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ÍNDICE

Cita
Introducción. ¿Los negacionistas tenían razón?
Prólogo. Corría el año 1898

1. EL EVENTO 201
La ¿conspiración? globalista
El Nuevo Orden Mundial
¿Cómo consigue el globalismo sus fines?
Los magnates
El informe Kissinger
El Foro de Davos y la Agenda 2030
La oportunidad de la pandemia

2. WUHAN

3. ¿VIRUS ARTIFICIAL? LA VERSIÓN OFICIAL Y LOS MEDIOS


Las farmacéuticas
Las vacunas
Los resultados de las vacunas
Los antivacunas y la realidad de la vacuna
La vacunación en España

4. ESPAÑA, EL DESASTRE: MASCARILLAS, CONFINAMIENTOS, PCR Y VACUNAS


¿No podía saberse? La construcción de una coartada
El estado de alarma: el confinamiento
El estado de alarma: el control de la opinión
A ciegas: autopsias, PCR, ingresos, fallecimientos, mascarillas

5. EL FUTURO QUE NOS HAN DISEÑADO


China, beneficiaria de la crisis
Una operación de control social a nivel mundial
Hacia el transhumanismo
Las élites contra el pueblo

Agradecimientos
Notas
Creditos
«Es más fácil engañar a la gente
que convencerlos de que han sido engañados».
MARK TWAIN
INTRODUCCIÓN

¿LOS NEGACIONISTAS TENÍAN RAZÓN?

El beneficiario de un crimen es siempre el primer sospechoso, aunque,


ciertamente, la circunstancia del provecho no sea suficiente para determinar la
autoría. Pero el investigador parte siempre de ese supuesto, seguro de que el
criminal no ha de hallarse muy lejos; por eso, las pesquisas comienzan por tener
en cuenta tan elemental presupuesto. Cui prodest?
Los beneficiarios de los hechos que aquí se relatan son perfectamente
identificables, con sus nombres y apellidos: China, las grandes farmacéuticas, las
big tech, la élite globalista. ¿Han sido ellos?
Ciertamente, no puede afirmarse que el SARS-CoV-2 haya sido puesto en
circulación deliberadamente. No hay pruebas. Pero sí parece claro que el virus
salió del Instituto de Virología de Wuhan, y que, con toda probabilidad, se trata
de una quimera, el resultado de una intervención artificial en el laboratorio. A
estas alturas, ambas cuestiones pueden darse por seguras, pese a que la «ciencia»
y los medios defendieron lo contrario durante largos meses.
Casi la totalidad de la población ha sido encerrada, confinada, embozada y
vacunada. Una buena parte ha visto su vida arruinada en términos humanos,
económicos y psicológicos, mientras se apoderaba de ellos la obsesión de la
pandemia. Y, sin embargo, la inmensa mayoría no ha oído hablar siquiera del
Evento 201. No es, desde luego, culpa suya: los medios han oscurecido
sistemáticamente la información, proscribiendo cualquier debate y ahogando
toda disidencia.
Como consecuencia de la pandemia, la libertad de expresión se ha visto
obscenamente limitada; las redes sociales han impuesto una permanente censura
de la protesta; las verificadoras determinan lo que es verdad y lo que no lo es;
Donald Trump ha sido expulsado de la presidencia de Estados Unidos; la
Agenda 2030 adelanta sus previsiones y nos anticipa que dejaremos de viajar en
avión y de comer carne; China se hace de oro mientras el resto del mundo se
abisma al desastre; las farmacéuticas duplican sus beneficios e imponen la
vacunación incluyendo niños e incluso animales domésticos; la inmigración
ilegal se dispara, pero se limita drásticamente el tráfico legal de personas.
¿Cuál es el vínculo entre todos estos hechos? Pues que son el resultado de las
políticas de la élite mundial, los objetivos que esta lleva persiguiendo desde hace
décadas. Cada uno de ellos constituía un propósito nada fácil de conseguir; todos
juntos, parecía un imposible. Sin embargo, la pandemia lo ha hecho posible. ¿La
pandemia?
Bueno, eso es lo que todos creemos. O fingimos creer. Que esto es una
pandemia. Desde el punto de vista legal, lo es; desde el punto de vista ético y del
sentido común, está muy lejos de serlo. Mucho. Las cifras globales dejan poco
margen a la duda. ¿De verdad vamos a considerar pandemia a una enfermedad
que ha matado —a fecha del verano de 2021— a unos 4 millones de personas a
lo largo y ancho de un planeta en el que viven 7.700 millones de seres humanos,
es decir, a una persona de cada 1.900? Incluso en el caso de España, un país
particularmente golpeado, la proporción es de 1 fallecido por cada 900
habitantes.
Hoy, se hace más verdad que nunca el viejo dicho de que una mentira tiene
muchas más probabilidades de ser creída cuanto mayor sea. Pero, por si acaso,
cualquier cuestionamiento de las bases de esta pandemia es rechazada con una
visceralidad irracional.
Sin embargo, de modo inadvertido, lo que hace pocos meses se tenía por
«negacionista» ha pasado a convertirse en doctrina oficial. Y es que los
«negacionistas» han tenido razón desde el principio: porque ahora resulta que
todo el mundo admite que la mascarilla no sirve para nada en exteriores, que
impide respirar correctamente y que es un disparate hacer deporte con ella
puesta; ahora resulta que los confinamientos son contraproducentes y que no
ahorran contagios, destruyendo las bases de un combate eficaz contra el covid-
19, al perjudicar la economía; y ahora resulta, igualmente, que ya nadie duda
seriamente de que el virus salió —por accidente o deliberadamente— del
laboratorio del Instituto de Virología de Wuhan.
Estas afirmaciones eran las que los medios consideraban hace unos meses,
despectivamente, como «negacionistas». Al parecer, lo razonable era considerar
que la mascarilla —frente a toda experiencia y al sentido común— no afectaba a
la respiración o que el virus había salido de una sopa de murciélago con o sin
pangolín de por medio, en lugar de proceder de un laboratorio en el que se
trabajaba la ganancia de función de un coronavirus, laboratorio situado en la
misma ciudad de la que procedía el virus.
Y como esto, tantas cosas. No, no es negacionismo. Es disidencia frente al
poder. Un poder que ha hecho todo lo posible por acallar esa disidencia a través
de sus terminales mediáticas. Porque, en definitiva, y respondiendo la pregunta
del principio: Cui prodest scelus, is fecit.
PRÓLOGO

CORRÍA EL AÑO 1898

En Elberfeld, el químico Heinrich Dreser, jefe del laboratorio de la farmacéutica


alemana Bayer, daba el visto bueno para impulsar la producción de un nuevo y
muy prometedor medicamento; un opiáceo —más poderoso que la morfina— al
que se le suponían múltiples aplicaciones. Un verdadero hallazgo, sobre todo
teniendo en cuenta que apenas unos meses antes, Bayer había sintetizado y
comenzado a producir ácido acetilsalicílico, que patentaría como «aspirina» al
año siguiente.
Pues esto podría ser aún mejor. La nueva producción de la factoría Bayer,
insistía Dreser, debía ser experimentada con animales —ranas y conejos— antes
de su comercialización. El jefe del laboratorio de Bayer no ignoraba que el
producto había sido sintetizado como diamorfina por un británico, el también
químico Charles Romley Alder Wright, dos décadas atrás.
Las investigaciones de Wrigth, que buscaban un medicamento contra la tos
que fuese efectivo pero que no produjese adicción —como sucedía con la
morfina—, le habían llevado a la conclusión de que tal cosa no era posible, sobre
todo después de sus experimentos con animales. Wrigth había hervido durante
unas pocas horas anhídrido acético con alcaloide de morfina para conseguir un
producto muy eficaz, pero cuyos efectos, a medio plazo, eran peores que el mal
que combatía. Dreser no lo ignoraba, pero decidió apuntarse el tanto. Y Bayer —
así, como suena— comenzó a experimentar la terapia con sus propios
trabajadores.
Al principio, todo resultó estupendamente. Los primeros que lo agradecieron
fueron los empleados de la farmacéutica. El nuevo producto parecía maravilloso;
nada le hacía a uno sentirse mejor. Los síntomas de casi todo desaparecían; los
dolores, el malestar… Dreser acudió al Congreso Alemán de Naturalistas y
Médicos de 1898 y anunció que disponía de un producto diez veces más potente
que la codeína para la tos, y solo una décima parte de tóxico que esta. Además,
adelantándose a las críticas que se veía venir, aseguró que carecía de los efectos
adictivos de la morfina. Por sus efectos, el medicamento milagroso ya tenía
nombre: heroína.
Habían sido los propios trabajadores de Bayer los que bautizaran la nueva
medicina, porque ese término describía perfectamente cómo se sentían tras
tomarla. Dreser la había recetado con generosidad —hay que reseñar que
también se la había administrado a sí mismo— y, pese a los buenos resultados en
un principio, en algún momento se había torcido el experimento. Tiempo más
tarde, algunos empleados de la compañía se convertirían en adictos a la
sustancia, y muchos de ellos lo dejarían todo para seguir consumiéndola; luego,
incluso vendieron lo que tenían para procurársela por los medios que fuesen
necesarios. Terminarían sus días merodeando por los vertederos de chatarra para
pagarse la creciente cantidad diaria que su cuerpo demandaba. De su actividad
como mendigos por los basureros de Elberfeld les quedó el término «yonki» (en
español), una simple derivación del junkie, vocablo que no necesita más
explicación si consideramos que junk significa en inglés «basura».
Dreser aseguraba que el medicamento producía unos benéficos efectos sobre
el paciente y, además, era inofensivo. Resultaba tres veces más potente que la
morfina y podía consumirse por las más diferentes vías. Como sedante y para las
afecciones respiratorias, no había nada mejor. Incluso la psiquiatría le encontró
una aplicación de primera en los tratamientos de depresión y neurastenia. ¡Y
hasta se recetó para los tratamientos de rehabilitación de los morfinómanos! El
Boston Medical and Surgical Journal consideraba la heroína superior a la
morfina, y «sin riesgo de adicción». Huelga precisar que, en el hígado, la heroína
se transformaba en morfina, y que la adicción que generaba era mucho mayor
que la de esta.
A fines del siglo XIX, la tuberculosis causaba estragos en Europa. Se trataba
de un mal que parecía imparable, por cuanto se padecía desde el siglo XVII, y
conforme había aumentado el hacinamiento consecuencia de la revolución
industrial, incluso se había agravado. No era raro que los niños enfermasen de
ella y que, peor pertrechados inmunológicamente que los adultos, muriesen. Por
toda Europa y América, un gran número de familias había experimentado la
angustia nocturna de oír la tos de sus hijos, preparándose para lo peor.
Bayer comenzó una campaña contra la tuberculosis por los cinco continentes
y, dadas las cualidades de la heroína, su consumo se dirigió en especial a los
niños. Pronto, el «jarabe Bayer de heroína» estaba presente en los domicilios de
toda Europa. En 1899 ya se vendía y recetaba en veintitrés países. Se prescribió
con largueza, hasta como preventivo de los catarros, como aseguraba la
publicidad («En la estación lluviosa: jarabe Bayer de heroína»); y encima, según
se aseguraba, no provocaba estreñimiento. Su popularidad fue enorme. De modo
que cuando comenzó el siglo XX, los estudios médicos en Estados Unidos habían
detectado los estragos que causaba entre las amas de casa y los niños, que, con
frecuencia, fingían estar constipados para recibirla.
Aunque a los pocos años surgieron voces que clamaban contra el uso
medicinal de la heroína —consiguiendo, finalmente, poner fuera de la
circulación el «medicamento»—, este se extendió a otros compuestos que
siguieron comercializándose hasta bien entrada la tercera década del siglo XX.
Eli Lily llegó a vender frascos de cien tabletas de heroína, y la británica Allen
and Hanburys (que pasaría, más tarde, a formar parte de Glaxo) patentó unas
pastillas que, para potenciar su efecto, mezcló con cocaína.
Toda esta locura venía bien avalada por la ciencia. Los tratados de medicina
clínica incluían amplias recomendaciones acerca de la heroína. En España su
venta fue libre hasta que en 1918 se obligó a adquirirla con receta médica, si
bien Bayer había retirado su producto en 1913. Y aunque en Estados Unidos se
excluyó de la venta libre en 1920, para entonces ya existían unos doscientos mil
heroinómanos en el país; pero solo fue prohibida en 1925. Ese mismo año, la
Enciclopedia de Espasa Calpe todavía la describía como «un buen sucedáneo de
la codeína y de la morfina…».
El Comité de Higiene de la Sociedad de Naciones —lo más semejante a la
OMS que podemos encontrar en esa época— no aconsejó su ilegalización hasta
1931. Increíblemente, en Alemania la heroína siguió vendiéndose en farmacias
hasta 1958, y no se prohibió sino en 1971. A despecho de las teorías en favor de
la legalización de las drogas como factor decisivo para su erradicación, en los
años setenta en la República Federal de Alemania se consumía la mitad de toda
la heroína de Europa.
Si usted se pregunta —amable lector— qué tiene que ver este prólogo con el
tema que nos ocupa, estoy seguro de que se lo aclararán las páginas que siguen.
1

EL EVENTO 201

«Únicamente con toda clase de actos criminales podremos instaurar el bendito estado de la
Igualdad Perfecta».
MARQUÉS DE SADE

El 18 de octubre de 2019, en el hotel The Pierre —en la Quinta Avenida


neoyorquina—, tuvo lugar un encuentro de muy alto nivel, organizado por el
Centro Johns Hopkins para la Seguridad de la Salud, el Foro Económico
Mundial y la Fundación Bill y Melinda Gates. Dicho encuentro fue bautizado
como Evento 201.
Hasta allí acudieron unas 130 personas de reconocida importancia mundial,
vinculadas a las finanzas, a la política, a los medios y a las farmacéuticas. Entre
los asistentes se encontraban Ryan Morhard, asesor de Salud y Economía del
Foro Económico Mundial; Paul Stoffels, director científico de Johnson &
Johnson; Stanley Bergman, CEO de Henry Schein; Tim Evans, exdirector de
salud del Banco Mundial; Christopher Elias, presidente de la División de
Desarrollo Global de la Fundación Bill y Melinda Gates; Avril Haines,
exsubdirectora de la CIA; Sofía Borges, de la ONU; Matthew Harrington, de
Edelman; Martin Knuchel, de Lufthansa; Eduardo Martínez, de UPS; Hasti
Taghi, de la NBC; Lavan Thiru, de la autoridad monetaria de Singapur y George
Gao, del CDC de China.
¿Qué podía convocar a personalidades tan señaladas, a representantes de
algunas de las principales corporaciones mundiales, a un hotel de cinco estrellas
en el suave otoño neoyorkino?
La razón de la tan encopetada reunión era la simulación de una pandemia que
se extendería por el mundo debido a un novedoso coronavirus zoonótico
especialmente contagioso, basado en el SARS y que, procedente de un
murciélago, saltaba a los humanos a través de un animal intermedio. El supuesto
incluía la ausencia de vacuna durante el primer año; apenas se disponía de
algunos medicamentos que, por sí solos, no podían detener la propagación de la
enfermedad. La pandemia duraba 18 meses, y en ella morían 65 millones de
personas. Las consecuencias sociales y económicas, aunque desiguales,
resultaban devastadoras.
La simulación del Evento 201 era la consecuencia de un documento
publicado por la Organización Mundial de la Salud y el Banco Mundial un mes
antes —es decir, en septiembre de 2019— llamado «A World at Risk» («Un
mundo en peligro»). En dicho documento se advertía sobre las consecuencias de
una pandemia para la que no estaríamos preparados y que se extendería por el
mundo entero debido a la facilidad de las comunicaciones, que finalmente
mataría entre 50 y 80 millones de personas. «El mundo no está preparado para
una rápida y virulenta pandemia de patógenos respiratorios (…) que causarían
no solo pérdidas humanas, sino también graves trastornos económicos y caos
social (…), las enfermedades víricas propensas a epidemias son cada vez más
difíciles de manejar». En dicho documento se incide en la relación con el cambio
climático y en la necesidad de invertir en prevención y en los sistemas
sanitarios.1 Llama la atención lo desapercibido que ha pasado dicho documento,
tanto teniendo en cuenta su contenido como su proximidad al Evento 201 y a los
acontecimientos que tendrían lugar a fines de aquel otoño. Algunos medios de
comunicación —pocos— se hicieron eco de la publicación del Banco Mundial y
la OMS, dándole el relieve que, a posteriori, hemos comprobado que merecía.2
El objetivo esencial del encuentro era el de subrayar cómo, a partir de un
acontecimiento imprevisto de repercusión mundial, resulta imprescindible
establecer fuertes sinergias público-privadas para una colaboración mucho más
amplia e intensa entre los dos sectores; al tiempo que el retroceso experimentado
en materia de colaboración internacional explicaría la insuficiencia de las
respuestas nacionales ante una crisis de estas dimensiones.3 El objetivo último
—volveremos sobre ello— es el de someter lo público al imperio de lo privado.
De lo que acaeció en el Evento 201 solo existe la información que los propios
organizadores han dado de él, y lo que Janet Wu, de Bloomberg, quiso desvelar.
Lo curioso es que apenas unas semanas después de celebrado, Bloomberg —el
único medio informativo autorizado a estar presente y a difundir cierta
información sobre lo tratado en el encuentro— daba por hecho que el simulacro
no era simplemente un supuesto. En algunos momentos, las revelaciones de esta
cadena parecieran exceder lo acordado… ¿O se trataba de otra simulación? Todo
pudiera ser, aunque hay algunos indicios de lo contrario. Así, el 4 de noviembre
de 2019, informaba como sigue:
Preparándonos para la próxima pandemia: a medida que el brote de coronavirus se acerca a una
pandemia, los líderes mundiales y los funcionarios de salud están luchando por contener las
consecuencias. Eso ha provocado cuarentenas y otras acciones de emergencia en todo el mundo. Es un
escenario que fue planeado hace solo unos meses, en una reunión de líderes en finanzas globales,
4
políticas y atención médica. Janet Wu de Bloomberg estuvo allí y nos trae este informe.

No sorprenderá a los iniciados saber que este audio de Bloomberg fue


retirado de la circulación, un ejercicio muy habitual en las últimas fechas.5 Así
como que tampoco es el único que desaparece de esa página. En todo caso, el
Evento tuvo lugar con la discreción habitual. Ni fue enterrado bajo un absoluto
secretismo, ni tampoco trascendió a la opinión pública, de acuerdo al
penumbroso modo de actuar de la élite globalista.
Es probable que un exceso de secretismo contribuyese a alimentar las teorías
de la conspiración, algo poco asumible para muchos ciudadanos occidentales.
Por otro lado, el hecho mismo de su relativa publicitación facilita la digestión de
este tipo de encuentros internacionales en los que se coordinan los esfuerzos de
un buen número de países y de instituciones. Al fin y al cabo, ¿qué tiene eso de
malo?
Resulta perfectamente comprensible que los gobiernos del mundo traten de
anticipar el estallido de una pandemia en orden a proteger a sus ciudadanos. Es,
incluso, encomiable. Durante siglos, los presidentes, los ministros de Exteriores,
los diplomáticos o los altos responsables militares se han reunido para asegurar
una cierta colaboración internacional o para coordinar una estrategia ante un
fenómeno inquietante de cualquier orden.
Pero este no es el caso de nuestros días. El ciudadano medio, que apenas sabe
de las reuniones periódicas o de la existencia de ciertas instituciones que
coordinan las políticas mundiales, no se para a considerar la evidente
simultaneidad de los fenómenos sociales o la perturbadora homogeneidad
ideológica que se extiende —en silenciosa metástasis— por todo Occidente, bajo
el colorista disfraz de la diversidad. En España, por ejemplo, la población
muestra una notable apatía ante todo lo que sea política exterior; el
desconocimiento de lo que sucede allende nuestras fronteras es casi absoluto. Y
ello facilita la impostura.
Mientras tanto, asistimos a una privatización del mundo, pese a la extendida
idea de que cada día es mayor la invasión de lo público en nuestras vidas y que
el peligro es el Estado, poniendo en riesgo la supervivencia de la libertad
individual a mayor gloria propia. Nada más disparatado. Pues la esencia del
fenómeno globalista radica en la colonización de los estados por parte de las
fundaciones privadas, en manos de los grandes multimillonarios —generalmente
estadounidenses— hasta poner a aquellos al servicio de los proyectos de esas
grandes fundaciones privadas. Han sido así dispuestos por una casta política
servil, y todas las intromisiones públicas en la vida de las personas redundan, en
último análisis, en beneficio de sus privadísimas instituciones.
El papel del poder público, el papel del Estado, consiste en ejecutar dichos
proyectos, cargando con la ingratitud y el descrédito que hagan falta, mientras
las entidades privadas se lucran económica y socialmente y acaparan todo el
prestigio por los resultados que, debidamente publicitados, son invariablemente
positivos; a despecho de la realidad, no pocas veces.
Valga como ejemplo paradigmático la figura de Bill Gates —valorada
positivamente, en términos generales, por la opinión pública—, mientras la OMS
se hunde en el descrédito un poco más cada semana. No son muchos los que
saben que Gates es quien dirige la OMS desde la sombra, a través de sus
fundaciones. Y que, por tanto, es el responsable de sus desatinos, de sus cambios
de criterio, de su volubilidad; pero el magnate de Seattle sale sistemáticamente
reforzado de sus comparecencias públicas, sin que nadie le recuerde su
responsabilidad al respecto.
Lo más significativo es que ya nadie se escandaliza de esa intromisión de lo
privado en lo público, de ese sometimiento de lo público —de lo que es de todos
y por todos está financiado— a los intereses privados. ¿Por qué Bill Gates —y,
como él, muchos magnates multimillonarios— está presente en los órganos de
decisión internacionales? Gates no deja de ser un particular que, al margen de su
cuenta corriente y patrimonio —y soy consciente de que no se trata de un detalle
baladí—, no es diferente de usted o de mí. Por eso, todas sus ventajas
económicas no deberían concederle ningún derecho, ni mayor capacidad de
decisión sobre lo que es de todos, que los que usted y yo podamos tener.
Entonces, ¿a qué se deben esas reuniones en las que están presentes dichos
magnates?
Ya no cabe negar la existencia de una élite globalista, crucial en nuestras
vidas hasta un punto que incluso un ciudadano avisado seguramente no creyese.
Esa élite —que verdaderamente hoy rige los destinos del planeta— tiene por
principal característica la de no haber sido elegida por nadie, sino haberse
impuesto a través de procesos que determinan los propios miembros de la élite.
Y para imponerse, deben suprimir la soberanía de las naciones y de las personas,
convirtiendo la democracia en una farsa: hoy, en Europa, aunque revestidas del
oropel habitual, las elecciones apenas determinan los aspectos políticos
sustanciales, dado que las principales decisiones que nos afectan se toman en
Bruselas. Nosotros tan solo elegimos quiénes van a gestionar esas decisiones que
otros toman por nosotros.
La élite globalista tiene por objetivo el poder, sí, pero un poder que persigue
la imposición de un proyecto ideológico, al que nos referiremos en las siguientes
páginas.

La ¿conspiración? globalista

Es muy antiguo el debate al respecto de la existencia de poderes internacionales,


erigidos por personajes de gran poder e influencia a fin de moldear el mundo
conforme a sus creencias. A lo largo de la historia, la creación misma de un
imperio ha implicado a menudo la extensión de la obediencia y el cumplimiento
de unas leyes a lejanos territorios, leyes que contienen una visión del mundo más
o menos concreta. El surgimiento de la religión cristiana —mucho más que
cualquier imperio— llevó hasta los confines del mundo esa extensión de una
cosmovisión concreta, creando una red mundial de «agentes» e «informantes»,
como son los sacerdotes, por lo general, incondicionalmente entregados a su
misión.
A través del cristianismo es como se ha construido la civilización occidental,
algo que ha sido contestado a lo largo de los siglos por ciertos poderes que han
dado respuesta a la religión cristiana (y más específicamente al catolicismo) y a
la misma civilización. De entre ellos, la masonería —o mejor: las masonerías—,
la gran organización internacional extendida por el mundo que ha venido
actuando de forma secreta (por más que sus miembros insistan en su carácter
meramente discreto antes que secreto). La importancia de la masonería en la
historia ha sido enorme, tanto en el mundo anglosajón como en el latino, aunque
los manuales de historia de bachillerato y universitarios se obstinen en ignorarla.
Claro que quizá precisamente esto demuestre su importancia.
De modo que, sin negar el impacto que la masonería pueda seguir teniendo en
el siglo XXI, su edad de oro parece haber pasado, superada por otros organismos
internacionales menos ritualistas (aunque no completamente exentos de liturgia)
y más acordes a las demandas de los tiempos.
¿Quiénes son estos organismos aventajados?
No hay una respuesta definitiva, porque el entramado globalitario6 es
complejo y no obedece a una estructura prefijada de antemano. Pero, en esencia,
podemos precisar que se generó tras la Primera Guerra Mundial, durante la
presidencia de Woodrow Wilson. Hasta ese momento, la política exterior de
Estados Unidos estaba orientada a la expansión por el continente americano; de
hecho, Wilson dudó acerca de involucrar a su país en el conflicto europeo tras
haber prometido a los electores, como haría F. D. Roosevelt veinte años más
tarde, que mantendría a sus hijos lejos de la guerra que se libraba en Europa.7
En términos temporales —y de importancia, incluso en nuestros días— el
organismo globalista por excelencia es el Council on Foreign Relations, el
Consejo de Relaciones Exteriores (CFR). Suele aparecer de forma más bien
tangencial en los relatos que hacen referencia al globalismo, sin concedérsele la
relevancia que merece. Porque estamos, con seguridad, ante la institución
globalitaria más decisiva.
Se trata de una organización creada en 1921, pero cuyas raíces se encuentran
en 1917, con la creación del grupo The Inquiry (La Investigación), a
requerimiento de Wilson, para elaborar las condiciones de paz de cara al fin de
la guerra (la Primera Guerra Mundial) y al establecimiento del orden de
posguerra. Estaba compuesta por unos 150 miembros, 21 de los cuales
participaron en el Tratado de Versalles en 1919; sus principales dirigentes fueron
el diplomático Edward Mandell House y el conocido periodista Walter
Lippmann. Impusieron sus tesis a los aliados de forma decisiva para la
construcción de la Europa de entreguerras.
Aunque no cabe duda de que los componentes de The Inquiry estaban
altamente cualificados como historiadores, sociólogos, filósofos, geógrafos u
hombres de leyes, el resultado de su aportación es bien conocido: la
reordenación geográfico-política de Europa, tras el Tratado de Versalles, que
sería una de las principales causas de la Segunda Guerra Mundial. El
doctrinarismo liberal-progresista de sus propuestas se revelaría como la más
funesta receta para el mundo de posguerra.
El grupo cuajaría en una más firme organización en 1921, que sería conocida
como el Council on Foreign Relations, orientada a la política exterior. Desde ese
momento, el CFR promueve la globalización, el libre comercio, las
desregularizaciones financieras internacionales y la creación de bloques
económicos regionales por todo el mundo (y no necesariamente la creación de
un único mercado mundial sin fronteras).
Insistimos en que se trata de la agencia mundial más poderosa. El CFR
constituye el núcleo de lo que se hoy se denomina el Deep State, el poder
permanente de Washington sobre las distintas administraciones, de carácter
intervencionista, y generador de un buen número de conflictos por todo el
mundo. Su centro principal está radicado en Nueva York, en Harold Pratt House,
en la esquina de Park Avenue y la calle 68, en el Upper East Side. La sede
central fue donada en abril de 1945 por Harriet B. Pratt, casada con uno de los
herederos de la Standard Oil (más tarde incorporada a la petrolera de John
Rockefeller).
Está compuesto por muy destacadas personalidades de la política; a lo largo
del tiempo ha oscilado entre los mil y tres mil miembros. Desde los años
cincuenta, muchos presidentes estadounidenses (y, desde luego, todos los
equipos de estos) han pertenecido al CFR con la excepción de Ronald Reagan —
si bien su vicepresidente George Bush sí era miembro del club—; tampoco fue
miembro George W. Bush, hijo del anterior, pero su equipo, íntegramente,
pertenecía al CFR; ni Lindon B. Johnson, aunque desde luego todo su equipo lo
era; ni, por supuesto, Donald Trump, visto por el Deep State como el enemigo a
batir (lo que, desde luego, consiguió). Por tanto, y con la reseñada excepción de
Trump, tanto los demócratas como los republicanos son hijos del CFR.
Los políticos de alto rango, ya lo hemos visto, han pertenecido al consejo; y
no solo los presidentes. Los directores de la CIA, en su totalidad, han salido de
entre sus miembros, con la sola excepción de James Schlesinger, quien fue
director de la CIA entre febrero y julio de 1973, haciendo célebre la frase de su
toma de posesión: «Estoy aquí para asegurarme de que nadie joda a Richard
Nixon». Recordemos que, por aquellas fechas, estaba en ebullición el escándalo
Watergate, y que Nixon había sustituido a Richard Helms al frente de la CIA,
quien se había negado a protegerle. En esos seis meses, Schlesinger purgó la
agencia de todo elemento que pudiera poner en riesgo los intereses de la Casa
Blanca. Tan eficaz fue su labor que, a continuación, fue designado secretario de
Defensa. Y la CIA siguió en manos de miembros del CFR.
Naturalmente, no se trata solo de políticos. Estos, las más de las veces, no son
sino correas de transmisión de otros intereses, de los que son ejecutores; el CFR
aglutina personajes del mundo de la comunicación, de las finanzas, del
espectáculo, del ejército.8
A nadie extrañará que los medios de comunicación estén abundantemente
representados en él. Ejecutivos del New York Times, del Washington Post, Wall
Street Journal, CBS, NBC, Los Angeles Times, ABC, FOX, Fortune, Business
Week o Time forman parte activa del CFR: casi trescientos de los principales
periodistas del país. La función de la prensa es siempre esencial, puesto que el
imaginario social se conforma según los intereses que financian los medios. Y,
por supuesto, cuenta con actores de enorme relevancia mundial como George
Clooney o Angelina Jolie.
El actual presidente (julio de 2021) es Richard N. Haass, diplomático
estadounidense que viene de trabajar para el Departamento de Estado, con
particular dedicación al secretario de Estado Colin Powell. Pero quien
verdaderamente controla el CFR es el Instituto Carnegie, una fundación que
maneja unos 2.000 millones de dólares, radicada en Washington y que mantiene
unos lazos muy próximos a la Fundación Rockefeller. Ambas fundaciones
fueron pioneras en Estados Unidos de las teorías eugenésicas, que llevan
promoviendo desde comienzos del siglo XX.
El CFR funciona a través de diversos comités de unas veinticinco personas,
que reúnen a industriales, militares, intelectuales, profesionales y financieros. De
aquí salen los grupos de estudio que son financiados con becas de las
fundaciones Carnegie, Rockefeller o Ford. Las fundaciones juegan un papel
decisivo, pues el mantenimiento de las funciones del CFR (o de otras instancias
de poder privado) depende de ellas.
Pero ¿quiénes están al frente de las mismas? Son varias las fundaciones que, a
lo largo de los últimos años, han estado promoviendo el globalismo; y, de entre
todos los protagonistas, hay que reseñar a David Rockefeller, cabeza del CFR y
de Bilderberg.
Nacido en 1915 en Manhattan, David Rockefeller era nieto del magnate del
petróleo John Davidson Rockefeller, fundador de la Standard Oil; cuando murió
en 2017 —y teniendo en cuenta los ingentes gastos en que había incurrido—,
David poseía una fortuna estimada por la revista Forbes en 3.300 millones de
dólares.
Pero la relevancia de David Rockefeller no estriba en sus exuberantes ahorros
e inversiones, sino en el poder que acumuló hasta convertirse en el pilar del
sistema financiero mundial a través del JP Morgan Chase. Esta institución ha
financiado durante décadas a grandes corporaciones como General Electric y
Exxon Mobil. Hoy, el Chase cuenta con la mayor red de sucursales a nivel
mundial, unas cincuenta mil, y de sus directivos salen los cuadros del Banco
Mundial y de la Reserva Federal de Estados Unidos.
Las conexiones entre los ejecutivos de estas grandes instituciones han sido
muy evidentes. De hecho, Exxon, la segunda empresa en caudal monetario, y la
empresa con la mayor capitalización bursátil de todo el mundo, procede de la
originaria Standard Oil, ligada a la familia Rockefeller.
Durante años Exxon y el clan Rockefeller han pleiteado, ya que este último
abandonó la explotación petrolífera alegando el daño climático, en medio de
duras recriminaciones mutuas que, por encima de cualquier otra consideración,
han tenido la virtud de mostrar a las claras la existencia de profundos vínculos
entre ambos.
En cualquier caso, David Rockefeller ha sido alma de la globalización
durante muchas décadas. La variedad de sus intereses ha abarcado, como la
prensa estadounidense recordó a su muerte, «desde la conservación del medio
ambiente hasta las artes», según prueban las increíblemente copiosas donaciones
que ha efectuado, ampliamente superiores a los 1.000 millones de dólares.
Durante la mayor parte de su vida, David Rockefeller fue un impenitente viajero.
Pero, aunque no dejó de subirse a aviones, dirigía su imperio desde la oficina
familiar de Nueva York. Se servía para ello de la enorme cantidad de parientes
pertenecientes al tronco principal de la familia, con quienes se reunía dos veces
al año.
¿A quién ha financiado David Rockefeller? A una increíble variedad de
organizaciones, cuya diversidad es buen reflejo de la intencionalidad que
animaba al «filántropo». Así, nos encontramos con Greenpeace, y esta no es la
menor de las inversiones de Rockefeller. El magnate financió a la oenegé
ecologista a través de Standard Oil, la multinacional petrolera perteneciente a la
familia Rockefeller (de hecho, Greenpeace ha participado de la Royal Dutch
Shell, otra petrolera, holandesa esta vez, y tan contaminante como la primera). Y
no solo eso: las tres fundaciones principales de la familia Rockefeller riegan
abundantemente a la oenegé verde. La Rockefeller Found está relacionada
también con JP Morgan y con Citybank, ambas con sustanciosas participaciones
en diversas petroleras. Sin olvidar a la Marisla Foundation, de la petrolera de JP
Getty. No parece que a Greenpeace le moleste ser financiada por fundaciones
ligadas a la industria petrolera, a los gigantes de la comunicación y al sector de
la automoción.9
Este juega también un importante papel, particularmente la General Motors,
propietaria de Cadillac, Chevrolet o Hummer. No hay industria más
contaminante que la petrolera y la de automoción, generosos financiadores de
Greenpeace. Sin olvidar a los medios de comunicación, como la fundación de
Ted Turner y de la potentísima AOL Time Warner, que le sirve para gestionar
desde la CNN y TNT hasta Warner Brothers. No necesita mayor explicación el
que cada acción de Greenpeace sea exhibida en las televisiones de medio mundo
en tiempo real; ya se encargan sus financiadores.
Desde los años setenta existe una serie de organizaciones ecologistas, como
World Wildlife Fund —presidida en su día por el príncipe Bernardo de Holanda,
uno de los fundadores de Bilderberg—, que también sirven a los fines de dicho
club. Los defensores más radicales del cambio climático y del calentamiento
global encuentran sus inspiraciones en círculos muy cercanos al club: el
ecologismo ideológico justifica la necesidad de controlar el crecimiento humano,
e incluso de disminuir la población en miles de millones de personas —la
humanidad es definida como «una plaga»—, con el argumento de que dañan la
Tierra.
Pero la labor fundamental de David Rockefeller ha sido la de articular un
sistema mundial de organizaciones que controlen a los gobiernos y sus políticas
económicas a través de las finanzas. Para ello, contribuyó a la fundación de
Bilderberg en 1954, el club que agrupa a los principales financieros, a los más
importantes jefes de gobierno y a los principales representantes de medios de
comunicación del mundo. Se dice que su agenda contiene los datos de las
150.000 personas más poderosas del mundo.
Su labor al frente de Bilderberg ha sido esencial durante todos estos años,
imponiendo el silencio sobre todo lo que allí se hablaba (mientras exigía la
máxima locuacidad a los invitados). El propio Rockefeller valoró públicamente
ese silencio, cuando en 1991 hizo público su agradecimiento «al Washington
Post, al New York Times, a la revista Time, y a otras grandes publicaciones cuyos
directores han acudido a nuestras reuniones y han respetado sus promesas de
discreción durante casi cuarenta años. Hubiera sido imposible para nosotros
haber desarrollado nuestro trabajo si hubiéramos sido objeto de publicidad
durante todos estos años».
Esta es una declaración polémica a la que se ha negado veracidad en los
últimos años —como a tantas otras de Rockefeller—, pero, incluso si no lo es, se
corresponde de forma extraña con lo que verdaderamente ha sucedido.
Volveremos sobre ello más adelante.
David Rockefeller y Henry Kissinger han sido desde sus inicios la columna
vertebral del globalismo. No es solo el CFR, con ser de vital importancia; es
Bilderberg, junto a Donald Rumsfeld o los Clinton, en los últimos años. De
hecho, Bilderberg fue criatura predilecta de David Rockefeller, aunque al no
lograr atraer a Japón puso en marcha la Trilateral (denominada originalmente
Comisión Internacional para la Paz y la Prosperidad) en 1973, a instancias de
Zbigniew Brzezinski —personaje central del Consejo para las Relaciones
Exteriores (CFR)—, que sería su primer director. La Comisión Trilateral ha
provisto de un sinfín de expertos en todo tipo de materias a las sucesivas
administraciones estadounidenses, mientras que cuatro presidentes de Estados
Unidos han pertenecido a ella (dos demócratas y dos republicanos, en perfecto
equilibrio: Clinton y Carter, y Bush y Ford).
El secretismo de Bilderberg fue desvelándose poco a poco, en especial desde
comienzos de los noventa. Algunas de las declaraciones de David Rockefeller
han sido desmentidas, como la que se le atribuye en una cena de embajadores de
la ONU en 1994 y en la que anunciaba que nos acercábamos a un momento
clave de la historia: «Estamos —dijo— al borde de una transformación global.
Lo que necesitamos es una gran crisis, y todo el mundo aceptará el Nuevo Orden
Mundial». No está claro si la verdad reside en la afirmación o en el desmentido,
pero, como en el caso al que hacíamos referencia antes, se corresponde con sus
actuaciones.
En todo caso, es indiscutible que las reuniones mantenidas hasta ese momento
permanecieron en el anonimato con la activa colaboración de los medios. Los
encuentros se vienen celebrando desde 1954, acogiendo anualmente a unos 130
multimillonarios de los cinco continentes, junto a dirigentes políticos y
propietarios de grandes medios de comunicación de todo el planeta, más las
principales monarquías europeas y los grandes financieros: es decir, a las más
poderosas e influyentes personalidades del mundo. Y que todo esto se ha negado
o satirizado durante décadas, hasta que finalmente ha podido ser admitido, una
vez que se ha estimado al público preparado para aceptarlo.
Con periodicidad anual, hacia finales del mes de mayo o principios del de
junio, se vienen reuniendo en alguna localidad de pequeño o mediano tamaño, en
un complejo hotelero de lujo que les procure la mayor discreción posible. El
secretismo ha sido completo, aunque hoy ese aspecto ya no sea tan necesario. Si
hasta hace escasos años, mentar el Club Bilderberg levantaba las peores
sospechas, hoy Bilderberg ha saltado de los libros de culto y de los círculos de
iniciados a los titulares de la prensa generalista. Desde el propio club se justifica
la ausencia de transparencia porque así se favorece una mayor franqueza en el
diálogo.
Pero ¿cómo nació esta organización? El Club Bilderberg recibe su
denominación del hotel de la localidad holandesa de Oosterbeek en el que se
celebró el primer encuentro de los más altos mandatarios mundiales, que tuvo
lugar durante los estertores de mayo de 1954. Ofició de anfitrión el príncipe
Bernardo de Holanda, a través de quien se convocó a numerosas personalidades
interesadas en frenar la expansión del comunismo. De hecho, el propio club
proclamó que el objetivo de la reunión era el de «colaborar a una línea política
común entre los Estados Unidos y Europa», así como oponerse al «comunismo y
a la Unión Soviética».
El príncipe Bernardo mantenía contacto a los más altos niveles con los
estadounidenses, los británicos y los europeos occidentales (como antes los
había mantenido con el Tercer Reich), impulsando la constitución del Mercado
Común que se estaba cociendo, para lo que utilizó los oficios de los poderosos
bilderbergers. La visión de estos trascendía la idea de que el Mercado Común
constituía un espacio económico de libre mercado: «No es completamente
desacertado decir que estamos a favor de la creación de un gobierno mundial;
una cosa así sería algo positivo».
Acorde a los principios que se proclamaron en los últimos estadios de la
Segunda Guerra Mundial, el objetivo esencial del Club Bilderberg es el de la
creación de un Nuevo Orden Mundial. Ese escenario debe prepararse a través de
los grandes medios de comunicación del mundo y de las principales
corporaciones financieras. Los responsables de las más desarrolladas economías
mundiales ponen en común sus planes y propósitos junto a las empresas más
poderosas, a las que sirven al margen de todo control político.
El sueño bilderberger es la creación de un mercado único mundial a largo
plazo, un mundo sin barreras, lo que exige la destrucción del estado-nación: la
herramienta es la transferencia de las soberanías nacionales a las instituciones
supranacionales que, naturalmente, ellos controlan. Pero los globalistas tienen
claro que hay que avanzar por etapas; por eso no siempre es cierto que impulsen
los procesos más abiertos de destrucción de las uniones regionales, como es el
caso de la Europa comunitaria, sobre la que hay distintas visiones dentro del
globalismo.
En cualquier caso, no cabe duda de que Europa ha venido siendo un conejillo
de Indias para la construcción del Nuevo Orden Mundial, algo cada día más
abiertamente admitido. Así, otro distinguido mundialista, Javier Solana, ha
aseverado que «el papel de Europa es fundamental. Europa puede y debe ser, si
me permiten la expresión, un laboratorio de lo que pudiera ser un sistema de
gobierno mundial».10
Para construir creíblemente dicho poder mundial es necesario preservar una
apariencia de pluralidad, por lo que pertenecen al club tanto sectores progresistas
como liberales y conservadores, tratando de mantener un cierto equilibrio entre
ellos. Lo esencial es que compartan los objetivos globalistas.
Pero no parece tan sencillo convencer a los estados-nación de que cedan su
poder sin más. Por eso, en primer lugar, han tenido que captar a la oligarquía
política local, hoy ya dispuesta a considerar a sus propios países como una
especie de protectorados del poder mundial. La tarea de los gobiernos nacionales
de los países europeos con respecto al poder de Bruselas cada vez se parece más
a la de los sultanes norteafricanos que sometían a sus pueblos al dominio
británico o francés para obtener ventajas personales o familiares. Las relaciones
se establecen entre la casta indígena y el poder colonizador, convergiendo ambos
en una identidad de intereses que termina haciendo del poder nativo un factor de
aherrojamiento de su propio país.
Los pueblos ya no deciden nada sustancial; esas decisiones las toman las
élites globalistas. Los políticos nacionales solo gestionan las determinaciones de
la oligarquía transnacional. En último análisis, a los políticos colaboracionistas
les sería muy difícil escapar a dicho control aunque quisieran, ya que la deuda
les sujeta a los principales organismos de crédito mundiales.
La estructura de Bilderberg se articula en tres niveles. En el primero, los
invitados, que son convocados cada año, y que no tienen más peso que el que los
convocantes les quieran dar. Algunos de ellos son llamados para consultas, para
rendir cuentas o para atraerlos hacia una mayor permanencia en la organización.
En el segundo nivel, la comisión directiva que organiza el funcionamiento del
Club, compuesta por 33 miembros. Sobre ellos, en el tercer nivel, se encuentran
quienes toman las decisiones estratégicas: durante décadas ese poder lo han
ejercido David Rockefeller y Henry Kissinger, convenientemente acompañados
de quienes detenten en cada momento el poder efectivo a un muy alto nivel,
como puede ser el caso de los Clinton.
No podemos olvidarnos de figuras como Donald Rumsfeld, que recoge el
legado de los clásicos bilderbergers como Zbigniew Brzezinski, hombre de
Henry Kissinger y elegido por David Rockefeller para la creación de la
Trilateral, fallecido en 2017, pero cuya influencia es difícil de exagerar.
Particular mención merece Hillary Clinton, una bilderberger casada con un
notorio miembro de la institución, la mejor embajadora del aborto y del control
poblacional en todo el mundo. Las políticas de ayuda al desarrollo promovidas
por ella al amparo de la ONU o del gobierno de Estados Unidos han
condicionado dicha ayuda a la adopción de políticas de lo que llaman «salud
reproductiva» por parte de los estados receptores de las riadas de dólares que se
prometen… solo si los gobiernos incluyen el aborto como un derecho en sus
legislaciones.
En abril de 2015, Hillary Clinton pronunció unas imprudentes palabras en las
que afirmó que «los gobiernos deben emplear sus recursos coercitivos para
redefinir los dogmas religiosos tradicionales».11 Los medios bilderberger, cuya
estrategia es notablemente más cauta, trataron de silenciar dichas declaraciones,
conscientes de que revelaban una estrategia que alejaba a la señora Clinton en la
presidencia estadounidense en 2016. Pero el asunto se desbordó, y acabó
resultando escandaloso. Finalmente, y pese a su abrumador favoritismo inicial,
perdió las elecciones.
De Bilderberg han salido, también, los responsables de las economías
europeas cuando hubo que buscar recambios para afrontar la crisis de 2008 y
asegurar, al mismo tiempo, la fidelidad al proyecto globalista. Así, tanto Mario
Monti como Lukás Papadimos eran miembros de la Comisión Trilateral,
institución que mantiene fuertes vínculos con Bilderberg.
Por supuesto, Bilderberg cuenta con muchas de las principales cabeceras de la
comunicación internacional. Es el caso de la agencia Reuters, que pasa por ser
una agencia informativa general, aunque lo cierto es que una gran parte de su
actividad está relacionada con los mercados financieros. Su director ejecutivo
durante diez años, Peter Job, fue también asiduo de Bilderberg.
Los medios de comunicación se han mostrado particularmente colaboradores;
en un breve listado, se ha relacionado con Bilderberg a la CBS, The Economist,
The Washington Post, US News and World Report y The Observer. También al
magnate canadiense Conrad Black, y al norteamericano Rupert Murdoch, a la
ABC, a la BBC, al The Wall Street Journal, la CNN, El País, Financial Times,
Die Zeit, London Times y Le Figaro, entre los más señalados.
Además de ellos, no faltan a sus reuniones los grandes magnates globalistas,
como Bill Gates, Ted Turner y George Soros, frecuentes invitados del Club. De
todos ellos seguiremos leyendo en las próximas páginas. Bilderberg compone,
pues, junto con la Trilateral y el CFR, el centro de decisión mundial del
globalismo.

El Nuevo Orden Mundial


¿Es todo esto una conspiración? Pues según se mire. Si conspirar es reunirse con
otros para torcer la voluntad de un tercero o de unos terceros, entonces sí. Toda
nuestra sociedad es conspirativa. La conspiración es el método por excelencia de
los partidos políticos o de los publicistas. Si conspirar es forzar las voluntades
para que las personas actúen contra sus intereses, para inducirles a comportase
de modo que redunde en beneficio de los conspiradores, entonces sí. Pero si a
todas estas condiciones le añadimos el carácter secreto, entonces ya no. Hace
tiempo que quienes conspiran no se preocupan de esconderse ni de disimular sus
maniobras. No se necesita la oscuridad cuando se posee la ONU, la Unión
Europea y el BOE.
Con todo, la pregunta sigue en el aire: ¿qué es lo que busca el globalismo?
¿Es solo el poder por sí mismo? La respuesta es compleja. El ser humano rara
vez se mueve por una sola razón, sino más bien por varias, que suelen
superponerse o complementarse. Por eso, aunque el del poder no sea desdeñable,
el objetivo es también ideológico. Los globalistas quieren construir un nuevo
mundo, en la creencia de que la senda que hemos transitado hasta ahora es
errónea, y nos ha llevado a un callejón sin salida. Ese proyecto de nuevo mundo
es conocido como Nuevo Orden Mundial, un concepto que rebasa con mucho la
idea de un mero ordenamiento de política exterior para incluir un relleno
ideológico muy preciso.
Con todo, no olvidemos un extremo muy importante: todo esto afecta
fundamentalmente a Occidente. Porque, en otras latitudes, los supuestos de la
ideología imperante hoy en nuestra parte del mundo no tienen acomodo.
El Nuevo Orden Mundial se construye sobre una serie de pilares:
a. En lo ideológico, la supresión de la culturas nacionales a través del
multiculturalismo, segura vía a la destrucción de Occidente. Hay que
borrar las fronteras e impedir toda protección nacional. Esa destrucción
cultural viene acompañada de la supresión de la moral social tradicional
para ser sustituida por moralidades parciales o por la ausencia de toda
moral.
b. En lo económico, un capitalismo liberal o un capitalismo público, tanto
da, que desemboque en un capitalismo transnacional: ese es el objetivo.
Hay que eliminar la protección a los nacionales. Será el fin de la
propiedad y el del dinero.
c. En lo espiritual, el sincretismo religioso habrá de sustituir al cristianismo
por la Nueva Era, una especie de espiritualismo aconfesional; por el
agnosticismo; y, sobre todo, por el indiferentismo. Se busca la
colaboración del propio cristianismo mediante una reinterpretación del
ecumenismo que iguale a todas las religiones y mediante la asimilación al
mundo. Su busca, en definitiva, la colaboración del propio cristianismo
para su autodestrucción.
Para alcanzar esos objetivos, el globalismo se sustenta en una ideología que
no está sistematizada, y por tanto no podemos considerarla de la misma forma
que hacemos con el marxismo o con el liberalismo; como se ha dicho, no es una
construcción intelectual sistemática, sino un conjunto de aportes que reúne una
concepción del mundo materialista, procedente de una corriente izquierdista
(marxismo cultural) y de una corriente derechista (liberalismo globalista,
popperianismo). Son las dos caras del globalismo —complementarias, que no
enemigas—, más allá de querellas familiares inevitables.
De lo dicho hasta ahora, es posible que el lector haya sacado una idea
tumultuosa, inconcreta, confusa. Ya lo advertimos; el globalismo no se presenta
como una formulación canónica, sistemática. Pero sí pueden listarse sus
características, lo que quizá ayude a comprender en qué consiste el Nuevo Orden
Mundial.
1. El vínculo esencial que une a los globalitarios es el neomalthusianismo; si
tuviéramos que definir el globalismo, o hallar el mínimo común entre los
globalitarios, ese sería la idea de que existe demasiada gente en el mundo. Todas
sus acciones las acometen desde ese supuesto, tanto la promoción del lobby
LGBTI, como el aborto o la inmigración. Se trata de promover la esterilidad.
2. En el ámbito de lo práctico existe un elemento crucial, de carácter
religioso: el ecologismo. La sobreexplotación de los recursos resulta
esencialmente censurable por cuanto daña la Tierra. Esta se convierte en objeto
de adoración, a la que el ser humano debe plegar la consecución de sus
necesidades. No es la creación para el hombre, sino el hombre para la creación.
Primero, el planeta; luego, lo demás. A través de este mecanismo, hoy ya
asumido desde las instancias oficiales como un dogma nuclear, la lucha contra el
cambio climático se constituye como el centro de la acción política mundial. Su
insospechada funcionalidad apenas tiene precedentes, pues es de aplicación
desde los impuestos hasta el control de población.
3. El globalitarismo pretende superar las viejas fronteras, reflejo de unas
identidades que hay que borrar. Por tanto, los estados-nación deben ser
suprimidos y, con ellos, las formas de vida tradicionales. Su soberanía es cedida
a estructuras supranacionales público-privadas que dirigen la construcción de un
capitalismo transnacional, en donde la democracia es apenas un mecanismo de
ratificación de las decisiones de esos poderes; en la medida en que las
instituciones transnacionales —que no han sido elegidas sino por la casta
plutocrática— toman las decisiones trascendentales, la democracia se convierte
en una farsa. La población ya solo tiene capacidad de elegir a los ejecutores de
las decisiones que se adoptan en Washington, en Bruselas o en Nueva York.
4. El mecanismo para la destrucción de los estados-nación es la promoción
del multiculturalismo (que con frecuencia se confunde interesadamente con el
pluriculturalismo) a través de la inmigración. El primero aboca al conflicto, al
defender la licitud de que los inmigrantes reproduzcan sus propias leyes,
costumbres y normas, al margen de las que rigen en las sociedades de acogida.
La idea de que una misma ley debe regir un mismo espacio desaparece. Y no
pocas veces termina exigiendo la destrucción de la cultura autóctona, de su
identidad étnica y de su forma de vida y valores.
Podrían añadírsele más elementos, pero básicamente estos son los comunes.
Y esta es la política que han asumido la práctica totalidad de los estados
occidentales: globalismo económico y político, multiculturalismo e inmigración,
ideología de género, ecologismo y feminismo.
Pese a compartir una cierta homogeneidad ideológica, los numerosos
organismos globalistas presentan una diversidad de intereses muy marcada. Así,
las pretensiones de George Soros y las de Bill Gates no son las mismas y, en
ocasiones, pueden colisionar, como sucede en el caso de China, defendida por el
segundo y detestada por el primero. El globalismo no es en modo alguno un
frente unido y exento de contradicciones.
Aunque la realidad no está privada de retos y dificultades, son las propias
exigencias neomalthusianas las que causan el problema; el control de la
población, los anticonceptivos, el aborto, la imposibilidad económica y
psicológica de tener más hijos, generan un envejecimiento de la población al que
hay que dar respuesta. Pero ese envejecimiento solo se puede revertir teniendo
más hijos… o impulsando la llegada masiva de contingentes de población
juvenil procedentes de áreas en las que la población joven presenta excedentes
muy elevados.
Desde el punto de vista globalitario, es indudable que este proceso resulta
ventajoso: en primer lugar, se evita el crecimiento demográfico, objetivo básico;
en segundo, se deprimen los salarios, de lo que los poderosos se lucran; en
tercero, se sustituye la población autóctona, con su homogeneidad y su sentido
de pertenencia a la comunidad nacional, por una mezcolanza multicultural cuyo
resultado es el de privar de sentido de identidad a todos; no para crear una nueva,
sino para negarlas todas.

¿Cómo consigue el globalismo sus fines?

A través de instituciones mundiales o regionales, bien públicas, bien privadas; o


bien, como venimos apuntando desde el principio, público-privadas. Desde las
fundaciones se controla la información en todo el mundo occidental, sean diarios
digitales, sean televisiones o sean las redes sociales.
1. La ONU, hoy, se ha convertido en un organismo que impone las políticas
de género en todo el mundo, las políticas antinatalistas y las políticas
globalizadoras. La ONU está compuesta por una notable cantidad de agencias,
como la FAO o la UNESCO, destinadas a dar cobertura intelectual y ejecutiva a
los propósitos del globalismo. En los últimos meses y años es de destacar la
OMS, agencia de la ONU especializada en la salud.
2. El FMI. A partir de Bretton Woods, cuando los países tienen déficits en
sus balanzas de pagos, deben financiarlos a través de las reservas internacionales
o mediante el otorgamiento de préstamos que concede el Fondo Monetario
Internacional. Para eso fue creado. Para tener acceso a esos préstamos los países
deben acordar sus políticas económicas con el FMI.
Se estableció que los préstamos que cada país solicitaba a este solo podían ser
destinados a cubrir los déficits temporales de balanza de pagos, y se le daba a
cada país deudor un plazo de pago de tres a cinco años.
La consecuencia es que el 2% de la población del mundo tiene en sus manos
el 51% de la riqueza mundial, y el 85% de esta se encuentra concentrada en tres
grandes zonas: Estados Unidos-Canadá, algunos países de Europa occidental
(Gran Bretaña, Francia, Alemania, Suecia, Noruega, Finlandia, Alemania,
España, Italia, Grecia, Islandia) y Asia-Pacífico (China, Japón, Australia).
3. Las grandes fundaciones privadas: sobre todo las promovidas por Bill
Gates, por Ted Turner, por Rothschild, por Rockefeller o por George Soros. Se
dedican a extender el aborto, la contracepción y la ideología de género, además
de promover la inmigración masiva e ilegal. Estas fundaciones son
determinantes, porque son las que han hecho posible que los gobiernos
implementen las políticas de género o las que han impulsado el ecologismo
ideológico y normalizado el aborto; su abrumador dominio de los medios de
comunicación les ha permitido moldear un imaginario social favorable a todas
estas políticas.
4. Las estructuras transnacionales oficiales, como la Unión Europea, que
está haciendo un papel de primer orden como laboratorio experimental del
globalismo.
5. Las estructuras transnacionales más o menos secretas o, si se prefiere y
como ellos dicen, discretas: la masonería, de importancia aún en muchos países
latinos, mediterráneos y americanos; u organizaciones como la Trilateral, como
el Club Bilderberg o, sobre todo, como el CFR.
6. Las oenegés, como las muy famosas dedicadas al ecologismo, juegan un
papel esencial también, por cuanto son proveedores de la ideología oficial, junto
a las asociaciones feministas, e impulsoras prácticas de los flujos migratorios
hacia Europa.

Los magnates

Son los verdaderos impulsores del globalismo en esta tercera década del siglo
XXI. Se trata de actores individuales que, si bien no aislados, no siempre actúan
de modo coordinado. Pero tampoco hace falta. Los ámbitos de actuación son
muy diversos; no podemos ocuparnos de todos ellos, pero cabe mencionar a
algunos.

George Soros
Si hay algunos agentes mundiales que hayan destacado por su labor globalista en
los últimos años, sin duda debemos señalar a George Soros y Bill Gates. Ambos
han estado muy presentes en la vida pública, y han sido acusados desde diversas
instancias de interferir de modo ilegítimo en el normal desarrollo de los
acontecimientos. Esa acusación no ha causado la más mínima mella en el caso
de George Soros, quien ha admitido abiertamente el grueso de dichas
imputaciones.
Con todo, no comprenderíamos lo que está pasando si interpretáramos los
movimientos de la élite como dirigidos a la obtención de beneficios económicos.
Su exuberancia en ese terreno les exime de cualquier sospecha; el objetivo de los
globalitarios es el poder, no el dinero. De hecho, Bill Gates y Warren Buffet —
dos de entre las cinco principales fortunas mundiales— impulsan «The Giving
Pledge», una iniciativa que persigue que los multimillonarios donen el grueso de
sus fortunas —bien en vida o a su muerte— para ayudar al diseño del mundo
futuro.12 Es notable la cantidad de personas que persisten, empero, en su
creencia de que el verdadero impulso de los globalitarios es la obtención de más
dinero por adoración misma al poder económico y al bienestar personal.
Tampoco para George Soros, como ocurre en el caso de Gates, se trata de una
cuestión crematística. Hace mucho tiempo que Soros —un nonagenario— no
piensa en términos de ganancias económicas. Ciertamente la avaricia tuvo su
asiento en la biografía del magnate judeo-húngaro, pero una vez construido este
como personaje internacional, aquella dejó paso a la ambición del poder.
Naturalmente, el poder para Soros no es un objetivo vacío de significación
ideológica; al contrario. Nacido en el seno de una familia judía en la que su
padre era un ardiente defensor del esperanto, heredó las aspiraciones
internacionalistas del progenitor. La familia, que sobrevivió a la dura
persecución antisemita en Hungría durante la Segunda Guerra Mundial, cambió
su nombre originario «Schwartz» por el de «Soros», un palíndromo que en
esperanto significa «el que se elevará».
Exiliado en Gran Bretaña, se convirtió en discípulo de Karl Popper. Pero no
parece que su estancia en el Reino Unido despertase en él lealtad alguna hacia
ese país, por cuanto en 1992 —convertido treinta años atrás en especulador
financiero— logró que la moneda británica saliese del Sistema Monetario
Europeo, ganando 1.000 millones de dólares en la operación y sirviendo los
intereses de la élite liberal thatcheriana.
Se hizo socio de sir James Goldschmidt y de lord Rothschild, quienes trataban
de evitar que Alemania aglutinase la economía europea y estrechase sus lazos
con la Rusia recién salida del comunismo. De hecho, al año siguiente intentó
hundir el marco alemán, generando una enorme incertidumbre. Porque lo que
Soros pretende es impedir una Europa poderosa.
Su posicionamiento anticomunista es inequívoco. Soros apoyó a los
movimientos de oposición tras el telón de acero, financiando al sindicato
Solidaridad —que tan eficaz fue en la lucha contra el dominio comunista en
Polonia— y también a Václav Havel. Desde entonces, se ha interesado
enormemente por el mundo oriental europeo, tratando de imponer una estrategia
de fragmentación en esa región y, sobre todo en los últimos años, de
debilitamiento de Rusia.
Durante el desmantelamiento de la Unión Soviética, a Moscú se le prometió
que, a cambio de deshacerse del comunismo, los occidentales se mantendrían
alejados de las fronteras de los países de la antigua URSS. Ninguno de ellos
entraría en la OTAN, y los fronterizos serían neutralizados al no serles permitido
formar parte de ningún bloque; pero los occidentales han venido incumpliendo
esa promesa sistemáticamente. Y uno de los instigadores de esa política ha sido
Soros.
Desde el año 2000, Soros financia las llamadas «revoluciones de color»,
empezando por la de Serbia de ese año; luego, la «revolución rosa», en Georgia,
en 2003; la «revolución naranja», en Ucrania, en el 2004; la revolución de los
Tulipanes en Kirguistán, en 2005. Y otra docena larga de revoluciones en las
que, en todas ellas, se agitó un nacionalismo antirruso y prooccidental. 13
Soros también jugó un papel en el catastrófico episodio conocido como
Primavera Árabe, orquestado desde Washington a fin de enfrentar a los
musulmanes entre sí y frenar la creación de una banca islámica independiente
del dólar, un organismo nacionalizado de corte islámico, básicamente en manos
iraníes, sirias y libias (que fue la razón que precipitó la intervención
estadounidense, a instancias de Goldman Sachs y el grupo Rothschild).
El papel de Soros en este asunto consistió en coordinarse con la NED
(National Endowment for Democracy) y la CIA para fortalecer a las
organizaciones izquierdistas a través de sus oenegés; en particular, impulsaron la
candidatura de El-Baradei en Egipto, conocido globalista y premio nobel de la
paz 2005, y que terminó resultando frustrada: a Mubarak le sucedió un gobierno
fundamentalista, más tarde depuesto por otro gobierno militar. Ese gobierno no
era tampoco ajeno a los intereses globalitarios: Soros está financiando a diversos
grupos ligados a los Hermanos Musulmanes.14
El resultado de la llamada Primavera Árabe fue el caos en la región, la
generalización de la violencia en el Próximo Oriente y el norte de África y el
surgimiento del Estado Islámico, que durante años asoló la región entre Siria e
Irak y que sigue haciéndolo en diversas partes del mundo musulmán.
A George Soros se le calcula una fortuna de algo más de 25.000 millones de
dólares, dos terceras partes de la cual las tiene invertidas en sus fundaciones
Open Society, desde las que actúa favoreciendo la causa del libre mercado no
sujeto a restricciones nacionales. Desde hace casi treinta años, forma parte del
Consejo de Relaciones Exteriores (CFR), piedra angular del poder globalista en
el mundo.
El proyecto de Soros —que fue sostenido por Washington hasta la llegada de
Donald Trump a la presidencia y que ha sido retomado después— está
canalizado desde lo que se conoce como USAID, una agencia ligada al
Departamento de Estado. USAID ha contribuido a la desestabilización de
Hispanoamérica, con los resultados conocidos, y a las revueltas árabes y a las
dirigidas contra Rusia. Para ello, USAID dispone de NED (National Endowment
for Democracy) que, como ellos mismos admiten, se dedica a «lo que hace
veinticinco años llevaba a cabo la CIA»,15 y que recibe subvenciones de grupos
privados, entre los que destacan las fundaciones de Soros.
Las revoluciones en el Próximo Oriente y en el norte de África también le han
procurado una supremacía económica, política y financiera, obteniendo un
acceso a los recursos minerales y petrolíferos, así como adjudicaciones de
infraestructuras.
Pese a la oposición de Francia, a quien afecta la ambición de Soros en el
continente negro, su penetración en África ha sido fulgurante. El modo de operar
es siempre el mismo: tras enviar oenegés a esos países, a las que se dota de
grandes cantidades de dinero, comienzan a destaparse escándalos de corrupción
entre la élite de la nación, al tiempo que un movimiento ciudadano preparado de
antemano se lanza a las calles a exigir el fin del gobierno. Un movimiento, ni
que decir tiene, apoyado por las oenegés. Las de Soros.
En un par de ocasiones su relación con Estados Unidos, país del que —no lo
olvidemos— es ciudadano, se ha desenvuelto de modo conflictivo. Soros se
distanció a comienzos de siglo de George Bush, pese a que compartían intereses
comunes; y más tarde se enfrentó a Donald Trump, contra el que orquestó y
financió Black Lives Matters y Antifa, con el expreso propósito de derribarlo, lo
que logró. Soros ha sido siempre un decidido partidario de los demócratas,
partido que colonizó junto con Hillary Clinton y los radicales de los sesenta para
transformarlo en un instrumento al servicio del globalismo.
Como se ha dicho, Soros lleva años financiando a grupos radicales, desde
activistas negros hasta antifascistas, a fin de promover la inestabilidad en su país.
Uno de ellos ha sido Black Lives Matter, pese a los desmentidos oficiales, que
estaba en el origen de la protesta destinada a derribar a Donald Trump. El
objetivo de Soros era sacar de la Casa Blanca a este para que Estados Unidos
volviera al sistema de relaciones internacionales anterior y terminase con las
políticas proteccionistas del neoyorquino. Para ello, Soros financió a los
movimientos expresamente contrarios al expresidente de Estados Unidos como
Not My President o Shame, además de promover la llamada «Marcha de las
Mujeres», que tuvo lugar por primera vez en enero de 2017, casualmente al
tiempo que Trump tomaba posesión. Una curiosa protesta contra un presidente
que no había comenzado a gobernar.
Una de las actividades más reconocibles de George Soros ha sido el impulso a
la inmigración en todo el mundo. Nadie ignora que es él quien ha estado detrás
de las caravanas que, desde Centroamérica, se han enviado a la frontera sur de
Estados Unidos. Pero, sin duda, la acusación más contundente es la del
presidente de gobierno húngaro, Víctor Orban: Soros no solo está detrás de las
riadas de ilegales que cruzan el Mediterráneo, sino que se inmiscuye en
cuestiones internas de los estados.16
Consideremos, de momento, la cuestión de la inmigración.
Entre las muchas tareas asignadas por Soros a sus oenegés, destaca por su
importancia la de la creación de canales, complementarios con los de las mafias,
para impulsar la emigración ilegal a través del Mediterráneo. Dicha emigración,
dirigida hacia el sur de Europa, ha tenido además la consecuencia de enfrentar a
un determinado número de países de la Unión Europea con la mayoría adicta a
Bruselas. Ese, sin duda, es uno de sus propósitos colaterales: la destrucción de la
Unión Europea, tal y como el propio Soros lleva pronosticando desde 2016.
Las organizaciones que actúan junto con las mafias en el Mediterráneo están
todas alineadas con el proyecto globalista. Una de las principales, MOAS (cuyas
siglas significan «Estación de Ayuda a los Migrantes en Alta Mar»), está ligada
a un empresario, Christopher Catrambone, importante donante de la campaña de
Hillary Clinton en 2016. Otro de sus colaboradores es Avaaz.org, brazo europeo
de Moveon.org, oenegé estadounidense de George Soros, y actualmente uno de
los principales sustentos del movimiento Black Lives Matters, y que nunca ha
escondido un radical posicionamiento antiTrump. Y Save the Children —
financiado por Open Society Foundation— ha sido relacionada por la fiscalía
italiana con las mafias de tráfico de inmigrantes, y ha venido operando a través
del barco Astral, propiedad de Open Arms y cedido por el multimillonario Livio
Lo Monaco.
La connivencia entre las oenegés de Soros y las mafias de tráfico de personas
en el Mediterráneo es algo más que materia de especulación. El director de
Frontex, Fabrice Leggeri, ha señalado que «algunas oenegés hacen de taxis para
el tráfico de seres humanos», mientras un fiscal italiano que investigó dicho
tráfico, Carmelo Zuccaro, estableció que «algunas oenegés podían estar
recibiendo financiación y ayuda de las mafias de tráfico de seres humanos; me
consta que hay contactos entre unos y otros».17
Los principales buques, como el Aquarius y el Dignidad 1, sin embargo, son
tripulados por Médicos Sin Fronteras, también propiedad de la Open Society. La
pretensión de que su ayuda es simplemente humanitaria y que no persigue
ningún otro fin se ha visto más que cuestionada. Recientemente, el responsable
en España de esta organización internacional ha declarado que hay que
incrementar el efecto llamada para atraer más emigración. Médicos Sin Fronteras
proclama que sus actividades solo tratan de aliviar situaciones de emergencia
humanitaria, sin intenciones ulteriores. Pero a la luz de sus propias declaraciones
tal pretensión resulta poco creíble.
La realidad es que, explícita o tácitamente, estas oenegés organizan el tráfico
de seres humanos en el Mediterráneo. Son ellos, junto con las mafias, quienes
provocan el fenómeno que dicen querer combatir. Incrementando el problema,
incluso han recabado y obtenido la ayuda de algunos estados, como sucedió en
los casos del Reina Sofía, de la marina española.18
El vínculo común a todos ellos es el magnate George Soros.
Soros, pese a su posición contraria a la Unión Europea, se ha ocupado de
encontrar amplio respaldo en las instituciones comunitarias. Poco antes de la
irrupción de la pandemia, la publicación francesa Valeurs Actuelles informaba
del modo en que Soros se había asegurado el control del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos, el conocido como Tribunal de Estrasburgo, lo que en su día
generó un cierto escándalo en nuestro vecino del norte.19
En los últimos diez años, siete oenegés vinculadas a Soros han estado
enviando sus jueces para formar parte de dicho tribunal. Veintidós de entre cien
tenían nexos directos con Soros o alguna de su organizaciones hace apenas unos
años. Actualmente, la cifra se ha incrementado sustancialmente.
Un ejemplo paradigmático es el del húngaro András Sajó. Desde hace
décadas su trabajo ha girado en torno a la presencia de los símbolos religiosos en
las sociedades y la abolición de la pena de muerte. Su condición de jurista de
alto nivel le cualificó para elaborar varias constituciones tras la época soviética.
Ha trabajado para Naciones Unidas y para el Banco Mundial. Lleva vinculado a
la Open Society Foundation desde 1988.
No es, pues, causal la jurisprudencia que va acumulando el Tribunal de
Estrasburgo, clave para la aprobación de las legislaciones europeas; así, los
hombres de Soros han podido obligar a Austria, Italia y Grecia a legalizar el
matrimonio del mismo sexo; a Polonia a promover o no actuar contra el aborto; a
Hungría a abolir la pena de cadena perpetua. Todo ello es posible debido a que
se suelen escoger los jueces de este tribunal de entre los procedentes de
organizaciones que no estén ligadas a instancias gubernamentales. Eso le
permite a Soros infiltrar a los suyos sin levantar sospechas.
Además, según se ha hecho público a partir de lo que se han llamado los
papeles de Soros, este controla o influye como mínimo sobre un tercio de los
europarlamentarios, al menos 226 diputados de un total de 751, según datos de
hace seis años; con seguridad, hoy serán muchos más.
Sumándose a otras muchas protestas que en absoluto se limitan a la Francia
en la que se ha publicado este artículo, el exeurodiputado Philippe de Villiers no
se ha privado de afirmar que George Soros tiene hoy más poder en las
instituciones europeas que una nación como Francia.

