisis de los
vínculos de intimidad. Pero los intentos de articular la subjetividad con el
macrocontexto, generalmente resultan descalificados como exteriores al psicoanálisis
e irrelevantes para los psicoanalistas. Como ya dijimos, subyace a esta postura una
concepción reduccionista de la subjetividad, ya se trate de un reduccionismo
biologista o estructuralista.
Emilce Dio Bleichmar (1998) elaboró una extensa obra donde sus interlocutores
implícitos son los psicoanalistas nucleados en las asociaciones oficiales, en especial la
Asociación Psicoanalítica Internacional. En su libro La sexualidad femenina, buscó
25

demostrar que el concepto de género no surgió del campo de las ciencias sociales, sino
que su origen deriva de una articulación realizada por John Money entre los estudios
acerca de los trastornos biológicos de la definición sexual y una categoría lingüística,
mediante la cual el investigador pretendió destacar la importancia de lo simbólico en la
constitución de la identidad sexual humana. Dio Bleichmar informa que el concepto de
género deriva de la expresión latina “genus” que se utiliza para clasificar a las palabras
en masculino, femenino o neutro, y es utilizado en lingüística para diferenciar en forma
dicotómica a las palabras. Money lo empleó para destacar que la identidad de varón o
niña se constituye mediante un sistema simbólico. Por ese motivo, Emilce Bleichmar
destaca la índole psicológica del concepto. Expresa que mientras que la sociología
puede estudiar la femineidad y la masculinidad articulada con la clase social, los
psicoanalistas estudiamos el género como componente del troquelado iniciático de la
subjetividad en lo que hace a la identidad sexual y a la elección de objeto sexual.
Robert Stoller importó el concepto de género al campo del Psicoanálisis. Utilizó el
concepto de “identidad de género” en 1963. Por “núcleo de la identidad de género”,
entiende el sentimiento íntimo de saberse varón o nena.
Al estudiar la psicología del desarrollo y ver como se construye la identidad de género
en los niños, Stoller cuestionó la hipótesis freudiana acerca de la masculinidad primaria
de las niñas. Freud (1931) consideraba que la libido, en tanto pulsión activa, es
masculina, y creía que las niñas pequeñas eran semejantes a los varoncitos, en cuanto
al carácter activo de sus mociones pulsionales. Como confundió la femineidad con el
proceso cultural de inhibición y pasivización de las mujeres, que es parte de la
dominación social masculina, consideró que las niñas se feminizaban una vez que se
veían obligadas a reconocer su incapacidad para ser varones. Por lo tanto, postuló la
existencia de un “cambio de objeto” en la niña, o sea el pasaje del amor exclusivo
hacia la madre, característico de las niñas criadas en hogares donde el padre participa
poco en la crianza, al amor exclusivo hacia el padre, fundamento necesario de la
heterosexualidad femenina. Ese cambio de objeto debía ir acompañado por un cambio
de zona erógena, ya que durante el período infantil que Freud caracterizó como activo
o masculino, consideró que el órgano investido sexualmente por las niñas era el
clítoris, y supuso que las fantasías eróticas eran semejantes a las del varón, o sea,
26

deseos de penetrar el cuerpo de la madre. Emilce Dio Bleichmar (1992) demostró la


existencia de fantasías eróticas receptivas acompañantes del autoerotismo clitorídeo,
con lo cual las representaciones freudianas así como las de Ernest Jones (1927) acerca
de fantasías femeninas de empujar o penetrar con el clítoris, se revelaron como
exponentes del narcisismo masculino, postura que promovió la dificultad de estos
autores para captar las modalidades deseantes específicas de las mujeres. Se
comprende que cuando la meta pulsional de la niña pasa a desear ser penetrada por
el padre, se inviste la vagina, y de acuerdo con la visión freudiana, los fines pulsionales
se tornan pasivos. Una de nosotras (Meler, 1987 y 1992) tuvo ocasión de discutir esta
asimilación espúrea entre femineidad y pasividad. Las fantasías acompañantes de los
deseos vaginales receptivos, pueden ser activas y hasta agresivas, según sea el caso, tal
como lo ilustra un trabajo de la “Recherche Nouvelle” (Chasseguet Smirgel, 1977),
donde la autora estudia los efectos de la culpabilidad femenina, sentimiento que
atribuye al temor experimentado por las mujeres ante la fantasía de haber dañado al
hombre debido a la potencia de los deseos de retenerlo en su interior durante la
relación sexual.
Como vemos, existen equívocos que derivan de un recurso abusivo al estudio de la
pulsión como clave para la comprensión de la subjetividad. Mediante el concepto de
Género, Stoller creó un instrumento teórico que permitió independizar a los fines del
análisis la identidad de la elección de objeto, y por ese motivo le fue posible focalizar
su atención en los procesos identificatorios, más que en las investiduras pulsionales
consideradas de forma aislada.
De este modo se modifica otra posible polaridad, aquella que se plantea entre deseo y
carácter, ya que no siempre se desea aquello que no se es, como sucede en el caso
frecuente en que una mujer con carácter masculino desea sin embargo a los hombres.
También es cierta la situación contraria, como ocurre en el caso de mujeres que eligen
como pareja a varones que representan su ideal del Yo, es decir que han logrado
metas personales a las que ellas hubieran aspirado, pero que no alcanzaron. En estos
casos, la prolija línea que debería separar el ser del tener, se ha difuminado, cosa que
ocurre muchas veces y que podemos percibir cuando contamos con conceptos que nos
permiten pensar en esa alternativa. De modo que el concepto de género presenta
27

