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Fernando Paz. Despierta
Fernando Paz. Despierta
Cita
Introducción. ¿Los negacionistas tenían razón?
Prólogo. Corría el año 1898
1. EL EVENTO 201
La ¿conspiración? globalista
El Nuevo Orden Mundial
¿Cómo consigue el globalismo sus fines?
Los magnates
El informe Kissinger
El Foro de Davos y la Agenda 2030
La oportunidad de la pandemia
2. WUHAN
Agradecimientos
Notas
Creditos
«Es más fácil engañar a la gente
que convencerlos de que han sido engañados».
MARK TWAIN
INTRODUCCIÓN
EL EVENTO 201
«Únicamente con toda clase de actos criminales podremos instaurar el bendito estado de la
Igualdad Perfecta».
MARQUÉS DE SADE
La ¿conspiración? globalista
Los magnates
Son los verdaderos impulsores del globalismo en esta tercera década del siglo
XXI. Se trata de actores individuales que, si bien no aislados, no siempre actúan
de modo coordinado. Pero tampoco hace falta. Los ámbitos de actuación son
muy diversos; no podemos ocuparnos de todos ellos, pero cabe mencionar a
algunos.
George Soros
Si hay algunos agentes mundiales que hayan destacado por su labor globalista en
los últimos años, sin duda debemos señalar a George Soros y Bill Gates. Ambos
han estado muy presentes en la vida pública, y han sido acusados desde diversas
instancias de interferir de modo ilegítimo en el normal desarrollo de los
acontecimientos. Esa acusación no ha causado la más mínima mella en el caso
de George Soros, quien ha admitido abiertamente el grueso de dichas
imputaciones.
Con todo, no comprenderíamos lo que está pasando si interpretáramos los
movimientos de la élite como dirigidos a la obtención de beneficios económicos.
Su exuberancia en ese terreno les exime de cualquier sospecha; el objetivo de los
globalitarios es el poder, no el dinero. De hecho, Bill Gates y Warren Buffet —
dos de entre las cinco principales fortunas mundiales— impulsan «The Giving
Pledge», una iniciativa que persigue que los multimillonarios donen el grueso de
sus fortunas —bien en vida o a su muerte— para ayudar al diseño del mundo
futuro.12 Es notable la cantidad de personas que persisten, empero, en su
creencia de que el verdadero impulso de los globalitarios es la obtención de más
dinero por adoración misma al poder económico y al bienestar personal.
Tampoco para George Soros, como ocurre en el caso de Gates, se trata de una
cuestión crematística. Hace mucho tiempo que Soros —un nonagenario— no
piensa en términos de ganancias económicas. Ciertamente la avaricia tuvo su
asiento en la biografía del magnate judeo-húngaro, pero una vez construido este
como personaje internacional, aquella dejó paso a la ambición del poder.
Naturalmente, el poder para Soros no es un objetivo vacío de significación
ideológica; al contrario. Nacido en el seno de una familia judía en la que su
padre era un ardiente defensor del esperanto, heredó las aspiraciones
internacionalistas del progenitor. La familia, que sobrevivió a la dura
persecución antisemita en Hungría durante la Segunda Guerra Mundial, cambió
su nombre originario «Schwartz» por el de «Soros», un palíndromo que en
esperanto significa «el que se elevará».
Exiliado en Gran Bretaña, se convirtió en discípulo de Karl Popper. Pero no
parece que su estancia en el Reino Unido despertase en él lealtad alguna hacia
ese país, por cuanto en 1992 —convertido treinta años atrás en especulador
financiero— logró que la moneda británica saliese del Sistema Monetario
Europeo, ganando 1.000 millones de dólares en la operación y sirviendo los
intereses de la élite liberal thatcheriana.
Se hizo socio de sir James Goldschmidt y de lord Rothschild, quienes trataban
de evitar que Alemania aglutinase la economía europea y estrechase sus lazos
con la Rusia recién salida del comunismo. De hecho, al año siguiente intentó
hundir el marco alemán, generando una enorme incertidumbre. Porque lo que
Soros pretende es impedir una Europa poderosa.
Su posicionamiento anticomunista es inequívoco. Soros apoyó a los
movimientos de oposición tras el telón de acero, financiando al sindicato
Solidaridad —que tan eficaz fue en la lucha contra el dominio comunista en
Polonia— y también a Václav Havel. Desde entonces, se ha interesado
enormemente por el mundo oriental europeo, tratando de imponer una estrategia
de fragmentación en esa región y, sobre todo en los últimos años, de
debilitamiento de Rusia.
Durante el desmantelamiento de la Unión Soviética, a Moscú se le prometió
que, a cambio de deshacerse del comunismo, los occidentales se mantendrían
alejados de las fronteras de los países de la antigua URSS. Ninguno de ellos
entraría en la OTAN, y los fronterizos serían neutralizados al no serles permitido
formar parte de ningún bloque; pero los occidentales han venido incumpliendo
esa promesa sistemáticamente. Y uno de los instigadores de esa política ha sido
Soros.
Desde el año 2000, Soros financia las llamadas «revoluciones de color»,
empezando por la de Serbia de ese año; luego, la «revolución rosa», en Georgia,
en 2003; la «revolución naranja», en Ucrania, en el 2004; la revolución de los
Tulipanes en Kirguistán, en 2005. Y otra docena larga de revoluciones en las
que, en todas ellas, se agitó un nacionalismo antirruso y prooccidental. 13
Soros también jugó un papel en el catastrófico episodio conocido como
Primavera Árabe, orquestado desde Washington a fin de enfrentar a los
musulmanes entre sí y frenar la creación de una banca islámica independiente
del dólar, un organismo nacionalizado de corte islámico, básicamente en manos
iraníes, sirias y libias (que fue la razón que precipitó la intervención
estadounidense, a instancias de Goldman Sachs y el grupo Rothschild).
El papel de Soros en este asunto consistió en coordinarse con la NED
(National Endowment for Democracy) y la CIA para fortalecer a las
organizaciones izquierdistas a través de sus oenegés; en particular, impulsaron la
candidatura de El-Baradei en Egipto, conocido globalista y premio nobel de la
paz 2005, y que terminó resultando frustrada: a Mubarak le sucedió un gobierno
fundamentalista, más tarde depuesto por otro gobierno militar. Ese gobierno no
era tampoco ajeno a los intereses globalitarios: Soros está financiando a diversos
grupos ligados a los Hermanos Musulmanes.14
El resultado de la llamada Primavera Árabe fue el caos en la región, la
generalización de la violencia en el Próximo Oriente y el norte de África y el
surgimiento del Estado Islámico, que durante años asoló la región entre Siria e
Irak y que sigue haciéndolo en diversas partes del mundo musulmán.
A George Soros se le calcula una fortuna de algo más de 25.000 millones de
dólares, dos terceras partes de la cual las tiene invertidas en sus fundaciones
Open Society, desde las que actúa favoreciendo la causa del libre mercado no
sujeto a restricciones nacionales. Desde hace casi treinta años, forma parte del
Consejo de Relaciones Exteriores (CFR), piedra angular del poder globalista en
el mundo.
El proyecto de Soros —que fue sostenido por Washington hasta la llegada de
Donald Trump a la presidencia y que ha sido retomado después— está
canalizado desde lo que se conoce como USAID, una agencia ligada al
Departamento de Estado. USAID ha contribuido a la desestabilización de
Hispanoamérica, con los resultados conocidos, y a las revueltas árabes y a las
dirigidas contra Rusia. Para ello, USAID dispone de NED (National Endowment
for Democracy) que, como ellos mismos admiten, se dedica a «lo que hace
veinticinco años llevaba a cabo la CIA»,15 y que recibe subvenciones de grupos
privados, entre los que destacan las fundaciones de Soros.
Las revoluciones en el Próximo Oriente y en el norte de África también le han
procurado una supremacía económica, política y financiera, obteniendo un
acceso a los recursos minerales y petrolíferos, así como adjudicaciones de
infraestructuras.
Pese a la oposición de Francia, a quien afecta la ambición de Soros en el
continente negro, su penetración en África ha sido fulgurante. El modo de operar
es siempre el mismo: tras enviar oenegés a esos países, a las que se dota de
grandes cantidades de dinero, comienzan a destaparse escándalos de corrupción
entre la élite de la nación, al tiempo que un movimiento ciudadano preparado de
antemano se lanza a las calles a exigir el fin del gobierno. Un movimiento, ni
que decir tiene, apoyado por las oenegés. Las de Soros.
En un par de ocasiones su relación con Estados Unidos, país del que —no lo
olvidemos— es ciudadano, se ha desenvuelto de modo conflictivo. Soros se
distanció a comienzos de siglo de George Bush, pese a que compartían intereses
comunes; y más tarde se enfrentó a Donald Trump, contra el que orquestó y
financió Black Lives Matters y Antifa, con el expreso propósito de derribarlo, lo
que logró. Soros ha sido siempre un decidido partidario de los demócratas,
partido que colonizó junto con Hillary Clinton y los radicales de los sesenta para
transformarlo en un instrumento al servicio del globalismo.
Como se ha dicho, Soros lleva años financiando a grupos radicales, desde
activistas negros hasta antifascistas, a fin de promover la inestabilidad en su país.
Uno de ellos ha sido Black Lives Matter, pese a los desmentidos oficiales, que
estaba en el origen de la protesta destinada a derribar a Donald Trump. El
objetivo de Soros era sacar de la Casa Blanca a este para que Estados Unidos
volviera al sistema de relaciones internacionales anterior y terminase con las
políticas proteccionistas del neoyorquino. Para ello, Soros financió a los
movimientos expresamente contrarios al expresidente de Estados Unidos como
Not My President o Shame, además de promover la llamada «Marcha de las
Mujeres», que tuvo lugar por primera vez en enero de 2017, casualmente al
tiempo que Trump tomaba posesión. Una curiosa protesta contra un presidente
que no había comenzado a gobernar.
Una de las actividades más reconocibles de George Soros ha sido el impulso a
la inmigración en todo el mundo. Nadie ignora que es él quien ha estado detrás
de las caravanas que, desde Centroamérica, se han enviado a la frontera sur de
Estados Unidos. Pero, sin duda, la acusación más contundente es la del
presidente de gobierno húngaro, Víctor Orban: Soros no solo está detrás de las
riadas de ilegales que cruzan el Mediterráneo, sino que se inmiscuye en
cuestiones internas de los estados.16
Consideremos, de momento, la cuestión de la inmigración.
Entre las muchas tareas asignadas por Soros a sus oenegés, destaca por su
importancia la de la creación de canales, complementarios con los de las mafias,
para impulsar la emigración ilegal a través del Mediterráneo. Dicha emigración,
dirigida hacia el sur de Europa, ha tenido además la consecuencia de enfrentar a
un determinado número de países de la Unión Europea con la mayoría adicta a
Bruselas. Ese, sin duda, es uno de sus propósitos colaterales: la destrucción de la
Unión Europea, tal y como el propio Soros lleva pronosticando desde 2016.
Las organizaciones que actúan junto con las mafias en el Mediterráneo están
todas alineadas con el proyecto globalista. Una de las principales, MOAS (cuyas
siglas significan «Estación de Ayuda a los Migrantes en Alta Mar»), está ligada
a un empresario, Christopher Catrambone, importante donante de la campaña de
Hillary Clinton en 2016. Otro de sus colaboradores es Avaaz.org, brazo europeo
de Moveon.org, oenegé estadounidense de George Soros, y actualmente uno de
los principales sustentos del movimiento Black Lives Matters, y que nunca ha
escondido un radical posicionamiento antiTrump. Y Save the Children —
financiado por Open Society Foundation— ha sido relacionada por la fiscalía
italiana con las mafias de tráfico de inmigrantes, y ha venido operando a través
del barco Astral, propiedad de Open Arms y cedido por el multimillonario Livio
Lo Monaco.
La connivencia entre las oenegés de Soros y las mafias de tráfico de personas
en el Mediterráneo es algo más que materia de especulación. El director de
Frontex, Fabrice Leggeri, ha señalado que «algunas oenegés hacen de taxis para
el tráfico de seres humanos», mientras un fiscal italiano que investigó dicho
tráfico, Carmelo Zuccaro, estableció que «algunas oenegés podían estar
recibiendo financiación y ayuda de las mafias de tráfico de seres humanos; me
consta que hay contactos entre unos y otros».17
Los principales buques, como el Aquarius y el Dignidad 1, sin embargo, son
tripulados por Médicos Sin Fronteras, también propiedad de la Open Society. La
pretensión de que su ayuda es simplemente humanitaria y que no persigue
ningún otro fin se ha visto más que cuestionada. Recientemente, el responsable
en España de esta organización internacional ha declarado que hay que
incrementar el efecto llamada para atraer más emigración. Médicos Sin Fronteras
proclama que sus actividades solo tratan de aliviar situaciones de emergencia
humanitaria, sin intenciones ulteriores. Pero a la luz de sus propias declaraciones
tal pretensión resulta poco creíble.
La realidad es que, explícita o tácitamente, estas oenegés organizan el tráfico
de seres humanos en el Mediterráneo. Son ellos, junto con las mafias, quienes
provocan el fenómeno que dicen querer combatir. Incrementando el problema,
incluso han recabado y obtenido la ayuda de algunos estados, como sucedió en
los casos del Reina Sofía, de la marina española.18
El vínculo común a todos ellos es el magnate George Soros.
Soros, pese a su posición contraria a la Unión Europea, se ha ocupado de
encontrar amplio respaldo en las instituciones comunitarias. Poco antes de la
irrupción de la pandemia, la publicación francesa Valeurs Actuelles informaba
del modo en que Soros se había asegurado el control del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos, el conocido como Tribunal de Estrasburgo, lo que en su día
generó un cierto escándalo en nuestro vecino del norte.19
En los últimos diez años, siete oenegés vinculadas a Soros han estado
enviando sus jueces para formar parte de dicho tribunal. Veintidós de entre cien
tenían nexos directos con Soros o alguna de su organizaciones hace apenas unos
años. Actualmente, la cifra se ha incrementado sustancialmente.
Un ejemplo paradigmático es el del húngaro András Sajó. Desde hace
décadas su trabajo ha girado en torno a la presencia de los símbolos religiosos en
las sociedades y la abolición de la pena de muerte. Su condición de jurista de
alto nivel le cualificó para elaborar varias constituciones tras la época soviética.
Ha trabajado para Naciones Unidas y para el Banco Mundial. Lleva vinculado a
la Open Society Foundation desde 1988.
No es, pues, causal la jurisprudencia que va acumulando el Tribunal de
Estrasburgo, clave para la aprobación de las legislaciones europeas; así, los
hombres de Soros han podido obligar a Austria, Italia y Grecia a legalizar el
matrimonio del mismo sexo; a Polonia a promover o no actuar contra el aborto; a
Hungría a abolir la pena de cadena perpetua. Todo ello es posible debido a que
se suelen escoger los jueces de este tribunal de entre los procedentes de
organizaciones que no estén ligadas a instancias gubernamentales. Eso le
permite a Soros infiltrar a los suyos sin levantar sospechas.
Además, según se ha hecho público a partir de lo que se han llamado los
papeles de Soros, este controla o influye como mínimo sobre un tercio de los
europarlamentarios, al menos 226 diputados de un total de 751, según datos de
hace seis años; con seguridad, hoy serán muchos más.
Sumándose a otras muchas protestas que en absoluto se limitan a la Francia
en la que se ha publicado este artículo, el exeurodiputado Philippe de Villiers no
se ha privado de afirmar que George Soros tiene hoy más poder en las
instituciones europeas que una nación como Francia.
Soros y España
El informe Kissinger
A lo largo del tiempo, las instancias globalistas han ido siendo desplazadas, una
tras otra, por el surgimiento de nuevas organizaciones, más eficientes. En la
tercera década del siglo XXI, el Foro de Davos —las reuniones del Foro
Económico Mundial— encabeza la lista de las organizaciones globalistas; sus
orientaciones, en este momento, son determinantes para el mundo entero.
Del Foro de Davos ha salido la Agenda 2030, un diseño del mundo en origen
pensado para esa fecha, pero que los acontecimientos más recientes están
permitiendo adelantar. La publicitación de dicha Agenda —y el salto de las
reuniones del Foro Económico Mundial a los titulares de prensa— está abriendo
los ojos a muchas personas que hasta ahora archivaban las informaciones de este
tipo en el cajón de la conspiranoia.
En el mes de enero de 2021 volvieron a reunirse los representantes de la élite
mundial. Unas reuniones convocadas, al menos formalmente, por Klaus Schwab,
fundador del Fondo Económico Mundial. Tras la de este año, se ha anunciado en
la web de la organización que los planes previstos para la Agenda 2030 se
acelerarán, ya que la situación de pandemia mundial así lo permite. Se dice
textualmente: «Un aspecto positivo de la pandemia es que nos ha enseñado que
podemos introducir cambios radicales en nuestro estilo de vida con gran rapidez.
Los ciudadanos han demostrado con creces que están dispuestos a hacer
sacrificios por el bien de la atención sanitaria y otros trabajadores esenciales y
grupos de población vulnerables, como los ancianos. Es evidente que existe una
voluntad de construir una sociedad mejor y debemos aprovecharla para
garantizar el Gran Reinicio que necesitamos con tanta urgencia». Según Schwab,
la urgencia, además de la pandemia, procede de la emergencia climática.38 Pedro
Sánchez incidió en sede parlamentaria en el mismo punto, cuando dijo que la
situación generada por la crisis sanitaria suponía una oportunidad para acelerar
cambios que ya estaban en marcha.39
Hasta hace poco tiempo, ni los gobiernos, ni los estados, ni los organismos
internacionales, ni los poderes privados se atrevían a plantear un programa que
supusiese la intromisión en la vida privada de las personas. Pero esto ha
cambiado en las últimas décadas, y el proceso —en efecto— se está acelerando:
en Davos, acordes a los objetivos de la Agenda 2030, ya nos dicen cómo
viajaremos y qué comeremos en los próximos años.
En primer lugar, deberemos olvidarnos de viajar en avión. Para un europeo
medio, eso formará parte del pasado; solo si pertenece a la élite o bien si es un
alto ejecutivo y se lo paga su empresa, pisará un aeropuerto. Como ha dicho
Davos, «a partir de 2021, la forma de viajar de las clases medias debe cambiar
rotundamente». En lugar del viajar por el aire, lo hará por ferrocarril; según Bill
Gates: «Los viajes en avión se van a reducir a más de la mitad en estos próximos
años. Los aviones contaminan mucho». Las clases medias volverán al coche-
cama, ya que, en palabras del Foro del señor Schwab, «es maravilloso hacer
viajes en trenes nocturnos». El propio Schwab ha anunciado que jamás
recobraremos el mundo anterior al covid-19.40
La contaminación será la excusa que permita que solo los millonarios puedan
tomar un avión con asiduidad. También los ejecutivos y profesionales de las
grandes empresas. La población, convenientemente adoctrinada durante décadas,
se ha acostumbrado a profesar con unción religiosa el dogma del cambio
climático. Así que los vuelos serán, cada vez más, cosa del pasado para la
mayoría de nosotros.
Para Davos y la Agenda 2030, el modelo es China: serán las grandes
multinacionales y las multimillonarias fundaciones las que determinen las
políticas mundiales, a las que los estados pasarán a servir como brazo ejecutor.
Las tecnológicas impondrán sus condiciones, controlando de este modo la
libertad de expresión, para prestar un servicio del que ya nadie podrá prescindir.
Las elecciones se seguirán celebrando, pero nada se decidirá en ellas; serán los
conocidos filántropos y los ejecutivos de las redes sociales los que tomen las
decisiones por nosotros. Y lo harán siempre por nuestro bien.
Antes de la pandemia, más de mil cien millones de personas volaban
anualmente en la Unión Europea, mientras las rutas comerciales crecían sin
cesar, un fenómeno que venía sucediendo desde 1990. Pero, en los últimos años,
en muchos países de Europa —sobre todo de la Europa septentrional— se venía
desarrollando un movimiento conocido como «La vergüenza de volar». Se trata
de una iniciativa llamada «Stay on the ground» («quédate en tierra») desplegada
por las organizaciones ecologistas para frenar el uso del transporte aéreo bajo el
pretexto de que contamina de forma desproporcionada. Lo que, dicho sea de
paso, no es verdad. Pero el caso es que, en esos meses inmediatamente anteriores
a la pandemia, el tráfico aéreo descendió en Suecia hasta un 5%. Hoy, el
movimiento se extiende igualmente por Alemania, Holanda y Finlandia.
Una parte de su reivindicación puede ser razonable: la de potenciar los viajes
por tren de media distancia frente a la oferta en avión. El problema es que las
organizaciones ecologistas están tratando de imponerlo por las buenas o por las
malas. Así, Ecologistas en Acción ha manifestado que el puente aéreo entre
Madrid y Barcelona debería prohibirse porque, asegura, «es una locura
climática». Desde esta asociación se quejan de que «volar es muchas veces la
forma más barata de viajar. A veces ridículamente barata. Eso hace que
aparezcan nuevas compañías low cost cada año. Y que el resto entren en la
guerra de precios. Además, hay relación directa entre el aumento de operaciones
de aviación y las ventajas fiscales. Pero esto es debido a que no pagan impuestos
de queroseno. Tampoco pagan IVA…».
De hecho, el manifiesto «Me quedo en tierra» apunta hacia el apocalipticismo
climático, declarando que «cada día nos precipitamos un poco más hacia un
punto de no retorno. La especie humana ha sido capaz de salvar a sus bancos,
pero no a su biotipo».41
Desde posiciones más moderadas, se aconseja que los gobiernos se hagan
cargo del importe del billete de tren que excede el precio de la tarifa de avión
más barata, para disuadir a los consumidores de utilizar el transporte aéreo. En
los Parlamentos de Francia y Holanda se ha debatido la posibilidad de prohibir
los vuelos cuyas distancias se puedan cubrir en menos de dos horas y media por
tren, y en el primero se ha aprobado finalmente que los vuelos que se puedan
cubrir en menos de dos horas y media por tren se eliminen.
El radicalismo ecologista, dispuesto a todo con tal de imponer sus objetivos,
admite que «nadie concibe recorrer 12.000 kilómetros en coche para veranear
una semana», por lo que la consecuencia inevitable es que, según recoge el
propio manifiesto «Me quedo en tierra», «trasladarse en unas horas a varios
millares de kilómetros es un sueño que pertenece al pasado». Así que debemos
olvidarnos, salvo que se sea una persona muy adinerada, de los vuelos de larga
distancia para toda la vida.
En España, entretanto, el gobierno de Pedro Sánchez reparte con generosidad
subvenciones al ferrocarril42 mientras anuncia peajes al tráfico por autovías y
subidas de impuestos a los vehículos individuales y a la aviación civil.43 El caso
español muestra hasta qué extremo de sonrojo los gobiernos occidentales
ejecutan las políticas globalitarias.44
También se nos anuncia que dejaremos de comer carne en 2030, y por las
mismas razones ambientales. El precio de la que se produzca será prohibitivo
para la población general, y solo los muy ricos podrán consumirla. La
generación de un ambiente favorable al animalismo y la extensión del
veganismo han ido preparando el terreno durante años. Llegados a este punto, no
está previsto que la elección sea, exactamente, libre.45 El proceso ya ha
comenzado; se anuncia un incremento muy serio de los precios de los alimentos
en los mercados internacionales, que ya se está produciendo, y que se trasladará
al consumidor a lo largo de 2022 pero que ya se empezará a notar a fines del
actual año en curso.46
Gates, por su parte, no se ha cansado de repetir lo necesario que es disminuir
el consumo de carne y cómo, si la población no lo lleva a cabo de grado, habrá
que imponerlo por fuerza. «Hay que redirigir a la población a un consumo de
carne artificial», que será comercializada como «carne ética» y «dieta
sostenible». Gates es el mayor terrateniente de Estados Unidos y ha invertido
fuertes cantidades en Hampton Creek Foods, Memphis Meats, Impossible Foods
y Beyond Meat; sus empresas se están disparando en bolsa. Y además es
propietario de un fondo de inversión, Breakthrough Energy Ventures, que
promueve las energías limpias y verdes y que, por descontado, batalla sin
descanso contra el cambio climático.47
La campaña contra el vehículo privado hace mucho que comenzó. La excusa
es, claro, el cambio climático y la contaminación. Las ciudades se están
convirtiendo cada vez más en cotos cerrados, de las que es tan difícil salir como
entrar; en Londres se cobra una tasa disuasoria por acceder a la ciudad que, en
efecto, cumple su función con eficacia por debajo de determinadas rentas: el
centro de las ciudades es, cada vez más, un espacio privado de las clases
pudientes. Se ha generalizado el pago por aparcar, pese a que esto no ha
mejorado en ningún sentido el tráfico ni de las grandes ni de las ciudades
medianas o pequeñas. Las alertas por contaminación —que no se deben en
absoluto a la acción del vehículo privado, sino básicamente a las calefacciones—
y que se producen significativamente en invierno en los lugares que, como
Madrid, reciben poca lluvia, son otro impedimento importante para la entrada en
la ciudad. Se reservan espacios sin coches, en ocasiones grandes extensiones del
centro de las ciudades, y se promueve una movilidad de bajo nivel a partir de
bicicletas municipales y patinetes que ralentizan la velocidad media de
desplazamiento. Las multas a los automovilistas ascienden continuamente, el
control mediante radar se vuelve asfixiante y se disminuye la velocidad
permitida en carreteras y ciudades. Se anuncian peajes para autopistas y autovías
que encarecerán los desplazamientos personales y de mercancías, por lo que
estas se derivarán al ferrocarril. Están previstos más impuestos para el diesel,
mientras que una parte sustancial —hasta una tercera parte— de la ayuda
europea para la recuperación del covid estará destinada a políticas verdes entre
las que se encuentra el coche eléctrico.48
El objetivo no es fomentar el transporte público, sino obligar a su uso. El
horizonte del que nos advierten incluye la renuncia al vehículo privado para la
inmensa mayoría, que se verá obligada a compartir coche (algo que no es
novedad para mucha gente ya hoy, pero que aún presenta un carácter voluntario).
Sencillamente, la idea de poseer un coche propio irá desvaneciéndose, y será
considerada de forma creciente como un acto de insolidaridad hacia los demás.49
Tener la posibilidad de tomar uno aunque sea compartido, será visto como un
lujo del que sentirse agradecido.
Esa es una de las claves: lo que para nuestros padres, en muchos casos
nuestros abuelos y, desde luego, para todos los nacidos desde los cincuenta en
adelante, era normal y habitual, pasará a convertirse en un lujo. Desde los viajes
en avión hasta la utilización del coche; desde el consumo de carne hasta poseer
una casa y vivir en familia. ¿Exagerado?
En lo que el Foro Económico Mundial ha denominado como el Gran Reinicio
(Big Reseat), la élite no esconde sus objetivos. Las declaraciones de los
principales dirigentes a nivel nacional y a nivel mundial dejan poco lugar a la
duda. Bill Gates, Lagarde, Soros o Tedros Adhanom, como en nuestro país
Sánchez o Iglesias, han revelado, en ocasiones involuntariamente, el propósito
de todo el proceso que estamos viviendo, en el que la pandemia juega un papel
principal.