Soros y España

Ante la inacción del Estado español, el independentismo catalán ha estado


ganando numerosas batallas internacionales en los últimos años. Desbordado el
gobierno de Madrid en tiempos de Rajoy, se dedicó este a echarle la culpa a
Rusia de apoyar al secesionismo, asegurando que disponía de unas pruebas que
jamás mostró. Por el contrario, algunos de nuestros socios y aliados, como los
países bálticos, comenzaron a pronunciarse en favor del independentismo
catalán. Particularmente Letonia se mostró beligerante, tras haber recibido 6
millones de euros del gobierno de Artur Mas, procedentes, por cierto, de la
masiva evasión de capitales a Panamá llevada a cabo por el clan Pujol.20
Además, los parlamentos de Dinamarca y Suiza aprobaron apoyar «una salida
democrática y negociada» a la cuestión catalana. Y los parlamentos finés y sueco
condenaron la «violencia policial» que tuvo lugar el 1 de octubre de 2017.
Y mientras Eslovenia declaraba que los catalanes «tienen derecho a la
autodeterminación» y rechazaba «el uso que el gobierno español hizo de la
fuerza y las amenazas de una intervención militar», el ministro de Interior del
gobierno belga se mostraba dispuesto a que «Bélgica fuese el primer país en
reconocer la independencia catalana». Los independentistas, además, pudieron
presumir de ciertas connivencias con el poderoso estado de Israel pues este,
aseguraba Artur Mas, «es claramente un compañero de viaje de Cataluña».21
Y en ese batiburrillo de influencias externas sobre el proceso independentista,
debe señalarse una determinante: la de George Soros. ¿Por qué tendría el
abanderado y ejecutor del globalismo interés en la fragmentación de España?
¿Acaso esta no podría alentar una serie de conflictos en los estados europeos en
los que existen querellas internas de tipo nacionalista?
Por supuesto que sí. Y es que lo que persigue el globalismo es la destrucción
o el debilitamiento del estado-nación, y nada mejor que fragmentarlo para
debilitarlo. A eso se está dedicando Soros, a eso se está dedicando el globalismo:
no olvidemos que el objetivo no es meramente la destrucción de la unidad, sino
la de la identidad: razón por la cual el mismo Soros es quien promueve la masiva
inmigración ilegal en Europa.
Detrás del movimiento secesionista catalán no se encontraba Rusia: se
encontraba el globalismo, se encuentra George Soros. Su propósito: lograr
naciones sin Estado.
¿Cómo articuló George Soros la ayuda al independentismo catalán? La
oenegé de Soros, Open Society Foundations, abrió sus puertas en Barcelona en
octubre de 2012. Al frente de ella se situó a Jordi Vaquer, que hasta entonces
había sido director de CIDOB, un think-tank globalista del que formaban parte
destacados socialistas como Narcís Serra y Javier Solana. A las pocas semanas, a
comienzos de 2013, Vaquer y el propio Soros inauguraban la actividad de Open
Society y comenzaba a financiar conferencias y organismos destinados a
promover la causa tanto del mundialismo y de lo que Soros denomina «sociedad
abierta», como la causa secesionista.
La promiscuidad entre la Open Society Foundations y el CIDOB era tal que la
sede de la primera estaba en un inmueble de la segunda. Soros empezó a
financiar a CIDOB y esta se lanzó a propagar la idea de la «trama rusa» mientras
enviaba informes a la Unión Europea en los que apoyaba la independencia de
Cataluña.
La trama rusa fue desarrollada por Nicolás de Pedro, hombre puente entre
CIDOB y Open Society, y ligado al periódico El País. De ese periódico salió el
impulso fundamental para dar credibilidad a la trama rusa, a través de David
Alandete —impuesto en la subdirección de El País en 2014—. De Pedro fue
también el autor de las listas de periodistas supuestamente prorrusos y del
informe del Atlantic Council en el que se criticaba duramente la actuación del
gobierno español el 1 de octubre de 2017.
Para los fines de propaganda que se perseguían era imprescindible aplicar la
táctica de no-violencia que venía impulsando Soros en todo el mundo. Se trataba
de dar una imagen de pueblo pacífico frente a un Estado español que empleaba
los métodos más brutales en la represión de las ansias de libertad del pueblo
catalán. Para ello, la organización NOVACT (Instituto Internacional para la
Acción No Violenta), que muestra su apoyo abierto a la causa secesionista,
recibía apoyo de la Fundación Anna Lindh, parte del entramado de Soros
radicado en Turquía.
Durante la jornada del 1-O, el independentista Martí Olivella, al frente de
NOVACT, fue quien dirigió la construcción de los muros humanos que
entorpecían las labores policiales. Olivella bloqueó el acceso a los colegios
electorales y fue él también quien formó a los CDR en materia de resistencia
pasiva frente a la policía. El ayuntamiento de Barcelona le premió unos meses
más tarde con un contrato para gestionar tareas de formación en «derechos
humanos» por valor de 370.000 euros.
Independent Diplomat, la oenegé de Soros, dirigía, mientras tanto, una carta
muy crítica contra el gobierno de España al presidente de la Comisión Europea,
Jean-Claude Juncker, al presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk y al
vicepresidente primero, Frans Timmermans. Y Soros seguía promoviendo
actividades en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona y financiando
a la New America Foundation, un think-tank globalista que consideró que una
Cataluña independiente sería positivo para el sistema de defensa occidental.
Entre ambos dedicó medio millón de euros.
La financiación por parte de George Soros del entramado independentista está
fuera de toda duda. La relación comenzó en tiempo de Artur Mas y consistió en
solidificar las fuerzas secesionistas en torno a un proyecto concreto y a unas
determinadas organizaciones. El impulso vino dado por un variado elenco de
agencias globalistas, y muestra el interés del mundialismo en la ruptura de
España.
Dicha relación comenzó con la financiación de Independent Diplomat —
dependiente de Soros— con 1,6 millones de euros a través de Diplocat, el
Servicio de Diplomacia Pública de Cataluña. Las relaciones de la Generalidad
con Independent Diplomat se han establecido también a través de las embajadas,
sobre todo de la radicada en Estados Unidos.
Recordemos que Independent Diplomat ha estado detrás de la independencia
de Kosovo y ha apoyado a los fundamentalistas islámicos enemigos de Bashar
al-Ásad. Recíprocamente, Artur Mas pagó más de millón y medio de euros por
el «asesoramiento» de las organizaciones de Soros. Mientras tanto, por increíble
que parezca, el Estado español le ha estado permitiendo a Soros invertir en
Cataluña Caixa, Iberdrola o Bankia e incluso entrar en Liberbank, a través del
FROB.
También financió con casi 80.000 euros al Instituto de los Derechos Humanos
de Cataluña, cuyo presidente, David Bondia, no ocultaba su adhesión a Carles
Puigdemont. Las fundaciones de Open Society han estado inyectando fondos al
Observatori DESC, próximo al independentismo, del que fue coordinadora Ada
Colau y del que es miembro el propio Gonzalo Boye, de pasado terrorista y
abogado de Carles Puigdemont. Pero la relación no acaba ahí: a través de su
entramado de oenegés, Soros ha invertido en DXC Technology, empresa que
facilitó el recuento de los votos tras el referéndum ilegal que se celebró en
Cataluña.
El magnate también ha invertido en otras cuentas de empresas y
organizaciones que contribuyen a desestabilizar el país a través de sus
fundaciones y de sus socios Jaume Roures y Carlos Vilarrubí. Con Roures a
través de la participación de Soros en el capital de La Sexta, en torno a un 9%.
Las conexiones de Roures con el proceso independentista no son ningún secreto,
razón por la cual se ha visto sistemáticamente favorecido por la Generalidad. A
través de Gala Capital, Soros también ha estado vinculado a El País, así como
con la familia del Pino y las hermanas Koplowitz. Gala Capital controló las
comunicaciones de la web del referéndum.
Cuando se produjo el 1-O, la televisión de Roures proyectaba las imágenes de
la represión policial al mundo, mientras esa misma tarde, el vicepresidente del
FC Barcelona, Carlos Vilarrubí, intentaba que el equipo no jugase su partido de
fútbol contra la UD Las Palmas, instrumentalizando al club para conseguir
llamar la atención internacional. Leo Messi, que se negó a secundarle
imponiendo jugar, le chafó la estrategia, y Vilarrubí dimitió.
A George Soros le interesa la destrucción de España porque su finalidad es
eliminar los estados-nación, y Europa es el laboratorio de los globalistas, como
en su día manifestó Javier Solana. La emergencia de una república catalana
independiente podría desencadenar una efervescencia nacionalista en las viejas
naciones europeo-occidentales, como en Bretaña y Córcega, Padania, Flandes y
Escocia.
La gravedad de lo que ha emprendido George Soros estriba en que su apoyo
al independentismo catalán no obedece a un capricho personal, sino que es el
designio de las élites transnacionales que pugnan por imponer el globalismo en
todo el mundo.22 Sorprende que, a estas alturas, aún haya quien pretenda
legítima la pregunta de cómo es posible que quienes tienen un designio
globalista puedan estar a favor de la fragmentación de las naciones europeas.
Como si la destrucción de las naciones no fuese el requisito esencial para la
construcción globalista.
Bill Gates
Mientras que Soros es un ventrílocuo, cuya estrategia pasa por permanecer en la
sombra, Bill Gates representa un tipo de globalitario completamente diferente:
pese a su timidez —real—, le gustan la exposición y el reconocimiento públicos.
A su alrededor se ha generado una especie de leyenda, una actualización del self
made man norteamericano, un triunfador sobre la adversidad. Como en una
parodia del nacimiento en la gruta de Belén, se ha extendido la especie de que
montó la empresa destinada a revolucionar el mundo en un garaje; claro que lo
mismo se ha dicho del nacimiento de Amazon, de Apple, de Netflix o de
Google. Prodigios de los garajes californianos. La realidad es que Gates nació en
una familia privilegiada, que estudió en Harvard y que jamás pasó la menor
privación.
Hoy, su importancia no puede ser mayor. Convertido en propietario o
accionista de gigantescas corporaciones de todo tipo, es, con seguridad, el ser
humano —público o privado— más poderoso del mundo. Si Soros es el
impulsor de grandes fenómenos sociales, como la inmigración o el lobby
LGBTI, el empeño de Gates es antropológico: quiere cambiar nuestros hábitos,
nuestra forma de viajar, nuestra dieta, la fauna, las enfermedades o incluso la
radiación solar que alcanza la superficie del planeta. Y si hay alguien en
disposición de conseguirlo es, sin duda, él.
Así, durante la primavera y el verano de 2021, Oxitec, empresa financiada por
Gates, ha soltado en el sur de Estados Unidos decenas de miles de mosquitos
modificados genéticamente, para combatir la transmisión de enfermedades, pese
a la oposición de ambientalistas y científicos.23 Todo lo cual, dicho sea de paso,
no le ha disuadido lo más mínimo.
Bill Gates y su exesposa Melinda actúan a través de la Fundación Bill y
Melinda Gates, que parece que no va a cambiar su nombre pese al divorcio de la
pareja en 2021, tras las revelaciones que relacionan al magnate con el pederasta
Jeffrey Epstein y el mantenimiento de relaciones con diversas mujeres durante la
época en que estuvo al frente de Microsoft. Sea como fuere, a través de dicha
entidad, los Gates controlan una enorme cantidad de organismos ligados a
Naciones Unidas.
De entre esas organizaciones, hay que señalar los aportes a las que se dedican
a financiar abortos por todo el mundo, un obvio método de control demográfico
que limita el crecimiento de la población. Y es que la familia de Bill Gates ha
estado siempre ligada a ese objetivo: su padre trabajó en la junta directiva de
Planned Parenthood,24 la gran financiadora de abortos en todo el mundo. En
realidad, Planned Parenthood no nació solo como una corporación antinatalista,
sino que tuvo una clara orientación eugenésica, por más que hoy trate de negarse
por todos los medios. Y es que su historia debería hacerle un claro aspirante a ser
«cancelada» con urgencia.
Planned Parenthood existe oficialmente con esa denominación desde 1942,
pero su fundación se remonta a 1921, cuando Margaret Sanger fundó la Liga
Estadounidense de Control de Natalidad. Un siglo después, cuenta con más de
seiscientos centros en Estados Unidos. Planned Parenthood realiza la tercera
parte de todos los abortos practicados en el conjunto del país; su presupuesto
alcanza la astronómica cifra de 1.300 millones de dólares, de los que casi un
45% procede de la financiación gubernamental.
Quizá así se entiendan mejor las declaraciones que hizo su presidente, Alexis
McGill Johnson, en el sentido de que «no podremos soportar otros cuatro años
de presidencia de Donald Trump; tenemos que hacer todo lo posible para sacarlo
de su despacho».25 Y es que Trump cortó la financiación a la multinacional del
aborto sin mayor consideración, lo que condujo a esta a una situación
financieramente complicada.
Margaret Sanger, su fundadora, consideraba que debía eliminarse la
diferencia sexual entre el hombre y la mujer, por lo que los anticonceptivos, en
la medida en que permitían evitar la maternidad —principal fuente de distinción
entre los dos sexos—, representaban un salto adelante en el camino a la libre
elección de sexo. El objetivo era el de la aparición de una nueva raza de
humanos, que solo podría surgir allí donde la humanidad estuviera ya de por sí
más evolucionada: el paraíso debería ser los Estados Unidos, de no ser porque
los latinos y los negros lo impedían. Si sobre los primeros no tenía duda de que
eran intelectualmente inferiores, sobre los negros opinaba que había que
esterilizarlos.
Naturalmente, una organización como el Ku Klux Klan, racista y anticatólica,
encontraba en las ideas de Sanger una justificación de sus ideales en favor de
una América blanca, sajona y protestante. De modo que Sanger se dirigió al
Klan, por entonces muy nutrido de mujeres, en docenas de ocasiones, pues
compartían objetivos.
En principio, Sanger era partidaria del control de natalidad, si bien afirmaba
rechazar el aborto. Sin embargo, con el tiempo fue modificando su posición. De
hecho, hoy sabemos que la introducción de métodos contraceptivos hace
aumentar, y no disminuir, el número de abortos. Un alto directivo de Planned
Parenhthood, Malcolm Potts, así lo reconocía ya en 1979.26
Las intenciones eugenésicas y racistas de Sanger están fuera de toda duda:
incluso hoy, y siendo que los negros constituyen el 12% de la población
estadounidense, sufren el 35% de los abortos. Resulta perfectamente explicable
que el 78% de los centros de la multinacional abortista se encuentre en zonas en
las que viven minorías no blancas, sobre todo en barrios negros.
Planned Parenthood no se limita a ofrecer sus servicios para que las mujeres
aborten. Ha hecho, además, un enorme negocio de estas prácticas, como muestra
el escándalo que saltó a la prensa en 2015 cuando se descubrió el tráfico de
órganos de bebés con el que se lucraba sin el más mínimo pudor. Increíblemente,
la administración estadounidense del presidente Obama se solidarizó en público
con Planned Parenthood y exigió investigar al Center for Medical Progress, que
había sido quien denunció el escándalo.
El juez William Orrick no solo impidió que las imágenes grabadas con
cámara oculta por los denunciantes se distribuyeran, sino que sancionó con una
multa de 200.000 dólares a David Daleiden, que había sido el autor de la
denuncia. Al juez le dio igual que en los vídeos se viese a empleados que
explicaban cómo aprovechar las partes del feto, así como el monto de los
ingresos en dólares que obtenían con ello, o que en una gran parte de casos ni
siquiera consultasen a la madre. Como quiera que las partes de los fetos
obtenidas más tardíamente son más valiosas, Planned Parenthood se muestra
especialmente proclive a los abortos más tardíos.
Nada extraño si se tiene en cuenta que la mitad de los congresistas del Partido
Demócrata cobra sobresueldos de Planned Parenthood y que el propio Obama
recibió de ella casi 2 millones de dólares para su campaña a la presidencia. En el
ciclo electoral de 2014, Planned Parenthood gastó 6,5 millones dólares en los
candidatos demócratas. Por supuesto, la administración Obama no se limitó a la
defensa de la empresa abortista en Estados Unidos, sino que ha promovido la
adopción del aborto como derecho en un sinfín de países, sobre todo de
Iberoamérica. Su mejor embajadora ha sido Hillary Clinton. No es casualidad
que la hija mayor de Cecile Richards, presidente de la multinacional abortista,
haya trabajado para ella.
Durante la campaña de 2020, Planned Parenthood, junto a otras iniciativas
como Black Lives Matters, formó uno de los principales apoyos de las
candidaturas demócratas. Para que nos hagamos una idea de la magnitud de la
oposición al expresidente de Estados Unidos Donald Trump, entre las empresas
que colaboran con Planned Parenthood podemos citar nada menos que a
American Express, Bank of America, Boeing, Nike, Deutsche Bank, Microsoft,
Starbucks, Avon, Pepsico, Nestlé y, por supuesto, la Fundación Bill y Melinda
Gates, la Fundación Buffett, la Fundación Ford y la Fundación Turner.
Bill, el hijo de aquel Gates directivo de Planned Parenthood, recoge hoy la
herencia paterna, extendiendo por el mundo los llamados «derechos
reproductivos» por los cinco continentes: el aborto.
Además de su apoyo activo al FMI y al Banco Mundial, quien financia una
amplia gama de actividades de este tipo, Bill Gates hace ya muchos años que se
ha lanzado a una campaña de vacunación por todo el mundo. Una campaña que,
a la luz de lo sucedido durante la llamada «pandemia», ha terminado por resultar
polémica. Es cierto que se han producido acusaciones contra Gates que son
manifiestamente falsas; se han colado exageraciones y se han inventado datos y
declaraciones que no pueden darse por buenos. En último término, es difícil
determinar a quién puede aprovechar este tipo de cosas, pero, en todo caso, debe
manifestarse su naturaleza espuria.
Otras acusaciones presentan mayores visos de verosimilitud, como lo
sucedido en Kenia en 2014, cuando los obispos de ese país encargaron estudios
sobre las vacunas contra el tétanos que, según ellos, probaban una intención de
esterilizar a las jóvenes inoculadas. Las acusaciones acerca de que la Fundación
Bill y Melinda Gates han promovido la experimentación de vacunas en
poblaciones marginales se han acumulado en los últimos años. Algo que ha
propiciado sospechas del peor jaez, y que han alcanzado los cuatro puntos
cardinales del planeta.27
Pero, sin duda, la labor más interesante de Bill Gates a los efectos que nos
ocupa es la que ha venido desarrollando en torno a la OMS, verdadera
protagonista de los últimos años en el mundo. La OMS está compuesta por la
casi totalidad de los miembros de la ONU, que forman la Asamblea Mundial de
la Salud. Con el paso de los años, sus recomendaciones han terminado por ser
casi de obligado cumplimiento por todos los estados miembros, que es como
decir todos los del mundo.
La idea originaria de combatir de modo colectivo unas enfermedades que no
conocen fronteras parece razonable. Para ello, la OMS se financia a partir de las
cuotas que cada estado miembro abona, lo que se hace en función de su nivel de
riqueza y población. Pero la aportación estatal obligatoria es, hoy, menos de un
25% del total de la financiación de la organización. Los otros tres cuartos salen
de las donaciones voluntarias, la mayor parte de las cuales procede de manos
privadas. Décadas atrás, esta ayuda representaba un aporte valioso para la OMS,
pero hoy día se ha convertido en un condicionamiento de su actividad. Hasta el
punto de que, en palabras de uno de sus principales exdirigentes, «la OMS ha
sufrido un proceso de privatización y ahora trabaja en favor de intereses
privados».28
¿Cuáles son esos intereses privados?
Aunque no faltan agentes particulares en la financiación del organismo
mundial —como el caso de Ikea—, muchas de las aportaciones dependen de la
industria farmacéutica, que alcanzan los 90 millones de euros. Pero, con
diferencia, la contribución más cuantiosa procede de Bill Gates, quien puede
donar hasta 190 millones de dólares al año, lo que viene a ser unas cien veces la
cuota española. Tras la retirada de Donald Trump de la OMS, cuya derrama era
la principal entre las estatales, Bill Gates se ha erigido en el árbitro de la
organización. Con su 10% sobre el total del presupuesto, él es quien determina el
trabajo de la OMS. Además, desde su posición ha trabajado para que otros
magnates sumen sus fortunas a la entidad internacional.
No sin motivos, Donald Trump acusó a la OMS de oficiar de correa de
transmisión de los intereses chinos. El director de la misma, el eritreo Tedros
Adhanom Ghebreyesus, es un hombre muy cercano tanto a la Fundación Bill y
Melinda Gates, como al Instituto Aspen, que a su vez está relacionado con el
matrimonio Gates. La proximidad de Tedros a los chinos se ha visto refrendada
por el declarado apoyo de Bill Gates a Beijing, cuya política ha contrapuesto
ejemplarmente a la de su propio país.
La connivencia de Gates con el Partido Comunista Chino viene de lejos. Ya
no se trata de lo inquietante que pueda resultar la emulación de China en la lucha
contra la pandemia, sobre todo si tenemos en cuenta las medidas dictatoriales del
régimen más brutal e inhumano que ha conocido la humanidad, sino que Gates
lleva expresando su admiración por los procedimientos de Beijing desde hace
mucho tiempo.29 Su colaboración en proyectos de gran calado no es ningún
secreto, proyectos que refuerzan la capacidad y el poder de China en el mundo;
y, no lo olvidemos, en obvio detrimento de su propio país, pues los chinos son el
máximo rival de Estados Unidos.30 De modo que cuando el estallido de la
pandemia en China llevó a Gates a efectuar abundantes donaciones al gigante
asiático, resultó más que natural la publicitación urbi et orbi de su ayuda por
parte de Xi Jinping.31
No puede hacerse abstracción de que aquel a quien tan generosamente apoya
el señor Gates, el Partido Comunista Chino, constituye la máquina de asesinar
más terrible de la historia de la humanidad, con decenas de millones de crímenes
sobre sus espaldas. En la China actual se admite que solo el episodio conocido
como «el Gran Salto Adelante», costó 38 millones de vidas. El Gran Salto
Adelante, a fines de los años cincuenta del pasado siglo, en modo alguno
constituye un episodio aislado; con anterioridad y con posterioridad, el régimen
comunista asesinó por millones a sus adversarios o a quienes pudieran ser
considerados como tales. Hoy, sigue perpetrando atroces crímenes, y ha sido
denunciado por cuestiones tales como la extracción y venta de órganos de seres
humanos, acusaciones de la máxima seriedad y respaldadas por argumentos
consistentes.32
Sin embargo, Occidente —inflexible y doctrinario tantas veces con otros
regímenes o países— resulta enormemente condescendiente con Beijing, y se
niega a imponerle sanción alguna pese a las atrocidades que le consta están
cometiendo las autoridades comunistas contra miembros de grupos disidentes
(una disidencia, las más de las veces, que ni siquiera es política).33
Increíblemente, en España, el Partido Popular tiene una relación especial de
colaboración con el Partido Comunista Chino34 con el que se ha comprometido a
no entrometerse en sus asuntos.35
Aunque lamentablemente nos hemos familiarizado con la situación en ese
país, es realmente pasmoso que alguien en el mundo pueda ponerle como
ejemplo de nada que no sea de inhumanidad y genocidio. Más adelante veremos
cómo las élites mundiales tienen, en efecto, a China como modelo. Modelo,
sobre todo, en lo que hace al control social, a la desaparición de facto de la
libertad personal y a la capacidad coercitiva del gobierno sobre las personas.
Podría parecer extraño que alguien como Bill Gates pusiera de ejemplo a China,
pero debemos tener en cuenta que estamos ante un malthusiano cuyo objetivo es
el de reducir la población a cualquier coste, y es por tanto lógico que el aborto
obligatorio chino le parezca de perlas. O que incluso lo justifique porque así se
emite menos CO2 a la atmósfera, como en ocasiones ha hecho Beijing.
La idea malthusiana, desacreditada desde hace mucho tiempo, ha sido
resucitada por la élite globalitaria por razones prácticas. Es seguro que sus
acólitos tienen perfecta conciencia de que carece de toda base la afirmación de
que la población crece en progresión geométrica y los recursos en progresión
aritmética, tal y como afirmaba Thomas Malthus a comienzos del siglo XIX. Esto
es hoy insostenible, y, de hecho, los recursos son en nuestros días más
abundantes que nunca en la historia; pero ellos, la oligarquía globalitaria,
perciben el peligro del aumento de población no en relación con los recursos,
sino con el mantenimiento de un statu quo del que son beneficiarios.

El informe Kissinger

El neomalthusianismo saltó de nuevo a la palestra en los años setenta del pasado


siglo. No fue algo casual. Desde fines de los años cincuenta, y más
acentuadamente desde la primera mitad de los sesenta, las colonias europeas
fueron emancipándose de sus metrópolis, sobre todo de Londres y de París. El
anticolonialismo era una consecuencia del resultado de la Segunda Guerra
Mundial; tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética tenían un interés
especial en potenciarlo, conscientes de que la hora de Europa había pasado y de
que ellos eran los herederos.
Pero la descolonización no resultó exactamente como sus apóstoles negros y,
sobre todo, blancos, habían previsto. La falta de preparación de los pueblos que
ahora accedían a la independencia era escalofriante, sobre todo en África.
Privados de la dirección de los experimentados administrativos que hasta
entonces dirigían el país (por más que su prioridad fuese la metrópoli) y que
tenían a su cargo a los elementos indígenas, el resultado —tras la explosión de la
colorista alegría inicial— fue el caos en tres de cada cuatro casos. Hasta ese
momento, solo la administración occidental les había procurado una cierta
unidad de la que obtener una modesta prosperidad; desaparecida aquella, el
menguado bienestar desapareció. Lo que estaba por venir se asemejaba a una
pesadilla.
Y una de aquellas consecuencias fue la explosión demográfica. La población,
hasta entonces contenida, se multiplicó con sorprendente facilidad, y en pocos
años comenzó a ser percibida como una amenaza. Mientras en el mundo
occidental el progreso material, el aumento del nivel de vida, los anticonceptivos
y, en general, la revolución sexual y el aborto se imponían, en lo que ya se
denominaba el Tercer Mundo el crecimiento demográfico resultaba incontenible.
África, dos tercios de cuyo mapa estaba en blanco para los padres de los
políticos e intelectuales que pilotaban la descolonización, saltaba a los titulares
de la prensa internacional con persistencia amenazadora.
El crecimiento demográfico africano y asiático encendió las alarmas en el
mundo occidental. Algunos de los países europeos, dolidos y humillados por la
pérdida de sus antiguos territorios, apenas mantuvieron una presencia
neocolonial —velando por sus propios intereses, en ocasiones incluso con las
armas; el mejor ejemplo es el de Francia en el África central y occidental—, pero
desentendiéndose del destino de las poblaciones. Los Estados Unidos, empero,
comprendieron que se había convertido en un desafío al que más valía enfrentar
con prontitud. A fin de cuentas, ellos habían propiciado la descolonización, un
proceso para el que contaban con la capacidad de los afroasiáticos para
gobernarse a sí mismos. Pero la historia y la realidad habían mostrado que, en
términos generales, tal esperanza ha quedado muy lejos de cumplirse.
Cuando, transcurrida la primera década tras la independencia, en Washington
se apercibieron de las consecuencias del fenómeno que ellos mismos habían
impulsado, se apresuraron a ponerle remedio. Para comienzos de los setenta,
algo parecido al pánico se apoderó de la clase dirigente estadounidense —como
hemos visto, agrupada en torno al CFR— y determinaron ponerle coto a la
mayor brevedad.
En 1974, Henry Kissinger —secretario de Estado del gobierno Nixon—
diseñó en un informe las líneas maestras de las políticas mundiales de
Washington para las siguientes décadas. En ese informe, el secretario de Estado
norteamericano llamaba la atención sobre el crecimiento de la población en el
Tercer Mundo y sus adversas consecuencias para los intereses de los Estados
Unidos. Sobre todo en lo que hacía al acceso a las fuentes de materias primas,
imprescindibles para el funcionamiento de su voraz economía.
Consciente de que la situación de desequilibrio entre el norte y el sur era lo
que permitía la hegemonía estadounidense, Kissinger propuso promover la
anticoncepción y la esterilización. El éxito, amparado en la corriente cultural de
su tiempo (a la que Washington había contribuido más de lo que cualquier
representante de la contracultura de los sesenta hubiera estado dispuesto a
admitir), fue fulgurante. De acuerdo a Kissinger, los Estados Unidos debían
imponer un modelo cultural desde la escuela y una visión de la familia contraria
a la natural. Era esencial favorecer las condiciones para la incorporación de la
mujer al mercado laboral, propiciando matrimonios más tardíos. Además, se
extendería el aborto como solución al embarazo no deseado, inconveniencia
mucho más probable tras la inserción de la mujer en el mundo laboral. En el
informe Kissinger, se explicita que «ningún país ha reducido su población sin el
recurso al aborto». Los niveles educativos de las mujeres y los niños deberían ser
deliberadamente bajos, mientras a los hombres de los países pobres, como en la
India, se les remunerarían las operaciones de vasectomía. El informe remarcaba
la necesidad de convencer a las poblaciones de que era su interés personal tener
el menor número de hijos posible, para lo cual había que cambiar los hábitos
sociales.36
Desde esa misma época, las grandes fundaciones como Rockefeller y Ford,
así como el CFR, impulsaron dicho programa hasta que este fue adoptado por la
ONU en la III Conferencia Mundial de Población de Bucarest, que tuvo lugar en
1974, y en el que se asumieron las posiciones de la planificación familiar y las
políticas anticonceptivas, envueltas en un lenguaje progresista que trataba de
ocultar su función en pro de los intereses del gran capital.
Rockefeller ya había conseguido en 1967 una declaración de líderes
mundiales con el apoyo de treinta jefes de Estado, incluido el presidente de
Estados Unidos, en la que se manifestaban a favor del control de población. El
documento es un manifiesto en el que se propone la planificación familiar como
solución al crecimiento descontrolado de la población mundial. Eran los años en
que Paul Ehrlich comenzaba a elaborar sus tesis sobre lo que llamó la «bomba
demográfica», un vaticinio sobre el crecimiento de la población que gozó —y
aún goza— de un inexplicable prestigio: ninguna de las predicciones de Ehrlich
se ha cumplido jamás.
El desacreditado neomalthusianismo, largamente desmentido, lo
transformaron en la idea de que un alto crecimiento demográfico perjudicaba el
crecimiento económico de los pueblos, además de ser causa de daños
ambientales e inestabilidad política. Al tiempo que se desplegaban los
movimientos de izquierda sesentayochistas, antinatalistas y en favor del aborto,
abría Planned Parenthood su primera gran clínica abortista en Nueva York con el
apoyo financiero de la Fundación Rockefeller. En China y en la India se
implementaron programas de control demográfico de desigual eficacia, pero en
el primero se calcula que ha evitado el nacimiento de cuatrocientos millones de
personas.
Fue en la IV Conferencia Mundial de Población de 1994, celebrada en El
Cairo, donde se acordó la modificación del lenguaje y de los conceptos que
habían de impulsar estas políticas, y se empezó a hablar de «salud reproductiva»
y de «igualdad y derecho a decidir». La Federación Internacional de
Planificación Familiar propuso, literalmente, «la eliminación de barreras a la
educación sexual tales como el consentimiento paternal».37 Y la red europea de
la Federación Internacional de Planificación de la Familia se ha convertido en un
poderoso grupo de influencia y decisión en el Parlamento Europeo, que
recientemente ha anunciado la promoción del aborto y la anticoncepción para
combatir el cambio climático y favorecer la inmigración.
No cabe exagerar la influencia del informe Kissinger, pues no solo ha sido la
piedra angular de la política de Washington desde entonces, sino que su visión
del mundo se ha hecho extensiva a todo Occidente. A partir de ese momento, el
globalismo tiene como primer principio el del control de la población; se debe
favorecer todo aquello que limite la población, se deben favorecer todos aquellos
hábitos que promuevan la esterilidad. Quizá así se entiendan mejor muchas de
las cosas que están sucediendo en nuestras sociedades occidentales.

El Foro de Davos y la Agenda 2030

A lo largo del tiempo, las instancias globalistas han ido siendo desplazadas, una
tras otra, por el surgimiento de nuevas organizaciones, más eficientes. En la
tercera década del siglo XXI, el Foro de Davos —las reuniones del Foro
Económico Mundial— encabeza la lista de las organizaciones globalistas; sus
orientaciones, en este momento, son determinantes para el mundo entero.
Del Foro de Davos ha salido la Agenda 2030, un diseño del mundo en origen
pensado para esa fecha, pero que los acontecimientos más recientes están
permitiendo adelantar. La publicitación de dicha Agenda —y el salto de las
reuniones del Foro Económico Mundial a los titulares de prensa— está abriendo
los ojos a muchas personas que hasta ahora archivaban las informaciones de este
tipo en el cajón de la conspiranoia.
En el mes de enero de 2021 volvieron a reunirse los representantes de la élite
mundial. Unas reuniones convocadas, al menos formalmente, por Klaus Schwab,
fundador del Fondo Económico Mundial. Tras la de este año, se ha anunciado en
la web de la organización que los planes previstos para la Agenda 2030 se
acelerarán, ya que la situación de pandemia mundial así lo permite. Se dice
textualmente: «Un aspecto positivo de la pandemia es que nos ha enseñado que
podemos introducir cambios radicales en nuestro estilo de vida con gran rapidez.
Los ciudadanos han demostrado con creces que están dispuestos a hacer
sacrificios por el bien de la atención sanitaria y otros trabajadores esenciales y
grupos de población vulnerables, como los ancianos. Es evidente que existe una
voluntad de construir una sociedad mejor y debemos aprovecharla para
garantizar el Gran Reinicio que necesitamos con tanta urgencia». Según Schwab,
la urgencia, además de la pandemia, procede de la emergencia climática.38 Pedro
Sánchez incidió en sede parlamentaria en el mismo punto, cuando dijo que la
situación generada por la crisis sanitaria suponía una oportunidad para acelerar
cambios que ya estaban en marcha.39
Hasta hace poco tiempo, ni los gobiernos, ni los estados, ni los organismos
internacionales, ni los poderes privados se atrevían a plantear un programa que
supusiese la intromisión en la vida privada de las personas. Pero esto ha
cambiado en las últimas décadas, y el proceso —en efecto— se está acelerando:
en Davos, acordes a los objetivos de la Agenda 2030, ya nos dicen cómo
viajaremos y qué comeremos en los próximos años.
En primer lugar, deberemos olvidarnos de viajar en avión. Para un europeo
medio, eso formará parte del pasado; solo si pertenece a la élite o bien si es un
alto ejecutivo y se lo paga su empresa, pisará un aeropuerto. Como ha dicho
Davos, «a partir de 2021, la forma de viajar de las clases medias debe cambiar
rotundamente». En lugar del viajar por el aire, lo hará por ferrocarril; según Bill
Gates: «Los viajes en avión se van a reducir a más de la mitad en estos próximos
años. Los aviones contaminan mucho». Las clases medias volverán al coche-
cama, ya que, en palabras del Foro del señor Schwab, «es maravilloso hacer
viajes en trenes nocturnos». El propio Schwab ha anunciado que jamás
recobraremos el mundo anterior al covid-19.40
La contaminación será la excusa que permita que solo los millonarios puedan
tomar un avión con asiduidad. También los ejecutivos y profesionales de las
grandes empresas. La población, convenientemente adoctrinada durante décadas,
se ha acostumbrado a profesar con unción religiosa el dogma del cambio
climático. Así que los vuelos serán, cada vez más, cosa del pasado para la
mayoría de nosotros.
Para Davos y la Agenda 2030, el modelo es China: serán las grandes
multinacionales y las multimillonarias fundaciones las que determinen las
políticas mundiales, a las que los estados pasarán a servir como brazo ejecutor.
Las tecnológicas impondrán sus condiciones, controlando de este modo la
libertad de expresión, para prestar un servicio del que ya nadie podrá prescindir.
Las elecciones se seguirán celebrando, pero nada se decidirá en ellas; serán los
conocidos filántropos y los ejecutivos de las redes sociales los que tomen las
decisiones por nosotros. Y lo harán siempre por nuestro bien.
Antes de la pandemia, más de mil cien millones de personas volaban
anualmente en la Unión Europea, mientras las rutas comerciales crecían sin
cesar, un fenómeno que venía sucediendo desde 1990. Pero, en los últimos años,
en muchos países de Europa —sobre todo de la Europa septentrional— se venía
desarrollando un movimiento conocido como «La vergüenza de volar». Se trata
de una iniciativa llamada «Stay on the ground» («quédate en tierra») desplegada
por las organizaciones ecologistas para frenar el uso del transporte aéreo bajo el
pretexto de que contamina de forma desproporcionada. Lo que, dicho sea de
paso, no es verdad. Pero el caso es que, en esos meses inmediatamente anteriores
a la pandemia, el tráfico aéreo descendió en Suecia hasta un 5%. Hoy, el
movimiento se extiende igualmente por Alemania, Holanda y Finlandia.
Una parte de su reivindicación puede ser razonable: la de potenciar los viajes
por tren de media distancia frente a la oferta en avión. El problema es que las
organizaciones ecologistas están tratando de imponerlo por las buenas o por las
malas. Así, Ecologistas en Acción ha manifestado que el puente aéreo entre
Madrid y Barcelona debería prohibirse porque, asegura, «es una locura
climática». Desde esta asociación se quejan de que «volar es muchas veces la
forma más barata de viajar. A veces ridículamente barata. Eso hace que
aparezcan nuevas compañías low cost cada año. Y que el resto entren en la
guerra de precios. Además, hay relación directa entre el aumento de operaciones
de aviación y las ventajas fiscales. Pero esto es debido a que no pagan impuestos
de queroseno. Tampoco pagan IVA…».
De hecho, el manifiesto «Me quedo en tierra» apunta hacia el apocalipticismo
climático, declarando que «cada día nos precipitamos un poco más hacia un
punto de no retorno. La especie humana ha sido capaz de salvar a sus bancos,
pero no a su biotipo».41
Desde posiciones más moderadas, se aconseja que los gobiernos se hagan
cargo del importe del billete de tren que excede el precio de la tarifa de avión
más barata, para disuadir a los consumidores de utilizar el transporte aéreo. En
los Parlamentos de Francia y Holanda se ha debatido la posibilidad de prohibir
los vuelos cuyas distancias se puedan cubrir en menos de dos horas y media por
tren, y en el primero se ha aprobado finalmente que los vuelos que se puedan
cubrir en menos de dos horas y media por tren se eliminen.
El radicalismo ecologista, dispuesto a todo con tal de imponer sus objetivos,
admite que «nadie concibe recorrer 12.000 kilómetros en coche para veranear
una semana», por lo que la consecuencia inevitable es que, según recoge el
propio manifiesto «Me quedo en tierra», «trasladarse en unas horas a varios
millares de kilómetros es un sueño que pertenece al pasado». Así que debemos
olvidarnos, salvo que se sea una persona muy adinerada, de los vuelos de larga
distancia para toda la vida.
En España, entretanto, el gobierno de Pedro Sánchez reparte con generosidad
subvenciones al ferrocarril42 mientras anuncia peajes al tráfico por autovías y
subidas de impuestos a los vehículos individuales y a la aviación civil.43 El caso
español muestra hasta qué extremo de sonrojo los gobiernos occidentales
ejecutan las políticas globalitarias.44
También se nos anuncia que dejaremos de comer carne en 2030, y por las
mismas razones ambientales. El precio de la que se produzca será prohibitivo
para la población general, y solo los muy ricos podrán consumirla. La
generación de un ambiente favorable al animalismo y la extensión del
veganismo han ido preparando el terreno durante años. Llegados a este punto, no
está previsto que la elección sea, exactamente, libre.45 El proceso ya ha
comenzado; se anuncia un incremento muy serio de los precios de los alimentos
en los mercados internacionales, que ya se está produciendo, y que se trasladará
al consumidor a lo largo de 2022 pero que ya se empezará a notar a fines del
actual año en curso.46
Gates, por su parte, no se ha cansado de repetir lo necesario que es disminuir
el consumo de carne y cómo, si la población no lo lleva a cabo de grado, habrá
que imponerlo por fuerza. «Hay que redirigir a la población a un consumo de
carne artificial», que será comercializada como «carne ética» y «dieta
sostenible». Gates es el mayor terrateniente de Estados Unidos y ha invertido
fuertes cantidades en Hampton Creek Foods, Memphis Meats, Impossible Foods
y Beyond Meat; sus empresas se están disparando en bolsa. Y además es
propietario de un fondo de inversión, Breakthrough Energy Ventures, que
promueve las energías limpias y verdes y que, por descontado, batalla sin
descanso contra el cambio climático.47
La campaña contra el vehículo privado hace mucho que comenzó. La excusa
es, claro, el cambio climático y la contaminación. Las ciudades se están
convirtiendo cada vez más en cotos cerrados, de las que es tan difícil salir como
entrar; en Londres se cobra una tasa disuasoria por acceder a la ciudad que, en
efecto, cumple su función con eficacia por debajo de determinadas rentas: el
centro de las ciudades es, cada vez más, un espacio privado de las clases
pudientes. Se ha generalizado el pago por aparcar, pese a que esto no ha
mejorado en ningún sentido el tráfico ni de las grandes ni de las ciudades
medianas o pequeñas. Las alertas por contaminación —que no se deben en
absoluto a la acción del vehículo privado, sino básicamente a las calefacciones—
y que se producen significativamente en invierno en los lugares que, como
Madrid, reciben poca lluvia, son otro impedimento importante para la entrada en
la ciudad. Se reservan espacios sin coches, en ocasiones grandes extensiones del
centro de las ciudades, y se promueve una movilidad de bajo nivel a partir de
bicicletas municipales y patinetes que ralentizan la velocidad media de
desplazamiento. Las multas a los automovilistas ascienden continuamente, el
control mediante radar se vuelve asfixiante y se disminuye la velocidad
permitida en carreteras y ciudades. Se anuncian peajes para autopistas y autovías
que encarecerán los desplazamientos personales y de mercancías, por lo que
estas se derivarán al ferrocarril. Están previstos más impuestos para el diesel,
mientras que una parte sustancial —hasta una tercera parte— de la ayuda
europea para la recuperación del covid estará destinada a políticas verdes entre
las que se encuentra el coche eléctrico.48
El objetivo no es fomentar el transporte público, sino obligar a su uso. El
horizonte del que nos advierten incluye la renuncia al vehículo privado para la
inmensa mayoría, que se verá obligada a compartir coche (algo que no es
novedad para mucha gente ya hoy, pero que aún presenta un carácter voluntario).
Sencillamente, la idea de poseer un coche propio irá desvaneciéndose, y será
considerada de forma creciente como un acto de insolidaridad hacia los demás.49
Tener la posibilidad de tomar uno aunque sea compartido, será visto como un
lujo del que sentirse agradecido.
Esa es una de las claves: lo que para nuestros padres, en muchos casos
nuestros abuelos y, desde luego, para todos los nacidos desde los cincuenta en
adelante, era normal y habitual, pasará a convertirse en un lujo. Desde los viajes
en avión hasta la utilización del coche; desde el consumo de carne hasta poseer
una casa y vivir en familia. ¿Exagerado?
En lo que el Foro Económico Mundial ha denominado como el Gran Reinicio
(Big Reseat), la élite no esconde sus objetivos. Las declaraciones de los
principales dirigentes a nivel nacional y a nivel mundial dejan poco lugar a la
duda. Bill Gates, Lagarde, Soros o Tedros Adhanom, como en nuestro país
Sánchez o Iglesias, han revelado, en ocasiones involuntariamente, el propósito
de todo el proceso que estamos viviendo, en el que la pandemia juega un papel
principal.
En diciembre de 2020, Klaus Schwab, el fundador del Foro Económico
Mundial, recomendó al gobierno británico —en el nombre, naturalmente, de la
salud— encerrar en prisión a aquellos que se empeñasen en celebrar la Navidad.
El control de la población, gracias a la pandemia, es ahora mucho más fácil que
hace apenas unos meses: en España, la población se encuentra monitorizada, a
través del teléfono móvil, con lo que su localización es automática. Una
monitorización, casualidades de la vida, que se aprobó apenas tres meses antes
que estallase la crisis del coronavirus.50
El control de la población es un requisito para ese Gran Reinicio y, al mismo
tiempo, un objetivo en sí mismo: la población es vista con desconfianza por la
élite, un elemento imprevisible que ha de dejar de serlo. Las formulaciones a
este respecto son inequívocas y tienen ya medio siglo, precediendo y
prefigurando el informe Kissinger: el notable miembro del CFR y consejero de
Seguridad Nacional Zbignew Bzerzinski escribía en 1971 cómo la tecnología
permitía un control exhaustivo de los ciudadanos, ya que «supone un control
social mayor en manos de élites que no están sujetas a las restricciones de los
valores tradicionales, por lo que pronto será posible asegurar la vigilancia casi
continua sobre cada ciudadano y mantener al día los archivos que contienen la
información más personal sobre el ciudadano, expedientes que estarán
disponibles con carácter inmediato para las autoridades».51 Bzerzinski falleció
en 2017 con sus vaticinios prontos a cumplirse: en efecto, el control actual era
solo un sueño (o una pesadilla) en los años setenta. Y, como Bzerzinski supo
ver, ha sido la tecnología lo que está permitiendo ese control. Una tecnología
que, para mayor ironía, en buena parte sufragamos de nuestros propios bolsillos.
Ese Gran Reinicio (o Gran Reajuste) ha sido proclamado a los cuatro vientos;
y, sin embargo, en nuestro país ha habido gente que no lo ha creído hasta que no
se hizo público el acto de «España 2050»52 presentando por Sánchez en mayo de
2021, en el que se anunciaron los objetivos de la política para las próximas
décadas. De hecho, las autoridades españolas exhiben la insignia de la Agenda
2030 sobre las solapas de sus trajes desde hace muchas fechas sin que ni la
población ni los medios hayan inquirido al respecto.
Los objetivos de la Agenda 2030 son claros, pero no parecen haber encendido
excesivas alarmas, salvo en algunos sectores. Y, sin embargo, en su
presentación, proclama sin ambages su propósito de terminar con la propiedad:
«No poseerás nada, pero serás feliz».53 El conocimiento de los fines de la
Agenda explica muchas de las cosas que están sucediendo en el mundo y, más
concretamente, en España.
Cabe recordar, y son ya muchas casualidades, que el PSOE propuso el 24 de
abril de 2020 la supresión del dinero en efectivo mediante una PNL en el
Congreso de los Diputados en la que se pedía «la eliminación gradual del pago
en efectivo, con el horizonte de la desaparición definitiva».54 El estupor en las
filas del resto de los grupos políticos hizo recular al partido del gobierno, que se
vio obligado a precisar que lo que planteaba no eran «reformas a corto plazo
para acabar con el dinero en efectivo», sino abrir un debate sobre el uso del
dinero en efectivo.
Pero el PSOE —una verdadera sucursal del globalismo en España— no ceja
en su empeño. Pues en lugar de disuadirle, el fracaso no le ha hecho sino
modificar su táctica: con la excusa de terminar con el fraude fiscal, plantea
reducir los pagos en metálico hasta los 1.000 euros. Cuando la medida entró en
vigor, en julio de 2021, el comercio puso el grito en el cielo; lo que le faltaba a
una economía española que salía de la pandemia ciertamente maltrecha eran ese
tipo de medidas. La limitación del pago en metálico desincentivaba el consumo
justo en vísperas de la campaña de verano, sobre todo de cara a los turistas.
Desde hace dos décadas, se está intentando atraer a clientes con alto poder
adquisitivo, que prefieren acudir a las grandes ciudades europeas para comprar;
no digamos tras la llegada en masa del turismo chino a Europa. España, uno de
los principales destinos turísticos del mundo, no aparece, sin embargo, entre los
veinte primeros países del turismo de compras, lo que hizo que en 2015, el Plan
de Turismo de Compras se planteara su atracción. La medida sobre el control del
gasto en metálico, que ha provocado la protesta del sector en su conjunto, solo
beneficia a los bancos, que se lucran de cada transacción.55
Incluso el Banco Central Europeo había reconvenido al gobierno,
considerando la propuesta «desproporcionada, a la luz del impacto
potencialmente adverso que originaría en el sistema de pagos». Mario Draghi,
expresidente del BCE ha explicado que «el efectivo es apreciado como un
instrumento de pago porque es aceptado por todos, de forma rápida y facilitando
el control sobre el gasto del pagador. Además, es el único medio de pago que
permite a los ciudadanos transacciones líquidas e instantáneas sin tener que
pagar tarifas por el uso de este medio de pago».56
Por su parte, la Comisión Europea declaró en 2010 que el efectivo es
imprescindible para las transacciones minoristas. Y esa es quizá la clave. Las
grandes instituciones de la Unión tienen miedo. En 2016 se efectuó un
experimento semejante en la India y el resultado fue un caos financiero al que
costó poner fin. La explicación oficial fue que había que aflorar la economía
sumergida y combatir la falsificación de moneda que ayudaba a la financiación
del terrorismo; además, se trataba de ayudar a los pobres mediante su inclusión
en el sistema financiero.
Quizá no sea causal que en ese momento existiera una estrecha cooperación
entre el Banco Central Indio y la Fundación Gates. El economista alemán
Norbert Haring ha declarado públicamente que es cierta la intención de
digitalizar el dinero por parte de Visa, Mastercad y el Fondo Monetario
Internacional. El proyecto es iniciativa de Bill Gates, que ha puesto en marcha
una alianza denominada «Better than Cash» («Mejor que el efectivo») junto con
Citibank, quienes han declarado que el propósito es el de «reducir la pobreza e
impulsar el crecimiento inclusivo».57 A la de Gates se han sumado un sinfín de
entidades de dimensión mundial.
Es evidente —y todo ello está muy reciente— que se ha aprovechado la
situación generada por el covid-19 para impulsar estos proyectos. Los bancos de
todo el mundo han realizado campañas para que los clientes usen internet,
paguen con el móvil o con tarjeta. En España, el gobierno incluso ha esgrimido
el falso argumento del contagio a través del dinero para promover su abandono,
mientras las entidades bancarias elevaban el importe de las compras para exigir
la introducción del pin en una transacción.
Hace casi una década que las grandes compañías como Visa o Mastercard
están tratando de que abandonemos el dinero y paguemos con tarjeta. En las
campañas para promover el uso exclusivo de tarjetas no han ahorrado ningún
argumento, por truculento que fuese. El preferido ha sido siempre el del contagio
de enfermedades, sobre todo la gripe. La estrategia ha abarcado la mayor parte
de los países occidentales, con diferentes grados de terror social.58
Lo que es indiscutible es que asistimos a un proceso general de digitalización
de la economía. Aunque la población no ha sido advertida, no estamos lejos de
eliminar el dinero en efectivo. En este momento, el desarrollo de las monedas
digitales emitidas por los bancos centrales está bastante avanzado. Obviamente,
hay sectores de la población que quedarían al margen de dicha digitalización,
por razones de edad, de formación, de estatus socioeconómico o por ubicación
geográfica.
Pero el verdadero problema procede de la capacidad de control sobre la
población que otorgaría a los gobiernos y a los emisores de la moneda digital.
Algo que ya está en marcha en China a través de las aplicaciones WeChat y
AliPay, utilizadas para pagar y para relacionarse, esenciales para los programas
de monitorización de la población del gobierno chino.
Como ha quedado dicho, la Agenda 2030 es un programa de ingeniería social
que pretende reconfigurar el mundo tal y como lo hemos conocido hasta ahora,
con el control demográfico como aspecto clave. Dicho control incluye otros
aspectos, como son los relativos a la salud y a los «derechos» sexuales. El Fondo
de Población de Naciones Unidas asegura que «las cuestiones relativas a la salud
y los derechos sexuales y reproductivos no pueden separarse de las relativas a la
igualdad de género. Y, por efecto acumulativo, la negación de estos derechos
agrava la pobreza y la desigualdad basada en el género».59
El diseño de la Agenda 2030, lógicamente pensado para que la población lo
asuma, trata de ocultar la naturaleza elitista del proyecto. Entretanto, en los
últimos años hemos asistido a un menoscabo de la idea de igualdad ante la ley,
sobre todo a partir de las políticas irónicamente llamadas de «igualdad». A
través de una tergiversación del concepto que ha consistido en considerar la
igualdad como finalidad en lugar de como condición, se ha asentado la idea de
que los colectivos victimizados (mujeres, homosexuales, trans, inmigrantes,
republicanos…) han de gozar de mejor derecho que el ciudadano medio, al
instrumentalizarse como una herramienta para la obtención de una finalidad
ideológica.
Además, hemos aceptado sin apenas aspavientos que los grupos sociales más
poderosos estén exentos de las obligaciones que ellos mismos imponen a otros.
Así, hemos visto cómo, en las ruedas de prensa, los políticos se han eximido a sí
mismos de ponerse la mascarilla con la que nos han embozado a los demás; y,
por seguir con la mascarilla, el mismo fenómeno ha tenido lugar con los
futbolistas profesionales, mientras los amateurs han sido obligados a jugar con
ella; o hemos tenido que soportar los interminables sermones y las
imprecaciones de los tertulianos habituales tronando contra la irresponsabilidad
de la población mientras ellos se sentaban a menos de un metro de sus
compañeros de mesa… por supuesto sin mascarilla alguna.
Esa idea de que los grupos sociales privilegiados quedan más allá de las
normas que estos imponen a los demás es persistente. Las formas de vida que
nos han diseñado son, en su vertiente más positiva, aplicables a ellos, y en la más
negativa, a nosotros.
Han trascendido, un tanto en voz baja, las actitudes de los grandes prebostes
de las big tech al respecto —¡precisamente!— de la tecnología. En el mundo del
subsuelo ciudadano hay tortas por tecnificar las aulas, los colegios, la enseñanza.
Los directores de enseñanzas medias se devanan los sesos tratando de ser
competitivos frente a otros centros que ofertan una panoplia tecnológica más
agresiva. Nada importan los contenidos, nada el conocimiento; lo esencial es que
sepan manejar la maquinaria tecnológica. Todo el contenido del mundo está a un
clic; si se sabe manejar, la sabiduría es cosa de nanosegundos. ¿Verdaderamente
es así? ¿Es la tecnología la clave de la sabiduría del futuro?
La actitud de los ceos de las big tech no deja lugar a la duda. Todos ellos
llevan a sus hijos a escuelas a la vieja usanza en Silicon Valley, con pizarras
sobre las que se escribe con tiza. Los hijos de Steve Jobs no utilizaban el iPad,
convencido de que era nocivo para su desarrollo cognitivo. Chris Anderson —
editor de Wired, la revista big tech por excelencia— asegura que trata de evitar
que sus hijos sean víctimas de adicciones tecnológicas como le ha pasado a él:
«Lo he visto en mi persona, no quiero que a mis hijos les pase lo mismo».
¿Qué es lo que Anderson no quiere que les pase a sus hijos? Pues
básicamente la adicción a los dispositivos electrónicos, a los teléfonos
inteligentes, a las tabletas, a los ordenadores y a la pornografía, consumida de
forma cada vez más precoz. Y lo mismo asegura Evan Williams, creador de
Twitter, quien ha optado por que sus hijos prescindan de las «ventajas»
tecnológicas y dediquen su tiempo a «los cientos de libros a los que pueden
acceder en casa».60
Los miembros de las élites tienen claro la diferencia entre lo que es adecuado
para ellos y para el resto del mundo. Y saben que entre ambos se abre un abismo.
Es algo semejante a lo que sucede con los traficantes de droga: jamás consumen
su propia mercancía. Su prosperidad como grupo (alguien estaría tentado de
escribir «como clase») depende de que logren disuadir a los demás de que
aquello que venden —y que se niegan a consumir— es bueno para ellos. En la
mayor parte de casos, lo consiguen.
La idea misma de la Agenda 2030 de limitar los vuelos domésticos o
nacionales tiene un cariz abiertamente elitista, como ha quedado expuesto
abundantemente. En ese sector, justamente, no se han ahorrado gestos
ciertamente reveladores de lo que nos aguarda. En los momentos más duros del
confinamiento y las restricciones, las élites se autoexcluían de las normas
generales. Así, los viajeros de negocios de alto valor (o sea, ellos) estaban —y
siguen estando— exentos de la cuarentena en Inglaterra; a los que sumar actores,
periodistas y deportistas de élite. Y es que el mundo del futuro es suyo: usted
será privado de las cosas que venía considerando normales, o habituales,
convertidas ahora en un lujo. Mientras la casta mundialista recorre el mundo en
Business Class, duerme en hoteles de siete estrellas (existen) y disfrutan de otras
muchas ventajas que para qué detallar, usted cada vez podrá adquirir menos
bienes y servicios, y ambos de peor calidad.61
En España, nuestra casta se obsequiaba con la famosa cena del aniversario de
un periódico digital en la que se reunió a un grupo de comensales en número
muy superior al permitido para el común de los mortales y no se guardó la
mínima distancia de seguridad.62 El remate fueron las fotografías que se
publicaron en las que se veía a políticos del gobierno, Adriana Lastra y José Luis
Ábalos, fumando sin mascarilla y sin respetar la distancia de seguridad que ellos
imponen a los demás. Todo un ejemplo del desprecio que los grupos dominantes
sienten por su pueblo.63 Algo que no puede extrañar en exceso cuando echamos
la vista atrás y vemos cómo el presidente de gobierno hizo caso omiso de su
propia normativa, saltándose olímpicamente la cuarentena a la que estaba
obligado al detectarse cuatro positivos en su entorno: su mujer, su madre, su
suegro y la vicepresidente Calvo. En la misma situación se hallaba el
vicepresidente Iglesias, que también se negó a cumplir el preceptivo encierro de
dos semanas, pese a que Irene Montero era positivo y estaba sometida a la
cuarentena.64
Por supuesto, cualquier otro ciudadano habría sido duramente multado si
hubiese obrado del mismo modo. Pero la élite está al margen de la ley;
recordemos cómo la destrucción del concepto de igualdad ante la ley ya ha
desaparecido del horizonte de los españoles por mor de las políticas de género.

La oportunidad de la pandemia

Desde los años noventa, con la caída del muro de Berlín y el desmantelamiento
del bloque soviético, el globalismo vivía su edad de oro. Era el triunfo del
capitalismo y de la democracia liberal, anticipado por lo que algunos quisieron
interpretar como «el fin de la historia». No insistiremos en este punto por ser
sobradamente conocido.
Sin embargo, y pese al insospechado surgimiento del islam como factor
geoestratégico mundial, la carencia de un enemigo ideológico en su ámbito —el
comunismo, hasta entonces— precipitó a Occidente por la pendiente de la
indigencia moral, acercándolo peligrosamente a la senda de la autodestrucción
de la que hasta hoy no ha salido. Fenómenos como la inmigración masiva, la
ideología de género, el hundimiento demográfico y las políticas de libre mercado
mundial se vieron crecientemente contestados en todo el mundo occidental;
surgió una respuesta escasamente coordinada pero efectiva, casi instintiva, de
defensa de los perdedores de la globalización frente a unas élites de insaciable
voracidad.
El atrevimiento de la oligarquía había llegado al extremo de hacer pública su
preocupación por el alargamiento de la esperanza de vida de la gente. En abril de
2012, en la nota de prensa del capítulo 4 de su «Informe sobre la estabilidad
financiera global», el FMI hizo una «reflexión» pública acerca de los costos
financieros que suponía la «longevidad excesiva» de los ancianos:

Vivir hoy más años es un hecho muy positivo que ha mejorado el bienestar individual. Pero la
prolongación de la esperanza de vida acarrea costos financieros para los gobiernos, a través de los planes
de jubilación del personal y los sistemas de seguridad social, para las empresas con planes de
prestaciones jubilatorias definidas, para las compañías de seguros que venden rentas vitalicias y para los
particulares que carecen de prestaciones jubilatorias garantizadas.
Las implicaciones financieras de que la gente viva más de lo esperado (el llamado riesgo de
longevidad) son muy grandes. Si el promedio de vida aumentara para el año 2050 tres años más de lo
previsto hoy, los costes del envejecimiento —que ya son enormes— aumentarían un 50%.
El riesgo de longevidad es un tema que exige más atención ya, en vista de la magnitud de su impacto
financiero y de que las medidas eficaces de mitigación tardan años en dar fruto.
Para neutralizar los efectos financieros del riesgo de longevidad, es necesario combinar aumentos de
la edad de jubilación (obligatoria o voluntaria) y de las contribuciones a los planes de jubilación con
recortes de las prestaciones futuras.
Los gobiernos deben:
1. Reconocer que se encuentran expuestos al riesgo de longevidad.
2. Adoptar métodos para compartir mejor el riesgo con los organizadores de los planes de pensiones
del sector privado y los particulares.
3. Promover el crecimiento de mercados para la transferencia del riesgo de longevidad.
65
4. Divulgar mayor información sobre la longevidad y la preparación financiera para la jubilación.

