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El zorro de arriba y el zorro de abajo

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

FRAGMENTO
El “corral” lo cerraban antes que los pabellones. Cuando la Narizona subía a un
taxi en el campo de estacionamiento, apagaron los focos del poste en el “corral”, y el arenal
pisoteado como por patas de palomas era emparejado por el viento. Un guardián juntó la
puerta de madera del cerco, le echó cadena y un candado rojo enmohecido que tenía forma
de escudo.
Mientras, y flameadas por el viento tres chuchumecas subían hacia la barriada de San
Pedro, por uno de los caminos que seguían las piaras de burros de los aguateros. Eran putas
del “corral”. No aceptaban pagar la costosa tarifa que los taxis de la ciudad pedían de noche
para subir hasta la barriada del gran médano. Nunca se estaba seguro de que no se atascarían
las ruedas.
Las tres andaban en fila por el angosto camino que los burros trazaron y afirmaron
algo con sus millares de viajes por el cerro de arena.
—¡Malhaya vida! ¡Put… vida! —dijo la que iba última.
—Claro. Como en despeñadero barrancamos. Así también levantaré. ¡Yu, carajo!
—contestó la de en medio.

La que iba primero no hablaba; se adelantó, fatigándose mucho. Hundía los pies
en la arena; en los trechos donde los burros encontraron cascajo y siguieron la veta del piso
duro, esa mujer picaba menudo los pasos. Llegó a la carretera “marginal” de gruesa arena
y basura en que empiezan las calles, todas derechas y en cuadro, de la barriada. Abajo, al
pie del médano, el puerto pesquero más grande del mundo ardía como una parrilla. Humo
denso, algo llameante, flameaba desde las chimeneas de las fábricas y otro, más alto y con
luz rosada, desde la fundición de acero. No alcanzaba al cerro la pestilencia del mar. La
chuchumeca corrió, medio encorvada, acezando en la arena suelta; subió algunas cuadras
por una calle que las estrellas alumbraban hasta que se perdía en la cima lejanísima del
médano, la calle Colombia. Tras un enmohecido volquete despatarrado, con algunos
lampos de pintura amarilla, ahí estaba su casa. Inte- rrumpiendo y, a largos trechos,
rodeando las llamas, las luces y el humo del puerto, brillaban como metal medio escondido
grandes pantanos en que la totora crecía aún, salvaje.
La mujer que iba última comentó, mientras luchaba con el médano:
—Esa Orfa va morir, pues. Enjuerma corre cerro, cerro
pesao.
—Ostí no sabes, ostí machorra —contestó la que iba adelante.
—Va morir. Chuchumeca enjuerma, con hijo, no aguanta
—insistió la que iba detrás.
La mujer que iba adelante se dio vuelta; sus pies empujaron con trabajo la gruesa
arena del último trecho de la cuesta, el más empinado.
—No sabes parir —le dijo la otra—. Mujer con hijo aguanta viento, cerro pesao. Todo
aguanta.
La otra, de espaldas al puerto, al humo y a las llamas que hacían resaltar más la
figura de su cuerpo contra la arena blanca, alzó la cabeza.
El zorro de arriba y el zorro de abajo
JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

—Hijo de chuchumeca es maldición. ¡Ahistá! —gritó. Se dio vuelta también ella y


retrocedió un paso para quedar junto a la primera mujer y frente al mar—. ¡Ahistá infierno —
y señaló el puerto— cocinando pescado, cacana de pescado también! Ahistá candela. Su hijo
de infierno, hijo de Tinoco, es el hijo de Orfa.

—Hijo de chuchumeca, hijo no más. Tinoco es chancho, con lani demoniado,


loco —replicó la primera.
—¡Tinoco, pu…madreéé! ¡Pior que infierno, hijo de candela pestosa! Yo, yo,
Virgencita del Carmen, no machorra —empezó como a rezar la otra, después de haber
gritado en el cerro—. Cierto es, Virgencita del Carmen, Tinoco candela pestosa, buen mozo,
buen mozo... Culebra, barranco, picaflor, asno, macho asno, vergalani, putazo.
Se arrodilló frente a las luces y el humo. Siguió hablando:
—Picaflor de puta, Tinoco; de candela, de cacana mier... Yo, yo, Paula Melchora,
¡Madrecita del Carmen! No machorra; preñada pues, de su maldición del Tinoco preñada,
yo. ¡Ay cerro arena, pesao, de me corazón su pecho! Asno macho, culebra.

