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Nota

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Este trabajo se realizó por fans y para fans.
Todos los proyectos realizados por Reading Girls son con el fin de
compartir con otros amantes de la lectura, aquellas historias que
lamentablemente no podemos obtener en nuestro idioma, es decir, que
no han sido traducido por una editorial o autopublicado por los mismos
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Reading Girls
Este es sólo para mí.
Contenido
Nota del Autor
Sinopsis
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Capítulo Veintidós
Epílogo Uno
Epílogo Dos
Postfacio
Próximamente
Agradecimiento
También por K.L. Taylor-Lane
Nota del Autor
Tenga en cuenta que este libro contiene muchos temas oscuros
que pueden resultar incómodos o inapropiados para algunos
lectores. Este libro contiene temas muy fuertes, así que por favor
presta atención a la advertencia y adéntrate en él con los ojos bien
abiertos.

Para obtener información más detallada, consulta las


publicaciones fijadas en las redes sociales de la autora.

Todos los personajes de esta historia afrontan los traumas y los


problemas de forma diferente, las resoluciones y los métodos que
utilizan no siempre son tradicionales y, por lo tanto, puede que no
sean para todo el mundo.

Este libro sólo debe leerse después de Heron Mill. Sin embargo, no
es necesario leer este libro para disfrutar de Heron Mill o de los
libros siguientes. Si lo desea, puede saltárselo por completo.

Este libro y su contenido son una obra de ficción. Cualquier


parecido o similitud con nombres, personajes, organizaciones,
lugares, acontecimientos, incidentes o personas reales es pura
coincidencia o se utiliza de forma ficticia.

Heron Mill Tenebris es una oscura historia de amor, MF,


hermanastro, gótica y de terror. Esto NO es un romance, no en el
sentido tradicional, de todos modos. Por favor, lee con precaución,
los personajes de este libro no se ajustan ni se ajustarán a las
normas o a los estándares de la sociedad. Este libro tiene un final
feliz.
Sinopsis
Madre dijo que soy extraña, lo soy.

Soy extraña.

Soy violenta.

Soy querida.

No soy Madre.

Heron Mill es nuestro hogar.

Una fortaleza donde hay consuelo en las sombras, obsesión en la


oscuridad y horror en el sótano.

Aquí encontré el amor.

Pero ahora hay un extraño en mi casa, otro dentro de mi cabeza, y


algo... alguien me acecha a través de las sombras.

Estoy atormentada.

Estoy siendo perseguida.

Estoy sufriendo.

Estoy perdiendo el control de todo lo que creía saber, de mí


misma, de nuestra seguridad, de él. Se avecinan peligros que
amenazan con separarnos, y creo que, tal vez, uno de ellos podría
ser yo.

The Blackwell Brothers #2.


Capítulo Uno

Las estrellas centellean sobre un manto de oscuridad, el cielo


nocturno es un océano infinito de negro. La luna llena, blanca y
brillante, irradia su luz radiante sobre el espeso lecho de nieve.
Iluminada, resplandece, sin necesidad de luz artificial, es tan
brillante como el sol de un día de verano, sólo que más hermosa.

La luz.

La oscuridad.

Pertenecemos a la oscuridad.

Más seguros en las sombras.

Hunter y yo.

Sigo a la luna. Los dedos entumecidos, los pies cubiertos de


medias congeladas mientras martillean sobre la tierra helada,
sobre el duro crujido de la nieve. Las briznas de hierba se abren
paso, azotando mis tobillos como cuchillas de afeitar, mojando
mis piernas, empapando mis mallas. Corro por el prado abierto y
me escabullo entre los árboles. El viento lanza mi cabello detrás
de mí, agitándose en la noche como serpentinas doradas. Me
cosquillean las mejillas, el frío me punza la piel, me asalta, me
roba el calor de la carne, me hiela hasta los huesos. Pero un solo
pensamiento me calienta.

No tardará en llegar.

Así no es como jugamos a estos juegos.

No soporta estar lejos de mí demasiado tiempo.


No quiero que lo esté.

El aliento se me escapa en ásperas nubes ante mi rostro, silbando


entre los dientes. Sigo corriendo, con los latidos del corazón
erráticos en mis oídos, los pulmones ardiendo al bombear aire
demasiado rápido, demasiado fuerte. Se me pone la piel de gallina,
incluso debajo de mis finas mallas y mi vestido de punto.

Me muevo entre los árboles desnudos y ramificados, el cielo


despejado hace que la noche de finales de enero sea cada vez más
fría y la densidad del bosque me protege de la fuerza del viento.
Pero entonces salgo de su protección, abriéndome paso hasta el
claro que hay más allá. El lago se extiende ante mí, brillando bajo
el resplandor de la luz de la luna. Su superficie está quieta, sin
ondulaciones como en los meses más cálidos, sin sonidos
silenciosos de sus chapoteos en la orilla de guijarros.

A medida que me acerco, la grava arenosa cruje con la nieve bajo


mis pies. Pequeñas piedras se clavan en la planta de mis pies,
afiladas contra mis arcos. Inclino ligeramente la cabeza, la
respiración se hace más lenta, el pecho sigue subiendo y bajando
con rapidez, excitación ahora, adrenalina. Algo nuevo me corre por
las venas y me atraviesa por dentro como un rayo.

Pienso entonces en la lluvia, en las noches en que golpea contra la


ventana de nuestro dormitorio, el más alejado, en la parte
superior de la casa. Nuestra gran ventana estilo observatorio, con
vistas al bosque, al estanque de agua que solía alimentar el
molino. Los truenos y relámpagos que restallan y centellean
mientras Hunter y yo escuchamos y observamos desde nuestra
cama.

Las puntas de mis pies tocan el borde del hielo, mis finas medias
se pegan a la gruesa cubierta del lago. Aprieto un poco más,
probando su resistencia, mirando la superficie helada, el agua
debajo atrapada, pequeñas burbujas encerradas ahí. La luna
brilla en la superficie, una ligera capa de nieve la cubre, y el viento
áspero es como un cuchillo que me corta la piel.

Avanzo arrastrando los pies sobre el hielo, mis medias se aferran a


él, miro a través de la superficie nublada, me alejo cada vez más,
con los ojos fijos en lo que hay debajo.
—Gracie.

Una sonrisa curva mis labios agrietados por el viento, mis mejillas
doloridas al levantarse con el movimiento. Al oír mi nombre en sus
labios, transportado hasta mí por el viento, se me cierran los ojos
y se me calienta el pecho. Lentamente, me giro hacia él, mi
Hunter, y me doy cuenta de lo lejos que estoy de la orilla. Ni
siquiera nadamos tan lejos, no puedo, Hunter siempre esta
conmigo, por si me meto en problemas, ahora sé nadar, pero no
soy una gran nadadora.

—Gracie, vuelve —un rugido áspero, una orden que me pone la


piel de gallina.

Lo miro a través del agua helada que nos separa, incapaz de


distinguir sus rasgos, pero puedo ver su cabello negro, grueso y
liso, colgando sobre un ojo.

—Ahora. —Un gruñido bajo, lo bastante alto como para no ser


distorsionado por el viento.

Una risita burbujea en mi pecho, un sonido pequeño y ligero,


revoloteando por mi garganta como un eclipse de polillas. Sacudo
la cabeza, el cabello me cubre el rostro y doy otro paso atrás.

Más lejos.

Este es nuestro juego.

—Gracie.

Me muerdo el labio inferior con los dientes, cierro las manos a la


espalda y doy otro paso atrás. Ladeo la cabeza, el cabello largo
como un muslo me cae sobre el hombro, ocultando una mitad de
mí. Hundo la barbilla, miro a través de mis gruesas pestañas y
doy otro paso atrás.

—No. —Algo parecido al miedo resquebraja su tono—. Vuelve


aquí. Ahora mismo.

Me muerdo el labio con más fuerza, intentando retener la risita


entre los dientes, pero él lo oye, incluso desde tan lejos. El corazón
me da patadas en el esternón, los dedos se me anudan, los
nudillos me crujen al tirar de ellos, los hombros se me tensan al
verlo avanzar hacia el hielo.

Es lento.

Cauteloso.

Un depredador meticuloso.

Entrenado, sin prisas, deliberado.

Su cabeza se inclina, de un lado a otro. Su largo y grueso cuello se


tensa al crujir sus pequeños huesos, se estira, gira los hombros y
cierra y abre los puños. Avanza con su cuerpo alto y delgado,
ceñido por unos gruesos joggers negros con puños en los tobillos y
una camiseta ajustada de manga larga, ceñida al ancho pecho y
esculpida en los músculos marcados de su abdomen. Es más
corpulento que cuando nos conocimos, más entrado en años,
treinta y uno frente a mis veintitrés. Es más grande, más fuerte.

A pesar del frío, me hierve la sangre y siento un hormigueo en la


piel. Suelto las manos, el cuerpo me tiembla, me castañetean los
dientes, aprieto la mandíbula, sintiendo ya el calor que desprende
su cuerpo en oleadas. Caliente, agudo, abrumador, chocando
contra mi piel glacial. Lo miro fijamente, observando cómo se
acerca, cómo sus fuertes pisadas no pesan en absoluto sobre el
hielo, ligeras como las de una cierva, silenciosas, suaves,
elegantes.

Se detiene a unos seis metros, con esa innegable atracción que me


hace querer arrodillarme y arrastrarme hasta él. Adorar sus pies
como a un altar, rezar al único dios que reconozco.

Que me posea.

Su voz profunda susurrando a mi psique, cede.

Ríndete. Ríndete. Ríndete.

Hunter ladea la cabeza y recorre lentamente mi cuerpo con la


mirada, desde los dedos de los pies hasta los ojos.
—¿Dónde están tus zapatos, Gracie? —su aliento empaña el aire
ante él, con el cabello suelto hacia adelante sobre un ojo—. ¿De
qué hemos hablado?

Trago saliva, pensando en nuestra conversación de la otra noche,


la que tuvimos con nuestro hijo mayor. Es la primera vez que cae
nieve desde que llegué aquí. Hace unos cinco años y medio que
sólo caía una fina capa de polvo que se convertía en lodo gris a la
mañana siguiente. Nada como esto, gruesa, esponjosa, hasta
veinte centímetros de profundidad, y sigue cayendo.

—Hipotermia.

—Mhm.

Me estremezco, su zumbido es algo peligroso, como tentáculos con


púas listos para estrangular. La profunda riqueza de su voz,
vibrando a través de mí, acariciando las brasas ardientes en mi
núcleo. Mis músculos se contraen, tensos por la anticipación,
enroscándose para saltar, suelto el labio, relajo las manos a los
lados.

Espero.

Hunter avanza, silencioso, suave, mortal. Esos ojos oscuros


penetran bajo mi carne, se clavan profundamente, calientan mi
sangre, hierven mis entrañas, mi alma se enciende de una forma
que sólo él puede convocar.

—Hunter —respiro, su nombre arrancado de mis labios como si


estuviera poseída, por él, por lo que me hace.

Se detiene a unos centímetros de mí, su calor corporal me lame la


piel como si fueran llamas, encendiendo el revoloteo de polillas en
mi bajo vientre, la excitación rugiendo ante la mirada que me
dirige.

Temblando en mi sitio, sin que sus manos lleguen a tocarme, mi


piel reclama a gritos su atención. Sus ojos oscuros se clavan en
los míos, las pupilas dilatadas, la nariz fuerte ensombreciendo un
lado de su rostro, la luna bañando el otro, brillante y blanca sobre
su piel naturalmente bronceada. La mandíbula cuadrada, afilada
y angulosa, y la cicatriz blanca e irregular que atraviesa su ceja
derecha brillan en la oscuridad. Respiro agitadamente cuando se
mueve a mi alrededor, rodeando mi cuerpo tembloroso, como un
tiburón en el agua. Se detiene detrás de mí, hundiendo su rostro y
su nariz en mi cabello.

—¿Eres tú la cazadora, Bebecita? —ruge su voz profunda,


rebotando en la columna de mi garganta. Sus labios rozan mi
oreja con cada palabra demasiado pronunciada—: ¿O eres la
presa?

Su lengua sale, aplanada, recorriéndome el cuello, húmeda y


caliente, y sus dientes se aferran al lóbulo de mi oreja, chupando
y tirando. Una mano me aprisiona la cintura, su dedo índice me
roza el pezón mientras me aprieta. Los huesos de las costillas se
arquean bajo su aplastante agarre, las rodillas me tiemblan, las
piernas amenazan con ceder ante la repentina embestida de su
tacto. Su otra mano me rodea la garganta e inclina mi cabeza
hacia atrás, pegando la coronilla a su ancho pecho.

Hunter me mordisquea la garganta. Pequeños mordiscos salvajes


que desgarran y retuercen mi delicada piel entre sus dientes. Su
respiración, caliente y pesada, me recorre la piel. Me relajo contra
él, subo una de mis manos y le toco la nuca, anudando los dedos
en sus gruesas hebras. Hunter gruñe, bajo y áspero, el sonido
desgarra su pecho mientras tiro de sus raíces, pequeñas hebras
oscuras se desprenden, las siento sueltas entre los nudillos de mi
puño, enroscándose alrededor de mis dedos.

Hurgando en el cuello de mi vestido, sus dientes se hunden en mi


hombro al dejarlo al descubierto. Mis piernas flaquean, mi mano
libre araña su antebrazo, los dedos apretados contra los suyos
alrededor de mi garganta. Un gemido se escapa, su mano en mi
cintura sube más y sus gruesos dedos recorren mi caja torácica.
El pulgar y el índice encuentran mi pecho hinchado, cargado de
leche, y me retuercen el sensible pezón, mientras me recorren
agudos latidos de calor y mi clítoris palpita de necesidad.

Sujetándome la garganta me corta la respiración. Me inclino


completamente hacia él, dejo que me sostenga, su lengua lame las
marcas de sus dientes en mi carne. Me chupa los moratones por
la piel, por la garganta, por la línea del cabello, flexionando los
dedos de vez en cuando para que pueda respirar, soltar aire y
volver a respirar.

Hunter me roza con los dientes la mandíbula, afloja el agarre de


mi cuello y me gira para que quede frente a él, con la barbilla
inclinada sobre mi hombro, y sus labios encuentran los míos
como en una colisión. Mis dientes chocan contra su labio
superior, su lengua lame mi boca como un demonio que viene a
robarme el alma. Me toca el pecho por encima del vestido, el
grueso tejido que nos separa, y yo sólo quiero quitármelo.

Gimo, mi lengua se desliza contra la suya y él la succiona dentro


de su boca, más despacio, más suavemente, posesivamente,
poseyendo y reclamando cada centímetro de mi boca. Su polla
dura se clava en mi vientre, sus caderas golpean suavemente
contra mí, mis dedos se deslizan desesperadamente por su
antebrazo. Mi otra mano tira con fuerza de su cabello. La ligera
capa de incipiente barba de su mandíbula me roza la mejilla; se
retira y sus labios me rozan justo debajo del ojo. Con la mirada
fija hacia adelante, en la oscuridad del bosque, su entrada
iluminada por la luna llena sobre nosotros. La noche amarga, el
cielo despejado, el viento helado, su aliento caliente contra mi piel.

—Corre, Gracie, y no te detengas. No sé cuánta ventaja podré


regalarte.

Con los ojos cerrados, me estremezco, mis dedos se aflojan, se


sueltan de su espeso cabello, sus manos abandonan mi cuerpo y,
en cuanto lo hacen, salgo huyendo. Abro los ojos de golpe, los pies
resbalan sobre el hielo, las medias se me pegan y me cuesta más
impulsarme hacia adelante.

Y ya puedo oírlo.

Lo siento.

No puede esperar, desesperado por ganar, por perseguir, por


cazar.

Justo cuando llego a la orilla, siento la ráfaga de aire cuando su


brazo se lanza hacia el frente, me agacho, desviándome a la
izquierda. Me deslizo hacia adelante y caigo rodando, con las
rodillas golpeando la dura grava, las piedras y la arenilla
clavándose bajo la nieve, mordiéndome la piel y enganchándose en
mis mallas. Me pongo en pie, corriendo hacia los árboles, con los
pies de Hunter golpeando la tierra helada detrás de mí, y sé que
debo estar justo fuera de su alcance.

Dejo caer el hombro derecho, como si esa fuera la dirección que


voy a tomar para adentrarme en la espesura de los árboles, pero
en lugar de eso salgo disparada hacia la izquierda, esquivando un
espeso arbusto de acebo y saltando por encima de un tronco
podrido. Hunter retrocede, mi pequeño cuerpo se abre paso sin
esfuerzo por el enmarañado sendero de maleza. El hielo ha
penetrado en la tierra, haciéndola dura e implacable con mis pies.

El frío se filtra en mis músculos, los dedos de los pies


entumecidos, los talones doloridos, las pantorrillas empiezan a
acalambrarse. Con el aliento empañando el oscuro espacio que
tengo ante mí, doy la vuelta a un gran abedul de tronco grueso y
golpeo mi espalda contra él, la corteza raspando y enganchando
mi vestido de punto. Contengo la respiración y esfuerzo mis oídos
para escuchar por encima del latido errático de la sangre. Las
puntas de los dedos se clavan en la corteza, mis uñas se doblan
hacia atrás, me agarro con fuerza y el árbol es lo único que me
mantiene en pie.

El tiempo se detiene cuando una rama se quiebra detrás de mí, al


otro lado de mi árbol de seguridad, el escudo, el muro, el
obstáculo, entre mi Hunter y yo. Pero es su advertencia, que no
quiere que este peligroso juego termine todavía, porque Hunter
conoce este bosque de la misma manera que me conoce a mí.
Trazado dentro de su cabeza como imágenes en una pared, sin
direcciones necesarias para navegar, sólo él. Nunca rompería una
ramita bajo su pie por accidente, lo que significa que quiere que
siga adelante, que corra.

Me aparto del árbol, mis pies fríos me impiden moverme tan


rápido como quisiera, pero no reduzco mucho la velocidad. Hasta
que una nube oculta la luna y nos sumerge en una oscuridad
total. Parpadeo rápidamente, intentando aclimatar la vista y ver lo
que pueda encontrarme a mi paso. El zumbido del follaje que me
rodea los tobillos me hace retroceder bruscamente y el viento se
me escapa de los pulmones al chocar mi espalda con el firme
pecho de Hunter.

—Te tengo, hermanita —me sisea al oído, rozándome la piel con


los labios, y un escalofrío me recorre la espalda al oír el apodo que
ya casi nunca usa.

Sus grandes manos se posan con fuerza en la parte superior de


mis brazos, haciéndome girar en su agarre, su pie se desliza sin
esfuerzo detrás del mío, enganchándose en mi tobillo, me tira al
suelo, su gran cuerpo cae rápidamente conmigo. Se me escapa un
rugido de la garganta, mi espalda golpea el duro suelo, la nieve se
eleva a nuestro alrededor, un gemido de placer se desliza entre
mis dientes al sentir la mano de Hunter tocándome la parte
interior del muslo.

Se levanta sobre sus rodillas, separándome los muslos y


metiéndose entre mis piernas. Las hojas y ramitas atrapadas bajo
mi espalda se enredan en la lana tejida de mi vestido,
pinchándome la carne, la nieve empapando el tejido y mojándome
la piel. Hunter se agacha, sus dientes asaltan mi mandíbula, sus
manos empujan bruscamente el dobladillo de mi vestido,
subiéndolo sobre mi estómago.

Aprieta en sus puños la entrepierna de mis finas mallas, el ruido


que hace al rasgarlas y desgarrarlas llena el inquietante silencio
que nos rodea, mi respiración es agitada, su boca me chupa el
rostro. Una de sus manos me aparta las bragas, su grueso dedo
va directo al centro, me encuentra húmeda y deseosa, mete un
dedo. Gimo, alto y fuerte, arqueando la espalda ante su intrusión,
dándole la bienvenida con el ángulo curvado de mi columna.

—Hunter —el gemido jadeante de su nombre sale de mis labios,


nada más fuerte que el susurro de un fantasma, pero es suficiente
para volverlo salvaje.

Hunter gruñe contra mi mejilla, la vibración rebota en los


delicados huesos de mi rostro. Me pone la carne de gallina y me
aprieta el muslo con una mano, sacando el dedo de mi interior y
bajando la cintura elástica de sus joggers. No me da tiempo a
prepararme y mete de golpe su gruesa polla. Me levanto del suelo
helado como si me estuviera exorcizando los demonios y
sustituyéndolos por los suyos. Levanto las manos hacia su rostro,
una se enreda en su cabello y la otra se clava desesperadamente
en su garganta mientras la cabeza de su polla se estrella contra
mi cuello uterino.

El instinto de cerrar los ojos me abruma con el escozor que siento


entre los muslos, a pesar de estar empapada por él, pero
mantengo los ojos abiertos, fijos en los suyos. Hunter es una
fuerza de la naturaleza. Duro, fuerte y devastadoramente brutal,
pero me encanta todo de él. La posesividad de sus ojos oscuros
cuando me mira fijamente, sus manos hurgando en mi carne
como si quisiera arrancármela, quedársela, exhibirla como un
trofeo. La forma contrastante en que inclina la barbilla, sus
caderas chocando violentamente contra las mías, pero sus labios
encuentran los míos suavemente, acariciando tan dulcemente, tan
cariñosamente, su lengua acariciando mi boca con tanto amor,
que hace brotar lágrimas de mis ojos ya vidriosos.

—Gracie —gruñe, separa sus labios de los míos y susurra mi


nombre en mi boca—. Joder —jadea, su nariz se desliza a lo largo
de la mía y sus labios se pegan a mi piel.

Lo agarro con más fuerza, lo aprieto e intento acercarlo más


sujetándolo por el cabello. Su larga y gruesa polla se ralentiza, se
pone imposiblemente más dura mientras me mira a los ojos.

—Jesús, joder, te sientes tan jodidamente bien, Bebecita —las


palabras se escapan, incapaces de contenerse—. Estás tan
jodidamente húmeda para mí, joder, Gracie.

La forma en que pronuncia mi nombre, abandonando todo


autocontrol, hace que me apriete a su alrededor, que se me
contraiga el bajo vientre. Mis labios se entreabren, un pequeño
jadeo sale de mi lengua, arqueo el cuello y vuelvo a hundir la
cabeza en la tierra mientras él reajusta sus caderas, encontrando
un nuevo punto contra el que empujar dentro de mí. Envuelvo las
piernas a su alrededor, apretadas contra su espalda, desesperada
por tenerlo más cerca, más profundo. Quiero abrirle la cavidad
torácica, arrastrarme dentro de él, atarme para siempre, coserme
en lo más profundo de su alma.
Hunter gruñe y uno de sus brazos se desliza bajo mis hombros,
atrayéndome hacia él. Sus duros músculos se tensan y flexionan
contra mi carne más blanda. Mis pechos hinchados reclaman su
atención, la leche materna se filtra en el tejido que nos separa. Me
sujeta firmemente, penetrándome con fuerza y lentitud,
balanceándose sobre las rodillas, abrazándome, pasando su nariz
por mi garganta, la punta de su lengua húmeda recorriendo mi
pulso, los dientes afilados mordisqueando mi piel.

Retrocede, dejándose caer sobre su culo, me agarro a su pecho


mientras nos mueve para sentarnos, me penetra con fuerza, mis
manos rodean su garganta, los dedos aprietan para cortar su
respiración, el pulgar presiona su pulso. Gime y me besa como un
poseso, duro y castigador, levantando sus caderas del suelo,
ondulando en círculos, con la polla rechinando violentamente
dentro de mí.

Gimiendo, dejo caer la cabeza sobre su hombro, succionando un


moratón en un lado de su cuello, su agarre sobre mí tan fuerte
que apenas puedo respirar, del mismo modo que él no puede
respirar donde aprieto su cuello, pero no quiero soltarlo, dejarlo
respirar, tampoco quiero que me suelte nunca. Que me exprima la
vida, que guarde mi alma con la suya para siempre.

Caminar por los pasillos de Heron Mill por toda la eternidad sería
todo lo que podría esperar con Hunter a mi lado.

Pero aún no es tiempo para eso. Suelto mis manos.

—Gracie —me susurra al oído, inhalando una enorme bocanada


de aire, con su polla todavía golpeándome, lenta y fuerte—. Estás
goteando, Bebecita —me dice, con su aliento caliente recorriendo
mi cuello—. Deja que te limpie.

Y sin previo aviso, me vuelve a tumbar en el suelo, con la columna


vertebral dolorida por el impacto. Se cierne sobre mí, con la polla
todavía dentro de mi coño, palpitando mientras me mira
fijamente, con la luna clara de nuevo, proyectando sus brillantes
rayos sobre nosotros.

Las manos de Hunter suben hasta el cuello de mi vestido,


retorciéndose en la tela, mi pecho sube y baja rápidamente,
observando el fuego salvaje que arde en sus iris, y entonces está
rompiendo la tela por la mitad. No es fácil, la tela está tejida,
tricotada, la lana es gruesa, pero él lo hace con tanta pasión, con
tanta fuerza, haciendo que parezca que no le cuesta ningún
esfuerzo. El movimiento obliga a mi cuerpo a levantarse del suelo,
mis pechos se liberan, los pezones húmedos se agitan aún más en
el aire helado, pero no tengo tiempo de pensar en eso más que un
segundo porque la boca y las manos de Hunter me aplastan el
pecho.

Su boca desciende, sus labios y sus dientes se abalanzan sobre


mis pechos, su polla sigue entrando y saliendo de mí, nuestras
pieles chocan. Sus manos se acercan a los lados de mis pechos,
los aprieta con fuerza y los chupa, lamiéndome los pezones
sensibles y puntiagudos.

Gruñidos y rugidos escapan de su pecho, desgarrándose en su


garganta, profundos y primarios, el animal que mantiene
enjaulado en su interior devorándome, lamiendo, mordiendo y
consumiendo mi carne.

El tiempo se detiene mientras contemplo la luna, sus manos


cubriendo mis pechos, su rostro enterrado entre ellos, sus palmas
calientes masajeando y apretando mientras su polla castiga mi
coño. Nos imagino desde arriba, con el aspecto que debemos tener
para las estrellas, pequeñas criaturas salvajes y enfermas de la
noche, cazando, follando y luchando en la seguridad de las
sombras, observados por un manto parpadeante de luces.

Una de las manos de Hunter se posa suavemente en mi rostro,


redirigiendo mi mirada hacia él, sus oscuros ojos de ébano se
arremolinan con cálido caramelo, brillando como fragmentos de
oro en diamantes negros. Un mechón de cabello negro oculta uno
de ellos. Levanto la cabeza y mis labios se unen a los suyos como
imanes. Su otra mano se mueve entre nosotros y la áspera punta
de su pulgar traza duros círculos en mi clítoris palpitante. Y eso
es todo lo que necesito para explotar.

El calor se dispara entre mis piernas y me hace gritar mientras me


corro. Los sonidos entrecortados que emito son consumidos al
instante por Hunter, que sigue metiendo su lengua en mi boca
abierta, tragándose con avidez mis gritos y gemidos. Sus caderas
chasquean cada vez más fuerte contra las mías. En una última
embestida de castigo, se mantiene profundo, derramándose dentro
de mí, los dientes hundiéndose en mi labio inferior antes de
desgarrarme. Gruesos chorros de semen decoran mi interior, su
polla dura y palpitante al compás de su errático ritmo cardíaco
mientras se vacía dentro de mí.

Gruñe en mi cuello, su aliento caliente me roza la piel fría y


húmeda, me besa en la oreja y se levanta. Su peso desaparece de
encima de mí, la súbita pérdida de su calor corporal me deja
instantáneamente fría y necesitada de su atención. Un gemido me
sube por la garganta; la desesperación del sonido hace que mire
hacia mí. Con el ceño fruncido por la preocupación, me recorre
con la mirada en busca de heridas, de una razón lógica para ese
sonido de necesidad. Al no encontrar ninguna, me mira fijamente
con sus ojos brillantes, que se entrecruzan con los míos.

Lo miro fijamente, con los ojos muy abiertos y vidriosos, las


piernas abiertas, las tetas al aire, el pecho que sube y baja
irregularmente mientras intento recuperar el aliento. Expuesta,
vulnerable y confusa sobre cómo me siento.

Lo único que sé es que lo necesito.

Que se arrastre por las sombras conmigo.

Que juegue en la oscuridad.

Para devorarme.

Sin mediar palabra, se inclina hacia adelante, rozando con sus


labios los míos, subiendo por mi mejilla, presionando mi frente de
forma reconfortante. Sus manos me rodean los hombros y,
despacio, tomándose su tiempo, me levanta hasta sentarme y,
arrastrándome hacia su firme pecho. Me estrecha contra él,
entierro la nariz en el hueco de su garganta, mis manos lo rodean,
se deslizan bajo la tela de su camiseta de manga larga y las
puntas de los dedos rozan su columna vertebral.

—¿Qué pasa, Bebecita? —Las palabras de Hunter me hacen


estremecer, el aire helado azotando nuestros cuerpos
entrelazados, haciéndome querer volver al interior, pero no quiero
que me deje ir, sólo necesito que me abrace un poco más—. Sabes
que puedes hablar conmigo. —Sus fuertes dedos me masajean la
espalda y con la otra mano me sujeta la nuca—. Si algo te
preocupa, puedes hablar conmigo, Gracie.

Sacudo la cabeza, cierro los ojos y murmuro en su piel.

—Te amo. —Una confesión, una verdad, cruda—. Siento algo


dentro de mí — mis labios rozan su piel, su respiración profunda y
uniforme, calmando mi alma como sus manos calman mi
cuerpo—. Como si necesitara que lo supieras.

Para que siempre estés conmigo.

Gruñe suavemente, su mano se detiene en mi espalda, la palma se


aplana y los dedos se extienden, me aprieta más, mi cuerpo se
estrecha contra el suyo.

—Lo sé —me dice simplemente, tranquilizándome, pero algo en mi


interior sigue retorciéndose de inquietud, porque no le he contado
lo de verla—. Igual que tú sabes lo mucho que yo te amo, Gracie.
Más que nada, no hay palabras, no hay sentimientos, no hay
poema ni libro de cuentos. Nada de eso será suficiente para
explicar lo que siento por ti.

Y me levanta en brazos, me acuna contra su pecho y mis piernas


rodean su estrecha cintura. Apoyo la cabeza en el hueco de su
cuello, respiro lenta y profundamente, los músculos empiezan a
relajarse mientras lo respiro a él, al musgo, a las margaritas, al
arroyo.

Me aferro con fuerza a su abrazo y él me lleva a casa a través de la


nieve.
Capítulo Dos

Mirando hacia arriba, el cielo de la mañana es azul, el viento de


invierno sigue siendo amargo y chillón, pesadas nubes grises de
nieve cuelgan bajas. Estoy cansada. Es la cuarta noche que no
duermo y me siento permanentemente aturdida. Me aprieto el
cuello del abrigo, tiro de la cremallera para asegurarme de que
estoy lo más cubierta posible, y unos deditos enguantados
aprietan los míos con excitación.

Los ojos grandes y desiguales de Atlas, uno de un marrón oscuro


intenso, de Hunter, y el otro una división perfecta de los dos, la
mitad inferior de un marrón oscuro y la superior de un azul
helado, como los míos, me miran fijamente. Ansioso por dar sus
primeros pasos en la fría capa blanca que cubre el suelo.

—Hace frío — le digo, con una gran sonrisa en su cara regordeta,


las mejillas rosadas, la punta de su naricita de botón roja—.
Tienes que ponerte el gorro sobre las orejas, Atlas.

Me suelta la mano y aprieta el gorro rojo con los puños, tirándolo


con fuerza para que le cubra el cabello oscuro y la parte superior
de las orejas. Cuando está seguro de que está bien puesto, vuelve
a mirarme desde el umbral de la puerta de atrás, con un solo
mechón de cabello negro en la frente. Mira por encima del
hombro, su abrigo azul acolchado se hunde bajo la presión de la
barbilla.

—¿Dónde está el tío Archer?

—Ya viene —tarareo, sus deditos cálidos vuelven a encontrar los


míos.
Se agita en su sitio, mirando hacia el bosque, los árboles
desprovistos de hojas y cubiertos de delicada nieve. Su excitación
me recorre el brazo, el calor viaja por mi sangre hasta llegar al
corazón, calentándome de amor. Lo miro de arriba abajo, con el
pecho a punto de estallar, y él vuelve a mirarme con los ojos muy
abiertos. Una sonrisa radiante, una sonrisa que nunca podría
dedicarme a mí misma, cubre su rostro mientras me mira. Me
hace sentir diferente, diferente a cómo me mira Hunter, mis
hermanos, mi papá. Atlas me necesita.

Me siento muy presionada.

Y vuelvo a pensar en Madre. Se me hace un nudo en la garganta,


se me contraen los pulmones al pensar en ella. Esos malvados
ojos avellana que intento decirme a mí misma que no la veo cada
vez que me miro en el espejo. Se supone que ya no está. Su
maldad expulsada al éter, algo que nunca volverá a tocarme, ni a
mis hijos, Atlas, River y Roscoe. Pero ella sigue aquí.

No soy como ella, pero tampoco estoy segura de lo que soy como
madre sea exactamente correcto.

Mis hijos siempre están sonrientes, felices, cálidos, queridos,


deseados.

Así que creo que lo estoy haciendo lo mejor que puedo.

Tyson y Duke corren hacia nosotros desde el prado, zumbando en


círculos a medida que nos alcanzan, levantando nieve como una
lluvia cenicienta mientras nos rocía en una oleada. Atlas chilla y
me arrastra con él escaleras abajo mientras corre hacia los
dóberman. Me deja en el último peldaño y salta hacia adelante,
sus dedos se sueltan de los míos y se lanza sobre los treinta
centímetros de nieve. Los perros se abalanzan sobre él de
inmediato, le lamen la carita y lo rodean con entusiasmo,
moviendo las colas rechonchas. Tyson ladra, Duke se deja caer
sobre la nieve, con el trasero al aire, menea la cola y se abalanza
sobre Atlas. Las risitas de felicidad de Atlas llegan a mis oídos y
siento que empiezo a relajarme.

La puerta se abre a mi espalda, el calor inunda la casa antes de


volver a cerrarse rápidamente. Un hombre alto y ancho entra en el
espacio que hay a mi lado, metiendo las manos en los bolsillos de
su abrigo negro. Giro la cabeza, levanto la vista, Archer ya tiene
una sonrisa juguetona en los labios, se los lame y la carne rosada
y regordeta brilla como la nieve.

—Hunter se va a irritar.

—Lo sé —resopla.

—Realmente irritado.

—Lo sé.

—Archer —suspiro, sus ojos oscuros brillan con picardía.

—Oh, hermanita —se ríe, pasándome un brazo bien acolchado por


los hombros, atrayéndome a su lado—. ¿Estás preocupada por
mí? —hace un mohín, con el labio inferior sobresaliendo, y me
golpea en la nariz con un dedo enguantado.

Parpadeo, arrugando la nariz, el frío ha entumecido la punta y


vuelvo a centrarme en mi hijo.

—No creo que debas follarte a la niñera —le digo con seriedad,
pero él resopla en respuesta.

—Alguien tiene que hacer que se sienta más bienvenida —se ríe
entre dientes, pero sus palabras tienen sentido, frunzo el ceño,
incapaz de ocultar mis sentimientos al respecto.

Hay algo raro en ella.

Pero también hay algo raro en mí...

Olvídalo.

—¿Por qué te gusta ella? —las palabras salen, a diferencia de mi


habitual tranquilidad, Archer siempre me hace sentir libre para
decir lo que pienso.

—¿Gustar ella? —Una risita oscura retumba en su pecho, su


respuesta no es una respuesta en absoluto, sino otra pregunta,
una que estoy bastante segura no me corresponde responder.
El susurro de la tela impermeable llega a mis oídos cuando se
queda en silencio, sus brazos se mueven, el material de su abrigo
se agita al deslizarse sobre sí mismo haciendo que me pique la piel
mientras se mueve de sitio.

—Grace —lo dice en serio, pronunciando así mi nombre—. No me


gusta.

Lo miro, con una arruga entre las cejas.

—¿Qué?

—No te tiene que gustar alguien para follártelo —su voz profunda
sacude su pecho, el humor en su tono me hace ladea la cabeza—.
Puedes encontrar a alguien lo suficientemente atractivo como para
simplemente meterle la polla. Quiero decir, de verdad... ni siquiera
te tiene que gustar tanto mirarlo... Aún así se siente bien, ¿sabes?

Parpadeo, con fuerza. Una vez, dos veces, despacio. Me pregunto


cómo puede sentirse bien el sexo si no amas a la otra persona, y
mucho menos si ni siquiera te gusta. Cuanto más pienso en eso,
más me duele el cerebro. Así que vuelvo a centrar mi atención en
Atlas.

—Eso no me gusta. —Es lo que decido decir, tratando de entender


cómo funciona eso. Con la mirada aún al frente, añado en voz
baja—: Y ella tampoco me gusta.

Es mi verdad, y los Blackwell no dicen mentiras.

—Vamos, hermanita, no seas así. En realidad no es tan mala —se


aleja de mí, mirándome a la cara donde mantengo los ojos fijos en
mi hijo, pero su mirada me calienta la piel como un láser—. ¿Por
qué no te gusta? —no me acusa, pero siento que su pregunta
empieza a despellejarme.

Pienso en la cicatriz desigual de mi muslo, en cómo quería abrirse


camino dentro de mí, y luego empujo los pensamientos al fondo de
mi cerebro.

Me relamo los labios, tragándome las palabras que quieren salir a


borbotones, algo oscuro que estoy reprimiendo, esa sensación de
picor en el fondo de la garganta donde se atascan mis palabras.
—Los Blackwell no mienten —dice en voz baja, para incitarme a
hablar, y mi cuello se retuerce cuando levanto la mirada hacia él.
Sus ojos castaños oscuros con fragmentos verdes y me mira
directamente, con una media sonrisa en el labio— Dime la verdad,
hermanita.

Se me revuelve el estómago. No puedo decir esta verdad, esa cosa


oscura en la que no puedo evitar pensar, la forma en que me
calienta la sangre y me crispa los dedos. Así que, para evitar una
mentira, elijo otra cosa, una verdad diferente.

—¿Una verdad? —Tarareo, mi mirada vuelve a donde Atlas cuelga


de Tyson, con los bracitos enroscados alrededor del cuello de
Tyson, Duke dándole un empujoncito en el culo mojado para
ayudarlo a mantenerse en pie—. A Hunter no le gustará que te
folles a la niñera.

—Har-har —dice, poniendo los ojos en blanco, pero capto su


sonrisa con un movimiento de cabeza por el rabillo del ojo.

Me arrastra hacia él y uno de mis brazos se levanta para rodear


su espalda y su cintura mientras vemos jugar a mi hijo mayor.
Pienso en mis dos pequeños, dentro, con ella. Aprieto los dientes
involuntariamente y una oleada de calor me enrojece la piel
cuando pienso en River aferrándose a su pierna en el desayuno de
esta mañana en lugar de la mía.

River tiene dos años, se aferra a cualquiera que esté a su alcance


y yo estaba dando de comer a Roscoe, prestando atención a
nuestro bebé mientras él se agarraba a mi pecho. Pero aún así me
dolía, sentía que mis entrañas estaban empapadas en ácido,
derritiéndose y disolviéndose en un doloroso desorden
efervescente. Dejo caer la mirada y, con los ojos llenos de
lágrimas, parpadeo, sintiendo ardor en la parte interior de los
mismos.

A los chicos parece gustarles, y eso es lo único que debería


importar. Tengo que darle una oportunidad. Eso es lo que dijo
Hunter, Thorne la contrató, él la controló, Thorne no comete
errores. El problema debo ser yo. Estoy tan arriba y abajo en este
momento, que no sé cómo sentirme sobre cualquier cosa.
—¡Tío Archer! —Atlas chilla, el sonido fuerte y agudo.

Se le escapa una carcajada mientras los perros lo persiguen en


círculo, levantando nieve y bañando su cuerpo ya mojado.

—Puedo vigilarlo —murmura Archer, mucho más suavemente, su


rostro sobre Atlas, con la mirada fija en mí, frunciendo el ceño— si
quieres ir con tus bebés.

Trago saliva, suspiro, miro rápidamente entre Atlas y el piso y me


zafo de Archer, que deja caer su brazo. Con los pies retorciéndose
en el escalón nevado, me dirijo de nuevo al interior a través de la
puerta de la cocina, pensando en por qué una persona se follaría a
alguien que ni siquiera le gusta...
Capítulo Tres

Hay tres cadáveres apilados dentro de mi congelador y una arruga


entre mis cejas que no se quita. Me aprieto el puente de la nariz,
suspiro y dejo caer la barbilla sobre el pecho. Cierro los ojos y
respiro hondo varias veces antes de enderezarme. Aparto mi mano
del rostro, sacudo los puños, flexiono los dedos y giro el cuello. La
tensión retuerce los músculos, las punzadas de dolor me recorren
la columna vertebral, me duele la parte baja de la espalda; las
constantes inclinaciones sobre la fría losa de las últimas semanas
parecen estar pasándome factura.

Cierro de golpe el congelador recién instalado y me pongo los


guantes quirúrgicos, una mano a la vez. Muevo los dedos a través
del ajustado látex y hago rodar el carrito, pisando el freno en dos
de las ruedas. Hoy quiero acabar con esto lo antes posible.

Gracie se comporta de forma peculiar, hay una extraña en el piso


de arriba de mi casa en calidad de niñera, Rachel, que a mi Gracie
no parece gustarle demasiado. Tengo que sacar tiempo para
hablar con la mujer que mi padre consideró una contratación
adecuada, tras una de las exhaustivas comprobaciones de
antecedentes de Thorne. Yo no tuve nada que ver con eso, dejé
que ellos se encargaran de todo el proceso, así que pude evitar
hablar con ella en absoluto. Y deseo desesperadamente disfrutar
con mi hijo de su primera nieve. Pero los cadáveres se acumulan y
sería más que irresponsable retrasarme a propósito.

Nunca me atraso.

Por eso trabajo en el molino.


Con las cuerdas del delantal atadas a la espalda, elijo una sierra
para huesos y empiezo por los pies.

Pies, pantorrillas, rodillas y muslos son cortados en trozos,


arrojados al carro de metal. Wolf lo recogerá y lo llevará a la
funeraria. La funeraria de Wolf, transmitida a través de
generaciones de Blackwell, se encuentra ubicada en acres de
tierra. Lo suficientemente grande como para que podamos
esparcir piezas durante años y años sin que nadie encuentre
nunca nada.

Esa es una de las principales razones por las que los Swallow
trabajan con los Blackwell, es histórico, la relación de nuestras
familias, además, tenemos una gran reputación, nunca nos
atrapan. Nunca hay pruebas, todos los rastros se cubren tan bien,
que aunque alguien nos filmara directamente a mí o a uno de mis
hermanos prendiendo fuego a un cadáver en medio de la Plaza del
Pueblo, seguiría sin ser prueba suficiente para procesarnos.

Es en el destripamiento del segundo cuerpo donde tengo que


detenerme. Agachado junto a la mesa, presiono mi frente
palpitante contra el frío metal. La sangre me cubre las manos, mi
agarre resbala, pero me mantengo firme, el peso balanceándose
hacia adelante sobre los dedos de los pies. El dolor de cabeza por
estrés que he estado combatiendo durante la última semana me
golpea con fuerza en las sienes y aprieto los dientes con tanta
fuerza que me crujen las muelas. Respiro con dificultad por la
nariz y pienso en Gracie.

Esos preciosos ojos desiguales, los labios carnosos y


entreabiertos, las mejillas y el pecho sonrosados, la forma en que
espera cada palabra mía, siempre tiene que estar tocándome.

Me necesita.

Mis tres preciosos hijos, sus caras redondas y regordetas, sus


naricitas de botón con las puntas ligeramente hacia arriba, como
las de su madre. Qué bien sienta tenerlos cerca, respirarlos, que
me miren como si fuera todo su mundo.

Soy papá.
Y así empiezo a sentirme mejor.

Las arrugas de mi frente se suavizan, la tensión de mi cráneo se


desvanece, inspiro profundamente por la nariz, dejo que mis
párpados se abran. Vuelvo a trabajar en el cuerpo, tirando los
trozos que corto al carro de metal. Estos días me concentro más
en hacer el trabajo que en el arte de hacerlo, pero ahora tengo
más por lo que vivir. Además, prefiero trabajar con mi chica que
hacerlo solo, lo hace más... interesante. La forma en que reacciona
ante las cosas, las admira, las talla... Los cadáveres son su lienzo
elegido, una hermosa artista brutal con un cuchillo
ensangrentado en sus delicadas manos.

Mi mente zumba, pienso en anoche, en Gracie, en perseguir su


hermoso cuerpo por los jardines. Sus grandes e inocentes ojos de
cierva, grandes y vidriosos, tan llenos de amor cuando me miró,
clavada en el suelo helado cubierto de nieve, con su melena
dorada extendida bajo ella. El amor en su mirada era tan fuerte
que incluso pensarlo hace que el órgano de mi pecho se acelere.

Pero entonces pienso en ella después, tras nuestro juego. La forma


en que gimió como un animal herido, y mi corazón se aprieta por
una razón completamente diferente.

Algo le pasa a mi Gracie.

Abre los ojos, Hunter.

La sierra cae estrepitosamente sobre la mesa, el pensamiento es


tan sólido como una patada en los dientes, mi cerebro se precipita
a través de un millón de pensamientos diferentes, tamizando los
recuerdos. Me paso una mano ensangrentada por el cabello,
despejando mi visión de unos mechones oscuros, las manos se
aferran a la mesa, los dedos agarrando el borde.

Pienso en como me he despertardo solo en la cama, con las


sábanas arrugadas y frías a mi lado. Me incorporo, me froto los
ojos con los puños y, mirando a través de la oscuridad, la
encuentro vigilando las cunas, con la espalda recta y los dedos
apretados contra los laterales de madera. Está casi en trance,
hasta que me levanto, la llevo hacia atrás y la acuesto conmigo.
No me dice por qué se ha levantado, parece confusa, medio
dormida. Está cansada, pero no lo admite. Y entonces se da la
vuelta, desliza su lengua por mi oreja, mete su mano en mi polla y
yo me olvido de por qué estamos despiertos, y de repente está
encima de mí, con mi polla palpitante dentro de ella.

Distracción.

Aún así, sigo pensando en ella, cabalgándome, con sus manos


apretándome el pecho y sus uñas clavándose en mi piel. La forma
en que sus tetas rebotan sobre mi rostro mientras sube y baja
sobre mi polla.

Mi polla se engrosa, una de mis manos ensangrentadas se dirige a


la parte delantera de mis jeans sin pensarlo, por encima del
delantal, el puño ajusta la repentina y dolorosa dureza que
presiona contra la cremallera, exhalo con fuerza por la nariz.
Cierro los ojos y apoyo la otra mano en la mesa. Con las fosas
nasales dilatadas, intento controlar mi respiración acelerada,
pensando en el cadáver de la mesa, en los trozos que he cortado.

Pero los pensamientos sobre la impecable piel de Gracie inundan


mi mente, ahogando todo lo demás, y antes de que pueda
pensarlo, me meto por debajo del delantal, desabrocho el botón de
los jeans, bajo la cremallera y me aprieto la polla. Un fuerte
gemido de alivio sale de mis labios, mi puño enguantado sube y
baja con brusquedad, el calor de mi polla calienta la palma de mi
mano, los dedos se aprietan con mayor fuerza. Respiro con
dificultad por la nariz y aprieto más el puño.

Gracie está de pie en el lago helado, su piel pálida brilla bajo la luz
de la luna llena. Todo lo que la rodea se atenúa en mi visión, solo
ella y su jodido ser temerario. La forma en que se movía por el
hielo sin ninguna sensación de peligro, sin preocuparse de
sumergirse en las profundidades, con los pulmones llenos de
agua, mientras sus músculos se congelan, la hipotermia se instala
demasiado rápido, el corazón se ralentiza a medida que su pálida
piel se vuelve azul.

No tiene miedo.

Porque cree que siempre la salvarás.


Se me encoge el corazón al pensarlo, ¿y si un día no puedo? Algo
me impide escudarla en las sombras, la oscuridad nuestro espacio
seguro. Criaturas de la noche, guiadas por la luna, las estrellas el
único testigo de nuestra depravación.

El semen golpea mis nudillos, mi ritmo se acelera mientras


bombeo el puño más rápido, los ojos cerrados, la cabeza echada
hacia atrás, un gemido gutural desgarra mis dientes, latiendo en
mi pecho a la misma velocidad que mi liberación. Mi pecho se
agita al terminar, el semen me recorre lentamente los dedos y el
dorso de la mano, dejo caer la cabeza hacia adelante, con la otra
mano aún firmemente sujeta a la mesa.

Exhalo con fuerza, tomo una toalla, me limpio, guardo mi polla y


recojo mi sierra.

Algo le pasa a Gracie.

Cambio rápidamente la sierra por un machete pequeño, corto los


trozos que quedan y los meto en el carro de metal. Limpio las
superficies, tiro las herramientas enjuagadas al esterilizador y
meto el delantal y la ropa en la papelera para lavarlos. Me enjuago
en la ducha. El profundo mármol verde jade me tranquiliza
mientras apoyo la frente en él. Me paso una toalla por el cuerpo y
el cabello, me seco, me pongo unos joggers nuevos y me cuelgo la
toalla mojada al hombro.

Atravieso mi antiguo dormitorio, cierro las dos puertas tras de mí


y subo las escaleras, cierro también la última puerta al llegar
arriba y guardo el llavero.

La casa está fresca, las tablas del suelo vestidas con una fina
alfombra, frías bajo mis pies húmedos. El cielo exterior está
apagado, lo que oscurece el interior de la casa, de madera
envejecida y ricos colores. Las lámparas están encendidas a
ambos extremos del largo vestíbulo, la oscuridad de los
candelabros vacíos entre sus brillos anaranjados. Me dirijo a las
escaleras para cambiarme cuando lo oigo, su balbuceo de dos
años empezando, lo único que quiere cuando se pone así es a mí.
Vacilo, con la mano apoyada en el poste cuando empiezan los
chillidos.
River.

Me doy la vuelta, dejo caer la toalla húmeda sobre el extremo de la


barandilla refinada y me dirijo hacia la sala de estar que nunca
solíamos utilizar. Las puertas dobles abiertas de par en par, papel
tapiz verde pálido, mobiliario de madera oscura con sofás verde
bosque. Ahora está lleno de juguetes para los niños, una gran
casa de muñecas pintada de rosa que construí con Wolf en el
rincón más alejado, dinosaurios y autos esparcidos por el suelo, el
peluche de Atlas sobre el respaldo del sillón.

Y en medio de todo, mi hijo. Con los puños cerrados, el cabello


rubio y oscuro echado hacia atrás, el rostro contraído, la boca
abierta, las amígdalas vibrando y un chillido tan fuerte que me
sorprendería que no lo oyeran en el séptimo nivel del infierno.

Entro en la habitación, con la nueva niñera en el sofá del fondo y


Roscoe dormido apoyado en su hombro. Sus ojos azul oscuro se
cruzan con los míos, con un destello de pánico en su mirada,
mientras camino hacia mi hijo mediano.

—River —digo su nombre en voz baja y me arrodillo para que


quedemos a la misma altura.

Sus grandes ojos castaños se abren ampliamente, las lágrimas


corren por sus mejillas rosadas, moquea, conteniendo el llanto
cuando me ve. Abro los brazos y él los mira, vacila solo un
segundo antes de tropezar con mi pecho. Lo levanto, froto su
espalda con mi mano y pongo el otro brazo por debajo de sus
nalgas.

—Dile a papá qué te pasa —le digo suavemente contra la oreja,


con grititos profundos y su cuerpo temblando mientras ralentiza
la respiración.

—Te quiero —murmura, babeando por mi cuello, su aliento


caliente y entrecortado contra mi piel desnuda.

—Me tienes, Problema, estoy aquí.

Lo meneo arriba y abajo en el centro de la habitación y sigo


frotando su espalda hasta que empieza a cabecear. Miro a Rachel,
aún inseguro de cómo me siento por tener ayuda. Papá insistió en
que era buena idea ayudar a mi Gracie. Rosie no puede seguir el
ritmo de tres niños pequeños, ya está bastante agotada siendo
nuestra ama de llaves a tiempo completo. Todavía no estoy seguro
de esto, pero a los niños les gusta, así que supongo que le daré un
poco más de tiempo antes de deshacerme de ella. Pero Gracie...

Me ofrece una sonrisa nerviosa, tiene el cabello oscuro cortado a


la altura de los hombros, acuna a la más pequeña en brazos y me
esfuerzo por no apretar los dientes.

—Lo siento, pensé que podría controlarlo, ha estado inquieto toda


la mañana —dice en voz baja, pero su voz sigue pareciendo
demasiado alta.

—No pasa nada —digo bruscamente, y ella hace una mueca de


dolor. Suspirando internamente, me relamo los labios, pensando
en cómo ser educado antes de abrir la boca—. De verdad, nadie
más que papá para calmarlo cuando se pone así, habría gritado
hasta desmayarse.

La alarma en sus ojos parece genuina, cariñosa... pero yo sólo, me


siento incómodo.

—Vaya, está bien —se ríe— espero que pronto se acostumbre a


mí.

La miro fijamente durante lo que probablemente sea el tiempo


suficiente para ser considerado inapropiado, con la cabeza
ladeada, pienso en Gracie, pienso en cómo está ahora mismo,
frágil. Pero ella tiene buenos instintos, y yo... no puedo quedarme
callado.

—Rachel... —es un rugido profundo, tranquilo, porque todos


bajamos la voz en esta casa por nuestra chica.

El ruido fuerte la sobre estimula a veces.

Pienso qué decir, las cosas que Gracie me ha estado susurrando al


oído, sé que no duerme bien, no se ha enterado de nada, solo tiene
un presentimiento. Rachel la incómoda. Empiezo a sentirme calor,
la ira hierve a fuego lento, pero en realidad no está justificado, me
estoy agobiando y tengo que tener cuidado, el caso es que esta es
mi casa.
Sé amable, me pide papá. ¿No sabe que no soy amable?

—¿Necesitas decirme algo? —le pregunto, intimidación, es lo único


que sé manejar.

