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El cigarrillo y yo

Categoría: Monólogos
Creado en Lunes, 28 Noviembre 2011 14:47
Escrito por Edgar Tarazona Angel

Mi relación con el cigarrillo está llena de paradojas. Para empezar fui un niño asmático que en cada ataque pensaba
que era mi última hora y en medio de los ahogos y esos gemidos propios de los asmáticos se me iba media vida; eso
duró hasta los doce años; entré a estudiar en un internado para varones en Zipaquirá, la ciudad de la sal, en Colombia,
allí se encuentra una de las maravillas de la ingeniería moderna: La catedral de sal, y allí se operó un milagro… durante
el primer año los ataques de asma se fueron espaciando hasta desaparecer por completo. Las aves de mal agüero le
pronosticaron a mi madre que eso era temporal porque nadie se cura del asma y yo les creía y esperaba la noche fatal de
la recaída pero esta nunca jamás llegó. Todos pensamos que fue el ambiente salino de la ciudad.

Los seres humanos somos unos bichos extraños que cuando estamos metidos en una dificultad prometemos a Dios, y a
quien nos escuche en el más allá y el más acá, que si nos curamos vamos a llevar una vida sana lejos de todo lo que
pueda hacernos daño. Eso  decía yo en medio de oraciones y ahogos en los que se me iba la vida. Me curé y como era el
más pequeño del internado pues era el único que cabía por una pequeña ventana para escapar a la calle a comprarle
cigarrillos a los grandes de quinto y sexto de bachillerato de esa época (que corresponden a los actuales grados diez y
once). Por supuesto, era prohibidísimo fumar y, como la prohibición es causa del apetito, todos los muchachos
adolescentes lo hacían a escondidas en los grandes baños del edificio.

Los malditos muchachos mayores siempre me ofrecían probar y yo no aceptaba por miedo a un ataque de asma. La
curiosidad es causa de muchos males y una tarde acepté una fumada que me hizo conocer al demonio: tosí y los ojos
casi se me brotan de las cuencas, vomité hasta lo que no me había comido y quedé en estado patético cercano a la coma
y sin deseos de repetir la experiencia. Y sigue la maldita curiosidad aguijoneándome porque los muchachos no
volvieron a ofrecerme una fumada y yo los veía aspirar con deleite ese humo pestilente de los cigarrillos más baratos
que se conseguían en las tiendas cercanas, Eran de una marca que ya no existe: Golf, pero también Pierrot, antecesores
de los Pielroja de ahora…

La segunda vez aspiré una pequeña bocanada de humo y se repitió la tos y el lagrimeo pero no vomité. Me quedó una
sensación asquerosa por todo el cuerpo pero también como una necesidad de repetir la acción, no lo hice en ese
momento porque se escucharon pasos de alguien en el pasillo y todos nos metimos en los cubículos de los excusados.
Nadie entró pero quedó el temor y salimos de uno en uno rumbo al patio de recreo donde se encontraban el resto de los
alumnos internos de la normal. La tercera vez fue el comienzo de mi adicción a la nicotina; tosí un poco pero nada más,
chupé de nuevo el humo apestoso de ese cigarrillo barato y comencé un largo camino de adicto al tabaco que se
prolongó durante veinte largos años.

Durante los seis años de internado fumé, me descubrieron  y me castigaron sin salida muchos sábados y domingos. Al
principio los grandes me daban cigarrillos a cambio de mis escapadas a comprarlos; al año siguiente ya los de sexto se
habían ido y eran remplazados por los que antes estaban en quinto… y lo malo es que yo crecí y no cabía por la dichosa
ventana. Igual, ahora encargábamos los cigarrillos a uno de los chicos estudiantes externos. Yo me aprovisionaba en las
pocas salidas a mi casa y les vendía a los fumadores al menudeo y eso me dejaba buenas ganancias. Por esos años era
usual hacer paqueticos de tres cigarrillos en la envoltura de papel estaño de las cajetillas de los mismos cigarrillos.

Con sanciones, bajas de disciplina y conducta, matrículas condicionales, llamadas a mi madre para amenazarla con mi
expulsión y otras ternuras terminó mi educación secundaria pero no mi afición al tabaco. Fui un buen estudiante y
quizás por eso no me echaron, además era uno de los que alegraban las interminables veladas del internado (coplas,
chistes, cuentos) en una época donde la televisión estaba en sus comienzos y lo único que nos gustaba a los chicos de
esos años era “El club del Clan” y “Juventud moderna”, este último los sábados a las cuatro de la tarde. Cuando podía
salir a mi ciudad lo veíamos en grupo con mis amigos adolescentes y, para mi sorpresa, todos eran fumadores iguales a
mí. No puedo asegurar a cuantos induje a su afición al humo pero la sala donde veíamos el programa quedaba llena de
humo y abríamos las ventanas para que la gente de la casa pudiera ver por donde andaba.

