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SOPA DE LIBROS Sergio Gomez st _La verdad _segun ' Carlos Perro Tlustraciones ANAYA | de Agustin Comotto Segiin Carlos Perro, la primera vez que se atrevié a pisar el camino de asfalto apareci6 una camioneta negra y trona- dora. Nunea antes habia visto un auto- » movil. Su mundo era un basural al lado del camino, junto a una acequia seca y . _maloliente frente a los viiiedos y las par- f _celas de Pefialolén, al oriente, donde aca- Be ha la ciudad. No conocia nada mas que cso. Su casa, esos primeros dias de su da, era las paredes de una caja de car- t6n, Desde alli vefa, a lo lejos como en los sueios, suspendidos en el horizonte, los edificios de la ciudad de Santiago de Chile, Pero en esos dias Carlos Perro no sabia que existia la ciudad de Santiago, ni siquiera sabia lo que significaba la pa- labra «ciudad». Crefa que el mundo era lo que le rodeaba: un camino vecinal pa- vimentado, un basural y su caja de car- ton. ‘egtin Carlos Perro, la primera vez que vio pasar esa camioneta negra por el ca~ mino, le parecié la peor de las pesadillas. Mientras dormia miedoso y friolento so- faba en st caja de cartén, sin imaginarse lo que ocurria mas alla. Las primeras semanas almorz6 lo que encontré olfateando los desperdicios al lado del camino, preocupado de no tro- pezarse con la camioneta negra. Después de comer basura el estémago le crecfa comoun melén. Por las noches se preguntaba quién era y por qué sufrfa sin raz6n viviendo aban- donado, rodeado de ratones que lo mo- lestaban. Ninguna de esas preguntas po- dia responderla y se consolaba jugando a morderse la cola pintosa que le colgaba del trasero Durante las noches todo era diferente, volvian el miedo y la angustia, escondido en su caja de carton, amenazado por las ratas, asustado por los gritos lejanos y los ladridos en la oscuridad. Lloraba bajito, solo para escucharse y sentirse acom- pafiado, asi se desvelaba hasta que el sol yolvia a aparecer al dfa siguiente Una mafiana decidié cambiar la vida que llevaba y tomé la mas trascendental de las decisiones hasta ese momento: ex- plorar més alla de su caja de cartén, mas so | Mo alld de la acequia y del camino, sobre los cercos de quilas* y basuras. Después de meditar una hora se atrevié a seguir en- tre los juncales, enredaderas, ramas, pir- cas* de piedras y alambres de ptia. Ca- miné sin ver nada por una senda que él mismo abrié con dificultad. Escarbé en- tre la maleza, hasta que el paisaje de pronto volvié a extenderse ancho ante sus ojos sobre las parcelas. Lo primero que se encontré en el fondo fue la cordi- Ilera de los Andes, mas grande que los edificios del otro lado, mas grande que cualquier cosa que él viera hasta ese mo- mento, La montafia era gigante, seca, marron, con escasas manchas blancas terminando el verano. Por unos minutos miré impresionado, con el hocico muy abierto y colgando su lengua rosada, decidirse a seguir o retroceder. Pens6 en lo equivocado que estaba al creer que el mundo era apenas una caja de carton y un basural. Frente a sus ojos también aparecié, adelante y mas cerca, una parcela en un Segiin Carlos Perro, al dia siguiente te- nia tanta hambre y curiosidad que le do- lia el estémago y la cabeza. Desde su hoja gigante, al final del patio, vigilaba la casa de madera, A veces Feliciano ladra- ba en da direccién en que él se encontra- ba, pero eran ladridos sin ganas, aburri- dos, simplemente para hacerle saber que era el perro de la parcela. Carlos Perro, como era pequefio y timido, permanecid. escondido, jugando con las hormigas, preguntandose si seria posible comerlas, de tanta hambre que tenia. Al mediodia, el sol aparecié brilloso entre los Arboles. Feliciano bostez y se fue a dormir la siesta debajo de la som- bra de un cerezo esmirriado detras de la lefiera. Segiin Carlos Perro, su curiosidad pu- do mas. Se acereé orillando* los rastro- jos de lechugas. Se detenia cada tres pa- sos mirando al frente, atento a Feliciano. El patio de la casa era amplio, con un ga- llinero muy bien organizado en su inte- rior, con patos y gallinas aburridos del encierro, Encima del techo de la casa, dos gatos plomos lo miraron con indife- rencia disfrutando del calor del sol. Se acercé hasta el plato de comida de los gatos, pero cuando traté de probar, uno de ellos bajé del techo y se criz6 furioso, echando las orejas hacia atras. Carlos Pe- rro se aparté, no querfa problemas con nadie, solo comer antes de desmayarse. Lo intent6 entonces probando el plato de los gansos que jugaban en un charco de barro, pero la comida era pésima, intra- gable y seca. No tenia otra opcién, la mas peligrosa de todas. Se acercé lenta- mente hasta el plato de Feliciano, vigilan- dolo mientras dormia debajo del cerezo. Logr6 masticar un hueso sin forma pero jugoso que lo devolvié otra vez a la vida. Probé el resto del guiso grasoso, calentado bajo el sol. Nunca antes habia comido algo tan bueno y su estémago se lo agradecio roncando y doblandose de gusto. Pero la felicidad no le duré. Las gallinas se des- pertaron y lo acusaron aleteando ruido- sas. Con el alboroto, Feliciano se desper- 16, olfated en el aire a un extrafio cerca de su plato y corrié persiguiéndolo. Car- los Perro otra vez huy6 desesperado, co- rriendo con todas sus fuerzas y dando aullidos de miedo. Feliciano era un perro viejo y no le dio alcance. También descu- brid que, ademés de viejo, Feliciano esta~ ba ciego, por eso se movia tan perezosa- mente, sin ganas, vivia