En diciembre de 2020, Klaus Schwab, el fundador del Foro Económico
Mundial, recomendó al gobierno británico —en el nombre, naturalmente, de la
salud— encerrar en prisión a aquellos que se empeñasen en celebrar la Navidad.
El control de la población, gracias a la pandemia, es ahora mucho más fácil que
hace apenas unos meses: en España, la población se encuentra monitorizada, a
través del teléfono móvil, con lo que su localización es automática. Una
monitorización, casualidades de la vida, que se aprobó apenas tres meses antes
que estallase la crisis del coronavirus.50
El control de la población es un requisito para ese Gran Reinicio y, al mismo
tiempo, un objetivo en sí mismo: la población es vista con desconfianza por la
élite, un elemento imprevisible que ha de dejar de serlo. Las formulaciones a
este respecto son inequívocas y tienen ya medio siglo, precediendo y
prefigurando el informe Kissinger: el notable miembro del CFR y consejero de
Seguridad Nacional Zbignew Bzerzinski escribía en 1971 cómo la tecnología
permitía un control exhaustivo de los ciudadanos, ya que «supone un control
social mayor en manos de élites que no están sujetas a las restricciones de los
valores tradicionales, por lo que pronto será posible asegurar la vigilancia casi
continua sobre cada ciudadano y mantener al día los archivos que contienen la
información más personal sobre el ciudadano, expedientes que estarán
disponibles con carácter inmediato para las autoridades».51 Bzerzinski falleció
en 2017 con sus vaticinios prontos a cumplirse: en efecto, el control actual era
solo un sueño (o una pesadilla) en los años setenta. Y, como Bzerzinski supo
ver, ha sido la tecnología lo que está permitiendo ese control. Una tecnología
que, para mayor ironía, en buena parte sufragamos de nuestros propios bolsillos.
Ese Gran Reinicio (o Gran Reajuste) ha sido proclamado a los cuatro vientos;
y, sin embargo, en nuestro país ha habido gente que no lo ha creído hasta que no
se hizo público el acto de «España 2050»52 presentando por Sánchez en mayo de
2021, en el que se anunciaron los objetivos de la política para las próximas
décadas. De hecho, las autoridades españolas exhiben la insignia de la Agenda
2030 sobre las solapas de sus trajes desde hace muchas fechas sin que ni la
población ni los medios hayan inquirido al respecto.
Los objetivos de la Agenda 2030 son claros, pero no parecen haber encendido
excesivas alarmas, salvo en algunos sectores. Y, sin embargo, en su
presentación, proclama sin ambages su propósito de terminar con la propiedad:
«No poseerás nada, pero serás feliz».53 El conocimiento de los fines de la
Agenda explica muchas de las cosas que están sucediendo en el mundo y, más
concretamente, en España.
Cabe recordar, y son ya muchas casualidades, que el PSOE propuso el 24 de
abril de 2020 la supresión del dinero en efectivo mediante una PNL en el
Congreso de los Diputados en la que se pedía «la eliminación gradual del pago
en efectivo, con el horizonte de la desaparición definitiva».54 El estupor en las
filas del resto de los grupos políticos hizo recular al partido del gobierno, que se
vio obligado a precisar que lo que planteaba no eran «reformas a corto plazo
para acabar con el dinero en efectivo», sino abrir un debate sobre el uso del
dinero en efectivo.
Pero el PSOE —una verdadera sucursal del globalismo en España— no ceja
en su empeño. Pues en lugar de disuadirle, el fracaso no le ha hecho sino
modificar su táctica: con la excusa de terminar con el fraude fiscal, plantea
reducir los pagos en metálico hasta los 1.000 euros. Cuando la medida entró en
vigor, en julio de 2021, el comercio puso el grito en el cielo; lo que le faltaba a
una economía española que salía de la pandemia ciertamente maltrecha eran ese
tipo de medidas. La limitación del pago en metálico desincentivaba el consumo
justo en vísperas de la campaña de verano, sobre todo de cara a los turistas.
Desde hace dos décadas, se está intentando atraer a clientes con alto poder
adquisitivo, que prefieren acudir a las grandes ciudades europeas para comprar;
no digamos tras la llegada en masa del turismo chino a Europa. España, uno de
los principales destinos turísticos del mundo, no aparece, sin embargo, entre los
veinte primeros países del turismo de compras, lo que hizo que en 2015, el Plan
de Turismo de Compras se planteara su atracción. La medida sobre el control del
gasto en metálico, que ha provocado la protesta del sector en su conjunto, solo
beneficia a los bancos, que se lucran de cada transacción.55
Incluso el Banco Central Europeo había reconvenido al gobierno,
considerando la propuesta «desproporcionada, a la luz del impacto
potencialmente adverso que originaría en el sistema de pagos». Mario Draghi,
expresidente del BCE ha explicado que «el efectivo es apreciado como un
instrumento de pago porque es aceptado por todos, de forma rápida y facilitando
el control sobre el gasto del pagador. Además, es el único medio de pago que
permite a los ciudadanos transacciones líquidas e instantáneas sin tener que
pagar tarifas por el uso de este medio de pago».56
Por su parte, la Comisión Europea declaró en 2010 que el efectivo es
imprescindible para las transacciones minoristas. Y esa es quizá la clave. Las
grandes instituciones de la Unión tienen miedo. En 2016 se efectuó un
experimento semejante en la India y el resultado fue un caos financiero al que
costó poner fin. La explicación oficial fue que había que aflorar la economía
sumergida y combatir la falsificación de moneda que ayudaba a la financiación
del terrorismo; además, se trataba de ayudar a los pobres mediante su inclusión
en el sistema financiero.
Quizá no sea causal que en ese momento existiera una estrecha cooperación
entre el Banco Central Indio y la Fundación Gates. El economista alemán
Norbert Haring ha declarado públicamente que es cierta la intención de
digitalizar el dinero por parte de Visa, Mastercad y el Fondo Monetario
Internacional. El proyecto es iniciativa de Bill Gates, que ha puesto en marcha
una alianza denominada «Better than Cash» («Mejor que el efectivo») junto con
Citibank, quienes han declarado que el propósito es el de «reducir la pobreza e
impulsar el crecimiento inclusivo».57 A la de Gates se han sumado un sinfín de
entidades de dimensión mundial.
Es evidente —y todo ello está muy reciente— que se ha aprovechado la
situación generada por el covid-19 para impulsar estos proyectos. Los bancos de
todo el mundo han realizado campañas para que los clientes usen internet,
paguen con el móvil o con tarjeta. En España, el gobierno incluso ha esgrimido
el falso argumento del contagio a través del dinero para promover su abandono,
mientras las entidades bancarias elevaban el importe de las compras para exigir
la introducción del pin en una transacción.
Hace casi una década que las grandes compañías como Visa o Mastercard
están tratando de que abandonemos el dinero y paguemos con tarjeta. En las
campañas para promover el uso exclusivo de tarjetas no han ahorrado ningún
argumento, por truculento que fuese. El preferido ha sido siempre el del contagio
de enfermedades, sobre todo la gripe. La estrategia ha abarcado la mayor parte
de los países occidentales, con diferentes grados de terror social.58
Lo que es indiscutible es que asistimos a un proceso general de digitalización
de la economía. Aunque la población no ha sido advertida, no estamos lejos de
eliminar el dinero en efectivo. En este momento, el desarrollo de las monedas
digitales emitidas por los bancos centrales está bastante avanzado. Obviamente,
hay sectores de la población que quedarían al margen de dicha digitalización,
por razones de edad, de formación, de estatus socioeconómico o por ubicación
geográfica.
Pero el verdadero problema procede de la capacidad de control sobre la
población que otorgaría a los gobiernos y a los emisores de la moneda digital.
Algo que ya está en marcha en China a través de las aplicaciones WeChat y
AliPay, utilizadas para pagar y para relacionarse, esenciales para los programas
de monitorización de la población del gobierno chino.
Como ha quedado dicho, la Agenda 2030 es un programa de ingeniería social
que pretende reconfigurar el mundo tal y como lo hemos conocido hasta ahora,
con el control demográfico como aspecto clave. Dicho control incluye otros
aspectos, como son los relativos a la salud y a los «derechos» sexuales. El Fondo
de Población de Naciones Unidas asegura que «las cuestiones relativas a la salud
y los derechos sexuales y reproductivos no pueden separarse de las relativas a la
igualdad de género. Y, por efecto acumulativo, la negación de estos derechos
agrava la pobreza y la desigualdad basada en el género».59
El diseño de la Agenda 2030, lógicamente pensado para que la población lo
asuma, trata de ocultar la naturaleza elitista del proyecto. Entretanto, en los
últimos años hemos asistido a un menoscabo de la idea de igualdad ante la ley,
sobre todo a partir de las políticas irónicamente llamadas de «igualdad». A
través de una tergiversación del concepto que ha consistido en considerar la
igualdad como finalidad en lugar de como condición, se ha asentado la idea de
que los colectivos victimizados (mujeres, homosexuales, trans, inmigrantes,
republicanos…) han de gozar de mejor derecho que el ciudadano medio, al
instrumentalizarse como una herramienta para la obtención de una finalidad
ideológica.
Además, hemos aceptado sin apenas aspavientos que los grupos sociales más
poderosos estén exentos de las obligaciones que ellos mismos imponen a otros.
Así, hemos visto cómo, en las ruedas de prensa, los políticos se han eximido a sí
mismos de ponerse la mascarilla con la que nos han embozado a los demás; y,
por seguir con la mascarilla, el mismo fenómeno ha tenido lugar con los
futbolistas profesionales, mientras los amateurs han sido obligados a jugar con
ella; o hemos tenido que soportar los interminables sermones y las
imprecaciones de los tertulianos habituales tronando contra la irresponsabilidad
de la población mientras ellos se sentaban a menos de un metro de sus
compañeros de mesa… por supuesto sin mascarilla alguna.
Esa idea de que los grupos sociales privilegiados quedan más allá de las
normas que estos imponen a los demás es persistente. Las formas de vida que
nos han diseñado son, en su vertiente más positiva, aplicables a ellos, y en la más
negativa, a nosotros.
Han trascendido, un tanto en voz baja, las actitudes de los grandes prebostes
de las big tech al respecto —¡precisamente!— de la tecnología. En el mundo del
subsuelo ciudadano hay tortas por tecnificar las aulas, los colegios, la enseñanza.
Los directores de enseñanzas medias se devanan los sesos tratando de ser
competitivos frente a otros centros que ofertan una panoplia tecnológica más
agresiva. Nada importan los contenidos, nada el conocimiento; lo esencial es que
sepan manejar la maquinaria tecnológica. Todo el contenido del mundo está a un
clic; si se sabe manejar, la sabiduría es cosa de nanosegundos. ¿Verdaderamente
es así? ¿Es la tecnología la clave de la sabiduría del futuro?
La actitud de los ceos de las big tech no deja lugar a la duda. Todos ellos
llevan a sus hijos a escuelas a la vieja usanza en Silicon Valley, con pizarras
sobre las que se escribe con tiza. Los hijos de Steve Jobs no utilizaban el iPad,
convencido de que era nocivo para su desarrollo cognitivo. Chris Anderson —
editor de Wired, la revista big tech por excelencia— asegura que trata de evitar
que sus hijos sean víctimas de adicciones tecnológicas como le ha pasado a él:
«Lo he visto en mi persona, no quiero que a mis hijos les pase lo mismo».
¿Qué es lo que Anderson no quiere que les pase a sus hijos? Pues
básicamente la adicción a los dispositivos electrónicos, a los teléfonos
inteligentes, a las tabletas, a los ordenadores y a la pornografía, consumida de
forma cada vez más precoz. Y lo mismo asegura Evan Williams, creador de
Twitter, quien ha optado por que sus hijos prescindan de las «ventajas»
tecnológicas y dediquen su tiempo a «los cientos de libros a los que pueden
acceder en casa».60
Los miembros de las élites tienen claro la diferencia entre lo que es adecuado
para ellos y para el resto del mundo. Y saben que entre ambos se abre un abismo.
Es algo semejante a lo que sucede con los traficantes de droga: jamás consumen
su propia mercancía. Su prosperidad como grupo (alguien estaría tentado de
escribir «como clase») depende de que logren disuadir a los demás de que
aquello que venden —y que se niegan a consumir— es bueno para ellos. En la
mayor parte de casos, lo consiguen.
La idea misma de la Agenda 2030 de limitar los vuelos domésticos o
nacionales tiene un cariz abiertamente elitista, como ha quedado expuesto
abundantemente. En ese sector, justamente, no se han ahorrado gestos
ciertamente reveladores de lo que nos aguarda. En los momentos más duros del
confinamiento y las restricciones, las élites se autoexcluían de las normas
generales. Así, los viajeros de negocios de alto valor (o sea, ellos) estaban —y
siguen estando— exentos de la cuarentena en Inglaterra; a los que sumar actores,
periodistas y deportistas de élite. Y es que el mundo del futuro es suyo: usted
será privado de las cosas que venía considerando normales, o habituales,
convertidas ahora en un lujo. Mientras la casta mundialista recorre el mundo en
Business Class, duerme en hoteles de siete estrellas (existen) y disfrutan de otras
muchas ventajas que para qué detallar, usted cada vez podrá adquirir menos
bienes y servicios, y ambos de peor calidad.61
En España, nuestra casta se obsequiaba con la famosa cena del aniversario de
un periódico digital en la que se reunió a un grupo de comensales en número
muy superior al permitido para el común de los mortales y no se guardó la
mínima distancia de seguridad.62 El remate fueron las fotografías que se
publicaron en las que se veía a políticos del gobierno, Adriana Lastra y José Luis
Ábalos, fumando sin mascarilla y sin respetar la distancia de seguridad que ellos
imponen a los demás. Todo un ejemplo del desprecio que los grupos dominantes
sienten por su pueblo.63 Algo que no puede extrañar en exceso cuando echamos
la vista atrás y vemos cómo el presidente de gobierno hizo caso omiso de su
propia normativa, saltándose olímpicamente la cuarentena a la que estaba
obligado al detectarse cuatro positivos en su entorno: su mujer, su madre, su
suegro y la vicepresidente Calvo. En la misma situación se hallaba el
vicepresidente Iglesias, que también se negó a cumplir el preceptivo encierro de
dos semanas, pese a que Irene Montero era positivo y estaba sometida a la
cuarentena.64
Por supuesto, cualquier otro ciudadano habría sido duramente multado si
hubiese obrado del mismo modo. Pero la élite está al margen de la ley;
recordemos cómo la destrucción del concepto de igualdad ante la ley ya ha
desaparecido del horizonte de los españoles por mor de las políticas de género.
La oportunidad de la pandemia
Desde los años noventa, con la caída del muro de Berlín y el desmantelamiento
del bloque soviético, el globalismo vivía su edad de oro. Era el triunfo del
capitalismo y de la democracia liberal, anticipado por lo que algunos quisieron
interpretar como «el fin de la historia». No insistiremos en este punto por ser
sobradamente conocido.
Sin embargo, y pese al insospechado surgimiento del islam como factor
geoestratégico mundial, la carencia de un enemigo ideológico en su ámbito —el
comunismo, hasta entonces— precipitó a Occidente por la pendiente de la
indigencia moral, acercándolo peligrosamente a la senda de la autodestrucción
de la que hasta hoy no ha salido. Fenómenos como la inmigración masiva, la
ideología de género, el hundimiento demográfico y las políticas de libre mercado
mundial se vieron crecientemente contestados en todo el mundo occidental;
surgió una respuesta escasamente coordinada pero efectiva, casi instintiva, de
defensa de los perdedores de la globalización frente a unas élites de insaciable
voracidad.
El atrevimiento de la oligarquía había llegado al extremo de hacer pública su
preocupación por el alargamiento de la esperanza de vida de la gente. En abril de
2012, en la nota de prensa del capítulo 4 de su «Informe sobre la estabilidad
financiera global», el FMI hizo una «reflexión» pública acerca de los costos
financieros que suponía la «longevidad excesiva» de los ancianos:
Vivir hoy más años es un hecho muy positivo que ha mejorado el bienestar individual. Pero la
prolongación de la esperanza de vida acarrea costos financieros para los gobiernos, a través de los planes
de jubilación del personal y los sistemas de seguridad social, para las empresas con planes de
prestaciones jubilatorias definidas, para las compañías de seguros que venden rentas vitalicias y para los
particulares que carecen de prestaciones jubilatorias garantizadas.
Las implicaciones financieras de que la gente viva más de lo esperado (el llamado riesgo de
longevidad) son muy grandes. Si el promedio de vida aumentara para el año 2050 tres años más de lo
previsto hoy, los costes del envejecimiento —que ya son enormes— aumentarían un 50%.
El riesgo de longevidad es un tema que exige más atención ya, en vista de la magnitud de su impacto
financiero y de que las medidas eficaces de mitigación tardan años en dar fruto.
Para neutralizar los efectos financieros del riesgo de longevidad, es necesario combinar aumentos de
la edad de jubilación (obligatoria o voluntaria) y de las contribuciones a los planes de jubilación con
recortes de las prestaciones futuras.
Los gobiernos deben:
1. Reconocer que se encuentran expuestos al riesgo de longevidad.
2. Adoptar métodos para compartir mejor el riesgo con los organizadores de los planes de pensiones
del sector privado y los particulares.
3. Promover el crecimiento de mercados para la transferencia del riesgo de longevidad.
65
4. Divulgar mayor información sobre la longevidad y la preparación financiera para la jubilación.
WUHAN
«Toda verdad pasa por tres etapas antes de ser reconocida. En la primera es ridiculizada. En la
segunda genera una violenta oposición. En la tercera resulta aceptada como si fuera algo evidente».
ARTHUR SCHOPENHAUER
Eso de que el covid-19 apareció tras una contaminación ocurrida en un mercado de animales salvajes, en
Wuhan, es una bella leyenda. Imposible. Los científicos chinos son grandes especialistas. El virus salió
de un laboratorio de Wuhan.
En el laboratorio de la ciudad de Wuhan trabajan grandes especialistas en los coronavirus desde el
principio del año 2000. Son grandes expertos en ese terreno. Trabajando con mi colega y amigo Jean-
Claude Perez, matemático, hemos analizado hasta en los mínimos detalles la secuencia del
descubrimiento y propagación del covid-19. Y creemos bastante plausible que el genoma completo de
este coronavirus tiene secuencias muy semejantes a las del VIH, el virus del sida. Y pudo ser fabricado,
producido, en un laboratorio chino.
Una investigación adecuada debe ser transparente, objetiva, basada en datos, incluida una amplia
experiencia, sujeta a una supervisión independiente y gestionada responsablemente para minimizar el
impacto de los conflictos de intereses. Tanto las agencias de salud pública como los laboratorios de
investigación deben abrir sus registros al público. Los investigadores deben documentar la veracidad y
procedencia de los datos a partir de los cuales se realizan análisis y se extraen conclusiones, de modo
que los análisis sean reproducibles por expertos independientes.
Sobre todo por la evidente razón, que hasta entonces no parecía ocupar a los
dirigentes de la OMS —al menos en la medida en que sus investigaciones eran
mucho más políticas que científicas, como ahora se está demostrando—, de que
«saber cómo surgió el covid-19 es fundamental para informar estrategias
globales a fin de mitigar el riesgo de futuros brotes».
La argumentación era demoledora:
«Las compañías farmacéuticas son mejores inventando enfermedades para medicamentos que ya
existen, que inventando medicamentos para enfermedades que ya existen».
NASSIM TALEB
Velásquez sabe de lo que habla: trabajó durante veinte años para la OMS, y
creó la Unidad de Economía de la Salud y Financiación de los Medicamentos de
la Organización Mundial de la Salud, además de convertirse en director del
Secretariado de la OMS para la Salud Pública, la Innovación y la Propiedad
Intelectual. Su denuncia de lo que está pasando afecta a poderosos sectores
económicos, lo que ha valido ser objeto de amenazas y agresiones físicas en
varias ocasiones.
Velásquez sigue explicando:
Un ejemplo: el 90% del Programa de Medicamentos (que dirigió él mismo) ahora está financiado por la
Fundación Bill y Melinda Gates, quienes están dando el dinero solo para los asuntos que le interesan a
Bill Gates, de tal manera que el programa solo se centra en los proyectos determinados por este, el resto
se queda sobre el papel. Por ejemplo, ya no se trabaja nada sobre el programa de uso racional de los
medicamentos.
Las vacunas
Una de las cuestiones que más ha llamado la atención a lo largo de esta
pandemia ha sido el tesón con el que se ha depositado toda esperanza en las
vacunas, única y exclusivamente en las vacunas. Junto a ello, no puede dejar de
mencionarse el escasísimo tiempo en el que estas se han desarrollado, algo
también sorprendente teniendo en cuenta que se partía teóricamente de cero y
que no era seguro que se pudiesen obtener.
La persistente siembra de miedo de la pandemia —el miedo más universal
desde la Segunda Guerra Mundial— encontró su contrapartida en la esperanza
de la vacuna. Si algún sentimiento ha caracterizado el último año y medio de
vida sobre el planeta ha sido, sin duda, el miedo. Y no un miedo cualquiera: un
miedo devenido en pánico, un miedo paralizante, que ha encerrado en sus casas
a cientos de millones de personas, que les ha conducido a la aceptación sumisa
de una dudosa mascarilla, que les ha impedido relacionarse con sus seres
queridos y que les ha enseñado que el prójimo, lejos de ser digno de amor, es un
probable agente patógeno, generalizándose tanto la maledicencia como la
delación, dos de las principales taras sociales.
El miedo ha sido generado desde el poder; desde el político y desde los
centros de difusión científica, eficazmente secundado por los medios de
comunicación. La estrategia ha sido común a todos los países occidentales,
aunque quizá en el nuestro ha mostrado características particularmente agresivas.
El peligro de los contagios y de las muertes se ha hiperbolizado, se han
escenificados paisajes de terror absurdos, se han implantado costumbres
higiénicas carentes de todo sentido, difundiéndose una y otra vez el peligro
mismo acerca del aire que respiramos, del suelo que pisamos, de los objetos que
tocamos.
Decir que todo ello ha sido planificado no es un abuso ni una interpretación
conspiranoica. Es algo que se desprende con claridad de los hechos, pero que
además está siendo paulatinamente reconocido por quienes, precisamente,
crearon esa atmósfera de terror, aún no completamente disipada. Al respecto se
ha publicado un libro que firma Laura Dodsworth, ampliamente comentado en la
prensa británica, que resulta bastante clarificador ya en su título: State of Fear.
Dodsworth ha recogido las reflexiones y los hechos de un grupo de científicos
que confiesan haber contribuido a instalar el miedo en la población de un modo
deliberado. Admiten que existía el propósito explícito de aterrorizar a la gente a
fin de que sintiese la amenaza del virus como real. Para ello se creó un comité
llamado Scientific Pandemic Influenza Group on Behaviour, del que uno de sus
miembros, Gavin Morgan, ha declarado que el empleo que se hizo del miedo es
evidentemente «totalitario» y «carente de ética». Psicólogo, sostiene que su
punto de vista sobre la gente ha cambiado, volviéndose mucho más pesimista a
raíz de su comportamiento durante la pandemia.
«El poder político —reflexiona Morgan— ha exagerado la amenaza para
justificar los confinamientos y la obediencia». También recoge Dodsworth unas
reveladoras confesiones de otro científico: «En marzo de 2020, el gobierno
debatió aumentar la alarma social para incrementar el nivel de obediencia; el uso
del miedo ha sido un experimento extraño…». Prosigue otro miembro del grupo:
«La clave era hacerse con el control y empujarnos a hacer cosas que de otro
modo no hubieran sido posibles. Las noticias eran todas terribles, muertes y más
muertes, y contagios y más contagios…».
El impacto de estas declaraciones en el Reino Unido ha sido grande. El
presidente segundo del Grupo de Recuperación del covid, el conservador Steve
Baker, ha declarado que «si es verdad que desde el Estado se tomó la decisión de
aterrorizar a la gente para que obedeciera las leyes, este hecho plantea cuestiones
muy serias acerca de la sociedad en la que queremos vivir. Por ser
completamente honesto, ¿temo hoy que las políticas del gobierno estén
enraizadas en el totalitarismo? Sí, así es».166
En España, el poder político gubernamental y autonómico actuó de forma
muy semejante, en vista de la sumisión de la población, y en medio de una
información controlada y un funcionamiento político dispuesto que permitía una
completa discrecionalidad al gobierno. La atmósfera de pánico duró meses,
durante los que no existió otra cosa más que el covid-19.
A fines del invierno de 2021, los medios y numerosos médicos
protagonizaron una epifanía del terror que llamaron la «cuarta ola». Desde
febrero trataron de convencernos de que nos asomábamos al abismo y de que,
antes, durante o después de la Semana Santa, se produciría una inevitable y
particularmente terrible cuarta ola, producto de nuestra irresponsabilidad. Este
ha sido un tema recurrente: la responsabilidad no es de las autoridades, mucho
menos del gobierno: la responsabilidad es nuestra, porque, pese a todo,
invitamos a escondidas a gente a nuestra casa, porque no nos ajustamos bien la
mascarilla, no nos cruzamos de acera de camino al supermercado o nos
empecinamos en visitar a nuestros padres; en definitiva, somos un desastre,
incapaces de estar a la altura de las recomendaciones de nuestras autoridades.
Objetivo con el que los medios se han ensañado en particular han sido los
jóvenes. Desde el principio de la pandemia, han tenido la culpa de todo. Pese a
que estuvimos encerrados durante más de dos meses, sin apenas asomar la nariz
más allá de la esquina de nuestra manzana —en el mejor de los casos y si uno
tenía perro—, por misteriosos caminos los jóvenes expandían el mal. Y allá por
el mes de junio de 2020, en cuanto se pudo pasear, policías, medios de
comunicación, políticos, drones, vecinos y, en fin, la habitual panoplia
biempensante, les acusaron airadamente. Y aunque la verdad es que pocas veces
se habrá visto una generación más obediente, se convirtieron en cabeza de turco;
cada repunte de los rastreos que PCR en mano barrían las calles de nuestras
ciudades era atribuido invariablemente a los jóvenes. Así, en conjunto: los
jóvenes. Cualquier momento parecía bueno: incluso cuando se había producido
un desplome de casos, y las muertes diarias habían bajado a ocho —lo que
representaba bastante menos del 1% de todos los fallecimientos en España—, la
prensa seguía cargando contra ellos: en julio de 2021, la prensa titulaba: «Los
jóvenes disparan la incidencia 70 puntos en 24 horas».167
Esa cuarta ola nos fue anunciada a bombo y platillo por los agoreros del
Apocalipsis. Porque sí, el Apocalipsis sanitario ha tenido sus cuatro jinetes. Sin
desmerecer a nadie —porque son legión quienes podrían optar con sobrados
méritos a tan distinguida consideración—, el escuadrón apocalíptico estaría
formado por Margarita del Val, César Carballo, José Antonio López Guerrero y
Daniel López Acuña. Que me disculpen los que durante estos largos meses han
venido acumulando sobrados méritos, acaso no mucho menores, por los diversos
platós de la geografía patria y no han sido incluidos.