Los ojos de Rachel parpadean, agitados, demasiado rápido, y ya la


tengo nerviosa.

—No —dice en respuesta, no parece a la defensiva, pero es


fuerte— ¿qué quieres decir?

—Quiero decir —digo, acercándome, muy consciente de mi bebé


de seis meses acunado sobre su hombro, con el cuello torciéndose
lentamente hacia atrás para verme—. Estás incomodando a mi
señora, y esa mierda me incomoda a mí. Así que, si no paras, te
irás de aquí antes de que puedas pestañear. Necesitas probarte a
ti misma. Conseguir el trabajo no era el reto, mantenerlo
sí. —Levanto una ceja y me inclino un poco hacia adelante— ¿Lo
entiendes?

Ella asiente, se relame los labios, veo cómo su garganta traga


saliva y vuelvo a mirarla a los ojos, asegurándome de que hay al
menos un poco de miedo entre la comprensión.

—Sí —dice, casi en un susurro, y me sorprende lo fácil que es


tolerar su voz a este volumen—. Lo comprendo. Realmente quiero
hacerlo bien aquí —añade temblorosa cuando empiezo a
apartarme de ella.

Solo estoy medio girado, así que vuelvo a mirarla.

—Si es así, tengo un consejo. Deja de abrirte de piernas para mi


puto hermano.

Y luego le doy la espalda. No soy quién para darle ánimos, es una


niñera, se supone que tiene que hacer bien su trabajo, ¿verdad?
Doy media vuelta para marcharme y me detengo al encontrar a
Gracie en el centro de la puerta.

Con el corazón latiéndome como siempre que la miro, le dedico


una media sonrisa, pero ella no me devuelve la sonrisa. Sus ojos
grandes y desiguales recorren mi pecho desnudo, miran hacia
donde está sentada la niñera, detrás de mí, en el sofá, y luego
vuelven a mirarme a mí. Sin decir palabra, extiende los brazos,
aún envueltos en su grueso abrigo blanco. Parpadeo, sus ojos se
clavan en los míos, los brazos aún extendidos, cierro la distancia
que nos separa y le paso a nuestro pequeño dormilón.

Me da la espalda en silencio y yo me quedo mirándola avanzar por


el pasillo, con los ojos clavados en su hermoso cuerpo. Su largo
cabello dorado se agita contra la parte baja de sus caderas
mientras camina, su paso es lento, sus caderas se balancean
ligeramente, todo en sus movimientos es tan, tan tentador.
Incluso ahora, no tiene ni puta idea de lo que me hace. Se detiene
y gira la cabeza sobre su hombro, al contrario de donde cuelga
cuidadosamente la cabeza de River. Esos ojos me miran con láser,
azul hielo y cálida avellana.

—Tráeme a mi bebé, Hunter.

Y entonces empieza a subir las escaleras, y yo voy por nuestro


bebé, llevándolo arriba con su mamá.
Capítulo Cuatro

—Hunter —me llama papá, su voz grave resuena en el pasillo


desde la puerta principal, que se cierra de golpe tras él.

—Cocina —le respondo, sin gritar, puede oírme, todos hemos


ajustado el volumen en esta casa.

Me enjabono los antebrazos, un suave aroma a vainilla me llega a


la nariz, la espuma y las burbujas me resbalan por la piel. Con el
codo, abro el grifo y paso cada brazo por debajo del chorro de agua
fría, sintiendo cómo papá entra en la cocina a mi espalda. Su
asiento habitual en la cabecera de la mesa, con la silla retirada y
las patas de madera rozando el desgastado suelo de piedra.
Arrastro el paño de cocina a cuadros sobre mis brazos, secándome
las manos, me acerco, me dejo caer en la silla a su izquierda y
ladeo la cabeza.

Cabello negro ondulado peinado hacia atrás, piel bronceada y


cálida, brillante a pesar del frío. Un traje azul marino oscuro se
ajusta a sus anchos hombros, a la medida de su corpulencia, con
una camisa blanca a medida debajo, siempre tan profesional.
Thorne es igual, siempre viste como es debido, impecable. Los ojos
oscuros de papá brillan con un destello dorado cuando los levanta
del teléfono que tiene en sus grandes manos y los dirige hacia los
míos.

Resopla, deja caer el teléfono, con la pantalla oscurecida, sobre la


mesa, junta los dedos, los nudillos llenos de cicatrices brillantes y
blancas, una línea pálida de piel alrededor del dedo anular
izquierdo. Una pequeña sonrisa ladeando los labios me toma
desprevenido, pensando en el motivo de la ausencia de su alianza.
Me dan ganas de abandonar esta mesa, encontrar a Gracie y
follármela durante las próximas cuatro horas.

Papá se aclara la garganta, mis ojos vuelven a posarse en los


suyos, una arruga entre sus cejas oscuras.

—Hunter —traga saliva, con la nuez de Adán balanceándose— hay


una ab...

El golpeteo de unos piececitos por el pasillo roba nuestra atención


al instante.

—¡Papá! —grita Atlas, corriendo y saltando a los brazos de papá,


con sus piernecitas trepando hasta su regazo—. Ya estás en casa
—ríe a carcajadas mientras papá le clava los dedos en los
costados, haciéndole retorcerse y aullar.

—Atlas, hijo mío, ¿estás causando problemas? —bromea, dejando


de hacerle cosquillas. Atlas casi parece ofendido, y tengo que
reprimir la sonrisa que intenta liberarse.

—Nunca. Soy un buen chico —le dice a papá con severidad,


llevándose los puños a las caderas—. Mamá me lo ha dicho esta
mañana.

—¿Te lo dijo? —Papá enarca una ceja y levanta la comisura de los


labios.

—Sí.

—Entonces, ¿quién soy yo para discutirlo?

—No puedes discutir con mamá —se encoge de hombros


despreocupadamente, mirándome antes de susurrar, demasiado
alto para ser realmente un susurro, a papá detrás de su pequeña
mano—. Todos la aman mucho.

La mirada de papá se desvía hacia la mía, una sonrisa en sus


ojos, los míos cayendo sobre la mesa, una sonrisa de verdad
dibujándose en mis labios, cuando el tap, tap, tap de unos zapatos
de tacón nos interrumpe. Los tres nos volvemos hacia el vestíbulo,
Rachel aparece rápidamente en el arco.
—Atlas —dice con un suave tono de regaño— no debes escaparte,
¿y si te pierdes? —Ese tono ansioso vuelve a aparecer en su voz y
siento que mis ojos se tensan en las comisuras exteriores.

—¿Cómo podrías perderme? Vivo aquí. —Atlas parpadea con


fuerza, sus palabras son lentas y pausadas, todo me recuerda a
Gracie, y una sonrisa radiante se dibuja en mis labios.

Papá vuelve a aclararse la garganta, Rachel abre los labios


sorprendida y Atlas se queda mirándola fijamente de esa forma
enervante que tienen Gracie y él, sin pestañear, con la mirada fija.
Incluso con cuatro años y medio lo tiene todo bajo control.

—Vamos, Atlas, haz lo que dice Rachel, por favor —le dice papá,
levantándolo y dejándolo en el suelo.

Atlas se agacha y se baja las perneras del pantalón negro por


encima de los calcetines naranjas con puntos. Pasa de largo a la
niñera, le rodea las piernas y sale disparado por el pasillo.

Rachel se queda parada un momento, mirándonos a los dos.


Levanto las cejas con un gesto de la cabeza, y ella capta la
intención; traga saliva rápidamente, se aleja de nosotros y sale de
la habitación.

—Hunter.

—¿Qué?

—Sé amable.

Sonrío ampliamente, salvaje, la mirada en sus ojos algo parecido a


la exasperación, pero no dice nada más al respecto. En realidad
no es que no me guste tener una niñera, es que, supongo, tener a
alguien en casa me resulta un poco raro. Ella sirve a un propósito,
lo entiendo, yo sólo, me estoy adaptando. Y desde mi pequeña
charla con Rachel hace dos días, bueno, creo que se está
esforzando más porque Archer trajo a casa a una chica diferente
anoche después de quejarse todo el día de sus bolas azules.

Cuando lo pienso de verdad, creo que nunca nos vi necesitando


una niñera... Pero bueno, tampoco nos imaginaba teniendo tres
bebés en poco más de cinco años, así que supongo que eso fue un
factor decisivo.

En ese momento, tengo una visión de Gracie, con el vientre


hinchado, la piel pálida y perfecta estirada, líneas rosa pálido
rayando sus caderas. Trago saliva, deseando que mi polla coopere,
que no se endurezca y chorree semen ante la idea de poner otro
bebé dentro de ella. Espero que la próxima vez sea una chica.

—Necesito hablarte de algo.

Parpadeo, la voz de papá me ayuda a encontrarme de nuevo en la


habitación, con ese persistente dolor de cabeza, un dolor sordo en
las sienes.

Dios, estoy cansado.

Inclino la cabeza, observando su pecho subir y bajar con


respiraciones fáciles, su pulso marcando constantemente en su
garganta, barba incipiente oscura, una ligera capa en sus mejillas,
un leve hoyuelo en la barbilla oculto bajo la densidad de la misma.

—Se trata de Grace.

El corazón me da un vuelco, lentamente, levanto la mirada hacia


sus ojos, un lento parpadeo y me enderezo, los hombros ya
cuadrándose, porque sabía que le pasaba algo. Papá siempre sabe
qué hacer, Gracie habla con él, más que conmigo, pero menos que
con Thorne. Siempre acude a Thorne, él saca a relucir su
confianza, es paciente, ella se siente segura cuando él la escucha.
Me pregunto por qué se lo contó a papá y no a mi hermano mayor.

No a mí.

—¿Cómo tú...?

—Me ha contactado un tal Michael Bishop —me interrumpe papá,


atención y manos por igual, de nuevo en su teléfono, mis ojos se
dirigen a su rostro, frunciendo el ceño.

—¿Bishop? —pregunto, con el cerebro dando vueltas sobre el


apellido de Gracie, pero él se limita a continuar.
—Cuarenta y seis años, viene de Hammersmith, nacido en Surrey,
padres ricos, ambos fallecidos, trabaja para un tal Blaze McCoy.
Parece ser un lacayo de la pandilla The Ashes, trabajo de bajo
nivel, no parece ser muy confiable. Ha pasado varias temporadas
dentro, seis meses aquí, diez meses allá, agresión, asalto, robo,
agresión, posesión, agresión, conducción bajo una prohibición de
dos años, agresión...

Levanto una mano y la agito en el espacio que nos separa, él deja


de recitar la información que está leyendo en su teléfono y levanta
los ojos entre sus oscuras pestañas.

—¿Por qué estamos hablando de esto?

Pulsa un botón en el lateral del teléfono, lo bloquea y lo deja sobre


la mesa, la información desaparece con la oscuridad de la pantalla
atenuada. Vuelve a juntar las manos y suspira.

—Michael Bishop afirma ser el padre biológico de Grace. Al


parecer, se enteró por los rumores de que una chica con ojos de
colores raros se había unido a los Blackwell. Supuestamente
investigó a su ex esposa, descubrió su nuevo apellido y, bueno,
sumó dos más dos. No estoy seguro de cómo, por lo que he
desenterrado de él, no parece la bombilla más brillante de la caja.
Pero es un jugador, y ya sabes cómo le gusta a la mafia hablar
durante una partida de cartas, hijo.

Se me pone la piel de gallina, se me erizan los vellos y se me


ensancha la nariz.

—Quiere algo —digo, con la suposición en el aire que nos separa.

Me rechinan la mandíbula y las muelas, y me froto el interior de


los dientes. Siento un golpe de presión en la cabeza, que ya me
latía con fuerza, y los dedos se me cierran en puños, con ganas
desesperadas de aporrear algo.

—Lo más probable —tararea papá, y luego respira hondo—. Sin


embargo —dice lentamente, con precaución y advertencia a partes
iguales en su tono—. No tengo ni una confirmación ni una
sospecha sólida de que ese sea el caso.

Levanto una sola ceja, con un gruñido en los labios.


—¿Y? —gruño, el sonido desgarrando mis cuerdas vocales, ya
prediciendo lo que va a decir a continuación.

Algo por lo que lo amo y lo detesto a partes iguales, porque nunca


trata a Gracie como si fuera inferior, pero si esto dependiera de
mí... bueno, ya sé que no se lo diría, como sé que está a punto de
sugerir.

—Creo que deberíamos plantearle esto a Grace y ver qué le


gustaría hacer al respecto. Si ella no quiere que me ponga en
contacto con él, entonces me encargaré de eso, silenciaré las
preguntas, lo sacaré del camino.

Me dejo caer pesadamente en la silla, los pulmones desinflados, la


madera crujiendo con mi peso, los dedos apretándome el puente
de la nariz.

—¿Y si lo hace?

—Entonces tomaré las medidas necesarias.

La siguiente palabra irritada que sale de mi boca es amarga en mi


lengua, la escupo bruscamente, todo mi cuerpo segrega veneno.

—Bien.

La encuentro en los establos.

Un grueso abrigo blanco con cremallera ceñido a su pequeño


cuerpo, esculpido según sus nuevas curvas, pegado a su cintura
ceñida. Lleva el cabello recogido detrás de las orejas, con
pequeñas trenzas doradas que le caen por la espalda. Se las ha
hecho ella misma, aprendiendo hace poco incluso las trenzas más
complicadas, superando a Rosie y Wolf con sus habilidades.
Desliza la mano izquierda por el gran cuerpo negro de Lady, con
un cepillo ovalado en la palma y la correa ajustada a sus pálidos
nudillos. Tiene la mano derecha apoyada en el costado de Lady, y
el caballo resopla alegremente mientras la acaricia a un ritmo
uniforme.

Con los pies cruzados, doblo los brazos sobre mi pecho y me


apoyo en la puerta abierta del establo. Son las cinco, está oscuro
en pleno invierno. Siento que las estaciones están cambiando, que
el invierno es mucho más cálido en noviembre y que se enfría
lentamente hasta llegar al punto de congelación a finales de enero,
principios de febrero. Mi aliento resopla frente a mi rostro, el suyo
no tanto, con el calor del cuerpo de Lady tan cerca. Con el establo
cerrado al viento y una temperatura ártica, la veo cepillar a Lady.
Sabe que estoy aquí, pero también sabe que me gusta mirarla,
igual que yo sé que a ella le gusta que la mire.

Cuando termina, deja caer el cepillo en el cubo y lo lleva a la


esquina del establo, donde lo coloca ordenadamente en su lugar
habitual. Arrastrando sus botas por el espeso lecho de heno,
recoge la manta roja y la despliega mientras se dirige de nuevo al
caballo.

—¿Me ayudas?

Me aparto de la puerta y tomo un lado de la gruesa tela, dejando


que Lady empuje su nariz contra mi palma mientras paso a su
otro lado. Entre los dos, hacemos que Lady se ponga el abrigo,
Gracie se sumerge y desliza el cinturón de tela por la hebilla,
dándole unas palmaditas en el cuello mientras se endereza y le da
un beso en la nariz.

Gracie me mira expectante, leyendo ya la expresión de mi rostro,


sabe que tenemos que hablar de algo, a pesar de todos nuestros
silencios, seguimos sin necesitar palabras. Somos capaces de
leernos el uno al otro como reflejos de nosotros mismos.

Camino alrededor de Lady, estrechando la delicada mano de


Gracie en una de las mías, presionando un beso en la parte
superior de su cabeza, la conduzco fuera de los establos, cerrando
con pestillo la mitad inferior de la puerta de Lady y comprobando
las otras mientras pasamos.
La luna ya brilla en el cielo, la piel de Gracie se ablanda contra mi
palma callosa y sus dedos se aprietan alrededor de los míos. Me
sonríe suavemente mientras seguimos el sendero de piedras a
través de la hierba helada, con trozos de nieve brillando entre las
hojas. Tiene un hoyuelo en la mejilla izquierda, una peca oscura
del tamaño de un alfiler bajo el ojo color avellana que desaparece
en las líneas de la sonrisa recién formada. Las sonrisas de mi
chica son escasas, pero recibir una es el mejor de los putos
regalos.

Dejo de caminar bruscamente, giro mi cuerpo hacia ella, imita mi


movimiento en piloto automático, su pecho roza mi esternón. No
se preocupa ni se pregunta qué estoy haciendo.

Confía en ti.

De repente, una punzada de dolor me golpea el corazón como una


bala, pensando en los dos primeros meses que vivió aquí, en cómo
lo jodí todo, intentando protegerla rompiéndole el corazón.

Salvándola de ir demasiado lejos.

Protegerla de su oscuridad.

De la mía.

Poco sabía yo, es donde ella pertenece.

En la oscuridad.

Conmigo.

—Te amo, Gracie —le digo, las palabras sinceras se deslizan sin
querer, mis entrañas se retuercen con ellas al mismo tiempo que
consigo respirar hondo, aunque no entrecortadamente.

—Te amo, Hunter —responde ella, con su voz suave, dulce y


persuasiva, engañosa hasta el punto de que podría arrancarme la
garganta con los dientes si quisiera.

Ella lo sabe.

Yo lo sé.
Lo agradecería si es lo que quiere.

—Quieres que hablemos de algo —tararea, tan tranquila, con una


pizca de curiosidad en su voz suave y aterciopelada, que hace que
mis venas canten de felicidad.

Entonces pienso en su piel, en la cicatriz no tan suave de su


muslo, en las marcas de dientes caninos que se hizo a sí misma,
masticando su propia puta carne.

Para sentir.

Para recordarse a sí misma que seguía viva.

Que yo era real.

Que lo que teníamos era real.

Todo el dolor que sentía era por mi culpa, pero lo quería, lo


necesitaba sentir.

—Los chicos están aquí —le digo suavemente, ganándome un


lento fruncimiento de ceño, un único y firme parpadeo.

—Papá —dice entonces, confirmando, como es habitual cuando


nos reúnen a todos, que será él quien dirija la conversación.

Sus ojos se posan en mi rostro, su mano, que no está entrelazada


con la mía, se extiende entre nuestros cuerpos, el pulgar se
desliza por la curva de mi barbilla, a lo largo de mi mandíbula, y
las puntas de los dedos me hacen cosquillas en la incipiente barba
de mi mejilla. El calor de su mano se posa en mi rostro, los dedos
extendidos sobre la curva de mi oreja, mi sien, el pulgar
rozándome la comisura del labio. Mi cabeza cae hacia adelante,
las fosas nasales se abren mientras aspiro una bocanada de ella,
madreselva, helechos frescos, un toque de heno, caballo, pero
debajo de todo, solo ella, como el bosque que tanto ama.

—Tú me proteges —susurra, mis ojos se cierran, un ronroneo


retumbante se enrosca en mi pecho—. Y a nuestros
hijos —susurra contra mis labios, su cuerpo se inclina más hacia
el mío, su peso empuja hacia adelante donde ella se pone de
puntillas—. Mi corazón —murmura, con sus labios carnosos
rozando mi boca. Mi mano libre toca su espalda y la acerca
suavemente, curvando su columna—. Alma.

El gruñido que intento reprimir retumba y se escapa entre mis


dientes entrecerrados, como el humo entre los barrotes de una
prisión. Ella se estremece y cae sobre mí mientras mi mano
aprieta la espalda de su abrigo esponjoso, se retuerce en la tela y
la arrastra contra mí. Su respiración es agitada, densas
bocanadas de calor contra mi garganta. Mis labios encuentran los
suyos como una polilla a la llama, su lengua se desliza
instantáneamente en mi boca, largos lametones de su lengua
sobre la mía. Sin prisa, sin apuro, en silencio, pero llenos de todas
las palabras que nos susurramos el uno al otro al amparo de la
oscuridad.

Me mordisquea los labios, succiona mi labio inferior y se deja caer


lentamente sobre los talones. Me balanceo contra ella, con la polla
dura contra su cadera. Inclino la cabeza, acaricio su sien, beso su
mejilla, un beso húmedo y caliente, mis labios recorriendo
perezosamente su piel. Me aprieta el pecho con la mano, la otra
sigue pegada a la mía, nos separa, poniendo espacio entre
nuestros cuerpos, mi respiración entrecortada.

—Joder —murmuro pasándome la mano libre por el cabello—


joder.

La miro, sus ojos fijos en los míos, amplios y cálidos, una sonrisa
burlona en sus labios hinchados.

—Lo sé —susurra, girándose hacia la casa y abriéndose camino.


Capítulo Cinco

El rostro de Grace apenas se inmuta cuando asimila la


información dispersa que hemos reunido sobre el hombre que
afirma ser su padre biológico o cuando papá le explica el proceso
de una prueba de ADN. Hunter, por otro lado, parece como si
fuera a arrancarle la cabeza a papá de los hombros y metérsela en
la cavidad expuesta de su cuello. O explotar. Quizá ambas cosas.
Archer se balancea sobre las patas traseras de su silla, la vieja
madera cruje al inclinarse hacia atrás y hacia adelante, hacia
atrás y hacia adelante...

—¡Joder! ¡Hunter! —brama, y las cuatro patas de la silla vuelven a


caer al suelo de piedra con estrépito, golpeando con ambas manos
el tablero de la mesa para salvarse cuando Hunter lo empuja
violentamente entre los omóplatos.

Hunter resopla sin decir palabra, con el ceño fruncido, los ojos
oscuros, llenos de peligro, alzados y fijos en nuestro padre, que
sigue hablando con Grace a pesar de la interrupción.

—Quédate quieto, Archer —le dice Arrow en voz baja, dándole un


suave codazo a su hermano mayor, sin querer una confrontación.

Archer suspira, ruidosamente, con los ojos desviados por toda la


habitación y una de sus manos tamborilea sobre la mesa. Veo
cómo sus dedos golpean con rapidez el mantel a cuadros azules y
blancos. Mis oídos se concentran únicamente en el sonido, con la
voz de papá apagada de fondo, hasta que Raine se aclara la
garganta a mi lado y levanto los ojos. Parpadeo con fuerza y vuelvo
a centrarme en la conversación. Miro a nuestro hermano mayor.
Thorne se mueve ligeramente frente a mí, en su asiento habitual
junto a nuestro padre, con las manos juntas encima de la mesa.
Traje impecable, nudillos con cicatrices que brillan bajo la luz de
la cocina. Camisa negra bajo una chaqueta negra, con los dos
botones de arriba abiertos y el cuello planchado.

Mi cabello cae sobre la mitad de mi rostro, lo recojo detrás de la


oreja, a punto de quitarme el elástico de la muñeca, cuando lo
diviso; es difícil de ver sobre su piel aceitunada y bronceada, pero
está ahí, y mis ojos se clavan en él.

Una rojiza marca de garra levantada, justo detrás de la oreja,


medio oculta en su espeso y ondulado cabello negro, que le cae
por debajo del cuello de la camisa. Entonces me doy cuenta de
que tiene el cabello un poco revuelto, sin nada de fijador, los ojos
inyectados en sangre y unas ojeras incipientes. Mi cabeza se
inclina y mis ojos se entrecierran para estudiarlo. Mi hermano
mayor, impecablemente arreglado, parece... molesto.

—Pero tú eres mi papá —me sorprende la suave voz de Grace,


girando mi cabeza en su dirección, donde está sentada al final de
la mesa.

Su pequeña figura, vestida de blanco, su piel pálida, sus ojos


grandes y desorbitados, su espeso cabello dorado, tan
inocentemente hermosa. Todo en ella está hecho para engañarte.
Para hacerte tropezar. Atraer a un depredador, sólo para que ella
pueda atacar primero.

He visto la evidencia de su potencial.

La forma en que descuartiza cadáveres en ese sótano con mi


hermano me estremece hasta a mí, y he visto cosas muy jodidas,
pero las cosas que les hace a esos cadáveres... bueno, se alegrarán
de estar ya muertos, digámoslo así.

Parpadea con fuerza, sólo una vez, sin otra expresión en su suave
rostro, Hunter se mueve a su lado, su cuerpo grande y ancho
destila incomodidad. Ni una sola vez lo mira. Solía deferir ante él
de inmediato, buscarlo en un espacio abarrotado, en una
conversación difícil, aferrarse a su mano como si estuvieran
físicamente cosidos. Sigue haciéndolo cuando salimos del molino,
pero no aquí, con nosotros, en casa.

—Seguiré siendo tu papá —confirma papá— nada cambiará eso,


Grace.

Es lo primero que dice, los dientes tirando de su labio inferior,


una suave arruga entre sus cejas rubias. Su mirada baja
entonces, demasiado ensimismada como para mantener el
contacto visual, se siente incómoda mirando a alguien durante
demasiado tiempo. Está mucho mejor, pero doce años de bárbara
institucionalización pasarían factura a cualquiera.

Hunter se mueve de nuevo, con el ceño fruncido, si es que es


posible, tallado aún más profundamente en sus rasgos, los labios
torcidos en un gruñido. Esto no le gusta. No estoy seguro de que a
ninguno de nosotros nos guste. Pero papá intenta hacer lo
correcto, ofrecerle la oportunidad de conocer a un padre que quizá
no sea tan terrible como el anterior... También podría ser peor,
pero para eso nos tiene a nosotros. Para protegerla, mantenerla a
salvo.

Pienso en Eleanor, o en lo que quedaba del cuerpo de su madre


cuando lo recogí, guardando las horripilantes pruebas dentro de
una bolsa negra para cadáveres. Las puñaladas, la carne cortada,
el tejido y la grasa rezumando y filtrándose por los cortes
contundentes. Un abrecartas. Tan inocente, tan violenta. Grace le
quitó la vida a su propia madre en uno de los ataques más
brutales que he limpiado, apasionado. Heridas de arma blanca en
el rostro, cuello, pecho, hombros, todo su torso superior fue
destruido, un par de heridas en su espalda donde fue apuñalada
tan fuerte que el arma la atravesó.

Grace mira a Hunter entonces, sólo un vaivén de su mirada, él no


la ve, sigue concentrado en dirigir su ira contra papá.

—¿Tendré que irme si quiere que vuelva? —pregunta nerviosa, los


ojos levantados bajo sus pestañas, la mirada clavada en papá,
una grieta casi oculta en su voz.

Mis labios se abren, Hunter gruñe y papá niega al instante con la


cabeza, pero es Arrow quien habla primero.
—Grace, ¿crees que dejaríamos que alguien te alejara de
nosotros? —sus suaves palabras parecen inundar la habitación
como una ola de calma, y todos parecen desprenderse de un poco
de inquietud.

—Es sólo para conocerlo, nada más, nos tendrás ahí, nos
encontraremos en algún lugar público, en algún lugar de nuestro
territorio. No irás a ninguna parte, y sólo se hará si los resultados
del ADN demuestran que realmente es tu padre —la tranquiliza
papá, con sus palabras pausadas pero firmes, como siempre le
habla.

Todos parecemos hablarle a Grace de una forma distinta a como


lo hacemos con los demás, una medida inconsciente de calma y
paciencia que nunca pensé que ninguno de nosotros llegaría a
encontrar en sí mismo. Pero entonces, ella hace que todos nos
ablandemos a su favor. Tiene un don, algo así como un oscuro
don mágico, que nos otorga a nosotros y a nuestras bestias,
monstruos y demonios internos. Lo que es realmente irónico,
considerando que creo, que tal vez, el monstruo interior de Grace
puede ser el más agresivo de todos nosotros.

—Bien —dice suavemente, su pequeña mano deslizándose sobre


uno de los puños cerrados de Hunter encima de la mesa—. Bien,
lo haré.

Los dientes de Hunter chirrían donde los aprieta con tanta fuerza,
los labios palideciendo mientras los cierra forzadamente. Siempre
fue el más silencioso de todos nosotros, todavía lo es, a menos que
tenga algo que ver con nuestra hermana pequeña. El hombre es
tan salvaje y tan violentamente obsesionado como parece. Su silla
se tambalea al levantarse y cae al suelo de piedra. Grace abre los
labios sorprendida por su arrebato y lo mira con el rostro
increíblemente enrojecido.

—Esto no me gusta, ¡No confío en esto, en nada de esto! —es lo


que ladra, con los dedos apretados, los nudillos blanqueados a los
lados.

Grace se gira hacia papá, abre la boca brevemente antes de


cerrarla, con las arrugas de la tensión marcando su frente.
—¿Qué tal si accedemos a hacer una prueba de ADN, y después
de obtener los resultados, si lo es, podemos volver a discutirlo y
partir de ahí? —Thorne dirige la pregunta a Grace, pero el
apaciguamiento es para Hunter.

Grace asiente, Hunter gruñe, agarra la mano de Grace de la mesa,


le da un fuerte beso en los nudillos y deja caer la mano en el
regazo antes de salir de la cocina envuelto en una nube roja de
furia.

Una vez terminada la discusión, y cuando todo el mundo ha


empezado a separarse, acordamos hacer una prueba de ADN y
nada más hasta que lleguen los resultados. Retiro de la mesa las
tazas, jarras y vasos que hemos utilizado y los coloco uno a uno
en la encimera junto al fregadero. Me recojo el cabello negro con
una mano y con la otra me lo recojo en un moño en la nuca; un
mechón cae hacia adelante y yo resoplo, metiéndome el mechón
rebelde detrás de la oreja. Cuando me doy la vuelta, Thorne está
allí, tan silencioso como siempre, con las manos en los bolsillos y
su cuerpo erguido despreocupadamente en el arco abierto de la
cocina, pero no hay nada de despreocupado en la forma en que
me mira fijamente.

—Hermano —su tono es frío, con un hilo de algo más presente.

Lo miro, ojos oscuros, traje caro, zapatos lustrados.

—¿Qué pasa, Thorne?

Con la mesa entre nosotros, me apoyo en el lavabo. Llevo la mano


al cuello y trazo una línea con un dedo detrás de la oreja hasta el
cuello, señalando lo que claramente es una marca de garra en su
piel.

Apenas se estremece, pero lo hace, uno de sus hombros salta


ligeramente, no lo notarías a menos que lo conocieras tan bien
como yo. Sólo nos separa un año de edad, hemos pasado mis
treinta y dos años en este planeta causando problemas codo con
codo, lo sé todo sobre mi hermano. Por eso sé que me oculta algo.

Se adentra en la habitación, saca las manos de los bolsillos y se


pasa una mano por delante de la camisa antes de colocarse a mi
lado, de espaldas a la entrada de la cocina. Apoya las manos en la
encimera, a mi lado, y deja caer la cabeza entre los hombros, con
la barbilla prácticamente pegada al pecho. Nunca antes había
visto así a mi hermano, lo que hace que un incómodo hilo de
nerviosismo recorra mi torrente sanguíneo.

—¿Thorne?

—Necesito que me ayudes con algo. Nadie más puede


saberlo —me mira desde el rabillo de sus ojos oscuros, esperando
mi reacción.

—Bien...

—Necesito que vengas conmigo a un sitio y me ayudes con un


cadáver —sus palabras son tranquilas y calmadas, pero sigue
pareciendo... alterado.

—¿Por qué es un secreto, Thorne? —Pregunto en voz baja, con el


ceño ligeramente fruncido, en esta familia no guardamos secretos,
ni secretos ni mentiras.

—Por quién es.

Mi boca se abre y luego se cierra un par de veces antes de que


consiga soltar mi pregunta.

Siento una chispa de ansiedad revivir en mi pecho, él nunca mata


sin un pago, su recuento de cadáveres es sólo su trabajo, Thorne
es controlado.

Nunca temerario.

—¿Quién es, Thorne?

Me mira, con expresión limpia de toda emoción, cuando dice:

—Shane O'Sullivan.

Y me quedo boquiabierto.

Realmente me quedo boquiabierto.

De todos los mafiosos irlandeses que podía haber elegido, eligió a


uno de los favoritos de la familia Kelly.
Una mano grande me restriega el rostro por sí solo, los ojos
cerrados, las facciones tensas. Abro la boca, a punto de hacer la
pregunta del millón, cuando él habla primero.

—No puedes hacer ninguna pregunta.

—¿Qué mierda? Thorne, yo...

—De verdad, Wolf, tienes que confiar en mí en esto, nadie


descubrirá que fui yo, nadie lo sabrá nunca.

Suspiro tan fuerte que podría toser un pulmón, pero al parecer,


aún no ha terminado.

—Esto no es una eliminación.

—Lo siento, ¿qué otra ayuda se necesita con un cuerpo, que no es


una eliminación. ¿Qué mierda significa eso?

—Significa que vamos a recoger el cuerpo y vamos a hacer una


declaración con él.
Capítulo Seis

La piedra está fría contra mis pies descalzos mientras miro por la
ventana. Cae más nieve, copos grandes y esponjosos que se
asientan sobre los restos de nieve que cayeron unos días antes.
Todavía está oscuro, es confortable, mi mano apretada contra el
vidrio empañado de la gran ventana del dormitorio. El calor de mi
mano forma pequeñas gotas de humedad en el interior del frío
vidrio. Observo cómo se acumulan y ruedan hacia abajo, creando
un camino por el vidrio de la ventana.

Con los ojos fijos en mi mano, en mis dedos, finos y huesudos, en


los que los nudillos parecen demasiado redondos para cada dedo,
paso el otro pulgar por cada uno de ellos, con las venas azules
brillando bajo mi piel. Cada una de ellas transporta sangre por mi
cuerpo, glóbulos rojos, glóbulos blancos, la cantidad justa de cada
uno. Todo bombea sin esfuerzo bajo las capas de piel, el corazón
de mi pecho hace que todo siga girando, girando y girando.

Resulta extraño que el corazón pueda seguir funcionando tan bien


cuando duele tanto como el mío.

Cambio mi peso de una pierna a la otra, el suave y desgastado


algodón de la camiseta de Hunter, combinado con los largos
mechones de mi cabello, me hacen cosquillas en los muslos
desnudos. Me acomodo mechones dorados detrás de la oreja,
alisándolos con una mano sobre la coronilla. Mi atención vuelve a
centrarse en el bosque, mi lugar favorito, las copiosas ramas de
los árboles, los densos arbustos, el arroyo que corre a través de su
centro. Especialmente por la noche, es aún más hermoso, una vez
que mis ojos se han ajustado, con los pies desnudos, la tierra
húmeda se filtra entre mis dedos.
Soy libre.

Nadie puede juzgarme cuando estoy allí. Soy una con la


naturaleza, los animales que me rodean no me tienen miedo, me
acogen. Los insectos, las polillas, los sapos, todo croando y
chirriando, cantando su coro nocturno. Ahora me pican los dedos
al bajar por la ventana, dejando marcas alargadas en la
condensación del vidrio. Podría salir a la nieve, dejar que el viento
me azotara el cabello, que la gélida nevada me golpeara las
mejillas, que el frío me entumeciera los dedos de los pies mientras
corro entre la maleza.

Levanto la cabeza bruscamente, un gemido procedente de la cuna


de River me saca violentamente de mis pensamientos. En silencio,
avanzo sobre el suelo, una colección de alfombras ahora
esparcidas por la madera, pero intento no usarlas, camino por los
espacios intermedios, disfrutando de la sensación de la madera
fría bajo mis pies descalzos.

Se me pone la carne de gallina al pasar las manos por encima de


la barra de madera de su cuna. Sus pequeñas manos y pies se
enroscan y se retuercen. Una suave sonrisa me tensa la comisura
de los labios, me pregunto si él también estará corriendo entre los
árboles. Alargo la mano, mis dedos fríos se deslizan por su
mullida cabellera dorada, un poco más oscura que la mía, tiene mi
piel pálida, pero tiene los ojos de su padre.

Me pregunto si yo tengo los ojos de mi padre... ¿Son mis ojos


azules del mismo tono que los suyos, glaciales y fríos? ¿Tengo su
tono de piel, su complexión, sus gestos? ¿O es algo aprendido? Tal
vez tenga la forma de su rostro, su risa, quizá sus dientes o sus
labios.

River gira la cabeza y las puntas de mis dedos siguen moviéndose


suavemente sobre su cabeza. Está tan caliente contra mi piel más
fría, sus mejillas un poco rosadas, palpo su frente con el dorso de
mi mano, por si acaso. Patalea suavemente dentro de su saco de
dormir porque no duerme tan quieto como Atlas a su edad, así
que aún no tiene manta. Me preocupa que se retuerza, y que la
manta se enrede alrededor de su cabeza, le haga un nudo en la
garganta y lo asfixie. Un sollozo me ahoga, incluso mientras
observo sus mejillas ligeramente sonrosadas, redondas y llenas,
no amarillentas y azules. Sus labios son de un rosa brillante, no
de un violeta apagado, y su pequeño pecho sube y baja al respirar
con fuerza.

Aprieto los ojos y una lágrima se desliza por mi mejilla. Intento


inspirar, pero los pulmones me aprietan tanto que no me entra
aire. Abro los ojos de golpe y una de las manos me araña la piel
sobre el corazón, con las uñas clavadas profundamente en la
carne. Me apresuro a acercarme a Roscoe, cuya cuna está justo al
lado de la de su hermano mayor. Su pequeño cuerpo está tan
inmóvil como un muerto, con la cabeza girada hacia un lado y el
pulso latiendo con fuerza en su garganta, un fuerte latido visible
bajo su piel clara.

Sin pensarlo dos veces, me dirijo a la puerta, mi aliento aún


atascado dentro de mí, incapaz de liberarse hasta que lo sepa.

Tengo que saberlo.

Hunter duerme profundamente en nuestra cama, los chicos están


a salvo con él en la habitación.

Dejo la puerta abierta tras de mí, entro en el largo pasillo y


empujo la primera puerta a la derecha. Un suave resplandor
naranja emana de la esquina más alejada, una luz nocturna,
porque Atlas aún no se siente tan seguro en las sombras como yo.
Pero él es un niño que nació en la luz, nunca se vio obligado a
buscar seguridad en las sombras, a esconderse en rincones
oscuros de los monstruos.

Me paro junto a su cama, con marco de madera y una escena de


bosque tallada en el cabecero por su tío Wolf. Retiro la funda del
edredón, el pijama rojo sobre su cuerpo, presiono con los dedos su
garganta, su pecho trabaja, lento y uniforme, pero necesito
sentirlo. Cuando su pulso choca contra mis dedos, por fin respiro,
jadeando, desesperada, con los ojos llorosos y la garganta
ardiendo. Me inclino sobre Atlas, recojo su cálido cuerpo entre mis
brazos, sus piernas se envuelven a mi alrededor incluso dormido.

Me doy la vuelta para salir de la habitación y trago saliva al ver


una extraña sombra proyectada sobre la pared que tengo
adelante, la puerta abierta y el pasillo sumido en la oscuridad.
Cierro los ojos con fuerza y el cálido aliento de Atlas me recorre la
garganta. Abro los ojos, con la atención puesta en la punta de los
pies, giro hacia la habitación y me dirijo a la esquina, sin apartar
la vista de la pequeña luz conectada a la pared y no de las siluetas
de horror que se proyectan sobre las paredes gris pálido. Levanto
un brazo y, con la punta del dedo, apago el interruptor,
sumergiéndonos en la oscuridad. Una opresión en el pecho me
impide respirar, pero ahora, en plena oscuridad, estoy mejor.

Salgo despacio de la habitación. Conozco la distribución de la casa


mejor a oscuras que a plena luz y cierro la puerta de la habitación
de Atlas con la mano libre. Manteniendo la mirada baja, giro a la
izquierda para volver a mi dormitorio y me detengo, con las manos
apretando a Atlas con tanta fuerza que se agita en mis brazos.

La mujer que bloquea la puerta de mi habitación es menuda, mis


ojos se abren ampliamente, sin pestañear, cuando da un paso
hacia mí, cerrando el pequeño espacio de metro y medio que nos
separa. Tiemblo, incapaz de moverme, el miedo se desliza por mis
venas, bloqueando mis músculos y articulaciones. Aprieto a Atlas
tan fuerte contra mi pecho que gime en sueños, pero no puedo
aflojar mi abrazo, no puedo liberarlo de mis apretados brazos
protectores.

La mujer tiene la cara cortada, un párpado seccionado, un trozo


de piel que casi le cubre un ojo, pero sigue parpadeando, como si
no lo viera, como si no lo sintiera, con las pestañas clavadas como
púas en el globo ocular. La sangre está gelatinosa, gotea de sus
labios entreabiertos, las puñaladas cubren su cara y su cuello, los
cortes que una vez rezumaron sus entrañas hacia el exterior están
obstruidos con sustancias gelatinosas. Sangre, tejido y grasa.

—¡Grace! —Madre suelta un chasquido, gruesos glóbulos de


sangre caen de su destrozado rostro a la alfombra—. ¡Qué te crees
que haces vagando por la casa! Deberías estar encerrada. Este no
es tu sitio. Esta es mi casa, mi familia, ninguna te pertenece.
¡Agarra a tu asquerosa sanguijuela y lárgate de mi casa! Fuera,
fuera, ¡Fuera! —me grita, abalanzándose sobre mí, con los brazos
extendidos y las manos manchadas de sangre agarrando a mi hijo.

Giro sobre mis talones y mi cabello se arremolina a nuestro


alrededor, protegiéndonos, mientras me precipito por el pasillo,
con los pies descalzos pisando fuerte y las tablas del suelo
crujiendo bajo mis pies. Sin mirar atrás, tomo la escalera y bajo a
toda prisa, con la respiración agitada y acelerada. Me precipito por
los oscuros pasillos y voy directa a la cocina.

—¿Mami? —Atlas me susurra al oído.

—Mami nos está llevando a un lugar seguro, cariño —le susurro,


con la voz entrecortada por la inquietud.

Sin decir nada más, me rodea el cuello con los brazos, confiando
en mí, lo que alivia un poco el dolor de mi pecho, pero el pánico
está muy presente en mi sangre.

Agarro a Atlas con una mano y con la otra tanteo la cerradura de


la puerta de la cocina. Cuando por fin consigo abrirla, casi resbalo
en los escalones helados; el cuerpo se me inclina hacia atrás, me
impulso hacia adelante y me precipito al exterior, corriendo hacia
los árboles, con la nieve golpeándome el rostro mientras envuelvo
a Atlas con fuerza entre las manos y corro hacia el bosque.

Cuando mis piernas ya no pueden más, me apoyo contra un árbol,


aguzando el oído para escucharla, aunque sé que no puede
seguirme afuera de casa. Han pasado más de cinco años y nunca
ha sido capaz de seguirme al exterior.

Con la respiración agitada, aparto el cabello oscuro de Atlas de su


rostro, con los ojos cerrados, los labios entreabiertos y su aliento
aún caliente sobre la piel desnuda de mi pecho. Lo acuno contra
mí, meciéndonos lentamente, hundiendo los pies en la espesa
capa de nieve y el duro barro que hay debajo. El denso dosel de
abetos nos protege de lo peor del viento y la nieve, y la luz de la
luna se oculta tras las nubes bajas y densas.

Cierro los ojos, mi ritmo cardíaco disminuye y mi respiración se


suaviza. Un sudor frío me punza la frente, con suaves mechones
de cabello pegados a las sienes. Mantengo las piernas de Atlas
alrededor de mi cintura, su peso muerto hace que me ardan los
músculos, pero no quiero soltarlo nunca.

No sé cuánto tiempo nos balanceamos en nuestro árbol, el


zumbido de mi cabeza disminuye lentamente, el martilleo de mis
oídos se calma. Oigo la llamada de un búho en lo alto de los
árboles. Respiro hondo, el aroma del bosque me calma los nervios,
el aire helado me hace toser, una nube blanca se forma delante de
mi rostro. Atlas se estremece en mis brazos y una nueva oleada de
pánico me inunda por un motivo totalmente distinto.

Acaricio su cabello, agacho la cabeza y acerco mi mejilla a la suya;


tiene más calor que yo, pero no debería estar aquí con estas
temperaturas. Moviendo mis pies de nuevo a la vida, el frío se
filtra bajo mi piel, calando dolorosamente en mis huesos, me
muevo tan rápido como puedo.

Cuando llegamos a los establos, el suave resplandor de la luz


sobre la puerta me guía. Abro el pestillo y me vuelvo para mirar la
casa por encima del hombro. Me doy la vuelta, entro en los
establos, agarro una manta de repuesto de la estantería del fondo
y la envuelvo alrededor de Atlas. Se agita mientras duerme, su
aliento sigue siendo cálido contra mi piel helada.

Lady se remueve en su establo, sin apreciar la perturbación de su


sueño. Me detengo frente a ella, le acaricio la nariz y froto mi
mano libre por su rostro. Ella resopla en mi palma, sus labios
mordisquean mi mano vacía, húmeda y cálida. La acaricio con la
mano y su cabeza se inclina sobre la puerta para que pueda
rascarle el punto detrás de sus orejas puntiagudas. Entro con ella,
su establo es sorprendentemente cálido, caldeado por su gran
cuerpo. Me siento en el rincón más alejado, la espesa mezcla de
heno y paja bajo mi culo me quita el frío.

Mis dientes castañean mientras tiro de la manta para caballos a


nuestro alrededor, Atlas sigue tumbado sobre mi frente y yo me
desplomo contra la pared. Intento calcular por el cielo cuántas
horas faltan para que aparezcan los primeros signos del día, pero
entonces recuerdo las pesadas nubes de nieve, que cuelgan bajas
en el cielo, por lo que la probabilidad de que el sol penetre en ellas
es escasa. Atlas suspira contra mí, mis manos acarician
suavemente su espalda, pequeñas bocanadas de aliento caliente
me hacen cosquillas en los cabellos enredados alrededor de la
garganta y los hombros, pero me alivia un poco la opresión en el
pecho saber que no tiene frío.
Los ojos desiguales de Atlas están abiertos, se estira y me roza la
mejilla con sus deditos. Parpadeo y una pequeña sonrisa se dibuja
en su boca, una media sonrisa aprendida de su padre.

—¿Estás bien, mami? —me pregunta en un susurro suave, una


lágrima resbala por mi mejilla, él la ve rodar por mi rostro antes
de que su pulgar la limpie, esparciéndola por mi mandíbula.

Se acurruca más cerca de mi pecho, con las manos y los pies


recogidos, como si intentara acercarse lo máximo posible sin
abrirse paso dentro de mí.

—Mami está bien —le digo en voz baja, con un ardor en el fondo
de los ojos.

Los Blackwell no mienten.

Es una frase que llevo grabada en el alma.

Pero las madres a veces deben mentir a sus hijos.

Eso me dijo papá cuando Atlas me preguntó qué trabajo hacían


papá y mamá en el sótano y yo no sabía qué contestar.

Atlas se retuerce ligeramente en mis brazos, empujándome el


pecho, y yo aflojo mi agarre sobre él, con pequeñas líneas rojas de
mi camiseta impresas en un lado de su rostro. Observo cómo se
levanta sobre sus pies en calcetines, la tela a rayas oculta en el
lecho de heno. Se baja el pijama, se endereza, empuja los
hombros, se estira hacia adelante, ofreciéndome su mano.

Me pongo de rodillas primero, con la espalda fría y rígida, y un


escalofrío me recorre el cuerpo cuando me levanto y tomo su
mano entre las mías. Ambos palmeamos el costado de Lady
mientras salimos de su establo y colocamos el cerrojo en su sitio.
Atlas y yo caminamos por la espesa capa de nieve, uno al lado del
otro. Imagino el cielo iluminándose a lo lejos, pero los rayos del sol
siguen ocultos tras gruesas nubes grises, envolviéndonos en la
oscuridad. El cielo está tan bajo que parece que si me pusiera de
puntillas podría tocarlo.

Levanto a Atlas por encima de los tres escalones helados, lo coloco


en el último y empujando la puerta de la cocina que se encuentra
cerrada, y entra corriendo. Mi piel fría y húmeda se pega
dolorosamente al hielo mientras subo los resbaladizos escalones,
me castañean los dientes y siento punzadas en la piel cuando el
calor de la casa sale por la puerta abierta. Cuando entro y cierro
la puerta tras de mí, mis ojos se posan en Arrow, sentado en la
oscuridad al otro lado de la mesa, con una taza humeante en las
manos. Me ofrece una sonrisa triste y dejo caer mis lágrimas.
Capítulo Siete

El sol está tapado por las nubes de nieve más allá de la vidriera
que da a la escalera, escondiéndose del horror del día, un poco
como me gustaría poder hacerlo a mí.

Nunca antes, no había sabido qué hacer.

No creo que...

Tengo que tener un cierto control, los horarios, las herramientas,


los días, las personas, todas esas cosas tienen que estar bien,
cualquier cosa que altere eso hace que me duela el cerebro y
tiendo a irritarme.

Pero no pierdo los estribos a menudo, esa banda elástica


impenetrable y resistente que llevo dentro no se rompería por
nadie. Y entonces conocí a mi Gracie. Y entonces ella tuvo a mis
bebés. Y eso lo cambió todo. Pensar que uno de ellos está en
peligro o herido, enfermo, triste, lesionado, o cualquier otra cosa,
me provoca una ira que parece salir de mí como un demonio con
lengua afilada, escupiendo ácido, masticando veneno, rechinando
sus fauces humeantes.

Pero la ira no puede arreglar lo que le pasa a la mujer que es todo


mi corazón.

Siento que falta una parte de mí.

Roto.

Algo va muy mal.

Lo sabía.
¿Por qué no hice nada al respecto?

Me tomo mi tiempo para caminar por el largo pasillo hasta


nuestro dormitorio, en la última planta de la casa, donde mi
hermano pequeño la volvió a meter en la cama a mi lado pasadas
las cinco de la mañana. Me duele el pecho, lo que me obliga a
detenerme, con una mano golpeando la pared y las piernas
demasiado débiles para continuar. Hundo la cabeza, aprieto los
ojos y respiro hondo, con las fosas nasales dilatadas. ¿Cómo no
me di cuenta de que se había ido? ¿Por qué no me desperté? ¿Por
qué no sentí su pánico? ¿Percibirlo?

Últimamente duermo mucho, agotado, me cuesta incluso abrir los


ojos algunos días, y los dolores de cabeza son intensos, como un
arañazo en el interior de las sienes. Me siento como si anduviera
en trance la mitad del día antes de poder despertarme por
completo.

Paso la mano libre por mi cabello y me aprieto la nuca, con la


tensión enroscada bajo la piel. Obligo a mis hombros a relajarse,
resoplo un par de veces y recupero la compostura.

Por ella.

El dormitorio está vacío, con suficiente luz exterior que se filtra


por la ventana. La puerta se cierra a mi espalda y me adentro. Mis
pies descalzos se detienen, veo la ropa de cama desarreglada, pero
la cama vacía, mis ojos recorren la habitación en busca de sus
rincones favoritos para sentarse. La silla junto a la ventana,
inclinada hacia la vista, el pequeño espacio entre la mesa auxiliar
y el vidrio, donde a menudo se apretuja para acercarse al bosque.
Todo vacío.

Un recuerdo parpadea en mi mente en este momento. Su segundo


o tercer día aquí. La habitación a oscuras, los dos sentados en el
suelo junto a la ventana, la lluvia golpeando la ventana. Ella no
me miraba. Era... frustrante. Una marca roja en su pálida mejilla.
Le pregunté quién le había hecho daño. Nunca la había oído
hablar. Quería desesperadamente oír su voz. Y cuando finalmente
lo hice, mis ojos prácticamente rodaron en la parte posterior de mi
cráneo. La primera palabra que salió de esos labios regordetes y
pecaminosos fue mi nombre.
Mi puto nombre.

Estoy seguro de que fue en ese momento cuando lo supe. La


obsesión tiró de mi corazón, de mi mente, de mi alma.
Enredándose con la de ella.

Pensé que quería hacerle daño.

Pensé que quería destruirla.

Pero las cosas cambiaron.

Ella me destruyó.

De la mejor puta manera posible.

—¿Gracie? —Llamo suavemente, arrullando, como hacemos con


mi bebé Roscoe, aunque, no sé por qué, ese niño sólo tiene seis
meses y ya es un jodido matón.

Vuelvo a pensar en aquella noche, cuando le dije que le había


hecho daño, que quería hacérselo, y ella me contestó “todo el
mundo me hace daño”.

Incluso ahora se me acelera el pulso. La rabia me crispa la nariz y


entrecierro los ojos.

Cuando me dirijo al baño, con la puerta entreabierta, camino


sobre agua. Me detengo de golpe, las alfombras colocadas sobre la
madera, empapadas completamente, oigo el agua, que sigue
corriendo, a pesar de que el agua inunda el suelo. Levanto la
mirada, la puerta del baño oculta lo que hay más allá y el corazón
me late tan fuerte en el pecho que creo que me va a estallar. Me
precipito hacia adelante, con una mano golpeando la madera y la
puerta se golpea contra el nivel del agua, que salpica gotas en
forma de arco.

Gracie está sentada en la bañera rebosante. Tiene las rodillas


nudosas apretadas contra el pecho y los brazos delgados
enrollados alrededor de ellas. Las manos apretadas alrededor de
los codos, el rostro girado hacia la pared opuesta, la mejilla
apoyada sobre las rodillas recogidas. Sus cabellos dorados flotan
en el agua cuando la corriente de los grifos los lleva hasta la mitad
sobre el borde de la bañera.

Camino por el agua, con una mano agarrada al borde de la


bañera, me acerco y cierro cada grifo, ella de espaldas a mí. El
agua está a muy baja temperatura, apenas tibia, al borde del frío,
lo que quedaba del agua caliente en la casa es probablemente la
misma agua que empapa el suelo de nuestro dormitorio.

Me tomo mi tiempo, con el corazón retumbándome en el pecho, y


avanzo a través del agua hasta el otro lado de la bañera, hacia
donde ella mira. El golpeteo de mi piel contra el agua resuena en
el pequeño espacio. Me detengo frente a ella, con sus hermosos
ojos cerrados y las lágrimas cayendo por su rostro, parece un
ángel, tranquila, delicada... torturada. Y me corta por dentro como
un cuchillo físico.

—Bebecita.

—Hunter —me dice, con ese suave susurro, su tono apacible, todo
en ella tan hermosamente frágil.

Caigo de rodillas junto a la bañera, el agua fría empapa mis


joggers, los dedos de ambas manos se curvan sobre el borde. Y me
doy cuenta, mientras el agua empapa mi ropa y las lágrimas
recorren su hermoso rostro, de que el cuarto de baño no sólo está
inundado de agua, sino también de pena, de dolor, es tanta que
uno podría ahogarse en ella.

Me ahogaría contigo, hermosa chica.