como ventaja adicional, la posibilidad de conceptualizar con mayor precisión las


complejas relaciones entre la orientación del deseo erótico y la construcción de los
rasgos de carácter.
Por el hecho de que la madre es generalmente y hasta el momento, el progenitor que
se hace cargo de los bebés y niños pequeños, los infantes humanos comienzan su
existencia psíquica en una condición de identificación con la madre. Esta identificación
con la madre sienta las bases para la protofemineidad de las niñas, pero plantea una
tarea adicional a los varones. Esta tarea fue estudiada Ralph Greenson (1968),
colaborador y colega de Stoller, en un artículo titulado “Desidentificarse de la madre”.
En efecto, según plantean estos autores, los niños varones deben revertir
tempranamente su identificación con la madre, o sea cambiar de modelo para
establecer su identidad masculina. A lo largo del libro volveremos sobre esta cuestión.
De modo que, tal como lo planteó Dio Bleichmar en 1985, no solo queda cuestionada
la hipótesis freudiana acerca de una masculinidad primaria en las niñas, sino que de
algún modo se invierte. A partir de la importancia asignada por Stoller a los procesos
identificatorios tempranos, se postula una feminidad inicial en los varones, que
deberán cambiar, ya no su objeto primario de amor, como fue descrito para las niñas,
pero sí su modelo, la imagen sobre la cual construyen su ser.
Emilce Dio Bleichmar (1998) considera que el género es una categoría psicoanalítica
por que:

“(...) se construye a partir de la fantasmática y del deseo del otro que se implanta
instituyendo el yo del sujeto”. Las distintas corrientes teóricas dentro del Psicoanálisis,
destacan el papel del otro humano como constructor, pero simultáneamente como
factor distorsionante, perturbador, abusador, de la singularidad del deseo, del
instinto.”

La autora considera también que el psicoanálisis aporta elementos para comprender la


forma en que las instituciones de lo simbólico construyen la subjetividad individual y
aparecen como una “naturaleza segunda”.
Como bien dice Ana María Fernández (1999):
28

“Suponer que el género es una categoría sociológica y por tanto nada tiene el
psicoanálisis que interrogarse al respecto, es renunciar a pensar la articulación entre
deseo y poder”

Ahora bien, una vez demostrada la genealogía psicológica y psicoanalítica del


concepto, debemos volver sobre nuestros pasos para comprender que se trata
también de una herramienta teórica transdisciplinaria, que ha sido utilizada en
estudios históricos, antropológicos, sociológicos, filosóficos y políticos.
Una misma denominación “sistema sexo - género” ha sido utilizada en dos sentidos
diferentes por un médico endocrinólogo, John Money (1955) y por una antropóloga
feminista, Gayle Rubin (1975).
Money considera la existencia de un sistema en el individuo, cuya identidad y elección
sexual se construyen por la articulación de su sexo (genético, gonadal, hormonal fetal,
genital primario, hormonal puberal y genital secundario), con aspectos vinculados con
la asignación de género realizada por los adultos significativos y a lo que luego Stoller
llamaría “gender core”, o sea el sentimiento temprano e íntimo de ser niña o varón.
Gayle Rubin ha creado la denominación “sistema sexo género” para referirse a un
dispositivo sociocultural que transforma a la sexualidad biológica en sexualidad
humana, a través de la institución del tabú del incesto y del intercambio de mujeres, y
que especifica mediante las reglas del parentesco, las formas en que esa sexualidad así
transformada puede ser satisfecha.
En realidad, podemos considerar que el género es un sistema en sí mismo, que es
analizado por las diversas disciplinas en diferentes niveles.
Una cientista política, Jeanine Anderson (1999), considera al género como un sistema,
o más bien ella se refiere a sistemas de género, por que varían según las
circunstancias. Esos sistemas se estudian a través del análisis de los aspectos
distributivos en las políticas públicas, (donde se distribuyen o asignan los recursos del
Estado). Otros aspectos hacen al manejo de estructuras institucionales y
procedimientos (cómo deben gestionarse las iniciativas y proyectos para lograr que
sean aprobados y puestos en práctica), que deben ser objeto de análisis
29

pormenorizado por que allí se expresa la discriminación en forma sutil y encubierta.


Por último, los sistemas de género abarcan cuestiones vinculadas con la visibilidad y
reconocimiento de los sectores diferenciados dentro de la sociedad global, tales como
lo son las mujeres, o las etnias indígenas, o los migrantes, o los homosexuales. Estos
grupos difieren entre sí y se diferencian por sobre todo del modelo prototípico de
ciudadano, que debido a la tradición de poder masculino, es imaginado como un
ciudadano varón, blanco, de edad mediana, clase media, heterosexual y educado. Sin
embargo, las concepciones más actuales de democracia reclaman iguales derechos
para los que son diferentes de este modelo prototípico y también la necesidad de
delegarles poder y otorgarles consideración por sus logros.
El carácter sistémico que la autora asigna al género, determina que cuando un aspecto
del sistema cambia, otros se reorganicen para mantener la coherencia del mismo. Tal
es el caso del trabajo extradoméstico. En un primer momento era asignado a los
varones, luego, pasados los primeros tiempos de la Revolución Industrial, se aceptó la
incorporación de las mujeres, pero se mantuvo la segmentación horizontal y vertical
del mercado de trabajo1, y se produjo una depreciación de las profesiones feminizadas.
Evelyne Sullerot (1979) sostuvo que cuando una profesión se feminiza se desvaloriza y
que también es cierto el proceso inverso, o sea que las profesiones depreciadas son
preferidas por las mujeres. De modo que si ser médico implicaba poder y prestigio,
cuando fue posible que hubiera médicas, se produjo una desvalorización por la cual el
ejercicio de la medicina podría llegar a ser una tarea subalternizada, debido a que los
varones se concentrarán en las finanzas (manejo de los seguros médicos) y en la
tecnología (aparatos de alta complejidad). De ese modo, el sistema se habría
reestructurado, en otro nivel, pero manteniendo su coherencia.
Como vemos, se trata de estudiar el género en su dimensión subjetiva, pero esto
también incluye lo vincular y microsocial en el nivel de las interacciones familiares, y la
operatividad de instituciones socializadoras como la familia y la escuela. En un nivel
mayor de abstracción, implica el estudio del parentesco y de las reglas de intercambio,

