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Cátedra Santos

Las imágenes, ¿quieren verdaderamente vivir?

Jacques Rancière
[“Les images veulent-elles vraiment vivre?”, en Alloa, E. (comp.), Penser l'image, París,
Les presses du réel, 1010, pp. 249- 263. Trad. Felisa Santos].

¿Qué entender con el término “pictorial turn? Es claro que Tom Mitchell ha forjado la
expresión como una respuesta al “linguistic turn”. Queda por saber qué quiere decir acá
“respuesta”. Depende, muy evidentemente de lo que se entienda bajo la expresión “linguistic
turn”. Ahora bien, esta expresión era portadora de múltiples significaciones más o menos
contradictorias. Podía decir, de acuerdo con el pragmatismo y la filosofía analítica, que los
problemas de la teoría eran en principio, una cuestión de usos del lenguaje. Pero evocaba
también la práctica semiológica de lectura de las imágenes como mensajes codificados, que
tiene como modelo a las Mitologías de Barthes. Podía significar la tesis lacaniana de la
materialidad del significante y del primado de lo simbólico en la constitución del sujeto, pero
también la tesis darrideana que revoca el privilegio de la palabra plena a favor de la traza
gráfica. Afirmar la primacía de lo “lingüístico” era pues, por un lado, sacarle a la imagen su
consistencia sensible, reducirla a su sentido, es decir, a las fuerzas que allí manipulaban el
lenguaje. Por otro lado, era denunciar su solidez, sustraer al pensamiento de la consistencia de
lo imaginario, que se confundía y enmascaraba el trabajo primero de la escritura de la manera
en que lo simbólico hace efecto en lo real. La doble denuncia de la consistencia y de la
inconsistencia de las imágenes podía resolverse en una misma “iconoclasia” teórica en la que
la fe marxista en la inversión del mundo invertido se apoyaba en una versión platónica de la
separación entre mundo sensible y mundo inteligible sólo accesible mediante el ejercicio
dialéctico. Según esta lógica, las imágenes exhibían a la vez la inconsistencia de las apariencias
sensibles a disipar y la consistencia de un mundo de dominación reversible por las
explotaciones armadas por la dialéctica. Las imágenes no eran nada –solamente simulacros
sin vida– y eran todo: la realidad de la vida alienada, la consistencia del mundo de los lazos
sociales fundados en la explotación. La operación que develaba su nada tenía su garantía en
apostar a la vez a la calma del conocimiento que vuelve de las sombras de la caverna para
contemplar el esplendor inteligible de lo verdadero y en la energía de esas masas obreras que
terminarán por aplastar con sus pies los engranajes de la máquina de explotación de las
imágenes.
Hablar de “pictorial turn” es entonces hacer dos cosas en una, dos cosas que son
lógicamente independientes: es impugnar la metafísica que sostenía el “linguistic turn”; es
impugnar, por otro lado, un agotamiento que se manifiesta bajo un doble aspecto. Se muestra
por un lado, en la desvinculación entre la denuncia platónica de las apariencias y la fe
marxista en la destrucción de la máquina: la iconoclasia teórica gira entonces en vacío, se
vuelve la demostración nihilista del engaño de un mundo en el que, dado que todo es imagen,
la impugnación de las imágenes está ella misma privada de toda eficacia. Es ese

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desencantamiento el que resumía el concepto baudrillereano de obscenidad de un mundo de