Levanto la mano despacio, apartando el cabello mojado de su


rostro inocente. Recojo sus lágrimas en mi piel, intentando robarle
su dolor, su tormento, tomarlo para mí, destruirlo por ella. Lo que
no se ve. Los pensamientos que atormentan su mente. Las cosas
que la asustan. Sean lo que sean, las quiero.

Haría cualquier cosa por ella.

—Me encontraste —susurra, con la voz quebrada y sonando tan,


tan cansada.

Me trago el nudo que tengo en la garganta.


—Siempre te encontraré en la oscuridad, Gracie —murmuro
mientras acaricio su rostro con mi mano, con las mejillas
sonrojadas a pesar del agua fría en la que está sumergida.

—Siento lo del agua —su voz tiembla con esas palabras, mis
labios se abren para regañarla por disculparse, pero ella me
interrumpe—. Pude verla en el reflejo y luego no pude hacerlo.

Frunzo el ceño y las cejas.

—¿Hacer qué?

—Cerrar los grifos.

Asiento para mis adentros, mis facciones se suavizan un


fragmento, una explicación tan sencilla.

Mis dedos acarician su rostro, sobre su nuca, sus ojos aún


cerrados, las lágrimas aún goteando de su barbilla, las gotas
saladas corriendo por su rodilla. Creo que ya sé lo que me va a
decir a continuación, no quiero que se asuste cuando se lo
pregunte.

Está sentimental, tres embarazos en poco más de cinco años, es


algo enorme, lo sé, permití que nos descontroláramos. Me gusta
dejarla embarazada, me encanta que esté embarazada, a ella le
encanta estar embarazada igualmente. Ella es jodidamente
perfecta para mí. Pero sé que no es así. Se supone que debería
estar cuidando de ella. Es tan joven y nos dejamos llevar y pierdo
la puta cabeza con ella. No es una excusa, es sólo la verdad.

Estoy seguro de que el aumento de las hormonas del embarazo no


ha ayudado, todos esos pensamientos y sentimientos
amontonados sin ningún lugar a donde ir.

Porque Gracie no habla.

Ni siquiera necesitamos palabras entre nosotros porque nos


leemos jodidamente bien.

Pero eso me relaja, me vuelve perezoso, debería presionar más


para que hablara aunque sólo fuera para ayudarla a liberarse de
las cosas que la atormentan.
Están pasando tantas cosas en este momento que es difícil
encontrar un equilibrio.

Y luego están las otras cosas, las pequeñas tonterías que hace,
como no saber decirle a Atlas que no, y que nadie quiera hablar
con ella de eso, porque es Gracie y la amamos. Le dará a nuestro
hijo mayor lo que quiera porque lo ama. Y es así de simple para
ella. No importa que le diga que no a un segundo tazón de los
azucarados cereales del desayuno, o que le exija que se lave los
dientes aunque tenga una rabieta. Ella siempre lo consentirá, y él
no se aprovecha de eso, porque no sabe que es diferente. Porque
tiene cuatro años y medio y siempre ha sido así. Pero no se
supone que sea así.

Pero no puedo decirle que pare. Ni siquiera quiero. Sólo quiero que
sea madre como carajo quiera, porque a pesar de todas estas
cosas, ella es perfecta. La madre perfecta, la compañera perfecta,
el ajuste perfecto para mí. Para nosotros. Nuestra familia es
jodidamente hermosa, y todo se debe a ella.

Tengo el mismo problema que ella. Porque parece que yo tampoco


puedo decir que no. No puedo decirle que no. No puedo negarle
nada. Especialmente cuando probablemente debería.
Simplemente... no puedo.

Y ella ha estado... triste. No me dice por qué, tal vez ni siquiera lo


sabe. Y he estado consolándola todo lo que he podido, pero con el
trabajo en el sótano y tratando de dividir mi tiempo con papá y
mis hermanos, nuestros tres hijos. Estoy exhausto. Y sé que
necesito estar más con ella.

Necesito hacerlo mejor.

No puedo creer que no me despertara anoche cuando se levantó,


sacó a nuestro hijo a la nieve...

Sé que está agotada, la lactancia, duerme intranquila, algunos


días prácticamente tengo que meterle comida en la boca a la
fuerza. No sé cómo ayudar, qué hacer, cómo arreglar esto.
Nosotros.

Por eso tenemos a esa maldita mujer en casa, la niñera.


Se supone que debe ayudar.

—No pasa nada, Gracie —acaricio su espalda, bajo el agua tibia,


sobre las pequeñas protuberancias de su columna vertebral bajo
su melena dorada, su piel tan jodidamente suave contra mis
dedos ásperos.

Nos quedamos un rato así, con los ojos cerrados, las lágrimas se
detienen, mi mano calmándola, acariciando sus cabellos, su piel,
su rostro.

—Abre los ojos para mí, hermosa chica —es una orden suave,
pero una orden de todas formas.

Esas pestañas largas y húmedas se abren lentamente, sus ojos


desiguales se entrecierran con la intensidad de la luz. Frunzo el
ceño y me pongo en pie al instante. Camino a través del agua y
apago la luz, sumiéndonos en la oscuridad. A través de la puerta
abierta del cuarto de baño entra un poco de luz procedente de la
enorme ventana de nuestro dormitorio, pero sigue estando oscuro.
Relaja los ojos, saca la lengua rosada, se la pasa por el labio
inferior y luego por el superior. Meto la mano en la bañera llena y
entrelazo mis dedos con los suyos.

—¿Por qué has hecho eso? —susurra con los ojos clavados en los
míos.

Me lamo el labio, me apoyo en las rodillas, la insto a girarse un


poco para que me mire de frente y me preste toda su atención. La
barbilla apoyada en las rodillas, los mechones dorados cubriendo
su pequeño cuerpo encorvado.

—Estamos a salvo en la oscuridad, ¿verdad, nena?

Me mira fijamente durante un largo rato, y entonces sus ojos se


cierran, un sollozo le sube por la garganta, asiente, un movimiento
mínimo, y llora. Todo su cuerpo tiembla, los sollozos la sacuden,
el sonido me rompe y me encuentro conteniendo un sonido
ahogado. Me inclino hacia adelante sobre las rodillas,
presionándola, agarro su rostro entre mis manos, ahuecando sus
mejillas, limpiando con los pulgares sus lágrimas, que caen como
lluvia por su cara.
—He asustado a Atlas —jadea, con esa voz fracturada y torturada
que me golpea como un cuchillo en el pecho.

—No lo asustaste.

—Lo hice, yo...

—No lo hiciste. —Mis palabras son más fuertes, más


contundentes, no admiten discusión porque son ciertas.

Parpadea abriendo esos preciosos ojos, uno de un cálido color


avellana, el otro de un azul glacial, todos abiertos, acuosos y
esperanzados.

—¿No? —parpadea con fuerza, tragando saliva.

Masajeo sus cabellos con los dedos y tiro de ella para acercarla.
Sus manos vuelan hacia el borde de la bañera cuando tiro
bruscamente de ella.

—Le ha contado a todo el mundo que se quedaron a dormir con


Lady y que fue, en sus palabras, “lo mejor de la vida”. —Levanto
una ceja, recordándole en silencio que los Blackwell no mienten.

Gracie asiente lenta y suavemente, con la cabeza entre mis


manos. Me relamo los labios, preparándome, intentando pensar lo
que voy a decir, cómo voy a reaccionar ante la respuesta que me
va a dar.

—Gracie —intenta bajar la cabeza al instante, pero le doy un


ligero toque—, nu-uh, enséñame esos ojos tan bonitos, Bebecita.
—Lo hace, siempre obediente, algo de lo que nunca me
aprovecharé—. ¿A quién has visto en el reflejo? —Sus ojos se
cierran con fuerza, la respiración cautiva en sus pulmones, antes
de exhalar el aliento más débil—. ¿Era la misma persona que te
asustó anoche? Eso fue lo que pasó, ¿verdad? ¿Viste a alguien?

Mis palabras son tan jodidamente lentas, pausadas, no quiero


asustarla y que guarde algún secreto para mí. Pero la he visto
mirar a lo lejos, la forma en que se pone rígida ante cosas que no
están ahí. Cerrando los ojos, conteniendo la respiración.
Busqué psicosis postnatal, me cagué de miedo con lo que encontré
y enseguida borré mi historial de búsqueda. Pero ella ya tiene
problemas, traumas, estrés postraumático, ya le pasan tantas
cosas por la cabeza, que pensé que no necesitaba hacer nada,
creyéndome suficiente, para mejorarla. Y ella no es normal, yo no
soy jodidamente normal, somos diferentes, ella no puede ver a un
terapeuta. Esta es la vida que vives, los sacrificios que haces,
cuando trabajas para el submundo criminal.

—Puedes contármelo, Gracie. —Una pequeña respiración


temblorosa se escapa de sus labios mientras me inclino, mi boca
se cierne sobre la suya—. Te protegeré.

Sus ojos parpadean delante de los míos y me pregunto qué ve,


aparte de sinceridad, ¿qué le muestro? ¿Ve mi alma? ¿Ve cómo
sólo se ilumina para ella?

Se lame los labios, mi mirada se posa en su boca, sus carnosos


labios rosas brillan incluso con poca luz.

Tenebris, nuestro lugar seguro.

—Madre. —Exhala la palabra como una maldición, como si fuera


un veneno infectando su cerebro, algo asqueroso y acre
manchando su sangre.

Levanto los ojos y los clavo en los suyos, con un anhelo tan
profundo que me parte el corazón en dos. Trago saliva, me lamo
los labios y mantengo mi mano suave sobre su rostro.

—¿Cuándo la ves? —Susurro la pregunta, el agua sigue cayendo


sobre el borde de la porcelana de vez en cuando, un goteo
constante sobre el suelo inundado bajo mis rodillas.

—Todo el tiempo —susurra ella—. Y ella... está toda... mal, y me


dice que me vaya, y que esta es su casa y... —se atraganta con un
sollozo—. Dijo que Atlas era una sanguijuela.

—Oh, Bebecita —me arden los ojos y respiro profundamente por la


nariz.

Tantos pensamientos pasan por mi cabeza, su madre no está


rondando nuestra casa. Está rondando la cabeza de Gracie. Pero
las cosas que dice, ¿son una proyección de cómo se siente
realmente mi chica? Una manifestación de miedos e
incomodidades, preocupaciones, tensiones.

—Sin embargo, no crees que lo sea, ¿verdad, Gracie? —Es una


pregunta a medias, porque ese es mi miedo, ¿se arrepiente de
nuestros hijos?

¿Se arrepiente de mí?

Todas las cosas oscuras y retorcidas a las que la he expuesto por


ser mía...

Hicimos todo esto demasiado pronto. Ya lo sé. Estaba embarazada


a las seis semanas de mudarnos juntos. Eso es culpa mía. Virgen
o no virgen, sé lo que es un puto condón. Puedo ser responsable.
Pero no lo soy. Algo dentro de mí se rompe cuando la miro. El
autocontrol sale por la ventana como un avión de papel atrapado
por la brisa y me vuelvo salvaje.

Mi deseo y mi amor por ella son una combinación peligrosa.

Somos tóxicos.

Somos incorrectos.

Pero la forma en que nos amamos es cualquier cosa menos eso.

—Amo a Atlas —dice ella, una verdad simple pero sincera.

—Gracie, ¿tú...? —Me muerdo el labio, pensando en cómo


formular mi pregunta—. ¿Ves algo más?

Ella sacude la cabeza todo lo que puede entre mis manos, su


cabeza baja ligeramente, me mira a través de oscuras y húmedas
pestañas, apretando su labio inferior entre los dientes.

—¿Me estás diciendo una mentira?

Levanto la barbilla, me acerco un poco más, mis labios acarician


un beso en su mejilla húmeda, mordisqueando su piel.

—¿Qué más ves, Gracie?


No la miro, mantengo su mejilla a ras de la mía. A veces el
contacto visual sigue siendo demasiado para ella y no pasa nada.
No tiene por qué sentirse incómoda por mí.

Permanecemos en silencio, con la respiración entrecortada. Le


rodeo la espalda con un brazo, bajo el agua, con una mano en la
mejilla opuesta.

—Nuestros bebés muertos en sus camas.

Cierro los ojos y me esfuerzo por controlar la reacción de mi


cuerpo, pero ella se pone rígida en mi abrazo, siente la ligera
tensión que hay en mí. Intenta apartarse y yo... no puedo
permitirlo. Me lanzo hacia arriba, el agua salpica bajo mis pies,
me meto en la bañera llena, la tomo en mis brazos y la arrastro
hasta mi regazo. El agua salpica por los lados y se acumula en el
suelo. Me estremezco al instante, el agua está insoportablemente
fría y ella lleva sentada allí quién sabe cuánto tiempo.

El agua empapa lo que queda de mi ropa seca, su cuerpo desnudo


y tembloroso entre mis brazos, ella apoya su mejilla en el hueco de
mi garganta, un lado de mi rostro descansa sobre la parte
superior de su cabeza.

—Sabes que nunca dejaría que les pasara nada a nuestros


chicos —digo en voz baja.

—Lo sé, es sólo que a veces es lo que veo —susurra.

—¿Es sólo por la noche?

—Sí.

—Entonces quiero que me despiertes, ¿está bien? Siempre, cada


vez que veas algo, quiero que me agarres, que grites por mí, que
me sacudas, que me acerques a ti, ¿de acuerdo? Para que ambos
podamos ver que están a salvo. —Es lo único que se me ocurre
sugerir, no puedo hacer que deje de ver cosas sólo porque le diga
que no es real.

—Está bien —traga saliva, asintiendo contra mí— puedo hacerlo.


—Te amo tanto, Gracie. —Las palabras son tan ciertas, tan
crudas, tan vulnerables—. Lo eres todo para mí. No soy nada sin
ti, mi hermosa, hermosa chica. He estado muy ocupado y eso no
es justo para ti, pero voy a estar más aquí para ti, a estar más
presente, ¿crees que eso podría ayudar un poco?

Su respiración viene en jadeos cortos, su cálido aliento en la parte


inferior de mi rostro, donde ella gira ligeramente la cara hacia
arriba, yo me aparto de la parte superior de su cabeza, dejándola
que me mire con esos amplios ojos desiguales. Me inclino hacia
abajo y su cuello se arquea para encontrarse conmigo. Nuestros
labios casi se tocan, pero no del todo.

—Te echo de menos, Hunter.

—Estoy aquí, nena, y aquí es exactamente donde quiero estar,


donde siempre voy a estar. Somos tú y yo juntos. Siempre y para
siempre.
Capítulo Ocho

Han pasado unos días desde la última vez que vi a mi madre.


También he dormido un poco mejor, desde que Raine me frotó un
hisopo en la mejilla y lo envió para la prueba de ADN. Nunca he
pensado realmente en mi padre biológico. Nunca pasé tiempo
preguntándome dónde estaba, quién era, qué hice para que me
odiara tanto cuando era sólo una bebé.

Nunca he mirado a ninguno de mis hijos y he sentido otra cosa


que amor. Creo que puede ser algo incluso más fuerte que eso, lo
que siento por ellos. No sé si hay una palabra para eso, pero me
aseguraré de preguntarle a Thorne la próxima vez que lo vea. Si
existiera, sería él quien lo sabría, se le dan muy bien los
crucigramas.

Unas palabras amortiguadas llegan a mis oídos y me pongo rígida,


con los ojos fijos en el paisaje, los hombros tensos, e intento
averiguar qué es lo que estoy oyendo. No suena como madre y
respiro un poco más tranquila, pero entonces giro ligeramente la
cabeza y escucho la voz apagada en el pasillo.

—Te he dicho... no... ¡No! Tienes que esperar...

Frunzo el ceño, parpadeo y la voz se detiene, se apaga.

No es real, déjalo ir.

Retiro la cáscara de zanahoria de la tabla de madera y la arrojo al


cubo de la basura; el sonido del gran cuchillo de trinchar es
extrañamente relajante al deslizarse sobre la madera lisa. Cierro la
tapa de plástico del cubo y vuelvo a colocar la tabla sobre la
encimera, con el cuchillo encima. Lleno el fregadero de cobre con
agua caliente y jabón, me enjuago las manos y miro hacia arriba,
a la ventana que da al bosque. Hay oscuridad entre los árboles,
un túnel sombrío entre los gruesos troncos, a pesar de que el
mundo a su alrededor es blanco y brillante, espeso y reluciente de
nieve. Sigue cayendo del cielo. Las densas nubes cuelgan tan bajo
que es un milagro cómo los hombres de esta casa no tienen que
agacharse bajo ellas.

—¡Maaaaaaaaaaammi! —chilla River desde el vestíbulo, con la voz


alegre y los pies golpeando la madera en dirección a la cocina.

Tengo ganas de sonreír y cierro los ojos con fuerza mientras sus
pasos se acercan, aferrándome desesperadamente a la sensación
de alegría, pero no consigo hacerlo a tiempo cuando su cuerpecito
choca contra mis piernas.

La fuerza del golpe me desequilibra y golpea mis caderas contra el


lavabo. Con los dedos enroscados en el borde, me enderezo y me
estiro sobre la encimera para agarrar el paño de cocina. Me limpio
las manos y River se interpone entre mis espinillas y el armario
que hay bajo las puertas del fregadero. Sus manos se aferran a
mis piernas y sus dedos calientes y sudorosos desgarran la fina
tela de mis medias. Entierra su rostro entre mis rodillas, mirando
a través de mis piernas hacia el arco de la cocina. Una de mis
manos se posa en su cabeza y volteo la mía por encima del
hombro justo a tiempo para ver a Atlas entrar a toda velocidad en
la habitación.

—¡Te encontré! —grita con regocijo, saltando en el aire mientras


River chilla con una risita aguda, los perros tumbados bajo la
mesa de la cocina se mueven, gruñendo por el ruido.

Sonrío entonces, la curva de mis labios surge con naturalidad.

—¡Mamá, tienes que moverte, tengo que atraparlo! ¡Yo soy el


cazador!

Aprieto los labios, se encrespan entre mis dientes, dejo caer la


mirada, una pequeña risa en mi lengua ante eso.
—¡Noooo! ¡Mamá! —River grita con una risita estridente,
presionando su boca húmeda contra mi rodilla, sus manos
apretándome más fuerte.

Como si me necesitara.

Se me calienta el corazón, mi mano acaricia la parte superior de la


cabeza de River, él me mira, donde yo miro hacia abajo, una gran
sonrisa de dientes en su rostro, para mí.

—¡Chicos!

El sonido estridente, demasiado alto, hace que mi cuerpo se tense,


me doy la vuelta para mirar hacia la entrada de la cocina,
manteniendo a River detrás de mí, retrocedo un poco hacia él,
atrapándolo contra la puerta del armario. Me agarra con más
fuerza, haciendo chirriar el material elástico de mis medias
negras.

Ella entra en el arco de la cocina y se queda quieta, sus ojos se


apartan de los míos y se dirigen a los chicos, ignorándome por
completo, lo que hace que mis entrañas se tensen aún más.
Empieza a hablar con Atlas, que sigue mirando a su hermano
como un depredador. River me da un beso descuidado en la parte
de atrás de la pierna, un beso húmedo y babeante. Le están
saliendo los dientes, creo que le están saliendo las muelas de
atrás, así que no para de chupar y morder cosas.

La miro fijamente.

La niñera.

Rachel.

—Mamá —dice Atlas, ignorando su presencia— ¿me das uno de


esos quesitos, por favor? —me pregunta con las manos
entrelazadas delante de él, con los ojos desviados entre su
hermano, que se esconde detrás de mis piernas, y yo.

—Sí —digo en voz baja, observando cómo se acerca a la nevera, se


pone de puntillas, da un tirón a la puerta, mete la mano a ciegas
en uno de los cajones y saca la pequeña barra de queso.
—Graci...

Rachel le arrebata el queso de su puño, interrumpiéndolo, y se


agacha ante él, demasiado cerca para mi gusto y mis ojos se
entrecierran, pero Atlas se mantiene firme.

—Ya casi es la hora de cenar —lo regaña, se vuelve a poner en pie,


abre la nevera, vuelve a dejar el queso dentro, en el cajón
equivocado, y luego se vuelve, sonriéndome, no parece una sonrisa
agradable.

Es mayor que yo. Más alta. Tiene la cintura fina y el culo redondo,
los tetas grandes y siempre erguidas bajo las camisetas ajustadas,
los jeans pegados a sus piernas torneadas. Su cabello es oscuro y
brillante, sus ojos azules son oscuros como zafiros, a juego. Es
muy linda.

Miro mi vestido negro, ajustado por arriba y acampanado por


abajo, que me llega justo por encima de las rodillas, y debajo llevo
una camisa blanca de manga larga. Abotonada hasta arriba, con
volantes alrededor del cuello y un enorme cárdigan blanca encima.
No se aprecia nada de mí por debajo.

Me doy la vuelta y un rubor furioso me sube por el pecho. Su voz


es como un clavo que me raspa el interior del cráneo. La ignoro
mientras habla con Atlas, tratando de tolerarla, eso es lo que
Thorne intentó aconsejarme, diciéndome que estaba a salvo, que
me acostumbraría a ella con el tiempo.

River sigue aferrado a mi pierna, me arrastro hacia la tabla de


cortar, vuelvo a tomar el cuchillo con la mano derecha y agarro
una patata pelada, la dejo sobre la madera y la parto por la mitad,
luego corto cada mitad en cuartos. Las recojo y las dejo caer en el
sartén vacío. Repito el proceso hasta que siento que River me
aprieta las piernas, con los dedos enroscados en las medias, y de
pronto ya no están.

De su garganta brota un aullido, fuerte y ensordecedor, que alerta


a los perros de su angustia, cuyos cuerpos chocan contra las
sillas de madera, una de las cuales cae estrepitosamente al suelo
de piedra al salir corriendo por debajo de la mesa. Me doy la
vuelta y miro a Rachel, que tiene a River en brazos a unos treinta
centímetros de mí. Miro a Atlas, con la boquita ligeramente
abierta, los perros delante de él, separándolo de la niñera.

—Vamos a la otra habitación, River, no a una mazmorra —se ríe


entre dientes, el sonido me hace apretar los dientes.

Doy un paso adelante, cerrando el espacio entre nosotros, con mi


hijo lloriqueando en sus brazos, sollozando, donde hace menos de
un minuto estaba feliz y reía. Cuando por fin se digna a mirarme,
sus ojos se abren completamente, se le va el color del rostro, da
un paso atrás y mis pies acortan la distancia al instante. Pies
contra pies.

Siento calor, el corazón me retumba en el pecho, una punzada de


frío se desliza lentamente por mi espina dorsal como un hilo de
agua helada, mis dedos aprietan el cuchillo. Es entonces cuando
me doy cuenta del motivo por el que retrocede. Ladeo la cabeza
hacia ella, sus pies la siguen llevando hacia atrás, con mi hijo en
brazos. Respiro despacio, los pulmones se me llenan, siento un
cosquilleo en la piel, me relamo los labios. Tengo el cuchillo a mi
lado, su espalda choca contra la pared junto a la entrada de la
cocina.

Traga saliva, estoy demasiado cerca para que se me escape. Mi


cabeza se inclina y veo cómo crecen sus pupilas, cómo el negro se
funde con el azul, cómo se arremolina en un mar de miedo. Una
emoción me recorre, algo enfermizo, violento. Pienso en clavarle el
cuchillo en el cuello, probablemente lo atravesaría, la punta
chocaría contra la pared. Podría inmovilizarla aquí, sacar a mis
hijos a jugar en la nieve.

Hunter llegará pronto a casa, es viernes, todos los chicos tienen


trabajo con papá los viernes, pero siempre vuelven pronto para la
cena familiar. Yo me quedo en casa con Rosie y mis hijos. Rosie se
ha ido a la ciudad; no teníamos suficiente carne para los pasteles
que estábamos preparando, he acostado a Roscoe hace una hora,
lo que me recuerda que tengo que ir a despertarlo.

Rachel vuelve a tragar saliva, con el pulso palpitando


agresivamente a un lado de la garganta, lo que me da ganas de
sonreír y confianza para mirarla a los ojos.
—Pásame a mi hijo, por favor.

La puerta principal se abre, más de un par de pasos retumban en


el vestíbulo, pero no dejo que eso me distraiga, ni siquiera cuando
empiezan a acercarse.

Con manos temblorosas, da la vuelta a mi hijo para que esté


frente a mí, con sus grandes ojos marrones abiertos y húmedos,
las mejillas rojas y manchadas, lo que aumenta aún más mi
irritación. Rodeo su cintura con el brazo y apoyo sus nalgas en el
pliegue de mi codo; él me rodea el cuello con los brazos y yo lo
atraigo hacia mí. Sus sollozos se convierten al instante en jadeos,
pero su corazón late con fuerza contra mí, y siento que se me
estremecen las entrañas.

Mi mirada parpadea entre sus ojos, tengo que levantar la vista


hacia ella porque es mucho más alta que yo, pero, en este
momento, siento que yo soy la más alta, yo tengo el poder. Con
cuchillo o sin él.

Una sombra se detiene en el arco, Arrow, luego otra, Papá.

Los veo en mi periferia, pero no los miro, manteniendo mis ojos


fijos en ella.

—No me arrebates a mi hijo —digo en voz baja—. Jamás. —Dejo


que mis palabras calen durante unos largos segundos y luego me
vuelvo hacia mis patatas.
Capítulo Nueve

Sus ojos no son azules.

Es lo primero que me llama la atención cuando miro una


fotografía de mi padre biológico confirmado. Hunter no estaba
muy contento con los resultados, pero como decía papá, no se
puede cambiar la sangre.

El hombre parece viejo, tiene la piel arrugada, el cabello


desgreñado y canoso, y sus ojos son, de hecho, de un marrón
turbio, en lugar del azul hielo que yo esperaba. Se parecen a los
muchos globos oculares sin vida que he sacado de los rostros en
nuestra sala de trabajo especial debajo de la casa. En esta foto no
sonríe, no es más grande que mi mano, y sólo es de pecho para
arriba, la esquina está doblada por un lado, y me fijo más en la
línea blanca del pliegue que en el hombre sobre el papel gastado y
brillante.

Arrow dijo que podría sentir algo al mirarlo. Que tal vez sentiría
algo familiar, una sensación de pertenencia, que algo dentro de mí
podría sentir calor. Pero cuando miro esta foto, al hombre en la
foto, me hace contener la respiración, mis entrañas se revuelven
de rabia. El calor me invade, pero no de la forma que Raine
sugirió.

Desvío la mirada hacia la izquierda, donde estoy sentada frente a


papá en la sala de estar de su suite del piso de arriba, el lugar que
ocupaba su abrecartas, está ocupado por otro diferente. Este es de
plata, con el mango curvado y hojas grabadas en el brillante
metal.
Puedo sentir el peso del antiguo, un cuchillo de oro macizo, en mi
puño, con cuánta facilidad lo usé para la violencia.

Pensé que estaba muerta.

Con los ojos vidriosos, finalmente parpadeo, mi oído vuelve con un


zumbido bajo. Coloco suavemente los dedos sobre el rostro del
hombre de la fotografía, empujándola de nuevo sobre el escritorio
de papá.

—¿Grace?

La habitación está caliente, el fuego cruje y crepita, mis dedos se


cierran en puños, las uñas cortas y afiladas se clavan en mis
palmas húmedas. Siento que el sudor se me acumula en el
nacimiento del cabello, en la frente, en la nuca, y se me erizan los
vellos de los brazos cuando miro hacia el lugar donde ocurrió.

La alfombra crema ha sido sustituida por una verde intenso, me


recuerda al bosque, mi lugar seguro, pero aún puedo ver el charco
rojo que se extendía donde yacía mi madre. Tantos agujeros en la
parte superior de su cuerpo, sangre rezumando y filtrándose.
Siento su residuo pegajoso contra mi piel, los lugares que salpicó
cuando enterré mi arma dentro de ella. Apuñalando piel, tejido y
grasa, venas y arterias, una y otra vez.

Levanto los dedos distraídamente, limpiándome la mejilla, y los


aparto, están limpios de rojo. Me miro las puntas de los dedos,
pienso en ellas bañadas en carmesí, deslizo la otra mano por el
pecho, donde mi corazón martillea, oigo mi sangre retumbar en
mis oídos. Las puntas cobran vida en mi pecho y entonces me
encuentro fuera de mi silla. De pie en el mismo sitio. Mis ojos
perforan la alfombra nueva, pero aún puedo ver el color crema, la
sangre, el cuerpo.

Madre.

Una mano me toca el hombro y me sobresalto. Salto tan fuerte


que el corazón me traquetea dentro del pecho, retumbando y
golpeando mi caja torácica, tratando desesperadamente de
escapar.
—Grace —las manos grandes y cálidas sobre mis hombros me
hacen girar, parpadeo con fuerza, con la vista nublada y tensa.

Me llevo la palma de la mano al rostro, la presiono firmemente


contra mis ojos y los cierro con fuerza. Todo está nublado.

—Grace —papá me pasa un dedo por debajo de la barbilla. Con la


otra mano me rodea la muñeca y me aparta suavemente la mano
del rostro.

Me levanta la cabeza, mis ojos se abren y miro los suyos, oscuros,


cálidos y familiares. Mi barbilla tiembla, sus gruesos brazos me
rodean, arrastrándome protectoramente hacia su pecho,
mantengo los ojos abiertos, clavados en el suelo, la oreja contra su
pecho, los latidos de su corazón calmándome.

—Tu madre no era una mujer amable, Grace —retumba su voz


profunda, sus brazos no me aprietan demasiado.

—Pero te casaste con ella.

Es confuso. El contraste de caracteres en los dos. Papá es tan


cálido y reconfortante, nos ama y es amable, divertido y sonriente.
Tiene arrugas alrededor de los ojos que lo demuestran. No
entiendo por qué se casó con Madre. Era fría y malvada, con
reglas estrictas, las uñas demasiado afiladas y los puños
demasiado apretados. Me estremezco ligeramente al recordarlo.

Siento que el pecho de papá se infla debajo de mí, mis brazos se


enlazan alrededor de su cintura, él exhala un suspiro, abanicando
la parte superior de mi cabeza.

—Creo que me gustaba la idea de un nuevo comienzo, un


matrimonio. Quería una segunda oportunidad para hacerlo bien,
los chicos habían crecido y yo había estado solo mucho tiempo. Y
cuando conocí a tu madre, me pareció, bueno, creo que al
principio me sorprendió un poco su belleza, y pasé por alto todo lo
demás. Una mujer joven como ella dándome su atención, bueno,
hizo que este viejo se sintiera especial, así que apresuré las cosas.
Elegí ver sólo lo que quería, pasé por alto todo lo demás. —Se
encoge de hombros, sus manos suavemente acarician la parte
superior de mi espalda—. Fui un tonto, Grace.
Trago saliva con fuerza, apretando los brazos a su alrededor,
pensando en un matrimonio así.

Un matrimonio precipitado, todo porque una mujer bonita le


prestó atención a un hombre mayor...

Es extraño y no lo entiendo. No pretendo hacerlo. Es sólo que... es


demasiado desconcertante.

Me hace pensar en lo que Archer dijo sobre el sexo. Sexo con


alguien que ni siquiera tiene que gustarte...

Estos hombres son tan confusos.

—Pero —hace una pausa, su tono se vuelve un poco más alegre—


también hubo algunas cosas buenas —me dice en voz baja.

—¿Cuáles eran las cosas buenas? —le pregunto, con la cabeza


aún apoyada en su pecho y con el corazón en calma, mientras me
esfuerzo por pensar en una sola cosa buena que mamá pudiera
haber aportado a su relación.

—Bueno, en realidad, solo hubo una, querida chica —me abraza y


yo lo vuelvo abrazar, él retrocede un poco y me mira.

Lo miro, su cabeza llena de cabello negro ondulado, ojos oscuros


que parecen vacíos pero que transmiten una calidez que siempre
me hace sentir más feliz por dentro. Me agarra suavemente de los
brazos y me aleja de la alfombra. Inclina la cabeza hacia abajo,
con nuestros ojos fijos el uno en el otro.

—¿Qué ha sido? —vuelvo a preguntar, con una arruga formándose


entre mis cejas.

—Una hija.

Atrapo mi labio inferior entre los dientes, mis ojos se llenan de


nuevo, muerdo con fuerza mi labio, rompiendo la ya frágil piel,
pero estoy demasiado llorosa últimamente, y esto no es algo triste.
No entiendo mi propia reacción ante sus palabras. Siempre hemos
tenido una relación de amor, él es una de las mejores cosas que
me han pasado. Esta familia. Él lo creó todo. Y yo encajo aquí.

Finalmente encajo en algún lugar.


—Eres tan valiente, Grace. Hermosa, inteligente, y tú, tú eres la
mejor madre que tus hijos podrían soñar. Soy tan increíblemente
afortunado de llamarte mi hija. Y nada, ni tu madre, ni tu padre,
nadie ni nada me lo quitará jamás. Has bendecido nuestras vidas,
Grace, sólo tienes que recordarlo cada vez que te sientas insegura
o indecisa. Soy el hombre más afortunado de tener una hija como
tú. Y cuando conozcas a tu padre, sea cual sea el resultado,
siempre seré tu papá.

Me sonríe y me seca con los pulgares las lágrimas que caen.


Todavía tengo la respiración contenida, todo dentro de mí se
siente tan lleno que podría estallar, mi mirada baja, sus ojos
oscuros de repente se sienten demasiado intensos. Se ríe y me
pasa las manos por la cabeza, apartándome los cabellos sueltos
del rostro bañado en lágrimas.

—Entonces, querida hija, ¿crees que te gustaría conocer a


Michael? —me pregunta inclinando la cabeza, que capto justo
cuando levanto la mirada.

No estoy muy segura de mi respuesta, de cómo sentirme ante el


padre biológico que de repente ha decidido buscarme. Hunter no
dice nada, pero algunos días lo conozco mejor que a mí misma,
incluso cuando no comprendo el mundo de la misma manera que
parecen hacerlo los demás. Sé que Hunter no está contento con la
perspectiva de que este hombre entre en nuestras vidas. Quiere
protegerme, de cualquier cosa que pueda herirme, a nosotros. Y
este hombre podría hacerlo.

Es una gran decisión, conocer al hombre que me engendró y luego


me abandonó. Con mi madre. Hace que una burbuja de rabia
hierva dentro de mí, lo que me hace pensar que debería negarme.
Decir que no. Ignorar todo este asunto y seguir adelante. No volver
a pensar en eso. Porque como dijo Stryder, siempre será mi papá.
Y, sin embargo, a pesar de mis reservas, tengo una respuesta
automática, que mi lengua sabía antes que mi cabeza o mi
corazón, me sorprende mucho más que a papá. Como si él ya
supiera lo que yo diría. Mucho, mucho antes que yo.

—Sí.
Capítulo Diez

Expresar mi disgusto por la situación en la que me encuentro


sería inútil.

Gracie quiere conocer a su padre biológico, lo que significa que yo


conoceré a su padre biológico. Siento una opresión en el pecho, y
una ira que no consigo reprimir y que parece hervir a fuego lento
en mi pecho, empujando y punzando mi esternón, arañando
burlonamente para escapar.

Me duele la cabeza y me siento cansado, agotado, con el interior


del cráneo demasiado apretado para mi puto cerebro. Llevo unos
días tomando pastillas para la migraña como si fueran lo único
que me mantiene con vida y, por mucho que duerma, sigo
sintiéndome como una mierda quemada.

Aprieto la mano de mi chica entre las mías, los dedos


entrelazados, apoyados en el asiento central de la parte trasera del
auto que conduce Thorne, mi hermano mayor. Wolf en el asiento
del copiloto, el resto de la familia en otro auto delante de nosotros,
probablemente ya dentro del lugar de encuentro, esperando. Con
él. Sus nudillos crujen bajo mi agarre, pero ni se inmuta. En todo
caso, me devuelve el apretón con la misma fuerza, lo que a su vez
me lo pone duro.

Dios, estoy loco por esta chica.

Nos encontramos en un restaurante cerrado. Un amigo de papá


nos prestó el espacio que está exactamente a mitad de camino
entre nuestra casa y la dirección del padre de Gracie, si es que es
su dirección. Lo importante es que él no conozca nuestra
dirección. No podría encontrar nuestra casa aunque lo intentara.
La seguridad es lo más importante, y nunca llevamos extraños a
Heron Mill, bueno, ya no.

Hubo un tiempo en que celebrábamos fiestas, reuniones y cenas


en el molino, así que hay otras personas fuera de nuestro círculo
más cercano que saben dónde está, pero no desde que nacieron
nuestros hijos, y desde luego no nadie en quien no confiemos
explícitamente. Nuestro círculo sigue siendo extremadamente
pequeño.

Una cosa es poner a mi chica en una situación en la que tal vez no


pueda desenvolverse bien, pero hacerlo además en un lugar
desconocido hace que apriete tanto la mandíbula que me duelen
los dientes. Todo en mí ruge para protegerla y, para eso, necesito
eliminar todo lo que pueda hacerle daño. Físicamente,
emocionalmente, psicológicamente, sea lo que sea, y conocer a su
padre biológico, que ha salido de la nada como una especie de
parásito putrefacto, es algo de lo que quiero protegerla
desesperadamente. Pero sé que no puedo, porque,
independientemente de mis sentimientos al respecto, Gracie es lo
primero y, por la razón que sea, quiere conocerlo.

Francamente, no sé por qué no he cedido a mis bajos instintos, de


robármela, de encadenarla a la fría losa de nuestra sala de trabajo
debajo de la casa. Porque eso es lo que es ahora. Nuestra. El lugar
donde desmembramos cuerpos, rebanamos y cortamos cadáveres
y luego nos follamos unos a otros como animales salvajes en el frío
suelo de piedra.

Nuestra.

Imagino su cuerpo tendido allí, esos orbes de colores chocantes


brillando mientras me miran fijamente. En blanco y sin vida.
Hasta que mi polla entra en su coño dolorido, sus paredes
calientes y resbaladizas me tragan entero, la forma en que se
aprieta a mi alrededor mientras la empujo, forzando la vida de
nuevo en ella. Así es como empieza, luego trabajamos, y ella crea
una obra maestra macabra con la carne que le presento y luego
volvemos a follar.

Es desquiciante.
Enfermo.

Estamos enfermos.

Ella y yo.

Una cosa sucia, podrida y retorcida.

Algo oscuro nos ata y no quiero que nos suelte nunca.

Que siga arrastrándose dentro de nosotros.

Infectándonos.

Envenenándonos.

Ahogándonos.

Arruinándonos.

El auto se detiene y la mano de Gracie se convierte en piedra


dentro de la mía, con los dedos rígidos. Mi cabeza gira en su
dirección. Tiene los ojos muy abiertos, demasiado abiertos, el
miedo la inunda, es palpable, puedo saborearlo en el aire entre
nosotros, espeso, pesado y acre.

—Salgan todos del auto —ladro agresivamente, pero ninguno de


mis hermanos mayores discute, salen del auto y cierran las
puertas tras de sí.

Con la mano libre, me desabrocho el cinturón de seguridad, luego


el de ella, sacando el brazo del cinturón, con los ojos fijos en las
rodillas, sin pestañear. El auto está en silencio, el zumbido del
motor es lo único que oigo, el corazón me retumba en los oídos,
pero no es ensordecedor. Soy su ancla, ahora mismo necesito
pensar en ella y solo en ella, necesito ser la oscuridad que todo lo
consume en la que encuentra consuelo.

—Gracie —murmuro— respira para mí, Bebecita.

Engancho un dedo bajo su barbilla e inclino su rostro para que se


encuentre con el mío. Me deslizo por el asiento de modo que tengo
que levantar la pierna, doblo la rodilla para apoyarla en el cuero y
me giro hacia ella, con la espinilla contra la parte exterior de su
muslo. Tiene las rodillas juntas, la mano libre como una garra
sobre la rótula, los nudillos blanqueados, las uñas clavadas.
Suelto su rostro, me acerco, coloco mi mano sobre la suya, tiro de
ella hacia atrás y agarro sus dos manos con una de las mías, las
dos apoyadas sobre su muslo. Sigue sin mirarme, así que vuelvo a
levantar su rostro, apretando con fuerza su mandíbula, pero
parpadea y sé que la he recuperado.

—Háblame.

Pone los ojos en blanco, luego mira a los míos, uno regalado por el
Diablo, lleno de fuego y pasión, y el otro por un Dios, frío, glacial y
observador. Me observa mirándola y siento su exhalación, un
suave soplo contra la piel de mi garganta, luego inspira, igualando
mi propia respiración. Disminuye el ritmo de su corazón, el rápido
latido es como un tamborileo en mis oídos. Acaricio su rostro, mis
pulgares recorren los pómulos, sus ojos se cierran, sus pestañas
cosquillean en la áspera piel de mis manos.

—Tengo miedo —susurra, sus labios rozan los míos, dejo caer mi
frente sobre la suya, su rostro se difumina donde mis ojos se fijan
para no apartarlos de ella.

—Dime de qué tienes miedo —dejo que mis ojos se cierren, su


pulso late constantemente contra mi meñique acariciando su
suave piel— te mantendré a salvo, ahuyentaré las cosas que te
asustan.

—Porque tú eres el monstruo más grande —murmura contra mí,


con una suave risa.

Mis labios se curvan hacia un lado, una sonrisa sólo para ella.

—Así es, Bebecita. Yo soy el monstruo más grande. —Rozo sus


labios con los míos, los retengo allí, me alejo antes de que pueda
besarme del todo, su respiración se entrecorta y sus manos se
posan en mi pecho—. Pero, Gracie —una de mis manos se desliza
por su garganta, apretando suavemente, ella traga, la siento
contra mi palma, los dedos aprietan mi agarre, inclino su cabeza
hacia atrás—. Tú también eres un monstruo.
Ella gime tan suavemente que una oleada de escalofríos recorre mi
carne como una de las diez plagas que se extienden por la tierra.
El calor se despliega en mi vientre, brotando como sangre en el
agua, abrasándome las venas, y mi lengua roza su labio inferior.
Siento que intenta empujar hacia adelante, hacia mí, contra el
agarre de su cuello, que nos une. Sonrío, suelto una carcajada y
siento que ella suelta un suspiro de frustración, lo que no hace
más que aumentar mi sonrisa. Mis dedos se flexionan, haciendo
que crea que puede besarme, pero vuelvo a sujetarla con tanta
fuerza que corto su respiración.

—Enséñame, monstruito —bromeo, con una sonrisa firmemente


dibujada en los labios y con la polla maciza como el acero bajo los
jeans—. Muéstrame lo poco que temes al monstruo más grande
que eres.

Me empuja el pecho con fuerza y me sobresalta lo suficiente como


para apartarme de ella. Me golpea la mejilla con la palma de la
mano tan rápido y tan fuerte que la cabeza me da un chasquido,
el cuello me cruje y la mejilla me arde, y juro que noto cada huella
de sus dedos en mi piel ardiente. Entonces rio, profundo y
melódico, un eco siniestro dentro del auto vacío.

Su aroma invade mis fosas nasales como la más dulce de las


toxinas, madreselva dulce, helechos frescos, una pizca de algo
más oscuro, y yo. Noto mi olor en su puta piel perfecta y mi
cerebro está a punto de implosionar.

—Así es, preciosa —mordisqueo sus labios, primero la parte


inferior y luego la superior— tú eres el monstruo.

Gimo, mi lengua se abre paso en su boca, forzándola a través de


sus labios con una fuerza brutal, lamiendo profundamente. Su
lengua se enreda con la mía, sus dientes la muerden para que
retroceda, pero yo me quedo, incluso cuando me muerde
salvajemente, con sangre y todo. Me desgarra el labio inferior con
tanta fuerza que siento cómo la evidencia de nuestro beso se
desliza por mi barbilla, gruesas gotas que caen sobre mis jeans,
hierro que mancha nuestro beso con toda su fuerza. Ataca mi
boca como si quisiera masticar su interior, con los dedos
arañándome la piel del cuello, desgarrándome la carne.
Agarro su rostro con fuerza, como si fuera a romper su cráneo, a
abrirle la cabeza por la fuerza para llenársela únicamente de
pensamientos sobre mí. Un gruñido me sube por la garganta, feroz
y desesperado, cuando ella se separa de mis labios y la punta de
su lengua recorre con urgencia mi barbilla ensangrentada. Vuelve
a mi boca y me chupa el labio, tragando mi esencia carmesí, con
la respiración errática y los ojos desorbitados.

Aprieta mi camisa y con la otra mano desabrocha el botón de mis


jeans. Sus dientes tiran del lóbulo de mi oreja, su mano empuja
mis jeans, abriendo la cremallera, mi cabeza cae hacia atrás, sus
finos dedos rodean mi erección y mis caderas se agitan contra ella.

Deslizo las manos bruscamente por su cabello, apretando las


hebras doradas, golpeando su cabeza contra la ventana y mi boca
desciende sobre ella mientras me arrodillo. Su suave mano me
aprieta la polla, la otra se mete bajo mi camisa, sus uñas me
arañan la espalda como cuchillos.

Quiero hacerla pedazos, desgarrarla pieza a pieza, romperla en mil


pedazos y luego volver a unirla.

Mi lengua lame su boca, sus piernas se abren abajo de mí, un pie


golpea el suelo, el otro se apoya en el cuero, la rodilla doblada, la
parte exterior del muslo a ras del respaldo del asiento. Con una
mano apoyada en la ventanilla por encima de su cabeza y la otra
agarrando con fuerza su cintura, le muerdo los labios, le lamo la
mandíbula. Su mano tira y retuerce con fuerza mi polla
palpitante. Me duele. Y me encanta.

Me separo, mi peso abandonándola, con nuestros pechos


agitados. La miro fijamente, tumbada debajo de mí, con el vestido
blanco arrugado alrededor de las caderas, el abrigo blanco
abombado abierto, revelando el delicado tesoro que llevaba
adentro. Chupo la sangre de mi labio, viéndola esparcida
desordenadamente por la mitad inferior de su rostro, hipnotizado
mientras gotea de mis labios entreabiertos, salpicando su pálido
rostro.

Se estira, con el cuello inclinado, la espalda arqueada, sus tetas


llenas presionan mi pecho, su mano en mi espalda arrastrándome
hacia ella. Tomo su boca con la mía, nuestro beso salvaje y
violento, lleno de la oscuridad que hierve constantemente entre
nosotros. Me guía hasta su abertura, me agarra con una fuerza
incontenible, muerdo su lengua, la chupo y meto mi polla en su
interior.

Gemimos juntos, mis dedos patinan sobre el cristal empañado de


la ventana, la otra mano palpa y aprieta alrededor de su caja
torácica. Miro hacia abajo, entre nosotros, la saco, la vuelvo a
meter con fuerza, veo cómo mi gruesa y dura polla brilla con ella
como diamantes, obligándome a mantener la mirada fija en el
lugar donde nos unimos.

Es demasiado y no es suficiente, y no tenemos mucho tiempo,


pero no voy a desperdiciarlo preocupándome por eso. Vivo para
estos momentos; cada uno que consigo pasar con ella es un regalo
más que siento que he robado. No soy un buen hombre, no
pretendo serlo, no quiero serlo, pero soy un buen hombre para
ella, de una forma que sólo nosotros entendemos. Soy lo que ella
necesita. Y si en este momento lo que ella necesita de mí es esto,
entonces voy a dárselo.

—Hunter —mi nombre es apenas un susurro que sale de sus


labios hinchados, una súplica inconsciente al diablo que conoce.

Mis caderas chasquean contra las suyas, cada vez más fuerte, su
piel pálida enrojeciéndose, el rosa floreciendo contra su piel
helada, vestida de blanco, como si fuera una especie de ángel. Mi
polla se estrella contra ella, sus paredes me aprietan tanto que me
muerdo la lengua para no correrme antes de tiempo. Mis dedos
encuentran su clítoris, mi mano suelta su muslo, su espalda se
arquea hacia mí como si estuviera realizando un exorcismo
demoníaco, pero lo único que estoy haciendo en realidad es
contagiándola. El gemido que sale de su garganta es un sonido
hermoso y desesperado.

Para mí.

—¿Necesitabas sentir algo, Bebecita? —Le gruño en la oreja,


rozándolo con los dientes—. ¿Algo real? —mi pulgar presiona
entre nuestras pelvis chocantes, dando vueltas y rozando su
clítoris hinchado, los dedos se extienden por su bajo vientre—.
¿Sientes esto, Gracie? ¿Me sientes? Todo esto —muerdo el lóbulo
de su oreja, lo meto bruscamente en mi boca, respiro por su cuello
a través de mi nariz— todo esto es para ti. Para mí. —Jadeo contra
su mejilla, mi nariz presionando bajo su ojo, el que tiene una
pequeña peca oscura debajo, el regalado por el Diablo—. Soy tuyo,
Gracie, todo de mí es para ti, soy tuyo.

Y entonces se corre, destrozándose debajo de mí, las manos


arañándome la piel, los dedos pellizcándome y retorciéndome el
hombro, las uñas en la espalda. El agarre como una mordaza
alrededor de mi puta polla es tan intenso que apenas puedo
respirar, no aflojo el ritmo, no hay suavidad al trabajar con ella
durante su orgasmo, sólo hay brutalidad desesperada y carnal.

Con las caderas chocando contra las suyas y la polla cada vez más
gruesa, me subo sobre las manos y me cierro sobre ella. Hundo la
barbilla, dejo que la saliva gotee de mi boca a la suya, ella saca la
lengua, la boca abierta de par en par, mostrándomela. Mi sangre
manchada en la mitad inferior de su rostro, en la comisura de sus
labios, mi saliva brillando en su lengua. Es la maldita cosa más
bonita que he visto nunca.

Hay un brillo feroz en sus ojos que hace que me tiemble el


corazón, y entonces descubro por qué.

Levanta la mano y me golpea en la mandíbula, haciéndome girar


la cabeza hacia un lado, pero yo vuelvo a mirarla con la misma
rapidez. Se traga mi saliva en la lengua, tragando con dificultad, y
luego vuelve a abofetearme. El fuego me arrasa la mejilla y mis
ojos se difuminan temporalmente durante un parpadeo. Entonces
me corro, con la polla profundamente enterrada, mi semen
inundándola y llenándola, y no parece que vaya a parar nunca,
joder. Pensar en eso sólo hace que mi polla palpite con más
fuerza. Los latidos me retumban en los oídos, mi respiración es
irregular, un lado de mi rostro está caliente y entumecido.
Contraigo la mandíbula, un dolor ya presente.

Sin aliento, acerco mi rostro al suyo, la beso con fiereza, las


lenguas amándose ahora en lugar de pelearse, acariciándose y
hambrientas. Su cálida palma pasa por mi rostro, sus dedos
bailan delicadamente sobre mi mejilla brillante, sin llegar a
tocarla. Con los ojos conectados, las almas enredadas, los
corazones sincronizados, la beso despacio, profundamente, y
siento que la tensión empieza a desaparecer de mis hombros.

—Joder, te amo, Gracie.

Me sonríe, suave y ensangrentada, siento que mis entrañas se


retuercen de anhelo, de necesidad, de ese deseo interminable y
desesperado de reclamarla de nuevo, de marcarla, de demostrar a
todo el mundo que es mía, de meter dentro de ella a otro de mis
bebés. Pero no puedo, al menos no ahora, porque hemos quedado
con su puto padre.
Capítulo Once

Baldosas rojas y blancas cubren la gran extensión del suelo del


restaurante, las mesas son de madera bajo manteles blancos sin
arrugas. Las sillas también son de madera, sin cojines, pequeñas
e incómodas, crujen cada vez que yo, uno de mis hermanos o mi
papá, nos movemos de sitio.

El hombre pálido del otro lado de la mesa tiene los ojos marrones,
con un ligero color a tierra, o quizá a barro seco. Los vellos en su
rostro son demasiado corto para ser considerado barba, pero
demasiado largo para ser incipiente; los vellos cortos y ásperos
crecen de forma irregular a lo largo de la mandíbula. Una cicatriz
reciente atraviesa su vello, de color rosa oscuro, abultada y
desigual. Tiene el cabello castaño ceniza, salpicado de un gris
también ceniza, recogido detrás de las orejas y le falta un trozo de
la izquierda, un pequeño triángulo en la curva superior de la
oreja. Como si alguien hubiera cogido unas tijeras de manicura y
le hubiera arrancado el trozo.

Ladeo la cabeza, lo asimilo, veo su boca agitarse con palabras


inútiles a las que no presto atención, labios finos agrietados, un
diente plateado encajado detrás de su canino. Lleva una camiseta
blanca con agujeros en un lado del cuello, una sudadera con
capucha desgastada, la cremallera a medio subir y una chaqueta
Barbour azul marino por encima. Me crujo el cuello, ruedo la
cabeza sobre los hombros, balanceo los hombros hacia atrás,
sonando otro chasquido de mis huesos cansados.

El hombre, Michael, el padre biológico de Gracie, la mira como si


intentara descifrarla, lo que sólo sirve para dibujar una pequeña
sonrisa en mi rostro, porque no lo hará. Ella no ha dicho mucho,
sentada a mi lado, papá a su otro lado, sus manos en cada una de
las nuestras bajo la mesa. Ella lo mira fijamente mientras habla,
sus ojos sin parpadear, yo estoy a su derecha, su ojo azul no deja
de mirarme. A pesar de tenerla tomada de la mano, se asegura de
que sigo presente. Aprieto sus dedos entre los míos, haciéndole
saber que estoy aquí y finalmente parpadea.

—… Y Eleanor, Ella me dijo que estabas en un internado, que eras


feliz allí, yo no quería interferir si eras feliz, así que te dejé...

—Un manicomio —lo interrumpe Gracie, las primeras palabras


que dice desde que estamos aquí, aparte del hola en voz muy baja
que murmuró cuando llegamos.

Me alegro de que por fin hable y de que intervenga, pero el breve


chasquido con el que pronuncia las palabras hace que se me
ponga rígida la columna vertebral. Levanto la mirada y veo cómo
el rostro de Michael se vuelve un poco más pálido, su boca trabaja
sin sonido y se le forma una arruga entre las cejas.

—Lo siento... —acaba balbuceando, pero nadie dice nada, Gracie


se remueve ligeramente en su asiento.