Pues bien, Margarita del Val —viróloga e inmunóloga del CSIC— aseguraba
el 27 de febrero que lo peor estaba por venir. La cuarta ola era inevitable. Y con
la llegada de la Semana Santa, los resultados no podían sino abocarnos a la
catástrofe.168 Una pléyade de científicos se sumaba, un mes más tarde, a las tesis
catastrofistas; López Acuña llamaba a la prudencia ante el escaso ritmo de
vacunación, causa de que la pandemia careciese de diques de contención. Como
en una pesadilla dickensiana, la presidente de la Sociedad Epidemiológica, Elena
Vanessa Martínez, invocaba el espíritu de las Navidades pasadas. «La situación
empieza a recordar lo que pasó justo antes de las Navidades». El soniquete era
siempre el mismo: «Hay que ser más restrictivos». Lo que no termina de
entenderse muy bien, ya que, a fin de cuentas, la cuarta ola era «inevitable».169
Quizá por eso, Margarita del Val insistía: «Debemos salvar personas, y no la
Semana Santa». La cuarta ola estaba al caer; la última semana de marzo, se
atrevía a predecir del Val.170
La consecuencia era que el terror ya estaba sembrado. La Junta de Andalucía
pedía responsabilidad a los ciudadanos ante el «monstruoso» esfuerzo que las
autoridades estaban realizando, obviamente en beneficio de la población.171
Cualquier rebrote tenía clara su causa: los irresponsables. O sea, cualquiera
excepto las autoridades. Por eso, Pedro Sánchez se podía permitir la reflexión
pública: «La cuarta ola ya ha dado sus primeros avisos y, por fortuna, lo ha
hecho con menos intensidad en España que en otros países europeos. Pero no
podemos relajarnos, por lo que propongo seguir resistiendo para dejar atrás la
pesadilla de esta pandemia. No podemos bajar la guardia y comportarnos como
si el virus no existiera».172 ¿Cómo no temer la cuarta ola si los científicos (o
mejor, «la ciencia»), los médicos, los medios de comunicación y el presidente
del gobierno no hacían más que hablar de ella?
Ignoramos si las palabras de Sánchez provenían de la asesoría de ese comité
de expertos que jamás existió. Un comité de expertos en el que tampoco
sabemos si figuraría en algún momento Santiago García Cremades, matemático
experto en aconsejar restricciones y limitaciones de todo tipo y abonado a La
Sexta (y meritorio candidato al escuadrón apocalíptico, de admitir este un quinto
miembro). Y es que «el repunte de contagios va a ser clarísimo; solo esperamos
que la cuarta ola no cause tantos fallecidos como la segunda». Poco margen
quedaba para la esperanza, porque el rebrote que se advertía iba a ser «más
parecido a la segunda que a la tercera ola, que es algo que hay que tener en
cuenta».173
Pero, como de costumbre, la palma visionaria se la llevaba el ínclito doctor
César Carballo. «Viene la Semana Santa y no hemos hecho los deberes»,
advertía. «Sin duda sufriremos una cuarta ola» que, como había advertido
Angela Merkel —argumentaba Carballo—, haría surgir una pandemia «más
agresiva». Todo, porque no habían sabido detectar el secreto último de las
pandemias, que reside en que hay que «tomar medidas más restrictivas
precisamente cuando los casos van bien».174
Según trascurrían las fechas, y a la vista de que nada de lo que habían
profetizado sucedía, los posicionamientos se enrocaban. A fines de marzo no
podía dejar de causar estupor el que, llegadas las fechas en que los contagios
debían estar próximos al paroxismo, no estuviera sucediendo nada de eso. Pero
Carballo no cejaba: nada de salir de sus comunidades autónomas, de sus
provincias, de sus barrios: «¡Métanse en casa!», tronaba con acentos
escatológicos.175 Pero, en fin, como había que mantener el discurso a toda costa,
Olga Mediano, neumóloga habitual de los platós, advertía sin arriesgar en exceso
que «podemos enfrentarnos a una cuarta ola después de Semana Santa».176 La
realidad es que nada de lo que se venía avisando estaba sucediendo, aunque los
agoreros desplazasen los vaticinios unas semanas; en un esfuerzo final, una
verdadera tropa de «especialistas» salía a arropar la consigna ministerial: «Salvar
vidas, no la Semana Santa».177
¿Se cumplieron las profecías y vaticinios? En absoluto: al contrario, lo que
sucedió fue que, mediado abril, estaba muriendo menos gente de lo que es
habitual en un mes de abril cualquiera. En ciudades como Madrid, un 8% menos.
El descenso de la mortalidad fue muy pronunciado, casi tanto como sucedió en
2020 un mes más tarde. En un alarde de resignación, algunos casi parecían
lamentar el penoso fracaso de sus pronósticos. «La cuarta ola no se decide a
explotar», se leía en los titulares de La Sexta; y si no había explotado, ¿por qué
hablamos de «cuarta ola»? Las olas parecían haber alcanzado una condición
metafísica; no era necesario que existieran en la realidad, bastaba que lo hicieran
como simple concepto.
Para cuando estas cosas sucedían, ya entrado el mes de abril, Margarita del
Val hacía campaña por las verificadoras a las que, claro, no se les había ocurrido
verificar las predicciones de la señora del Val.178
Y es que desde que estalló todo este asunto nos hemos visto envueltos en una
especie de niebla informativa compuesta de incoherencias, contradicciones y
falsedades. En el nombre de la salud nos impidieron salir de casa o de nuestro
barrio y, durante mucho tiempo, no pudimos cruzar el límite de la comunidad
autónoma vecina, aunque sí podíamos ir a Moscú o a Johannesburgo. Nos
impusieron un bozal urbi et orbi, nos prohibieron acercarnos a nuestros seres
queridos y nos recluyeron en casa, aunque muchos de entre los más reputados
especialistas del mundo hacía tiempo que habían determinado que las
mascarillas no sirven para nada en espacios abiertos, que los confinamientos son
contraproducentes y que los virus no se activan a las once de la noche. Pues
bien: todo eso daba igual. Nuestros políticos, del ámbito local, autonómico o
nacional, seguían impertérritos, inasequibles al argumento, ensimismados en sus
restricciones y prohibiciones, como un niño con su nuevo juguete, impunes
gracias a la impagable labor propagandística de unos medios de comunicación
que oficiaron como altavoces de sus amos. Y todo ello, mientras nuestros
científicos de plató colmaban su vanidad abriéndose paso a codazos en las
televisiones.
No es, pues, extraño, que tres cuartas partes de los ciudadanos de todo el
mundo estén de acuerdo con las medidas obligatorias —tales como el «pasaporte
verde» para autorizar los desplazamientos por el planeta—. Casi todos ellos
están a favor de que se utilicen también para autorizar la entrada en estadios y en
salas de conciertos. Más de la mitad no tiene objeción a que se exija igualmente
para tiendas, oficinas y restaurantes. Las encuestas también muestran que la
mayoría de las personas favorables a tales medidas creen que estas deben estar
vigentes solo durante un periodo concreto de tiempo; pero ya existe un 13% que
considera que tal sistema debe ser mantenido indefinidamente. Si finalmente se
aprueba esto, y no olvidemos que está impulsado por el Foro Económico
Mundial, resultará imposible eliminarlo. Un mecanismo de control planetario se
habrá puesto en marcha; es posible que dentro de no mucho ya no haya más
encuestas al respecto.
De modo que es fácil imaginar el estremecimiento de alivio que recorrió los
ánimos de miles de millones de humanos a lo largo de todo el planeta cuando se
prometió una pronta vacuna. El impulso para su elaboración se obtuvo a través
de entidades privadas a las que se financió generosamente, otra vez, con dinero
público. Así, en España, el presidente Sánchez anunció la donación de 50
millones de euros a esas organizaciones que si algo necesitan no es precisamente
dinero. Entre otras cosas, solo la Fundación Bill y Melinda Gates ha donado a
GAVI 1.500 millones de dólares, treinta veces más.
GAVI es la Alianza Mundial para las Vacunas y la Inmunización, y en ella
tienen parte organizaciones tanto públicas como privadas, según el diseño
mundialista de los últimos años. Así, UNICEF, el Banco Mundial, la OMS y la
industria farmacéutica participada por diversos estados tienen un papel principal;
sin olvidar que muchas de estas instituciones se encuentran, a su vez, financiadas
por capital privado. Por ejemplo, la Fundación Bill y Melinda Gates es el primer
financiador de la Organización Mundial de la Salud. A su vez, GAVI es,
también, uno de los fundadores de la Alianza para la Identidad Digital ID2020
cuyo objetivo es el control de la población y otro de cuyos socios es la
Fundación Rockefeller.
El desarrollo de la vacuna fue extraordinariamente veloz. Lo que
normalmente lleva ocho años se consiguió en ocho meses; algunos lo calificaron
de milagro; otros, de chapuza. En realidad, se ha tratado de una carrera
comercial; una carrera comercial entre algunas de las empresas más
desaprensivas y deshonestas del mundo, pero de las que depende la salud de la
población en un momento crítico de nuestra historia. El objetivo era el de
posicionarse del mejor modo posible en el mercado, y eso exigía aportar unos
resultados de eficacia probada. Con los antecedentes, sin embargo, se podía
esperar cualquier cosa, como el doctor Gøtzsche había demostrado unos años
atrás. Y, en efecto, así fue.
Las vacunas se comercializaron mucho antes de lo que era recomendable, por
lo que no recibieron la aprobación de las agencias mundiales, como la FDA y la
AEM, sino tan solo una autorización para su utilización de emergencia. Las
peticiones de voluntarios para probar la vacuna en sus ensayos experimentales
eran claras: se formarían dos grupos, divididos por edades: uno, de mayores de
sesenta y cinco años y otro de entre dieciocho y cincuenta y cinco años. Los
voluntarios serían personas sanas, sin antecedentes de contagio por covid-19 y
sin ninguna infección de SARS-CoV-2. Se puso especial énfasis en que los
participantes no tuvieran anticuerpos, algo en lo que siempre insistirían los
fabricantes. La necesidad de alcanzar dicha certeza era tal que los voluntarios
serían sometidos a un test serológico y a una PCR.179
Los requerimientos se adecuaban a la finalidad comercial. Por supuesto que
aplicando la terapia a individuos sanos los resultados iban a ser mucho mejores.
El problema es que los individuos sanos no sufrían la enfermedad y que la
población de riesgo —por razones de edad, inmunodeficiencias y morbilidades
— no participaba en las pruebas.
Y aquí llegamos a un punto crucial. Las vacunas habían sido autorizadas por
razón de la emergencia mundial que se vivía. Todos los países, con muy pocas
excepciones y en lugares remotos, habían reaccionado, si no de manera parecida
(lo veremos más adelante), sí con semejante pánico. Todos habían evaluado la
situación como de emergencia extrema. ¿Lo era?
Pues según el punto de vista. Desde la objetividad del número de
fallecimientos a causa de la enfermedad, es difícil de sostener. Ateniéndonos a
los datos oficiales, en el verano de 2021 habían muerto unos 4 millones de
personas en todo el mundo, lo que equivale a uno de cada 1.900 habitantes del
planeta. En España, un país en el que los números son considerablemente peores
que la media, la proporción de los que murieron en 2020 por el covid-19 es
menor a uno de cada ochocientos. Volveremos sobre ello.180
A la luz de un dato así, no parecen justificarse la alarma ni las medidas
adoptadas y, ni siquiera, la definición de pandemia por la OMS. De hecho, hasta
2009, esta exigía un elevado número de muertes por todo el planeta, además de
la expansión universal de la enfermedad, para otorgar dicha calificación; y la
verdad es que, para el caso que nos ocupa, solo esta última condición —la de la
expansión mundial— se había producido. Pero en 2009, el primer requisito se
eliminó, con lo que, desde una consideración puramente formal, la del
coronavirus era sin duda una pandemia. Más legal que real.
Otra cosa es si lo consideramos desde el punto de vista de la administración
sanitaria. Es en ese punto en el que se justifica la situación como de emergencia
mundial. Por más que se haya inducido a la población a creer lo contrario, lo
cierto es que la letalidad del covid-19 no es mayor que la de la gripe, tal y como
admite la OMS.181 Sí, la letalidad: es decir, la cantidad de fallecidos en relación
a los contagiados. Ahora bien, lo que se produjo fue una alta tasa de contagio,
que dio lugar a un colapso sanitario en muchas partes del mundo, y ante el que
las respuestas han sido de lo más variopinto. Y es que el desencadenamiento del
pánico a lo largo del planeta ha resultado paralizante; aterrorizadas, pocas
personas se han tomado la molestia de mirar las cosas con perspectiva.
La vacunación generalizada que se está llevando a cabo es difícil de justificar.
La inmensa mayoría de los infectados no ha pasado la enfermedad de un modo
grave o peligroso, en ningún sentido y, por tanto, es difícil de justificar la
inoculación de una sustancia de la que se ignoran sus efectos a medio y largo
plazo; y de la que se sabe que, a corto plazo, no ha estado exenta de problemas.
La simple relación de las noticias al respecto que han saltado a luz pública en los
últimos meses sería agotadora.
La estimación de fallecimientos relacionados con la vacuna alcanzaba
mediado abril de 2021 la cifra de 7.766 solo en Europa. Lo elevado de la misma
obligaba a intervenir a las «verificadoras» en el habitual papel de embrollarlo
todo y confundir al lector: no es que haya habido 7.766 muertes a causa de la
vacuna —argüían—, sino que se trata de personas que se han muerto después de
haberse inoculado el compuesto génico de las ejemplares farmacéuticas. Y así,
Jaime Pérez, miembro de la junta directiva de la Asociación Española de
Vacunología, declaró a EFE que «una cosa es que alguien se muera después de
recibir una vacuna y otra que se muera por la vacunación».
Que ese sea el argumento de quien no ha cuestionado en lo más mínimo las
cifras de fallecidos por covid-19, en las que se ha incluido a muchos miles
muertos por otras causas, pero que dieron positivo en una PCR, no puede causar
sino un escepticismo irritado hacia el conjunto del sistema.182
Algo muy llamativo ha sido el que no se haya fijado ninguna otra
investigación más allá de las vacunas. En nuestro país, el aspecto preventivo ha
sido ignorado por completo, e incluso se han tomado medidas contraindicadas al
contagio. Por ejemplo, habría sido muy útil el que la población hubiera reforzado
sus defensas, particularmente en lo que hace a la vitamina C y, sobre todo, a la
D. Haber aumentado el consumo de pescado azul, huevos y lácteos, y sobre todo
haber tomado el sol todo lo posible. Increíblemente, los informativos no abrían
con estas recomendaciones, ni los médicos y especialistas hacían referencia a
esto en sus comparecencias públicas. Cuando podría haber disminuido el número
de contagios y de fallecimientos.
Al respecto de la vitamina D hubo una cierta controversia al comienzo. Se
hicieron pruebas con sesgos erróneos, como utilizar la vitamina D para curar el
coronavirus, lo que no resultaba eficaz; pero lo cierto era que existe una
correlación entre bajos índices de vitamina D y contagios y muertes. De hecho,
la población española presenta esos bajos índices, y España ha sido un país
donde los números han sido peores, al tener una piel más dispuesta a bloquear
los rayos procedentes del sol.183 El estudio ha sido corroborado por la Escuela de
Medicina de Chicago, que ha comprobado cómo los pacientes de raza negra
ingresados por covid-19 presentaban una menor proporción de vitamina D.184
La tesis de la vitamina D como factor condicionante no era ninguna
extravagancia. Estudios posteriores lo confirmaron, aunque matizaron la
influencia del sol sobre la enfermedad; no eran la temperatura —aunque a su vez
esto sería más tarde cuestionado— ni la humedad lo que mostraba una
regularidad en su incidencia sobre los casos de covid-19, sino la latitud; un
factor estable. Estaba, pues, relacionada con la cantidad de UV solar diaria. Y
también con la ya reseñada pigmentación de la piel.185
Las zonas que reciben mayor cantidad de rayos ultravioleta registran niveles
de mortalidad hasta una tercera parte menores por covid-19. La letalidad también
disminuye. La razón es que la radiación solar libera óxido nítrico en la piel, que
causa cambios positivos en el sistema cardiovascular y en el metabólico, dos de
los principales puntos de riesgo ante el covid-19; por lo demás, frena los
contagios. Así sucedió en la investigación que llevó a cabo en Estados Unidos,
primero, y más tarde en Inglaterra e Italia —con idénticos resultados— la
Universidad de Edimburgo.186
Con el paso del tiempo fue cobrando cada vez más fuerza la influencia del sol
en el coronavirus. Por alguna razón, eso que tan pomposamente se denomina
«comunidad científica» —y que no pocas veces viene a ser algo así como la
parte de los científicos políticamente correctos o que conviene a quien tiene la
sartén por el mango— negó, al menos durante los primeros meses, que existiese
algún tipo de estacionalidad con respecto a la enfermedad o que esta tuviese
alguna relación con el sol.
Como hemos visto, estas ideas fueron dejando paso a las contrarias, y a fines
de marzo de 2021 se publicaba que el virus era inactivado tras estar expuesto a la
luz solar durante unos veinte minutos.187 Era predecible, pues, que el verano es
la estación más desfavorable para el virus en función de la cantidad de horas de
radiación solar y de que los cielos están más despejados (al menos, en nuestra
región del mundo). Y también —se añadió, ahora sí— en función de la
temperatura. Los lugares más fríos son más propensos a una rápida transmisión
de la enfermedad; de acuerdo a un estudio de la Universidad de Oviedo, un
grado de temperatura más significa casi nueve infectados menos por cada millón
de habitantes. La temperatura media presenta una correlación con los casos de
covid-19, al tiempo que parece haber un vínculo también con la presión
atmosférica, con cuya disminución aumentarían los contagios.188
Los estudios siguieron apuntalando la vinculación entre la vitamina D y el
coronavirus. La correlación no solo era fuerte, sino que hasta un 82% de los
propios enfermos de coronavirus tenían una clara deficiencia de vitamina D.
Parece cada vez más claro que la vitamina D tiene un potente efecto en el
sistema inmunológico y protege, particularmente, de las infecciones. La
deficiencia de vitamina D de los enfermos de covid-19 está, a su vez,
relacionada con deficiencias en la coagulación de la sangre.189
Sin embargo, y pese a las abrumadoras pruebas de los beneficios que se
seguían, no se tomó ninguna medida para que la población incrementase sus
niveles de vitamina D, sobre todo los más débiles, precisamente aquellos cuya
debilidad bien pudiera estar relacionada con su bajo nivel vitamínico. En el caso
español, se tenía claro desde mucho tiempo atrás que estos factores influían
decisivamente en la peligrosidad del SARS-CoV-2; el factor de la temperatura
había sido contemplado como de gran importancia en los primeros estudios, tal y
como recoge el informe del Ministerio de Sanidad del 6 de marzo de 2020.190
Obviamente, lo que aparecía en ese informe nada tenía que ver con
investigaciones sobre el coronavirus llevadas a cabo en España, con lo que no
eran sino un reflejo de las informaciones que se recibían.
Otra vía más que prometedora era la de los medicamentos, algo a lo que se ha
dado la espalda desde el primer momento. Ciertamente, cuando estalló la
pandemia, no existía ninguno específico contra el SARS-CoV-2, como es
natural. Pero sí se conocían ciertos fármacos susceptibles de ayudar en la
curación.
De inmediato pasó a hablarse de vacunas, sin que nadie prestase atención a
las posibilidades de los medicamentos. Visto con perspectiva, esto es algo que
no puede dejar de llamar la atención. Todas las vías se cegaron, solo quedó la
vacuna. ¿Por qué? ¿No había posibilidad alguna de obtener medicamentos a
tiempo? ¿Es que estaban menos desarrollados que las vacunas?
Una respuesta sensata a esta pregunta ha de ser necesariamente negativa. Por
lo que hasta ahora se supone —otra cosa sería «negacionismo
conspiracionista»—, la vacuna no comenzó a fabricarse hasta que la pandemia
alcanzó Europa. Y para entonces, sin embargo, ya existían los medicamentos que
podían atajar la pandemia.
Uno de ellos, controvertido, es la Ivermectina, un antiparasitario que actúa
también como antibacteriano y antiviral. Desde el principio se desaconsejó su
uso por no estar comprobada su eficacia, lo cual es un argumento más bien de
poco peso cuando estamos utilizando las vacunas contra el covid-19 elaboradas
en tiempo récord y cuya eficacia está permanentemente cuestionada. Lo cierto es
que se insiste en su condición de profiláctico, así como en su condición curativa,
algo que parece cerca de estar probado sobre todo en las primeras etapas de la
enfermedad, aunque no se descarta en los casos de particular gravedad,191 al
tiempo que suscita unas notables resistencias. En muchos países de todo el
mundo, la Ivermectina se usa contra la enfermedad, y en Europa, Eslovaquia y la
República Checa hace tiempo que la aprobaron como medicamento adecuado al
tratamiento del coronavirus.
El uso de la Ivermectina comenzó a sugerirse a raíz de un ensayo en Australia
que arrojó unos resultados asombrosos. Publicado en abril de 2020, los
investigadores aseguraban que acababa con el virus en 48 horas, resultados
obtenidos en pruebas in vitro. Una sola dosis podría detener el crecimiento del
SARS-CoV-2, y solo faltaba determinar —en opinión de los investigadores—
cuál sería la dosis adecuada para el ser humano.192 Todo lo que pedían era más
financiación para llevar a buen puerto su trabajo.
Sin embargo, la OMS y la EMA desaconsejan su uso y solo lo recomiendan
en ensayos clínicos. Algo que no se entiende fácilmente desde el punto de vista
sanitario y de la emergencia que, así se aduce, el mundo está viviendo. Que la
OMS, que es quien marca la política de las otras grandes agencias
internacionales de la salud, se muestre tan reticente con este medicamento, quizá
tenga que ver con el hecho de que Bill Gates sea su principal financiador, y que
Gates quiera potenciar las patentes de medicamentos, resultando que la
Ivermectina no está sujeta a patente alguna. Por su parte, la EMA está dirigida
por Emer Cooke, una lobbista de las farmacéuticas que mantiene excelentes
relaciones con la patronal de estas (y para la que trabajó durante cinco años).
La Ivermectina es muy barata de producir, y dado su carácter preventivo,
dejaría muy poco espacio a la vacunación, cuyos fabricantes están protegidos por
las principales agencias mundiales a las que nos hemos referido.193
Existen más medicamentos que pueden desempeñar una función importante
contra el covid-19. Science publicó a comienzos de 2021 que científicos
españoles han descubierto un compuesto llamado «plitidepsina», de potente
eficacia y que reduce hasta el 99% de la carga viral en los animales con los que
se ha experimentado. Además, tiene la ventaja de que resulta igualmente eficaz
contra las mutaciones del virus que se presenten.194
Y, por supuesto, el Remdesivir, aceptado por la Unión Europea como
medicamento contra el covid-19, de demostrada eficacia y seguridad desde junio
de 2020. El Remdesivir, utilizado en el pasado contra el Ébola, es eficaz contra
las infecciones que no requieren de ingreso en la UCI (si bien no las más graves,
sí la gran mayoría). Aunque se argumentó su toxicidad hepática para evitar su
uso, esta es de una levedad que no lo justifica. En China estaba aprobado desde
mucho antes, pero Europa tuvo que esperar meses para acceder al mismo. Cada
vez resulta más difícil explicar las decisiones de las agencias internacionales de
los medicamentos.
Naturalmente, salvo que consideremos la evidencia a que nos conducen todas
las decisiones que se adoptan; que, por supuesto, no son casuales. Parece
evidente que se ha dispuesto un escenario para que la vacunación masiva sea la
única respuesta posible a la crisis humanitaria y sanitaria del covid-19,
desechando toda alternativa a ese proyecto mundial. La pandemia está
permitiendo avanzar en el programa globalitario y las farmacéuticas son el brazo
derecho del proyecto.
Ni la prevención ni la curación cuentan para los medios, para los políticos y
para quienes toman las decisiones científicas. Solo la vacunación. Si eso es
conspiranoia, es difícil no ser conspiranoico. Pero, en vista de los precedentes y
de cómo funcionan las farmacéuticas, sus sinergias con la profesión médica y
política y sus influencias en los medios, resulta la respuesta más racional: existen
poderosos intereses que explican mejor que ninguna otra hipótesis las medidas
que se están adoptando.
Posiblemente mucha gente no repara en que la utilización de los mismos
términos —como «negacionista», «antivacunas», «conspiracionista»— en
sociedades de lo más diverso revela la existencia de una estrategia común, que
no puede sino haber sido puesta en marcha por unos mismos intereses.
Cualquiera que cuestione la necesidad de aplaudir las más extremas medidas en
favor de la vacunación es inmediatamente tildado de «negacionista». No solo en
España.
Las vacunas suscitaron desde el principio muchas sospechas. Algunas, como las
de Pfizer y Moderna, habían sido producidas en muy poco tiempo y eran de un
tipo desconocido en su aplicación a seres humanos hasta ese momento, a partir
de ARN mensajero. En rigor, son terapias génicas, no vacunas. Y su carácter
experimental no está muy lejos de la verdad, por más que esto moleste a los
guardianes de la corrección.
En esencia, la función de este tipo de vacunas es la de operar contra la
proteína «Spike», modificando la información genética del ACE2 para que la
espícula no encaje. En ese proceso hay quien sostiene que puede resultar dañado
el ADN del individuo; y, una vez acordado que así sucede, la polémica gira en
torno a si dicho cambio es permanente o temporal. Las farmacéuticas niegan que
tal cosa suceda, aunque no pocos científicos tienen dudas. Pero la polémica se ha
zanjado, precisamente, por el expeditivo método de clasificar como
«negacionista» a todo aquel que lo cuestione.
La publicación de resultados adversos a la vacunación masiva es colocada
inmediatamente bajo sospecha. Y, sin embargo, un hecho cierto es que la
vacunación no parece incidir de modo uniforme; hay sociedades con un alto
porcentaje de personas vacunadas en las que aumenta el número de contagios y
muertes, y otras en las que sucede lo contrario. No parece, pues, que pueda
establecerse un vínculo seguro y unívoco a priori, como el que se sugiere
cuando se asegura que a mayor vacunación menos muertos y contagiados.
Porque tal cosa, sencillamente, no es cierta.
Las noticias acerca de contagios y muertes entre personas vacunadas no han
sido excepcionales; residencias en las que han fallecido ancianos que se habían
vacunado, todos al mismo tiempo, es evidente que presentan un vínculo con la
vacuna.195 La mayor parte de ellos, durante los primeros días de la vacunación;
el hecho de que los fallecimientos se produzcan en ocasiones de forma masiva,
plantea serios interrogantes.196 Y es indudable que el que la reacción de las
autoridades a esas muertes masivas haya sido la de suspender la vacunación es
un síntoma de la inseguridad que han provocado las vacunas.197 Los ejemplos
son numerosos, y a todos ellos hay que sumarle el interminable goteo de muertes
individuales; como en otros casos, no se contabilizan como muertes causadas por
la vacuna, pues —se alega— no puede establecerse la relación causa-efecto. Lo
cual no quita que quienes han muerto con coronavirus, pero no por coronavirus,
figuren como víctimas del covid, aunque ahí la relación causa-efecto sea,
sencillamente, inexistente.