la comunicación generalizada donde lo real no se separa ya de su apariencia. Pero, por otro
lado, se ha asistido a una recalificación –positiva o negativa– de las imágenes, una
reafirmación de su consistencia propia. Esta reafirmación, se encuentra el testimonio teórico
en la evolución del autor de Mitologías que, después de haber consagrado tanta energía en
disolver a las imágenes en su mensaje, se dedicaba, en cambio en La cámara lúcida, a hacer de
la fotografía el transporte de la cualidad sensible única de un ser, una cualidad irreductible a
todo lo que pueda llegar a designarse como su sentido. Pero se ha traducido también de la
manera más práctica en un retorno de una iconoclasia literal, cuando los talibanes han
destruido a los budas de Bāmiyān. Ellos devolvían así esas “obras de arte” que pertenecen al
“patrimonio de la humanidad” a su realidad primera de imágenes de la divinidad, de imágenes
de esos falsos dioses cuya falsedad se manifiesta justamente por el hecho de que se dejan
poner en imágenes.
Al hablar de un “pictorial turn” Tom Mitchell asimila la crítica de la crítica a la
declaración de su agotamiento. Ahora bien, esta asimilación no va de suyo. Porque incluso el
agotamiento de la crítica “iconoclasta” se deja observar bastante fácilmente, su examen puede
conducir a una doble conclusión: Si la crítica de las imágenes ya no es de actualidad, quizás
por el cambio de época, al anular sus poderes, ha revelado los presupuestos dudosos que la
fundamentan al mismo tiempo en que la fe en un porvenir de revolución o de progreso
sostenía sus emprendimientos y desviaba de examinar sus principios. Y ciertamente el autor
de Iconología y de Teoría de la imagen ha aportado a esta crítica de la crítica más de un
elemento al analizar las presuposiciones –filosóficas, sociales, sexistas– que fundamentan ya
en Burke o en Lessing el privilegio de la palabra y la descalificación de la imagen visible1. Ha
esclarecido por eso la manera en que una cierta modernidad ha podido construir al
privilegiar, de los dos lados de la imagen, la materialidad de un significante y la de la forma
visible abstracta. Ha recordado, en contra, que la imagen no se identifica a lo visible y que los
poderes de la palabra son los de esas condensaciones y de esos desplazamientos que hacen
ver una cosa en otra o por otra. Ha mostrado cómo el discurso moderno, mucho más que de la
pureza del significante o de la abstracción de la forma, se nutría de seres anfibios: monstruos
generadores de discursos como el dinosaurio; escrituras de historia petrificadas en el fósil2.
Ha seguido el destino de esos anfibios a través de algunos trenzados ejemplares de palabras y
de formas sensibles como las que propone William Blake quien podría figurar en él como el
padre de una modernidad resueltamente anti-lessingniana3.
Si se sigue el hilo de esta crítica no es quizás necesario hablar de pictorial turn. Puede
que baste, en un modo genealógico, con oponer a las visiones simplistas de la imagen como
apariencia inconsistente o realidad maléfica la genealogía efectiva de los trenzados de
palabras y de formas que hacen a la vida de las imágenes, una vida a la vez más sólida quela de

1.- Cf. “Le Laocoon de Lessing et les politiques du genre” y “Edmund Burke et les politiques de la
sensibilité”, W.J.T. Mitchell, Iconology: image, texte, ideologie, trad. al francés de Maxime Boidy y
Stéphane Rorth, París, Les Prairies ordinaires, col. “Penser/Croiser”, 2009.
2.- Cf. “Romanticism and the life of things”, What do picture want?, Chicago, University of Chicago Press,

2003, pp. 169-187.


3.-Cf. “Visible language: Blake´s art of writing”, W.J.T. Mitchell, Picture Theory, Chicago, University of

Chicago Press, 1994, pp. 11-150.