1
Por segmentación horizontal se entiende que las mujeres se concentran en el llamado sector terciario
de la economía, o sea comercio y servicios. Por segregación vertical entendemos la concentración
femenina en puestos de “base” y la progresiva disminución de mujeres cuando se asciende en la
pirámide ocupacional.
30

el análisis de la segmentación educativa y laboral, y finalmente lo que denominamos


las instituciones de lo simbólico, o el imaginario social, o las representaciones sociales,
o las prácticas prevalentes, de acuerdo con el modelo que se elija para la comprensión
de lo social.

Deseo versus poder

Nuestra tarea se desarrolla en un cruce de caminos donde intentamos articular los


discursos de las teorías psicoanalíticas con los aportes de los Estudios de Género. Por
ese motivo, enfrentamos la tarea de elaborar vínculos significativos entre dos
discursos que difieren en cuanto a lo que consideran las claves últimas para dar
sentido a la experiencia. Mientras que el Psicoanálisis es una teoría que considera al
deseo como motor del funcionamiento subjetivo, y la psicosexualidad es la referencia
a partir de la cual se decodifica cualquier relato, los Estudios de Género se refieren en
última instancia a las relaciones de poder entre varones y mujeres, coincidiendo en
este aspecto entre otras fuentes, con la concepción proveniente de la obra de Michel
Foucault.
Sobre la cuestión de la sexualidad, Foucault (1980) expresa su asombro ante una
sociedad que no cesa de proclamar de forma explícita sus conflictos y padecimientos
relacionados con la censura de la misma, y al mismo tiempo elabora complejos
dispositivos destinados a poner en palabras los más recónditos deseos y fantasías
sexuales. A partir de esa percepción, el autor descalifica lo que denomina “la hipótesis
represiva”, ya que considera que, desde la confesión cristiana hasta el Psicoanálisis,
más que una voluntad de silenciamiento, existe una puesta en discurso de la
sexualidad, que de tal modo sería construida como objeto de reflexión y preocupación
colectiva. Un rasgo propio de la Modernidad sería entonces, la creación de la
sexualidad como dispositivo de regulación social, así como el cuidado de las
poblaciones. La salud, el bienestar de los pueblos y la generación de una progenie
sana, se perciben como parte integral de la riqueza y el poderío de las naciones. El
autor explica esta postura en función del ascenso de la burguesía, que en lugar de
31

reivindicar la posesión de un linaje noble a través de la pureza de la “sangre”, cifra su


excelencia en una progenitura saludable.
En tiempos postmodernos, asistimos a una transformación respecto de los regímenes
reguladores de la sexualidad y de la población. Así como la aristocracia de las
sociedades estamentarias tenía, según dice el autor, el poder de sustraer la vida,
podemos considerar que las formas contemporáneas de acumulación de poder se
expresan como poder de dejar morir, aniquilando a los sujetos ya no sólo a través de
conductas activas, sino mediante la exclusión.
Foucault no ha considerado de forma explícita la diferencia de poderes entre los
géneros sexuales para su análisis. De acuerdo con su perspectiva, las relaciones entre
varones y mujeres parecen ser consideradas como una de las formas de los juegos de
poder, no reconociendo especificidad teórica alguna al poder intergénero, que se
enlazaría en forma inextricable con las luchas por la hegemonía que también se
mantienen entre varones. Numerosos autores han ensayado sin embargo, realizar una
articulación entre el discurso foucaultiano y los estudios de género (Balbus, 1990;
Fernández, 1993 y 1999; Osborne, 1993).
Osborne (ob.cit.) relativiza el cuestionamiento que realiza el autor acerca de la eficacia
de la represión, arguyendo que:

“... las mujeres no creemos que haya una saturación de imágenes sexuales en nuestro entorno, sobre
todo porque nosotras no hemos tenido todavía la oportunidad de ver aflorar, salvo en muy insuficiente
medida, una subjetividad femenina que hable de la sexualidad desde nuestro punto de vista”.