Esta formulación, que en su día causó un notable escándalo por sus


implicaciones —sobre todo en la izquierda—, fue lanzada ocho años antes del
covid-19, en 2012. Es obvia la identificación ideológica que muestra con las
determinaciones de los globalitarios.
Por esas fechas comenzaron a proliferar fuerzas políticas «populistas»,
denominación acuñada con el propósito de etiquetarlas, primero, y
descalificarlas, después. Algunas procedían de la izquierda y otras de la derecha;
su vínculo era el rechazo de las políticas globalistas, aunque sus razones no
fueran las mismas.
En cierto modo, Grecia supuso el comienzo y el fin de la izquierda populista;
la verdad es que tal cosa —izquierda y populismo— es un oxímoron. El
populismo de la izquierda es solo estratégico, ya que su naturaleza le impide la
conversión; si esta se diera, dejaría de ser izquierdista. Véase Salvini.
Lo que le sucedió a Syriza es muy ilustrativo. Todos recordamos los días en
que Pablo Iglesias se afanaba en hacerse fotos abrazado con Alexis Tsipras y en
compartir mítines con él. Por entonces, la identificación era completa; y, a la
vista de lo que hoy sabemos, y de cómo han terminado ambos, quizá eso era más
cierto de lo que sospechábamos.
Por eso, nos basta con recordar lo que acaeció con el gobierno de Tsipras para
entender buena parte de lo que está pasando. Llegado al poder en loor de
multitud, justamente por oponerse a las políticas de la Troika europea, el
dirigente de Syriza ejecutó unas políticas de las que renegaba poco antes,
traicionando a toda su base social para convertirse en el chico de los recados de
Bruselas.
En apenas semanas, sus políticas nada tuvieron que envidiar a aquellas que
decía combatir cuando aspiraba a la presidencia. Incrementó el IVA en
alimentación, transporte público y electricidad, rebajó las pensiones de una
tacada un 18% —recortándolas hasta en doce ocasiones— y respaldó las
privatizaciones impuestas por Bruselas. Estas medidas no evitaron que el paro
superase el 24%, y eso que la precariedad laboral se convirtió en la norma en el
país heleno; herencia de Tsipras es la proliferación de empleos temporales que ni
siquiera alcanzan los 400 euros al mes.
Eso sí: Tsipras consiguió subyugar la protesta del pueblo griego contra la
Troika. Los paganos del proyecto transnacional en que los gobiernos griegos
sumieron al país se sienten abandonados, con todo fundamento. La consecuencia
fue que Grecia se convirtió en la razón del descrédito de la izquierda que quiso
presentarse como populista.
Mediada la segunda década del siglo arrancó con fuerza el populismo
derechista, el único posible; el único real. Para 2017, el globalismo estaba en
horas bajas, y el ascenso de la contestación parecía imparable. Se había
producido la victoria de Donald Trump sobre el Deep State estadounidense, algo
que parecía imposible unos meses atrás, humillando a las poderosas fuerzas del
CFR encarnadas en Hillary Clinton; un poco antes (en junio de 2016) el mundo
se había conmovido con la victoria del Brexit en el Reino Unido, un revés sin
precedentes para el globalismo.
Para los impulsores de la globalización, lo sucedido fue ciertamente un golpe
muy duro. Un actor como Gran Bretaña se retiraba de la Unión Europea, y su
ejemplo sembró de incertidumbre el futuro de la Unión, y aún lo hace; los
partidos que defienden la soberanía nacional han hecho de la convocatoria de un
referéndum que dilucide la permanencia de sus países en la Unión Europea una
de sus banderas. Seis meses después, Donald Trump tomaba posesión de su
cargo, y anunciaba un giro radical —esperado— en su política económica e
internacional. El «America First» y la llamada a proteger los empleos y los
derechos de los trabajadores y asalariados hacían mucho daño al globalismo.
Pero la amenaza no terminó ahí. A comienzos de 2017 algunos de los
dirigentes de lo que ya se llamaba alt-right se reunieron en Coblenza —
coincidiendo deliberadamente con Davos— en la expectativa de alcanzar el
gobierno de sus países, algo impensable unos meses antes. Concretamente en
Francia, el posicionamiento del Frente Nacional mejoraba día a día, y así sigue
cuatro años más tarde, a la espera de que se celebren las elecciones de 2022, en
las que a Marine Le Pen le dan, por vez primera, auténticas posibilidades de
vencer en la segunda vuelta.66
La defensa de la soberanía estaba ganando terreno en todos los pueblos de
Europa. En Davos veían todo esto con el lógico temor. Los principales líderes
empresariales, políticos y los periodistas e intelectuales escogidos para analizar
los urgentes problemas que afrontaba el mundo mostraron una enorme
preocupación ante la deriva de Occidente, al que creían enganchado sin vuelta
atrás al proceso globalizador. En Davos no ignoraban lo que estaba en juego: el
proyecto de reducir el planeta a un mercado multicultural en el que, por
supuesto, dominen las grandes corporaciones.
Esta situación no era meramente coyuntural. Aún más, a los gobiernos polaco
y húngaro, hay que sumarles el ascenso de AfD en Alemania, el de Fratelli
d’Italia, el más modesto —pero significativo— de Chega en Portugal, y el de
Vox en España desde aquellas fechas.
La pandemia ha permitido recuperar el discurso globalista amparado en la
dimensión mundial de la enfermedad. La realidad importa poco; la verdad es que
no se han adoptado medidas comunes —algo que no hubiera tenido sentido—
porque las circunstancias eran bien distintas en cada país, y, de hecho, los países
que han tomado su propio camino son los que mejor han salido parados de este
episodio. Sobre el papel, una respuesta común podía parecer lo más adecuado,
pero la realidad ha sido bien diferente. Claro que eso, ante la versión que los
medios han dado de lo que está sucediendo, poca importancia tiene.
Por lo pronto, ha servido para terminar con Donald Trump, un panorama que
se antojaba imposible ante los espectaculares datos económicos que arrojaba su
presidencia. El covid-19 fue ciertamente oportuno a ese respecto: creó el caldo
de cultivo que permitió los movimientos orquestados por las oenegés (aunque no
solo) de George Soros, tanto Antifa como Black Lives Matters, que sacudieron
la sociedad estadounidense, y que desestabilizaron a un Trump que, desde ese
momento, no tuvo claro cómo actuar.
La pandemia ha sido útil para frenar el ascenso del populismo también porque
la población ha sentido la tentación de unirse a sus gobiernos, de refugiarse en la
seguridad de lo conocido frente a la aventura. Esta es una actitud muy frecuente
cuando una sociedad es golpeada. Sucede con motivo de guerras —algo
abundantemente acreditado— o con motivo de enfermedades: la población se
repliega sobre sí misma. Busca seguridad, y está dispuesta a aceptar todo lo que
le asegure la supervivencia.
Lo esencial es que seamos capaces de hacernos una idea de que hoy al mundo
lo mueve una serie de organizaciones globalistas que tienen claros su objetivos
generales, aunque, sin duda, se produzcan colisiones y desentendimientos —
peleas de familia— entre ellos. El Evento 201 que tuvo lugar en Nueva York en
octubre de 2019 fue la consecuencia lógica de décadas de globalismo que han
consagrado la existencia de una casta mundial con capacidad de dictar las
normas al resto del planeta. La privatización de los poderes públicos mundiales a
manos de las grandes fundaciones es el hecho definidor del siglo XXI. En Nueva
York, aquel 18 de octubre, no sucedió nada que no hubiera sucedido antes; el
que esa vez tuviese un carácter más determinante solo era cuestión de tiempo.
2

WUHAN

«Toda verdad pasa por tres etapas antes de ser reconocida. En la primera es ridiculizada. En la
segunda genera una violenta oposición. En la tercera resulta aceptada como si fuera algo evidente».
ARTHUR SCHOPENHAUER

Hasta los comienzos de 2020, salvo un puñado de hombres de negocios y de


aficionados a los bombardeos aéreos durante la Segunda Guerra Mundial, nadie
en Occidente había oído hablar de Wuhan. Y, sin embargo, a las alturas de los
primeros días de febrero de 2020, se había convertido en una muy populosa
ciudad del centro de China, con unos once millones de habitantes, cuya
importancia le había hecho merecedora de albergar los Juegos Mundiales
Militares de 2019.
Tan inmensa urbe —en realidad, una suma de tres ciudades: Wuchang,
Hankou y Hanyang— es la capital de la provincia de Hubei y el enclave
industrial más importante de China central, un país ya de por sí impresionante en
términos industriales. Wuhan tiene una larga historia vinculada a la revolución
china, una especie de San Petersburgo oriental en donde tuvo lugar el origen de
la revolución que terminó con la historia imperial del país en 1911. Por si eso
fuera poco, Mao desembarcó allí en julio de 1966, en plena Revolución Cultural,
tras recorrer un tramo del Yangtzé a nado. Wuhan no es, desde luego, una ciudad
desconocida en China.
Para el régimen comunista chino, el acontecimiento de los Juegos Mundiales
Militares constituía una gran oportunidad de exhibirse no solo ante el mundo,
sino ante lo más florido de sus enemigos: la afluencia de militares suponía la de
los servicios de información de cada uno de los países participantes. Eso era lo
que Beijing estaba deseando, y lo que preparó con minuciosidad oriental.
La ceremonia, presidida por Xi Jinping, vino precedida de un singular
espectáculo de luces sobre el Yangtzé diseñado con todo esmero por el Partido
Comunista Chino. No cabe duda del impacto que la exhibición de los anfitriones
tuvo sobre los invitados: la ceremonia inaugural fue un verdadero espectáculo
sin precedentes. La disciplina, la puesta en escena, el exultante sentido colectivo
y patriótico de los espectadores, la amabilidad oficial y ciudadana, en fin, toda la
disposición de la celebración, fue ciertamente impresionante.
En realidad, Wuhan es un emporio científico que dispone de cuatro parques
tecnológicos, más de trescientas instituciones de investigación, y una verdadera
legión de empresas de alta tecnología entre las que se encuentran inversores de
la mitad de las primeras quinientas mayores empresas del mundo.
Lo que realmente sucedió en Wuhan es posible que nunca se sepa con
certeza. Pero lo cierto es que la concentración de un gran número de atletas
procedentes de distintas partes del mundo —hasta ciento nueve naciones
tomaron parte en los juegos— ha dado lugar a muchas especulaciones en
relación a la pandemia. Y es lógico: militares franceses informaron de un
número sorprendentemente alto de participantes que enfermaron con síntomas
semejantes a los de la gripe.67 Y unos cuantos atletas también franceses
manifestaron haber pasado los mismos síntomas, a los que no dieron importancia
por la obvia razón de que no se hablaba de coronavirus, ni de covid ni de
pandemia por las fechas del otoño de 2019. Como quiera que sea, los militares
franceses han sido conminados por sus mandos a no hacer declaraciones acerca
del asunto, ni en un sentido ni en otro. A fin de cuentas lo más probable es que
solo fuese una gripe.
Cuando estalló la pandemia a nivel mundial, los estadounidenses acusaron a
los chinos de haber sido los creadores y propagadores de la enfermedad, lo cual
parece algo bastante cercano a la realidad. Pero los chinos contraatacaron
señalando que, si bien es cierto que el covid-19 tuvo su núcleo de irradiación en
Wuhan, ello se debió a la presencia de militares norteamericanos, que habrían
acudido a los juegos con la misión de infectar el país. La mejor prueba de ello —
seguían desde Beijing— eran las pobres marcas de los atletas estadounidenses,
solo explicables por hallarse infectados.68
La versión china era tan insostenible que, pese a que el presidente de Estados
Unidos era Donald Trump, había poca gente dispuesta a creerla. La idea de que
estábamos ante una agresión biológica por parte de los estadounidenses resultaba
ciertamente peregrina; no obstante, se aseguró que el paciente cero era un militar
norteamericano dirigido desde Fort Derrick, Maryland, para contaminar China.69
En realidad, los chinos no estaban tanto tratando de culpabilizar a Washington
cuanto de exonerarse de la culpa que, estaban seguros, habría de venírseles
encima.
¿Es posible que los primeros casos de SARS-CoV-2 se produjeran por
aquellas fechas en Wuhan? Es muy poco probable. De haber sido así, la
comisión de la OMS enviada con el propósito inconfeso de desviar las sospechas
del verdadero origen del virus habría explotado dicha probabilidad, lo que no
sucedió con seguridad porque las fechas no hubieran encajado. En realidad, se
habrían producido solo un poco más adelante, tal y como publicó toda la prensa
mundial año y medio más tarde.70 ¿Cuáles fueron esos primeros casos? Pues,
según parece, los de tres miembros del Instituto de Virología de Wuhan, de los
que consta su enfermedad en noviembre de 2019. A mediados de mayo de 2021,
esta tesis cobró nuevo impulso, lo que plantearía una serie de implicaciones muy
incómodas para el gobierno chino.
Pero por entonces, nadie hizo caso. Mientras la enfermedad contagiaba a
miles de personas en Wuhan, en Occidente, pese a los juegos que habían tenido
lugar unas semanas antes, se ignoraba lo que estaba pasando. En China se
tomaban las cosas más en serio, evidente señal de que conocían el origen de lo
que algo más tarde se convertiría en pandemia. Es obvio que, si el virus hubiese
sido expandido por los estadounidenses, estos habrían tomado medidas más
contundentes para contenerlo en su país; y es también obvio que, si China no
tuviera ninguna relación con él y hubiese sido víctima de un ataque, no habría
superado la crisis con la rapidez con la que lo hizo.
Eso no significa que China lo haya expandido a propósito. Pero, desde luego,
sí que tuvo conciencia de cuál era la naturaleza de lo que había sucedido; de
modo que, en lugar de advertir al mundo sobre lo que sucedía, lo que hizo fue
tratar de que el incidente pasase desapercibido. Algo típico del régimen
comunista: lo que había hecho la Unión Soviética en Chernóbil.
Cuando para todo el mundo resultó evidente el origen del virus, y ya era
imposible ocultarlo, además de culpar a Washington, los chinos intentaron otra
maniobra evasiva (en realidad, dos: el murciélago y el pangolín): todo había sido
puramente casual, una zoonosis que nada tenía que ver con la política del Partido
Comunista Chino. El origen estaba en un mercado húmedo del centro de Wuhan,
y todo había sido casual y natural.
Se extendió la idea, pues, de que el contagio se había generado en un
«mercado húmedo», expresión que contribuyó al desconcierto, al sugerir la idea
de que se trataba de un mercado cuyas condiciones eran pésimas; la verdad es
que el mercado de Wuhan es una instalación tan moderna como las occidentales
—o más—, pero las prácticas de salubridad son bastante diferentes. El adjetivo
«húmedo» hace referencia a que lo que allí se venden son productos frescos que,
como el pescado y las verduras, exigen un riego continuo, por lo que el suelo
está permanentemente mojado. Pero aquella definición vino acompañada de
algunas fotografías que se viralizaron y que ni siquiera eran de China, sino de
mercados del sudeste asiático, parece ser que de Indonesia,71 que contribuyeron
a proyectar una idea algo alejada de la realidad.
Es cierto que en algunos mercados húmedos de China se venden ciertos
animales exóticos, entre otras cosas para evitar el tráfico clandestino de esas
especies, y que todo el mundo supuso creíble que en Wuhan se vendían
murciélagos vivos y que de allí salió el virus. Las primeras noticias hablaban de
murciélagos, serpientes y pangolines, un estado de confusión del que, en
realidad, no hemos llegado a salir.72
A las autoridades chinas no les interesaba desmentir con rotundidad que dicho
comercio tenía lugar en el mercado de Wuhan, por cuanto podía exonerarlos de
una culpabilidad más dolosa. En cualquier caso, no ha habido desde entonces
manera de averiguar qué era lo que verdaderamente se vendía en dicho mercado,
y si se incluían los murciélagos entre sus productos (aunque parece ser que sí).
Un vídeo grabado allí semanas antes por un particular no pudo ser verificado: el
gobierno prohibió las imágenes en las redes sociales y el mercado no quiso
pronunciarse. En las imágenes que se grabaron, habría efectivamente
murciélagos, pero no hay forma de comprobarlo.73
La realidad es que el consumo de murciélago, como carne o como sopa, es
una práctica producto de las hambrunas que vivió el país en los años cincuenta
del siglo pasado, cuando se produjo la muerte de decenas de millones de chinos
propiciada por el gobierno comunista de Mao Zedong; así que no se trata de una
práctica tradicional, sino de una respuesta a la necesidad de sobrevivir. Con
posterioridad, y aunque el consumo de especies exóticas se ha extendido como
signo distintivo de las clases pudientes, dista de estar generalizado. En todo caso,
no hay evidencia científica que relacione de forma plausible el consumo de un
murciélago procedente del mercado de Wuhan con la pandemia de covid-19.
Pero lo que sí hay en Wuhan es el Instituto de Virología —uno de los bancos
de virus más grandes del mundo—, fundado en 1956 y que desde 2015 estaba
siendo subvencionado por el Programa de Financiación de la Investigación e
Innovación de la Unión Europea. En él funcionó el primer laboratorio chino de
máxima seguridad, y en él colaboraron franceses y estadounidenses. Aunque
tanto los unos como los otros manifestaron diferencias con los anfitriones —y
los norteamericanos, en concreto, mostraron su preocupación por la seguridad,
ya que en Beijing se habían producido fugas de SARS en alguna ocasión—, la
colaboración no se interrumpió. Los lazos eran profundos (incluso la
investigadora Shi Zhengli había estudiado en Montpellier su doctorado,
precisamente sobre la transmisión de patógenos del murciélago al ser humano;
no es casualidad el que posteriormente fuese descubridora del SARS-CoV-2).
Fue en enero de 2018 cuando el laboratorio entró en funcionamiento, en
medio de altisonantes declaraciones de orgullo nacional por parte de las
autoridades. Pero lo cierto es que, a mediados de ese año, el Departamento de
Estado de Estados Unidos, en dos cables diplomáticos, alertaba sobre la
seguridad del laboratorio. En abril de 2020, el gobierno de Washington señaló lo
sospechosa que resultaba la versión de que el virus procediese del mercado, y a
principios de mayo aseguró que el virus salió del Instituto de Virología de
Wuhan, probablemente a partir de un manejo defectuoso del material que habría
infectado a algún científico.74
Trump tenía buenas razones para afirmar lo que decía. En el cable del
gobierno se reflejaba que el instituto de Wuhan disponía de un registro de
prácticas sumamente deficientes, y que «durante las interacciones con científicos
en el laboratorio, señalaron que el nuevo laboratorio tiene una grave escasez de
técnicos e investigadores debidamente capacitados, necesarios para operar con
seguridad este laboratorio de alta contención».75
Lo cierto es que el Instituto de Virología de Wuhan albergaba la mayor
colección mundial de coronavirus de murciélagos salvajes, incluyendo al menos
un virus que se asemeja al SARS-CoV-2. Pero es que, además, en el Instituto de
Virología de Wuhan se han llevado a cabo experimentos durante los últimos
cinco años en la llamada investigación de «ganancia de función» (GOF),
diseñada a fin de mejorar algunas propiedades de los virus con el propósito de
anticipar futuras pandemias. Se han utilizado esas técnicas de ganancia de
función para convertir virus en patógenos humanos capaces de causar una
pandemia global.76
La reacción oficial a las acusaciones de Washington no se hizo esperar y fue
muy reveladora. Ya en el mes de febrero de 2020, The Lancet había publicado
una carta en la que un grupo de veintisiete científicos rechazaba toda teoría
alternativa para concluir «abrumadoramente, que este coronavirus se originó en
la vida silvestre».77 A cualquier espectador imparcial le llamaba la atención la
rotundidad de estos científicos, para los que no cabía duda alguna, pese a que
otros estaban seguros de que había sido intervenido en un laboratorio.
Los científicos que firmaban la carta de The Lancet aseguraban con
intimidante rotundidad que la verdad solo tenía un camino. «Nos unimos —
afirmaban unánimes— para condenar enérgicamente las teorías conspirativas
que sugieren que el covid-19 no tiene un origen natural». Por un lado, resultaba
increíble que en un estadio tan temprano de la pandemia mostrasen una
convicción tan resuelta; por el otro, descalificaban cualquier desacuerdo como
«conspirativo». Podían escudarse en la ciencia cuanto quisieran, y sin duda
tenían buenos valedores, pero apestaba desde lejos a ideología e intereses. Para
empezar, porque por aquellas fechas apenas existía teoría conspirativa alguna, y
la cosa empezaba a sonar a excusa acusatoria.
La verdad es que la carta de los científicos había sido orquestada por Peter
Daszak, presidente de la EcoHealth Alliance of New York, organización
implicada en la financiación del coronavirus en el Instituto de Virología de
Wuhan. El que la investigación de la OMS de la que formaba parte Peter Daszak
arrojase un resultado contrario a la culpabilidad del laboratorio no puede
resultarle a nadie excesivamente sorprendente.78 Pero sería algo que meses más
tarde le pasaría factura.
De momento, la OMS insistía en respaldar la versión del gobierno chino.
Argüía que este le había advertido de lo que estaba sucediendo desde el 31 de
diciembre, pero la realidad es que el comportamiento de Beijing estaba muy
lejos de haber sido el adecuado.79 Y, sin embargo, una y otra vez salían
desmentidos de que el virus hubiese sido creado en un laboratorio; el 17 de
marzo, apareció en Nature Medicine un artículo en el que los principales
expertos en enfermedades infecciosas británicos, australianos y estadounidenses,
defendían su origen puramente natural con la misma rotundidad que sus
homólogos en The Lancet.80
Ciertamente es posible que el mercado haya jugado algún papel en la
generación de la pandemia. Cuando la OMS recibió la notificación del gobierno
chino de que habían sido hospitalizadas 41 personas debido a un brote de
neumonía en Wuhan, dos terceras partes tenían relación con el mercado, y de las
muestras que se tomaron en el mercado y en las que figuraba el virus, este
apareció vinculado a la zona en la que se vendían animales silvestres. Pero no
puede obviarse tampoco el dato de que de las 585 muestras ambientales que se
tomaron, apenas algo más del 6% estaban infectadas por el SARS-CoV-2.81
Con el trascurrir del tiempo, la claridad con la que se aseguraba la
procedencia natural del virus fue desvaneciéndose. Desde Washington, el
secretario de Estado Mike Pompeo preguntó a un experto de la OMS en materia
alimentaria y virus zoonóticos sobre la posibilidad de que el SARS-CoV-2
hubiese sido liberado en algún laboratorio de Wuhan. Un tanto
sorprendentemente, este no se cerró a esa posibilidad. Meses más tarde, y tras la
visita a China, siguió sosteniendo que era muy improbable que el virus hubiera
sido creado, pero nunca lo descartó del todo.82 Tras el comunicado de la OMS
calificando de poco probable el origen de laboratorio del virus, Pompeo vio la
mano amenazante del Partido Comunista Chino.83
Washington sostiene que la OMS está en manos de un dirigente comunista y
que obedece a intereses privados, al tiempo que sirve las políticas de China,
razón por la que abandonó la organización en 2020, en una decisión que, incluso
si se acepta tal punto de vista, no parece demasiado inteligente. Es un asunto
sobre el que volveremos más adelante, pero resulta difícil no conceder un alto
grado de razón a las acusaciones de Donald Trump.
En todo caso, las imputaciones contra la doctrina de la OMS al respecto del
origen del virus no solo procedían de Washington. Para una gran parte de la
población, tal y como mostraban las encuestas aquellos días —y aún hoy—, el
virus procedía del Instituto de Virología y, probablemente, era artificial. Pero tal
afirmación planteaba cuestiones muy espinosas, relacionadas con la
responsabilidad china. En los medios comenzaron a aparecer denuncias que
relacionaban el virus con otro tipo de propósitos alejados del ámbito sanitario.
Un oficial de inteligencia ruso, el coronel Vladimir Kvachko, denunció que la
pandemia había sido planificada para recortar la libertad de las personas
corrientes en favor de los poderes globalistas; Kvachko ha estado implicado en
numerosas operaciones del servicio secreto, muchas de ellas todo lo turbias que
uno pueda imaginar, pero conoce bien el entramado de las cañerías
armamentísticas y de inteligencia que recorre el escenario mundial. En todo
caso, es un militar de formación e historial extraordinariamente brillantes, y sus
palabras han de ser tenidas en cuenta, por excéntricas que en principio pudieran
parecer.
El exjefe del MI6, Richard Dearlove, aseguró igualmente que el virus
procedía del laboratorio de Wuhan, y que este lo liberó por error.84 Dearlove
mantiene que el virus ha sido manipulado de acuerdo al estudio de un científico
británico y otro noruego, que ha detectado la inserción de secciones que
explicarían cómo se une el virus con células humanas.85 En ese estudio se
sostiene que, mientras los científicos chinos manipulaban algún murciélago, el
coronavirus escapó. Dearlove cree que «esto comenzó como un accidente; he
leído este documento muchas veces en borrador y creo que la importancia del
informe es que está hecho por dos importantes científicos».
La tesis del experto en información británico venía, además, avalada por las
declaraciones de Luc Montagnier, premio nobel por su descubrimiento del VIH
como causante del SIDA, un hombre de una extraordinaria reputación científica
durante años, que en parte perdió por su heterodoxia e independencia.
Montagnier —el más cualificado para hacerlo— asegura que hay presencia de
elementos del VIH en el genoma del coronavirus y que hasta se le han incrustado
partes del parásito de la malaria. Esas declaraciones produjeron un visible
nerviosismo entre quienes sostenían la versión oficial.
Montagnier declaró:

Eso de que el covid-19 apareció tras una contaminación ocurrida en un mercado de animales salvajes, en
Wuhan, es una bella leyenda. Imposible. Los científicos chinos son grandes especialistas. El virus salió
de un laboratorio de Wuhan.
En el laboratorio de la ciudad de Wuhan trabajan grandes especialistas en los coronavirus desde el
principio del año 2000. Son grandes expertos en ese terreno. Trabajando con mi colega y amigo Jean-
Claude Perez, matemático, hemos analizado hasta en los mínimos detalles la secuencia del
descubrimiento y propagación del covid-19. Y creemos bastante plausible que el genoma completo de
este coronavirus tiene secuencias muy semejantes a las del VIH, el virus del sida. Y pudo ser fabricado,
producido, en un laboratorio chino.

Montagnier disfrutó del amplio reconocimiento que sus trabajos le


granjearon, sobre todo del Premio Nobel en 2008, concedido ocho años más
tarde de que en España se le otorgara el Príncipe de Asturias, que aún gozaba de
un cierto prestigio. Todo eran parabienes por entonces.
Emigró a China en 2010, alejándose de una Francia en la que consideraba que
imperaba un clima irrespirable, que caracterizó como de «verdadero terrorismo
intelectual». Montagnier es profesor emérito del Instituto Pasteur, uno de los
centros científicos más reputados del mundo, y director emérito del Centro
Nacional de Investigación Científica, miembro de la Academia de la Ciencia y
profesor de la Universidad de Nueva York. Su posición como científico era
sencillamente inatacable. O al menos, eso parecía.
Desde que hizo aquellas declaraciones, en el mes de abril de 2020, se
lanzaron contra él inmisericordemente, arreciando los ataques contra el
científico, la mayor parte de ellos de carácter personal y de muy mal estilo. Se
trataba de ridiculizarlo para invalidar sus tesis.86 Se recordó que Montagnier
apoyaba la homeopatía, que había aparecido en alguna ocasión junto a un
representante del movimiento antivacunas, que había defendido la idea de la
memoria del agua o que había sostenido que el SIDA se podía tratar mediante la
alimentación. Todo ello eran verdades a medias, destinadas a desacreditarle a él
y, sobre todo, a sus tesis. Para colmo, había declarado que la vacunación
obligatoria suponía asumir el riesgo de envenenar progresivamente a la
población.
Pero sus declaraciones acerca del SARS-CoV-2 —sobre todo cuando algunos
autores parecieron reforzar tímidamente la teoría de Montagnier— provocaron
que los medios oficialistas cortaran el debate de raíz. National Geographic
aseguró que, más allá de toda duda, el virus nada tenía de artificial y que ese
asunto estaba zanjado. De entre quienes defendían la naturaleza artificial del
virus, algunos retiraron sus trabajos, otros los dejaron sin publicar. En juego
había dos cosas: que el virus fuese artificial y que hubiese salido del laboratorio
de Wuhan. Lo primero implicaba lo segundo, aunque lo segundo no
necesariamente implicaba lo primero, pero lo hacía muy probable.87
No eran solo personas procedentes de los servicios militares mejor
informados del planeta, como pueden ser el ruso y el británico. Eran también
algunos —pocos— de entre los más reputados científicos del mundo que se
atrevían a hablar; y, finalmente, el testimonio de Li-Meng Yan, la viróloga que
escapó de China tras recibir amenazas después de afirmar que «en diciembre ya
se conocía la enorme capacidad de contagio del coronavirus».
Li-Meng Yan había avisado a las autoridades chinas acerca de la peligrosidad
del virus, aunque el Partido Comunista Chino decidió ignorarla. Sin embargo,
ella siguió insistiendo en que el mercado no era el origen del virus, sino el
laboratorio del Instituto de Virología, lo que le llevó a declarar que «la teoría del
origen natural, aunque ampliamente aceptada, carece de apoyo sustancial».88
De acuerdo a la versión oficialista, la idea de que el virus hubiese salido de un
laboratorio —con la aparejada sospecha de que hubiera sido manipulado—
estaba censurada en las revistas científicas revisadas por pares. Li-Meng Yan
insistía en que: «El SARS-CoV-2 muestra características biológicas que son
incompatibles con un virus zoonótico de origen natural». Y continuaba
asegurando que «hay características inusuales del genoma del SARS-CoV-2 que
sugieren una modificación de laboratorio sofisticada en lugar de la evolución
natural y la delimitación de su ruta sintética probable…».
Aún más: «La evidencia muestra que el SARS-CoV-2 debería ser un producto
de laboratorio creado utilizando los coronavirus de murciélago ZC45 y/o ZXC21
como plantilla y/o columna vertebral. Sobre la base de la evidencia, postulamos
además una ruta sintética para el SARS-CoV-2, lo que demuestra que la creación
en laboratorio de este coronavirus es conveniente y se puede lograr en
aproximadamente seis meses».89
En la misma línea, el científico Yuen Kwok-Yung, de la Universidad de
Hong Kong, aseguró un poco antes que el gobierno de China sabía que el
coronavirus tenía la capacidad de propagarse entre humanos, pero que optó por
callar. Jiang Yanyong, médico del ejército, y Li Wenliang, también médico,
alertaron a las autoridades; pero la policía le advirtió de que dejase de hacer
«falsos comentarios».90 Wenliang, de treinta y cuatro años, siguió trabajando en
su hospital de Wuhan hasta que murió, teóricamente por coronavirus, el 7 de
febrero de 2020. Su oportuno fallecimiento alivió a las autoridades; era un
cristiano reconocidamente crítico con el régimen.
Al mismo tiempo, el Partido Comunista tenía que lidiar con el caso de Huang
Yanling, un verdadero escándalo que se le fue de las manos. Yanling, una joven
investigadora que estaba realizando sus estudios de posgrado en el laboratorio de
Wuhan, podría haber sido el «paciente cero» a partir del que comenzó la
expansión del virus por China, primero, y el resto del mundo más tarde. En
cuanto comenzaron los rumores, el Instituto de Virología emitió una nota pública
en la que aseguraba que dicha persona ya no estaba con ellos desde 2015, pero
que les constaba (difícil saber cómo) que se encontraba perfectamente y que
gozaba de buena salud. Desde entonces no ha vuelto a saberse de Yanling, pese a
que numerosos medios han hecho abundantes pesquisas para dar con ella.91
El asunto quedó más o menos aparcado, y se dio por fantasiosa y
conspiranoica toda pretensión en sentido contrario. El laboratorio de Wuhan se
consagró como una de las piedras de toque para distinguir a los leales de los
desobedientes. En los meses siguientes, otros temas ocuparon la investigación, y
se olvidó un tanto el debate acerca del origen del coronavirus; como en muchas
otras ocasiones, el mero hecho de plantearlo resultaba sospechoso.
Los medios oficiales publicaban regularmente informaciones que desmentían
el menor rumor que saltaba a las redes sociales o que recorría los terminales de
la telefonía móvil. Prestigiosas revistas como Nature92 insistían en el absurdo de
apuntar al laboratorio como origen del virus. El mantra, avalado por
investigadores que hablaban en el nombre de la «ciencia», se repetía sin cesar:
«murciélago-huésped-mercado húmedo».93 La trituradora incluía las llamadas
verificadoras, para mucha gente verdaderos censores fabricantes de insidias y, no
pocas veces, de bulos: en todo caso, de transparente sesgo ideológico.94 En
España, el mediático neurovirólogo José Antonio López Guerrero negaba la
menor posibilidad de toda relación entre el laboratorio y el virus.95
Para más inri, nada menos que Donald Trump apoyaba la teoría de que el
«virus chino» había salido, en efecto, del Instituto de Virología de Wuhan.
Cualquier cosa que viniese de Trump —verdadera bestia negra de todos los
medios progresistas y de casi todos los que no lo son— era inmediatamente
satirizada y deformada, así que nada mejor que insistir en el carácter gratuito de
su tesis, que no podía obedecer sino a los intereses políticos de tan grotesco
personaje. Con la suficiencia habitual, el diario El País refutaba a Donald Trump
por boca de la ciencia.96 Todo lo que Trump solicitaba era una investigación
internacional que aclarase lo sucedido en Wuhan; de hecho, Australia se sumó a
esta razonable petición en medio de la indiferencia general, pero la contestación
china amenazando con sanciones fue todo lo que obtuvo.97
Salvo en Estados Unidos, la reclamación de Donald Trump fue olvidada. La
idea de que el laboratorio estaba en el origen de la propagación del virus quedó
relegada a las webs conspiracionistas, y la sola mención de tal posibilidad
provocaba la ya rutinaria censura en las redes sociales.
El punto de inflexión se produjo tras la visita a Wuhan de la misión de la
OMS, a finales de enero de 2021. Concebida como un lavado de cara del
régimen, dicha visita no le salió bien al Partido Comunista Chino.98 Las
autoridades prepararon el recorrido por el mercado, con partes cerradas desde el
1 de enero de 2020, explicando que si fue posible que se produjera el estallido
vírico, seguramente se debió a que allí se vendían alimentos congelados de otras
partes del mundo: no podía encontrarse culpa alguna en nada chino, ni humano,
ni animal.
Los miembros de la OMS visitaron también el laboratorio, ni que decir tiene
que en un recorrido estrictamente guiado. La generalidad de los medios seguía
insistiendo en que apuntar al Instituto de Virología de Wuhan no era más que
teoría conspiracionista.99
Por increíble que parezca, la OMS suscribió la tesis del gobierno chino, y no
solo descartó que el virus procediese del laboratorio, sino que incluso declaró
que había que investigar los congelados. Aunque la misión admitió que era
difícil establecer conclusiones tras el viaje, lo que sí podía asegurarse era que «la
posibilidad de un accidente en el laboratorio es altamente improbable», una
conclusión a la que llegaron gracias a que «hemos adoptado una mentalidad
racional» (sic).100
Los principales representantes de la OMS estaban bien dispuestos a secundar
los propósitos de Beijing. Tanto Peter Daszak como Peter Ben Embarek
asumieron muchas de las más intragables cosas que las autoridades les
mostraban, como si fueran plausibles. Ben Embarek se manifestó dispuesto a
defender la teoría china hasta en sus extremos más ridículos, como que el
portador del virus fuese un animal que hubiese venido de más allá de las
fronteras chinas, suscribiendo el delirio nacionalista del Partido Comunista
Chino, o que el virus bien podría haber aprovechado la cadena del frío. No
fueron pocos —entre ellos reputados científicos como el inmunólogo Nikolai
Petrovsky— los que encontraron ridículo el argumento.101
Pese a que Beijing se negaba a colaborar,102 las declaraciones de Ben
Embarek eran un eco de los argumentos chinos: «No sabemos el papel exacto
del mercado de Huanan. Hubo un brote entre la gente que trabajaba y compraba,
pero desconocemos cómo entró y se propagó. Tenemos un mapa de los
contagios y secuencias genéticas de los casos. Todo nos dice que el brote se
propagó en diciembre porque antes no se detectaron casos que pudieran provocar
un estallido. Pero esa no es toda la historia, porque también hubo propagación en
otras personas no ligadas a este mercado (…) Trabajamos con la hipótesis de un
comerciante, o visitante, que lo introdujo en el mercado, pero también pudo ser
una especie animal…».
Reconocía que, de entrada, daban por buena la información del gobierno de
Beijing, que era justamente lo que estaba en cuestión. Pero que, sin embargo,
personas que nada tenían que ver con el mercado también se contaban entre los
primeros contagiados que habían contraído la enfermedad. A la luz de lo que se
iba sabiendo, la explicación oficial —era evidente— no satisfacía a nadie
medianamente sensato. Pero la del laboratorio no era una alternativa a
contemplar; simplemente porque el gobierno chino así lo había determinado. De
modo que había que buscar entre personas u objetos que hubiesen sido
introducidos desde el extranjero. Impresionante.
En apoyo de su tesis, Embarek mantenía que los contagios en laboratorios son
muy raros, lo fue desmentido por un experto como Milton Leitenberg, quien
aseguró que, por el contrario, era algo que se producía con frecuencia y que, en
Estados Unidos, hay cientos de ejemplos en ese sentido. Leitenberg escribió un
artículo en una revista científica en el que apostaba por un escape del laboratorio
antes que por su procedencia natural.
Es un hecho incontrovertible que, con posterioridad al brote del SARS del
2002, han sucedido muchos accidentes en los que se ha producido una liberación
accidental de patógenos en laboratorios por todo el mundo. Y, como argüía
Leitenberg, particularmente en los Estados Unidos, incluyendo el escape de
ántrax sucedido en 2014 que afectó a ochenta y cuatro personas. De nuevo en
2004, se produjo un escape de SARS de un laboratorio de Beijing, que causó un
muerto y cuatro infecciones. Los accidentes no son excepcionales, sino más bien
relativamente frecuentes, y pueden suceder sin ninguna intencionalidad.103
Con todo, algo había cambiado. A su regreso de Wuhan, algunos miembros
del grupo que integraba la misión de la OMS manifestaban dudas. Desde luego,
lo vivido en China no revelaba ningún afán de colaboración del gobierno de Xi
Jinping. La propia OMS comenzó a sugerir que quizá pudiera haber algo que no
encajase del todo, y que «todas las posibilidades estaban abiertas».104 Dadas las
circunstancias, era casi una confesión.
Por las mismas fechas, quien fuese asesor de Joe Biden para la OMS casi
veinte años atrás, Jamie Metzl, declaró que el gobierno chino manipuló el
escenario y las pruebas para que se adecuaran a la versión que les convenía. «El
gobierno chino —dijo— hizo todo lo posible, una vez se expandió la pandemia,
para silenciar a científicos y periodistas y destruir datos y muestras. Las
posibilidades del origen natural disminuyen y se incrementan las que apuntan a
que se trata de una fuga de un laboratorio». Petrovsky estaba de acuerdo; era
imposible, científicamente hablando, descartar que el virus viniese de un
laboratorio.105
El doctor Roland Wiesendanger, físico de la universidad de Hamburgo,
manifestó por entonces que existían seiscientas piezas de evidencia que hablaban
en favor del origen del laboratorio. «Un grupo de investigación del instituto
virológico de la ciudad de Wuhan —aseguraba Wiesendanger— ha llevado a
cabo manipulaciones genéticas sobre los coronavirus durante muchos años con
el objetivo de hacerlos más contagiosos, peligrosos y mortales para los humanos.
Así lo demuestran numerosas publicaciones en la literatura científica. El examen
crítico y basado en la ciencia de la cuestión del origen de la pandemia actual es
de gran importancia, porque solo sobre la base de este conocimiento se pueden
tomar las precauciones adecuadas para mantener la probabilidad de que se
produzcan pandemias similares en el futuro lo más baja posible».106 Nada de eso
fue tenido en cuenta.
La administración estadounidense continuaba insistiendo en que la OMS
mentía y en que la misión a Wuhan había sido una puesta en escena destinada a
engañar al público,107 y el presidente Trump manifestaba su seguridad de que el
virus había salido del laboratorio.108 Era claro que el telón de fondo lo
conformaba el enfrentamiento entre China y Estados Unidos, y que las
posiciones científicas que avalaban a uno u otro tenían una profunda
significación política, voluntariamente o no (no cabe duda de que desde el lado
chino el sesgo era más político).
El 26 de marzo, el exdirector del CDC (Centro para el Control y Prevención
de Enfermedades) de Estados Unidos, Robert Redfield, volvía a la carga: en un
documental para la CNN aseguraba que el origen del virus se encontraba en el
laboratorio del Instituto de Virología de Wuhan. Reseñando tal noticia, los
medios subrayaban sistemáticamente el hecho de que se trataba de una teoría
«no probada» o «discutida», algo que omitían cuando las declaraciones o
informaciones apuntaban en sentido contrario, pese a que, obviamente, tampoco
en esos casos había sido nada probado. Redfield, virólogo, hablaba de
probabilidades, no de certezas, y señalaba septiembre u octubre como el
momento en el que el virus comenzó a circular.109
La presión social nacida de la capacidad de coerción de las instituciones hacía
que, una y otra vez, los medios de comunicación adjetivasen todo lo referente al
laboratorio de Wuhan como propio de la teoría conspirativa y del círculo Trump.
Se percibía, sin embargo, un cambio en el tono de las informaciones: poco a
poco, la beligerancia se atenuaba y los medios se sentían menos obligados a
militar en la versión «ha sido el mercado de Wuhan y punto».
De modo que cuando el 5 de mayo el muy reputado y respetado periodista
científico Nicholas Wade publicó en el Bulletin of Atomic Scientists un artículo
de treinta páginas en el que terminaba por señalar que el origen del laboratorio
no es solo posible, sino que es el más probable, los medios tragaron saliva.
Wade, que ha escrito muchos años en The New York Times y en Nature y
Science, esgrimía un argumento contundente: «Me parece que los defensores de
la fuga de laboratorio pueden explicar todos los datos disponibles sobre el SARS
2 mucho más fácilmente que aquellos que favorecen la emergencia natural».
Según Wade, «no hay ninguna evidencia que muestre una evolución de carácter
natural de un virus de murciélago a un virus capaz de atacar a las personas. Y,
sin embargo, no cabe duda de que este SARS-CoV-2 ha sido, desde el primer
momento, específicamente adecuado para infectar humanos».
Wade ha señalado que, al contrario que en los casos de otros virus —como el
del SARS-1 y el MERS—, en este no ha habido una identificación indudable y
rápida de su origen natural. El primero permitió que se estableciera la cadena de
contagio de los murciélagos a las civetas en unos cuatro meses; el segundo, en
unos nueve, desde los murciélagos al camello.
«Nadie ha encontrado la población de murciélagos que fue la fuente del
SARS-2, si es que alguna vez infectó a los murciélagos. No se ha presentado
ningún huésped intermedio, a pesar de una búsqueda intensiva por parte de las
autoridades chinas que incluyó la prueba de 80.000 animales». Y es que el relato
construido a partir de los murciélagos y el animal huésped sobre el que el virus
dio el salto para infectar a los humanos no se sostiene. Según Wade, «no hay
evidencia de que el virus realice múltiples saltos independientes desde su
huésped intermedio a las personas, como lo hicieron los virus SARS-1 y MERS.
No hay evidencia de los registros de vigilancia hospitalaria de que la epidemia
estuviera cobrando fuerza en la población a medida que evolucionaba el virus.
No hay explicación de por qué debería estallar una epidemia natural en Wuhan y
en ningún otro lugar».
Ciertamente, cada vez es menos defendible la hipótesis del origen natural de
la pandemia, mientras que, por el contrario, su origen de laboratorio es ya
abrumadoramente más adecuado para explicarlo. Wade señala el hecho de que
«los investigadores del Instituto de Virología de Wuhan estaban realizando
experimentos (llamados “de ganancia de función”) diseñados para hacer que los
coronavirus infecten células humanas y ratones humanizados». Ese es el modo
más probable en que surgió el virus y se expandió, ya que los científicos no
estaban inmunizados contra un virus experimental al tiempo que trabajaban en
las condiciones mínimas de seguridad de un laboratorio. En tales circunstancias,
no tiene nada de particular la fuga del virus.
A lo que Wade apuntaba con claridad es a que el laboratorio estuvo implicado
en la producción de coronavirus seguramente para lograr una vacuna universal,
la especialidad de la doctora Shi Zhengli. La doctora ya creó en 2015 un
coronavirus (el SHC014-CoV), ¡si lo sabrán los estadounidenses, que ellos la
financiaron para tal menester, a través del Instituto Nacional de Alergias y
Enfermedades Infecciosas (INAEI)…!
Para comprender la realidad última de lo que sucedió, hay que subrayar el
hecho de que fue EcoHealth Alliance, presidida por Peter Daszak, el canal por el
que le llegaron los fondos a Shi. Consta que Daszak no solo estaba al tanto de lo
que sucedía en el Instituto de Virología, sino que presumía de ello por la parte
que le tocaba. Recordemos que Daszak, un experto mundial en zoonosis, fue
miembro principal del equipo de la OMS enviado a Wuhan para investigar el
origen del coronavirus. Es difícil creer en su honestidad, pues si había alguien
informado de que lo que sucedía en Wuhan, era él; el especialista que más
insistió en el mercado húmedo como punto de partida de la pandemia. Pero en
diciembre de 2019, Peter Daszak decía cosas muy diferentes, como que «puedes
manipular coronavirus muy fácilmente en el laboratorio (…) puedes
manipularlos… la proteína spike tiene mucho que ver con lo que sucede en un
coronavirus. Riesgo zoonótico. Puedes coger la secuencia, crear una proteína e
—como trabajamos con Ralph Baric en la UNC, es un genio— insertarla dentro
del espinazo de otro virus y trabajar esto en el laboratorio, y lo que tienes es más
previsible, una vez que encuentras la secuencia…».110
De modo que el laboratorio del Instituto de Virología de Wuhan de la doctora
Shi Zhengli era financiado a través de la oenegé de Peter Daszak, y quien
decidía en Washington esa financiación era el INAEI, dirigido por… Anthony
Fauci. Este fue quien autorizó que se siguiera costeando a Shi, pese a que la
peligrosidad de sus trabajos amenazaba con retirarle los fondos; Fauci, sin
embargo, por la razón que fuese, decidió mantener la subvención alegando
motivos de «seguridad nacional».
Wade concluye su artículo señalando que, cuando escapó el virus del
laboratorio, este ya estaba adaptado a los humanos, porque «poseía una mejora
inusual, un sitio de escisión de furina que no está poseído por ningún otro beta-
coronavirus relacionado con el SARS conocido, y este sitio incluía un cordón
doble de arginina también desconocido entre los beta-coronavirus. ¿Qué más
evidencia podría desear, además de los registros de laboratorio actualmente
inalcanzables que documentan la creación del SARS-2?».111
El impacto del artículo fue enorme. Uno de los santones de la ciencia y la
comunicación estadounidenses, Nicholas Wade, no dejaba lugar a la duda. Para
el establishment, Wade debiera haber estado guardando celosamente el secreto;
no lo hizo, y las consecuencias están a la vista.
En todo este asunto, hay tres puntos por dilucidar: el primero, en torno a la
cuestión de si el virus salió del laboratorio o del mercado y era, sin duda, el
punto crucial; el segundo, si resuelto el primer punto en favor de la tesis de que
el origen estuvo en el Instituto de Virología, estamos ante una creación artificial
o no; y el tercero, si en caso de respuesta afirmativa a las dos anteriores
cuestiones, el escape del virus fue accidental o intencionado. A nadie se le oculta
la trascendencia de la respuesta a estas cuestiones.
Naturalmente, los chinos defendieron siempre la idea del mercado como
punto de origen, aplicando la táctica de que la mejor manera de defender es
hacerlo lo más lejos posible de la portería. Esa era su segunda línea de defensa,
después de haber atacado al enemigo con la acusación de que había sido
Washington quien había introducido de modo deliberado el virus en su país con
motivo de los Juegos Militares de octubre de 2019. Replegados sobre el
mercado, sabían que una vez que cayese esta tesis, era cuestión de tiempo que
los otros dos puntos se diesen por añadidura. Ciertamente, no se sigue de modo
automático que porque el virus haya salido del laboratorio se trate
necesariamente de una quimera, pero es indudable que ambas cosas van unidas;
asentado el origen en el Instituto de Virología, lo difícil es pensar que no haya
sido una creación artificial, máxime cuando los impugnadores de la
artificiosidad del virus son los desacreditados defensores de la teoría del
mercado húmedo. En el verano de 2021 la cuestión de la intencionalidad aún no
se había planteado formalmente, pero es bastante probable que lo haga en los
próximos meses una vez demostrada la naturaleza quimérica del SARS-CoV-2.
Unos pocos días más tarde, un grupo de científicos (de Stanford, Cambridge,
Pasadena, MIT o Harvard), entre los que se encontraban el doctor Marc Lipsitch
o Akiko Iwasaki, publicó en Science un artículo en el que exigían una
investigación imparcial y en profundidad sobre lo sucedido en Wuhan, con la
implícita censura que tal demanda representaba para todo lo que hasta entonces
se había venido afirmando:

Una investigación adecuada debe ser transparente, objetiva, basada en datos, incluida una amplia
experiencia, sujeta a una supervisión independiente y gestionada responsablemente para minimizar el
impacto de los conflictos de intereses. Tanto las agencias de salud pública como los laboratorios de
investigación deben abrir sus registros al público. Los investigadores deben documentar la veracidad y
procedencia de los datos a partir de los cuales se realizan análisis y se extraen conclusiones, de modo
que los análisis sean reproducibles por expertos independientes.

Sobre todo por la evidente razón, que hasta entonces no parecía ocupar a los
dirigentes de la OMS —al menos en la medida en que sus investigaciones eran
mucho más políticas que científicas, como ahora se está demostrando—, de que
«saber cómo surgió el covid-19 es fundamental para informar estrategias
globales a fin de mitigar el riesgo de futuros brotes».
La argumentación era demoledora:

En mayo de 2020, la Asamblea Mundial de la Salud solicitó al director general de la Organización


Mundial de la Salud (OMS) que trabajara estrechamente con los asociados para determinar los orígenes
del SARS-CoV-2. En noviembre se publicaron los términos de referencia para un estudio conjunto entre
China y la OMS. La información, los datos y las muestras de la primera fase del estudio fueron
recopilados y resumidos por la mitad china del equipo; el resto del equipo se basó en este análisis.
Aunque no hubo hallazgos en apoyo claro de un derrame natural o un accidente de laboratorio, el equipo
evaluó un derrame zoonótico de un huésped intermedio como «probable a muy probable», y un
incidente de laboratorio como «extremadamente improbable». Además, las dos teorías no fueron
consideradas equilibradamente. Solo 4 de las 313 páginas del informe y sus anexos abordaban la
posibilidad de un accidente de laboratorio. En particular, el director general de la OMS, Tedros
Ghebreyesus, comentó que el examen por el informe de las pruebas que respaldaban un accidente de
laboratorio era insuficiente y ofreció proporcionar recursos adicionales para evaluar plenamente la
112
posibilidad.

Fue, seguramente, el golpe decisivo. Las censuras a la OMS, las acusaciones


de oscurantismo a China, y la de haber puesto la ciencia al servicio de objetivos
políticos, eran devastadoras.
Unos días más tarde, el gobierno norteamericano filtró al The Wall Street
Journal un informe en el que se recogía que Beijing disponía de información
acerca de que tres investigadores del Instituto de Virología de Wuhan habían
contraído el covid-19 en noviembre de 2019 (algo que en Washington habían
defendido ya en enero de 2021; pero… aún estaba en la Casa Blanca Donald
Trump).113 Con inmediatez terció este, reivindicándose —con toda razón—,
aunque en cierto modo, de manera comedida. «Tengo muy pocas dudas acerca
de que el covid salió del laboratorio de Wuhan».114
Apenas tres días más tarde, el presidente Biden anunció que había dado
noventa días a los servicios secretos de Estados Unidos para que averiguasen
cuál es el origen verdadero del virus. Biden se cuidó de tomar partido por
ninguna teoría, pero eso es algo, en sí mismo, revelador.115 De forma poco
creíble, el anciano dirigente anunció que en los servicios de inteligencia hay
«dos elementos contra uno que se inclinan en favor del origen natural, pero todos
ellos tienen en sus teorías una seguridad baja o moderada, insuficiente como
para determinar que uno sea más probable que el otro».116
Durante todos estos meses, los medios de comunicación se han mostrado de
una parcialidad inaudita. Lejos de amparar un clima de debate, se han dedicado a
señalar y censurar a los disidentes, a ridiculizarlos, y a contribuir a la
nauseabunda tarea de monopolizar la «ciencia».117 Sin práctica excepción —
particularmente en nuestro país— coinciden en los mismos temas y en los
mismos enfoques. La beligerancia contra Donald Trump, principal valedor del
escape del laboratorio del Instituto de Virología de Wuhan como causa de la
pandemia, les empujaba a rechazar o a comentar sarcásticamente esta
posibilidad. La unanimidad señalada se muestra de un modo más descarnado en
este caso, en el que todos han vuelto a coincidir en algo que tiene pleno
marchamo de falsedad: el origen natural del SARS-CoV-2. Un caso
verdaderamente singular este de coincidir todos en una falacia.
Entretanto, las redes sociales han seguido, también en este tema, con su tarea
liberticida. La feroz censura que ejercen en estos días en pocos casos se ha
mostrado más partisana que en este. Las informaciones u opiniones acerca del
origen del virus que contradijeran la versión oficial eran inmediatamente
censuradas; lo más grave, y en lo que no siempre se repara, es que hemos
llegado a considerar que existen versiones «oficiales», es decir, explicaciones o
interpretaciones que deben ser creídas para no ser excluidos del ejercicio de los
derechos que asisten a quienes sí comparten dicha versión. Estamos muy cerca
de la codificación del delito de opinión; este, obviamente, existe desde hace
mucho tiempo, pero hasta ahora se han tomado la molestia de justificarlo en el
nombre de bienes superiores a proteger. A través de las redes sociales, la merma
de derechos se ha convertido no ya en un hecho, sino en una rutina. ¿Qué harán
ahora Facebook, Twitter o Instagram con todos aquellos a quienes censuraron
por publicar noticias referentes a la procedencia del virus del laboratorio de
Wuhan? ¿Se disculparán, les compensarán, pedirán público perdón por su
sectarismo? Urge poner coto a la arbitrariedad de las redes sociales; su
repercusión social no puede ignorarse, y no es lícito —al margen de que
tampoco es legal, hablaremos de eso más adelante— que dispongan de una
patente de corso que les permita actuar como juez y parte. Este asunto debería
ser suficiente como para que los organismos internacionales tomen cartas en el
asunto: el uso clamorosamente fraudulento de la excusa de las fakes news no
debería sostenerse ni un día más.
El énfasis de los medios en censurar las opiniones disidentes y en
estigmatizar a estas como «negacionistas» ha sido una de las tareas más bajas
que los medios en España han llevado a cabo en los últimos años, y eso que no
lo tenían fácil. Es muy interesante hacer el ejercicio de seguir la evolución de la
prensa durante las últimas dos semanas de mayo, al mejor estilo de El
Monitor.118
Y es que la publicación del artículo de Wade les dejó sin agarraderas. Por
supuesto, sabían —sobre todo a partir de este punto— que no cabían dudas sobre
el verdadero origen del virus. Pero habían estado largos meses insultando a todo
aquel que osara sugerir que acaso, quizá, el laboratorio tuviese algo que ver,
después de todo. Ahora tenían que girar poco a poco, sin movimientos
excesivamente bruscos, aunque de algún modo esto resultase inevitable.
Las portadas de todos los medios recogieron el cambio; la prensa europea,
algo menos servil —en ocasiones tampoco mucho— que la española, pudo
abordarlo con mejor cara; pero la nuestra alcanzó alturas insospechadas: El País
tituló, en un verdadero alarde artístico, que «la teoría del accidente de laboratorio
en Wuhan como origen del coronavirus abandona el terreno conspirativo». 119
Un terreno conspirativo en el que precisamente El País había situado a dicha
teoría. Vergonzoso.
Algo parecido puede decirse del resto de los medios de comunicación tanto
escritos como hablados o televisivos. En el escalofriantemente dicharachero
estilo de las verificadoras, estas escrutaban las opiniones sospechosas sin vacilar
en señalar al hereje. Y nos lo explicaban.120
Nos lo llevan explicando cerca de dos años. Y sin que se pongan ni un
poquito colorados.
A fines de mayo de 2021, los medios más sesudos ya no se hacían ilusiones
acerca de la posibilidad del mercado: hasta The Times admitía que los servicios
de información británicos poseían información fiable sobre el origen del virus en
relación con el laboratorio.121 Una información que no era reciente, sino que
procedía de muchos meses atrás, pero que se había mantenido a buen recaudo.
Casi todo el mundo lo sabía; la OMS, desde luego, estadounidenses y
británicos, con seguridad; buena parte de la prensa era consciente de que la
probabilidad caía del lado del laboratorio; y las asociaciones médicas, las más
culpables de todas, presionaban por razón de interés corporativo y, desde luego,
económico.
En su conjunto, los motivos por los que prensa, médicos y políticos
escondieron la verdad deberían ser suficientes como para sentarles ante un
tribunal.
3

¿VIRUS ARTIFICIAL? LA VERSIÓN OFICIAL Y LOS


MEDIOS

«Las compañías farmacéuticas son mejores inventando enfermedades para medicamentos que ya
existen, que inventando medicamentos para enfermedades que ya existen».
NASSIM TALEB

Aunque la fundación de la Organización Mundial de la Salud se remonta a


1948, la mayor parte de la población mundial ignoraba qué era la OMS hasta el
invierno de 2020. Y, sin embargo, había desempeñado un papel de primer orden
en nuestras vidas, aunque no lo supiéramos.
La OMS consta de seis oficinas regionales, en las que ha dividido el mundo, y
son también seis los idiomas oficiales de la organización. Sus miembros forman
la Asamblea Mundial de la Salud, que se reúne todos los años, generalmente en
primavera. Sus recomendaciones han terminado por ser casi de obligado
cumplimiento por todos los estados miembros, que es como decir todos los del
mundo. Lo que significa que los estados están al tanto de las decisiones que
toma la organización, decisiones que han pasado mayormente desapercibidas
durante décadas, pero que han adquirido un relieve insospechado al socaire de la
pandemia.
La idea originaria, la de combatir de modo colectivo unas enfermedades que
no conocen fronteras, parece razonable. Para ello se financia a partir de las
cuotas que cada estado miembro abona, lo que se hace en función del nivel de
riqueza y población de los estados. En principio, estos eran los únicos
contribuyentes a la organización, aunque con el paso del tiempo diversas
entidades privadas se sumaron al esfuerzo público.
Pero la aportación obligatoria de los estados es, hoy, menos de un 25% del
total de la financiación de la organización. Los otros tres cuartos salen de las
donaciones voluntarias, de las cuales una buena parte procede de donaciones
privadas. Décadas atrás, esta ayuda representaba un aporte valioso para la OMS,
pero hoy día se ha convertido en un condicionamiento de su actividad. En
palabras de uno de sus principales exdirigentes, Germán Velásquez, «la OMS ha
sufrido un proceso de privatización y ahora trabaja en favor de intereses
privados». Y continúa exponiendo:

La OMS, desafortunadamente, está en un proceso acelerado de privatización. Está entrando en una


situación de conflictos, está dejando de tener el rol que jugó siempre, y para el cual fue fundada, el
árbitro mundial de la salud pública.
El problema de las donaciones voluntarias es que el donante decide para qué va [su dinero], de
manera que se escapa de las deliberaciones y de la formulación de prioridades que fijan todos los países
a nivel mundial. Para que lo entendamos, más del 80% del presupuesto de la OMS son contribuciones
privadas o públicas, pero voluntarias, que se concentran en los diferentes países, en la Fundación Bill
Gates y en la industria farmacéutica.

Velásquez sabe de lo que habla: trabajó durante veinte años para la OMS, y
creó la Unidad de Economía de la Salud y Financiación de los Medicamentos de
la Organización Mundial de la Salud, además de convertirse en director del
Secretariado de la OMS para la Salud Pública, la Innovación y la Propiedad
Intelectual. Su denuncia de lo que está pasando afecta a poderosos sectores
económicos, lo que ha valido ser objeto de amenazas y agresiones físicas en
varias ocasiones.
Velásquez sigue explicando:

Un ejemplo: el 90% del Programa de Medicamentos (que dirigió él mismo) ahora está financiado por la
Fundación Bill y Melinda Gates, quienes están dando el dinero solo para los asuntos que le interesan a
Bill Gates, de tal manera que el programa solo se centra en los proyectos determinados por este, el resto
se queda sobre el papel. Por ejemplo, ya no se trabaja nada sobre el programa de uso racional de los
medicamentos.

Entre los financiadores de la OMS destaca la aportación de la industria


farmacéutica, que alcanza los 90 millones de euros; o la firma Ikea, que ha
destinado más de 5 millones de dólares en un solo ejercicio. Pero la contribución
sin duda más cuantiosa procede de Bill Gates, quien puede donar hasta 190
millones de dólares al año, lo que viene a ser unas cien veces la cuota española.
Según Velásquez, «… ha sucedido, y está sucediendo. Cuando un donante da
dinero, por ejemplo a la industria farmacéutica, estos representantes solicitan
estar presentes en los comités de expertos de los diferentes programas [de la
OMS]. Hay un conflicto de intereses grave. Sucedió con la epidemia H1N1, los
posibles fabricantes de vacunas y de medicamentos, como el Tamiflú, estaban
sentados en el comité que estaba decidiendo si se lanzaba una epidemia o no,
evidentemente, [las farmacéuticas] empujaron a que se lanzara la epidemia y se
diera una alarma global porque iban a tener un mercado impresionante».122
La retirada de Donald Trump de la OMS representó, en realidad, el fin del
contrapeso a las fuerzas que trataban de dominarla. A partir de ese momento,
Bill Gates se ha erigido en el árbitro de la organización. Con su 10% sobre el
total del presupuesto, él es quien determina el trabajo de la organización.
Además, desde su posición ha trabajado para que otros magnates sumen sus
fortunas a la entidad internacional.
Es cierto que la acusación del expresidente norteamericano a la OMS de
servir de correa de transmisión de los intereses chinos era verosímil. El director
de la misma, el eritreo Tedros Adhanom Ghebreyesus, es un hombre muy
cercano tanto a la Fundación Bill y Melinda Gates como al Instituto Aspen, que
a su vez está relacionado con el matrimonio Gates. La proximidad de Tedros a
los chinos se ha visto refrendada por el declarado apoyo de Bill Gates a Beijing.
El director general de la OMS quiso nombrar al genocida etíope Mengistu
Haile Mariam embajador de la OMS, lo que motivó que, cuando Tedros fue
designado presidente de la organización, se produjeran numerosas
manifestaciones en su contra por parte de sus compatriotas en el exilio. Incluso
otra organización globalista como Human Rights Watch le denunció, acusándole
de haber ocultado tres epidemias de cólera en su país entre 2006 y 2011, al
tiempo que le consideraba responsable de «sistemáticas violaciones y represión
política» y de delitos contra la humanidad. Nada extraño si tenemos en cuenta
que Tedros fue militante de una organización revolucionaria comunista y un
cruel represor.
Bill y Melinda Gates le brindan su apoyo, quizá porque la OMS deja el
terreno despejado en África para que los Gates practiquen allí sus fantasías
neomalthusianas de control de la población. Bill Gates ha promovido el aborto,
la anticoncepción y ha sido acusado de que a través de sus vacunas ha inducido
la esterilización forzosa de miles de mujeres.
El papel que juega la OMS en la actual pandemia, juzgado en un principio
positivamente, se vio pronto oscurecido por la adopción de unos protocolos de
actuación muy polémicos, en los que se mezclaban dudas con certezas y en los
que las contradicciones eran permanentes. El editor de The Lancet, Richard
Horton, valoró con justeza el papel de la OMS al afirmar que «su autoridad y
capacidad de coordinación son débiles. Su capacidad para dirigir una respuesta
internacional a una epidemia que amenaza la vida es inexistente».123
Los primeros días de la pandemia también mostraron la estrecha dependencia
de la OMS con respecto a China. Mientras Beijing sostenía que había dudas de
que el virus pudiera contagiarse entre humanos —como se ha dicho, reproducía
el modo de actuación de la Unión Soviética en Chernóbil, tratando de ocultar lo
sucedido—, la OMS compartió tal punto de vista hasta el 20 de enero de 2020 en
que un funcionario chino confirmó que el contagio entre personas era posible.
Solo diez días antes el gobierno chino había transmitido la información de la
secuenciación del genoma (conseguido el 31 de diciembre), según John
Mackenzie, miembro del Comité de Emergencia de la Organización Mundial de
la Salud.
Pero el gobierno de Taiwán había advertido a la OMS de que el virus se
transmitía entre humanos ya el mismo 31 de diciembre, según el vicepresidente
de Taiwán y exministro de Sanidad, el epidemiólogo Chen Chien-jen.124 La
OMS se negó a tomar ninguna acción por miedo a desairar a China, que no
reconoce al gobierno de la isla de Formosa y que reclama aquel territorio como
propio. En lugar de eso, trató de emprender una investigación en la provincia de
Hubei, foco del contagio, a lo que se negó el gobierno de Xi Jinping.
Y no fue sino hasta el 30 de enero cuando la OMS declaró la emergencia
sanitaria, una vez que las autoridades de Beijing habían encerrado a los once
millones de habitantes de Wuhan. Por entonces, la organización de Tedros
Adhanom negó que hubiese que restringir los viajes entre países; al día
siguiente, Donald Trump dio orden de no viajar a China ante el avance del virus.
Las medidas que se tomaron tendieron, en principio, a ser lo menos radicales
posible. De hecho, la OMS tardó aún un mes y medio en declarar pandemia al
covid-19, lo que, en cualquier caso, sigue pareciendo una calificación abusiva.
Durante las primeras semanas, la Organización Mundial de la Salud
recomendó aplicar los test PCR solo a las personas con síntomas de covid-19,
alegando que la transmisión de coronavirus por las personas asintomáticas era
muy rara, y que este no era un factor clave en la propagación del contagio. La
evolución de la situación ha terminado por darle la razón, aunque algunos
Estados (como el nuestro) han decidido ignorarlo y han mantenido una dudosa
política al respecto.
Y algo parecido sucedió con las mascarillas; desde el principio, y esa ha sido
su posición siempre, ha considerado que el empleo de estas era absurdo en
espacios abiertos e inapropiado incluso en espacios cerrados, debiendo quedar
reservadas para los centros sanitarios y su uso profesional. Sobre ambos temas,
el de las mascarillas y el de las PCR, volveremos más adelante.
Las farmacéuticas