Por supuesto, la vacuna no ha producido una mortandad generalizada. Los
efectos secundarios han sido frecuentes, en mayor o en menor medida; en
ocasiones, de mucha gravedad. Pero lo más sorprendente es que la vacuna parece
haberse comportado de modo diferente según personas y países; siempre
hablando de sus efectos a corto plazo, hay lugares donde parece haber
funcionado razonablemente (aunque no sin dudas, Israel), hay países donde no
parece haber tenido una especial incidencia (España), donde ha incidido de un
modo alarmante en los datos previos (Chile) y hay lugares donde parece haber
creado la pandemia (India).
Una de las cosas que más llama la atención sobre las vacunas es que no se
han tenido en cuenta las características y peculiaridades ni de las personas ni de
los países. Y se han aplicado de modo uniforme. Por ejemplo, ¿es posible que
estas actúen de diferente forma en función de lo extendida que se encuentre la
enfermedad en una región? ¿Es posible que, si se inocula a una población en la
que una buena parte de la misma ha pasado la enfermedad, y por tanto tienen
anticuerpos, la reacción sea diferente a la de otra población en la que esto no ha
sucedido? ¿Es posible, simplemente, que en función de la alimentación y de la
genética, cada población reaccione de manera diferente?
Está claro que si la vacunación tuviese un efecto uniforme y previsible, la
situación de Chile sería otra. El país andino es, desde hace muchos meses, el que
sufre el más largo confinamiento y en el que se acumula mayor número de
contagios y de muertes; y, a la entrada del invierno austral, las cifras no
descienden. Chile es el país de Hispanoamérica en el que se han realizado más
PCR y en el que la vacunación ha avanzado más; en junio de 2021, un 67% de la
población había recibido al menos una dosis de la vacuna, y más de la mitad, las
dos. En varias ocasiones, desde medios oficiales se ha explicado el fenómeno de
un modo escasamente convincente, pero sobre todo ha forzado al
reconocimiento de que las vacunas no «inmunizan», como en muchos sitios se
insiste (los medios de comunicación en España son un buen ejemplo al respecto
de cómo sus bulos —en este caso el de la inmunización— no reciben el reproche
de las «verificadoras»). Aunque las autoridades han vaticinado el descenso de
contagios, ingresos y muertes para fechas distintas, lo cierto es que el número de
muertos ha tenido repuntes coincidiendo con esas fechas en las que se tenían
puestas las esperanzas.198
La experiencia del pasado año sugiere que el invierno austral no favorecerá,
precisamente, la disminución de casos, y que sí existe una cierta estacionalidad;
sin embargo, es notable que, de acuerdo a la información oficial y a las líneas
que componen los gráficos que recogen esos datos oficiales, la escalada de
muertes, ingresos y contagios se dispara a partir de la vacunación (que tuvo lugar
en diciembre de 2020). El análisis por regiones no deja lugar a la duda.199 Las
autoridades no niegan algo tan flagrante, pero tratan de explicarlo por razones
sociales y culturales, no sanitarias; la vacunación habría provocado una
sensación de falsa seguridad y, al no inmunizar completamente, habría generado
en realidad el fenómeno que trataba de evitarse; o bien, los chilenos no habrían
sabido esperar a que la segunda dosis hiciese su efecto y habrían retomado su
vida normal antes de tiempo; y también, que la vacuna que más se ha utilizado
en el país, Sinovac, es la que menor carácter preventivo tiene de todas (existe
una afilada polémica en el país acerca de las diferencias entre vacunas).200
Por supuesto, es perfectamente posible que alguno de estos factores, o los
tres, tenga una incidencia negativa en la situación del país. No son, desde luego,
elementos que favorezcan el freno de la enfermedad. Pero lo que ha quedado
claro es que la vacunación masiva, por sí sola, no solo no sirve, sino que puede
propiciar los peores escenarios. La «inmunización» —de la que también se habla
en Chile— no es más que propaganda.
El problema con los argumentos del gobierno chileno es que la situación del
país sudamericano se repite en otras muchas regiones del globo donde las
costumbres, el clima y el grado de desarrollo son bien distintos. Es el caso de las
islas Seychelles. En el paradisíaco archipiélago del Índico, el covid-19 había
pasado prácticamente desapercibido; durante todo 2020 no había habido un solo
fallecimiento (el único caso que pudo haberlo sido, en septiembre, pronto se
desechó como causado por otra enfermedad). Y los contagios eran muy poco
significativos para ser un destino turístico internacional de primer orden. De
modo que resultaba difícil justificar la vacunación masiva en un caso como este.
Y, sin embargo, se llevó a cabo. La población de Seychelles es, en junio de
2021, la más vacunada del mundo: el 75% ha recibido las dos dosis, cifra que se
eleva hasta el 80% si contamos una sola. Pues resulta que donde no se habían
producido muertes y las infecciones eran escasas, en abril, mayo y junio de este
año, se han disparado ambas. Los expertos apuntan a que la vacuna china que
allí se ha utilizado sería menos inmunizadora que las otras; también se especula
con la posibilidad de que se estemos ante una variante que ese tipo de vacuna no
puede combatir eficientemente. Por otro lado, ha habido estudios que señalan
una efectividad de Sinovac de apenas el 50%; y lo cierto es que un tercio largo
de los contagiados son doblemente vacunados. Está claro que la vacuna
inmunizar, no inmuniza.
Pero esta cuestión no puede soslayar el que con esas cifras ya se habría
debido adquirir la inmunidad de grupo y que, por el contrario, lo que parece no
es ya que la vacuna proteja menos, sino que la vacunación puede ser la causa de
los contagios. Las cifras son elocuentes: unos 13.000 casos (¡de una población
de 100.000 y repartida en unas 33 islas!) y unos 50 muertos por covid-19. Basta
con echar un vistazo a los datos para darnos cuenta del paralelismo que se
produce entre la introducción de la vacuna y la escalada de contagios y
muertes.201 Las autoridades han tratado de culpar al turismo navideño, pero esto
es muy dudoso; en otros periodos vacacionales señalados durante el año anterior
no se había producido tal fenómeno de muertes y contagios, y eso teniendo en
cuenta que los viajeros procedían de países que se encontraban en una situación
mucho más grave que la que en Navidades padecían.202 Lo cierto es que la
mayoría de países vacunados han visto aumentar los casos de covid-19.203
En este caso, se esgrime lo poco representativo del archipiélago índico para
evitar incómodas extrapolaciones. Su condición insular, de destino turístico, su
baja población, su clima ecuatorial… todo ello le invalidaría para tomarlo como
ejemplo o para servir de estudio. Se necesitaría una población mucho mayor para
explicar un fenómeno semejante.
¿La hay?
La India. El país más poblado del mundo. A lo largo de los primeros meses de
2021, protagonista en los titulares de los principales medios de comunicación
por su campaña de vacunación. La escala del país es gigantesca; no puede
haberla mayor.
Durante semanas, la prensa ha puesto a la India como paradigma del triunfo
sobre la enfermedad, dadas sus características: se trata, como hemos dicho, del
país más poblado del mundo, con una gran cantidad de población concentrada en
las grandes ciudades y en el que la incidencia de casos era muy escasa. Un
adecuado escaparate, sin duda, para mostrar el poder de las vacunas y su victoria
sobre la pandemia.
Mediado enero de 2021, se anunció a bombo y platillo el comienzo de la
vacunación masiva.204 Hasta entonces, la vacunación era marginal, porque,
aunque se calculaba que había muchos contagios no detectados, lo cierto es que
la letalidad era muy baja. La razón es que poco más de un 6% de la población es
mayor de sesenta y cinco años. Pese a ello, el gobierno decretó desde el principio
una serie de duras medidas de confinamiento que no han servido —allí tampoco
— más que para hundir la economía del país. La India, como las islas Seychelles
—aunque a una escala infinitamente mayor— tampoco necesitaba de ninguna
vacunación.
Pero en diciembre 2020 el gobierno de Nueva Delhi encargó 1.600 millones
de dosis de la variante india de AstraZeneca, convirtiéndose en el mayor
comprador del mundo. Desde finales de enero y durante el mes de febrero, unos
8 millones de personas recibieron su primera dosis: el objetivo era el de vacunar
a 300 millones para julio, y llegar a 800 millones a fin de año. De este modo, la
cantidad de vacunaciones se iban incrementando con el paso de las semanas.
La India se había convertido ejemplo de superación, al vacunar sin los
recursos de los países ricos. Qué maravilla.205
Extrañamente, sin embargo, el personal médico comenzó a mostrar reticencia
ante una vacuna que había recibido una autorización de emergencia pero que no
estaba aprobada sino por esa razón. Muchos facultativos no veían la causa de
dicha emergencia en una enfermedad cuyo impacto hasta entonces había sido
leve.
Naturalmente, nada de eso disuadió a los medios de cesar en su campaña
mediática. A comienzos de marzo todo era aún felicidad. Tras haber vacunado a
14 millones de personas en tiempo récord, se comenzó a inyectar a todos los
mayores de sesenta años, así como a los mayores de cuarenta y cinco con
morbilidades. El primer ministro Narendra Modi quiso encabezar la triunfal
campaña de vacunación.206
En un solo día, el gobierno de Nueva Delhi había vacunado a 3,6 millones de
personas, lo que fue celebrado igualmente por el gobierno asiático como por los
medios occidentales. La India es el gran laboratorio mundial, hasta el punto de
que es conocida como «la farmacia del mundo». Todo marchaba viento en popa.
A mediados de abril, para el diario El País, el éxito estaba asegurado: su
capacidad de producción masiva, la sólida infraestructura de salud pública
refrendada con motivo de la actual crisis, sumada al ejército de trabajadores y a
lo que el diario denominó «una meticulosa planificación», además de —¡cómo
no!— un seguimiento digital innovador, le aseguraba el éxito. Según la cabecera
de PRISA, «para quienes buscan lecciones sobre cómo proteger a una población
mediante la vacunación, hay otro país de referencia: la India».207
Pero todo eso cambió de la noche a la mañana. Sin que se sepa muy bien por
qué, cuando todo iba tan estupendamente, de pronto la India se convirtió en el
país en el que más crecían los contagios y las muertes.208 En un solo día, 3.700
muertos. ¿Cómo es posible que la ejemplar India se haya convertido en tal
desastre?209
No sabiendo cómo explicarlo, los medios optaron por utilizar ahora a la India
como nuevo ejemplo del desastre covidiano. Nadie sabía qué era lo que lo había
producido. Mientras, un responsable sanitario del gobierno de Nueva Delhi
declaraba que «la actual situación hace que la primera ola parezca una onda en
una bañera». Y es que la primera ola en la India habría pasado desapercibida de
no haber sido por la atención mundial sobre el covid.210
Hoy, un vistazo a los gráficos de la campaña de vacunación y de crecimiento
de los contagios y fallecimientos nos muestra un paralelismo insoslayable. Los
medios buscan explicaciones, más que al desastre de la India, a su propio
desastre. Algunos ya advierten de que todo aquello que hasta ahora celebraban
era falso; las cifras no tenían nada que ver con lo que en realidad sucedía.
Incluso podríamos estar ante un fenómeno mucho mayor que lo que se creía.211
Como sucedió en el caso de los 27 científicos que firmaron en The Lancet contra
los conspiracionistas en febrero de 2020 —antes de que existiese
conspiracionismo alguno— se empezó a hablar de «antivacunas» antes de que
vacuna alguna estuviese disponible.
Es cierto que existe un movimiento antivacunas en todo el mundo; es cierto
que un porcentaje de la población —no excesivamente numeroso, pero tampoco
desdeñable desde el punto de vista estadístico— rechaza ser vacunado. Seis de
los diez países en donde más se desconfía de las vacunas son europeos; y los tres
países menos críticos con las vacunas son del tercer mundo. ¿Es eso
significativo?
El primer país del mundo en desconfiar de las vacunas es Francia, en el que
más del 40% de la población manifiesta recelos graves contra las vacunas; y
están destacados en el mismo ranking Rusia con un 28% y Japón con el 25%. En
el otro extremo, los países con mayor confianza son Tailandia, donde el rechazo
es solo de un 6%, Indonesia con un 3% y Bangladesh, con un 1%. De acuerdo a
estos datos, no serían las poblaciones menos ilustradas las que rechazarían en
mayor medida las vacunas, sino al contrario.212 Disipemos, pues, la idea de la
esencial incultura que proyecta el término mismo de «antivacunas».
Pese a su carácter minoritario, el movimiento antivacunas ha sido
hiperbolizado como amenaza por la OMS desde hace tiempo. Se trata de un
movimiento muy heterogéneo no solo en su composición social o ideológica,
sino incluso en su oposición a las vacunas. En general, acusan a las
farmacéuticas de constituir un gran negocio falto de transparencia y ética, lo que
se compadece muy bien con la realidad. Son partidarios de las medicinas
naturales frente a los principios químicos, y de la libertad de elección para sí
mismos y para sus hijos. Al menos esto último resulta también bastante
razonable.
Aprovechando la existencia de dicha corriente —algunos de cuyos postulados
parecen bastante razonables, pero que, en definitiva, resultan fáciles de satirizar
— la industria ha pretendido asimilar a quienes han manifestado reticencias ante
la vacuna de covid-19 al movimiento «antivacunas». Sin duda estos forman parte
de la oposición a la obligatoriedad de vacunación, pero hay mucha más gente,
simplemente prudente, que entiende que las vacunas contra el coronavirus no
ofrecen las garantías mínimas, o bien que la situación está lejos de exigir tomar
un riesgo como ese. De hecho, mientras los antivacunas son estadísticamente
marginales, la oposición en Europa a las vacunas contra el covid-19 ha
alcanzado el 30% en el conjunto del continente.213 Y en la propia España, en
donde la tradición o existencia de grupos antivacunas es inexistente, ha habido
momentos en que una parte mayoritaria de la población ha manifestado rechazo
o dudas.
Identificar a quienes han expresado tales posiciones al respecto de esta
vacuna con una postura antivacunas es una falacia (las más de las veces,
intencionada), destinada a desacreditar el mantenimiento de posturas
perfectamente defendibles desde todos los puntos de vista. Pero ese ha sido el
planteamiento de los medios, obviamente deshonesto. Otra vez.
Hay sobrados motivos para cuestionar las vacunas contra el covid-19.
Muchos de ellos son compartidos por una gran parte de la sociedad, incluso por
quienes consideran que la vacunación vale la pena, pese a todo, pero que se
muestran reticentes ante algunas cuestiones que son de sentido común. Lo que
no puede pretenderse es que haya que mostrar un entusiasmo exaltado y
uniforme ante la mera mención de la palabra «vacuna», tipo China o Corea del
Norte.
Aunque la mayor parte de la población no está avisada acerca de las prácticas
que desarrollan las empresas pertenecientes a las «big pharma», hay un
porcentaje de población que sí está familiarizado con ello. Saben que
extorsionan, sobornan y mienten, que han pagado miles de millones en multas
por los más variados conceptos y que lo único que les interesa son los beneficios
obtenidos a nuestra costa, beneficios en los que la muerte y el daño ajenos
participan de la cuenta de resultados en forma de dólares.
La competencia entre las empresas del sector es feroz. En la crisis que
actualmente vivimos, la que peor parada ha salido ha sido es AstraZeneca, en
parte por su propia política y en parte por la acometividad de Pfizer.
Publicitariamente, esta última ha devastado a AstraZeneca. El que la
farmacéutica anglo-sueca haya jugado a varias bandas, burlando sus
compromisos con la Unión Europea, ha sido igualmente determinante.214 La
denuncia internacional de Bruselas ha puesto de manifiesto la esencial falsedad
con la que actúan unos y otros.215 Además, el gobierno de Estados Unidos —que
no es, precisamente, ajeno a los intereses farmacéuticos— ha denunciado a
AstraZeneca al cuestionar sus datos sobre la eficacia de la vacuna por
considerarlos obsoletos. El pronunciamiento de los Institutos Nacionales de
Salud de Estado Unidos ha sido contundente, pero no debemos olvidar que tal
organismo está presidido por Anthony Fauci:216 la vacuna de AstraZeneca ha
estado bloqueada por el gobierno de Estados Unidos durante largos meses, sin
recibir la aprobación de Washington, de modo que unos quince millones de dosis
tuvieron que ser descartados por la propia farmacéutica a comienzos de 2021.217
Y las informaciones de que es ineficaz contra la variante sudafricana han venido
a ser el remache de su ataúd.218
De hecho, durante muchos años se han desarrollado ingentes esfuerzos para
obtener una vacuna contra el coronavirus, todos ellos sin suerte. Desde el 2000
hasta hoy han terminado en fracaso desde experimentos con hurones219 para
combatir el SARS, hasta otros con ratones con el mismo objetivo.220 Todos
fallidos.
Las sospechas al respecto de que las vacunas presentaban enormes
deficiencias se acumulaban en los primeros meses. Y nunca se han despejado del
todo. La pretensión de que los productos de Pfizer, Moderna, AstraZeneca,
Johnson & Johnson, etc. ofrecen todas las garantías es absurda. De otro modo,
no se entiende que para comercializar sus vacunas hayan solicitado una previa
exención de responsabilidades por las consecuencias de estas. Algo que ha sido
asumido por los estados y que —tras el consabido ritual de embrollamiento
propio de su función— admiten hasta las verificadoras; «Atendiendo a las
características especiales de estas vacunas y para compensar los riesgos
asumidos por los fabricantes para llevarlas al mercado, se prevé un régimen de
indemnización por el que los estados miembros cubrirían los gastos en los que
pudieran incurrir las empresas al ser de aplicación el régimen de responsabilidad,
salvo en casos de mala conducta intencionada o incumplimiento de las normas
de correcta fabricación».221
El truco está en que los estados tampoco están aceptando dicha
responsabilidad a la hora de la verdad. Aquí, las verificadoras callan, pese a que
incurren en una contradicción flagrante con lo que ellas mismas habían
anunciado semanas atrás. Todo indica que se trata de una mentira perfectamente
trabada a fin de inducir a la vacunación. ¿Cómo va a inyectarse alguien una
sustancia de la que su fabricante no se hace responsable?222
Lo cierto es que, no mediando mala praxis expresa por parte de la
farmacéutica, si la muerte se produce por el simple hecho de haberse inoculado
la vacuna, no hay responsabilidad alguna. Por lo demás, los tribunales tampoco
hacen responsable al Estado por las muertes que puedan devenir de la
vacunación. Es decir: nadie es responsable.223 El Departamento de Salud Pública
de Estados Unidos igualmente exonera a los fabricantes.224
Una de las cuestiones que se han suscitado tras el comienzo de la vacunación
es la del fenómeno conocido como «peligro de mejora de anticuerpos», que
acaso tuviera algo que ver con la relación entre la vacunación y el ascenso de los
contagios y de los fallecimientos en numerosos países a que nos referíamos
antes: el llamado ADE.
En esencia, consiste en que el anticuerpo facilita al virus infectar las células
inmunes, lo que causa una respuesta hiperinflamatoria, una tormenta de
citoquinas y una desregulación general del sistema inmunitario que permite que
el virus cause más daño en los órganos de nuestro cuerpo, empezando por los
pulmones. De acuerdo a esto, la vacuna podría hacer que el sistema inmunitario
produzca un anticuerpo para la vacuna y luego, cuando el cuerpo recibe el
patógeno verdadero resulta que la infección es mucho peor que la que se produce
en los cuerpos que no han sido vacunados.
Aparentemente, el ADE ha sido desechado por los miembros de la
«comunidad científica» sin prestarle mayor atención, pero algunos científicos
tienen dudas. Los informes que las farmacéuticas cedieron a la FDA no muestran
rastro de que esto haya constituido preocupación alguna para ellos.225 Sin
embargo, hay quien asegura que ya ha habido problemas de este tipo con los
virus tipo SARS, razón principal por la que los ensayos fracasaron durante tantos
años. La mutación viral podría desencadenar un proceso de esta clase. Aunque
los medios de comunicación le restan importancia —ellos están en la
propaganda—, hay científicos que reconocen que el problema es real.226 Porque,
sobre todo, lo que hay que tener en cuenta es que, dada la baja mortalidad y
letalidad del virus, es absurdo correr riesgos innecesarios.
El que las vacunas puedan causar ADE no es algo insólito. Ni una locura,
como se pretende desde algunas instancias. En abril de 2021, la Universidad de
Tel Aviv publicó un estudio en el que afirmaba que la variante sudafricana del
virus era resistente frente a la vacuna de Pfizer en una proporción ocho veces
superior a la de quienes no se habían vacunado o habían recibido una sola dosis.
Esto no solo sugiere que la vacuna no protege, pues en ese caso las cifras de
contagios entre unos grupos y otros serían semejantes, sino que facilita el
contagio de la llamada «cepa sudafricana».227
Pero el peligro que muestra este estudio no es, claro, si la vacunación de
Pfizer facilita el contagio de la cepa sudafricana en concreto; el peligro es si la
vacuna produce una inmunodeficiencia que sería extensible a otros casos. Los
antivacunas, y lo que la prensa llama «negacionistas», enfatizan mucho esto,
algo que necesita de una comprobación que solo se producirá a medio o largo
plazo, pero la verdad es que hay una perspectiva inquietante al respecto incluso
para la ciencia más oficial. De hecho, estudios posteriores han demostrado que la
vacuna de Pfizer tampoco protege adecuadamente contra la «cepa india» (Delta),
lo que sugiere que esa inmunodeficiencia podría ser una realidad.228 Las cifras
que se produjeron en Israel desde fines de junio y en el mes de julio abonan la
posibilidad de que esta tesis contenga cierta parte de verdad. El propio gobierno
israelí admitió que la mitad de los ingresos por coronavirus eran personas
vacunadas dos veces; si bien a comienzos de julio solo sumaban algo más del
1% del total de vacunados, no deja de tener una cierta significación, ya que
hablamos de infecciones de un covid-19 en franco retroceso en todo el mundo;
pero ¿no revela una cierta tendencia a la inmunodepresión?229
Así, la doctora Susan Hopkins, del Servicio de Salud Pública de Inglaterra, ha
advertido que el país se enfrenta a «un invierno duro por causa de las
enfermedades respiratorias y otras que no lo son, además del propio coronavirus
(…) es muy posible que resurja la gripe…».230 Si es cierto que la gripe ha
desaparecido el invierno 2020-2021, ello ha hecho que hayamos perdido
defensas para enfrentarla el próximo año. «Es muy posible que el estallido de las
enfermedades respiratorias se produzca, antes que en invierno, en otoño de este
año…».231
Es cada día más evidente que la rotundidad de las afirmaciones científicas
hay que relativizarla. Muchas cosas sobre las que en su día no había dudas, poco
después fueron desechadas. Y, aunque muchas veces los medios lo tapen, está
sucediendo lo mismo con respecto a la pandemia. Desde que el covid-19 salió de
China a comienzos de 2020, con la misma seguridad «científica» se nos ha
defendido una cosa y su contraria. Y es que la ciencia es así; tomamos las
hipótesis que son más consistentes con lo que observamos, y vamos modificando
aquellas de acuerdo a lo que vamos sabiendo a partir de los datos que nos ofrece
la realidad. Esto ha sido siempre así hasta que convertimos la ciencia en una fe,
que es cuando precisa de dogmas, para dejar de ser ciencia y transformarse en
una creencia religiosa.
Las dudas acerca de la vacuna —de su efectividad, de sus efectos— arrancan
con el oscurantismo de los datos de los ensayos, que desconocemos antes del
tratamiento empresarial de los mismos. Así, de acuerdo a los datos existentes de
la FDA, entre las personas con las que experimentó Pfizer había un grupo
clasificado como «sospecha de covid» que hacía referencia a aquellos que
presentaban síntomas que no fueron corroborados por las pruebas PCR. Este
grupo era veinte veces más numeroso que el que componían los casos
confirmados de covid. ¡Veinte veces! Es evidente que esto introdujo una
distorsión grande en el estudio.232 Seguramente esta sea la razón por la que
Pfizer ocultó estos datos en su informe y en la publicación de The New England
Journal of Medicine.233
En el informe de la FDA tampoco se explica la exclusión de 371 personas por
«desviaciones importantes del protocolo», que son además muchas más en el
grupo de vacunas que en el de placebo (en el ensayo de Moderna hubo diez
veces menos exclusiones y mucho más razonablemente repartidas). La
información sobre los comités de adjudicación de eventos primarios es
importante: Moderna nombró su comité con médicos universitarios, mientras
Pfizer colocó a tres empleados de la compañía.234
Por otro lado, como ya se ha dicho, las farmacéuticas excluyeron de su
experimento a quienes hubieran pasado la enfermedad. Aun así, entre un 2% y
un 3% de los participantes en los ensayos de ambas farmacéuticas fueron
considerados positivos. Los resultados obtenidos a partir de estas personas no
parecen consistentes con los informes que tenemos de reinfecciones en todo el
mundo. El problema central en estos casos es que no disponemos de los datos
originales de las compañías, sino de una versión en la que estos están
«cocinados»; los primeros no estarán disponibles sino hasta 24 meses después de
terminados los estudios.
Las fallas en la elaboración protocolaria son notables, como en los casos
acerca de las embarazadas, inmunodeprimidos, menores, transmisión del covid e
incluso ancianos. Lo mismo cabe decir de los resultados a medio o largo plazo,
claro, puesto que no ha habido tiempo suficiente para establecerlos. La seguridad
que algunos científicos muestran a la hora de rechazar cualquier consecuencia
negativa está lejos de ser concluyente, y viene precedida por otras seguridades
que, más tarde, han sido contradichas. Tenemos el caso de la vacuna de la polio
oral, que supuestamente habría erradicado la enfermedad235 y que, por el
contrario, ha hecho brotar nuevos casos en toda África y en Asia Central, hasta
el punto de que muchos gobiernos han destruido las dosis que la OMS les había
hecho llegar.236 Con la colaboración de la Fundación Bill y Melinda Gates.
Para el covid-19 existe en Estados Unidos un Sistema de Notificación de
Efectos Adversos en las Vacunas (VAERS), pero ha sido muy criticado. Un
informe oficial señala que es muy escasa la proporción de casos que se remiten
al VAERS, según el Harvard Pilgrim Health Care.237 De modo que a partir de
aquí poco podemos conocer de lo que realmente está sucediendo; y no parece
que nadie tenga un excesivo interés en arreglarlo.
La campaña de vacunación tuvo su asiento argumental en que nos iba a
permitir reanudar la vida anterior al covid. Superado el umbral del 70% de la
población vacunada, habríamos alcanzado la inmunidad de grupo. En España lo
prometió el presidente del gobierno, lo que seguramente no es la mejor garantía
de que vaya a suceder.238 Su afirmación fue la siguiente: «Nos acercamos al
objetivo del 70% de la población inmunizada antes del fin del verano». Pues
bien: ni la población queda inmunizada tras las vacunas, ni ese objetivo se
consigue con el 70% de vacunación ni probablemente se conseguirá antes del fin
del verano. Dejemos de lado que Sánchez prometiese en su momento que esa
inmunidad llegaría antes del verano (no antes del fin del verano), algo ya
habitual en el personaje.239 Aún estamos esperando que las verificadoras lo
denuncien como bulo y nos lo expliquen.