Pese a las lecturas críticas que se realizan desde una perspectiva feminista, debemos
reconocer que al centralizar su indagación en las relaciones de poder, el pensamiento
de Foucault realiza un aporte inestimable a los Estudios de Género, ya que facilita el
análisis crítico de las hipótesis biologistas acerca de mujeres y varones. En su Historia
de la Sexualidad, alude a una historia de los cuerpos, y no una historia de las
mentalidades, con lo cual se diferencia de esa corriente historiográfica. Su planteo es
más radical, ya que supone una construcción social de los cuerpos sexuados. La
postura de Judith Butler (ob.cit.) se relaciona con este punto de vista.
32

Pero esas reflexiones aluden a la modalidad en que se ejerce el poder, sin zanjar el
interrogante acerca de si podemos continuar sosteniendo a la psicosexualidad
humana como motor último de la subjetividad, de acuerdo con la propuesta freudiana.
Maurice Godelier (1990), describe su búsqueda de comprensión acerca de las formas
en que las sociedades humanas se estratifican y en que el poder se acumula y se
delega. En el contexto de esa indagación, llegó a captar la necesidad de estudiar las
relaciones entre los géneros sexuales y la dominación masculina, considerada como la
forma básica de organización y de construcción de las jerarquías sociales. Godelier
(1990) utiliza una interesante metáfora para referirse a la sexualidad; la denomina: “la
máquina ventrílocua”. Esa máquina o muñeca sería la vía preferida para expresar
asuntos que no emanan de sí misma, sino que derivan de las relaciones de poder
institucionalizadas.

“La sexualidad se convierte (...) en fuente de universos de representaciones imaginarias por los cuales el
orden de una sociedad se inscribe en el cuerpo (...). En todo tiempo y lugar, la sexualidad está obligada a
atestiguar el orden que reina en la sociedad y a pronunciarse a favor o en contra de él”.

Para ilustrar esta cuestión, plantea que, por ejemplo, las secreciones corporales, que
en sí mismas sólo expresan la diferencia sexual anatómica y sus correlatos
reproductivos, han sido transformadas mediante prácticas rituales en vehículos y
evidencias confirmatorias de las diversas variantes con que se construyó la jerarquía
social intergenérica (por ejemplo, se refiere a la contaminación atribuida al flujo
menstrual, o a la idealización de las supuestas virtudes del semen). La sexualidad
estaría, entonces, alienada, enajenada en función de los ordenamientos jerárquicos
pero a la vez sería un instrumento de alienación, ya que la diferencia sexual anatómica
es utilizada como referencia aparentemente indiscutible de la posición social y las
funciones de mujeres y varones. Este tipo de interpretación acerca de la producción
social de la sexualidad resulta posible de ser formulada, en una época en la cual se
cuestiona fuertemente la naturalización ideológica de los roles sociales de género,
dada la creciente tendencia a abolir la división sexual del trabajo.
Dentro del campo psicoanalítico, vemos que Emilce Dio Bleichmar (1985), plantea la
necesidad de descentrar el análisis de la femineidad, así como el estudio de las
33

histerias (una de las formas preferenciales en que se manifiesta el malestar de las


mujeres en la cultura patriarcal) del estudio de la sexualidad en sí misma. Considera
que la reducción de las mujeres a su sexualidad es una expresión de su estatuto
subordinado, y que existe una rebelión sintomal consistente en “hacerse ama de su
deseo”, a fin de reafirmar la estima de sí. Muchas mujeres aspiran a consolidar la
estima de sí mismas renunciando a un placer sexual asociado con la degradación social
y moral, en un orden simbólico que plantea una oposición paradójica entre placer
femenino y sentimiento de sí. Sobre la base de esas consideraciones, Dio Bleichmar
propone focalizar la indagación en el narcisismo de género.
Jessica Benjamin (1996), al jerarquizar lo que denomina deseo de reconocimiento,
coincide en cuestionar el recurso exclusivo a la erogeneidad como clave para
decodificar la experiencia subjetiva. En lugar de considerar la estima de sí en forma
auto referida, la relaciona explícitamente con el reconocimiento que proviene del
semejante. De este modo se aparta de una tradición psicoanalítica que toma como
objeto de indagación los procesos intrapsíquicos de un sujeto que resulta
artificialmente aislado. Aunque muchos estudios psicoanalíticos reconocen la
importancia de los vínculos para la estructuración del mundo interno y la construcción
de imagos objetales, la teoría intersubjetiva destaca la eficacia de la red vincular de un
modo especialmente relevante. De todos modos, Benjamin aclara que su perspectiva
no debe contraponerse, sino integrarse, con los desarrollos acerca de procesos
intrasubjetivos. En su última obra, Dio Bleichmar (1998) inscribe su pensamiento
dentro del paradigma de la intersubjetividad.
No hemos advertido en forma suficiente el carácter cuestionador que estos planteos
presentan con respecto de una de las “piedras fundamentales” del edificio teórico del
psicoanálisis: la sexualidad concebida como motor principal del psiquismo. Nancy
Chodorow (1978) planteó esta cuestión, apoyándose en los desarrollos de la escuela
inglesa de las relaciones de objeto. La autora consideró que los relatos acerca del
desarrollo varían notablemente si se concibe al ser humano como un individuo aislado,
que se dirige al semejante con el único objetivo de satisfacer sus urgencias pulsionales,
o si se reconoce la legitimidad y eficacia de los vínculos para la construcción del
aparato psíquico.
34