Con frecuencia se ha exagerado el impacto de la medicina en la mejora de la


vida humana, en la esperanza de vida y en la calidad de vida. La opinión pública
tiende a confundir la medicina con la sanidad, y a atribuir a la primera los logros
de la segunda. Sin despreciar en lo más mínimo la importancia de la medicina en
nuestras vidas, no estará de más señalar que esta tiene una función esencialmente
reparativa; en ese sentido, su papel es más restringido de lo que suele suponerse.
No hay duda de que el despertar de la mentalidad científica supuso un salto
cualitativo en el devenir de la humanidad, y no solo en esta parte del mundo, ya
que lo sucedido en Occidente ha tenido —y tiene— una repercusión en el
conjunto del planeta. Pero el surgimiento de esa mentalidad científica no incidió
únicamente —ni, si se me apura, principalmente— en la medicina; con una pizca
de cinismo alguien podría decir que su mayor contribución fue el cambiar la
aplicación de los procedimientos médicos vigentes hasta ese momento y que
tanta gente se habían llevado por delante.
Incluso en nuestro tiempo —y visto con perspectiva—, no se trata tanto de
que seamos capaces de curar como de evitar que la población no enferme. La
biología, la química y la veterinaria tuvieron un protagonismo al menos igual al
de la medicina, y hoy son aspectos ajenos a esta los que más han contribuido a
alargar y mejorar la vida humana. En la mejora cualitativa y cuantitativa de la
vida inciden, sobre todo, la higiene y la alimentación.
En todo caso, no cabe duda de que desde los tiempos de la medicina
precientífica hasta hoy hemos recorrido un camino exitoso. Sin embargo, ese
camino presenta un lado oscuro, que en estos días se nos muestra de un modo
más descarnado que nunca. Porque la ciencia ha sido reinterpretada y ascendida
a la condición de religión; la ciencia, en nuestra época, reproduce las adhesiones
que antes estimulaba la fe. Y termina desarrollando, indefectiblemente, una
exigencia militante parecida. Entre otras muchas cosas, la pandemia ha puesto de
manifiesto la relación casi mística de la población con la sanidad.
Ese trasvase de fe ha permitido que las grandes farmacéuticas hayan
convertido el negocio de la salud en el más importante del mundo. En la tercera
década del siglo XXI, las principales firmas se han constituido como gigantescos
monstruos que mueven ingentes cantidades de dinero y que han alcanzado un
enorme poder.
Las grandes farmacéuticas son empresas multinacionales que están presentes
en la mayor parte de los países del mundo. Se trata de un sector interdisciplinar
que necesita y, al tiempo, promueve los mayores adelantos científicos. En cierto
modo, representan el sector globalista por excelencia: adquieren las materias
primas en los países más pobres, se instalan en aquellos donde las condiciones
laborales son más precarias, venden sus productos en los países más ricos. El de
las farmacéuticas es el sector más rentable del mundo.
Constituye un oligopolio en el que veinticinco empresas controlan el 50% de
todo el mercado mundial gracias a su capacidad competitiva basada en I+D, en
el sistema de patentes y en el control de la comercialización. Fuera del mundo
desarrollado tan solo la India y Brasil han conseguido alguna presencia en el
mundo del medicamento. La práctica totalidad de la industria pertenece a la
Unión Europea, a Estados Unidos y a Japón. La mayor parte de las patentes se
registran en Estados Unidos, lo que hace que las cincuenta primeras pertenezcan
a ese país. Con alguna excepción, la industria farmacéutica es reluctante a
desarrollar los medicamentos de los países pobres, que les dejan un margen
mucho menor de beneficios; prefieren concentrarse en la producción de
superfluidades cosméticas que se pagan mucho mejor en los países ricos.
Hoy, las grandes farmacéuticas se han convertido en verdaderos monstruos
comerciales. Por ejemplo, Pfizer, que es la más grande de todas, volumen que ha
conseguido básicamente comprando a sus competidores; en la primera década
del siglo adquirió, por este orden, Warner-Lambert (2000), Pharmacia (2003) y
Wyeth (2009). Y a punto estuvo de hacer lo propio con Allergan, con la que
había llegado a un acuerdo por 160.000 millones de dólares que incluía trasladar
su sede a Irlanda desde Estados Unidos para pagar menos impuestos.
Como a nadie se le oculta, la industria farmacéutica vive unos momentos
excepcionales a nivel mundial. La pandemia declarada por la OMS ha incidido
en que los costes de producción que ha de afrontar sean cada vez más bajos, al
tiempo que los procesos de fabricación son cada vez más eficientes, y la mano
de obra se ha reducido en las últimas décadas desde las fusiones de los años
noventa, que son las que han creado los grandes monstruos del sector.
Las inversiones en investigación son mucho menos onerosas que lo que
representa la comercialización, el marketing y la publicidad —con su coste en
estudios de mercado— y la competencia y los espectaculares salarios de sus
principales directivos. Que son una de las causas que disparan los precios de los
medicamentos, algo que debería conocer la población. Hay ejecutivos que
cobran anualmente 45 millones de dólares, y es frecuente el caso de salarios por
encima de los 20 millones.125
Llegados a este punto, alguien podría echar mano del argumento del libre
mercado; el problema es que muchos de los profesionales de la salud denuncian
que si el negocio es tan fabuloso ello es debido, sobre todo, a la paciente y
perseverante labor de sobremedicar a la población que han llevado a cabo las
farmacéuticas con la impagable colaboración de los poderes públicos y las
administraciones. Es decir, que han hecho a una gran parte de la población
dependiente de los medicamentos, por lo que esta ha perdido una buena parte de
su libertad.
Estas admoniciones de los profesionales han sido públicas, y han saltado a los
medios en muchas ocasiones, aunque no parecen hacer el efecto que sería de
desear. De modo oficial, los pediatras han advertido muchas veces del peligro
del abuso de los antimicrobianos y su consecuencia en forma de generación de
bacterias resistentes a todo lo conocido, que pueden llegar a convertirse en un
auténtico peligro en las próximas décadas. De hecho, cuando los niños padecen
síntomas como tos o fiebre, la probabilidad de que se trate de virus y no de una
bacteria es del 90%, con lo que los antibióticos no sirven de nada, pero no son
pocas las veces que estos se recetan, pese a todo, en lugar de un analgésico.126
La cuestión de la sobremedicación es muy grave. Se calcula que en España
mueren anualmente unas tres mil personas por su causa (una cantidad más o
menos equivalente a los fallecidos por accidentes de tráfico o por suicidio) y es
muy probable que la mortalidad aumente mucho en el futuro más próximo. Es
importante saber que el riesgo de infecciones por bacterias resistentes aumenta
de acuerdo al consumo de antibióticos de un paciente, un riesgo que no se limita
a la persona que los consume, sino que se extiende a su entorno y a la
comunidad. Ya existen bacterias que son resistentes incluso a los más potentes
antibióticos, lo que es una consecuencia directa de la sobremedicación. Es más
que posible que estas hayan sido producidas en zonas de bajo desarrollo, ya que
los médicos allí carecen de medios para determinar si una infección es bacteriana
o vírica, y suelen tirar por la vía de en medio y recetar igualmente antibióticos;
pero, además, porque las muy corrientes infecciones que allí se producen
requieren efectivamente antibióticos, que casi siempre se administran en malas
condiciones higiénicas, causantes a su vez de las infecciones. Una gran parte de
estas se evitaría con el simple gesto de lavarse las manos.
Desde los años noventa en que se formaron los grandes consorcios
farmacéuticos tal y como ahora los conocemos, las cosas se han complicado
mucho. Los intereses que mueve el negocio de la salud son casi inconcebibles
para el ciudadano corriente, hasta el punto de que la discrepancia en el mundo
sanitario se ha vuelto un acto heroico. Pero, a veces, hay héroes.
En 2015, Aseem Malhotra, un importante cardiólogo británico famoso por su
heterodoxia, publicó un manifiesto en el que pedía una disminución del empleo
de los fármacos, eliminando los inútiles o peligrosos y la sobremedicación, que
vinculaba con los sobornos médicos, las publicaciones compradas y la primacía
de los intereses económicos de las farmacéuticas. Todo un torpedo a la línea de
flotación del sistema de salud.
Lo sorprendente es que al manifiesto se sumó una serie de personalidades de
verdadero relieve en la medicina del país, como el médico personal de Isabel II y
presidente del Real Colegio de Médicos de Gran Bretaña, sir Richard Thompson,
o John Aston, presidente de The Faculty of Public Health. El manifiesto era la
culminación de una serie de pronunciamientos públicos de significados
científicos que vienen denunciando la influencia de las farmacéuticas sobre los
médicos y el sistema sanitario en general.
Así, lo que poco antes eran opiniones aisladas se convirtió en una denuncia
considerablemente generalizada. Destacados médicos británicos señalaron cómo
la industria presiona a la profesión médica, con la consecuencia de una
sobremedicación de la población. Una de las denunciantes, la doctora Lanctôt,
llegó a declarar que «el sistema sanitario es una verdadera mafia que crea
enfermedades y mata por dinero y poder».
Otro, el doctor Gøtzsche, que ha publicado más de setenta artículos en las
más prestigiosas revistas como The Lancet o The New Journal English of
Medicine, ha explicado el gigantesco ocultamiento y la mentira que la industria
lleva a cabo con la complicidad de los poderes públicos. No solo se venden
productos ineficaces, sino también peligrosos. Su modus operandi, en palabras
del doctor Gøtzsche se resume así: «El modelo de negocio de las grandes
farmacéuticas es el del crimen organizado». Para justificarlo, enumera una larga
lista de ilegalidades, escándalos, delitos y presiones perpetrados por la industria
farmacéutica.127
Biólogo y químico, además de médico, Gøtzsche trabajó ocho años para la
industria farmacéutica, y califica de sociópatas a los responsables de la industria,
a quienes —asegura— no importa producir todo tipo de daños en la población,
incluyendo muertes, con tal de incrementar los beneficios. Señala sin dudar a la
industria farmacéutica como la tercera causa de muerte en Europa y Estados
Unidos, tras el cáncer y el corazón. Las compañías farmacéuticas simplemente
pagan cuando se les acusa de actos criminales, conscientes de que tales multas
son insignificantes al lado de los beneficios que obtienen.
Según Gøtzsche, los ensayos y los análisis de datos son muchas veces
fraudulentos; la industria oculta los resultados de investigaciones
insatisfactorias. El único objetivo es la comercialización, para lo que no dudan
en cometer todo tipo de tropelías. Una de ellas es la de los sobornos: en un
trabajo realizado en Dinamarca (país natal de Gøtzsche), se estableció que el
12% de los médicos trabajaba para las farmacéuticas. Con respecto al resto de
los médicos, la industria utiliza expertos y líderes de opinión a fin de presionar y
que utilicen sus medicamentos más modernos y caros.
En Estados Unidos, las cantidades destinadas por las farmacéuticas a este fin
son gigantescas. De todos los grupos de presión que actúan en el país sobre los
políticos, el de los productos sanitarios es el primero. En el año 2016 —año
electoral— invirtieron 244 millones de dólares en regar las campañas de los
candidatos, a lo que contribuyeron Pfizer con casi 10 millones y Bayer con 8.
Treinta y nueve congresistas, estratégicamente repartidos por todos los estados,
poseen acciones de Pfizer.
Las farmacéuticas llevan a cabo donaciones millonarias a los diversos
candidatos al Congreso y al Senado, así como a los aspirantes a la presidencia:
en ese año de 2016, seguros de la elección de Hillary Clinton, entregaron a esta
12 millones, el 80% del total de lo dedicado a políticos. En agudo contraste,
Donald Trump tan solo fue agraciado con 267.925 dólares. La consecuencia es
que los estadounidenses pagan cantidades exorbitantes por los medicamentos; en
el caso del cáncer, hasta seiscientas veces más,128 además de que existen fuertes
sospechas de que muchos de los fármacos puestos en circulación solo han hecho
aumentar el precio, sin mejora alguna que lo justifique. Incluso la FDA lo está
investigando en el verano de 2021.129
En ocasiones, el descaro en el comportamiento público de los políticos ha
sido tal, que ha levantado una verdadera oleada de indignación. En 2003, George
Bush aprobó una ley que impedía negociar bajadas de precio con la
administración; y en 2017 se aprobó otra para «facilitar» la llegada al mercado
de los fármacos que eliminaba los estudios de control que, por razones de
seguridad y eficacia, llevaba a cabo la FDA. Algo inaudito.130
Las empresas presionan a los médicos para que receten medicamentos
destinados a otros usos que no estén aprobados por la FDA. El caso más
escandaloso fue el de Seroquel, producido por AstraZeneca; Seroquel es un
antipsicótico contra la esquizofrenia y el trastorno bipolar, que era recetado con
frecuencia para tratar el insomnio, la demencia y la depresión. Para 2009,
Seroquel le había producido a AstraZeneca 5.000 millones de dólares; la FDA
acusó a la farmacéutica de sobornar a los médicos para que recetaran este
medicamento con fines no aprobados por ella. El fiscal afirmó que se había
utilizado a los pacientes como conejillos de Indias. Por supuesto, AstraZeneca lo
negó, pero pagó 520 millones de dólares para resolver la demanda civil antes de
comparecer ante un tribunal.131
No faltan médicos que se niegan a recibir a los visitadores, pero las
farmacéuticas tienen muchos recursos; así, utilizan a compañeros de hospital o
de profesión para que presionen a los más reluctantes, o seducen a estos
asegurándoles que pueden convertirse en líderes de opinión de su empresa. La
táctica suele dar resultado: la mayoría de ellos terminan aceptando cobrar cientos
de miles de dólares anuales en concepto de «charlas promocionales».132
La estrategia de los sobornos es corriente, y ni mucho menos se limita a
Estados Unidos. De hecho, la justicia de ese país cobró a Pfizer más de 60
millones de dólares en el año 2012 por sobornar «a médicos, reguladores y
funcionarios en el extranjero». Tales hechos tuvieron lugar, de forma acreditada,
en China, Rusia, Italia, Bulgaria, Kazajistán, Croacia, Serbia y República Checa.
La farmacéutica pagó para que se detuviera el proceso criminal con el que la
fiscalía estadounidense amenazaba.133
No era la primera vez, y no sería la última. En 2009, Pfizer había tenido que
afrontar el pago de una multa récord, impuesta por la administración
norteamericana, de 2.300 millones de dólares por comercializar fármacos de
modo irregular entre médicos y pacientes. Una parte de la multa se correspondía
con la sanción criminal impuesta por la venta de Bextra, un medicamento que
había sido retirado del mercado cuatro años atrás. La otra parte de la multa se
debía a la comercialización de fármacos con usos no aprobados y en concepto de
sobornos a profesionales sanitarios, pista sobre la que estaba la justicia tras la
condena de 2004 por la venta irregular de Neurontin, un producto para la
apoplejía. Ese mismo año, como señal de buena voluntad, Pfizer acordó cooperar
con el Departamento de Justicia en la investigación de la ilegalidades cometidas
en el extranjero por empresas que cotizan en bolsa.
La multa a Pfizer superaba con creces a la histórica impuesta a Eli Lilly, que
había sido sancionada con 1.420 millones de dólares debido a la venta de
Zyprexa, un fármaco contra la esquizofrenia. Aunque puede parecer una
cantidad exorbitante, para el fabricante de Prozac —y por cuyo consejo de
administración han pasado personalidades como George H.W. Bush o Kenneth
Lay— no lo es.134
La obtención de beneficios fabulosos no satisface a estos gigantes. Pfizer no
dejó de subir el precio de las vacunas de covid-19 desde casi el primer día; en
unos pocos meses, había aumentado un 62%; comenzando a 12 euros la dosis, en
abril de 2021 ya estaba casi en 20 euros, precio establecido para los 900 millones
de dosis que se suministrarán en 2022 y 2023.135
La estrategia siempre ha sido la misma. En diciembre de 2016, la Autoridad
de la Competencia y los Mercados del Reino Unido multó de nuevo con 99
millones de libras a Pfizer por subir los precios de un fármaco antiepiléptico a la
sanidad pública del país en un 2.200%. Un aumento en modo alguno justificado
y menos aún en tal cuantía.136 Pero siempre es más difícil obtener tales ventajas
de países desarrollados, por lo que la idea básica es conseguirlas en los países en
peores condiciones. Y la vía más rápida es el soborno a funcionarios, políticos y
periodistas. «El pago corrupto a funcionarios extranjeros para asegurarse
contratos lucrativos crea un mercado desigual y pone a las compañías honradas
en desventaja», según la ayudante del fiscal general de Estados Unidos Mythili
Raman.137
Por supuesto, no es Pfizer la única compañía involucrada en estas prácticas.
En 2011 Johnson & Johnson pagó 70 millones de dólares por sobornos en países
como Grecia, Polonia o Iraq.138 El historial de esta compañía tiene poco que
envidiar a su colega.139 En octubre de 2019, la empresa fue condenada a pagar
8.000 millones de dólares a un ciudadano estadounidense por el uso de su
medicamento Risperdal, que ha producido un crecimiento de las glándulas
mamarias en un buen número de niños varones, algo que la compañía ocultó,
aunque era perfectamente consciente del riesgo.
Por las mismas fechas, la multinacional era condenada al pago de varias
multas debido a la venta de medicamentos como Duragesic y Nucynta,
calmantes realizados a base de opiáceos, que está dando lugar a un sinfín de
demandas, que, de momento, se han saldado con el pago de 572 millones de
dólares por sentencia de un juez de Oklahoma.
Aún peor fue el asunto de los polvos de talco: en abril de 2018, un banquero
neoyorquino denunció a Johnson & Johnson alegando que esa sustancia le había
causado cáncer, y el tribunal falló en su favor, obligando a la firma a pagar 80
millones de dólares.140 No era el primer caso: dos años antes, Jacqueline Fox
había ganado una demanda contra la farmacéutica por haberle producido cáncer,
enfermedad de la que murió en 2015. Su familia recibió 72 millones de dólares.
En la sentencia, el tribunal denunció que Johnson & Johnson «trató de ocultar
datos e influir a los comités que regulan los cosméticos. Al menos podían haber
puesto una advertencia en el etiquetado. Pero no hicieron nada».141
La farmacéutica utilizó asbestos en la elaboración de los polvos de talco
durante décadas, aunque se sabe que es cancerígeno desde hace un siglo. En
1973, la administración estadounidense prohibió su uso. Parece, sin embargo,
que Colgate-Palmolive lo empleó entre 1961 y 1976, al menos de acuerdo a una
sentencia de California en la que se estableció la relación entre el uso de sus
polvos de talco y el cáncer. La utilización de talcos en genitales está
desaconsejada por la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer
como un posible «carcinógeno para humanos».
El 1 de junio de 2021, el Tribunal Supremo de Estados Unidos rechazaba
revisar la apelación de Johnson & Johnson contra una sentencia que condenaba a
esta a pagar una indemnización multimillonaria por haber causado cáncer de
ovarios a veintidós mujeres a causa del empleo de asbestos. Los demandantes
estaban representados por el conocido abogado Kenneth Starr, quien sintetizó los
argumentos de sus demandantes acusando a la farmacéutica de haber vendido un
producto cancerígeno «a sabiendas, pues contenía amianto; lo vendió durante
décadas, sabiendo que contenía asbestos, una sustancia altamente cancerígena.
Podrían haber protegido a los consumidores pasando del talco a un derivado del
maíz, como los propios científicos de la compañía propusieron en 1973. Pero el
talco era más barato y los directivos no quisieron sacrificar beneficios por un
producto más seguro».142
En mayo de 2020 la firma había anunciado que dejaba de comercializar sus
polvos de talco en Estados Unidos y Canadá, casualmente donde había sido
acusada por vender productos cancerígenos, pese a que la empresa negaba la
presencia de estos en su producto.143 Sin embargo, la agencia Reuters insistía a
fines de 2018 que Johnson & Johnson sabía perfectamente lo que estaba
vendiendo.144
La propia Pfizer tuvo que afrontar una investigación en los años ochenta por
la venta de válvulas cardíacas defectuosas en Costa Rica, durante la que se
sugirió una negligencia de difícil justificación y una ocultación de la empresa a
los reguladores para que la autorizasen.145 En España, Pfizer indemnizó a las
víctimas,146 que en el conjunto del mundo ascendieron, según cálculos, a unas
300; solo en Estados Unidos, casi 180. Increíblemente, la farmacéutica alegó que
sus válvulas cardíacas habían salvado muchas más vidas de las había dañado.147
Una investigación del 7 de noviembre de 1991 en The Wall Street Journal
afirmó que la compañía había estado falsificando deliberadamente los registros
de fabricación relacionados con las fracturas de válvulas. El escándalo hizo que
Pfizer anunciase que destinaría 205 millones de dólares para resolver las decenas
de miles de demandas de válvulas que se habían presentado en su contra. Sin
embargo, Pfizer se resistió a cumplir la orden de la FDA consistente en notificar
a los pacientes que había un mayor riesgo de fracturas fatales en aquellas que
tenían la válvula instalada antes de los cincuenta años. En 1994, Pfizer
finalmente llegó a un acuerdo de casi 11 millones de dólares para que el
Departamento de Justicia retirase el cargo de que la compañía había mentido a
los reguladores, además de dedicar otros 9 millones a monitorear al resto de
pacientes o a retirarles la válvula.
Las farmacéuticas disponen de un poder aplastante, y sin duda condicionan
las investigaciones y las publicaciones, que no están, ni mucho menos, al margen
de las presiones de la industria. Los ejemplos podrían multiplicarse
interminablemente, pero bastará con recoger lo que Richard Horton, nada menos
que editor jefe de The Lancet, aseguró, cuando dijo que «mucha de la literatura
científica —quizá la mitad— podría ser simplemente falsa. La ciencia ha tomado
un giro hacia la oscuridad…». Según Horton, «los editores de revistas también
merecen su parte justa de crítica. Ayudamos e incitamos a los peores
comportamientos. Nuestra aquiescencia al factor de impacto alimenta una
competencia poco saludable para ganar un lugar en unas pocas revistas selectas.
Nuestro amor por la “significación” contamina la literatura con muchos cuentos
de hadas estadísticos. Rechazamos confirmaciones importantes. Las revistas no
son las únicas malhechoras. Las universidades están en una lucha perpetua por el
dinero y el talento, puntos finales que fomentan métricas reductoras, como la
publicación de alto impacto. Los procedimientos nacionales de evaluación, como
el marco de excelencia en investigación, incentivan las malas prácticas. Y los
científicos individuales, incluidos sus líderes de más alto rango, hacen poco para
alterar una cultura de investigación que ocasionalmente se desvía cerca de la
mala conducta».148
El poder de la industria farmacéutica es difícil de exagerar. La potencia del
negocio que más dinero mueve en el mundo explica, sin duda, la
invulnerabilidad de su posición: invulnerabilidad, sí, porque las multas, por
cuantiosas que sean, apenas hacen mella en su desenvolvimiento comercial y
están contempladas en su estrategia general como un mal menor.
La naturaleza del negocio farmacéutico es actualmente tal que las empresas
de este sector han sido caracterizadas por Germán Velásquez como «empresas
financieras que secundariamente producen bienes de consumo que pueden
curar». El volumen del negocio es espectacular. Así, el gigante californiano
Gilead —especializado en antivirales— produjo el medicamento Sovaldi, para la
hepatitis C, a un coste de 60 dólares, pero su precio de venta por persona fue de
84.000 (aunque en las negociaciones algunos países consiguieron sustanciales
rebajas, ningún Estado pagó menos de unos 12.000 dólares por paciente).149
El margen de beneficios se incrementa por el hecho de que están domiciliadas
en paraísos fiscales mientras producen en países con salarios muy bajos. Pero,
aunque allí se fabrique, el mercado para el que se trabaja es el de los países
ricos; el criterio es el de la máxima rentabilidad. Con tal criterio, las firmas
privadas financian estudios universitarios mientras los estados apenas aportan
una cantidad significativa (el caso español es muy ilustrativo). Una privatización
de la investigación que acompaña la de las instituciones internacionales.
Tan gigantescos conglomerados echan mano de los sobornos en cualesquiera
latitudes, comprando gobiernos, por ejemplo, pagándoles una campaña electoral.
Otras veces se producen con menor estruendo, pero no menor eficacia, como en
el caso de España. Así, en nuestro país y en el año 2015, fueron 500 los millones
de euros —una cantidad enorme— los que la industria farmacéutica destinó a las
asociaciones médicas. Al año siguiente, esta partida creció ligerísimamente, y en
2017 llegó a los 564 millones. En 2018, rozó los 600 millones de euros.150 Es
muy revelador el desglose con que la propia patronal de las farmacéuticas
explica dicho apoyo financiero, pero lo es aún más el hecho de que todo esto sea
posible bajo el paraguas de I+D+i. Y todos tan contentos.
Estos pagos reciben el nombre de «transferencias de valor». La mayor parte
de las partidas, según la propia patronal, «hace referencia a colaboraciones para
el diseño o ejecución de estudios preclínicos, ensayos clínicos y estudios de
postautorización». Los pagos para asistir a cursos han llegado a los 338 millones
de euros.
Como es natural, estos vínculos levantan sospechas acerca de la actitud de los
colegios profesionales al respecto de la industria farmacéutica. Durante mucho
tiempo, tales informaciones escapaban al dominio público, pero en 2017 el
gobierno trató de que los médicos tributasen por su asistencia a congresos, por
los alojamientos, las dietas y los desplazamientos. Las asociaciones de médicos
se levantaron en pie de guerra y le ganaron el pulso al ministro Cristóbal
Montoro; finalmente quedaron exentos de declarar por esos conceptos. Era un
evidente agravio con respecto a otros profesionales, pero también una muy
gráfica demostración del poder de la profesión y de las farmacéuticas.151
Lo mismo sucede allende nuestras fronteras. En 2015, la suiza Novartis abonó
una multa de 390 millones de dólares al Departamento de Justicia de Estados
Unidos por costear viajes y banquetes, además de haber pagado directamente a
una buena nómina de médicos a cambio de que prescribiesen sus medicamentos
a través de los programas Medicaid y Medicare. Novartis admitió los cargos que
se presentaron en su contra, relató el modo en que funcionaba la trama de
sobornos y añadió —en lo que ya constituye una consolidada liturgia de la virtud
— que estaba «implementando un compromiso con los más altos estándares de
conducta empresarial ética». Un compromiso seguramente tan fiable como el de
Pfizer con la administración estadounidense en 2004.
Paradójicamente, fue una investigación de la Fundación Bill y Melinda Gates,
apoyada por el Departamento Británico para el Desarrollo Internacional y el
Ministerio de Asuntos Exteriores holandés, la que puso de relieve que de 20
grandes farmacéuticas examinadas, 18 habían sido sancionadas por sobornos o
malas prácticas comerciales. En algunos casos, los sobornos han salido más
caros, como cuando GlaxoSmithKline fue multada con 379 millones de dólares
en China y sus responsables condenados a penas de entre dos y cuatro años por
sobornos en los hospitales.152
No cabe duda de que las grandes farmacéuticas dejan un rastro de corrupción
por donde pasan. Esta primavera de 2021 la propia Unión Europea se ha visto
salpicada por las irregularidades devenidas de los contratos a cuenta de las
vacunas. En Bruselas, el portavoz de la Comisión Europea, Stefan de
Keersmaecker, aseguraba que habían sido los países miembros los que habían
gestionado esos contratos y no la comisión. Pero en la prensa húngara se publicó
la demostración de que aquello era falso: los contratos los firmó la Unión
Europea y llevaron la rúbrica de Stella Kyriakides como comisaria de Salud y
Seguridad Alimentaria. Con el tiempo, las acusaciones fueron adquiriendo una
dimensión más y más grande.153
Kyriakides se había mostrado particularmente premiosa en la adquisición de
la vacuna por parte de la Unión Europea, y los fabricantes de vacunas se habían
quejado de su actitud casi obstruccionista. De acuerdo a la denuncia húngara,
Kyriakides había recibido 4 millones de euros en su cuenta corriente, lo que
llevó a la prensa chipriota (la de su país) a hablar de soborno; el dinero había
llegado a través del Banco Cooperativo de Chipre, de propiedad estatal. Se
intento tapar el mayúsculo escándalo alegando que se trataba de un préstamo, lo
que resultaba absurdo por cuanto su situación financiera no le capacitaba a
devolver una cantidad tal, según el propio informe del Tribunal de Cuentas de
Chipre.
Y es que la señora Kyriakides es, con toda probabilidad y según se asegura en
su país natal, destinataria de cuantiosos sobornos de la industria farmacéutica.
Fue durante muchos años presidente de la Alianza Europea contra el Cáncer de
Mama Europe Donna, que recibió abundantes donaciones de Pfizer, AstraZeneca
y Johnson & Johnson.154
El historial de Kyriakides tiene ya su solera. Hace unos años Kyriakides
privatizó los tratamientos oncológicos en Chipre, proceso del que la industria
obtuvo pingües beneficios a costa de los usuarios y del Estado, como había
hecho con el aborto anteriormente. El asunto encolerizó tanto a los chipriotas
que llegó hasta el Parlamento y se votó la nacionalización del tratamiento de
cáncer para rebajar su coste. Su desempeño al frente de la pandemia durante las
primeras semanas tras los contagios de Wuhan fue en verdad deficiente, y por
ello ampliamente criticada.155 En su caso, las sinergias entre el poder político y
la industria farmacéutica están más que acreditadas.
Y es que la Unión Europea no es, precisamente, ajena a los intereses de las
grandes firmas de la industria. Un informe de verano de 2015 señala el privilegio
con que cuenta el lobby farmacéutico, que disponía de 113 pases de libre acceso
al Parlamento Europeo, casi el triple que la suma de todos los de los colectivos
civiles. Las grandes farmacéuticas presionan sin cesar para que se concreten los
acuerdos de libre comercio por todo el mundo, para contrarrestar los genéricos,
para proteger en su favor los ensayos clínicos (esto es, para hurtarlos del control
estatal) y para que se prolongue el periodo de concesión de patentes.
El documento, emanado del Observatorio Corporativo Europeo y llamado
«Prescripciones normativas, la potencia de fuego del lobby farmacéutico europeo
y sus implicaciones en la salud pública», asegura que las principales
farmacéuticas se dedican a asediar a la Comisión Europea cada vez con mayor
fuerza (Bayer destina unos 2,5 millones de euros a ese menester). En su
conjunto, las mayores corporaciones del sector gastaron 40 millones de euros en
presionar a la Comisión Europea en 2014.156
Las acusaciones de que las farmacéuticas no están interesadas en erradicar las
enfermedades hace mucho tiempo que están sobre la mesa. Richard Roberts,
Premio Nobel en 1993 por sus investigaciones sobre el ADN —y que ha
trabajado muchos años en BioLabs—, ha criticado públicamente no solo la falta
de ética con que actúan las farmacéuticas, sino las bases de las que parten y los
intereses que persiguen. Su objetivo no es curar enfermedades, sino
cronificarlas.
Roberts ha declarado que «si yo como compañía desarrollo un fármaco que
me ha costado cientos de millones de dólares de investigación, pero que cura la
enfermedad, ¿cuánta rentabilidad puedo esperar si se termina el negocio? Las
empresas no tienen ningún incentivo para desarrollar fármacos que realmente
acaban con la patología (…) No podemos pensar que las empresas van a buscar
curaciones, porque no les interesa».157
Aunque estas declaraciones —efectuadas en 2008— sonaran alarmantes en su
día, hoy nos resultan mucho más familiares. A estas alturas, los titulares de
prensa recogen una y otra vez, ya casi sin deje de escándalo alguno, las fechorías
de la industria. En junio de 2019, The Washington Post publicó que Pfizer había
hallado en 2015 un fármaco que podía prevenir el Alzheimer; de hecho,
aseguraba que disminuía el riesgo de contraer esa enfermedad en un 64%. El
medicamento existía y se llama Enbrel, un antiinflamatorio contra la artritis
reumatoide.158
La cuestión es que los ensayos clínicos, que requerían de la participación de
miles de pacientes, costaban unos 80 millones de dólares. De modo que Pfizer,
tras debatirlo, decidió abandonar una investigación que estimaba no le iba a
reportar grandes beneficios y, lo que es aún más grave, guardar bajo siete llaves
el hallazgo.159
En el caso de nuestro país, el gobierno estableció en diciembre de 2020 la
llamada «Estrategia de vacunación frente al covid-19», que se concretó en el
denominado Grupo de Trabajo Técnico de Vacunación covid-19, de la Ponencia
de Programa y Registro de Vacunaciones.160 En la página 2 aparecen los
nombres del equipo de sanitarios y médicos y no faltan, entre ellos, conspicuos
pediatras ligados a las farmacéuticas. Y es que la Asociación Española de
Pediatría ha sido frecuentemente vinculada con Sanofi; la dependencia de la
AEP de la financiación externa es del 80%, cosa que reconoce la propia
asociación, aunque sin especificar los donantes. Lo cierto es que de sus
decisiones resultan beneficiados Sanofi y GlaxoSmithKline, tal y como denunció
en su día la «Plataforma No, Gracias».161
Uno de los participantes en la estrategia gubernamental admite que ha
formado parte de actividades docentes relacionadas con GlaxoSmithKline,
Novartis, Pfizer y Sanofi Pasteur MSD, como investigador en ensayos clínicos
de Novartis y como consultor en un advisory board de AstraZeneca, Novartis y
Pfizer. Y ahora es uno de los que dirige la estrategia nacional con respecto a las
vacunas.
Otro de los participantes preside un gran lobby en favor de la vacunación, la
Asociación Española de Vacunología, que reconoce estar patrocinada por
fabricantes de vacunas como GlaxoSmithKline, Sanofi Pasteur MSD, Pfizer y
Baxter. Y aún hay un tercero, Federico de Montalvo, presidente del Comité de
Bioética de España y profesor de derecho constitucional que, pese a su cargo, se
ha manifestado en contra de la voluntariedad de las vacunas y a favor no solo de
obligar a los ciudadanos a pincharse, sino de retirar la patria potestad a los
padres que se nieguen a vacunar a los bebés.
Federico de Montalvo —asesor del gobierno central y de los autonómicos, y
siempre contrario a la libertad de elección— lleva a cabo un filisteo ejercicio de
distinción entre la voluntariedad de las vacunas y su no obligatoriedad,
asegurando que la posición ética de una y otra no son equivalentes.162 Ligado al
lobby farmacéutico, utiliza la ética para justificar el negocio de las vacunas a
costa de la pandemia, y por eso insiste en la vacunación obligatoria, pero, eso sí,
niega que las personas afectadas por el mal funcionamiento de las vacunas deban
ser compensadas.163 Un sinsentido lógico cercano al absoluto.
Todas estas actitudes ratifican la existencia de lo que podemos considerar una
corrupción institucional. En muchos casos, son prácticas que no pueden ser
sancionadas desde el punto de vista legal, y que «solo» merecen una censura
moral y ética. Así, dieciocho médicos recibieron 50.000 euros cada uno de una
sola farmacéutica y en un solo año, en 2017. Desigualmente repartidas las
cantidades, algunos rozan los 100.000 euros anuales. Y eso, con respecto a lo
que cobran de un solo laboratorio; sumando lo que algunos reciben de varios de
ellos, las cantidades pueden llegar a los 175.000 euros al año. Hay quien cobra
de cuatro farmacéuticas distintas.
La mayoría de los destinatarios de los sobresueldos trabajan en centros
públicos, aunque no faltan quienes lo combinan con actividad privada. Entre
ellos se encuentran, claro, miembros de la red de expertos de la Agencia
Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), la entidad pública
encargada de la evaluación, autorización y supervisión de los medicamentos.
Uno de ellos, Miguel Cordero, sin ninguna pretensión de comicidad, asegura que
«a la hora de aconsejar [a esas agencias] tengo mis limitaciones. Soy el primero
que lo admite. Muchas veces no soy absolutamente equilibrado en mis
decisiones, pero como no lo es nadie».
Por si todo esto fuera poco, la industria se beneficia de forma directa de
investigaciones y ensayos clínicos que no costea ella y que proceden de dinero
público: por increíble que parezca, no pocas veces, el Estado financia los
beneficios de la industria más rentable del mundo. Es el caso del Trastuzumab,
que había procurado más de 60.000 millones de euros de beneficio a Roche y
que se consiguió con financiación de universidades, centros de investigación y
fundaciones sin ánimo de lucro. ¿Incide todo eso en una moderación del precio
de los medicamentos? En absoluto; de hecho, muchas de las medicinas más
caras han sido sufragadas con dinero público, y así los medicamentos
oncológicos han duplicado su precio en apenas diez años. Y eso que la mitad de
la inversión es pública. Las terapias pueden alcanzar los 100.000 euros, y es muy
frecuente que estén entre los 40.000 y los 50.000 euros por paciente al año. Pero
las cifras no son públicas y están sujetas a los acuerdos de confidencialidad.
El precio de los medicamentos, absolutamente inflados, solo responden en un
13% al coste de su producción y al gasto en I+D+i; un 35% es comercialización
y promoción, a lo que hay que sumar las prácticas irregulares y los
desmesurados salarios de los directivos. Sin duda, es una de las mayores
amenazas para el sistema de salud público, por lo que resulta muy revelador que
las administraciones miren sistemáticamente para otro lado. En el caso de
España, el gasto público en medicamentos supera los 18.000 millones de euros
anuales; más de 12.000 de esos millones son recetas, y el resto, hospitales.164
A todo esto, sumémosle el que tres de cada cuatro medicamentos que la
industria pone en el mercado no mejoran en ningún sentido los que ya existían.
Pero que, habitualmente, o elevan el precio o disminuyen las costes. Los
beneficios son fabulosos; incluso sin pandemia de por medio, estos monstruos de
la industria no cesan de aumentar sus ganancias.165 La llegada del coronavirus
ha hecho que los beneficios de AstraZeneca crezcan en un 30%, y los de Pfizer
en un 96%, un índice en verdad fabuloso. Esta última tiene comprometidas 1.100
millones de dosis de vacunas covid-19 para Europa, Estados Unidos, Japón y
China; una cantidad semejante a la de AstraZeneca solo con el mercado indio.

Las vacunas
Una de las cuestiones que más ha llamado la atención a lo largo de esta
pandemia ha sido el tesón con el que se ha depositado toda esperanza en las
vacunas, única y exclusivamente en las vacunas. Junto a ello, no puede dejar de
mencionarse el escasísimo tiempo en el que estas se han desarrollado, algo
también sorprendente teniendo en cuenta que se partía teóricamente de cero y
que no era seguro que se pudiesen obtener.
La persistente siembra de miedo de la pandemia —el miedo más universal
desde la Segunda Guerra Mundial— encontró su contrapartida en la esperanza
de la vacuna. Si algún sentimiento ha caracterizado el último año y medio de
vida sobre el planeta ha sido, sin duda, el miedo. Y no un miedo cualquiera: un
miedo devenido en pánico, un miedo paralizante, que ha encerrado en sus casas
a cientos de millones de personas, que les ha conducido a la aceptación sumisa
de una dudosa mascarilla, que les ha impedido relacionarse con sus seres
queridos y que les ha enseñado que el prójimo, lejos de ser digno de amor, es un
probable agente patógeno, generalizándose tanto la maledicencia como la
delación, dos de las principales taras sociales.
El miedo ha sido generado desde el poder; desde el político y desde los
centros de difusión científica, eficazmente secundado por los medios de
comunicación. La estrategia ha sido común a todos los países occidentales,
aunque quizá en el nuestro ha mostrado características particularmente agresivas.
El peligro de los contagios y de las muertes se ha hiperbolizado, se han
escenificados paisajes de terror absurdos, se han implantado costumbres
higiénicas carentes de todo sentido, difundiéndose una y otra vez el peligro
mismo acerca del aire que respiramos, del suelo que pisamos, de los objetos que
tocamos.
Decir que todo ello ha sido planificado no es un abuso ni una interpretación
conspiranoica. Es algo que se desprende con claridad de los hechos, pero que
además está siendo paulatinamente reconocido por quienes, precisamente,
crearon esa atmósfera de terror, aún no completamente disipada. Al respecto se
ha publicado un libro que firma Laura Dodsworth, ampliamente comentado en la
prensa británica, que resulta bastante clarificador ya en su título: State of Fear.
Dodsworth ha recogido las reflexiones y los hechos de un grupo de científicos
que confiesan haber contribuido a instalar el miedo en la población de un modo
deliberado. Admiten que existía el propósito explícito de aterrorizar a la gente a
fin de que sintiese la amenaza del virus como real. Para ello se creó un comité
llamado Scientific Pandemic Influenza Group on Behaviour, del que uno de sus
miembros, Gavin Morgan, ha declarado que el empleo que se hizo del miedo es
evidentemente «totalitario» y «carente de ética». Psicólogo, sostiene que su
punto de vista sobre la gente ha cambiado, volviéndose mucho más pesimista a
raíz de su comportamiento durante la pandemia.
«El poder político —reflexiona Morgan— ha exagerado la amenaza para
justificar los confinamientos y la obediencia». También recoge Dodsworth unas
reveladoras confesiones de otro científico: «En marzo de 2020, el gobierno
debatió aumentar la alarma social para incrementar el nivel de obediencia; el uso
del miedo ha sido un experimento extraño…». Prosigue otro miembro del grupo:
«La clave era hacerse con el control y empujarnos a hacer cosas que de otro
modo no hubieran sido posibles. Las noticias eran todas terribles, muertes y más
muertes, y contagios y más contagios…».
El impacto de estas declaraciones en el Reino Unido ha sido grande. El
presidente segundo del Grupo de Recuperación del covid, el conservador Steve
Baker, ha declarado que «si es verdad que desde el Estado se tomó la decisión de
aterrorizar a la gente para que obedeciera las leyes, este hecho plantea cuestiones
muy serias acerca de la sociedad en la que queremos vivir. Por ser
completamente honesto, ¿temo hoy que las políticas del gobierno estén
enraizadas en el totalitarismo? Sí, así es».166
En España, el poder político gubernamental y autonómico actuó de forma
muy semejante, en vista de la sumisión de la población, y en medio de una
información controlada y un funcionamiento político dispuesto que permitía una
completa discrecionalidad al gobierno. La atmósfera de pánico duró meses,
durante los que no existió otra cosa más que el covid-19.
A fines del invierno de 2021, los medios y numerosos médicos
protagonizaron una epifanía del terror que llamaron la «cuarta ola». Desde
febrero trataron de convencernos de que nos asomábamos al abismo y de que,
antes, durante o después de la Semana Santa, se produciría una inevitable y
particularmente terrible cuarta ola, producto de nuestra irresponsabilidad. Este
ha sido un tema recurrente: la responsabilidad no es de las autoridades, mucho
menos del gobierno: la responsabilidad es nuestra, porque, pese a todo,
invitamos a escondidas a gente a nuestra casa, porque no nos ajustamos bien la
mascarilla, no nos cruzamos de acera de camino al supermercado o nos
empecinamos en visitar a nuestros padres; en definitiva, somos un desastre,
incapaces de estar a la altura de las recomendaciones de nuestras autoridades.
Objetivo con el que los medios se han ensañado en particular han sido los
jóvenes. Desde el principio de la pandemia, han tenido la culpa de todo. Pese a
que estuvimos encerrados durante más de dos meses, sin apenas asomar la nariz
más allá de la esquina de nuestra manzana —en el mejor de los casos y si uno
tenía perro—, por misteriosos caminos los jóvenes expandían el mal. Y allá por
el mes de junio de 2020, en cuanto se pudo pasear, policías, medios de
comunicación, políticos, drones, vecinos y, en fin, la habitual panoplia
biempensante, les acusaron airadamente. Y aunque la verdad es que pocas veces
se habrá visto una generación más obediente, se convirtieron en cabeza de turco;
cada repunte de los rastreos que PCR en mano barrían las calles de nuestras
ciudades era atribuido invariablemente a los jóvenes. Así, en conjunto: los
jóvenes. Cualquier momento parecía bueno: incluso cuando se había producido
un desplome de casos, y las muertes diarias habían bajado a ocho —lo que
representaba bastante menos del 1% de todos los fallecimientos en España—, la
prensa seguía cargando contra ellos: en julio de 2021, la prensa titulaba: «Los
jóvenes disparan la incidencia 70 puntos en 24 horas».167
Esa cuarta ola nos fue anunciada a bombo y platillo por los agoreros del
Apocalipsis. Porque sí, el Apocalipsis sanitario ha tenido sus cuatro jinetes. Sin
desmerecer a nadie —porque son legión quienes podrían optar con sobrados
méritos a tan distinguida consideración—, el escuadrón apocalíptico estaría
formado por Margarita del Val, César Carballo, José Antonio López Guerrero y
Daniel López Acuña. Que me disculpen los que durante estos largos meses han
venido acumulando sobrados méritos, acaso no mucho menores, por los diversos
platós de la geografía patria y no han sido incluidos.
Pues bien, Margarita del Val —viróloga e inmunóloga del CSIC— aseguraba
el 27 de febrero que lo peor estaba por venir. La cuarta ola era inevitable. Y con
la llegada de la Semana Santa, los resultados no podían sino abocarnos a la
catástrofe.168 Una pléyade de científicos se sumaba, un mes más tarde, a las tesis
catastrofistas; López Acuña llamaba a la prudencia ante el escaso ritmo de
vacunación, causa de que la pandemia careciese de diques de contención. Como
en una pesadilla dickensiana, la presidente de la Sociedad Epidemiológica, Elena
Vanessa Martínez, invocaba el espíritu de las Navidades pasadas. «La situación
empieza a recordar lo que pasó justo antes de las Navidades». El soniquete era
siempre el mismo: «Hay que ser más restrictivos». Lo que no termina de
entenderse muy bien, ya que, a fin de cuentas, la cuarta ola era «inevitable».169
Quizá por eso, Margarita del Val insistía: «Debemos salvar personas, y no la
Semana Santa». La cuarta ola estaba al caer; la última semana de marzo, se
atrevía a predecir del Val.170
La consecuencia era que el terror ya estaba sembrado. La Junta de Andalucía
pedía responsabilidad a los ciudadanos ante el «monstruoso» esfuerzo que las
autoridades estaban realizando, obviamente en beneficio de la población.171
Cualquier rebrote tenía clara su causa: los irresponsables. O sea, cualquiera
excepto las autoridades. Por eso, Pedro Sánchez se podía permitir la reflexión
pública: «La cuarta ola ya ha dado sus primeros avisos y, por fortuna, lo ha
hecho con menos intensidad en España que en otros países europeos. Pero no
podemos relajarnos, por lo que propongo seguir resistiendo para dejar atrás la
pesadilla de esta pandemia. No podemos bajar la guardia y comportarnos como
si el virus no existiera».172 ¿Cómo no temer la cuarta ola si los científicos (o
mejor, «la ciencia»), los médicos, los medios de comunicación y el presidente
del gobierno no hacían más que hablar de ella?
Ignoramos si las palabras de Sánchez provenían de la asesoría de ese comité
de expertos que jamás existió. Un comité de expertos en el que tampoco
sabemos si figuraría en algún momento Santiago García Cremades, matemático
experto en aconsejar restricciones y limitaciones de todo tipo y abonado a La
Sexta (y meritorio candidato al escuadrón apocalíptico, de admitir este un quinto
miembro). Y es que «el repunte de contagios va a ser clarísimo; solo esperamos
que la cuarta ola no cause tantos fallecidos como la segunda». Poco margen
quedaba para la esperanza, porque el rebrote que se advertía iba a ser «más
parecido a la segunda que a la tercera ola, que es algo que hay que tener en
cuenta».173
Pero, como de costumbre, la palma visionaria se la llevaba el ínclito doctor
César Carballo. «Viene la Semana Santa y no hemos hecho los deberes»,
advertía. «Sin duda sufriremos una cuarta ola» que, como había advertido
Angela Merkel —argumentaba Carballo—, haría surgir una pandemia «más
agresiva». Todo, porque no habían sabido detectar el secreto último de las
pandemias, que reside en que hay que «tomar medidas más restrictivas
precisamente cuando los casos van bien».174
Según trascurrían las fechas, y a la vista de que nada de lo que habían
profetizado sucedía, los posicionamientos se enrocaban. A fines de marzo no
podía dejar de causar estupor el que, llegadas las fechas en que los contagios
debían estar próximos al paroxismo, no estuviera sucediendo nada de eso. Pero
Carballo no cejaba: nada de salir de sus comunidades autónomas, de sus
provincias, de sus barrios: «¡Métanse en casa!», tronaba con acentos
escatológicos.175 Pero, en fin, como había que mantener el discurso a toda costa,
Olga Mediano, neumóloga habitual de los platós, advertía sin arriesgar en exceso
que «podemos enfrentarnos a una cuarta ola después de Semana Santa».176 La
realidad es que nada de lo que se venía avisando estaba sucediendo, aunque los
agoreros desplazasen los vaticinios unas semanas; en un esfuerzo final, una
verdadera tropa de «especialistas» salía a arropar la consigna ministerial: «Salvar
vidas, no la Semana Santa».177
¿Se cumplieron las profecías y vaticinios? En absoluto: al contrario, lo que
sucedió fue que, mediado abril, estaba muriendo menos gente de lo que es
habitual en un mes de abril cualquiera. En ciudades como Madrid, un 8% menos.
El descenso de la mortalidad fue muy pronunciado, casi tanto como sucedió en
2020 un mes más tarde. En un alarde de resignación, algunos casi parecían
lamentar el penoso fracaso de sus pronósticos. «La cuarta ola no se decide a
explotar», se leía en los titulares de La Sexta; y si no había explotado, ¿por qué
hablamos de «cuarta ola»? Las olas parecían haber alcanzado una condición
metafísica; no era necesario que existieran en la realidad, bastaba que lo hicieran
como simple concepto.
Para cuando estas cosas sucedían, ya entrado el mes de abril, Margarita del
Val hacía campaña por las verificadoras a las que, claro, no se les había ocurrido
verificar las predicciones de la señora del Val.178
Y es que desde que estalló todo este asunto nos hemos visto envueltos en una
especie de niebla informativa compuesta de incoherencias, contradicciones y
falsedades. En el nombre de la salud nos impidieron salir de casa o de nuestro
barrio y, durante mucho tiempo, no pudimos cruzar el límite de la comunidad
autónoma vecina, aunque sí podíamos ir a Moscú o a Johannesburgo. Nos
impusieron un bozal urbi et orbi, nos prohibieron acercarnos a nuestros seres
queridos y nos recluyeron en casa, aunque muchos de entre los más reputados
especialistas del mundo hacía tiempo que habían determinado que las
mascarillas no sirven para nada en espacios abiertos, que los confinamientos son
contraproducentes y que los virus no se activan a las once de la noche. Pues
bien: todo eso daba igual. Nuestros políticos, del ámbito local, autonómico o
nacional, seguían impertérritos, inasequibles al argumento, ensimismados en sus
restricciones y prohibiciones, como un niño con su nuevo juguete, impunes
gracias a la impagable labor propagandística de unos medios de comunicación
que oficiaron como altavoces de sus amos. Y todo ello, mientras nuestros
científicos de plató colmaban su vanidad abriéndose paso a codazos en las
televisiones.
No es, pues, extraño, que tres cuartas partes de los ciudadanos de todo el
mundo estén de acuerdo con las medidas obligatorias —tales como el «pasaporte
verde» para autorizar los desplazamientos por el planeta—. Casi todos ellos
están a favor de que se utilicen también para autorizar la entrada en estadios y en
salas de conciertos. Más de la mitad no tiene objeción a que se exija igualmente
para tiendas, oficinas y restaurantes. Las encuestas también muestran que la
mayoría de las personas favorables a tales medidas creen que estas deben estar
vigentes solo durante un periodo concreto de tiempo; pero ya existe un 13% que
considera que tal sistema debe ser mantenido indefinidamente. Si finalmente se
aprueba esto, y no olvidemos que está impulsado por el Foro Económico
Mundial, resultará imposible eliminarlo. Un mecanismo de control planetario se
habrá puesto en marcha; es posible que dentro de no mucho ya no haya más
encuestas al respecto.
De modo que es fácil imaginar el estremecimiento de alivio que recorrió los
ánimos de miles de millones de humanos a lo largo de todo el planeta cuando se
prometió una pronta vacuna. El impulso para su elaboración se obtuvo a través
de entidades privadas a las que se financió generosamente, otra vez, con dinero
público. Así, en España, el presidente Sánchez anunció la donación de 50
millones de euros a esas organizaciones que si algo necesitan no es precisamente
dinero. Entre otras cosas, solo la Fundación Bill y Melinda Gates ha donado a
GAVI 1.500 millones de dólares, treinta veces más.
GAVI es la Alianza Mundial para las Vacunas y la Inmunización, y en ella
tienen parte organizaciones tanto públicas como privadas, según el diseño
mundialista de los últimos años. Así, UNICEF, el Banco Mundial, la OMS y la
industria farmacéutica participada por diversos estados tienen un papel principal;
sin olvidar que muchas de estas instituciones se encuentran, a su vez, financiadas
por capital privado. Por ejemplo, la Fundación Bill y Melinda Gates es el primer
financiador de la Organización Mundial de la Salud. A su vez, GAVI es,
también, uno de los fundadores de la Alianza para la Identidad Digital ID2020
cuyo objetivo es el control de la población y otro de cuyos socios es la
Fundación Rockefeller.
El desarrollo de la vacuna fue extraordinariamente veloz. Lo que
normalmente lleva ocho años se consiguió en ocho meses; algunos lo calificaron
de milagro; otros, de chapuza. En realidad, se ha tratado de una carrera
comercial; una carrera comercial entre algunas de las empresas más
desaprensivas y deshonestas del mundo, pero de las que depende la salud de la
población en un momento crítico de nuestra historia. El objetivo era el de
posicionarse del mejor modo posible en el mercado, y eso exigía aportar unos
resultados de eficacia probada. Con los antecedentes, sin embargo, se podía
esperar cualquier cosa, como el doctor Gøtzsche había demostrado unos años
atrás. Y, en efecto, así fue.
Las vacunas se comercializaron mucho antes de lo que era recomendable, por
lo que no recibieron la aprobación de las agencias mundiales, como la FDA y la
AEM, sino tan solo una autorización para su utilización de emergencia. Las
peticiones de voluntarios para probar la vacuna en sus ensayos experimentales
eran claras: se formarían dos grupos, divididos por edades: uno, de mayores de
sesenta y cinco años y otro de entre dieciocho y cincuenta y cinco años. Los
voluntarios serían personas sanas, sin antecedentes de contagio por covid-19 y
sin ninguna infección de SARS-CoV-2. Se puso especial énfasis en que los
participantes no tuvieran anticuerpos, algo en lo que siempre insistirían los
fabricantes. La necesidad de alcanzar dicha certeza era tal que los voluntarios
serían sometidos a un test serológico y a una PCR.179
Los requerimientos se adecuaban a la finalidad comercial. Por supuesto que
aplicando la terapia a individuos sanos los resultados iban a ser mucho mejores.
El problema es que los individuos sanos no sufrían la enfermedad y que la
población de riesgo —por razones de edad, inmunodeficiencias y morbilidades
— no participaba en las pruebas.
Y aquí llegamos a un punto crucial. Las vacunas habían sido autorizadas por
razón de la emergencia mundial que se vivía. Todos los países, con muy pocas
excepciones y en lugares remotos, habían reaccionado, si no de manera parecida
(lo veremos más adelante), sí con semejante pánico. Todos habían evaluado la
situación como de emergencia extrema. ¿Lo era?
Pues según el punto de vista. Desde la objetividad del número de
fallecimientos a causa de la enfermedad, es difícil de sostener. Ateniéndonos a
los datos oficiales, en el verano de 2021 habían muerto unos 4 millones de
personas en todo el mundo, lo que equivale a uno de cada 1.900 habitantes del
planeta. En España, un país en el que los números son considerablemente peores
que la media, la proporción de los que murieron en 2020 por el covid-19 es
menor a uno de cada ochocientos. Volveremos sobre ello.180
A la luz de un dato así, no parecen justificarse la alarma ni las medidas
adoptadas y, ni siquiera, la definición de pandemia por la OMS. De hecho, hasta
2009, esta exigía un elevado número de muertes por todo el planeta, además de
la expansión universal de la enfermedad, para otorgar dicha calificación; y la
verdad es que, para el caso que nos ocupa, solo esta última condición —la de la
expansión mundial— se había producido. Pero en 2009, el primer requisito se
eliminó, con lo que, desde una consideración puramente formal, la del
coronavirus era sin duda una pandemia. Más legal que real.
Otra cosa es si lo consideramos desde el punto de vista de la administración
sanitaria. Es en ese punto en el que se justifica la situación como de emergencia
mundial. Por más que se haya inducido a la población a creer lo contrario, lo
cierto es que la letalidad del covid-19 no es mayor que la de la gripe, tal y como
admite la OMS.181 Sí, la letalidad: es decir, la cantidad de fallecidos en relación
a los contagiados. Ahora bien, lo que se produjo fue una alta tasa de contagio,
que dio lugar a un colapso sanitario en muchas partes del mundo, y ante el que
las respuestas han sido de lo más variopinto. Y es que el desencadenamiento del
pánico a lo largo del planeta ha resultado paralizante; aterrorizadas, pocas
personas se han tomado la molestia de mirar las cosas con perspectiva.
La vacunación generalizada que se está llevando a cabo es difícil de justificar.
La inmensa mayoría de los infectados no ha pasado la enfermedad de un modo
grave o peligroso, en ningún sentido y, por tanto, es difícil de justificar la
inoculación de una sustancia de la que se ignoran sus efectos a medio y largo
plazo; y de la que se sabe que, a corto plazo, no ha estado exenta de problemas.
La simple relación de las noticias al respecto que han saltado a luz pública en los
últimos meses sería agotadora.
La estimación de fallecimientos relacionados con la vacuna alcanzaba
mediado abril de 2021 la cifra de 7.766 solo en Europa. Lo elevado de la misma
obligaba a intervenir a las «verificadoras» en el habitual papel de embrollarlo
todo y confundir al lector: no es que haya habido 7.766 muertes a causa de la
vacuna —argüían—, sino que se trata de personas que se han muerto después de
haberse inoculado el compuesto génico de las ejemplares farmacéuticas. Y así,
Jaime Pérez, miembro de la junta directiva de la Asociación Española de
Vacunología, declaró a EFE que «una cosa es que alguien se muera después de
recibir una vacuna y otra que se muera por la vacunación».
Que ese sea el argumento de quien no ha cuestionado en lo más mínimo las
cifras de fallecidos por covid-19, en las que se ha incluido a muchos miles
muertos por otras causas, pero que dieron positivo en una PCR, no puede causar
sino un escepticismo irritado hacia el conjunto del sistema.182
Algo muy llamativo ha sido el que no se haya fijado ninguna otra
investigación más allá de las vacunas. En nuestro país, el aspecto preventivo ha
sido ignorado por completo, e incluso se han tomado medidas contraindicadas al
contagio. Por ejemplo, habría sido muy útil el que la población hubiera reforzado
sus defensas, particularmente en lo que hace a la vitamina C y, sobre todo, a la
D. Haber aumentado el consumo de pescado azul, huevos y lácteos, y sobre todo
haber tomado el sol todo lo posible. Increíblemente, los informativos no abrían
con estas recomendaciones, ni los médicos y especialistas hacían referencia a
esto en sus comparecencias públicas. Cuando podría haber disminuido el número
de contagios y de fallecimientos.
Al respecto de la vitamina D hubo una cierta controversia al comienzo. Se
hicieron pruebas con sesgos erróneos, como utilizar la vitamina D para curar el
coronavirus, lo que no resultaba eficaz; pero lo cierto era que existe una
correlación entre bajos índices de vitamina D y contagios y muertes. De hecho,
la población española presenta esos bajos índices, y España ha sido un país
donde los números han sido peores, al tener una piel más dispuesta a bloquear
los rayos procedentes del sol.183 El estudio ha sido corroborado por la Escuela de
Medicina de Chicago, que ha comprobado cómo los pacientes de raza negra
ingresados por covid-19 presentaban una menor proporción de vitamina D.184
La tesis de la vitamina D como factor condicionante no era ninguna
extravagancia. Estudios posteriores lo confirmaron, aunque matizaron la
influencia del sol sobre la enfermedad; no eran la temperatura —aunque a su vez
esto sería más tarde cuestionado— ni la humedad lo que mostraba una
regularidad en su incidencia sobre los casos de covid-19, sino la latitud; un
factor estable. Estaba, pues, relacionada con la cantidad de UV solar diaria. Y
también con la ya reseñada pigmentación de la piel.185
Las zonas que reciben mayor cantidad de rayos ultravioleta registran niveles
de mortalidad hasta una tercera parte menores por covid-19. La letalidad también
disminuye. La razón es que la radiación solar libera óxido nítrico en la piel, que
causa cambios positivos en el sistema cardiovascular y en el metabólico, dos de
los principales puntos de riesgo ante el covid-19; por lo demás, frena los
contagios. Así sucedió en la investigación que llevó a cabo en Estados Unidos,
primero, y más tarde en Inglaterra e Italia —con idénticos resultados— la
Universidad de Edimburgo.186
Con el paso del tiempo fue cobrando cada vez más fuerza la influencia del sol
en el coronavirus. Por alguna razón, eso que tan pomposamente se denomina
«comunidad científica» —y que no pocas veces viene a ser algo así como la
parte de los científicos políticamente correctos o que conviene a quien tiene la
sartén por el mango— negó, al menos durante los primeros meses, que existiese
algún tipo de estacionalidad con respecto a la enfermedad o que esta tuviese
alguna relación con el sol.
Como hemos visto, estas ideas fueron dejando paso a las contrarias, y a fines
de marzo de 2021 se publicaba que el virus era inactivado tras estar expuesto a la
luz solar durante unos veinte minutos.187 Era predecible, pues, que el verano es
la estación más desfavorable para el virus en función de la cantidad de horas de
radiación solar y de que los cielos están más despejados (al menos, en nuestra
región del mundo). Y también —se añadió, ahora sí— en función de la
temperatura. Los lugares más fríos son más propensos a una rápida transmisión
de la enfermedad; de acuerdo a un estudio de la Universidad de Oviedo, un
grado de temperatura más significa casi nueve infectados menos por cada millón
de habitantes. La temperatura media presenta una correlación con los casos de
covid-19, al tiempo que parece haber un vínculo también con la presión
atmosférica, con cuya disminución aumentarían los contagios.188
Los estudios siguieron apuntalando la vinculación entre la vitamina D y el
coronavirus. La correlación no solo era fuerte, sino que hasta un 82% de los
propios enfermos de coronavirus tenían una clara deficiencia de vitamina D.
Parece cada vez más claro que la vitamina D tiene un potente efecto en el
sistema inmunológico y protege, particularmente, de las infecciones. La
deficiencia de vitamina D de los enfermos de covid-19 está, a su vez,
relacionada con deficiencias en la coagulación de la sangre.189
Sin embargo, y pese a las abrumadoras pruebas de los beneficios que se
seguían, no se tomó ninguna medida para que la población incrementase sus
niveles de vitamina D, sobre todo los más débiles, precisamente aquellos cuya
debilidad bien pudiera estar relacionada con su bajo nivel vitamínico. En el caso
español, se tenía claro desde mucho tiempo atrás que estos factores influían
decisivamente en la peligrosidad del SARS-CoV-2; el factor de la temperatura
había sido contemplado como de gran importancia en los primeros estudios, tal y
como recoge el informe del Ministerio de Sanidad del 6 de marzo de 2020.190
Obviamente, lo que aparecía en ese informe nada tenía que ver con
investigaciones sobre el coronavirus llevadas a cabo en España, con lo que no
eran sino un reflejo de las informaciones que se recibían.
Otra vía más que prometedora era la de los medicamentos, algo a lo que se ha
dado la espalda desde el primer momento. Ciertamente, cuando estalló la
pandemia, no existía ninguno específico contra el SARS-CoV-2, como es
natural. Pero sí se conocían ciertos fármacos susceptibles de ayudar en la
curación.
De inmediato pasó a hablarse de vacunas, sin que nadie prestase atención a
las posibilidades de los medicamentos. Visto con perspectiva, esto es algo que
no puede dejar de llamar la atención. Todas las vías se cegaron, solo quedó la
vacuna. ¿Por qué? ¿No había posibilidad alguna de obtener medicamentos a
tiempo? ¿Es que estaban menos desarrollados que las vacunas?
Una respuesta sensata a esta pregunta ha de ser necesariamente negativa. Por
lo que hasta ahora se supone —otra cosa sería «negacionismo
conspiracionista»—, la vacuna no comenzó a fabricarse hasta que la pandemia
alcanzó Europa. Y para entonces, sin embargo, ya existían los medicamentos que
podían atajar la pandemia.
Uno de ellos, controvertido, es la Ivermectina, un antiparasitario que actúa
también como antibacteriano y antiviral. Desde el principio se desaconsejó su
uso por no estar comprobada su eficacia, lo cual es un argumento más bien de
poco peso cuando estamos utilizando las vacunas contra el covid-19 elaboradas
en tiempo récord y cuya eficacia está permanentemente cuestionada. Lo cierto es
que se insiste en su condición de profiláctico, así como en su condición curativa,
algo que parece cerca de estar probado sobre todo en las primeras etapas de la
enfermedad, aunque no se descarta en los casos de particular gravedad,191 al
tiempo que suscita unas notables resistencias. En muchos países de todo el
mundo, la Ivermectina se usa contra la enfermedad, y en Europa, Eslovaquia y la
República Checa hace tiempo que la aprobaron como medicamento adecuado al
tratamiento del coronavirus.
El uso de la Ivermectina comenzó a sugerirse a raíz de un ensayo en Australia
que arrojó unos resultados asombrosos. Publicado en abril de 2020, los
investigadores aseguraban que acababa con el virus en 48 horas, resultados
obtenidos en pruebas in vitro. Una sola dosis podría detener el crecimiento del
SARS-CoV-2, y solo faltaba determinar —en opinión de los investigadores—
cuál sería la dosis adecuada para el ser humano.192 Todo lo que pedían era más
financiación para llevar a buen puerto su trabajo.
Sin embargo, la OMS y la EMA desaconsejan su uso y solo lo recomiendan
en ensayos clínicos. Algo que no se entiende fácilmente desde el punto de vista
sanitario y de la emergencia que, así se aduce, el mundo está viviendo. Que la
OMS, que es quien marca la política de las otras grandes agencias
internacionales de la salud, se muestre tan reticente con este medicamento, quizá
tenga que ver con el hecho de que Bill Gates sea su principal financiador, y que
Gates quiera potenciar las patentes de medicamentos, resultando que la
Ivermectina no está sujeta a patente alguna. Por su parte, la EMA está dirigida
por Emer Cooke, una lobbista de las farmacéuticas que mantiene excelentes
relaciones con la patronal de estas (y para la que trabajó durante cinco años).
La Ivermectina es muy barata de producir, y dado su carácter preventivo,
dejaría muy poco espacio a la vacunación, cuyos fabricantes están protegidos por
las principales agencias mundiales a las que nos hemos referido.193
Existen más medicamentos que pueden desempeñar una función importante
contra el covid-19. Science publicó a comienzos de 2021 que científicos
españoles han descubierto un compuesto llamado «plitidepsina», de potente
eficacia y que reduce hasta el 99% de la carga viral en los animales con los que
se ha experimentado. Además, tiene la ventaja de que resulta igualmente eficaz
contra las mutaciones del virus que se presenten.194
Y, por supuesto, el Remdesivir, aceptado por la Unión Europea como
medicamento contra el covid-19, de demostrada eficacia y seguridad desde junio
de 2020. El Remdesivir, utilizado en el pasado contra el Ébola, es eficaz contra
las infecciones que no requieren de ingreso en la UCI (si bien no las más graves,
sí la gran mayoría). Aunque se argumentó su toxicidad hepática para evitar su
uso, esta es de una levedad que no lo justifica. En China estaba aprobado desde
mucho antes, pero Europa tuvo que esperar meses para acceder al mismo. Cada
vez resulta más difícil explicar las decisiones de las agencias internacionales de
los medicamentos.
Naturalmente, salvo que consideremos la evidencia a que nos conducen todas
las decisiones que se adoptan; que, por supuesto, no son casuales. Parece
evidente que se ha dispuesto un escenario para que la vacunación masiva sea la
única respuesta posible a la crisis humanitaria y sanitaria del covid-19,
desechando toda alternativa a ese proyecto mundial. La pandemia está
permitiendo avanzar en el programa globalitario y las farmacéuticas son el brazo
derecho del proyecto.
Ni la prevención ni la curación cuentan para los medios, para los políticos y
para quienes toman las decisiones científicas. Solo la vacunación. Si eso es
conspiranoia, es difícil no ser conspiranoico. Pero, en vista de los precedentes y
de cómo funcionan las farmacéuticas, sus sinergias con la profesión médica y
política y sus influencias en los medios, resulta la respuesta más racional: existen
poderosos intereses que explican mejor que ninguna otra hipótesis las medidas
que se están adoptando.
Posiblemente mucha gente no repara en que la utilización de los mismos
términos —como «negacionista», «antivacunas», «conspiracionista»— en
sociedades de lo más diverso revela la existencia de una estrategia común, que
no puede sino haber sido puesta en marcha por unos mismos intereses.
Cualquiera que cuestione la necesidad de aplaudir las más extremas medidas en
favor de la vacunación es inmediatamente tildado de «negacionista». No solo en
España.