enfurecido y de mal genio por causa de su ceguera. Al atardecer, Carlos Perro decidié per- manecer en la parcela ¢ inténtarlo de nuevo. Buscé un rincén limpio y protec- tor debajo de los restos oxidados de un automévil abandonado, muy cerca de su hoja gigante en el fondo del patio. Desde alli podia ver todo lo que ocurria en la casa, el gallinero y vigilar los movimien- 10s de Feliciano. No volveria al otro lado del camino, no volveria al basural de la acequia ni a las ratas, nia su caja de car- ton donde alguna vez lo abandonaron. | Segyin Carlos Perro, permanecié algu- nos dias escondido bajo su hoja gigante, sin molestar a nadie, espiando la parcela con los ojos bien abiertos y asaltando el plato de Feliciano cuando este dormia la siesta. Pero la mayor parte del dia se quedaba escondido debajo de su hoja o entre los hierros del automévil abando- nado que utilizaba como dormitorio. Cuando sentfa nostalgia, corria desespe- rado por entre los arbustos y contempla~ ba, desde arriba de una pirca, el otro lado del camino y el basural de la ace- quia, Miraba desde la distancia sw caja de cartén, reseca y doblada bajo el sol del verano. 10 Una tarde, antes de que oscureciera, vio salir de la casa al hombre viejo, el duefo de la parcela. Lo vio pasearse por el patio respirando el aire oloroso que bajaba de la cordillera mezclado con el aire rancio de la ciudad que subia desde el valle. Todas las tardes, a la misma hora, el hombre viejo repetia sus lentos paseos alrededor de la casa hasta el por- ton de la entrada. Feliciano, cuando lo escuchaba en la puerta, parecia revivir de su cansancio y vejez, movia la cola con entusiasmo, daba vueltas alrededor y se enredaba entre las piernas del hombre viejo que, a cambio, le regalaba unos golpecitos en la cabeza mientras le decia: «Los dos estamos muy viejos, Felicia- no, por eso nos parecemos». Luego entraba en la casa y no aparecia hasta el dia siguiente a la misma hora. En la casa trabajaba la sefiora Rivas. Carlos Perro la veia llegar por el camino todas las mafianas con su abrigo y su car- tera, siempre alegre, cantando bulliciosa. La sefiora Rivas preparaba la comida en la casa, barria y lavaba. A mediodia re- partia la comida en el gallinero, en el pla~ to de Feliciano y en el de los gatos. Por la tarde, después del paseo del hombre vie~ jo, la sefiora Rivas se iba por el camino, con su abrigo y su cartera, cantando can- ciones religiosas para practicar, porque pertenecia al coro de una iglesia en Pefia~ lolén. Una de esas tardes ocurrié un curioso y trascendental hecho para Carlos Perro. Vio salir al hombre viejo a su paseo dia~ rio. Comprobé que Feliciano se encon- zraba distraido explorando el ruido que provocaba un zorzal sobre el alambre del cerco. Entonces se dejé llevar, se acercé simidamente entre la maleza, dando pasi- ros temerosos y vacilantes. Algo le decia gue el hombre viejo no le haria dafio ni fo perseguiria. Llevaba el hocico muy cerca del suelo y su panza enferma de santo comer basura y tierra. El hombre viejo lo vio aparecer con sus manchas blancas y pardas sobre el lomo. Cuando estuvo muy cerca no se atrevié a levantar la cabeza. Sin poder controlarse comén- 26a temblar y se arrugé hasta parecer in- significante, como una piedra pequefiita, El hombre viejo sonrié y le pregunté: «De donde saliste ti?» Por supuesto, Carlos Perro no le con- test6, y con el miedo al escuchar la voz evacué un chorrito que quedé en el suelo bajo sus patas. El hombre viejo lo obser- v6 y movié la cabeza. Entonces, segtin Carlos Perro, sin poder contenerse y sin siquiera planearlo, agit6 por primera vez su cola tal como lo habia visto hacer a Feliciano. Luego cerré los ojos y esperd con miedo y expectacién. El hombre vie- jo lo apunté con un dedo y le dijo riendo: «Aun perro abandonado como ti solo se le puede llamar Carlos». Desde ese dia Carlos Perro supo que su nombre era Carlos y su apellido Perro. Segiin Carlos Perro, al dia siguiente y a la misma hora, esperé al hombre viejo: Cuando aparecié en la puerta de la casa, corti6 desesperado y alegre a su encuen- tro, soltando su cola como una bandera para repetir su actuaci6n del dia anterior. En su entusiasmo, esta vez se olvid6é por completo de Feliciano, quien lo olfated y lo persigui6 sin consideraciones. La perse- cucién hizo ref al hombre viejo. También a la sefiora Rivas, que salié a la puerta al oir el alboroto. También se despertaron las gallinas y los gatos que estaban sobre el techo de la casa. Carlos Perro, seguido por Feliciano, corrié desesperado rodean- do el gallinero. La carrera dur6 hasta que en una vuelta el perro viejo le atrapé la oreja. El dolor fue horrible y la oreja en- sangrentada se le cay6 encima de los ojos. Nunca antes habia sentido tanto dolor. Lloré y aull6 sinceramente, con todas sus ganas, mientras sus patas aceleraban so- bre la maleza. Logr6 huir y se escondié debajo de las zarzamoras y de las cafias de cicuta y toronjil. A pesar del mordisco traidor de Feli- ciano, desde ese dia las cosas mejoraron para él en la parcela. Al siguiente medio- dia, la sefiora Rivas salié de la cocina y se acercé a pocos metros antes de la hoja gi- gante, mientras él la miraba agazapado. Dejé en el suelo un plato de latén Hleno de sancochado” de carne y puré. Carlos Perro no podia creerlo. Cuando la seftora Rivas se alej6, se acercé al plato después de varios minutos de vacilacién y dudas. La comida olia deliciosa, Definitivamen- te se atrevi6, Se senté en sus patas y