Sin embargo, aun cuando los sujetos renuncien al placer sensual en aras de la
autoestima, tal como lo plantea Dio Bleichmar, es posible referir la sensación de ser
amados por el propio Superyó a sus orígenes tempranos, o sea, a las primeras
renuncias que realiza el niño en función de ganar el amor de quienes lo asisten frente
al desamparo infantil. Al fin y al cabo, la investidura amorosa del self no es más que el
sedimento subjetivo del amor recibido por parte de quienes hemos amado.
Recordemos que, tal como lo describe Benjamin (op. cit.), el infante es narcisista en el
nivel cognitivo, pero en la realidad depende en forma extrema de un vínculo con otro
ser humano. De este modo, otra posible antinomia, aquella que se plantea entre
narcisismo y pulsión, queda disuelta, así como la oposición entre narcisismo e
intersubjetividad.
Ana María Fernández (1999) plantea, adhiriendo al método de Foucault, la necesidad
de genealogizar al Hombre de Deseo, o sea establecer una genealogía histórica que
determine cuando se comenzó a considerar al deseo como la clave para la
comprensión del ser humano. Esto ocurrió durante la Modernidad, y el
establecimiento de su genealogía es parte necesaria de toda empresa deconstructiva
de las categorías que utilizamos para pensar la cuestión de la diferencia. Para esta
autora, “el sujeto de deseo es inseparable del Hombre de Poder”, en tanto las representaciones
acerca de la subjetividad se articulan con los dispositivos políticos.
Vemos entonces que el cuerpo, sustancia gozante y padeciente, recibe y reproduce las
improntas de las regulaciones elaboradas en el grupo humano que lo precede y
contextúa, reglas que cristalizan las respuestas colectivas ante los desafíos a la
supervivencia general, las que incluyen la perpetuación o innovación en los arreglos de
poder vigentes.
La pulsión se fragua en el encuentro entre disposiciones herederas de las conductas
instintivas universales y las regulaciones interiorizadas producidas en la historia grupal
ancestral. El poder interviene en la constitución del deseo.
La escuela francesa de psicoanálisis nos ofrece un modelo más convincente para
pensar estos procesos, en comparación con la perspectiva freudiana, en tanto torna
visible la función de la interdicción en la génesis de la posibilidad deseante. Tampoco
en este aspecto existe homogeneidad al interior del discurso freudiano. Así como en
35

algunos textos Freud plantea una relación antagónica entre individuo y sociedad, en su
trabajo acerca de la degradación de la vida erótica (Freud, 1912), destaca el valor de la
prohibición en la constitución del deseo:

“Es fácil comprobar que el valor psíquico de la necesidad de amor se hunde tan pronto como se le
vuelve holgado satisfacerse.
“… esa misma ineptitud de la pulsión sexual para procurar una satisfacción plena tan pronto es sometida
a los primeros reclamos de la cultura pasa a ser la fuente de los más grandiosos logros culturales, que
son llevados a cabo por medio de una sublimación cada vez más vasta de sus componentes pulsionales.”

Sin embargo, mayormente, Freud opuso a un sujeto movido por el empuje de sus
pulsiones de origen instintivo, las interdicciones socioculturales encarnadas en las
figuras parentales. Los padres son concebidos a la vez como objetos de deseo y como
imagos amedrentadoras que promueven la renuncia a la satisfacción pulsional directa;
la cultura operaría como una institución colectiva de las regulaciones impuestas a los
niños y jóvenes por parte de los padres, quienes serían así percibidos al mismo tiempo
como su origen y sus agentes (Freud, 1930).
La diferencia entre ambas corrientes psicoanalíticas es claramente reconocida por
Foucault, pero al tomar al poder como objeto de su análisis, discute lo que considera
una semejanza entre el psicoanálisis freudiano y el lacaniano: la consideración del
poder bajo la forma de la Ley. Su descripción de las relaciones de poder atravesando
todas las interacciones humanas, en forma capilar, y en múltiples sentidos, cuyas
cristalizaciones son siempre en principio reversibles, permite una mejor comprensión
acerca de la forma en que el placer, el dolor, la idealización respecto del otro, el deseo
de someter y el de ser sometido, se entrecruzan en las relaciones eróticas, que son
siempre a la vez relaciones de poder, entre los géneros y al interior de cada género
sexual.
Respecto de la particular relación existente entre la sexualidad y el poder, expresa:

“En las relaciones de poder, la sexualidad no es el elemento más sordo, sino más bien uno de los que
están dotados de la mayor instrumentalidad: utilizable para el mayor número de maniobras y capaz de
servir de apoyo, de bisagra, a las más variadas estategias”.
36

Es necesario entonces analizar la microfísica del poder implícita en las relaciones eróticas y
sentimentales de nuestro mundo posmoderno, donde las dominaciones sutiles deben ser
develadas, no existiendo en realidad ninguna verdad químicamente pura como resultado,
ninguna posibilidad de disociar el amor, el erotismo y el poder.

Género versus Diferencia Sexual Simbólica

Ciertos autores prefieren referirse a la diferencia sexual simbólica, en lugar de utilizar


la categoría de Género. Esta elección se debe a la diversidad existente entre las
tradiciones intelectuales francesa y anglosajona. El concepto de Género surgió en los
Estados Unidos, y los teóricos formados en la escuela francesa de psicoanálisis han
elegido continuar con la propuesta de Lacan, quien considera que el inconsciente
impone leyes estructurales a las pulsiones, representaciones, recuerdos y afectos.
Silvia Tubert (1988), considera que Freud también pensó que en el inconsciente no hay
contenidos específicos sino que consiste en un modo de operar con las
representaciones preconscientes. Desde esa perspectiva teórica, existe una
construcción simbólica de la diferencia sexual. La masculinidad y la femineidad serían
formas vacías a las que se les asignan diversos contenidos en función de las
circunstancias histórico - sociales. De este modo la autora propone una articulación
entre el valor estructural de estos conceptos y su carácter histórico.
De acuerdo con el planteo lacaniano, para el ser humano lo natural solo es accesible a
través del significante. Tubert (1999) descarta todas las concepciones que ubican a la
femineidad más allá de la simbolización. Por el contrario, considera que los términos
de “mujer” o “femineidad” se refieren a construcciones teóricas. Según su lectura,
cuando Freud postula un monismo sexual masculino, no refiere la diferencia sexual
psíquica a una diferencia sexual anatómica, sino que sostiene que la diferencia sexual
deberá ser construida subjetivamente. Es necesario observar que, pese su esfuerzo por
no polemizar con el androcentrismo del discurso freudiano, no nos parece válido
interpretar el monismo fálico como constructivismo. La autora opta por destacar la
vertiente constructivista del discurso freudiano, expresada a través de la afirmación
realizada por Freud en 1933, acerca de que el psicoanálisis no puede dar cuenta de lo
37

