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56 EL ASNO DE ORO 9 ujieres de la ciudad me hacen avanzar en medio del escenario, como a una victima, y me colocan en el cen- tro de la orquesta. 3. Entonces, a la potente cita del heraldo, se Jevanta el acusador; era persona de edad avanzada. Para medir la duracién de su discurso, eché agua en una vasija parecida a un embudo, con un fino agujero por donde caia el liquido gota a gota®; y se dirigié al pueblo en los siguientes términos: 2 «Muy honorables ciudadanos: El caso de que se trata es trascendente: de él depende muy especialmen- te la tranquilidad de todos los ciudadanos; ha de cons. 3 tituir un saludable precedente de severidad. Por lo cual es muy conveniente que individual y colectivamente, segiin aconseja el honor civico, colaboréis eficazmente para que no salga impune un infame asesino culpable 4 de tantos y tan crueles homicidios. Y no os figuréis que, instigado por particulares resentimientos, me irrita un odio personal. Soy capitan de la guardia noc- turna y no creo que hasta la fecha tenga nadie quejas 5 de mi actuacién como vigilante. Os voy a exponer ya fielmente la causa en si, los hechos acaecidos la noche pasada. »Sobre la media noche poco mds o menos, hacia yo la ronda por la ciudad inspeccionando de puerta €n puerta todos los rincones con escrupulosa atencién; 6 de pronto veo a este joven sanguinario, con la espada desenvainada, sembrando la muerte a su paso; Ya eran tres los ciudadanos degollados por su crueldad; las victimas yacian a sus pies, respirando todavia y 7 palpitando en un mar de sangre. Fl, aterrado y con raz6n ante la magnitud de un crimen conscientemente cometido, huy6 rapidamente deslizandose a favor de las fro it tenemos una exacta jocido cron metro de agus Man, acts deseripeién del con LIBRO IIT 57 tinieblas hacia una casa donde permanecié oculto toda la noche. Pero la divina providencia no permite la impunidad de los criminales: antes de que él pudiera escapar por alguna salida secreta, me puse al acecho temprano y me encargué de traerlo ante vuestro au- gusto y sagrado tribunal. Asi, pues, ahi tenéis al acu- sado, culpable de varios asesinatos, un acusado cogido en delito flagrante, un acusado que no es del pafs. No teng4is reparo en condenar a un extranjero por un cri- men que castigariais severamente incluso en uno de vuestros ciudadanos. 4, Terminado el alegato, mi terrible acusador con- tuvo su formidable vozarrén. Y al punto el ujier me invité a tomar la palabra por si acaso tenia algo que decir en mi defensa. Pero yo en aquel instante no sabfa mAs que llorar; y mds que asustado por la feroz acusacién, me sentia torturado por el remordimiento de conciencia. Sin embargo, una inspiracién del cielo me dio 4nimos para replicar en los siguientes términos: «No ignoro, en presencia de los cadaveres de tres ciudadanos, cuan dificil es la posicién de quien esta acusado de asesinato: aunque diga la verdad y hable él también de acuerdo con los hechos, le sera dificil convencer de su inocencia a tan nutrida asamblea. No obstante, si la bondad del pueblo me concediera una breve audiencia, poco me costaria demostraros que, si mi vida est4 en peligro, no es por culpa mia; que circunstancias fortuitas hacen recaer sobre mi vuestra legitima indignacién asi como todo el odio provocado por un crimen que no he cometido. 5. »Yo habia cenado fuera, yolvia a casa un poco tarde y bastante bebido por afiadidura (ahi esta el crimen auténtico y propiamente mfo, lo reconozco). Ante la misma puerta de la casa en que me hospe- 58 EL ASNO DE ORO daba (es decir, la de Milén, vuestro honorable conciu. 2 dadano) veo a unos terribles malhechores que planea. ban un asalto e intentaban ya forzar la puerta arran. cando los goznes. Ya habian hecho saltar violentamen. te todos los sistemas de cierre, aunque se habia tenido la precaucién de asegurar todo con el mayor cuidado; los malvados ya deliberaban entre si sobre el asesinato 3 de los que alli moraban. Uno de ellos, mds decidido y més corpulento que los demds, arenga a sus cama- 4 radas con las siguientes consideraciones: ‘;Vamos, muchachos! Con la virilidad y el ardor de los valien- tes, ataquemos mientras duermen. Lejos de nuestro corazén el menor titubeo 0 cobardia: con el pufial desenvainado, recorra la muerte todos los rincones de Ja casa. Quien esté durmiendo en la cama, muera 5 degollado. Quien intente resistir, sucumba bajo el gol- pe. Sélo en un caso podremos salir con vida: si no 6 dejamos con vida a nadie en la casa’. Lo confieso, ciudadanos, ante esos desenfrenados forajidos, crei cumplir un noble deber civico, aunque en extremo preocupado por mis hospitalarios amigos y por mi 7 mismo, eché mano al pufial (me acompafia siempre en previsién de casos como éste) e intenté ahuyentarlos 8 asustandoles. Pero esos barbaros, esos salvajes, lejos de huir al verme armado, me oponen audaz resistencia. 6. »Se entabla una batalla campal. El jefe, el aban- derado del grupo, me ataca con todo su arrojo: con ambas manos me agarra del pelo y me dobla la cabeza hacia atrds en un intento manifiesto de aplastarmela 2 con una piedra. Mientras pide insistentemente que le ‘alarguen una, tengo la suerte de asestarle un certero golpe y abatirlo. Luego, otro se tira sobre mis piernas a mordiscos: yo centro tranquilamente el golpe sobré la espalda y elimino al tercero, alcanzandolo de lien LIBRO IIT 59 en el pecho cuando corria, sin precaucién, a mi en- cuentro. »Restablecida asi la calma, protegida la casa que me alojaba y asegurada la tranquilidad general, me creia que, lejos de sufrir un castigo, se reconoceria oficialmente mi heroismo; maxime teniendo en cuenta que jams he sido citado en justicia por ninguna som- bra de sospecha; al contrario, mi vida habia sido inta- chable en mi pais y siempre habia preferido la inocen- cia a cualquier partido ventajoso. Y no logro com- prender cémo se me somete hoy a juicio por dejarme llevar de una legitima venganza frente a execrables atracadores, Afiddase que nadie puede sospechar ene- mistades personales entre nosotros, ni siquiera que yo los conociera anteriormente o que hubiera alguna presa en perspectiva por cuya posesién pudiera atri- buirseme tan horrendo crimen». 7. Después de estas palabras volvieron a saltarme las ldgrimas y, con los brazos extendidos en actitud de suplica, imploraba tristemente a unos y a otros en nombre de la piiblica clemencia y de sus seres mas queridos. Ya crefa haberlos enternecido totalmente y movido a compasién con mi Ianto; tomaba por testi- gos la clarividencia del Sol y la Justicia, y me reco- mendaba en medio de mi infortunio a la divina pro- videncia; entonces, elevando un poco la mirada hacia la multitud, veo... que todos reventaban de inconteni- ble risa: hasta el bueno de Milén, mi padre hospitala- rio, se retorcia como el primero entre carcajadas. Entonces pensé en mi fuero interno: « jHe ahi su buena fe, he ahi su escrupulosidad de conciencia! Yo salvo al que me hospeda, y, por ello, se me llama ase- sino; por celo, se reclama para mi la pena de muerte; él ni se acercé para alentarme y encima, como s! eso fuera poco, se rie de mi triste suerte».

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