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las apariencias y más ligera que la de las potencias maléficas. Pero es evidentemente posible
asignar al agotamiento de la crítica una causa distinta: darle por causa una transformación
efectiva del estatuto de las imágenes mismas. “Pictorial turn” no designaría, entonces,
simplemente un hacer justicia a la imagen contra las acusaciones de inconsistencia o de una
consistencia demasiado grande. El término designaría un giro histórico efectivo, una mutación
en el modo de presencia de las imágenes mismas, no ya un hacer justicia del observador sino
una venganza ejercida por las nuevas potencias de la imagen contra todos los que niegan sus
poderes. Es claramente esta segunda vía la que elige Tom Mitchell. Esto no quiere decir que
elija responder de una manera privilegiada a una cierta crítica de las imágenes, la que declara
su inconsistencia. La que ayer las reducía a no ser más que el vehículo de mensajes engañosos;
la que hoy las piensa desaparecidas en el flujo de la comunicación que no está hecha, en
última instancia, más que de cifras. Pero para poder responder a esta crítica de alguna manera
hay que volver a la otra, la que hace de las imágenes potencias dotadas de una vida maléfica.
Rehabilitar a las imágenes para Tom Mitchell es insistir en su vitalidad. Las imágenes no son
reflejos, sombras o artificios, son seres vivos, es decir, organismos dotados de deseos.
Esta formulación es evidentemente problemática, porque algunos estarían tentados a
dar un acuerdo a Tom Mitchell que de ninguna manera le convendría. Se puede, en efecto,
acordar vida a la imagen al reducir una y otra a un cierto núcleo de información. Pero eso es
justamente lo que Tom Mitchell no quiere. Su mundo de imágenes o es un mundo de mensajes
genéticos codificados, es un tejido viviente que atañe, como las imágenes de Deleuze, a una
historia natural. Pero aquí se impone una segunda distinción. La historia natural deleuziana
define a las imágenes como formas de vida, pero esas formas de vida son no-orgánicas. Las de
Tom Mitchell, en cambio, se inscriben claramente en el seno de una alternativa en la que la
vida, que se opone a la abstracción informática y comunicacional, es una vida orgánica, una
vida que se simboliza en la imagen de un organismo. El universo bio-cibernético es para él
claramente un universo en el que los dos términos entran en conflicto, donde la vida se
manifiesta como la “enfermedad” que resiste a la liquidación cibernética de las imágenes. El
“pictorial turn” se deja describir, entonces, como un retorno de lo reprimido/rechazado. Pero
lo que retorna no es la vida cifrada en el ADN, no son las formas de vida pre-individuales de
Deleuze. Es una vida orgánica, individual. Pero hay dos grandes maneras de entender esta
individualidad: una es la del cuerpo orgánico estructurado por una lógica de la falta; la otra la
del virus que prolifera.
La vida que Tom Mitchell reivindica para las imágenes oscila entre esos dos polos. La
voluntad que les atribuye oscila de la misma manera entre la expresión de una falta y de un
anhelo y la afirmación schopenhauriana de una vida que prolifera sin finalidad. En un extremo
hay una vida que se prueba por su falta misma de vida: la imagen es viviente precisamente
porque le falta vida, que tiene necesidad de nosotros para ser el organismo del cual no es
todavía más que la sombra descarnada. Así ese Tío Sam que reclama la sangre de los jóvenes
norteamericanos. No la reclama como un padre que usaría el viejo derecho de los padres de
familia o el de la madre patria revolucionaria sobre la vida de sus hijos. El tío tiene necesidad
de esa sangre precisamente porque no es un padre y su propia sangre está reseca, que él no