em- pez6 a comer. Era lo mejor que habia probado en toda su corta vida. Su hoci- co, los bigotes, incluso su oreja herida se Leeenererreserrsenrmennnnemnnneenre nonenpinenre mancharon con el guiso, Después de co- mer se sintié mareado, estaba tan feliz y satisfecho que durmié dos horas seguidas a pesar de que el sol quemaba. Desde ese dia obtuvo Carlos Perro su plato de comida. La sefiora Rivas lo de- jaba lejos del alcance de Feliciano 0 de Jos gatos, al inicio de la maleza, junto a los restos del automévil oxidado. ‘Tam- poco Feliciano o los otros animales vol- vieron a molestarlo. Carlos Perro se pa- seaba sin problemas, pero sin acercarse demasiado a la casa. Algunas tardes, durante sus paseos, el hombre viejo, que parecia cada vez mas lento y enfermo, se encontraba con Car- los Perro y le decia. «Todavia andas por aqui, Carlos Perro». Se refa cansadamente y tosia. Carlos Perro aprovechaba entonces para ¢jerci tar su cola, moviéndola tan r4pido como la hélice de un avién. En la parcela se acostumbraron a la presencia de Carlos Perro. Los gansos no le estiraban el cuello y Feliciano, depen- diendo del estado de dnimo en que se en- contrara, olfateaba el aire y seguia dur- miendo indiferente Segiin Carlos Perro, en la parcela del hombre viejo su vida poco a poco mejo- 16, se acomodé a sus propias expectati- vas, que no eran muchas. Podia haber se- guido de esta forma eternamente sino hubiera ocurrido algo excepcional. En la mitad del mes de abril el viento frio de la cordillera se arremolin6, per- manecié més tiempo a los pies de la cor- dillera de Los Andes, entrando al valle con un chiflén® helado. Asi el sol del ve- rano, fuerte e implacable, se fue desha- ciendo y enfriando. Por las noches, des- pués de oscurecer, el frio apretaba todos los rincones de la parcela, entonces nada servia para protegerse, ni la hoja gigante ni los hierros oxidados del auto ruinoso. A Carlos Perro la helada se le hundia en su pellejo delgado y lo hacia tiritar, los huesos le crujian como piedras frotadas. Las noches se le hacian insoportables. Solo se alegraba cuando por las mafianas el sol volvia a aparecer detrés de las montafias. Cada dia la situacién empeo- raba. En cambio, Feliciano se protegia en su propia casa de madera al lado de la le fiera. Muchas veces Carlos Perro pens6 en acercarse y pedir refugio, pero enton- ces se acordaba de su oreja quebrada y preferia seguir tiritando entre la maleza, debajo de las zarzas. Una vez, cuando la sefiora Rivas re- partia granos entre las aves del corral, un viento helado y traicionero bajé répida- mente por la quebrada* y le agit6 el pei- nado, entonces ella dijo: «Viene peor que nunca este invierno». La siguiente mafiana, Carlos Perro desperté con todos los musculos tensos por el frio. Decidié correr hasta el por- t6n para entrar en calor, pero no alcanz6 a dar ni un paso porque lo detuvo la vis- ta de la cordillera completamente neva- da. El paisaje le impresioné hasta provo- carle picaz6n en los ojos. Los gatos fueron los primeros que ba- jaron del techo y entraron, sin pregun- tarle a nadie, a la casa del hombre viejo. Feliciano se vefa conforme en su casa pe- quefiita pero protectora. Las gallinas y Jos gansos se acomodaron en el gallinero apretados unos con otros. Carlos Perro, durante la noche, temblé de frio y lloré. Sabia que no podria que- darse mas tiempo allf 0 se moriria. Todo se agravé cuando comenzaron los prime- ros goterones de Iluvia. Su hoja gigante le sirvié de paraguas, pero la tierra bajo sus patas se lend de barro, Entonces vio abrirse la puerta de la casa, aparecié el hombre viejo fumando un cigarrillo, mi- rando la lluvia y haciendo calculos men- tales. Mird a Carlos Perro, mojado y tris- te al fondo del patio, con las orejas, la cola y todo el pelo caido y aplastado. Con sus tiltimas fuerzas, a pesar de su estado, movié su cola para saludar en la distan- cia. El hombre viejo se raseé la barba y después de un momento de dudas le hizo un gesto inviténdolo a entrar a la casa. Carlos Perro avanz6 con la cabeza entre las patas, tiritando, con la cola empa- pada. Segtin Carlos Perro, el invierno llegé a las parcelas de Pefialolén y con ello llega- ron los mejores y mas tranquilos dias de su vida, que después recordaria con tanta nostalgia. La sefiora Rivas lo instalé den- tro de un cajén con un chaleco de lana que nadie usaba, en el rincén mas tibio de la cocina. Recibia el calor de las ollas y el exquisito aroma de los sancochados. ‘Afuera, en cambio, llovia sin detenerse. Carlos Perro se paseaba sin problemas por toda la casa o se echaba a los pies del hombre viejo. Su plato siempre estaba lleno y en un mes engord6. Se sentia sa- tisfecho y feliz. El hombre viejo pasaba todo el dia leyendo o mirando en silencio, por la ventana. El hombre viejo no era como la sefiora Rivas: hablaba poco y cuando lo hacia su voz era lenta, cansa- da y triste. Se dormia temprano y a veces Carlos Perro lo acompafiaba debajo de la cama. Con frecuencia el hombre viejo se enfermaba y permanecia acostado, acep- tando en silencio los cuidados de la sefio- ra Rivas y sus remedios de cedrén*, ma- tico* y menta que le preparaba con agua caliente y vaporosa. Mientras caia la luvia sobre el techo, Carlos Perro se quedaba quieto, con la cabeza entre las patas, escuchando llover. La sefiora Rivas se movia por la cocina hablando sin parar, de esa forma él cono- cié mucho de lo que ocurria en la ciu- dad, abajo de las parcelas de Pefialolén. Cuando se despejaba