Los resultados de las vacunas

Las vacunas suscitaron desde el principio muchas sospechas. Algunas, como las
de Pfizer y Moderna, habían sido producidas en muy poco tiempo y eran de un
tipo desconocido en su aplicación a seres humanos hasta ese momento, a partir
de ARN mensajero. En rigor, son terapias génicas, no vacunas. Y su carácter
experimental no está muy lejos de la verdad, por más que esto moleste a los
guardianes de la corrección.
En esencia, la función de este tipo de vacunas es la de operar contra la
proteína «Spike», modificando la información genética del ACE2 para que la
espícula no encaje. En ese proceso hay quien sostiene que puede resultar dañado
el ADN del individuo; y, una vez acordado que así sucede, la polémica gira en
torno a si dicho cambio es permanente o temporal. Las farmacéuticas niegan que
tal cosa suceda, aunque no pocos científicos tienen dudas. Pero la polémica se ha
zanjado, precisamente, por el expeditivo método de clasificar como
«negacionista» a todo aquel que lo cuestione.
La publicación de resultados adversos a la vacunación masiva es colocada
inmediatamente bajo sospecha. Y, sin embargo, un hecho cierto es que la
vacunación no parece incidir de modo uniforme; hay sociedades con un alto
porcentaje de personas vacunadas en las que aumenta el número de contagios y
muertes, y otras en las que sucede lo contrario. No parece, pues, que pueda
establecerse un vínculo seguro y unívoco a priori, como el que se sugiere
cuando se asegura que a mayor vacunación menos muertos y contagiados.
Porque tal cosa, sencillamente, no es cierta.
Las noticias acerca de contagios y muertes entre personas vacunadas no han
sido excepcionales; residencias en las que han fallecido ancianos que se habían
vacunado, todos al mismo tiempo, es evidente que presentan un vínculo con la
vacuna.195 La mayor parte de ellos, durante los primeros días de la vacunación;
el hecho de que los fallecimientos se produzcan en ocasiones de forma masiva,
plantea serios interrogantes.196 Y es indudable que el que la reacción de las
autoridades a esas muertes masivas haya sido la de suspender la vacunación es
un síntoma de la inseguridad que han provocado las vacunas.197 Los ejemplos
son numerosos, y a todos ellos hay que sumarle el interminable goteo de muertes
individuales; como en otros casos, no se contabilizan como muertes causadas por
la vacuna, pues —se alega— no puede establecerse la relación causa-efecto. Lo
cual no quita que quienes han muerto con coronavirus, pero no por coronavirus,
figuren como víctimas del covid, aunque ahí la relación causa-efecto sea,
sencillamente, inexistente.
Por supuesto, la vacuna no ha producido una mortandad generalizada. Los
efectos secundarios han sido frecuentes, en mayor o en menor medida; en
ocasiones, de mucha gravedad. Pero lo más sorprendente es que la vacuna parece
haberse comportado de modo diferente según personas y países; siempre
hablando de sus efectos a corto plazo, hay lugares donde parece haber
funcionado razonablemente (aunque no sin dudas, Israel), hay países donde no
parece haber tenido una especial incidencia (España), donde ha incidido de un
modo alarmante en los datos previos (Chile) y hay lugares donde parece haber
creado la pandemia (India).
Una de las cosas que más llama la atención sobre las vacunas es que no se
han tenido en cuenta las características y peculiaridades ni de las personas ni de
los países. Y se han aplicado de modo uniforme. Por ejemplo, ¿es posible que
estas actúen de diferente forma en función de lo extendida que se encuentre la
enfermedad en una región? ¿Es posible que, si se inocula a una población en la
que una buena parte de la misma ha pasado la enfermedad, y por tanto tienen
anticuerpos, la reacción sea diferente a la de otra población en la que esto no ha
sucedido? ¿Es posible, simplemente, que en función de la alimentación y de la
genética, cada población reaccione de manera diferente?
Está claro que si la vacunación tuviese un efecto uniforme y previsible, la
situación de Chile sería otra. El país andino es, desde hace muchos meses, el que
sufre el más largo confinamiento y en el que se acumula mayor número de
contagios y de muertes; y, a la entrada del invierno austral, las cifras no
descienden. Chile es el país de Hispanoamérica en el que se han realizado más
PCR y en el que la vacunación ha avanzado más; en junio de 2021, un 67% de la
población había recibido al menos una dosis de la vacuna, y más de la mitad, las
dos. En varias ocasiones, desde medios oficiales se ha explicado el fenómeno de
un modo escasamente convincente, pero sobre todo ha forzado al
reconocimiento de que las vacunas no «inmunizan», como en muchos sitios se
insiste (los medios de comunicación en España son un buen ejemplo al respecto
de cómo sus bulos —en este caso el de la inmunización— no reciben el reproche
de las «verificadoras»). Aunque las autoridades han vaticinado el descenso de
contagios, ingresos y muertes para fechas distintas, lo cierto es que el número de
muertos ha tenido repuntes coincidiendo con esas fechas en las que se tenían
puestas las esperanzas.198
La experiencia del pasado año sugiere que el invierno austral no favorecerá,
precisamente, la disminución de casos, y que sí existe una cierta estacionalidad;
sin embargo, es notable que, de acuerdo a la información oficial y a las líneas
que componen los gráficos que recogen esos datos oficiales, la escalada de
muertes, ingresos y contagios se dispara a partir de la vacunación (que tuvo lugar
en diciembre de 2020). El análisis por regiones no deja lugar a la duda.199 Las
autoridades no niegan algo tan flagrante, pero tratan de explicarlo por razones
sociales y culturales, no sanitarias; la vacunación habría provocado una
sensación de falsa seguridad y, al no inmunizar completamente, habría generado
en realidad el fenómeno que trataba de evitarse; o bien, los chilenos no habrían
sabido esperar a que la segunda dosis hiciese su efecto y habrían retomado su
vida normal antes de tiempo; y también, que la vacuna que más se ha utilizado
en el país, Sinovac, es la que menor carácter preventivo tiene de todas (existe
una afilada polémica en el país acerca de las diferencias entre vacunas).200
Por supuesto, es perfectamente posible que alguno de estos factores, o los
tres, tenga una incidencia negativa en la situación del país. No son, desde luego,
elementos que favorezcan el freno de la enfermedad. Pero lo que ha quedado
claro es que la vacunación masiva, por sí sola, no solo no sirve, sino que puede
propiciar los peores escenarios. La «inmunización» —de la que también se habla
en Chile— no es más que propaganda.
El problema con los argumentos del gobierno chileno es que la situación del
país sudamericano se repite en otras muchas regiones del globo donde las
costumbres, el clima y el grado de desarrollo son bien distintos. Es el caso de las
islas Seychelles. En el paradisíaco archipiélago del Índico, el covid-19 había
pasado prácticamente desapercibido; durante todo 2020 no había habido un solo
fallecimiento (el único caso que pudo haberlo sido, en septiembre, pronto se
desechó como causado por otra enfermedad). Y los contagios eran muy poco
significativos para ser un destino turístico internacional de primer orden. De
modo que resultaba difícil justificar la vacunación masiva en un caso como este.
Y, sin embargo, se llevó a cabo. La población de Seychelles es, en junio de
2021, la más vacunada del mundo: el 75% ha recibido las dos dosis, cifra que se
eleva hasta el 80% si contamos una sola. Pues resulta que donde no se habían
producido muertes y las infecciones eran escasas, en abril, mayo y junio de este
año, se han disparado ambas. Los expertos apuntan a que la vacuna china que
allí se ha utilizado sería menos inmunizadora que las otras; también se especula
con la posibilidad de que se estemos ante una variante que ese tipo de vacuna no
puede combatir eficientemente. Por otro lado, ha habido estudios que señalan
una efectividad de Sinovac de apenas el 50%; y lo cierto es que un tercio largo
de los contagiados son doblemente vacunados. Está claro que la vacuna
inmunizar, no inmuniza.
Pero esta cuestión no puede soslayar el que con esas cifras ya se habría
debido adquirir la inmunidad de grupo y que, por el contrario, lo que parece no
es ya que la vacuna proteja menos, sino que la vacunación puede ser la causa de
los contagios. Las cifras son elocuentes: unos 13.000 casos (¡de una población
de 100.000 y repartida en unas 33 islas!) y unos 50 muertos por covid-19. Basta
con echar un vistazo a los datos para darnos cuenta del paralelismo que se
produce entre la introducción de la vacuna y la escalada de contagios y
muertes.201 Las autoridades han tratado de culpar al turismo navideño, pero esto
es muy dudoso; en otros periodos vacacionales señalados durante el año anterior
no se había producido tal fenómeno de muertes y contagios, y eso teniendo en
cuenta que los viajeros procedían de países que se encontraban en una situación
mucho más grave que la que en Navidades padecían.202 Lo cierto es que la
mayoría de países vacunados han visto aumentar los casos de covid-19.203
En este caso, se esgrime lo poco representativo del archipiélago índico para
evitar incómodas extrapolaciones. Su condición insular, de destino turístico, su
baja población, su clima ecuatorial… todo ello le invalidaría para tomarlo como
ejemplo o para servir de estudio. Se necesitaría una población mucho mayor para
explicar un fenómeno semejante.
¿La hay?
La India. El país más poblado del mundo. A lo largo de los primeros meses de
2021, protagonista en los titulares de los principales medios de comunicación
por su campaña de vacunación. La escala del país es gigantesca; no puede
haberla mayor.
Durante semanas, la prensa ha puesto a la India como paradigma del triunfo
sobre la enfermedad, dadas sus características: se trata, como hemos dicho, del
país más poblado del mundo, con una gran cantidad de población concentrada en
las grandes ciudades y en el que la incidencia de casos era muy escasa. Un
adecuado escaparate, sin duda, para mostrar el poder de las vacunas y su victoria
sobre la pandemia.
Mediado enero de 2021, se anunció a bombo y platillo el comienzo de la
vacunación masiva.204 Hasta entonces, la vacunación era marginal, porque,
aunque se calculaba que había muchos contagios no detectados, lo cierto es que
la letalidad era muy baja. La razón es que poco más de un 6% de la población es
mayor de sesenta y cinco años. Pese a ello, el gobierno decretó desde el principio
una serie de duras medidas de confinamiento que no han servido —allí tampoco
— más que para hundir la economía del país. La India, como las islas Seychelles
—aunque a una escala infinitamente mayor— tampoco necesitaba de ninguna
vacunación.
Pero en diciembre 2020 el gobierno de Nueva Delhi encargó 1.600 millones
de dosis de la variante india de AstraZeneca, convirtiéndose en el mayor
comprador del mundo. Desde finales de enero y durante el mes de febrero, unos
8 millones de personas recibieron su primera dosis: el objetivo era el de vacunar
a 300 millones para julio, y llegar a 800 millones a fin de año. De este modo, la
cantidad de vacunaciones se iban incrementando con el paso de las semanas.
La India se había convertido ejemplo de superación, al vacunar sin los
recursos de los países ricos. Qué maravilla.205
Extrañamente, sin embargo, el personal médico comenzó a mostrar reticencia
ante una vacuna que había recibido una autorización de emergencia pero que no
estaba aprobada sino por esa razón. Muchos facultativos no veían la causa de
dicha emergencia en una enfermedad cuyo impacto hasta entonces había sido
leve.
Naturalmente, nada de eso disuadió a los medios de cesar en su campaña
mediática. A comienzos de marzo todo era aún felicidad. Tras haber vacunado a
14 millones de personas en tiempo récord, se comenzó a inyectar a todos los
mayores de sesenta años, así como a los mayores de cuarenta y cinco con
morbilidades. El primer ministro Narendra Modi quiso encabezar la triunfal
campaña de vacunación.206
En un solo día, el gobierno de Nueva Delhi había vacunado a 3,6 millones de
personas, lo que fue celebrado igualmente por el gobierno asiático como por los
medios occidentales. La India es el gran laboratorio mundial, hasta el punto de
que es conocida como «la farmacia del mundo». Todo marchaba viento en popa.
A mediados de abril, para el diario El País, el éxito estaba asegurado: su
capacidad de producción masiva, la sólida infraestructura de salud pública
refrendada con motivo de la actual crisis, sumada al ejército de trabajadores y a
lo que el diario denominó «una meticulosa planificación», además de —¡cómo
no!— un seguimiento digital innovador, le aseguraba el éxito. Según la cabecera
de PRISA, «para quienes buscan lecciones sobre cómo proteger a una población
mediante la vacunación, hay otro país de referencia: la India».207
Pero todo eso cambió de la noche a la mañana. Sin que se sepa muy bien por
qué, cuando todo iba tan estupendamente, de pronto la India se convirtió en el
país en el que más crecían los contagios y las muertes.208 En un solo día, 3.700
muertos. ¿Cómo es posible que la ejemplar India se haya convertido en tal
desastre?209
No sabiendo cómo explicarlo, los medios optaron por utilizar ahora a la India
como nuevo ejemplo del desastre covidiano. Nadie sabía qué era lo que lo había
producido. Mientras, un responsable sanitario del gobierno de Nueva Delhi
declaraba que «la actual situación hace que la primera ola parezca una onda en
una bañera». Y es que la primera ola en la India habría pasado desapercibida de
no haber sido por la atención mundial sobre el covid.210
Hoy, un vistazo a los gráficos de la campaña de vacunación y de crecimiento
de los contagios y fallecimientos nos muestra un paralelismo insoslayable. Los
medios buscan explicaciones, más que al desastre de la India, a su propio
desastre. Algunos ya advierten de que todo aquello que hasta ahora celebraban
era falso; las cifras no tenían nada que ver con lo que en realidad sucedía.
Incluso podríamos estar ante un fenómeno mucho mayor que lo que se creía.211

Los antivacunas y la realidad de la vacuna

Como sucedió en el caso de los 27 científicos que firmaron en The Lancet contra
los conspiracionistas en febrero de 2020 —antes de que existiese
conspiracionismo alguno— se empezó a hablar de «antivacunas» antes de que
vacuna alguna estuviese disponible.
Es cierto que existe un movimiento antivacunas en todo el mundo; es cierto
que un porcentaje de la población —no excesivamente numeroso, pero tampoco
desdeñable desde el punto de vista estadístico— rechaza ser vacunado. Seis de
los diez países en donde más se desconfía de las vacunas son europeos; y los tres
países menos críticos con las vacunas son del tercer mundo. ¿Es eso
significativo?
El primer país del mundo en desconfiar de las vacunas es Francia, en el que
más del 40% de la población manifiesta recelos graves contra las vacunas; y
están destacados en el mismo ranking Rusia con un 28% y Japón con el 25%. En
el otro extremo, los países con mayor confianza son Tailandia, donde el rechazo
es solo de un 6%, Indonesia con un 3% y Bangladesh, con un 1%. De acuerdo a
estos datos, no serían las poblaciones menos ilustradas las que rechazarían en
mayor medida las vacunas, sino al contrario.212 Disipemos, pues, la idea de la
esencial incultura que proyecta el término mismo de «antivacunas».
Pese a su carácter minoritario, el movimiento antivacunas ha sido
hiperbolizado como amenaza por la OMS desde hace tiempo. Se trata de un
movimiento muy heterogéneo no solo en su composición social o ideológica,
sino incluso en su oposición a las vacunas. En general, acusan a las
farmacéuticas de constituir un gran negocio falto de transparencia y ética, lo que
se compadece muy bien con la realidad. Son partidarios de las medicinas
naturales frente a los principios químicos, y de la libertad de elección para sí
mismos y para sus hijos. Al menos esto último resulta también bastante
razonable.
Aprovechando la existencia de dicha corriente —algunos de cuyos postulados
parecen bastante razonables, pero que, en definitiva, resultan fáciles de satirizar
— la industria ha pretendido asimilar a quienes han manifestado reticencias ante
la vacuna de covid-19 al movimiento «antivacunas». Sin duda estos forman parte
de la oposición a la obligatoriedad de vacunación, pero hay mucha más gente,
simplemente prudente, que entiende que las vacunas contra el coronavirus no
ofrecen las garantías mínimas, o bien que la situación está lejos de exigir tomar
un riesgo como ese. De hecho, mientras los antivacunas son estadísticamente
marginales, la oposición en Europa a las vacunas contra el covid-19 ha
alcanzado el 30% en el conjunto del continente.213 Y en la propia España, en
donde la tradición o existencia de grupos antivacunas es inexistente, ha habido
momentos en que una parte mayoritaria de la población ha manifestado rechazo
o dudas.
Identificar a quienes han expresado tales posiciones al respecto de esta
vacuna con una postura antivacunas es una falacia (las más de las veces,
intencionada), destinada a desacreditar el mantenimiento de posturas
perfectamente defendibles desde todos los puntos de vista. Pero ese ha sido el
planteamiento de los medios, obviamente deshonesto. Otra vez.
Hay sobrados motivos para cuestionar las vacunas contra el covid-19.
Muchos de ellos son compartidos por una gran parte de la sociedad, incluso por
quienes consideran que la vacunación vale la pena, pese a todo, pero que se
muestran reticentes ante algunas cuestiones que son de sentido común. Lo que
no puede pretenderse es que haya que mostrar un entusiasmo exaltado y
uniforme ante la mera mención de la palabra «vacuna», tipo China o Corea del
Norte.
Aunque la mayor parte de la población no está avisada acerca de las prácticas
que desarrollan las empresas pertenecientes a las «big pharma», hay un
porcentaje de población que sí está familiarizado con ello. Saben que
extorsionan, sobornan y mienten, que han pagado miles de millones en multas
por los más variados conceptos y que lo único que les interesa son los beneficios
obtenidos a nuestra costa, beneficios en los que la muerte y el daño ajenos
participan de la cuenta de resultados en forma de dólares.
La competencia entre las empresas del sector es feroz. En la crisis que
actualmente vivimos, la que peor parada ha salido ha sido es AstraZeneca, en
parte por su propia política y en parte por la acometividad de Pfizer.
Publicitariamente, esta última ha devastado a AstraZeneca. El que la
farmacéutica anglo-sueca haya jugado a varias bandas, burlando sus
compromisos con la Unión Europea, ha sido igualmente determinante.214 La
denuncia internacional de Bruselas ha puesto de manifiesto la esencial falsedad
con la que actúan unos y otros.215 Además, el gobierno de Estados Unidos —que
no es, precisamente, ajeno a los intereses farmacéuticos— ha denunciado a
AstraZeneca al cuestionar sus datos sobre la eficacia de la vacuna por
considerarlos obsoletos. El pronunciamiento de los Institutos Nacionales de
Salud de Estado Unidos ha sido contundente, pero no debemos olvidar que tal
organismo está presidido por Anthony Fauci:216 la vacuna de AstraZeneca ha
estado bloqueada por el gobierno de Estados Unidos durante largos meses, sin
recibir la aprobación de Washington, de modo que unos quince millones de dosis
tuvieron que ser descartados por la propia farmacéutica a comienzos de 2021.217
Y las informaciones de que es ineficaz contra la variante sudafricana han venido
a ser el remache de su ataúd.218
De hecho, durante muchos años se han desarrollado ingentes esfuerzos para
obtener una vacuna contra el coronavirus, todos ellos sin suerte. Desde el 2000
hasta hoy han terminado en fracaso desde experimentos con hurones219 para
combatir el SARS, hasta otros con ratones con el mismo objetivo.220 Todos
fallidos.
Las sospechas al respecto de que las vacunas presentaban enormes
deficiencias se acumulaban en los primeros meses. Y nunca se han despejado del
todo. La pretensión de que los productos de Pfizer, Moderna, AstraZeneca,
Johnson & Johnson, etc. ofrecen todas las garantías es absurda. De otro modo,
no se entiende que para comercializar sus vacunas hayan solicitado una previa
exención de responsabilidades por las consecuencias de estas. Algo que ha sido
asumido por los estados y que —tras el consabido ritual de embrollamiento
propio de su función— admiten hasta las verificadoras; «Atendiendo a las
características especiales de estas vacunas y para compensar los riesgos
asumidos por los fabricantes para llevarlas al mercado, se prevé un régimen de
indemnización por el que los estados miembros cubrirían los gastos en los que
pudieran incurrir las empresas al ser de aplicación el régimen de responsabilidad,
salvo en casos de mala conducta intencionada o incumplimiento de las normas
de correcta fabricación».221
El truco está en que los estados tampoco están aceptando dicha
responsabilidad a la hora de la verdad. Aquí, las verificadoras callan, pese a que
incurren en una contradicción flagrante con lo que ellas mismas habían
anunciado semanas atrás. Todo indica que se trata de una mentira perfectamente
trabada a fin de inducir a la vacunación. ¿Cómo va a inyectarse alguien una
sustancia de la que su fabricante no se hace responsable?222
Lo cierto es que, no mediando mala praxis expresa por parte de la
farmacéutica, si la muerte se produce por el simple hecho de haberse inoculado
la vacuna, no hay responsabilidad alguna. Por lo demás, los tribunales tampoco
hacen responsable al Estado por las muertes que puedan devenir de la
vacunación. Es decir: nadie es responsable.223 El Departamento de Salud Pública
de Estados Unidos igualmente exonera a los fabricantes.224
Una de las cuestiones que se han suscitado tras el comienzo de la vacunación
es la del fenómeno conocido como «peligro de mejora de anticuerpos», que
acaso tuviera algo que ver con la relación entre la vacunación y el ascenso de los
contagios y de los fallecimientos en numerosos países a que nos referíamos
antes: el llamado ADE.
En esencia, consiste en que el anticuerpo facilita al virus infectar las células
inmunes, lo que causa una respuesta hiperinflamatoria, una tormenta de
citoquinas y una desregulación general del sistema inmunitario que permite que
el virus cause más daño en los órganos de nuestro cuerpo, empezando por los
pulmones. De acuerdo a esto, la vacuna podría hacer que el sistema inmunitario
produzca un anticuerpo para la vacuna y luego, cuando el cuerpo recibe el
patógeno verdadero resulta que la infección es mucho peor que la que se produce
en los cuerpos que no han sido vacunados.
Aparentemente, el ADE ha sido desechado por los miembros de la
«comunidad científica» sin prestarle mayor atención, pero algunos científicos
tienen dudas. Los informes que las farmacéuticas cedieron a la FDA no muestran
rastro de que esto haya constituido preocupación alguna para ellos.225 Sin
embargo, hay quien asegura que ya ha habido problemas de este tipo con los
virus tipo SARS, razón principal por la que los ensayos fracasaron durante tantos
años. La mutación viral podría desencadenar un proceso de esta clase. Aunque
los medios de comunicación le restan importancia —ellos están en la
propaganda—, hay científicos que reconocen que el problema es real.226 Porque,
sobre todo, lo que hay que tener en cuenta es que, dada la baja mortalidad y
letalidad del virus, es absurdo correr riesgos innecesarios.
El que las vacunas puedan causar ADE no es algo insólito. Ni una locura,
como se pretende desde algunas instancias. En abril de 2021, la Universidad de
Tel Aviv publicó un estudio en el que afirmaba que la variante sudafricana del
virus era resistente frente a la vacuna de Pfizer en una proporción ocho veces
superior a la de quienes no se habían vacunado o habían recibido una sola dosis.
Esto no solo sugiere que la vacuna no protege, pues en ese caso las cifras de
contagios entre unos grupos y otros serían semejantes, sino que facilita el
contagio de la llamada «cepa sudafricana».227
Pero el peligro que muestra este estudio no es, claro, si la vacunación de
Pfizer facilita el contagio de la cepa sudafricana en concreto; el peligro es si la
vacuna produce una inmunodeficiencia que sería extensible a otros casos. Los
antivacunas, y lo que la prensa llama «negacionistas», enfatizan mucho esto,
algo que necesita de una comprobación que solo se producirá a medio o largo
plazo, pero la verdad es que hay una perspectiva inquietante al respecto incluso
para la ciencia más oficial. De hecho, estudios posteriores han demostrado que la
vacuna de Pfizer tampoco protege adecuadamente contra la «cepa india» (Delta),
lo que sugiere que esa inmunodeficiencia podría ser una realidad.228 Las cifras
que se produjeron en Israel desde fines de junio y en el mes de julio abonan la
posibilidad de que esta tesis contenga cierta parte de verdad. El propio gobierno
israelí admitió que la mitad de los ingresos por coronavirus eran personas
vacunadas dos veces; si bien a comienzos de julio solo sumaban algo más del
1% del total de vacunados, no deja de tener una cierta significación, ya que
hablamos de infecciones de un covid-19 en franco retroceso en todo el mundo;
pero ¿no revela una cierta tendencia a la inmunodepresión?229
Así, la doctora Susan Hopkins, del Servicio de Salud Pública de Inglaterra, ha
advertido que el país se enfrenta a «un invierno duro por causa de las
enfermedades respiratorias y otras que no lo son, además del propio coronavirus
(…) es muy posible que resurja la gripe…».230 Si es cierto que la gripe ha
desaparecido el invierno 2020-2021, ello ha hecho que hayamos perdido
defensas para enfrentarla el próximo año. «Es muy posible que el estallido de las
enfermedades respiratorias se produzca, antes que en invierno, en otoño de este
año…».231
Es cada día más evidente que la rotundidad de las afirmaciones científicas
hay que relativizarla. Muchas cosas sobre las que en su día no había dudas, poco
después fueron desechadas. Y, aunque muchas veces los medios lo tapen, está
sucediendo lo mismo con respecto a la pandemia. Desde que el covid-19 salió de
China a comienzos de 2020, con la misma seguridad «científica» se nos ha
defendido una cosa y su contraria. Y es que la ciencia es así; tomamos las
hipótesis que son más consistentes con lo que observamos, y vamos modificando
aquellas de acuerdo a lo que vamos sabiendo a partir de los datos que nos ofrece
la realidad. Esto ha sido siempre así hasta que convertimos la ciencia en una fe,
que es cuando precisa de dogmas, para dejar de ser ciencia y transformarse en
una creencia religiosa.
Las dudas acerca de la vacuna —de su efectividad, de sus efectos— arrancan
con el oscurantismo de los datos de los ensayos, que desconocemos antes del
tratamiento empresarial de los mismos. Así, de acuerdo a los datos existentes de
la FDA, entre las personas con las que experimentó Pfizer había un grupo
clasificado como «sospecha de covid» que hacía referencia a aquellos que
presentaban síntomas que no fueron corroborados por las pruebas PCR. Este
grupo era veinte veces más numeroso que el que componían los casos
confirmados de covid. ¡Veinte veces! Es evidente que esto introdujo una
distorsión grande en el estudio.232 Seguramente esta sea la razón por la que
Pfizer ocultó estos datos en su informe y en la publicación de The New England
Journal of Medicine.233
En el informe de la FDA tampoco se explica la exclusión de 371 personas por
«desviaciones importantes del protocolo», que son además muchas más en el
grupo de vacunas que en el de placebo (en el ensayo de Moderna hubo diez
veces menos exclusiones y mucho más razonablemente repartidas). La
información sobre los comités de adjudicación de eventos primarios es
importante: Moderna nombró su comité con médicos universitarios, mientras
Pfizer colocó a tres empleados de la compañía.234
Por otro lado, como ya se ha dicho, las farmacéuticas excluyeron de su
experimento a quienes hubieran pasado la enfermedad. Aun así, entre un 2% y
un 3% de los participantes en los ensayos de ambas farmacéuticas fueron
considerados positivos. Los resultados obtenidos a partir de estas personas no
parecen consistentes con los informes que tenemos de reinfecciones en todo el
mundo. El problema central en estos casos es que no disponemos de los datos
originales de las compañías, sino de una versión en la que estos están
«cocinados»; los primeros no estarán disponibles sino hasta 24 meses después de
terminados los estudios.
Las fallas en la elaboración protocolaria son notables, como en los casos
acerca de las embarazadas, inmunodeprimidos, menores, transmisión del covid e
incluso ancianos. Lo mismo cabe decir de los resultados a medio o largo plazo,
claro, puesto que no ha habido tiempo suficiente para establecerlos. La seguridad
que algunos científicos muestran a la hora de rechazar cualquier consecuencia
negativa está lejos de ser concluyente, y viene precedida por otras seguridades
que, más tarde, han sido contradichas. Tenemos el caso de la vacuna de la polio
oral, que supuestamente habría erradicado la enfermedad235 y que, por el
contrario, ha hecho brotar nuevos casos en toda África y en Asia Central, hasta
el punto de que muchos gobiernos han destruido las dosis que la OMS les había
hecho llegar.236 Con la colaboración de la Fundación Bill y Melinda Gates.
Para el covid-19 existe en Estados Unidos un Sistema de Notificación de
Efectos Adversos en las Vacunas (VAERS), pero ha sido muy criticado. Un
informe oficial señala que es muy escasa la proporción de casos que se remiten
al VAERS, según el Harvard Pilgrim Health Care.237 De modo que a partir de
aquí poco podemos conocer de lo que realmente está sucediendo; y no parece
que nadie tenga un excesivo interés en arreglarlo.
La campaña de vacunación tuvo su asiento argumental en que nos iba a
permitir reanudar la vida anterior al covid. Superado el umbral del 70% de la
población vacunada, habríamos alcanzado la inmunidad de grupo. En España lo
prometió el presidente del gobierno, lo que seguramente no es la mejor garantía
de que vaya a suceder.238 Su afirmación fue la siguiente: «Nos acercamos al
objetivo del 70% de la población inmunizada antes del fin del verano». Pues
bien: ni la población queda inmunizada tras las vacunas, ni ese objetivo se
consigue con el 70% de vacunación ni probablemente se conseguirá antes del fin
del verano. Dejemos de lado que Sánchez prometiese en su momento que esa
inmunidad llegaría antes del verano (no antes del fin del verano), algo ya
habitual en el personaje.239 Aún estamos esperando que las verificadoras lo
denuncien como bulo y nos lo expliquen.
La cuestión central es que ni las vacunas inmunizan ni se va a conseguir
inmunidad de grupo alguna. Seguramente tuvimos alguna posibilidad al
principio del todo, cuando pudimos haber desarrollado otra estrategia, la de la
inmunización natural, que —con las debidas cautelas de protección a las
personas más débiles— hubiera sido mucho menos onerosa en todos los
aspectos: en el sanitario, en el humanitario y en el económico. Algunos países lo
han hecho, con resultados dignos de estudio y mejores que muchas sociedades
que optaron por la estrategia contraria: comparemos Suecia con España, las
medidas tomadas por unos y otros, el daño producido a la población, las cifras de
fallecidos.
Hay sin duda un debate acerca de cuál es ese mejor método para adquirir la
inmunidad de grupo. O lo había. En un principio se contempló la posibilidad de
que quienes tuvieran anticuerpos no fuesen vacunados. Parecía algo
perfectamente lógico.240 Los infectados tenían anticuerpos y su inmunidad
parece ciertamente larga, incluso vitalicia.241 No se veía, pues, dadas todas las
circunstancias, la necesidad de una vacunación masiva.
En el verano de 2021 se fue abriendo camino, además, la idea de que a través
de las vacunas no vamos a adquirir esa inmunidad de grupo. Porque una cosa es
pasar la enfermedad y otra distinta es padecerla; y los vacunados se pueden
infectar y transmitir la infección. No fue el primero en contarlo el virólogo
Christian Drosten, portavoz de sanidad del gobierno alemán, que mediado junio
de 2021 declaró que el asunto de la inmunización a través de las vacunas se ha
«malentendido» e interpretado de un modo mecanicista desde que se piensa que
una vez vacunado el 70% de la población, el restante 30% estará protegido; pero
esto «simplemente no es el caso de este virus. Cualquiera que no se vacune se
infectará con SARS-2».242
La conocida inmunóloga española Margarita del Val señaló que jamás
alcanzaremos la inmunidad de grupo, ya que «ninguna de las vacunas que
tenemos» es capaz de tal cosa. El 8 de junio explicó, muy gráficamente, que
dicha inmunidad «solo se puede conseguir con vacunas que además de proteger
contra la enfermedad, eviten que las personas vacunadas que se encuentren con
el virus se infecten y lo multipliquen». Y las vacunas de que disponemos no van
a hacer ese trabajo.
«La inmunidad se puede conseguir cuando los vacunados son seguros y los
vacunados no son seguros (…) los vacunados ya se pueden quitar la mascarilla
sin miedo a enfermar, pero no son seguros para sus contactos».243 Como quiera
que siempre habrá personas que no puedan vacunarse (por edad, condiciones
sanitarias, inmunodeficiencias varias, por razones personales…), esa inmunidad,
según la señora del Val, nunca se alcanzará.
La propia OMS ha señalado que las vacunas no erradicarán la enfermedad.
«Esperamos que la vacunación sirva para controlar la transmisión del virus, pero
hasta que no sepamos cómo funcionan en la vida real o tengamos más detalles
sobre la forma en la que el virus se transmite, no podemos pensar que con la
llegada de las vacunas se va a poder erradicar al virus», señaló ya en noviembre
de 2020 el director de Emergencias Sanitarias de la OMS, Michael Ryan.244
Claro, que habría que precisar a qué escenario se refiere cuando habla de
inmunidad, puesto que es muy probable que, con el tiempo, el covid termine
siendo una infección sin mayores consecuencias. Si la enfermedad se degrada —
digámoslo así— y termina siendo una especie de gripe menor, alcanzar la
inmunidad no tendrá mayor importancia.
Pero, de momento, la vacuna no puede evitar que propaguemos el virus y ni
siquiera que el virus nos infecte una vez hayamos sido vacunados. Aún más: una
vacuna que elimina los síntomas pero no el contagio convierte en un peligro
andante a los inyectados, por cuanto al no saber el individuo que padece la
enfermedad y que es susceptible de contagiarla, la posibilidad de que lo haga es
indudablemente mayor. ¡Cuántas veces no se nos ha insistido en que vacunarse
no nos releva de la necesidad de guardar la distancia social o de usar mascarilla!
La tasa de muerte por covid es muy baja, lo que desde luego no justifica la
vacunación masiva, como se ha dicho. Ciertamente se ha producido en todo el
mundo una sobremortalidad, eso no puede dudarse. Pero son muy pocas las
muertes atribuidas a covid-19 en exclusiva. La mayoría, de hecho, se deben a
otras causas, aunque el coronavirus haya jugado un cierto papel. Es muy
probable que el SARS-CoV-2 pueda ser acusado no tanto de «matar» cuanto de
«rematar»; es decir, que acelere los procesos mortales de las personas más
débiles de la sociedad. Huelga decir que, para quien esto escribe, eso es algo que
no aligera en lo más mínimo el drama humano. Todos los seres humanos tienen
el mismo derecho a la vida, con independencia de su edad y su situación. Pero es
un dato a considerar justamente a la hora de enfrentar el desafío, porque está
claro que el virus tiene unas víctimas predilectas y que el virus sí entiende de
edad y de deficiencias inmunológicas.
Los efectos adversos de la vacuna llevaron a que en muchos países —entre
ellos, España— Sanidad recomendase que se vacunara escalonadamente a los
sanitarios. En Estados Unidos, la FDA anunció que la vacuna de Moderna
produciría en muchos casos efectos desagradables como dolor de cabeza y
muscular, vómitos, fiebre e incluso diversas inflamaciones. Los propios
fabricantes de la vacuna de Moderna, por otro lado, no garantizan más de tres
meses de «inmunidad», y el resto de las compañías no comprometen mucho más
tiempo. Porque lo cierto es que no se conoce la duración de dicha
«inmunidad».245
Además, a mediados de 2021 comenzaron a filtrarse noticias acerca de la
necesidad de vacunarse varias veces en unos meses. Albert Bourla, consejero
delegado de Pfizer, ha admitido que su vacuna exigirá una tercera dosis antes de
un año,246 porque, al parecer, los vacunados pierden anticuerpos a una velocidad
mayor de la esperada, algo que, un par de meses antes, Alex Gorsky, de Johnson
& Johnson, había anunciado.247 En la misma dirección, el primer ministro
israelí, Benjamin Netanyahu, advirtió en mayo de 2021 de que habría que
vacunarse cada seis meses.248 El anuncio es importante tanto porque Israel tiene
una de las tasas más altas del mundo de vacunación como por cuanto la vacuna
aplicada es Pfizer, por lo que afectaría a todos los vacunados con ese compuesto.
No pocos trabajadores del sector sanitario sospechaban eso mismo.
Desconfiaban de la vacuna y preferían aguardar los resultados. En España,
incluso el apocalíptico doctor César Carballo anunció en televisión que prefería
esperar a ver cómo actuaba el compuesto en otras personas antes de aplicárselo
él mismo.249 Sin duda, eso sembró muchas dudas en el conjunto de la sociedad.
En Alemania, entre el 60% y el 70% de los sanitarios manifestaron su
preferencia por esperar a ver cómo evolucionaban las cosas antes de
vacunarse,250 y en Nueva York, los médicos y enfermeros se negaron a ser los
primeros en ser inoculados. En Los Ángeles, hasta el 40% rechazaron ponerse la
vacuna; las cifras del estado de Ohio son aún más llamativas: el 60% de los
sanitarios se negó a ello, una cantidad semejante a la que se está produciendo en
los principales hospitales de Texas y entre los bomberos de Nueva York y los
militares.251 El 40% de los profesionales de la sanidad en Chicago tampoco
estaba dispuesto a vacunarse.252
Por supuesto, hay pocas cosas que una propaganda incesante y poderosa no
pueda cambiar. Y, sin duda, esta fue una de ellas. Lo mismo sucedería en nuestro
país unos meses más tarde. Pero la confusión acerca de las vacunas no ha
cesado. Lo que ha sucedido es que las informaciones se han unificado, y evitan
los aspectos más controvertidos; hay un verdadero apagón informativo desde que
la prensa, en lugar de desempeñar el papel de comunicación y denuncia que está
en su naturaleza primera, se siente llamada a ejercer una función de propaganda
de cara a los objetivos oficiales a alcanzar.
Esa propaganda ha actuado de muchos modos; uno de ellos ha consistido en
ridiculizar a los disidentes al mejor estilo totalitario-siglo xx.

La vacunación en España

Tal cosa ha sucedido en nuestro país, como decíamos, a cuenta de las vacunas.
Quizá era necesaria desde el punto de vista de la venta de vacunas, en cuanto a
que la opinión pública en España era considerablemente reacia a ellas por todos
los problemas que había habido, pese al oscurantismo de los medios, que han
hecho todo lo posible por que los españoles ignorasen lo que sucedía en el resto
de países europeos.
La vacunación comenzó en España a fines de 2020, oficialmente el día 27 de
diciembre de 2020. La puesta en escena por parte de un gobierno
particularmente proclive al efectismo fue peculiar. Las primeras dosis,
testimoniales, fueron custodiadas en el cuartel de la Guardia Civil de Lerma, al
tiempo que las recibían el resto de los países europeos, procedentes de Pfizer.
Todas las autonomías debían comenzar la vacunación al mismo tiempo, en
consonancia con las actuaciones de las autoridades: lo habían transformado en
una cuestión política que nada tenía que ver con el aspecto sanitario. El ejército
se encargó de transportar los cargamentos a los archipiélagos y a Ceuta y
Melilla.
En las vísperas de la llegada de las vacunas, casi la mitad de los españoles, un
47%, manifestaba que no se vacunaría. Si a eso le añadimos que en torno a un
14% no contestaba a la pregunta que se le hacía al respecto, podemos estar
seguros de que más de la mitad de la población veía con desconfianza la vacuna.
La cifra había aumentado sensiblemente desde el verano, cuando la vacuna se
veía aún lejos, y «solo» un 30% de los ciudadanos manifestaban no estar
dispuestos a vacunarse.253 De manera que hubo de ponerse en marcha un enorme
esfuerzo propagandístico para hacer cambiar de opinión a los españoles. Estos,
presos en sus domicilios por razones del confinamiento, del teletrabajo y de las
restricciones horarias, fueron sometidos a un bombardeo como no se recuerda
desde la campaña para cambiar el voto sobre la OTAN en 1986. Pero llegado el
mes de noviembre, las cifras del rechazo a la vacuna aumentaban, en lugar de
disminuir. En los informativos se sugería, con monótona insistencia, que el
Ejecutivo podía ordenar la vacunación forzosa. La amenaza estaba clara, aunque
el gobierno dudaba ante el coste político que podía representar tal cosa.254
La campaña arreció en el mes de diciembre, cuando se esperaba que las
vacunas estuviesen prestas a llegar. Todos los grandes medios de comunicación
entraron en campaña, todas las fuerzas políticas se mostraron favorables, todas
las personalidades de relieve social se posicionaron activamente, con meridiana
claridad; la exigua minoría que lo hizo en sentido contrario fue triturada. Y no
solo quienes discrepaban, sino aquellos que mostraban alguna comprensión
hacia la disidencia o bien, simplemente, reclamaban el derecho a disentir.255
La proporción de antivacunas en España es pequeña, un 1% todo lo más.
Históricamente, la vacunación en España ha venido ligada al desarrollo y a la
mejora de las condiciones de vida que tuvo lugar en los años cincuenta-setenta
del pasado siglo. No hay un vínculo ideológico con ningún posicionamiento de
otro tipo; es más bien una posición personal, poco articulada socialmente. De
acuerdo a las encuestas que se han llevado a cabo, de entre quienes rechazaban
vacunarse para el covid-19, apenas un 4% —en el mejor de los supuestos— lo
hacía como consecuencia de una oposición a todo género de vacunas.
Pero las autoridades, como se ha dicho antes, echaron el resto en las
campañas oficiales. Se exigió una adhesión incondicional a quienes se asomaban
a la pantalla, a los digitales, a las ondas. Las personas con alguna notoriedad
social pidieron la vacunación masiva sin el menor rebozo, desde Emilio
Butragueño hasta Belén Esteban. Quien discrepaba —por cauto que fuese en su
pronunciamiento— era un antivacunas, un «negacionista», un irresponsable que
ponía en peligro al conjunto de la población. La atmósfera se volvió irrespirable.
Durante las primeras semanas, la vacunación no evitó el ascenso de casos de
contagio y de muertes; al contrario, mediado el mes de febrero, y cuando se
suponía que el proceso debería estar mostrando sus efectos benéficos, se culminó
el ascenso que se venía produciendo desde el mes anterior, en una repetición de
los gráficos y cantidades a que asistimos cada año con la gripe. Solo que esta vez
las cifras —el 8 de febrero se superaron los 900 fallecimientos atribuidos al
covid-19— se disparaban hasta recordar, aunque fuese por unos breves días, las
semanas de la primavera de 2020. A finales de marzo aún nos acercábamos a
650.256
El mes de abril comenzó con un descenso que se mantuvo a lo largo de los
siguientes. Como era previsible, la prensa lanzó las campanas al vuelo y atribuyó
el éxito a las vacunas. En todas partes, televisión, prensa, digitales, redes
sociales o radio, se entonaron salmodias en torno a las virtudes de los
compuestos, en las que todos daban por supuesto la vinculación entre la vacuna
y el descenso de casos y muertes. Era un dato consolador, que todos querríamos
cierto, pero que estaba lejos de haberse comprobado. Poco sorprendentemente, el
descenso se producía en el calendario de forma simultánea a la caída de
fallecimientos por gripe y otras enfermedades respiratorias que se produce cada
año.
Nadie tenía en cuenta otras cuestiones, tales como la estacionalidad. Nadie
estableció ningún paralelismo con lo que había sucedido el año anterior: en 2021
el descenso de casos y fallecimientos fue muy semejante, e incluso inferior, al de
2020. Es decir: que en 2020 los casos fueron menos que los que se produjeron
por las mismas fechas en 2021, aunque en 2020 no había vacunas. ¿Cómo puede
mantenerse que las vacunas son las responsables de la mejora en las cifras?
El dato es tanto más llamativo cuanto que los más débiles han muerto a lo
largo de 2020, y por tanto la mortalidad ha de ser necesariamente menor. Este
año, además, no se ha producido el abandono de las residencias del año pasado.
El paralelismo con 2020 era obvio, pero rompía la narrativa oficial. Así que
se amoldaba el relato a la conveniencia: para El País —que titulaba el 13 de
mayo de 2021: «Las muertes semanales por covid en España caen un 90% desde
que empezó la vacunación»— la caída se debía al «efecto de la inmunización» y
al descenso de la transmisión gracias a las restricciones. Resulta complicado
escribir más falsedades en menos espacio. El titular de El País vinculaba el
descenso de las muertes a la vacunación, algo que está lejos de haberse
demostrado, y continúa aseverando que la bajada de casos se debe a la
«inmunización», tomando esta como sinónimo de «vacunación», cuando la
vacuna, como se ha repetido en infinidad de ocasiones, no produce inmunidad.
El agradecimiento a las restricciones es sencillamente ridículo por cuanto
llevamos quince meses con estas, en casi todos los casos de forma
ininterrumpida (solo con la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores, en el
momento del titular, llevábamos casi diez meses ininterrumpidos).257
Aunque, como de puntillas, El País pasaba por encima de la realidad
subyacente en la que nadie quiere entrar: efectivamente, diecinueve de cada
veinte fallecidos por covid tiene más de sesenta años. Y ese sector de la
población es al que había que haber protegido; junto a quienes padecen
morbilidades severas varias con independencia de su edad, pero, sobre todo,
quienes las padecen a edades avanzadas.
El discurso está muy claro, pero es poco convincente: una autoridad sanitaria
—el epidemiólogo de la OMS Daniel López-Acuña— nos dice que «no
podemos aceptar 80 o 50 muertes diarias. Hemos convertido la cifra en un
parámetro y no vemos las personas que hay detrás. Nos hemos anestesiado. En la
medida en que tengamos la incidencia alta, tendremos un grado de mortalidad:
necesitamos ver caer la incidencia por debajo de 25 casos por 100.000 habitantes
para que se reduzcan más las muertes».258
Tras esa efusión de emotividad —pirotecnia de una vanidad de escaparate—,
lo que López-Acuña calla es que, a comienzos del verano de 2021, las muertes
diarias por covid-19 representaban apenas el 5% del total de muertes en España,
que en emblemáticos hospitales como el Ramón y Cajal se cerraron todas las
UCI dedicadas al coronavirus excepto una, o que éramos los penúltimos del
mundo occidental en seguir embozados por la calle, pese a la constancia de que
no sirve absolutamente para nada. Y que todo esto dista mucho de ser algo
remotamente parecido a una pandemia. No debemos perder la perspectiva, como
tantas veces sucede cuando se invocan imágenes cargadas de emotividad: en
España se producen a diario 1.147 fallecimientos de media, de acuerdo a los
datos de 2019, últimos en los que el covid-19 nada tuvo que ver.
Todos lamentamos las muertes producidas por el coronavirus, sean 50, sean
80 o sea una sola, pero lo que resulta inaceptable es que el lamento tenga
correlación con la imposición de una serie de medidas al conjunto de la
sociedad, que están llevando a esta a una situación insostenible.
López-Acuña representa a la perfección el caso del hombre que nos salva del
coronavirus y nos mata de hambre, de asco o de tristeza. O de otras
enfermedades. Según esta autoridad en la materia, deberíamos llevar la
mascarilla hasta el final del verano. Es igual que nadie la haya llevado en Europa
como nosotros, es igual la experiencia de Estados Unidos, es igual lo que está
sucediendo en tantas partes del mundo. En la mente del experto solo cabe la
visión de su pequeño mundo, alrededor del que todo gira.
Afea, además, al gobierno que no haya prorrogado el estado de alarma, y el
levantamiento de las restricciones y la vuelta del ocio nocturno; eso sí, parece un
hombre dotado de un peculiar sentido del humor al declarar, respecto de la
mascarilla, que hay «una especie de competencia olímpica de qué comunidad
saca la medalla de oro de quitarla la primera cuando se necesita» (sic).259 La
evidencia de lo acaecido en la pandemia apunta a que ha sucedido exactamente
al revés: se ha establecido una competición política entre las autoridades
autonómicas para demostrar quién estaba más preocupado por «proteger» a su
población, hasta el punto de adoptar medidas ridículas y verse todos arrastrados
a una carrera de prohibiciones y de restricciones, en una especie de efecto
dominó. En la Comunidad de Madrid fue lo que sucedió al respecto de la
mascarillas a fines del mes de julio de 2020; más allá de toda duda, se trató de
una decisión política del gobierno popular de Isabel Díaz Ayuso: el miedo a
quedarse fuera de juego y a ser señalado.
Y no fue, desde luego, el único caso.
4

ESPAÑA, EL DESASTRE: MASCARILLAS,


CONFINAMIENTOS, PCR Y VACUNAS

«Donde todos piensan igual, es que nadie está pensando demasiado».


WALTER LIPPMANN

Año y medio después de iniciada la pandemia, España es el país europeo que


peores datos ofrece en todos los terrenos. En el sanitario, en el humanitario, en el
económico. El proceder de las administraciones, pero sobre todo de la central, ha
sido pavoroso. Interminables titubeos, decisiones contradichas apenas horas
después, informaciones erróneas, control exhaustivo de la información y de la
opinión, enfrentamiento entre comunidades, confinamientos absurdos, abandono
de los más débiles, ruina económica para todos…
Calificar de catastrófico el desempeño del Ejecutivo solo refleja la más
estricta realidad. Una catástrofe que no ha sido sino una razón más para poner en
marcha la máquina de propaganda que los voceros del gobierno —cuyas
ramificaciones alcanzan todos los ámbitos de nuestra sociedad— dominan con
sobrada maestría. Estos, en su labor apologética, lo primero que urdieron fue un
argumentario que comenzaba por asegurar que la acción del Ejecutivo fue
lógicamente deficiente porque el virus nos había cogido a todos desprevenidos,
como había sucedido más o menos en todas partes. ¿Cómo imaginar lo que se
nos venía encima? ¿Cómo suponer la dimensión de lo que se avecinaba? Tales
incógnitas encontraron la feliz condensación de una expresión popular de tinte
burlón: «No podía saberse».
La verdad es completamente diferente. La verdad es que la catástrofe se vino
anunciando con mucha antelación. Las señales y los avisos se multiplicaron
durante las semanas anteriores al 14 de marzo (día oficial de inauguración de la
pandemia en España); desde finales del mes de enero, unas seis o siete semanas
antes del 14 de marzo, el gobierno tenía noticia de lo que estaba sucediendo y de
su peligrosidad. Estaba perfectamente informado.
Pero las autoridades no hicieron nada; tenían una agenda política que cumplir.
Todo el mundo lo sabía. Por eso, aquellos días de la primera semana de marzo,
el comentario generalizado era que el gobierno no movería un dedo hasta pasado
el 8 de marzo y la semana de pasión feminista que le acompaña; «Estos —se
decía, en referencia al gobierno— nos encerrarán el 9 de marzo, ni un día antes».
Los días previos, cuando los contagios se habían extendido por toda Europa y
ya se tomaban medidas en Italia, desde las instancias gubernamentales se le
quitaba hierro al asunto. La corte bufonesca de la Moncloa se dedicaba a
satirizar la situación y a bromear en los late night.260 Los políticos de izquierda
hacían chascarrillos en las redes sociales261 y los tertulianos habituales
componían el gesto jaque ante la sola mención de que nuestras autoridades no
supieran lo que se traían entre manos: el virus no merecía más atención que la
justa, todo era confiar en nuestro sistema sanitario.262 «El mejor del mundo».
Todo aquel despliegue de fidelidad lacayuna desmentía lo que hasta ese
momento era perfectamente conocido. Algunos programas de televisión —
también de las privadas, pero especialmente de la pública— rozaron lo
esperpéntico, con sus tertulianos habituales fielmente alineados en torno a la
consigna oficial, glosando las habilidades de un gobierno que nada hacía y que
permitía la libre circulación del virus, e incluso las de un precario ministro de
Sanidad que acababa de aterrizar y cuya nulidad era universalmente
reconocida.263
El gobierno de Pedro Sánchez fue advertido con anterioridad al 14 de marzo
en numerosas ocasiones acerca de lo que estaba sucediendo y de la peligrosidad
de la pandemia. Es sabido que la OMS tenía conocimiento de lo que estaba
pasando hacia fines de 2019, gracias a la información trasladada por Taiwán, si
bien la organización de Tedros Adhanom decidió ignorar el aviso por razones
políticas: su alineamiento con Beijing impedía considerar cualquier cosa
procedente de la vieja isla de Formosa. Taiwán lo hizo saber al mundo, pero el
poder ejercido por la China comunista y por Bill Gates acalló las señales de
peligro que emitía el gobierno de Taipéi. Empezaba a estar claro que en este
asunto contaban tanto las cuestiones políticas como las sanitarias. O más.264

¿No podía saberse? La construcción de una coartada


El 13 de enero, la OMS recibió un mensaje de las autoridades sanitarias de
Tailandia: a un viajero, procedente de la localidad china de Wuhan, se le había
detectado una infección por coronavirus. A renglón seguido, ahora sí, emitió una
declaración en la que confirmaba «la importancia del control y la preparación
activa en otros países, tal y como recomienda la OMS».265 Un día antes, China
había publicado la secuencia genética del virus. Las autoridades sanitarias
españolas estaban avisadas. Es decir, lo habrían estado de haber estado alerta. Se
habían perdido dos semanas, y se perderían muchas más.
El 21 y 22 de enero, una misión de la OMS visitó Wuhan, estableciendo que
se estaba produciendo un contagio entre humanos, si bien aún lo confesaban
tímidamente266. Timidez que se atenía a lo deseado por las autoridades chinas.
De modo que el miércoles 22 de enero, la OMS convocó una reunión de
emergencia —por teleconferencia— para tratar el asunto. Aunque el encuentro
no logró suscitar una respuesta unánime, sí que consiguió consensuar un
documento con carácter general en el que se recomendaba a los gobiernos que
estuvieran «preparados para adoptar medidas de confinamiento, como la
vigilancia activa, la detección temprana, el aislamiento y el manejo de los casos,
el seguimiento de contactos y la prevención de la propagación del 2019-nCoV,
así como para proporcionar a la OMS todos los datos pertinentes (…) prevenir el
contagio de personas, evitar la transmisión secundaria y la propagación
internacional y colaborar con la respuesta internacional mediante la
comunicación y la colaboración multisectoriales y la participación activa para
incrementar los conocimientos sobre el virus y sobre la enfermedad, así como
para impulsar las investigaciones».267
El 30 de enero, la OMS declaraba la Emergencia Sanitaria Global. Adhanom
emitió un comunicado en el que se reafirmaba en las resoluciones tomadas una
semana antes, y confirmaba la seriedad de la situación según lo que sugiere la
extensión de los contactos.268 Ese mismo día, en Madrid, se produjo una reunión
entre Fernando Simón, director del Centro de Coordinación de Alertas y
Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, y el experto en sanidad de la
Organización Mundial del Comercio, el también español Juan Martínez
Hernández, quien advirtió a Simón de la capacidad de contagio del covid-19. Y
que, por tanto, debía ser calificado como un virus tipo 2 y no tipo 4, lo que le
restaba peligrosidad.269 Para entonces se habían producido 7.818 casos en todo
el mundo, de los cuales 7.736 solo en China, con unas 170 muertes.270 Simón no
le prestó mayor atención.
El 31 de enero, el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias
Sanitarias (CCAES) publicó en la web del Ministerio de Sanidad la declaración
Emergencia de Salud Pública de Importancia Internacional (ESPII), esto es, la
existencia de «un evento extraordinario que constituye un riesgo para la salud
pública de otros Estados a causa de la propagación internacional de una
enfermedad, y (que) podría exigir una respuesta internacional coordinada»,
haciéndose eco de las recomendaciones de la OMS.271 Al mismo tiempo, se
elevaba la probabilidad de importación de casos en la Unión Europea de
moderada a alta. Ese mismo día, el diario ABC le dedicaba una inquietante
portada a la declaración de la Emergencia Sanitaria Global; sobre una foto de
nuestro planeta, una mascarilla abrazaba la superficie de la Tierra.272
El 4 de febrero, la OMS publicaba su Plan Estratégico de Preparación y
Respuesta como guía para los sistemas de sanidad ante la oleada que ya se
adivinaba.273 Adhanom reunió a los cuatrocientos principales expertos de la
OMS una semana más tarde, en la sede de Ginebra, en clara muestra de la
seriedad con que la organización mundialista se tomaba la situación: «Este brote
pone a prueba nuestra solidaridad, tanto a nivel político como financiero y
científico. Debemos unirnos para luchar contra un enemigo común que no
respeta fronteras, asegurarnos de disponer los recursos necesarios para acabar
con este brote y poner nuestra mejor ciencia al servicio de la búsqueda de
respuestas compartidas para problemas comunes…».274
El gobierno de Sánchez no reaccionaba. Aparentemente, Simón había
desechado las advertencias que se le habían hecho llegar, pero las cosas eran más
complicadas: en el mes de mayo de 2020 los diarios publicaron la existencia de
un informe elaborado por el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias
Sanitarias el 10 de febrero anterior y firmado por Fernando Simón y otros once
responsables, en el que se alertaba del riesgo de coronavirus; un informe en el
que se pronosticaba lo que luego, en efecto, sucedería. El informe incluía una
información ciertamente precisa y elaborada desde el punto de vista
epidemiológico, microbiológico, sintomatológico, de la evolución clínica, del
tratamiento de la enfermedad y acerca de las medidas de prevención necesarias.
Dicho documento hacía una muy ajustada valoración del peligro que el SARS-
CoV-2 suponía para la población más vulnerable, la población más anciana, la
importancia del distanciamiento y la elevada contagiosidad. Sanidad sabía que
no se trataba de una gripe más, sino que presentaba unas peligrosas
peculiaridades. El informe fue borrado de la web del ministerio, en lo que
constituye una de las mayores vergüenzas de entre todo lo que ha sucedido en
los últimos meses.275
Pero la inquietud era palpable en muchos sectores: los profesionales
sanitarios carecían de las más elementales medidas preventivas, y apenas les
llegaba con las mascarillas. Como se ha dicho, el gobierno era consciente de lo
que sucedía, pero se negaba a tomar medidas. La oposición, de cuando en
cuando, le inquiría al respecto. Fernando Simón explicaba que estaban
considerando adoptar alguna medida de control en los aeropuertos, pero todo
resultaba muy indeciso y poco concreto. El 11 de febrero, desde el Grupo
Popular en el Congreso preguntaron en términos un tanto cáusticos qué era lo
que tendría que pasar para que se tomasen las medidas que otros países ya
estaban aplicando.
Otro grupo de la oposición, Vox, se dirigía duramente al gobierno por su
dejadez. El doctor Juan Luis Steegmann urgió al Ejecutivo a tomar medidas de
carácter sanitario y económico: «En este terreno, señor Illa, no solamente se
debe aplicar el principio de evidencia científica, se debe aplicar el principio de
precaución. Hay que ir rápido, no solo por la salud de los españoles, sino por la
salud del turismo, que representa el 15% de nuestro PIB. Lidiamos, señor
ministro, con dos tipos de virus: uno es el coronavirus, pero otro es el virus de la
desinformación típica de los regímenes comunistas. Occidente ha hecho mal en
creer a las autoridades chinas, algo no cuadra. No cuadra una mortalidad similar
a la gripe y, sin embargo, unas cuarentenas que incluyen 60 millones de
personas. Lo dice Gostin, asesor de la OMS y profesor de derecho sanitario, en
el The Washington Post de ayer: hemos sido engañados y hemos dado al público
una falsa seguridad. Solo sabremos —digo yo— la mortalidad real del virus a
partir de los casos que se den en democracias occidentales como la nuestra y,
desgraciadamente, señorías, el virus está entre nosotros». Steegmann estuvo aquí
feliz, algo que desgraciadamente no prodigaría en los siguientes meses.276
Por alguna razón, el gobierno seguía imperturbable, como si estuviese
empeñado en demostrar su dominio de la situación mientras los demás parecían
perder la cabeza. Pero el clamor cada vez era más amenazante. La prensa, hacia
finales de febrero, prestaba una atención creciente a lo que sucedía allende
nuestras fronteras. «El coronavirus, a un paso de la pandemia», titulaba El
Periódico; y El País: «La OMS pide al mundo que se prepare para una
pandemia». El Mundo abundaba en que la OMS «alertaba de una eventual
pandemia». Basta consultar las portadas de los grandes rotativos españoles del
día 25 de febrero de 2020.277
La gravedad de la situación fue acentuándose con el paso de los días. A gran
velocidad. La inflexibilidad gubernamental no tenía nada que ver con ninguna
convicción ni con ninguna ignorancia; no cabe duda de que era deliberada, pese
a conocer la gravedad de la amenaza. No sabemos, claro, la percepción que tenía
de dicha peligrosidad, pero desde luego no la desconocía.
La mejor prueba al respecto es el informe del día 6 de marzo, que
prácticamente replicaba el del 10 de febrero al que nos hemos referido antes y
que posteriormente fue borrado de la web del ministerio. Dicho informe,
también firmado por Fernando Simón, recogía más allá de toda duda la
información que se había enviado desde los organismos internacionales a España
y que ha resultado ser enormemente precisa. Entre otras cosas aseguraba que «la
vía de transmisión entre humanos se considera similar al descrito (sic) para otros
coronavirus a través de secreciones de personas infectadas, principalmente por
contacto directo con gotas respiratorias de más de 5 micras (capaces de
transmitirse a distancias de hasta 2 metros) y las manos o los fómites
contaminados con estas secreciones seguido del contacto con la mucosa de la
boca, nariz u ojos».278
Acaso durante las primeras semanas tuviera alguna mayor justificación, pero
a esas alturas la dejación del gobierno no podía interpretarse como algo casual.
Se trataba de una decisión política, tomada de modo perfectamente consciente, y
que buscaba una finalidad determinada, de orden ideológico. Es muy posible que
el gobierno pensase que las cosas no iban a llegar tan lejos como lo hicieron y
como lo están haciendo. Pero estuvieron dispuestos a correr el riesgo; o, por
mejor decir, a que lo corriéramos nosotros.
Resulta punto menos que increíble que, meses después —y seguramente
confiando a la flaca memoria del público—, Pedro Sánchez se permitiese
declarar que España fue el país que actuó con mayor prontitud,279 cuando el
gobierno hizo todo lo posible por no adoptar medida alguna frente a un tsunami
de advertencias, como estamos viendo.
La clave era la celebración del 8-M, día central de la agitación feminista.
Convocada por los partidos del gobierno, reflejaba la pelea entre socialistas y
podemitas, así como los patéticos esfuerzos de la derecha centro-reformista por
recibir la bendición de esos sumos sacerdotes a los que reconocen la
primogenitura de la dirección moral de la sociedad. Que el gobierno estaba
determinado a que se produjesen las manifestaciones que se convocan por esa
fecha, cualquiera que fuese el coste, lo acreditan holgadamente los sucesos
acaecidos aquellos días.
Ya hemos visto que los responsables, y muy concretamente el señor Simón,
no desconocían lo que estaba sucediendo. Disponían de información de primera
mano, procedente de los organismos internacionales, e incluso habían elaborado
dos informes —los del 10 de febrero y 6 de marzo— en los que describían con
precisión en qué consistía la amenaza del contagio; en el último de los informes,
apenas dos días antes de las manifestaciones del 8-M, se afirmaba que el
contagio se producía a distancias menores de 2 metros, un escenario obviamente
frecuente en las manifestaciones.
Al mismo tiempo que las manifestaciones feministas, en Madrid estaba
programada la celebración de un gran acto político de Vox en Vistalegre, en el
que se reunirían unas 10.000 personas. En el Wanda Metropolitano y en el
Benito Villamarín se jugaron partidos de fútbol con asistencia de unas 60.000
personas de media, y en el Camp Nou de unas 77.000. Como cada domingo,
millones de españoles acuden a los templos católicos. Y, por supuesto, la
población seguía usando los transportes públicos sin precaución alguna. ¿Cómo
es que el gobierno no tomaba ninguna medida, de ningún tipo, restringiendo las
concentraciones de grandes masas humanas, cuando menos? Pues porque eso era
lo que trataba de evitar; había que celebrar el 8-M.
Por esa razón, cuando Vox preguntó al Ministerio de Sanidad sobre la
conveniencia de celebrar el acto de Vistalegre, recibió la callada por respuesta.
Una recomendación u orden en el sentido de cancelar el acto hubiera afectado
automáticamente a las concentraciones del 8-M, como es lógico; así que Sanidad
mantuvo silencio.280 En consonancia con esta postura, Fernando Simón tampoco
dio ninguna indicación a la pregunta de si había que acudir a la manifestación o
no, un día antes de que esta se celebrase.281 Un año más tarde, el propio Simón
tuvo que conceder que fue «imprudente» al contestar como lo hizo,282 pero
durante mucho tiempo trató de quitarle importancia a su indiferencia ante si
acudir a manifestaciones o no; incluso en la SER —y ya en febrero de 2021— se
atrevió a aligerar su responsabilidad, comparando favorablemente acudir a una
manifestación con participar en una procesión de Semana Santa, aunque
desaconsejaba ambas actividades.283
Posteriormente, Fernando Simón argüiría que la manifestación del 8-M en
Madrid —a la que acudieron unas 120.000 personas— no fue un factor decisivo
de contagio. Y tiene razón, fundamentalmente porque él mismo se encargó de
que se estuviera celebrando un sinfín de eventos por todo el país; pero relativizar
el impacto del 8-M por el hecho de que estuvieran teniendo efecto por toda
España todo tipo de actos multitudinarios no disminuye la responsabilidad de
Simón y del gobierno, antes bien, la agrava. En todo caso, buena muestra de la
incidencia del 8-M en el esparcimiento de los contagios por toda España es el
hecho de que las más ilustres participantes resultaron infectadas: Irene Montero,
Carmen Calvo, Carolina Darias y Begoña Gómez.284
Hasta el 10 de febrero podíamos pensar que Fernando Simón era solo un
incompetente, incapaz de valorar la situación en sus justos términos, pero que
obraba sin ninguna mala fe; desde esa fecha, tal presunción es imposible. En
realidad, el señor Simón no es ningún ignorante. Es evidente que se equivocó en
las primeras semanas; pero eso es algo que comparte con muchos responsables
sanitarios europeos. Quizá pecó, todo lo más, de cierta arrogancia. Pero frente al
histerismo reinante, sobre todo al principio, mantuvo una cierta firmeza: en
asuntos como la limpieza de zapatos antes de entrar en casa o el uso de la
mascarilla, sus opiniones difirieron de las del gobierno y de la de los medios, y
estuvo en esto particularmente lúcido. Pero, precisamente por eso, su culpa es
mayor. La falta de Simón no fue tanto que se equivocase, sino que fue débil, que
se plegó a las exigencias de un gobierno como el de Sánchez —sin escrúpulos—
por falta de civil courage.
La evolución de sus pronunciamientos públicos muestra una tozudez en la
negación de lo que él ya sabía que estaba sucediendo, que deja poco lugar a la
duda.285 La gravedad de la acusación es honda: Fernando Simón actuó —con
plena conciencia de lo que suponía la irrupción de la enfermedad covid-19— al
servicio de los planes políticos del gobierno, asumiendo lo que sabía era un
riesgo cierto para la salud de los españoles.
De hecho, la Guardia Civil consideró que Simón tenía responsabilidades por
la situación devenida tras el 8-M basadas, precisamente, en el conocimiento del
peligro que representaba la celebración de este tipo de actos públicos masivos.
Unos días antes, el 5 de marzo, el propio Simón y el ministro de Sanidad
Salvador Illa sí habían prohibido la celebración de un congreso evangélico que
iba a tener lugar en Madrid entre el 19 y el 21 de marzo. En la acusación de la
Guardia Civil estaba también incurso José Manuel Franco, delegado del
gobierno en Madrid, imputado por un delito de prevaricación al haber permitido
los actos multitudinarios en los días inmediatamente anteriores al 14 de
marzo.286
Si las capacidades del delegado del gobierno, señor Franco, y del director del
Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de
Sanidad, señor Simón, son ciertamente cuestionables, las del entonces ministro
de Sanidad están fuera de toda duda: su incompetencia se aproxima al absoluto.
Una falta de capacidad de la que él no es único responsable, desde que la
condición ministerial de Salvador Illa en el gobierno de Pedro Sánchez se debe a
una razón puramente política: Illa es la cuota catalana (del PSC) en el Ejecutivo
social-podemita, el hombre de Iceta en la Moncloa.
En un país tan descentralizado como España, las competencias de Sanidad
están completamente transferidas a las comunidades autónomas, con lo que el
ministerio ha quedado vacío de contenido salvo en dos casos, altamente
improbables: guerra y pandemia. De modo que no es necesario que el ministro
tenga conocimiento alguno del sector sanitario. De no haber sucedido la
pandemia, Illa habría sido uno de esos ministros de los que nadie ha oído hablar
jamás, que aparece de cuando en cuando en algún simposio o congreso
organizados por las farmacéuticas para regar adecuadamente el jardín de la
sanidad. La comparación entre Salvador Illa y los responsables de otros países
europeos es un ejercicio sonrojante: mientras que ellos han puesto al frente a
especialistas conocedores en profundidad de su ámbito profesional, en España
los ministerios los utilizamos para recompensar lealtades, corrupciones e incluso
para retribuir traiciones.
Calificar al gobierno de Pedro Sánchez como el más incompetente que pueda
recordarse es, con toda probabilidad, cierto; pero no deja de ser una valoración.
Lo que está fuera de toda discusión es su condición de ser el más numeroso y
caro de nuestra historia. Y es, además, un gobierno muy mal avenido, formado
por dos fuerzas políticas antagónicas en algunos aspectos pero que pugnan por
un mismo espacio electoral.
Eso significa que entre ellas se produce una competencia por el liderazgo en
una serie de temas, y el de la mujer es uno de los más señalados. No solo porque
compiten por ese mismo espacio, sino porque las divergencias son grandes.
Mientras el PSOE mantiene posiciones de feminismo más clásico, que parten de
una concepción antropológica naturalista, los ministros de Podemos, y
singularmente Irene Montero, representan los intereses del lobby gay y del
negocio del aborto, que llevan ya unos cuantos años promoviendo la
transexualidad. Desde 2018, Planned Parenthood tiene parte en el fabuloso
negocio de los tratamientos hormonales y las intervenciones quirúrgicas, cuyo
importe está entre los 18.000 y los 42.000 euros por persona. En ese mismo año,
la OMS eliminó la transexualidad de su lista de enfermedades mentales.
El desencuentro ha derivado en ocasiones en agrios enfrentamientos,
particularmente desde las posiciones trans contra el feminismo. El debate no se
produce solo en nuestro país: las polémicas en las que se han visto envueltos
notorios personajes públicos como J. K. Rowling o Richard Dawkins han
resultado sumamente desagradables para los protagonistas, que se han visto
atacados desde organizaciones perfectamente resueltas a escarmentar
públicamente a los disidentes, como es el lobby gay.
El 8-M se disputaba el protagonismo en la manifestación feminista. Los
codazos por portar la pancarta y por colocarse en la foto acompañaron la
jornada. Irene Montero, con los suyos, frente a Carmen Calvo, con los propios.
Inolvidables las declaraciones de la vicepresidente Carmen Calvo dos días antes,
animando a acudir a la manifestación: «A la mujer le va la vida en ir (sic) al 8 de
marzo. Les va el que sigan tomando decisiones para proteger su seguridad».287
Al día siguiente, 6 de marzo, tuvo lugar un encuentro del Consejo de Sanidad
de la Unión Europea al que acudió Salvador Illa, en el que la señora Kyriakides
—de cuya probidad moral ya hemos tenido noticia— solicitó que se
suspendieran todos los actos públicos masivos, como los del 8-M.
En realidad, las manifestaciones se produjeron durante toda la semana previa,
incluyendo las grotescas representaciones públicas de los grupos feministas más
dados al histrionismo el sábado 7. Los fastos culminaban en las manifestaciones
del domingo, que acogieron dos terceras partes menos de público que el año
anterior. Indudablemente, la población tenía conciencia de lo que estaba
sucediendo; Irene Montero también, como trascendió en un vídeo en el que la
ministra y pareja por entonces de Pablo Iglesias admitía que la bajada de
participación se debía al coronavirus.288 La estimación del conjunto de
manifestantes en toda España ascendió a unos 600.000, pero lo verdaderamente
trascendente no es eso, sino el que para hacer posible la «semana de pasión»
feminista se sacrificaron semanas de prevención sanitaria.
La pretensión de que «no podía saberse» lo que se venía encima, lo que
significaba el coronavirus y las medidas a tomar no solo resulta insostenible,
sino insultante. El 31 de marzo se conoció un informe policial del jefe del
Servicio de Prevención de Riesgos Laborales de la Policía Nacional, José
Antonio Nieto González, en el que este pedía a los agentes del cuerpo que
utilizasen guantes y mascarillas para evitar «una enfermedad que puede causar
neumonía, síndrome respiratorio agudo severo, insuficiencia renal e incluso la
muerte». La fecha del documento es tan temprana como el 24 de enero de 2020.
Si bien el informe contenía algunas imprecisiones, producto del prematuro
estadio en que se encontraba la investigación, a grandes rasgos trataba de alertar
acerca de la peligrosidad del coronavirus.
La respuesta gubernamental fue la de cesar, unos días más tarde, al jefe del
Servicio de Prevención de Riesgos Laborales quien, en cumplimiento de su
función, había elaborado dicho informe.289 Pero si las fuerzas del orden habían
recibido casi dos meses antes esta notificación, es evidente que la información
estaba disponible entre el funcionariado del Estado. El cese de José Antonio
Nieto revela que el informe era conocido por sus superiores del ministerio, a los
que todo lo que interesó fue sacárselo de encima; es, pues, evidente que existía,
entre los profesionales, una clara noción de la situación y que esta, por razón del
castigo que quisieron imponer a Nieto, era conocida para los responsables
políticos, que decidieron no hacer nada.
Y no solo eso. Los responsables del ministerio le hicieron saber su malestar
por no haber puesto en conocimiento de las autoridades dicho informe antes de
difundirlo. José Antonio Nieto ignoraba que el informe hubiese de trascender el
ámbito de la seguridad policial, y tampoco parece que le faltase razón; de hecho,
en el documento del cese de Nieto, el motivo por el que se decidía su exclusión
estaba en blanco.290 Es un buen baremo de la mala conciencia de quienes
deseaban su castigo.
A estas alturas, hace mucho que hemos superado el terreno de la duda; si
hubiéramos decretado medidas de confinamiento con anterioridad de una sola
semana, se hubieran salvado unas 23.000 vidas, tal y como revela un estudio
publicado en febrero de 2021. Si las cifras no fueron a mayores se debió a la
actitud de la población, que tomó por su cuenta las medidas pertinentes en vista
de las informaciones que llegaban del exterior, como demuestran distintos
estudios. Todo ello se agravó a causa de la división en el seno del gobierno, que
impidió adelantar en cuatro días la declaración del estado de alarma, lo que
hubiera podido rebajar un gran número de muertes.291 La responsabilidad del
gobierno debe ser examinada también desde ese punto de vista.292
La prensa internacional ha sido inflexible al respecto de la responsabilidad y
la incompetencia de Sánchez. Incluso la más progresista no ha ahorrado las
censuras ante tanta incompetencia. Desde el New York Times,293 que acusa
certeramente al presidente español de ignorar la llegada de la pandemia, pasando
por Le Monde, The Guardian, La Repubblica o Der Speigel apuntan a su actitud
dubitativa, pues, pese a que ya estaba viendo cuál era la situación en Italia, no
tomó medida alguna.294 Para el 8-M en Francia y en Alemania estaba prohibidas
las manifestaciones de más de mil personas, pero Sánchez y su Ejecutivo
promovieron la celebración de la semana feminista, deliberadamente ajenos a lo
que sucedía en el mundo.
Sin duda, la gran mortandad se produjo en las residencias. Si las autoridades
hubieran tomado las necesarias medidas preventivas, el horror de las residencias
no hubiera acaecido jamás. La mayoría de quienes se hubieran salvado de
acuerdo al estudio citado más arriba habrían sido ancianos. En lugar de eso,
estos fueron abandonados y apartados por el sistema. Como ha expresado la
presidente de la patronal de las residencias, «ha fallado el derecho a la sanidad
universal»; se calcula que unos veinte mil internos murieron en durísimas
condiciones, más propias de una película de terror que de lo que debiera ser un
país desarrollado en el siglo XXI.295 A las residencias todo lo que llegaba era la
morfina que acallaba los gritos de los ancianos.
Desde el mes de enero, la patronal de las residencias había solicitado una
reunión con el ministro de Derechos Sociales, Pablo Iglesias, en dos ocasiones.
No había tenido respuesta. El mismo 14 de marzo pidió coordinarse con el
ministerio para proponer acciones concretas: tampoco hubo tiempo para ellos.
La situación se volvía angustiosa, y el día 20 de marzo emitieron una carta de
denuncia: «Alguien decidió que no había camas de hospital para todo el mundo.
No fue una buena decisión, como se ha visto. Pero cuando alguien decide que
nuestros mayores debían quedarse en las residencias, ¿qué esperábamos
nosotros? EPIs, enfermeras, médicos y test». Nada de eso llegó; las residencias
fueron, sencillamente, abandonadas a su suerte, una suerte que no era difícil de
prever. Simplemente les enviaron un protocolo en el que les advertían de aislar a
quienes tuviesen tos o fiebre. Eso es lo que desde el gobierno se hizo por los más
vulnerables.296
Aún más: cuando la patronal del sector adquirió por su cuenta miles de EPIs,
la compra quedó bloqueada el 1 de abril en un aeropuerto. Recuerda Cinta
Pascual: «Recibí un mensaje que decía, literalmente: “Lo siento, el material
queda confiscado”». Según sigue relatando, «hice llamadas a casi todos los
gabinetes de ministros; hablé con ellos, ¿y qué encontré?… reproches entre
comunidades, entre partidos políticos… nosotros no queríamos reproches. Lo
que estábamos sufriendo era inhumano. Lo que les pedía era sentarme en una
mesa como esta…».297
Las decenas de miles de vidas que se perdieron en las residencias lo fueron
debido a la incapacidad de un gobierno cuya incompetencia rozó lo inconcebible
y que, además de no ayudar, se constituyó en un estorbo de primera magnitud.
Ese gobierno, acorralado ante la acusación de casi tres decenas de miles de
ancianos muertos, reaccionó lanzándose a una de las campañas más sucias que
se recuerdan, fiado en que solo esa actitud agresiva podía salvarle de una
rendición de cuentas ante la sociedad española y ante los tribunales, que es
donde debiera haber acabado.
Nadie ignoraba que Pablo Iglesias era el máximo responsable de las
residencias en España. Al frente de la cartera de Derechos Sociales, su culpa no
puede ser mayor. Discursivamente se escudó en que las competencias estaban
transferidas a las comunidades autónomas, por lo que el ministerio no tenía
responsabilidad alguna sobre el ámbito de las residencias. El problema es que,
con la declaración del estado de alarma, esas competencias volvieron a su
negociado y que, además, el 19 de marzo, en comparecencia pública, el propio
vicepresidente Iglesias manifestó que se ponía al frente de la responsabilidad en
toda la nación: «En las últimas horas, tanto el Ministerio de Sanidad como el
Ministerio de Defensa han solicitado a la vicepresidencia de Derechos Sociales
que nos pongamos al frente de estos operativos de asistencia social con el apoyo
de las Fuerzas Armadas. Asumimos esta tarea con el máximo compromiso».298
No parece necesaria una mayor clarificación acerca de la responsabilidad de
la vicepresidencia de Derechos Sociales y de su titular, Pablo Iglesias Turrión.
El resultado difícilmente podría ser más devastador. Como perfectamente
sabía el gobierno desde el principio, los ancianos eran las víctimas predilectas
del coronavirus; mientras que para la población sana menor de sesenta y cinco
años el SARS-CoV-2 no revestía ningún carácter apocalíptico,299 para los
mayores constituía un riesgo elevado; resultaba obvio que esa era la población
que había que proteger. Un 96% de los fallecidos eran personas con más de
sesenta años, sobre todo en la franja de edad entre los ochenta y los ochenta y
nueve, que sumaban hasta el 41% de todas las muertes. La edad media de las dos
primeras olas está por encima de los ochenta y tres años de edad. Es por tanto
evidente la negligencia criminal del gobierno, que se negó a tomar ninguna
medida preventiva para salvaguardar las vidas de los grupos de riesgo.
Ante la enormidad de lo acaecido, desde Podemos se instigó una tímida
campaña contra el gobierno de la Comunidad de Madrid —como si solo
hubieran muerto ancianos en Madrid— con denuncias de por medio, pero no
salió adelante por decisión de un juzgado de Leganés, que rechazó la
responsabilidad de las comunidades autónomas ante las competencias del Estado
a la hora de procurar los equipos a estas.300
Lo que sí fue admitido a trámite fue la denuncia de la Asociación Abogados
Cristianos presentada contra el exvicepresidente del gobierno Pablo Iglesias por
«delitos de lesiones y homicidio imprudente, omisión del deber de socorro y
desobediencia a la autoridad» y por «abandonar a las personas mayores y más
vulnerables» en las residencias durante la pandemia del covid-19. Abogados
Cristianos ha precisado que «como responsable de Servicios Sociales, abandonó
a las personas mayores y más vulnerables, de forma dolosa, sea directa o
eventual».301
Desde la izquierda continuaban en la construcción de la coartada. Cuando las
muertes arreciaban, echaron a rodar las consignas de apoyo a la sanidad pública,
como si lo que sucedía tuviera que ver con algún tipo de debate acerca de la
naturaleza de la sanidad: la ideologización es la receta para evitar las
responsabilidades, y la aplican siempre que pueden.
Según el relato con el que se construía la coartada, la magnitud de lo acaecido
se debía a dos circunstancias que nada tenían que ver con el gobierno. Una, ya la
conocemos: el consabido no podía saberse. La segunda fue «los recortes del PP»
(los recortes se referían, claro, al sector sanitario); si lo primero era falso, lo
segundo no lo era menos. Pero tal cosa era necesaria para articular el discurso
autoexculpatorio.302
La realidad es que los recortes comenzaron en 2009, bajo el gobierno de José
Luis Rodríguez Zapatero, alcanzándose el punto de inflexión en 2015, fecha a
partir de la cual volvieron a crecer los presupuestos de sanidad. Tres años más
tarde, en 2018, se habían recuperado los niveles de 2009 e incluso habían
aumentado en unos 1.000 millones de euros. Todo ello bajo el gobierno del
Partido Popular.
Ciertamente, durante los años en que se aplicaron los recortes, se dejó de
invertir en sanidad algo menos de 40.000 millones de euros. Esos recortes, en su
mayor parte, los aplicaron las comunidades autónomas, si bien no todas del
mismo modo: la Andalucía socialista restó del presupuesto casi 8.000 millones;
la Cataluña nacionalista algo más de 5.000 millones; y el Madrid del Partido
Popular poco más de 2.000. Es decir: que donde más recortes se practicaron fue
en una comunidad gobernada por el PSOE. Cuatro veces más que en Madrid.
En octubre de 2019, la Unión Europea determinó que la comunidad madrileña
era, en términos sanitarios, la segunda mejor de Europa, después de Estocolmo.
Dentro de España, Madrid es la primera y Andalucía, la última. En cuanto a la
calidad sanitaria del conjunto del país, España queda en segundo lugar, detrás de
Suecia.
Pero ¿qué había venido sucediendo desde que, en 2018, llegó al gobierno
Pedro Sánchez? ¿Qué ha hecho el Ejecutivo socialista desde entonces? ¿Ha
incrementado el gasto en sanidad pública, ha mejorado la parte del presupuesto
destinada a la salud? Al contrario: en julio de 2019, Pedro Sánchez envió una
comunicación a once comunidades autónomas para exigirles un ajuste sanitario
en forma de recorte, urgiéndoles a que le enviasen para septiembre un informe
en el que dieran cuenta de las medidas adoptadas.303 Cataluña y Baleares eran
las comunidades que habían superado en mayor medida el límite del gasto
permitido, aunque la Generalidad se negó a los recortes.
Después del requerimiento del gobierno de Sánchez, este insistió en el Plan
Presupuestario 2020, volviendo a recortar, tanto en sanidad como en educación;
en la primera unos 1.200 millones, una décima del PIB. Exactamente la misma
proporción que se dedicó en los presupuestos de Rajoy, un 6%, pese a que se
había comprometido a llegar a un 7%. Por si fuera poco, el aumento de los
costes salariales y de los medicamentos conducía a un problema financiero que
el gobierno solo podía afrontar mediante la compra centralizada de medicinas y
el fomento de la llamada prescripción por principio activo en lugar de por la
marca comercial de los fármacos, es decir, de los genéricos, algo más baratos.
Esa es la realidad. No existieron los «recortes del PP», sino los de Zapatero,
bien cierto que sostenidos durante años por Mariano Rajoy (algo muy
característico del gallego); este incrementó de nuevo la partida presupuestaria
desde 2015, y para 2018 habían recuperado su nivel de antes de la crisis.
Vendrían, sin embargo, nuevos recortes de la mano del gobierno socialista de
Pedro Sánchez y no de un gobierno de ningún otro signo político. Los recortes
de Sánchez no eran los primeros que llevaba a cabo la izquierda: en 2012, tanto
el PSOE como IU acordaron recortar los presupuestos de veinte de los veintidós
hospitales de la Comunidad de Madrid, e Izquierda Unida incluso propuso dejar
sin presupuesto a doce hospitales madrileños.304
La verdad es que la situación sanitaria en Madrid es la mejor de toda España,
que la comunidad no ha dejado de invertir en sanidad, que los presupuestos no
solo no han bajado, sino que han aumentado y que constituye una de las mejores
del mundo, aunque la izquierda no se canse en echar a rodar todo tipo de bulos al
respecto.305 Lo mismo un día las verificadoras se ocupan del tema y nos lo
explican.