Miro a Gracie, todos alrededor de la mesa miran a Gracie, pero


ella sólo mira a Michael, y me pregunto qué ve. Cómo se siente en
su mente, en su corazón, en sus entrañas. ¿Será algo malo?

Pienso en arrojarme al otro lado de la mesa, y la silla demasiado


pequeña en la que estoy precariamente sentado se estrellaría
contra el suelo de baldosas rojas y blancas que hay detrás de mí
cuando salga disparado de ella. Rodearía su cuello con mis
manos, apretándolo, y su nuez de Adán saltaría bajo mi agarre,
con los ojos desorbitados.

—¿Por qué me dejaste con ella?

Parpadeo, es... inesperado. Thorne apoya con cuidado las manos


en la parte superior de los muslos, al otro lado de la mesa, a mi
derecha, la mesa es redonda, pero nadie se sienta directamente al
lado de Michael. Sus dedos se flexionan contra el caro tejido de
sus pantalones. Manos libres para alcanzar su arma, en caso de
que necesitemos eliminar a este hombre, en caso de que ella diga
demasiado. Nunca le dije que no mencionara lo que le hizo a su
madre, pero... en realidad no creía que fuera algo que tuviera que
decirle.

Es posible que antes del mediodía de hoy, me esté arrepintiendo


de esa decisión.

—¿A dónde fuiste cuando te marchaste?

—Yo...

—Ella era mala, Michael.

Su última palabra está dicha con un desdén tan frío que hace que
mi pulso martillee con fuerza en mi cuello y de repente me
pregunto qué hay en este hombre o en sus palabras, quizá ambas
cosas, que ha desencadenado algo oscuro en mi chica perfecta.

Thorne vuelve a moverse, sin duda el uso de una palabra en


pasado se registra tan rápido en su cabeza como en la mía. Gracie
no parece inmutarse; las palabras no parecen tan clínicas como
de costumbre. Sus palabras no suelen surgir de la emoción,
suelen estar muy bien pensadas antes de ser pronunciadas.

Todo esto está fuera de lugar.

Algo le pasa a Gracie.

Sus uñas se clavan en el dorso de mi mano, sus finos dedos


aplastan los míos, su brazo se tensa.

—¿Sabes las cosas que me hizo antes de encerrarme? Estaba mal


allí, en mi escuela, pero nada como vivir con mamá.

Me trago mi propio jadeo; Gracie nunca ha hablado de la vida


antes de su escuela. Cuando vino a casa por primera vez, me dijo
que no se acordaba de nada, que sólo tenía pequeños recuerdos.
Me ha contado cosas, pero son recuerdos fracturados de una niña
de cinco años que experimentó muchos más traumas de los que
nadie debería. Son recuerdos deformados, posiblemente no son
recuerdos en absoluto, a veces no puede entender nada de lo que
dice cuando me habla de eso. Todo el mal se nubla en su mente
con la confusión.
La risita de Michael me hace girar la mirada hacia él y se me eriza
la columna vertebral.

—¿Siempre está así de acelerada? —me pregunta, como si de


repente su hija ya no estuviera aquí, como si no fueran ellos los
que mantuvieran una conversación, como si yo fuera su puto
guardián y estuviera a punto de salir volando por la mesa.

Su pregunta no es para sofocar su torpeza, es burlona, se le


escapa su máscara.

El agarre de Gracie se tensa hasta el punto de castigarme, su


brazo tiembla contra el mío, su tensión me inunda. Quiero
absolverla, llevarla hacia mí, calmarla. Lentamente, con sus ojos
marrones y apagados clavados en los míos y una sonrisa viscosa
en la comisura de los labios, me inclino hacia adelante. Con el
pecho casi pegado al tablero de la mesa, me acerco todo lo que
puedo sin lanzarme físicamente contra él.

—No hables de ella como si no estuviera Aquí. Mismo.


Joder. —Mantengo mis palabras calmadas, lentas, separadas con
sentido.

Sus pupilas se dilatan, pero su expresión se mantiene en blanco.


Practicada. La máscara vuelve a su sitio.

Quiero irme. Retirar todo esto, volver atrás en el tiempo. Decirle a


papá que no cuando me trajo esto, decirle que absolutamente no,
hacer que Gracie desaparezca de los pensamientos de este
hombre. Que nunca vuelva a pensar en ella. Como si ella nunca
hubiera existido. Nunca tuvo un hijo, y menos una hija. No una
que pueda sentarse aquí e insultar.

Pero yo no decido por ella.

Con los dientes apretados, las uñas de Gracie haciéndome


muescas en el dorso de la mano, me siento más erguido y ladeo la
cabeza.

—¿Por qué no respondes a sus malditas preguntas,


Michael? —Las palabras se deslizan, no son realmente una
pregunta, están llenas de veneno que quiero escupirle en su
maldito rostro.
La puta risita socarrona que suelta hace que mi cerebro dé vueltas
con violencia.

—Probablemente ha sido un error —dice finalmente, dirigiendo su


atención a papá, porque no le voy a dar lo que quería.

—¿Un error? —Entonces me rio— ¿Conocer a tu hija? Ser dotado


con la oportunidad de estar en la presencia de esta mujer, en
absoluto —trago saliva y me paso la lengua por el labio inferior,
cuya comisura se curva en una sonrisa maliciosa—. ¿Es un error?

Soy un tiburón en el agua ensangrentado, intentando no perder la


cabeza en un ataque frenético.

Me devuelve la mirada, de repente un poco más cauteloso, pero


aún tiene que abrir esa maldita boca suya.

—Sí —se echa hacia atrás en la silla y la madera cruje bajo su


enjuto cuerpo—. Un error —sus ojos vuelven a mirar a Gracie al
pronunciar la última palabra, captando el doble sentido que cree
que ella no...

—Voy a arrancarte los ojos de las órbitas y ahogarte con ellos —le
digo con calma, preguntándome con qué rapidez podría hacerlo.

Su barbilla se hunde, sus ojos se clavan en los míos, ladea la


cabeza y la similitud de esa acción con la que hace mi Gracie me
hace hervir la sangre.

No quiero que haya cualquier similitud entre ellos.

No son iguales.

No se parecen en nada.

Ella es sólo Gracie.

Ella es mía.

Lo imagino en ese mismo momento, partiéndole las piernas hacia


atrás, rompiéndole las putas rótulas y haciendo que se deslice por
el suelo, dejando a su paso una mancha de color carmesí.
Los nudillos de mi chica estallan en mi puño, lo que me obliga a
aflojar el agarre y a pasar el pulgar por el dorso de su mano en
señal de disculpa, pero ella no afloja. En todo caso, la aprieta más
y luego la suelta del todo. Se levanta, apoya las manos sobre la
mesa, separa los dedos, baja la barbilla y mira a su padre. Se
reflejan el uno en el otro, pero la diferencia es que su demonio
gruñe mucho más fuerte que el de él en el silencio.

—¿Por qué has venido? —está calmada y dicho de esa forma


especial de Gracie que te hace creer que no haría daño ni a una
mosca—. ¿Qué quieres?

Michael chasquea la lengua, se sienta hacia adelante, los brazos


cruzados encima de la mesa, su atención se mantiene en ella, tal
vez, finalmente sintiendo que ella es una perversa también. Sólo
de pensarlo me dan ganas de sonreír.

—Quería conocer a mi hija, llegar a conocernos...

—Esa no es tu intención —dice Gracie con frialdad, y yo me quedo


momentáneamente un poco sorprendido, ella toma las palabras
tal y como son dichas.

Exactamente como se dicen.

Gracie no “entiende” los significados ocultos.

Sus hombros se encogen de hombros y estoy esperando a que


simplemente escupa qué diablos es lo que realmente quiere,
porque esto, todo esto es jodidamente raro. Y no me gusta esta
mierda. Sabía que era una mala idea. Tener a mi chica expuesta
así, nos gusta quedarnos en el molino, encerrarnos en la
seguridad que nos da. Más importante, es donde ella se siente
segura.

Quiero mantenerla a salvo.

Nunca volveremos a salir del puto molino.

—Puedes pensar lo que quieras, sólo quería acercarme, tal vez


construir una relación, los años que perdí con...

—Años perdidos mientras estuve encerrada en un sanatorio.


Parpadea, con los ojos entrecerrados por la irritación.

—¿Nadie te ha dicho nunca que es de mala educación interrumpir


cuando hablan otras personas? —Sus sucios ojos marrones
parpadean hacia papá, su pregunta dirigida a Gracie, pero
referida a mi papá—. ¿Tu nuevo papi no te ha enseñado nada
sobre cómo comunicarte con la gente normal?

Gracie parpadea, mi ojo tiembla, un gruñido retumba en lo más


profundo de mi pecho, chasqueo los dientes, medio
abalanzándome sobre la mesa.

—Voy a hacer que te comas tus propios putos dientes si tengo que
mirarte un maldito segundo más, pedazo de jodida mierda.
Lárgate de aquí antes de que no puedas.

Thorne se levanta al mismo tiempo que yo me pongo en pie.

Michael me mira fijamente, con una sonrisa burlona aún en el


rostro.

—¿Te he tocado una fibra sensible? —me pregunta con


suficiencia, y cada vez me pregunto qué carajo se cree que está
haciendo aquí.

En una habitación llena de asesinos.

No es más que un lacayo de bajo nivel que trabaja para los


malditos Ashes, quiero burlarme, son una maldita pandilla, no
tienen poder. Sin conexiones. A diferencia de nosotros. Los
Blackwell estamos tan arraigados en La Firma que ni la muerte
nos liberará.

Papá y mis hermanos se mueven, todos se ponen en pie, Michael


también. Las sillas chirrían, crujen, sus patas de madera rozan el
suelo al ser empujadas de nuevo sobre las baldosas.

Esta reunión se ha acabado, joder.

Me tiembla la nariz, el labio superior empieza a curvárseme sobre


los dientes, las palabras me queman la lengua para liberarse, pero
el suave toque de Gracie en la espalda hace que me detenga. La
miro fijamente, oigo hablar a papá, pero el sonido siempre se
amortigua cuando ella tiene toda mi atención.

Sus grandes y hermosos ojos se mueven entre los míos, llenos de


algo oscuro que solo la veo desenrollarse cuando trabajamos con
cuerpos en el sótano. Se lame los labios, atrayendo mi atención
hacia su boca. Entonces me empieza a arder la mejilla con la que
conectó su mano en el auto, antes de que ocurriera este
espectáculo de mierda. Pienso en dejárselo hacer otra vez, de
camino a casa, mientras hundo mi polla dentro de ella, para que
el dolor desaparezca.

Alguien me empuja, atrayéndome de nuevo a la habitación, se


oyen voces, atraigo a Gracie hacia mí para protegerla, miro hacia
la mesa. Michael tiene las manos metidas en los bolsillos de los
jeans, de pie detrás de su silla, con una expresión de irritación en
el rostro y algo más que no puedo leer, pero sé que no me gusta
especialmente. La alejo de él, con la mano acunando su cabeza
contra mi pecho, su rostro girado en dirección contraria, el otro
brazo rodeando su espalda, su cuerpo pegado al mío.

Giro la cabeza y apoyo la mejilla sobre su cabello dorado. Hablo en


voz baja, lo bastante suave como para llegar sólo a sus oídos.

—¿Quieres volver a verlo?

Ella no habla, pero sacude la cabeza bruscamente, yo deslizo mi


mano por su espalda, aprieto su cadera.

—Creo que eso es todo, Michael —le digo por encima del hombro
con desdén.

Giro a Gracie hacia la puerta, usando mi cuerpo mucho más


grande para protegerla de la habitación, y la acompaño hasta la
salida. No cierro los ojos hasta que estamos dentro del auto, con
su cinturón abrochado por mi mano y sus dedos entrelazados con
los míos, apoyados en el centro del asiento trasero. Con la cabeza
apoyada en el respaldo y la tensión desbordándome por el cuello y
los hombros, por fin respiro hondo.
Capítulo Doce

La ligera condensación me humedece la mejilla cuando me


acurruco contra la ventana de nuestro dormitorio. Afuera cae más
nieve, copos grandes, gruesos y esponjosos, de un blanco crudo y
brillante en la oscuridad de la noche.

Es primero de febrero y Rosie dice que el hombre del tiempo nos


ha pronosticado al menos otra semana de nieve. No es habitual
que nieve tanto en Inglaterra, pero mis hijos, incluso Roscoe a su
corta edad, parecen hipnotizados por la nieve. No puedo negar que
a mí también me hace sonreír, aunque sólo sea porque hace que el
bosque de más allá parezca aún más bonito de lo habitual.

Estoy leyendo, aunque despacio. Estoy en la parte de “El


resplandor” que siempre me acelera el pulso, la de los animales
topiarios que persiguen a Jack por la nieve, y aún no sé si es
porque estoy asustada o emocionada. Prefiero cuando Hunter me
lee. Siempre pronuncia bien todas las palabras. Pero, porque me
ha leído este libro tantas veces, suficientes veces, de hecho, para
que la encuadernación del viejo libro se esté resquebrajando y las
páginas empiecen a separarse de su lomo. Un poco como las cosas
que hago en el sótano. Separar cosas de donde están bien sujetas.
Puedo inventarme las palabras que aún no conozco.

El suelo cruje en algún lugar detrás de mí, lo que me hace


ponerme rígida, con los dedos aún delicadamente curvados sobre
los bordes de mi libro, una frágil página apretada entre el pulgar y
el índice que no paso. Aguanto la respiración y agudizo el oído.
Escucho el silencio. Oigo la sangre correr por mis venas, fuerte en
mis oídos. Desvío la mirada hacia mi derecha, los ojos recorriendo
a los dos chicos, Roscoe más cerca de mí, River más cerca de la
puerta, la puerta que no puedo ver en su totalidad desde este
ángulo. Ninguno de los dos niños se mueve dentro de su cuna.
Calculo el tiempo que me llevaría llegar hasta ellos. Lo rápido que
podría levantarme, desenrollarme de esta posición, lanzarme
delante de ellos.

Hunter está en el sótano trabajando en el trabajo atrasado del que


no quiere que me preocupe. Papá está en su suite, un piso por
debajo de mí, en el lado opuesto de la casa. Es la primera noche
en años que la mayoría de los chicos no están aquí, sólo Archer,
un piso por debajo de mí, dos puertas abajo, tres más desde las
escaleras para llegar a mí. Acostó a Atlas, vieron una película
juntos, así que pude acostar a los dos más pequeños. River se
excita a la hora de dormir; siempre cuesta un poco meterlo en la
cama, y si Atlas está cerca, no se detiene por nada del mundo
para llamar la atención de su hermano mayor.

Rachel se ofreció a hacerlo... quería hacerlo.

Yo quería partirle las vértebras.

Los últimos días ha estado demasiado dispuesta a ayudarme, y


pienso en aquel día en el sofá de la sala de juegos de los chicos.
Hunter con el torso desnudo, demasiado cerca de ella, la forma en
que se giró para mirarme, sin saber que yo estaba allí, y a su
espalda, él con el rostro enrojecido, ella toda nerviosa.

Archer le dijo que se fuera a casa esta noche, pero sólo después de
mirarme demasiado tiempo, demasiado de cerca. Me puso
incómodamente caliente, como si él estuviera viendo demasiado.

Los pensamientos que tengo cuando estoy cerca de ella... algo no


está bien ahí.

El suelo vuelve a crujir, esta vez más lejos, la esquina oscurecida


justo detrás de mí, la que no puedo ver en absoluto. Pienso en
tener globos oculares en la nuca, en cómo papá siempre dice que
los tiene, pero que no podemos ver, en cómo siempre sabe lo que
hacemos todos gracias a ellos.

Y en este momento, yo también desearía tenerlos, porque un frío


glacial me azota los omóplatos, abanicándome el cabello, antes de
que pueda reaccionar; una mano me tapa firmemente la boca y la
nariz, la respiración se me escapa de los pulmones paralizados.
Lanzo una patada y los pies chocan contra la ventana cuando me
sacan de mi escondite y el libro cae al suelo.

Giro el cuerpo y empujo la espinilla de mi cautivo con la planta del


pie descalzo, arqueando todo el cuerpo hacia arriba y alejándome
de él.

Pienso en la navaja púrpura de mi mesita de noche, lo único que


hay en el cajón de mi lado, en cómo me siento un poco mejor con
eso allí cuando al final me duermo. Pero, de todos modos, ni
siquiera estoy segura de si sabría qué hacer con ella con una
persona viva si se diera el caso.

Un aliento caliente me recorre la garganta, alborotando los largos


mechones de cabello que se han enredado entre su pecho desnudo
y mi hombro, el resto atrapado entre nuestros cuerpos. Las
puntas se agitan entre nosotros, sobre la parte trasera de mis
muslos desnudos, y hace que se me ponga la piel de gallina,
estallando en un sudor frío sobre mi helada piel.

No puedo respirar, estoy desesperada por respirar y sólo quiero


ser libre.

Levanto los brazos, enrosco los dedos sobre su antebrazo


expuesto, con el cuello echado hacia atrás en un ángulo tan
obsceno que creo que podrían partirme las vértebras. Hundo mis
cortas uñas en su piel, aprieto con fuerza y uso el talón del pie
para patear su rótula. Su pierna se hunde, no cae, pero su mano
sobre mi boca se afloja lo suficiente como para que pueda aspirar
un medio suspiro.

Es entonces cuando lo huelo.

Musgo, margaritas, el arroyo, terroso y limpio, masculino.

Mi cuerpo se relaja al instante y, aunque mi vista empieza a


nublarse, mis pulmones privados de oxígeno durante tanto tiempo
que podría desmayarme ahora mismo, me relajo. Con el cuerpo
convertido en un peso muerto entre sus brazos, me gruñe al oído.
—No abandones la lucha ahora, Bebecita, solo acabamos de
empezar —sisea. Sus dientes se clavan en el lóbulo de mi oreja y,
tras un breve y agudo pinchazo, me muerde con fuerza antes de
arrojarme sobre la cama.

Reboto al chocar contra el colchón, jadeando desesperadamente


en el impacto, y entonces su cuerpo cae sobre el mío, dejándome
sin aire. Sus brazos rodean mi cabeza, la longitud de su cuerpo a
ras del mío, unos joggers finos, el pecho desnudo. Sus músculos
firmes, pesados y duros, su piel caliente, empujándome,
hundiéndome en el colchón.

—Hunter —exhalo su nombre como una plegaria, sus dedos me


tapan la boca al instante, el lateral de su mano me tapa las fosas
nasales.

Me aprieta contra su erección, larga, gruesa y dura entre nosotros,


haciendo que me quede inmóvil. Sus pequeñas y jadeantes
respiraciones me calientan la piel y las fosas nasales se me dilatan
cuando se desliza por mi cuerpo, mis ojos lo siguen, mi cabeza se
mantiene inmóvil por su mordaz agarre de mi rostro.

Sube mi... su... camisa, abre los botones a lo largo del algodón
blanco, llega a la parte superior de mis muslos, con las bragas de
algodón blanco debajo. Usando su nariz, el áspero roce de su
corta barba incipiente sobre la suave piel de mi vientre, aparta la
tela, dejando al descubierto el vientre y el coño cubierto de
algodón. Lo miro fijamente, con los brazos a los lados y las manos
aferradas a las sábanas verde oscuro, él levanta la vista, y sus
ojos oscuros se clavan en los míos.

Una sonrisa cruel se dibuja en sus labios y sus dientes


descienden. Muerde, pellizca y se hunde en mi carne. Arqueo la
espalda, trato de empujar hacia él, con una de sus manos aún
sujeta sobre la mitad inferior de mi rostro, la otra, con la palma
plana y los dedos separados, pesada y firme sobre mi esternón. Su
boca recorre deliciosamente el centro de mi vientre, con la lengua
y los dientes asaltando y calmando mi piel en un solo aliento, un
aliento que aún soy incapaz de tomar.

Entonces sus dientes aprietan la cintura de mi ropa interior,


tirando de ella hacia abajo. Levanto todo lo que pueden mis
caderas, el suave algodón se desliza por mi culo y se detiene a
mitad de mis muslos, encadenando mis piernas.

No puedo moverme, respirar, pensar, nada de eso, mientras la


parte plana de su lengua recorre mis pliegues, rozando mi clítoris
con la punta mientras lo hace una y otra vez. Tiemblo debajo de
él, con las piernas entrelazadas, su rostro hundido entre mis
muslos. Hunter me chupa el clítoris con tanta fuerza que veo
estrellas, y cuando me lo muerde, con demasiada fuerza, me
corro, sin más, un grito ahogado bajo su palma apretada. Mis
manos vuelan hacia su cabeza, mis labios se entreabren cuando
mueve su mano y dos dedos se deslizan en mi boca, moviéndose
rápidamente sobre mi lengua, deslizándose hasta mi garganta.

Mi garganta se contrae a su alrededor por reflejo, la saliva se


acumula en mi boca, goteando por las comisuras de mis labios,
sobre su mano, mi barbilla, pero sus dedos permanecen,
oprimiendo mi lengua. El orgasmo es como un atizador que me
atraviesa el cráneo. Me retuerzo, me revuelvo y me agito bajo él,
con su peso sujetándome, su boca aún succionando entre mis
piernas. La habitación enmudece a nuestro alrededor, el zumbido
me llena los oídos, siento la cabeza tan llena, la sangre demasiado
caliente, que me derrumbo contra las sábanas, con los nudillos
doloridos por mi férreo agarre a su cabello.

Hunter no me da tregua, sus dedos salen de mi boca y se hunden


directamente en mi coño. El ruido de sorpresa que sale de mi
garganta es tragado por su boca mientras su lengua penetra entre
mis labios entreabiertos. Su mano trabaja en el calor resbaladizo
entre mis piernas, el pulgar gira con dureza sobre mi clítoris, la
mano aplastada entre mis muslos. Me rompo por segunda vez y
mi lengua lame la suya, enredada, deseosa y desesperada. Me
muerde los labios, con dedos gruesos y brutales entre mis muslos.
Agarro su rostro entre mis manos, las puntas de los dedos se
enroscan dolorosamente en su piel, pero él ni se inmuta.

Esta vez, cuando termino de correrme, su lengua se desliza por mi


barbilla, bajando por mi garganta, chupando, magullando y
marcando. Se levanta sobre sus rodillas, con mis piernas bajo las
suyas, saca sus dedos de mí, colocándolos en forma de tijera en el
espacio entre nosotros. La escasa luz de la luna a través de la
ventana revela lo justo para que veamos sus dedos brillando
conmigo. Con pereza, asegurándose de saborear cada parte de mí,
se los mete en la boca, arrastrándolos, los ojos oscuros
penetrantes, la mirada fija en los míos, hace ademán de tragar.

Alargo la mano hacia él, con el deseo de que me preste atención,


como algo caliente y punzante bajo mis huesos, pero él ya se ha
movido de la cama, y algo incómodo empieza a desplegarse en la
boca de mi estómago, escociéndome fuertemente por su repentino
rechazo. Desde que tuve a Roscoe, ha sido así, me siento inusual,
abrumada, y Hunter ha estado ausente. Me hace preguntarme qué
me pasa ahora. Qué no estoy haciendo bien. Por qué ya casi no
pasa tiempo conmigo. Me mantiene alejada del sótano.

Me hace sentir un poco, entre otras cosas, extraña.

Está de espaldas a mí, los músculos tensos bajo la piel bronceada,


su tez aceitunada realzada por el último verano pasado al aire
libre. Vuelo hasta sentarme, tirando de la camisa hacia abajo para
cubrirme, la gruesa cicatriz en el muslo, los ojos en las bragas
retorcidas trabadas por la mitad de mis muslos. Con los párpados
calientes y las mejillas encendidas, empiezo a subir las piernas
hacia el pecho, pero la mano de Hunter se levanta y me rodea el
tobillo como un grillete humano, tirando de mí hasta tumbarme
de espaldas.

—Gracie —su voz es apenas un susurro. Tiro de mi tobillo para


liberarme, pero sus dedos me aprietan con más fuerza y sus ojos
oscuros se clavan en los míos—. No hemos terminado, hermosa
chica.

Mi cuello se levanta con tanta fuerza que hace crujir los huesos.
Me arrastra hacia él, me levanta la camisa, las sábanas se
arrugan debajo de mí. Se inclina hacia adelante, me baja las
bragas por las piernas, sin dejar de mirarme, y las deja caer al
suelo. Desliza el brazo por debajo de mi espalda y me lanza al aire,
echándome sobre su hombro como si no pesara absolutamente
nada.

Me pasa el brazo por detrás de los muslos, con el trasero expuesto


a los elementos, y se me pone la carne de gallina. Su gran mano
me toca el culo con la otra, masajeando la carne pálida y desnuda
mientras nos pasea por la habitación.

Levanto la cabeza para ver cómo están los chicos, con el corazón
en un puño porque nos dirigimos a la puerta y no tengo el
monitor, ¿y si pasa algo mientras no los vigilo? El pánico se
apodera de mi corazón, apretándome, el miedo estrangulándome,
sofocando todo lo que está pasando en ese momento.

—Hunter —la súplica es algo entrecortado, distorsionado, casi


mudo, pero lo detiene, muerto en seco.

—Están bien, Bebecita —dice después de un momento, con la


cabeza ligeramente girada por encima del hombro, hacia mí,
aunque no puedo verlo, las palabras susurradas, con sus labios
acariciando la piel desnuda de mi muslo.

Me tranquiliza la forma en que pronuncia las palabras, suave y


segura, pero aun así aprieto los ojos, que me arden en las órbitas.
Como un puño alrededor de mi corazón, me duele el pecho, mi
cuerpo da bandazos para llegar hasta ellos, todas las cosas fuera
de mi control, un sollozo amenaza con ahogarme, cortado en mi
garganta cuando continuamos hacia la puerta. Los chicos se
sienten demasiado lejos de mí, me necesitan, y eso me hace
pensar, te odio, Hunter.

Y eso es peor.

Mucho peor.

Porque no quiero decir eso en absoluto.

Pero siento la separación como si un trozo de mí estuviera cosido


a ellos, y cuanto más lejos estoy más doloroso es, mientras la piel
se estira, los puntos tiran, se desgarran.

Con la mano de Hunter cubriendo mi desnudez en la oscuridad,


salimos al pasillo, la puerta de la habitación queda abierta de par
en par tras nosotros, lo que hace que mi ansiedad se dispare con
más fuerza.

¿Y si viene por ellos?


Aún no conocen la oscuridad como yo.

Aún no están familiarizados con las sombras como nosotros.

Me arqueo hacia arriba, las manos presionando la parte baja de la


espalda de Hunter, mi columna vertebral y el cuello gritando en
ese ángulo, para poder mantener mis ojos en ellos el mayor tiempo
posible. No sé por qué no lo sabe. Por qué no entiende que no
puedo dejarlos solos. Por qué no lo entiende.

¿Por qué no me siente?

Los pensamientos son una maraña dentro de mi cráneo, el


cansancio y los fantasmas una niebla tóxica dentro de mi cabeza.
El pánico se enciende, denso y pesado, cuando una figura alta y
ancha emerge de entre las sombras, impidiéndome ver a mis
chicos. Me retuerzo, las manos de Hunter se tensan, todo se agita
dentro de mí como una tormenta. La figura se lleva una gran
mano al cabello negro, moviéndolo entre sus dedos separados. Su
conocida sonrisa arrogante se dibuja en sus labios, ensombrecidos
e iluminados al mismo tiempo por la luz de la luna que se refleja
en nuestro dormitorio.

—Diviértete —Archer se ríe en un susurro oscuro, caminando


hacia atrás, con los talones de los pies entrando primero en
nuestro dormitorio, nos sigue con ojos oscuros por todo el pasillo
antes de cerrar la puerta.
Capítulo Trece

Su delgada figura cuelga de mi hombro, las puntas de su cabello


se deslizan detrás de nosotros como el velo de una novia,
empolvando el suelo y las escaleras a nuestro paso. Cuelga como
un cadáver sobre mi hombro, el cuerpo flácido, relajado, ni un
músculo tenso en su cuerpo, y se me pone la puta polla dura.

La puta confianza que me da hace que se me caliente la sangre.


Puedo olerla, su piel, madreselva, helechos, el dulce aroma terroso
de la excitación entre sus muslos. Aprieto los dientes y trago, con
su sabor aún en la lengua. Esta mujer me vuelve jodidamente
loco, y últimamente parece no verlo, no entender lo que siento por
ella.

¿Por qué no lo entiende?

Cada día es más fuerte dentro de mí, es tan pesado el sentimiento,


este amor, que creo que me voy ahogar en él. A veces, la miro a los
ojos y creo que lo siente, y luego desaparece, un postigo cae sobre
el sentimiento como si se estuviera impidiendo a sí misma creer
en él, en mí.

Con la madera fría bajo mis pies descalzos, bajo las escaleras, la
casa a oscuras, en silencio. La respiración de Gracie es uniforme y
pausada, el pánico de hace unos instantes ha desaparecido
gracias a Archer.

Porque alguien de su confianza vigila a los niños y los perros


duermen con Atlas.

Sin esfuerzo, nos conduzco por el vestíbulo principal de la planta


baja, sacando el llavero de hierro de mi bolsillo, con el silencioso
tintineo del pesado metal chasqueando entre sí. Coloco la llave en
la primera puerta que da a las escaleras del sótano, la giro, la
abro, las bisagras crujen cuando la empujo, la atravieso y la cierro
tras de mí.

—Cuidado con la cabeza, Bebecita, agárrate fuerte a mí.

Sin dudar nunca en hacer lo que le digo, levanta los brazos, me


rodea la cintura, junta los dedos sobre el bajo vientre y hunde los
codos en mis costados.

Los músculos saltan, sus suaves dedos me hacen cosquillas en la


V entre mis caderas. Bajo los empinados escalones y, al llegar
abajo, hago el movimiento de entrar por la segunda puerta. Sus
brazos se aflojan a mi alrededor al sentir la temperatura más baja
de nuestro antiguo dormitorio.

—¿Dije que podías soltarte?

Sus manos se tensan al oír mis palabras y yo sonrío, dejando caer


la mirada hacia la fría piedra bajo mis pies. Atravieso la
habitación en dirección a la puerta del fondo, me detengo junto al
escritorio, en cuyo cajón superior están las cosas que necesito,
cerillas, velas, y me las guardo en el bolsillo. Abro la última puerta
y el frío se apodera de nosotros. Ambos temblamos cuando entro y
cierro la puerta tras nosotros.

Oscuridad.

Sombras.

Un lugar en el que ambos nos sentimos seguros.

Antes de encontrarnos.

Yo siempre merodeaba entre las sombras.

Ella siempre estaba encerrada dentro de éstas.

Yo las elegía.

Ellos la eligieron a ella.


Lentamente, me inclino hacia adelante y deslizo con cuidado a
Gracie por encima de mi hombro. La sujeto con el brazo alrededor
de su pequeña cintura y la mantengo apoyada en mi codo,
mientras con la otra mano le retiro el cabello dorado de la cara.
En la oscuridad, sin ventanas dentro de esta habitación, con la
puerta cerrada, mis ojos se adaptan, al igual que los suyos, años
de vagar por aquí en la oscuridad nos ayudan a encontrarnos.

Respiro lento y profundamente, escucho su respiración entre


nosotros, un poco más rápida que la mía, pero no mucho. Me mira
mientras lo hago, con la barbilla chocando contra mi esternón, las
manos atrapadas entre nosotros, las palmas apoyadas en mi
estómago. Sus ojos siguen clavados en los míos, su nariz
respingona, sus pómulos altos; las sombras juegan con sus rasgos
suaves, ahuecando sus mejillas y ensanchando sus ojos.

Inclino la cabeza, la punta de mi nariz toca la suya, ella inhala,


corto y agudo, conteniéndolo. Mis labios se mueven sobre los
suyos, apenas rozándose, la punta de mi lengua sale,
saboreándola, acariciando su regordete labio inferior. No se
mueve, me deja jugar con ella, nuestros sentidos se agudizan aún
más por la oscuridad. Nos envuelve, nos protege en su burbuja,
algo frágil, que podría romperse en cualquier momento por la más
simple de las cosas, la chispa de una cerilla, el chasquido de un
encendedor.

Beso su mejilla, su piel perfecta y sin imperfecciones, suave como


la seda bajo mis labios. Mi mano se aferra a su nuca, la otra aún
rodea la parte baja de su espalda, ligeramente arqueado sobre
ella, con las caderas presionándola. Mi polla palpita entre
nosotros, caliente, dura y dolorida. Sé que la siente, pero no se
mueve, no intenta acercarse ni frotarse contra mí. El nivel de
control que hemos construido entre nosotros, algo oscuro y
depravado. Es algo enfermizo. Hacer esperar al otro lo que ambos
sabemos que el otro quiere.

Mi boca sobre el punto más alto de su pómulo, la nariz contra su


sien, la inspiro, su aroma me enloquece, los ojos se me ponen en
blanco. Saber que la tengo aquí, en la oscuridad, a mi merced.
Ella confía en mí. Es una fuente de energía vertiginosa, algo con lo
que podría intoxicarme.
Su cabello de seda cuelga como serpentinas por su espalda, el
brazo alrededor de su cintura, los dedos de esa mano enredados
en su longitud, tirones suaves y burlones mientras sujeto los
bucles alrededor de las puntas de los dedos.

Entonces jadea, sus sentidos por fin se adaptan, su alma vuelve a


su cuerpo, se funde en el espacio que es solo para ella y para mí.
A veces quiero arrastrarla hasta aquí, y ni siquiera por algo
nefasto, solo por algo egoísta, por mí. Meterla entre mis rodillas,
acurrucarla contra mi pecho, los dos escondidos en el rincón más
oscuro del molino. Porque a veces, a veces necesito un puto
descanso. Y ella también.

Y también ella, joder.

Ayúdala Hunter.

Despacio, mis labios, mi lengua, mis dientes, todo ello se mueve


por su rostro, saboreándolo, succionando su mandíbula,
mordisqueando el lóbulo de su oreja, raspando con los dientes la
columna de su garganta. Nuestros cuerpos se engarzan, sus
manos se deslizan por mis abdominales, los músculos se mueven
bajo su contacto. Encuentro sus labios, chupo su labio inferior, lo
retuerzo entre los dientes, gimo dentro de su boca mientras sus
uñas arañan suavemente mi piel.

Lamo su boca con la lengua a través de sus labios entreabiertos,


su respiración entrecortada e incontrolada. Cada roce de sus
manos me enciende, una de sus manos se desplaza hasta mi
espalda, trepa por mi columna vertebral, se empuja contra mí, mi
cuerpo se inclina sobre el suyo. Me clava las uñas en el hombro,
mientras su brazo sube por mi espalda y se enrosca sobre ella.
Siseo entre los dientes, en su boca, ella me muerde la lengua,
chupándola con fuerza. Cualquier atisbo de control que tuviera se
hace añicos cuando salta, levantando los pies del suelo como si
esperara que la atrapara.

Siempre lo hago, joder.

Sus muslos me rodean la cintura y su coño desnudo se desliza


sobre los duros músculos de mi abdomen. Mis dedos se hunden
en la carne de sus muslos, agarrando y separando sus nalgas. El
aire sale de sus pulmones hacia los míos y me llena. Nuestro
intercambio de fuerza vital. Ahora se mueve con más vigor, de
espaldas a la puerta, apoyada en mis brazos, apretándose contra
mí, soltando gemidos de su garganta, con la polla tan dura que
apenas puedo pensar. La humedad entre sus muslos me cubre la
piel, puedo olerla, su lengua se introduce en mi boca, su coño se
desliza sobre mí.

Cada nervio de mi cuerpo chisporrotea, mis músculos tiemblan, la


sangre se calienta. Muerdo su labio, el superior, obligándola a
retirar la lengua, hundo los dientes en su carne, haciéndola gritar
mientras desgarro su mohín de cupido, tan definido, tan delicado,
tan bonito. Me dan ganas de arruinarlo. A ella. Nunca supe qué
hacer con los regalos que me daban, como arrancar las ruedas de
los camiones de juguete cuando era pequeño, despellejar mis osos
de peluche, sacarles los ojos y arrancarles las entrañas.

Quería ver cómo funcionaba todo. Qué hacía que tuviera el


aspecto que tenía. Del mismo modo que Gracie quiere saber cómo
funciona todo, por qué son las cosas. Estaba preocupado. Cuando
nos enteramos de que estábamos esperando esa primera vez.
Preocupado por cómo sería ella, llevando un bebé, aprendiendo
sobre su cuerpo, las cosas por las que tendría que pasar porque
yo no podía ponerme un puto condón.

Debería haber sabido que no tendría nada de qué preocuparme.


La forma en que llevó todo su embarazo con Atlas fue una mezcla
de asombro y curiosidad, una calma etérea que avergonzaría a los
expertos en meditación. Cuando él la mantenía despierta toda la
noche pateándole las entrañas, ella solo reía, miraba y sentía.

Creo que entonces caí más hondo.

Sentimientos, obsesión, posesión, todo daba tumbos, tumbos y


tumbos. Evolucionando en algo aún más peligroso que antes.

Aquella primera noche me despertó con su risita silenciosa.


Estaba sentada en nuestra cama del sótano, con la espalda
apoyada en el cabecero. Los dos perros aguzaban las orejas y la
miraban desde la base de la cama. Su vientre al descubierto era
sólo una pequeña y suave curva, sus delicadas manos se
extendían sobre el pequeño bulto, su piel blanca brillaba a la luz
de la luna. Pensé que se asustaría, porque no se lo había
explicado, pero me agarró las manos y las llevó a su vientre, sus
manos sobre las mías, sus ojos brillantes en la oscuridad.

—Es nuestro bebé, Hunter.

Una lágrima resbala por mi nariz, sus labios quietos bajo los míos,
y me pregunto cuándo dejé de amar su boca, cuánto tiempo he
estado perdido en mis pensamientos, cuánto tiempo me ha
esperado. Vuelvo a mover los labios, el sabor a hierro mancha
nuestro beso. Ella me devuelve el beso con la misma suave
urgencia que yo, sin hacer preguntas. La beso durante largos y
lentos instantes, necesitando que lo sepa, que lo sienta.

Quiero destruirte, Bebecita, pero también quiero amarte, joder.

—Te amo, Gracie —se lo susurro en la boca, dejo que saboree mis
palabras, chupo su herida, lamo sobre la carne partida—. Te amo.

Mi cabeza contra la suya, nuestros ojos en los del otro, la


oscuridad arremolinándose a nuestro alrededor, el aire frío de la
habitación pinchándonos la carne, con la piel de gallina y un
escalofrío, el frío de la habitación forzándome a acercarme más.
Aprieto sus mejillas con las manos y luego guio a Gracie
lentamente hasta abajo, cubriéndola con la camisa, que le llega a
la parte superior de los muslos. Echo su cabello hacia atrás, le
acaricio el rostro y le doy un beso feroz en la coronilla.

—¿Qué hacemos aquí abajo, Hunter? —Su voz es suave, una


caricia en la oscuridad, y me encanta que siempre diga mi nombre
así, como si me adorara.

Mis dedos rodean su garganta, acariciándola suavemente, mi otra


mano se mueve hacia su cintura, un ligero apretón. Trago saliva al
mismo tiempo que ella, bajo mi palma, con las manos a los lados.
La siento sobre mí, la humedad de su excitación untada y
secándose sobre mis abdominales.

—Tengo un cuerpo para ti —susurro como una confesión


peligrosa.

Y lo es, en ocasiones.
He visto a gente jugar con cuerpos antes, vivos o muertos, pero
nunca había visto las cosas que hace mi chica cuando tiene a
alguien sobre la mesa. Le gustan los bonitos, me he dado cuenta.
Y no estoy seguro de si los talla para hacerlos más bonitos o
porque quiere destruirlos.

Me identifico con eso, hermosa chica.

La giro con las manos en las caderas y la hago avanzar hasta que
sus caderas, rodeadas por mis dedos, se apoyan en la fría mesa
metálica del centro de la habitación. Aspira, la fina camisa de
algodón se interpone entre ella y el metal, pero un temblor la
recorre igualmente, el frío del aire, la expectación, las cosas que
sabe que le permitiré hacer en esta habitación.

No hay nada que no esté permitido aquí.

Yo lo sé.

Ella lo sabe.

Este es el lugar donde nuestra enfermedad se despliega con


seguridad, nuestra locura nos rodea como el humo, sin miedo, sin
juicios.

—¿Hunter? —mi nombre es un susurro entrecortado que sale de


sus labios; mi erección se clava en su columna vertebral y salta al
oír la cadencia de la palabra, de la pregunta.

Mis manos encuentran las suyas, los dedos se entrelazan sin


protestar y las subo al antebrazo del cuerpo sobre la losa. Su
respiración se detiene en su pecho, mi pecho está pegado a su
espalda, su corazón late con fuerza, agitándose como un bandido
que intenta liberarse. La adrenalina corre por mis venas, como
una corriente eléctrica de choque, me acerco y la aprieto contra la
mesa.

Extiendo nuestras manos, las derechas se deslizan hacia el dorso


de la mano del cadáver, las izquierdas se deslizan hacia arriba,
sobre el pliegue del codo, hasta detenerse en la articulación del
hombro. Piel fría, suave, un poco seca bajo nuestras manos
juntas, sus palmas en contacto directo, las mías sobre el dorso de
las suyas, el tacto intensificado, todo más nítido, más claro, más
intenso en la oscuridad. Exhala lentamente cuando dejo de mover
las manos. Temblorosa y prolongada, antes de inspirar de forma
similar. Una sonrisa se dibuja en mis labios, cualquier otra
persona pensaría que esto son nervios.

Lo sé mucho mejor que todo el mundo.

Excepto quizá Wolf, que retira las piezas cuando terminamos y las
transporta a Cardinal House. Ha visto lo que mi chica puede
hacer. Las obras de arte que crea.

—Sí, nena —le respondo finalmente, susurrando mis palabras


contra su oído, con un escalofrío recorriéndola, mechones de
cabello abanicándose en su rostro.

Ella traga saliva, es casi ruidoso en el silencio de la habitación,


nada más que los latidos de su corazón y los míos, nuestras
respiraciones, la suya mucho más rápida que la mía.

—Mantén las luces apagadas.

Algo se me agudiza en el pecho, un destello de pánico me


atraviesa la vista, las velas y las cerillas me pesan mucho en el
bolsillo. No obstante, asiento contra ella. La mantengo tranquila,
feliz, a gusto. Este no es un lugar para juzgar. Este es un lugar de
libertad.

De seguridad.

—Te tengo, Gracie —y es como si mis palabras significaran mucho


más en este momento, como si ella supiera que son ciertas.

Ella se aprieta contra mí, flexionando sus dedos entre los míos.

—¿Quién ha sido? —pregunta en un frágil susurro.

A veces quiere saber más sobre los cadáveres en los que


trabajamos, quiénes eran, qué hacían, quién los mató. A veces lo
sé, a veces no.

—Thorne.

—Nuestro hermano mataría a cualquiera por el precio justo —me


dice, y yo no puedo evitar reír, asintiendo, porque no se equivoca.
No es el dinero lo que le interesa a nuestro hermano mayor, sino
la gente, el razonamiento, el trabajo, la organización de una
matanza.

—Hmm —un sonido pensativo, tranquilo— ¿qué crees que hizo


éste?

En realidad sé lo que hizo éste. Están pasando muchas cosas


ahora mismo si eres un asociado de la mafia, todas las familias
del crimen están organizando una reunión para discutir qué
mierda está pasando, hay discordia en las facciones. Así que están
cayendo cadáveres a diestro y siniestro. Demasiados secretos
derramándose, demasiadas lenguas moviéndose.

—Habló demasiado.

—Ah, una rata —canturrea en voz baja, pues hace poco que ha
conocido algunos detalles más sobre lo que es realmente La Firma.

Después de que los Swallow se instalaran de forma


semipermanente en nuestra casa hace unos años, tuvimos que
empezar a explicarle algunas cosas.

—Qué fría despedida, hermanita.

Un temblor la recorre, vibra en mis huesos, una mueca se arrastra


hasta mi rostro.

—¿Qué necesitas? —pregunto, besando su sien.

Ella empieza a mover nuestras manos, sintiendo la piel bajo sus


dedos, sus palmas acariciando el cuerpo, pensando en eso, en lo
que quiere hacer.

—Un cuchillo de desollar —decide por fin, largos segundos de


silencio antes de pronunciar las palabras entrecortadas.

Dejo que se cierren mis ojos, mi cabeza cae hacia atrás, mi rostro
se inclina hacia el techo, la cabeza un poco mareada, porque toda
la sangre de mi puto cuerpo acaba de correr hacia mi polla.

Besando la parte posterior de su cráneo, suelto sus dedos,


mientras ella sigue trazando sus manos sobre el cadáver. Con los
ojos consumidos por la oscuridad, imagino mis pupilas como
platillos, buscando desesperadamente el más mínimo resquicio de
luz, pero conozco esta habitación, conozco la ubicación de todo,
así que me muevo en la oscuridad. Los sentidos se agudizan, la
pérdida de visión hace que todo sea más ruidoso, más agudo, el
aire se siente más denso, la piel se me eriza.

Mis manos encuentran los cuchillos. Llevo años guardando mis


herramientas en el mismo sitio y la memoria muscular me hace
buscar el cuchillo adecuado. Coloco los cuchillos en el borde de la
losa, las manos de Gracie se mueven delicadamente a lo largo de
mi brazo, hasta mi mano donde mis dedos se cierran sobre el
borde de la losa.

—¿Quieres ayuda, preciosa? —Susurro en la oscuridad.

El corazón me late con fuerza, porque me gusta cuando me da


instrucciones, cuando me dice lo que quiere que haga. Quitarles
un pie, arrancarles la cabellera, destriparlos y dejar que juegue
con sus entrañas. Siento que le estoy dando algo que ansía, pero
también me gusta observarla, quizá más que ayudarla. La forma
en que sus grandes ojos apenas parpadean cuando está
concentrada.

Gira la cabeza por encima del hombro, me mira, y yo no puedo


verla, pero siento sus ojos clavados en mí. Una de sus manos se
dirige a mi pecho, no estoy preparado para eso, mi cuerpo se
estremece ante el ligero contacto, la piel se me pone de gallina.

—No, gracias.

Sonrío, una sonrisa grande y amplia, que probablemente parece


salvaje, pero que se traga la oscuridad.

—Bien, Bebecita, tú a lo tuyo.

Doy un paso atrás, con la intención de apoyarme contra la pared,


acomodarme para el largo trayecto, pero su voz quebrada me
detiene.

—No me dejes sola —es un sonido crudo, desesperado, como si


hubiera arañado sus cuerdas vocales al subir.
Me quedo con la boca abierta un segundo, sé que me está mirando
otra vez y no sé qué decir. En lugar de eso, doy un paso hacia ella
y es como si la tensión desapareciera cuando mi pecho vuelve a
tocar su espalda.

—Estoy aquí —suspiro, tragándome el nudo de emoción que tengo


en la garganta— estoy justo aquí.

La oigo moverse y la camisa de algodón se mueve sobre sí misma


mientras extiende los brazos en mi dirección. Alargo los brazos,
deslizo los dedos por sus antebrazos, remango sus mangas,
doblando los puños hacia arriba, hasta el pliegue de cada codo, y
entonces ella empieza.
Capítulo Catorce

El tiempo parece pasar lento y demasiado rápido a la vez. Aprieto


con los dientes el extremo curvado del fino cordel metálico y
rebusco en el bolsillo las velas y las cerillas.

—No te quedarán bien los puntos si no puedes ver —le digo a


través de los dientes entrecerrados, con la lengua atrapando y el
metal caliente entre ellos, mientras se enrosca alrededor de las
palabras que pronuncio con los dientes cerrados.

—Mmm —tararea en voz baja, como si estuviera de acuerdo, pero


no aprueba lo que le estoy sugiriendo.

La cera se siente casi pegajosa en mis dedos fríos, ninguno de los


dos con mucha ropa, la temperatura de esta habitación helada,
como siempre, para ralentizar la descomposición.

Me pregunto por sus dudas, qué estará pensando, las cosas de las
que no quiere hablarme del todo, los secretos que guarda en su
interior.

Déjame entrar.

—No quiero ver las sombras —una confesión silenciosa que me


revuelve las tripas.

Se me arruga el entrecejo y frunzo el ceño. No hablo


inmediatamente, paciente, esperando a que me dé más, deseando
que me dé más. Pero su silencio se prolonga, es practicado, y sé
que sigue blandiendo un cuchillo entre sus delicados dedos, con el
sonido húmedo de su chasquido contra la carne.

—¿Qué hay en las sombras, Gracie? —Pregunto, pero ya lo sé.


Son alucinaciones de su madre, pero necesito que me hable de eso
como es debido.

Con un ruido metálico, su cuchillo golpea la mesa, como si mi


pregunta la hubiera asustado de alguna manera.

—¿Gracie?

—Cállate, Hunter —sisea mi nombre con un desdén tan agudo que


corta.

Me llevo los dedos a la boca y me quito la sutura que tengo entre


los dientes. Avanzo hasta la mesa y la dejo encima. Las manos se
aferran al borde de la losa, la vela y las cerillas aplastadas entre la
mesa y mis puños. Los nudillos crujen por el duro agarre. Dejo
caer la cabeza entre los hombros, cierro los ojos con fuerza y
respiro hondo.

—Bebecita —me lamo los labios, trago saliva y miro hacia arriba,
al otro lado de la mesa, hacia donde sé que está ella, aunque no
pueda verla. Puedo sentirla, sus ojos clavándose en mí a través de
la densidad de la oscuridad—. ¿Qué encontraremos en las
sombras cuando encienda esta vela?

Su mano golpea la mesa, algo choca, metal contra metal, un


sonido estrangulado atrapado en su garganta, algo que intenta
reprimir. Como si le doliera.

—Dímelo. —Se lo exijo, porque no decimos mentiras.

Ella no me oculta secretos.

No hacemos eso.

No Gracie y yo.

—Ahora, Gracie.

Siento que el aire cambia, que mi columna se endereza, que una


energía nerviosa me llena el pecho, que el frío me cala hasta los
huesos, que me congela en el sitio, que me agarro a la mesa con
tanta fuerza que se me entumecen los dedos. Siento su rabia
como si fuera un latido palpable dentro de esta habitación. Fuerte,
áspero, latiendo a un millón de pulsaciones por segundo, su
velocidad aumenta cuanto más se prolonga el silencio. Ella no
hace esto. Nunca deja que sus emociones se escapen de su
cuidadoso control. Pero a mí me gusta. Lo anhelo. A ella.

Trae el puto dolor, Bebecita.

—Estoy esperando —le digo, hay una tranquilidad viciosa en mis


palabras que ella se sentirá obligada a hacer algo.

Algo violento.

—Si no puedes decirme qué hay en las sombras, nena, encenderé


esta vela —no es una amenaza, es un hecho.

Muy despacio, suelto la losa. Aprieto la cajita de cerillas entre los


dedos, sacando el cajoncito de cartón de su funda. Lo hago sonar,
para asegurarme de que oye exactamente lo que estoy haciendo.
Aprieto la cerilla entre el pulgar y el índice, me relamo los labios,
levanto los ojos por debajo de mi ceja caída hacia los suyos. Y a
pesar de la oscuridad, sé que ella sabe que la estoy mirando.

—Hunter —me quedo inmóvil, la forma en que dice mi nombre, la


súplica en la palabra, la crudeza de la misma—. No lo hagas.

—Dime por qué.

Un sonido ahogado y jadeante me llena los oídos y me cuesta todo


lo que llevo dentro no ir hacia ella. No amarla, no abrazarla, no
salvarla. Pero a veces la mimo demasiado y sé que eso tampoco es
sano. En algunas de las formas en que la protejo, la estoy
ocultando de la vida y no es justo para ella.

—Ahora —es un gruñido bajo, la caja de cerillas de cartón se


dobla bajo mi agarre.

Siempre hace lo que se le dice, ahora está mejor sin reglas, algo
que siempre ha necesitado para pasar el día, una rutina. Pero
ahora no hacemos eso, dejamos libertad, para la mente, para el
cuerpo, hay algunas cosas que le decimos, para que se sienta más
segura, como si tuviera una estructura, pero en realidad no son
reglas. Quiero que ella desee vivir libremente. Pero es una puta
buena chica y hace lo que le digo porque sabe que nunca le diría
que hiciera algo que la pusiera en peligro.
—Gracie —siseo su nombre, justo cuando sus manos húmedas se
acercan a mi garganta.

Momentáneamente desprevenido, suelto las cerillas y los palitos


de madera se desparraman por la piedra al golpearme los pies.
Las manos resbaladizas de Gracie me rodean el cuello con fuerza,
los pulgares me presionan la tráquea y, por un segundo, me
quedo aturdido, con el cuerpo convertido en piedra, porque nunca
antes me había atacado. Y entonces, de repente, ambos nos
movemos.

Mis manos rodean su cintura, los huesos de las costillas se


hunden bajo mis palmas mientras la levanto, sus piernas me
rodean, se elevan sobre mi cintura, la espalda se arquea, los codos
se hunden. Está mojada, toda la parte delantera de su camisa
está empapada, y sólo puedo imaginar que se ha estado limpiando
las manos ensangrentadas en ella.

Apretado contra la coronilla, cierro el puño alrededor de su


cabello, inclinando su cabeza hacia atrás con tanta fuerza que le
cruje el cuello, pero ella no me suelta. Los muslos me aprietan por
la cintura, los dedos pegajosos se clavan en los músculos de mi
garganta. No puedo respirar, y eso me excita, porque lo único que
puedo sentir es cómo su coño desnudo y resbaladizo rechina
contra mis músculos mientras me aprieta entre sus muslos.

Con la mano libre, agarro su mandíbula, la barbilla atrapada en la


red de mis dedos pulgar e índice, aprieto sus huesos, aplicando
presión con los dedos sobre un lado de su cuello. Sus uñas se
clavan en la piel de mi nuca, el cabello atrapado entre sus dedos,
jadea, su aliento se abanica sobre mi rostro con fuerza y rapidez.
La estoy lastimando, pero aún puede respirar, a diferencia de mí.
Sus manos se aflojan lo suficiente para que pueda recuperar el
aliento mientras tiro de su cabeza hacia atrás. La mano se mueve
rápidamente para sujetar su nuca, la otra sigue apretando
dolorosamente su mandíbula.