que es una mujer, sino de la forma en que un ser humano bisexual deviene femenino.
Nos parece necesario recordar que en el corpus psicoanalítico coexiste esta tendencia
junto con aspectos reduccionistas y naturalistas, expresados a través de la famosa
paráfrasis de Napoleón que el creador del psicoanálisis realizó al expresar que “La
anatomía es destino” (Freud, 1925). El psicoanálisis intentó fundar un nivel de análisis
específico para los procesos subjetivos, y lo logró, pero no pudo evitar escapar por
completo a lo que constituía la caución de cientificidad durante el siglo XIX y
comienzos del siglo XX: la referencia de los procesos psíquicos a un sustrato biológico
respecto del cual se esperaba encontrar una correspondencia punto a punto. Las
lecturas estructuralistas que se realizaron con posterioridad, presentan el Freud que
desearían hubiera existido, negando la literalidad de algunos desarrollos freudianos.
Esta negación implica con frecuencia un retorno de los invariantes, esta vez referidos
a la estructura atemporal del lenguaje.
Cuando Lacan teoriza el Complejo de Edipo como el proceso por el cual el infante
humano renuncia a ser el falo de su madre, o sea a colmarla, sin embargo marca dos
destinos diferenciales para mujeres y varones, y esos destinos se sustentan en última
instancia en la diferencia sexual anatómica. Dice Tubert (1988):

“El paso que establece la diferencia entre ser- el - falo y tener - el - falo es el que
funda, al mismo tiempo, la diferencia entre sexualidad femenina y sexualidad
masculina”.

De acuerdo con el discurso lacaniano, tanto el niño como la niña son el falo para la
madre en el comienzo de sus vidas. Lo que define a la mujer es que desea continuar
siendo el falo, en tanto no puede tenerlo. Vemos que aquí retorna la anatomía, y que
en este sentido, las teorizaciones que dan prevalencia a lo simbólico no pueden sin
embargo desligarse por completo de la diferencia sexual anatómica. Por otra parte,
debemos tener presente que el orden simbólico en sí mismo es androcéntrico, debido
al dominio social de los varones. No es posible pensar en estructuras simbólicas
gestadas por fuera de las relaciones sociales de poder. Silvia Tubert ha coincidido
plenamente con esta afirmación.
38

El significante clave que tiene la propiedad de ordenar toda la cadena de significantes


es el Nombre - del - Padre. Tubert (1995) considera que si atendemos al aspecto
estructural del mito edípico, podemos aventurar que en un orden simbólico no
androcéntrico, podrían ser otros los significantes claves que garantizaran la función
metaforizante que hace posible la constitución del sujeto a través de su entrada en lo
simbólico. Pero, agrega que si nos mantenemos dentro del registro psicoanalítico, esos
significantes clave deberán poder instaurar la diferencia sexual.
Coincidimos en ese aspecto con la autora. Una de nosotras planteó que en el
ordenamiento simbólico vigente, la representación colectiva de la diferencia sexual no
ha sido aún lograda, ya que de acuerdo con la lógica del narcisismo, lo diferente es
reducido a la inferioridad (Meler, 1987). La disminución de la polaridad entre los
géneros, que algunos teóricos conceptualizan como “androginia” (Bem, 1974), no
implica la abolición de representaciones colectivas acerca de las diferencias, siendo la
diferencia sexual, junto con la diferencia generacional, representaciones lógicamente
fundantes de otras discriminaciones que ordenan la experiencia.
La prohibición del incesto se refiere a la separación entre el niño y su madre,
cualquiera sea el sexo, lo que otorga a la niña, de acuerdo con Tubert, la misma
posición que al varón. El reconocimiento de la diferencia sexual permitiría salir de un
vínculo de fascinación y a la vez de agresividad con un doble especular del sí mismo.
Para que se pueda pasar de la identificación primaria a las identificaciones
discriminadas y permitidas con algunos aspectos de los padres, debe establecerse la
diferencia entre los sexos y la diferencia entre las generaciones. Sin embargo, los
psicoanalistas lacanianos desconfían profundamente del concepto de identidad,
porque para ellos, el Yo, lejos de ser la instancia sintetizadora que propone la
psicología, es el lugar de la investidura narcisista del sí mismo, que encubre en una
falsa identificación la contradicción pulsional inconsciente. Da la impresión de que
nuevamente se plantea aquí una falsa antinomia. La existencia de los múltiples deseos
inconscientes no excluye la existencia de un sentimiento de sí, y el hecho de que ese
sentimiento está sexuado. Estos equívocos derivan de considerar que solo lo
inconsciente constituye el objeto legítimo de la indagación psicoanalítica. El estudio
del Yo en lo que hace a sus aspectos instrumentales, pasaría a ser considerado como
39