La cuestión central es que ni las vacunas inmunizan ni se va a conseguir
inmunidad de grupo alguna. Seguramente tuvimos alguna posibilidad al
principio del todo, cuando pudimos haber desarrollado otra estrategia, la de la
inmunización natural, que —con las debidas cautelas de protección a las
personas más débiles— hubiera sido mucho menos onerosa en todos los
aspectos: en el sanitario, en el humanitario y en el económico. Algunos países lo
han hecho, con resultados dignos de estudio y mejores que muchas sociedades
que optaron por la estrategia contraria: comparemos Suecia con España, las
medidas tomadas por unos y otros, el daño producido a la población, las cifras de
fallecidos.
Hay sin duda un debate acerca de cuál es ese mejor método para adquirir la
inmunidad de grupo. O lo había. En un principio se contempló la posibilidad de
que quienes tuvieran anticuerpos no fuesen vacunados. Parecía algo
perfectamente lógico.240 Los infectados tenían anticuerpos y su inmunidad
parece ciertamente larga, incluso vitalicia.241 No se veía, pues, dadas todas las
circunstancias, la necesidad de una vacunación masiva.
En el verano de 2021 se fue abriendo camino, además, la idea de que a través
de las vacunas no vamos a adquirir esa inmunidad de grupo. Porque una cosa es
pasar la enfermedad y otra distinta es padecerla; y los vacunados se pueden
infectar y transmitir la infección. No fue el primero en contarlo el virólogo
Christian Drosten, portavoz de sanidad del gobierno alemán, que mediado junio
de 2021 declaró que el asunto de la inmunización a través de las vacunas se ha
«malentendido» e interpretado de un modo mecanicista desde que se piensa que
una vez vacunado el 70% de la población, el restante 30% estará protegido; pero
esto «simplemente no es el caso de este virus. Cualquiera que no se vacune se
infectará con SARS-2».242
La conocida inmunóloga española Margarita del Val señaló que jamás
alcanzaremos la inmunidad de grupo, ya que «ninguna de las vacunas que
tenemos» es capaz de tal cosa. El 8 de junio explicó, muy gráficamente, que
dicha inmunidad «solo se puede conseguir con vacunas que además de proteger
contra la enfermedad, eviten que las personas vacunadas que se encuentren con
el virus se infecten y lo multipliquen». Y las vacunas de que disponemos no van
a hacer ese trabajo.
«La inmunidad se puede conseguir cuando los vacunados son seguros y los
vacunados no son seguros (…) los vacunados ya se pueden quitar la mascarilla
sin miedo a enfermar, pero no son seguros para sus contactos».243 Como quiera
que siempre habrá personas que no puedan vacunarse (por edad, condiciones
sanitarias, inmunodeficiencias varias, por razones personales…), esa inmunidad,
según la señora del Val, nunca se alcanzará.
La propia OMS ha señalado que las vacunas no erradicarán la enfermedad.
«Esperamos que la vacunación sirva para controlar la transmisión del virus, pero
hasta que no sepamos cómo funcionan en la vida real o tengamos más detalles
sobre la forma en la que el virus se transmite, no podemos pensar que con la
llegada de las vacunas se va a poder erradicar al virus», señaló ya en noviembre
de 2020 el director de Emergencias Sanitarias de la OMS, Michael Ryan.244
Claro, que habría que precisar a qué escenario se refiere cuando habla de
inmunidad, puesto que es muy probable que, con el tiempo, el covid termine
siendo una infección sin mayores consecuencias. Si la enfermedad se degrada —
digámoslo así— y termina siendo una especie de gripe menor, alcanzar la
inmunidad no tendrá mayor importancia.
Pero, de momento, la vacuna no puede evitar que propaguemos el virus y ni
siquiera que el virus nos infecte una vez hayamos sido vacunados. Aún más: una
vacuna que elimina los síntomas pero no el contagio convierte en un peligro
andante a los inyectados, por cuanto al no saber el individuo que padece la
enfermedad y que es susceptible de contagiarla, la posibilidad de que lo haga es
indudablemente mayor. ¡Cuántas veces no se nos ha insistido en que vacunarse
no nos releva de la necesidad de guardar la distancia social o de usar mascarilla!
La tasa de muerte por covid es muy baja, lo que desde luego no justifica la
vacunación masiva, como se ha dicho. Ciertamente se ha producido en todo el
mundo una sobremortalidad, eso no puede dudarse. Pero son muy pocas las
muertes atribuidas a covid-19 en exclusiva. La mayoría, de hecho, se deben a
otras causas, aunque el coronavirus haya jugado un cierto papel. Es muy
probable que el SARS-CoV-2 pueda ser acusado no tanto de «matar» cuanto de
«rematar»; es decir, que acelere los procesos mortales de las personas más
débiles de la sociedad. Huelga decir que, para quien esto escribe, eso es algo que
no aligera en lo más mínimo el drama humano. Todos los seres humanos tienen
el mismo derecho a la vida, con independencia de su edad y su situación. Pero es
un dato a considerar justamente a la hora de enfrentar el desafío, porque está
claro que el virus tiene unas víctimas predilectas y que el virus sí entiende de
edad y de deficiencias inmunológicas.
Los efectos adversos de la vacuna llevaron a que en muchos países —entre
ellos, España— Sanidad recomendase que se vacunara escalonadamente a los
sanitarios. En Estados Unidos, la FDA anunció que la vacuna de Moderna
produciría en muchos casos efectos desagradables como dolor de cabeza y
muscular, vómitos, fiebre e incluso diversas inflamaciones. Los propios
fabricantes de la vacuna de Moderna, por otro lado, no garantizan más de tres
meses de «inmunidad», y el resto de las compañías no comprometen mucho más
tiempo. Porque lo cierto es que no se conoce la duración de dicha
«inmunidad».245
Además, a mediados de 2021 comenzaron a filtrarse noticias acerca de la
necesidad de vacunarse varias veces en unos meses. Albert Bourla, consejero
delegado de Pfizer, ha admitido que su vacuna exigirá una tercera dosis antes de
un año,246 porque, al parecer, los vacunados pierden anticuerpos a una velocidad
mayor de la esperada, algo que, un par de meses antes, Alex Gorsky, de Johnson
& Johnson, había anunciado.247 En la misma dirección, el primer ministro
israelí, Benjamin Netanyahu, advirtió en mayo de 2021 de que habría que
vacunarse cada seis meses.248 El anuncio es importante tanto porque Israel tiene
una de las tasas más altas del mundo de vacunación como por cuanto la vacuna
aplicada es Pfizer, por lo que afectaría a todos los vacunados con ese compuesto.
No pocos trabajadores del sector sanitario sospechaban eso mismo.
Desconfiaban de la vacuna y preferían aguardar los resultados. En España,
incluso el apocalíptico doctor César Carballo anunció en televisión que prefería
esperar a ver cómo actuaba el compuesto en otras personas antes de aplicárselo
él mismo.249 Sin duda, eso sembró muchas dudas en el conjunto de la sociedad.
En Alemania, entre el 60% y el 70% de los sanitarios manifestaron su
preferencia por esperar a ver cómo evolucionaban las cosas antes de
vacunarse,250 y en Nueva York, los médicos y enfermeros se negaron a ser los
primeros en ser inoculados. En Los Ángeles, hasta el 40% rechazaron ponerse la
vacuna; las cifras del estado de Ohio son aún más llamativas: el 60% de los
sanitarios se negó a ello, una cantidad semejante a la que se está produciendo en
los principales hospitales de Texas y entre los bomberos de Nueva York y los
militares.251 El 40% de los profesionales de la sanidad en Chicago tampoco
estaba dispuesto a vacunarse.252
Por supuesto, hay pocas cosas que una propaganda incesante y poderosa no
pueda cambiar. Y, sin duda, esta fue una de ellas. Lo mismo sucedería en nuestro
país unos meses más tarde. Pero la confusión acerca de las vacunas no ha
cesado. Lo que ha sucedido es que las informaciones se han unificado, y evitan
los aspectos más controvertidos; hay un verdadero apagón informativo desde que
la prensa, en lugar de desempeñar el papel de comunicación y denuncia que está
en su naturaleza primera, se siente llamada a ejercer una función de propaganda
de cara a los objetivos oficiales a alcanzar.
Esa propaganda ha actuado de muchos modos; uno de ellos ha consistido en
ridiculizar a los disidentes al mejor estilo totalitario-siglo xx.
La vacunación en España
Tal cosa ha sucedido en nuestro país, como decíamos, a cuenta de las vacunas.
Quizá era necesaria desde el punto de vista de la venta de vacunas, en cuanto a
que la opinión pública en España era considerablemente reacia a ellas por todos
los problemas que había habido, pese al oscurantismo de los medios, que han
hecho todo lo posible por que los españoles ignorasen lo que sucedía en el resto
de países europeos.
La vacunación comenzó en España a fines de 2020, oficialmente el día 27 de
diciembre de 2020. La puesta en escena por parte de un gobierno
particularmente proclive al efectismo fue peculiar. Las primeras dosis,
testimoniales, fueron custodiadas en el cuartel de la Guardia Civil de Lerma, al
tiempo que las recibían el resto de los países europeos, procedentes de Pfizer.
Todas las autonomías debían comenzar la vacunación al mismo tiempo, en
consonancia con las actuaciones de las autoridades: lo habían transformado en
una cuestión política que nada tenía que ver con el aspecto sanitario. El ejército
se encargó de transportar los cargamentos a los archipiélagos y a Ceuta y
Melilla.
En las vísperas de la llegada de las vacunas, casi la mitad de los españoles, un
47%, manifestaba que no se vacunaría. Si a eso le añadimos que en torno a un
14% no contestaba a la pregunta que se le hacía al respecto, podemos estar
seguros de que más de la mitad de la población veía con desconfianza la vacuna.
La cifra había aumentado sensiblemente desde el verano, cuando la vacuna se
veía aún lejos, y «solo» un 30% de los ciudadanos manifestaban no estar
dispuestos a vacunarse.253 De manera que hubo de ponerse en marcha un enorme
esfuerzo propagandístico para hacer cambiar de opinión a los españoles. Estos,
presos en sus domicilios por razones del confinamiento, del teletrabajo y de las
restricciones horarias, fueron sometidos a un bombardeo como no se recuerda
desde la campaña para cambiar el voto sobre la OTAN en 1986. Pero llegado el
mes de noviembre, las cifras del rechazo a la vacuna aumentaban, en lugar de
disminuir. En los informativos se sugería, con monótona insistencia, que el
Ejecutivo podía ordenar la vacunación forzosa. La amenaza estaba clara, aunque
el gobierno dudaba ante el coste político que podía representar tal cosa.254
La campaña arreció en el mes de diciembre, cuando se esperaba que las
vacunas estuviesen prestas a llegar. Todos los grandes medios de comunicación
entraron en campaña, todas las fuerzas políticas se mostraron favorables, todas
las personalidades de relieve social se posicionaron activamente, con meridiana
claridad; la exigua minoría que lo hizo en sentido contrario fue triturada. Y no
solo quienes discrepaban, sino aquellos que mostraban alguna comprensión
hacia la disidencia o bien, simplemente, reclamaban el derecho a disentir.255
La proporción de antivacunas en España es pequeña, un 1% todo lo más.
Históricamente, la vacunación en España ha venido ligada al desarrollo y a la
mejora de las condiciones de vida que tuvo lugar en los años cincuenta-setenta
del pasado siglo. No hay un vínculo ideológico con ningún posicionamiento de
otro tipo; es más bien una posición personal, poco articulada socialmente. De
acuerdo a las encuestas que se han llevado a cabo, de entre quienes rechazaban
vacunarse para el covid-19, apenas un 4% —en el mejor de los supuestos— lo
hacía como consecuencia de una oposición a todo género de vacunas.
Pero las autoridades, como se ha dicho antes, echaron el resto en las
campañas oficiales. Se exigió una adhesión incondicional a quienes se asomaban
a la pantalla, a los digitales, a las ondas. Las personas con alguna notoriedad
social pidieron la vacunación masiva sin el menor rebozo, desde Emilio
Butragueño hasta Belén Esteban. Quien discrepaba —por cauto que fuese en su
pronunciamiento— era un antivacunas, un «negacionista», un irresponsable que
ponía en peligro al conjunto de la población. La atmósfera se volvió irrespirable.
Durante las primeras semanas, la vacunación no evitó el ascenso de casos de
contagio y de muertes; al contrario, mediado el mes de febrero, y cuando se
suponía que el proceso debería estar mostrando sus efectos benéficos, se culminó
el ascenso que se venía produciendo desde el mes anterior, en una repetición de
los gráficos y cantidades a que asistimos cada año con la gripe. Solo que esta vez
las cifras —el 8 de febrero se superaron los 900 fallecimientos atribuidos al
covid-19— se disparaban hasta recordar, aunque fuese por unos breves días, las
semanas de la primavera de 2020. A finales de marzo aún nos acercábamos a
650.256
El mes de abril comenzó con un descenso que se mantuvo a lo largo de los
siguientes. Como era previsible, la prensa lanzó las campanas al vuelo y atribuyó
el éxito a las vacunas. En todas partes, televisión, prensa, digitales, redes
sociales o radio, se entonaron salmodias en torno a las virtudes de los
compuestos, en las que todos daban por supuesto la vinculación entre la vacuna
y el descenso de casos y muertes. Era un dato consolador, que todos querríamos
cierto, pero que estaba lejos de haberse comprobado. Poco sorprendentemente, el
descenso se producía en el calendario de forma simultánea a la caída de
fallecimientos por gripe y otras enfermedades respiratorias que se produce cada
año.
Nadie tenía en cuenta otras cuestiones, tales como la estacionalidad. Nadie
estableció ningún paralelismo con lo que había sucedido el año anterior: en 2021
el descenso de casos y fallecimientos fue muy semejante, e incluso inferior, al de
2020. Es decir: que en 2020 los casos fueron menos que los que se produjeron
por las mismas fechas en 2021, aunque en 2020 no había vacunas. ¿Cómo puede
mantenerse que las vacunas son las responsables de la mejora en las cifras?
El dato es tanto más llamativo cuanto que los más débiles han muerto a lo
largo de 2020, y por tanto la mortalidad ha de ser necesariamente menor. Este
año, además, no se ha producido el abandono de las residencias del año pasado.
El paralelismo con 2020 era obvio, pero rompía la narrativa oficial. Así que
se amoldaba el relato a la conveniencia: para El País —que titulaba el 13 de
mayo de 2021: «Las muertes semanales por covid en España caen un 90% desde
que empezó la vacunación»— la caída se debía al «efecto de la inmunización» y
al descenso de la transmisión gracias a las restricciones. Resulta complicado
escribir más falsedades en menos espacio. El titular de El País vinculaba el
descenso de las muertes a la vacunación, algo que está lejos de haberse
demostrado, y continúa aseverando que la bajada de casos se debe a la
«inmunización», tomando esta como sinónimo de «vacunación», cuando la
vacuna, como se ha repetido en infinidad de ocasiones, no produce inmunidad.
El agradecimiento a las restricciones es sencillamente ridículo por cuanto
llevamos quince meses con estas, en casi todos los casos de forma
ininterrumpida (solo con la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores, en el
momento del titular, llevábamos casi diez meses ininterrumpidos).257
Aunque, como de puntillas, El País pasaba por encima de la realidad
subyacente en la que nadie quiere entrar: efectivamente, diecinueve de cada
veinte fallecidos por covid tiene más de sesenta años. Y ese sector de la
población es al que había que haber protegido; junto a quienes padecen
morbilidades severas varias con independencia de su edad, pero, sobre todo,
quienes las padecen a edades avanzadas.
El discurso está muy claro, pero es poco convincente: una autoridad sanitaria
—el epidemiólogo de la OMS Daniel López-Acuña— nos dice que «no
podemos aceptar 80 o 50 muertes diarias. Hemos convertido la cifra en un
parámetro y no vemos las personas que hay detrás. Nos hemos anestesiado. En la
medida en que tengamos la incidencia alta, tendremos un grado de mortalidad:
necesitamos ver caer la incidencia por debajo de 25 casos por 100.000 habitantes
para que se reduzcan más las muertes».258
Tras esa efusión de emotividad —pirotecnia de una vanidad de escaparate—,
lo que López-Acuña calla es que, a comienzos del verano de 2021, las muertes
diarias por covid-19 representaban apenas el 5% del total de muertes en España,
que en emblemáticos hospitales como el Ramón y Cajal se cerraron todas las
UCI dedicadas al coronavirus excepto una, o que éramos los penúltimos del
mundo occidental en seguir embozados por la calle, pese a la constancia de que
no sirve absolutamente para nada. Y que todo esto dista mucho de ser algo
remotamente parecido a una pandemia. No debemos perder la perspectiva, como
tantas veces sucede cuando se invocan imágenes cargadas de emotividad: en
España se producen a diario 1.147 fallecimientos de media, de acuerdo a los
datos de 2019, últimos en los que el covid-19 nada tuvo que ver.
Todos lamentamos las muertes producidas por el coronavirus, sean 50, sean
80 o sea una sola, pero lo que resulta inaceptable es que el lamento tenga
correlación con la imposición de una serie de medidas al conjunto de la
sociedad, que están llevando a esta a una situación insostenible.
López-Acuña representa a la perfección el caso del hombre que nos salva del
coronavirus y nos mata de hambre, de asco o de tristeza. O de otras
enfermedades. Según esta autoridad en la materia, deberíamos llevar la
mascarilla hasta el final del verano. Es igual que nadie la haya llevado en Europa
como nosotros, es igual la experiencia de Estados Unidos, es igual lo que está
sucediendo en tantas partes del mundo. En la mente del experto solo cabe la
visión de su pequeño mundo, alrededor del que todo gira.
Afea, además, al gobierno que no haya prorrogado el estado de alarma, y el
levantamiento de las restricciones y la vuelta del ocio nocturno; eso sí, parece un
hombre dotado de un peculiar sentido del humor al declarar, respecto de la
mascarilla, que hay «una especie de competencia olímpica de qué comunidad
saca la medalla de oro de quitarla la primera cuando se necesita» (sic).259 La
evidencia de lo acaecido en la pandemia apunta a que ha sucedido exactamente
al revés: se ha establecido una competición política entre las autoridades
autonómicas para demostrar quién estaba más preocupado por «proteger» a su
población, hasta el punto de adoptar medidas ridículas y verse todos arrastrados
a una carrera de prohibiciones y de restricciones, en una especie de efecto
dominó. En la Comunidad de Madrid fue lo que sucedió al respecto de la
mascarillas a fines del mes de julio de 2020; más allá de toda duda, se trató de
una decisión política del gobierno popular de Isabel Díaz Ayuso: el miedo a
quedarse fuera de juego y a ser señalado.
Y no fue, desde luego, el único caso.
4
Desde el punto de vista sanitario, España ha sido uno de los países que peor
balance presenta en el mundo; en Europa, el que peor. Nadie ha tenido tantos
profesionales de la salud infectados —y, seguramente, muertos—, nadie ha
sufrido el índice de fallecimientos que hemos tenido nosotros, nadie ha padecido
el colapso sanitario como España, y nadie ha soportado unas medidas tan duras
como las nuestras.
Al margen de otro tipo de consideraciones, el gobierno ha alcanzado cotas de
incompetencia siderales. Desde la renuencia a tomar medida alguna antes de que
la pandemia nos alcanzase, facilitando así la entrada del virus, hasta encerrarnos
en nuestras casas sin razón ni motivo, pasando por una larga serie de medidas
que han rozado lo esperpéntico.
Las autoridades han actuado a ciegas, por lo que nunca hemos sabido (y ya
jamás sabremos) los principales datos de esta pandemia. Ni conoceremos el
número de fallecidos reales por covid-19, ni conoceremos la realidad del colapso
sanitario —los ingresos—, ni conoceremos el número exacto de los contagiados.
Todo se ha hecho mal, rematadamente mal, desde el principio.
¿A qué se debe el océano de ignorancia en el que nos movemos y que acabo
de referir?
En primer lugar: nunca sabremos con exactitud el número de personas que
han fallecido por el covid-19. La Sociedad Española de Anatomía Patológica
recomendó desde el principio no llevar a cabo autopsias a los presuntamente
fallecidos por SARS-CoV-2 dado el riesgo biológico de contagio para los
ejecutores de las mismas, y el de propagación del virus, autorizando las
autopsias solo «si se considera realmente necesaria y se puede garantizar que
esta se realiza en un ambiente seguro».349 Es notable que se desaconsejasen las
autopsias cuando este es un método esencial para conocer una enfermedad, y
más en las condiciones en las que nos encontrábamos en la primavera de 2020.
La posibilidad de realizar exámenes individuales se contemplaba tan solo para
conocer aspectos de la enfermedad, pero no su extensión.
Así que nunca podremos saber cuántos han sido los muertos causados por
covid. Lo más que podemos hacer es aproximarnos, mediante algunas
estimaciones que vamos a precisar.
Antes que nada, tomaremos un lapso de tiempo cerrado, que nos sirva
estadísticamente. El que tenemos es el año 2020. El siguiente año dista mucho
de estar cerrado cuando se redactan estas líneas y, por tanto, no debe utilizarse
desde el punto de vista metodológico. Además, la mortalidad en la primera mitad
de 2021 no es superior —en el tramo más proclive del año a que lo fuese, esto
es, durante los meses del invierno— a la mortalidad de otros años, y sus cifras de
covid han sido muy similares a las de años con incidencia alta de gripe.
De manera que lo primero que tenemos que fijar es la sobremortalidad en ese
ejercicio 2020. Responder a la pregunta de cuántos españoles murieron «de más»
con respecto a los que deberían haber muerto en términos estadísticos nos
aproxima a la cuestión.
Según los datos oficiales, en España, durante 2020 la sobremortalidad —por
todas las causas— fue de 70.703 personas, un 63% de la cual se produjo entre
marzo y mayo. Para averiguar qué parte de esa sobremortalidad se debe al
SARS-COV-2, hay que tener en cuenta una serie de cuestiones adicionales. Así,
por ejemplo, de las 5.206 defunciones producidas durante el periodo estival —el
menos mortífero—, 1.875 se deben a las altas temperaturas, el 90% de las cuales
fueron personas ancianas; por tanto, hay que sacarlos de las cifras de covid.350
Pero, sobre todo, una parte muy elevada de esa sobremortalidad se debe a la
falta de atención de las enfermedades crónicas, como ya ha sido reconocido,
tales como el cáncer. Algo más de un 30% ha sido causada por retrasos en los
diagnósticos. Salvador Tranche, presidente de la Sociedad Española de Medicina
Familiar y Comunitaria, ha señalado que «la crisis sanitaria provocada por el
coronavirus ha reducido la atención a los pacientes crónicos, especialmente a
patologías subagudas u otras patologías más graves, además de demoras en
pruebas diagnósticas. Se me ocurren los cribados de cáncer de mama o de colon.
La pandemia ha hecho que estas actividades queden frenadas y tendrá su
impacto en el futuro».351
A este 30% hay que sumarle los fallecidos por enfermedades cardiovasculares
que, en otras condiciones, hubieran sobrevivido, y que han engrosado las cifras
de la sobremortalidad. ¿En qué proporción? Es muy difícil saberlo, puesto que se
trata de estimaciones.
Ángel Cequier, presidente de la Sociedad Española de Cardiología, asegura
que «en la primera ola ya se vio que menos pacientes con infarto y menos
pacientes con insuficiencia cardíaca ingresaban en los hospitales porque la gente
tenía miedo a acudir y entonces sí que provocó que documentáramos que la
mortalidad era superior», aunque no obstante matiza que en la segunda ola la
experiencia ha sido muy diferente. «La primera ola sí que fue realmente
dramática, porque veíamos mucha muerte súbita, mucho paciente con infarto que
estaba muy mal… En esta segunda ola hemos intentado priorizar, la presión
asistencial en los hospitales no ha sido tan intensa, la anulación y la cancelación
de exploraciones complementarias o de intervenciones ha sido puntual, no ha
sido generalizada», apunta el cardiólogo, que recuerda que «tenemos aún toda la
repercusión de la primera ola, que no nos hemos recuperado». «Han quedado
muchos pacientes que no se han podido priorizar, muchos que se hubieran tenido
que intervenir y no se han intervenido y algunos de estos pacientes es posible
que hayan fallecido. A veces no es fácil saber si lo que ha causado la mortalidad
es propiamente el covid o porque se han descompensado por un déficit
asistencial».352
Este ha sido un factor clave; se ha atendido a un número mucho menor de
pacientes cardiovasculares en función del colapso hospitalario generado y
también, en buena medida, por razón de que estos rehusaban acudir a los
hospitales debido al miedo al covid-19.353
En esa primera ola, la Asociación Española de Cardiología estimó que los
fallecimientos por problemas de corazón se habían elevado en un 88%.354
Recordemos que las enfermedades del corazón causan, en España, en torno a un
28% del total de fallecidos. Si tomamos las cifras de 2018, eso equivale a unas
120.000 personas al año (ya que en ese ejercicio murieron en conjunto 427.000
personas en España). El 88% de sobremortalidad cardiovascular que estima la
Asociación Española de Cardiología sucedido entre marzo y mayo de 2020
equivale a unas 20.000 personas, sumando los dos meses.
Así que tenemos una sobremortalidad de 70.000 personas en 2020, de las que
un 30% se corresponden con retrasos en los diagnósticos; a la que hay que sumar
unas 20.000 personas por razones cardiovasculares (una parte de los cuales
estarían incluidos en ese 30%, pero no todos); más unas 1.875 a causa de las
temperaturas estivales. No podemos sino hacer estimaciones muy generales,
pero podría asegurarse que los muertos por coronavirus disminuirían
enormemente, hasta situarse en torno a unos 40.000, siendo esta una estimación
conservadora. Es decir, que habría muerto menos de 1 de cada 1.000 españoles
por coronavirus.
Desde luego, una parte de esa mortalidad se debe a la saturación hospitalaria;
pero también al miedo, un miedo del que son responsables tanto la autoridad
como los medios de comunicación, que en lugar de tranquilizar han aterrorizado
a la población. La proyección del covid-19 como la de una enfermedad letal,
mortífera y misteriosa, que acecha detrás de cada esquina, que pende sobre cada
uno de nosotros presta a devorarnos, que nos obliga a limpiar picaportes,
echarnos gel, sacarle brillo a la suela de los zapatos, que nos impide no ya
abrazarnos, sino siquiera hablarnos los unos a los otros o caminar por la misma
acera; todo ello aterrorizó tanto a la población durante largos meses, que
provocó que esta rehusase acercarse a ese foco inexorable de muerte que eran los
hospitales. La responsabilidad de quienes esparcieron el pánico en la sociedad,
autoridades y medios de comunicación, debería ser algún día depurada.355
La mistificación que ha tenido lugar a cuenta del covid-19 ha sido enorme. En
su nombre se han cometido todo tipo de tropelías, del más variado género.
Además de lo que hemos comentado más arriba acerca de la sobremortalidad,
una cierta cantidad de fallecidos atribuidos al covid no murieron por esa causa.