—Ya basta. —La palabra se desgarra entre mis dientes,


autoritaria, áspera, lo bastante severa para que ella vacile—.
Suéltame, Gracie, de una vez. Ahora.
Sus manos caen de mi garganta, mi agarre en su rostro se afloja
al instante, mis dedos en su nuca se relajan y ella cae hacia
adelante. Su cabeza se hunde en el pliegue de mi cuello, lágrimas
calientes humedecen mi piel desnuda, pero ella está en silencio,
no hay sollozos, ni respiraciones agitadas, ni evidencia de llanto
excepto por las gotas saladas que recorren mi pecho.

Acaricio su espalda, aspirando aire para mis pulmones marchitos,


y apoyo el otro brazo bajo su culo, donde se aferra a mí como una
niña pequeña.

—Quiero ayudarte —murmuro contra su cabello, con la mejilla


apoyada en su cabeza.

Se estremece entre mis brazos y se aferra a mí con una fuerza


impecable, como si temiera que la dejara marchar.

Nunca te dejaré marchar, joder.

—Deja que te ayude —le repito suavemente, una y otra vez,


tranquilizándola—. Estamos a salvo en la oscuridad, ¿verdad,
nena?

Ella asiente contra mí, un “sí” muy tranquilo que me calma en el


momento.

—Estamos... —vacila, como si no estuviera segura de poder


decírmelo, y la culpa me corroe por dentro como una bestia
salvaje—. Siempre se está a salvo en la oscuridad —traga saliva,
pero me doy cuenta de que no ha terminado, de que hay algo más
esperando a ser liberado—. Pero no siempre se está a salvo en las
sombras —susurra entrecortadamente, pero la oigo perfectamente
por encima del tamborileo de su corazón—. Hay cosas que quieren
hacernos daño allí, Hunter.

Dejo que se tome su tiempo, deslizo mi mano por su nuca y mis


dedos pasan suavemente por su cuero cabelludo. Mis ojos se
cierran, nada que ver en la habitación en penumbra.

—No puedo... no quiero verla —murmura las palabras contra mi


hombro, sus labios regordetes mojados por las lágrimas, le
acaricio la nuca, mi mano se extiende sobre su cráneo,
manteniéndola arropada contra mí—. Y siempre está ahí.
Pienso en lo que diría papá, en cómo le aseguraría que está a
salvo, en algo sobre enfrentarse a los miedos. También pienso en
Thorne y en cómo le explicaría los entresijos de la muerte, cómo
los cadáveres no son seres animados que te persiguen en las
sombras. Y cómo Arrow sería amable con sus palabras, le
ofrecería algún tipo de consuelo y le acariciaría el dorso de la
mano.

Ninguna de esas cosas va a funcionar con mi chica.

—Gracie —mi voz áspera, no más que un susurro—. Tu madre ha


muerto. —Se pone rígida entre mis brazos, pero tiene que
entenderlo sin adornos ni suavidad—. Tú la mataste.

Es la primera vez que lo digo. Medio asustado de lo que pueda


pasar si lo digo así de claro. Y de repente me siento totalmente
responsable de que esta mierda, estas alucinaciones, esta psicosis
sea culpa mía. Por no hablar de esto apropiadamente, de
inmediato. Yo sólo, seguí adelante. Pensando que ella también lo
hizo. ¿Cuánto tiempo lleva pasando esto?

Su respiración es rápida, un jadeo brutal, caliente contra la piel


fría de mi cuello, erizándome el vello de los brazos y la nuca, pero
no me detengo y ella ya no llora.

—La apuñalaste treinta y ocho veces —eso le susurro, con


asombro, directamente a la oreja, mis labios rozándola, su cabello
separando nuestras carnes—. Con un abrecartas.

Su aliento le revuelve el cabello, ella se estremece y yo noto cómo


su coño desnudo se aprieta contra mis abdominales. Beso un lado
de su cabeza, mi mano sigue siendo suave, pero mi polla está cada
vez más dura.

A los dos nos gusta este juego peligroso.

Aprieto los dientes, las fosas nasales se dilatan, inhalo una


bocanada de ella, madreselva, helechos, dulce, amaderado. Dejo
que me calme. Es todo lo que puedo hacer para no follármela en
este momento, los pensamientos de ella pidiéndome que la
acompañe al infierno, cubierta de sangre después de asesinar a su
madre, pasan por mi cabeza como una película. Un gemido me
sube por la garganta, grave y salvaje, y ella tiembla entre mis
brazos.

—No puede atormentarte, hermosa chica, porque tú te aseguraste


de que nunca más pudiera-atormentar-a-alguien.

Con los dientes clavados en un lado de su garganta, se aprieta


contra mí, con el coño desnudo húmedo, caliente y desesperado.
Me cubre con su excitación, sus muslos me aprietan con más
fuerza, me inclino hacia adelante, la golpeo contra la losa y ella
chilla, joder.

—Eres el monstruo más grande en las sombras, Bebecita. Tú.

Jadeando debajo de mí, mi boca incapaz de detener su viaje a


través de su mandíbula, mordiendo y chupando más fuerte, ella
gime, siguiendo el sonido necesitado con un gruñido propio
mientras muevo mis caderas contra ella.

—Enfrentémosla juntos —le digo en un lado del rostro,


mordiéndole el pómulo.

Me clava las uñas en los hombros, los dedos se enroscan en los


músculos y me tira hacia ella, con el cuerpo tendido sobre el
cadáver mutilado que tiene debajo. Aún no lo he visto, pero estoy
seguro de que es una puta obra maestra. Mi polla palpita donde
presiona su coño chorreante, su humedad empapa mis finos
joggers. Mi lengua penetra en su boca, largos y desesperados
lametones sobre sus labios, la parte superior partida por mí, el
sabor a cobre alimentando nuestro beso.

—Hunter —es un jadeo, un sonido corto, lo único que me separa


del tintineo de la mesa metálica contra la que me la follo en
seco—. Para.

Retrocedo y me doy cuenta de que sus piernas ya no me rodean,


sino que cuelgan sin fuerza del borde de la losa. Parpadeo en la
oscuridad y me paso una mano por el cabello, deseando poder
verla, deseando saber qué está pensando.

—¿Bebecita?
—Quiero acabar con ella —parpadeo, su cuerpo se aleja de la
mesa, un suave crujido de telas, sus pies barren el suelo mientras
se acerca a mí, puedo sentirla.

Su mano se acerca a mi pecho, la palma sobre mi piel fría, el


corazón martilleando contra su pequeño puño.

—Bien —digo a regañadientes, los pulmones trabajando horas


extras para recuperar el aliento, pero debería saber que ella
desearía continuar, su mente sólo medio centrada en mí.

No la quiero a menos que tenga toda su atención.

—¿Hunter? —otro susurro, más insegura que antes. Espero en


silencio, conteniendo la respiración, a que termine—. Puedes
encender las velas.

Con la rodilla en la piedra, me agacho sin vacilar, busco primero


una vela, tanteo con los dedos las cerillas derramadas y recupero
algunas y su caja. Me pongo en pie y noto que se acerca cuando
su mano hace contacto con mi antebrazo.

—Estoy aquí y podemos hacerlo juntos —le aseguro,


preguntándome cómo voy a combatir sus demonios si no puedo
verlos.

Respira entrecortadamente y aprieta su cuerpo contra el mío;


confía en mí para que la ayude, para que arregle esto. Hace que
algo dentro de mí se encrespe, y a pesar de ser unos pequeños
paganos enfermos y desviados, somos algo más.

—Gracie —me relamo los labios, con el dedo índice enroscado


alrededor de la vela y los dedos pulgar y medio agarrando la cajita
de cerillas.

—¿Sí, Hunter? —la suave cadencia de su voz enciende un fuego


en mi alma, la forma en que cualquier cosa que esté a punto de
decirle será asumida en ella como evangelio.

—Bebecita, estamos rotos. Tú y yo. —El aire silba entre sus


dientes mientras aspira un fuerte suspiro—. Pero somos más
hermosos por eso. El mundo no está hecho sólo para personas
enteras. —Giro la cabeza para mirarla, a pesar de no poder verla,
sabiendo que su rostro ya está inclinado hacia arriba, con los ojos
clavados en los míos—. Algunas personas son sólo pedazos,
fragmentados, afilados y rotos. Pero esas personas...

—Como tú y yo —me interrumpe, y una pequeña sonrisa se abre


paso en mi rostro.

—Esas personas encuentran un alma parecida a la suya, una


oscuridad afín a la suya, y cuando se unen, a pesar de la fealdad
que el mundo les ha infligido, se vuelven enteras. Perfecta,
imperfectamente completos. La cosa es, Gracie —y sé que tengo
toda su jodida atención ahora mismo y mentiría si dijera que eso
no me hace sentir como un Dios—. Aunque esas personas estén
completas ahora, diferentes a las otras, pero completas de todos
modos. A veces tienen que enfrentarse a cosas que dan miedo,
cosas que dan más miedo que las que tienen que enfrentarse los
demás. Pero pueden hacerlo porque, a diferencia de los demás,
ellos son dos. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo, hermosa chica?

Hay unos lentos segundos de silencio, sus dedos giran


suavemente sobre mi brazo, yo sigo mirando hacia abajo donde sé
que ella me está mirando de nuevo.

—Que no tengo por qué tener miedo. Y porque te tengo a ti, no


estoy sola —no es una pregunta, ella sabe que es la respuesta,
segura y verdadera.

—Somos tóxicos, sucios y locos. Me has infectado como el veneno


más dulce, Gracie. Nuestra enfermedad, las cosas extrañas que
hacemos en la oscuridad, todo eso nos hace completos cuando
estamos juntos. No estás sola, Bebecita, ya no y nunca más.

Es una confesión, y pienso en cuando llegó aquí por primera vez,


aquella mañana después de mi cumpleaños, cuando pensé que
estaba destruyendo todas sus partes inocentes. Pensé que yo era
el veneno, alquitrán espeso y negro inyectado directamente en sus
venas. Chupando su vida, en lugar de infectarla con ella. Tomé su
corazón y lo rompí como si fuera de cristal, pensé que lo hacía por
ella.

La verdad es que estaba asustado, en el momento en que puse


mis ojos en ella, en lo alto de la ventana, quise destruirla, y en el
segundo en que no lo hice... lo hice de todas formas, sólo que no
de la forma que pensaba.

De repente se me hace un nudo en la garganta, la lengua


demasiado grande y seca para mi boca. Pienso en lo lejos que
hemos llegado, me duele el corazón por ella y está jodidamente
aquí. Nunca me hizo trabajar para conseguir su perdón, nunca me
exigió o pidió una explicación. Simplemente volví, recapturé su
corazón sin ningún esfuerzo. Y ahora todo está mal. Me lo ha dado
todo. Y no me lo he ganado. Nada de eso. Soy su dueño. Pero
joder, ella también me posee, y creo que ni siquiera lo sabe. El
poder que ejerce sobre mí.

Soy su jodido esclavo.

Hazme jodidamente adorarte, Bebecita.

—Gracie —la palabra sale como una súplica, una plegaria, una
maldición, la piel se me eriza de inquietud.

—¿Qué pasa? —voz tan suave, tan perfecta, tan sabia. Tan...
Joder. Inocente.

—Es que... —Me lamo los labios, cierro los ojos por un segundo—.
Sólo necesito que sepas cuánto te amo.

Se siente como una confesión, como si no lo dijera lo suficiente,


estoy demasiado ocupado, demasiado absorto, con la mente en
otra parte. Y me recuerda a las palabras que me dijo lloriqueando
junto al lago helado.

—Tengo esta sensación dentro de mí —le repito sus palabras—.


Como si necesitara que lo supieras.

—¿Hunter? —otro susurro, sus dedos se flexionan donde se


enroscan sobre mi antebrazo.

—¿Sí, Gracie? —Le susurro, asustado de romper esta burbuja con


palabras demasiado fuertes.

—Enciende la vela.

Mi índice y mi pulgar siguen su orden antes de que mi cerebro


pueda siquiera registrarlo. La cerilla chispea cuando la golpeo, la
llama parpadea, la sostengo contra la mecha de la vela, el
resplandor naranja baila sobre la habitación de piedra. Parpadeo
ante la luz repentina y los ojos me arden en las órbitas.

Los ojos se posan en la delgada figura de Gracie, que me mira con


los ojos muy abiertos y la cabeza ladeada. Tiene sangre hasta en
los codos, en el cabello, en la parte delantera de la camisa blanca,
donde se ha pasado las manos, y en el rostro. La tela empapada se
le pega a la piel, a sus pezones.

Me sostiene la mirada, su pecho no se mueve, sus pulmones no


funcionan. No parpadea, sus globos oculares no se mueven en sus
órbitas, no interrumpo nuestro momento, sabiendo que me está
mirando en busca de apoyo. Le sostengo la mirada, cautivado,
embelesado, hechizado, embriagado por ella, exhalo un largo y
profundo suspiro.

—¿Quieres acabar con ella ahora, Bebecita? —le digo señalando a


la mujer de la losa sin romper el contacto visual.

Mis ojos se cruzan con los suyos, azul hielo, zafiro oscuro bajo el
resplandor anaranjado de la tenue luz de las velas, avellana
cálida, marrón rojizo y ardiente. Se lame los labios, respira por fin,
jadeos cortos, agudos, casi dolorosos, que silban entre sus
dientes, el pecho agitado bajo la tela empapada de sangre. Sujeto
la vela con fuerza en el puño, la cera caliente se desliza por el
lateral de la vela, sobre mis dedos enroscados, con un suave
escozor sobre la piel partida del nudillo.

—Quiero coserla ahora —susurra por fin, y Dios, qué cosas me


gustaría hacerle cuando me dice una mierda así.

Sus dedos se separan de mi brazo, la mano cae a su lado y se


mueve alrededor de la mesa. Giro mi cuerpo hacia la losa,
acortando la pequeña distancia para alcanzarla. Al principio no
estoy seguro de qué es lo que estoy viendo, y todavía está tan, tan
oscuro... pero esto es simplemente...

—Gracie...

Tiras de piel han sido arrancadas de las espinillas, dispuestas


sobre la carne y el hueso expuestos, algunas partes talladas más
profundamente que otras, desiguales, un poco desportilladas en
algunos lugares. Sujeto la vela cerca del cuerpo, Gracie en el lado
opuesto de la mesa, con los dedos pellizcando el extremo curvado
de la sutura. Llevo la luz más arriba por el cuerpo, todo está
perfectamente intacto, manchas y restos de sangre en algunas
partes, pero no demasiada. Hasta que llego a la garganta.

—Bebecita, ¿le... cortaste la lengua? —Esto es diferente a lo que


normalmente hace aquí.

La miro, la lengua descansa en la palma abierta de su mano libre


como si la exhibiera para mí, una especie de trofeo. Sus ojos ya
están en los míos cuando miro hacia su rostro.

—Sí.

Me quedo mirándola un momento, un poco asombrado, un poco


confundido...

—Bien, ¿qué es lo siguiente? —Pregunto, lo cual me parece


valiente porque no tengo ni idea de adónde va esto.

—Tengo que coser estos trozos —me dice, indicando las tiras de
piel que ha colocado. Asiento, sin dejar de mover la vela sobre el
cuerpo para ver bien—. Y necesito que vigiles a Madre.

—Gracie.

—Por si acaso, Hunter.

Suspiro pesadamente.

—No está en las sombras, se ha ido, se está pudriendo en el


infierno, no va a volver. —La miro fijamente, con expresión
severa—. Ahora sabes que tú eres el monstruo más grande,
siempre lo serás, incluso cuando no esté contigo. Eres suficiente,
Gracie. Fuerte, hermosa, amable, inteligente. Si vuelves a ver a tu
Madre, la matas, Gracie, ¿me oyes? Cierras los ojos, cuentas
hasta cinco, es suficiente, es todo lo que tienes que hacer.
Muéstrale lo poco que te importa; lo poco que ella importa. Tú eres
la oscuridad, Bebecita.
Deja de mirarme y hace girar la aguja curva entre el dedo índice y
el pulgar, antes de mirarme desde abajo de esas espesas pestañas,
con la mirada perdida en la mía. Asiente, una expresión de
determinación cruza sus rasgos.

—¿De acuerdo? —le pregunto.

—De acuerdo.

—Bien. Ahora, empieza a coser, hermosa —asiento, desviando la


mirada hacia los espantosos trozos de carne esculpida mientras lo
hago.

Sus dedos trabajan con delicadeza, tejiendo, tirando y empujando,


atando todas y cada una de las puntadas meticulosamente
colocadas, hasta que los trozos se unen, formando una longitud
de piel de poco más de medio metro. Con la cabeza ladeada, la
cera rodando por mis nudillos mientras la mecha arde ferozmente,
sostengo la vela junto a sus manos. De vez en cuando echo un
vistazo a la fría y oscura habitación para asegurarme de que sabe
que estoy vigilando a su madre.

Cuando termina, unas manos ensangrentadas sostienen con


suavidad la tira de piel hecha de retazos. Con la lengua cortada
cosida en un extremo, me mira con un rostro inundado de una
inocencia que ni el mismísimo Dios podría poner en duda. Sus
labios se entreabren, la sangre mancha sus pómulos, su
mandíbula, su cabello que ha echado hacia atrás. Se lame los
labios, juntándolos, y estoy tan distraído por el movimiento que
casi no oigo su petición.

—¿Que le dé la vuelta? —repito como una pregunta, parpadeando


con fuerza.

—Por favor —tararea, volviendo a mirar la pieza de retazos en sus


pequeñas manos.

Sostiene la vela y, sin mirarme, suelta un extremo del trozo de piel


y aprieta la vela en su pequeño puño ensangrentado. La luz baila
sobre su pálida piel.

—Un poco más atrás —me dice, con los pies descalzos alejándose
de la mesa.
Engancho el brazo bajo la parte superior de la columna y el otro lo
paso por debajo y entre los muslos, levanto y volteo el cuerpo, que
cae de cara sobre la losa de metal.

Gracie recorre con los ojos la espalda del cadáver, de piel suave e
intacta, me mira, mis manos se agarran al lateral de la mesa y me
devuelve la vela. Es la segunda que tengo que encender desde que
ella empezó. La tomo y observo cómo pasa un dedo cubierto de
cera por la columna vertebral del cadáver, casi tímidamente,
deteniéndose en la base de los huesos de la espalda. Da un par de
golpecitos con el dedo en el lugar y luego vuelve a tomar la sutura
curva, sustituyendo el dedo por el trozo de piel, con el extremo sin
lengua hacia abajo.

Observo en silencio cómo se inclina, con sus delicados dedos


apretando la piel y el labio inferior metido en los dientes. Atraviesa
las dos piezas con el alambre curvado, atando cada puntada y
empezando otra, todo perfectamente simétrico. Cuando se
endereza, ladea la cabeza y observa la pieza que acaba de terminar
con los labios gruesos en un mohín curvado, sonríe. Con los ojos
brillantes y el rostro ensombrecido por el resplandor de la vela, me
mira directamente, con las comisuras exteriores de los ojos
inclinadas hacia arriba por la alegría.

—Es una rata —explica con mucho cuidado, orgullosa de sí


misma por los resultados.

Y yo... me quedo mirándola.

Los pensamientos se agolpan en mi cerebro, la sangre corre hacia


mi polla y mi corazón late cada vez más fuerte intentando llegar
hasta allí. En mi silencio, su sonrisa cae, un poco insegura de sí
misma ahora que la estoy observando. Lo entiendo. Pero se
equivoca. Ya sé lo que está pensando y no es eso. Dios, no es eso.

—Joder, eres tan perfecta.

Con el brazo extendido sobre la mesa y mi mano cerrándose


alrededor de su bonito cuello, la empujo hacia adelante,
inclinándome sobre la mesa para encontrarme con ella. Nuestros
ojos se clavan en los del otro, los labios a un pelo de distancia, mi
respiración es su respiración, jadeos cortos y agudos que son
absorbidos por los suyos. Soy yo llenando sus pulmones.

—¿Ves? —susurra, como si creyera que no lo entiendo.

Una sonrisa malvada curva mis labios y mi lengua se desliza por


el labio inferior, atrapando la suya en el proceso. Meto su labio
inferior en mi boca y lo suelto con un golpe seco; inclino la boca
sobre la suya, con los ojos clavados en el perfecto arco de cupido,
una viscosa hendidura hecha por mis dientes. Lo lamo, el labio
superior, la parte plana de la lengua rodando por arriba y luego
por abajo, saboreando, tragando. La inspiro y dejo que mis labios
se peguen a los suyos, mis palabras sólo para que las oiga, para
que se las trague hasta el fondo de su alma.

—Eres tan perfecta, Bebecita, tan, tan perfecta para mí.

La timidez la abruma, mi intensidad, mis cumplidos, mis


sentimientos en carne viva son un poco demasiado, baja la
mirada. La vela sigue ardiendo, me escuece en la mano mientras
gotea, secándose sobre mi piel, un calor, no desagradable, donde
la cera se amontona. Inclino su cabeza hacia atrás, mi rostro
hacia arriba, mi agarre en su garganta castigándola.

—Mírame, hermosa chica, mírame —ronroneo, con las entrañas


tan pesadas que se me retuercen cuando lo hace. Su fuerza es de
otro mundo—. Te amo, Gracie.

—Te amo, Hunter —susurra, sus labios deslizándose sobre los


míos con cada palabra demasiado pronunciada, su lengua
rodando alrededor de las letras con una ronquera que sólo me
hace sonreír más.

—Buena chica —susurro en un gruñido, antes de hundir mi


lengua en su boca.

Nuestro beso es violento, sus manos presionando el cadáver entre


nosotros para mantenerla en pie. Mi dura polla se clava
dolorosamente en la mesa de metal, ella ya está de puntillas
donde la agarro por el cuello, con el pulgar sobre su pulso
palpitante. Su lengua se desliza sobre la mía, desesperada,
lamiéndome la boca, como si intentara comérsela dentro de mí, y
yo se lo permitiría si pudiera. Mantenerla encerrada bajo mis
huesos, nuestras almas físicamente entrelazadas, su corazón
dentro del mío, la mantendría allí egoístamente.

Una de sus manos se acerca a mi rostro, las uñas se curvan en la


piel de mi mejilla, no para herir, solo para sostener, y mi polla se
agita en mis joggers, el pre-semen brotando de la punta. Gimo
dentro de su boca, y su garganta me devuelve un sonido similar,
un gruñido hambriento que me vuelve loco.

Suelto su garganta y arrojo la vela, la mecha se apaga y nos


sumerge en la oscuridad. Con la respiración agitada, me acerco a
ella y, pasándole las manos por debajo de los brazos, la levanto y
la empujo contra la mesa. Con un chillido que se le escapa en una
risita, la tiro por encima del hombro, sus piernas se agitan
salvajemente mientras ella se sujeta con las manos, los dedos se
agarran a mis caderas para estabilizarse.

—¡Hunter! —chilla, de forma aguda y fuerte, demasiado fuerte


para el tímido silencio que hemos construido aquí, pero es
jodidamente hermoso.

—¡Gracie! —Me burlo, y ella se ríe, enterrando su rostro en la


parte baja de mi espalda.

Y así es como acabamos en la ducha del sótano. El chorro helado,


la ropa aún puesta, mi polla enterrada en su dulce coño,
follándonos brutalmente en la oscuridad hasta que nos recibe la
luz de la mañana.
Capítulo Quince

—Han encontrado a Shane O'Sullivan —anuncia papá durante el


desayuno unos días después.

Sólo escucho a medias porque no tengo ni idea de lo que hacen los


chicos cuando salen de esta casa, así que estoy segura de que
Shane O'Sullivan no tiene nada que ver conmigo. Roscoe está
dormitando suavemente en mi brazo, con el trasero apoyado en mi
regazo, bebiendo leche después de su toma matutina. Mi otra
mano agarra una cuchara de plástico morada, extendida para
ofrecer a mi hijo pequeño gachas de avena con bayas en la punta.

River, en su trona, se sienta a mi lado en la mesa de la cocina,


extiende su pequeño puño, recoge el desayuno del extremo de la
cuchara y se lo lleva a la boca cerrada. Sus ojos marrones me
miran confusos cuando se da cuenta de que tiene la boca vacía.
Con la cuchara, se la quito de los labios, de la barbilla, y se la
vuelvo a ofrecer esta vez solo cuando abre la boca.

Atlas está arriba con Hunter, quiere hablar con su papá de cosas
de chicos. No sé muy bien qué significa eso, pero yo no soy un
chico, así que supongo que no importa.

Thorne y Wolf se sientan en sus asientos habituales a ambos


lados de papá, Arrow al lado de Wolf, Raine al lado de Thorne, un
asiento vacío entre Arrow y yo. Le paso la cuchara a River,
renunciando a intentar darle de comer lo último de su desayuno,
solo quiere golpear la cuchara como si tocara la batería, ya comerá
cuando tenga hambre. Un dedo recorre la nariz de Roscoe, los
labios entreabiertos, los brazos por encima de la cabeza, el piecito
se mueve dentro de los calcetines de rayas naranjas, ronca
suavemente. Mi mano sigue acariciando sus pequeños rasgos, su
cabello negro, esponjoso y espeso.

—Fuera de la casa de seguridad más grande de Kelly —continúa


papá, con el cuchillo y el tenedor raspando la porcelana de su
plato.

Arrow me tiende un vaso y lleno de zumo de arándanos. Inclino la


cabeza en señal de agradecimiento, y una sonrisa amable se
dibuja en el rostro de mi hermano antes de que vuelva a prestar
atención a papá.

—Cabeza decapitada expuesta en una estaca.

El traqueteo de los cubiertos se detiene y un inquietante silencio


se apodera de la habitación. Wolf levanta la vista, Thorne también,
pero se miran entre ellos antes de mirar a papá. Inclino la cabeza,
observándolos a los dos, Arrow y Raine, que miran en silencio a
papá. Me resulta incómoda la pesadez de la habitación y miro al
cabeza de familia en busca de algo, porque Hunter no está y Arrow
no me tranquiliza. Pero papá no me mira.

Sus ojos negros están totalmente concentrados en su hijo mayor,


y parece como si de repente todos alrededor de la mesa estuvieran
esperando, aunque no sé muy bien qué. Y entonces, con la misma
rapidez, la tensión de la sala parece desangrarse, como si alguien
la hubiera atravesado, exprimido la herida y succionado el veneno.
Arrow me mira y vuelve a sonreír, con los labios de felpa más
levantados de un lado que del otro, como si le costara un poco
hacerlo.

—¿Qué quieren los Kelly que hagamos al respecto? —Thorne


pregunta con esa voz áspera y rasposa suya, es un sonido seguro
de sí mismo, siempre llama la atención, siempre se le escucha.

La gente siempre escucha cuando Thorne habla.

Se me erizan los vellos de todo el cuerpo, con los ojos fijos en él,
sus anchos hombros enfundados en un traje de chaqueta negro y
una camisa gris pizarra debajo. Tiene las manos juntas sobre la
mesa, el plato desplazado hacia atrás y el cuchillo y el tenedor
colocados juntos encima, lo que indica que ha terminado. El
rostro de Wolf no revela nada cuando lo miro, con las manos
apretadas alrededor de los cubiertos.

—Nada —se encoge de hombros papá, con los ojos oscuros


demasiado abiertos—. Solo mantengo a mis chicos al día —dice
despreocupado, como si solo estuviera entablando conversación,
pero parece que no es eso en absoluto.

Un escalofrío me recorre, Roscoe se agita en mi brazo, siento su


respiración, su pecho subiendo y bajando profundamente, el
latido de su corazón a través de su espalda. Y respiro un poco más
tranquila cuando lo noto todo.

Empiezan a oírse pasos en el pasillo, varios pares de pies, pero mi


oído se centra automáticamente en el golpeteo de unos tacones
que se acercan, y mi mano aprieta instintivamente a mi hijo.

Y es a ella a quien veo primero. Rachel. Cabello castaño brillante,


ojos azules, una sonrisa que me hace chasquear la mandíbula. Yo
nunca podría sonreír así; ni siquiera creo tener los músculos en
las mejillas para hacerlo. Ella es tan... brillante. Perfecta, bonita y
normal. Hunter entra detrás de ella, con una curva en la boca que
no me resulta familiar, y dejo de respirar. Parece... feliz. Y viene a
desayunar con ella...

Me levanto de la silla antes de darme cuenta de que me estoy


moviendo, me pongo a Roscoe sobre un hombro y desengancho a
River de la trona con la mano libre. River gime cuando le quito de
los dedos la cuchara que está golpeando en la bandeja, le rodeo la
espalda con el brazo y lo estrecho contra mi pecho. Solloza más
fuerte, Arrow tira de la silla en la que estaba sentada hacia atrás y
se aparta de mi camino sin rechistar. Todos mis hermanos me
miran mientras doy vueltas alrededor de la mesa, con la mirada
gacha y la respiración contenida porque la repentina ira que se
arremolina en la boca de mi estómago lucha por permanecer allí.

River gime más fuerte y necesito todo lo que llevo dentro para no
reaccionar, para no detenerme, para no pasárselo a papá, que
puede calmarlo con menos de una mirada. Llevaré a los niños a la
sala de juegos, fuera de esta cocina, y me sentaré en un lugar
donde pueda respirar.
—Puedo llevármelo, Grace —titubeo, oigo su voz cuando intento
pasar a su lado, la forma en que siempre dice mi nombre, cuando
considera oportuno dirigirse a mí, me hace rechinar los dientes.

Siempre es diferente conmigo cuando hay otra persona cerca. Más


amable, más sonriente, y lo odio, porque no es real. Sé que no es
real, puedo sentirlo. Pero estoy cansada, he estado viendo cosas, y
me hace preguntarme cuánto de lo que sucede dentro de esta casa
es real. Además, Hunter dijo que lo está intentando, que debería
aguantar un poco más, a ver si sólo me he llevado una mala
primera impresión. Pero todo lo que pasa cuando pienso en eso es
que la ira florece en mi pecho, y mis dientes rechinan, pensando
en él que está pensando en ella...

Y ahora no estoy del todo segura de si es con ella, o conmigo


misma, con quien tengo un problema mayor. A veces quiero
abrirme el cráneo, arrancarme la parte del cerebro que tanto me
molesta.

Levanto la vista y veo a Hunter de pie en el centro del arco detrás


de ella, con los brazos cruzados sobre el pecho. Sus ojos oscuros
me observan, siguiendo cada pequeño movimiento de mi rostro.
Mis ojos se entrecierran ligeramente, lo que hace que los suyos se
amplíen. Giro mi cuerpo hacia ella y mis ojos recorren lentamente
su cuerpo, deteniéndose cuando se cruzan con los suyos.

Su piel es perfecta y el maquillaje aplicado con maestría no hace


más que realzarla, levanta la mano, se coloca un mechón de
cabello brillante detrás de la oreja y estira los brazos. Mis manos
se aprietan con más fuerza sobre mis dos hijos y pienso en poner
su cabeza en una estaca.

—Gracie, entrega a uno de los chicos, deja que Rachel te


ayude —dice Hunter, su voz grave acaricia las brasas de mi
vientre, pero a lo único que se aferra mi cerebro es a la forma en
que dice su nombre.

Ni siquiera le cae bien.

Archer dice que eso ni siquiera importa.


Mis ojos pasan de los de ella a los suyos y los miro fijamente,
observando cómo una de sus oscuras cejas trepa por su frente,
con una cicatriz blanca y desigual tirando del arco.

—No necesito ayuda, Hunter —soy consciente de que mis palabras


suenan como un silbido, de que todo el mundo está escuchando,
observando, asimilándolo todo—. Puedo cuidar de tus hijos
perfectamente.

River se queda en silencio, como si pudiera sentir la tensión, lo


que me hace sentir la peor de las madres. Pero luego se lleva el
pulgar a los labios, se lo chupa, se tranquiliza, deja caer la cabeza
en mi cuello, se acurruca contra mí, y sus ojos también se dirigen
a su padre.

Hunter me mira. Y sé lo que está diciendo, que no es lo que quería


decir en absoluto. Pero no puedo superarlo, y tampoco puedo dejar
de pensar en lo que dijo Archer.

No te tiene que gustar alguien para follártelo. Puedes encontrar a


alguien lo suficientemente atractivo como para simplemente meterle
la polla. Quiero decir, de verdad... ni siquiera te tiene que gustar
tanto mirarlo... Aún así se siente bien, ¿sabes?

Y Hunter es guapo. Rachel es tan bonita. Y yo soy... inusual.

Extraña.

No estoy segura de que me haya importado antes. Hunter está


obsesionado conmigo. Pero no soy bonita como ella, y él ha estado
atrapado en esta casa conmigo por lo que probablemente le parece
una eternidad. Y me pregunto si sólo se queda aquí porque me
gusta estar aquí. ¿Siente que tiene que quedarse conmigo porque
una vez fui su hermanastra? ¿Preferiría que mi padre hubiera sido
decente, para que se ofreciera a llevarme lejos de aquí? ¿Soy
demasiado trabajosa, por qué no entiendo las cosas como los
demás? Rachel sí. Porque ella es normal. Y yo no lo soy.

No creo que cazara a otra persona. Nunca lo había hecho antes de


mí... y hasta hoy nunca se había puesto de su lado en vez del mío.
Y me pregunto si he sido ignorante todo este tiempo o si ahora
sólo estoy viendo cosas que en realidad no están ahí... Pensando
demasiado en ella.

Se me calientan las mejillas y me arde la piel, porque ya no sé qué


es real y qué no lo es.

Me muerdo el labio, el superior casi cicatrizado donde Hunter lo


desgarró, pero no me importa, lo succiono entre los dientes,
royéndolo salvajemente mientras pienso en otra persona
tocándolo.

Rachel tocándolo.

Cualquiera...

Le cortaría los dedos.

Y yo he tenido tres bebés; ella no ha tenido ninguno. Ella no


pierde leche materna, ella no se queda despierta toda la noche
mirando a sus hijos, asegurándose de que nada les haga daño.
Ella lleva jeans ajustados, su culo es redondo y alto, sus caderas
no son demasiado anchas, su piel nunca ha visto una estría.
Pienso en las líneas blancas que tengo ahora, zigzags que me
atraviesan el vientre, las tetas, las caderas. Aprieto tanto los
dientes que me cruje la mandíbula y cierro los ojos con fuerza.

¿Por qué todo el mundo en esta casa está tan obsesionado con ella?

Incluida yo.

La odio.

Hay algo malo en ella.

Puede que a mí también me pase algo.

—Disculpa, por favor —pienso en lo que Thorne siempre me dice,


pronunciar mi petición en voz alta, mantener la cabeza erguida, la
mano de River enredada en mi cabello, su cálido aliento
reconfortante contra mi garganta, dándome fuerzas para ser
asertiva.
Rachel sigue allí de pie, medio bloqueándome el paso, podría
pasar a hurtadillas si girara el cuerpo hacia un lado, pero no lo
hago. La miro fijamente, con los brazos aún extendidos en
dirección a River, y siento una necesidad incesante de romperle las
putas manos. Ella parpadea, mirándome como si fuera estúpida. Y
creo que eso es todo. La forma en que toma el control de mis hijos
cuando ya estoy lidiando con ellos, arrebatándole un palito de
queso de la mano a mi hijo, regañándolo con palabras realmente
destinadas a mí. Las miradas que me lanza cuando no hay nadie
más cerca.

Cree que soy tonta...

Yo tampoco creo que seas tan lista, pienso para mis adentros,
porque yo soy el monstruo más grande.

No me doy cuenta de que le estoy sonriendo hasta que sus brazos


caen a los lados, la cocina queda en silencio y ella se aparta de mi
camino, dejándome mucho más espacio del necesario. Con paso
lento y pasos silenciosos, avanzo por el pasillo, giro a la izquierda
y entro en la sala de juegos de los chicos.

Atlas ya está sentado sobre sus rodillas, con la parte delantera de


su casa de muñecas rosa abierta y las manos adentro, rodeando
dos muñecos pequeños. Me mira, con la barbilla apoyada en el
hombro y una gran sonrisa en el rostro para mí, antes de mirar a
su hermano.

—¡Ven a jugar, River! —sonríe más alegremente, y River se


retuerce al instante en mi agarre para bajar.

Me inclino hacia adelante, dejo que mi hijo se deslice libremente y


lo sujeto de la cintura de sus pantalones de correr hasta que se
pone de pie, antes de que se abalance sobre Atlas y se lance sobre
su hermano con un chillido agudo. Acaricio la nuca de Roscoe,
zarandeándolo un poco para que se calme, hasta que de repente
Hunter me agarra del codo, el que tengo sujetando a Roscoe
contra el pecho, y me arrastra hacia el pasillo.

Frunzo el ceño y lo miro, tirando para liberar mi codo, pero sus


dedos se mantienen firmes y siento un dolor punzante en el pecho
cuando lo miro a la cara. Se pasa una mano por el cabello oscuro,
se lo aparta de la cara y respira hondo. Nos quedamos en silencio,
yo mirándolo fijamente, él sin mirarme en absoluto, y pienso en
papá casándose con una mujer que ni siquiera le gustaba, y el
picor de mi piel se vuelve tan incómodo que quiero arrancármelo
todo a arañazos.

—La miras como si fueras a arrancarle la garganta —me dice en


voz baja, y no respondo porque, bueno, lo hago.

Pero la forma en que lo dice... no parece exactamente una


reprimenda.

Curioso.

—Gracie.

—Hunter.

Parpadea.

—¿De dónde demonios viene esta actitud?

Le devuelvo el parpadeo, Hunter se acerca a mí, mis pies


descalzos rozan las puntas de sus botas. Sus ojos oscuros
parpadean ante los míos, y me pregunto qué cree ver cuando pasa
sus labios por mi boca y su respiración se acelera.

—Creo que me gusta —me dice ásperamente, con los dedos


apretándome el codo, Roscoe atrapado en el estrecho espacio que
nos separa.

Me muerdo el labio, saboreando la sangre, y la respiración se me


detiene en los pulmones cuando sus ojos oscuros siguen el
movimiento.

—Dime por qué no te gusta, Gracie —me mira fijamente, me pasa


la lengua por el labio superior y sus dientes delanteros tiran de mi
arco de cupido desgarrado.

Apoyo mi mano en su pecho y lo empujo con todas mis fuerzas,


pero sus dientes se hunden aún más en mi labio dolorido y su
cuerpo se aprieta contra el mío. Un gemido me sube por la
garganta y aprieto su camiseta con los dedos. Su lengua acaricia
la mía mientras invade mi boca, abriéndose paso entre mis labios.
Sus grandes manos me asfixian; la que está agarrada a mi codo
sigue apretándome, pero sus dedos masajean los puntos sensibles
que deja tras de sí su agarre; la otra me agarra por la espalda, con
la tela blanca de mi vestido apretada en su mano.

Cuando se retira, jadeo, el sonido casi silencioso entre nosotros,


su boca se abre camino por mi mejilla, un rastro de besos
descuidados sobre mi piel. Roscoe sigue entre nosotros, en el
lugar más seguro en el que podría estar. Ninguno de los dos
permitiría que le pasara nada, no importa a qué tipo de juegos nos
enfrentemos.

—Dímelo.

Tono áspero que retumba en su garganta como un gruñido bajo,


inclino la cabeza hacia atrás, los dedos se retuercen en el suave
algodón de su camiseta, su olor llena mis fosas nasales,
mezclándose con el de nuestro hijo. Hunter huele a bosque, a
musgo húmedo, a margaritas, a arroyo, a nuestro hijo
revoloteando, a ese delicado olor a bebé, fresco y limpio. Cada vez
que acurruco mi rostro contra él, aspirando una bocanada de ese
olor, me siento mejor.

Soy mejor.

No soy Madre.

Pero no quiero hablar de esto.

—Ella me mira como... —Con la nariz crispada, desvío la mirada,


con la atención puesta en nuestros dos hijos mayores, que juegan
tranquilamente en su casa de muñecas.

Hunter me suelta el codo con cuidado y pasa su mano por el


mullido cabello negro de Roscoe. Tiene mis ojos, mi color avellana,
cálidos y llamativos. River tiene mi cabello claro y mi piel pálida,
los ojos castaños oscuros de su papá, con fragmentos de oro que
los atraviesan igualmente. Atlas es nuestra división. Tiene la piel
más oscura y aceitunada de Hunter, el cabello negro y el color de
ojos de ambos, uno marrón oscuro intenso, el otro como el mío. La
mitad inferior marrón oscuro, la superior azul hielo. Sus modales
son todos míos también, pero tiene más vida que nosotros dos
juntos.

Es tan hermoso.

—¿Te mira como qué, hermosa chica? —Hunter pregunta en voz


baja, mis ojos giran lentamente hacia los suyos, con el rostro
inclinado hacia el lugar donde su mano recorre la espalda de
Roscoe de arriba abajo, con los ojos clavados en los míos.

Con la boca seca, miro hacia abajo, mis pies descalzos, de piel
pálida y uñas pintadas de blanco, descansan sobre la punta de las
botas de Hunter. Me balanceo ligeramente, nuestro hijo dormido
es nuestra ayuda, apaciguando a nuestros demonios. Tengo unas
ganas irrefrenables de llorar y me inclino un poco más hacia él,
devorando el pequeño espacio que nos separa. Hunter observa mi
rostro y, aunque vuelvo a tener la mirada perdida, sé que me está
observando. Puedo sentirlo. Siempre siguiéndome. Manteniéndome
a salvo.

—Como si fuera extraña.

Alas de colibrí, así vibra el cuerpo de Hunter, su mano en mi


espalda baja acariciando suavemente mi columna, un peligroso
contraste con el apretón de su fuerte mandíbula.

—Y cuando...

Su atención se centra en mí y las palabras se disuelven en mi


lengua. Ladea la cabeza, con la expresión de su rostro en blanco,
su cara y su cuerpo es lo único que llena mi visión. Desliza una
mano entre Roscoe y yo, por debajo de su vientre redondo,
rozándome el pecho con los nudillos y rodeando a su hijo con la
mano. Lo gira, estrechando a nuestro hijo dormido contra su
cuello. No me quita los ojos de encima mientras lo acomoda y le
pasa la nariz por encima de la cabeza. Se me calientan las
entrañas al verlo con nuestro bebé.

El aire es pesado, un manto espeso que me deja helada. Me


muerdo el labio, trago el sabor de la sangre, mi respiración se
acelera cuanto más me mira en silencio. Y entonces su mano se
levanta, me rodea el cuello, y al instante me siento mejor.
—¿Y cuándo...? —me pregunta, queriendo que termine.

Todas las cosas que creo que quiero decir sobre ella mueren, con
la forma posesiva en que me rodea, sus manos tan, tan suaves
sobre nuestro bebé. Su otra mano me sigue tranquilizando, pero
de otra forma, rodeándome la garganta. Con el pulgar y el índice
controlando mi mirada, presionando mi mandíbula, pero me
siento segura, dejando que él tenga el control. Mi cerebro se relaja,
los músculos se derriten y dejo que me sostenga, mis ojos se
cierran y su aliento me recorre el rostro.

Se inclina hacia adelante, me acerca, mis pies se deslizan sobre


sus botas, el pulgar y el índice me dirigen, inclina mi cabeza hacia
atrás. Mis ojos se abren, los suyos sobre los míos, sus labios
inclinados sobre los míos. Me estremezco y suelto un suspiro
ahogado.

Con las pupilas dilatadas, sus ojos recorren mi rostro, bajan hasta
mis labios y vuelven a subir por mi rostro. Fragmentos rotos de
oro se abren paso entre el marrón intenso, y su labio superior se
levanta sobre los dientes en una sonrisa perversa. Se me acelera el
corazón, me hierve la sangre. Saca la lengua, cálida y húmeda, y
la pasa por mis labios entreabiertos.

Una brusca bocanada de aire frío me atraviesa los pulmones


mientras jadeo, con un suave gemido de necesidad susurrándome
entre los dientes. Mis muslos se aprietan bajo la vaporosa tela de
mi vestido blanco de algodón. La pesada cárdigan de punto azul
claro que cubre el vestido se desliza por uno de mis hombros y se
acumula en la parte interior de mi codo, del brazo donde mi puño
se agarra a la camiseta de Hunter. Me estremezco y la piel
expuesta se me eriza en el aire frío de la gran casa.

El calor de Hunter, Roscoe entre nosotros, se filtra en mi piel, la


mano de Hunter caliente alrededor de mi cuello. Arqueo los pies,
me pongo de puntillas, en equilibrio sobre las botas de Hunter, y
frunzo los labios, deseando, necesitando, deslizarlos sobre los
suyos.

Unos dedos me aprietan la garganta, me cortan el aire, los ojos se


me llenan de lágrimas y lo miro de forma sombría. El corazón me
late tan fuerte que me pregunto si podría estallar en llamas.
—Dímelo.

El áspero gruñido retumba entre sus dientes con un siseo, sus


afilados caninos clavándose en la punta de mi pómulo, haciendo
que las lágrimas reunidas se derramen. Me caen por el rostro, con
los pulmones encogidos y contraídos por la nada, desesperados
por el permiso de la vida.

Moriré por tus manos, chico guapo, y no me importa.

Lo anhelo.

A nosotros.

A ti.

Esto.

Quiero que me hagas pedazos, que susurres que me amas, me


rompas, me hieras y me de caza.

Que me aceches.

Que me persiga.

Que me duela.

Siempre quiero hacer daño.

Pero no sin ti.

Nunca sin ti...

Siempre te necesito.

Te necesito, Hunter.

Sálvame de mí misma.

Los dedos de Hunter se flexionan, reajustándose justo cuando los


bordes de mi visión se oscurecen, permitiéndome respirar sólo un
momento, la lengua lamiendo ambas mejillas, recogiendo mis
lágrimas en su lengua. Se echa hacia atrás, con la boca abierta y
la lengua fuera, como si quisiera que yo lo viera, antes de acortar
la distancia y sus labios se ciernen sobre los míos. Hambriento y
desesperado, lento y suave, amor y ternura. Algo en lo que somos
buenos y no tan buenos, pero lo hacemos, a veces, el uno con el
otro, ser gentiles.

Mi lengua lame su boca, largas y lánguidas caricias de mi lengua


sobre la suya. Un gruñido retumba en su pecho, su bestia interior
se agita, su agarre a mi cuello es ligero y controlador. Se retira
lentamente, me mira con los labios hinchados y enrojecidos.

—A ellos les gusta más.

La confesión es un susurro, oscuro, vacío y aterrador, me deslizo


sobre los talones de mis pies, fuera de las botas de Hunter,
enrosco los dedos en la alfombra.

—¿A quiénes, a nuestros bebés? —me pregunta en voz baja, sin


obligarme a mirarlo mientras hago mis confesiones.

Trago saliva con dificultad, niego con la cabeza, avergonzada, y


cierro los ojos con fuerza. Lo siento moverse, el silencio es un
zumbido en mis oídos.

—¿A quién más, Bebecita? —pregunta en voz baja, porque lo sabe,


siempre lo sabe.

—¿A ti? —Susurro en voz tan baja que casi no me oye nada, pero
cuando levanto los ojos para ver los suyos, unos remolinos negros
me aprisionan en sus vicios y me quedo tan quieta que me siento
como convertida en piedra.

Reajusta su agarre en mi cuello, y puedo sentir cómo intenta no


hacerme daño, pero quiero que lo haga. Hazlo.

Hazlo. Hazlo. Hazlo

—¿A. Ti.? —repite, es mi pregunta repetida pero suena diferente


saliendo de su lengua, asqueada, más venenosa.

Esto es. Lo que quería. Lo que necesito.

Trátame mal, Hunter.

Hazme daño.
—Sí. ¿A. Ti.? —Es un susurro, pero hay tanto de mí sangrando en
las palabras que no sé cómo sigo respirando.

La mirada que me dirige, la forma en que me mira, sus ojos


parecen arrancarme la piel de los huesos. Dedos retorciéndose y
arrancándome las venas, hurgando en el desorden de mis
entrañas, mi cerebro, mi corazón, mi alma.

Hunter se lame los labios, como si fuera a devorarme. Se acerca


aún más, baja la cabeza para encontrarse con la mía, nuestras
narices se rozan, su aliento corre entre sus dientes, abanicándose
sobre mi rostro. Me muerde el labio, me aprieta la garganta, cierra
los ojos mientras ataca mi boca como castigo.

Y lo quiero así.

Lo necesito.

Estoy perdida sin reglas.

Haz que te siga, haz que te sirva.

Mi labio se libera, su lengua lame la hendidura, un gemido le


recorre el pecho al saborear mi sangre.

—Te vas a quedar aquí y me vas a esperar mientras voy a buscarla


para que vigile a nuestros hijos, mamá —es casi una burla, por la
forma en que evita usar su nombre, con los ojos clavados en los
míos, intensos.

Y entonces desprende su mano de mi garganta, mis pies


tropiezan, intento incorporarme, ya está de espaldas a mí, con el
rostro dormido de Roscoe sobre su hombro.

Con los pulmones doloridos y la respiración acelerada, me miro


los pies, las manos extendidas sobre el vientre y la tela blanca
apretada entre los dedos. Me corre hielo por las venas y cierro los
ojos para recuperar el aliento. Oigo a Atlas y a River jugar juntos.
El latido de mi corazón retumba en mis oídos, la sangre se
acelera, y siento que empiezo a calmarme, pero entonces resuenan
sus pisadas y mi ritmo cardíaco vuelve a acelerarse. Y ahí está,
con las manos agarrándome bruscamente, arrastrándome por el
pasillo.
Capítulo Dieciséis

La nieve es dolorosa cuando arrastro los pies descalzos por ella,


hundiéndome en la dura capa de nieve, con los tobillos ardiendo.
Astillas de hielo me atraviesan las venas y un escalofrío me
recorre todo el cuerpo. Hunter me lleva a rastras por el camino de
piedras que está oculto bajo medio metro de nieve y me aprieta el
brazo con los dedos. No parece importarle que ninguno de los dos
llevemos ropa de exterior, aunque él al menos lleva botas.

Quiero preguntarle qué hacemos, adónde vamos, pero mi interior


me obliga a guardar silencio, sabiendo que nunca nos llevaría al
peligro. Me duele el brazo y tengo los pies entumecidos, pero
puedo ver rápidamente los establos, la luz exterior es un cálido
resplandor anaranjado bajo las pesadas nubes grises de nieve.
Hunter no me devuelve la mirada, no habla, pero puedo oírle
respirar, ver su espalda agitada por la respiración bajo su
ajustada camiseta negra. La nieve cruje bajo nosotros, sus
pesados pasos lo hunden, mis pies se deslizan por la cima, apenas
me da tiempo a hundirme.

Hunter descorre el pestillo de la puerta cuando por fin llegamos al


edificio de madera oscura, me tira delante de él y me empuja
bruscamente al interior. Siento punzadas de calor en la piel, la
carne helada me duele por la repentina oleada de calor. Cierra la
puerta tras nosotros y yo me quedo a unos metros, girando sobre
mí misma para mirarlo, temblando bajo mi delgado vestido y con
un cárdigan de punto grueso que no es suficiente para compensar
las gélidas temperaturas.

Espero en silencio, observando cómo Hunter se agarra a una de


las puertas vacías del establo, con los dedos gruesos y fuertes
enroscados en la parte superior, la cabeza caída hacia delante
entre los hombros. Un escalofrío lo recorre y su columna se
endereza ligeramente, y es como si viera el momento en que algo
cambia.

Hunter gira la cabeza, aún caída hacia adelante, con los ojos
oscuros desviados hacia la esquina para poder verme. Se lame los
labios, recorre mi cuerpo con la mirada y me hace arder. Pequeños
fuegos se encienden bajo mi piel, chamuscándome desde adentro
hacia afuera y de repente estoy tan caliente que apenas puedo
quedarme quieta.

—¿De verdad crees que alguna vez miraría a otra persona, mujer,
Gracie? —Sus palabras son tan lentas y cuidadosas, me dan
ganas de correr, pero me quedo donde estoy, sin ningún sitio al
que ir.

—Archer dijo...

—Archer dijo... —se ríe entre dientes, interrumpiéndome, un


sonido grave, oscuro y amenazador que sale de lo más profundo
de su ser.

—Archer dijo que no te tiene que gustar alguien para meterle la


polla.

Sus ojos se entrecierran aún más, los tendones de sus antebrazos


se flexionan bajo su cálida piel aceitunada.

—¿Sí? —pregunta tras una pausa demasiado larga.

—Sí —respondo en voz baja, preguntándome adónde va esto.

—¿Crees que me importa una mierda lo que diga Archer? —La


pregunta se me escapa, porque la forma inquietantemente suave
en que lo pregunta me hace retroceder un paso—. ¿Adónde crees
que vas a ir, Gracie? —se burla, con sus ojos oscuros y
entrecerrados fijos en cada uno de mis movimientos.

Y odio que sea con violencia, porque es lo único que deseo.

Algo no funciona en mí.


—¿Crees que puedes huir de mí, Bebecita? —Sacudo la cabeza,
mis pies aún me llevan hacia atrás, desnudos y fríos contra el
hormigón, heno esparcido bajo mis dedos—. ¿Crees que
perseguiría a otra? —Me trago la duda, no contesto—. ¿No vas a
contestarme ahora? ¿No moverás la cabeza? Palabras, hermosa
chica. Usa. Tus. Jodidas. Palabras.

—Puedo huir de ti —susurro vacilante, nada más que establos


vacíos rodeándome, haciéndose eco de mi susurro.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Sabes lo que haré al respecto, hermanita? —La madera bajo


sus manos cruje antes de que suelte la verja, poniéndose
lentamente erguido, da un paso singular hacia mí y mis hombros
se encogen—. Te perseguiré, joder. Te atraparé. Y luego te
castigaré por eso. ¿Qué piensas de eso, Gracie?

—Pienso que jodidamente te gustaría —respondo al instante.

Sus labios esbozan una amplia sonrisa ante mis palabrotas, la


rápida respuesta, sus dientes rectos y blancos como perlas
brillando siniestramente en la penumbra. Se acerca, el aire se
vuelve imposiblemente más pesado y soy consciente de que mi
pecho ya está agitado y que mis palmas me arden donde mis uñas
las muerden. Y mis nudillos crujen bajo mi pálida piel al verlo
acercarse. Se detiene a unos treinta centímetros y dejo de
respirar, observando cómo sus ojos oscuros me desnudan,
arrancando todas las capas que he construido y convirtiéndolas
en cenizas.