extraterritorial para la escuela francesa de psicoanálisis. Sin embargo, nuestra


experiencia clínica nos enseña a valorar no solo los conflictos entre deseos
contrapuestos que con frecuencia desgarran a los sujetos, sino también los recursos
emocionales y cognitivos con que cada consultante cuenta para enfrentarlos.
Si bien es cierto que las representaciones de la femineidad y de la masculinidad
tienden a remitir a características supuestas de forma errónea como esenciales,
también es verdad que constituyen una realidad simbólica colectiva, con aspectos
cambiantes y otros estables o que tienden a permanecer. Dicho de otro modo: las
esencias constituyen una creación ilusoria sin sustento, pero las representaciones
colectivas, aunque intangibles, son reales, y reconocemos su existencia a través de sus
efectos sociales y subjetivos.
Para comprender la operación simbólica que establece la diferencia sexual, es
necesario tener en cuenta la existencia previa de la femineidad y de la masculinidad
cultural. En este sentido hay que relativizar el cuestionamiento que hace Tubert
respecto del intento de establecer como objeto teórico una clase o comunidad
constituida por todas las mujeres. Es cierto que existen marcadas diferencias intra -
género, que han conducido a destacar la necesidad de cruzar esta categoría con la de
etnia, clase y edad, y por supuesto, con los infinitos determinantes de cada historia de
vida. Pero al mismo tiempo, la existencia de un sistema socio - cultural dicotómico y
prescriptivo, que condiciona una subjetivación diferencial por género, constituye un
observable que adquiere características de realidad simbólica, y contribuye a constituir
al género como categoría de análisis. Si la desechamos por el hecho de reivindicar la
importancia de las determinaciones inconscientes, perdemos la posibilidad de percibir
un enorme cúmulo de procesos que han salido a la luz a través de su empleo.
Tubert dice:

“es importante la crítica de los fundamentos ideológicos y normativos de conceptos como el de


identidad, ya que, bajo la forma de una conceptualización científica, obturan la emergencia de la palabra
y el deseo de cada mujer como sujeto humano”

Su afirmación es adecuada en términos de la teoría psicoanalítica, pero debe tomar en


cuenta que tal aseveración solo puede ser formulada en un horizonte cultural donde el
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carácter prescriptivo de los sistemas de género ha sido cuestionado por los


movimientos de mujeres y más tarde, por las agrupaciones masculinas desconformes
con las normativas ancestrales. El concepto de género ha permitido hacer visibles las
determinaciones sociales y culturales relacionadas con la diferencia entre los sexos, lo
que favoreció su cuestionamiento, y así promovió un notable cambio en el estatuto
social de las mujeres. Sin confundir los distintos niveles de análisis, es conveniente
establecer relaciones significativas entre las herramientas teóricas y su modo de
construcción político, así como con sus efectos sobre la realidad.
Tubert plantea que la femineidad no consiste en un contenido fijado sino en una
diversidad y multiplicidad de formas en que la mujer es construida. Se trata entonces
de saber cómo se organiza la diferencia sexual en la cultura. Discute entonces, la
validez de los intentos de unificación de las mujeres en función de su opresión.
Consideramos que, si bien es fácil que los estudios de género se deslicen hacia el
sociologismo, parece preferible afrontar ese riesgo que caer en un estructuralismo
que orilla peligrosamente la a-historicidad.
La autora afirma en su obra de 1988:

“(...) no hay masculinidad ni feminidad en la sexualidad infantil; es el complejo de Edipo y su correlato,


el complejo de castración, el que establece la diferencia”.

De ese modo parece negar la existencia de precursores pre - edípicos del sentimiento
de ser mujer o varón. Por el contrario, los relatos acerca del desarrollo que nos ofrece
la escuela de las relaciones de objeto, permiten establecer diferentes fases evolutivas
a través de las cuales la diferencia sexual se va estableciendo.
Para los fines del análisis, es necesario discriminar entre el proceso por el cual los
infantes van construyendo la representación subjetiva de las diferencias, del proceso
histórico mediante el cual se han construido las representaciones colectivas acerca de
la diferencia sexual. Estas representaciones sociales constituyen a su vez el contexto
dentro del cual el desarrollo evolutivo de los sujetos tiene lugar.
Numerosos autores han trabajado sobre un análisis crítico de la forma en que se ha
conceptualizado la diferencia sexual en Occidente. Luce Irigaray (ob.cit.), psicoanalista
feminista post - lacaniana, destacó algunos aspectos de la lógica fálica, que opera
41

mediante la polarización, el establecimiento de dicotomías y dentro de esas dos


categorías, subsume una en la otra, negando así la diferencia y transformándola en
inferioridad. El “Otro”, o mejor dicho la otra, pasan a ser considerados como una copia
deficitaria y especular del “Uno”, que funciona como sujeto modélico. Entre nosotros,
Ana María Fernández (1993) ha retomado estos conceptos. Silvia Tubert también los
cuestiona, y en un trabajo reciente (1995), destaca la contingencia e historicidad de la
hegemonía del significante fálico como significante del deseo y de la falta, dentro del
discurso lacaniano.
Todas estas autoras establecen una clara relación entre el orden simbólico
hegemónico y las cristalizaciones de poder entre los géneros. El colectivo dominante
está en condiciones de transformar su perspectiva sexuada en una pseudo
universalidad. Así se produce un efecto de invisibilidad respecto de la perspectiva de
las mujeres y este proceso se replica al interior de cada género, donde la visión del
mundo y la experiencia de los sectores dominantes, oculta la forma de transitar por el
mundo de los subordinados debido a su sector social u origen étnico. Por ese motivo
en este libro nos hemos propuesto realizar una inversión de la mirada, al estudiar la
masculinidad desde nuestra particular posición personal, teórica y política.
Martha Rosenberg (1996), psicoanalista argentina que prefiere el recurso a la
diferencia sexual simbólica como instrumento teórico, plantea que la utilización del
género como categoría ha servido para limar la radicalidad del discurso feminista,
haciéndolo aceptable para determinados sectores. Si bien en algunos casos la
intención de hacer aceptable este corpus teórico para comunidades académicas donde
aún se sostuviera la ilusión en la neutralidad del saber, puede haber estado presente,
en realidad, el mismo proceso de neutralización política puede producirse respecto del
empleo del concepto de diferencia sexual simbólica. Los autores lacanianos a menudo
vacían el concepto de su asociación con el poder y reciclan antiguos conceptos
esencialistas de forma actualizada.
Un trabajo presentado en el Coloquio sobre El ejercicio del saber y la diferencia de los
sexos, que se realizó durante 1990 en el Colegio Internacional de Filosofía, pese a su
complejo desarrollo, parece recaer en esta postura tradicional. Alain Badiou (1993) en
su artículo “¿Es el amor el lugar de un saber disyunto?”, no hace sino replicar las
42