El estado de alarma: el confinamiento


La actuación del gobierno no solo fue de completa pasividad; los personajes
públicos de los medios de comunicación más afectos al gobierno minimizaron la
trascendencia de lo que sucedía. La unanimidad de su posicionamiento provoca
las inevitables sospechas acerca de la espontaneidad de sus opiniones. Desde
periodistas de La Sexta como Mamen Mendizábal, que desdeñaba el riesgo y
desaconsejaba las mascarillas, porque un médico le había dicho que no valían
para nada,306 hasta Fernando Berlín, que aseguraba que en abril (2020) todo esto
del coronavirus se nos habría olvidado.307 No es necesario el relato
pormenorizado que ya se ha referido en otro lugar y que, en todo caso, ha
quedado en nuestra memoria.
Cumpliendo los pronósticos de una gran cantidad de españoles, el ministro
Illa anunció un cambio en la política gubernamental exactamente al día siguiente
de las manifestaciones feministas: «Pasamos de un escenario de contención a un
escenario de contención reforzada, que por tanto requiere un conjunto de
medidas adicionales, una parte de las cuales anunciaré hoy y un segundo paquete
que con toda probabilidad anunciaremos mañana».308 Entre tanto discurso
abstruso, muchos millones de españoles siguieron haciendo su vida normal
durante la semana que medió entre el anuncio de Illa y el decreto del estado de
alarma, yendo a comprar a grandes superficies cerradas, llenando el transporte
público cada mañana, asistiendo a eventos multitudinarios. El contagio se
extendía ante la dejadez gubernamental.
Pero, entretanto, algunas comunidades autónomas iban tomando sus propias
decisiones. La comunidad vasca y la madrileña fueron las primeras en decidir el
cierre de colegios; a ellas le siguió el día 14 de marzo la declaración
gubernamental del estado de alarma, medida jurídica que habría de crear el
marco que permitiese la aplicación de las medidas de restricción, como el
confinamiento.
La declaración del estado de alarma se vio acompañada de sombras de duda
en cuanto a la legalidad de la misma. Unas dudas que, lejos de amainar, se han
incrementado. De hecho, son numerosos los juristas que han negado que bastase
el estado de alarma para adoptar las medidas que se tomaron. Ciertamente, en
aplicación del artículo 116.1 de la Constitución, la Ley Orgánica 4/1981 de 1 de
junio, establece que el gobierno puede declarar el estado de alarma cuando
concurran ciertas circunstancias; el problema es que este no ampara la
suspensión de derechos fundamentales, sino solo ciertas limitaciones, como
pudieran ser algunas de movilidad.
Todo lo que afecta al libre ejercicio de los derechos y libertades, al normal
funcionamiento de las instituciones o al de los servicios públicos esenciales,
tiene que estar regulado por una declaración de estado de excepción. Los
derechos básicos, como los de manifestación y reunión, la libre circulación sin
restricciones por la totalidad del territorio nacional, la entrada y salida del país o
el derecho de huelga, no pueden ser suspendidos sin una declaración de estado
de excepción. No sirve el estado de alarma, que es el que hizo aprobar el
gobierno.
¿Por qué obró así el Ejecutivo? Con toda probabilidad, no quiso ir por la vía
del estado de excepción porque este faculta un control del propio gobierno por
parte de las Cortes, y eso es lo que trataba de evitar. En cambio, el estado de
alarma permite relegar al Congreso al simple papel de renovar su vigencia por
mayoría simple.
Es probable que la declaración de inconstitucionalidad del estado de alarma
no tenga una repercusión excesiva en ningún orden de cosas. Pese a ello, en el
pasado mes de junio, el Tribunal Constitucional dio un importante paso en ese
sentido, cuando el ponente del recurso —presentado por Vox— sobre el primer
estado de alarma, Pedro González-Trevijano, consideró inconstitucional el
confinamiento domiciliario. La argumentación de este magistrado es
ampliamente compartida, y se basa en que la restricción de movimientos causada
por el confinamiento no fue una mera limitación —sino una suspensión— de
derechos fundamentales, algo que exige decretar el estado de excepción. La
argumentación jurídica tiene sólidos cimientos, basados en sentencia del propio
tribunal con motivo de la crisis de los controladores aéreos en 2010, bajo el
también socialista gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero. Entonces, el
Tribunal Constitucional se pronunció de modo tajante: «La declaración del
estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental,
aunque sí la adopción de medidas que pueden suponer limitaciones o
restricciones a su ejercicio».309
Pero, al fin y al cabo, nadie ignora que se trata de un tribunal político, y si
alguien alberga alguna esperanza de que esa condición no influya en su
pronunciamiento, es evidente que se engaña. De entrada, el recurso había caído
en manos del juez Fernando Valdés, con lo que se daba por hecho que este, de
orientación progresista, iba a validar el decreto del gobierno. Valdés tuvo que
salir del tribunal por una denuncia de violencia de género.310 Recayó entonces la
denuncia de Vox en un magistrado de corte conservador; pero si alguien creía
que ello iba a suponer un mayor daño al gobierno, se engañaba. Basta con leer la
propia consideración del magistrado González-Trevijano, en la que se mira con
benevolencia la actitud de aquel al aprobar el estado de alarma, ya que considera
que el Ejecutivo tenía motivos fundados para pensar que no estaba obrando
incorrectamente, al no existir «casi» precedentes. Algo inaudito. En todo caso, la
sentencia, según la inveterada costumbre española, llega cuando no puede tener
efecto alguno; un modo, igualmente, de salvarle la cara al gobierno.311
Queda en el limbo lo que pueda suceder con los daños causados por la
situación económica devenida tras la declaración del estado de alarma y con las
multas en ese periodo. Hay que tener en cuenta que el montante de todas las
multas impuestas alcanza los 625 millones de euros y que afectan en torno a un
millón de personas. A este último respecto, los juristas coinciden en que las
sanciones cuyo motivo no sea la desobediencia a la autoridad no se harán
efectivas.312
En términos políticos, el gobierno, respaldado por todos los partidos
nacionales y con la abstención de Bildu, ERC, JxC, la CUP y el BNG, sacó
adelante la primera prórroga quincenal. Parecía lógico que, desde ese momento,
el Ejecutivo relegase su agenda ideológica en favor de las medidas contra la
pandemia para tratar de sumar los máximos apoyos posibles. Pues hizo
exactamente lo contrario. Comenzó a imponer la parte más dura de su programa,
con la evidente intención de dividir y tensionar la vida política y social,
pensando en que esto le permitiría acusar a la oposición de desleal, algo que los
voceros del gobierno se apresuraron a señalar.313 Entre otras cosas, la
modificación del artículo 6 de la Ley Reguladora del Centro Nacional de
Inteligencia para que Pablo Iglesias pudiera participar en las reuniones de esta
organización, una verdadera declaración de guerra a esa derecha que le había
brindado su apoyo.314 Dicha modificación fue declarada inconstitucional poco
después.315
La indolencia y laxitud que había mostrado el gobierno hasta la fecha se
tornaron dureza e inflexibilidad contra la población tras el decreto del estado de
alarma. Ningún país europeo sufrió la dureza del internamiento español, aún más
acusada desde fines de marzo y hasta mediados de abril de 2020. Nadie fue
confinado de ese modo y durante tanto tiempo. Y sin protestas de ningún género.
Nadie tampoco cuestionó la radical ejecución de las medidas, que incluyó
algunas perfectamente inútiles y que afectaban especialmente a los niños, cuyo
riesgo era mínimo; unas medidas que solo se impusieron en nuestro país,
mientras los niños europeos no se veían sometidos a una reclusión ni
lejanamente similar. Incluso los perros tenían mayores desahogos que los
menores. Los pequeños fueron psicológicamente afectados en muy alta
proporción.316
El criterio con el que el gobierno tomaba las medidas se reflejaba en los
continuos titubeos y cambios de orientación, sobre todo en lo que hacía a los
niños; un verdadero festival de incongruencias entre unos ministros y otros,
como cuando María Jesús Montero anunció el 22 de abril que su salida se
efectuaría con una serie de restricciones que Illa tuvo que desmentir unas horas
más tarde. Una de tantas.317 Por no hablar del absurdo que se produjo el 29 de
marzo, cuando al gobierno tuvo a millones de trabajadores pendientes de si
volvían o no a sus puestos de trabajo.
Pero lo más grave de todo es que la decisión del confinamiento se tomó sin
ningún criterio; decidieron encerrar a 47 millones de españoles porque no sabían
qué otra cosa hacer, como el propio Fernando Simón admitió.318 Confinaron a
los niños, a los ancianos, a los enfermos de toda condición; medidas todas ellas
erróneas, como después se ha sabido y entonces se sospechaba. El gobierno,
ahora empavorecido por su pasada indolencia, era muy proclive a tomar las
medidas más radicales con las que compensar su anterior dejadez. Ese
alarmismo en las actuaciones y en las comunicaciones públicas —una especie de
pecado original— ha impregnado desde entonces todo lo relativo al covid-19 en
España.
Lo cierto es que el confinamiento no contrarrestaba haber mantenido las
fronteras abiertas, y no haber controlado los puntos de entrada en España. Una
vez que el virus estaba descontrolado, encerrar a los ciudadanos en sus casas no
servía para nada; durante semanas, la curva de contagios continuó ascendiendo
pese a que no había personal contacto alguno en las calles, que permanecían
vacías y desoladas en el gris y oscuro comienzo de la primavera de 2020.
La generalizada política de confinamientos (aunque en ningún sitio tan
radical como en España) tuvo una respuesta a fines del verano de 2020 en la
Declaración de Gran Barrington, cuando diecisiete mil científicos firmaron un
documento en el que manifestaban lo dañino que los encierros eran para la
población y pedían el fin de aquellos.319 La prensa española trató de hacer oídos
sordos a este documento, una vez más, pero en esta ocasión no pudo culminar
con éxito su pretensión por cuanto medios como la BBC la amplificaron a los
cuatro vientos y a los firmantes no se les podía adherir tan fácilmente la etiqueta
«negacionista»: quienes lo habían promovido eran reputados científicos de
Oxford, de Stanford o de Harvard.
Los confinamientos significaban desprotección para los menores y un
sustancial empeoramiento de la atención para enfermos cardíacos y de cáncer. El
coronavirus es peligroso —continúa el documento— para ancianos y enfermos,
pero lo es mil veces menos para los niños quienes, en cambio, corren verdadero
peligro a causa de la gripe común. Se trata de un informe que, lejos del
histerismo imperante en esos meses, y aún hoy, contempla la realidad con
perspectiva y sentido común.
Lo que, en esencia, plantea es que las personas mayores sean especialmente
protegidas, que se les envíen los alimentos y medicamentos a casa, para no
exponerlos, y que se reúnan con los miembros de su familia en exteriores; el
resto, que se esfuerce en mantener las elementales medidas de higiene como el
lavado frecuente de manos y permanecer en el domicilio en caso de síntomas.
Por lo demás, la generalidad de la población no debería alterar
sustancialmente su modo de vida y en particular los jóvenes; estos deberían ir a
trabajar y a la universidad y colegios con normalidad, así como realizar sus
actividades deportivas y culturales habituales. El ocio nocturno y los restaurantes
también deberían abrir como antes de marzo.
La declaración tuvo ciertos detractores, pero pocos se atrevieron a contravenir
sus principales afirmaciones, así como las propuestas de algunos de los
principales científicos del mundo; en general, y según la táctica habitual,
pasados los primeros días, se optó por una estrategia de silenciamiento,
ignorando las cuestiones que ponía sobre la mesa. El proceso siguió
imperturbable.320
Todos los planteamientos que se han efectuado contra la política radical que
el gobierno y las comunidades autónomas han venido implementando durante la
pandemia, por mucho que resultasen de lo más razonable, apenas han merecido
de parte de las autoridades y la prensa otra cosa sino una mueca de desprecio. Lo
que no se sujetaba a las medidas más extremas era desechado como
negacionista. ¿Cómo es posible que el gobierno y la prensa no parezcan escuchar
a nadie? ¿Es que no hay otra posibilidad sino la que el gobierno determina? ¿Y
en el nombre de qué la determina?
Durante meses trataron de que creyésemos que las medidas que se adoptaban
en España se decidían tras oír a un comité de expertos y valorar sus
investigaciones y datos. Pero después de numerosos requerimientos para que el
gobierno revelase la identidad de las personas que integraban ese comité —algo
inaudito que no supiéramos los nombres de las personas que decidían nuestro
encierro, nuestra vacunación o nuestro embozamiento—, el Ejecutivo admitió
que no había ningún comité dirigiendo ninguna política de «desescalada»;
naturalmente, ello llevó a la sospecha de que tampoco lo había en la «escalada»,
por lo que el ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, tuvo que salir a asegurar
lo contrario, aunque pocos le creyeron. Su declaración no tiene desperdicio:
«Creo que ha habido un comité científico, se ha conocido, se ha visto, se ha
palpado y ha sido el que ha estado asesorando» junto a los «inspectores de la
Organización Mundial de la Salud». Para añadir: «Si algo ha caracterizado a este
gobierno es que cada pauta y cada camino que se ha abierto lo ha hecho
siguiendo las indicaciones de las autoridades sanitarias y por tanto ese comité
científico ha existido y ha estado alentando cada movimiento que se ha realizado
cada día».321 Difícil mejorarlo.
Ni había existido comité de expertos alguno, ni nada que se le pareciera, ni
mucho menos se habían seguido las directrices de la OMS, tal y como pretendía
el ministro. De hecho, un sinfín de decisiones gubernamentales se ha tomado
contra la opinión explícita de la OMS, como más tarde veremos.
En el mes de diciembre, y ante las reiteradas negativas del gobierno a facilitar
la composición de dicho comité, el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno
ordenó al Ministerio de Sanidad que diese a conocer la nómina de quienes lo
constituían. La reclamación procedía de una denuncia efectuada el 6 de mayo.
Pero el gobierno se refugiaba en el argumento absurdo de que sus miembros no
eran altos cargos para no facilitar la composición del comité.322 El afán por no
revelar los nombres resultaba algo más que sospechoso; Salvador Illa trató de
explicarlo en La Sexta pero resultó poco creíble. De hecho, un poco más tarde,
cuando los datos fueron entregados a Transparencia —tres semanas después—,
el ministro quiso subrayar que ninguno de ellos se había opuesto. Entonces ¿a
quién protegía Illa?323
Las informaciones que se transmitían a la sociedad eran no solo confusas,
sino contradictorias. Al razonable y necesario lavado de manos, se le añadieron
una serie de hábitos que amenazan con perpetuarse y que son ejercidos de forma
un tanto maniática por algunos sectores de la población, como la aplicación de
gel hidroalcohólico en las manos, cuyo uso excesivo provoca dermatitis y
sequedad en la piel, además de destruir la barrera protectora de la dermis, algo
que tardó meses en ser conocido por el público.324 Incluso se abrieron paso
algunos hábitos más peregrinos, que rozaban la histeria, como la limpieza de los
zapatos antes de entrar en casa o la de las bandejas del supermercado. Todo
aquello no era más que teatro del absurdo.325 La prensa, una vez más, se ocupó
de popularizar tales actividades, aunque ahora quiera echar tierra sobre ello.326
No puede dejar de anotarse que Fernando Simón insistió en que se trataba de una
medida innecesaria, y que desaconsejó su práctica.327
La liturgia del disparate quizá alcanzó su cénit en la desinfección de calles en
las ciudades de toda España llevada a cabo por el ejército.328 El ministerio llegó
a publicar un protocolo para la limpieza viaria de los espacios urbanos, con
especial empeño en las zonas cercanas a los hospitales, mercados y
supermercados. Se incluyeron farolas y bancos y se cerraron parques y fuentes
públicas. La protección suministrada a los militares daba a estos un aspecto de
película de ciencia ficción de serie B que contribuía a extender el pánico más
que otra cosa: equipos de protección personal, traje de plástico Tyvex o similar,
gafas protectoras, guantes de protección, mascarillas autofiltrantes para gases y
vapores inorgánicos.329
Después de las primeras semanas, mientras las fuentes continuaban cerradas,
en las ciudades españolas los parquímetros seguían cumpliendo su función;
parece que se trata de un virus muy selectivo. Igualmente, mediado mayo de
2020 fue enterrado Julio Anguita, acudiendo a su entierro —un entierro público
donde los hubiera— un número de personas que impedía la ley a la que eran
sometidos los españoles de infantería sin que pudieran hacer nada por impedirlo.
Pronto seríamos testigos de cómo nos obligaban en los aeropuertos a observar
una distancia de seguridad en las colas de embarque, que se volvía absurda por
cuanto en cabina íbamos a pasar largas horas hombro con hombro con aquellos
de los que nos distanciaban escasos minutos antes.
Pese a lo manifiestamente incomprensible de tales disposiciones, la liturgia se
había adueñado de nuestras vidas. Hoy en día, aún no nos hemos sacudido la
modorra del miedo.

El estado de alarma: el control de la opinión


La declaración del estado de alarma facilitó al gobierno la adopción de medidas
que, de otro modo, no hubieran sido posibles; en particular, las encaminadas a
controlar a la opinión pública. La celeridad con que se adoptaron sugiere que el
gobierno captó desde el principio las posibilidades que la pandemia le brindaba y
que no estaba dispuesto a desaprovechar.
Ese control de la opinión pública se efectuó a través de dos iniciativas: de un
lado, el riego de dinero público a las grandes cadenas de televisión,
neutralizando toda crítica; de otra parte, la cesión vicaria del control —que
pasaron a ejercer las verificadoras y las redes sociales— de la opinión pública al
margen de las televisiones.
La domesticación de las grandes cadenas es asunto muy fácil de resolver:
basta con repartir dinero en abundancia mediante propaganda institucional, que
no es otra cosa sino un soborno con todas las de la ley. A fines de marzo de
2020, Sánchez les entregó 15 millones, y se proyectó, a fines de abril, la entrega
de otros 100 millones más. Existían antecedentes de la época de Zapatero,
cuando este hizo lo propio al repartir a los medios 130 millones. Nada nuevo
bajo el sol.330
El efecto de dicho maná es inmediato. Alguno de entre los más significados
comunicadores lo ha reconocido abiertamente, admitiendo cómo actúa ese
reparto de dinero sobre la libertad de prensa. Así sucedió en el caso del
periodista Javier Cárdenas. cuyo testimonio tiene particular valor por cuanto, al
tiempo que denunciaba la compra de los medios, se incriminaba a sí mismo. Es
algo más que una especulación: debido a presiones políticas, la dirección de
Atresmedia imponía moderación en la crítica a los principales periodistas de la
casa. La menor flexibilidad de Cárdenas fue lo que determinó su salida, pero aun
así él mismo reconoció que se plegó a las presiones.331 Por lo demás, el gobierno
también incentivó la publicidad en las grandes cadenas, algo que pasó mucho
más desapercibido, al implementar un plan de reducciones fiscales cercanas el
30% para los anunciantes.332
Esas grandes cadenas no necesitan mucho estímulo para alinearse con el
poder; de hecho, son poco más que una emanación de este, algo que veremos
con detenimiento más adelante. Pero, sin duda, ayudan a ralentizar los escarceos
de alguna figura que, de pronto, siente la tentación de sacar los pies del tiesto.
Llama la atención el que los medios de comunicación privados hayan recibido
ayudas tan cuantiosas mientras otros sectores eran —o, a estas alturas ya puede
decirse, han sido— abandonados.
La consideración que merecen los medios españoles a sus propios ciudadanos
y al análisis profesional es muy baja. Hace cinco años, la Universidad de Oxford
publicó un informe que los situaba a la cola de los del mundo. Los españoles
eran los últimos de todos los países incluidos en el estudio: Estados Unidos,
Alemania, Gran Bretaña, Francia. Irlanda, Italia, Dinamarca, Finlandia, Brasil,
Japón y Australia, además de España.333 Un desastre ganado a pulso: apenas el
34% de los ciudadanos confiaban en que lo que los medios contaban fuese
cierto. Solo las cifras de Estados Unidos eran comparables a las de nuestro país.
Un lustro después, a comienzos de 2021, la situación no era mejor: Oxford
volvía a situar de nuevo a España en el furgón de cola en cuanto a la confianza
en los medios de comunicación.334
La información que recibe un ciudadano español medio, que se informa por
las grandes cadenas generalistas, por los digitales más leídos y por las redes
sociales, está claramente mediatizada. Y no por la ideología, de la que, frente a
lo que parece, cada día hay menos, sino por los intereses empresariales. Los
españoles, con diversos grados de conciencia al respecto, han experimentado
durante mucho tiempo la homogeneidad informativa; en lo referente a la
pandemia, la unanimidad ha sido completa, sin fisuras.
Quizá por eso, los medios de comunicación se autoarrogan el derecho de
determinar lo que debe usted creer y lo que no; lo que debe usted saber y lo que
no. Fiados a su recién adquirido omnímodo poder, ya no se esconden. En feliz
coyunda con ellos, hay políticos y expertos que se atreven a todo. Así, el
viceconsejero de Salud Pública y Plan Covid-19 de la Comunidad de Madrid,
Antonio Zapatero, declaró que había que prohibir las imágenes que se vieron
durante la Eurocopa de Fútbol en los meses de junio y julio de 2021, en las que
aparecían los aficionados de toda Europa, desde Londres a San Petersburgo,
porque mostraban graderíos en los que nadie llevaba la mascarilla. No fuese que
el aterrorizado ciudadano español sacase las conclusiones pertinentes; había que
evitar que los españoles fueran testigos de tal situación. Sus declaraciones —que
no pueden sino causar una repugnancia instintiva a cualquier persona que estime
en algo la libertad— fueron publicadas en uno de los diarios más importantes de
España.335
La verdad es que los medios, en su abrumadora mayoría, suministran una
información increíblemente semejante. Las discrepancias son insustanciales,
puramente epidérmicas, y no afectan al núcleo de las cuestiones. Por eso, toda
voz discrepante es inmediatamente satirizada, deformada, caricaturizada. Ha
sucedido con relevantes personajes de la vida pública, otrora ejemplo de las más
acabadas virtudes ciudadanas, puestos ahora en la picota y sometidos a un
linchamiento inmisericorde desde los medios. Por alguna razón, nada difícil de
suponer, con este tema no hay lugar para la disensión, para la libertad, para la
divergencia: con este tema no se bromea.
¿Verdaderamente todos los periodistas piensan lo mismo? ¿Es que, por
ejemplo, no hay nadie que tenga objeción alguna que hacer al plan de
vacunación?
Lo que los periodistas piensen es irrelevante. Lo esencial es lo que
comuniquen. Y lo que comunican no tiene por qué ser lo que piensan, salvo unas
muy poquitas excepciones. Lo que comunican es lo que sus empresas quieren
transmitir al público. Unas empresas que tienen unos dueños y que, como es
lógico, defienden sus intereses. Quede pues, claro, que los medios de
comunicación no tienen por función la de servir a la verdad en ninguna de sus
formas, sino solo en cuanto esta coincida con los intereses de la empresa.
No es ningún secreto que en el océano digital hoy es muy difícil sobrevivir, y
que los medios lo consiguen a base de chantajear a diestro y siniestro,
amenazando reputaciones y arrastrando por el fango el nombre de quien haga
falta; el que quiera verse excluido de esta macabra danza corrupta debe pagar la
correspondiente mordida. Como digo, esto es algo que nadie, entre quienes
conocen el mundo de la comunicación, ignora.
Hoy, en España, los medios de comunicación están controlados por grandes
inversores privados, fondos de inversión en busca de oportunidad de negocio,
conocidos como «fondos buitre». Esos fondos son los mismos en el caso de
Atresmedia, Mediaset y PRISA.
¿Y quiénes son esos inversores? ¿Y qué tienen estos que ver con la
promoción de la vacuna o de las más enloquecidas medidas restrictivas?
Pues mucho. En este país de saldos que es hoy España, hace ya años que ha
hecho irrupción un actor muy poderoso: el Fondo de Inversión Blackrock, un
fondo buitre atento a todo aquel que dé muestras de debilidad. Blackrock, que
maneja unos 7 billones de dólares, está en manos de los más poderosos
inversores globalistas. ¿Y dónde han puesto estos sus ojos y sus dineros?
Blackrock ha llegado a ser el máximo accionista del IBEX, estando presente
en 21 de las 35 empresas que lo componen. Y no en cualquiera. Para empezar,
está en los tres principales bancos del país; está en BBVA; está en Caixabank;
está en el Banco Santander. Así que su influencia sobre el sector financiero y
sobre las principales empresas del país es innegable. Incluimos entre ellas a
Telefónica.336
Al tiempo que este fondo buitre se lanza sobre la banca española, también lo
ha hecho sobre los grupos mediáticos. Si en el sector financiero ha picado sobre
los tres mejores, en el de la comunicación ha hecho lo propio. Hoy, Blackrock
está en el Grupo PRISA,337 en Mediaset338 y en Atresmedia.339
Siendo claros los vínculos entre los medios, las finanzas, los bancos y los
fondos de inversión, cabe preguntarse: ¿qué tiene que ver todo esto con las
medidas estrictas de confinamiento, con las restricciones o, en fin, con las
vacunas?
Pues que Blackrock es accionista de Pfizer con un control directo del 7,5% de
la farmacéutica, más otro 8,1% en manos de Vanguard Group, que a su vez es
accionista de la propia Blackrock. Pero este fondo de inversión no solo controla
Pfizer, sino que también tiene intereses en Moderna, Johnson & Johnson y
AstraZeneca.340 En realidad, el poder de los fondos buitre en España es hoy
difícil de exagerar, particularmente de los tres más importantes (Blackrock,
Vanguard y Norges Bank) a dos de los cuales nos acabamos de referir.341
Quizá ahora se entienda mejor por qué las grandes cadenas televisivas
impiden todo debate que cuestione las medidas restrictivas y las prohibiciones
impuestas, o por qué promueven la vacunación masiva de la población. Las
finanzas, los medios y las farmacéuticas obedecen a los mismos intereses, de
modo que, para los españoles hoy, resulta inconcebible que nadie pueda sostener
nada que difiera de la propaganda oficial.
El mensaje no varía, aunque se cambie de canal, de digital o de dial. Desde el
punto de vista del gobierno, una televisión amaestrada en la que el mensaje es
siempre el mismo es una bendición. Pocos gobiernos europeos —si es que
alguno— gozan de tales ventajas. Harina de otro costal son la redes sociales,
hasta entonces coto por el que triscaban todo tipo de especies en libertad. Pero
estas también tenían las horas contadas.
El 19 de abril, el entonces coronel José Manuel de Santiago, jefe del Estado
Mayor de la Guardia Civil, compareció ante los medios para anunciar que la
benemérita estaba trabajando en «minimizar el clima contrario a la gestión de
crisis por parte del gobierno».342 El revuelo que se armó fue considerable. El
militar, en su ingenuidad, admitió que se disponían los cuerpos del Estado al
servicio de un interés partidista, el del gobierno, que consistía en distorsionar o
suprimir las voces disidentes en la sociedad española. El ministro Marlaska negó
haber escuchado tales declaraciones y se limitó a comentar que si estas se
hubieran producido serían indudablemente desafortunadas, pero no fue más allá.
Todo se había debido a un «lapsus».343 En parte era verdad: pues lapsus es
revelar la verdad cuando la tarea encomendada es la de oscurecerla.
Este coronel fue poco más tarde ascendido a general, en obvia recompensa
por los servicios prestados, dentro del proceso de descabezamiento de la Guardia
Civil por no facilitar al gobierno información sobre la investigación que el
cuerpo estaba llevando a cabo para el Juzgado de Instrucción n.º 51 de Madrid.
¿Qué información era esa? La que señalaba que el Ejecutivo ignoró
deliberadamente nueve avisos sanitarios antes del 8-M. Es decir, que se
desmontaba toda la coartada del gobierno de que «no podía saberse»;
ciertamente, eso era algo que nadie ignoraba, pero ahora iba a leerse en negro
sobre blanco en una investigación de la Guardia Civil y en su correspondiente
informe.344
El gobierno no dudó en apretar lo que hiciera falta, y en generar una
atmósfera de coerción pocas veces vista. La autocensura de los medios alcanzó
cotas impensables. Cuando El Mundo publicó una foto en portada donde se
alineaban docenas de ataúdes en el Palacio de Hielo, las críticas fueron
inmisericordes; el diario madrileño mostraba al público la dureza de lo que
estaba sucediendo, evitando toda crudeza; pero estaba desvelando la magnitud
de lo que el gobierno quería tapar.345
La realidad era que, cada día, muchos cientos de ataúdes eran trasladados a
los espacios designados a tal efecto desde los hospitales y las residencias. Pero
no se podía mostrar. Al parecer, había que preservar la sensibilidad de un pueblo
—al que se trataba como menor de edad— de toda imagen que no se
correspondiese con la Disneylandia-Potemkin que le habían diseñado: el país del
Resistiré, del aplauso en los balcones a las ocho y de los policías que llevaban
juguetes a los niños en su cumpleaños. Los muertos eran una curva que
doblegar, y toda imagen que nos los acercase era, en sí misma, repulsiva. Ni un
muerto, ni un cadáver, ni un ataúd.
Huelga decir que no se trataba de preservar ninguna inocencia por respeto a la
sensibilidad de nadie, sino de anestesiar la idea de dolor y de muerte en
beneficio del gobierno. Lo que no se ve se convierte en una simple referencia
abstracta sin mayor implicación en nuestra vida. Difícilmente iban los españoles
a culpar al gobierno por algo de lo que apenas tenían sino lejana noticia. La
manipulación era tan grosera que, mientras que no se publicaban imágenes de
hospitales y morgues, no escasearon las muestras gráficas del desastre que se
anunciaba en los Estados Unidos. Los Estados Unidos de Donald Trump, ni que
decir tiene.346
Entretanto, y durante largas semanas, las preguntas al gobierno en rueda de
prensa eran filtradas previamente por el secretario de Estado de Comunicación,
Miguel Ángel Oliver, que determinaba cuáles habían de ser contestadas y cuáles
no. Los periodistas tuvieron que organizarse para protestar y cambiar un sistema
de cosas que resultaba simplemente humillante.347 El remate era que el portal de
transparencia abierto en 2013 seguía tan cerrado como desde el principio de la
legislatura.348
A todos aquellos que habían puesto sus esperanzas en las redes sociales como
inexpugnable refugio de libertad, les aguardaba una desagradable sorpresa.
Desde hacía años se venía incubando el desarrollo de una serie de empresas que
se arrogaban la «verificación» de los contenidos publicados en dichas redes
sociales. La excusa para ejercer un control que significa nada menos que el
poder sobre la definición de la verdad y la mentira fue la existencia de bulos, de
falsas noticias, que enseguida derivó en la supresión de las opiniones disidentes.
Miles de cuentas en Facebook, en Twitter y otras redes sociales fueron cerradas,
por cuestiones tales como apoyar a Donald Trump, el cual, a su vez, era
censurado sin el menor rebozo por las grandes firmas comprometidas con su
expulsión de la presidencia e incluso de la vida pública.
Las empresas que ejercen la labor de «verificación» son cualquier cosa menos
inocentes. Se trata de organizaciones diseñadas desde años atrás para el expreso
objetivo que ejercen. Y su diseño obedece a los intereses de sus financiadores,
entre los que se encuentra, muy destacadamente, George Soros. Las
verificadoras desempeñan un papel muy concreto: las más de las veces, sembrar
la confusión. En no pocas de sus pretendidas «explicaciones» añaden, en efecto,
mucha más confusión que la que pretenden combatir, y siempre actúan en la
misma dirección. Si verdaderamente tuvieran algún interés en denunciar
mentiras e inexactitudes, la labor legislativa y política del Ejecutivo de Sánchez
no les hubiera dejado apenas respirar; pero puede comprobarse la absoluta
desgana con la que emprenden ese tipo de tarea.
Son innumerables los ejemplos que muestran cómo los titulares de las
«verificadoras» son contradichos por el contenido del artículo que le sigue; aún
más, sabedores de que lector medio no pasa del titular (o del subtítulo y las
primeras líneas, todo lo más) se pueden permitir el lujo de marear al lector más
avezado durante 3 o 4 minutos, lo que, con frecuencia, disuade de continuar la
lectura de unos textos que son habitualmente infumables.
Pero su función principal no es, por supuesto, aclarar ninguna duda, o
falsedad; para lo que de veras sirven las verificadoras es para que a aquellos que
indaguen en una cuestión que los disidentes hayan puesto sobre la mesa, el
buscador les dirija, en primer lugar, a las refutaciones, antes que a la afirmación
original, gracias a los algoritmos. Así, con lo primero con lo que uno se
encuentra es que tal o cual cosa es un «bulo», antes siquiera de haber entrado a
conocer la cuestión. Anunciada que dicha cuestión no es más que una falsedad,
la mayor parte de la gente no sigue buscando. Una jugada maestra.
Pero, en definitiva, ¿cuál es el fin que persiguen? ¿Quiénes las han creado?
Las verificadoras se han convertido en una pieza clave del proyecto globalista, y
a la causa del globalismo sirven. De acuerdo al hackeo por Anonymous de los
papeles de Integrity Initiative (II), Maldita.es depende del Institute for Statecraft
británico y era la designada para convertirse en la verificadora en España;
Integrity Initiative, a su vez, está vinculada en su financiación al Foreign Office
y, a través de Political Capital, al Poynter Institute, una de las organizaciones del
entramado de la OSF (Open Society Foundation) de George Soros. La excusa
formal es la lucha contra la desinformación rusa, pero la razón real es el apoyo a
la OTAN y a los planes globalistas. En España cuenta con el favor del gobierno,
del Instituto Elcano y de los grandes grupos de comunicación, sobre todo de El
País. Es decir, del establishment.
Para ejecutar su labor, tienen el pleno apoyo de las big tech, los dueños de las
redes sociales, que gozan de una suerte de patente de corso para imponer sus
normas, censurar a la disidencia y saltarse las leyes de los estados como nunca
nadie antes. Es un asunto que trataremos un poco más adelante.