Alarga la mano hacia la derecha, hacia el pestillo de la puerta de


un compartimento sin usar. Sus venas brillan bajo el bronceado
natural de su piel, los verdes y azules se elevan por el dorso de
sus manos y suben por su antebrazo flexionado. La puerta se
abre, lo veo de reojo, pero no pierdo de vista a mi depredador.
Nunca debes apartar la mirada, la posibilidad de que te arranquen
la garganta por estar distraído con otra cosa es demasiado alta.
—Métete en la caseta —sisea la orden, la garganta trabajando al
tragar, tensión en la cara, el cuello y los hombros.

En lugar de responder, entro lentamente en la caseta, con cuidado


de no rozarlo cuando se queda a medio camino de la entrada.

—De rodillas.

Tiemblo, mirándolo fijamente cuando me sigue adentro, con las


manos escondidas a la espalda, los ojos fijos en mí, siguiendo
cada una de mis respiraciones. Mi piel está tan, tan caliente, los
establos son cálidos, protegidos del viento y de la nieve, los suelos
están cubiertos de paja que se me clava en las plantas de los pies.
Hunter cierra de un golpe la puerta a su espalda, haciéndome
estremecer, la respiración se me escapa de los pulmones, los pies
me siguen un paso más, la espalda choca con la pared de listones
de madera, el corazón se me oprime en el pecho.

Temblando en el sitio, Hunter me observa, la excitación y los


nervios una deliciosa mezcla de adrenalina corriendo por mis
venas. Me desnuda con la mirada, follándome con los ojos y
furioso a sólo un metro de distancia.

Lentamente, miro al suelo, pienso en desafiarlo, ahora mismo está


siendo paciente conmigo, dándome tiempo para decidir si quiero
seguir sus órdenes o no.

De rodillas.

Siento cómo las palabras se hunden en mí, cómo algo en mi


interior se engatusa con este tipo de atención, cómo las partes
más oscuras de mí me exigen que me defienda, que me mantenga
firme, que levante la barbilla, que le diga que no. Con la
conversación acallada dentro de mi cabeza, me dejo caer sobre
mis rodillas, con las tiras de heno ásperas bajo mis huesos, duele
y me gusta.

—Buena chica —me dice Hunter, y mis labios se separan en un


suspiro silencioso cuando descruza las manos atrás de su
espalda, con una larga fusta negra en una mano.

Mis ojos lo siguen mientras se acerca, la punta arrastrándose por


el heno antes de elevarse lentamente, sin apartar la vista de él. La
punta de cuero presiona mi barbilla, inclinando mi cabeza hacia
atrás. Arriba, arriba y arriba, hasta que mi mirada se fija en
Hunter.

—Ahí está —me arrulla casi en silencio, la piel se me eriza, un


escalofrío me recorre. Inclina la cabeza— Serás una buena chica
para mí, ¿verdad, Gracie?

Asiento y, al hacerlo, el grueso cuero me roza la suave parte


inferior de la barbilla. Tiemblo, la anticipación de lo que está por
venir me recorre como agua helada que se congela rápidamente en
mis venas.

—Haz siempre lo que te digo. Confía en mí.

Parpadeo cuando dice la última parte. La fusta cae de mi barbilla,


recorre mi pecho, mi vientre, la falda de mi vestido, hasta el
espacio entre mis rodillas expuestas. Hunter agita la punta de la
fusta, el cuero casi acaricia el interior de mis rodillas.

—Sepáralas.

Miro hacia abajo, mi pálida piel, casi del mismo tono que mi
vestido blanco, el heno y la paja me arañan las espinillas mientras
mis rodillas se deslizan separándose. Mis mejillas se calientan,
oigo un gruñido bajo retumbando en el pecho de Hunter, la fusta
sigue golpeándome las rodillas, estirándolas tanto que me arden
los músculos. El vestido recogido, los muslos al descubierto, la
larga cicatriz desigual, la entrepierna de mis bragas blancas de
encaje casi a la vista. Sigo mirando hacia abajo, incluso cuando
Hunter vuelve a pasarme la fusta por el cuerpo, el cuero frío, y la
piel se me pone de gallina por todas partes.

—Mírame —la fusta surca el aire con un leve silbido, el calor brota
de repente en la parte exterior de mi muslo izquierdo.

Levanto la vista, respiro con dificultad, Hunter se cierne sobre mí


como un dios oscuro. Mis pezones se fruncen bajo el fino vestido
de algodón, tensos y doloridos, mientras él vuelve a golpearme el
muslo en el mismo sitio.

—¿Sabes por qué estamos haciendo esto? —Hunter me pregunta,


pero no respondo, esperando—. Gracie, cuando te hago una
pregunta, espero una respuesta, así que presta atención. —Lo
miro, con la fusta girando entre sus dedos—. ¿Sí o no?

Asiento, acordándome rápidamente.

—Sí, Hunter.

—Bien —asiente, y mi ritmo cardíaco se acelera. Mis muslos


empiezan a temblar al estar tan separados—. Quiero enseñarte
algo, Gracie —sus palabras son suaves, sus ojos se dirigen a mí,
pesados y oscuros bajo su frente—. ¿Me dejarás, Bebecita?

—Sí.

Sus labios se curvan en una sonrisa siniestra ante mi falta de


vacilación.

—Quiero que me escuches, que desconectes tu cerebro, todos esos


pensamientos desagradables que se arremolinan en esa bonita
cabeza tuya, quiero que los destierres. ¿Puedes hacer eso por mí?

Una sola ceja se alza en su frente, mi lengua humedece mis


labios.

—Sí.

—Buena chica —ronronea, el elogio retumba en su pecho, el calor


se enrolla en mi vientre—. Ahora sólo vas a oír mi voz, la de nadie
más, ni la de Archer, ni siquiera la tuya. Sólo la mía.

—De acuerdo.

—Quítate el vestido, enséñame todo lo que me pertenece.

Tiemblo, nerviosa, sacando los brazos de mi cárdigan, doblándolo


sobre sí mismo y colocándolo a mi lado. Me levanto sobre mis
rodillas, dolorida sobre el suelo implacable. El olor de los caballos,
del cuero, del heno, rico y embriagador, inunda mis sentidos. Con
los ojos fijos en los de Hunter, deslizo los dedos por debajo de los
tirantes, dejo que la ligera tela caiga por mi cuerpo,
encharcándose en el pliegue de mis rodillas. Sus ojos oscuros me
observan y descienden por mi cuerpo, acariciando con la mirada
mis pechos turgentes, la parte baja de mi vientre, la ropa interior
expuesta y mis muslos desnudos.
—Qué hermoso —ronronea, con un sonido áspero y embelesado, y
me hace sentir bien que me mire con hambre, sus palabras en voz
baja, como un néctar que quiero devorar desesperadamente.

Se acerca y yo vuelvo a ponerme sobre mis rodillas, con el peso


más equilibrado ahora sobre la longitud de mis espinillas y el
vestido recogido alrededor de las rodillas. Hunter me rodea, mi
cuerpo se estremece mientras pasa la punta de cuero de la fusta
por mis pechos expuestos, golpeando mis pezones, el cuero suave
haciendo que mis pezones se tensen aún más. Me recorre un
escalofrío, la fusta recorre mi espalda y él me pasa una de las
trenzas por encima del hombro, golpeándome suavemente el
pecho.

—Quítate las trenzas —me ordena desde atrás de mí, con su


respiración agitada casi más fuerte que la mía.

Con los dedos índice y pulgar aprieto la cinta que rodea el extremo
de la trenza, la suelto y me peino con los dedos. Una vez sueltas
las dos, el cabello cae por mi espalda, Hunter se coloca detrás de
mí, de rodillas, con los muslos aún más abiertos que los míos.
Con las rodillas a cada lado, lleva su mano a mi garganta, musgo,
margaritas, el arroyo, toda su presencia abrumando los olores del
establo.

Uno a uno, sus dedos se enroscan lentamente alrededor de la


parte delantera de mi garganta, su antebrazo inclinado sobre mi
pecho, sujeta mi mandíbula con fuerza, inclinando hacia atrás mi
cabeza, la coronilla contra su pecho. Con el cuello arqueado todo
lo que puedo, levanto la mirada, su cabeza inclinada hacia abajo,
sus ojos clavados en los míos.

—Abre la boca, saca la lengua —susurra la oscura orden, una


calma siniestra asentada en las palabras.

Abro la boca, una respiración agitada me asalta los pulmones al


jadear, Hunter me roza agresivamente con el pulgar el labio
inferior, tirando de él hacia abajo y dejando al descubierto los
dientes. Una especie de gruñido estrangulado amenaza con salir,
pero lo contengo,
—¿Me amas, hermosa chica? —pregunta en un susurro lacónico,
su rostro invertido en mi visión, yo asiento, con la boca abierta, la
lengua afuera, lágrimas en los ojos ante la mordacidad de su
agarre en mi mandíbula—. Tan perfecta, Gracie —susurra, con los
labios contra mi sien, la punta de la lengua atrapando una
lágrima que se derrama.

Tararea y se echa hacia atrás, con la cabeza aún apoyada en su


pecho, las tetas hacia afuera y la columna curvada. Me mira, con
una mezcla de emociones en su hermoso rostro, ojos oscuros de
ébano, negros como el cielo nocturno, con un fascinante brillo
dorado. Me escupe en la lengua. Con el pulgar acariciando la
parte inferior de mi rostro, siento su saliva deslizarse hacia atrás,
mi lengua aún extendida para él. Me observa, la adoración por
encima de todo atraviesa sus partes más oscuras.

—Traga —susurra, la palabra densa.

Violentamente, me estremezco, la piel se me pone de gallina, mis


labios se cierran, me lo trago y al instante me recompensa con un
profundo y retumbante gemido de satisfacción. Se aprieta contra
mí, se mueve sobre sus rodillas, mi peso me atrae hacia él, su
polla ya está dura, clavándose en la parte baja de mi columna.

—No te muevas —me dice en voz baja, rozándome la oreja con los
labios.

Se levanta, me rodea y se detiene a unos metros. Mira hacia abajo


y, con la fusta en la mano, me echa el cabello hacia atrás,
apartándolo delicadamente de mi hombro. Se lleva la mano a los
jeans, los desabrocha y baja la cremallera con destreza. Con el
talón de la mano, empuja lentamente la cintura abierta, baja
también los bóxers negros y su polla se libera, gruesa y dura,
brillando en la punta por el semen. Me observa atentamente, con
la mano acariciando la polla y el pulgar rodando por la punta.
Inclino la cabeza, me relamo los labios, con los ojos fijos en los
gruesos dedos que aprietan su polla.

—Arrástrate hacia mí —susurra su orden, el espacio tranquilo que


hemos creado aquí a última hora de la mañana, el sol desterrado
detrás de las oscuras nubes de nieve, cerrando el paso a la luz, se
siente seguro.
Con las manos extendidas sobre el hormigón y una fina capa de
heno en las palmas, avanzo arrastrando los pies. Mi cabello suelto
me dificulta arrodillarme o apoyarme en él mientras me arrastro,
me hace ir despacio. El vestido desaparece de mis piernas a
medida que me muevo y lo suelto de mi tobillo. Cuando llego a
Hunter, quieto como una estatua, silencioso como un muerto en el
sótano, vuelve a colocarme la fusta bajo la barbilla, echándome la
cabeza hacia atrás.

—Qué buena chica —jadea, con los ojos oscuros muy abiertos y
las pupilas dilatadas—. Ahora, llévame a tu boca y ahógate con mi
polla, Bebecita.

Abro la boca, me quito el cabello de la cara, me pongo de rodillas y


paso mi lengua por la punta de su polla, haciendo que se
estremezca. Levanto el dobladillo de la camiseta, se la pasa por la
cabeza y la dejo caer al suelo junto a mí. Mis labios succionan la
parte inferior de su polla, las venas palpitantes bajo mi lengua, lo
meto en mi boca.

Con las mejillas hundidas, trago, con su gruesa longitud apretada


en el fondo de mi garganta, la sal y la tierra pesan sobre mi
lengua. Despacio, levanto la mano y masajeo suavemente sus
bolas, mientras la otra se agarra a su cintura apretada para
mantenerme lo más cerca posible. Mi nariz roza la suave piel de
su pelvis, un fino rastro de vello oscuro me hace cosquillas en el
rostro. Una de sus manos me sujeta la nuca, manteniéndome
cerca, y mis ojos se llenan de lágrimas cuando lo miro con
adoración.

El hambre y la devoción se apoderan de mí al verlo a los ojos,


negros pozos de carbón que se arremolinan, caramelo que
atraviesa la oscuridad, amor. Se me difumina la vista, me invaden
las lágrimas por un motivo completamente nuevo. Sus dedos se
arrastran burlonamente por mi cuero cabelludo, anudándose en
las raíces, el cuero de la fusta descansando contra mi espalda. Un
dolor agudo me desgarra el cuero cabelludo cuando me aparta de
su polla. Hilos de saliva nos unen, mis labios hinchados y
húmedos, el sabor de su semen agrio y limpio en mi lengua.
Respiro con fuerza, los pulmones me arden por el asalto de aire
helado.
—¿Vas a hacer que me corra por ti, hermosa chica?

Lo miro fijamente, con los ojos muy abiertos, los labios


entreabiertos, y asiento con tanta fuerza que me cruje el cuello.
Antes de que me dé tiempo a darme cuenta de sus movimientos,
vuelve a clavarme su polla en mi garganta, que se contrae al forzar
su longitud hasta el fondo, y me atraganto a su alrededor
mientras intento tragar. Hunter toma entonces el control, con
brutales golpes de cadera y ambas manos aferradas a mi cabello.

—Voy a meterte otro bebé, Gracie, ¿quieres? Estar hinchada una


vez más con mi hijo, mi hija.

Sus palabras hacen que mis entrañas se aprieten y tiren, mi coño


está resbaladizo, la humedad se desliza por mis muslos, sabiendo
lo que quiere de mí.

Mis manos se enroscan alrededor de la parte superior de sus


muslos, los jeans todavía alrededor de ellos, la tela áspera bajo
mis palmas calientes. Me aferro a él, dejando que castigue mi
garganta, y entonces me penetra fuerte y profundamente, una,
dos veces, retirándose para que sólo su punta quede succionada
entre mis labios hinchados.

El semen caliente cae sobre mi lengua, mi respiración se precipita


por la nariz mientras me esfuerzo por no tragármelo. Sus gruesos
dedos me pasan suavemente por la nuca, me acunan el rostro
entre sus manos, se arrodillan ante mí y me miran con adoración.

Su nariz roza tiernamente la mía, su boca se inclina sobre la mía,


separo los labios, su lengua lame profundamente mi boca, su
semen pasa de mi lengua a la suya. Me besa salvajemente,
húmedo, descuidado y violento, con los labios apretados. Y
entonces me agarra por detrás de los muslos, la fusta cae al suelo
y mi columna choca contra el hormigón. Me arranca las bragas, la
tela de encaje me aprieta la piel, tira mis piernas abiertas sobre
sus hombros y me mete el semen de su boca en mi coño.

Follándome con su lengua, mi espalda se levanta del suelo, su


lengua exorciza nuestros demonios. La coronilla de mi cabeza
presiona el suelo con tanta fuerza que las estrellas se disparan
bajo mis párpados apretados. Jadeando, con las manos
aferrándose a mis costados y las uñas clavadas en el suelo,
Hunter me inmoviliza, con su gran mano extendida sobre mi bajo
vientre, presionándome hacia abajo, abajo, abajo. Empujo contra
él, mi cuerpo se agita contra su rostro, su boca lame y chupa mis
pliegues, mi clítoris, su lengua penetra en mi interior y me corro.
Me estremezco a su alrededor, con espasmos musculares.

El éxtasis se despliega dentro de mí, la sangre caliente, el oído


agudo, los ojos fijos en el revuelto cabello negro de Hunter. Sólo él.
Sólo nosotros. Todo a nuestro alrededor se disuelve como si lo
hubieran rociado con ácido. Desapareciendo hasta que sólo
quedamos él y yo.

Sus grandes manos se deslizan bajo mi espalda, sus nudillos


rozan el suelo áspero, me sube a su regazo, me besa tiernamente,
sus labios se mueven sobre mi sien hasta mi mejilla.

—Eres una chica tan hermosa, tan buena, tan jodidamente


perfecta para mí, Gracie, eres tan perfecta.

Entierro mi rostro en su pecho, la piel desnuda me refresca la


mejilla caliente. Cierro los ojos mientras me acaricia la columna
vertebral con las uñas, que suben y bajan suavemente por mi piel.

—Arrodíllate —me ruge en la nuca, con el corazón latiéndome con


fuerza en la oreja.

Me levanta de su regazo, me aparta de él y me amolda con sus


manos afectuosas. Me separa las rodillas, me extiende los dedos,
me separa el cabello para que cuelgue sobre los hombros, con la
cabeza caída hacia adelante. Se mueve detrás de mí, aún de pie,
cuando unos toques de cuero recorren mi espina dorsal,
haciéndome estremecer. Estoy desnuda y expuesta a él, me rodea
como a una presa, su cautiva, algo que aprecia y que quiere
destruir, todo en una horrible combinación. Se coloca detrás de
mí, en cuclillas, y la fusta recorre lentamente mi espalda, el globo
de mi culo y vuelve a subir. Puedo sentir su semen, mezclado con
mi excitación, saliendo de mí, el aire frío contra mi piel húmeda
me hace temblar, me muerdo el labio, cierro los ojos, rezo por la
muerte.

Que él me quite la vida, qué muerte más hermosa.


Siento que mi cabeza salta de mi cuerpo cuando el primer y suave
azote de la fusta cae sobre la base de mi columna vertebral. Al
mismo tiempo, su gran mano golpea mi culo. Mi cuerpo se
balancea hacia adelante con la fuerza, el suave calor punzante en
la columna vertebral, el duro florecimiento del dolor en una nalga.
Los gruesos dedos acarician la carne ardiente, tirando y
separándome al mismo tiempo, la fusta silba en el aire,
conectando con el mismo punto del primer golpe y mi espalda se
inclina, la columna arqueándose y curvándose. Empujo hacia
atrás a Hunter, hacia su mano áspera, el tacto de sus jeans es
una textura áspera contra el calor de mi carne. Su mano se
separa de mi piel, sólo para conectar en mi otra nalga con un
fuerte azote.

Un gemido se abre paso por mi garganta, crudo y estrangulado, mi


cabeza cae hacia adelante, el cabello se desliza a mi alrededor,
ocultándome de la vista.

—Me. Perteneces. —Su voz profunda y tensa, cada palabra


puntuada con una dura palmada de su mano—. Tú. Eres.
Mía. —Las palabras son entrecortadas, gruñendo, y la fusta emite
un sonido agudo al cortar el aire frío.

Me siento cada vez más mojada. El coño chorreando de él, mi


excitación resbaladiza, la combinación de ambos cubriendo el
interior de mis muslos. Cada lugar de mi cuerpo en el que golpea
está ardiendo. Estoy necesitada y desesperada, meciéndome
contra él todo lo que me permite.

—Tan hermoso —ruge contra mi punzante espina dorsal,


inclinándose sobre mí, sus labios pronunciando las palabras
sobre mis azotes, su lengua deslizándose, adorando las marcas
que ha creado.

Se separa de mí, sintiendo la espalda fría por la pérdida de su


cálida piel sobre la mía. Veo sus manos extendidas sobre el
hormigón a ambos lados de mí, donde mi cabeza cuelga hacia
adelante, con el cabello cayendo a mi alrededor como una cortina
dorada. Se mueve entre mis muslos, sus manos se dirigen a mis
caderas y me agarran con dedos desesperados. Siento la cabeza de
su polla en mi abertura, caliente, húmeda y palpitante, antes de
que se introduzca en mi interior, con un gruñido y un gemido de
placer sonando en su garganta.

Me agarra por las caderas y tira de mí hacia él, envainándose en


mi interior con un último y rudo empujón. La carne de mi culo
arde donde me golpeo bruscamente, y las huellas de sus enormes
manos se pintan de rojo en mis nalgas; un gemido sale de mis
labios cuando empieza a penetrarme. Se acurruca sobre mi
espalda, se tumba encima de mí y sus manos me tocan las tetas,
con los dedos, pellizcándome y tirándome de los pezones. Mi carne
hinchada ansía liberarse, cargada de leche, todo tan sensible y
receptivo a sus caricias.

Una de sus manos se desliza por mi cuerpo, su pulgar encuentra


mi clítoris hinchado, me estremezco al contacto, la gruesa punta
de su pulgar lo rodea con fuerza. Mis dedos arañan el hormigón
que hay bajo nosotros, la paja y el heno ásperos y rasposos contra
mi piel. Soy lo único que nos mantiene en pie, su peso sobre mi
espalda, mis manos en el suelo, siento que casi me inclino, que los
codos quieren doblarse, pero las fuertes manos de Hunter me
mantienen erguida.

—Me perteneces. Tu corazón, tu sangre, tu alma, todo lo que


llevas adentro, desde los ojos hasta las putas entrañas, hasta tus
preciosos huesos, Bebecita. Eres jodidamente mía.

Sus caderas me golpean una y otra vez, su mano me acaricia y me


aprieta una teta, sus dedos me tocan todo el área por encima de
donde mete y saca su polla, y es demasiado. Mis manos arañan el
suelo, las uñas se doblan, mi cerebro sufre un cortocircuito, todo
desaparece en la oscuridad por un momento y yo vuelo. Me elevo
tanto que puedo tocar la luna. Jadeo, me deslizo hasta los codos,
pero Hunter evita que me caiga, me sujeta a él, su polla sigue
moviéndose lentamente dentro de mí.

Su mano me sujeta la garganta y me levanta, de rodillas, con mi


espalda pegada a su pecho y una capa de sudor frío entre
nosotros. Sus dedos libres se introducen entre mis labios,
deslizándose por mi lengua hasta mi garganta. La saliva se me
escurre por las comisuras de los labios, el impulso de toser es casi
demasiado fuerte para contenerlo cuando sus dientes se hunden
en mi garganta.
En lo alto de mi cuello, el dolor florece, explotando a través de mis
venas, la presión tan intensa, que las lágrimas se deslizan por mis
mejillas sonrojadas, goteando de mi barbilla, sobre su antebrazo.
El rojo estalla detrás de mis párpados cerrados, manchas de color
que se abren como rosas que se despliegan rápidamente, el calor
recorre la columna de mi garganta, mi cabeza se relaja contra él
mientras la superficie de su lengua atrapa mi esencia carmesí.

Me duelen los músculos del cuello, el calor me recorre la espina


dorsal, la calidez me inunda el coño cuando Hunter acaba en mi
interior. Su polla, dura y palpitante, se abre paso entre mis
músculos contraídos que intentan expulsarlo. Su boca se acerca a
mi oreja, mi cabeza inclinada hacia atrás contra su hombro.
Hunter me sujeta contra él, sus dedos se apartan de mi boca, su
mano arrastra el desorden a mi pecho, sangre, saliva, leche,
lágrimas. Sus dedos se remueven, casi distraídamente, mientras
me muerde el lóbulo de la oreja y se lo mete en la boca con
reverencia.

Desciende por un lado de mi cuello, sobre la piel rota, lamiendo


con la lengua el escozor mientras continúa su magullador asalto a
mi garganta. Cuando me inclina la cabeza, haciéndola girar sobre
un hombro, desciende hacia la clavícula, succionando a lo largo
del afilado hueso. Duele y me hundo en él, dejo que el dolor me
arranque de la realidad, me sumerja en la oscuridad, la seguridad,
el lugar al que Hunter y yo ascendemos en momentos como éste.

Mi oscuro ángel protector.

El mayor monstruo de todos.

—Hay una cosa que pareces seguir olvidando, hermosa


chica. —Me muerde el cuello, succiona la herida fresca y mi
sangre zumba con aprobación mientras drena otro pedacito de mí
y lo consume—. Te pertenezco, Gracie. Tú también me posees,
joder. Tú me ordenas, yo voy donde tú vas. Crecemos juntos,
morimos juntos, nadie más va a ser capaz de llenar eso por mí. El
espacio que cabes dentro de mí, fue tallado por ti, para ti, nada ni
nadie podrá cambiarlo jamás, joder. Te amo, Gracie. Me tienes, me
perteneces, eres todo mi puto corazón negro.
Algo dentro de mí está tan tenso que apenas puedo respirar. No
puedo abrir los ojos, no puedo tragar, no puedo pensar. Me
hormiguea la columna, me arde la sangre, me canta el alma y
siento que me muero.

Pero estoy viva.

Incluso cuando él me hace querer morir.

Por él.

Con él.

Por nosotros.

—Te amo, Hunter.

No puedo evitar las lágrimas que se derraman por mis mejillas, la


forma en que mi pecho duele y se agrieta y mi corazón late de una
forma que quiere explotar, las alas desgarrándose libres para volar
hacia el cielo.

Vuelvo a golpear mi cabeza contra su hombro, una y otra vez, y él


me deja. Me ayuda a exorcizar mis demonios, a purgar mi alma de
dudas, de dolor, de odio. Y entonces me agarra el rostro, me
acuna la parte posterior del cráneo y me roza los labios con los
suyos.

Él empuja y yo tiro, él da y yo recibo, y luego fuerza su aliento en


mis pulmones para asegurarse de que realmente sé que posee
cada parte incompleta de mí. Y luego, yo hago lo mismo, él
respira, yo respiro y es extraño, liberador, pertenencia y posesión.

Nuestra obsesión es negra y depravada. Tallada con bordes


irregulares, afilados y con escurridizos besos ensangrentados. Mi
corazón late por el suyo, y el suyo por el mío.

Y en el establo, aislados del mundo exterior, nos herimos, nos


amamos y follamos, y él es mi dueño y yo soy su dueña y nos
castigamos mutuamente por todos nuestros enfermos pecados
empapados de sangre.

—Esta noche —me dice con voz ronca, horas después, y su voz
profunda me produce un escalofrío—. Yo absolveré tus pecados y
tú absolverás los míos —susurra, repitiendo algo que me dijo hace
tanto tiempo.

—Te amo, Hunter.

—Te amo, Gracie.


Capítulo Diecisiete

Echo los hombros hacia atrás, algo que veo hacer a papá cuando
quiere hablar de negocios. Es la postura permanente de Thorne,
con la cabeza alta, seguro de sí mismo. Me levanta la barbilla
cuando hablamos, nunca fuerza el contacto visual, es solo para
darme ánimos, ayudarme a recordar que puedo hablar libremente,
con confianza, ya no tengo que murmurar entre dientes.

Está bien decir verdades para las que a veces es difícil encontrar
las palabras, decirlas.

He acostado a los niños, Hunter tiene que madrugar, le he dejado


arriba, no le he dicho exactamente lo que pensaba hacer, pero me
ha mirado con complicidad. Siempre lo sabe todo. Me pregunto si
soy muy fácil de leer o si simplemente me conoce tan bien. Quizá
sean ambas cosas. Somos iguales, él y yo.

Mis pies descalzos avanzan silenciosos por el pasillo, mis


pantalones de pijama de seda blanca sueltos y anchos,
meciéndose en la parte superior de los pies, la camiseta negra de
tirantes metida en la cintura y el cárdigan blanco de gran tamaño
puesto por encima.

La luz de la televisión parpadea en el vestíbulo procedente de uno


de los muchos salones que no utilizamos a menudo. Me detengo
cerca de la puerta abierta, aún oculta en la oscuridad, parpadeo y
dejo caer la mirada. Me retuerzo el extremo de una trenza entre
los dedos, el cabello partido en dos, una trenza francesa a cada
lado de la cabeza.

¿Es esto lo que realmente quiero hacer?


¿Intentar hacer las paces, empezar de cero? ¿Con ella?

No quiero sentirme incómoda en mi propia casa. Pero el día que vi


a Hunter y a ella, estaba demasiado cerca. Me perdí sus palabras
en voz baja, pero ella estaba sonrojada, y eso sólo me pasa cuando
me siento de cierta manera, lujuria, ira. Ella no parecía enfadada.
Hunter sí, pero siempre parece enfadado. Es una de las cosas que
más me gustan de él. Que puedo suavizar esa expresión con sólo
estar allí.

Me muerdo el labio, pensando en lo que es real y lo que no. Madre


está muerta. Yo no. Hunter me ama. Las sombras están a salvo.
Rachel es... algo más. Pero no estoy segura de haberla leído bien,
tal vez sea sólo yo. Tal vez la pongo nerviosa, de la misma manera
que ella me pone nerviosa a mí. Tal vez es sólo ella.

Levanto la cabeza, echo los hombros hacia atrás, suelto un


suspiro, doy los dos pasos finales hacia adelante, me giro hacia la
habitación y me quedo justo en la puerta durante el segundo que
tardan en verme. Archer sonríe ampliamente, guiñándome un ojo
con picardía.

—¿Qué pasa, hermanita? —dice en voz baja, lo suficientemente


alto como para ser oído por encima de la televisión.

Con el pecho desnudo, los brazos extendidos sobre el respaldo del


sofá, Rachel a un cojín entero de distancia, pero todavía al alcance
de la mano. La miro fijamente, con sus ojos clavados en los míos,
y ladeo la cabeza hacia un lado; los dedos de Archer pasan justo
por encima de su hombro.

Miro a mis hermanos, los dos más jóvenes, en el sofá de enfrente,


envueltos en la oscuridad, salvo por el ocasional destello de luz
azul que ilumina sus rostros. Arrow está tumbado, con las piernas
abiertas y la cabeza ladeada, apoyada en el respaldo del sofá, con
los ojos clavados en los míos. Raine, a su lado, en una posición
similar, me mira con una sonrisa burlona en el rostro.

Vuelvo a mirar a Rachel, pensando que podría no decir nada, o


podría decirlo con los chicos aquí.
—Me gustaría hablar con Rachel —anuncio en voz baja, con los
ojos clavados en los suyos, ella mira a Archer, que no aparta la
vista de mí.

Me hace sentir mejor, más segura, mantener su atención.

Intenta convencerme, pero no es tan bueno en eso como su


hermano mayor. Thorne, en realidad, la única persona además de
papá que casi siempre tiene razón.

Sin mediar palabra, los tres hombres se ponen en pie, todos ellos
superan con creces el metro ochenta y se elevan sobre mí al pasar,
saliendo de la habitación.

—No tienes un cuchillo escondido en ningún sitio,


¿verdad? —susurra Raine, deteniéndose a mi lado, con su aliento
acariciándome el cabello.

No le quito los ojos de encima, pienso en la bonita navaja morada


que llevo en el bolsillo del cárdigan y no digo nada. Raine se ríe y
sigue a nuestros hermanos al vestíbulo. Espero a que se alejen un
poco antes de adentrarme un poco más en la habitación. Mi
mirada se desvía hacia el televisor, Rachel se mueve en mi
periferia.

En el televisor suena Scream, con el personaje de Billy sonriendo


mientras recibe una puñalada en el estómago. Lo miro un
momento, de pie en el centro de la habitación, con el cuerpo
inclinado hacia Rachel, la cabeza girada y los ojos fijos en el
televisor.

—¿Te gustan las películas de terror? —le pregunto, aún sin


mirarla.

—La verdad es que no —dice en voz baja, y la veo encogerse de


hombros por el rabillo del ojo—. ¿Y a ti?

Siento que una pequeña sonrisa se dibuja en mis labios, pero la


enderezo y esta vez la miro correctamente.

—No —le digo sinceramente— prefiero los libros.


Ella asiente, con los labios apretados, demasiado incómoda,
demasiado caliente, demasiado fría, demasiado tensa, me dan
ganas de atragantarme.

—Tenemos que llevarnos bien, tengo algunas reglas para ayudar a


que eso ocurra —le digo sin rodeos, mi voz baja, suave, en
realidad no tengo una versión dura de mí misma, pero la gente
tiende a escuchar cuando hablo, aunque sólo sea por curiosidad.

Lentamente, ella se inclina hacia adelante, con los antebrazos


apoyados en las rodillas, me mira, todavía en jeans, con un top
ajustado, no me parezco a ella, pero está bien, creo que me gusta
cómo me veo, cómo me visto.

—¿Reglas? —pregunta, y hay humor en su voz que decido ignorar.

Me preocupan mucho las reglas y cómo se supone que se


establecen para mantener a salvo a la gente.

Estas reglas son para mantenerla a salvo.

De los monstruos que acechan dentro de esta casa.

Yo soy el monstruo más grande.

—Tú no eres su madre. Yo lo soy. Esta es mi casa. Estás aquí


porque yo lo permito. Mis hijos son amables contigo porque yo lo
permito. —Mi enfado se dispara con cada palabra, aunque no lo
demuestro, y ella no dice nada para interrumpirme, pero me doy
cuenta de que todo esto le parece divertido—. Si digo que sí a algo
que me piden mis hijos, esa es la respuesta. No me gusta que
menosprecies a mis hijos con palabras dirigidas a su madre. Si
tienes algo que decir, dirígete a mí.

Mi compostura es tranquila y quieta por fuera, y pienso en


Thorne, ojalá estuviera aquí, para echarle un vistazo, robarle algo
de valor. Pienso en todas las cosas que mis hermanos y papá me
han dicho a lo largo de los años, cosas que Hunter ha intentado
reforzar dentro de mi cabeza, y no estoy segura de haber creído
realmente nada de eso hasta ahora.

—No soy estúpida, tonta, boba, si esa es tu suposición de mí,


estás muy equivocada. No me subestimes como madre, como
mujer. No me trates como si fuera inferior a ti. Si no te parece
bien, puedes irte.

—De acuerdo —se encoge de hombros, con una suave sonrisa en


el rostro que no le llega a los ojos.

—Me gustaría que empezáramos de cero —digo a continuación,


ignorando la forma en que la luz del televisor baila entre las
sombras.

Las sombras son seguras.

—Bien —dice sin comprender, pero no reacciono—. Puedo


hacerlo —dice por fin, pero parece tensa, como el aire de la
habitación.

Asiento y me doy la vuelta para marcharme, descontenta por cómo


ha ido todo, porque no me siento mejor con ella, pero si lo intenta,
entonces yo también lo intentaré.

—¿Grace? —me llama cuando llego al umbral y veo a Arrow a mi


derecha, de pie a unos metros por el pasillo, escuchando.

Me giro, con la cabeza por encima del hombro y los ojos fijos en
los suyos.

—Gracias —dice— por dejarnos empezar de nuevo —otra sonrisa


forzada en su rostro.

Asiento, me alejo de ella, de Arrow, y mis pies me llevan de vuelta


a mi dormitorio. Todo el camino me pregunto qué clase de
problemas va a causar en esta casa. Y cuántos de esos problemas
voy a ser capaz de dejar pasar.
Capítulo Dieciocho

Papá dijo que Michael llamó de nuevo. No contestó porque le pedí


que no lo hiciera. Y papá siempre respeta mis deseos. Sólo quiere
que todos seamos felices y si yo soy feliz sin volver a saber nada
de mi padre biológico, eso es lo que se asegurará de que ocurra.

Rachel le pasa a Rosie a un Roscoe dormido, su pequeña sonrisa


es nerviosa cuando me mira dentro del vestíbulo mientras se
prepara para irse. Y no es la primera vez que me pregunto si me
he equivocado con ella. Se me revuelve el estómago de inquietud.

Intento que mi mente no me juegue malas pasadas cuando se


trata de ella.

También le prometí a Arrow que intentaría ser un poco más


amable con ella después de que escuchara nuestra conversación
la otra noche. Sigo sin entender cómo esa acción de enroscar
nuestros meñiques me obliga a cumplir una promesa, pero él dice
que es así, de modo que lo intentaré. Y aparentemente, para que
quede claro, eso implica no arrinconarla contra una pared
mientras sostengo un cuchillo. Quién lo iba a decir.

Papá y los chicos fueron a Londres esta mañana temprano, en


una tarea para los Swallow, uno de ellos parece haber
desaparecido, y su líder está destrozando la ciudad para encontrar
a su gemela. Lo que requiere una familia entera de expertos en
limpieza a su disposición, por lo que Hunter tuvo que dejar el
molino. Dijo que volvería esta noche, aunque los otros no, porque
es San Valentín.

Eso nos deja a Rosie y a mí aquí para pasar el día con los tres
chicos, el día libre para Rachel, y aún es temprano, pero hasta
ahora, ha sido agradable. Calma y tranquilidad. No he tenido que
taparme los oídos con las manos ni he sentido el impulso de
cortarle las cuerdas vocales a alguien con un cuchillo de
carnicero.

River tira del dobladillo de mi vestido blanco que llevo con unas
gruesas mallas de lana abajo; su carita me mira, ojos castaños
oscuros, una sonrisa amplia y dentada. Lo miro a él, abrigo blanco
que hace juego con el mío, con la cremallera hasta la barbilla,
pantalón térmico negro debajo, botas de agua amarillas, gorro del
mismo color sobre su cabello rubio.

—Nieve, mamá —chilla, llevándose los dedos a la boca y la otra


mano a la falda de mi vestido.

Se vuelve hacia la puerta de atrás, tirando de la tela,


arrastrándome detrás de él, cuando de repente se detiene, se saca
los dedos de la boca y me mira con la boca abierta.

—¡Attyyyyyyyyyy! —suelta una risita, observando mi rostro en


busca de la reacción que sabe que va a producirme.

Sacudo suavemente la cabeza, agarro sus manoplas de la cocina


y, arrodillándome, se las paso por los dedos mojados y retorcidos y
doblo la manopla por encima. Oigo los pasos de Atlas mientras
corre por el pasillo hacia nosotros. Al doblar la esquina, aparece
justo cuando me pongo de pie.

—Atlas —digo en voz baja, sus ojos desiguales se desvían hacia los
míos, una sonrisa lenta tuerce su boca, la comisura de sus labios
metida entre los dientes.

—¡Yo voy! —grita, girando sobre sí mismo y corriendo hacia el


vestíbulo.

Oigo el clic del pestillo del armario, su pequeño gruñido por el


esfuerzo cuando descuelga el abrigo. Entonces la puerta se cierra
de golpe, lo que me hace estremecerme de nuevo, y River suelta
una risita, con la cabecita inclinada hacia atrás, la boca abierta y
una carcajada traviesa extrañamente contagiosa. Me muerdo el
labio inferior y Atlas vuelve a entrar en la habitación, con tanta
energía que apenas puede contenerse y choca contra la silla de
papá.

—Atlas —es una reprimenda, que tengas cuidado, y él lo sabe.

Me mira, con los ojos muy abiertos, la mirada perdida bajo su ceja
caída, cierro los ojos y sacudo la cabeza. River me agarra la rodilla
con las manos y entierra su rostro en la parte posterior de mi
pierna, con la boca abierta, mojándome las mallas con su baba.
Atlas se acerca a mí cuando abro los ojos, con el abrigo azul
puesto, el gorro rojo, las botas rojas y la mano extendida hacia mí
con unas manoplas negras. Aprieto sus dedos entre los míos,
River chilla mientras rebota en su sitio, lo suelto de mi pierna,
salgo por la puerta trasera y bajo los escalones, silbando por
encima del hombro a Tyson y Duke.

Los chicos y yo caminamos agarrados de la mano por la nieve


profunda, con pequeños copos esponjosos flotando en el aire frío;
el cielo está despejado y los rayos del sol consiguen abrirse paso
entre las densas nubes de nieve. Los dóberman van delante de
nosotros, levantando nieve mientras corren por ella, rodando y
luego retrocediendo, olisqueando la nieve y arrojándola por
encima de los chicos.

Cuando llegamos al prado, con la casa a nuestras espaldas y el


bosque a nuestra derecha, empiezo a hacer rodar una bola de
nieve y dejo que Atlas la empuje una vez que es lo bastante grande
como para que podamos conseguir la base de nuestro muñeco de
nieve. La nieve me llega justo por encima de los tobillos; las botas
de cuero hasta la rodilla me protegen de mojarme, lo que me
resulta extraño al no poder mover los dedos de los pies con
libertad. Observo cómo Atlas hace rodar la creciente bola de nieve
de un lado a otro con manos cuidadosas.

River corre y salta, se tira al suelo y la nieve se agita a su


alrededor en una nube blanca y esponjosa. Duke se abalanza
sobre él, usando su nariz para hacerlo rodar una y otra vez como
una salchicha de nieve. River chilla de alegría, llamando a su
hermano mayor entre risas entrecortadas. Atlas lo ignora con una
risita traviesa mientras Tyson se lanza también sobre mi pequeño,
acurrucándose en el rostro de River, sus manitas agarrándose a
su abrigo de pelaje corto, alejándolo antes de arrastrarlo de nuevo
hacia él.

—El tío Archer ha dicho que la próxima tiene que ser más
pequeña o no se apilará —me dice Atlas con seriedad mientras
empujamos y hacemos rodar otra gran bola de nieve.

—De acuerdo —asiento, siguiendo sus instrucciones y haciéndolo


exactamente como él me indica.

Una vez colocadas las tres bolas de nieve, una encima de la otra,
saco del bolsillo unas piedras brillantes que recogí del arroyo en
los meses más cálidos. La que guardo en la mesita de noche y que
llevo en el bolsillo desde que saqué a Atlas en mitad de la noche.
Hunter me dijo que podría hacerme sentir mejor, que podría
proteger a nuestros hijos.

Extiendo la palma de la mano, con los guijarros en la mano y la


navaja guardada en el bolsillo. Me agacho, con la mano libre
extendida sobre el muslo, mientras observo a Atlas tomar su
decisión. La concentración en su decisión me hace sonreír. Pasa
las puntas de los dedos por cada una de ellas antes de mirarme,
estudiando mi rostro con embelesada atención, casi me hace
retorcerme, pero me quedo quieta, mantengo su mirada, un ojo
marrón oscuro, el otro dividido, azul hielo por arriba, marrón
oscuro por abajo.

Toma una piedra de color tostado, otra blanca, y me estudia una


vez más antes de darse la vuelta, hacia su muñeco de nieve sin
rostro.

River se echa sobre la espalda de Tyson, como si nuestro perro


fuera un caballo, y luego cierra los ojos. Y pienso en volver a meter
a los dos en casa cuando termine nuestro muñeco de nieve,
porque River ya está empapado y se supone que esta tarde volverá
a nevar.

Atlas levanta la mano y coloca la piedra clara en el lugar del ojo


derecho, mientras que la piedra marrón va a la izquierda. Da un
paso atrás, abre el botón del bolsillo de su abrigo y saca la
zanahoria corta que Rosie le dio en el desayuno. De espaldas a mí,
da un paso adelante y espero que coloque la zanahoria en el lugar
de la nariz. En lugar de eso, utiliza el extremo puntiagudo de la
hortaliza naranja, se pone de puntillas y traza una curva en la
mitad inferior de la cara de la bola de nieve.

Lo repasa varias veces, y mis ojos se desvían de vez en cuando


hacia River, que está a unos metros, con los ojos cerrados y el
cuerpo flácido, colgado sobre Tyson. Duke se acerca a un lado de
ellos, sus ojos también puestos en mi hijo mayor.

Atlas se aleja, caminando hacia atrás hasta chocar con mis


piernas, mira hacia arriba y luego, mientras yo miro hacia abajo,
con una suave sonrisa en el rostro, se lleva la zanahoria a los
labios y le da un gran mordisco. Me rio, sin esperármelo, y él se
ilumina más.

—Tu nariz no se parece en nada a una zanahoria, mamá —me


susurra Atlas, con los dientes crujiendo su bocado antes de
tragar—. Eres tú.

Parpadeo rápidamente, levanto la vista, miro al muñeco de nieve,


y es como si mis ojos me estuvieran devolviendo la mirada,
mientras mis ojos reales se llenan de humedad.

—¿Por qué? —Pregunto en voz baja, tragándome el nudo de


emoción que tengo en la garganta.

Incapaz de volver a mirar a mi hijo, me quedo mirando la pequeña


sonrisa que se dibuja en el rostro del muñeco de nieve.

—Porque eres mi persona favorita —me susurra—. Y nos proteges.

Levanto la mano y una lágrima se desliza por un lado de mi nariz,


me la limpio rápidamente y parpadeo con fuerza para aclarar mi
visión. Pongo las manos sobre los hombros de mi hijo y aprieto
suavemente. Miro su suave rostro, su cabeza inclinada hacia
atrás, apoyada en mis muslos, y me pregunto cómo es posible que
Hunter y yo pudiéramos hacer algo tan suave. Tan cariñoso. Tan
amoroso. Tan inocente. El corazón me late con fuerza, contengo la
respiración, le hago un pequeño gesto con la cabeza y él sonríe
tanto que se me agita el estómago.

Duke emite un gruñido grave, mis ojos se dirigen a los suyos, su


mirada se centra en la línea de árboles, la mirada de Tyson
también se centra allí, Duke da un paso adelante, protegiendo a
mi hijo dormido. Sus orejas puntiagudas se levantan, las colas se
enderezan, los músculos se tensan en la espalda de Duke. Atlas
mastica su zanahoria, completamente inconsciente de lo que está
pasando, cuando el vello de mi nuca se eriza.

Lentamente, giro la cabeza hacia el muñeco de nieve y dirijo la


mirada hacia la arboleda. Cuatro grandes figuras vestidas de
negro permanecen inmóviles entre los árboles, expuestas por el
blanco brillante de la cubierta del suelo, las sombras bajo los
densos árboles resaltadas por el reflejo de la nieve. Me relamo los
labios para mantener la calma. Sé que son reales, los perros no
suelen percibir cuando veo a Madre. Esto es real. Y mis hijos
están en peligro. No son visitantes, o habrían estado usando la
gran aldaba de la puerta principal de nuestra casa.

Giro a Atlas agarrándolo suavemente por los hombros y me


agacho lentamente, con la zanahoria suspendida a medio camino
de su boca, frunce el ceño ante lo que ve en mi rostro.

—Atlas —digo en voz baja, con la mirada fija en las figuras


inmóviles de los árboles. Me relamo los labios y trago saliva—:
Necesito que hagas algo muy importante para mamá.

Sus ojos desorbitados se cruzan con los míos, antes de asentir


despacio, con la mano que lleva la zanahoria a un lado.

—Necesito que lleves a tu hermano de vuelta a casa rápidamente,


vas a tener que correr con los perros, ¿bien? —Tyson gruñe y yo
trago con fuerza, siento como cuchillas de afeitar dentadas
durante todo el trayecto—. ¿Recuerdas ese espacio especial que te
enseñó papá, donde tú y tus hermanos estarían siempre a salvo?

Atlas asiente con seguridad, una mirada de determinación en su


rostro, miro por encima de su hombro, viendo las figuras
ennegrecidas que se acercan sin prisa.

—Donde tú y papá siempre nos encontrarán —dice, con las cejas


juntas.

—Sí, necesito que vayas allí ahora y no mires atrás, ¿bien? Lleva a
River y a Roscoe allí, y no salgas de allí hasta que tu papá, tu
abuelo o uno de tus tíos venga a buscarte, ¿de acuerdo? Por nadie
más.

—¿Y tú? —pregunta con un temblor en el labio inferior que me


parte el corazón.

—Mamá se va a ir un momento, cariño —le digo en un susurro


ahogado, pasando mi mano por su cabeza y el pulgar por su
mejilla—. Eres el valiente de mamá, Atlas, vas a cuidar de tus
hermanos. ¿Sabes dónde guarda mamá la bolsa de los
pañales? —confirma con la cabeza—. Buen chico —digo con un
suspiro de alivio.

El corazón me late cada vez más fuerte en el pecho y creo que está
a punto de estallarme cuando se inclina hacia mí, me besa la
mejilla y camina directamente hacia los perros, despertando
suavemente a su hermano y tomando su mano mientras se pone
en pie.

—Váyanse a casa —les ordeno con severidad, mirando a los dos


perros, y los cuatro, los dos perros y mis dos hijos, de la mano,
echan a correr con los perros pisándoles los talones.

De pie, respiro hondo, doy un paso al frente, rodeo al muñeco de


nieve, mantengo las manos sueltas a los lados y espero. Me han
preparado para esto, Thorne me ha dicho que si algo así ocurriera,
en inferioridad numérica y de armas, sin nadie en casa, debo
dejarme atrapar. Hunter gruñendo al respecto, antes de decirme
que siempre me encontraría.

“Siempre te encontraré en la oscuridad, Gracie”.

Dejo que esas palabras se hundan en mí.

Pienso en Wolf diciéndome que soy más capaz de lo que creo, en


Arrow diciéndome que tengo un buen corazón. Thorne sonriendo
de esa manera que sólo lo hace por mí y por los chicos,
diciéndome que soy fuerte. Archer riéndose de mis chistes sin
gracia, rodeándome con su brazo para consolarme. Raine
diciéndome que no revele mi ventaja demasiado pronto, guarda tu
arma hasta que realmente la necesites, no dejes entrever que
tienes una.
Soy letal.

Soy mi propia arma.

Algo extraño y subestimado.

“Eres la oscuridad, Bebecita”.

Hombros atrás, me mantengo erguida, el rostro despejado, me


trago mi miedo, la ansiedad por dejar a los chicos, pero ninguna
de estas personas parece estar interesada en ellos. Quiero
mantener su atención, así que cuando están a distancia
prudencial, unos diez metros, corro.

Vuelo hacia la derecha, hacia los árboles que tan bien conozco y
amo. Nieve compacta y dura. Mis dientes castañean, mis brazos
bombean, la tela de mi abrigo se agita cuando mis brazos pasan
sobre mis costados. Vuelo entre los árboles, el pánico me araña
por dentro, me agacho bajo las ramas desnudas, decoradas por la
reciente nevada. La nieve cruje y se agrieta bajo mis pies, con
pesadas pisadas no muy lejos de mí. Respiro con dificultad,
resoplando en una nube ante mi rostro, giro a la izquierda, me
apoyo a un tronco, me deslizo detrás de él y me detengo. El aliento
me quema los pulmones, desesperado por escapar, agudizo el oído
y cierro los ojos para concentrarme en lo que oigo.

Nieve que cruje, tela impermeable que se agita. Cuento tres y los
distingo con facilidad. Espero con los oídos atentos al cuarto
sonido. Con el pecho a punto de romperse y los huesos de las
costillas como si se estuvieran inclinando hacia mis pulmones
marchitos, inspiro.

Abro los ojos de golpe y lo veo al instante. Giro el pie, me cruje el


tobillo y me alejo del árbol, con un grito ahogado en la garganta
cuando una gran mano me rodea el cuello. El aire se me sale de
los pulmones y la figura de negro me golpea contra su firme
pecho, levantando mis pies del suelo.

—Lo siento, preciosa —ronronea mientras algo sólido choca contra


la parte posterior de mi cráneo, la visión se vuelve negra, mis ojos
se cierran y el dolor estalla en mi cabeza.
Lo último que recuerdo es a Hunter diciéndome que siempre me
encontrará.
Capítulo Diecinueve

Arrow echa un vistazo a su izquierda y me mira de reojo desde el


asiento del conductor mientras nos lleva por las afueras de la
ciudad, donde por fin empiezan a verse árboles. Cuanto más nos
alejamos de la ciudad, más se me hincha el pecho, más me
adentro en el campo; es mi lugar, los espacios abiertos, los
campos y los pastos de un verde infinito.

Ahora pienso en Gracie, en su aroma, dulce como la madreselva,


suave y fragante, helechos, un trasfondo boscoso. Cómo huele
después de salir bajo la lluvia, fresca y limpia. Quiero consumirla,
cada parte de ella, mente, cuerpo y alma.

Obsesión.

Eso es lo que siento por ella, una obsesión profunda, oscura y


retorcida que me hace querer devorarla. Destruirla. Poseerla.
Protegerla de todo lo que no sea yo.

Pienso en esta noche, en San Valentín, algo que ella no entiende,


pero que me da una excusa para adorarla, obsesivamente, y ella
me deja porque le he dicho que eso es lo que tiene que pasar.
También es algo que ahora echo mucho de menos, pero sé que
estará esperándome despierta, con el fuego ardiendo tras la rejilla,
las mantas de piel cubriendo el sofá del estudio y su cuerpo
desnudo necesitado de mí bajo ellas.

Los ojos oscuros de Arrow vuelven a parpadear hacia los míos y


sigo sin mirarlo. Me siento incómodo, mi ropa negra está
empapada de muerte, mi piel, mi cabello, limpiamos todas
nuestras partes visibles con toallitas antes de subir al auto, pero
todo sigue ahí, aunque sea invisible a los ojos. Sigue jodidamente
ahí.

Los Blackwell son la muerte.

Portadores de ella. Dispensadores de ella.

Ha sido el legado Blackwell desde que nuestro nombre existe. Los


Blackwell han estado en todas partes, palacios, castillos,
organizaciones criminales clandestinas, mercados negros, la red
oscura, nuestra historia incluso nos muestra como verdugos de
Reyes y Reinas de Inglaterra. Puede que ahora las ejecuciones
hayan sido abolidas, puede que la realeza ya no ofrezca
espectáculos de sangre y muerte con fines de entretenimiento,
pero sigue siendo el único propósito de los Blackwell.

—Tú mataste a ese tipo —dice Arrow con una especie de


incredulidad silenciosa.

Una ceja se alza y me muevo en el asiento, girándome para


mirarlo de frente. Inclino la cabeza y miro fijamente a mi hermano
pequeño, que tiene el cabello negro y espeso un poco más largo
que el mío, pero aún corto por los lados.

—Felicitaciones, puedes usar tus ojos para hacer observaciones,


papá estará muy orgulloso cuando entregue mi informe.

Resopla, una curva en sus labios afelpados, un poco hinchados en


el lado izquierdo donde recibió el cabezazo, su labio superior un
poco más grande que el inferior de todos modos, un poco inusual,
al igual que su personalidad, pero lo hace más bonito, más suave.

—Le arrancaste la columna vertebral —dice en voz baja.

—Sí, me duelen las manos —resoplo, volviéndome hacia la parte


delantera del auto. Lo veo sonreír, una pequeña sonrisa que refleja
la mía en los labios— Arrow... —Me muerdo el labio superior, mi
lengua inquieta detrás de mis dientes inferiores—. ¿Estás
bien? —Pregunto, y se siente extraño, preguntar, querer escuchar
la respuesta, porque realmente no hacemos este tipo de mierdas.