La confusión al respecto ha sido máxima, al mezclar personas que han muerto
«por» covid con personas que han muerto «con» covid. De hecho, los datos del
INE dan una mortalidad por covid «sospechoso» del 35% sobre el total de
muertes atribuidas a la enfermedad.356
En esto —ya veremos que en otros casos no— la administración ha seguido
los consejos de la OMS de que cualquier sospechoso sea anotado como fallecido
por covid; basta con que se detecte infección; así, los pacientes con VIH e
infectados, figuran como muertos por covid-19. Esto es, desde muchos puntos de
vista, bastante vergonzoso; diríase que hay una cierta intención de que los
números sean lo más nutridos posible.357
Este ha sido el modo de actuación regular de las administraciones: como el
servicio de salud gallego ha admitido abiertamente, todo aquel que muriese con
una prueba positiva de covid-19 sería considerado víctima del covid-19. Esto
debería ser, sin duda, escandaloso, pero la prensa apenas le ha dado cobertura.
Lo cierto es que refleja ese interés por aumentar las cifras de fallecidos a causa
de SARS-CoV-2.358
La reflexión no puede ser otra sino la de que no sabemos, ni sabremos nunca,
cuáles son las verdaderas cifras de fallecidos a causa del covid-19, lo que nos
daría una dimensión válida de la pandemia. Numerosísimas irregularidades,
recuentos trucados, atribución de causas de fallecimientos falsas, procedimientos
dudosos, intereses de todo género; en el mejor de los casos, hay argumentos
sobrados para considerar que las autoridades han actuado a ciegas al ignorar
cuáles son las verdaderas cifras de fallecidos en la pandemia. Hasta Sánchez, a
su manera, lo reconoció en su día.359
Pero ¿ha sido esa la única ceguera que nos ha aquejado durante estos meses,
al menos en términos sanitarios? Ni mucho menos.
Pues otra de las cifras que hemos ignorado ha sido la de infectados. Desde el
principio hasta hoy. Pero ¿es que no se han hecho pruebas? Al contrario.
Bien es cierto que, al principio, España fue uno de los países que menos
pruebas hizo. Tardó largas semanas en estar en situación de hacerlas; el desastre
administrativo fue total. Como quiera que las autoridades no se habían tomado
en serio la amenaza del coronavirus, nada se había dispuesto en orden a la
prevención o a comprar material con el que enfrentar dicha amenaza. Y cuando
finalmente las autoridades resolvieron ir al mercado internacional a comprar los,
resultó que estos no servían para nada; los que se compraron a los chinos eran un
desastre completo, casi podría decirse que un auténtico fraude.360 Los sucesivos
intentos por adquirir material mínimamente válido se estrellaron contra su propia
impericia, una y otra vez, hasta el punto de que al gobierno de Sánchez se le
estafó un equivalente a 140 millones de euros en nueve contratos. Una cantidad
astronómica. Con posterioridad, el gobierno lo ha justificado por varios motivos,
pero lo cierto es que el Ejecutivo llegó a acuerdos con proveedores chinos que
percibieron la debilidad de su cliente, quien tan pronto firmaba con empresas del
sector sanitario como con intermediarios o con marcas del textil.361
El despliegue gubernamental fue, en verdad, bochornoso. Sin duda, todos los
países europeos fueron tomados un tanto inopinadamente por la escasez de
material, pero el caso español presenta unos perfiles propios ciertamente
grotescos. Las explicaciones del gobierno resultaban simples argumentos
autoexculpatorios, con ribetes de farsa; la ministra de Exteriores, González-Laya
(increíblemente avalada por su predecesor en el cargo, José Manuel García-
Margallo), justificó el absurdo desempeño del gobierno porque «no estamos
acostumbrados a comprar en China», lo que da la medida del nivel de nuestra
titular de Exteriores.362 China es el tercer país al que más compra España, y
algunos datos incluso apuntan a que en enero de 2020 se estaba convirtiendo en
el segundo, detrás de Alemania.
En varios casos, las compras del gobierno se dirigieron a empresas chinas que
el gobierno de Beijing no había aconsejado y que ni siquiera figuraban en su
listado de empresas fiables. La razón de optar por ese tipo de test es que se
trataba de pruebas rápidas que no exigían el tiempo de varias horas que requiere
la PCR. La administración no cayó en la cuenta de que si había aún empresas
chinas en disposición de vender este material era porque el resto de países no se
dirigía a ellas, al estar excluidas de las listas oficiales. España pasó a convertirse,
también en este terreno, en un país de referencia mundial en cuanto a lo que no
había que hacer.363 Arrinconado por su propia incompetencia, Sánchez no tuvo
ningún problema en mentir a la población, una vez más, asegurando que los
datos de un informe internacional avalaban la buena labor del gobierno en esta
pandemia. Dicho informe, sencillamente, no existía.364
Una vez superado este estadio, en el que el gobierno mostró una vez más
bisoñez e incompetencia, se determinó que el método en el que basar la
detección de las infecciones causadas por el SARS-CoV-2 sería el conocido
como PCR (Polymerase Chain Reaction), en esencia una técnica que amplifica
fragmentos de ADN a fin de determinar la presencia de virus o bacterias en el
material analizado. Tiene una alta especificidad, por lo que es capaz de distinguir
entre dos microorganismos evolutivamente muy cercanos; y, además, posee la
capacidad de detectar las infecciones en estadios muy tempranos. Se utiliza
sobre todo en investigación forense, y necesita de personal muy cualificado. En
términos generales, es un método muy fiable de análisis, y perfectamente válido
para detectar las infecciones por coronavirus.
Pero precisemos. No hay métodos infalibles, aunque, con frecuencia, a este
respecto, se pretenda lo contrario. De hecho, en 1997, se puso en cuestión la
fiabilidad del método PCR, en este caso al hilo del VIH; un medio periodístico
de relieve en aquel tiempo recogió el uso fraudulento de las PCR (no su
inutilidad como tal método, sino su aplicación).365 O sea: que un método, por
excelente que sea, debe ser empleado de modo correcto para que obtenga
resultados. Y no ha sido el caso con las PCR.
¿Se ha producido una utilización incorrecta de las PCR? La respuesta es: sí.
Se ha producido tal cosa y no de modo ocasional, sino habitual, hasta el punto de
que se puede afirmar sin miedo a faltar a la verdad que ha distorsionado la visión
general de lo que está pasando.
Esa utilización incorrecta implica que los datos que tenemos de contagio no
son válidos. La sublimación de la PCR como prueba infalible es absurda y no
tiene acogida científica: la PCR es una prueba más entre varias para alcanzar un
diagnóstico. La OMS se ha encargado de recordarlo en numerosas ocasiones, de
forma contundente: «Cuando los resultados de la prueba no se correspondan con
las manifestaciones clínicas se debe tomar una nueva muestra, que se someterá a
la misma o a otra prueba de amplificación de ácidos nucleicos».366 Las llamadas
de la OMS a la precaución a la hora de interpretar los resultados son
inequívocas.367
Sistemáticamente, la OMS ha pedido que la prueba se compatibilice con el
cuadro clínico; que no se aplique a los llamados «asintomáticos» y, que en caso
de que se produzca una colisión entre los datos y las apariencias, no se
presuponga la primacía de los primeros. En honor a la verdad, ni los fabricantes,
ni los inventores de la PCR pretendían otra cosa. Pero cuando las PCR se
convirtieron en el único modo de medición de los contagios, cualquier
cuestionamiento pasó a ser tabú; cierto que también se difundieron versiones
absurdamente contrarias a estos test, pero resultaron ser mucho menos dañinas
que la imposición de unas pruebas que contribuyeron a confundir a la población
y a justificar las políticas represivas de una gran cantidad de gobiernos.
Pero más allá de su utilización por parte de los gobiernos, hay que tratar de
establecer si el tratamiento que se le ha dado a estas pruebas es válido o no lo es.
Porque a través de ellas se ha establecido el número de contagios y, por tanto, el
riesgo en el que se encontraba la población. PCR en mano se han construido las
olas o se han terminado.
Según la doctrina oficial, la fiabilidad de los test es máxima y, sin negar que
pudiera producirse algún error, son completamente fiables. Desde los medios de
comunicación —y, singularmente, desde las verificadoras— se ha negado
enfáticamente que las pruebas PCR arrojen resultados no acordes a la realidad,
lo que se denominan «falsos positivos». La idea misma de «falso positivo» sería
una especie de añagaza «negacionista» a fin de cuestionar todo el sistema. Pero
¿existen los falsos positivos?
La expresión quizá no sea la más afortunada del mundo, pues no recoge con
precisión en qué consiste el error achacable a las PCR, pero si lo que se quiere es
afirmar que los resultados positivos de una persona no tienen por qué significar
que el individuo esté enfermo o que contagie, entonces hay que contestar
rotundamente que sí: existen los falsos positivos y, como es lógico, ello tiene
que ver con la fiabilidad práctica de la propia prueba.
En realidad, puede decirse que la prueba PCR es fiable y no lo es al mismo
tiempo. Pues, como se ha dicho, se trata de un test muy útil si se acompaña de
otras pruebas. Pero no vale como único dato para determinar si la persona está
enferma o no lo está.
En palabras de John Lauritsen, «lo que hace la PCR es seleccionar una
secuencia genética y luego amplificarla enormemente. Puede lograr el
equivalente de encontrar una aguja en un pajar; puede amplificar esa aguja en un
pajar. Al igual que una antena amplificada electrónicamente, la PCR amplifica
en gran medida la señal, pero también amplifica en gran medida el ruido. Dado
que la amplificación es exponencial, el más mínimo error en la medición, la más
mínima contaminación, puede dar lugar a errores de muchos órdenes de
magnitud…».368
Igualmente, y aunque las verificadoras han tergiversado todo el asunto
relativo a Kary Mullis, el inventor de la PCR (invención por la que ganó el
Premio Nobel) manifestó en varias ocasiones su escepticismo por el uso que se
estaba dando a esta técnica. Referido en este caso al VIH, aseguró que se
manipulaban los resultados (no la prueba en sí) para obtener la finalidad que se
buscaba, pero que la PCR no determinaba si estabas enfermo o no; obviamente,
esto es algo que puede aplicarse al caso del covid-19.369 Una vez más, las
verificadoras han enturbiado la verdad, aprovechando, quizá, que Kary Mullis
murió en agosto de 2019. Cuando apareció un vídeo en el que, efectivamente,
Mullis sostenía lo que acabamos de recordar, pasaron a la bien probada táctica
del descrédito; a fin de cuentas, qué importa lo que dijese un hombre que no
creía que existiese el VIH. Lo mismo, en fin, que habían hecho con Luc
Montagnier unos meses antes.
Algo sobre lo que se insiste es la necesidad de interpretar los resultados de las
pruebas con la sintomatología. Así lo ha dejado claro la OMS, que dice
literalmente: «La prevalencia de la enfermedad modifica el valor predictivo de
los resultados de las pruebas: cuanto más baja es la prevalencia, mayor es el
riesgo de obtener un falso resultado positivo o negativo».370 De modo que «ello
significa que la probabilidad de que una persona con un resultado positivo (es
decir, en la que, supuestamente, se ha detectado el SARS-CoV-2) esté realmente
infectada por ese virus se reduce a medida que baja la prevalencia,
independientemente de la supuesta especificidad de la prueba».371
El condicionamiento a la hora de interpretar los resultados es grande, ya que
«la mayoría de los ensayos que utilizan la PCR se consideran instrumentos que
ayudan a establecer el diagnóstico; por consiguiente, los profesionales de la
salud deben interpretar sus resultados teniendo en cuenta el momento de
muestreo, el tipo de muestra obtenida, las características del ensayo, las
observaciones clínicas, los antecedentes del paciente, la infección confirmada en
cualquiera de sus contactos y la información epidemiológica».372 Algo muy
parecido a lo que dice el doctor Stephen Bustin, autoridad mundial en PCR,
cuando habla de «registrar el resultado de una prueba como positivo o negativo e
interpretar ese resultado dentro del contexto clínico individual».373
Por tanto, no parece muy defendible que solo la PCR determine cuál es la
cantidad de gente infectada, porque en términos prácticos no nos está dando una
imagen real de la situación. Como dice Carl Heneghan, de la Universidad de
Oxford, «nos estamos moviendo hacia un mundo biotecnológico donde las
normas del razonamiento clínico se están yendo por la ventana. Una prueba PCR
no es igual a covid-19; no debería…». Heneghan denuncia cómo ha
evolucionado el recuento de casos, porque «la forma en que definimos un caso
parece haber cambiado, pasando de personas con síntomas que luego han dado
positivo a un resultado positivo de PCR solo, independientemente de los
síntomas».374
No es lo mismo que aumente el número de casos detectados y que aumente el
número de enfermos. La detección de casos, simplemente, tendrá que ver con el
número de pruebas realizadas y con el modo en que estas se procesen, y nos dará
una idea distorsionada de lo que está sucediendo. Por esa razón, los organismos
oficiales, tanto los CDC como la OMS, han subrayado que solo se debe realizar
la prueba a aquella persona que muestre síntomas de enfermedad; de otro modo,
podríamos estar ante un falso positivo.
Dada la sensibilidad de la PCR, alguien con una sola hebra de ARN viral
daría positivo, cuando no padece la enfermedad, ni la transmite. La cuestión de
la carga viral es esencial, a este respecto, pues es la razón por la que la inmensa
mayoría de los infectados son asintomáticos; y ser asintomático significa que no
se es contagioso. El resultado es que, posiblemente, una mayoría amplia de
quienes dan positivo en una PCR no padecen la enfermedad ni la transmiten. De
acuerdo a The Lancet, entre el 50% y el 75% de los positivos serían, de este
modo, falsos positivos en sentido práctico (insistimos en que esto no supone que
la prueba sea, en sí misma, defectuosa, sino que lo es el modo de empleo).
Uno de los problemas es que los fragmentos de ARN persisten en muchos
casos durante semanas después de que el virus haya desaparecido. The Lancet lo
resume de modo muy gráfico: «La mayoría de personas infectadas con SARS-
CoV-2 son contagiosas durante 4 a 8 días. Por lo general, no se encuentra que las
muestras contengan un virus de cultivo positivo (potencialmente contagioso)
más allá del día 9 después de la aparición de los síntomas, y la mayoría de la
transmisión ocurre antes del día 5. Este momento encaja con los patrones
observados de transmisión del virus (generalmente de 2 días antes a 5 días
después del inicio de los síntomas), lo que llevó a las agencias de salud pública a
recomendar un período de aislamiento de 10 días. La breve ventana de
transmisibilidad contrasta con una mediana de 22-33 días de positividad por
PCR (más larga con infecciones graves y algo más corta entre los individuos
asintomáticos). Lo cual sugiere que entre el 50% y el 75% de las veces que un
individuo es positivo por PCR, es probable que sea postinfeccioso».375
Esto también sugiere un problema adicional: los falsos negativos. Personas
con una carga viral reducida al nivel subinfeccioso, sin síntomas, que
normalmente no contagian, pero que sí podrían hacerlo en círculos muy
personales.376 Se insistió mucho en ello al comienzo de la pandemia, cuando
incluso quienes daban negativo a la prueba tenían que mantenerse en
aislamiento, y hoy no parece constituir un problema real. En el verano de 2020
fue puesto en cuestión desde instancias científicas y mediáticas, porque no tenía
sentido confinar a personas que no podían contagiar.377
En cualquier caso, tanto los falsos positivos como los falsos negativos están
relacionados con los ciclos de ampliación que se aplican a las muestras
analizadas en la PCR. Los ciclos son las veces que se amplía la muestra para ser
analizada en el laboratorio; cuando la carga viral del individuo es alta, esta puede
ser detectada a unos 15 ciclos aproximadamente. Pero no en todos los casos es
tan evidente; a veces hay que ir a una cantidad de ciclos mucho mayor para
detectar la presencia de SARS-CoV-2. Cada ciclo aplicado duplica el anterior,
de modo que el ciclo 3 cuadruplica el 1, y el 4 lo multiplica por 8. El problema
radica en que, si aplicamos excesivos ciclos, puede que terminemos encontrando
el virus, pero su carga será mínima y residual, sin capacidad alguna para
enfermar a la persona ni para que esta la transmita. Y, sin embargo, contará
como infectado.
«Después de los ciclos 24 o 30 —explica María Tomás, investigadora en el
Hospital Universitario de A Coruña—, puede ser que el virus no esté viable,
pero que siga dando PCR positivas con fragmentos del virus que no hacen que
seas infeccioso (…). Durante la primera semana de infección solemos ver ciclos
muy bajos de amplificación, de entre 15-16 CT, y a la semana nos encontramos
con ciclos inferior superiores a 30, en torno a 35». Lo que encaja con lo que
publicaba The Lancet más arriba en cuanto al tiempo en que un infectado es
contagioso.
De acuerdo a Tomás Pumarola, jefe de microbiología del Vall d’Hebron, para
comprobar la condición viral de la muestra hay que ver si es capaz de
reproducirse en células in vitro. Según Pumarola, «a partir de 30 ciclos yo no
consigo aislar nada en cultivo celular». El acuerdo entre científicos es que
muchas muestras positivas en PCR salen negativas en cultivo debido a su
excesiva sensibilidad.378
Si verdaderamente, como se afirma, a partir de 30 ciclos la presencia o no de
SARS-CoV-2 es indiferente, realizar pruebas a un número de ciclos superior
resulta absurdo. ¿Se ha estado haciendo tal cosa en España? Sin duda, así ha
sido. La cantidad de contagios, y en consecuencia el terror que se ha esparcido
por toda la sociedad, ha tenido mucho que ver con esto; cuando, en realidad,
estábamos hablando de asintomáticos, es decir, de personas que ni padecen ni
contagian la enfermedad.
En consecuencia, con el paso del tiempo aparecieron informes que
aseguraban que los asintomáticos no contagiaban. Porque al principio se
aseguraba, por el contrario, que los asintomáticos eran los supercontagiadores.
No había ninguna base científica (no podía haberla), pero se suponía que eran
portadores de una especie de muerte invisible, que eran la razón por la que
resultaba tan difícil controlar los contagios. La realidad nada tenía que ver con
eso, pero muchos medios lo mantuvieron durante largos meses.379
Sin embargo, no puede decirse que no se publicara al respecto. Hacía tiempo
que muchos profesionales estaban avisados de lo que sucedía en términos
sanitarios. Hacia finales del verano de 2020 era un clamor que los asintomáticos
no podían contar como contagiados, al menos en términos prácticos. Algo sobre
la que OMS ha insistido con frecuencia.380
La noticia de que el presidente del Colegio de Técnicos Superiores Sanitarios
de la Comunidad Valenciana aseguraba que el rastreo exhaustivo demostraba
que la mayoría de PCR positivas eran de «asintomáticos sanos» debiera haber
tenido un mayor recorrido. El titular de El Mundo, que recogía sus
declaraciones, era demoledor… para alguien que quisiera escuchar, claro. «Los
positivos asintomáticos, en la práctica, no están contagiados. Una cosa es haber
sido infectado, es decir, haber tenido contacto con el SARS-CoV-2, pero si tus
anticuerpos actúan y tú no desarrollas la enfermedad en un período de entre 10 y
14 días, no deberías ser considerado como contagiado».381
De hecho, en Europa varios tribunales han fallado en ese sentido; las PCR
suscitaban muchas dudas por las razones apuntadas, y en términos prácticos, su
papel era cada día más oscuro. Un tribunal de Lisboa determinó que «dadas las
dudas científicas expresadas por los expertos, es decir, los que tienen un papel
que desempeñar, en cuanto a la fiabilidad de las pruebas de PCR, dada la falta de
información sobre los parámetros analíticos de las pruebas y en ausencia de un
diagnóstico médico que demuestre la presencia de infección o riesgo, esta
jurisdicción nunca podrá determinar si C era efectivamente portador del virus del
SARS-CoV-2 o si A, B y D tenían un alto riesgo».382 Las verificadoras trataron
de nuevo de enturbiar la realidad —en este caso, EFE—, pero el portugués no
fue el único tribunal que se pronunció de un modo tan claro: en Austria sucedió
tres cuartos de lo mismo, un par de meses más tarde. En este caso, las
«verificadoras» guardaron un sepulcral y significativo silencio.383
La realidad es que el asintomático, al igual que no padece la enfermedad —y
por la misma razón—, no contagia, pues su carga viral es muy baja, como la de
un niño. Se ha querido confundir el asintomático con el presintomático; este
último solo marginalmente puede contagiar, y siempre que se den condiciones
muy específicas de cercanía personal. Incluso, como hoy sabemos, el
sintomático es muy difícil que contagie en espacios exteriores, y en todo caso en
zonas muy concurridas o entre personas que han compartido durante mucho
tiempo un mismo espacio con una marcada cercanía física; aunque no falte quien
se resiste a las evidencias científicas, las pruebas son abrumadoras.384
Pero durante muchos meses, la «ciencia» aseguraba lo contrario. La revista
más prestigiosa del sector, Nature, daba por hecho que los asintomáticos y los
presintomáticos transmitían la enfermedad. Las medidas que los estados
tomaban oficialmente se basaban en este tipo de publicaciones; los supuestos
que fundamentaban sus asertos —sí, ¡publicaciones como Nature!— eran falsos.
Implícitamente, Nature reconocía la debilidad de las bases de las que partía; así,
en fecha tan tardía como junio de 2020, publicaba un artículo en el que se leía,
literalmente, «nosotros asumimos que presintomáticos, sintomáticos y
asintomáticos transmiten el virus…». A partir de ahí elaboraba su narrativa, que
es la que ha presidido nuestra sumisión durante estos largos meses.385
El resultado de todo este estado de cosas fue que se ha estado ignorando el
verdadero número de infectados durante mucho tiempo. Al perseguir el virus allá
donde se encontrase, se distorsionó la realidad de lo que estaba sucediendo;
contando con instrumentos de medición de excesiva sensibilidad, las
consecuencias que se sacaron fueron erróneas, y esas consecuencias las hemos
pagado —y las seguimos pagando durante 2021— en forma de un alarmismo y
de un terror social que no termina de desaparecer. Porque los asintomáticos han
constituido la gran coartada sobre la que erigir el terror social.
Pero si ni las cifras de los fallecidos ni la de los contagiados están claras, la de
los ingresos hospitalarios, tampoco. ¿Por qué? Pues porque —como hemos visto
en otros casos— se ha favorecido activamente el que todo síntoma compatible
sea clasificado como covid. Sin duda, muchos de los casos que se han
considerado como tales no lo son; de cualquier modo, la proporción es imposible
de saber y lo será ya para siempre. La promoción activa desde la administración
puede que haya dado sus frutos, pero ha distorsionado la realidad de la
pandemia.386 Es difícil no sacar la conclusión de que las suculentas
bonificaciones económicas a los centros hospitalarios en función de la cantidad
de los casos de covid que acogieran han producido esa distorsión.
El panorama que nos queda es el de un país en el que se han ignorado los
datos básicos: los fallecidos, los ingresados, los contagiados. Por supuesto, eso
no justifica la impericia del gobierno, ya que tal cúmulo de errores no es más que
el resultado de esa misma torpeza gubernamental. Pero, sin juzgar por el
momento la intención del gobierno, no cabe duda de que las cifras de fallecidos
a causa del covid-19, las cifras de infectados y las cifras de ingresados han sido
hinchadas, superando ampliamente la realidad de la pandemia: ni todos los
ingresados por covid lo han sido, ni todos los fallecidos por covid lo han sido, ni
todos los que han dado positivo en una PCR son enfermos de covid. Esa es la
realidad.
Esa realidad explica la ceguera en la que nos hemos estado moviendo y aún lo
hacemos; de esa ignorancia se sigue valiendo el poder, la clase política y la
mediática, y esa ignorancia tiene un impacto determinante en una gran parte de
la población española que, aterrorizada, parece condenada a vivir bajo un
síndrome postraumático. Así, cuando el gobierno anunció el fin de la
obligatoriedad de la mascarilla en espacios abiertos, no faltaron comentaristas
públicos —con una cierta irresponsabilidad, por cuanto contribuían al terror
social— que aseguraron la seguirían llevando; y cuando finalmente la medida
entró en vigor a fines de junio y comienzos de julio de 2021, una parte sustancial
—quizá mayoritaria— de la población reaccionó con algo muy parecido al
pánico y siguió poniéndosela.387
Aunque pudiera parecer de carácter menor en relación con los confinamientos
o la vacunación, la política de mascarilla obligatoria no lo ha sido ni mucho
menos. Por el contrario, se trata de una de las decisiones más determinantes en
múltiples aspectos, desde el de la libertad hasta el psicológico, que ha sufrido la
sociedad española.
Como en tantos otros casos, la población española ha vivido estos meses
ignorante de lo que sucedía allende nuestras fronteras. Los medios ponían buen
cuidado en evitar que supiéramos que prácticamente en ningún otro país europeo
eran obligatorias las mascarillas al aire libre, y que en la mayor parte de los sitios
ni siquiera lo era más que en unos escasos lugares bajo techo, pero no en todos.
Los responsables políticos incluso han llamado a censurar las imágenes que se
oponían a la construcción del relato oficial, como en la caso de uno de los
responsables de salud de la Comunidad de Madrid, Antonio Zapatero.388 Como
bajo las «democracias populares» del este de Europa bajo el poder soviético, la
población leía entre líneas cuando se le ofrecía imágenes de una celebración
deportiva en un país extranjero o de un evento de cualquier tipo al que los
asistentes acudían a cara descubierta. No solo eso: desde los medios se sugería,
con mendacidad verificadora, que en otros países de Europa se funcionaba bajo
un régimen muy similar cuando, en casi todos los casos, no era así en
absoluto.389
La utilidad de la mascarilla había sido desechada desde mucho antes del
comienzo de la pandemia. Los ejemplos se volvieron infinitos cuando comenzó
la extensión de la pandemia por Europa en el mes de marzo. Es cierto que, en
parte, el llamamiento de las autoridades para que la población no se lanzase a
comprar mascarillas se debía a su escasez, y que se trataba de evitar que los
profesionales sanitarios se quedasen sin ellas. Pero no solo: existían —y existen
— razones de tipo médico. Las mascarillas solo debían ser utilizadas por los
enfermos que habían desarrollado síntomas y que, a través de los estornudos o de
la tos, podían contagiar, o bien por quienes estaban en contacto con los propios
enfermos.390
Sin ninguna relación con su escasez o abundancia, la Organización Médica
Colegial aseguró el 26 de febrero de 2020 que las mascarillas eran inútiles al aire
libre, al tiempo que pedía a la población que no contribuyera a extender el miedo
con una actitud de alarma excesiva. Las medidas de protección personal solo
debían ser usadas por los profesionales; haga usted —insistía— la vida más
normal posible.391 Por entonces, los medios de comunicación, sobre todo los
más oficialistas, se hacían eco de esta política.392
El secretario del Colegio de Farmacéuticos de Valencia, Vicente Colomer,
clamaba contra el desabastecimiento de mascarillas ante la voracidad
compulsiva de la población a la hora de comprarlas, cuando «las mascarillas
quirúrgicas no sirven para protegerse del coronavirus».393 No era más que la
doctrina de la OMS sobre el asunto, que reiteraba una y otra vez, y que seguiría
haciéndolo hasta el día de hoy. Las mascarillas solo deberían ser portadas por
profesionales o enfermos.394 Una y otra vez, las organizaciones médicas insistían
en lo mismo,395 así como las autoridades políticas y sanitarias de los principales
estados del mundo,396 muchas de las cuales resultarían ser, en el espacio de unas
pocas semanas, las más entusiastas promotoras del uso del cubrebocas.397
Entre el mes de abril y el de junio de 2020 se efectuó un gran estudio en
Dinamarca con más de 6.000 participantes a los que se sometió a test previos
para asegurarse de que no estaban infectados. La mitad de ese grupo humano
usaría mascarillas al salir del domicilio, y la otra mitad no lo haría. Todos
observarían las medidas más comunes de protección social: el distanciamiento y
el lavado de manos. En ese momento, la enfermedad se había extendido hasta
alcanzar el 2% de la población del país. No era mucho, en comparación con los
países más infectados, pero constituía una cantidad significativa.