teorías acerca de la irreductibilidad de las posiciones sexuadas y la asociación


tradicional entre las mujeres y el amor y entre los varones y el pensamiento. Esto
ocurre pese a que pretende conjurar esta crítica anticipándose a formularla él mismo.
El autor dice:

“Nada de la experiencia es lo mismo para la posición hombre y la posición mujer”

Si las posiciones sexuadas fueran absolutamente irreductibles y resultara cierto que


cuando se está ubicado en una no se puede percibir la experiencia desde la otra,
estaríamos presos en la cárcel del narcisismo y la comunicación entre los géneros sería
una vana ilusión. Dicho sea de paso, nuestro intento de estudiar la masculinidad
resultaría impugnado antes de comenzar, por el hecho de ser mujeres.
Una esperanza para la empatía, radica en el recurso a un concepto que no es filosófico
sino psicoanalítico: el de identificación cruzada. Merced a las identificaciones que cada
cual ha realizado con determinados aspectos del progenitor del otro género, lo que a
veces (y solo a veces) implica una identificación masculina en una mujer o una
identificación femenina en un varón, es posible intuir la experiencia del otro, lo que
permite establecer un vínculo que tienda un puente sobre el abismo entre los géneros.
Felizmente, Badiou nos rescata de la incomunicación absoluta con su concepto de
verdades trasposicionales. Con esta denominación alude al hecho de que, puesto que
sostiene que no hay sino una sola humanidad, toda verdad es sustraída a toda
posición, o sea, es verdadera para todos.

Michel Tort (1993), titula un trabajo agrupado en el mismo volumen, “Lo que un sexo
sabe del otro”. Así establece, según parece, un contrapunto con la postura de Badiou,
postulando que es posible saber sobre el otro sexo. No es de extrañar que en este
trabajo el autor asimile la prescripción freudiana del pasaje de la erogeneidad del
clítoris hacia el erotismo vaginal, con las operaciones practicadas en algunos pueblos
primitivos donde se practica la excisión del clítoris. Es pertinente recordar que un
trabajo elaborado por Ana María Fernández y Graciela Sikos en 1979, planteó una
metáfora semejante. También es destacable que el autor impugne la universalidad
43

atribuida al significante fálico, postura con la cual, como vimos, coincide Tubert. Una
expresión particularmente feliz es la que sigue:

“El problema analítico de definir una simbolización de la falta que tenga una significación para los dos
sexos - y entre ellos - sin ser referido al rechazo de uno de los dos - el femenino -, permanece en su
totalidad”

Como se ve, existen posturas conservadoras o progresistas respecto de las relaciones


entre los géneros, de ambos lados del Atlántico. Podemos disfrutar de nuestra
marginalidad sureña y latina para poder, al menos, independizar nuestro criterio
respecto de oposiciones que en ocasiones resultan estériles.
De modo que no se trata de zanjar la discusión atribuyendo a una u otra corriente
teórica el monopolio de la fidelidad feminista, sino de continuar la búsqueda de
conceptos que nos permitan explorar y soportar, parafraseando a Kundera, “la
insoportable levedad del género”. Existe sin duda una tensión entre el carácter
histórico y constructivo del concepto, su persistencia transhistórica que apunta a
cuestiones estructurales, y sus efectos evidentes en la construcción de realidades
fácticas en el nivel de la subjetividad, los vínculos y las instituciones.
Más allá de la diversidad de matices teóricos, existe consenso respecto del hecho de
que las relaciones entre varones y mujeres pueden ser conceptualizadas como
relaciones sociales, y a partir de eso, analizadas desde la dimensión de las relaciones
de poder. Por lo tanto, el deseo que los une o los separa, no responde de modo
inmediato a la diferencia sexual anatómica o a las urgencias de un instinto, sino que es
parte de vínculos complejos donde se articulan la sexualidad, la autoconservación y la
hostilidad, bajo la forma del dominio y de la subordinación. Tanto el sentimiento
subjetivo de masculinidad o feminidad, como el deseo erótico, cualquiera sea su
objeto, se construyen a través de un devenir histórico que es a la vez, individual y
colectivo.
La discusión de estas polaridades teóricas no pretende ni logra su completa disolución
o resolución. Simplemente, aspira a ordenar en lo que resulta posible nuestras
herramientas de pensamiento, para iniciar a continuación, estudios sobre diversos
aspectos de la masculinidad.
44

Bibliografía

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