A ciegas: autopsias, PCR, ingresos, fallecimientos, mascarillas

Desde el punto de vista sanitario, España ha sido uno de los países que peor
balance presenta en el mundo; en Europa, el que peor. Nadie ha tenido tantos
profesionales de la salud infectados —y, seguramente, muertos—, nadie ha
sufrido el índice de fallecimientos que hemos tenido nosotros, nadie ha padecido
el colapso sanitario como España, y nadie ha soportado unas medidas tan duras
como las nuestras.
Al margen de otro tipo de consideraciones, el gobierno ha alcanzado cotas de
incompetencia siderales. Desde la renuencia a tomar medida alguna antes de que
la pandemia nos alcanzase, facilitando así la entrada del virus, hasta encerrarnos
en nuestras casas sin razón ni motivo, pasando por una larga serie de medidas
que han rozado lo esperpéntico.
Las autoridades han actuado a ciegas, por lo que nunca hemos sabido (y ya
jamás sabremos) los principales datos de esta pandemia. Ni conoceremos el
número de fallecidos reales por covid-19, ni conoceremos la realidad del colapso
sanitario —los ingresos—, ni conoceremos el número exacto de los contagiados.
Todo se ha hecho mal, rematadamente mal, desde el principio.
¿A qué se debe el océano de ignorancia en el que nos movemos y que acabo
de referir?
En primer lugar: nunca sabremos con exactitud el número de personas que
han fallecido por el covid-19. La Sociedad Española de Anatomía Patológica
recomendó desde el principio no llevar a cabo autopsias a los presuntamente
fallecidos por SARS-CoV-2 dado el riesgo biológico de contagio para los
ejecutores de las mismas, y el de propagación del virus, autorizando las
autopsias solo «si se considera realmente necesaria y se puede garantizar que
esta se realiza en un ambiente seguro».349 Es notable que se desaconsejasen las
autopsias cuando este es un método esencial para conocer una enfermedad, y
más en las condiciones en las que nos encontrábamos en la primavera de 2020.
La posibilidad de realizar exámenes individuales se contemplaba tan solo para
conocer aspectos de la enfermedad, pero no su extensión.
Así que nunca podremos saber cuántos han sido los muertos causados por
covid. Lo más que podemos hacer es aproximarnos, mediante algunas
estimaciones que vamos a precisar.
Antes que nada, tomaremos un lapso de tiempo cerrado, que nos sirva
estadísticamente. El que tenemos es el año 2020. El siguiente año dista mucho
de estar cerrado cuando se redactan estas líneas y, por tanto, no debe utilizarse
desde el punto de vista metodológico. Además, la mortalidad en la primera mitad
de 2021 no es superior —en el tramo más proclive del año a que lo fuese, esto
es, durante los meses del invierno— a la mortalidad de otros años, y sus cifras de
covid han sido muy similares a las de años con incidencia alta de gripe.
De manera que lo primero que tenemos que fijar es la sobremortalidad en ese
ejercicio 2020. Responder a la pregunta de cuántos españoles murieron «de más»
con respecto a los que deberían haber muerto en términos estadísticos nos
aproxima a la cuestión.
Según los datos oficiales, en España, durante 2020 la sobremortalidad —por
todas las causas— fue de 70.703 personas, un 63% de la cual se produjo entre
marzo y mayo. Para averiguar qué parte de esa sobremortalidad se debe al
SARS-COV-2, hay que tener en cuenta una serie de cuestiones adicionales. Así,
por ejemplo, de las 5.206 defunciones producidas durante el periodo estival —el
menos mortífero—, 1.875 se deben a las altas temperaturas, el 90% de las cuales
fueron personas ancianas; por tanto, hay que sacarlos de las cifras de covid.350
Pero, sobre todo, una parte muy elevada de esa sobremortalidad se debe a la
falta de atención de las enfermedades crónicas, como ya ha sido reconocido,
tales como el cáncer. Algo más de un 30% ha sido causada por retrasos en los
diagnósticos. Salvador Tranche, presidente de la Sociedad Española de Medicina
Familiar y Comunitaria, ha señalado que «la crisis sanitaria provocada por el
coronavirus ha reducido la atención a los pacientes crónicos, especialmente a
patologías subagudas u otras patologías más graves, además de demoras en
pruebas diagnósticas. Se me ocurren los cribados de cáncer de mama o de colon.
La pandemia ha hecho que estas actividades queden frenadas y tendrá su
impacto en el futuro».351
A este 30% hay que sumarle los fallecidos por enfermedades cardiovasculares
que, en otras condiciones, hubieran sobrevivido, y que han engrosado las cifras
de la sobremortalidad. ¿En qué proporción? Es muy difícil saberlo, puesto que se
trata de estimaciones.
Ángel Cequier, presidente de la Sociedad Española de Cardiología, asegura
que «en la primera ola ya se vio que menos pacientes con infarto y menos
pacientes con insuficiencia cardíaca ingresaban en los hospitales porque la gente
tenía miedo a acudir y entonces sí que provocó que documentáramos que la
mortalidad era superior», aunque no obstante matiza que en la segunda ola la
experiencia ha sido muy diferente. «La primera ola sí que fue realmente
dramática, porque veíamos mucha muerte súbita, mucho paciente con infarto que
estaba muy mal… En esta segunda ola hemos intentado priorizar, la presión
asistencial en los hospitales no ha sido tan intensa, la anulación y la cancelación
de exploraciones complementarias o de intervenciones ha sido puntual, no ha
sido generalizada», apunta el cardiólogo, que recuerda que «tenemos aún toda la
repercusión de la primera ola, que no nos hemos recuperado». «Han quedado
muchos pacientes que no se han podido priorizar, muchos que se hubieran tenido
que intervenir y no se han intervenido y algunos de estos pacientes es posible
que hayan fallecido. A veces no es fácil saber si lo que ha causado la mortalidad
es propiamente el covid o porque se han descompensado por un déficit
asistencial».352
Este ha sido un factor clave; se ha atendido a un número mucho menor de
pacientes cardiovasculares en función del colapso hospitalario generado y
también, en buena medida, por razón de que estos rehusaban acudir a los
hospitales debido al miedo al covid-19.353
En esa primera ola, la Asociación Española de Cardiología estimó que los
fallecimientos por problemas de corazón se habían elevado en un 88%.354
Recordemos que las enfermedades del corazón causan, en España, en torno a un
28% del total de fallecidos. Si tomamos las cifras de 2018, eso equivale a unas
120.000 personas al año (ya que en ese ejercicio murieron en conjunto 427.000
personas en España). El 88% de sobremortalidad cardiovascular que estima la
Asociación Española de Cardiología sucedido entre marzo y mayo de 2020
equivale a unas 20.000 personas, sumando los dos meses.
Así que tenemos una sobremortalidad de 70.000 personas en 2020, de las que
un 30% se corresponden con retrasos en los diagnósticos; a la que hay que sumar
unas 20.000 personas por razones cardiovasculares (una parte de los cuales
estarían incluidos en ese 30%, pero no todos); más unas 1.875 a causa de las
temperaturas estivales. No podemos sino hacer estimaciones muy generales,
pero podría asegurarse que los muertos por coronavirus disminuirían
enormemente, hasta situarse en torno a unos 40.000, siendo esta una estimación
conservadora. Es decir, que habría muerto menos de 1 de cada 1.000 españoles
por coronavirus.
Desde luego, una parte de esa mortalidad se debe a la saturación hospitalaria;
pero también al miedo, un miedo del que son responsables tanto la autoridad
como los medios de comunicación, que en lugar de tranquilizar han aterrorizado
a la población. La proyección del covid-19 como la de una enfermedad letal,
mortífera y misteriosa, que acecha detrás de cada esquina, que pende sobre cada
uno de nosotros presta a devorarnos, que nos obliga a limpiar picaportes,
echarnos gel, sacarle brillo a la suela de los zapatos, que nos impide no ya
abrazarnos, sino siquiera hablarnos los unos a los otros o caminar por la misma
acera; todo ello aterrorizó tanto a la población durante largos meses, que
provocó que esta rehusase acercarse a ese foco inexorable de muerte que eran los
hospitales. La responsabilidad de quienes esparcieron el pánico en la sociedad,
autoridades y medios de comunicación, debería ser algún día depurada.355
La mistificación que ha tenido lugar a cuenta del covid-19 ha sido enorme. En
su nombre se han cometido todo tipo de tropelías, del más variado género.
Además de lo que hemos comentado más arriba acerca de la sobremortalidad,
una cierta cantidad de fallecidos atribuidos al covid no murieron por esa causa.
La confusión al respecto ha sido máxima, al mezclar personas que han muerto
«por» covid con personas que han muerto «con» covid. De hecho, los datos del
INE dan una mortalidad por covid «sospechoso» del 35% sobre el total de
muertes atribuidas a la enfermedad.356
En esto —ya veremos que en otros casos no— la administración ha seguido
los consejos de la OMS de que cualquier sospechoso sea anotado como fallecido
por covid; basta con que se detecte infección; así, los pacientes con VIH e
infectados, figuran como muertos por covid-19. Esto es, desde muchos puntos de
vista, bastante vergonzoso; diríase que hay una cierta intención de que los
números sean lo más nutridos posible.357
Este ha sido el modo de actuación regular de las administraciones: como el
servicio de salud gallego ha admitido abiertamente, todo aquel que muriese con
una prueba positiva de covid-19 sería considerado víctima del covid-19. Esto
debería ser, sin duda, escandaloso, pero la prensa apenas le ha dado cobertura.
Lo cierto es que refleja ese interés por aumentar las cifras de fallecidos a causa
de SARS-CoV-2.358
La reflexión no puede ser otra sino la de que no sabemos, ni sabremos nunca,
cuáles son las verdaderas cifras de fallecidos a causa del covid-19, lo que nos
daría una dimensión válida de la pandemia. Numerosísimas irregularidades,
recuentos trucados, atribución de causas de fallecimientos falsas, procedimientos
dudosos, intereses de todo género; en el mejor de los casos, hay argumentos
sobrados para considerar que las autoridades han actuado a ciegas al ignorar
cuáles son las verdaderas cifras de fallecidos en la pandemia. Hasta Sánchez, a
su manera, lo reconoció en su día.359
Pero ¿ha sido esa la única ceguera que nos ha aquejado durante estos meses,
al menos en términos sanitarios? Ni mucho menos.
Pues otra de las cifras que hemos ignorado ha sido la de infectados. Desde el
principio hasta hoy. Pero ¿es que no se han hecho pruebas? Al contrario.
Bien es cierto que, al principio, España fue uno de los países que menos
pruebas hizo. Tardó largas semanas en estar en situación de hacerlas; el desastre
administrativo fue total. Como quiera que las autoridades no se habían tomado
en serio la amenaza del coronavirus, nada se había dispuesto en orden a la
prevención o a comprar material con el que enfrentar dicha amenaza. Y cuando
finalmente las autoridades resolvieron ir al mercado internacional a comprar los,
resultó que estos no servían para nada; los que se compraron a los chinos eran un
desastre completo, casi podría decirse que un auténtico fraude.360 Los sucesivos
intentos por adquirir material mínimamente válido se estrellaron contra su propia
impericia, una y otra vez, hasta el punto de que al gobierno de Sánchez se le
estafó un equivalente a 140 millones de euros en nueve contratos. Una cantidad
astronómica. Con posterioridad, el gobierno lo ha justificado por varios motivos,
pero lo cierto es que el Ejecutivo llegó a acuerdos con proveedores chinos que
percibieron la debilidad de su cliente, quien tan pronto firmaba con empresas del
sector sanitario como con intermediarios o con marcas del textil.361
El despliegue gubernamental fue, en verdad, bochornoso. Sin duda, todos los
países europeos fueron tomados un tanto inopinadamente por la escasez de
material, pero el caso español presenta unos perfiles propios ciertamente
grotescos. Las explicaciones del gobierno resultaban simples argumentos
autoexculpatorios, con ribetes de farsa; la ministra de Exteriores, González-Laya
(increíblemente avalada por su predecesor en el cargo, José Manuel García-
Margallo), justificó el absurdo desempeño del gobierno porque «no estamos
acostumbrados a comprar en China», lo que da la medida del nivel de nuestra
titular de Exteriores.362 China es el tercer país al que más compra España, y
algunos datos incluso apuntan a que en enero de 2020 se estaba convirtiendo en
el segundo, detrás de Alemania.
En varios casos, las compras del gobierno se dirigieron a empresas chinas que
el gobierno de Beijing no había aconsejado y que ni siquiera figuraban en su
listado de empresas fiables. La razón de optar por ese tipo de test es que se
trataba de pruebas rápidas que no exigían el tiempo de varias horas que requiere
la PCR. La administración no cayó en la cuenta de que si había aún empresas
chinas en disposición de vender este material era porque el resto de países no se
dirigía a ellas, al estar excluidas de las listas oficiales. España pasó a convertirse,
también en este terreno, en un país de referencia mundial en cuanto a lo que no
había que hacer.363 Arrinconado por su propia incompetencia, Sánchez no tuvo
ningún problema en mentir a la población, una vez más, asegurando que los
datos de un informe internacional avalaban la buena labor del gobierno en esta
pandemia. Dicho informe, sencillamente, no existía.364
Una vez superado este estadio, en el que el gobierno mostró una vez más
bisoñez e incompetencia, se determinó que el método en el que basar la
detección de las infecciones causadas por el SARS-CoV-2 sería el conocido
como PCR (Polymerase Chain Reaction), en esencia una técnica que amplifica
fragmentos de ADN a fin de determinar la presencia de virus o bacterias en el
material analizado. Tiene una alta especificidad, por lo que es capaz de distinguir
entre dos microorganismos evolutivamente muy cercanos; y, además, posee la
capacidad de detectar las infecciones en estadios muy tempranos. Se utiliza
sobre todo en investigación forense, y necesita de personal muy cualificado. En
términos generales, es un método muy fiable de análisis, y perfectamente válido
para detectar las infecciones por coronavirus.
Pero precisemos. No hay métodos infalibles, aunque, con frecuencia, a este
respecto, se pretenda lo contrario. De hecho, en 1997, se puso en cuestión la
fiabilidad del método PCR, en este caso al hilo del VIH; un medio periodístico
de relieve en aquel tiempo recogió el uso fraudulento de las PCR (no su
inutilidad como tal método, sino su aplicación).365 O sea: que un método, por
excelente que sea, debe ser empleado de modo correcto para que obtenga
resultados. Y no ha sido el caso con las PCR.
¿Se ha producido una utilización incorrecta de las PCR? La respuesta es: sí.
Se ha producido tal cosa y no de modo ocasional, sino habitual, hasta el punto de
que se puede afirmar sin miedo a faltar a la verdad que ha distorsionado la visión
general de lo que está pasando.
Esa utilización incorrecta implica que los datos que tenemos de contagio no
son válidos. La sublimación de la PCR como prueba infalible es absurda y no
tiene acogida científica: la PCR es una prueba más entre varias para alcanzar un
diagnóstico. La OMS se ha encargado de recordarlo en numerosas ocasiones, de
forma contundente: «Cuando los resultados de la prueba no se correspondan con
las manifestaciones clínicas se debe tomar una nueva muestra, que se someterá a
la misma o a otra prueba de amplificación de ácidos nucleicos».366 Las llamadas
de la OMS a la precaución a la hora de interpretar los resultados son
inequívocas.367
Sistemáticamente, la OMS ha pedido que la prueba se compatibilice con el
cuadro clínico; que no se aplique a los llamados «asintomáticos» y, que en caso
de que se produzca una colisión entre los datos y las apariencias, no se
presuponga la primacía de los primeros. En honor a la verdad, ni los fabricantes,
ni los inventores de la PCR pretendían otra cosa. Pero cuando las PCR se
convirtieron en el único modo de medición de los contagios, cualquier
cuestionamiento pasó a ser tabú; cierto que también se difundieron versiones
absurdamente contrarias a estos test, pero resultaron ser mucho menos dañinas
que la imposición de unas pruebas que contribuyeron a confundir a la población
y a justificar las políticas represivas de una gran cantidad de gobiernos.
Pero más allá de su utilización por parte de los gobiernos, hay que tratar de
establecer si el tratamiento que se le ha dado a estas pruebas es válido o no lo es.
Porque a través de ellas se ha establecido el número de contagios y, por tanto, el
riesgo en el que se encontraba la población. PCR en mano se han construido las
olas o se han terminado.
Según la doctrina oficial, la fiabilidad de los test es máxima y, sin negar que
pudiera producirse algún error, son completamente fiables. Desde los medios de
comunicación —y, singularmente, desde las verificadoras— se ha negado
enfáticamente que las pruebas PCR arrojen resultados no acordes a la realidad,
lo que se denominan «falsos positivos». La idea misma de «falso positivo» sería
una especie de añagaza «negacionista» a fin de cuestionar todo el sistema. Pero
¿existen los falsos positivos?
La expresión quizá no sea la más afortunada del mundo, pues no recoge con
precisión en qué consiste el error achacable a las PCR, pero si lo que se quiere es
afirmar que los resultados positivos de una persona no tienen por qué significar
que el individuo esté enfermo o que contagie, entonces hay que contestar
rotundamente que sí: existen los falsos positivos y, como es lógico, ello tiene
que ver con la fiabilidad práctica de la propia prueba.
En realidad, puede decirse que la prueba PCR es fiable y no lo es al mismo
tiempo. Pues, como se ha dicho, se trata de un test muy útil si se acompaña de
otras pruebas. Pero no vale como único dato para determinar si la persona está
enferma o no lo está.
En palabras de John Lauritsen, «lo que hace la PCR es seleccionar una
secuencia genética y luego amplificarla enormemente. Puede lograr el
equivalente de encontrar una aguja en un pajar; puede amplificar esa aguja en un
pajar. Al igual que una antena amplificada electrónicamente, la PCR amplifica
en gran medida la señal, pero también amplifica en gran medida el ruido. Dado
que la amplificación es exponencial, el más mínimo error en la medición, la más
mínima contaminación, puede dar lugar a errores de muchos órdenes de
magnitud…».368
Igualmente, y aunque las verificadoras han tergiversado todo el asunto
relativo a Kary Mullis, el inventor de la PCR (invención por la que ganó el
Premio Nobel) manifestó en varias ocasiones su escepticismo por el uso que se
estaba dando a esta técnica. Referido en este caso al VIH, aseguró que se
manipulaban los resultados (no la prueba en sí) para obtener la finalidad que se
buscaba, pero que la PCR no determinaba si estabas enfermo o no; obviamente,
esto es algo que puede aplicarse al caso del covid-19.369 Una vez más, las
verificadoras han enturbiado la verdad, aprovechando, quizá, que Kary Mullis
murió en agosto de 2019. Cuando apareció un vídeo en el que, efectivamente,
Mullis sostenía lo que acabamos de recordar, pasaron a la bien probada táctica
del descrédito; a fin de cuentas, qué importa lo que dijese un hombre que no
creía que existiese el VIH. Lo mismo, en fin, que habían hecho con Luc
Montagnier unos meses antes.
Algo sobre lo que se insiste es la necesidad de interpretar los resultados de las
pruebas con la sintomatología. Así lo ha dejado claro la OMS, que dice
literalmente: «La prevalencia de la enfermedad modifica el valor predictivo de
los resultados de las pruebas: cuanto más baja es la prevalencia, mayor es el
riesgo de obtener un falso resultado positivo o negativo».370 De modo que «ello
significa que la probabilidad de que una persona con un resultado positivo (es
decir, en la que, supuestamente, se ha detectado el SARS-CoV-2) esté realmente
infectada por ese virus se reduce a medida que baja la prevalencia,
independientemente de la supuesta especificidad de la prueba».371
El condicionamiento a la hora de interpretar los resultados es grande, ya que
«la mayoría de los ensayos que utilizan la PCR se consideran instrumentos que
ayudan a establecer el diagnóstico; por consiguiente, los profesionales de la
salud deben interpretar sus resultados teniendo en cuenta el momento de
muestreo, el tipo de muestra obtenida, las características del ensayo, las
observaciones clínicas, los antecedentes del paciente, la infección confirmada en
cualquiera de sus contactos y la información epidemiológica».372 Algo muy
parecido a lo que dice el doctor Stephen Bustin, autoridad mundial en PCR,
cuando habla de «registrar el resultado de una prueba como positivo o negativo e
interpretar ese resultado dentro del contexto clínico individual».373
Por tanto, no parece muy defendible que solo la PCR determine cuál es la
cantidad de gente infectada, porque en términos prácticos no nos está dando una
imagen real de la situación. Como dice Carl Heneghan, de la Universidad de
Oxford, «nos estamos moviendo hacia un mundo biotecnológico donde las
normas del razonamiento clínico se están yendo por la ventana. Una prueba PCR
no es igual a covid-19; no debería…». Heneghan denuncia cómo ha
evolucionado el recuento de casos, porque «la forma en que definimos un caso
parece haber cambiado, pasando de personas con síntomas que luego han dado
positivo a un resultado positivo de PCR solo, independientemente de los
síntomas».374
No es lo mismo que aumente el número de casos detectados y que aumente el
número de enfermos. La detección de casos, simplemente, tendrá que ver con el
número de pruebas realizadas y con el modo en que estas se procesen, y nos dará
una idea distorsionada de lo que está sucediendo. Por esa razón, los organismos
oficiales, tanto los CDC como la OMS, han subrayado que solo se debe realizar
la prueba a aquella persona que muestre síntomas de enfermedad; de otro modo,
podríamos estar ante un falso positivo.
Dada la sensibilidad de la PCR, alguien con una sola hebra de ARN viral
daría positivo, cuando no padece la enfermedad, ni la transmite. La cuestión de
la carga viral es esencial, a este respecto, pues es la razón por la que la inmensa
mayoría de los infectados son asintomáticos; y ser asintomático significa que no
se es contagioso. El resultado es que, posiblemente, una mayoría amplia de
quienes dan positivo en una PCR no padecen la enfermedad ni la transmiten. De
acuerdo a The Lancet, entre el 50% y el 75% de los positivos serían, de este
modo, falsos positivos en sentido práctico (insistimos en que esto no supone que
la prueba sea, en sí misma, defectuosa, sino que lo es el modo de empleo).
Uno de los problemas es que los fragmentos de ARN persisten en muchos
casos durante semanas después de que el virus haya desaparecido. The Lancet lo
resume de modo muy gráfico: «La mayoría de personas infectadas con SARS-
CoV-2 son contagiosas durante 4 a 8 días. Por lo general, no se encuentra que las
muestras contengan un virus de cultivo positivo (potencialmente contagioso)
más allá del día 9 después de la aparición de los síntomas, y la mayoría de la
transmisión ocurre antes del día 5. Este momento encaja con los patrones
observados de transmisión del virus (generalmente de 2 días antes a 5 días
después del inicio de los síntomas), lo que llevó a las agencias de salud pública a
recomendar un período de aislamiento de 10 días. La breve ventana de
transmisibilidad contrasta con una mediana de 22-33 días de positividad por
PCR (más larga con infecciones graves y algo más corta entre los individuos
asintomáticos). Lo cual sugiere que entre el 50% y el 75% de las veces que un
individuo es positivo por PCR, es probable que sea postinfeccioso».375
Esto también sugiere un problema adicional: los falsos negativos. Personas
con una carga viral reducida al nivel subinfeccioso, sin síntomas, que
normalmente no contagian, pero que sí podrían hacerlo en círculos muy
personales.376 Se insistió mucho en ello al comienzo de la pandemia, cuando
incluso quienes daban negativo a la prueba tenían que mantenerse en
aislamiento, y hoy no parece constituir un problema real. En el verano de 2020
fue puesto en cuestión desde instancias científicas y mediáticas, porque no tenía
sentido confinar a personas que no podían contagiar.377
En cualquier caso, tanto los falsos positivos como los falsos negativos están
relacionados con los ciclos de ampliación que se aplican a las muestras
analizadas en la PCR. Los ciclos son las veces que se amplía la muestra para ser
analizada en el laboratorio; cuando la carga viral del individuo es alta, esta puede
ser detectada a unos 15 ciclos aproximadamente. Pero no en todos los casos es
tan evidente; a veces hay que ir a una cantidad de ciclos mucho mayor para
detectar la presencia de SARS-CoV-2. Cada ciclo aplicado duplica el anterior,
de modo que el ciclo 3 cuadruplica el 1, y el 4 lo multiplica por 8. El problema
radica en que, si aplicamos excesivos ciclos, puede que terminemos encontrando
el virus, pero su carga será mínima y residual, sin capacidad alguna para
enfermar a la persona ni para que esta la transmita. Y, sin embargo, contará
como infectado.
«Después de los ciclos 24 o 30 —explica María Tomás, investigadora en el
Hospital Universitario de A Coruña—, puede ser que el virus no esté viable,
pero que siga dando PCR positivas con fragmentos del virus que no hacen que
seas infeccioso (…). Durante la primera semana de infección solemos ver ciclos
muy bajos de amplificación, de entre 15-16 CT, y a la semana nos encontramos
con ciclos inferior superiores a 30, en torno a 35». Lo que encaja con lo que
publicaba The Lancet más arriba en cuanto al tiempo en que un infectado es
contagioso.
De acuerdo a Tomás Pumarola, jefe de microbiología del Vall d’Hebron, para
comprobar la condición viral de la muestra hay que ver si es capaz de
reproducirse en células in vitro. Según Pumarola, «a partir de 30 ciclos yo no
consigo aislar nada en cultivo celular». El acuerdo entre científicos es que
muchas muestras positivas en PCR salen negativas en cultivo debido a su
excesiva sensibilidad.378
Si verdaderamente, como se afirma, a partir de 30 ciclos la presencia o no de
SARS-CoV-2 es indiferente, realizar pruebas a un número de ciclos superior
resulta absurdo. ¿Se ha estado haciendo tal cosa en España? Sin duda, así ha
sido. La cantidad de contagios, y en consecuencia el terror que se ha esparcido
por toda la sociedad, ha tenido mucho que ver con esto; cuando, en realidad,
estábamos hablando de asintomáticos, es decir, de personas que ni padecen ni
contagian la enfermedad.
En consecuencia, con el paso del tiempo aparecieron informes que
aseguraban que los asintomáticos no contagiaban. Porque al principio se
aseguraba, por el contrario, que los asintomáticos eran los supercontagiadores.
No había ninguna base científica (no podía haberla), pero se suponía que eran
portadores de una especie de muerte invisible, que eran la razón por la que
resultaba tan difícil controlar los contagios. La realidad nada tenía que ver con
eso, pero muchos medios lo mantuvieron durante largos meses.379
Sin embargo, no puede decirse que no se publicara al respecto. Hacía tiempo
que muchos profesionales estaban avisados de lo que sucedía en términos
sanitarios. Hacia finales del verano de 2020 era un clamor que los asintomáticos
no podían contar como contagiados, al menos en términos prácticos. Algo sobre
la que OMS ha insistido con frecuencia.380
La noticia de que el presidente del Colegio de Técnicos Superiores Sanitarios
de la Comunidad Valenciana aseguraba que el rastreo exhaustivo demostraba
que la mayoría de PCR positivas eran de «asintomáticos sanos» debiera haber
tenido un mayor recorrido. El titular de El Mundo, que recogía sus
declaraciones, era demoledor… para alguien que quisiera escuchar, claro. «Los
positivos asintomáticos, en la práctica, no están contagiados. Una cosa es haber
sido infectado, es decir, haber tenido contacto con el SARS-CoV-2, pero si tus
anticuerpos actúan y tú no desarrollas la enfermedad en un período de entre 10 y
14 días, no deberías ser considerado como contagiado».381
De hecho, en Europa varios tribunales han fallado en ese sentido; las PCR
suscitaban muchas dudas por las razones apuntadas, y en términos prácticos, su
papel era cada día más oscuro. Un tribunal de Lisboa determinó que «dadas las
dudas científicas expresadas por los expertos, es decir, los que tienen un papel
que desempeñar, en cuanto a la fiabilidad de las pruebas de PCR, dada la falta de
información sobre los parámetros analíticos de las pruebas y en ausencia de un
diagnóstico médico que demuestre la presencia de infección o riesgo, esta
jurisdicción nunca podrá determinar si C era efectivamente portador del virus del
SARS-CoV-2 o si A, B y D tenían un alto riesgo».382 Las verificadoras trataron
de nuevo de enturbiar la realidad —en este caso, EFE—, pero el portugués no
fue el único tribunal que se pronunció de un modo tan claro: en Austria sucedió
tres cuartos de lo mismo, un par de meses más tarde. En este caso, las
«verificadoras» guardaron un sepulcral y significativo silencio.383
La realidad es que el asintomático, al igual que no padece la enfermedad —y
por la misma razón—, no contagia, pues su carga viral es muy baja, como la de
un niño. Se ha querido confundir el asintomático con el presintomático; este
último solo marginalmente puede contagiar, y siempre que se den condiciones
muy específicas de cercanía personal. Incluso, como hoy sabemos, el
sintomático es muy difícil que contagie en espacios exteriores, y en todo caso en
zonas muy concurridas o entre personas que han compartido durante mucho
tiempo un mismo espacio con una marcada cercanía física; aunque no falte quien
se resiste a las evidencias científicas, las pruebas son abrumadoras.384
Pero durante muchos meses, la «ciencia» aseguraba lo contrario. La revista
más prestigiosa del sector, Nature, daba por hecho que los asintomáticos y los
presintomáticos transmitían la enfermedad. Las medidas que los estados
tomaban oficialmente se basaban en este tipo de publicaciones; los supuestos
que fundamentaban sus asertos —sí, ¡publicaciones como Nature!— eran falsos.
Implícitamente, Nature reconocía la debilidad de las bases de las que partía; así,
en fecha tan tardía como junio de 2020, publicaba un artículo en el que se leía,
literalmente, «nosotros asumimos que presintomáticos, sintomáticos y
asintomáticos transmiten el virus…». A partir de ahí elaboraba su narrativa, que
es la que ha presidido nuestra sumisión durante estos largos meses.385
El resultado de todo este estado de cosas fue que se ha estado ignorando el
verdadero número de infectados durante mucho tiempo. Al perseguir el virus allá
donde se encontrase, se distorsionó la realidad de lo que estaba sucediendo;
contando con instrumentos de medición de excesiva sensibilidad, las
consecuencias que se sacaron fueron erróneas, y esas consecuencias las hemos
pagado —y las seguimos pagando durante 2021— en forma de un alarmismo y
de un terror social que no termina de desaparecer. Porque los asintomáticos han
constituido la gran coartada sobre la que erigir el terror social.
Pero si ni las cifras de los fallecidos ni la de los contagiados están claras, la de
los ingresos hospitalarios, tampoco. ¿Por qué? Pues porque —como hemos visto
en otros casos— se ha favorecido activamente el que todo síntoma compatible
sea clasificado como covid. Sin duda, muchos de los casos que se han
considerado como tales no lo son; de cualquier modo, la proporción es imposible
de saber y lo será ya para siempre. La promoción activa desde la administración
puede que haya dado sus frutos, pero ha distorsionado la realidad de la
pandemia.386 Es difícil no sacar la conclusión de que las suculentas
bonificaciones económicas a los centros hospitalarios en función de la cantidad
de los casos de covid que acogieran han producido esa distorsión.
El panorama que nos queda es el de un país en el que se han ignorado los
datos básicos: los fallecidos, los ingresados, los contagiados. Por supuesto, eso
no justifica la impericia del gobierno, ya que tal cúmulo de errores no es más que
el resultado de esa misma torpeza gubernamental. Pero, sin juzgar por el
momento la intención del gobierno, no cabe duda de que las cifras de fallecidos
a causa del covid-19, las cifras de infectados y las cifras de ingresados han sido
hinchadas, superando ampliamente la realidad de la pandemia: ni todos los
ingresados por covid lo han sido, ni todos los fallecidos por covid lo han sido, ni
todos los que han dado positivo en una PCR son enfermos de covid. Esa es la
realidad.
Esa realidad explica la ceguera en la que nos hemos estado moviendo y aún lo
hacemos; de esa ignorancia se sigue valiendo el poder, la clase política y la
mediática, y esa ignorancia tiene un impacto determinante en una gran parte de
la población española que, aterrorizada, parece condenada a vivir bajo un
síndrome postraumático. Así, cuando el gobierno anunció el fin de la
obligatoriedad de la mascarilla en espacios abiertos, no faltaron comentaristas
públicos —con una cierta irresponsabilidad, por cuanto contribuían al terror
social— que aseguraron la seguirían llevando; y cuando finalmente la medida
entró en vigor a fines de junio y comienzos de julio de 2021, una parte sustancial
—quizá mayoritaria— de la población reaccionó con algo muy parecido al
pánico y siguió poniéndosela.387
Aunque pudiera parecer de carácter menor en relación con los confinamientos
o la vacunación, la política de mascarilla obligatoria no lo ha sido ni mucho
menos. Por el contrario, se trata de una de las decisiones más determinantes en
múltiples aspectos, desde el de la libertad hasta el psicológico, que ha sufrido la
sociedad española.
Como en tantos otros casos, la población española ha vivido estos meses
ignorante de lo que sucedía allende nuestras fronteras. Los medios ponían buen
cuidado en evitar que supiéramos que prácticamente en ningún otro país europeo
eran obligatorias las mascarillas al aire libre, y que en la mayor parte de los sitios
ni siquiera lo era más que en unos escasos lugares bajo techo, pero no en todos.
Los responsables políticos incluso han llamado a censurar las imágenes que se
oponían a la construcción del relato oficial, como en la caso de uno de los
responsables de salud de la Comunidad de Madrid, Antonio Zapatero.388 Como
bajo las «democracias populares» del este de Europa bajo el poder soviético, la
población leía entre líneas cuando se le ofrecía imágenes de una celebración
deportiva en un país extranjero o de un evento de cualquier tipo al que los
asistentes acudían a cara descubierta. No solo eso: desde los medios se sugería,
con mendacidad verificadora, que en otros países de Europa se funcionaba bajo
un régimen muy similar cuando, en casi todos los casos, no era así en
absoluto.389
La utilidad de la mascarilla había sido desechada desde mucho antes del
comienzo de la pandemia. Los ejemplos se volvieron infinitos cuando comenzó
la extensión de la pandemia por Europa en el mes de marzo. Es cierto que, en
parte, el llamamiento de las autoridades para que la población no se lanzase a
comprar mascarillas se debía a su escasez, y que se trataba de evitar que los
profesionales sanitarios se quedasen sin ellas. Pero no solo: existían —y existen
— razones de tipo médico. Las mascarillas solo debían ser utilizadas por los
enfermos que habían desarrollado síntomas y que, a través de los estornudos o de
la tos, podían contagiar, o bien por quienes estaban en contacto con los propios
enfermos.390
Sin ninguna relación con su escasez o abundancia, la Organización Médica
Colegial aseguró el 26 de febrero de 2020 que las mascarillas eran inútiles al aire
libre, al tiempo que pedía a la población que no contribuyera a extender el miedo
con una actitud de alarma excesiva. Las medidas de protección personal solo
debían ser usadas por los profesionales; haga usted —insistía— la vida más
normal posible.391 Por entonces, los medios de comunicación, sobre todo los
más oficialistas, se hacían eco de esta política.392
El secretario del Colegio de Farmacéuticos de Valencia, Vicente Colomer,
clamaba contra el desabastecimiento de mascarillas ante la voracidad
compulsiva de la población a la hora de comprarlas, cuando «las mascarillas
quirúrgicas no sirven para protegerse del coronavirus».393 No era más que la
doctrina de la OMS sobre el asunto, que reiteraba una y otra vez, y que seguiría
haciéndolo hasta el día de hoy. Las mascarillas solo deberían ser portadas por
profesionales o enfermos.394 Una y otra vez, las organizaciones médicas insistían
en lo mismo,395 así como las autoridades políticas y sanitarias de los principales
estados del mundo,396 muchas de las cuales resultarían ser, en el espacio de unas
pocas semanas, las más entusiastas promotoras del uso del cubrebocas.397
Entre el mes de abril y el de junio de 2020 se efectuó un gran estudio en
Dinamarca con más de 6.000 participantes a los que se sometió a test previos
para asegurarse de que no estaban infectados. La mitad de ese grupo humano
usaría mascarillas al salir del domicilio, y la otra mitad no lo haría. Todos
observarían las medidas más comunes de protección social: el distanciamiento y
el lavado de manos. En ese momento, la enfermedad se había extendido hasta
alcanzar el 2% de la población del país. No era mucho, en comparación con los
países más infectados, pero constituía una cantidad significativa.
Un total de 4.860 participantes terminaron un experimento del que se
esperaba que pudiera ratificar que las mascarillas habían reducido a la mitad la
tasa de infección. La realidad fue demoledora: en el grupo de las mascarillas
contrajeron la enfermedad el 1,8% de los miembros del grupo, mientras que
entre quienes no llevaron mascarilla el contagio fue del 2,1%. Una diferencia
inapreciable desde el punto de vista estadístico. La mascarilla, no cabía ya duda,
no tiene incidencia alguna a la hora de evitar el contagio en lugares al aire
libre.398
El autor del estudio, Henning Bundgaard, de la Universidad de Copenhague,
señaló que «parece evidente que con la mascarilla no se gana mucho».399 El
estudio sorprendió a no pocos, y recibió algunos apoyos, como el de Mette
Kalager, del Harvard School of Public Health, quien admitió que todo lo que
aportaba la mascarilla era «un efecto simbólico», pues «el hecho de usar una
mascarilla no reduce sustancialmente el riesgo para los usuarios».400
Pero las reacciones fueron bastante furibundas. Se cuestionó su validez por la
razón de que los contagios en Dinamarca no eran suficientemente significativos.
Sin que, por su parte, hubiera hecho el menor estudio, Thomas Frieden se
permitió aseverar que «no hay absolutamente ninguna duda de que las máscaras
funcionan como control de la fuente», una argumentación carente de apoyo
científico propio. Y es que, para hacer según qué afirmaciones, la ciencia no
parece ser un requisito necesario. Vale con una declaración de principios. Como
suele ocurrir en estas ocasiones, las autoridades siguieron adelante con sus
programas que, por supuesto, incluían el cubrebocas, como si nada hubiera
pasado.401
La OMS, en julio de 2020, sostenía que no había pruebas irrefutables de la
transmisión por aerosoles, y puntualizaba incluso que «en los estudios
experimentales los aerosoles que contenían las muestras infectantes se
produjeron mediante nebulizadores de chorro de alta potencia en condiciones de
laboratorio controladas. En esos estudios se demostró la presencia de ARN del
SARS-CoV-2 en muestras de aire de un entorno en el que se produjeron
aerosoles; en un estudio hasta 3 horas después de la exposición y en otro, en el
que también se hallaron viriones viables capaces de replicarse, hasta 16 horas
después de la exposición. Esos resultados se obtuvieron mediante el uso de
aerosoles producidos en condiciones experimentales que no reflejan la manera
habitual en la que las personas tosen».
Al respecto de la transmisión por aerosoles, sobre todo considerada como la
principal forma de contagio, la OMS quiso ser particularmente contundente: «En
algunos estudios realizados en establecimientos sanitarios en los que se prestó
atención a pacientes con covid-19 sintomáticos, pero no se pusieron en práctica
técnicas en las que se produjeran aerosoles, se observó ARN del SARS-CoV-2
en muestras de aire, mientras que en otros trabajos de investigación similares
llevados a cabo tanto en el ámbito asistencial como no asistencial no se detectó
ARN del SARS-CoV-2; en ningún estudio se ha notificado el hallazgo de
viriones viables en muestras de aire. En las muestras en las que se demostró la
presencia de ARN del SARS-CoV-2 se detectó una cantidad de ARN
extremadamente baja en volúmenes grandes de aire, y en un estudio en el que se
observó la presencia de ARN del SARS-CoV-2 en muestras de aire se informó
de que no había sido posible determinar si existían viriones viables. Detectar
ARN mediante pruebas basadas en la reacción en cadena de la polimerasa con
retrotranscriptasa (PCR-RT) no necesariamente indica que existan viriones
capaces de replicarse e infectar (es decir, que sean viables) que puedan
transmitirse y causar una infección».402
Como es natural, no descartaba la posibilidad de que se produjese, en efecto,
el contagio por esa vía, pero reclamaba que tampoco podía descartarse que la
transmisión se estuviera dando en realidad a través de gotículas y fómites.
La OMS mantenía su postura acerca de lo inocuo e inútil de las mascarillas,
sobre todo en espacios exteriores. A comienzos de julio de 2020, un grupo de
239 científicos (si bien la gran mayoría son físicos, y no biólogos ni médicos)
envió una carta a la OMS para que esta aprobase la imposición obligatoria de las
mascarillas al aire libre. Pero esta insistió en que la transmisión por aerosoles no
estaba demostrada y que el mecanismo principal de contagio son las gotas de
unas 5 micras de diámetro, que caen por su propia gravedad, y no se mantienen
en el aire.403
Curiosamente, al tiempo que la OMS hacía pública, de nuevo, su política
contraria a las mascarillas en los espacios públicos, esta se imponía en Cataluña
y Baleares y, a fines de ese mismo mes, las últimas comunidades autónomas que
quedaban sin la imposición de la mascarilla en espacios abiertos, como la de
Madrid, adoptaron la obligatoriedad.404
Hasta entonces, el entusiasmo por la mascarilla no era uniforme; pero, a partir
de entonces, se convirtió en unánime. No había datos científicos solventes, ni
había mediado descubrimiento alguno, ni había razones de peso; pero la prensa
se manifestó como un solo hombre al respecto. Tan solo se permitía la exención
de la mascarilla al practicar atletismo en la calle o montar en bicicleta; pero en
ningún otro caso, fuese en interiores o en exteriores, incluyendo los gimnasios.
Absurdamente, se podía prescindir de la mascarilla para fumar, pero no para
respirar. Los esfuerzos de la prensa para justificar las medidas alcanzaron
importantes cotas de patetismo; incluso aparecieron estudios en los que se
aseguraba solemnemente que el barbijo no interfería con el esfuerzo físico y que
no mermaba este en absoluto. Definitivamente, la prensa parecía haber tomado a
la población por idiota.405 Y el gobierno, también.406
Sin embargo, la OMS seguía manteniendo que las mascarillas sí tenían un
efecto adverso sobre la salud, por lo que desaconsejaba su uso a la hora de hacer
deporte, particularmente de manera intensa. Las razones eran que disminuye el
oxígeno disponible y que aumenta la absorción de dióxido de carbono. Reduce,
pues, la capacidad de respiración y provoca riesgos en personas con problemas
cardiopulmonares. Sin embargo, los políticos españoles decidieron hacer caso
omiso a estas recomendaciones y siguieron imponiendo su uso en todas las
categorías (excepto para los profesionales). Millones de personas se vieron, así,
sometidas a un régimen inhumano a la hora de practicar deporte, ante la perfecta
indiferencia de una clase política tan solo pendiente de su propio interés.407
Por otro lado, estaba muy claro que no existe ninguna relación entre la
extensión de la enfermedad y la obligatoriedad de las mascarillas; sin dicha
imposición, habían prácticamente desaparecido los contagios en España desde el
mes de mayo de 2020, y así se había mantenido la situación hasta mediado julio;
dos meses de tiempo que descarta el que las mascarillas haya sido el factor
propiciador de la transmisión, pues las cifras hubieran empeorado mucho antes.
Posteriormente, el estricto cumplimiento del embozamiento no parece tampoco
haber tenido ningún efecto sobre las múltiples olas, las escaladas y las
desescaladas varias, que se han sucedido con perfecta indiferencia a las
mascarillas. Obviamente, eso no ha modificado un ápice la decisión de nuestras
autoridades, comprometidas en una frenética carrera represiva a mayor gloria de
sus propios réditos electorales, convencidos de que una mayoría de españoles
sabrá apreciar sus medidas como muestra de una genuina preocupación por
nuestra salud. A mayor dureza, mayor preocupación.
Evidentemente, para quienes tienen que tomar decisiones, la verdad científica
es indiferente. Pues la realidad no es solo que las mascarillas no sirvan para nada
a los efectos de detener la infección, sino que tienen unos efectos adversos muy
claros y evidentes.
En primer lugar, el efecto social y psicológico del anonimato, de la
despersonalización y deshumanización del prójimo, algo nada desdeñable: ese
prójimo se convierte en un ser sospechoso, un potencialmente letal sujeto del
que, cuanto más lejos, mejor. Los niños no conocen el rostro de sus profesoras,
de sus compañeros, de sus instructores, de los padres de sus amigos; tienen que
hacer educación física con sus vías respiratorias bloqueadas, y llevar puesta la
mascarilla toda la jornada escolar, durante la que asisten a las clases con las
ventanas abiertas de par en par en los meses del invierno en que no son raras las
temperaturas bajo cero en buena parte de España. La OMS desaconseja su uso en
menores de doce años, pero en España se ha decidido que a partir de los seis
años sea obligatoria. ¿Quién ha tomado esa decisión, qué comité, qué asesor?
¿Por qué le hacen eso a nuestros niños?
La mala conciencia persigue en este asunto a las autoridades, que prefieren,
en todo caso, mirar hacia otro lado. De cuando en cuando se les escapa, como
sucedió durante una entrevista televisiva a Fernando Simón cuando reconoció
que: «Sigo pensando que la mascarilla no es clave para detener la transmisión»,
y añadió: «No es necesario que todo el mundo la lleve; lo importante es que la
lleve quien está enfermo, lo que pasa es que no sabemos quién está
enfermo…».408 Lo cual, como hemos visto, no es cierto, pues a los efectos de los
contagios —que es lo que justifica la imposición de la mascarilla—, sí sabemos
quién está enfermo.
Sin entrar en polémicas acerca de los daños neurodegenerativos que podría
producir el uso continuado de mascarillas de forma indiscriminada por toda la
población,409 lo cierto es que es absurdo plantear como inocuo el uso
permanente de la mascarilla, cuando la experiencia diaria nos demuestra no solo
la incomodidad de su utilización, sino los perjuicios que causa. Por eso la OMS
exime a los niños de llevarla (nuestros gobernantes, no) y por eso la excluye del
ejercicio físico intenso (nuestros gobernantes tampoco).410 De hecho, los
médicos insisten en que se debe descansar cada hora de la mascarilla, una clara
indicación de sus efectos sobre nuestra salud.411
La incidencia negativa sobre muchas funciones está más allá de toda duda. Es
el caso del habla, que se está viendo afectada por la necesidad de efectuar un
esfuerzo mayor al efectuarlo detrás de un trapo.412 O el de la vista, ya que
también produce ojo seco.413 Por no hablar de la dermatitis que causa, sobre
todo a determinadas edades; en este caso, la recomendación es la de usarla el
menor tiempo posible, porque poco más se puede hacer.414
Como había sucedido con la polémica en torno al mercado y al laboratorio
como origen del coronavirus, la disputa sobre la mascarilla fue cosa de
«negacionistas» aproximadamente hasta mediada la primavera de 2021.
Entonces la prensa comenzó a considerar que ya era hora de que la mascarilla
abandonase ese territorio, y de recuperar su supresión para la causa. A fines de
abril, El País se hacía eco de la postura de varios científicos que pedían el fin de
su obligatoriedad.415 Y desde Cataluña se anunciaba que había que avanzar hacia
la normalización en el sentido que esta palabra tenía en 2019; las mascarillas
debían dejar de ser obligatorias en espacios al aire libre.416 La OCU, por su
parte, solicitaba a las administraciones, en el mes de mayo primero, y en junio,
después, que eliminase su obligatoriedad.417 La avalancha era creciente.
A esas alturas, una parte sustancial de las reivindicaciones conspiracionistas
se veía integrada en el discurso dominante, aunque la prensa, naturalmente, se
cuidaba de evitar el asunto. Y es que no deja de ser curioso, pero muchas de las
posiciones que sostenían los «negacionistas» eran las mismas que defendía el
discurso oficial al comienzo de la pandemia y en lo que este derivó hacia el final
de la misma.
En el caso español, las autoridades tendrían muchas cosas que explicar,
empezando por qué si la OMS no avala el uso de las mascarillas en espacios
abiertos, las autoridades nos han obligado a llevarlas durante un año. ¿En
función de qué decisión científica? Porque ignoramos los nombres de quienes
han sido los que han aconsejado al gobierno en ese sentido; de quienes han
pasado de vendernos que las mascarillas eran innecesarias y hasta
contraproducentes a convertirlas en útiles e imprescindibles. Si es que tales
personas existen.
¿Cómo es posible sostener que las mascarillas no interfieren la respiración, al
tiempo que se exime a los corredores o a los ciclistas de llevarla, o se permite
que las personas con problemas respiratorios están exentas de la obligación de
usarlas? Menos aún se entiende que mientras la OMS desaconseja vivamente
que las porten los menores de doce años, en España sean obligatorias para los
niños. ¿Quién es el responsable de esto?
Un par de cosas asombran también al respecto de las mascarillas: de un lado,
que siendo los ojos vías de contacto y transmisión, no hayan recibido ninguna
atención ni demanda de ser tapados; de otro, que no se hayan dispuesto
contenedores para mascarillas, cuando debería considerarse la vía más peligrosa
de contagio, por obvias razones.
En realidad, todo asombra al respecto de las mascarillas, como todo es
asombroso al respecto de lo que ha estado sucediendo durante esta pandemia. O
lo que sea.
5

EL FUTURO QUE NOS HAN DISEÑADO

«Lo esencial no es mantenerse vivos; lo esencial es mantenerse humanos».


GEORGE ORWELL

Para el ciudadano occidental medio, China no representa un ideal a alcanzar, en


ningún sentido. Dejando de lado el desconocimiento que se tiene de su sociedad,
de su cultura y de su historia en todo Occidente, el gigante asiático produce una
desconfianza casi instintiva debido a la opacidad de sus políticas y a lo poco que
trasciende de cuanto allí ocurre. La prosperidad china de las últimas décadas —
desigualmente repartida, pero muy cierta— no ha contribuido demasiado a
mejorar su imagen, y su condición de gran potencia mundial antes produce
inquietud que otra cosa.
La ignorancia occidental ante China es, paradójicamente, la mejor baza de
esta. La truculencia de la historia de aquel país en las últimas seis o siete décadas
no tiene parangón: crímenes por millones, represión cultural, destrucción
patrimonial, y algunos de los mayores horrores que recuerda la especie humana.
Cuando Mao entró en Beijing en 1949, impuso la más férrea de las dictaduras
que quepa imaginar. La brutalidad comunista no era, desde luego, nada
sorprendente, dadas las atrocidades que los comunistas habían cometido durante
décadas, pero ciertamente no habían sido los únicos en perpetrarlas. Tanto los
japoneses como el Koumintang no les habían ido a la zaga. Sin embargo, el
triunfo agudizó su carácter criminal al eliminar la necesidad de ganarse a la
población una vez establecido el monopolio del Partido Comunista.
A lo largo de las décadas, el sistema económico ha cambiado, y con él, la
sociedad china, pero siempre bajo el cetro del Partido Comunista. Este, que fue
abandonando con una cierta celeridad la dogmática marxista anterior tras la
muerte de Mao, ha mostrado una capacidad de adaptación asombrosa, que
pareciera desmentir la rigidez ideológica de sus orígenes. Y es que estamos ante
una verdadera máquina de poder, como seguramente el mundo no ha conocido
hasta el día de hoy.
El momento decisivo de la transformación social sucedió —al nivel teórico—
bajo Jiang Zemin, a lo largo de los noventa del siglo pasado, que consagró la
participación de la iniciativa privada y de los capitalistas en el desarrollo de la
sociedad china, recogiendo la herencia reformista de Den Xiaoping. Una teoría
que en el seno del Partido Comunista Chino sigue levantando muchas
suspicacias entre los sectores más ortodoxos del partido. Fundamentalmente
porque el sueño revolucionario, tal y como Mao lo concibió, consistía tanto en
un gris horizonte de fábricas alcanzando el horizonte, como en la recurrente
imagen de una inmensa flota desembarcando en California.418 Los chinos han
entendido perfectamente que se puede acceder a la modernización por la vía
colectivista o por la individualista; pero que lo esencial es que, negro o blanco, el
gato cace ratones.
En todo caso, más allá de la naturaleza ideológica de la organización
comunista china, esta es indisputadamente la asociación criminal más grande del
mundo y la que mayor número de crímenes ha perpetrado en la historia. El
control social y político del Partido Comunista sobre los ciudadanos chinos no
puede por menos que espeluznar a un occidental. Y no es cosa del pasado; en
nuestros días, ciertamente los crímenes no se perpetran de forma masiva a la luz
del día, pero no dejan de ser numerosos y en beneficio del Partido Comunista
Chino.
No hay ningún estado sobre la Tierra que lleve a cabo una política genocida
contra sus propios ciudadanos como la del Partido Comunista Chino. Por
supuesto, a Occidente le trae sin cuidado; hasta hace tres décadas, la justificación
de la inacción occidental era el volumen del intercambio comercial con Beijing
y, desde entonces, la justificación es, simplemente, la potencia china. Algo que
sería asumible si Occidente no estuviera inmerso en ese onanismo ideológico
que le habilita, al parecer, para condenar como un error el conjunto de su propia
historia. Así que los crímenes chinos nada cuentan para ese Occidente que se
rasga las vestiduras por razones de mucha menor enjundia.
Lo peor de todo no es que Occidente no haya accedido a esa condena que
tanto prodiga en otros casos, sino que una parte de la élite globalista propone
China como paradigma de aquello a lo que aspirar. Según esa narrativa, nadie ha
combatido el virus como el gobierno chino, nadie ha crecido como la economía
china, nadie ha informado de la pandemia como Beijing. Algunas cosas son
ciertas, y otras son absolutamente falsas; en cuanto a la información y al
combate, puede uno situarse entre la duda y la negación, pero es cierto que nadie
ha crecido como la economía china.
En cualquier caso —increíble, pero así es—, China se ha convertido en un
ejemplo a imitar. Todo lo que son injerencias en la soberanía de un sinfín de
países, aquí se vuelve complacencia con un estado de partido único, que controla
exhaustivamente las vidas de sus súbditos, que aplica con largueza la pena de
muerte, que hace desaparecer a los disidentes y que impide el normal
desenvolvimiento de organizaciones, incluidas las religiosas. Todo esto no solo a
nadie parece importarle, sino que se obsta para que los más conspicuos
globalistas nos propongan a China como modelo.
No es de ahora; las instituciones internacionales, las organizaciones
mundialistas y los prebostes del globalismo llevan mucho tiempo promoviendo
esa ejemplaridad. El caso más señalado es el de Bill Gates, que hasta hace un
tiempo suscitaba un escepticismo perfectamente explicable con sus alabanzas al
gobierno comunista. Para Gates, lo esencial es el cumplimiento de los objetivos
mundialistas, y no importa cómo se alcancen; es indiferente que quien lo haga
sea un régimen que aplasta la disidencia por miles, que persigue a la gente por
sus creencias o que aplica más de la mitad de las penas de muerte que se
ejecutan en todo mundo: a comienzos del siglo XXI, unas 12.000 al año.
Parece lógico que a un malthusiano como es el señor Gates, cuyo objetivo es
el de reducir la población a cualquier coste, el aborto obligatorio chino le
parezca de perlas. O que incluso lo justifique porque así se emite menos CO2 a la
atmósfera.
Según él, lo relevante es que China ha sacado a 600 millones de personas de
la pobreza, pero, sobre todo, lo que alaba con más énfasis es la colaboración de
Beijing en la promoción de las vacunas. Aunque, sin duda, la vacunación ha
supuesto un notable impulso para mejorar la vida de las personas, lo de Bill
Gates con este asunto parece una fijación. Todo lo demás, lo relativiza en
función de ese objetivo, hasta el punto de que «China se ha convertido en un
socio importante en las iniciativas globales de la Fundación Bill y Melinda Gates
y estamos comprometidos en apoyar a China para que se convierta cada vez en
un socio del desarrollo para el resto del mundo». Y añade: «La creciente
participación china en política de desarrollo global y financiación es bienvenida.
China es protagonista en el establecimiento de instituciones financieras
multilaterales como el Banco Asiático de Inversiones para Infraestructura y en el
Nuevo Banco de Desarrollo de China. Tiene, además, un ambicioso plan de
cooperación internacional (…) evidenciando que China da pasos para erigirse en
líder del desarrollo global».
Todo ello lo refiere al cambio climático, verdadera pieza justificativa de todo
el entramado ideológico globalista. «Los Estados Unidos, China y otras
naciones, necesitan gastar más recursos en la investigación de fase temprana y
apoyar ideas realmente nuevas y creativas sobre cómo podemos generar energía
segura, constante y que no contribuya al cambio climático».419
Estas declaraciones de Bill Gates son de 2015, pero en ellas están los
principales elementos vertebradores del discurso globalista: China es un
ejemplo. Naturalmente, constituir un ejemplo supone convertirse en objeto de la
emulación de los demás. Tanto más cuanto que Donald Trump, contra todo
pronóstico, accedió a la presidencia de los Estados Unidos un año después.
Durante los siguientes cuatro años, Gates no cejó en sus ataques contra Trump,
revelando no pocas veces una aversión puramente personal que incluso alcanzó
un tono escabroso,420 pero, sobre todo, centrado en lo referente al
coronavirus.421 No extraña, entonces, que Gates se haya aliado con el gobierno
chino para el desarrollo nuclear de este país, rival mundial del suyo, los Estados
Unidos.422
No es este un asunto baladí. Aunque la crisis del coronavirus ha desplazado
otras cuestiones a un segundo plano, China es una potencia en plena expansión,
y no renuncia a desempeñar un papel central en la política internacional. Al
contrario. Su presencia en África continúa a buen ritmo, y no retrocede lo más
mínimo ante la posibilidad de fricciones con Washington, como sucede en el
caso de sus relaciones con Pakistán, a través del que está trazando una nueva
ruta de la seda que conectará Asia central, China, Europa y África.
El propósito de Beijing es el de ser la primera potencia indiscutida en 2050,
pero todo apunta a que los plazos serán más breves. Mediante las conexiones
5G, la inteligencia artificial y la ciberseguridad, el relevo de los Estados Unidos
está asegurado (algo que también anticipa la Agenda 2030,423 fecha que no
pocos especialistas aseguran será la de la hegemonía asiática).424 De momento,
hoy China es la primera potencia en casi todo, con la excepción del terreno
militar, todavía decisivo. Tiene, sin embargo, el segundo presupuesto militar más
elevado del mundo y es, según se mire, el segundo o incluso primer país del
mundo por PIB. Constituye la primera potencia industrial y el primer importador
y exportador del planeta. Esta última condición hace de él un país precisado de
mantener las condiciones de libre comercio en el mundo, lo que le alinea con los
planes de los globalistas y le convierte en la gran apuesta de estos.
Hasta no hace mucho, la propuesta china era la llamada del «auge pacífico»,
un crecimiento fiado a la economía a través del que alcanzar la hegemonía
mundial. Pero ahora está comenzando a mostrar intenciones bastante más
agresivas. Desde hace un tiempo, los enfrentamientos con soldados indios a lo
largo de la frontera común de 3.500 kilómetros son frecuentes, con el peligro de
reavivar la guerra entre ambas naciones que tuvo lugar en 1962 y que produjo
unos 10.000 muertos. En esa frontera, explosiva, hay lugares muy peligrosos
como Aksai Chin y Arunachal Pradesh, entre Bután y Tíbet. China, entretanto,
encuentra el apoyo del vecino de la India, su aliado Pakistán, quien mantiene un
contencioso semejante a cuenta de Cachemira con el gobierno de Nueva Delhi.
Durante la etapa última de la presidencia de Donald Trump, Beijing advirtió a
Japón que ayudase al mantenimiento de la paz y la estabilidad en la región, y que
rechazase el despliegue de misiles estadounidenses en su territorio. Para China,
es un peligro cierto por cuanto dichos misiles son de alcance intermedio y, al
tiempo que capaces de portar ojivas nucleares, resultan difíciles de detectar por
la corta duración del vuelo desde territorio japonés. Se confía en que esta
escalada no vaya a más dado que existen fuertes vínculos económicos entre
ambos países, pero las rivalidades de fondo históricas reaparecen una y otra vez.
Hay una vieja pendencia entre ambos —de una enorme antigüedad—, pero la
principal es la que procede de los años treinta del pasado siglo en que se libró
una durísima y sangrienta guerra entre ambos países que costó a China 22
millones de muertos.425
Precisamente Japón es utilizado por los Estados Unidos para controlar el mar
del Sur de la China. Es allí donde se localiza el foco más caliente del
enfrentamiento entre China y los Estados Unidos a través de sus aliados en la
región. Esta cuestión es, sin duda, la más peligrosa, puesto que constituye el
talón de Aquiles para Beijing por razones estratégicas obvias: por allí arriban un
sinfín de materias primas sin las que China colapsaría, así como una parte vital
de su comercio mundial. Y es, además, la región que guarda las costas del
Pacífico chino, donde se concentra su riqueza. Aparte, por descontado, de
constituir una región rica en hidrocarburos, minerales y recursos pesqueros. Su
potencialidad explosiva en enorme.
Pero lo que más escalofría es que las élites nos propongan a China como
modelo cuando sabemos cuál es su modo de vida, basado en un control social
exhaustivo, que permite que —pese a que la población supera los 1.375 millones
de habitantes— el gobierno puede conocer dónde se encuentra cualquier
ciudadano en menos de siete minutos. El sistema de cámaras en el país resulta
asfixiante para el individuo; en los lugares públicos, este es permanentemente
grabado y localizado mediante un sistema de identificación facial. Para quien
crea que esto es algo remoto y que aquí no puede pasar, hay que recordar que el
gobierno anunció en el verano de 2020 la implementación de un sistema de
reconocimiento facial en los espectáculos públicos para detectar a personas con
causas pendientes con la justicia:

Se prevé que la solución innovadora pueda basarse, de manera general, en un sistema tecnológico
innovador e inteligente formado por los siguientes componentes: sistema de reconocimiento de
matrículas (…), sistema de detección de teléfonos móviles, (…) y un sistema de reconocimiento de
personas (por ejemplo, sistema de reconocimiento facial), a ser instalado en el propio punto de control
de acceso en la entrada al evento. Su propósito es proporcionar a los agentes que controlan los accesos al
evento alertas para detener a personas con asuntos pendientes con la justicia.
Se trata de una serie de cámaras conectadas a internet vinculadas a la base de
datos de la policía. Se tardan apenas unos segundos en analizar los rostros de los
presentes en un acontecimiento público y compararlos con los de alguien
buscado por la justicia.426
Durante la pandemia, el caso chino —que nos lleva una cierta ventaja, pero
hacia el que nos dirigimos— ha revivido la estructura de delación vecinal, de
voluntarios patrióticos y comunistas, que recuerda a las movilizaciones de
tiempos de Mao.427 En Occidente no ha sucedido tal cosa por falta de estructura,
pero se han producido algunos fenómenos muy semejantes; baste pensar en la
delación generalizada durante el confinamiento, cuando una población
aterrorizada señalaba a sus vecinos, amigos e incluso familiares como esos
agentes patógenos que nos ponían a todos en peligro. Algunos de los peores
fantasmas de la Europa contemporánea —los del miedo y la delación, siempre
de la mano— resurgieron con más fuerza que nunca.
Exactamente al mismo tiempo, en febrero de 2020, Gates donó 93 millones
de euros a China para ayudar al control y la erradicación de la pandemia. El
propio Xi Jinping agradeció públicamente a la fundación de los esposos Gates su
aportación en términos monetarios y morales: «Aprecio profundamente el acto
de generosidad de la Fundación Bill y Melinda Gates, y su carta de solidaridad
con el pueblo chino en un momento tan importante». Lo esencial era poner de
relieve la identidad de intereses entre ambos. «La fundación se ha unido
rápidamente a la acción global y ha desempeñado un papel activo en la respuesta
global contra el brote. Espero una mayor coordinación en la comunidad
internacional por el bien de la salud de todos».428 Como sabemos, Bill Gates se
haría, en unas pocas semanas, con el control de la OMS y con él, la propia
China.
A partir de ese momento, la versión de la pandemia que prevalecería en todo
el mundo sería la de Beijing, impuesta por la OMS. Lógicamente, dicha versión
aligeraba la culpa de China o la eliminaba, hasta el punto de que, mientras
hemos denominado las diversas cepas que han ido apareciendo según su
procedencia, los medios han evitado llamar al SARS-CoV-2 «el virus chino»,
algo que hubiese estado completamente justificado. Luego, ya hemos visto cómo
las misiones de la OMS en Wuhan sostenían la versión de Beijing, por
complicado que fuese y contra toda lógica.

China, beneficiaria de la crisis

Si a la hora de resolver un delito la policía se pregunta en primer lugar quién es


el beneficiario del mismo —y por ahí comienza la investigación; cui prodest?—,
la pregunta se responde sola en el caso del coronavirus: mientras el mundo se
hundía, la economía china crecía ya en el segundo trimestre de 2020, mejorando
en una tercera parte la previsión de las agencias internacionales.429
El superávit de la balanza comercial ha sido de más de medio billón de
dólares, un 3,6% de su PIB,430 mayor que el de 2019. Es el resultado del
aumento de las exportaciones y de la disminución de las importaciones.431 Las
exportaciones de mascarillas a todo el mundo se habían multiplicado por 34 para
el mes de mayo, y aún conocerían un auge mayor a las alturas del mes de agosto
de 2020; las de equipos médicos han aumentado un 70%, así como la de bienes
utilizados en clases escolares a distancia y todo lo referente a teletrabajo. En
agosto, su producción industrial había crecido un 3%. Para el 2021, la previsión
de crecimiento está entre el 7 y el 8%.432 En el caso español, la inversión china
se multiplicó por 3,5 durante el año de la pandemia, mientras en Estados Unidos
crecía un 35%, hasta superar los 7.700 millones de dólares.433
De este modo, China ha truncado la tendencia de los últimos años, en que las
exportaciones disminuían y en que su economía se orientaba hacia el
autoconsumo. En este proceso, ha superado a la Eurozona en su conjunto y ha
acortado la distancia con los Estados Unidos.434 Los especialistas ven muy
posible que, una vez superada esta crisis —a la que, con todo, no se le ve una
salida clara a corto o medio plazo—, vuelva a su tendencia anterior; esto, sin
embargo, dependerá en gran medida de la imposición efectiva de la Agenda
2030 en Occidente y de la política estadounidense en términos más amplios.
Que China es la gran beneficiaria de la situación está más allá de toda duda.
Su economía, en términos absolutos, ha crecido más de lo que era previsible;
pero, si se mide en términos relativos, su beneficio es aún mayor. Al comparar
los números de la economía china —recuperada en apenas un trimestre— con
los de las economías más pujantes del mundo, el contraste es tanto más visible.
Las economías europeas y americanas se contrajeron durante 2020, en el
segundo trimestre un 15%,435 en flagrante contraste con el crecimiento chino
durante ese mismo periodo.
Un extraño panorama, si tenemos en cuenta que todo empezó en China. El
país que irradió el covid-19 al resto del mundo fue el primero en padecer la
pandemia, y el primero en salir de ella. Pero lo que llama la atención no es ese
hecho, y ni siquiera el que resultase mejor parado que los demás; lo
verdaderamente llamativo es que saliese del embrollo covidiano en un lapso de
tiempo tan sorprendentemente corto. Cuando en marzo de 2020 el virus arrasaba
Europa, China abandonaba las medidas más extremas y retornaba a la
normalidad con una cierta celeridad. Desde cualquier punto de vista —
empezando por el sanitario— resultaba sorprendente.436
Incluso Wuhan recuperaba su vida en tiempo récord.437 A partir del 10 de
mayo de 2020, no se ha notificado un solo caso de contagio en el epicentro de la
pandemia. Pero ya desde marzo se fue suprimiendo la cuarentena, que terminó
oficialmente el 8 de abril.438 A fines de mayo, el parque temático más grande de
Wuhan había reabierto de nuevo sus puertas.439 La normalidad fue recobrándose
con cautela, pero con una cierta rapidez; en junio volvieron a abrir los centros
comerciales y para el mes siguiente no quedaba ni rastro de las restricciones.
Y no es solo la cuestión de los lapsos temporales: es que ya resulta irrefutable
que el virus salió de China. Los esfuerzos de Beijing en el primer momento por
distraer la atención al respecto son, sin duda, indicativos; esos intentos de
culpabilizar a Estados Unidos han sido baldíos, por poco creíbles. En el verano
de 2021, incluso en la propia China la versión resulta escasamente creíble. Mejor
parado ha quedado el intento de vender la culpabilidad del mercado de Wuhan
—siempre hablando de la versión interna en China— que aún es sostenida
oficialmente.
En el resto del mundo, a estas alturas, nadie duda del origen del virus: el
laboratorio del Instituto de Virología de Wuhan. Los chinos trataron de
confundir a la humanidad, pero no fueron los únicos; ahora sabemos que los
estadounidenses también. Porque lo que sucedió en Wuhan, como hemos
contado antes, tuvo una evidente relación con el poder estadounidense, que era el
que financiaba todo aquello. Sobre este extremo no queda duda alguna.
El debate, hoy, está en la intencionalidad, en si lo que sucedió a fines del
otoño de 2019 en el Instituto de Virología de Wuhan fue un acontecimiento
fortuito o fue algo deliberado; un asunto determinante. En definitiva, ¿en qué se
estaba trabajando allí? Parece claro que estaba en marcha una investigación con
coronavirus, seguramente de carácter farmacéutico más que de guerra biológica,
lo que también podría explicar el escape (si es que lo fue). Lo cierto es que no
puede afirmarse de forma fehaciente que hubiese intencionalidad ni que dejase
de haberla, aunque algunos elementos empujan en un sentido y otros en el
contrario.
Sin duda, el hecho de la rápida superación del coronavirus no deja de ser un
dato hasta cierto punto inquietante. Si es que verdaderamente China superó la
pandemia en el tiempo en que se asegura que lo hizo, ¿por qué ningún país
occidental lo ha conseguido? Es difícil pensar que la dureza de las medidas
adoptadas lo explique por completo, aunque sea cierto que las autoridades —
avisadas del escape— tuvieran noticia del hecho con inmediatez. En Europa,
otros países reaccionaron con semejante prontitud y resolución, y los resultados
distaron de ser los mismos.
Es también lógico que surja la sospecha acerca de si China está engañando al
mundo a ese respecto, o de si todo estaba preparado y las autoridades
permitieron un cierto contagio local para encubrir lo que habría de ser un
contagio masivo al resto del mundo. Es cierto que los chinos trataron de encubrir
lo que había sucedido, quizá confiados en que no trascendería sus fronteras o de
unos cuantos casos allende estas, lo que recuerda la reacción soviética tras el
accidente de Chernóbil. Como se ha dicho antes, no hay una respuesta definitiva,
pero parece que no hubiera voluntariedad en el escape de Wuhan; incluso los
disidentes chinos —que tienen todos los motivos para odiar al Partido
Comunista Chino— admiten esta hipótesis como la más probable, y se muestran
muy escépticos al respecto de la intencionalidad.

Una operación de control social a nivel mundial


Sea como fuere, a resultas del coronavirus estamos siendo víctimas de una
operación de control social sin precedentes. Lo sucedido en China ha sido
utilizado para imponer a la población disidente un auténtico bozal, del que la
mascarilla puede ser adecuada imagen. La necesidad de adoptar duras medidas
sanitarias ha servido de adecuado pretexto para dotar al poder de carta blanca a
la hora de actuar, permitiéndole cercenar numerosas libertades durante la
pandemia y consagrando una censura en las redes sociales que no va a retroceder
cuando esta situación se termine (si es que lo hace).
Este es, desde luego, un asunto que trasciende el ámbito nacional. En España
hemos sido testigos de cómo se ejerce una feroz censura sobre los disidentes;
censura —para mayor sarcasmo— justificada en el combate contra los bulos.
Este es, por supuesto, un mero pretexto para instaurar un control ideológico, de
la que hemos tenido acabadas muestras en Estados Unidos durante toda la
pandemia. Tanto los bulos como las vacunas, las mascarillas o el confinamiento
han servido para justificar el silenciamiento de la disidencia; quién hubiera
creído que el propio presidente de los Estados Unidos sería algún día contado
entre los réprobos.
El papel de las redes sociales es hoy determinante. Por si hiciera falta,
bastaría con que echáramos un vistazo a lo sucedido en las últimas elecciones
estadounidenses. Nadie en su sano juicio puede pretender que Facebook o
Twitter fueron neutrales en la contienda; el carácter beligerante de estas
plataformas no solo no fue ocultado, sino que ellas mismas hicieron bandera de
su naturaleza partisana. Y su intervención resultó decisiva más allá de toda duda.
La actuación de las redes sociales —algo más que sospechosamente
simultánea— ha formado parte de un movimiento de las élites en contra de la
reacción antiglobalista, del que la primera víctima ha sido Donald Trump. La
represión de la libertad de expresión ha sido solo el primer paso en la
uniformización por decreto del pensamiento y la expresión en este lado del
mundo, una represión que ha afectado, increíblemente, al presidente de los
Estados Unidos. O no tan increíblemente, por cuanto la liquidación del
trumpismo era el objetivo primero de la censura en redes, una de las patas del
ataque contra el antiglobalismo. Como la propia revista Time reveló, se trató de
un entramado para deshacerse del neoyorquino de modo fraudulento.440
Pero la mordaza de las redes sociales no solo afectó a Donald Trump. Miles
de usuarios de todo el mundo han sido igualmente reprimidos y sus mensajes,
censurados. En realidad, las redes sociales no tienen la capacidad de censurar
contenidos: tal cosa es ilegal. De acuerdo a su naturaleza, son canales de
comunicación, no medios de comunicación, por lo que, legalmente, no pueden
actuar sobre los contenidos. La llamada Sección 230 de los Estados Unidos
exime de toda responsabilidad a los canales de comunicación por las opiniones
que se viertan en ellos; si fuesen medios de comunicación sí tendrían
responsabilidad sobre los contenidos y, por tanto, derecho de control sobre ellos.
Pero no es el caso.
Las grandes compañías del oligopolio de la comunicación se acogen a una ley
estadounidense concebida para proteger a los menores de la pornografía, la
conocida como Ley de Decencia en las Comunicaciones, para cerrar las cuentas
que consideran molestas o incorrectas, en lo que constituye un auténtico fraude.
El descaro con el que actúan es indisimulado: en 2018 un tribunal federal de
Nueva York impidió a Donald Trump bloquear a quienes le criticaban en Twitter
porque, según sentencia, debía primar la libertad de expresión; unos meses más
tarde, él fue sistemáticamente bloqueado por las propias redes sin que a ningún
tribunal se le ocurriera actuar para proteger la libertad de expresión de Donald
Trump.
Por su parte, la Unión Europea lleva un tiempo exigiendo a las redes sociales
un control sobre los contenidos, y quiere que las plataformas tengan la
responsabilidad por las opiniones vertidas,441 pero que la aplicación de los
criterios de censura se atenga a las legislaciones nacionales o a la comunitaria,
no a la normativa de las empresas. Es decir, que no hagan prevalecer sus normas
empresariales sobre la normativa legal de cada país o sobre la comunitaria, de
modo que, si el mensaje expresado en la red social es ilegal, deberán ser los
jueces quienes lo determinen.
Un aspecto particularmente prometedor es la postura de la Comisión Europea
al respecto de los «bulos», puesto que esta es la coartada argumental para ejercer
la censura. Y es que la Comisión Europea ha señalado que dichos bulos, que en
ningún caso son delitos, no pueden constituir una excusa para controlar
contenidos. Peter Stano, portavoz del alto representante de la Unión Europea
para política exterior, ha señalado que «lo que quiere la Unión Europea es
mantener sus libertades y no limitarlas en nombre de la lucha contra los que
organizan estas campañas (…); no vamos a permitirlo y no permitiremos lo que
algunos regímenes autoritarios hacen. Haremos siempre lo que podamos para
combatir estas campañas de desinformación de acuerdo con nuestros valores y la
legislación existente».442 Y es que la Unión Europea quiere limitar el que las
redes sociales pasen, sobre todo, por encima de la legislación comunitaria.
El impacto que esto pueda tener en la realidad es discutible. Las big tech y el
resto de las redes sociales acumulan tal poder que se permiten ignorar este tipo
de limitaciones, como en su día hicieron con Donald Trump. Es dudoso que
nadie en el mundo se atreva a cuestionarlas seriamente; son, en este momento, el
mayor poder que existe en el planeta.
La crisis del coronavirus, como en el caso de China, les ha ayudado a crecer.
Sus cuentas y su valoración en bolsa se han disparado, al proporcionar la
economía digital una respuesta válida en tiempos de confinamiento. Los
resultados han sido espectaculares: Alphabet (Google y YouTube) ha aumentado
sus ingresos en un 34%, Amazon un 44%, Microsoft un 19% y Facebook un
48%. En el último año su valoración ha crecido en 3 billones de dólares.
Las big tech están muy lejos de ser trigo limpio. Han sido reiteradamente
acusadas de utilizar su posición de dominio en el mercado para constituir un
monopolio de facto. Amazon recurre a todo tipo de prácticas para debilitar a sus
rivales y luego comprarlas, haciendo así que desaparezca la competencia; o ha
negociado con empresas solo para conocer su modelo de negocio, mientras les
hacía creer un interés de compra, y lanzar luego su propia versión con productos
similares. Google, que junto con Facebook se reparten la mitad de la publicidad
mundial online, sufrió una multa de 5.000 millones de dólares por parte de la
Unión Europea por aprovechar su posición con Android para hacer de Chrome
su buscador predeterminado; vamos, que Google ha sacado ventaja de su
posición dominante en buscadores en claro detrimento de la competencia.
Facebook, por su parte, se ha dedicado a copiar funcionalidades de las otras
plataformas que no ha podido comprar. La Comisión Federal de Comercio de
Estados Unidos multó a Facebook en 2019 con otros 5.000 millones por su
escaso respeto a la privacidad de los usuarios. Estas son solo algunas de las
acusaciones que han tenido que enfrentar estas empresas que ahora se erigen en
guardianas del pudor público.443
Quien tampoco se libró de las multas multimillonarias fue Microsoft, en
concreto por Internet Explorer y Windows. Precisamente es Bill Gates quien está
impulsando un auténtico «Ministerio de la Verdad» a nivel mundial a través de
Microsoft, que culmina en la Coalición para la Procedencia y la Autenticidad del
Contenido (C2PA), un comité liderado por la empresa del norteamericano, que
cuenta con el respaldo de la BBC, The New York Times y Adobe, además de
Truepic, una aplicación de verificación de imágenes. La promesa de que su única
intención es que los contenidos no sean manipulados resulta poco creíble: según
se explica en el propio medio, cualquiera que cuestione una información de los
medios que conforman la coalición será preterido como fake news. Estando la
censura en manos de Microsoft, está garantizado el destierro a las más oscuras
profundidades de los buscadores. La identificación del autor del bulo y de
quienes han consumido dicha información —un vídeo, un blog, un comentario
en un digital, una simple opinión en cualquier medio— es esencial para
Microsoft: su ventaja sobre las otras verificadoras es que el control es tan
exhaustivo que las informaciones apenas necesitarán ser publicadas para que se
ejerza la censura sobre ellas.
En palabras de la empresa, la investigación perseguirá «desde el dispositivo
de captura hasta al consumidor de información». Por esta razón, «la
colaboración con fabricantes de chips, organizaciones de noticias y empresas de
software y plataformas es fundamental para facilitar un estándar de procedencia
integral e impulsar una amplia adopción en todo el contenido del ecosistema».444
La censura está copiada de la que se ejerce en Twitter. Una vez localizado el
disidente, sus siguientes informaciones u opiniones no serán visibles. Sin sombra
de ironía, Eric Horvitz, ejecutivo de la verificadora, comenta que «existe una
necesidad crítica de abordar el engaño generalizado en el contenido online, ahora
potenciado por los avances en inteligencia artificial y gráficos y difundido
rápidamente a través de internet. Nuestro imperativo como investigadores y
tecnólogos es crear y perfeccionar los enfoques técnicos y sociotécnicos para
este gran desafío de nuestro tiempo. Estamos entusiasmados con los métodos
para certificar el origen y la procedencia del contenido online».445
El ejemplo de lo que pasa en España es significativo. Las llamadas
verificadoras son empresas creadas con una determinada finalidad de control
ideológico, como ya dijimos. La productora de contenidos digitales de Ana
Pastor —llamada Newtral, sin sombra de ironía— nos dice lo que es verdad y lo
que es mentira con una alegría perfectamente comprensible. Un poco más tarde
apareció Maldita, dirigida por dos personas relacionadas con el entorno de Ana
Pastor: Clara Jiménez y Julio Montes. Todos ellos de ideología abiertamente
«progre» y globalista. En cuanto a la verificadora de la Agencia EFE, está en
manos de Gabriela Cañas, quien trabajó muchos años para el Grupo PRISA y es
subdirectora de la Escuela de Periodismo UAM-El País; en este diario ha llegado
a ser editorialista, buena muestra de su independencia ideológica, política y
empresarial. Corolario a su trayectoria de fidelidad política, desempeñó el cargo
de directora general de Información Internacional en la Secretaría de Estado de
Comunicación entre 2006 y 2008, bajo el gobierno de Rodríguez Zapatero.446
Gabriela Cañas accedió a la dirección de EFE tras el cese de Fernando Garea, al
que el gobierno sacó de su puesto en febrero de 2020, con singular sentido de la
oportunidad. La lacónica despedida de Garea —«Una agencia pública de
noticias no es una agencia de noticias del gobierno, ni siquiera una agencia
oficial»— prologa adecuadamente la actuación de su sucesora, la señora
Cañas.447
Aunque nuestro país pueda ser considerado, con cierta razón, una especie de
laboratorio, no solo en España cuecen habas. En Nueva Escocia (Canadá), una
orden judicial prohibía las reuniones que implicaran protestas públicas porque
«podrían difundir deliberadamente información falsa que crea riesgo». Todo
derecho a la protesta ha sido proscrito, incluyendo las que pudieran producirse
en las redes sociales.448
Si algo no necesitan las redes sociales es estímulo para la censura. La
escalada, de todos conocida, en cuanto a la censura de contenidos, así como la
coordinación con las verificadoras (la financiación sale de las mismas fuentes),
hace tiempo que es imparable, pero en las últimas fechas ha subido unos cuantos
grados. En julio de este 2021, Facebook ha anunciado a sus usuarios que, en
caso de acceder a contenido «extremista» —a fin de combatir el odio y la
violencia; esto es, todo lo que sea incorrección política—, serán notificados,
como si estos necesitasen ser tutelados; una absurda ficción que apenas logra
camuflar el verdadero objetivo brutalmente represivo. No contento con eso,
Facebook propone abiertamente a los usuarios la delación de amigos y
conocidos que pudieran estar radicalizándose, a fin de evitar que estas personas
«manipulen la rabia y la decepción».449 La perversión más radical, un viejo truco
semejante al que Mao Zedong empleó en los años cincuenta del pasado siglo, en
lo que se conoció como «Campaña de las Cien Flores»: invitar a la libre
expresión para después eliminar las opiniones disidentes. Básicamente, eso es lo
que hace Facebook.
Con ser esenciales en la edificación de un mundo a medio camino entre
Orwell y Huxley, las big tech, las verificadoras y la censura de la libertad de
expresión no son los únicos instrumentos de aherrojamiento humano en nuestros
días. La inclemente ofensiva contra la libertad tiene también por objetivo la
limitación de movimientos: ya hemos citado la supresión del dinero y la de los
vuelos domésticos o la guerra al vehículo privado. Todas ellas son ya una
realidad incipiente o próxima.
En la misma línea está el pasaporte europeo de vacunación, que entró en
vigor el 1 de julio de 2021. En un principio, se aseguró no ya que dicho
documento no sería obligatorio y que no se podría requerir a los ciudadanos, sino
que incluso era cuestionable su misma licitud y legitimidad. Las instituciones
europeas se negaron a aceptarlo; y, además, se dudaba de su utilidad práctica.
Macron rechazaba que pudiese suponer ventaja alguna para quien se hubiese
vacunado, ya que representaba una discriminación; pero la argumentación ya
entrañaba una primera trampa, puesto que el presidente francés se refería a
aquellos que no hubieran podido acceder por diversas causas, y no a aquellos
que hubieran declinado de modo voluntario. El pasaporte no sería obligatorio,
pero sí podría imposibilitar el acceso a aviones, a recintos públicos o, en general,
a participar en acontecimientos multitudinarios.450 Todo comenzaba a moverse
hacia una dirección muy determinada.
En el verano de 2021, los europeos que quieran trasladarse por la Unión
Europea tienen que disponer de él; de otro modo, estarán sujetos a los requisitos
sanitarios de cada estado lo que, evidentemente, supone una discriminación por
razones sanitarias, unas razones que esos mismos países se negaron a secundar
en el caso del SIDA. La diferencia entre esta enfermedad y el covid es
ciertamente enorme; mientras que de este coronavirus apenas han muerto en el
mundo 4 millones de personas (hasta el verano de 2021), el SIDA tiene a sus
espaldas 33 millones de muertes. Y, sin embargo, la actitud de las autoridades ha
sido diametralmente opuesta: ¿puede alguien imaginar el escándalo mundial que
se hubiera producido si un hotel, un restaurante o una discoteca hubiesen
solicitado una prueba de estar limpio del VIH para permitirle acceder a sus
recintos? Pues resulta que ahora, con el covid-19, esta prueba será
imprescindible en países como Austria para alojarse en un hotel, para asistir a un
acontecimiento cultural o deportivo o para entrar en un restaurante. Y eso solo
parece el comienzo.
En teoría, sin embargo, la vigencia del pasaporte es de doce meses, y se
supone que cuando se levanten todas las restricciones por el coronavirus perderá
su vigencia. De acuerdo a la normativa, la comisión tendrá que presentar
informes de su aplicación cada cuatro meses.451 También de acuerdo a ella, ha
establecido tres tipos de certificados:
a. Certificado de vacunación, que recoge haber sido vacunado, aunque no
especifica si con una o dos dosis, así como tampoco la duración del efecto
de la vacunación.
b. Un segundo certificado, que es el correspondiente a la recuperación, que
incluye a las personas que han pasado la enfermedad entre 11 y 180 días
después de una PCR positiva.
c. Un tercer certificado, el de prueba negativa de las personas que tienen una
prueba diagnóstica negativa en el test de antígenos con 48 horas de
antelación al viaje y 72 horas en la prueba negativa de PCR.
Como es natural, la población confía en que todo esto no sea una coartada
para imponer una especie de sociedad a dos velocidades. Además, desde el
principio quedó claro que los vacunados no estaban exentos de contagiar o de
enfermar; por tanto, el documento no habría de ser de una gran utilidad. Los
testimonios al respecto son abundantes; pues la vacuna, frente a lo que quieren la
prensa y el gobierno, no inmuniza.
La realidad es que la idea de un pasaporte de vacunación resulta un tanto
extraña. Para la generalidad de la población, el coronavirus no representa una
amenaza real; como sabemos, por debajo de los sesenta años, el riesgo es
mínimo. Dadas estas circunstancias, tal tipo de exigencias resultan francamente
grotescas y parecen revelar que las medidas adoptadas por los estados y los
organismos internacionales tienen la intención de rebasar la esfera de lo
sanitario.
No es seguramente casual que China haya sido el primer país en poner en
circulación el pasaporte de vacunación; lo lleva haciendo desde marzo de 2021,
y la verdad es que resulta de complicada justificación por cuanto lo que más
tiene China que temer es el contagio desde el exterior y no tanto contagiar.452
Cada vez parece más claro que a los poderes públicos —y privados— les cuesta
una enormidad renunciar a las medidas de control de su población.
Quizá por eso la Unión Europea, al estilo chino, aceleró el pasaporte covid
para efectuar la primera criba: los ciudadanos que tengan el documento (los
buenos ciudadanos) tendrán movilidad; los que no lo tengan carecerán de ella o,
en primera instancia, en la práctica se verán impedidos (en buena parte de los
casos). Que se trata de una discriminación de derechos es evidente, pero un
amplio sector de una sociedad aterrorizada lo aceptará gustosa e incluso lo
demandará. Como se ha dicho, la medida fue criticada en medios oficiales
porque no hay evidencia de que la persona vacunada no contagie e incluso
porque puede producir el efecto perverso de que haya individuos que quieran
contagiarse para gozar de estos derechos. Eso por no entrar en que en Francia las
PCR son gratuitas mientras en España cuestan 100 euros, lo que limita el acceso
de parte de la población a la posibilidad de viajar.
Lo cierto es que, muchos meses después de estos debates, ya no hay duda al
respecto: se ha impuesto el pasaporte covid. Aquellos que al comienzo de toda
esta zarabanda eran considerados conspiranoicos al denunciar lo que estaba
pasando como una amenaza para la libertad han resultado tener razón. El relato
oficial, hoy, simplemente los ignora.
La línea marcada por los gobiernos globalistas ha sido clara desde el
principio: no va a ser el poder político el que determine las medidas más
represivas. Esa tarea le corresponde a las compañías privadas; serán las líneas
aéreas, los clubes deportivos, los supermercados, los centros comerciales, los
lugares de ocio y esparcimiento como bares y teatros. En principio, no habrá
seguramente obligación, pero te convertirás en un apestado.453 Algunas
aerolíneas ya están considerando ofertar sus vuelos solo a los vacunados454, y la
Unión Europea facilitará a estos la entrada en el territorio europeo.455
De forma muy gráfica, el ministro de Sanidad israelí, Hezy Levy, anunció la
estrategia del gobierno de su país, extensiva a cualesquiera otros: «Obligar a la
población no funcionaría. Hay que motivar a la población. Si tienes la carta
verde, podrás ir a las zonas verdes (que son las zonas “seguras”), y si no lo
haces, necesitarás someterte a una PCR, de modo que acabarás comprendiendo
que la vuelta a la vida normal se efectúa a través de la vacuna, sin necesidad de
obligarles». Mike Cernovich ha resumido la idea reflejando la frase del
Apocalipsis referida a la marca de la Bestia: «Nosotros no forzaremos a nadie a
vacunarse; lo harán Amazon, los bancos, las líneas aéreas. No se podrá comprar,
ni vender, ni comerciar sin la vacuna».456 La referencia apocalíptica podrá
resultar hollywoodiense si se quiere, pero lo cierto es que para cualquier persona
educada en la cultura cristiana no deja de presentar unos ribetes inquietantes.
Todo esto sería imposible sin haber aterrorizado previamente a la población.
Son muchas las señales de que toda esta operación va a dejar cicatrices en
nuestras sociedades: fundamentalmente las del miedo. En España, al anuncio de
que las mascarillas no serían ya obligatorias en los espacios públicos le siguió
una renuencia de la población a quitárselas. No pocos veían la medida incluso
como una amenaza. Los argumentos racionales no servían, se estrellaban contra
el terror-pánico. Desde la derecha no faltaba quien sentía la tentación de utilizar
la medida en sentido partidista contra el gobierno. Habían sido aterrorizados
durante quince meses, y el resultado no podía ser, estadísticamente, muy
diferente.457 En Europa las cifras son muy otras, pero quizá eso tenga que ver
tanto con las dosis de terror inoculadas a sus sociedades como con la cultura
política, lo que las hace de un carácter menos sumiso.
El daño que se le está haciendo a la población es muy profundo. El británico
Robert Dingwall es profesor de sociología en la Universidad de Nottingham
Trent y asesor gubernamental. Señala el peligro en el que nos estamos
adentrando; el de una dictadura biosanitaria que nos está acostumbrando al
distanciamiento social, a las pantallas y a las mascarillas, deshumanizando
nuestras relaciones y que ya parece habernos resignado a perder nuestra libertad.