Yo no hago este tipo de cosas.


Conducimos en silencio, en la oscuridad de la noche, nieve blanca
azota el parabrisas, los limpiaparabrisas hacen todo lo posible
para despejarnos la visibilidad. Los faros a toda potencia, las luces
antiniebla traseras encendidas, ninguna farola ilumina nuestro
viaje de vuelta al campo.

—Estoy bien —susurra Arrow en medio del silencio, pero sus


palabras me recorren la columna vertebral como garras
demoníacas, mientras nuestro auto asciende finalmente por las
sinuosas carreteras que nos llevan a Heron Mill.

Trago saliva y mantengo la vista en la carretera, no nos ha


adelantado ningún auto en los últimos quince kilómetros, nadie
viene por aquí.

Su respuesta me inquieta, me parece mal, un oscuro secreto pesa


sobre sus hombros, y no voy a entrometerme, a quitárselo, a
compartir la carga, porque, no estoy seguro de saber hacer eso por
nadie que no sea mi Gracie. Y debería, porque es mi hermano y lo
amo, aunque no compartamos esa mierda, y quiero que esté
seguro, que sea feliz, que sienta que puede contarme la mierda
que lo atormenta dentro de su cabeza. Pero no hago nada de eso
cuando por fin empezamos a recorrer nuestro camino de grava,
con la nieve espesa y pesada mientras estacionamos dentro de
uno de los garajes.

—Bien —es lo que digo, pero es un sonido lejano mientras miro


hacia el molino.

La casa parece un cadáver. Luces apagadas en todas las ventanas,


la sombra ominosa del edificio se cierne como un ser vivo que
acaba de morir. Se me revuelve algo dentro de las tripas, un
remolino de inquietud que me lame las entrañas. Se me eriza el
vello de la nuca, meto la mano en el bolsillo de los jeans, toco el
teléfono que no he mirado desde las ocho de la mañana y me
invade una sensación de inquietud, pero no lo saco.

Salimos del auto en silencio. La puerta del garaje se cierra detrás


de nosotros con un crujido mientras caminamos hacia la casa.
Arrow se mete las manos en los bolsillos, con los hombros
encorvados cerca de sus orejas, los dos vestidos con jeans y
camisetas empapados en sangre, pero no siento el frío mientras el
viento helado nos azota, la nieve golpea mi piel expuesta, mis ojos
parpadean con fuerza mientras ráfagas de nieve nos asaltan.

Subimos los escalones de piedra hasta la puerta principal, de dos


en dos, y ambos aumentamos el ritmo. Empujo la puerta, Arrow
llama a Rosie, no puedo hablar, tengo la boca seca, no puedo
tragar porque el ácido me quema la garganta. Siento que algo va
mal, lo saboreo.

Empiezo a correr por el pasillo. Me impulso con las manos y doblo


la esquina del fondo, atravieso la casa oscura y derrapo hasta
pararme delante de la biblioteca. Me detengo, entrecierro los ojos
en la oscuridad, escucho, los oigo, a Tyson y Duke, un gruñido
muy, muy bajo.

Rosie se levanta rápidamente, tambaleándose, con los ojos muy


abiertos clavados en los míos desde el sofá, la habitación a
oscuras.

—Están a salvo —me dice, con un temblor en la voz.

—Gracias —digo mientras Rosie se acerca a mí—. ¿Estás


bien? —Pregunto, sabiendo que algo va muy mal.

Me aprieta la mano y asiente con firmeza, pasando a mi lado y


dirigiéndose en voz baja al hermano que tengo a mi espalda.

Entro en la biblioteca, los gruñidos aumentan, los pasos de Arrow


y Rosie resuenan a mi espalda.

—Soy yo —les digo a los perros en voz alta, y el ruido cesa al


instante, un quejido de Tyson, un olfateo y un bufido de Duke
mientras se ponen en pie detrás de un sofá de cuero, con las
cabezas de ambos asomando por el lateral del mismo.

Me acerco a ellos y les froto la cabeza.

—Buenos chicos —digo bruscamente, sabiendo que algo va muy


mal, pero necesito ver a mis bebés antes de pensar en lo otro que
va mal en esta casa.

Me interpongo entre ellos cuando se separan y me agacho para


alcanzar el segundo libro de la estantería inferior, el undécimo con
lomo de cuero negro de la derecha. Engancho los dedos en su
parte superior, los presiono contra la pantalla que hay en su
interior, un único pitido de reconocimiento y, a continuación, los
pernos empiezan a rechinar y a chasquear, deslizándose libres del
panel de acero en el que se bloquean. La librería empieza a
hundirse en la pared, deslizándose hacia atrás y hacia la derecha.

Las luces automáticas parpadean a lo largo del corto pasillo y


bajan por las estrechas y curvadas escaleras de piedra. Bajo los
seis escalones, siguiendo la estrecha curva, con las luces de cada
peldaño iluminando el camino. Oigo a Atlas hacer callar a sus
hermanos cuando oyen mis pisadas por encima de sus cabezas, y
el corazón me da un vuelco, porque sé que están solos. Cuando
llego abajo, me agacho y golpeo el panel de abajo de la escalera, el
pequeño cubículo de dos metros cuadrados que hicimos para los
niños y su madre. Aparto esos pensamientos a un rincón lejano de
mi mente para concentrarme en la tarea que tengo entre manos.

—Chicos, soy papá, abran la puerta, ya está todo bien —digo con
calma, un movimiento muy silencioso y luego un golpe en el botón
de apertura de la puerta, otro movimiento, la puerta se hunde en
el espacio y se desliza hacia la izquierda.

Mis tres valientes hijos me miran fijamente y se me llenan los ojos


de lágrimas, el corazón me canta de alivio. Atlas se pone delante
de mí, protegiendo a sus hermanos. Se abalanza sobre mis brazos
abiertos, lanzándose sobre mí con tanta fuerza que me deja sin
aliento. Lo sujeto tan fuerte que estoy seguro de que no puede
respirar, pero necesito sentirlo. Mi barbilla sobre su hombro, River
apoyado contra la pared del fondo, una gran manta envolviéndolo
a él y al bebé Roscoe, un biberón en la regordeta mano de River,
que lo sostiene en la boca de su hermanito, los dedos de Roscoe
entrelazados alrededor de los de su hermano sobre el biberón.

—¡Papi! Nos has encontrado —me sonríe como si hubiéramos


estado jugando al escondite.

—Siempre te encontraré, Problema —medio me atraganto,


pensando en lo que esto significa, en lo que tendré que hacer a
continuación.
Mis ojos se pegan a mis dos pequeños como si fueran pegamento,
Atlas firmemente sujeto en mis brazos, el puto lugar más seguro
en el que podría estar. Hay una caja de galletas abierta, migas de
ellas en el suelo, cajas de zumo de fruta agujereadas con pajitas,
botellas de agua aplastadas, una bolsa de pañales abierta, leche,
mantas, ropa. Con mucho más de lo que abastecimos este
espacio.

—¿Conseguiste todo esto para tus hermanos, Atty? —Pregunto,


con mis labios apretando besos a un lado de su cabeza, él asiente
contra mí.

—Mamá me dijo que trajera la bolsa de pañales —murmura contra


mi garganta, con su rostro hundido en mi cuello.

—Tienes a los demás, y los has traído hasta aquí sanos y


salvos —asiente, con los puñitos apretados en la espalda de mi
camiseta—. Eres mi niño valiente, tan listo, tan buen chico,
Atty. —Lo elogio, pequeñas lágrimas calientes me empapan la piel
y no lo suelto, acaricio su espalda con una mano y con la otra lo
aprieto contra mi pecho.

—Eres un buen chico, River, por hacer lo que te ha dicho tu


hermano —le digo, con las lágrimas amenazando con derramarse.

Me sonríe.

—¡Atlas nos cuida! —Grita emocionado, y se me agrieta el pecho,


con el corazón latiéndome tan fuerte.

—Bien, eso es bueno —digo forzadamente, con la respiración


entrecortada.

Los bracitos de Atlas se aflojan y, de mala gana, le doy espacio


para que se separe de mí, con los ojos desorbitados y llorosos
puestos en los míos.

—Mamá me dijo que no mirara —confiesa sin apartar los ojos de


los míos—. Miré. —Baja la mirada, respira con fuerza.

—No pasa nada, mi chico —le digo para tranquilizarlo, sin dejar
de agarrarlo por la cintura mientras se pone de pie delante de mí.
—Mamá huyó, pero creo que los hombres malos la atraparon.
Capítulo Veinte

Los platillos chocan dentro de mi cráneo, el estómago revuelto por


el malestar, los párpados pegados, intento separarlos sin mover
mi cuerpo dolorido. La superficie sobre la que estoy tumbado es
fría, dura, lisa, estoy de lado, la mejilla a ras del suelo, algo
pegajoso en la piel del cuello, el cabello pegado a ella. La cabeza
me vuelve a dar vuelta aunque no me muevo, la garganta se me
constriñe mientras el vientre se me revuelve, me hace
acurrucarme más en mí misma, sigo con el abrigo puesto, pero
siento un escalofrío que me recorre la espina dorsal.

Respiro a través del dolor punzante que estalla en la parte frontal


de mi cabeza, los ojos pesados y espesos. Quiero que el suelo me
succione, que mi cuerpo se hunda en él, que desaparezca con la
oscuridad, que la seguridad me asfixie. El dorso de la mano se
apoya en la superficie lisa que tengo debajo, los nudillos
apretados, los dedos medio enroscados en la palma. Los flexiono,
el dolor es suficiente para que me detenga, pero lo hago de todos
modos.

Con la cabeza martilleándome, abro los ojos, tratando


desesperadamente de mantener el contenido de mi estómago
exactamente dónde está. Intento tragar, con la garganta seca, los
labios agrietados y pegajosos por la saliva que se me ha escapado
de los labios y se me ha secado a un lado del rostro, donde estoy
hecha un ovillo. Parpadeo, los ojos me pesan un montón, los abro
y sólo consigo entreabrir unas ranuras de visión.

Los ojos caídos ruedan hacia la superficie bajo mi rostro, la


oscuridad me recibe, pero puedo distinguir el suelo a cuadros
blancos y negros bajo mi mejilla. Me tomo mi tiempo, sin mover
nada más que mis ojos cansados, el espacio en el que me
encuentro me parece grande, con eco, como si los techos fueran
muy altos. Parpadeo despacio, intentando despejar la sensación
de arenilla en los globos oculares.

Un portazo me despierta de un salto. Siento un ligero pánico por


haberme vuelto a desmayar. Trago saliva, el mareo me acecha,
pero lo reprimo. La sensación de ganas de vomitar me abruma,
pero respiro lentamente por la nariz, con las fosas nasales
dilatadas. Enrosco los dedos e intento concentrarme en
mantenerme despierta.

Las pisadas resuenan a mi alrededor, podrían ser un par de pies,


podrían ser cincuenta, todo suena fuerte y me llega el eco, la
confusión me hace girar la cabeza. Respiro lenta y pausadamente
para calmar la sensación de náuseas que siento en el estómago.
Los pasos se alejan y el silencio vuelve a cubrirme. Enrosco los
dedos y parpadeo lentamente, intentando mantener los ojos
abiertos y tomar conciencia de mí misma. Con el cerebro
revoloteando dentro de mi cráneo, me quedo quieta, estiro las
piernas dobladas, los brazos y me tumbo en el suelo.

Abro los ojos parpadeando, con costra en las pestañas, levanto la


mano, me limpio cada una de ellas, me hurgo en las pestañas,
froto los nudillos sobre los párpados cerrados. El esfuerzo me
resulta agotador y permanezco inmóvil durante otro largo instante
en el que el tiempo parece inasible. Me siento suspendida, con la
cabeza, el cuerpo y el mundo desconectados unos de otros. Una
lucha interna, náuseas, respiración agitada, me lo trago todo, me
obligo a mantener los ojos abiertos.

Mi mente se aleja de mí mientras permanezco inmóvil y mi cuerpo


empieza a volver a conectarse lentamente. Pienso en Hunter,
cuando estaba dando a luz a Atlas, en lo desorbitados que eran
sus ojos, desbordados de amor.

—Hunter —llamo desde el baño, con la parte inferior de los pies


descalzos sudorosa sobre las baldosas del suelo, enrosco los dedos
bajo los pies donde me poso en el borde de la bañera.

La puerta del cuarto de baño está abierta y sólo veo la ventana de


nuestro observatorio. Me agarro con fuerza al borde de la bañera y
aprieto la porcelana mientras el dolor me atraviesa la parte baja de
la espalda. Inspiro por la nariz y espiro por la boca. Me concentro
en los árboles al otro lado de la ventana, el sol acaba de ponerse, el
cielo es un mar de rosas y lilas, precioso. Pronto oscurecerá, ya es
tarde pero estamos a nueve de julio, ha llegado el comienzo del
verano, y ha estado caliente, hace calor. Y llevo mucho peso de más
con nuestro hijo cómodamente dentro de mí.

Miro hacia abajo, mi vientre hinchado decorado con finas líneas


irregulares, mi piel pálida estirada hasta lo que parece un punto de
ruptura. Me pica, me aprieta y me incomoda, me dan ganas de
arrancármelo todo a arañazos, pero, en lugar de eso, me llevo la
mano a la parte superior del vientre descubierto, sin nada más que
sujetador y bragas, y paso la palma por encima del bulto. Me dan
calambres en el bajo vientre, en el culo, en la espalda, y aprieto los
dientes.

—¿Hunter? —Vuelvo a llamar, sabiendo que la puerta de nuestro


dormitorio está abierta, que me oirá.

Me giro hacia un lado, dejo caer el tapón en la bañera y giro los


grifos para que salga agua, la fría a tope, la caliente a medias.
Pruebo con los dedos bajo el vapor, el agua caliente sale
rápidamente. La dejo correr y me vuelvo hacia la puerta abierta del
baño. Veo cómo el cielo rosa pálido se tiñe de rojo anaranjado
cuando él aparece.

Se me agita el pecho cuando se detiene en el umbral de la puerta,


su sombra cae sobre mí, sus ojos oscuros y penetrantes se clavan
en los míos y me recorren el cuerpo.

—¿Gracie? —frunce el ceño, entra en el baño y estudia mi rostro.

—El bebé está por llegar —le digo suavemente, aunque el dolor me
recorre el vientre y siento que mi interior se agita y se revuelve, me
esfuerzo por mantener la calma.

—¿Sí? —me pregunta tan suavemente, tan asombrado, sin una


pizca de miedo en su bello y apuesto rostro.

—Sí —susurro.
Cruza el espacio que nos separa con una amplia sonrisa dentada
en la cara, espero que me agarre la barriga, pero en lugar de eso
me sujeta el rostro con sus grandes manos. Me besa la frente, la
nariz, las mejillas, los labios. Sonrío bajo sus besos, su lengua se
cuela en mi boca, largos y deliciosos lametones de su lengua contra
la mía. Agarro un puñado de su camiseta, la retuerzo entre los
dedos mientras el dolor me aprieta la parte baja de la espalda. Lo
beso, lo atraigo hacia mí, lo mantengo cerca. Me sujeta el rostro, me
acuna las mejillas, se retira para mirarme y su nariz roza la mía.

—Eres tan hermosa —susurra, con las palabras pegadas a mis


labios, donde su boca permanece inclinada sobre la mía.

Lo sigo con la mirada, observando cómo se levanta y sus cálidas


manos abandonan mi rostro. Prueba el agua, pasa una mano por la
bañera llena, los dedos se enroscan en la palma antes de quitarse
las gotas de agua de la piel, sacudiendo la mano. Cierra el grifo y
me tiende la mano. Me levanta, me atrae hacia él, me besa en la
frente, me desabrocha el sujetador y me lo baja por los brazos.
Engancha los pulgares a los lados de mis bragas y me las baja por
las piernas. Me apoyo en su hombro mientras él se agacha, se pone
en cuclillas a mis pies y me mira a los ojos. Me besa las
pantorrillas, el interior de las rodillas, sus nudillos rozan mi suave
piel, se echa hacia atrás, me sujeta los tobillos con los puños, un
poco apretados, pero es lo que hacemos.

—Te amo, Gracie —me dice con algo espeso en la garganta, un


brillo en sus ojos oscuros.

—Te amo, Hunter.

Y en la madrugada del diez de julio, bañado por la densa oscuridad


de la noche, Hunter recibe a nuestro hijo. Una sola vela parpadea
en el otro extremo de la bañera, mis rodillas abiertas, los huesos
presionando la porcelana. La puerta del baño cerrada,
separándonos del dormitorio con el personal médico para esos
momentos de “por si acaso”. Mis brazos cuelgan flojos sobre los
lados de la bañera, la cabeza echada hacia atrás, el agua fría, los
ojos cansados clavados en los de Hunter, nuestro pequeño bebé
protegido entre sus manos gigantes, acurrucado en el pliegue de su
cuello.
—Atlas —digo en voz baja, con los ojos rebotando entre los dos.

Hunter baja la mirada hacia el bultito que tiene en brazos, la piel


enrojecida, un revoltijo de espeso cabello negro; Hunter levanta la
vista hacia mí, con el rostro ensombrecido.

Alarga la mano para acariciarme el rostro con la que tiene libre:

—Atlas —susurra.

Miro al techo, la oscuridad se aclara un poco, mi visión sigue


nublada, miro a través de las sombras, el techo es tan alto que no
puedo ver dónde termina. Dejo caer la cabeza hacia un lado y veo
enormes columnas de color claro, ventanas arqueadas con
cristales transparentes y oscuridad más allá. Giro la cabeza hacia
el otro lado, con el líquido agitándose en mi cerebro, observo todas
las partes de la habitación que puedo sin sobrecargar mi dolorida
cabeza, y no hay nada. Pilares, ventanas arqueadas, cristales
transparentes, suelo a cuadros blancos y negros hasta donde
alcanza mi vista.

Levanto el brazo, que parece un trozo de plomo, tiembla cuando lo


elevo en el aire y lo dejo caer con fuerza sobre mi vientre. Mis
dedos se arrastran hacia el bolsillo de mi abrigo, abro de un tirón
el broche que requiere un esfuerzo ridículo, deslizo la mano en el
interior y toco la navaja. Agradezco que siga ahí, entre el puñado
de piedras que le ofrecí a Atlas. Las lágrimas me escuecen, pero no
lloro, sino que respiro más despacio, mantengo los ojos abiertos y
la visión se aclara poco a poco cuanto más tiempo consigo
mantenerlos abiertos.

Se oye otro portazo y me sobresalto, cierro el bolsillo y dejo caer el


brazo. Los pasos se acercan esta vez, cada vez más cerca hasta
que se detienen justo detrás de mi cabeza, no intento mirar atrás,
la cabeza me late con fuerza, brotes de dolor me recorren el
interior del cráneo.

—Grace —la voz cruje, y mi mente da tumbos, tratando de buscar


la familiaridad—. ¿No saludas a tu querido y viejo papá? —se ríe
entre dientes, con un horrible sonido que me hace estremecer—.
Oh, quizá ese golpe en la cabeza que te di te dañó las cuerdas
vocales además del cerebro, ¿eh? —Me mantengo inmóvil—.
Joder, qué rara eres, vamos, cariño, levántate —se agacha detrás
de mí, me pasa los brazos por debajo de la espalda, me engancha
las manos en las axilas, me arrastra hasta sentarme y me pone de
pie de un tirón.

Todo se inclina, la visión parpadea con manchas blancas, mis pies


no están apoyados debajo de mí, me sacude, el agarre de la parte
superior de mi brazo no es suficiente, siento que me deslizo hasta
que su otra mano me agarra por detrás. Me arrastra hasta un
rincón oscuro y me coloca en una silla. Cuando me suelta, me
desplomo en la silla, con la cabeza hacia atrás, el cuello crujiendo
y los ojos fijos en el techo. Se me revuelve el estómago, la garganta
arde de ácido, trago saliva, intentando que mi cuerpo se libere de
los pinchazos de dolor.

Intento doblar los dedos, pero no siento nada, un hilo de pánico


me recorre, entonces el rostro de Michael llena mi campo de visión
y vuelvo a sentirme mal. Me agarra bruscamente el rostro, me
aprieta la barbilla con los dedos índice y pulgar levantando mi
cabeza. Está tan cerca que apenas puedo enfocarlo, su nariz
demasiado cerca de la mía.

—Según mi chica —parpadeo—. Te gustan las reglas —me mira,


con algo de complicidad en la mirada, y pienso en Madre.

Madre está muerta...

—Esto va a ser así —sisea, su aliento como el de un cigarrillo


rancio me revuelve el estómago—. Te vas a sentar en silencio,
harás lo que te diga. Ya he llamado a tu nuevo papi para pedir un
rescate. Pagará mis deudas, me llenará los bolsillos con un poco
más y podrás irte a casa, pero antes le haré sudar un poco por
faltarme el respeto. Y a ti, aún no he decidido qué te voy a
hacer —hace una pausa, con los ojos parpadeando entre los míos
borrosos—. Por faltarle el respeto a mi chica, creyéndote mejor que
ella, sólo porque ahora tienes dinero —gruñe, con el labio superior
en alto y los ojos marrones entrecerrados—. ¿Entiendes?

Parpadeo con fuerza, tratando de orientarme, de entender todo lo


que acaba de decir.
—¿Sí? ¿No? ¿Eres tonta? ¿Dañada? Rachel dijo que eras una
mierda, no se dio cuenta de lo mal que estabas. —Sacude la
cabeza como si estuviera disgustado, como si mi inteligencia
tuviera algo que ver con él—. ¿Qué mierda está mal
contigo? —escupe las preguntas rápidamente, sacudiendo la
cabeza—. ¿Lo entiendes, maldición? —gruñe, usando su agarre en
mi rostro para asentir y sacudir mi cabeza con sus palabras.

—Sí —digo con dificultad, con mi propia voz sacudiéndome el


cerebro, todo demasiado alto, demasiado borroso, demasiado.

Me suelta el rostro, da un paso atrás, se aparta de mí y murmura


en voz baja:

—Puta tonta —y vuelve a desaparecer en la oscuridad.

Rachel.

Sabía que ella estaba mal, que algo iba mal, pero Thorne la
comprobó. ¿Qué está pasando?

No puedo hacer nada más que intentar que mi cabeza deje de dar
vueltas, que el estómago deje de revolverse. Consigo ponerme más
recta en la silla y el codo choca contra lo que me parece que es
una mesa. Paso las manos por la superficie de madera, buscando
con los dedos cualquier cosa que pueda haber sobre ella. Me
pongo en pie, la cabeza me da vueltas, el cuerpo se inclina, pero
me agarro a la mesa, me inclino un poco sobre ella, lo que me
ayuda a encontrar el equilibrio.

Pienso en la mala suerte que tuve con mis padres, Madre, que
odiaba verme y me encerró en una escuela malvada. Padre que
sólo me buscaba para algo siniestro, queriendo usarme por
dinero.

Y he dejado que una extraña entre en mi casa, cuide de mis hijos,


vague por mi seguridad, presumiblemente informando de todo. Tal
vez soy estúpida.

Pero se equivoca con papá, él no pagará, vendrá por mí, con mis
hermanos, con mi Hunter.
Arrastrando los pies por el lateral de la mesa, tanteando el espacio
a medida que avanzo, mis dedos tocan un metal frío, lo recorro, la
superficie lisa se curva, un pequeño nódulo se eleva en un lado, lo
presiono, hace clic, y un repentino estallido de luz hace que cierre
los ojos. Una lámpara.

Mantengo los ojos cerrados, en realidad no quiero la luz, porque


con la luz vienen las sombras, pero necesito poder ver lo que hay a
mi alrededor, ver si hay algo que pueda usar. Algo que me saque
de aquí. Pero no sé dónde estoy, no sé conducir, a pesar de los
esfuerzos de papá por ponerme al volante. Le dije que todo lo que
necesito ya está en el molino, ¿para qué tendría que salir? Creo
que mi pregunta lo dejó perplejo porque su boca se abrió y cerró
tantas veces sin decir nada que me recordó a un pez en el lago.
Ahora me pregunto si, después de todo, debería aprender a
conducir.

No hay nada sobre la mesa, solo la lámpara sin cables, así que
debe tener una pila o algo para que funcione. Miro a través de
unas ranuras, con los párpados intentando proteger mi dolorida
cabeza de la excesiva luminosidad. Algunos papeles y un bolígrafo,
una botella de agua que ya está abierta. Contemplo el riesgo de
beber de una botella abierta, pero mi boca seca decide que merece
la pena arriesgarse y bebo un pequeño sorbo del frío líquido. Sabe
a agua, pero no estoy segura de que el veneno sepa a algo, así que
bebo sólo lo suficiente para humedecerme la lengua.

Agarro el bolígrafo metálico, lo guardo en el bolsillo, el que no


tiene la navaja, y me dirijo de nuevo a la silla. Me desplomo en
ella, agradeciendo que aún tenga mi abrigo, porque hace mucho
frío y esta habitación es el espacio más grande en el que creo que
he estado alguna vez.

El resplandor de la lámpara me deja suficiente luz para


contemplar las delicadas tallas de madera de la pared que hay
detrás de mí, la silla y la mesa en la que estoy, colocada en un
rincón. No veo ninguna puerta y las ventanas son enormes pero
altas y no parecen de las que se abren, sino de las que atraen la
luz.

Me acurruco en mi abrigo, sin saber qué debo hacer. Que más


podría hacer. Cuanto más tiempo estoy sentada, más tranquila
tengo la cabeza, el estómago por fin se asienta, con un burbujeo
de vez en cuando, pero nada que me dé ganas de vomitar. Sólo
tuve náuseas matutinas con River, por eso Hunter lo llama
Problema, porque siempre estaba causando problemas incluso
estando dentro de mi barriga. Mis náuseas matutinas llegaban a
todas horas de la noche, mi cabeza permanentemente en nuestro
retrete durante los primeros cinco meses, y luego un día
simplemente pararon.

Mis dedos entumecidos vuelven a la vida, con los brazos cruzados


sobre el pecho y las manos metidas bajo las axilas para entrar en
calor. Respiro un poco más tranquila, pensando en que no estoy
atada, pero podría estarlo. Las manos atadas a la espalda o las
muñecas y los tobillos sujetos a esta silla. Me pregunto si es para
que me sienta más cómoda antes de que me hagan algo horrible.
O si es sólo porque piensan que soy estúpida. No represento un
riesgo.

De cualquier forma, estoy agradecida, ya me duele todo lo


suficiente.

Observo cómo una pequeña polilla marrón se precipita contra la


bombilla, su sombra es mucho más grande que él, se golpea
contra el cristal calentado, agita las alas, vibra con el esfuerzo de
alcanzar la luz. Si supiera que está mucho más seguro en la
oscuridad. Como yo.

Dejo caer la barbilla hacia adelante, con la punta apoyada en la


tela abullonada de mi abrigo, y pienso en el bizcocho Victoria que
hice ayer, relleno de nata y fresas, tallado en forma de corazón de
amor. Le dije a Rosie que era para la merienda de después del
sexo con Hunter, con motivo de San Valentín, y resopló tan fuerte
que se atragantó con el té. Se me dibuja una pequeña sonrisa en
el rostro. Dejo que mis ojos se cierren y mantengo mis brazos
apretados a mi alrededor.

—¡Grace! —sisea Madre, sus dedos chasquean delante de mi


rostro y sus uñas me tocan la punta de la nariz.

Abro los ojos de golpe, mis manos se aferran al asiento y me


inclino hacia atrás, con la cabeza y el cuello protestando mientras
retrocedo todo lo que puedo.
—¡Chica estúpida! —me grita, su saliva golpea mi rostro,
parpadeo, las pestañas se agitan cuando se mete en mi cara—.
¡No puedes dormir, hay cosas que tienes que hacer, idiota! —grita,
gruñendo entre dientes.

Cabello rubio perfectamente peinado, delicados rizos alrededor de


los hombros. Ojos color avellana ardiendo en mi piel,
instantáneamente dejo caer mi mirada, el instinto entrando en
acción, nunca mirar a Madre a los ojos. Meto las manos en los
bolsillos, noto los suaves guijarros del interior, el frío metal de mi
navaja, el bolígrafo en el otro. Mantengo la mirada baja, sintiendo
su aliento caliente en la nuca. La cabeza me da vueltas, los
recuerdos y los pensamientos intentan abrirse paso a través de un
lodo espeso, pero lo único en lo que puedo concentrarme es en la
forma en que se cierne sobre mí.

Falda lápiz ajustada, blusa crema metida por dentro. Miro la parte
que le cubre el pecho, los botones nacarados hasta la base de la
garganta. El rojo florece allí, extendiéndose lentamente como las
alas desplegadas de una mariposa. Empapando el tejido de seda,
observo cómo se extiende como una explosión de fuegos
artificiales, el carmesí oscuro hipnotizando mi dolorida cabeza. Me
concentro en lo que tengo adelante, ignorando las burlas que me
susurra al oído.

No se detiene, ni siquiera cuando la sangre ha invadido el color


crema de su blusa, empapando su falda. Y me pregunto si esto
está ocurriendo de verdad, pero Hunter me ha dicho qué hacer,
quién soy, cómo puedo vencerla.

Si vuelves a ver a Madre, la matas, Gracie, ¿me oyes? Cierra los


ojos, cuenta hasta cinco, es suficiente, es todo lo que tienes que
hacer. Muéstrale lo poco que te importa; lo poco que ella importa. Tú
eres la oscuridad, Bebecita.

No tengo miedo.

Cierro los ojos, respiro con calma, cuento hasta cinco, me tomo mi
tiempo, pero incluso cuando llego al cinco, la siento allí, sus dedos
en la parte exterior de mi rodilla. Me sobresalto, abro los ojos de
golpe y unos ojos azul turbio me miran fijamente, tardo un
segundo en asimilarlo, mi cabeza palpita, los ojos parpadean
pesadamente cuando un hombre se inclina sobre mí. Su aliento
me recorre el cuello, su rostro está demasiado cerca del mío, su
mano en mi rodilla, donde la falda se ha subido por encima de mis
gruesas mallas. Ni siquiera pienso en eso. Mis dedos se envuelven
alrededor del bolígrafo que llevo en el bolsillo, con el codo retirado
hacia atrás, golpeo el bolígrafo contra su ojo.

Con un grito bramante, se echa hacia atrás y se agarra el rostro.


Yo sostengo el bolígrafo, del que gotea sangre sobre la falda de mi
vestido. Mi pecho se agita y mi estómago se revuelve de nuevo,
pero parpadeo hasta recobrar la conciencia. El tipo al que acabo
de apuñalar está de rodillas, gritándome, pero no le presto
atención. Miro a mi alrededor en la oscuridad, con la lamparita de
un apagado resplandor anaranjado. No necesito la luz de la
lámpara para ver, mis ojos se adaptarán, a pesar de lo cansados
que están, podré ver. Después de todo, es donde paso la mayor
parte del tiempo, en la oscuridad.

Estamos a salvo en la oscuridad, ¿verdad, cariño?

Me levanto forzosamente de la silla. Con las manos apoyadas en la


mesa, las piernas tambaleantes debajo de mí, temblorosas al
alcanzar la superficie de madera, apago la lámpara y sumerjo el
pequeño espacio en la oscuridad.

El espacio en el que estoy es enorme, todo resuena, los gritos del


tuerto se entremezclan ahora con quejidos de rabia, rebotando los
sonidos. Me escabullo, la cabeza aún me da vuelta pero una nueva
sensación de determinación me fortalece, la oscuridad inyectada
en mis venas, penetrando en mis huesos, encuentro la pared,
tallas de madera bajo la palma de mi mano. La sigo, mis pasos
son silenciosos, el hombre que llora ya está lejos de mí. Oigo
abrirse una puerta al otro lado de la habitación y me concentro en
los sonidos.

Me apoyo contra la pared, con la espalda pegada a ella, un


bolígrafo ensangrentado en una mano y una navaja en la otra.
Toco el botón de la navaja, pero no lo pulso, sino que la sujeto, sin
apretarla demasiado, pero con firmeza. Calmo mi respiración, la
adrenalina me recorre como un ser vivo, alimentando a mi
monstruo, acariciando el fuego de mi vientre.
Otra puerta se cierra en algún lugar, otro par de pasos, una voz
que reconozco, estupendo. Me estremezco al pensar en el dolor de
cabeza, pero lo reprimo y permanezco quieta y en silencio. Los
oigo correr por la habitación para encontrarme, lo que significa
que no debe haber ninguna luz encendida, de lo contrario la
habrían encendido para buscarme, lo que juega a mi favor.

La lámpara de la mesa se enciende de nuevo, puedo ver su tenue


resplandor, está fácilmente a unos treinta metros de distancia.
Alguien arrastra al herido por el suelo, le dice que se calle de una
puta vez y lo empuja a la silla que he dejado libre, llevándose las
manos a la cara.

Otro hombre entra en el pequeño círculo de luz, y a éste también


lo conozco, Michael.

—¿Qué diablos estabas haciendo aquí? —Gruñe Michael,


inclinándose hacia adelante, poniéndose en la cara del hombre
sangrante, aunque ahora está sollozando—. ¡Maldito
idiota! —golpea en un lado de su cabeza, haciendo gritar al
hombre en la silla, con las manos aún sobre el ojo—. No puedes
follarte la mercancía antes de que nos den el dinero, imbécil, te lo
he dicho que después —gruñe y se me anudan las entrañas.

No quiero que ninguno de estos hombres me toque.

No quiero tener que hacer daño a nadie.

Matarlos.

Pero no soy una presa.

El corazón me palpita con fuerza en el pecho y respiro entre


dientes entrecortada y superficialmente, presa del pánico. Me tapo
la nariz y la boca con la mano y cierro los ojos. En la otra mano,
aprieto con fuerza el bolígrafo, siento el cálido metal de mi
pequeña navaja contra los labios. Me consuela el hecho de que he
decidido llevarla encima siempre que salgo al exterior.

Los hombres empiezan a revolverse y, sabiendo que no puedo


escapar, permanezco inmóvil, con la boca tapada, pero los ojos
abiertos, adaptados a la oscuridad. Cuatro hombres me
atraparon, lo que significa que aún podría quedar un hombre en
este edificio que no esté en esta habitación ahora mismo.

Atenta, con los oídos agudizados, escucho, miro a través de la


oscuridad, nadie me encuentra todavía mientras recorren la
habitación con linternas, y empiezo a preguntarme cuánto de lo
que está ocurriendo es real.

Pienso en Hunter, en lo muy, muy real que es, en cómo me


protege, en que siempre me encuentra. Mis dedos descubren mi
boca, recorren mi mandíbula, bajan por la columna de mi
garganta, se fijan en las marcas recientes de sus dientes que me
hizo en el cuello. Pienso en la cicatriz de mi muslo izquierdo, en
algo que me mordisqueó allí, la última vez que nos separamos.
Saboreo la sangre, siento el ardor de la cicatriz.

Yo soy real.

Esto es real.

Madre está muerta.

—Graaaaccce —alguien llama en la oscuridad, y me doy cuenta de


que está demasiado cerca de mí, pero no corro, no juego con
hombres extraños que quieren hacerme daño.

Aguardo el momento oportuno, esperando a medias que me


encuentre y a medias que no lo haga. Flexiono los dedos
enroscados, bolígrafo en una mano, navaja en la otra, doy unos
pasos a mi izquierda alejándome de donde empezaron su
búsqueda y me tropiezo con alguien.

—¡Boo! —me sisea al oído, agarrándome.

Me lanzo hacia un lado para esquivarlo, pero sus dedos me


agarran del cabello y me tiran hacia atrás. Mi cabeza grita de dolor
y no puedo evitar que un sollozo ahogado salga de mi boca. Lanzo
un brazo, pero él me agarra de la muñeca, me tuerce el brazo
hacia arriba y hacia atrás, y el bolígrafo cae al suelo con estrépito.

—Pequeña zorra —me sisea al oído, escupiendo veneno con cada


palabra.
Me empuja hacia adelante, mi cabeza se inclina, mi estómago se
revuelve, mi pie rueda, cruje y un dolor agudo pulsa en mi tobillo
cuando mis rodillas golpean el suelo. Me apoyo en las manos, la
luz de una única linterna está cada vez más cerca, los pasos se
aproximan. Resoplo, el ácido me sube por la garganta, pero lo
contengo y jadeo con fuerza por la nariz.

La luz de la linterna parpadea en el suelo y aprieto más la navaja


en la palma de la mano, con el cuchillo aún cerrado. El tipo que
está detrás de mí se mueve, su mano cae con fuerza sobre mi
espalda, extendiéndose sobre mi columna, y mis caderas se
estrellan contra el suelo. El abrigo es lo único que me separa de
su tacto, apoya su peso sobre su mano, sacándome el aliento de
los pulmones y apretándome el estómago.

Michael me ilumina el rostro con la linterna, mis ojos se cierran,


intento mirarlo a través de unas ranuras, su rostro ensombrecido
se retuerce en un gruñido de asco.

—Deja que le dé una lección, Mike, por Letty —dice el tipo que me
aprieta, con un mordisco de excitación en el tono.

Miro fijamente al hombre con el que comparto sangre, sus ojos se


entrecierran ligeramente, y pienso que quizá diga que no, que me
lo quitará de encima. En lugar de eso, gruñe, sacude la cabeza
para afirmar y se da la vuelta, con pasos rápidos que resuenan a
su paso.

El hombre a mi espalda se ríe y baja la cabeza para hablarme


directamente al oído, mientras la oscuridad nos envuelve de
nuevo.

—Esto te va a doler —es todo lo que dice en un suspiro siniestro,


me sujeta, con una mano apoyada en mi columna, y oigo el
tintineo de la hebilla de su cinturón.

La cabeza me retumba, los latidos del corazón me rugen en los


oídos, pero me quedo quieta, mantengo la calma, incluso cuando
me sube la falda, con los nudillos ásperos rozándome la suave piel
de la parte baja de la columna, donde tira de mis mallas de lana.
Espero a que se eche hacia atrás, a que desplace su peso de mi
columna, y le doy una patada. Mi tacón choca con su barbilla, sus
dientes repiquetean, aparta su mano de mí y yo aprovecho la
libertad para caer de espaldas.

Siento que el cerebro se me revuelve dentro del cráneo, los ojos


llenos de manchas blancas, el mareo me causa ganas de vomitar.
Le doy otra patada, el tacón plano de mi bota le da en el centro del
pecho y él grita un aullido, mis manos frías y húmedas me hacen
retroceder. Aprieto los dientes mientras mi cabeza se agita y mi
visión se oscurece.

—Ahora voy a hacer que te duela de verdad, pequeña puta —me


gruñe, bajándose los pantalones, con la hebilla del cinturón
tintineando al caer al suelo, y doy gracias por no poder ver.

Exhalo, con los pulmones ardiendo, una capa de sudor frío me


humedece el rostro, el largo cabello enredado y atrapado bajo mi
espalda. Intenta sujetarme los tobillos, pero es incapaz de
agarrarme los dos, mientras yo pataleo y me agito, porque si me
aprisiona nunca podré quitármelo de encima. Me golpea el interior
de los muslos, la piel me arde por la fuerza, pero no dejo de dar
patadas. A veces con éxito, a veces no.

Pero entonces deja caer su cuerpo sobre el mío, con su peso


aplastándome el pecho, la mano alrededor de mi tobillo, con la
rodilla doblada y a ras del suelo. Su brazo se interpone entre
nosotros, sus dedos regordetes rasgan la entrepierna de mis
mallas, aprieto el botón de mi cuchillo y se lo clavo en la mejilla.

Se echa hacia atrás gritando tan fuerte que me dan ganas de


taparme los oídos, pero en lugar de eso, mis dedos permanecen
firmemente sujetos alrededor de la empuñadura de mi navaja, no
la suelto, no tiro de ella. Sujetándolo firmemente, la fuerza de su
movimiento me arrastra hacia arriba con él, con el cuchillo de
doble filo cortando a través de la carne de su mejilla, justo hasta
la comisura de sus labios, donde se libera de su boca, tallando a
través de su mejilla.

El calor me salpica la cara y retrocedo dando tumbos, intentando


ponerme en pie. Con los ojos adaptados a la oscuridad, veo la piel
de su rostro agitándose, las manos sobre la cara, la lengua
chasqueando en el agujero. Me resbalo y caigo sobre mi culo. Una
descarga de dolor me recorre la columna vertebral y me recorre el
cráneo como una electrocución.

Una puerta se abre y se cierra de nuevo, y su portazo resuena en


el vasto espacio vacío. Miro hacia el rincón más alejado, donde la
lámpara de la mesa muestra al tipo, Letty, aún desplomado en la
silla, con los brazos caídos a los lados.

El enorme hombre que tengo adelante gime, se agita mientras se


retuerce en el suelo y el pánico se apodera de mí, porque no soy
una asesina. No quiero poner cadáveres sobre la fría losa de mi
sótano, sólo quiero jugar con ellos una vez que llegan allí. A veces
los mejoro, a veces les destrozo las entrañas, pero no hago daño a
nadie cuando trabajo con ellos. Entonces me saltan las lágrimas
porque me siento fuera de mí, y no quiero estar aquí, haciendo
esto, sólo quiero irme a casa con mis hijos.

Dos pares de pasos se precipitan en mi dirección, el hombre que


está junto a la mesa sigue desplomado en su silla. La luz de las
linternas rebota por el suelo, dos fuentes de luz apuntando al
hombre al que acabo de hacer sangrar. Este segundo par de pasos
tiene que ser el cuarto hombre que me secuestró, y sólo puedo
esperar que no haya más escondidos tras estas paredes.

Camino con las manos hacia atrás por el suelo, aprovechando el


amparo de la oscuridad y los sonidos de sus sollozos para ocultar
los de mis manos, húmedas y resbaladizas sobre las baldosas.
Con las antorchas apuntando a su compañero sangrante, me
pongo en pie y retrocedo hasta que mi espalda toca la pared de
enfrente. Mis manos están manchadas de sangre y se resbalan
sobre tallas de madera y superficies lisas y pintadas.

Me muevo en dirección contraria a ellos, cuando mis dedos


encuentran lo que parece el marco de una puerta. Deslizo la
palma sobre él, mi mano desaparece dentro de un hueco,
chocando con más grabados en la pared de unos treinta
centímetros de profundidad, es una alcoba.

Paso los dedos por el marco tallado, mi pie calzado golpea una
plataforma baja, levanto la pierna, el aire frío punza mi piel
expuesta, a la vista a través de mis mallas rotas. Encuentro el
pequeño escalón, me meto en el espacio, de espaldas al arco, y la
luz de la linterna se enciende sobre mi escondite, continuando a lo
largo de la pared.

Escucho a los hombres hablar, murmullos bajos, tonos airados, la


voz de Michael retumbando sobre el resto.

—¡Quiero que la encuentren! —brama, y su cómplice sisea algo


que no puedo captar a cambio— la necesitamos viva hasta que se
deposite el dinero, entonces podrás vengarte. Y ni un segundo
antes de que nuestra deuda esté pagada, Tony. Los Ashe no se
andan con tonterías; tenemos que arreglar esta mierda hoy o
estamos todos jodidos.

Se oyen gruñidos de acuerdo, un gemido más bajo del hombre que


sangra y nadie parece verme todavía. Veo sus luces bailar
frenéticamente por el enorme espacio, y ahora puedo verlo un
poco mejor, el suelo a cuadros blancos y negros parece de
mármol, las paredes de al menos diez metros de altura, el techo
abovedado aún más alto. Quizá una especie de sala de
exposiciones.

Veo cómo Michael cruza la habitación, con la linterna


parpadeando de un lado a otro mientras avanza, se inclina sobre
el tipo que está junto a la lámpara, Letty, y le sacude el hombro,
haciéndolo gruñir, pero no parece despertarse. De todos modos,
no parece que a Michael le importe, su postura es tensa y parece
más agraviado que disgustado por el estado de su amigo. Lo sigo
con la mirada, rastreándolo por la habitación, su luz ni siquiera
intenta localizarme, desaparece dentro de una puerta, sin que la
luz del interior se derrame. Me hace pensar que o no hay
electricidad, o no deberían estar dentro de este edificio y están
intentando no llamar la atención con las luces encendidas.

Contemplo mis opciones, me pregunto si debería intentar llegar


hasta allí. Tal vez encontrar una puerta por la que pueda escapar,
encontrar un lugar afuera donde esconderme hasta que mi familia
venga por mí. Me duele la cabeza, me tiemblan las piernas y siento
que podría vomitar. Necesitada de tranquilidad, sea cual sea mi
decisión, me quito las botas hasta las rodillas sin pensarlo más.
Me trago el sabor amargo de la garganta, la acidez que me quema
el pecho, y siento que se me caen los párpados y me recorre un
escalofrío.
Sólo cuando empiezo a deslizarme por la pared, el silbido de mi
abrigo al rozar con él alertándome, respiro agitadamente, justo
cuando se acciona un arma. Salto y me quedo inmóvil, la
habitación en silencio, el corazón en la garganta, los oídos
zumbando como una sirena aguda, y es la primera vez hoy que
pienso que podría morir.

—Sal de aquí ahora mismo o, cuando te encuentre, te pegaré un


puto tiro, chica —gruñe mi padre y se me hiela la sangre cuando
su tono me recuerda al de Madre.

La forma en que me miraba a la cara, me obligaba a mirar al


suelo, me escupía en la mejilla mientras me gritaba. Cuando me
ataba la mano al poste metálico de la isla de la cocina y me dejaba
sola debajo de él durante días, hasta que volvía para continuar
con los malos tratos de forma diferente. Cómo he pasado toda mi
vida intentando reunir el valor para arrancarme mis propios
globos oculares, evitando mi propia mirada, mi propio reflejo,
asegurándome de no mirar nunca a nadie directamente a los ojos.

Y no estoy segura de cómo avanzo tan silenciosamente por el


suelo. Las mallas de lana susurran sobre el mármol, pero sólo
estoy a medio metro, él de espaldas a mí, y la rabia hierve por mis
venas como un volcán a punto de entrar en erupción. El rugido
salvaje que me sube por la garganta hace que Michael se dé la
vuelta, con una expresión de completo horror en su rostro
ensombrecido, cuando mi cuchillo choca con su cuello.

Se hunde en el hueco de su garganta, la sangre brota de la herida,


saco el cuchillo, su arma cae al suelo y vuelvo a apuñalarlo en el
cuello. Con los ojos y la boca muy abierta, vuelvo a sacarle el
cuchillo. Se agarra la garganta con las manos, aprieta, e incluso
en la oscuridad puedo ver la sangre oscura que rezuma
rápidamente entre sus dedos apretados.

Tosiendo, la sangre y la saliva salpican mi rostro, parpadeo con


las pestañas llenas de carmesí. Retrocedo y veo cómo cae de
rodillas. Las manos se aflojan rápidamente, empiezan a caer de su
cuello, el cuerpo se derrumba hacia un lado y se desploma
implacablemente en el suelo. Mantengo la mirada fija en él,
incluso cuando mis pies me alejan, y a pesar del palpitar de mi
cabeza, del latido de mi corazón, me siento repentinamente más
ligera por dentro.

Me pregunto por un momento por qué no pude tener un padre


como Stryder toda mi vida, por qué tuve tan mala suerte con
Madre. Maldita, manchada desde mi nacimiento, algo oscuro
siempre acechando en mi interior. Tal vez mi oscuridad llegó más
tarde, ¿la encontré yo o ella me encontró a mí?

Pienso en Hunter mientras atravieso la habitación en la


oscuridad, oyendo a los otros dos hombres al otro lado de la
habitación, uno agitándose, probablemente el herido, el otro
hombre gritando, pero no puedo oírle con claridad. No puedo
distinguir sus palabras, no puedo concentrarme en nada más que
en el hombre desplomado en la silla, iluminado por el resplandor
anaranjado de la lámpara.

Esta inconsciente cuando me acerco, no vacilo, no miro la


espantosa herida en lugar de un ojo. Simplemente alineo el
cuchillo en su garganta, hundo profundamente, trazando una
línea curva que cruza su cuello. No se despierta, gorgotea
mientras sus pulmones empiezan a llenarse de sangre, que sale a
borbotones de su boca, corriendo como un río por su parte
delantera desde el corte en la garganta.

Todo está entumecido, los dientes castañean, me siento como si


apenas estuviera aquí. Flotando por la habitación, encuentro al
hombre, Tony, agachado junto a su amigo con el rostro
destrozado, y le clavo el cuchillo entre los omóplatos. Con toda la
fuerza de mi cuerpo, ya que está agachado, tengo ventaja.

Se cae al suelo y yo con él. Aterrizo sobre su espalda, con el


mango del cuchillo pinchándome en el pecho, y él cae sobre su
amigo, que solloza debajo de nosotros. Intenta apartarme, con el
cuchillo aún clavado en la espalda. Me da un fuerte codazo en el
pecho y salgo volando hacia atrás, sin aliento, se cierne sobre mí
mientras se acerca.

—Dios, voy a disfrutar haciéndote pedazos —dice siniestramente,


con un retortijón en el pecho, se agacha, con una gran mano
agarrando mi garganta.
Levanto el cuchillo y, con una sonrisa siniestra en su rostro, le
apuñalo en el hombro. Me sacude, con el cuchillo clavado en su
carne. Me deja caer al suelo, con fuerza, respirando como un toro
furioso, me mira desde arriba y va a agarrarme de nuevo. Me
escabullo hacia atrás, arrastrando las manos, el culo y los pies lo
más rápido posible. Con las manos manchadas de sangre y los
codos golpeando el implacable mármol, caigo de espaldas.

Aprovechando la oportunidad, se deja caer encima de mí, a


horcajadas sobre mi estómago, con una mano extendida sobre mi
pecho. Me levanto del suelo, una de sus manos me aprieta la
garganta, la del pecho la mueve para agarrarme ambas manos por
encima de la cabeza, golpeando el suelo con mis nudillos. Se ríe,
los dedos apretados, la respiración entrecortada, el corazón
latiendo cada vez más fuerte, le escupo a la cara. Ruge, secándose
la mejilla en su hombro bueno.

—¡Maldita puta! —me grita.

Sumerge su rostro en el mío, la punta de su nariz roza la mía, el


aliento jadeante en mis labios, mi cuchillo aún sobresaliendo de
su hombro. No parece afectado, como si no sintiera la puñalada
en su espalda, el cuchillo en su brazo.

—Voy a tomarme mi tiempo para matarte —susurra sobre mi


boca, y yo cierro los dientes sobre su labio superior.

Succiono su labio en mi boca, muerdo tan fuerte como puedo, los


pulmones arden sin aire, él sigue apretando mi garganta, mis ojos
forzados a cerrarse por el dolor, pero no me suelto. Incluso cuando
golpea mi ya dolorida cabeza contra el suelo de mármol, con los
dientes doloridos, muerdo más fuerte, desgarrando su boca,
muevo la cabeza de un lado a otro. El interior de mi cráneo se
agita como el centrifugado de una lavadora sin ropa.

Me suelta las manos y me golpea la sien con la palma de la mano.


Las estrellas florecen bajo mis párpados cerrados, la sangre me
inunda la boca, corre por mi garganta cerrada, el impulso de
arcadas es fuerte, aprieto la mandíbula y siento cuando se
desgarra. Echa la cabeza hacia atrás, su labio en mi boca, la
garganta liberada, me siento de golpe, le arranco el cuchillo del
hombro y se lo clavo en el pecho, retorciéndolo y empujándolo
cada vez más hondo.

Escupo su labio destrozado, la sangre y la saliva gotean


libremente por las comisuras de mis labios. Vuelvo a escupir, le
arranco el cuchillo, lo empujo hacia atrás con el hombro en el
pecho y cae al suelo con un ruido sordo. Jadeo para respirar. Con
la garganta ardiendo, el pulso martilleándome en el cuello y la
cabeza mareada, apoyo las manos en el suelo y me arrodillo.
Permanezco sentada así durante lo que parecen segundos y días,
todo en uno, cuando oigo un gemido.

Respiro con dificultad por la nariz, parpadeo, intento aclarar mi


visión nublada. Encuentro mi cuchillo, caído junto a mi mano
extendida, enrosco torpemente mis dedos entumecidos alrededor
de él y me arrastro hasta el último hombre vivo. El que me rompió
las mallas y yo le corte el rostro. Arrastro lentamente mi cuerpo
golpeado hasta el que está peor, en el centro de la sala.

Lo oigo antes de verlo, atisbo a través de la oscuridad, su gran


figura aparece ante mí. Está desplomado en el suelo, tiene las
manos junto al rostro y me estremezco al pensar que las tiene
sobre mí.

Me acerco sin hacer ruido, con las manos mojadas golpeando el


mármol, pero él no se mueve, lo oigo murmurar para sí mismo, el
húmedo aleteo de su mejilla holgada, la lengua chasqueando
contra sus dientes expuestos. Me arrastro sobre él y no intenta
luchar contra mí.

La oscuridad es mi amiga, mi seguridad, dejo que me alimente,


miro sus ojos caídos.

—Jódete —susurro y le clavo el cuchillo en el cuello.


Capítulo Veintiuno

El cielo está presionando, densas nubes estallan sobre nosotros,


pesadas ráfagas de nieve golpean mi parabrisas. Pienso en Atlas
cuando lo arropé en su cama antes de salir, diciéndome que
sentía como si su cielo se está cayendo sin su mami.

Su cielo se está cayendo.

Los huesos de los dedos me crujen, los nudillos se me ponen


blancos, las manos aprietan el volante, giro bruscamente en una
curva cerrada, esta vez con Arrow en el asiento del copiloto, y veo
el perfil de la ciudad. El corazón me martillea bajo las costillas;
Thorne está conectado a través de los altavoces.

—Es una galería, Fernsby Hall. Allí es donde Raine ha rastreado la


llamada —nos informa Thorne, con su voz grave retumbando en el
auto.

Pienso en la llamada de rescate hecha a mi padre, de parte del


suyo. Pienso en rodear su cuello flaco con mis dedos y apretarlo
hasta que su puto rostro estalle como un globo.