Tan pronto salí a la libertad, así me sentía después de seis largos de encierro educativo, comencé a trabajar y lo primero
que hice fue irme de la casa paterna. Podía darme el gusto de fumar, beber y jugar sin restricciones. Hoy por hoy los
adolescentes hacen lo que les viene en gana; por entonces la mayoría de edad era a los veintiún años y hasta esa edad
uno pedía permiso a sus padres para todo. Bueno, los transgresores como yo, con dinero entre el bolsillo,
determinábamos nuestro rumbo, pero esa es otra historia que ya contaré en su momento, por ahora es el cigarrillo el
tema.
Con dinero disponible para gastar, libertad para dilapidarlo y ganas de experimentar en la universidad de la calle,
comencé por ensayar marcas de cigarrillos, nacionales y extranjeros, con filtro y sin filtro, rubios, morenos, mentolados,
aromatizados, etc. Muchas marcas no existen o salieron del mercado colombiano pero dejaron sus huellas indelebles en
mis pulmones. Cuando llegaba el pago al fin de mes fumaba americanos y extranjeros. Los de siempre: Kent, Marlboro,
Parliament, Camel, Lucky Strike; pero también Mapleton, un cigarrillo delicioso para los contertulios por su aroma, el
que lo fumaba no percibía el olor pero los demás sí; era el preferido de los chicos para impresionas a las niñas en las
fiestas vespertinas. Ah, es que esas rumbas de ahora con amanecida no se daban  por entonces. El uso eran las coca
colas bailables de dos a seis de la tarde, jajaja. A esa hora las niñas salían corriendo para sus casas temiendo el
castigo… igual que ahora.

El mercado nacional se daba el lujo de competir en nicotina con los extranjeros y con el Pielroja y Nacional
tradicionales la Compañía colombiana de tabaco sacó al mercado el Nacional con filtro, President, Continental, Nevado,
Mustang y otros que se me van del recuerdo. Había extra largos, normales, cortos, gruesos, delgados, mejor dicho el que
no fumaba no era hombre, le decían al adolescente y tenía una amplia gama de portadores de nicotina para escoger.
Olvidaba nombrar Premier y Half and Half… igual, ustedes me perdonarán los olvidos involuntarios pero es que metí
tanto humo entre mis pulmones y cerebro que algo se dañó, con seguridad.

Los muy jóvenes deben pensar que la prohibición de fumar en sitios públicos es antigua, pues no, en mis años jóvenes
uno fumaba donde se le venía la gana: en buses, restaurantes, teatros, salas de velación y algunos descarados hasta en
los templos. Yo entraba al restaurante de siempre a mi almuerzo y mientras me servían tenía un humeante chicote en
mis manos y el correspondiente cenicero sobre la mesa. A propósito, la industria de ceniceros debió entrar en quiebra
por falta de consumidores. En aquel pasado en todas partes se encontraban ceniceros, de manera que era una
autorización tácita para fumar. Hasta en las salas de espera de los hospitales y consultorios uno encontraba recipientes
para depositar sus cenizas.

Uno entraba a ver una película y prendía su cigarrillo impunemente. Los vecinos de silla no fumadores casi siempre se
levantaban y cambiaban de puesto, no existía la costumbre de silletería numerada y uno cambiaba de lugar a la hora que
deseaba. Algunos teatros sugerían con avisos en la pantalla fumar en el foyer y muy pocos salían a eso. En los aviones
había determinado momento para prender los cigarrillos; pero el ambiente en Colombia estaba cubierto por una
permanente cortina de humo de los millones de cigarrillos que se consumían a todas horas. Pero estoy pensando en un
pasado agradable, como si el cigarrillo con su nicotina y alquitrán y cientos de sustancias nocivas para la salud fueran la
octava maravilla del mundo, pues voy a hablar de lo que fue mi adicción a esta porquería que me martirizó dos décadas
bien contadas.