Estamos asistiendo al nacimiento de lo que podríamos llamar el «Estado de bioseguridad», un nuevo


mundo en el que los políticos y los científicos que les asesoran deciden que la supresión de
enfermedades es más importante que las libertades humanas que damos por sentadas.
El director científico jefe sir Patrick Vallance y el director médico, el profesor Chris Whitty, se
dirigieron al Comité de Ciencia y Tecnología de la Cámara de los Comunes, y describieron un futuro en
el que estaremos limitados indefinidamente por la necesidad —tal como ellos lo ven— de mantener las
infecciones al nivel más bajo posible.
En su opinión, la vacunación no significa la liberación. «Cuanto más podamos hacer una rutina en
torno a las cuestiones de higiene, ventilación, etc., mejor será», dijeron. Se ha producido una adición al
distanciamiento social, la cobertura facial, la higiene de manos, las pantallas Perspex y las pruebas y los
rastreos agresivos.
Nosotros podemos hablar de los peligros que plantea la normalización de las mascarillas y las otras
restricciones covid, peligros que van más allá del terrible peaje sobre el empleo, la salud mental y la
esperanza de vida. Los seres humanos parecen necesitar alguna medida de exposición a la infección para
mantener sus sistemas inmunológicos en buena forma. El desafío de este invierno para el Sistema
Nacional de Salud bien puede venir de la gripe en lugar del covid.
(…) El covid-19 es extremadamente peligroso para algunos y ha matado a demasiadas personas, pero
necesitamos perspectiva, no pánico, cuando pensamos en nuestro futuro.
El poder político y el público deben admitir que cierto riesgo de enfermedad y muerte es el precio
que pagamos por llevar una vida normal. Esta es una opinión que el profesor Whitty pareció respaldar la
semana pasada cuando señaló que desde hace mucho tiempo hemos aceptado un cierto riesgo de
infección y muerte por gripe.
Pero, ¿por qué también dijo que deberíamos esperar hasta dos años antes de que se reanude la vida
normal, como si estuviéramos estableciendo un punto de referencia más alto para el covid-19?
¿O acaso los que están en el poder ahora han llegado a la conclusión privada de que la «nueva
normalidad» significa sacrificar permanentemente nuestras libertades para controlar la enfermedad, algo
que nunca ha sido un papel adecuado del gobierno? ¿Nos veremos obligados a usar mascarillas en los
meses de invierno, pero esta vez para protegernos de la gripe?
Debemos resistirnos a tales llamamientos. Las democracias ya no mueren a manos de hombres con
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armas de fuego, sino desde dentro, a manos de sus líderes electos.

No es la primera referencia a que esa población que ha sido sistemáticamente


aterrorizada durante un año, al prolongar unos hábitos sin los que ahora parece
no saber vivir —como es el de la mascarilla—, puede estar generando un efecto
adverso de cara al otoño e invierno 2021-2022 al desarmar el sistema
inmunitario, que exige un entrenamiento continuo. Pero las señales que emiten
muchos científicos al respecto son inequívocas.
Un mantenimiento, no digamos un aumento, de las cifras de contagios este
próximo otoño-invierno (podría darse también el caso de una confluencia del
covid-19 con la gripe, lo que crearía un escenario endiablado) puede terminar
consagrando ese estado de poder biosanitario del que habla Dingwall. Las
sociedades europeas están bien dispuestas a entregar su libertad a cambio de
seguridad, y no digamos a cambio de salud. El temor a la muerte —el tabú que
ha sustituido en nuestras sociedades al del sexo— es más poderoso que cualquier
otra cosa.
Esa entrega no será reversible. Ha venido sucediendo con las cámaras en las
calles y con los controles en los aeropuertos; está sucediendo con el
reconocimiento facial, que ya es una realidad asfixiante en China y que aquí está
comenzando. La población lo aceptará, pues un rápido reconocimiento de la
persona afectada permitirá ayudar a esta en plena calle o evitará la delincuencia.
¿Quién está en contra?

Hacia el transhumanismo

Hay una cierta preocupación en determinados círculos por la implantación de un


chip en nuestro cuerpo. La cuestión del chip se ha convertido en la piedra de
toque para distinguir los «conspiranoicos» de otros posicionamientos más
razonables. No prejuzgo acerca del asunto, pero, sin desdeñar dicha posibilidad
para un futuro, hay que plantearse qué necesidad tiene hoy el poder de
implantarnos chip alguno cuando estamos no solo localizados permanentemente
a través de nuestro teléfono móvil, sino que exponemos nuestros gustos,
creencias, tendencias e inclinaciones bajo el ojo todopoderoso de las redes
sociales y la navegación en los buscadores. Tal objetivo puede quedar bien
pronto completamente obsoleto en cuanto a que nos encaminamos hacia un
futuro transhumanista más o menos próximo. Y, sin embargo, vamos a ver
cómo, en efecto, el implante de chips juega un importante papel en el desarrollo
del transhumanismo.
El transhumanismo no puede entenderse sin comprender que llevamos
inmersos en un profundo proceso de deshumanización desde hace mucho
tiempo. La sociedad industrial, la sociedad de masas es, en sí misma, una
sociedad en la que lo humano ha ido perdiendo terreno desde su mismo origen.
Una característica acentuada en las últimas décadas.
Esa deshumanización se articula en torno a la fe en el progreso, piedra
angular de la edad contemporánea. Una piedra angular basada en el principio de
que todo progreso es, en sí mismo, intrínsecamente bueno. Indudablemente, la
irrupción del paradigma científico como explicativo de la realidad material nos
aportó enormes dosis de conocimiento poco antes inconcebibles, al tiempo que
alargaba nuestra vida y la mejoraba cualitativamente. Su impacto es difícil de
exagerar.
Hoy vivimos ochenta años en lugar de treinta, los niños no mueren al nacer,
las enfermedades son más controlables y matan a la gente mucho más tarde; y un
simple dolor de muelas ya no constituyen un sinvivir interminable. No se es
anciano a los setenta años, sino que mucha gente de esa edad practica deporte,
presenta una completa movilidad y salud, conserva sus piezas dentales o le han
sido sustituidas, y lleva un género de vida que no estaba a disposición de los
jóvenes hace apenas cincuenta años. Nuestros abuelos de hoy parecen los padres
de hace medio siglo. Tenemos acceso a conocimientos que hace poco eran un
arcano, damos la vuelta al mundo en apenas veinticuatro horas… en fin, que no
es verdad que cualquier tiempo pasado fuese mejor si nos atenemos a las
condiciones materiales de vida. La vida es mejor y más larga. La calidad de vida
ha aumentado. Es un hecho objetivo.
Pero el sueño del progreso eterno es peligroso, porque se ha convertido en un
sustitutivo de la religión, e incluso en una religión. Una religión, eso sí,
esencialmente débil, necesitada de permanentes milagros, cada vez más
espectaculares. Milagros escoltados por verdaderas epifanías del horror, como
nos enseña el último siglo.
El sueño del progreso eterno estalló en mil pedazos en agosto de 1914,
cuando todas aquellas facultades superiores de la ciencia se volcaron en los
campos de Flandes y de Francia, de Rusia y de Ucrania, para mostrar que
también gracias a la ciencia el hombre tenía la capacidad de matar a sus
semejantes a una escala desconocida hasta entonces. La historia que le siguió,
otra guerra mundial aún más terrible, los genocidios, el comunismo, un sinfín de
guerras de menor entidad, pero no menos mortíferas en su conjunto, los 1.000
millones de abortos aniquilados en versión industrial, el salvajismo
fundamentalista musulmán, todo género de terrorismos, la destrucción de la
familia… no mejoró las expectativas.
A lo largo del siglo XX todo ese proceso vino acompañado de una paulatina
degradación humana, que alcanzó extremos inimaginables. La llegada del siglo
XXI nos trajo la imposición de la llamada ideología de género, basamento
pseudointelectual de toda esa política llamada de «ampliación de derechos».
Comprender el impacto de la ideología de género es esencial para explicar el
futuro diseñado por las élites para nuestro mundo.
La ideología de género se levanta sobre la negación de la identidad y la
esencia del ser humano, al que tan solo se le atribuye existencia. Sin esencia, la
existencia puede tomar la forma que se desee, descontando que esta no tiene por
qué tener un carácter permanente. Sin la ideología de género —sin esa negación
de la esencia y su deriva degradante de la naturaleza humana—, no sería posible
la afirmación transhumanista, que representa la hibridación entre el hombre y la
máquina, con una inevitablemente progresiva cesión del primero en favor de la
segunda. Solo un hombre deconstruido puede asumir el triunfo del cyborg,
donde se dan cita los sueños de la ideología de género y de la confianza infinita
en el progreso, que exigirá la superación del ser humano. El cyborg es un ser que
ya no es propiamente humano, sino una superposición tecnológica a la base
material biológica que el ser humano le presta.
Se trata de la última revolución posible —o, al menos, la última que
podremos emprender como seres humanos—, porque lo que hay en ella es un
abandono de la humanidad. El transhumanismo, que tampoco es una doctrina
uniforme y que abarca muchos aspectos, tiene ese aire inconfundible de la
posmodernidad: no está sistematizado (como la propia ideología de género),
pero el vínculo entre todas sus teorías es la sustitución del hombre, previa
degradación del mismo.
Empieza por asentarse en la destrucción de todos los lazos orgánicos, de todo
aquello que nos procura una identidad colectiva: es, en su esencia, un
materialismo radical, más próximo al liberalismo que a otra cosa. El camino es
la individualización del ser humano y la fragmentación de la sociedad humana
que causarán, ya lo está haciendo, la división entre las personas. Esa división se
está atizando desde el poder, asignando diferentes identidades de tipo sexual a
los individuos, identidades que se constituyen como esenciales, por encima de
las de carácter nacional, cultural o familiar. La consecuencia, deliberadamente
buscada, es la ruptura de los lazos que nos unen, y su corolario, el
enfrentamiento generalizado; la ruptura de la familia, su disolución, es
imprescindible, como primer paso; al tiempo que las identidades colectivas
como la patria o las sociales de todo tipo, desde los sindicatos a los clubes.
Porque para el transhumanismo, la humanidad es solo una etapa transitoria a
superar en el camino al progreso. Su concepción de la historia se basa en que el
hombre procede del animal y, tras atravesar la etapa de humanización en la que
estamos, abandonará esta naturaleza para convertirse en cyborg superando sus
limitaciones. Como es lógico, al absolutizar el progreso se relativiza al hombre,
dispuesto al servicio de aquel. La consecuencia es que la humanidad, hoy, no
está lejos de ser esclavizada por la tecnología: una tiranía inhumana asoma en el
horizonte, algo que ya ha superado el estadio de mera pesadilla para convertirse
en una realidad.
Decíamos que solo degradando al ser humano puede abordarse el
transhumanismo, justificado en que debe sacrificarse el hombre al progreso; por
supuesto, no se nos presenta como tal —como un sacrificio, como un esfuerzo
—, sino como la implementación de una mejora que nos ayuda a ser más felices.
La sustitución de partes de nuestro cuerpo, que puede ayudarnos a superar
desgracias de tipo físico o psicológico, desemboca en la idea de que cualquier
cosa que desempeñe mejor una función debe ser adoptada.
Esa degradación se puede rastrear en lo que ya viene siendo la amplia
literatura transhumanista. La ideología de género es uno de sus más firmes
asideros; de hecho, el transhumanismo es la culminación de dicha ideología, y
no es por casualidad que muchos de sus defensores son ideólogos de género,
porque en el transhumanismo se hace realidad el final de los dos sexos. La
ideología de género es un paso más, decisivo, en el despliegue emancipatorio
que caracteriza nuestro tiempo. El siguiente es la emergencia del cyborg —el
organismo cibernético—, la deconstrucción del cuerpo sexuado, el final del
hombre. El cyborg, dice Celia Amorós, es el Alfa y el Omega.
En esa degradación del ser humano a la que nos referíamos, además de la
ideología de género, tenemos hoy que señalar la existencia de otro factor vital,
como es el animalismo. Una de sus propagandistas, Judy Wajcman —en El
tecnofeminismo—, señala el vínculo entre las tecnologías reproductivas, la
ingeniería genética y la eugenesia como una de las razones esenciales para que
los gobiernos progresistas impulsen la biomedicina y la reproducción artificial.
El cyborg, según Donna Haraway, se sitúa del lado de la perversidad (sic).
Representa la conciliación entre lo humano y lo animal, una separación que no
debió suceder (y que nos conecta con el actual animalismo). El relato cristiano
de la creación, que implica la idea de que el ser humano es algo superior al
animal, debe ser desterrado, puesto fuera de la ley y sus defensores encarcelados,
porque es la justificación de la dominación especista. Su antítesis se concreta en
el Proyecto Gran Simio: derribar las barreras entre el hombre y el animal,
destruir las fronteras entre las especies, otra de las formas de dominación
descubiertas a partir del marxismo cultural. Consecuentemente, Haraway
propone la zoofilia no solo como aceptable, sino como la consumación de esta
idea de fusión entre el animal y el ser humano. De hecho, Haraway ha escrito
abundantemente acerca de sus propias relaciones sexuales con su perra, lo que
según ella ya no constituye «la prolongación de la imposición heterosexual
masculina oprimiendo a seres feminizados, sino una práctica homosexual
libremente consentida».459
El animalismo está estrechamente relacionado con el ecologismo, con el
vegetarianismo y con el veganismo, aunque no necesariamente haya que
considerarlos una misma cosa y hasta disputen con crudeza en torno a ideas para
ellos esenciales. Pero ecologismo, vegetarianismo y veganismo no son
movimientos inocentes, aunque pueda parecerlo. No se trata de simples gustos
culinarios, sino de una formulación ideológica, aunque quienes la practiquen no
siempre tengan conciencia de ello, claro. Y ese es su triunfo.
Como se ha dicho, en el discurso transhumanista juega un importante papel la
deconstrucción de la humanidad, y pocas cosas han contribuido más a ello que la
filosofía conocida como «utilitarismo ético», defendida por una escuela de
pensamiento de la que el más destacado miembro es Peter Singer. Singer,
profesor de Princeton, es un filósofo converso al vegetarianismo radical que
saltó a la fama tras la publicación de Liberación animal en 1975. En él recababa
el fin del especismo, esto es, la consideración de que el hombre sea algo distinto
y superior al resto de los animales. Aunque no puede decirse que su concepción
progresista de la existencia hunda aquí sus raíces en exclusiva, no cabe duda de
que ha sido su «animalismo» lo que le ha dotado de la suficiente originalidad
como para convertirse en uno de los referentes esenciales del pensamiento de la
izquierda más vanguardista. Para Singer, terminar con el especismo es una
necesidad devenida de la destrucción de todas las barreras que significan
dominio (una reinterpretación del marxismo cultural muy común en Occidente
desde hace cien años). Una derivada de la supresión del racismo, de la
explotación sexual, del sexismo, del heteropatriarcado: la liberación animal
constituye «la última forma de discriminación que queda en pie (…) debemos
extender el mismo principio de igualdad a otras especies que la mayoría de
nosotros consideramos que debe extenderse a todos los miembros de nuestra
propia especie».460
Además, Singer es un eminente defensor de la eutanasia y la zoofilia entre
otras visiones alternativas de la realidad. Ardiente partidario de la primera, para
la segunda solo concibe el límite que impone el daño que se pueda infligir al
animal. Para Singer, la moral jamás precede a la autoconciencia. Así que, según
sus apriorismos, y superando la tradicional defensa del aborto, la mera
pertenencia a la especie humana no es un hecho significativo.
Consecuentemente, el recién nacido, al no haber desarrollado esa
autoconciencia, puede ser eliminado. Singer contempla positivamente el
infanticidio: «El niño no tiene estatus moral porque no es consciente de sí
mismo».
Singer acepta que, mediante el aborto, se está eliminando a un ser humano,
admitiendo que «el feto es, a todas luces, un miembro de la especie humana»;
pero eso no le disuade de su entusiasmo por el infanticidio, ya que el recién
nacido no es «una persona definida como un ser autoconsciente que se reconoce
a sí mismo en el tiempo. Mientras la pertenencia a la especie humana no es
relevante, sí que lo es la personalidad». Singer solo acepta la existencia de
derechos como resultado de la derivación de principios utilitaristas.
El filósofo Michael Tooley, mentor intelectual de Singer, afirma que los
humanos recién nacidos no son personas, y su destrucción no es, en sí misma,
algo intrínsecamente malo.461 Para Tooley, durante los tres primeros meses, la
muerte del niño carece de toda significación moral. Seducido por el liderazgo
intelectual de Tooley, concluye Singer que, por debajo de un año, la falta de
autoconciencia de los humanos nos hace menos dignos de vivir que un gorila
adulto; un niño enfermo, llega a afirmar, merece menos dedicación que un cerdo
maduro. Para Singer, los bebés humanos no son personas, y su vida no es más
digna de protección que la de un feto. Esa es la base del Proyecto Gran Simio.
Singer es plenamente consciente del significado de la partida que se está
disputando, hasta el punto de que admitió hace ya un par de décadas y media
ante la prensa británica que se trataba de cambiar los cimientos de la civilización
occidental. Así, afirmó de Juan Pablo II que «él y yo, al menos, compartimos la
virtud de ver claramente lo que está en juego».462
Las ideas tienen consecuencias. Y muchas más veces de las que creemos las
tienen sobre nuestras propias vidas. Cuando José Luis Rodríguez Zapatero llegó
al gobierno en 2004 lo hizo pertrechado con las últimas propuestas progresistas,
que incluían una decidida apuesta por la ideología de género y el animalismo. El
14 de mayo de 2008, Izquierda Unida llevó por segunda vez al Parlamento —la
primera había sido en 2006— una proposición no de ley sobre el Proyecto Gran
Simio. Basado directamente en las ideas de su fundador, Peter Singer, dicho
proyecto se presentó como un paso decisivo hacia el reconocimiento de la
igualdad de humanos y monos.
De este modo, España se situaba en vanguardia mundial de los proyectos de
ingeniería social. En palabras de Pedro Pozas, director ejecutivo del PGS,
«España puede sentirse orgullosa de este primer paso fundamental de los
derechos de los seres vivos, que sin duda será reconocido, aplaudido y seguido
por otras naciones de la Tierra».
El discurso del PGS busca respetabilidad, evitando todo vínculo entre el
reconocimiento de los «derechos» animales y el menoscabo de la dignidad del
ser humano. Pero el fin del especismo es considerado por ellos mismos como la
última conquista teórica del progresismo en su búsqueda del igualitarismo
radical, «el igualitarismo más allá de la humanidad», según confiesan; tras la
liberación de las mujeres y la de los menores, es el tiempo de los animales.463 El
animalismo y sus derivados degradan al ser humano por la sencilla razón de que
no es posible humanizar a los animales, pero sí animalizar al hombre.
Es una evidencia aplastante el rechazo que se produce de lo natural,
focalizado en el sexo. No olvidemos el objetivo esencial: terminar con el sexo,
causa de las barreras intraespecie. En eso radica en transhumanismo. Este es un
terreno en el que se ha avanzado enormemente a través de una serie de
mecanismos no hace muchas décadas inimaginables, como son la disociación de
reproducción y sexualidad y la hipersexualización social. Lo resultante es un
rechazo de lo sexual, una emancipación del cuerpo. Donna Haraway insiste en
este hecho. Escribe que: «El sexo del cyborg restaura el hermoso barroquismo
reproductor de los helechos e invertebrados, su reproducción orgánica no precisa
acoplamiento…». La base biológica deja de condicionar al sujeto (ideología de
género en estado puro) que, al poder elegir a voluntad, convierte al cuerpo en un
dato sin especial relevancia. El proyecto de emancipación radical incluye la del
sexo.
En el estadio en el que estamos, en la «reproducción asistida», podemos
elegir el sexo y hasta el cuerpo que se desea, con sus caracteres propios, sus ojos,
su altura, sus dimensiones de todo tipo, e incluso su capacidad intelectual. El
sueño cyborg del final del sexo y la reproducción extracorpórea sin contacto
físico es ya una realidad.
Recapitulemos: el transhumanismo es una ideología que cuestiona los límites
naturales de la humanidad y promueve diferentes maneras de superarlos y
mejorarlos por medio de la tecnología. La ausencia de ética —por no hablar de
moral— significa que todo lo que pueda hacerse es lícito hacerlo. Lo que marca
la licitud ya no es la moral, sino la posibilidad y la utilidad. Así, se puede
manipular el genoma humano, incluso aspirar a crear al hombre biónico. ¿Por
qué no vamos a mejorar el cuerpo humano? Ya no se trata de curar disfunciones
del cuerpo, sino de mejorar, incluso ampliar, sus funciones.
Con estos antecedentes, y al hilo de lo que nos estamos ocupando, no
extrañará a nadie que el globalismo neomalthusiano muestre un particular interés
en el desarrollo de estas ideas. ¡Controlar la reproducción!
David Pearce y Nick Bostrom fundaron en 1998 la World Transhumanist
Association (WTA) —que edita la revista H Magazine— para difundir el
transhumanismo, con el objetivo de poner la ciencia, la salud y la tecnología en
la primera línea de la política mundial, empezando por la de Estados Unidos.
Cuando Obama llegó al poder, lo primero que hizo fue alentar este tipo de
empresas y actividades. Este pensamiento encaja perfectamente con la dinámica
economicista y social de las big tech de Silicon Valley y su fe absoluta en la
ciencia, los cambios vertiginosos y la tecnología de consumo para dirigir el
futuro de toda la humanidad. Seguidores confesos de esta ideología son
Raymond Kurzweil, director de ingeniería de Google; Elon Musk, fundador de
Tesla y Space X; o Peter Thiel, fundador de PayPal.
Lo que proponen es que la nueva estrategia del desarrollo sea la de la unión
de la base biológica humana con la tecnología; de ese modo podría alcanzarse la
inmortalidad, sobre todo cuando se llegue a la aniquilación de lo puramente
biológico. El cerebro humano podrá ser volcado en un dispositivo electrónico: se
trata de la cuarta revolución industrial, que transformará la mente humana en una
especie de software.
Naturalmente, esto representa un profundo cambio en los conceptos de
identidad, de libertad y de dignidad humana, que pasan a ser absolutamente
superfluos en la medida en la que se pierde la propia humanidad. El hombre es
solo una pequeña parte del universo biotecnológico, en el que ya no hay lugar
para el libre albedrío, que ahora carece de sentido; el objetivo es la perfección
biotecnológica, que nos iguala a todos, como la muerte en la Edad Media. Esa
igualdad implica resolver la enfermedad y la vejez, pero también la fealdad, el
odio, la individualidad y la propia libertad.
En definitiva, el transhumanismo se puede sintetizar en dos frases: hay que
pasar de lo terapéutico a lo mejorativo y debemos superar el azar en favor de la
elección. De modo que podamos cambiar nuestra genética para obtener seres
más inteligentes y mejor adaptados física o psíquicamente, con mayor
longevidad o más resistentes a enfermedades.
La mayor longevidad resulta singularmente atractiva, como es fácilmente
comprensible. El extropianismo de Max More —un neoliberal libertario—
deposita las esperanzas de la supervivencia humana tras la muerte en la
criogenización, es decir, en la conservación del cerebro, como se recoge en el
manifiesto «Principios extropianos 3.0». En el mismo sentido se manifiesta
Raymond Kurzweil, quien considera que la técnica hará posible almacenar la
memoria, la inteligencia y hasta las emociones en el cerebro artificial de un
robot. Hemos llegado a la posthumanidad, pues ya no se trata de mejorar la
humanidad, sino de sustituirla. La nueva situación conduce a que la mente
humana abandone su soporte biológico.
Como pionero de esta ideología y asesor de Humanity+ Organization además
de presidente de la Alcor Life Extension Foundation (dedicada al congelamiento
de cadáveres en nitrógeno líquido), Max More es más que uno de los muchos
científicos que quieren llevar a la humanidad a la siguiente etapa de la evolución.
Desde su visión filosófica, lo que determina al ser humano no es su carácter
sagrado, sino su realidad a partir de una casualidad; por lo tanto, el
mejoramiento genético de las personas es la más alta tarea posible.
Para More (lo que bien puede ser cierto), en el futuro será habitual sustituir
muchos de los órganos biológicos humanos por máquinas más eficientes. En sus
principios extropianos (marco de valores y normas transhumanistas para la
mejora continua de la condición humana), asegura que los transhumanistas se
esfuerzan por mantener un «progreso constante dirigido en todas direcciones» y
también se preparan para «cambiar la esencia de la naturaleza humana». Su
máxima reza: «Queremos derribar las barreras tradicionales, biológicas,
genéticas e intelectuales que limitan nuestro progreso». En su opinión, la
humanidad se encuentra actualmente en un umbral situado «entre la procedencia
animal y un futuro posthumano». Demuestra incluso un sentido de conciencia
misionario: «Vayamos más allá de nuestras viejas formas. Fuera con nuestra
ignorancia, nuestra debilidad, nuestra mortalidad. ¡El futuro es nuestro!». En su
filosofía del transhumanismo (2013), More define esta tendencia como un
«movimiento intelectual y cultural», cuya «posibilidad y conveniencia afirma
una mejora fundamental de la humanidad a través de la razón aplicada».
Ray Kurzweil, en este momento el representante más destacado de esta
corriente, es ingeniero jefe de Google. Según él, pronto estará mucho más
presente en la sociedad la inteligencia artificial que la biológica; que, a su vez,
será mejorada con los microchips (como vemos no se descarta la implantación
de chips en el cuerpo humano, sino todo lo contrario). Sustituiremos la mayor
parte de nuestro cuerpo por prótesis, prescindiremos de la reproducción y la
conciencia podrá sobrevivir eternamente en un organismo robotizado.
Todo el conocimiento estará disponible en un microchip, que podrá
implantarse en el cerebro, pero carecerá de sentimientos y de moral. Para el
transhumanismo esto es irrelevante por cuanto está implícito el fin de la
humanidad, que es la caracterizada por estos atributos; de donde se seguirá la
entrega de todo el poder a la inteligencia artificial que, convertida en
todopoderosa, determinará el fin del ser humano.
El transhumanismo es la última consecuencia de la destrucción de todos los
lazos humanos y orgánicos; los vínculos religiosos, nacionales o familiares. La
destrucción de todo aquello que nos hace humanos, pues la persona sin la
comunidad no es más que individuo y, aislada, carece de los atributos humanos
más elementales, sin posibilidad de superar el estadio puramente animal: es la
sociedad la que dota al hombre de su condición superior. La que le hace persona.
Pero la idea de que podremos ser liberados de nuestras imperfecciones,
enfermedades y sufrimientos, que resulta irresistible en nuestros días, lo será aún
más en el futuro. La inmortalidad física ya no es una quimera inalcanzable —
pretenden— sino una consecuencia previsible y más o menos próxima gracias al
cyborg. El tributo de la destrucción de nuestra humanidad —además, inadvertido
— no parecerá demasiado oneroso.
Debemos insistir en que el transhumanismo es el producto del mito del
progreso y su destilado, la emancipación. Las últimas décadas se han
caracterizado por la liberación de las limitaciones humanas; algunas de ellas no
son más que fantasmagorías, como la elección de sexo, una especie de
carnavalada que apenas nadie se atreve a denunciar en público, pero que está
preparando el terreno al transhumanismo, donde la ideología se funde con la
tecnología.
La población, acostumbrada al pensamiento único, cree ciegamente en el
progreso, hoy convertido en una religión pertrechada de un lenguaje asemejado
al del cristianismo, del que es su impostura. Tal impostura recibe, desde luego,
un cierto rechazo por parte de personas religiosas o humanistas, pero esas
corrientes es poco probable que salgan con bien del enfrentamiento.
Valga la evocación de quien fuese el creador de una de las primeras y
principales obras del transhumanismo, en 1989: «¿Es usted un transhumano?
Monitoreando y estimulando su personal tasa de crecimiento en un mundo
rápidamente cambiante». Su nombre era Fereidoun M. Esfandiary, un iraní
nacido en 1930, hijo de diplomático y educado de modo pronunciadamente
cosmopolita.
Esfandiary asumió la filosofía del cambio permanente, muy cercana al
existencialismo europeo de posguerra, y sustituyó su nombre de nacimiento por
otro, alegando que «los nombres convencionales definen el pasado de un
individuo: sus ancestros, su etnia, su nacionalidad, su religión. Yo no soy el
mismo que era hace diez años y desde luego no soy el que seré dentro de
veinte». El nuevo nombre que adoptó, de resonancias cibernéticas, fue el del
FM-2030.
FM eran las iniciales de su nombre de pila; los números 2030 los eligió
debido a que, nacido en 1930, aspiraba a vivir cien años. Pero FM-2030 murió
en 2000, debido a un cáncer de páncreas. Su cuerpo está conservado
criogenizado, a la espera de que el transhumanismo en el que tanto creyó le
permita volver a la vida. Ese número, 2030, por cierto que es algo muy presente
hoy en nuestras vidas, y más que lo va a ser en el futuro próximo. Quién sabe
cuánto le debe a la mera casualidad la fecha que se ha elegido para la Agenda
que, quizá, lleve el nombre de su inspirador.

Las élites contra el pueblo

Sin negar la parte que tiene en la historia el enfrentamiento entre clases, es más
verdad que, al contrario de lo que diagnosticó Karl Marx, la historia de la
humanidad es la historia de la lucha de élites. O quizá es que, como aseguraba
Gaetano Mosca, ambas cosas suceden al mismo tiempo. En todo caso, en lo que
hace a nuestras sociedades democráticas occidentales, hay algo que puede
afirmarse con seguridad: la clase económicamente dominante gobierna a través
de las instituciones democráticas. Siguiendo a R. Miliband: las decisiones
políticas se convierten, así, en una correa de transmisión de los intereses
económicos.
Siendo todo esto cierto, no es suficiente para explicar lo que hoy sucede en el
mundo. El motor del globalismo es el neomalthusianismo, como se ha dicho; y
la coartada argumental, el cambio climático. Los globalistas han expuesto
muchas veces cuáles son sus propósitos de contención y disminución de la
población mundial, que estiman demasiado numerosa. Demasiado numerosa,
¿para quién? La respuesta es: para ellos.
En principio, no dudo que los globalistas profesen con sinceridad sus ideas
neomalthusianas, aunque luego cuesta creerlo, sobre todo porque estas encajan
sospechosamente bien con la defensa de sus intereses. En otra parte hemos
hablado del informe Kissinger, que muestra con claridad cómo el crecimiento de
la población amenaza el statu quo internacional y la posición hegemónica de los
dueños del mundo. Y esa es la clave. La verdad es que, al contrario de la
doctrina oficial que ellos mismos propagan, no hay escasez de materias primas
en el mundo; ni escasez de alimentos; ni escasez de recursos. Lo que hay es una
obscena desigualdad de renta, de riqueza, de posesiones; una monstruosa
desigualdad —además, creciente— entre ricos y pobres. Entre países ricos y
países pobres, entre grupos sociales ricos y pobres, entre individuos ricos y
pobres.
De acuerdo a los estudios más serios, casi la mitad de la riqueza mundial está
en manos del 1% de la población; la riqueza del 1% de la población más rica es
65 veces mayor que la de la mitad más pobre del planeta, una mitad (3.800
millones de seres humanos) que poseen lo mismo que las 85 personas más ricas
del mundo.464
La desigualdad no es uniforme, pero en los países más ricos se acentúa con el
tiempo. En Europa se observa una destrucción de las clases medias, a partir de la
sucesión de crisis económicas que caracteriza la última década larga. En el
proceso, han sido depauperados asalariados y autónomos, en favor de unas élites
sociales cada vez más transnacionales.
Desde 2008, las clases media y trabajadora no solo han visto mermadas sus
posibilidades y su futuro, sino que se han visto privadas del acceso a muchas
prestaciones sociales como vivienda protegida y guarderías, de las que sí se
benefician los inmigrantes de ingresos más bajos. Inmigrantes atraídos por unas
políticas deliberadamente diseñadas para beneficiarse de la mano de obra de bajo
coste que representan, y que engordan a las élites a costa de la proletarización de
la clase media.
Es una evidencia clamorosa que las políticas económicas ya ni tratan de
disimular sus objetivos. El gobierno español, por quedarnos con nuestro caso,
destina ingentes cantidades de presupuesto a las políticas verdes y detrae un
sinfín de impuestos con el mismo objetivo. Una política que perjudica a muy
amplios sectores de una población que tiene que competir en condiciones de
desigualdad; las deslocalizaciones representan una amenaza permanente en el
mundo de la globalización, ya que los nacionales no pueden rivalizar con
quienes no tienen que soportar los costes de mantener un estado de bienestar, y
que muchas veces padecen la ausencia de derechos laborales y parten de niveles
de vida más bajos. Ello por no hablar de la consecuente desnacionalización de
los sistemas jurídico-laborales.
Las deslocalizaciones han dañado, sobre todo, a las pequeñas y medianas
empresas, generadoras hasta del 80% del empleo en muchos países de la OCDE,
empresas que tienen imposible deslocalizar; pero, además, las deslocalizaciones
han resultado lesivas no solo en el orden puramente económico, ya que ese tipo
de empresas frecuentemente son un pilar esencial del tejido social. Las
recomendaciones de quienes abogan por un orden globalizado van, en
consecuencia, por la vía de la contención de salarios, de la disminución de los
derechos laborales y del desmantelamiento —más o menos camuflado— del
estado de bienestar. La globalización, en definitiva, ha beneficiado a las élites a
costa del resto de la sociedad. En los propios Estados Unidos, durante la segunda
mitad del siglo XX, la media de crecimiento del PIB fue del 3,5%, mientras que
hoy no llega al 2%; entretanto, las finanzas van viento en popa y las grandes
fortunas ha visto incrementada su riqueza.
Además, hemos visto que, no pocas veces, se ha optado por enfrentar la crisis
recortando el presupuesto para educación y sanidad, los salarios de la
administración y las pensiones. Todo lo cual se ha presentado como la única
política posible, alegando que la alternativa sería la de desmontar el estado de
bienestar. Lo cierto es que la clase media apenas puede ya sobrevivir sino
gracias a las ayudas sociales, aunque en muchos casos estas sean poco más que
residuales —como en el caso de España.
Si echamos la vista a la crisis de 2008, las políticas monetarias de los bancos
centrales han redundado en beneficio de la industria bancaria, causante de la
crisis, en claro detrimento de los ahorros de un sinnúmero de hogares. La
consecuencia es que mientras Wall Street ha dispuesto de dinero barato en
abundancia para sus inversiones financieras, en la década entre 2005 y 2014 los
ingresos de dos tercios de las familias en 25 de las economías más desarrolladas
del mundo han descendido o, en el mejor de los casos (pocos), se han mantenido.
Todas las encuestas y los trabajos sociológicos apuntan a que las nuevas
generaciones están creciendo en el escepticismo, y cada vez perciben como más
deseable la adopción de políticas de fuerza en detrimento del Estado de derecho.
Parece claro que está emergiendo lo que puede denominarse como «una nueva
mentalidad posdemocrática» y, lo que es más peligroso: una generación que mira
con indiferencia el imperio del derecho. Algo que ha sido particularmente visible
durante la pandemia.
En el caso español, hemos asistido a un descenso de los salarios en términos
reales. La desigualdad es cada vez mayor: el 10% de la población que hace
cuatro décadas poseía el 26% de la riqueza hoy posee el 48%; si atendemos a
criterios como el de «riqueza financiera», encontramos que ese 10% de la
población acapara el 70% de esta. La teórica salida de la crisis en 2013 había
reducido los perceptores de salarios en un 13,5% y la masa salarial en un 19,6%.
La crisis había producido una pérdida de poder adquisitivo, afectando sobre todo
a los salarios más bajos.
La presunta salida de la crisis arrojaba unas cifras de desigualdad salarial más
elevadas que nunca. En su conjunto, los salarios habían aumentado, pero la
realidad era que los más altos habían subido, los medios y bajos habían
descendido y se había destruido el empleo de menor calidad. El peso de los
salarios en el PIB descendía un 3,4% entre 2010 y 2013, el de los beneficios de
las empresas en el reparto de la renta aumentaba durante ese tiempo un 2,4% del
PIB.
Durante los años más duros de la crisis, según se multiplicaba la pobreza, las
cien mayores fortunas de España acrecentaban sustancialmente su patrimonio,
fenómeno semejante al sucedido en los países de la Unión Europea: hoy tenemos
un 51% más de ricos de los que había en 2007, mientras un 13% de los
asalariados está en riesgo de exclusión. El fenómeno del aumento del número de
millonarios y del número de pobres es una pésima noticia, por cuanto ambas
cantidades se detraen de la clase media.
El panorama con el que vamos a vivir es el de un país en el que una ingente
masa de población tendrá que pasar años tratando de encontrar empleo. Los
mayores de cincuenta años están perdiendo toda esperanza, y sus últimos años
de vida laboral serán, en no pocos casos, menos productivos que los primeros; y
hoy ha descendido por debajo del 50% quienes, registrados por la EPA, reciben
alguna prestación pública, la mayor parte de ellas de bajo nivel.
Además, la debilidad de la economía española se ha acentuado,
convirtiéndola a estas alturas en completamente dependiente y, por tanto, de una
extrema sensibilidad a las menores oscilaciones internacionales. Apenas tenemos
autonomía para decidir nuestras políticas, en especial la económica. La
pertenencia de España a la Unión Europea hace mucho que ha dejado de suponer
una ventaja; hoy, los perjuicios se acumulan, y estamos desmantelando lo que
nos queda de sector productivo en favor de la Unión concebida como un negocio
de la Europa del norte, fundamentalmente de Alemania y Holanda.
En España, la agricultura es aún un 8% del PIB, y nuestro país es el octavo
del mundo en exportación de productos agrícolas. El problema fundamental es
que los precios de venta son bajos, lo que usualmente se achaca a los
intermediarios, a las grandes superficies o a las cadenas de distribución. Pero la
realidad es que los precios agrícolas se han desplomado fundamentalmente
debido a las políticas de la Unión Europea con sus tratados de libre comercio. El
pequeño agricultor europeo no puede concurrir al mercado con productos
competitivos gracias a los salarios de hambre del Tercer Mundo.
Tanto la forma en que el producto se genera como la calidad del mismo no
parecen preocupar a la Unión Europea, que ha abierto sus fronteras precisamente
para producir ese efecto. La consecuencia es que, por ejemplo, las legumbres de
los supermercados españoles son todas extranjeras, aunque de mucha peor
calidad que las nuestras. Quienes importan estos productos a Europa son grandes
corporaciones transnacionales en manos de fondos de inversión especulativos
que invierten allí donde los salarios son particularmente bajos. Las abundantes
ganancias que obtienen las llevan a paraísos fiscales, incrementando así sus
beneficios.
¿Quiénes son, pues, los beneficiarios de las políticas agrícolas de la Unión
Europea? No, desde luego, los agricultores de los países que componen el club
bruselense, que deberían serlo. Pero tampoco aquellos que son sometidos a
explotación para competir con los españoles, sino que, además de las grandes
corporaciones a las que nos hemos referido, el gran beneficiado es Alemania, el
constructor de la Unión Europea.
Alemania es la cuarta potencia económica del mundo tras Estados Unidos,
China y Japón. Es el mayor exportador de capital a nivel mundial y, mientras ha
obligado a muchos miembros de la Unión Europea a renunciar a su industria,
ella obtiene el 30% de su PIB del sector secundario. Es el tercer mayor
exportador del mundo, a muy corta distancia del segundo, Estados Unidos, y
doblando a Japón. Multiplica las exportaciones españolas por seis, básicamente
gracias a la industria eléctrica, fabricación química, empresas de vehículos y
maquinaria.
Alemania amplía sus mercados por todo el mundo, consiguiendo colocar sus
productos industriales a cambio de otorgar facilidades comerciales, como a
China y Sudáfrica, donde vende productos químicos prohibidos en Europa, como
ha hecho en Egipto o Marruecos. Y en contrapartida, ¿qué es lo que Alemania
sacrifica? Los productos agrícolas del sur de Europa. A cambio de que Alemania
haga negocio por todo el mundo, a cambio de expandir sus mercados, somos los
españoles (y los portugueses, y los italianos, y los griegos y, en parte, incluso los
franceses) los que pagamos ese negocio a través de los tratados de libre
comercio. Mientras tanto, el superávit alemán está alcanzando su cénit en los
últimos años.
Desde la creación de la Unión Europea, solo Alemania, Luxemburgo y los
Países Bajos han obtenido beneficios. Su renta per cápita es el doble de la
española. La clase política nos muestra tal situación como la consumación de un
gran éxito, pero la renta alemana es el doble de la nuestra, nuestro déficit
aumenta cada año, y el PIB alemán es 3 veces el español, al tiempo que hemos
liquidado nuestra industria mientras Alemania vive de la suya.
A estas alturas nadie ignora que la Unión Europea es el negocio de Alemania.
Pero este hecho quizá oculta que hay otros grandes beneficiarios de la situación
por la que atravesamos, como es el caso de los Países Bajos, un pequeño país de
diecisiete millones de habitantes convertido en la quinta economía de la Unión.
Algo que llama poderosamente la atención, pero para lo que existen buenas
razones.
En primer lugar, porque la economía holandesa se basa en la reexportación,
hasta el punto de que Holanda importa tantos productos agroalimentarios como
Estados Unidos, constituyendo la segunda potencia exportadora mundial.
Situada en mitad de la zona de mayor actividad comercial del continente, entre
Alemania, Francia y Gran Bretaña, y junto a Bélgica (que es su segundo mejor
socio comercial), el puerto de Rotterdam es el de mayor actividad y el más
grande de todos los puertos occidentales, y el tercero del mundo después de
Singapur y Shanghái. A través de Rotterdam se mueven casi 500 millones de
toneladas de carga al año, y en él atracan nada menos que 28.000 buques.
En Holanda, el segundo mayor exportador de productos agroalimentarios del
mundo, la agricultura es solo el 1,6% de todo su PIB y, aunque no hay un
naranjo plantado en su suelo es el principal proveedor de cítricos de Alemania,
por encima de España. Lo cual se debe a la importación desde África y Asia.
Además de todo lo cual, los Países Bajos son uno de los principales paraísos
fiscales del mundo; ocupa el cuarto lugar en ese ranking, tras las isla Vírgenes,
las Bermudas y las Caimán; en Europa, está por delante de Suiza y de
Luxemburgo. El 23% de todo lo que se mueve en el mundo en los paraísos
fiscales lo hace en Holanda. Y en cuanto a opacidad bancaria —solo superada
por el gran ducado luxemburgués— es uno de sus grandes negocios, situándose
en el octavo lugar mundial. El monto de lo que mueven las sociedades pantalla
con la finalidad de eludir impuestos asciende a 5 veces el PIB del país, unos 4
billones de euros.
Esa condición de paraíso fiscal sustrae de los otros miembros de la Unión
Europea casi 10.000 millones de euros anuales, de los que 1.000 corresponden a
España. En cambio, Holanda obtiene 40.000 millones de beneficios gracias a las
multinacionales estadounidenses. Las facilidades para las grandes empresas —
gracias a acuerdos secretos fiscales que rebajan su tributación a cifras ridículas
— hacen que los beneficios de las grandes compañías sean desviados mediante
ingeniería contable hacia Holanda, y que, en consecuencia, el resto de los países
pierda una recaudación de casi 200.000 millones. Los movimientos de capital
fantasma —aquel que minimiza las facturas de impuestos de las multinacionales
— ascienden a casi 14 billones de euros anuales. La mitad de esos fondos se
canaliza a través de Holanda y Luxemburgo.
Y lo más paradójico del asunto es que todo esto no sería posible sin la
pertenencia de los Países Bajos a la Unión Europea.
La realidad económica de nuestro país no es precisamente brillante. Se ha
construido un relato destinado a convencernos de que vivimos en el mejor de los
mundos posibles y en el mejor de los países posibles. El crecimiento económico
experimentado en las últimas cuatro décadas, mucho menor que el
experimentando en la etapa inmediatamente anterior del franquismo, se nos ha
vendido como la etapa más exitosa y próspera de nuestra historia, lo que
constituye una gran falsedad.
Dejando de lado el nada insignificante dato de que hemos alcanzado las cifras
de desempleo más altas de nuestra historia, dicho crecimiento —en realidad muy
discreto, en torno al 1,5% anual— se debió a dos factores principales: los fondos
europeos y la deuda. Esta última, apenas un 7% del PIB en 1975, alcanza hoy la
desorbitada cifra del 130% sobre el PIB; en cuanto a la financiación europea, lo
que hay que preguntarse es cuál fue el pago a cambio de recibir aquellas
inyecciones de dinero procedente de Bruselas.
En primer lugar, la entrada en la OTAN y el abandono de una política de
presión sobre Gibraltar; pero lo peor vendría después, una vez ingresados en el
club. Bajo el paraguas de la llamada «reconversión industrial», las más
importantes y productivas industrias españolas se vendieron a las grandes
corporaciones internacionales tras sanearlas con dinero público; así, SEAT se
entregó a Volkswagen, y Pegaso a la FIAT; las industrias pesadas, a los
estadounidenses. La única industria automovilística que quedó pertenecía a otros
países europeos que, lejos de aniquilarla, nos la imponían.
El sector textil, del que vivían millones de españoles, fue desmantelado al
tener que competir con las mercancías asiáticas, que ahora entraban en masa en
nuestro mercado y cuyos costes de producción eran mucho más bajos, con
salarios veinte veces inferiores a los nuestros. Igualmente sucedió con el carbón,
cuya industria fue suprimida al retirarle las ayudas estatales. Peor aún fue lo que
se produjo en el sector naval, en el que España era una potencia mundial, y que
se vio obligado a cerrar en beneficio de Alemania: Bilbao, Ferrol y Cádiz,
principales astilleros del país, sufrieron las consecuencias, perdiéndose muchos
miles de puestos de trabajo. Al tiempo, se cerraban los altos hornos
mediterráneos y vizcaínos, destruyendo toda la industria pesada española.
La parte de la industria que no pudo venderse tuvo que sobrevivir en
condiciones muy adversas sin protección alguna frente a economías en las que
los salarios eran muy inferiores, con lo que carecían de futuro. La población,
engañada por políticos y medios de comunicación, y con la impagable
complicidad de los sindicatos, creyó la versión de que nuestra industria no estaba
en condiciones de competir por falta de calidad y que más valía acabar con ella
para entrar en la modernidad y la europeidad.
El Partido Socialista Obrero Español fue quien dirigió toda la operación, pues
a la derecha nunca se le hubiera permitido perpetrar aquel proceso que condujo a
España a renunciar a su soberanía económica y destruir su tejido económico y
social, aunque la complicidad del Partido Popular fue completa. El objetivo era
constituirnos en un país de servicios, sobre todo turístico, con lo que nos
convertimos en una nación subordinada y completamente dependiente del
exterior.
La situación actual de nuestra agricultura es crítica. Los precios de muchos
productos de los agricultores, ganaderos y pescadores están por debajo de los
costes de producción debido a la sobreoferta de los que llegan a nuestro mercado
europeo procedentes de países no socios con los que la Unión Europea está
firmando tratados de libre comercio, lo que está arruinando el sector. Huelga
recordar que los tratados de libre comercio son la quintaesencia de las políticas
globalistas.
Unos tratados de libre comercio firmados con los países que perjudican a la
agricultura, pero no con los que nos abren mercado. Con ello, Europa incumple
el principio de preferencia comunitario, e incumple varios de los objetivos de
Política Agraria Común. Además, con los tratados de libre comercio se viola el
más elemental principio de la libre y justa competencia, ya que no se juega con
las mismas reglas en materia de salarios, y tampoco es la misma la moneda ni la
legislación.
Llegan plagas a Europa para las que no hay agente biológico capaz de
combatirlas, al tiempo que la prohibición de fitosanitarios, que sí están
permitidos en los países con los que se han establecidos los tratados de libre
comercio, deja inermes a nuestras explotaciones agrarias. El colofón es que, en
lugar de incrementar la dotación de la PAC, la Unión Europea la ha reducido en
un 10%.
El sector del transporte, por su parte, está sufriendo la consecuencia de las
deslocalizaciones, al situar muchas grandes empresas su residencia fuera de
nuestro país, si bien operan en España. Consiguen con ello contratar conductores
extranjeros cuyos salarios son mucho más bajos. Las pequeñas empresas
españolas y los autónomos no pueden competir, y los trabajadores pierden sus
empleos; los que quedan, ven sus salarios recortados y horas extraordinarias no
remuneradas.
A todos ellos y a los autónomos, las medidas que impone el gobierno resultan
abusivas en materia fiscal, lo que contrasta tanto más con la empresas
extranjeras, que disfrutan de mayores ventajas que las nacionales. El gobierno,
además, no tiene en cuenta los costes sociales y ecológicos de la producción
nacional, que cumple la exigente normativa europea y que sufre una
competencia desleal. Por otro lado, la situación demográfica del país está
poniendo muy difícil el relevo generacional, y una sensación de desaliento se
está adueñando de estos sectores productivos.
En este momento, las pymes, que constituyen la esencia del tejido social y
económico español, pasan por el momento más adverso de su historia, asfixiadas
por los impuestos, sin ayudas estatales y asediadas por una competencia desleal
foránea ante la que el Estado se inhibe. Hoy, España es un cuerpo inerte presto a
ser despedazado por los fondos buitres que se disputan sus restos.
El colofón es que la clase media está hundiéndose. Y lo previsible es que ese
proceso no se detenga, sino que se agudice.
En medio de ese panorama, derivar los objetivos políticos hacia el control de
población, el cambio climático, la lucha contra el racismo, la homofobia y cosas
semejantes es un seguro de supervivencia para la élite mundial. En primer lugar,
porque desvía las energías hacia la consecución de objetivos que nada tienen,
precisamente, de revolucionarios. Aunque dichos objetivos se han convertido en
banderas de izquierda, una parte de esta —sin duda la más ilustrada y lúcida—
percibe esta realidad como lo que es.465 La unanimidad de los medios, de los
«intelectuales y artistas», de la clase política, de las finanzas, en fin, de los
privilegiados del régimen, es lo suficientemente reveladora y debiera alertar
acerca de la naturaleza de lo que se está cociendo.
¿No resulta un tanto sospechoso que Ana Patricia Botín y Juan Carlos
Monedero, pongamos por caso, estén del mismo lado de la barricada? Lo de la
barricada, que podría ser una concesión al imaginario colectivo progre, es algo
más que una evocación simbólica. Porque barricadas, haberlas, haylas. De un
lado, las élites, los beneficiarios del tinglado; del otro, el pueblo, la población, la
gente. O, como dice Warren Buffet, «hay una guerra de clases, y la mía va
ganando». Del lado de Buffet, encontramos a Monedero y a Ana Patricia; del
otro, a los autónomos, los parados, los jóvenes sin futuro, los agricultores, los
pequeños empresarios, los trabajadores, los ganaderos. Esto es una guerra de las
élites internacionales, globalistas, contra sus pueblos.
¿Cuál es la naturaleza de esa guerra? ¿Se trata de imponer un régimen
comunista, capitalista, liberal, fascista?
Existe, a nivel teórico, una amplia discusión acerca de la naturaleza última del
globalismo. Si estamos ante una resultante del capitalismo, del comunismo, del
liberalismo, del fascismo…466 Temo que todos los intentos de clasificar el
globalismo se estrellen contra la realidad: que, por un lado, ningún término de
los citados pueda describirlo adecuadamente, pero que este contenga algo de
todos ellos. La razón de esa inadecuación no es otra sino que «comunismo» o
«capitalismo» son conceptos propios de la modernidad, mientras que el
globalismo es la expresión misma de la posmodernidad; los términos de la
modernidad ya no pueden expresar nuestra realidad.
Carecemos seguramente de las herramientas para describirlo en su totalidad.
Manejamos un lenguaje del siglo XX, cuando tratamos de acercarnos al
fenómeno del siglo XXI. En realidad, en el globalismo desemboca la modernidad
transformada en posmodernidad. El fin del marxismo, desde el punto de vista
filosófico, facilitó la transformación: si la gran verdad, susceptible de
explicarnos desde la industria achelense a la carrera espacial resultaba un fiasco,
eso no podía suponer sino que no había verdad alguna. No había significado, no
había realidad. No hay infraestructura que subvertir, ni que modificar, ni que
alterar; simplemente, no hay.
El globalismo es… globalismo. Por eso, insistimos, no es comunismo, ni
fascismo, ni capitalismo, ni liberalismo, aunque esté compuesto de una mezcla
de todos ellos. En el fondo, es estéril el debate acerca de si el globalismo es
comunismo o es capitalismo. Es las dos cosas, quizá porque esas dos cosas
nunca han sido más que una sola, dos caras de una misma moneda.
A lo que asistimos mediante el globalismo no es a la implantación de un
régimen de «socialismo real» ni cosa parecida. Sino al sueño de todos los
materialismos, entre los que también se cuenta el socialismo: la destrucción de
las identidades, personales y colectivas.
Cuando se piensa en el socialismo se cree detectar en él, como esencia, el
colectivismo, pero esto no es así. Lo que define en última instancia al
socialismo, como al liberalismo, es su concepción materialista del hombre, del
mundo y de las cosas. El liberalismo no se opone, así, al socialismo sino por lo
que este tiene de colectivo; pero el socialismo hace mucho que ha abandonado
precisamente esa dimensión colectiva para apuntalar la versión
hiperindividualista del materialismo, que tiene muchos más visos de triunfar y de
imponerse sobre el hombre que su anterior ensoñamiento colectivista. Es
entonces cuando el liberalismo —en su vertiente libertaria o anarcocapitalista—
muestra toda su obsolescencia: la oposición al Estado se ha convertido en un
sinsentido desde el momento en que el poder ya no reside ahí. El liberalismo
libertario —admitamos la redundancia— se convierte en una formulación
paleoideológica, desconectada de la realidad. Hoy, el mensaje liberador no es el
que promete romper las ataduras del poder público, sino del poder sin apellidos;
y frente a eso, en cuanto a que hoy el poder es fundamentalmente privado, las
armas del liberalismo lucen completamente romas. Como otros -ismos,
pertenece a un pasado definitivamente superado, pero en su caso de un modo
particularmente descarnado.
Y el materialismo, en definitiva, aspira a la destrucción de una civilización
erigida sobre una cultura que afirma la primacía de lo espiritual, desde el
momento en que asienta en el ser humano la razón de ser de ella misma. Solo la
civilización occidental, emanada de la cultura clásica y del cristianismo, pero
fundamentalmente de este último, considera al hombre como eje del sistema.
Allí donde los principios del Evangelio no constituyen la médula espinal de la
sociedad, termina reinando la barbarie.
El globalismo —se ha insistido en ello en otro lugar— representa y supone la
privatización de lo público. El Estado es reducido a la condición de servidor de
las grandes corporaciones, con lo que se vuelve, ahora sí, tiránico. El Estado se
vacía de contenido, se convierte en una especie de mero recipiente transformable
a voluntad, sin más razón de ser que su propia supervivencia ordenadora. La
nación a la que debe servir es ignorada, de forma deliberada, porque ahora el fin
del Estado es, precisamente, el de destruir a la nación como vehículo de una
identidad. Bastaría con que reparásemos en el caso de España, donde la nación
viene siendo desguazada a manos del Estado desde hace décadas: cuando el
Estado le hace la guerra a la nación, se la hace a nuestra identidad, de la que trata
de privarnos.
Por eso, la eliminación de las fronteras no es tanto un objetivo en sí cuanto un
medio para construir un nuevo mundo para las élites, en el que el pueblo vague
sin rumbo y sin más esperanza que la de alcanzar una supervivencia que le
permita ver un nuevo día. De imponerse, el globalismo vendrá seguido de la
alienación de una población que ya no será española, sueca o italiana, sino que,
habiendo sido reducida previamente a la mera condición de ciudadana, tendrá
por única finalidad la de producir para consumir, por supuesto, de un modo
mucho más frugal de lo que hoy es costumbre. El hombre trabajará por el
sustento y, también en este aspecto, habremos retrocedido siglos.
¿Es esto marxismo cultural? En buena medida. A despecho de quienes han
mistificado la expresión, la filosofía que nutre la raíz del globalismo y de la
ideología de género tiene sin duda mucho de marxismo cultural. A la hora de
construir la crítica a este asunto hay dos errores, que podemos llamar de
izquierda y de derecha: este último lo perpetran quienes insisten en que el
carácter marxista-cultural del globalismo sugiere que su triunfo nos llevaría a la
Unión Soviética. Y, por otro lado, el error de izquierda lo comete quienes
sostienen que, puesto que no se producirá una recreación de la Unión Soviética,
no puede tratarse de marxismo cultural. Ambos yerran, porque no conciben que
el marxismo cultural, siéndolo, puede estar al servicio de un proyecto ultraliberal
y de capitalismo transnacional. Ambas posiciones cometen idéntico error, que es
el de presumir que el marxismo cultural está ligado a la creación de un mundo
socialista como el conocido.
En realidad, nunca hubo contradicción alguna entre el marxismo cultural y el
sistema económico capitalista. El hedonismo emanado de la Escuela de
Frankfurt —pongamos por caso— resultaba incomprensible desde el ascetismo
brezhneviano de los años sesenta y setenta, pero estaba plenamente integrado en
la locura consumista del capitalismo occidental de aquellos días. Admitamos de
entrada que es una simplificación hablar en términos de «marxismo cultural», al
menos si no precisamos a qué nos referimos. Lo que el marxismo cultural tiene
de marxismo no es necesariamente la aceptación del papel de la infraestructura
económica como base de la construcción social; antes al contrario, fue el análisis
de la integración de la clase trabajadora en las sociedades capitalistas más
avanzadas lo que impulsó la búsqueda de nuevos agentes del cambio social.
Ese cambio social bien pronto dejó de exigir la destrucción del sistema; en
cambio, el marxismo siempre afirmó el carácter profundamente revolucionario
del capitalismo, lo que redescubrió sin dificultad teórica alguna sobre todo tras la
ruptura de su sumisión a la Unión Soviética. La interpretación leninista del
marxismo hacía una lectura en términos esencialmente economicistas de Marx, y
por lo general ignoró muchos fenómenos de los que el propio Lenin apenas tuvo
conocimiento o hacia los que mostró incomprensión, desde el psicoanálisis al
fascismo.
En lo sucesivo, los epígonos de Marx matizarían su idea nuclear de la
trascendencia de la base económica —sin negarla—, pero añadiéndole las
pertinentes consideraciones culturales y psicológicas. No es exagerado afirmar
que convirtieron el marxismo en otra cosa, del mismo modo que puede decirse lo
propio del calvinismo con respecto al cristianismo (otros podrían decirlo del
catolicismo o del luteranismo…). Lo cierto es que, en Occidente, se impuso una
versión del marxismo que enfatizó las ideas de dominación y de emancipación.
Esa versión articuló un discurso basado en la idea de que lo esencial en Marx no
era el hallazgo de la trascendencia de la base económica y de la lucha de clases
como motor de la historia, sino el haber expuesto como clave la existencia de
relaciones de dominación; ciertamente, el de Tréveris básicamente se había
limitado a la cuestión económica, pero la relación entre clases, entre los grupos
poseedores y los explotados, era extensible a todo tipo de relaciones sociales. La
emancipación de la clase obrera, su victoria sobre la burguesía, no implicaba la
modificación de otras estructuras opresivas existentes en el seno de la sociedad.
A partir de ahí, se haría extensiva la denuncia de la dominación a los vínculos
entre los hombres y las mujeres, entre los adultos y los niños, entre los blancos y
otras razas, entre la heterosexualidad y la homosexualidad, entre la especie
humana y otras especies animales. Eso es marxismo cultural; el hecho de que
haya sido asumido —e incluso elaborado— desde instancias del liberalismo no
le resta un ápice su carácter marxista, con las precisiones que hemos hecho. El
de Michael Foucault puede constituir un magnífico ejemplo.467
El carácter revolucionario (como sinónimo de destructivo) del capitalismo, al
que hemos hecho referencia un poco más arriba, es en verdad demoledor; nada
ha trastocado tanto el orden del mundo como el capitalismo. Nada ha destruido
las bases del Antiguo Régimen como el capitalismo, y nada ha erradicado la
tradición, la identidad y la cultura de las naciones como el capitalismo. Bastaría
con echar un vistazo a los países europeos: los diferentes grados de decadencia
que acometen a la Europa del Este y a la del Oeste.
Países sometidos durante cuatro décadas a regímenes comunistas presentan
un grado de salud social muy superior a aquellos que han «disfrutado» del
capitalismo durante ese mismo tiempo. La negación de la propia identidad, la
subversión antropológica, el rechazo de la propia naturaleza humana: nada de
eso se da en las naciones antaño sometidas al yugo comunista, mientras es el pan
nuestro de cada día en los países occidentales. Ciertamente, no estamos tampoco
ante sociedades idílicas, no se trata de eso; pero su grado de autodestrucción es
muy inferior y, al menos, conservan el instinto de supervivencia.
Al contrario de lo que se intentó en el mundo del Este desde los años
cincuenta, el marxismo occidental ha convertido al socialismo posible en un
socialismo de rostro transhumano. Y que, por su transhumanidad, no plantea
dificultad alguna a los intereses del capitalismo transnacional.
El globalismo es un gigantesco sincretismo. El que se produce entre sexos,
entre ricos y pobres, entre socialismo y capitalismo, entre el absoluto y la nada,
entre lo privado y lo público. Se pretende el triunfo de la emancipación del ser
humano, la ruptura final con sus cadenas religiosas, culturales y familiares. Y
con su condición humana.
Por supuesto, no es una resolución real, pero eso importa menos: presuponer
que lo real o lo natural terminarán triunfando por sí mismos, que se impondrán
porque sí, es un mero acto de la voluntad. Nada indica que eso vaya a suceder
sin más.
AGRADECIMIENTOS

Quisiera manifestar mi agradecimiento a Lara —siempre— y a J. J. Esparza, sin


quienes no habría sido posible este libro. A la editorial, por su disposición. Y a
todos aquellos que libran el buen combate.
Notas

1 apps.who.int/gpmb/assets/annual_report/GPMB_annualreport_ 2019.pdf
2 abc.es/sociedad/abci-avisa-pandemia-similar-gripe-1918-podria-matar-80-millones-personas-
201909191258_noticia.html
3 www.centerforhealthsecurity.org/event201/191017-press-release.html
4 kaosenlared.net/el-coronavirus-se-ensayo-mediante-un-simulacro-de-pandemia-en-septiembre-de-
2019-en-un-hotel-de-nueva-york/
5 www.bloomberg.com/news/audio/2019-11-04/preparing-for-the-next-pandemic-audio
6 La afortunada denominación es de Carlos Astiz, autor de El proyecto Soros y la alianza entre la
izquierda y el gran capital, Libros Libres, Madrid, 2020.
7 Macmillan, M., París, 1919. Seis meses que cambiaron el mundo, Tusquets, Barcelona, 2011, pp.
33-34.
8 www.cfr.org/about
9 elpais.com/diario/2000/03/15/sociedad/953074834_850215.html
10 www.youtube.com/watch?v=VzhidFO2-fI
11 www.actuall.com/criterio/laicismo/la-anticristiana-hillary-al-defensor-la-libertad-religiosa-trump/
12 Astiz, C., El proyecto Soros y la alianza entre la izquierda y el gran capital, Libros Libres, Madrid,
2020, p. 36.
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118 En marzo de 1815, Napoleón escapó de la isla de Elba para marchar sobre París. El diario El
Monitor fue adecuando sus titulares según transcurrían los acontecimientos: 9 de marzo: «El Monstruo se
escapó de su destierro». / 10 de marzo: «El Ogro corso ha desembarcado en Cabo Juan». / 11 de marzo: «El
Tigre se ha mostrado en campo abierto. Las tropas avanzan para detener por todos lados su progreso. Así
concluirá su aventura miserable llegando a ser un vagabundo entre las montañas». / 12 de marzo: «El
Monstruo ha avanzado hasta Grenoble». / 13 de marzo: «El Tirano está ahora en Lyon. Cunde el temor en
las calles por su aparición». / 18 de marzo: «El Usurpador se ha aventurado a acercarse. Está a 60 horas de
marcha de la capital». / 19 de marzo: «Bonaparte avanza con marcha forzada, pero es imposible que pueda
alcanzar París». / 20 de marzo: «Napoleón llegará a los muros de París mañana». / 21 de marzo: «El
emperador Napoleón está en Fontainebleau». / 22 de marzo: «La tarde de ayer su majestad el emperador
hizo su entrada pública y llegó a las Tullerías. Nada puede exceder la alegría universal. ¡Viva el Imperio!».
119 elpais.com/sociedad/2021-05-27/la-teoria-del-accidente-de-laboratorio-en-wuhan-como-origen-
del-coronavirus-abandona-el-terreno-conspirativo.html
120 maldita.es/malditobulo/20200404/no-no-hay-pruebas-de-que-el-nuevo-coronavirus-fuese-creado-
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121 www.thetimes.co.uk/article/covid-wuhan-lab-leak-is-feasible-say-british-spies-cvtxjjwpc
122 rebelionenlagranja.com/noticias/internacional/un-exalto-cargo-de-la-oms-denuncia-que-opera-en-
favor-de-intereses-privados-20200604
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cant-handle-pandemic
124 time.com/5826025/taiwan-who-trump-coronavirus-covid19/
125 dsalud.com/reportaje/las-industrias-farmaceuticas-alimentarias-sobornan-los-politicos/
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127 Gøtzsche, P., Deadly Medicines and Organized Crime. How Big Pharma has Corrupted
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128 es-us.noticias.yahoo.com/indignación-eeuu-alza-5-000-precio-medicamento-211255034.html
129 independentespanol.com/ap/fda-analizar-efectividad-de-medicamentos-contra-el-cncer-fda-
analizar-efectividad-de-medicamentos-contra-el-cncer-b1837214.html
130 opensecrets.org/search?q=lobby+pharmacy&type=site
131 businessethicscases.blogspot.com/2017/04/astrazeneca-anti-psychotic-drug.html
132 elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2015-02-12/las-farmaceuticas-son-como-tu-novio-quieren-
meterse-dentro-no-ser-eficaces_707034/
133 www.lainformacion.com/espana/farmaceutica-pfizer-acuerda-pagar-multa-millonaria-por-
sobornos_1iDRUNgveqAprQlFmYNsm7/
134 www.eleconomista.es/empresas-finanzas/noticias/1511496/09/09/Multa-de-2300-millones-de-
dolares-a-Pfizer-por-comercio-irregular-de-farmacos.html
135 www.antena3.com/noticias/sociedad/sube-precio-vacunas-dosis-pfizer-empezo-costando-12-
euros-ahora-esta-1950-euros_202104216080282530afd30001daf783.html
136 www.eldiario.es/sociedad/londres-pfizer-millones-precio-farmaco_1_3698391.html
137 www.lainformacion.com/espana/farmaceutica-pfizer-acuerda-pagar-multa-millonaria-por-
sobornos_1iDRUNgveqAprQlFmYNsm7/?autoref=true
138 www.elmundo.es/elmundosalud/2012/08/07/noticias/1344365547.html
139 www.abc.es/sociedad/abci-condenan-johnson-y-johnson-pagar-8000-millones-hombre-efectos-
risperdal-201910090846_noticia.html
140 www.abc.es/sociedad/abci-johnson-y-johnson-pagara-80-millones-hombre-dice-polvos-talco-
provocaron-cancer-201804121155_noticia.html
141 www.abc.es/sociedad/abci-asbestos-polvos-talco-producto-pasado-201602242315_noticia.html
142 elpais.com/sociedad/2021-06-01/johnson-johnson-tendra-que-pagar-mas-de-2000-millones-de-
dolares-por-los-casos-de-cancer-asociados-a-su-polvo-de-talco.html
143 elpais.com/sociedad/2020-05-20/johnson-johnson-anuncia-que-dejara-de-vender-polvo-de-talco-
para-bebes-en-ee-uu-y-canada.html
144 elpais.com/sociedad/2021-06-01/johnson-johnson-tendra-que-pagar-mas-de-2000-millones-de-
dolares-por-los-casos-de-cancer-asociados-a-su-polvo-de-talco.html
145 diarioextra.com/Noticia/detalle/362953/ccss-debe-revisar-pacientes-con-v-lvulas-cardiacas
146 elpais.com/diario/1990/12/18/sociedad/661474801_850215.html
147 latimes.com/archives/la-xpm-1990-04-01-fi-994-story.html
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149 izquierdadiario.es/El-negocio-de-las-farmaceuticas-principal-obstaculo-para-la-salud-mundial
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buenas-practicas-de-farmaindustria-publican-por-cuarto-ano-las-colaboraciones-con-los-agentes-del-sector/
151 www.eldiario.es/sociedad/farmaceutica-pagos-medicos-pasado_1_1487371.html
152 migueljara.com/2015/11/25/nuevos-escandalos-de-sobornos-a-medicos-por-companias-
farmaceuticas/
153 magyarnemzet.hu/kulfold/tovabb-gyuruzik-az-europai-unios-vakcinabotrany-9782087/
154 campuslately.com/another-scandalous-corruption-case-was-exposed-by-the-european-union-
health-commissioner/
155 elcorreodeespana.com/politica/790058845/Han-sobornado-los-fabricantes-de-vacunas-a-la-
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467 Bousquet, F., El puto San Foucault. Arqueología de un fetiche, Ediciones Insólitas, Madrid, 2019.
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Primera edición en libro electrónico (mobi): septiembre de 2021


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