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puede, pues, simbolizar al organismo comunitario sino al hacer de esa sangre su carne 4. De
golpe, el tío bonachón se vuelve un vampiro y la imagen en falta se acerca a la otra figura de la
imagen viviente, la imagen como virus que prolifera apoderándose de la vida de los individuos
como esa bandera norteamericana que, en la fotografía de Robert Frank, corta la cabeza de los
habitantes de Hoboken. Pero el virus mismo tiende a tomar la figura del individuo orgánico.
Los virus que encuentran alojamiento en la cabeza de los artistas encuentran su imagen
matricial en esas nubes hechas de cuerpos que William Blake reúne en torbellinos. Y los virus
de nuestras computadoras aparecen menos como artefactos que como fallas de la máquina,
las formas de una vida orgánica que retoma sus derechos sobre el código informático.
El “pictorial turn” es entonces menos un giro icónico del pensamiento contemporáneo
que un retorno dialéctico de la máquina a transformar las imágenes y la vida en lenguaje
codificado. La máquina que quiere producir vida artificialmente produce de hecho una nueva
suerte de imágenes que define una potencia nueva de la vida, de una vida que no se deja
separar de sus imágenes y de sus monstruos, de sus enfermedades y de sus mitologías, tal
sería, en el fondo, la tesis de Tom Mitchell. Es, en todo caso, la que ilustra a través de la figura
del clon. La vida producida por el artificio de los sabios no es cualquier vida. Es la de una
oveja, del animal ofrecido en sacrificio pero también la del animal que simboliza al dios que
muere y resucita para consumar el cuerpo de la Iglesia y la resurrección final de los muertos.
De la misma manera Tom Mitchell hace del dinosauro y del fósil los animales
emblemáticos de una modernidad romántica –una modernidad no modernista–hace entonces
de la oveja clonada el animal emblemático de una postmodernidad no postmodernista: una
postmodernidad en la que el pretendido reino de la máquina comunicacional produce, a la
inversa de las expectativas y de los estereotipos, una nueva exuberancia de las imágenes como
formas de vida. Según esta lógica las formas de la denegación y de la destrucción de las
imágenes se vuelven pruebas de su potencia vital reforzada. Es esto lo que demuestra el
análisis de de la publicidad “iconoclasta” que nos recuerda que es la sed y no la imagen la que
nos hace beber. Tom Mitchell da vuelta el argumento: la “denegación” de la imagen a favor de
la sed es la afirmación de la potencia que mantienen las imágenes, la de la oralidad. La “sed
contra la imagen” es de hecho una sed de imágenes5. Esta estrategia de retorno Tom Mitchell
puede entonces aplicarla a toda forma de iconoclasia, teórica y práctica. Denunciar la potencia
de las imágenes o denegarla es volver a lo mismo: los dos actos expresan para él la misma
ansiedad ante su potencia, el mismo reconocimiento de esta potencia. La afirmación de
Baudrillard de la indistinción definitiva entre imagen y realidad puede ser tomada entonces
como expresión de la potencia amenazante de la imagen tanto como las fantasmagorías bio-
cibernéticas de los filmes de Cronerberg, pero también tanto como lo eran ayer los mensajes
ocultos en los mensajes publicitarios. El iconoclasta quiere preservar a los otros de ese peligro
del que él mismo se estima preservado. Es siempre a los otros a quienes se representa como
víctimas de la potencia maligna de las imágenes. Pero esta delegación de la creencia no hace
más para Tom Mitchell que atribuirles la potencia. ¿Por qué creer que los otros creen en sus
maleficios sino porque uno mismo les tiene miedo? El destructor fanático de los budas y el

4.- W.J.T. Mitchell, What do picture want?, Chicago, University of Chicago Press, 2003, p. 37.
5.- Ibid., pp. 77- 80.

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sociólogo desengañado de la pantalla total dan juntos testimonio de la fuerza de lo que