Un total de 4.860 participantes terminaron un experimento del que se
esperaba que pudiera ratificar que las mascarillas habían reducido a la mitad la
tasa de infección. La realidad fue demoledora: en el grupo de las mascarillas
contrajeron la enfermedad el 1,8% de los miembros del grupo, mientras que
entre quienes no llevaron mascarilla el contagio fue del 2,1%. Una diferencia
inapreciable desde el punto de vista estadístico. La mascarilla, no cabía ya duda,
no tiene incidencia alguna a la hora de evitar el contagio en lugares al aire
libre.398
El autor del estudio, Henning Bundgaard, de la Universidad de Copenhague,
señaló que «parece evidente que con la mascarilla no se gana mucho».399 El
estudio sorprendió a no pocos, y recibió algunos apoyos, como el de Mette
Kalager, del Harvard School of Public Health, quien admitió que todo lo que
aportaba la mascarilla era «un efecto simbólico», pues «el hecho de usar una
mascarilla no reduce sustancialmente el riesgo para los usuarios».400
Pero las reacciones fueron bastante furibundas. Se cuestionó su validez por la
razón de que los contagios en Dinamarca no eran suficientemente significativos.
Sin que, por su parte, hubiera hecho el menor estudio, Thomas Frieden se
permitió aseverar que «no hay absolutamente ninguna duda de que las máscaras
funcionan como control de la fuente», una argumentación carente de apoyo
científico propio. Y es que, para hacer según qué afirmaciones, la ciencia no
parece ser un requisito necesario. Vale con una declaración de principios. Como
suele ocurrir en estas ocasiones, las autoridades siguieron adelante con sus
programas que, por supuesto, incluían el cubrebocas, como si nada hubiera
pasado.401
La OMS, en julio de 2020, sostenía que no había pruebas irrefutables de la
transmisión por aerosoles, y puntualizaba incluso que «en los estudios
experimentales los aerosoles que contenían las muestras infectantes se
produjeron mediante nebulizadores de chorro de alta potencia en condiciones de
laboratorio controladas. En esos estudios se demostró la presencia de ARN del
SARS-CoV-2 en muestras de aire de un entorno en el que se produjeron
aerosoles; en un estudio hasta 3 horas después de la exposición y en otro, en el
que también se hallaron viriones viables capaces de replicarse, hasta 16 horas
después de la exposición. Esos resultados se obtuvieron mediante el uso de
aerosoles producidos en condiciones experimentales que no reflejan la manera
habitual en la que las personas tosen».
Al respecto de la transmisión por aerosoles, sobre todo considerada como la
principal forma de contagio, la OMS quiso ser particularmente contundente: «En
algunos estudios realizados en establecimientos sanitarios en los que se prestó
atención a pacientes con covid-19 sintomáticos, pero no se pusieron en práctica
técnicas en las que se produjeran aerosoles, se observó ARN del SARS-CoV-2
en muestras de aire, mientras que en otros trabajos de investigación similares
llevados a cabo tanto en el ámbito asistencial como no asistencial no se detectó
ARN del SARS-CoV-2; en ningún estudio se ha notificado el hallazgo de
viriones viables en muestras de aire. En las muestras en las que se demostró la
presencia de ARN del SARS-CoV-2 se detectó una cantidad de ARN
extremadamente baja en volúmenes grandes de aire, y en un estudio en el que se
observó la presencia de ARN del SARS-CoV-2 en muestras de aire se informó
de que no había sido posible determinar si existían viriones viables. Detectar
ARN mediante pruebas basadas en la reacción en cadena de la polimerasa con
retrotranscriptasa (PCR-RT) no necesariamente indica que existan viriones
capaces de replicarse e infectar (es decir, que sean viables) que puedan
transmitirse y causar una infección».402
Como es natural, no descartaba la posibilidad de que se produjese, en efecto,
el contagio por esa vía, pero reclamaba que tampoco podía descartarse que la
transmisión se estuviera dando en realidad a través de gotículas y fómites.
La OMS mantenía su postura acerca de lo inocuo e inútil de las mascarillas,
sobre todo en espacios exteriores. A comienzos de julio de 2020, un grupo de
239 científicos (si bien la gran mayoría son físicos, y no biólogos ni médicos)
envió una carta a la OMS para que esta aprobase la imposición obligatoria de las
mascarillas al aire libre. Pero esta insistió en que la transmisión por aerosoles no
estaba demostrada y que el mecanismo principal de contagio son las gotas de
unas 5 micras de diámetro, que caen por su propia gravedad, y no se mantienen
en el aire.403
Curiosamente, al tiempo que la OMS hacía pública, de nuevo, su política
contraria a las mascarillas en los espacios públicos, esta se imponía en Cataluña
y Baleares y, a fines de ese mismo mes, las últimas comunidades autónomas que
quedaban sin la imposición de la mascarilla en espacios abiertos, como la de
Madrid, adoptaron la obligatoriedad.404
Hasta entonces, el entusiasmo por la mascarilla no era uniforme; pero, a partir
de entonces, se convirtió en unánime. No había datos científicos solventes, ni
había mediado descubrimiento alguno, ni había razones de peso; pero la prensa
se manifestó como un solo hombre al respecto. Tan solo se permitía la exención
de la mascarilla al practicar atletismo en la calle o montar en bicicleta; pero en
ningún otro caso, fuese en interiores o en exteriores, incluyendo los gimnasios.
Absurdamente, se podía prescindir de la mascarilla para fumar, pero no para
respirar. Los esfuerzos de la prensa para justificar las medidas alcanzaron
importantes cotas de patetismo; incluso aparecieron estudios en los que se
aseguraba solemnemente que el barbijo no interfería con el esfuerzo físico y que
no mermaba este en absoluto. Definitivamente, la prensa parecía haber tomado a
la población por idiota.405 Y el gobierno, también.406
Sin embargo, la OMS seguía manteniendo que las mascarillas sí tenían un
efecto adverso sobre la salud, por lo que desaconsejaba su uso a la hora de hacer
deporte, particularmente de manera intensa. Las razones eran que disminuye el
oxígeno disponible y que aumenta la absorción de dióxido de carbono. Reduce,
pues, la capacidad de respiración y provoca riesgos en personas con problemas
cardiopulmonares. Sin embargo, los políticos españoles decidieron hacer caso
omiso a estas recomendaciones y siguieron imponiendo su uso en todas las
categorías (excepto para los profesionales). Millones de personas se vieron, así,
sometidas a un régimen inhumano a la hora de practicar deporte, ante la perfecta
indiferencia de una clase política tan solo pendiente de su propio interés.407
Por otro lado, estaba muy claro que no existe ninguna relación entre la
extensión de la enfermedad y la obligatoriedad de las mascarillas; sin dicha
imposición, habían prácticamente desaparecido los contagios en España desde el
mes de mayo de 2020, y así se había mantenido la situación hasta mediado julio;
dos meses de tiempo que descarta el que las mascarillas haya sido el factor
propiciador de la transmisión, pues las cifras hubieran empeorado mucho antes.
Posteriormente, el estricto cumplimiento del embozamiento no parece tampoco
haber tenido ningún efecto sobre las múltiples olas, las escaladas y las
desescaladas varias, que se han sucedido con perfecta indiferencia a las
mascarillas. Obviamente, eso no ha modificado un ápice la decisión de nuestras
autoridades, comprometidas en una frenética carrera represiva a mayor gloria de
sus propios réditos electorales, convencidos de que una mayoría de españoles
sabrá apreciar sus medidas como muestra de una genuina preocupación por
nuestra salud. A mayor dureza, mayor preocupación.
Evidentemente, para quienes tienen que tomar decisiones, la verdad científica
es indiferente. Pues la realidad no es solo que las mascarillas no sirvan para nada
a los efectos de detener la infección, sino que tienen unos efectos adversos muy
claros y evidentes.
En primer lugar, el efecto social y psicológico del anonimato, de la
despersonalización y deshumanización del prójimo, algo nada desdeñable: ese
prójimo se convierte en un ser sospechoso, un potencialmente letal sujeto del
que, cuanto más lejos, mejor. Los niños no conocen el rostro de sus profesoras,
de sus compañeros, de sus instructores, de los padres de sus amigos; tienen que
hacer educación física con sus vías respiratorias bloqueadas, y llevar puesta la
mascarilla toda la jornada escolar, durante la que asisten a las clases con las
ventanas abiertas de par en par en los meses del invierno en que no son raras las
temperaturas bajo cero en buena parte de España. La OMS desaconseja su uso en
menores de doce años, pero en España se ha decidido que a partir de los seis
años sea obligatoria. ¿Quién ha tomado esa decisión, qué comité, qué asesor?
¿Por qué le hacen eso a nuestros niños?
La mala conciencia persigue en este asunto a las autoridades, que prefieren,
en todo caso, mirar hacia otro lado. De cuando en cuando se les escapa, como
sucedió durante una entrevista televisiva a Fernando Simón cuando reconoció
que: «Sigo pensando que la mascarilla no es clave para detener la transmisión»,
y añadió: «No es necesario que todo el mundo la lleve; lo importante es que la
lleve quien está enfermo, lo que pasa es que no sabemos quién está
enfermo…».408 Lo cual, como hemos visto, no es cierto, pues a los efectos de los
contagios —que es lo que justifica la imposición de la mascarilla—, sí sabemos
quién está enfermo.
Sin entrar en polémicas acerca de los daños neurodegenerativos que podría
producir el uso continuado de mascarillas de forma indiscriminada por toda la
población,409 lo cierto es que es absurdo plantear como inocuo el uso
permanente de la mascarilla, cuando la experiencia diaria nos demuestra no solo
la incomodidad de su utilización, sino los perjuicios que causa. Por eso la OMS
exime a los niños de llevarla (nuestros gobernantes, no) y por eso la excluye del
ejercicio físico intenso (nuestros gobernantes tampoco).410 De hecho, los
médicos insisten en que se debe descansar cada hora de la mascarilla, una clara
indicación de sus efectos sobre nuestra salud.411
La incidencia negativa sobre muchas funciones está más allá de toda duda. Es
el caso del habla, que se está viendo afectada por la necesidad de efectuar un
esfuerzo mayor al efectuarlo detrás de un trapo.412 O el de la vista, ya que
también produce ojo seco.413 Por no hablar de la dermatitis que causa, sobre
todo a determinadas edades; en este caso, la recomendación es la de usarla el
menor tiempo posible, porque poco más se puede hacer.414
Como había sucedido con la polémica en torno al mercado y al laboratorio
como origen del coronavirus, la disputa sobre la mascarilla fue cosa de
«negacionistas» aproximadamente hasta mediada la primavera de 2021.
Entonces la prensa comenzó a considerar que ya era hora de que la mascarilla
abandonase ese territorio, y de recuperar su supresión para la causa. A fines de
abril, El País se hacía eco de la postura de varios científicos que pedían el fin de
su obligatoriedad.415 Y desde Cataluña se anunciaba que había que avanzar hacia
la normalización en el sentido que esta palabra tenía en 2019; las mascarillas
debían dejar de ser obligatorias en espacios al aire libre.416 La OCU, por su
parte, solicitaba a las administraciones, en el mes de mayo primero, y en junio,
después, que eliminase su obligatoriedad.417 La avalancha era creciente.
A esas alturas, una parte sustancial de las reivindicaciones conspiracionistas
se veía integrada en el discurso dominante, aunque la prensa, naturalmente, se
cuidaba de evitar el asunto. Y es que no deja de ser curioso, pero muchas de las
posiciones que sostenían los «negacionistas» eran las mismas que defendía el
discurso oficial al comienzo de la pandemia y en lo que este derivó hacia el final
de la misma.
En el caso español, las autoridades tendrían muchas cosas que explicar,
empezando por qué si la OMS no avala el uso de las mascarillas en espacios
abiertos, las autoridades nos han obligado a llevarlas durante un año. ¿En
función de qué decisión científica? Porque ignoramos los nombres de quienes
han sido los que han aconsejado al gobierno en ese sentido; de quienes han
pasado de vendernos que las mascarillas eran innecesarias y hasta
contraproducentes a convertirlas en útiles e imprescindibles. Si es que tales
personas existen.
¿Cómo es posible sostener que las mascarillas no interfieren la respiración, al
tiempo que se exime a los corredores o a los ciclistas de llevarla, o se permite
que las personas con problemas respiratorios están exentas de la obligación de
usarlas? Menos aún se entiende que mientras la OMS desaconseja vivamente
que las porten los menores de doce años, en España sean obligatorias para los
niños. ¿Quién es el responsable de esto?
Un par de cosas asombran también al respecto de las mascarillas: de un lado,
que siendo los ojos vías de contacto y transmisión, no hayan recibido ninguna
atención ni demanda de ser tapados; de otro, que no se hayan dispuesto
contenedores para mascarillas, cuando debería considerarse la vía más peligrosa
de contagio, por obvias razones.
En realidad, todo asombra al respecto de las mascarillas, como todo es
asombroso al respecto de lo que ha estado sucediendo durante esta pandemia. O
lo que sea.
5
Se prevé que la solución innovadora pueda basarse, de manera general, en un sistema tecnológico
innovador e inteligente formado por los siguientes componentes: sistema de reconocimiento de
matrículas (…), sistema de detección de teléfonos móviles, (…) y un sistema de reconocimiento de
personas (por ejemplo, sistema de reconocimiento facial), a ser instalado en el propio punto de control
de acceso en la entrada al evento. Su propósito es proporcionar a los agentes que controlan los accesos al
evento alertas para detener a personas con asuntos pendientes con la justicia.
Se trata de una serie de cámaras conectadas a internet vinculadas a la base de
datos de la policía. Se tardan apenas unos segundos en analizar los rostros de los
presentes en un acontecimiento público y compararlos con los de alguien
buscado por la justicia.426
Durante la pandemia, el caso chino —que nos lleva una cierta ventaja, pero
hacia el que nos dirigimos— ha revivido la estructura de delación vecinal, de
voluntarios patrióticos y comunistas, que recuerda a las movilizaciones de
tiempos de Mao.427 En Occidente no ha sucedido tal cosa por falta de estructura,
pero se han producido algunos fenómenos muy semejantes; baste pensar en la
delación generalizada durante el confinamiento, cuando una población
aterrorizada señalaba a sus vecinos, amigos e incluso familiares como esos
agentes patógenos que nos ponían a todos en peligro. Algunos de los peores
fantasmas de la Europa contemporánea —los del miedo y la delación, siempre
de la mano— resurgieron con más fuerza que nunca.
Exactamente al mismo tiempo, en febrero de 2020, Gates donó 93 millones
de euros a China para ayudar al control y la erradicación de la pandemia. El
propio Xi Jinping agradeció públicamente a la fundación de los esposos Gates su
aportación en términos monetarios y morales: «Aprecio profundamente el acto
de generosidad de la Fundación Bill y Melinda Gates, y su carta de solidaridad
con el pueblo chino en un momento tan importante». Lo esencial era poner de
relieve la identidad de intereses entre ambos. «La fundación se ha unido
rápidamente a la acción global y ha desempeñado un papel activo en la respuesta
global contra el brote. Espero una mayor coordinación en la comunidad
internacional por el bien de la salud de todos».428 Como sabemos, Bill Gates se
haría, en unas pocas semanas, con el control de la OMS y con él, la propia
China.
A partir de ese momento, la versión de la pandemia que prevalecería en todo
el mundo sería la de Beijing, impuesta por la OMS. Lógicamente, dicha versión
aligeraba la culpa de China o la eliminaba, hasta el punto de que, mientras
hemos denominado las diversas cepas que han ido apareciendo según su
procedencia, los medios han evitado llamar al SARS-CoV-2 «el virus chino»,
algo que hubiese estado completamente justificado. Luego, ya hemos visto cómo
las misiones de la OMS en Wuhan sostenían la versión de Beijing, por
complicado que fuese y contra toda lógica.
Hacia el transhumanismo
Sin negar la parte que tiene en la historia el enfrentamiento entre clases, es más
verdad que, al contrario de lo que diagnosticó Karl Marx, la historia de la
humanidad es la historia de la lucha de élites. O quizá es que, como aseguraba
Gaetano Mosca, ambas cosas suceden al mismo tiempo. En todo caso, en lo que
hace a nuestras sociedades democráticas occidentales, hay algo que puede
afirmarse con seguridad: la clase económicamente dominante gobierna a través
de las instituciones democráticas. Siguiendo a R. Miliband: las decisiones
políticas se convierten, así, en una correa de transmisión de los intereses
económicos.
Siendo todo esto cierto, no es suficiente para explicar lo que hoy sucede en el
mundo. El motor del globalismo es el neomalthusianismo, como se ha dicho; y
la coartada argumental, el cambio climático. Los globalistas han expuesto
muchas veces cuáles son sus propósitos de contención y disminución de la
población mundial, que estiman demasiado numerosa. Demasiado numerosa,
¿para quién? La respuesta es: para ellos.
En principio, no dudo que los globalistas profesen con sinceridad sus ideas
neomalthusianas, aunque luego cuesta creerlo, sobre todo porque estas encajan
sospechosamente bien con la defensa de sus intereses. En otra parte hemos
hablado del informe Kissinger, que muestra con claridad cómo el crecimiento de
la población amenaza el statu quo internacional y la posición hegemónica de los
dueños del mundo. Y esa es la clave. La verdad es que, al contrario de la
doctrina oficial que ellos mismos propagan, no hay escasez de materias primas
en el mundo; ni escasez de alimentos; ni escasez de recursos. Lo que hay es una
obscena desigualdad de renta, de riqueza, de posesiones; una monstruosa
desigualdad —además, creciente— entre ricos y pobres. Entre países ricos y
países pobres, entre grupos sociales ricos y pobres, entre individuos ricos y
pobres.
De acuerdo a los estudios más serios, casi la mitad de la riqueza mundial está
en manos del 1% de la población; la riqueza del 1% de la población más rica es
65 veces mayor que la de la mitad más pobre del planeta, una mitad (3.800
millones de seres humanos) que poseen lo mismo que las 85 personas más ricas
del mundo.464
La desigualdad no es uniforme, pero en los países más ricos se acentúa con el
tiempo. En Europa se observa una destrucción de las clases medias, a partir de la
sucesión de crisis económicas que caracteriza la última década larga. En el
proceso, han sido depauperados asalariados y autónomos, en favor de unas élites
sociales cada vez más transnacionales.
Desde 2008, las clases media y trabajadora no solo han visto mermadas sus
posibilidades y su futuro, sino que se han visto privadas del acceso a muchas
prestaciones sociales como vivienda protegida y guarderías, de las que sí se
benefician los inmigrantes de ingresos más bajos. Inmigrantes atraídos por unas
políticas deliberadamente diseñadas para beneficiarse de la mano de obra de bajo
coste que representan, y que engordan a las élites a costa de la proletarización de
la clase media.
Es una evidencia clamorosa que las políticas económicas ya ni tratan de
disimular sus objetivos. El gobierno español, por quedarnos con nuestro caso,
destina ingentes cantidades de presupuesto a las políticas verdes y detrae un
sinfín de impuestos con el mismo objetivo. Una política que perjudica a muy
amplios sectores de una población que tiene que competir en condiciones de
desigualdad; las deslocalizaciones representan una amenaza permanente en el
mundo de la globalización, ya que los nacionales no pueden rivalizar con
quienes no tienen que soportar los costes de mantener un estado de bienestar, y
que muchas veces padecen la ausencia de derechos laborales y parten de niveles
de vida más bajos. Ello por no hablar de la consecuente desnacionalización de
los sistemas jurídico-laborales.
Las deslocalizaciones han dañado, sobre todo, a las pequeñas y medianas
empresas, generadoras hasta del 80% del empleo en muchos países de la OCDE,
empresas que tienen imposible deslocalizar; pero, además, las deslocalizaciones
han resultado lesivas no solo en el orden puramente económico, ya que ese tipo
de empresas frecuentemente son un pilar esencial del tejido social. Las
recomendaciones de quienes abogan por un orden globalizado van, en
consecuencia, por la vía de la contención de salarios, de la disminución de los
derechos laborales y del desmantelamiento —más o menos camuflado— del
estado de bienestar. La globalización, en definitiva, ha beneficiado a las élites a
costa del resto de la sociedad. En los propios Estados Unidos, durante la segunda
mitad del siglo XX, la media de crecimiento del PIB fue del 3,5%, mientras que
hoy no llega al 2%; entretanto, las finanzas van viento en popa y las grandes
fortunas ha visto incrementada su riqueza.
Además, hemos visto que, no pocas veces, se ha optado por enfrentar la crisis
recortando el presupuesto para educación y sanidad, los salarios de la
administración y las pensiones. Todo lo cual se ha presentado como la única
política posible, alegando que la alternativa sería la de desmontar el estado de
bienestar. Lo cierto es que la clase media apenas puede ya sobrevivir sino
gracias a las ayudas sociales, aunque en muchos casos estas sean poco más que
residuales —como en el caso de España.
Si echamos la vista a la crisis de 2008, las políticas monetarias de los bancos
centrales han redundado en beneficio de la industria bancaria, causante de la
crisis, en claro detrimento de los ahorros de un sinnúmero de hogares. La
consecuencia es que mientras Wall Street ha dispuesto de dinero barato en
abundancia para sus inversiones financieras, en la década entre 2005 y 2014 los
ingresos de dos tercios de las familias en 25 de las economías más desarrolladas
del mundo han descendido o, en el mejor de los casos (pocos), se han mantenido.
Todas las encuestas y los trabajos sociológicos apuntan a que las nuevas
generaciones están creciendo en el escepticismo, y cada vez perciben como más
deseable la adopción de políticas de fuerza en detrimento del Estado de derecho.
Parece claro que está emergiendo lo que puede denominarse como «una nueva
mentalidad posdemocrática» y, lo que es más peligroso: una generación que mira
con indiferencia el imperio del derecho. Algo que ha sido particularmente visible
durante la pandemia.
En el caso español, hemos asistido a un descenso de los salarios en términos
reales. La desigualdad es cada vez mayor: el 10% de la población que hace
cuatro décadas poseía el 26% de la riqueza hoy posee el 48%; si atendemos a
criterios como el de «riqueza financiera», encontramos que ese 10% de la
población acapara el 70% de esta. La teórica salida de la crisis en 2013 había
reducido los perceptores de salarios en un 13,5% y la masa salarial en un 19,6%.
La crisis había producido una pérdida de poder adquisitivo, afectando sobre todo
a los salarios más bajos.
La presunta salida de la crisis arrojaba unas cifras de desigualdad salarial más
elevadas que nunca. En su conjunto, los salarios habían aumentado, pero la
realidad era que los más altos habían subido, los medios y bajos habían
descendido y se había destruido el empleo de menor calidad. El peso de los
salarios en el PIB descendía un 3,4% entre 2010 y 2013, el de los beneficios de
las empresas en el reparto de la renta aumentaba durante ese tiempo un 2,4% del
PIB.
Durante los años más duros de la crisis, según se multiplicaba la pobreza, las
cien mayores fortunas de España acrecentaban sustancialmente su patrimonio,
fenómeno semejante al sucedido en los países de la Unión Europea: hoy tenemos
un 51% más de ricos de los que había en 2007, mientras un 13% de los
asalariados está en riesgo de exclusión. El fenómeno del aumento del número de
millonarios y del número de pobres es una pésima noticia, por cuanto ambas
cantidades se detraen de la clase media.
El panorama con el que vamos a vivir es el de un país en el que una ingente
masa de población tendrá que pasar años tratando de encontrar empleo. Los
mayores de cincuenta años están perdiendo toda esperanza, y sus últimos años
de vida laboral serán, en no pocos casos, menos productivos que los primeros; y
hoy ha descendido por debajo del 50% quienes, registrados por la EPA, reciben
alguna prestación pública, la mayor parte de ellas de bajo nivel.
Además, la debilidad de la economía española se ha acentuado,
convirtiéndola a estas alturas en completamente dependiente y, por tanto, de una
extrema sensibilidad a las menores oscilaciones internacionales. Apenas tenemos
autonomía para decidir nuestras políticas, en especial la económica. La
pertenencia de España a la Unión Europea hace mucho que ha dejado de suponer
una ventaja; hoy, los perjuicios se acumulan, y estamos desmantelando lo que
nos queda de sector productivo en favor de la Unión concebida como un negocio
de la Europa del norte, fundamentalmente de Alemania y Holanda.
En España, la agricultura es aún un 8% del PIB, y nuestro país es el octavo
del mundo en exportación de productos agrícolas. El problema fundamental es
que los precios de venta son bajos, lo que usualmente se achaca a los
intermediarios, a las grandes superficies o a las cadenas de distribución. Pero la
realidad es que los precios agrícolas se han desplomado fundamentalmente
debido a las políticas de la Unión Europea con sus tratados de libre comercio. El
pequeño agricultor europeo no puede concurrir al mercado con productos
competitivos gracias a los salarios de hambre del Tercer Mundo.
Tanto la forma en que el producto se genera como la calidad del mismo no
parecen preocupar a la Unión Europea, que ha abierto sus fronteras precisamente
para producir ese efecto. La consecuencia es que, por ejemplo, las legumbres de
los supermercados españoles son todas extranjeras, aunque de mucha peor
calidad que las nuestras. Quienes importan estos productos a Europa son grandes
corporaciones transnacionales en manos de fondos de inversión especulativos
que invierten allí donde los salarios son particularmente bajos. Las abundantes
ganancias que obtienen las llevan a paraísos fiscales, incrementando así sus
beneficios.
¿Quiénes son, pues, los beneficiarios de las políticas agrícolas de la Unión
Europea? No, desde luego, los agricultores de los países que componen el club
bruselense, que deberían serlo. Pero tampoco aquellos que son sometidos a
explotación para competir con los españoles, sino que, además de las grandes
corporaciones a las que nos hemos referido, el gran beneficiado es Alemania, el
constructor de la Unión Europea.
Alemania es la cuarta potencia económica del mundo tras Estados Unidos,
China y Japón. Es el mayor exportador de capital a nivel mundial y, mientras ha
obligado a muchos miembros de la Unión Europea a renunciar a su industria,
ella obtiene el 30% de su PIB del sector secundario. Es el tercer mayor
exportador del mundo, a muy corta distancia del segundo, Estados Unidos, y
doblando a Japón. Multiplica las exportaciones españolas por seis, básicamente
gracias a la industria eléctrica, fabricación química, empresas de vehículos y
maquinaria.