Piso a fondo el acelerador, con los neumáticos chirriando, giro otra


esquina, subo al bordillo y vuelvo a la carretera con un ruido
sordo. Arrow levanta el brazo y se agarra a la puerta, pero
mantiene la mirada fija en la carretera mientras conduzco como si
estuviéramos en un circuito de rally y no en las oscuras y
descuidadas calles cubiertas de nieve. Los limpiaparabrisas
chirrían y se mueven de un lado a otro, limpiando los gruesos
copos de nieve que golpean el parabrisas como balas de hielo.
—Voy a matarlo, joder —es lo que digo como respuesta, Arrow no
me mira, pero veo su asentimiento por el rabillo del ojo.

—No si se matan ustedes primero —dice Thorne, y me lo imagino


sacudiendo la cabeza, sólo una vez, sin que su expresión cambie
de su estoicismo habitual ni un instante.

Me rio por eso, una risita demoníaca, porque llegaría hasta ella
muerto si hiciera falta.

—Estamos bien —responde Arrow, mientras se agarra con más


fuerza y apoya la mano libre en el tablero mientras giro otra
esquina.

La parte trasera hace coletazos antes de enderezarnos y acelerar


por la carretera recta.

—Estás presionando uno-diez —dice Thorne, de nuevo, con


indiferencia, todo sincronizado con los monitores de Raine en una
oficina clandestina de Bethnal Green.

No respondo, me balanceo en el asiento, deseando que el auto


vaya más rápido.

Thorne sigue conectado, pero los tres compartimos silencio, nada


que decir, no hasta que lleguemos. Pienso en ella atada, asustada,
herida, y se me dilatan las fosas nasales. Si hay una sola marca
en su puta piel perfecta, voy a despellejar vivo a su puto padre y
hacer que se la coma.

—Estará bien —dice Arrow en voz baja, él es el que habla en voz


baja, el que siente, el único de nosotros, aparte de papá, que
realmente sabe cómo ser suave, o, bueno, mostrarlo.

—Cállate —le digo con los dientes entrecerrados, con la lengua


empujando la parte de atrás de los dientes.

Aprieto tanto los dientes que me cruje la mandíbula y luego exhalo


un suspiro, sacudo la cabeza y aspiro otro.

—Lo siento —digo.

—No lo sientas —dice Arrow encogiéndose de hombros, y oigo


cómo Thorne se mueve y me lo imagino pasándose una mano por
el cabello perfectamente peinado, negro y ondulado, siempre corto
y peinado hacia un lado.

—¿Qué es lo que no sabemos? —Pregunta Arrow tras un largo


silencio. Lo miro de reojo—. Quiero decir, ¿cómo ha pasado esto?
¿Cómo alguien pudo saber que hoy no estamos en el molino? Que
estaríamos fuera del camino. ¿Cómo podría alguien siquiera
encontrar Heron Mill?

No hemos invitado a nadie a casa desde que nacieron los niños, la


última vez que vino alguien, aparte de los Swallow, fue en mi
fiesta de veintiséis cumpleaños, e incluso esa fue extremadamente
discreta.

—Raine está buscando en los canales de las cámaras, a ver si


podemos rastrear algo hacia o desde la casa, sólo tenemos las
cámaras que instalamos en nuestro terreno, lo mejor que
encontraremos es un auto para rastrear hasta la ciudad.

No digo nada, Arrow se queda callado también, y decido que


nunca dejaré la casa de mi familia sola nunca por una-puta-
ganancia.

Me vuelve a doler la cabeza, aprieto los dientes ante el dolor


punzante en la parte posterior del cráneo y me limpio los ojos
cansados con los nudillos.

—Estás a quince minutos —retumba Thorne, Arrow le responde y


volvemos a quedarnos en silencio.

No hay tráfico, las afueras de la ciudad duermen plácidamente en


sus camas mientras paso entre casas, pisos, escuelas y edificios
comunitarios cerrados. Todo brilla, incluso en la oscuridad, con la
nieve recién caída. Es la mayor cantidad de nieve que he visto
nunca, y sigue cayendo.

—Furgoneta negra, Mercedes —Thorne dice la matrícula, Arrow


responde.

Hay una pausa, un ruido revuelo y Thorne se aclara la garganta,


su línea zumba cuando cambia a altavoz, todos nuestros
hermanos allí.
—Es... oh, woahhh —la voz de Archer llega, un silbido bajo en su
última palabra.

—¿Quién revisó a la niñera? —Raine pregunta en voz baja, y


siento que se me congelan las venas.

—¡Juro por Dios que si no la revisaste bien! —Gruño, con un puto


nudo en el estómago, porque Gracie dijo, ella me dijo, maldita sea,
que algo andaba mal.

—¿Qué estás mirando, Raine? —Arrow pregunta con calma,


suavemente.

Respiro fuerte por la nariz, mantengo la vista en la carretera,


aprieto el volante mientras se oye la voz de Raine.

—Michael y Rachel, creo...

—¿Creen? —gruño, interrumpiéndolo.

—Estoy sacando imágenes, cualquier cosa captada por una


cámara callejera con la furgoneta, durante la última semana...

—Se están besando —dice Archer, y suena como si quisiera


vomitar, pero es sólo su polla la que ha estado metiendo, dejé a
mis hijos con ella, joder.

—¡JODER! —Grito, golpeando el tablero con el puño hasta que se


me parten los nudillos, y el auto rebota mientras me balanceo
furioso en el asiento.

—¿Cómo ha pasado esto? —Arrow pregunta en voz baja, pero a la


mierda.

—¡Thorne! —Gruño con rabia— ¡¿cómo carajo se te ha pasado


esta mierda?! —Grito por el teléfono.

—Yo... —empieza, sonando inseguro, y mi sangre se calienta tan


rápido como mi temperamento hirviente.

—¡SON MIS HIJOS, MALDICIÓN! —Grito tan fuerte que no puedo


ni oírme.
—La he cagado —dice nuestro hermano mayor en voz baja, una
confesión, y ni siquiera puedo formar palabras—. Yo no... lo
siento.

Abro los labios, pero se me seca la boca, ni siquiera puedo


responder. Thorne no la caga. No está en su puta naturaleza.

—Thorne —es un siseo, su nombre se siente como ácido en mi


lengua.

—Déjalo, fue un error, todos cometemos errores —dice Wolf por


primera vez, y yo me burlo.

—¿Dónde está ahora? ¿La maldita niñera? —Ladro la pregunta,


sin preocuparme por los niños, sabiendo que papá está en casa
con ellos, con Rosie, que ha llegado justo cuando salíamos
corriendo por la puerta.

—Llamaré a papá, lo pondré al corriente —dice Archer— la


encontraré —algo oscuro tuerce su tono.

—Quiero ocuparme de ella —gruño por lo bajo— que no se entere


de nada —ordeno, y nadie me discute.

—Dos minutos —dice Arrow, rompiendo el creciente silencio.

—Mantenme informado —ordena Thorne, y me dan ganas de darle


un puñetazo en la puta cabeza, pero me muerdo la lengua, no digo
nada, me centro primero en recuperar a mi chica.

Veo Fernsby Hall, un edificio alto, imponente y blanco, con las


ventanas oscuras. Me enderezo y piso a fondo el freno mientras
nos acercamos al edificio, las ruedas patinan en la nieve. El
parachoques trasero choca contra una farola y el auto se detiene
con un fuerte ruido, pero ya estoy abriendo la puerta de golpe y
subiendo corriendo los escalones del enorme edificio oscuro.

No hay vida alrededor, todos los edificios circundantes están


cerrados y a oscuras, y todo parece demasiado tranquilo. La nieve
cruje bajo mis botas, los escalones de ladrillo me llevan hasta las
enormes puertas arqueadas. Columnas de mármol blanco a
ambos lados del porche.
Arrow me sigue de cerca, con el auricular Bluetooth al oído
conectado con nuestro hermano mayor.

—¿Me oyes? —le pregunta a Thorne, que debe responder con una
confirmación porque Arrow contesta— Genial.

Y estoy agradecido por mis hermanos, incapaces de estar a mi


lado físicamente, pero que siguen haciendo el esfuerzo de estar
conmigo a pesar de todo. Y aunque nunca lo admitiré, sobre todo
con lo que se acaba de descubrir, pero es a Thorne a quien
necesito en situaciones como esta.

Giro las enormes manillas, expectante al ver que están cerradas,


pero aun así me frustra. Arrow me empuja con el hombro hacia
atrás, apartándome de su camino. Se arrodilla, con el juego de
ganzúas en las manos, y empieza a juguetear con la manilla. Soy
demasiado impetuoso, impaciente, doy golpecitos con el pie y
gruño de irritación.

La nieve se derrite en mis ropas y me empapa la piel. Mis mejillas


se congelan y me dan punzadas de frío. Me obligo a no apartar a
Arrow de mi camino, a lanzarme contra las puertas como un ariete
hasta que sus bisagras se resquebrajan, la madera se rompa y
pueda llegar hasta mi chica.

No vale la pena pensar en la posibilidad de que no siga aquí.

Si es que alguna vez estuvo. Sólo porque Michael llamó desde


aquí, no significa que la trajo aquí.

Ella tiene que estar aquí...

Porque si no está, voy a quemar todo el maldito mundo.

Voy por ti, Bebecita.

La defraudé una vez.

Juré no volver hacerlo.

Y no voy a romper mi promesa por nada.

Especialmente no por su bio-papá lacayo de pandilla de bajo nivel.


Eso no va a pasar.
Hago girar los hombros, crujo el cuello, sacudo los puños, me
siento mejor con el peso del arma apoyada en la parte baja de la
columna, metida en la parte trasera de los jeans. La que llevo en
la funda bajo el brazo, cuchillos en todos los bolsillos. Es una
exageración, este bastardo y quienquiera que tenga ayudándolo en
su misión suicida no son un desafío para mí y mi hermano. Arrow
parece el más amable de todos nosotros, pero tras esas sonrisas
suaves y tranquilizadoras, esos ojos negros y tiernos y esas
poéticas palabras de sabiduría, se esconde una jodida máquina de
matar sedienta de sangre.

Así que cuando las cerraduras se abren con un chasquido, la


manivela se suelta, me abalanzo sobre mi hermano pequeño para
llegar hasta mi jodida chica, no me preocupa que esté a mi
espalda, porque sé que él la tiene, igual que yo tengo la suya.

Sólo tengo que atravesar a toda prisa dos cortos pasillos, el


edificio en ominoso silencio, mis pasos, aunque apresurados, son
largos y silenciosos, las botas susurrando sobre el suelo de
mármol. La oscuridad nos rodea, mi hermano pegado a mi
espalda, sus palabras casi insonoras a Thorne, somos silenciosos,
preparados, listos, víboras esperando para atacar, osos esperando
para mutilar. Soy un jodido depredador, el Depredador, y cada
bastardo de este lugar es mi presa.

Las puertas que conducen a la galería principal están cerradas,


Arrow, una vez más, arrodillado, trabaja rápidamente para que
entremos, estas puertas se abren mucho más rápido que las
primeras.

Más oscuridad nos recibe, parpadeo, el corazón me late tan


despacio en el pecho que me pregunto cómo sigo funcionando. Me
deslizo hacia el interior, la puerta se abre lo suficiente para que mi
hermano y yo pasemos con nuestros anchos cuerpos, Arrow la
cierra a nuestra espalda. Estamos pegados a la pared, su hombro
roza el mío mientras dejamos que nuestros ojos se adapten.

La sangre, su olor rico y metálico, es algo que a la mayoría de la


gente le da náuseas o no parece afectarle, es desagradable pero no
te provoca nada.
Pero a mí, por lo general, me da una vertiginosa sensación de
poder, un subidón. Ya sea una vida arrebatada, un cuerpo
desechado, la muerte empapando mis brazos, empapando la tela
de una camiseta o una sudadera con capucha. A veces es su
sabor, en mi lengua mientras se desliza sobre el mohín afelpado
de mi Gracie, el definido arco de cupido partido por mis dientes.

Y otras veces, no siento que me dé ningún tipo de poder, sino todo


lo contrario, que me vacía, llenando a Gracie con su poder.

La habitación está en silencio, el aire es denso, casi difícil de


respirar, como si, al inhalar un poco demasiado rápido, demasiado
fuerte, te ahogaras. Lo único que oigo son los latidos de mi
corazón y la lenta respiración de Arrow. No hay nadie vivo en esta
habitación.

Doy un paso adelante, apartándome de la pared, con el pánico


arremolinándose en mis entrañas, pero ella no puede estar herida,
lo sabría, lo sentiría.

Lo habría sentido, joder.

Es imposible que le haya pasado algo. Mi respiración se acelera,


mi corazón martillea, mis oídos zumban y pienso en que ella no
está aquí. Luchando contra hombres adultos, gente mucho más
grande que ella, más fuerte, y el pánico hace que me cueste sentir
algo cuando la oigo.

Sigo. Arrow deja de moverse, aún a ras de mi espalda, cuando


vuelve a oírse un chasquido húmedo, casi silencioso. Ladeo la
cabeza, abro mucho los ojos, miro hacia el otro extremo del gran
espacio, toda la habitación resuena, los techos tan altos. El
corazón me golpea el pecho, amenazando con romperme el
esternón, la sangre se me agolpa en los oídos, y pienso que el
sonido familiar no es más que un recuerdo ilusorio dentro de mi
cabeza. Pero entonces lo oigo por tercera vez, y lo sé, pero sigo sin
moverme.

En lugar de eso, me giro hacia mi hermano, deseando poder ver


bien su rostro en la oscuridad, y no tengo que decir nada, porque
él ya me está poniendo la mano en el hombro, yo le estoy
entregando la funda del arma, la que llevo en la parte trasera de
los jeans, y él se está dirigiendo de nuevo a la puerta por la que
entramos.

A Gracie no le gusta que la miren cuando trabaja.


Capítulo Veintidós

Sigo los sonidos a paso lento, todo dentro de mí se siente inquieto,


porque a pesar de lo que pasó con su madre, mi Gracie no es una
asesina. No es como yo en ese sentido, no quiere matar a nadie.
Todavía tiene una inocencia que quiero ayudar a conservar para
siempre.

Una dulzura que está inculcando en nuestros hijos. Cómo nunca


matar moscas ni aplasta insectos, cómo hace que uno de nuestros
hermanos la suba a los hombros para que pueda atrapar y liberar
arañas de las esquinas del techo. Apaga las lámparas para salvar
a las polillas, las deja reposar, las recoge en sus manos y las saca
a la oscuridad.

La oscuridad es nuestra seguridad.

Y creo que me equivoqué. Cómo la comparé una vez con una


mariposa, de alas envenenadas. Esa no es mi Gracie, es delicada,
necesita ser manejada con cuidado, está más segura en la
oscuridad, disfruta vagando por las sombras, pero aún puede
sobrevivir a la luz. Es una polilla. Hermosa y frágil, fuerte y
resistente. Y no hay ningún lugar en el que prefiera estar que
revoloteando en la oscuridad con ella.

Érase una vez, quise destruirla, esa semilla de inocencia, a ella,


todo el puto mundo podría haberse destruido con ella y pensé que
no me importaría. Me mentí a mí mismo, antes, ahora. Gracie no
es inocente, pero se aferra a ella como una vela en la oscuridad
para aquéllos de nosotros que no la tenemos. Ella es mía, es todo
mi maldito corazón negro, y siempre protegeré lo que es mío.
—¿Gracie? —Llamo en voz baja, voz profunda y suave, respiración
entrecortada.

Los ruidos apagados se detienen, y mi corazón amenaza con


salirse de mi pecho.

—Hunter —no es una pregunta, hay alivio en su voz, pero también


conocimiento, y entonces dice—: Siempre me encuentras en la
oscuridad.

Y pienso en cuando le dije eso, con las lágrimas salpicando su


hermoso rostro, nuestro cuarto de baño inundado de agua, dolor y
miedo.

Sonrío.

—Siempre te encontraré en la oscuridad, hermosa chica.

—Hunter —susurra, mis pasos me llevan más cerca, aún no


puedo verla, pero sigo su voz como si tirara de mis hilos.

—¿Estás bien?

—Sí —responde. Una pequeña pausa y luego—: Hice algo


malo —susurra en voz tan, tan baja que cualquier otra persona no
se daría cuenta, pero en nuestra casa no se habla alto, todo el
mundo habla en voz baja.

Se agobia demasiado con mucho ruido, y siendo una familia de


siete hombres con un coro de voces graves, ciertamente costó
adaptarse, ha habido más de una ocasión en que las cenas
familiares han terminado con Gracie tapándose los oídos. Pero
ahora todos lo hacemos mejor.

—No pasa nada —le susurro— no tienes ningún


problema —arrullo suavemente, haciendo una pausa en mi
acercamiento—. Bebecita, necesito que me digas si voy a tropezar
con algo.

—Oh —un breve sonido de sorpresa, y me imagino su rostro, los


labios entreabiertos, una pequeña arruga entre las cejas—. Um,
sí —decide, mis brazos sueltos a los lados, flexiono los dedos, los
nudillos crujiendo—. Voy a ir a buscarte.
—De acuerdo, me quedaré aquí —le digo en voz baja, apenas por
encima de un susurro.

La oigo moverse, el zumbido de su abrigo, el crujido de la tela


impermeable, y siento alivio de que aún lo lleve puesto. Sus pasos
silenciosos no revelan su ubicación, y me cuesta esperar, ser
paciente, cuando lo único que quiero es atravesar las sombras,
correr el velo de oscuridad y hundirme en todo lo que es ella.

La huelo, mis fosas nasales se dilatan, espesa, pesada, la sangre


empalagosa me golpea primero, aguda, metálica, y tan fuerte que
puedo saborearla en mi lengua. Luego su dulzura me invade como
una inyección de adrenalina en el corazón, madreselvas, helechos,
ese trasfondo boscoso. Es como nuestros lugares favoritos, el
sótano, la oscuridad, el bosque. Soy codicioso, la aspiro
profundamente mientras su pequeño cuerpo se detiene justo
delante de mí, su silueta la revela en la oscuridad.

—Hunter —susurra, sus dedos húmedos y pegajosos acarician el


marcado ángulo de mi mandíbula.

La sangre me corre como un martillo por las venas, agitando cada


centímetro de mí, y mis manos se enredan en su cabello, mi boca
está sobre la suya, mi lengua deslizándose entre sus dientes. Sus
manos aprietan mi camiseta, uno de mis brazos la rodea y la
obliga a ponerse de puntillas. Sabe a sangre, fuerte y rica, y mi
polla patea la cremallera cerrada de mis jeans.

Desenredo la mano de su cabello, la meto entre nosotros y bajo la


cremallera de su abrigo, empapado de lo que supongo que es
sangre. La idea me hace retroceder, intentar contenerme,
controlarme solo un segundo para comprobarlo, para asegurarme,
necesito saberlo. Con la boca inclinada sobre la suya, rompo el
beso, la oigo gemir, mi aliento recorre sus labios.

—¿Te han hecho daño, Gracie? ¿Es algo de esta sangre


tuya? —Pregunto en voz baja, pasando la mano por delante de su
cuerpo.

Sé que lleva un vestido blanco, de escote cuadrado, que deja al


descubierto la parte superior de su pecho, las clavículas, sus
delicados hombros con la pálida mancha de pecas de su estancia
en el exterior. Recorro su pecho con el dedo índice, entre el valle
de sus pechos, y deslizo la punta sobre su pezón endurecido.

—Uno de ellos me golpeó la cabeza —susurra sobre mis labios, y a


pesar de que me arden las entrañas con la fuerza de un demonio
infernal que quiere arrasar el puto mundo entero, mantengo la
calma, dejo que termine.

Pero no lo hace, y sé que hay algo más en la historia.

—¿Qué más te ha pasado, Bebecita?

Me acerca más, como si creyera que la voy a soltar.

Nunca te soltaré, joder.

—Este... —y siento que se aparta de mí, con la barbilla sobre el


hombro, los ojos mirando a través de la oscuridad algo que no
puedo ver.

Suavemente, tomo su barbilla entre el pulgar y el índice y la giro


hacia mí.

—¿Éste? —Repito como una pregunta, un susurro tranquilo, me


muerdo la lengua, para no apresurarla, no me lo contará si no soy
paciente.

Gracie viene de un mundo donde vivía con miedo, siguiendo


reglas. Ahora no hay miedo, pero seguimos teniendo algunas
reglas, sólo por su bien.

—Los Blackwell no mienten —le recuerdo con dulzura cuando


noto que traga saliva, mis dedos acampanados rozándole la
garganta, con la barbilla aún agarrada.

—Me rasgó las mallas —dice casi en silencio, pero me pongo


rígido, le pellizco el rostro, la mano baja hasta su garganta, mis
dedos la aprietan como un collar, haciéndola chillar.

Suelto la mano de su cuello al instante, el pánico hace que el


corazón me galope por debajo de las costillas.

—¿Gracie?
—Uno de ellos me ha hecho daño en la garganta —vuelve a decir
en voz baja, pero hay un hilo de sollozo en sus palabras.

—Bien —la tranquilizo, acariciando su cabello pegajoso hacia


atrás, pasando el pulgar por debajo de su ojo, cubriendo con los
dedos la mitad de su rostro y apoyando el pulgar en su labio
inferior—. El que te rasgó las mallas, Gracie. ¿Te... te tocó?

Mi peor puto miedo es este, que ella salga herida porque yo no


estaba allí. Y sé que estoy conteniendo la respiración, y quiero
cerrar los ojos, pero los mantengo abiertos, para afrontar lo que
sea que vaya a decirme, porque pase lo que pase, siempre
afrontaremos todo juntos.

—No —me dice, con la respiración agitada. Luego susurra— Le


corté las manos, después de... —deteniéndose para no confesar
sus pecados.

—¿Después de...?

—Lo maté —y el aliento que contenía sale de mis pulmones y


entra en los suyos cuando cubro su boca con la mía.

La lengua lame la suya, sus dientes rozan la punta mientras me


abro paso dentro de su boca, gimo en nuestro beso y su garganta
me responde con un eco similar. La beso con avidez, despacio,
tomándome mi tiempo, le hago el puto amor en la boca antes de
retirarme y besar su hermoso rostro.

—Rachel es...

—Lo sé, lo siento, siento no haberte escuchado —me apresuro a


decir, interrumpiéndola— siento mucho no haberte escuchado.

Ella asiente contra mí, tragando saliva, y desearía poder verla.

—Los niños están a salvo —le digo.

—Lo sé —responde al instante, con conocimiento de causa— por


eso no necesitaba preguntar. —Se me saltan las lágrimas y el
corazón me explota dentro del puto pecho, y me pregunto cómo
carajo he tenido tanta suerte.
Sus gemidos me atraen más hacia ella, mis labios rozando su
mejilla, mi lengua recorriendo su oreja, bajando por el cuello, mis
dientes rozando la columna de su garganta. Ella se estremece,
apretándose contra mí, mi polla palpitando contra su bajo vientre,
yo empujo su abrigo por sus hombros, sus brazos sacuden la tela
hinchada para liberarla.

Su abrigo cae al suelo, sus dedos en el botón de mis jeans, los


míos deslizándose bajo los tirantes de su vestido, empujándolo
también por su cuerpo. Me abre los jeans, baja la cremallera, mete
la mano por debajo de mi bóxer y me rodea la polla con los dedos,
haciéndome estremecer contra su mano húmeda. Su aliento es
caliente y fuerte en el hueco de mi garganta, donde me mira, a
pesar del frío que hace en la habitación.

Engancho los pulgares a los lados de sus mallas y se las bajo por
las piernas. Se agarra a mi hombro con una mano y juntos
sacamos sus piernas de las bragas y las medias. Con la misma
mano me tira del hombro de la camiseta y yo me inclino hacia
adelante, rozando sus labios con los míos mientras dejo que me la
quite por encima de la cabeza. Me aprieta la polla y mueve
lentamente el puño arriba y abajo. Con un mano me bajo los
jeans, y con la otra acaricio su nuca.

—Acuéstate para mí, Bebecita —toma mi mano entre las suyas,


suelta mi polla, se baja al suelo conmigo, los dos de rodillas.

Acaricio su cabello, le sujeto el rostro con las manos y beso sus


labios. Ella se sienta, separa las piernas para mí y yo me hundo
con ella, sellando nuestros labios. Mi mano sostiene su cabeza
mientras ella se recuesta, temblando cuando su columna entra en
contacto con el frío mármol.

Sonríe contra mi boca mientras cubro su pecho con el mío y mis


labios rozan los suyos con ternura. Recorro su cuerpo con una
mano, rozando con los dedos los huesos de las costillas, la zona
baja del vientre y la curva de la cadera. Mi mano se desliza por su
muslo izquierdo, sintiendo la cicatriz irregular y pronunciada,
prueba de la última vez que se separó de mí. Aprieto su carne, su
cuerpo tiembla debajo de mí, me muerde el labio, sus manos se
enroscan en mis hombros, los dedos de una mano se enredan en
el cabello de mi nuca.
Con la polla pesada e hinchada, llorando contra la sedosa piel de
su vientre, me elevo y sus dedos, una vez más, se cierran en torno
a mi miembro. Esta vez, me guía hacia su apretada abertura,
presionándome contra su carne resbaladiza, la cabeza de mi polla
goteando pre-semen. Con una mano junto a su cabeza y la otra
acunando su cráneo, me inclino y aprieto la frente contra la suya,
mezclando nuestras respiraciones.

—Te amo, Gracie —suspiro, asegurándome de que saborea la


verdad de mis palabras.

Presiona sus labios en mi boca, su lengua rozando mi labio


inferior, antes de retroceder, sus labios todavía rozan los míos.

—Te amo, Hunter.

Me besa, hundiendo la lengua en mi boca con facilidad y gracia,


suave y amorosamente, y entonces echo las caderas hacia atrás,
me lanzo hacia adelante, mi polla se hunde en ella de un fuerte
empujón. Su columna se levanta del suelo, sus uñas me arañan
los hombros, me desgarran la carne, ella grita en mi oído, su coño
se aprieta a mi alrededor. Siseo entre dientes, con las frentes
apretadas.

Ella se aferra a mí, con las uñas clavándose cada vez más, lo noto
cuando por fin rompe la piel, la pequeña gota de sangre se desliza
por mi omóplato.

—Hunter —jadea, mi polla golpeándola cada vez más fuerte,


sacudiéndonos por el suelo.

—Gracie —respondo con un gruñido, los dientes apretados y la


mandíbula desencajada.

—Por favor —jadea contra mis labios— haz que duela.

Mis embestidas en su apretado coño son lentas, los dedos se


flexionan donde sujeto su cráneo con la mano, anudado en su
cabello. Mis ojos se mueven entre los suyos, la oscuridad no me
permite verla del todo. Trago saliva, sus dedos se desenredan de
mi cabello y los pasa por mi rostro, aún pegajoso por la sangre de
otro hombre. Pero creo que así es como más me gusta,
ensangrentada e inocente y enamorada de mí.
Estoy a punto de ceder, de dejar que me haga lo que le dé la puta
gana y de decir de acuerdo, cuando su mano me cruje el rostro
con tanta fuerza que me zumban los oídos, el labio se me parte
con el impacto y me duelen los dientes. Parpadeo para alejar el
resplandor blanco de mi visión y me vuelvo lentamente hacia ella.

—Gracie —gruño, agarrándola por la muñeca justo antes de que


su mano choque con mi rostro por segunda vez.

Se retuerce debajo de mí, mi polla se pone aún más dura, mi


sangre gotea sobre su rostro y sé que hay algo que no va bien
conmigo. Con ella. Con nosotros dos. Pero no me importa.

Me importa una mierda.

Porque nadie más tiene que entender nuestro amor.

Es tóxico, jodido y peligroso.

Pero nos gusta jugar a estos juegos.

Ceder.

Déjate llevar.

Juega conmigo.

Hacerme daño.

Todo lo que su psique me susurra en la oscuridad, garras


fantasmales enroscándose bajo mi carne, segregando su veneno,
infectándome con una enfermedad que ya poseo, joder.

Me rindo.

Aprieto los frágiles huesos de su pequeña muñeca, golpeo su


mano contra el mármol, bajo hasta su rostro, gruño sobre su boca
y ella suelta una puta risita.

—Sí —susurra, engatusándome y provocándome desde la


seguridad de las sombras, esperando a que me traguen a mí
también, a que me una a ella, y me hago añicos.

El último pedazo de hombre dentro de mí muere, el monstruo se


apodera de mí, salvaje y hambriento. Mis dientes se hunden en su
labio inferior, desgarrando la delicada carne, saboreando el hierro,
chupo la sangre de su labio, saco mi polla, arranco mis labios de
los suyos. Cubro su boca sangrante con la mano, la arrastro
bruscamente por su rostro, me aseguro de cubrir la palma y los
dedos con su sangre.

Luego, ya con la polla en la mano ensangrentada, la unto por toda


mi longitud, su sangre, su excitación, me limpio la sangre de la
barbilla, mi labio gotea un flujo constante donde ella me abofeteó.
Cubro mi polla palpitante con todo eso, y luego, sin piedad, vuelvo
a meterme en su interior.

Las caderas chocan con las suyas con un desagradable crujido.


Ella gime debajo de mí, sus dientes luchan con los míos mientras
intenta, sin éxito, clavar sus dientes en la hendidura de mi labio.
Me abro paso por su garganta, chupando y mordiendo los
moratones que le ha hecho otro, sustituyéndolos por los míos.

Cubro cada centímetro de su cuello, hasta detrás de sus orejas,


cada milímetro de carne expuesta tiene ahora las marcas de mis
dientes. La muerdo por todas partes, como un puto reclamo
posesivo. La follo con mi polla ensangrentada, ella grita debajo de
mí, mi mano sigue aplastando su muñeca, manteniéndola como
rehén por encima de su cabeza, sus dedos arañando el dorso de
mi mano. Levanto la mirada hacia ella y deja de arañarme, deja de
moverse, sus ojos desorbitados se abren y se clavan en los míos,
salvajes, feroces.

—Pon las putas manos sobre la cabeza —le siseo, golpeando su


mano contra el suelo con la orden antes de soltarla—. Las dos
manos —ladro en voz baja— mantenlas ahí.

Su mano se desliza por mi hombro, resbaladiza por mi sangre, y


apenas puedo distinguir los movimientos en la oscuridad. Cruza
las muñecas por encima de la cabeza, anuda los dedos y no me
quita los ojos de encima.

—Buena chica —susurro, mordiendo sus labios, primero los de


arriba y luego los de abajo, recorriendo con la lengua sus heridas,
la sangre coagulándose, lamiéndola y tragándola.
Le muerdo la piel, bajo por su pecho, con la lengua
arremolinándose sobre la piel ensangrentada, me meto un pezón
en la boca y masajeo el otro con los dedos. Ella gime, arquea la
espalda, las tetas se levantan y entran en contacto conmigo,
chupo con fuerza, metiendo en mi boca toda la carne que puedo.
Gime cuando suelto el otro pecho, la leche resbala por mis
nudillos y mi garganta mientras chupo su pezón entre los dientes,
cremoso y dulce como ella.

Me desprendo de su pecho, los manoseo con mis manos y paso la


lengua por el valle entre sus pechos, lamiendo su leche, nuestra
sangre. Mi lengua baja por su vientre, se hunde en su ombligo,
gira alrededor, los dientes marcan sus caderas, antes de deslizarse
más abajo, sobre su montículo. Bajo los brazos por debajo de sus
muslos y la empujo con fuerza para atraer sus caderas hacia mi
boca, su peso descansa sobre sus hombros y succiono con la boca
su clítoris.

Ella se agita debajo de mí, incapaz de escapar de mi agarre.


Aprieto sus piernas en el pliegue de mis codos mientras los
talones de sus pies golpean mi caja torácica, chupando con más
fuerza su clítoris. El plano de mi lengua se desliza por ella, desde
la apretada abertura hasta el hinchado clítoris, chupando y
mordiendo los pliegues de su coño, entierro mi rostro en su coño,
los dedos clavándose en sus muslos. Ella grita cuando mis dientes
se hunden en su clítoris, con fuerza, su cuerpo tiembla más fuerte
que un terremoto debajo de mí.

La lamo perezosamente mientras se corre, chupando todo lo que


me da, antes de volver a bajarle las piernas con cuidado. Me
arrastro de nuevo entre sus muslos abiertos, con las piernas
pegadas al suelo, la polla goteando y temblando por hundirse de
nuevo en ella. Levanta los brazos temblorosos y su cuerpo tiembla
debajo de mí. Me pasa los dedos por la nuca y los hunde en mi
cabello. Respira con dificultad, me mira fijamente y luego me
suelta el cabello, mi cabeza choca contra la suya cuando recibe mi
polla de nuevo en su interior.

Entonces me la follo como si fuera un castigo. Por ella. Por mí.


Para nosotros. Un espectáculo para el Diablo, un jódete para los
Dioses. Como sucios paganos, hermosas criaturas de la noche,
follamos al amparo de la oscuridad. Escupo en su boca abierta, su
lengua sale para mostrármelo, aunque en realidad no puedo ver,
antes de que ella haga un espectáculo tragando, gimiendo
mientras lo hace.

Mis labios se vuelven a juntar con los suyos y nos besamos


mientras me mantengo en lo más profundo, con las caderas
juntas, dejándome llevar. Un escalofrío me recorre la espina
dorsal, pinto la entrada de su cuello uterino, cuando mi polla la
llena de mi semen. Me abraza, sus manos se envuelven en mi
cabello, mis brazos se enroscan bajo su espalda mientras caigo
sobre ella, dejo que sienta mi peso, pecho contra pecho, la polla
retorciéndose en su interior.

Suspira contra mi cabeza, donde estoy acurrucado contra su


pecho. Con el pecho agitado debajo de mí y su corazón
martilleándome en mi oído, me pasa los dedos por el cabello, por
un lado de mi rostro, y me estrecha contra ella.

—Cásate conmigo, Gracie —susurro con seriedad, y sus manos se


detienen en sus caricias tranquilizadoras.

Ella contiene la respiración, pero yo no retengo la mía, escucho los


latidos de su corazón y, tras un largo momento de silencio, sus
dedos siguen acariciando suavemente mi cabello, con las uñas
rozándome el cuero cabelludo.

—Está bien —susurra, haciéndome sonreír. Inclinando el cuello,


me da un beso en la coronilla y mis brazos la rodean con fuerza.

—La oscuridad es hermosa, ¿verdad, nena?

—Creo que nuestra oscuridad es hermosa, Hunter.


Epílogo Uno

Atlas sujeta mi mano suavemente dentro de la suya, yo sentada


en el taburete del tocador de nuestro dormitorio, Rosie de pie
detrás de mí, con los dedos metidos en mi cabello, terminando las
pequeñas trenzas que se entrelazan a través de mis largos rizos.
Los suaves labios de Atlas me besan los nudillos, River babea por
toda la otra mano mientras me agarra con demasiada fuerza e
intenta imitar a su hermano mayor, lo que me hace reír. Me mira
con una sonrisa boba en su regordete rostro, orgulloso de lo que
hace para hacerme reír.

—Gracias, chicos —digo en voz baja, mientras River me lame el


pulgar y suelta una risita de alegría cuando Rosie le chasquea la
lengua.

Se echa el cabello rubio oscuro hacia atrás y ríe a carcajadas con


la boca abierta. Atlas se ríe y sus pequeños hombros tiemblan
mientras sonríe a su hermano. Miro a Rosie en el espejo, con los
ojos húmedos y una sonrisa en la cara. Suelta el extremo de mi
trenza y, moqueando y riendo, se lleva un pañuelo a la cara para
secarse los ojos.

—Alergia —resopla, sus cálidos ojos verdes brillan.

—Es abril —le digo, ofreciéndole una excusa y ella sonríe,


lanzándome un rápido guiño.

—¡Muy bien, chicos! —dice Raine entusiasmada desde la puerta,


aplaudiendo y frotándose las manos y haciéndome estremecer—.
Lo siento —dice desde la puerta abierta—. Vamos a prepararlos
para que puedan ir a ayudar a papá, ¿sí? —dice con una amplia
sonrisa, agachándose, con las manos apoyadas en las rodillas.
Los dos chicos se apresuran hacia él, Atlas mira hacia atrás, mi
pequeño gesto de ánimo ensancha su sonrisa. Sus preciosos ojos
desiguales vuelven a mirar por encima del hombro cuando River
chilla y Raine lo levanta en el aire. Abro los brazos y Atlas vuelve
corriendo, se lanza a ellos y me aprieta con fuerza.

—Vas a bajar pronto, ¿verdad? —me susurra en el cabello, con su


aliento cálido, haciéndome cosquillas en la piel de la garganta.

Pienso en la forma en que me abrazó tan fuerte hace tan solo unas
semanas, la noche en que Hunter me trajo a casa, la forma en que
sollozó en mis brazos y me hizo prometerle que nunca volvería a
marcharme. Me trago la emoción, el miedo, le doy un último
apretón y ambos nos apartamos, de modo que sus ojos se centran
en los míos.

—Voy a estar allí, bajare unos minutos después de que todo el


mundo esté listo —le susurro—. Papá necesitará tu ayuda para
prepararse. ¿Te asegurarás de que llegue a tiempo?

Atlas asiente enérgicamente, tener algo en lo que concentrarse lo


ayuda a despejar la pequeña nube de ansiedad. Vuelve a correr
hacia Raine, que espera en la puerta abierta, lo sujeta por la nuca
y lo saca de la habitación, guiñándome un ojo mientras cierra la
puerta tras ellos.

Me quedo mirando la puerta cerrada un momento, pienso en mi


primera noche en esta habitación, en el miedo y la emoción al
descubrir que no estaba encerrada. Cómo tenía miedo de explorar,
preocupada por lo que haría Madre si me pillaba incumpliendo las
reglas.

Los recuerdos de los últimos cinco años y medio pasan por mi


mente, todas las cosas que han ocurrido en esta habitación. Dar a
luz a nuestros tres hijos aquí mismo, en nuestro cuarto de baño,
Hunter dedicando cinco meses a participar en cursos de
preparación para el parto porque no confiaba en nadie más para
traer al mundo a nuestro hijo. Las incontables horas que pasó
leyéndome libros de bebés, frotándome los pies, cepillándome el
cabello, besándome la barriga.
Pienso en la sensación dentro de mí, cálida, palpitante, plena, un
eclipse arremolinado de polillas, alas que esparcen felicidad por
mis venas. Dejo caer mi mirada, las lágrimas se acumulan en mis
pestañas inferiores, una suave sonrisa se dibuja en mi rostro
mientras contemplo el anillo de oro en mi dedo, una cornamenta
retorcida, por nuestro amor al bosque. Diamante amarillo canario
en su centro porque mi cabello recuerda a los campos de girasoles
de Hunter.

Pienso en todos los años anteriores a encontrar aquí mi hogar, mi


familia, mi corazón, y lo exhalo todo con un suspiro que no me
había dado cuenta de que había estado reteniendo durante tanto
tiempo. Levanto la vista y la dirijo hacia la ventana de estilo
observatorio. Cruzo la habitación con los pies entre las alfombras,
sobre la madera fría en mis pies descalzos. Miro hacia afuera, a
través de los árboles, el sol brilla, el primer día cálido del año,
catorce de abril, y hoy consigo atarme a la otra mitad de mi alma
para siempre.

Siento sus ojos sobre mí antes de verlo. Manos fuertes sobre


nuestro hijo menor, Roscoe acunado contra su pecho, la camisa
negra ceñida sobre sus anchos hombros. Hunter me mira
fijamente, mientras yo lo miro fijamente a él, con un mechón de
cabello negro ocultando uno de sus ojos castaño oscuro. El
corazón se me oprime en el pecho, mi alma lo busca, me muerdo
el labio, dejo de mirarlo y me alejo de la ventana.

Rosie sonríe ampliamente cuando levanto la vista, con la bolsa de


ropa blanca aplastada con entusiasmo en las manos.

—Ahora, ¿qué tal si preparamos a esta novia para su


novio? —pregunta, enarcando una ceja en un lado de su frente; yo
asiento, dándole permiso para seguir con su alboroto.

Miro por encima del hombro, contemplo el cielo brillante y por fin
siento paz.
Epílogo Dos

No me sudan las palmas de las manos, no tengo náuseas en las


tripas, no he salido a joder en mi última “noche de libertad”. No
estoy nervioso. Nunca me he sentido más seguro de nada en toda
mi puta existencia. El aire es fresco, pero los rayos del sol me
calientan la piel, a pesar del frío de la brisa.

Archer se endereza los puños de su camisa negra, tirando de ellos


hacia abajo, retorciendo uno de sus gemelos de oro. Se pasa la
mano por el cabello negro, ondulado como el de papá, Raine y
Thorne. Levanta la mirada y entrecierra los ojos cuando mira
hacia el sol, haciendo que los destellos verdes que atraviesan el
marrón oscuro de sus ojos brillen con vida.

—Vas a hacer esta mierda como es debido, ¿verdad? —Levanto


una ceja, que recorre lentamente mi frente con mi pregunta.

Sonriendo, baja la mirada, mira al suelo, intentando reprimir su


mueca. Mi puño choca contra su hombro, haciendo que se le
escape la risa.

—Por ella —le gruño, preguntándome por qué diablos pensé que
pedirle a Archer que nos casara era una puta buena idea.

Pero entonces pienso en Rachel, cuando descubrimos que mis


dolores de cabeza y mis sueños profundos se debían a las
malditas drogas que me echaba en la comida, para que estuviera
cansado constantemente, me despistara y me perdiera cosas de
las que normalmente me daba cuenta. La forma en que Archer y
yo la destrozamos, mente y cuerpo, su pecho agitado, la cara
salpicada de sangre mientras yo cerraba las cadenas de su
prisión. Puede quedarse allí y pudrirse hasta que decida que es
hora de poner fin a su sufrimiento. Se merece que se prolongue.
Nadie va a buscarla y nadie se mete con mis putos hijos.

Somos los más cercanos en edad, Archer y yo, él sólo diez meses
mayor, pero somos los más diferentes, nos amamos pero él me
vuelve jodidamente loco. Todo el tiempo.

—Sí, sí, sí, conozco el procedimiento, amigo. Tranquilízate. Me


comportaré —pone los ojos en blanco, con una amplia sonrisa en
el rostro, burlón, mis ojos se entrecierran, los músculos se
flexionan, listos para atacar.

—Basta —interrumpe el fuerte rugido de Thorne, apareciendo


silenciosamente detrás de mí, con la mano firme sobre mi hombro,
deteniéndome antes de que estrangule a nuestro hermano—.
¿Listo? —Thorne pregunta.

Archer retrocede, metiendo las manos en los bolsillos, Thorne


bloquea mi visión sobre él, poniéndose delante de mí, bajando la
mano de mi hombro.

Miro fijamente a mi hermano mayor, sus ojos oscuros clavados en


los míos, su postura tan correcta y formal, pero sus ojos parecen
cansados, su piel un poco cenicienta. Tiene un aspecto muy poco
Thorne. Pienso en preguntarle qué le pasa, no ha venido mucho
en las últimas semanas, desde que pasó todo lo de Michael, quizá
desde hace más tiempo. Hago un cálculo rápido, intento averiguar
cuándo empezó a ausentarse durante más tiempo. Me pregunto a
dónde va. Sé que se siente culpable, pero ninguno de mis hijos
resultó herido, Gracie está bien. Al final todo salió bien.

—No hagamos esto ahora, Hunter —dice en voz baja, mi silencio


es suficiente, sabe que sé algo—. Te lo diré después, disfrutemos
de tu día.

No espera una respuesta, no me ofrece nada más, no intento


hablar, sólo exhalo, lo veo caminar hacia Wolf, cuyos ojos ya
estaban haciendo un agujero en la nuca de nuestro hermano.
Ahora lo mira fijamente, esperando algo, lo cual consigue casi de
inmediato, porque Thorne asiente sin hacer ninguna pregunta y
Wolf se gira con él. Ambos se dirigen hacia el pequeño grupo de
sillas dispuestas frente a la arboleda del bosque.
Un arco hecho a mano por Wolf, de madera retorcida, ramas,
helechos y flores tejidas a través de él, blancas, lilas y verdes. El
bosque más allá está lleno de vida, todo brotando y prosperando,
las raíces finalmente emergiendo lo que protegieron todo el
invierno. Flores silvestre, lavanda, magnolias y rododendros. El
aire huele dulcemente, los pájaros cantan y las mariposas
empiezan a reaparecer.

Observo a mi familia, todos los hombres vestidos de negro,


pantalones y camisas, zapatos lustrados. Todos sonríen. Raine
hace rebotar a River en su regazo, su risita contagiosa me hace
sonreír. Atlas se sienta en la primera silla, todos los asientos en
arco alrededor de la glorieta floral. Las piernecitas se balancean y
las manos se agarran al borde. Arrow acuna a su lado a un
Roscoe dormido, con la boquita abierta y la cabeza echada hacia
atrás sobre el brazo de mi hermano pequeño.

Thorne y Wolf toman asiento al otro lado del pasillo, con las
cabezas juntas murmurando secreto, los observo por un
momento, frunciendo el ceño. Cuando un agudo silbido de Archer
llama mi atención.

Rosie corre hacia mí cuando me giro para mirar por encima del
hombro, siguiendo su movimiento de cabeza. Con sus pasos
apresurados, su sonrisa brillante y sus ojos cálidos, echa un
vistazo a mi atuendo en su camino, sin duda comprobando que
estoy vestido correctamente. Se detiene ante mí, con los ojos
verdes brillantes, el cabello canoso recogido en una elegante
trenza, colocado sobre un hombro, un vestido azul claro de flores
sobre su corta figura. Me acaricia las mejillas y me besa en la
frente cuando me inclino a su altura.

—Estoy muy orgullosa de ti —susurra, y yo trago saliva.

—Gracias, Rosie —le respondo en voz baja, y entonces me toma


del brazo y me gira hacia mi hermano, que me espera bajo el arco.

Me arrastra por el pasillo con paso firme. Me detengo ante mis


hermanos, mis hijos, la mujer que ayudó a criarme.
Empieza a sonar una música suave, un pequeño altavoz
inalámbrico bajo el asiento vacío para papá. Todo el mundo se
calla, se levanta, y yo la siento.

Nuestra conexión.

Ella tira suavemente de su extremo, asegurándose de que estoy


exactamente donde debo estar. Donde debo estar. Le devuelvo el
tirón, con una sonrisa en los labios y la piel erizada de calor.

Oigo un pequeño grito ahogado de Atlas y mis ojos siguen fijos en


el suelo, con los dedos de los pies dentro del zapato golpeando la
suela. Los nervios que no tenía parecen golpearme al instante. La
adrenalina me recorre como un rayo. Y de repente deseo que sea
de noche, porque me sentiría mejor, un poco más seguro. En mí
mismo. Pero no lo es y no lo estoy, pero ella es mía y yo soy suyo,
y todo esto es sólo para demostrárselo al mundo, porque no
necesitamos demostrárnoslo, nada, el uno al otro. Ya lo sabemos.

Y entonces levanto la vista.

Papá pasea a Gracie por el prado, con la hierba cubierta de flores


silvestres, ranúnculos y margaritas. Su cabello brilla como una
aureola y le cuelga por la espalda con rizos dorados sueltos y
pequeñas trenzas entrelazadas. Su pequeño cuerpo de blanco,
ajustado corpiño de encaje, sin tirantes, en forma de V en la parte
inferior del corsé, tallado por encima de los huesos de la cadera. Y
a partir de ahí, seda, largos y largos de seda blanca brillante, en
capas y colgando. Mi aliento se detiene en mi pecho, sus hermosos
ojos desorbitados se clavan en los míos, no aparta la mirada de
mí.

Incluso cuando se detienen ante mí y papá le da un beso en los


nudillos antes de juntar sus dedos con los míos, sigue mirándome
a mí, y yo a ella. Como si fuéramos los únicos aquí, los dos solos.
Archer empieza, pero no oigo ni una sola palabra de lo que dice,
con los ojos fijos en su rostro.

Una pequeña peca oscura bajo el ojo izquierdo, de un cálido color


avellana, regalado por el Diablo; el otro, de un azul hielo, que le
inculcó un Dios. Nariz pequeña, ligeramente respingona en la
punta, mohín respingón que brilla al lamerse los labios, llamando
aún más mi atención. El arco de cupido es afilado y pronunciado;
una pequeña cicatriz blanca atraviesa su centro.

Pienso en la primera noche que la vi, en lo alto de la ventana, sin


saber quién era ni por qué estaba en mi casa. Cómo me colé en su
habitación, la vi dormir, toqué su rostro, un ángel en la oscuridad.
Sabía entonces lo que sé ahora, esta chica es mi perdición. Y estoy
locamente enamorado de ella.

Me aprieta los dedos, una suave risita llega hasta mí en la brisa,


dirijo la mirada hacia Archer, con una sonrisa cómplice en los
labios. Gracie pronuncia las palabras un poco más despacio, con
una suave curva en la boca mientras intenta no reírse. Y cuando
Archer nos declara marido y mujer, sus pies descalzos se suben a
mis zapatos y se ponen de puntillas. Con mis brazos alrededor de
su espalda y sus manos enroscadas sobre mis hombros, la beso
con toda mi alma.

Más tarde esa noche, los dos sin aliento tras una persecución
entre los árboles, tengo su cuerpo desnudo enredado con el mío.
El cielo lleno de estrellas, su mirada inquebrantable, los ojos
perdidos en el paisaje, igual que los míos se pierden
irremediablemente en ella, le digo que la amo.

Y en la oscuridad, codiciado en la seguridad de las sombras que


tan bien conocemos, hago el amor con mi esposa.
Postfacio
¡Hola!

Espero que les haya gustado el final de Hunter y Gracie. Mi


intención era dejarlos en Heron Mill. Pero no pude hacerlo, Hunter
exigía más atención y Gracie quería jugar... ¿Cómo decir que no a
eso?

Así que espero que hayan disfrutado cerrando el círculo. Seguirán


teniendo pequeños destellos de ellos en los próximos libros de los
hermanos Blackwell, así que no es realmente un adiós. Sólo un
hasta luego por ahora.

Espero que hayan disfrutado de los pequeños cruces y los


pequeños teasers... ¿alguien ha visto el pequeño guiño al título del
libro de Wolf? ¿El pequeño comentario sobre los Gemelos del Caos
de Swallows and Psychos? ¿La relación con Ashes? Y Thorne... no
hay más que decir.

Estoy ansiosa por contarles más de esta serie, de Rook Point, de


Thorne y Haisley. ¿Alguien se pregunta más sobre eso? ¿Quiénes
son los Kelly? ¿Qué ha estado tramando Thorne? ¿Sabes qué
estaría bien ahora mismo? Una última sorpresita.

¿Por qué no pasas la página para ver el anuncio de Rook Point?


Próximamente

Empezó cuando era sólo un niño.

Mi obsesión.

Una herencia de la que parecen estar dotados los hombres de mi


familia y que se parece mucho a una enfermedad.

Fue amor a primera vista.

Cabello del color del fuego, ojos del jade más profundo.

Me cautivó al instante, me fascinó, pero no estaba destinado a ser


así, nuestros mundos ya eran muy diferentes. Destinos que no
debían entrelazarse. Mi familia trabajaba para gente como ella, no
se casaban con ellas. La princesa de la mafia irlandesa. El hijo
mayor del equipo de eliminación de La Firma.

Así que crecí, seguí adelante, y pasé largas noches en bares


ahogando peligrosos pensamientos sobre ella.

Pero, al parecer, con el tiempo, las cosas pueden cambiar. Una


noche, una deuda, una sola partida de cartas.

Y en un giro enfermizo del destino, un tesoro que nunca debió ser


mío estaba de repente a mi alcance.
Agradecimiento
Markie, por encontrarme siempre en la oscuridad. Te amo más de
lo que las palabras pueden expresar. Somos tú y yo.

Addie, te amo, te amo, te amo. Por persuadirme a escribir este


libro, animarme, estimularme y quedarte despierta toda la noche
trabajando en el desorden de mi cerebro. Gracias, eres mi mejor
amiga y te estoy muy agradecida.

Leah, ohhh, Leah. Joder, ¡Te amo! Gracias por amar a Hunter y
Gracie tanto como yo... si no más. Por enviarme canciones a la
1am que te hacen pensar en ellos, por leer esto antes que nadie.
Esta era para nosotras. Eres una diosa y un genio creativo. No
puedo esperar más. Esta serie es tu bebé, y no podría estar más
agradecida por tu pasión.

Inga, eres responsable de la muerte de Rachel. ¿Ya está, feliz?


Gracias por animar mi idea original, animarme y darme la
positividad que necesito para seguir adelante. Te amo mucho.

Kristen, esposa, por llamarme por vídeo cuando estás haciendo las
tareas y hacerme reír tanto que lloro. Te amo tanto, estoy tan
agradecida por ti.

Raeleen, por intentar organizar mi desordenada vida, y dejarme


lloriquear Y por ser una amiga increíble, soy tan afortunada de
tenerte en mi vida.

A mi equipo de la calle, chicas, son maravillosas, Sam, Arielle,


Alannah, Emily, Erin, Steph, Becky, Rebecca, Jess, Shawna,
Elizabeth, Sue, Jennifer, Layla, Vic, Kiyahnah. Estoy muy
agradecida por todo su duro trabajo y su ánimo. Muchas gracias.

Gracias a mi equipo de ARC, son todos maravillosos y les estoy


muy agradecida.
Y por último, a ti, lector, te doy las gracias por darle una
oportunidad a mi trabajo, y si te ha gustado, ¡aún mejor! En
cualquier caso, te agradezco que me hayas leído, gracias.
También por K.L. Taylor-Lane
SWALLOWS AND PSYCHOS

KYLA-ROSE SWALLOW

Una mafia oscura, Por qué Elegir Romance

PURGATORY

PENANCE

PERSECUTION

CHARLIE SWALLOW

Un Romance MMF de Mafia Oscura

RUIN

THE BLACKWELL BROTHERS

HUNTER BLACKWELL

Un Oscuro Romance Gótico de Terror Entre Hermanastros MF

HERON MILL

HERON MILL TENEBRIS


THORNE BLACKWELL

Un Romance Gótico-Mafioso Oscuro MF

ROOK POINT

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Un Romance Gótico Oscuro MF

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(Próximamente)

THE ASHES BOYS

Una Pandilla de Matones Oscuros Por qué elegir Romance

TORMENT ME

BURY ME

(Próximamente 2023)

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