Al comienzo, en el internado, era uno o dos cigarrillos diarios. La dosis aumentó lentamente y, al terminar mi
secundaria, seis años después ya fumaba diez o doce pitillos al día. Dueño de mi vida y de mi sueldo, cargaba paquete y
encendedor entre mi chaqueta, hoy los sacos ya no traen el dichoso bolsillo. Los encendedores más codiciados eran
marca Ronson;por supuesto, como yo tenía para comprarlos tenía tres o cuatro, ah, y los cigarrillos en pitillera metálica
donde se acomodaban diez o doce. Era de buen gusto ante las mujeres sacar la pitillera y el encendedor y, si los
cigarrillos eran americanos el efecto mejoraba, daba prestigio. No fumar era signo de poca hombría y falta de mundo.
Mi consumo subió a una cajetilla o más por día y los dedos de la mano derecha se pusieron amarillentos por la nicotina,
igual pasó con mi dentadura y el bigote.

Amanecía con la garganta reseca y una tos de perro enfermo que no se me pasaba hasta mediada la mañana y después
de consumir dulces o chicles para suavizar el aliento. Para ayudar a suavizar la maltratada garganta, cuando despertaba
prendía el primero de muchos cigarros en el día, y tosía y fumaba sin descanso, es que hasta cuando me bañaba cerraba
el paso del agua y medio me secaba y prendía un chicote. En los últimos años como fumador activo llegué a consumir
cuatro cajetillas, cada una de veinte unidades. Eso me hizo sacar cuentas, de manera que en el mes quemaba 120 cajitas
multiplicadas por veinte cilindros de tabaco sumaban 2400 en el mes y 28800  en un año. Uf, que desgracia pensé y me
decidí a dejar de fumar.

Dicen que dejar el vicio de fumar es difícil, yo lo deje como veinte veces; una vez soporté tres meses y recaí, y cuando
se retorna a la adicción el cuerpo pide más. Dicen los investigadores que la nicotina es la segunda sustancia más
adictiva después de la heroína; como nunca he probado esta me queda imposible opinar pero respecto del tabaco si
puedo decir que dejarlo es muy difícil. Después de una abstención el cuerpo me pedía más y más humo y yo se lo daba.
Todo lo que lo rodea a uno huele a tufo de fumador, incluida la ropa y el sudor, guácala, como dicen ahora, ese olor
fétido lo perciben los demás porque como hace parte de uno pues el olfato propio no lo detecta.

En noches eternas con lluvia incluida me despertaba a media noche y buscaba un maldito tabaco; no lo encontraba y
empezaba la desesperación porque sabía que nada estaba abierto para comprar aunque fuera un mísero cigarrillo. No se
otras personas, pero yo buscaba y revolcaba todo el apartamento y al no hallar ese pequeño cilindro blanco, miraba los
ceniceros en busca de la colilla más grande. Si la encontraba la encendía dando gracias a Dios por el favor recibido; si
en los ceniceros no encontraba el alivio a mis males revolcaba la basura… si, como lo oyen, la maldita basura en busca
de una o varias colillas aprovechables y si eran muy pequeñas las desarmaba sobre una hoja de papel y con las migajas
de tabaco armaba un cigarrillo “decente” para calmar mi obsesión.

Llegó un día en que leía y fumaba, comía y fumaba, hacía deporte y fumaba y hasta soñaba con el cigarrillo en los
labios y el humo en mis pulmones. Hasta que una tarde apareció en la TV Yul Brynner el actor gringo de tantas
películas como Los diez Mandamientos y Taras Bulba y dijo, palabras más o menos: “Cuando usted vea este comercial
yo habré muerto de cáncer pulmonar debido al exceso de cigarrillo”. Hijuemadre, yo tenía treinta y pico de años y ni
pisca de ganas de morirme. Fue en ese momento que tome la decisión definitiva de mandar el tabaco para los profundos
infiernos que debe ser el sitio de donde salió. Un 19 de marzo me fumé el último cigarrillo de mi vida. Hace como
treinta años. Nadie que me conociera pensaba que podría soportar más de una semana sin humo de tabaco… pero lo
hice y para mi fortuna hace unos años salió la reglamentación antitabaco. La ansiedad se esfumó y hasta soporto estar
con fumadores. Escribo esto como terapia personal. No soy san Edgar y jamás lo seré pero vivo sin nicotina y sin joder
a los no fumadores.

De mi libro RELATOS DE TODA MI VIDA

Edgar Tarazona Ángel


http://edgarosiris310.blogspot.com

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