Alemania amplía sus mercados por todo el mundo, consiguiendo colocar sus
productos industriales a cambio de otorgar facilidades comerciales, como a
China y Sudáfrica, donde vende productos químicos prohibidos en Europa, como
ha hecho en Egipto o Marruecos. Y en contrapartida, ¿qué es lo que Alemania
sacrifica? Los productos agrícolas del sur de Europa. A cambio de que Alemania
haga negocio por todo el mundo, a cambio de expandir sus mercados, somos los
españoles (y los portugueses, y los italianos, y los griegos y, en parte, incluso los
franceses) los que pagamos ese negocio a través de los tratados de libre
comercio. Mientras tanto, el superávit alemán está alcanzando su cénit en los
últimos años.
Desde la creación de la Unión Europea, solo Alemania, Luxemburgo y los
Países Bajos han obtenido beneficios. Su renta per cápita es el doble de la
española. La clase política nos muestra tal situación como la consumación de un
gran éxito, pero la renta alemana es el doble de la nuestra, nuestro déficit
aumenta cada año, y el PIB alemán es 3 veces el español, al tiempo que hemos
liquidado nuestra industria mientras Alemania vive de la suya.
A estas alturas nadie ignora que la Unión Europea es el negocio de Alemania.
Pero este hecho quizá oculta que hay otros grandes beneficiarios de la situación
por la que atravesamos, como es el caso de los Países Bajos, un pequeño país de
diecisiete millones de habitantes convertido en la quinta economía de la Unión.
Algo que llama poderosamente la atención, pero para lo que existen buenas
razones.
En primer lugar, porque la economía holandesa se basa en la reexportación,
hasta el punto de que Holanda importa tantos productos agroalimentarios como
Estados Unidos, constituyendo la segunda potencia exportadora mundial.
Situada en mitad de la zona de mayor actividad comercial del continente, entre
Alemania, Francia y Gran Bretaña, y junto a Bélgica (que es su segundo mejor
socio comercial), el puerto de Rotterdam es el de mayor actividad y el más
grande de todos los puertos occidentales, y el tercero del mundo después de
Singapur y Shanghái. A través de Rotterdam se mueven casi 500 millones de
toneladas de carga al año, y en él atracan nada menos que 28.000 buques.
En Holanda, el segundo mayor exportador de productos agroalimentarios del
mundo, la agricultura es solo el 1,6% de todo su PIB y, aunque no hay un
naranjo plantado en su suelo es el principal proveedor de cítricos de Alemania,
por encima de España. Lo cual se debe a la importación desde África y Asia.
Además de todo lo cual, los Países Bajos son uno de los principales paraísos
fiscales del mundo; ocupa el cuarto lugar en ese ranking, tras las isla Vírgenes,
las Bermudas y las Caimán; en Europa, está por delante de Suiza y de
Luxemburgo. El 23% de todo lo que se mueve en el mundo en los paraísos
fiscales lo hace en Holanda. Y en cuanto a opacidad bancaria —solo superada
por el gran ducado luxemburgués— es uno de sus grandes negocios, situándose
en el octavo lugar mundial. El monto de lo que mueven las sociedades pantalla
con la finalidad de eludir impuestos asciende a 5 veces el PIB del país, unos 4
billones de euros.
Esa condición de paraíso fiscal sustrae de los otros miembros de la Unión
Europea casi 10.000 millones de euros anuales, de los que 1.000 corresponden a
España. En cambio, Holanda obtiene 40.000 millones de beneficios gracias a las
multinacionales estadounidenses. Las facilidades para las grandes empresas —
gracias a acuerdos secretos fiscales que rebajan su tributación a cifras ridículas
— hacen que los beneficios de las grandes compañías sean desviados mediante
ingeniería contable hacia Holanda, y que, en consecuencia, el resto de los países
pierda una recaudación de casi 200.000 millones. Los movimientos de capital
fantasma —aquel que minimiza las facturas de impuestos de las multinacionales
— ascienden a casi 14 billones de euros anuales. La mitad de esos fondos se
canaliza a través de Holanda y Luxemburgo.
Y lo más paradójico del asunto es que todo esto no sería posible sin la
pertenencia de los Países Bajos a la Unión Europea.
La realidad económica de nuestro país no es precisamente brillante. Se ha
construido un relato destinado a convencernos de que vivimos en el mejor de los
mundos posibles y en el mejor de los países posibles. El crecimiento económico
experimentado en las últimas cuatro décadas, mucho menor que el
experimentando en la etapa inmediatamente anterior del franquismo, se nos ha
vendido como la etapa más exitosa y próspera de nuestra historia, lo que
constituye una gran falsedad.
Dejando de lado el nada insignificante dato de que hemos alcanzado las cifras
de desempleo más altas de nuestra historia, dicho crecimiento —en realidad muy
discreto, en torno al 1,5% anual— se debió a dos factores principales: los fondos
europeos y la deuda. Esta última, apenas un 7% del PIB en 1975, alcanza hoy la
desorbitada cifra del 130% sobre el PIB; en cuanto a la financiación europea, lo
que hay que preguntarse es cuál fue el pago a cambio de recibir aquellas
inyecciones de dinero procedente de Bruselas.
En primer lugar, la entrada en la OTAN y el abandono de una política de
presión sobre Gibraltar; pero lo peor vendría después, una vez ingresados en el
club. Bajo el paraguas de la llamada «reconversión industrial», las más
importantes y productivas industrias españolas se vendieron a las grandes
corporaciones internacionales tras sanearlas con dinero público; así, SEAT se
entregó a Volkswagen, y Pegaso a la FIAT; las industrias pesadas, a los
estadounidenses. La única industria automovilística que quedó pertenecía a otros
países europeos que, lejos de aniquilarla, nos la imponían.
El sector textil, del que vivían millones de españoles, fue desmantelado al
tener que competir con las mercancías asiáticas, que ahora entraban en masa en
nuestro mercado y cuyos costes de producción eran mucho más bajos, con
salarios veinte veces inferiores a los nuestros. Igualmente sucedió con el carbón,
cuya industria fue suprimida al retirarle las ayudas estatales. Peor aún fue lo que
se produjo en el sector naval, en el que España era una potencia mundial, y que
se vio obligado a cerrar en beneficio de Alemania: Bilbao, Ferrol y Cádiz,
principales astilleros del país, sufrieron las consecuencias, perdiéndose muchos
miles de puestos de trabajo. Al tiempo, se cerraban los altos hornos
mediterráneos y vizcaínos, destruyendo toda la industria pesada española.
La parte de la industria que no pudo venderse tuvo que sobrevivir en
condiciones muy adversas sin protección alguna frente a economías en las que
los salarios eran muy inferiores, con lo que carecían de futuro. La población,
engañada por políticos y medios de comunicación, y con la impagable
complicidad de los sindicatos, creyó la versión de que nuestra industria no estaba
en condiciones de competir por falta de calidad y que más valía acabar con ella
para entrar en la modernidad y la europeidad.
El Partido Socialista Obrero Español fue quien dirigió toda la operación, pues
a la derecha nunca se le hubiera permitido perpetrar aquel proceso que condujo a
España a renunciar a su soberanía económica y destruir su tejido económico y
social, aunque la complicidad del Partido Popular fue completa. El objetivo era
constituirnos en un país de servicios, sobre todo turístico, con lo que nos
convertimos en una nación subordinada y completamente dependiente del
exterior.
La situación actual de nuestra agricultura es crítica. Los precios de muchos
productos de los agricultores, ganaderos y pescadores están por debajo de los
costes de producción debido a la sobreoferta de los que llegan a nuestro mercado
europeo procedentes de países no socios con los que la Unión Europea está
firmando tratados de libre comercio, lo que está arruinando el sector. Huelga
recordar que los tratados de libre comercio son la quintaesencia de las políticas
globalistas.
Unos tratados de libre comercio firmados con los países que perjudican a la
agricultura, pero no con los que nos abren mercado. Con ello, Europa incumple
el principio de preferencia comunitario, e incumple varios de los objetivos de
Política Agraria Común. Además, con los tratados de libre comercio se viola el
más elemental principio de la libre y justa competencia, ya que no se juega con
las mismas reglas en materia de salarios, y tampoco es la misma la moneda ni la
legislación.
Llegan plagas a Europa para las que no hay agente biológico capaz de
combatirlas, al tiempo que la prohibición de fitosanitarios, que sí están
permitidos en los países con los que se han establecidos los tratados de libre
comercio, deja inermes a nuestras explotaciones agrarias. El colofón es que, en
lugar de incrementar la dotación de la PAC, la Unión Europea la ha reducido en
un 10%.
El sector del transporte, por su parte, está sufriendo la consecuencia de las
deslocalizaciones, al situar muchas grandes empresas su residencia fuera de
nuestro país, si bien operan en España. Consiguen con ello contratar conductores
extranjeros cuyos salarios son mucho más bajos. Las pequeñas empresas
españolas y los autónomos no pueden competir, y los trabajadores pierden sus
empleos; los que quedan, ven sus salarios recortados y horas extraordinarias no
remuneradas.
A todos ellos y a los autónomos, las medidas que impone el gobierno resultan
abusivas en materia fiscal, lo que contrasta tanto más con la empresas
extranjeras, que disfrutan de mayores ventajas que las nacionales. El gobierno,
además, no tiene en cuenta los costes sociales y ecológicos de la producción
nacional, que cumple la exigente normativa europea y que sufre una
competencia desleal. Por otro lado, la situación demográfica del país está
poniendo muy difícil el relevo generacional, y una sensación de desaliento se
está adueñando de estos sectores productivos.
En este momento, las pymes, que constituyen la esencia del tejido social y
económico español, pasan por el momento más adverso de su historia, asfixiadas
por los impuestos, sin ayudas estatales y asediadas por una competencia desleal
foránea ante la que el Estado se inhibe. Hoy, España es un cuerpo inerte presto a
ser despedazado por los fondos buitres que se disputan sus restos.
El colofón es que la clase media está hundiéndose. Y lo previsible es que ese
proceso no se detenga, sino que se agudice.
En medio de ese panorama, derivar los objetivos políticos hacia el control de
población, el cambio climático, la lucha contra el racismo, la homofobia y cosas
semejantes es un seguro de supervivencia para la élite mundial. En primer lugar,
porque desvía las energías hacia la consecución de objetivos que nada tienen,
precisamente, de revolucionarios. Aunque dichos objetivos se han convertido en
banderas de izquierda, una parte de esta —sin duda la más ilustrada y lúcida—
percibe esta realidad como lo que es.465 La unanimidad de los medios, de los
«intelectuales y artistas», de la clase política, de las finanzas, en fin, de los
privilegiados del régimen, es lo suficientemente reveladora y debiera alertar
acerca de la naturaleza de lo que se está cociendo.
¿No resulta un tanto sospechoso que Ana Patricia Botín y Juan Carlos
Monedero, pongamos por caso, estén del mismo lado de la barricada? Lo de la
barricada, que podría ser una concesión al imaginario colectivo progre, es algo
más que una evocación simbólica. Porque barricadas, haberlas, haylas. De un
lado, las élites, los beneficiarios del tinglado; del otro, el pueblo, la población, la
gente. O, como dice Warren Buffet, «hay una guerra de clases, y la mía va
ganando». Del lado de Buffet, encontramos a Monedero y a Ana Patricia; del
otro, a los autónomos, los parados, los jóvenes sin futuro, los agricultores, los
pequeños empresarios, los trabajadores, los ganaderos. Esto es una guerra de las
élites internacionales, globalistas, contra sus pueblos.
¿Cuál es la naturaleza de esa guerra? ¿Se trata de imponer un régimen
comunista, capitalista, liberal, fascista?
Existe, a nivel teórico, una amplia discusión acerca de la naturaleza última del
globalismo. Si estamos ante una resultante del capitalismo, del comunismo, del
liberalismo, del fascismo…466 Temo que todos los intentos de clasificar el
globalismo se estrellen contra la realidad: que, por un lado, ningún término de
los citados pueda describirlo adecuadamente, pero que este contenga algo de
todos ellos. La razón de esa inadecuación no es otra sino que «comunismo» o
«capitalismo» son conceptos propios de la modernidad, mientras que el
globalismo es la expresión misma de la posmodernidad; los términos de la
modernidad ya no pueden expresar nuestra realidad.
Carecemos seguramente de las herramientas para describirlo en su totalidad.
Manejamos un lenguaje del siglo XX, cuando tratamos de acercarnos al
fenómeno del siglo XXI. En realidad, en el globalismo desemboca la modernidad
transformada en posmodernidad. El fin del marxismo, desde el punto de vista
filosófico, facilitó la transformación: si la gran verdad, susceptible de
explicarnos desde la industria achelense a la carrera espacial resultaba un fiasco,
eso no podía suponer sino que no había verdad alguna. No había significado, no
había realidad. No hay infraestructura que subvertir, ni que modificar, ni que
alterar; simplemente, no hay.
El globalismo es… globalismo. Por eso, insistimos, no es comunismo, ni
fascismo, ni capitalismo, ni liberalismo, aunque esté compuesto de una mezcla
de todos ellos. En el fondo, es estéril el debate acerca de si el globalismo es
comunismo o es capitalismo. Es las dos cosas, quizá porque esas dos cosas
nunca han sido más que una sola, dos caras de una misma moneda.
A lo que asistimos mediante el globalismo no es a la implantación de un
régimen de «socialismo real» ni cosa parecida. Sino al sueño de todos los
materialismos, entre los que también se cuenta el socialismo: la destrucción de
las identidades, personales y colectivas.
Cuando se piensa en el socialismo se cree detectar en él, como esencia, el
colectivismo, pero esto no es así. Lo que define en última instancia al
socialismo, como al liberalismo, es su concepción materialista del hombre, del
mundo y de las cosas. El liberalismo no se opone, así, al socialismo sino por lo
que este tiene de colectivo; pero el socialismo hace mucho que ha abandonado
precisamente esa dimensión colectiva para apuntalar la versión
hiperindividualista del materialismo, que tiene muchos más visos de triunfar y de
imponerse sobre el hombre que su anterior ensoñamiento colectivista. Es
entonces cuando el liberalismo —en su vertiente libertaria o anarcocapitalista—
muestra toda su obsolescencia: la oposición al Estado se ha convertido en un
sinsentido desde el momento en que el poder ya no reside ahí. El liberalismo
libertario —admitamos la redundancia— se convierte en una formulación
paleoideológica, desconectada de la realidad. Hoy, el mensaje liberador no es el
que promete romper las ataduras del poder público, sino del poder sin apellidos;
y frente a eso, en cuanto a que hoy el poder es fundamentalmente privado, las
armas del liberalismo lucen completamente romas. Como otros -ismos,
pertenece a un pasado definitivamente superado, pero en su caso de un modo
particularmente descarnado.
Y el materialismo, en definitiva, aspira a la destrucción de una civilización
erigida sobre una cultura que afirma la primacía de lo espiritual, desde el
momento en que asienta en el ser humano la razón de ser de ella misma. Solo la
civilización occidental, emanada de la cultura clásica y del cristianismo, pero
fundamentalmente de este último, considera al hombre como eje del sistema.
Allí donde los principios del Evangelio no constituyen la médula espinal de la
sociedad, termina reinando la barbarie.
El globalismo —se ha insistido en ello en otro lugar— representa y supone la
privatización de lo público. El Estado es reducido a la condición de servidor de
las grandes corporaciones, con lo que se vuelve, ahora sí, tiránico. El Estado se
vacía de contenido, se convierte en una especie de mero recipiente transformable
a voluntad, sin más razón de ser que su propia supervivencia ordenadora. La
nación a la que debe servir es ignorada, de forma deliberada, porque ahora el fin
del Estado es, precisamente, el de destruir a la nación como vehículo de una
identidad. Bastaría con que reparásemos en el caso de España, donde la nación
viene siendo desguazada a manos del Estado desde hace décadas: cuando el
Estado le hace la guerra a la nación, se la hace a nuestra identidad, de la que trata
de privarnos.
Por eso, la eliminación de las fronteras no es tanto un objetivo en sí cuanto un
medio para construir un nuevo mundo para las élites, en el que el pueblo vague
sin rumbo y sin más esperanza que la de alcanzar una supervivencia que le
permita ver un nuevo día. De imponerse, el globalismo vendrá seguido de la
alienación de una población que ya no será española, sueca o italiana, sino que,
habiendo sido reducida previamente a la mera condición de ciudadana, tendrá
por única finalidad la de producir para consumir, por supuesto, de un modo
mucho más frugal de lo que hoy es costumbre. El hombre trabajará por el
sustento y, también en este aspecto, habremos retrocedido siglos.
¿Es esto marxismo cultural? En buena medida. A despecho de quienes han
mistificado la expresión, la filosofía que nutre la raíz del globalismo y de la
ideología de género tiene sin duda mucho de marxismo cultural. A la hora de
construir la crítica a este asunto hay dos errores, que podemos llamar de
izquierda y de derecha: este último lo perpetran quienes insisten en que el
carácter marxista-cultural del globalismo sugiere que su triunfo nos llevaría a la
Unión Soviética. Y, por otro lado, el error de izquierda lo comete quienes
sostienen que, puesto que no se producirá una recreación de la Unión Soviética,
no puede tratarse de marxismo cultural. Ambos yerran, porque no conciben que
el marxismo cultural, siéndolo, puede estar al servicio de un proyecto ultraliberal
y de capitalismo transnacional. Ambas posiciones cometen idéntico error, que es
el de presumir que el marxismo cultural está ligado a la creación de un mundo
socialista como el conocido.
En realidad, nunca hubo contradicción alguna entre el marxismo cultural y el
sistema económico capitalista. El hedonismo emanado de la Escuela de
Frankfurt —pongamos por caso— resultaba incomprensible desde el ascetismo
brezhneviano de los años sesenta y setenta, pero estaba plenamente integrado en
la locura consumista del capitalismo occidental de aquellos días. Admitamos de
entrada que es una simplificación hablar en términos de «marxismo cultural», al
menos si no precisamos a qué nos referimos. Lo que el marxismo cultural tiene
de marxismo no es necesariamente la aceptación del papel de la infraestructura
económica como base de la construcción social; antes al contrario, fue el análisis
de la integración de la clase trabajadora en las sociedades capitalistas más
avanzadas lo que impulsó la búsqueda de nuevos agentes del cambio social.
Ese cambio social bien pronto dejó de exigir la destrucción del sistema; en
cambio, el marxismo siempre afirmó el carácter profundamente revolucionario
del capitalismo, lo que redescubrió sin dificultad teórica alguna sobre todo tras la
ruptura de su sumisión a la Unión Soviética. La interpretación leninista del
marxismo hacía una lectura en términos esencialmente economicistas de Marx, y
por lo general ignoró muchos fenómenos de los que el propio Lenin apenas tuvo
conocimiento o hacia los que mostró incomprensión, desde el psicoanálisis al
fascismo.
En lo sucesivo, los epígonos de Marx matizarían su idea nuclear de la
trascendencia de la base económica —sin negarla—, pero añadiéndole las
pertinentes consideraciones culturales y psicológicas. No es exagerado afirmar
que convirtieron el marxismo en otra cosa, del mismo modo que puede decirse lo
propio del calvinismo con respecto al cristianismo (otros podrían decirlo del
catolicismo o del luteranismo…). Lo cierto es que, en Occidente, se impuso una
versión del marxismo que enfatizó las ideas de dominación y de emancipación.
Esa versión articuló un discurso basado en la idea de que lo esencial en Marx no
era el hallazgo de la trascendencia de la base económica y de la lucha de clases
como motor de la historia, sino el haber expuesto como clave la existencia de
relaciones de dominación; ciertamente, el de Tréveris básicamente se había
limitado a la cuestión económica, pero la relación entre clases, entre los grupos
poseedores y los explotados, era extensible a todo tipo de relaciones sociales. La
emancipación de la clase obrera, su victoria sobre la burguesía, no implicaba la
modificación de otras estructuras opresivas existentes en el seno de la sociedad.
A partir de ahí, se haría extensiva la denuncia de la dominación a los vínculos
entre los hombres y las mujeres, entre los adultos y los niños, entre los blancos y
otras razas, entre la heterosexualidad y la homosexualidad, entre la especie
humana y otras especies animales. Eso es marxismo cultural; el hecho de que
haya sido asumido —e incluso elaborado— desde instancias del liberalismo no
le resta un ápice su carácter marxista, con las precisiones que hemos hecho. El
de Michael Foucault puede constituir un magnífico ejemplo.467
El carácter revolucionario (como sinónimo de destructivo) del capitalismo, al
que hemos hecho referencia un poco más arriba, es en verdad demoledor; nada
ha trastocado tanto el orden del mundo como el capitalismo. Nada ha destruido
las bases del Antiguo Régimen como el capitalismo, y nada ha erradicado la
tradición, la identidad y la cultura de las naciones como el capitalismo. Bastaría
con echar un vistazo a los países europeos: los diferentes grados de decadencia
que acometen a la Europa del Este y a la del Oeste.
Países sometidos durante cuatro décadas a regímenes comunistas presentan
un grado de salud social muy superior a aquellos que han «disfrutado» del
capitalismo durante ese mismo tiempo. La negación de la propia identidad, la
subversión antropológica, el rechazo de la propia naturaleza humana: nada de
eso se da en las naciones antaño sometidas al yugo comunista, mientras es el pan
nuestro de cada día en los países occidentales. Ciertamente, no estamos tampoco
ante sociedades idílicas, no se trata de eso; pero su grado de autodestrucción es
muy inferior y, al menos, conservan el instinto de supervivencia.
Al contrario de lo que se intentó en el mundo del Este desde los años
cincuenta, el marxismo occidental ha convertido al socialismo posible en un
socialismo de rostro transhumano. Y que, por su transhumanidad, no plantea
dificultad alguna a los intereses del capitalismo transnacional.
El globalismo es un gigantesco sincretismo. El que se produce entre sexos,
entre ricos y pobres, entre socialismo y capitalismo, entre el absoluto y la nada,
entre lo privado y lo público. Se pretende el triunfo de la emancipación del ser
humano, la ruptura final con sus cadenas religiosas, culturales y familiares. Y
con su condición humana.
Por supuesto, no es una resolución real, pero eso importa menos: presuponer
que lo real o lo natural terminarán triunfando por sí mismos, que se impondrán
porque sí, es un mero acto de la voluntad. Nada indica que eso vaya a suceder
sin más.
AGRADECIMIENTOS
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4 kaosenlared.net/el-coronavirus-se-ensayo-mediante-un-simulacro-de-pandemia-en-septiembre-de-
2019-en-un-hotel-de-nueva-york/
5 www.bloomberg.com/news/audio/2019-11-04/preparing-for-the-next-pandemic-audio
6 La afortunada denominación es de Carlos Astiz, autor de El proyecto Soros y la alianza entre la
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7 Macmillan, M., París, 1919. Seis meses que cambiaron el mundo, Tusquets, Barcelona, 2011, pp.
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9 elpais.com/diario/2000/03/15/sociedad/953074834_850215.html
10 www.youtube.com/watch?v=VzhidFO2-fI
11 www.actuall.com/criterio/laicismo/la-anticristiana-hillary-al-defensor-la-libertad-religiosa-trump/
12 Astiz, C., El proyecto Soros y la alianza entre la izquierda y el gran capital, Libros Libres, Madrid,
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13 Castro, J.A. de, Soros. Rompiendo España, Homo Legens, Madrid, 2019, pp. 39-50.
14 https://medium.com/@debbiestanley_53377/is-george-soros-really-funding-the-muslim-
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15 www.globalresearch.ca/cia-backed-color-revolutions/5611641
16 www.eldiario.es/politica/orban-george-soros-intervenir-politica_1_3586994.html
17 eldiario.es/desalambre/acusacion-italiano-ong-refugiados-xenofobos_1_3419018.html
18 larazon.es/espana/la-fragata-reina-sofia-rescata-a-1-048-migrantes-frente-a-la-costa-de-libia-
HE13421420/
19 valeursactuelles.com/monde/enquete-soros-les-revelations-de-valeurs-actuelles-provoquent-des-
reactions-a-letranger/
20 elperiodico.com/es/politica/20160201/primer-ministro-letonia-cobro-por-apoyar-estado-catalan-
interviu-4863488
21 www.lavanguardia.com/politica/20160513/401764560716/mas-israel-catalunya-libre.html
22 Castro, J.A. de, Soros. Rompiendo España, Homo Legens, Madrid, 2019.
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24 https://magazine.washington.edu/feature/the-immense-impact-of-bill-gates-sr/
25 seventeen.com/life/a34302973/alexis-mcgill-johnson-op-ed/
26 www.lifesitenews.com/news/new-study-links-contraception-hike-with-increased-abortions
27 okdiario.com/curiosidades/tribunal-acusa-bill-gates-crear-coronavirus-6689664
28 rebelionenlagranja.com/noticias/internacional/un-exalto-cargo-de-la-oms-denuncia-que-opera-en-
favor-de-intereses-privados-20200604
29 Bill Gates: «El éxito de China evidencia el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo del
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30 elperiodicodelaenergia.com/bill-gates-se-une-al-gobierno-chino-para-desarrollar-una-nueva-
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33 Fazzini, G., El libro rojo de los mártires chinos, Encuentro, Madrid, 2008.
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36 pdf.usaid.gov/pdf_docs/PCAAB500.pdf
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41 www.traveler.es/viajeros/articulos/verguenza-de-volar-flygskam-no-subir-a-un-avion-cambio-
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44 es.greenpeace.org/es/sala-de-prensa/comunicados/greenpeace-pide-a-abalos-mas-trenes-y-menos-
aviones-para-frenar-la-crisis-climatica/
45 www.libremercado.com/2021-05-20/pedro-sanchez-obedece-bill-gates-agenda-davos-mercado-
carne-sera-intervenido-6757473/
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118 En marzo de 1815, Napoleón escapó de la isla de Elba para marchar sobre París. El diario El
Monitor fue adecuando sus titulares según transcurrían los acontecimientos: 9 de marzo: «El Monstruo se
escapó de su destierro». / 10 de marzo: «El Ogro corso ha desembarcado en Cabo Juan». / 11 de marzo: «El
Tigre se ha mostrado en campo abierto. Las tropas avanzan para detener por todos lados su progreso. Así
concluirá su aventura miserable llegando a ser un vagabundo entre las montañas». / 12 de marzo: «El
Monstruo ha avanzado hasta Grenoble». / 13 de marzo: «El Tirano está ahora en Lyon. Cunde el temor en
las calles por su aparición». / 18 de marzo: «El Usurpador se ha aventurado a acercarse. Está a 60 horas de
marcha de la capital». / 19 de marzo: «Bonaparte avanza con marcha forzada, pero es imposible que pueda
alcanzar París». / 20 de marzo: «Napoleón llegará a los muros de París mañana». / 21 de marzo: «El
emperador Napoleón está en Fontainebleau». / 22 de marzo: «La tarde de ayer su majestad el emperador
hizo su entrada pública y llegó a las Tullerías. Nada puede exceder la alegría universal. ¡Viva el Imperio!».
119 elpais.com/sociedad/2021-05-27/la-teoria-del-accidente-de-laboratorio-en-wuhan-como-origen-
del-coronavirus-abandona-el-terreno-conspirativo.html
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analizar-efectividad-de-medicamentos-contra-el-cncer-b1837214.html
130 opensecrets.org/search?q=lobby+pharmacy&type=site
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meterse-dentro-no-ser-eficaces_707034/
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dolares-a-Pfizer-por-comercio-irregular-de-farmacos.html
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