el cielo, Carlos Perro salia al patio y jugaba persiguiendo a los gatos, que eran mas veloces y astu- tos que él. Con Feliciano no se podia contar para nada porque el invierno de- finitivamente le quits todas las ganas de comer 0 moverse, incluso cuando lo olfa- teaba ni siquiera ladraba, solo le grunia perezosamente. Queria que todos lo de- jaran tranquilo, estaba viejo y achacoso, y preferia estar solo. Cuando el hombre viejo salfa a dar un paseo alrededor de la casa, Feliciano hacia un esfuerzo e inten- taba complacerlo moviendo la cola y e tirando hacia adelante el hocico. Pero después el hombre viejo dej6 esos paseos y no volvié a salir de la casa. La diltima tarde de Feliciano fue al ter- minar el invierno, cuando la maleza y los pastos comenzaron a recuperarse y el ba- rro a endurecerse. Feliciano caminé len- tamente por el patio, extraviado, sin re- conocer dénde estaba. No comié de su plato y prefirié echarse, al final de la tar- de, en la leftera, entre las astillas oloro- sas. Olfateaba en direccién a la cordille- ra, desde donde bajaban los primeros aromas de la primavera resbalandose por las laderas. Asi se durmié, con el hocico entre sus patas, y no desperté nunca mas. Al dia siguiente, Carlos Perro vio salir al hombre viejo de la casa, se acercé a la leficra y cargé a Feliciano envuelto en un saco. En el limite del patio, bajo el cerco, cayé en la tierra con una pala, y enterré al perro viejo. La sefiora Rivas lloré y al final se persign6. Carlos Perro dio vueltas nervioso por entre las piernas de la sefio- ra Rivas, sin atreverse a acercarse al fon- do del patio. También sinti6 ganas de llo- rar, aunque no saba por qué, Nunca se atrevi6 a entrar a la casa de madera de Feliciano, que se qued6 en medio del patio, A veces lo escuchaba la- drar, pero era solo su imaginacién 0 al- gin otro perro en una parcela Iejana. Entonces se acercaba al rincén donde es- taba enterrado, bajo el cerco, donde el hinojo y la maleza habian crecido répi- damente, Olfateaba el lugar y le parecia gue la tierra alli era siempre hiimeda y olorosa. Segiin Carlos Perro, aquellos dias en la parcela del hombre viejo fueron muy ferentes a sus primeros dias de vida en el basural al lado del camino. Pero uno fue la excepcién de esos momentos felices. La primavera estaba hinchada con colo- res y aromas de flores, y un aire tibion ahora se encerraba entre los vifiedos del otro lado del camino. Ese dia la sefiora Rivas aparecié con una tinaja de metal, un cepillo y un jab6n. Llené de agua la bafiera. Carlos Perro ni siquiera sospeché Jo que venia a continuacién. No se dio cuenta de cémo llegé dentro de la tinaja, quedé empapado de agua y jabén y repa- sado por una escobilla. El agua estaba 37.1 fria. Aunque se opuso, Horiqueé y se de- sesperé, nada pudo hacer ante los dos brazos poderosos de la sefiora Rivas. Lo tinico que lo alegré en ese terrible mo- mento fue ver al hombre viejo, general- mente silencioso y triste, reirse con ganas desde la ventana al verlo mojado, frio- lento y asustado Saba que nada duraria eternamente. Su vida era fragil, apenas sostenida en un mundo desconocido para él. Presintié que algo ocurriria y que todo acabaria. La sefiora Rivas estaba preocupada, desde hacia una semana el hombre viejo no se levantaba de su cama y ni siquiera comia, dejaba su plato sobre el velador sin mirarlo. Tosfa y se escuchaba un rui- do feo y ronco que traspasaba las pare- des ¢ intranquilizaba a todos en la casa Como las noches habian vuelto a ser cé- lidas, Carlos Perro dormfa en un rincon de la lefiera que le gustaba porque olia la madera sobrante del invierno. Pero una noche no aguanto y entr6 por una venta- na a la casa. Se paseé por la cocina y se Ta atrevié a Megar hasta la habitacién del enfermo. En el pasillo, antes de entrar, escuché los pulmones del hombre viejo como una maquina deteriorada y cansa~ da. Se quedé en la puerta sin atreverse ni siquiera a mover la cola. Apenas pudo reconocerlo, su vejez le parecio de mil afios. Estaba flaco y con los ojos muy grandes y hundidos. Cuando el hombre viejo vio a Carlos Perro en la puerta del dormitorio, intent6 una sonrisa que al fi- nal nunca apareci6. Al final le dijo: «Pero si es Carlos Perro el que viene de visita». Se alegré que lo reconociera y, como si le hubiera dado permiso con esas pala- bras, comenzé a agitar con fuerza su cola con todo el entusiasmo que podia. EI hombre viejo se durmié enseguida sin si- quiera notar su arrebato. Carlos Perro se ech6 debajo de la cama y durmié con él hasta el dia siguiente, Segtin Carlos Perro, al dia siguiente la sefiora Rivas no salié de la casa. Habia un silencio que daba miedo, solo incerrumpi- do por la tos carrasposa del hombre viejo en su dormitorio. Carlos Perro no vio lle- gar la camioneta blanca que entré por el portén de la parcela echando piedras al lado del camino. Frené en la puerta de la casa. Las gallinas se movieron inquietas y hasta los gatos se preocuparon. Carlos Pe- rro fue el primero en huir asustado hasta la lefiera, Por entre los tablones desclava- dos vio bajar a dos hombres vestidos de blanco arrastrando una camilla. La sefio- ra Rivas recibid con cara de preocupacién a los dos enfermeros. Unos minutos mas tarde aparecieron de vuelta en la puerta de Ja casa. Sobre la camilla descansaba el hombre viejo con los ojos muy tristes, tra~ tando de mirar su casa y el cuadrado ver- de de su parcela. Todos, incluida la sefio- ra Rivas, subieron a la camioneta blanca y salieron por