Lloraba y hablaba; lloraba y hablaba. La otra chuchumeca se quedó mirando las


llamas que salían de las chimeneas. El fuego se atoraba con el humo; el de la Fundición lamía
el cielo, formaba sombras contra el agua de la bahía que la luz hacía brillar como grasa. No
lloró, se dio vuelta y corrió a la calle Colombia.
Llegó al esqueleto amarillo del volquete, torció allí, entró en la casa de Orfa. Había
prendido ella una lámpara buena, de luz no muy fuerte. Sentada sobre un catre de madera,
cubierto por una colcha brillosa y con flecos, miraba a su hijo que dormía en una cuna de
madera. Detrás de ella, una cholita joven, de pie, luchaba con el sueño. La visitante avanzó
despacio hacia la madre.
—¿Hijo de Tinoco es tu huahua, de asno macho? —preguntó visitante.
—¡De nadie! —dijo la madre—. Mi nombre no es Orfa.
Hija de hacendado soy, botada, deshonrada, cajamarquina.
La ramera chola se acercó al niño. Vio que tenía la frente ancha, los ojos claros.
Agachada y sin mirar a la madre, le desabotonó la camisa; vio que tenía el pecho
blanquísimo. Se fijó entonces que toda la ropa de la huahua era de tela fina, las orillas del
penal estaban bordadas con seda rosada. Se alzó despacio, quitándose el sombrero que
se había puesto al pie del médano; saludó con mucho respeto a Orfa y se volvió a cubrir;
retrocedió hacia la puerta. Sintió el fuerte aire en las alas del sombrero.
—Señorita chuchu... ¡Perdón, señorita! —dijo antes de salir.
Corrió cuesta abajo, buscando el camino de los burros.
Encontró aún a la otra mujer en el mismo sitio. Estaba sentada, con la cara hacia el
humo y las llamas. Filas de bolicheras se deslizaban ya hacia las islas. La luz de la luna no
podía refractarse bien en el agua sucia de la bahía pero las bocanadas de humo candente
de las fábricas flameaban en esa agua estancada.
—Señorita deshonrada, triste señorita botada es chuchumeca Orfa. Su hijo no tiene
padre. ¡Seguro! —dijo la mujer, sentándose junto a la otra. Paula Melchora, que miraba
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fijamente la bahía. Paula extendió el brazo y señaló una aguada que las luces de las fábricas
hacían brillar cerca de la playa.
—Va volar gaviotas. ¡Verás! —dijo.
Una bandada densa lanzó un coro de chillidos contra el médano. Se alzó
mariposeando en las orillas ennegrecidas de la bahía, por el lado del gran barrio de fábricas
“27 de Octubre”.
Sin bordes netos, angostándose y extendiéndose la mancha de gaviotas parecía

indecisa. La luz empezó a cambiar en ese y momento. Las islas, cubiertas de


guano de
alcatraz (nitrógeno y cal), iban a encenderse, a blanquear con la luz de la aurora.
—Gaviotas; gentil gaviota —volvió a hablar la mujer— de mi ojo, de mi pecho, de
mi corazoncito vuela volando. Bendice a pu…… prostíbulo. M’está doliendo me “zorrita”.
Lu’han tra jinado, gentil gaviota, en maldiciado “corral”, negro borracho, chino borracho. ¡Ay
vida! Asno Tinoco mi’ha empreñado, despuecito.
Se levantó; permaneció un rato de pie. Su compañera, la que estaba a su lado, vio
que los ojos de la mujer se achicaban, toda la cavidad de los ojos y parte de la frente se
arrugaban, y así, en esa cara apretada, vio que la gran bahía, el más intenso puerto
pesquero, se concentraba en las arrugas del ojo de su compañera. La vio irse tranqueando
firme sobre la arena gruesa de la cuesta. Ella fue siguiéndola, pensando, mientras chillaban
las gaviotas y el viento batía empeñosamente la arena sobre el “corral” prostí bulo. Al llegar
a la primera fila de casas de la barriada, al borde de la “carretera de circunvalación”, huella
afirmada con ripio y basura, se volvió cara a las fábricas, se sacó el sombrero, enarcó el
brazo como para bailar, hizo brillar la cinta del sombrero, moviéndolo, y con la melodía de
un carnaval muy antiguo, cantó, bailando:

Culebra Tinoco culebra Chimbote culebra asfalto culebra Zavala culebra Braschi
cerro arena culebra
juábrica harina culebra
challwa pejerrey, anchovita, culebra
carritera culebra
camino de bolichera en la mar, culebra,
fila de alcatraz, fila huanay culebra.
Cantaba, bailando en redondo, removiendo la arena, agitando el sombrero
mientras la otra, la preñada, se perdía caminando indiferente a la sombra de las primeras
casas de la barriada. Algunos vecinos que tenían que levantarse muy temprano vieron a
la que cantaba y bailaba. “Borracha”, dijo uno de ellos. A otro le costó trabajo abrir la
puerta de su casa por la arena nocturna depositada al pie de los muros; vio la mujer llevando
todo el ritmo de un carnaval en el cuerpo y en el sombrero. Fue hacia ella, decidido.
—Baila, pues —le dijo ella—. Bolicheras ya están yendo a trayer plata.
—On centavo para ti, on centavo para mí; ochinta para patrón lancha, vente para
piscador; mellón, melloncito para gringo peruano extranguero. ¡Baila no más, continta! Yo,
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jodido, obriro evéntual, juábrica. Ocho semanas, dispués patada cu…,


¡fuera! Bailas madrugada, ¿pu…, mariposa, espantación eres?
La mujer lo tomó de la cintura. Volvió con otro tono y otra letra y obligó a bailar al
obrero eventual:

Gentil gaviota
islas volando
culebra, culebra,
cerro arriba, culebra,
cerro abajo, culebra,
bandera peruana culebra.

—Animal, en barriada San Pedro nunca pu…. Yo canto en cerro arena:

Bandera peruana rojo blanco


culebra culebra culebra...

El hombre le dio un puntapié.


—Yo licenciado ejército —dijo.
La chola cayó al suelo, se levantó simulando mucho esfuerzo y arrojó puñados de
arena, con ambas manos, a los ojos del licen ciado.
—Pu.., pu... Mi judiste —aulló el peón.
La mujer se fue a la carrera. El pequeño círculo de gente que se había formado
alrededor de los dos mientras bailaban, le hizo campo. Se dispersaron en seguida.
El obrero eventual regresó a tientas a su casa. Allí, con el agua guardada en un
cilindro gasolinero, se lavó los ojos. Su mujer lo vio entrar y dirigirse tanteando al cilindro;
ella, en cuclillas en una esquina del cuarto preparaba el primus para encenderlo; los tres
hijos dormían en el suelo sobre sacos vacíos de harina de pescado. Un gallo, tres gallinas,
ochos pollos, dos perros y varios cuyes, caminaban ya en el piso endurecido a punta de barro
y agua. La mujer vio en la semioscuridad que el hombre tenía los ojos enrojecidos.

EL zORRO DE ABAjO: ¿Entiendes bien lo que digo y cuento?


EL zORRO DE ARRIBA: Confundes un poco las cosas.
EL zORRO DE ABAjO: Así es. La palabra, pues, tiene que desmenuzar el mundo. El
canto de los patos negros que nadan en los lagos de altura, helados, donde se empoza la
nieve derretida, ese canto repercute en los abismos de roca, se hunde en ellos; se arrastra
en las punas, hace bailar a las flores de las yerbas duras que se esconden bajo el ichu, ¿no
es cierto?
REDACTAR: 02 ÍTEMS LITERALES, INFERENCIALES Y CRÍTICO REFLEXIVA

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