deniegan.
Este encuentro de los extremos ha tenido, en nuestra historia reciente, una escena
privilegiada, a la cual Tom Mitchell se refiere muy naturalmente, la del derrumbe de las torres
del World Trade Center. Aunque Tom Mitchell no haga referencia a ello, difícilmente puede
evitarse pensar que su análisis es una respuesta al de Baudrillard. Este último rechazaba la
opinión de que la caída de las torres fuera un retorno de lo real que desmintiese sus tesis.
Señalaba, por el contrario, la indisociabilidad del acontecimiento y de la difusión de su
imagen: la realidad no parecía desmentir la ficción más que porque ella misma le había
absorbido la energía, que ella misma se había vuelto ficción. Y el derrumbe de las torres
estaba ya anticipada en su existencia misma como dobles, que hacía de cada una el clon de la
otra. Las torres mostraban bien por su derrumbe que eran esas imágenes a las cuales se
reduce toda nuestra realidad hoy. Dan testimonio de la tendencia suicida que conlleva esta
realidad. Tom Mitchell da vuelta el argumento de la equivalencia entre imagen y realidad. El
terrorismo no es el virus de la irrealidad que arrastra a la realidad a afrontar su propia
muerte. Es la destrucción de las imágenes como símbolos de una potencia, realidad de esta
dominación encarnada en su imagen. Las torres eran para los terroristas la imagen viviente e
insoportable del poder norteamericano. El argumento es más clásico y más razonable en
apariencia que el de Baudrillard. Pero, ¿no hay equívoco en la misma idea de “living image”?
La vida del World Trade Center no era la vida de su imagen. Era la vida de un centro de poder
efectivo. Y el alcance simbólico de su destrucción no significa que sea en tanto imagen que
haya sido destruido. Transformar el símbolo en “imagen viviente” es, en un sentido, dar
demasiado a la imagen. Pero, en otro sentido, es darle muy poco, al hacerla simplemente el
correlato de una ansiedad o de una intolerancia. Según esta interpretación las torres habrían
sido “castigadas” como si fueran seres humanos porque eran “an affront or visual insult those
who hate and fear modernity, capitalism, biotechnology, globalization”6. Se podía reprochar
aquí a Tom Mitchell el abundar un poco mucho en el sentido de quienes identifican la lucha
contra el imperio norteamericano con el “poder ante la modernidad”. Él respondería sin
dudas que este miedo no es propio de los islamistas, que la inofensiva Dolly provoca ella
misma el pánico en la Norteamérica avanzada y que el miedo al terrorismo abreva en las
mismas fuentes oscuras que la “ofensa” sufrida ante las torres, en las mismas fuentes oscuras
también que el ultraje sufrido ante la virgen María ornada por Chris Ofili con excrementos de
elefantes. El miedo arcaico experimentado ante las imágenes, la creencia en su poder maléfico,
argüiría, no es privilegio de nadie. Pero este argumento que equipara a los “primitivos”
espantados por la modernidad y los espíritus fuertes que se burlan de ellos no los pone en pie
de igualdad sino al precio de reducir la imagen en general a la expresión de creencias y de
miedos arcaicos que insisten en el corazón del mundo que cree haberlos ahuyentado.
No hay que negar desde luego la dimensión antropológica de las imágenes. Los
historiadores de las imágenes, desde Aby Warburg a Hans Belting nos obligan a recordar que
los objetos que admiramos como “obras de arte” han sido al principio objetos que servían a
funciones rituales, la expresión de inquietudes, o los útiles de prácticas exorcistas. Aun así el

6.-W.J.T. Mitchell, What do picture want?, op. cit., p. 15.