el portén hasta el camino. Carlos Perro escuché alejarse el ruido del motor, entonces se atrevid a correr hasta la entrada con las orejas sobre los ojos y la lengua colgando. Pero solo vio el camino largo, los Arboles, los vifiedos de las otras parcelas y en el horizonte los edificios de Ja ciudad como montafias cuadradas, Ese dia y el siguiente fueron de incerti- dumbre para todos en la parcela. La casa permanecié cerrada y la sefiora Rivas no regres6 a alimentar a los animales. Car- los Perro escuché ladridos a lo lejos y algunas bocinas de automéviles, pero el resto del tiempo todo fue silencio. Los gatos fueron los primeros en bajar del te- cho, dieron vueltas hambrientos alre- dedor de la casa y al tercer dia siguieron mas alla del cerco sin siquiera mirar atras. Esas noches, Carlos Perro durmié en la lefera leno de un miedo y preocu- pacién que le recordaba sus dias en el basurero del camino. Cuando amanecié se fue temprano hasta el port6n de la en- trada a esperar a la sefiora Rivas, y se qued6 alli con el hocico atravesado entre los maderos. Pero ella no apareci6. Por la tarde los gansos también se de- cidieron, cruzaron la cerca y siguieron hasta las otras parcelas buscando comi- da. Las gallinas no tenfan otra opcién que esperar, se paseaban nerviosas aden- tro de su encierro. Carlos Perro solo mordisqueé un hueso viejo y seco. No se alej6 de la casa, queria estar alli cuando volviera el hombre viejo, entonces move- ria su cola y estiraria el hocico para ani- marlo, correria desesperado frente a su ventana y realizaria alguna pirueta gra- ciosa solo para alegrarlo. Pero nadie se acerc6 a la parcela de Pe- ialolén. Carlos Perro sintié que el ham- bre le llenaba de nudos el estomago. Ne- cesitaba comer 0 se desmayaria. Subié hasta los atados de leiia y desde alli miré por la ventaba el interior vacio de la casa. Sin nadie adentro parecia un lugar diferente. Recordé el invierno recién pa- sado, protegido en el rineén caluroso de a cocina 0 debajo de la cama del hom- bre viejo. Para distraerse se fue a ladrar a las gallinas, pero estas se vefan tan débi- les que no le prestaron atenci6n y siguie- ron apretadas unas con otras. Durante esa noche un ruido lo desperté en la lefiera, pero ef miedo lo inmoviliz6. Escuché claramente las voces de dos hombres que rodeaban la casa, Intentaron abrir la puerta en la oscuridad pero no lo consiguieron. Carlos Perro no se movid, podia haber ladrado pero prefirié cerrar los ojos y esperar. Los dos hombres se acercaron al gallinero, abrieron la puerta y se Hlevaron en un saco a las gallinas. Luego salieron por el camino discutiendo por lo poco que habian conseguido. Carlos Perro no pudo dormir el resto de la noche, Antes de que amaneciera ha- bia tomado una decision, as] tr. Esas noches, Carlos Perro durmié en la lefiera leno de un miedo y preocu- pacin que le recordaba sus dias en el basurero del camino. Cuando amanecid se fue temprano hasta el portén de la en- trada a esperar a la sefiora Rivas, y se qued6 alli con el hocico atravesado entre los maderos. Pero ella no aparecié. Por la tarde los gansos también se de- cidieron, cruzaron la cerca y siguieron hasta las otras parcelas buscando comi- da, Las gallinas no tenfan otra opcién que esperar, se paseaban nerviosas aden- tro de su encierro, Carlos Perro solo mordisqued un hueso viejo y seco. No se alejé de la casa, querfa estar allf cuando volviera el hombre viejo, entonces move- ria su cola y estiraria el hocico para ani- marlo, correria desesperado frente a su ventana y realizaria alguna pirueta gra~ ciosa solo para alegrarlo. Pero nadie se acercé a la parcela de Pe~ fialolén, Carlos Perro sinti6 que el ham- bre le llenaba de nudos el est6mago. Ne- cesitaba comer o se desmayaria, Subid hasta los atados de leita y desde alli miro por la ventaba el interior vacio de la casa. Sin nadie adentro parecia un lugar diferente. Recordé el invierno recién pa- sado, protegido en el rincén caluroso de la cocina o debajo de la cama del hom- bre viejo. Para distraerse se fue a ladrar a las gallinas, pero estas se vefan tan débi- les que no le prestaron atencion y siguie- ron apretadas unas con otras. Durante esa noche un ruido lo despertd en la lefiera, pero el miedo lo inmoviliz6. Escuché claramente las voces de dos hombres que rodeaban Ia casa. Intentaron abrir la puerta en la oscuridad pero no lo consiguieron. Carlos Perro no se movi6, podia haber ladrado pero prefirié cerrar los ojos y esperar. Los dos hombres se acercaron al gallinero, abrieron la puerta y se Ilevaron en un saco a las gallinas. Luego salieron por el camino discutiendo por lo poco que habian conseguido. Carlos Perro no pudo dormir el resto de la noche. Antes de que amaneciera ha- bia tomado una decisién. al Tae Segiin Carlos Perro, su vida parecié detenerse. En la parcela solo quedaba él, dando vueltas aburrido, sin los gatos, los gansos y las gallinas, sin la sefiora Rivas y el hombre viejo. Cuando el hambre co- menzé a producirle dolor en el estéma- g0, se acercé timidamente al camino bus- cando entre la basura y la acequia, muy cerca de donde habia nacido. Se alejé del portén de la entrada, pero cuando se acordé regres6 corriendo al patio que co- nocia tan bien. Al inicio del quinto dia tomé la deci- sién mas importante de su vida: si no re- gresaba el hombre viejo entonces él lo buscarfa y lo convenceria de regresar a vivir ala parcela. De pasada ambos con- vencerian a la sefiora Rivas para que vol- viera a trabajar, a cocina: sus guisos y a hablar sin parar. Carlos Perro dio un la- drido ronco para darse valor y avanz6 con un trotecito inseguro més allé del porton, Desde alli mir6 por diltima ver la casa de la parcela, Caminé por la linea de asfalto que no parecfa terminar, Esta- ba atento a todo lo que vefa, a los vifie- dos interminables y a los cercos de las otras parcelas. Siguié con la cabeza le- vantada, marcando el paso con el movi- miento de su cola. El camino, que crefa interminable, aca- bé més adelante cruzado por otro que bajaba, Miré hacia atrés y el portn de la parcela parecié un punto lejano. En la interseccién observé hacia ambos lados. Micntras pensaba la direccién que elegi- tia, sin que él se diera cuenta, aparecie- ron dos automéviles bajando el camino, haciendo rugir los motores a una veloci: dad increfble. La impresi6n fue tan gran- de para Carlos Perro que quedé hundido en el pasto de la berma®, convertido en una piedra temblorosa. Sus pesadillas se hicieron realidad. Pero estaba decidido a continuar. Respir6 profundo y siguié ha- cia abajo con pasitos timidos. A cada rato miraba el camino cuidandose de los automéviles que bajaban o subian. Uno de esos automéviles, sin ningiin motivo, hizo sonar su bocina cuando pasé a su lado. Carlos Perro brincé asustado, ca- yendo en una acequia seca y sucia. Per- manecié alli, con la cola entre las pier- nas, sollozando pero no vencido. Caminé durante media hora hasta que los vintedos desaparecieron y también el camino de bajada. Al frente se encontré en un lugar extrafio y horrible: las calles de la ciudad y los automéviles bocinando yacelerando. El ruido era tremendo para Carlos Perro, acostumbrado al silencio de la cordillera en Pefialolén. Se senté angustiado, sin saber si continuar 0 re- gresar, 10 Segiin Carlos Perro, la ciudad le im- presion6. Algo habia ofdo decir a la se fora Rivas, pero todo ahora le parecié enorme, laberintico e inesperado. Avanz6 hacia el norte por una avenida larga y diagonal, paralela a un canal corrento- so” y sucio que se dirigia al centro de la ciudad. Caminé por el terraplén que sos- tenia el canal, mientras abajo en la calle corrian frenéticos los automéviles y los buses amarillos. Se cruz6 con gente que en nada se parecia al hombre viejo 0 a la sefiora Rivas. Después de caminar cuarenta minutos se sintié cansado. Se sent6 a esperar en un cuadrado de pasto que bajaba por el terraplén hasta la calle. Al frente jugaban futbol en una cancha de tierra. Carlos Perro se entretuvo mirando a los hom- bres correr con una pelota en sus pies. El hambre, el cansancio y las emociones del viaje lo hicieron dormirse en el pasto. Se desperts cuando “a hocico himedo lo olfate6, Carlos Perro salté asustado, doblado como un alambre antes de vol- ver a quedar sobre sus cuatro patas. Un perro lanudo estaba frente a él. No era muy grande y parecia inofensivo. Intenté componerse, pero el lanudo simplemente se dio vuelta y siguié su camino. Carlos Perro lo siguié a cierta distancia, esperan- do que lo llevara donde al menos existie- ra comida, El lanudo parecié indiferente, olfateaba a cada rato el suelo y no se pre~ ocupaba de mirar hacia atras. Con habi- lidad bajé del terraplén y cruzé la calle en una esquina. Carlos Perro no tenia otra oportunidad, cerré los ojos y lo si guid. Escuché las bocinas de los automé- viles y sus neumaticos rayando el pavi- mento. Pero consiguié llegar al otro lado. Al frente de una gasolinera comenzaba una calle ancha, que ese dia ocupaban los feriantes para instalar puestos de fru- tas y verduras. Otros locales vendian ropa usada, tostadores de lata, encende- para la cocina, cassettes, discos y . Por entre los puestos, la gente del barrio se paseaba comprando y cargando sus bolsas. El perro lanudo llegé frente a una mujer gorda que vendia tomates. La saludé con un ladrido y la gorda le res pondio como si lo conociera. Revolvi una olla debajo de un cajén y le dejé un hueso en el borde de la vereda. El lanudo se acomodé y comenzé a comer. Carlos Perro lo observ mientras sus tripas ha- cfan ruidos extrafios, come cafierias de agua en verano. Cuando el lanudo termi- 16 de comer, Carlos Perro pudo mordis- quear los restos que quedaron en la vere~ da. El lanudo siguié recorriendo la feria seguido por Carlos Perro. A cada rato se detenia y ocurria lo mismo: algiin tende~ ro lo reconocia y le dejaban restos de co- mida en la vereda. El lanudo ni siquiera agradecia, solo comia. Mientras tanto, Carlos Perro sufria, su estomago le ardia como si llevara una fogata adentro. Al fi- nal lograba masticar lo que el lanudo despreciaba. Cuando terminaron el largo recorrido de la feria, el lanudo se eché en el pasto de una placita desgastada, al lado de unos bloques de edificios bajos. Desde las ventanas escucharon la miisica de distintas radios encendidas. La mtisica mezclada y el hambre lo adormecieron leatamente. Durmié escuchando de fon- do los motores de los automéviles, los gritos y voces de hombres y mujeres cer- ca de los puestos de la feria. Solo enton- ces, antes de dormirse, Carlos Perro se dio cuenta que estaba en la ciudad. 