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beneficio de impugnar la “crítica” que reduce las imágenes a ilusiones engañosas corre el
peligro de perderse si la vida que se le concede es una vida alimentada de creencia y de
miedos. ¿No se puede pensar la independencia de las imágenes sustrayéndolas de dilema de
ser ilusiones o virus? Es esta independencia la que Tom Mitchell encuentra ante el
fotomontaje de Barbara Kruger en el que un perfil marmóreo es comentado por estas palabras
alineadas del lado izquierdo: Your gaze hits the side of my face. Lee ahí mensajes
contradictorios de una denuncia feminista de la mirada masculina y de una afirmación de
radical indiferencia respecto de todo7. Pero esta contradicción es también la manifestación de
un estatuto de la imagen que no se deja reducir a la transmisión de un mensaje ni a la
absorción modernista de la pintura volcada sobre sí misma tal como lo ilustra el joven de
Chardin ocupado en hacer pompas de jabón. La imagen consistente es precisamente la que es
a la vez face y size para la mirada, la que la acoja y la rechaza al mismo tiempo. De esta tensión
de contrarios, un autor del siglo de Chardin, Schiller, ha hecho el criterio mismo de la belleza,
es decir, de esa “libre apariencia” que permite el “libre juego” de la mirada. Michael Fried hace
del joven absorto en sus pompas el emblema mismo de una pintura modernista que se separa
del teatro para sumergirse en sí misma. Schiller da al “juego” de la figura una fuerza muy
distinta al llevar su mirada a una colosal cabeza de diosa, la Juno Ludovisi, de Roma: una diosa
ociosa, una diosa que no se preocupa de nada y no quiere nada8. Esto quiere decir también
que ha dejado de mandar imaginariamente en el Olimpo y de servir concretamente en la
ciudad; una estatua que no ejerce ya función y no inspira ya ni adoración ni miedo, una
“simple” imagen ofrecida en el espacio neutralizado del museo a la mirada de cualquiera. Si el
joven ocioso de Chardin sirve retrospectivamente a la autonomía del arte, es a otra cosa que
esta diosa sin poder sirve de emblema: la paradójica autonomización de una experiencia
estética, de una experiencia de libre juego y de indiferencia ofrecida a todos. Es la virtud
política de esta indiferencia la que Hegel consagra cuando exalta en un cuadro de Murillo que
representa a unos pequeños mendigos sevillanos la beatitud olímpica de esos chicos
harapientos que no hacen nada y no se preocupan de nada. No hacer nada, esa es la paradójica
virtud, la virtud indisolublemente estética y política de las imágenes.
Es todavía esta virtud de indiferencia de la imagen la que da su fuerza a la imagen de
Barbara Kruger. Un rostro de mujer en cólera, que frunce las cejas y que lanza una negra
mirada al agresor masculino, quizás eficaz “en la vida”. Se vuelve de eficacia nula como
imagen. las feministas que quieren denunciar el estatuto de la mujer en el mundo del arte
prefieren, no sin razón, la máscara del gorila. Pero el gorila de las guerilla girls [sic] se ofrece
como emblema, no como obra. El perfil marmóreo de Barbara Kruger se ofrece como obra
política. Pero si puede hacerlo es porque asocia dos estatutos opuestos de la imagen. La artista
construye su imagen al articular dos ambigüedades: la del perfil del que no se sabe si se
aparta del ultraje de la mirada o si afirma de entrada su independencia con respecto a ella; la
del texto del que no se sabe si denuncia la agresión que golpea todavía el perfil que se sustrae
o si afirma que cualquiera sea el caso, caerá fuera del blanco. Pero esta construcción de la
imagen como operación polémica de doble filo no es posible más que apoyándose en una

7.-
Ibid.,p. 45.
8.-Friedrich Schiller, Lettres sur l´éducation esthétique de´homme, trad. R. Leroux, París, Aubier, 1992,
carta XV, pp. 207-209.

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primera capa de imagineidad, en una indiferencia, una “ociosidad” fundamental de la imagen.


La operación polémica puede funcionar porque la imagen neutraliza lo que distingue a la
mujer –casi andrógina aquí, por lo demás– de la diosa y lo que opone la carne que refleja la luz
a la frialdad del mármol. Funciona porque las palabras que explicitan el conflicto están ellas
mismas separadas a la vez de toda boca viviente que las pronuncie y de la disposición normal
de las frases, porque están autonomizadas como los epitafios en las placas de mármol,
espacializados por su sombra. La imagen es eficaz al abolir la distinción usual entre la
abstracción desencarnada de las palabras y la vitalidad de los cuerpos.
Era así que funcionaban ya en los años veinte los afiches de Ródchenko al espacializar
las palabras para unirlas a las formas simplificadas de los objetos representados a fin de
unirlas en una misma dirección, una misma flecha dirigida a la conquista del porvenir. Es
todavía eso lo que hacen, de una manera muy distinta, las “real images” mediante las cuales
Alfredo Jaar ha elegido “representar” el genocidio de Ruanda. Esas “real images” no nos
representan ninguno de los cuerpos sacrificados. No nos muestran más que palabras
inscriptas en las cajas negras en las que están encerradas las fotografías de los individuos en
cuestión. Esas palabras dicen la identidad y la historia de los cuerpos ausentes, es decir, que
les dan un cuerpo distinto, un cuerpo provisto de una historia singular en lugar del cuerpo
anónimo de la víctima de la masacre de masas. Es lo que constituye la imagen, es la operación
que transforma una corporeidad en otra. Y es también una metamorfosis de este tipo la que
analiza Tom Mitchell cuando estudia en el Let us now praise Famous Men, otra política de
“igualdad” de las palabras y de las representaciones visuales, la que juega en la radical
independencia de la serie visual y de la serie verbal, proveyendo al mismo tiempo imágenes
políticas menos “vivas” pero quizás más eficaces que los montajes dramáticos de cuerpos
vivientes y de pensamientos concentrados presentes en la misma época en You have seen their
faces9.
Quizás la oveja sacrificial sea entonces una “imagen” engañosa del estatuto de las
imágenes. Platón ya lo enseñaba: la imagen de Crátilo no es un segundo Crátilo. El reino de la
imagen cesa allí donde un cuerpo es la réplica de un cuerpo en carne y hueso. La oveja clonada
no es ya una imagen y si las torres no eran más que imágenes, habría sido suficiente sin dudas
destruirlas en efigie. Dar a las imágenes su consistencia propia es justamente darles la
consistencia de cuasi-cuerpos que son más que ilusiones, menos que organismos vivos. En
respuesta a “¿qué quieren las imágenes?” hay, dice Tom Mitchell, que asumir el riesgo de que
la respuesta sea “nothing at all”10.Quizás, en efecto, las imágenes no quieren nada, sino que las
dejen tranquilas, que no se las obligue a estar vivas, un beneficio que quizás estemos muy
inclinados a prodigar a quien no lo demanda tanto. O, para decirlo de otra manera, son los
fabricantes de imágenes quienes quieren hacer algo, pero quizás puedan ellos porque
justamente las imágenes mismas no quieren nada. Y si nos gusta verlas es por la capacidad
que tenemos de prestarles o sustraerles, al mismo tiempo, vida y voluntad. Los grandes
relatos de la modernidad se han burlado de dos teologías de la imagen que son las dos
teologías de la anti-representación, de la disipación de las sombras. Está la teología
modernista negativa que opone a la obscenidad de lo real y a los milagros de la

9.- Cf. “The Photographic Essay. Four case studies”, W.J.T.. Mitchell, Picture Theory, op. cit., pp. 281-232.
10.- What do Pictures Want?, op. cit., p. 48.

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representación la virtud autónoma de las palabras y de las formas puras; y está la teología
romántica positiva de la encarnación: ésta hace de la separación de las palabras y de las
apariencias el mal absoluto y reivindica, en consecuencia, para toda imagen, toda palabra,
toda sensación, un cuerpo viviente. Sin duda hay que salir de ese dilema para pensar la
naturaleza y las metamorfosis de esos cuasi-cuerpos que son las imágenes. “Pictures wants
equal rights with language, not to be turned into language. They want neither to be leveled
into a “history of images” nor elevated into a “history of art”, but to be seen as complex
individuals occupying multiple subject positions and identities”11. Se podría protestar que esta
voluntad de singularizar las imagines les presta todavía demasiada “voluntad”. Pero sería
olvidar el papel del “como si” en el pensamiento de Tom Mitchell. Tomemos, pues, la libertad
de corregir, en su lugar: las imágenes hacen como si quisieran todo eso. Es, en todo caso, así
que debemos verlas si queremos hacer justicia a su vida sin obligarla a ser demasiado viva.

James Montgomery Fagg, Uncle Sam, 1917.

11.- Ibid., p. 47.

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Robert Frank, Parade, Hoboken, New Jersey, 1955.

Chris Ofili, The Holy Virgin Mary, 1996.

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Barbara Kruger, sin título, 1981.

Guerrilla Girls, sin título, 1985-90.

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Jean Baptiste Simèon Chardin, Pompas de jabón, 1733-1734,


Washington, National Gallery of Art.

Bartolomé Esteban Murillo, Muchachos comiendo uvas y melón,


circa 1645-1655,

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Múnich, Alte Pinakothek.

Juno Ludovisi, mármol romano, siglo I, Roma, Museo Nazionale Romano.

Alexander Ródchenko, tapa del libro A propósito de esto de Vladimir Mayakovski, 1923.

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Alfredo Jaar, The Rwanda Project, 1994.

Portada de Let us now Praise Famous Men, de James Agee y el fotógrafo Walker Evans,
1941.

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Cátedra Santos

Portada de la primera edición del libro You have seen their faces de Margaret Bourke-White y
Erskine Caldwell, 1937.

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