11 Segiin Carlos Perro, al despertar esa tarde en la placita, el lanudo habia desa- parecido. Pero ahora sabia como conse- guir comida, Solo necesitaba constancia y entusiasmo. Pero los feriantes tampoco estaban y la calle, antes cubierta de ten- didos y de gente comprando, ahora esta- ba desierta y sucia. Solo algunos perros recorrian entre la basura, Carlos Perro se acercé a los que escarbaban indiferentes entre los restos de pescado y hielo espar- cido en la calle. Movié su cola con timi- dez, pero ninguno parecié interesarse en 41, Lo intent6 con unos saltitos que creia graciosos y amistosos, pero ninguno de los perros vagos le prest6 atencién y si- guieron ocupados en olfatear entre las vi- seras de los pescados. Se acercé timida- mente donde algunos comian las colas de pescados. Espero pacientemente su turno con la boca todavia dura de hambre. Acercé su hocico pardo y blanco, pero no alcanzé a llegar més alla. Uno de los perros, con una cicatriz que le bajaba por la oreja hacia la frente, lo atac6. Car- los Perro sintié los dientes que le atrapa- ron una de sus piernas y lo sacudieron. El dolor fue tremendo. Los perros enton- ces se abalanzaron contra él. Rod6 por el suelo pisado y mordido en las patas y las orejas. Logré arrastrarse huyendo por la vereda, aullando con miedo. Los perros no lo siguieron y, como si nada hubiera pasado, volvieron indiferentes a ocupar- se de olfatear la basura. Carlos Perro co- sri desesperado por un pasaje interior. Una cuadra* mas adelante se detuvo de- bajo de un Arbol. Estaba herido, le san- graban dos de sus patas y el pelo lo tenia desordenado y mordisqueado. Todo el cuerpo lo sentia dolorido, como si le cla- varan agujas. No podfa dar un paso mas y el calor del sol lo mareé debajo de la sombra del arbol. Escuch6 algunos ladri- dos al final de la calle y como creyé que venian por él, se arrastré por entre las ta~ bias rotas de ua cerco. Al otro lado en- contré un patio estrecho, con el césped muy corto y oloroso. Enseguida eligié un rinc6n donde crecfa un rosal que se pare- cia a su vieja hoja gigante en la parcela. Alli, debajo y oculto, escarbé en la tierra y se eché, tratando de calmarse. Sentia su cuerpo dividido en pequefios pedazos y le faltaba el aire. No se movié hasta ene: cage asec tem abemie ov mntesy atime em [ss que oscurecié. Lo tinico que deseaba era regresar a la parcela, a su casa, Entre las ramas del rosal vio encenderse las luces de la casa, pero no se interes en lo que ocurria adentro. Se durmié, pero en mi tad de la noche desperté asustado y con fiebre, las heridas en el cuerpo le palpita- ban dolorosamente. La noche estaba fresca y despejada. A lo lejos escuché las voces en un televisor y gente que no de- jaba de reirse y de hablar. Pens6 que en- tre esa gente la sefiora Rivas estarfa feliz, hablando y riéndose. Entonces la fiebre le hizo perder el conocimiento. Mas tar- de, al amanecer, sofi6 con el hombre vie- jo y sus paseos cuando terminaba la tar- de. Recordé su rostro de viejo, siempre en silencio. Sofé que lo llamaba por su nombre, «Ven para acd, te estoy esperan- do», le decia. Cuando desperté habia amanecido. 12 Segiin Carlos Perro, escondido bajo el rosal, en ese patio extraiio crey6 que se moriria. Entonces sintié una mano tibia sobre su cabeza, una mano con cinco de- dos muy redondos y gordos. Pens6 en- tonces que la muerte tenia asi los dedos, suaves y calientes, pero al abrir los ojos vio que la mano era la de un niio que le sonreia amistosamente, Como hacfa tan- tos dias que nadie le sonrefa, le dieron ganas de lorar de emocién. Se levant6 con las tiltimas fuerzas que le quedaban, Se desenredé de las ramas y cuando estu- vo al descubierto comenz6 a mover su cola, pero no daré mucho, perdié ener- gia y se derrumbé en el suelo a los pies | Veo del nifio. El nifio corrié a la casa y regre- 86 con tado lo necesario para curarlo. Aungue las vendas y la limpieza de la herida no fueron las mejores, Carlos Pe- rro enseguida comenz6 a recuperarse. Cojeaba de su pata trasera y el hinchado de los mordiscos cedié poco a poco. Unos minutos después el nia volvid con una olla vieja y destartalada en las manos. Dentro traia las sobras del al- muerzo del dia anterior con pan remoja- do. Carlos Perro no podia creerlo cuan- do el nifio dejé la olla en el suelo. El olor de la comida lo arrebaté de felici- dad. Hundio el hocico y devoré todo con tantas ganas que le dolié la mandi- bula. Cuando terminé de limpiar el fon- do de la olla con su lengua, no se podia mover, el est6mago le caia inflado como un globo. EI resto del dia, mientras el nifio esta- ba en la escuela, descans6 escondido de- bajo del rosal. Por la tarde, una mujer sa- li al patio y con una cara no muy amistosa le dijo desde la puerta: «No te acostumbres porque no te vas a quedar mucho tiempo aq Carlos Perro no tuvo tiempo siquiera de mover la cola, La mujer se dio vuelta y volvié a entrar a la casa. Al dia siguiente, el nifio le conté que la mujer era su madre. A ella no le gusta ban los perros ni ningtin otro animal. Ese dia, Carlos Perro pudo moverse, se sintié mucho mejos, hasta intent6 correr para jugar con el nifio. Le demostré lo répido que era dando saltitos graciosos que lo hicieran reir, Nunca antes, ni con los ga- tos de la parcela, Carlos Perro habia ju- gado tanto, hasta quedar agotado. Podia haber seguido pero la madre abri6 la puerta del patio y le grité a su hijo que era hora de entrar a la casa y dejar tran- quilo a ese perro vago. Esa noche, durmiendo bajo el rosal, Carlos Perro volvié a sentir miedo. Sabia que no podria quedarse mucho tiempo en esa casa. 13 Segiin Carlos Perro, el dia siguiente Ile- 6 mds primaveral, oloroso, y con un sol tibién que daba gusto. Antes de irse a la escuela, el nifio apareci6 por el patio y le dej6 una olla con comida, con dos hue- sos enormes que lo entretuvieron toda la mafiana. ‘Al mediodia entr6 al patio un hombre delgado. Sin esperar y sin interesarse en Carlos Perro, comenz6 a trabajar cortan- do el pasto, arrancando la maleza y po- dando unos arboles tan flacos como él. Si- guid su trabajo con un cigarrillo pegado en los labios. También a Carlos Perro dej6 de interesarle y volvié a sus huesos. Cuan- do el hombre flaco terminé su trabajo en a el patio, aparecié la madre del nifio. Car- los Perro no los ofa, pero entendié que hablaban de él y un presentimiento nada bueno le hizo esconderse debajo del ro- sal. El jardinero asintié con la cabeza, se guardé en el bolsillo algunos billetes que le entregé la madre y reunié sus herra~ mientas. Estiré una mano por entre el ro- sal, attap a Carlos Perro por el cuello y lo eché adentré de uno de los sacos que olfa a papas” podridas y a pasto recién cortado. Adentro, Carlos Perro entendi que no podia hacer nada y se repitié a mismo que todo era culpa de su mala suerte, Escuché al jardinero silbar mien- tras caminaba cargindolo. Por entre el tejido del saco distinguié que llegaban al terraplén de tierra, al lado del canal y de la avenida ancha. Vio que el hombre se acercaba al canal de agua sucia. Quiso aullar adentro del saco, pero solo alean- 76a quejarse con un silbido sin aire. No podria escapar, no encontraria al hombre viejo nia la seftora Rivas y no volverian nunca a la parcela con los otros animales a vivir tranguilo y feliz. Escuché muy cerca el ruido del agua y sintié miedo. Cerré los ojos y esperé que todo acaba- ra, Pero el jardinero desaté el nudo del saco y Carlos Perro asomé la cabeza. En la orilla del canal se levantaba una casa con cartones y maderos, apretada a un bloque de cemento. Era una casa pobre, con las paredes de madera dobladas por el agua y el sol. Cuando Carlos Perro se dio cuenta de que no moriria ahogado en el canal, intent6 dar las gracias movien- do su trasero pardo blanco, pero antes el hombre flaco lo detuvo y le dijo: «Por esta vez te salvaste, pero no te quiero ver mds por aqui». Enseguida le arrojé una piedra que pasé muy cerca de su cabeza. Carlos Pe- ro corrid y no dej6 de hacerlo hasta que sinti6 palpitar su pierna herida. Avanz6 por el terraplén al lado del ca- nal. Entonces tomé una decisién: regre- saria a las parcelas de Pefalolén. =| | 14 Segtin Carlos Perro, su nueva decision lo llené de felicidad y entusiasmo. Re- gresaria a casa sin importar lo que suce- diera. Caminé por el terraplén al costa~ do del canal. Sabia que debfa seguir esa direccién y encontraria el camino de re- greso. Después de media hora buseé la sombra de un arbol en la avenida y dur- mi6 esperando que bajara el calor de la tarde, Lo desperté un dolor en el cuello. Ins- tintivamente intent6 huir creyendo que tenia una pesadilla, Pero un cordel le ro- deé el cuello y no lo dejé respirat. Dos hombres se acercaron. Le atraparon por las orejas y la cola. Sin decir nada, como [os si cargaran basura, lo subieron a una ca~ mioneta cerrada, Todo fue tan répido que Carlos Perro apenas se dio cuenta. ‘Adentro de la camioneta encontr6, apre- tados, a otros perros vagos que se que- jaban o ladraban. Algunos daban mor- discos de miedo y se quejaban. Carlos Perro sintié ganas de llorar. Intenté es- conderse en un rincén, entre patas y co viaje parecio muy largo. La ca- a daba vueltas, a veces se detenia y enseguida otro perro caia adentro ha- ciendo mas irrespirable el lugar. Cuando se abrié por fin la puerta, los pertos ba~ jaron asustados. Pero abajo no encontra- ron la calle. En su lugar los condujeron a una jaula sucia que olia muy mal, con el piso de tierra y madera. Adentro otros perros se paseaban nerviosos. Era indtil intentar salir de alli. En la galeria se vei- an mas jaulas y perros que ladraban dando la bienvenida a los nuevos. Arriba de las jaulas de alambre un letrero indi- caba: «PERRERA MUNICIPAL»; pero ni Carlos Perro ni los demas sabfan leer y no se enteraron de que ese era el lugar donde estaban. Los primeros dias fueron los mas difi- ciles, sobre todo por los demés perros, inquictos por el encierro. Las peleas se repetian a cada rato y hasta Carlos Perro recibié mordiscos en el lomo o en la cola. Entonces trataba de esconderse en un rine6n, alejado del resto, sin molestar a nadie, pero era imposible no participar cuando las peleas se generalizaban. El momento més dificil ocurria por las ma- Sanas cuando un empleado pasaba por fuera de las jaulas con la comida, la tini- ca del dia, La vaciaba en el borde de la canaleja. Entonces comenzaban las peo- res peleas disputandose la comida. Por la noche, a veces, un perro triste y desesperado comenzaba a llorar porque no aguantaba el encierro, entonces lo se- guian los demas y toda la perrera aullaba como un coro en una iglesia. Carlos Pe- 110 aprovechaba y Horaba con ellos. eA > SRURLUEER eeASaRR sat 15 Segiin Carlos Perro, ese encierro en la perrera debi6 ser la peor época de su vida. Ni siquiera sabia por qué estaba alli, Si alguien le hubiera preguntado, él no hubiera sabido que responder. Solo queria regresar a su hogar en las parcelas ¢ intentar reconstuir su vida. Esa era su gran verdad, que nadie qneria escuchar. En la perrera lo cambiaban constante- mente de jaulas. Llegaban y se iban, pero Carlos Perro permanecia. Nadie sabia qué ocurria con los que se iban, que ge- neralmente eran los enfermos y mas vie- jos. Carlos Perro se acostumbré a su vida de encierro. También aprendié a pelear

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